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Todo o nada

ÓSCAR COLLAZOS
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Agradecimientos especiales a todos los autores e intelectuales que aportaron ideas y obras a este
proyecto por su confianza y generosidad.

© 1979, Óscar Collazos


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, febrero de 2014


ISBN: 978-958-8321-98-1 (epub)

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Contenido

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Créditos

TODO O NADA
Esta novela fue escrita gracias a los auspicios del Berliner
Künstlerprogramm, de la DAAD. Mis agradecimientos a este organismo y a
Peter Schultze-Kraft, sin quien aquel precioso período (1977-1978) no
hubiese sido posible.
O. C.
... queríamos preparar el terreno para un mundo amable
y nos fue imposible la amabilidad.
Bertolt Brecht,
“An die Nachgeborenen” (“A los que vendrán”)
Alejandro Sáenz

Nada puedo hacer cuando me invaden la casa. Aunque no los espere, llegan
de uno en uno, en ruidosas bandadas. Sin llamarme por teléfono llaman a la
puerta y siguen de largo si la encuentran abierta, van tomando posesión de los
tres pisos de la vieja casa y, sin consultarme, husmean en los cuartos
diciéndome de paso cualquier cosa, se acomodan en los rincones, las
señoritas gallinas irredentas se apoltronan en las escasas sillas, los señores
traen los tragos, que siempre son los residuos de la última parranda, tragos
venenosos para la noche que empieza y apenas son las seis y media de la
tarde. ¿Qué puedo hacer si los discos ruedan por el suelo y nadie se atreve a
hacerme un café porque Adela se ha ido de paseo con sus hijos, que de un
momento a otro llegarán a corretear por los cuartos? Adentro se está bien y
no porque la maldita estufa de leña funcione sino porque tanta gente
convierte la casa en un cálido espacio de respiración congestionada, vaho
bajo el que todos van y vienen a sabiendas de que ni un solo reproche saldrá
de mí, así acabe de llegar de mi hospital, donde he hecho uno de mis penosos
turnos de urgencias. Abren los libros, los abandonan sobre la mesa, espían los
torpes dibujos regalados por un aficionado y los someten a juicio, hacen de
mi morada su paraje de tránsito. Dos horas, cuatro horas más tarde se largan
dejándome de nuevo vasos rotos, colillas amontonadas, camas destendidas
sobre las que se han revolcado con la piernisuelta de turno, rancio olor a
potrero meado, pisoteado, de paso alguna insulsa pregunta, ¿cómo van tus
pacientes, cuántos estiraron la pata?, comedidas preguntas para el anfitrión.
¿Qué puedo hacer si desde el comienzo los he aceptado, a un año de haber
entrado a un hospital de beneficencia con los honores de un mal asalariado,
cuando mis colegas comparten su tiempo con otros pomposos sueldos salidos
de sus consultas privadas? Alguien, a veces, se queda frente a mí con el aire
expectante y atontado de los confidentes y ¿qué puedo decirle? Supongo que
se trata de algún dolor del alma, de una ayuda para el arriendo atrasado, del
hambre, de un sablazo, de alguna confesión que ata al desgraciado a un
rincón de la casa, desde donde empezará a decirme doctorcito, cuánto lo
quiero. Casi siempre son Vásquez, Werthercito, Millán, Adela o un
desconocido que ha oído hablar de mi generosidad, que quiere ahorrarse la
consulta, que desea medicamentos de muestra mandados por la Bayer.
Entonces hay que sentarse, escucharlos, dejarlos vomitar cada una de sus
quejas, aunque en verdad no son quejas, son solo tonterías de solitarios.
Descubro que lo que quieren es quedarse un rato, preguntar por mi hospital,
inquirir por mis enfermos, acomodarse en el ocio que a ciertas horas se
apodera de esta casa y quizá también de la ciudad. Esperan que se organice la
parranda, porque nunca puede saberse cuándo se organizará la parranda.
Hacia las seis de la tarde ha llegado el primero y trae una botella de ron.
Bebamos un traguito, empieza diciendo. Y se va a la cocina por los vasos que
se han lavado y aún mantienen la opaca capa de grasa que hace una especie
de adherencia pecaminosa sobre el cristal. El primer trago entra como insulto
y los retorcimientos del estómago son infernales. Conforme entra el calor y se
aposenta en el cuerpo, la botella desciende y uno se va hundiendo en ese
estado desconsolador que experimentan los insaciables. Entonces es hora de
mandar por la siguiente. ¿Cuánto pone usted, doctorcito? me dice el visitante,
prometiendo llamar a un amigo acomodado, a dos muchachas sin problemas.
¡Doctor, doctorcito! Siguen distinguiéndome con el incómodo honor.
¡Doctor! Ni siquiera esta manera de llamarme me hace olvidar las piernas
podridas de un enfermo, la postración de un pobre diablo llevado al hospital
en los huesos, la biliosa palidez de una muchachita traída con pudor por su
madre para que le diga, no qué enfermedad sin nombre la está arrastrando al
matadero sino cuándo va a parar el chorrito de gastos de la farmacia, las
recetas que restan demasiado a la comida diaria, cuándo podrá llegar el
funeral.
–Está bien, pero no invites tanta gente –digo a los voluntariosos–. Toma,
tengo diez pesos –y le estiro el billete.
Que se las arregle. Lo de invitar poca gente es una tontería. Correrá la
bola y a las dos horas tendremos el desfile. Siempre hay un sitio para todos.
A veces me pregunto cómo hacen para tener una moneda en los bolsillos,
para administrar el ocio de manera que resulte medianamente llevable, pero
en verdad no pasan nunca de una moneda y son, en cambio, diestros en los
sablazos, como si al fugarse de sus casas o de sus universidades hubiesen
hecho cursos de sablazos, administrados con envidiable destreza, en una
esquina, en un café, metiéndote a empujones al bus, de pronto y por sorpresa
a la salida del hospital, ¡zas!, allí tienes el sablazo. Te desarman. Han forjado,
como dice Millán, una Ontología del Sablazo. Tienes que protegerte de la
mejor forma, meter las manos en los bolsillos y como un ciego prevenido
adivinar cuál será el billete menos comprometedor, no tengo más que dos
pesos, quédate con uno, pero en vez de un peso sale uno de veinte y tienes
que despedirte para siempre de tu capital, quedando con la vergüenza encima,
la mentira descubierta. Y no ha sido mala la inversión. Con un peso no es
cuestión de perderse y esquivar los encuentros durante meses. Siempre se
cree que no es una suma sino una ridiculez, un desliz, pero con veinte pesos
salidos por equivocación te proteges, quizá dejes de ver para siempre al
deudor, si deuda es ese reblandecimiento humanitario del corazón. Los hay
menos escrupulosos. Los invitas a comer –en fin, resulta más barato un
picadero de mala muerte– y después del postre, dulce de guayaba y un vaso
de leche, viene la embestida. Resultaba más digno lanzar el sablazo con el
estómago reventando de fríjoles que improvisar la táctica de las esquinas. Se
ha tenido tiempo para las confidencias, se ha podido hablar de maravillosos
proyectos nunca realizados, del descalabro en una inversión, de la inminencia
de un buen trabajo, del giro esperado o del deudor moroso que promete pagar
al día siguiente. ¡Un trato de caballeros! Hasta en la casa, a la hora más
desquiciada de la fiesta, llueven los sablazos. Los hay de todas las especies y
en un país de desocupados se traman todos los recursos y tácticas:
dramáticas, patéticas, de toda clase, en boca de ambiciosos y fulleros,
sablazos de quienes se conforman con nada y de quienes se la juegan por
entero. Hay un área callejera para los sablazos y casi siempre es un ángulo
que traza la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima, con vértice
en el Banco de la República.
¡He aquí la ironía: sablazos frente a las arcas del Estado! Esta es la
esquina de la más elegante mendicidad. Allí puedes despedirte para siempre
de las reservas del día, de la suma guardada para el alquiler atrasado. ¡Los
sablazos y las faldas! Un binomio perfecto. En aquella esquina, las faldas son
inevitables. Un amigo de cara hambrienta con una muchachita deseosa. La
hembrita de veinte años protege a su guerrero.
–¡Hombre, cuánto tiempo sin verte! –te dice el estratega.
Y exhibe el pecho en alto, se deja agarrar del brazo por la acompañante,
sáqueme de un apuro hermano, te dice, apretándola. Esta hembrita me cogió
sin un centavo, secretea, casi al oído. Y la expone a tu curiosidad. Ella da
entonces media vuelta sin moverse de su sitio y te enseña sus nalgas. Ya estás
perdido. ¿Cómo puede negarse a un amigo el derecho a un polvo? Estos son
los sablazos más temidos, los que conmueven el alma.
Y luego, están las fiestas. Quien sepa lo que es irse quedando seco en
medio de la prometedora noche, que no se lamente de los sablazos. No hay en
estos casos peor perspectiva que la de saber que son las tres de la mañana y
se ha entrado al frenesí del coloquio, al irregular ritmo de las parrandas.
Puedes dar el último centavo, buscar la alcancía y astillar el cerdito de barro,
buscar debajo del colchón las reservas de la semana. Puedes pedir prestado,
al veinte por ciento, al vecino usurero, porque en un barrio o en una ciudad de
muertos de hambre se abona el terreno de los usureros y pululan las casas de
empeño. Pero a esas horas de la noche no abren las casas de empeño. Si
abrieran en las madrugadas, estarían repletas de insólitos objetos, sombreros,
argollas de matrimonio, pisacorbatas, prendedores, zapatos nuevos,
gabardinas y hasta de pantalones, de cualquier cosa, de las ventanas mismas
de las casas y de papeles comprometedores. Y todo para que no decaiga la
fiesta. Las seis de la mañana llegan con una botella comprada en el drugstore.
Quien sepa esto, no podrá lamentarse del curso que en esas noches toman los
acontecimientos.
Puede suceder cualquier cosa, a menos que el ritmo del coloquio no
haya conducido a una decisión más aventurada, cuando se ha querido cerrar
la noche con un trago menos irritante, no con uno de esos ásperos líquidos de
borrachos sino con una buena marca de importación, un Black and White, un
Johnny Walker, vaya usted a saber, un exclusivo whisky de Malta, pídelo,
pídelo, aquí están mis cien pesos. Debes saber entonces que la reunión no
decaerá. Cuando la claridad se asome como un exultante presagio de vida,
llegarás a la conclusión de que estás fresco y lleno de fuerzas para continuar
una nueva jornada, aunque los pacientes esperen en las puertas de un hospital
y las enfermeras en corrinche llamen a los médicos de turno para que las
consuelen y el doctorcito tenga que hacer lo suyo con una aguja mal
desinfectada y la enfermera eche alcohol desinfectante en la amplia herida de
un muchacho que sabrá Dios cómo permitió que le abriesen una chamba con
tanta perfección. Aunque me vaya a cumplir con mi deber, la parranda sigue
en casa con el anfitrión ausente. Encontrará a su regreso la casa hecha una
verdadera catástrofe. Han ido por putas, han conseguido maricones en la
carrera Trece con calle 22, han comido sardinas y porquerías enlatadas, han
hecho arroz con camarones, se han revolcado en las camas y en los cables de
la luz que se tienden entre una ventana y la ventana de la casa del frente,
cuelgan calzoncillos y pantis de nylon y algodón, muestra viva de que la
fiesta ha sido buena.
Millán, el filósofo, dice que este es el marco ontológico de nuestra
aventura de inútiles. Para complementar sus sesudas clases universitarias, se
divierte diciendo que hay que estimular estas aventuras hasta el hartazgo y
luego cancelarlas por un tiempo, para volver luego con nuevos bríos al
ataque. Lo que no sé es cuántos de nosotros se van consumiendo en estas
parrandas, cuántos sobreviven indemnes, qué huellas dejan en el obstinado
que quiere prolongar la intensidad de sus parrandas. El filósofo, para
concluir, bromea diciendo que forman parte del tempo de la desesperanza.
¡Héroes de nada!, dice. Esa es la impresión que empiezan a dejar las
parrandas, aunque en los sueños me sienta endemoniadamente contento, pero
se trata simplemente de sueños. En el fondo, le digo a Millán, tratamos de
sacar el mejor partido a la supervivencia sin enredarnos en la pobreza. A
veces imagino una generación más arriesgada detrás de nosotros, bravos
muchachos que sí sabrán hacer algo con el riesgo y el vértigo. Para nosotros,
entonces, se anunciará la hora de tirar como un peleador acabado guantes y
toallas.
No saben ustedes con qué facilidad, en estas andanzas, nos volvemos
pintorescos, sobre todo si uno se extiende en la frecuencia de las parrandas y
anda tras ellas como un desesperado. Poco importan las profesiones, porque
al fin y al cabo nadie se ha atrevido a ejercer su mediocre profesión. No
esperes, eso sí, que se te noten los párpados cargados, que se asome un año
más en las sienes, que un mechón blanco se exhiba impúdico en la frente. Si
llegado a esa edad no has hecho para que los sabuesos de la recuperación
reconozcan tu existencia o den cuenta de tu utilidad en la sociedad, corre a
esconder ese traje gris mal planchado y demasiado visto, rasga tus señas de
identidad, me recita cordialmente el poeta Mariano. Estás en la puerta del
fracaso, pronostica el poeta, que ahora se dedica a vender esmeraldas y a
componer versos sobre desastres. El mundo es una bolita azul con
tempestades, dice. Huya a tiempo, doctor, lárguese a una playa solitaria o
vuélvase montañero de los Andes, aconseja. Este mundo no está hecho para
los que fracasan mal, hay que saber hacerlo. Su filosofía es estremecedora:
existe cierta grandeza en algunos fracasos, dice. Debes aceptarlos con altivez
para que sean menos ruidosos y no merezcan la piedad de nadie. No debes
dar tiempo a que anuncien y vean tu caída y se diviertan dándole patadas al
muñeco de carne ultrajada que podrías ser. Pueden llegar –advierte Mariano–
a la insaciabilidad, consumirte de manera que conserves la conciencia de
haber sido devorado como piltrafa. Todo, menos tu conciencia, será
devorada, eso será lo último que hagan, devorar también tu conciencia antes
de darte el zarpazo final. Si no has probado que eres una ficha útil en el
tablero de los haberes, eres un deber lamentable. Eres, si te descuidas –se
exalta el poeta– sólo conciencia sin cuerpo.
Mariano no viene a las parrandas, aunque me lo encuentre tramando un
poema en las esquinas del centro, entre la calle 20 y 21, en la puerta de los
bares de la carrera Quinta con 22, viviendo sin decir de qué ni cómo, aunque
todos sepamos que vive del tráfico de esmeraldas, culo de verdosas botellas
vendidos como esmeraldas, sobre todo a las incautas, matronas de traveler
check y deseos otoñales. Cuando se pone apocalíptico, el poeta es capaz de
elaborar un tratado de las caídas. Evoca a Sísifo y a Ícaro, habituado como
está a volver sublime la caída en los abismos. Pero no viene a las parrandas.
–Y bien, ¿ya está listo el café? –pregunto a Adela a mi regreso del
hospital.
Todavía no está lista la maldita taza de café. No es que yo no pueda
colarme una taza de café, lo que pasa es que Adela me ha acostumbrado a
tomar el mejor café de la ciudad, denso y amargo. Mientras está listo el café
le largo confidencias sobre mis pacientes, sobre los heridos de la noche, sobre
el corrinche que arman mis colegas con las enfermeras mientras un paciente
patalea y el cirujano no acaba con su polvo.
El café no está. Me largo entonces a la calle, no por disgusto,
simplemente porque quiero largarme, no sin antes decir a Adela que he
pasado una noche atroz, más de cincuenta miserables en la sala de espera y
sin esperanza de una cama en las horas siguientes. Me largo porque deseo
quitarme de encima la sensación de haber estado en medio de la fetidez, de la
sangre coagulada sobre la piel herida, de las operaciones apresuradas, de la
súplica de quienes aguardan una cama desocupada antes de reventar. Ya no
tengo sueño. Oigo al salir que Adela me ofrece el café, no te vayas, ya está
listo, pero he tomado ya el camino de la calle.
Mi enfado no es contra Adela. Ella se esfuerza, pero su enfermizo amor
la descontrola. Además, deseo encontrarme con los parranderos de la
cafetería, ya curados de la borrachera, comiéndose un plato de mondongo,
putas de la zona devorando para fortalecerse un gigantesco arroz con pollo en
la esquina de la Séptima con calle 24. Ojerosos, en silencio, van llegando los
parranderos de la noche anterior, domesticados por el cansancio,
arrinconados por el ocio. No sé cómo se reproducen los ociosos. No han
dejado de reproducirse. Se dice que aquí la miseria corre pareja con la
borrachera, que la degradación encuentra en la inconciencia una salida
consoladora. A esta hora, en cualquier sitio de la ciudad, los derrotados
aparecen mezclados con los madrugadores, apresurados y bien trajeados hijos
de la rutina, con las secretarias y los cajeros de banco, con los corredores de
bolsa y los vendedores de nada. A la altura de la Jiménez con el Parque de los
Periodistas. Hasta allí me gusta llegar sin rumbo fijo y ver como descienden
hacia el centro los desocupados, encabronados con la mala suerte y con el
mundo, salen de los buses atestados como de una prisión superpoblada. Me
hacen olvidar la miseria agónica de los enfermos. Me dejo llevar por el hilo
de sus pláticas mientras espero el desayuno, huevos pericos, pandebonos,
café con leche, jugo de naranja. Un fanfarrón describe al lado de mi mesa su
heroísmo como si se tratara de un mutilado de guerra, intenta ocultar la
realidad de su miseria y, con la muleta recostada contra una silla, el pecho
lleno de latón patriótico, fanfarronea con su heroísmo de combatiente en una
guerra lejana. Otro, callado, hace ruidos obscenos al tragarse la sopa. Dice
que acaba de ganar una pelea. Una línea de sangre en la frente, un ojo
amoratado, adornado de coágulos, nada comparado a la derrota de su
contrincante. Tuve que zamparle dos puñaladas –dice al final.
Vuelvo a casa y le digo a Adela que me perdone, que esa mañana estaba
con los nervios vueltos mierda. Le refiero nuevos incidentes, me tiro en la
cama y, antes de dormirme, escucho las voces de sus hijos que llegan a
visitarla.
Adela sigue en casa. Me pregunto cuál ha sido el impulso que me llevó a
sugerirle que se quedase en estas habitaciones o la debilidad que me condujo
a convertir en rutina su presencia. Se fue quedando, nuestros encuentros se
fueron prolongando como si un pacto sin palabras la hiciese necesaria y
siempre deseable. Al cabo de unos meses supe que en todo este tiempo la
misma mujer dormía con un interés casi melancólico siempre a mi lado,
dormía en esta casa que hacia el atardecer, sin que nadie lo decida, abre sus
puertas a los invitados. No tengo miedo de perderla porque nunca sentí la
certeza de tenerla. Así son nuestros amores. Empiezan con la indolencia y
terminan, si tienes conciencia de haberlo terminado, con la tensa morosidad
de las extinciones. Supongo que un día lamentaré su partida. Poco a poco,
con astucia sin nombre, ha ido pegando trozos suyos a mi cuerpo. Hay algo
de regocijo en su presencia. ¿Sus niños? Puede ser. Son ellos los que me
ganan con sus aparatosas visitas, no hacen nada para ganarme pero me van
ganando. Y ella lo sabe. Son la carnada para que el pez muerda el anzuelo,
carnada concebida para sus paladares. De tener a mano un psicoanalista, me
diría que soy, en ese gesto, la manifestación evidente de un padre frustrado.
Vienen los domingos o algún día entre semana, y saltan sobre las ruinas de la
parranda, se toman la casa por asalto. Son ingeniosos y han heredado de su
madre una meticulosa disposición a la ternura. Parten el alma, son discretos,
cuando lo desean, o infidentes cuando les da la gana. Largan confesiones sin
que medien preguntas, cuentan intimidades de su madre. Por ellos empecé a
saber que lo que llaman padre no ha sido más que una engreída bola de grasa
y dinero, fanático de la prosperidad. Apenas lo nombran. Cuando aparece en
las conversaciones, sin rencor por parte de ellos, empiezo a componer el
puzle que completará la figura del sujeto. Adela habla poco de él. Supone que
tampoco lo odia. Es un manchón de aceitosa, indeleble tinta negra en su
cabeza, quizá también en la de sus hijos. Un gesto de justicia por parte de
ella: habló un día de sus formidables virtudes en la cama. En las pocas
informaciones que da sobre él, veo al héroe del drama habitando una amplia
mansión de Caracas, bolsillos repletos de bolívares, partiéndose las costillas
para volver más obscena su cuenta bancaria. Para ganarlos, escribe dramas
radiales, garabatea llantos en cadena. Es un verdadero promotor de
sufrimientos en sus radionovelas y lo hace con habilidad. Ha aprendido los
últimos detalles, puede escribir, si ya no lo ha hecho, un tratado sobre las
fuentes endocrinológicas del llanto, una argumentada metafísica de los
lloriqueos, me da a entender Adela cuando le pido extenderse en el tema,
narrarme una que otra de sus historietas. Su ex marido es un artífice de
conmociones y su versatilidad puede ir más lejos: le es posible abolir la lucha
de clases cuando las buenas sirvientas de nalgas primitivas, duras y sin
resabios, se llenan de esperanza y aguardan al caballero y amo y se entregan a
una aventura doméstica por episodios, de lunes a viernes, con patrocinio de
Max Factor. En el capítulo 56, la Rosaura soñadora llegará a brazos del
apuesto don Fernando, que renunciará a la llorosa novia asignada contra su
voluntad para un matrimonio de clase. ¡Sirvientas de todo el mundo,
aguardad al villano! Pero, además, Rigoberto es un padre complaciente. Los
cumpleaños de sus hijos llegan con grandes cajas suntuosas, giros postales y
telegramas de PAPÁ TE QUIERE EN TU ANIVERSARIO STOP BESOS
PAPÁ. Adela da la impresión de querer poco o nada de él y cuando evoca sus
tres partos se deslíe en desgracias.
Nunca he conocido a nadie que como ella tenga tan a flor de ojos
tamaña disposición para el llanto. Eso la hace menos desgraciada. Y, sin
embargo, está su otra fase. ¡Que voz! ¡Cómo le da al melodrama de sus
canciones una especie de grandeza trágica difícilmente alcanzable por la
banalidad! Le sale de abajo, cuando canta, como si surgiera de un
originalísimo lugar de sus ovarios, con una gravedad tal que al escucharla
diríamos estar asistiendo a un deslumbrante alumbramiento sonoro. Sus secos
llantos de intérprete me producen la sensación de estar asistiendo a uno de
eso partos naturales estimulados por una comadrona que dice Puje, puje,
respire, puje, puje, eso, ya está, ya lo tenemos, una criatura preciosa:
¡hembra! ¡Y ya está! Ante nosotros se mueve la canción de amor, como un
duro niño rollizo, que en otras manos hubiera sido una edulcorada y rosadita
serpentina, un canijo todo él hecho de lamentos naufragados en la placenta,
quizá mil gramos de languidez.
¿Por todo esto se ha ido quedando en mi casa, una casa que no es casa
sino un antro de desesperados? En ocasiones soy incapaz de soportar tantos
cuidados. Adela se revela como un abierto manual de cuidados: todo está en
su momento, adivina mis apetencias y se anticipa a satisfacerlas, sabe hablar
y callar. Llego a pensar que le produce una satisfacción ilimitada darse con
tanta incondicionalidad a un hombre que, como yo, no le proporciona más
que neurastenias.
–Se equivocan los que piensan que se trata de un apego especial de las
mujeres al sufrimiento –dice Millán–. Es el orgullo, Alejandro, sólo el
orgullo lo que las vuelve tan pacientes: quieren probarse capaces de
domesticarnos.
Quizá Adela suponga que cuanto me da es lo que me falta, la presencia
de una madre que además de cuidados ofrece la sinuosidad de una voz, el
tono de esos boleros que me canta cuando todos se han largado dejándonos la
casa atiborrada de colillas, chismes y vómitos. Es, en estos casos, una
ejemplar doncella amorosa. Uno tiene que dejarse querer. Sus amores se
parecen entonces a sus canciones: lo único que exigen es audiencia, lo demás
será puesto de su parte, los ingredientes serán de su cosecha. Y dentro de esta
esplendidez sin fronteras, Adela se va consumiendo. No es que sea un cuerpo
apetitoso. Por mi parte, sólo sé lo que de fugaz y luego de asqueante tienen
esos cuerpos solamente apetitosos. Los partos han reblandecido su vientre,
una indecorosa cicatriz baja por su ombligo. Tiene, en cambio, el arisco
aspecto de un hermafrodita, la movilidad de las notas de sus canciones
cuando, sin saber cómo, pasan de un extremo a otro, metamorfoseadas del
agudo al grave. Hace el amor como si cantara un bolero y en secreto
estuviese pensando en un ritmo frenético: el bolero es esa contracción
nerviosa de sus músculos, la dedicación morosa de su lengua y sus manos,
esa linda palabra que te llama. Luego, el afro, o Gene Krupa a la batería y
John Coltrane al saxo, un legendario Sing Sing Sing de nuestro meridiano,
Louis Armstrong en los comienzos de un spiritual, la dinámica feliz de sus
nalgas meciéndose al ritmo que propone su cintura, que se eleva y vuela
encima de mi cuerpo, sus pequeños pechos convertidos en blanco de mi boca.
De haber nacido en el sur de Norteamérica, en las ilimitadas posesiones de un
condado faulkneriano, quizá hubiese pertenecido a la estirpe de una Bessy
Smith o hubiese restregado en las narices de sus oyentes la heterodoxia de un
Ragtime. Hace cuánto puede con su verdadera herencia y saca el jugo a sus
llantos, que empiezan a ser estimulantes. No son los licuados y monótonos
llantos de las maniáticas. Es un aleteo de pájaro prisionero y de pronto
liberado. Adela lleva en sí la sabiduría que debió de haber turbado la
paciencia virginal de sus contemporáneos. Por encima de su disposición al
melodrama o de su anacrónica bondad, se está mereciendo otra suerte,
amantes menos fraudulentos.
¡Qué importa que el café no esté hecho! –me digo entonces. Además, no
le había dado tiempo de hacerlo.
Cuando me largo a la calle quiero huir del dramatismo de Adela, de la
vidriosa mirada de las mañanas, de sus preguntas sobre mis enfermos, si me
han dado tiempo de recordarla. Posiblemente no sea el bolero, en esas
ocasiones, mi género musical. Entonces, ella ya ha tramado una solución. Al
despertarme, allí están sus hijos, silenciosos, y mi neura ha vuelto a
ahuyentarse. Los hace venir para que reblandezcan mi adusta cáscara de
malgeniado. Y lo logran. Adela está dispuesta a llevar sus recursos a una
perversa eficacia y la eficiencia, en ciertas mujeres, debe ser a corto plazo,
nada de largas y dispendiosas contiendas. Sabe que esos muchachos me
recuperan del sopor, que yo espero la caricia de Adelita, que me olfatea y
mima en la cabeza, que juega a saber qué guardo en mi tórax, detrás de la
camisa, metiendo sus deditos por mi pie, ajena a la lujuria, porque pasa de los
doce años y empieza a ser una preciosa doncellita. Me inyectan de nuevo la
certeza de estar vivo por encima de los hospitales y de las cartas con
peticiones de reconciliación escritas por mi madre. ¡Y de su fidelidad! Sigue
asombrándome la entereza de su fidelidad. Puede, en las peores
circunstancias, acudir a sus boleros, pero hay algo más conmovedor y ese
algo es su lealtad. A veces, me refiere las visitas del Promotor de Llantos y
Coleccionista de Bolívares. Dice que, en cada nueva visita, la estrategia del
marrano es más irresistible.
–¿Sabes con lo que les salió a los niños? Les ofreció un viaje de
vacaciones a Caracas, les mostró fotos de su casa con piscina, dos carros
estacionados en el garaje, el cuarto que les reservaba, a cada uno, en el
segundo piso. Todo muy lindo, repleto de juguetes, como si a mis hijos les
dijesen algo los juguetes.
Y llora. No puede soportar que por encima de la fidelidad de sus hijos,
que la admiran y quieren, sean todavía tan frágiles y no puedan resistir estos
medios de seducción. Cree, me dice, estar perdiendo el tiempo en sus
lecciones de modestia y desprendimiento, diciéndoles cada día que la vida
vale la pena vivirla si se es limpio y verdadero, que no hace falta llenarse de
pendejadas y cositas superfluas, que valdrán por lo que sean y no porque
amontonen estupideces. “Es como hacer un gran castillo, Alejandro, un
castillo para una mañana de juegos, en la playa. Ilusionarse, empezar a
construirle puentes y almenas y meterlo en los límites de una linda ciudadela,
y de pronto, ¡taque!, el monstruo de al lado viene y le da la patada”.
Y llora. Llora en seco, como si se resistiera al llanto y la ausencia de
humedad fuese una manera de asignarle al llanto un sitio en la rabia.
–Me los está quitando de una forma indecente, Alejandro. No les he
dicho lo que espero que sean, pero el mayor me dice que le gustaría ser
arquitecto para hacer unas casas grandes y bonitas, con cuartos para todos,
como si supiera que cada persona necesita un cuarto y esas casas necesitan de
parque y todo el mundo de una vivienda. Adelita nunca jugó con muñecas,
hace figuritas de barro, que ella misma cocina, y confecciona objetos de papel
para sus juegos, personajes que conversan con ella y que tiene un sitio en sus
historias.
A Adela la conmueve todo esto.
No tienen más que lo indispensable. No necesitan más ni yo podría
pagarlo. Dibujan y tienen la cabeza llena de historias increíbles. Dibujan al
vecino, al panadero, al abuelo, al cartero, y los ponen a vivir con sus
preguntas, se embarcan en conversaciones sobre el pan, sobre el trabajo del
viejo, sobre las cartas que no llegan.
Nada puedo hacer ante sus confesiones.
–Pero el cerdo del padre viene y les promete el cielo. Los lleva a cine,
los atraganta de helados, los llena de porquerías y después les sale con
promesas tentadoras, les dice que tendrán otra madre tan buena como yo y
que además cuidará mejor de ellos. Después, me los larga envenenados en
casa, les pregunta si van a misa, porque ellos no van y yo nunca les he dicho
que no vayan o que vayan, si son obedientes en el colegio, mierdas de esas–
dice Adela cuando se indigna y recuerda las visitas del próspero redactor de
radionovelas. Y yo sé que no cantará ese precioso bolero de Agustín Lara,
con lo que me gustaría escucharlo. Ya no lo cantará. Pasa a referirme un
sueño de Adelita: está en la mansión caraqueña, flotando en la piscina, pero
de pronto empieza a sumergirse sin poder llamar a nadie. Tres espectadores,
inconmovibles, sorbetean sus vasos, bajo el parasol, sonrientes y ajenos al
drama. La niña se despierta empapada de sudor, llamándola a gritos. Adela va
al cuarto y la consuela. La niña vuelve a dormirse. El sueño se repita dos y
tres veces. Y tantas veces ella me lo refiere. Aunque con el tiempo vaya más
a casa de sus padres y se espacie su permanencia en esta casa, sé que en los
encuentros me traerá otra confesión dolorosa. Tal vez por ello decido poner
pretextos para que comparta entre su casa y mi casa los días de la semana.
Cuando el escurridizo gusano de la desazón repta en mis peores días, acudo a
ella. No sé de dónde ni cómo saca expresiones consoladoras. Escucha,
asiente, pesa cada palabra y allí están sus razones. No me explicó cómo se las
ingenia para devolver el aliento extraviado, cuando nunca podrá servirse de él
a su favor. ¿Será necesario dividir la humanidad en seres que sólo dan de sí lo
que para ellos resulta perversamente imposible, y aquellos que dándose toda
clase de compensaciones apenas pueden comunicar la imposibilidad de
ofrecerlas a sus seres queridos?
La dejo irse. Se va como si yo perteneciera a otra especie, la de los
inconsolables, sufridos y pero no por ello menos reacios a una presencia
alentadora. Nos vamos distanciando y, a la distancia, tras la separación, que
no ha sido tan abrupta como temía, pues viene a veces a la casa, la siento
como el chau chau, el caniche faldero, mi remanso para la desolación, y lo
peor es que nada de esto le pido. Vuelve con sus hijos, se aferra a ellos como
si de un momento a otro no pudiera sentir su presencia, como si fueran a
deshacerse en sus manos y convertirse en fantasmas de un improbable
pasado. Y entonces son suyas las pesadillas, los sobresaltos del despertar, el
efímero consuelo de hallarlos aún en sus camas. Nadie va a su cama a
consolarla, aunque sus sueños se repitan, aunque la realidad, para ser más
verosímil, se anticipe en las pesadillas.
El Promotor de Llantos ha decido hacer más eficaz la operación: ha
empezado a sustraérselos. Les envía cajas de ropas de marca con etiquetas
todavía engomadas, proyectores de diapositivas, máquinas de retratar
instantáneas, películas a color, y cuando viene, cines de dos sesiones donde
los mocosos ven películas de Tarzán, heladerías de El Chicó con dibujos de
Pato Donald y la esquelética figura de Tribilín en las paredes. Han bastado,
en su labor de zapa, las promesas de una madre tan buena como la verdadera,
meses de postales y confidencias, descripciones de una enorme ciudad con
playas a varios kilómetros e islas que se parecen a un sueño, tanto que los
quiere papá, BESOS EN TU ANIVERSARIO ADELITA STOP BESOS A
LOS DEMÁS, y Adelita empieza a abandonar su pesadilla de sumergida sin
socorro en una piscina azulada.
Abandona a Adela, finalmente, con escasos llantos y abundantes
promesas. Ella, sin hacerse aún a la idea de haberlos perdido, se ha ido
debilitando, haciendo más dramáticos, no ya sus boleros, olvidados como una
diversión innecesaria, sino su desaliento, la conciencia de haber sido desde
siempre estafada. Viene a mí y sé que detrás de la idiotizada ternura trae el
deseo de fundirse en mi cuerpo, por una noche, por unas horas, aunque sea un
maldito momento en mi cuerpo, que no es nada porque lo que parece serlo
todo es su idea del amor, tan irreal como mentirosa. Trae la esperanza de
recoger en esos minutos el sosiego que –por su expresión– ya no le será
posible. Si entonces me permito un gesto de limpieza, es el de impedir que
una fugaz intimidad la deje vislumbrar la idea de una nueva convivencia. En
el amor, debo repetirle, nunca segundas partes fueron buenas. Debo, dentro
de la ternura o la compasión, acudir a tretas de aguafiesta, decirle todo tiempo
pasado fue mejor y, otra vez, nunca segundas partes fueron buenas,
enfrentarla a la imposibilidad de un reencuentro, fingir indiferencia,
interponer una broma, ser inflexible a la hora de sugerirle que es tarde, que
tengo sueño, que en otra ocasión, a menos que quiera seguir hablando de sus
hijos, puedo estar más atento a sus quejas, decirle que mi amor está en un
sitio acorazado de mi espiritualidad, condensado en su pureza,
incontaminado, lo que en parte es cierto. Adela, le digo, pero ella no quiere
saber nada de abstracciones, lo que quiere es la presencia mentirosa de un
cuerpo. Sus regresos me llevan al convencimiento de que ella trabaja
arduamente contra la soledad, sin más fórmula que la de hacerse a la cercanía
de un hombre, queriendo, mierda, acumular fuerzas para dárselas y dármelas
inútilmente, porque mi dureza se hace a ratos grosera, mi frialdad altanera,
porque debe abandonar la ilusión de verme como un reconquistable del bien,
del buen amor, de las virtudes domésticas.
Y no, no se puede, se han cerrado las compuertas, aunque ella venga y
se adentre en la casa, aunque la desempolve y ordene y quite costras de los
trastos, las motas de polvo de la alfombra, las manchas de licor de los suelos,
aunque prepare perfumadas salsas para los guisos del almuerzo, ya que sabe
de mis almuerzos, de lo que me entusiasma cocinar un guiso de buey con
espesa liquidez alcanzada por la fritura de tomates y cebollas, unos trocitos
cuadrados de tocino en la fritura, zanahorias y pimienta regada sobre hojitas
de orégano, media botella de vino tinto para que todo naufrague en la olla,
nada, nada de eso me conmueve.
–No es por nada –dice ella– pero es que me gusta cocinar para alguien.
Y mi endurecimiento cede, quizá no se trate de aceptar más que esa
ambigua fraternidad que difícilmente alcanzan quienes se amaron y
abandonaron. Bebemos como en los mejores tiempos, cuando ella se dirige a
un rincón y empieza a ensayar un bolero. Consumimos una botella de
aguardiente, cuando su repertorio ha girado a lo mejor de una antología del
tango, Homero Manzi, Discépolo, Le Pera, como si nos posesionáramos de
un territorio perdido en la memoria de Buenos Aires. Discamos en el teléfono
y es posible que otra fiesta comience. Como en un ritornello habla de las
lindas películas que le gustaron, Gigi, Cantando bajo la lluvia, El hombre del
brazo de oro, Lo que el viento se llevó y Noche y niebla, todo un repertorio.
Con el bullente alcohol adentro, salimos a la ciudad, que entonces
empieza a ser como un prehistórico animal extendido, fatigado tantos años de
nada, de mínimos sufrimientos. Nos ocupamos entonces de devolverle la
grandeza, recorrida por conquistadores y virreyes enviados de Fernando VII,
por conspiradores románticos y poetas noctámbulos, antes de que se despida
de sus sueños de Arcadia y se humille ante la modernidad, la ciudad, es
verdad, empieza a ser nuestra, nos ha cedido su paternidad, dudosa y
corrupta, engreída y versificada, pero al fin y al cabo protectora paternidad.
Nos miran más de un millón de seres, multiplicables en pocos años. Puede
preverse que con el ritmo de su crecimiento, con la llegada de los prófugos
del dolor y los refugiados del miedo o del despojo, sean cinco, seis millones
los que nos acechen. O diez. Pensamos que llegará el día en que nadie podrá
alimentar a ese monstruo. Jugamos a ver la ciudad como impoblada
topografía de nativos perseguidos por sus conquistadores, bárbaros ángeles
exterminadores salidos de Extremadura y Castilla, los imaginamos,
acorralados, suicidándose al pie de una insondable cascada, llevándose el
secreto de El Dorado, expoliado no obstante en bergantines que se dirigen a
la península en la ruina que lo reexpide hacia Holanda. ¡Son los temas de
nuestras caminatas! Es como si con ellos ahuyentáramos el amor. De un lado
al otro, infatigables, de los empinados cerros a las barriadas de la sabana. Del
flamante, aséptico, amurallado Norte de familias con turbio pasado, al Sur de
barracas, donde el pasado no existe y el futuro es más turbio de lo imaginado,
del Este montañoso al Oeste de extendida superficie cercada por el celo de
los propietarios. Rondamos por el Centro de falsas filigranas, parodia de
prosperidad, pompas de la ostentación, altas, monótonas, programadas
edificaciones que algún día serán adoptadas por un Moloch tropical. De un
lado a otro vamos quemando nuestras dosis de alcohol, como si vagabundear
fuese la única fórmula cierta para expulsar el temor de la conciencia,
prófugos del confort por tantos y tantos deseado. Matizamos con canciones
de amor la biliosa realidad de los desamores. Y Adela, en un recodo
imprevisto, vuelve a lamentarse de la pérdida de sus hijos, o juega a la teoría
de las compensaciones, lamentándose de los inútiles esfuerzos de su aún más
inútil bondad.
Un puto, podrías ser un puto –va diciéndome. Y vuelve a referirme, para
envanecerse, la cacería empecinada de sus admiradores: un periodista de
chismes políticos, siempre aguardándola, invitándola a almuerzos que
culminan en acuosas declaraciones de amor; un empresario de discos,
queriendo devolverle, a cambio de una canción íntima, su eterna
incondicionalidad, un segundo matrimonio, porque el pretendiente dice estar
dispuesto a un segundo matrimonio, a ser padre de sus hijos, pero sus hijos se
han embarcado hacia Caracas, han hecho las maletas para flotar en una
inmensa piscina concebida por el Promotor de Dulzuras Radiofónicas,
cuidada por una nueva madre, la que tuvieron al llegar. Bueno, todos quieren
salvarla con un nuevo matrimonio y Adela describe estos asedios con
displicencia y desinterés cuando atravesamos la más temida zona de la
ciudad, la enclavada entre el Palacio de San Carlos y el Capitolio Nacional,
zona de burdeles y de antros que no dejan de ejercer sobre los ojos y piel una
atracción casi fascinante. Estamos decididos a regresar a la desabrida morada,
tentados de armar otra vez la parranda. Adela se adelanta a llamar a Millán,
que promete despachar cuanto antes a sus alumnos de Filosofía, ahora que
llega precisamente a los prolegómenos de la Estética de Lukács. Vendrá
Vásquez a registrarnos su archivo de acontecimientos internacionales. Quizá
Werthercito, a recitarnos por enésima ocasión el viaje de aprendizaje de
Wilhelm Meister. Se armará en media hora la parranda cuando Adela les
diga: “Tráiganse, muchachos, unas botellitas y muchachas para amenizar el
desastre”.
La fiesta amenaza empezar. A veces no es más que una sonora pea, una
estridente borrachera, escuchando en plena curda discos de Chavela Vargas,
ásperas entonaciones de la sensualidad, y la renovada botella de aguardiente
y el repaso de los amores que al día anterior se fueron al fondo del naufragio.
La madrugada no llegará sin ofrecer a alguien un nuevo cuerpo, el largamente
deseado. Los libros bajarán de las estanterías y se leerán, con la voz pastosa
de la fatiga y la hora, versos de Neruda, fragmentos de Nadja, Cantos de
Maldoror, escenas de Macbeth, actos de La tempestad, poemas enteros de
Vallejo, páginas de Whitman, marchas heroicas de Blok y aquel encendido
tributo a las palabras (“chillen, putas”) con el que Vásquez nos introduce en
una imprecación de Octavio Paz. Es como si en el lapidario silencio o en la
vacía extensión de la noche, ellos fuesen los únicos seres capaces de
devolvernos al centro extraviado, al sentimiento maltrecho, a la emoción
prohibida y un día traída por Millán en los versos de Kavafis. Cuando la
pastosidad de las voces gire hacia el balbuceo, los libros no volverán a su
sitio y los hallaré, en la mañana, desparramados por el suelo. El sueño vendrá
y se instalará en aquellas habitaciones recubiertas por carteles. Pero la fiesta,
para nuestro asombro, no se cerrará. Llegarán desconocidos, treparán por las
escaleras de madera y se hundirán en los rincones. Las parejas se apartarán
sin vergüenza hacia los cuartos, la noche seguirá estirándose como un
elástico pellejo, resistiéndose al envejecimiento. Un insospechado ambiente
de rencor flotará sobre la casa cuando se acerque la madrugada. Algún viejo
celo dormido reaparecerá. Algún amor silenciado estará ante nosotros y el
alcohol hará el milagro de excitarlo. ¡Qué importa! Efímero o no, una pareja
hará el amor en nuestras narices, se desnudarán y poseerán con la impudicia
de deseos largamente escamoteados.
¡Y aparecen las conquistadoras! Buenas muchachas escapadas de sus
casas. Es entonces como si hubiesen trazado una estrategia, la respuesta a
milenios de sumisión, como el primer, feroz gesto del colonizado antes de
que su revuelta sea un cataclismo colectivo en la paz de sus colonizadores,
como sirvientas vistiéndose en la soledad de las ilusiones con los trajes de sus
despóticas señoras, humilladas en el rito secreto, como recluta castigado
soñando que devuelve más sangrantes golpes a su fustigador, así, en aquellos
cuartos, aparecen las devoradoras, vindicativas hembras de dieciocho, veinte
años encamándose con cuatro ejemplares en una noche, cinco, seis, los que
dispongan, total, todo depende de la mano de obra –dice Millán–. Que nadie
se haga a la ilusión de poseerlas porque son ellas las que poseen.
Vásquez dice, viendo a las devoradoras de hombres, que deben tener una
insondable vagina capaz de recibir, como cántaro campesino en una
quebrada, dosis de amarillento elíxir genital. La misma Adela, monógama por
temperamento, ha llegado a envidiarlas secretamente. “Matronas de la
antropofagia” la consuela Millán. No me extrañará verla un día llorar ante
una de aquellas aventuras, cuando se dé cuenta de lo aberrante que hay dentro
de su fidelidad.
La recuerdo taciturna, echada en un colchón, escuchando los reales o
simulados alaridos de una Mata Hari que en el cuarto de arriba engullía a un
actorcito de teatro.
–¿Es posible? –me preguntaba.
–Sí Adela, sí es posible y, por lo que a mí respecta, deseable. No te
olvides que nos llevan una ventaja: ustedes son inmunes a la fatiga y la
naturaleza no las ofendió con la limitación de un número de orgasmos o de
una tripita que necesita reposo para volver al combate.
Eso digo a Adela, pero ella no quiere hacer nada con sus posibilidades
de hembra. Y su inocencia, o su perplejidad, la perpleja inocencia de su
rostro la dejan petrificada.
Se había encerrado aquella noche en nuestro cuarto, cuando
compartíamos el mismo cuarto, como si esperara que la noche terminase.
Estaba dispuesta a hacerme el desayuno, a recibirme en su pecho maternal, a
mimarme mansamente. Pero la fiesta nunca terminaba. Se había corrido la
voz y los nuevos huéspedes llegaban lúcidos, frescos, correctos, personal de
relevo para prolongar el día y evitar el languidecimiento del jolgorio. Largas
sesiones dedicadas al extravío y lo que duele es la mirada de Adela, cuando
ha dejado de ser huésped permanente de la casa. Tengo la impresión de que
una vez abierto el ditirambo de la danza, la airada discusión –no siempre
razonable–, podrá venirse abajo el mundo, derrumbarse en pedazos el
indisciplinado rebaño de los hombres. Nada parece existir. O es, digamos, el
coqueteo del riesgo, se diría que a la manera de esos héroes que no han
hallado la forma de servirse de su disposición latente al heroísmo. Se trata de
coquetear con el peligro y de salir ilesos. Se improvisan las reglas del ritual,
que ha venido siendo los fines de semana el mismo ritual. Todas las botellas
vacías, y son incontables, se amontonan en el suelo, decenas de botellas
almacenadas en los escaparates, en los rincones del baño. Uno a uno, tris tras
tris tras, de espaldas a la pared, por encima del temblor o el miedo. El juego
consiste en lanzar, lo más cerca posible de la cabeza inmóvil y erguida que
hace de blanco, una tanda de botellas que se harán añicos a escasos
centímetros del cogote. Se lanzan sin piedad, entre más fragmentos caigan al
piso y más estrepitoso sea el ruido, más cerca estamos de la conmoción.
Somos, a veces, un pelotón de fusilamiento armándose de botellas para
disparar contra los voluntarios que, ojos cerrados, las van contando a medida
que caen, sintiendo cómo los cristales se enredan en los cabellos. Y si faltan
proyectiles, hay que ir a buscarlos, robarlos al mendigo que espera
encontrarlos en los portales, comprarlas, si es preciso, reclamarlas un día
antes en el vecindario, que es un vecindario de borrachos. El suelo de madera
se tapiza de cristales y para sepultarlos hemos abierto una fosa común: se van
acumulando y las bases del suelo, bajo la madera agujerada de la primera
planta, es un montón de botellas astilladas en el juego. Millán dice que dentro
de cientos de años será un rompecabezas para la arqueología, quizá
encuentren vestigios de una desconocida comunidad de bárbaros perdidos en
la civilización poshispánica. Cuando el día llegue en una imprecisable noción
del tiempo transcurrido, se iniciará la fuga, será preciso, en la resaca, reunirse
para mover las fichas de un imposible inventario.
Todo puede suceder y casi siempre es la inminencia de un altercado. Los
rencores reaparecen como si largo tiempo larvados hubiesen precisado de esa
y no otra noche para expulsarse. ¡Los rencores! En la casa de los tres pisos se
han formado especialistas en el rencor y todos, con mínimas excepciones, han
pasado por escuelas de Jurisprudencia. ¡Qué soberbios y magníficos son!
Componen una apretada fauna, ¡cada cual más diestro e insidioso! Un día de
estos enviaré una reseña de estas criaturas a mi padre, ahora Honorable
Diputado. Le haré una minuciosa semblanza de Werthercito, oficiante
modelo del rencor. El tipo se ha tragado hasta los pedos de Goethe y se ufana
de repetir que prefiere la injusticia al desorden. Eructa citas de Novalis,
lágrimas de Werher y a Millán debe el único nombre por el que lo
conocemos. Ha hecho de sus malas digestiones una verdadera y nunca escrita
antropología de la fanfarronada, su diario pedorreo de citas, como si desde
niño le hubiesen negado el derecho a su lenguaje. Se ha hinchado de solapas,
de prefacios y epílogos, se ha inyectado dosis de insufrible dialecto
jurisprudente y dieciochesco, con pasteles, inflados pasteles de
grecolatinismo. Los ha ingerido sin tener tiempo de digerirlos, para que
hagan de su figurita una especie de tonel o saco redondeado de papas y
deyecciones románticas. ¡Envidiable modelo del rencor! Vino por primera
vez a la casa para que le facilitara antidepresivos, y según me confesó, todo
se lo debía al Amor, las mujeres y la muerte, le endilgaba la culpa a
Schopenhauer. Dentro de todo, vamos descubriéndole el encanto. En su
adiposo metro con cincuenta no caben tantas y tan ingenuas ambiciones,
todas tragicómicas, ya no por los desmedidas cuanto por el candor con que
las despacha. Es un conversador, malversador nato de palabras, lo que para
los hábitos del país –dice Vásquez– no tiene mucha gracia. Pero tengo que
ser justo: Werthercito tiene su gracia. ¡Tiene su encanto! Lo grotesco –
recuerda Millán– viene a veces con lo sublime. Para curarse en salud,
comenta que la conclusión se la debe al Prefacio de Cromwell. Con las
mujeres, W. Va al grano y puedo asegurar que termina conquistándolas.
Escoge, eso sí, a las feas y desengañadas. A los pocos minutos, ellas vuelven
del cuarto, decepcionadas porque al seductor no se le paró la virilidad. Para
compensar su derrota les ha largado una elegía duinesa de Rilke o la tragedia,
ya no secreta, de Kafka, la vocación incestuosa de Trakl. Va al grano y en el
grano mismo, antes de que germine, es despedido.
–¿Cree este imbécil que una está para dejarse mamar gallo? Haberlo
dicho –protestaba una gordita, grasienta hasta morir de celulitis, después de
haberse metido con Werthercito en un cuarto–. Si me dejé joder con tanta
verborrea era porque pensaba que al menos podía darme un polvo
memorable.
Sin embargo, W. es un dechado de resignación y deben de regocijarle
las causas perdidas de antemano. Sabe convertir sus fracasos en refriegas
verbales y describe, acto seguido, copulaciones monumentales con sus
seducidas, porque antes de que el orgasmo fuera orgasmo, para Werthercito
se había hecho la gracia infinita del verbo. Se ha convertido, por otra parte,
en nuestro informador semanal. Tenemos que invitarlo cuando el tedio nos
exige una versión sobre el uso del opio en el moralista De Quincey, una
anécdota desconocida sobre la aventura colonial de Rudyard Kipling. Nuestro
oído reclama sus versiones y vamos derecho al Diccionario Enciclopédico.
Cuando se marea, es como el plato de sopa de un navegante en tempestad, y
sus borracheras son un gelatinoso vaivén de inexperto. Nos cuenta, entonces,
la intensidad de sus amores, con imágenes del Dante, pequeñitas hazañas de
misógino. Millán tiene una afición recursiva por los desvíos del camino,
cuando de pedanterías letradas se trata. De allí que cuando Werthercito
intenta habar de Dante, exponiendo matices de éste u otro canto, el filósofo se
extiende en detalles sobre las aficiones alpinísticas del Poeta, citando, para
adobar el cuento, las aventuras de Petrarca, recordando al letrado que también
da Vinci, en su subida al Monte Rosa, era heredero de la misma traición,
desvíos del tema que W encontraba humillantes.
–En esas alturas, meister, nadie podía resistir el canto de las sirenas. Lo
invito, pues, a que me haga una muestra de literatura comparada que no
olvide proezas de este tamaño. Pero oiga lo que voy a decirle: ningún crítico
alcanzará los 5.391 metros de altura conseguidos por Diego de Ordax, aquel
soldado de Cortés que subió a la cumbre del Popocatepetl, simplemente
porque no quería que la Malinche lo viera mear.
Werthercito se deja arrastras por el desconcierto. Ya no puede volver al
tema de Dante. Y es entonces Millán, acariciando a uno de sus mancebos
(alquilados por horas en la avenida Jiménez), quien desliza otra de sus
ocurrencias:
–Si no me equivoco, es el mismo volcán que mantiene fuera de onda al
cónsul Geoff Firmin, de Lowry, ¿sabe? Pero dejémonos de maricadas, que en
cuestión de deportes, pues me parece que usted sigue creyendo que la
información es una carrera de galgos, nadie alcanzó las cotas de lord Byron,
nadador empedernido cada vez que entraba en trance romántico. Y para que
vea que todo va por el mismo hilo conductor, o por el mismo conducto del
hilo, sepa que nuestro querido Robert Graves, además de excelente soldado,
según cuenta en sus memorias, fue autor de un manual sobre alpinismo, amén
de haber sido boxeador en sus años mozo, antes de que lo fueran Hemingway
o su émulo Norman Mailer.
Werthercito se encoge aún más en el suelo. Sin darse cuenta, se distrae
extrayendo la cartera del bolsillo y, repentinamente, con el aire enajenado de
un Hamlet, se hunde en la contemplación de una foto: su santísima madre lo
mira con un cariño inmune al tiempo y a los defectos de la Kodak. Está a
punto del sollozo. Escogiendo un recurso de último momento, se lanza sobre
Goethe. Empieza con Hermann y Dorotea (malamente pronunciado en su
título original, pues Milán le recuerda que en alemán existe un juego fonético
en el que la d se disfraza de t, sin ser una cosa ni la otra. “Un buen comienzo”
alardea Millán, que recuerda a su interlocutor viejos argumentos contra la
autobiografía.
–Vea, máster, eso de la autobiografía que a usté lo jode tanto, tiene una
explicación; nadie que tenga vida sin emociones carnales, sin palpitaciones
nerviosas, sin espasmos, podrá ponerse a decir que “la realidad” (póngala
entre comillas) nunca le ha tocado los huevos.
–...pero Goethe nada debe a esas baratijas, permitido séame decirlo–
desliza el letrado.
–¡Calma, calma pueblo! No me identifico con aquellas obras que no
tengan “ni una sola letra que no hubiera sido vivida, sentida, sufrida o
gozada”; en la que no se haya puesto “el resumen de todo” (su) ser,
¿recuerda, mano? Me parece que lo decía en sus Tagebücher, para los
profanos Diarios, un tal Wolfango Goethe.
–...habrá que verlo en su contexto o en los espacios recorridos in extenso
por la ontología del poeta –se defiende W.
–No sea pendejo, mein lieber Freund, que yo no quiero embarcarme en
expediciones espeleológicas. Lo que quiero decirle, a propósito de Hermann
y Dorotea, es que el tipo aquel andaba por Pössneck en 1775 y que ese
pueblito tiene mucho que ver con la “geografía” de su obra, como tiene que
ver la agraciada Luisa de Voss, al parecer, según las malas lenguas, su
modelo, a no ser que fuera otra vez la arrechita Lili, escapándose de Juan
Wolfango camino a Alsacia, cagada del susto de la guerra... aunque bueno...
todo esto es crónica social... lo que no está mal... sí se piensa en el costurero
de Henry James, sino quiere que meta en el mismo costal a los chismosos
Marcel Proust y Scott Fitzgerald, que en paz descansen.
–¡Abomino de la abominable autobiografía! –aúlla Werthercito.
Millán cambia de tema, antes de que lleguen a masajearlo sus
muchachos, pero se vuelve lapidario:
–¡Están verdes, están verdes, hermano!
Millán, consumido por la refriega, pide que le metan la yema de los
dedos en la columna vertebral. “Cuidado, muchachos, no dije que me
metieran sus sucias uñas en el culo”. Nos confiesa que, en el fondo,
Werthercito podría ser un homosexual vergonzante. En su estereotipado
narcismo –argumenta– se manifiesta otro problema: W no puede con su
complejo de chiquito. Cuenta la presencia fantasmal de mujeres en su vida,
reseña viajes que nunca se realizaron, se jacta de amistades con glorias
nacionales y la literatura es en él una rígida señora con corsé, corpiños,
ligueros y guantes de raso, la pobre maniatada en su silla de ruedas, que viene
a ser su repertorio de citas. ¡Una gruesa matrona vomitando datos, nunca la
miserable vida que se escurre debajo de sus faldas! Vamos al grano:
Werthercito es lo que se dice un letrado, un literato. Hay que verlo
debatiéndose con un objeto cualquiera en sus manos. Sus fofas manos de
muñeco tiemblan y el objeto astillado cae sobre sus zapatos, que lustra a cada
instante. ¡No está hecho para vulgaridades! Y, al fin y al cabo, es nuestro
ahijado mimado. A veces, nuestro payaso, y a decir verdad su papel nunca
nos ha defraudado. Va y vuelva, los fines de semana, desaparece y de nuevo
lo tenemos informándonos sobre un viaje de fábula, cuando no ha pasado de
las montañas de Boyacá. Millán sospecha que su gusto por el barroco es una
coartada: un montón indiscriminado y voluminoso de mierda puede legar a
oler menos que una minúscula muestra de la misma excrecencia, de allí que
W escoja la sobreacumulación de mierda que vuelve inodoras sus palabras.
Al principio creímos que era un humorista, pero cuando el dardo se vuelve
contra él aparece ante nosotros el semblante del trágico. Adela lo tolera a
medias porque, dice, le enternece la febleza del desamparado. A ella confiesa
él sus desgracias, que son tantas como sus citas de literaturas germánicas. De
rato en rato, Werthercito amenaza meterle mano a las tetas, pero ella sabe que
lo que se escurre no es una provocación peligrosa sino el carnoso cosquilleo
de una mariposa larvándose en gusano –la metáfora es de Vásquez.
Un día, cuando la paz empezaba a recobrarse en los cuartos de la casa,
W viene a anunciarnos que se larga, que realizará el más deseado de sus
viajes: Trae el tiquete y en realidad se embarcará rumbo a Europa: la vieja
madre lo aguarda. Ha pedido, cuenta Millán, un certificado en su universidad,
donde consta que, una vez graduado, reemplazó a un profesor ausente de sus
clases. El filósofo sospecha que ese papel tendrá usos bastardos. “No me
extrañaría si dijera que ha sido catedrático”.
¿Estuvo en la fiesta de las botellas quebradas? No lo recuerdo, no se
hubiese aventurado en aquellos desmadres. Adela confiesa haberlo visto, en
pleno estertor de la batalla, estirado en uno de los colchones de la segunda
planta, leyendo por encima de la estridencia de los botellazos las Odas de
Virgilio. Recuerda a una figurita encorvada, mirándose sonriente al espejo.
¡No tuvimos tiempo de presenciar tan conmovedora escena de amor propio!
“Lo que quiero, permitidme la inmodestia, es contribuir a la grandeza
incólume, asaz perdida, de nuestro no menos impoluto idioma” dice Millán
que dijo al despedirse, explicándole las intenciones del viaje. El mismo
filósofo asegura que partió con un grueso volumen entre los sobacos, sin
precisar cuál de sus autores era el desgraciado.
¡Fue una partida irreparable!
Cuando el mortecino vaho de la rutina empiece a apoderarse de la casa y
recobre la totalidad de estos aposentos tomados, la pobreza de este espacio,
de perfil a los cerros, solaz en medio del ajetreo de la cuidad redescubierta
con Adela, Werthercito será el pedazo de hilaridad que falte a mi memoria.
Adela no hace más que lamentarse de la pérdida de sus hijos.
Empezaron escribiéndole cartas y ahora sólo llegan mensajes telegráficos,
ESTAMOS BIEN BESOS DE PAPÁ, pagados en duros bolívares
venezolanos. Una foto destempló las defensas de su ánimo, en una de las
visitas que consagra diariamente a los apartados de correo: los tres niños,
vestidos con bermudas, sentados bajo un parasol tornasolado, sorben de sus
vasos, miran con idiotizada felicidad hacia el padre, de vientre más
redondeado. Al fondo, una no menos generosa humanidad de carne reposa,
patas arriba, cremosa, exhibiendo la abundancia de sus mamas. ESTA ES LA
PISCINA DE NUESTRA CASA STOP ¿VES A PAPI? MAMI ESTÁ
BRONCEÁNDOSE ¿LA VES?, decía la postal. Para Adela, fue un mensaje
parecido al derrumbe del poco aliento que entonces le quedaba.
–¿Has visto? Ya la llaman “mami” –me dijo con pena.
Nada pude responderle, nada podré responderle cuando se renueve este
género de quejas. Quiero aliviar la tragedia invitándola a un nuevo paseo por
la ciudad y ni siquiera la frondosa verdosidad de un parque puede
entusiasmarla. La introduzco en bares, cines y encrucijadas, la llevo a mi
hospital y, entre bromas, la visto de enfermera, le pido que me siga, que entre
la pausa de una y otra sesión de aguja nos tomemos un reposo para el
chismorreo, pero ella mira de reojo a colegas y enfermeras, pasa de largo por
la sala de espera, tiembla al paso de un enfermo en camilla, rehúsa
enfrentarse a la crudeza de este otro dolor, como si yo lo hiciese
expresamente, como si haberla traído equivaliese a confrontar la
transitoriedad de su pena con el improbable final de otras penas, visibles,
sangrantes, desfallecientes penas de tantos seres postrados. Lleva aún dentro,
en su espinazo, las palabras de aquella postal, la edulcorada imagen de sus
hijos en el ambiente que el padre les ha proporcionado.
–No seas tonta –le digo–. ¿Qué te hace pensar que los perdiste? Un día
descubrirán que fueron engañados, que no era eso lo que querían ni tanto
estúpido confort lo que esperaban. Volverán a ti, Adela.
En la intimidad, ella cree que le digo una mentira piadosa. Acabamos,
terminado mi turno a la medianoche, tendidos en un sofá, cerrando puertas y
ventanas a los parranderos. “No contestes el teléfono”. Escuchamos souls de
Aretha Franklin, boleros de los Panchos y Agustín Lara, y entre pausa y
pausa me pide que lea Farewell, objeto de su apasionamiento. “Para que nada
nos separe/ que nos una nada/ Ni la palabra que aromó tu boca/ Ni lo que no
dijeron las palabras”, voy recitándole de memoria y Adela se trenza en mis
manos. Luego quiere que repasemos el “Relato de Sergio Stepansky” y allá
vamos, deslizándonos sobre el ritmo oscuro, abstruso, cómico y erudito de
los versos de León de Greiff: “Juego mi vida, cambio mi vida/ de todos
modos la llevo perdida...”, pero lo que Adela espera es la glorificación del
sufrimiento y se separa del coro que improvisamos para decir con gravedad:
“¡o por dos jequecillos minúsculos/ –en las sienes– por donde se fugue, en
gríseas hodres/ toda la hartura, todo el fastidio, todo el horror que almaceno
en mis odres!”, y creo que, de pronto, tampoco hallará un consuelo en los
versos que en extendidas sesiones hemos estado almacenando.
–¡Maldita sea! –grita ella, intentando levantarse hacia el baño: descubre
que el mundo que la sostiene la traiciona y se desfonda irremediablemente,
monstruosa trastada del azar. Trastrabilla y tengo que evitar su caída, sentarla
en la taza del inodoro y esperar que haga lo suyo, ayudarla a calzarse las
braguitas amarillas en su trasero de muchacho, traerla apoyada en mi hombro
a la sala, estirarla porque, es cierto, mundo o asidero, todo está
desplomándose.
–Llamarla “mami” –balbucea– ...a esa zorra con pinta de rumbera... oye,
Alejo –quiere decirme– ...si un día quieres... casarte, eso, casarte con una
buena mujer, tener eso que llaman una esposa... ejemplar, avísame, estoy a
tus órdenes... no tendrás que hacer cola y hasta dejaría que me engañaras –
dice, mientras bebe un alkaseltzer en agua–. ¿No crees que todo esto es una
solemne porquería? ¿Me entiendes? Hay gente incorregible que se sube al
bus que no es... ¿me entiendes?, cuando ya nadie puede decirle que ha
cometido un error... ¿me entiendes?
Terminada su confesión de lealtad, se derrumba en el suelo. Cuido de
ella una hora, velo su sueño que me parece más perturbador que su inocencia.
En sus facciones, ya relajadas, veo un ser estropeado, ultrajado, hecho de una
bondad que aborrezco, no tanto por lo indeseable como por lo
asquerosamente inoportuna. ¿Qué está ganando con tanto reblandecimiento?
¿A la medida de qué siniestro modelo está hecha? ¿No sabe que lo que está
perdiendo es una juventud, una sorprendente inocencia de hembra,
humanidad que ella consume engañándose en delirios, todo esto sumado a
tres hijos perdidos y a quienes creyó, algún día, estar levantando con la
medida exacta de la decencia? ¿Hasta qué profundidades malignas hemos
llegado para que la bondad, la más elemental, sea tan imposible y cuanto se
nos pida para vivir sean los dobleces, el endurecimiento, la daga en la cintura,
el revólver en el pecho, las afiladas uñas para defendernos? ¿Qué hay detrás
del circo y quién alimenta a las fieras que, con el tiempo, debemos dejar
crecer en nosotros? ¡Hacer y levantar hijos con la medida exacta de la
decencia!
Antes que todo, lo que deseo es salir a la calle. Salgo, dejándola en el
sillón, en la medianoche, en la vacía casa de los tres pisos, donde hoy no ha
venido a llamar un solo parrandero. Atravieso el centro de Bogotá y tramo, en
esta noche, con todos los detalles, los primeros movimientos de mi fuga.
Tarde o temprano abandonaré el cochambroso hospital, me abandonaré
a mejor suerte. Es lo menos que puedo exigirme. ¿Qué significa mi presencia
en un recinto donde nadie se salva, donde la muerte da vueltas como un
animal acorralado y donde los recursos para detenerla son tan ultrajantes?
Abandonar el hospital es renunciar a las comodidades de un salario, mandar
al carajo el sacro juramento, porque de sacros juramentos tengo bastante.
¿Cómo quitar de mi memoria el recuerdo de aquella jovencita de diecinueve
años esperando en la sala de urgencias desde la mañana hasta el anochecer,
anegándose en su propia sangre, sabiendo que un chorro más será el anuncio
de su muerte, la horfandad de su hija con apenas un año, inocente en su
suerte, paciente abandonada que entra en una de las salas cuando ya nada
podrá hacerse por ella? ¿Cómo quitarme de encima el recuerdo de aquel
muchacho que, incluso con sonrisas, decía que sentía latir en su cabeza el
estruendo de mil tambores, cuando aún no se advertía la proximidad de un
sucio desenlace? ¿Con qué recursos exorcizar la presencia de diez, veinte
pacientes expectantes, deseando una cama, un rincón vacío en una cualquiera
de las salas, viéndose a sí mismos en la iniciación del último, irremediable
viaje? No, no estoy en condiciones de abrir un consultorio particular.
¡Mierda, todo esto es un fétido montón de mierda! ¿Qué son esas
asépticas, esterilizadas salas de curación, blanqueadas, con la plaquita a la
entrada y las citas con tres días de anticipación? ¡Ni siquiera los cancerosos
vendrán a verme! La idea de colegiarme me había parecido remota y, además,
repugnante. ¡Hacer parte de la honorable comunidad de galenos!
¡Honorables! ¡Estafadores! ¡Sociedad de eminentes caballeros de la muerte
ajena en los bolsillos! “Ese es un pobre diablo” se dicen entre ellos. “Ese, no
se merece siquiera un puesto de enfermero” barruntan entretelones. Enterrar,
quemar los papelitos que a buena hora fotocopié como regalo para mi padre,
Honorable Diputado en ascenso. Los enterraría a trocitos, los arrojaría al
fuego o los dejaría que flotaran largo rato en el retrete, que se esparcieran por
las cloacas y naufragaran en el archivo más secreto de un ministerio.
La madrugada, encima de mí, me devuelve al recuerdo de Adela, que
duerme paciente en su paulatino hundimiento, abandonada en la casa de los
tres pisos. Un día– teme Millán– se tragará una dosis de barbitúricos y se
largará a mejor muerte con su bondad. Por mucho que intente recuperarse,
apenas se devolverá al lodo, botas en la cabeza, para empujarla a la sede
permanente de la miseria. En estos oficios, abundan profesionales. En el país
los hay por montones, crecen, se reproducen como las moscas en el
estercolero: trepadores sacerdotes del ascenso y la intriga. ¿A dónde se
dirigen? A cualquier parte, lo importante es trepar, arrastrarse de barriga
como lagartos. ¡Qué mejor presa! Una mujer que canta rancios y chuscos
boleros. Le darán la patada de remate e irán enlutados al entierro,
improvisarán cantos fúnebres y llamarán al Promotor de Lamentos, que
aprenda a ejercitarse en la perversidad, que tome fuerzas del mismo demonio
y las ponga a su favor. Pero no, nada puede hacerse por el momento, como si
apenas estuviese habilitada para los lamentos. “Si hubiera...” es cuanto se
dice después de cada descalabro. Sabemos que sale de un nido de águilas, del
cesto de la serpiente, del cerco de la jauría, machos adiestrados para reducirla
y, a duras penas, ella se lamenta de no haberse dado cuenta, de lo que la
esperaba. Se debate con el amor, no con el mío, que ya es remoto y al que
quizá ninguno de los dos se dio con certeza, pero este, a la larga, es un
zarpazo mortal. Se llena de entusiasmo o cede a la embestida de una
seducción. A las pocas semanas es abandonada. ¡Tanta puta bondad! ¿Dónde
está su suerte? ¿Dónde la fuente, renovada provisión de tantas y generosas
intenciones? “¿Por qué, al fin, no se vuelve lesbiana y encuentra a una de
esas tiernas, libres, respetuosas mujeres de su especie?” me pregunta Millán.
No, no se trata de sortear esta alternativa, en Adela impensable, aunque su
fracaso con los hombres la conduzca un día a aborrecerlos.
Regreso a casa y todavía duerme. A mí me ha ganado el insomnio y no
me queda otro recurso que extenderme, preguntarme cuánto he ganado al
perder los temores de salir, a cualquier hora, por la ciudad. Debo haberme
convertido en uno de esos deambulantes que sólo aspiran a la posesión de la
noche. Una cuchillada– se dice–, en cualquier esquina pueden regalarte una
cuchillada: ha crecido el ejército de inmigrantes, ya no hay sitio donde
colocarlos y para beneficio de su pasmoso ingenio inician la gesta de las
invasiones: un proyecto vacío, un viejo lote de engorde, un desfiladero y de la
noche a la mañana tiene una morada. No son cientos sino decenas de miles
por toda la ciudad, son una afrenta para las atildadas buenas maneras de un
urbanismo con exceso de urbanidad. Viéndolo bien, no podré ser, en las
noches, víctima de ningún asaltante. Por encima de la apariencia de los
caminantes, intuirán que nada hay en mí, de decidirse al atraco. Uno se
adueña, por otra parte, del nervio de las ciudades. Una manera de recorrerlas,
de desenvolvernos en ellas, proporciona a los demás la certeza de estar frente
a un veterano indespojable. He hecho míos los nervios de la ciudad. Es como
decir: no soy víctima de sus asaltantes, reproducidos y adiestrados en la
mendicidad, abocados luego a la violencia.
¡Posesión es desposesión! ¡Santos que dan y, por dentro, un pícaro que
sustrae! A la larga, en eso nos estamos convirtiendo. ¿No es Mariano Rivera
la mejor muestra de esta dialéctica? Pocas veces lo veo y Mariano es, en el
momento de los inventarios, uno de los escasos seres que conozco capaces de
vivir el flujo de esta humanidad en su estado de sensatez amoral, es decir, en
el limbo de las contradicciones. Simulador a sus anchas, puede encontrar una
víctima (las escoge siempre opulentas) y hacer con ella lo deseable, una linda
estafa menor, apenas para ir de un día a otro por el mundo. En el reverso, es
un soberbio juglar, un hombre que dentro de su recia anatomía paseada por
las calles, tiene la fragilidad de un niño de tetas. Un poeta, casi siempre. Eso
es: un poeta. Escribe sus versos en cualquier parte, en las fondas, en los bares
de putas, en los parques y a la sombra de un almendro, si las constructoras de
inmuebles han tenido la delicadeza de dejar vivo un almendro. En arrugados
papeles lleva sus poemas y en mitad de la calle, tomándote del brazo, los lee.
Secretarias, funcionarios, pobres diablos, pistoleros, amantes perdidas,
hecatombes, pobres héroes cinematográficos, astronautas expuestos a la
muerte espacial o la leyenda, tristezas urbanas, éste es el material de sus
poemas.
–Lo que espero– dice en nuestros encuentros– es que un día los poetas
comamos un mondongo en la calle y el vecino de al lado nos pregunte si
podemos recitarle nuestro nuevo poema.
Se ha hecho a una vieja Ars Poetica:
–La cultura andará en mangas de camisa, doctor, y será una
excentricidad escuchar a alguien que al mencionarla se ponga la corbata.
¡Tiene que entrar al reino de la necesidad!
En ocasiones, lleva la brillantez a mano y no tiene otro recurso que
pensar y hablar con solemnidad:
–Ya Neruda nos probó que nada puede ser ajeno al verso: ni los amores
sublimes ni la oda a la cebolla, ni las piedras mitológicas donde sucumbieron
los esclavos ni la arenga multitudinaria, ni el ruido de una birmana que orina
en las trastienda ni el dolor de un republicano, ni el rencor del ofendido ni el
buen plato en la mesa, ni las flores ni las caracolas, doctor, todo un
inventario.
Y cuando uno supone que va a interrumpir el monólogo, culmina con
declaración de amor al ocio:
–Hacer algo que no sea productivo es para estos fantoches peor que
cometer un crimen: no nos perdonan el ocio porque un día puede faltarles el
brazo que haga crecer la columna de los dividendos. ¡No se haga ilusiones,
Alejandro, que en este país, por ahora, sólo podemos ser trúhanes o
revolucionarios!
Así son las sentencias de Mariano. Despacha frases y lee sus últimos
poemas. Trapecista, luchador, cantante de cabaret, domador de leones,
contrabandista de esmeraldas, chivo de ricachas, todo eso ha sido. Y, encima,
poeta. La complicidad que ha establecido con Adela está exenta de reservas.
Ella le canta boleros. El, para retribuirla, tangos de malevos. En las calles, en
un café, llevándola del brazo, la despierta mejor que yo de su letargo.
–No se deje coger la mano, flaca –le dice–, porque en el momento
menos pensado le darán por el trasero. Cante, cante haga lo que usted sabe
hacer, que es cantar, déjese de maricadas –la aconseja–. Y si no le dan un
sitio para cantar, cántele a quienes la quieran. A mí, por ejemplo.
Y Adela busca un sitio para cantar. Cuando intenta llegar, ahí están
cortándole el paso las cotorras trepadas en el Hit Parade de la semana, del
mes y hasta del año, subiendo por los catres, pringosas de potingues y semen,
por los catres de los empresarios, complaciendo el lechoso capricho de sus
promotores. Adela sabe que no dará ni un paso en falso para conseguir, no el
lugar que sus competidoras alcanzan, sino el único que puede serle digno: un
maldito sitio para cantar. No, no está de moda –dicen los empresarios–.
Espere que la onda se ponga a su favor –es la cantaleta. No, no está de moda.
No menea el rabo a los televidentes ni manda besos con las dos manos a los
espectadores, no se deja ver en los tumultos mundanos ni que un accidente
permita la visión pública de sus tetas. Mariano piensa que la obstinación de
Adela no llegará muy lejos, pero la alienta.
–Yo estoy de regreso –suele decirle–. Hice del malevaje una fortaleza.
Y Adela, ¿con qué fuerzas puede endurecerse si aún llora en las
madrugadas la sustracción de sus hijos, veraneantes permanentes en Caracas?
–Alejandro, tenemos que ganarnos la vida a trompadas –es, nuevamente,
el consejo de Mariano. Le he dicho que tal vez abandone el hospital, la casa
de los tres pisos y por un tiempo la ciudad. Él sale con su eterno consejo: la
otra orilla del sucio río oficial. Hay que abrirse paso a trompadas, defenderse
a trompadas, hacerse respetar a trompadas. La felicidad, si se alcanza, aunque
sea en un instante, se ha ganado a trompadas. La vida –me dice– tiene un
tablerito, una especie de ranking: nunca se exponga a quedar de último en la
lista, que aquí se ceban contra los caídos en desgracia.
Sobre estos consejos, Mariano intenta hablar de su biografía, extraviada
en las leyendas que se ha estado tejiendo y son las mismas que nada dicen del
muchachón reacio a envejecer, a sus cuarenta, de ese juglar sin pasado, hijo
de obreros textileros, sentimental como una confesión de culpa y en
ocasiones tan vulnerable como la santidad. Va y viene y pocos conocen su
lugar de residencia. Se dice que con una cuenta de ahorros, cuya libreta carga
encima, por temor a perderla, empieza a pagar una hermosa casa en el barrio
colonial. Está en su derecho, claro que lo está.
Está decidido que dejaré el hospital, que entregaré la casa de la calle 24,
que quizá abandone por un tiempo la ciudad.
Un colega

“Lo trajeron a las siete y media de la mañana, media hora antes de que el
doctor Sáenz entrara a su turno. Sus acompañantes no permitían que los
separásemos. Ellos lo habían traído y, nos lo hicieron saber con severidad, se
sentían tan responsables como nosotros de que pudiera sucederle al herido.
Cuando ya le habían dado un turno en Urgencias, llegó el doctor Sáenz, a
quien correspondería extraer los dos impactos de bala, localizados en el
muslo izquierdo y en el hombro derecho. Lo pusimos al tanto de las
circunstancias en que había llegado el paciente y la extrema cautela que
manifestaban sus acompañantes. Todavía no se había dado el parte
correspondiente a la dirección, que sólo estaría abierta a las ocho pasadas.
Sáenz hizo los preparativos de la operación, después de haber intentado
detener la hemorragia. Cuando se disponía a operar (‘sin anestesia’ pidió el
paciente, que quería mantener la lucidez), llegó el primer aviso de la
dirección: no se podía proceder si antes el sujeto no llenaba los requisitos de
identidad. Sáenz tuvo entonces el primer altercado con el responsable de la
dirección. ‘Por el momento, lo que este hombre necesita es una operación y
no una cédula de ciudadanía’ replicó. Oponiéndose a los formalismos de su
superior, inició la operación, terminada una hora más tarde. Nuevamente se
produjo otro altercado: se exigía que llenase los requisitos de rigor, primero
el de identidad y luego la seguridad de que no siendo beneficiario del Seguro
Social, pudiera pagar los gastos de la intervención inmediatamente, en caso
de que el herido quedase en postoperatorio, para lo cual serían mayores los
trámites. Sáenz dijo que, eventualmente, él corría con los gastos, en caso de
que el paciente no pudiera pagar. En cuanto a la identidad, dijo que esto era
incumbencia de la policía y no de su profesión. ‘Debemos saber si estamos
atendiendo a un delincuente o a un honesto ciudadano de este país’ fijo el
funcionario. ‘Ninguna de las dos cosas me importa’ dijo Sáenz, abriéndose
paso por el corredor. ‘En ese caso’ –le dijo el responsable de la dirección–
‘mi deber es llamar a la policía, que se encargará de darnos la identidad’.
Sáenz, sorpresivamente, poseído por un impulso de ira, agarró al funcionario
por las solapas de su saco y dándole un violento empujón le gritó que su
oficio era el de médico y no el de soplón. El funcionario, consternado, nada
acertó a responder. Entonces Sáenz, dirigiéndose al paciente, transportado en
una camilla hacia la sala de espera, reaccionó con una entereza que no le
conocíamos: ‘Si usted cree que puede irse a descansar a su casa o donde sea,
váyase. Lo más grave ya ha sido superado’. Vinieron los acompañantes del
paciente y Sáenz les repitió lo dicho al compañero. Tampoco ellos pudieron
expresar su desconcierto. Luego, el doctor Sáenz volvió a la dirección.
Creímos que, de un momento a otro, cualquier reacción lamentable podía
caer sobre el funcionario. Lo acompañamos a distancia, a sabiendas de que
nos ignoraba. ‘Espere esta misma tarde, después de concluido el turno, mi
carta de renuncia’. Y en efecto, ocho horas más tarde renunciaba
irrevocablemente. Desde ese día, nada volvimos a saber de su paradero y por
ningún motivo figuró su nombre en las conversaciones de sus compañeros.
¿Se había tratado, realmente, de un delincuente? Nunca lo supimos.
Sospechamos, eso sí, que podía tratarse de un herido en enfrentamiento
armado con la policía. ¿Supo Sáenz que el tipo no era un delincuente? No
puedo asegurárselo. Es todo cuanto puedo decirle, señor Vásquez”.
Alejandro Sáenz

¡Al fin le dieron un sitio para cantar! En un comienzo, Adela creyó en la


resurrección del milagro. ¿No lo había estado buscando, exponiéndose a
pruebas desalentadoras, y más después de la fuga de sus hijos, de quienes
sigue sabiendo por postales? ¿No lo había buscado frente a empresarios que
la hubieran preferido con altas tetas y robustas caderas, generosas, macizas
piernas de guarachera, y no con esa fragilidad hermafrodita, de cabellos
cortos, que era y seguirá siendo ella? Se hubiesen llenado de gozo ante una
negra y larga cabellera, grosero manojo de pelos para los reflectores.
¡Le habían dado un sitio, justo antes de que yo abandonara la casa de los
tres pisos, al día siguiente de mi renuncia al hospital! Durante un mes, Adela
podrá salir del resentimiento que en los últimos días la conduce a ese estado
de pesadumbre y mutismo intermitentes. Lo sentía así porque ya no tarareaba,
en nuestras caminatas, un miserable bolero que acompañara las pausas de
nuestra conversación. Ninguna línea de su repertorio reaparecía, cuando ya
nos habíamos resignado a un pacto fraternal. ¡Teníamos que celebrarlo!
No se trata de volver a llenar la casa con esos dignos mendigos, lujosos
pordioseros de mis parrandas. ¡Han bastado dos años! Dentro de una semana
abandonaré la casona de la calle 24. Iremos, si ella quiere, a ese restaurante
que tantas veces vimos a punto de cerrar, más allá de la medianoche, en uno
de nuestros regresos a pie del norte al centro de la ciudad. ¡Una celebración!
En mucho tiempo no he propuesto a nadie una celebración y aquí está la
oportunidad. Salto de contento cuando viene a decirme que volveremos a
escuchar su briosa voz imponiéndose sobre la concurrencia, aunque siempre
la imaginé indiferente a sus partos melódicos, a esa gravedad con que sabe
abrir sus boleros, cerrando los ojos, inclinando la cabeza, inmóviles manos y
brazos como si fuera a entregarse a un hondo sueño apacible. Volveremos a
escuchar aquellos comienzos, antes de que la orquesta empiece a proponerle
el ritmo y ella a proponérselo a la orquesta que deberá esperar la indicación
del camino, unas veces un tono bajo, como de rezo o spiritual, otras un
estallido de pasión elemental. Volveremos a escucharla y debemos celebrarlo.
–Mira, flaca, todavía me quedan estos papeles–le digo, sacando del
bolsillo un manojo de billetes, los restos de mi fortuna hasta que decidan
darme la cesantía, una vez cumplidos los trámites de la endemoniada
burocracia, mi despedida del infierno de los hospitales.
–Es una pena que nos deje – me ha dicho con impostado tono de pesar el
marrano de la administración.
–No seas loco, vas a necesitar esa plata –me dice Adela, tratando de
convencerme, pero lejos de mí tantas previsiones.
–¿Para qué voy a necesitarlos? Nunca me sirvieron de nada–la consuelo,
apretando el fajo de billetes en mi mano, asquerosa bolita de mierda
canjeable. Si el dinero me ha servido, ha sido para esfumarse en los sablazos
de los amigos, para pagar el alquiler de la casa y tener siempre bebidas para
los préstamos a uno que otro desarrapado.
Adela ha llegado sofocada a darme la noticia, que seguramente ha
interrumpido la pena por la nueva postal de sus hijos. La última semana
fueron llevados de paseo a Curazao (ESTE ES PAPÁ MÁS ALLÁ ESTÁ
MAMI ¿LA VES? BESOS), vestidos de colorines, confundidos en la playa
con las robustas paseantes tropicales balbuceando papiamento bajo el sol del
Caribe. A medias acierta a decírmelo. Por un momento supongo que otra
calamidad se añade a ese recipiente de calamidades que viene siendo su vida.
Ha rehusado contarme las circunstancias de su último idilio, quizá por la
vergüenza que le produce decirme que durante semanas, perdida de
entusiasmo, enajenada, ha vuelto a pensar que el amor no es una esperanza
defraudada, el vulnerable territorio del corazón, sino la bendita y pequeñísima
certeza de un camino, una brecha abierta por encima de los fracasos pasados.
Teme contarme que la fatalidad ha dado su verdadero rostro y el castillo ha
caído derrumbado a sus pies, pues el amante ha huido sin explicaciones.
Acaba de saber que el cerdo vuelve a un amor interrumpido, jamás conocido
por ella. Otro fraude que no se atreve a confesar.
–¿Qué quieres que me ponga? –me pregunta, cuando la he
comprometido en nuestra celebración.
–Cualquier cosa. ¡Ah, si quieres, el vestido negro que tenías el día que te
conocí cantando Sabor a mí. ¿Recuerdas? Me quedé mudo oyendo ese
comienzo: “Cuánto tiempo disfrutamos de este amor/ nuestras almas se
acercaron... ta ta ti...”. Debería aprendérmelo, flaca, es una maravilla.
Me había hecho remontar contra la corriente. Y lo celebraríamos.
Siento que de otra manera también yo seré arrastrado por la corriente,
por el pesado flujo de una decisión, ahora que dejo de pertenecer a la nómina
de los curanderos.
–No acabo de comprender por qué dejaste el hospital –se inquieta Adela.
¿Debí enterrarme allí o convertirme, con el cura, el maestro, el sargento
de policía y el alcalde en celebridad rural, a la cabeza de una pintoresca
comparsa de notables participantes de glorias cívicas, homenajeado con
gallinas vivas y cerdos gruñientes traídos por los enfermos, homenaje del
vecindario que te llama doctorcito, venga doctorcito que se muere el niño que
le dio un mal de ojo y la barriguita se le hincha y le están saliendo lombrices
por la boca? ¿Acaso era éste el sitio, el único que podía merecer cuando
dijera adiós a la ciudad y colgara entre otros papeles el título, como quien se
olvida de las cartas familiares y a nadie las enseña para no hacer cómplices de
tanta mentira a unos testigos?
–Yo sí –me limito a responder a Adela–. Muy seguro.
No, me siento aquí, en este tropel, en esta salmodia de ruidos. Uno llega
a necesitar el aire enrarecido, la estrepitosa cadencia de las ciudades, los
rincones sucios, la desidia colectiva, la crueldad, la densidad de los
sentimientos humanos, la ronda del fracaso y la engañosa escalada de los
triunfadores. Uno precisa de los mártires y de los suicidas, de esta forma se
siente vivo. De esta fauna urbana insustituible, alimento amargo de cada día.
Uno acepta la postración o la grandeza, pero es aquí donde la asume y sufre,
con dolor u orgullo, aquí donde un mapa memorizado nos lleva a saber que
una reciente edificación ha sido levantada, una vieja casa derruida, que un
nuevo bloque compacto y regular como una colmena se alza donde antes se
erigió la casa solariega, sostenida durante años por la nostalgia. Aquí es
donde uno reconoce que los taladros perforan para dar nacimiento a esa
asimétrica avenida de la muerte, que las demoliciones anuncian la erección de
un orden más inclemente que el desaparecido. Aquí uno reconoce el gesto del
adulador, el escurrir rasposo del lagarto, la dureza insobornable de quien por
encima de las galanterías no cede, la agonía del cretino. Aquí uno alcanza a
darles una intimidad, a repudiarlos o aceptarlos, a sufrirlos y a verlos
levantarse desde la mediocridad hacia el prestigio, siempre incierto, con una
escondida lista de víctimas en el bolsillo. ¿De qué sirven entonces los
juramentos, de qué los especialistas, si es una la maldición y una la única
enfermedad de quienes inundan los extramuros?
¡Especialistas en enfermedades cardiovasculares! ¡Arteriosclerosis,
reumáticos abundan y están subidos en el peldaño más alto del Poder! A los
otros, los de otras muertes, montones de penicilina y cajas de aspirina Bayer.
¿Cuántos son los cancerosos reales? ¡Esos duermen en los salones de la
Clínica Mayo! ¡Colegiados, aspirantes a médicos colegiados, haciendo
largos, intensivos cursos de prosperidad! Aquí, en cambio, puedo moverme,
lejos de ellos, en las calles, en los suburbios y barriadas, con la seguridad de
no encontrar a uno solo de ellos, refugiados en las guardias de sus
consultorios, pagando el carro a plazos. ¡Inventores y reproductores de
enfermedades para ricos, se niegan a curar las reales! En la inabarcable
extensión de la ciudad están las verdaderas enfermedades, aquí deambula la
postración, los agónicos se hacinan en estos parques o desembocan en estas
esquinas de culebreros como viniendo de un desmadrado río de escombros.
¿No se palpita hasta la conmoción con el gran dolor universal? ¿No es
también nuestra herida cicatrización, desesperado o ya congelado
sufrimiento? Debí de aficionarme a un cruento inventario, haber iniciado
desde siempre una lista de calamidades, todas vulgares y callejeras
debidamente ordenadas por el grado de bajeza, haber hecho un catálogo de
padecimientos y haberlo enviado a mis orgullosos colegas colegiados. Se
habrían distraído, habrían elevado sesudos informes al Ministerio de
Epidemias Públicas.
–A las ocho –digo a Adela al salir.
Los días que me quedan en la casa de los tres pisos vienen acompañados
por una extraña desazón que amenaza con agravarse, nacida del sitio que no
abandona, espacio que no ha ceñido y ajustado como una mujer a las
exigencias de su cuerpo. Gasto horas repasando el vacío de las paredes, la
madera del piso, las inscripciones dejadas por un invitado, riéndome al
descender y encontrar las tablas desajustadas, los trozos de cristal sepultados
en aquella madrugada que Millán ha bautizado como “La noche de las
botellas largas”, expresión que hubiera fascinado a Werthercito, como mal
epígono, aficionado a las paráfrasis. Pienso, sin ajustarme a un ritmo
continuo, dejándome arrastrar por alteraciones de la memoria, que hay una
altivez señorial en cierta pobreza, pero no es la inocencia ni la incertidumbre
o medianía de esa pobreza lo que nos dignifica, cuando vislumbramos el
camino de la miseria, sino otra fuerza, un empuje que nos impide suprimirla,
dejar a un lado cualquier ambición, administrarla sin ensuciarse las manos.
“Pobres pero decentes” se oye decir, desde hace milenios, a manera de
código moral. ¿Dónde extraer la lujosa virtud de la decencia? Imagino a mis
pacientes, moribundos y decentes. ¿Cómo se enfundan en ese inmundo
vestido de ferias, cómo se mueven con él puesto, cómo convencen a los
demás que lo llevan desde siempre, como un estigma, una virtud cedida por
las generaciones precedentes? ¡Pobres pero decentes! Ya la pobreza, en tales
extremos, es una abominable indecencia. Dejar la casa, pronto, me produce
confusos presentimientos. No sé de dónde brotan, por qué artificio de la
conciencia se van elaborando y levantando y saliendo a la superficie de un
semblante que descubro distraído, descentrado, ajeno al vasto de los
acontecimientos. Menos mal, me dice Vásquez en carta desde Medellín, que
nuestra pobreza no ha sido más que una indecencia de ociosos. ¿Qué
remordimiento puede cabernos? Hemos estado en el limbo, acaso yo lo siga
estando, embarazoso estado de gracia y de condena, de pie y patas arriba, una
al borde del abismo y la otra inmóvil, seducida por el vértigo. ¡Caer, caer,
caer! Es la conciencia de la caída lo que nos levanta. Pero, ¿hacia dónde
levantarnos? Hay una tentación insidiosa en este estado y es la de
precipitarse, quemar las naves, someterse al naufragio, vencer las resistencias
de la dignidad y someterse al incierto braceo, hacerse inmune al fuego y
deslizar el cuerpo por las llamas de un infierno más crepitante que aquel
inaprensible del mito, taponar nuestras narices y zambullirnos en el
estercolero, hacernos merecedores del repudio, de ese repudio social que
generan las caídas, las verdaderas caídas y no esos tímidos resbalones que al
azar concede o estimula mediocremente, caídas irreversibles, el
convencimiento de que el mundo de arriba ya no se podrá volver, que
perdimos las huellas del regreso, que allá abajo no hay norte ni destino, que
ese y no otro es el destino, la caída, el zumbido, ronco y bronco tañido del
viaje sin regreso. Pero heme aquí, aturdido, en la última desnuda habitación
de la casa, deslizándome hacia el inventario, como si a partir de ahora se me
exigiese un inventario.
¿Quiénes han pasado por estos cuartos? Periodistas comidos por la
rutina, de dedos amarillentos por el tabaco y nervios destrozados por los
acreedores. ¿No es este el drama de Vásquez? De la redacción, donde ha
llenado folios con excrecencias de agencias noticiosas, sale a su antro de
vagabundas. Le he curado, por lo menos, tres docenas de venéreas, le he
inyectado incalculables millones de millones de unidades de Benzetazil, dosis
astronómicas de Terramicina. La piel áspera, la palidez permanente en el
rostro. Y, dentro de todo, un hombre de insondable lealtad. Con Adela hacía
sesiones diluviales de llanto. Se confesaban sus penas, sus amores disueltos
y, en el remanso, para consolarse, se le leían poemas de Éluard. Vásquez ha
sido y seguirá siendo portador de infaltables calamidades del mundo. ¡Un
terremoto en Guatemala! “Los funcionarios nativos se están encaletando la
lana y la mayor parte de los donativos de las naciones ricas engorda las arcas
de los malparidos” acota. ¡Nuevos bombardeos en Hanoi! “El presidente
Johnson, con pistolas de tejano, no aguanta la histeria, muchachos, y su
guerra es una larga derrota aplazada”. Cada noticia tiene, para Vásquez, una
acotación apocalíptica. “El premier alemán no sabe qué hacer con esa
madriguera de nazis que sigue siendo la RFA. Lo vigila un cerdito rechoncho
llamado Joseph Strauss”. ¡Inminente golpe de estado en el Brasil! “¿Otro?
Son como gallinazos sobre el festín, no tienen miedo a que se les engarce un
pellejo en las alas, digo, en las charreteras”. Vásquez no trajo nunca noticias
reconfortantes y al parecer está haciendo de las tragedias su repertorio
favorito. Cuando nos refiere una anécdota, añade acontecimientos
periodísticos, como si desease darle a la trivialidad un tempo respetable. “Ah,
me encontré con el baboso de director del periódico y me sugirió que le
pusiera más salsa a mis crónicas” contaba. “Era febrero de 1971 y al día
siguiente bombardearon con napalm diez aldeas vietnamitas”. No puede
permitirse un desliz ni una noticia medianamente placentera. Y todavía le
quedan fuerzas para análisis complementarios ¡Redactor de noticias locales!
No le dejarán subir, sospecha, aunque hable y piense y se informe como
comentarista de asuntos internacionales. Redacta asuntos locales y visita
burdeles. Parece que lleva flores a sus muchachas, grandes ramos de rosas
para los burdeles. Nunca tiene un centavo encima al día siguiente de sus
cobros, pues todo va a parar a sus muchachas y acreedores. Y, sin embrago,
¡qué generosidad! Adela cuenta con un compañero de sollozos y entre los
invitados a la casa siempre fue el privilegiado: le atendía los guayabos, le
preparaba huevos tibios para el desayuno, lo ayudaba en la melancolía. “Me
pringaron de nuevo” corría a decirme. Ya me extrañaba que pasara un mes
sin aquel supurante adorno en la picha. Era cuando más agrio se ponía al
embarcarse en discusiones con Werthercito. Las citas de Kant rodaban por la
alfombra raída y Vásquez las manoseaba. “¿No era el pendejo aquel que se
cagó en el derecho a la pasión de los alemanes?” le replicaba. “Bonita gracia
querer rivalizar en puntualidad con el reloj de la iglesia de Königsberg”.
Werthercito informaba que en la página 95 del Discurso a la nación alemana
y Vásquez se olvidaba de Fitche. “Me extraña que Adenauer haya escrito
alguna vez un discurso de más de cinco páginas”. Porque W, por encima de
su memoria de jurista, hablaba con referencias de páginas, como si se hubiese
dedicado a engullirlas y situarlas, con el método Dewey, en un rincón de su
estómago. Vásquez, habituado a la mordacidad de aquellos redactores que no
pueden ejercerla en las páginas de sus diarios, escribía odas en octavas reales
y en ellas parodiaba la peripecia de los eruditos. Los instalaba en las Indias
Occidentales, mandados por Carlos V o Felipe II. Pero donde afilaba la
ironía, para inmediata pataleta de su rival, era en los banales asuntos
domésticos. El ingenio de W se desleía cuando Vásquez, respondiendo a un
discurso sobre la indiferencia de Goethe ante la obra de Heinrich von Kleist,
se dedicaba a preguntarle si había leído un manual de cocina cubana
redactado por Alejo Carpentier, si acaso no conocía aquel volumen que
Alfonso Reyes dedicara al consumo de marihuana en el Estado de Chiapas.
Además de noticias sobre calamidades, Vásquez traía encima su afición a las
parodias: trastrocaba los títulos, adulteraba las cronologías, imaginaba
páginas apócrifas y las contradecía. Entre más dolorosa era la enfermedad
que lo aquejaba, siempre variantes de la blenorragia, más biliosas se hacían
sus contiendas.
–Dígame, master, qué dice Lévi-Strauss sobre los hábitos de defecación
en el Mato Grosso. Pero espere, voy y me echo una meada para que acabe de
salírseme esta gonorrea.
Y hacía sus interpelaciones cuando Werthercito hablaba de la distancia
que separaba a Malinovsky de Gordon Childe.
–Alejandro, ¿no tiene usted la Rama dorada? –preguntaba W.
–No, hombre –se anticipaba Millán–. En esta casa la única rama que
crece es de marihuana.
En realidad, Vásquez no podía soportar a trama tecnológica de las
computadoras y lo más parecido a ellas era la memoria programada de
Werthercito. Además, no aguantaba sus escarceos adularios con quien podía
servirle en su escalda, porque era cuando hablaba con empalagos superlativos
y hacía uso de una farragosa adjetivación, extendiéndose en las virtudes del
aludio. “Será capaz de matar a su madre para salir en los periódicos” se
desmadraba Vásquez, al advertir que en cualquier momento W le pondría la
zancadilla. El extremo de su virulencia llegó cuando Vásquez, irritado por
una innecesaria ensarta de alusiones a las sagas islandesas, decidió apuntar
hacia el blanco del germanófilo.
–Déjate de vainas, nene –empezó, y Millán sobajeándose las manos,
pidió que se hiciera un momento de silencio–. Toda esa mierda letrada que
guardas allí –y señaló el vientre del erudito–, y que no puedes expulsar en tus
cagadas, no impide que cuando te encames con una mujercita no se te pare le
verga, que cuando bebes tres tragos de aguardiente te dé por babosearnos con
tus tragedias edípicas. ¿Te impidió Goethe hacer dos simulacros de suicidio,
según contabas después de haber leído a Schopenhauer? ¿Por qué, con la
bendición de Anna Freud o Karen Horney, no te acostaste con tu mamacita?
Werthercito empezó a temblar. Todos sabíamos de sus intentos de
suicido (en una ocasión para conmover a la dueña del cuarto donde vivía, que
le perdonó dos meses de alquiler), pero nunca habían sido tema de
conversación. Tembló, entonces, primero por las mandíbulas, luego por los
hombros, finalmente todo él, como si nos anunciase un ataque de epilepsia.
Millán, apenado o desconcertado por la arremetida de Vásquez, intentó
desviar los zarpazos. Ya era tarde:
–Blerasemi un sere –despachó Vásquez, que no hablaba eslavo sino al
revés–. Adela interrumpió la diatriba, preguntándole algo sobre el conflicto
árabe-israelí. Werthercito, en ese instante, hacía el amago de quebrar una
botella vacía en el borde de la mesa: cuando asestó el golpe, sólo vimos una
mano sangrante y trozos de cristal en sus dedos, lo que ocasionó una amarga
risotada de Vásquez.
–Eso no se aprende, nene, en Las tribulaciones del joven Törless sino en
los cuentos de Hemingway– cerró Vásquez, quebrando impecablemente una
botella y enseñando un trozo de aristas geométricas en la punta del gollete.
Después de esta jornada, no volvimos a verlo, hasta que un día vino a
anunciarnos que se embarcaba para Europa: llevaría las obras completas de
Herrn Wolfgang Goethe. Desde entonces, como si desapareciera un obstáculo
enojoso, Vásquez se atrincheró aún más en la simpatía de Adela.
–¿Cómo podía hablar así de los libros? –se preguntaba ella recordando a
Werthercito–, si en su boca parecían cosas abominables.
Para Adela, incapaz de repetir la anécdota de un relato, una vez
terminada su lectura, los libros traían una emoción irrepetible.
–Irreferible –corregía Millán.
–No sé. Lo único que puedo decirles es que cuando oigo a esa gente
hablar de los libros que leí y me gustaron, que repudié o sigo queriendo,
preferiría ver quemadas todas las bibliotecas de los Andes.
Vásquez había logrado hacerse, por aquellos días, a una aventura
duradera. Venía a la casa y nos contaba las noticias calamitosas del día.
Venía acompañado por una rubita silenciosa: en un rincón, cogidos de las
manos, se pasaban horas entre nosotros. Había adquirido, en la experiencia
del amor, una expresión atontada, como si hubiese escogido la domesticación
de su antigua altanería. Adela decía a Millán que Vásquez, para no abandonar
del todo sus aficiones de pasado, paseaba a la rubia por los burdeles y hacía
que ella, en su lugar, llevase rosas rojas a las vagabundas.
Después de una travesía por el Atlántico, llegan postales de Werthercito.
“No puedo menos que aspirar a la conquista de Europa” dice Millán que
escribía en una de las primeras. Y el filósofo se complacía haciendo toda
suerte de glosas.
–¿Empezaría, como en el 39, por la invasión a Polonia? –le preguntaba
Vásquez, decidido a entrar en el juego. Y no era una intervención
desmesurada. Según Vásquez, Werthercito se había trazado al partir una
indesviable estratega. Empezaría por el sur, excluyendo Portugal, fácilmente
conquistable. Francia, el cansancio, aunque allá sería preciso afilarse las
garras: seguían siendo asuntos, suspicaces hijos de Descartes. ¡Italia! Para
entrenarse, W había desglosado en su memoria algunos Cantos de la Divina
Comedia y recorrido con una guía Michelin –el dato es de Millán–, las ruinas
del antiguo Imperio Romano. ¡Ganaría Alemania sin ayuda de los Aliados!
Esta era su meta. Para empezar, antes de partir, había aprendido a decir Ich
Heisse Rodrigo Hugo Martínez Delmar, aus Kolumbien. ¡Ya era algo!
Algunos términos clave, ensayados con anterioridad, entraron entonces en su
repertorio: hablaba de la Geschichte y de la Gedichte y en sus artículos
dominicales interponía su Weltanschauung, mucho después de aprender a
introducir el inefable last but not the least entre otras bagatelas de notario.
Hojeaba las traducciones y omitiendo el rinconcito del traidor citaba el título
en su idioma original. Werthercito, en esa época, nos proporcionó el nuevo
esplendor de la farsa. A Adela no le hacía mucha gracia saber de sus postales,
que una vez ojeadas iban a parar al retrete, así fuesen testimonios del
románico catalán o del gótico de Chartres. Ocasionalmente nos llegaba
alguna de los Alpes suizos y es a Millán a quien corresponde glosarlas.
“Pastiches musilianos –dice a propósito de una reseña sobre la caída del
imperio austro-húngaro–. Cacania tropical”. Las sesiones empiezan a hacerse
obligadas cuando de comentar una carta europea se trata.
–¿Por qué se vio obligado –pregunta Vásquez– a abandonar a ‘esa sobria
muchacha catalana, pese a la persuasión de su seny’?
–A ver, muchachos, ¿qué es esa vaina de seny? –pregunta Adela.
–No se preocupe, su merced, que es la versión mediterránea del
aburrimiento protestante –le aclara Millán.
–¿Qué motivos tuvo para dejar de habar en sus cartas de aquella
catedrática de la Provence?
Todo era posible, todo seguirá siendo posible en el repertorio de las
glosas y sospecho que Millán atribuyó a Werthercito algunas situaciones
apócrifas. Vásquez viene una noche con un relato, concebido en la pausa de
su trabajo, en el que el protagonista seduce a una extranjera con citas del Petit
Larousse y otras caen desplomadas, ante su indiferencia, cuando el tema pasa
al Blaue Reiter. ¡Es el desmadre!
–¿Por qué e siguen parando bolas a ese payaso? –nos recrimina Adela
cuando Millán propone otra sesión sobre las postales.
Vásquez sigue dedicado a la rubita y un día descubre que la ha
embarazado. ¡Lo ha alcanzado! Para él no existía, en las últimas semanas,
otra aspiración. Y la rubita se lo ha comunicado con abierto convencimiento
de madre. ¡Arde de felicidad! Sigue escribiendo crónicas locales y no ha
perdido su afición por los desastres.
Adela llega puntual para nuestra celebración. Descubro, al verla llegar,
la existencia de un afecto que aunque distante tiene la firmeza de algo
construido sobre bases reales. La sensación de que sólo un apego piadoso me
permitía aceptar nuestros encuentros, se ha ido disipando. En un comienzo no
fue otra cosa que un desplazamiento defensivo ideado para quitarle de encima
cualquier ilusión y hacerla comprender que cuando las puertas se cierran ya
no habrá ninguna hendidura penetrable en el amor, que serán inútiles las
maniobras porque se hallará, ya no la indiferencia sino la irascible conducta
de un ser reacio a toda reconciliación. A menudo, los amantes acuden a estos
subterfugios, aceptan –incluso– la propia humillación, volviéndose
empecinados y torpes al no querer aceptar lo irremediable, como aquellos
maridos que sintiéndose burlados continúan buscando, pese a saber que la
mujer les abandona, un imposible lugar, una voz de perdón, no tanto por la
realidad de un sentimiento sometido al vaivén del tiempo cuanto por la
rehabilitación de la vanidad afrentada, capaz de hacerlos caer en el espejismo
–a fuerza de persistir en un empeño arrogante– del amor recobrado cuando la
mujer no tiene ante él más que la evidencia de su ruina. Así, uno de los
amantes se reblandece hasta el sufrimiento que quizá finja cuando de lo que
se trata es de convencer al otro con la expresión de su dolor, de echar abajo
las defensas y hacer creer que es suya la causa de tanto padecimiento. Pero ¿a
qué vienen estas reflexiones si estoy a punto de una celebración?
–Escoge un sitio y lo que quieras comer –le pido a Adela antes de salir–.
¿Carnes, pastas o mariscos? Si aceptas la sugerencia de este servidor –le
digo, asumiendo la actitud de un gourmet–, pienso en una cantidad de
camarones, traídos hoy mismo de la costa, simples camarones hervidos
durante tres minutos, pasados por la parrilla con un poquito de perejil y unas
briznas de ajo, además de mayonesa hecha en la casa, todo esto como primer
plato.
Adela ríe.
–De segundo, déjame pensarlo... pues podríamos pedir que nos
cambiaran el vino blanco, si es que queda, por un modesto Undurraga
cosecha de 1968, yo diría que un Merlot, que beberemos sorbito a sorbito
hasta que nos traigan... ¿qué te parece?, un steak au poivre.
–Pastas –dice Adela sacándome del cielo, tratando de defender mi
presupuesto.
–Demasiado vulgares, señora, ¡Camarones y steak au poivre!
Es curioso descubrir que la sola mención de carnes o su presencia en mi
mesa me llevan a la visión de repetidos hospitales. Nada puedo hacer: es la
tentación de la carne.
Cuando Adela me dejaba solo en la casa de los tres pisos, yo me
martirizaba metiendo en una fritura de cebolla y ajos donde se freían
pedacitos de tocino, trozos de carne de buey, para luego echarle el tomate en
abundancia y, acto seguido, vino tinto en abundancia y un tris de harina de
trigo que adensaba la salsa, todo acompañado por un arroz blanco, un
verdadero festín, y había que llamar a Millán para que me dijera, maestro,
usted lo que acaba de hacer es un estofado francés, vulgarmente llamado
boeuf bourguignone.
–Me escribió Vásquez –comenta Adela al encontrarla–. Dice que vendrá
a la despedida de la casa de los tres pisos, con su “mujercita” como él le dice.
Sigue engordando y, en cuanto a él, le dieron la sección de crímenes locales.
Por ahora está feliz con la idea de un hijo. Supongo que mientras tenga un
plato de fríjoles con arepa y un montoncito de picadillo de carne, un huevo
frito encima y medio aguacate, aceptará trabajar de corruptor de pruebas. Me
pide que te diga que no ha vuelto a coger otra blenorragia.
–¡Fríjoles con arepa y picadillo! ¿Sabes lo que de verdad le gusta? Un
mondongo, con harta tripa, esos mondongos que sirven en la madrugada, ya
curados, para despertar a los borrachos. Panza, librillo y bonete, todo junto,
con el caldo espesito que producen las papas.
Bajamos por la calle 24. Debemos llegar hasta la carrera Séptima. Adela
exhibe su impecable vestido negro, Sabor a mí. Pasamos por el edificio de la
Televisora Nacional y, de paso, vemos a esos acartonados figurones de carne
bella e idiotizada esperando la llegada de las cazadoras de autógrafos. Son
intérpretes de tragedias sin personajes trágicos, cómicos de baratija, putonas
vergonzantes rellenas de cosméticos. ¿Estará Beatriz entre ellas? Sandra –
pienso– ese es su nuevo nombre. Por una maligna asociación, vuelvo a verla
en el sucio salón adonde acudía después de sus ensayos. Un sándwich, un
café con leche, esa era nuestra comida de media noche, cuando no una sopa
de minestrone, antes de enfilarnos a mi cuarto de estudiante, pagado aún con
la ascendente fortuna de papá. Debía leer sus libretos, ayudarla a
memorizarlos, hacer correcciones a su entonación (“No hables como si te
estuvieran persiguiendo”), sugerirle que no engolara la voz. Y, encima de
todo, pelearme, contra la necesidad que parecía sentir de sentirse violada,
empujarla a extenderse, separar después de un dilatado y mutuo manoseo la
línea de sus piernas, exponerla a la gravedad y a la tensión de un acto que,
aunque deseado, se diría que era temido en su intimidad. Sandra, a quien
siempre llamé Beatriz, me introducía a un juego previo de iniciativas que
cada noche perfeccionaba con más ingenio, todo para rechazarme a último
momento.
–¿Crees que llegaré a ser actriz? –me preguntaba ella.
–No sé, depende de ti –debía consolarla. Y para ella, mis dudas
equivalían a una negativa. Esperaba que le dijese que sería la más formidable
de las actrices ¡Dieciocho años! Un precioso cuerpo de ambiciones, un centro
nervioso protegido con celo y dado a cuotas, a retazos, con extrema
perversidad. Luego, un montón de libidinosos tics sacados de telenovelas y
revistas del corazón. Una amplia gama de candores, sabia disposición
digestiva en todo lo que fuesen los movimientos de la moda: horas enteras, se
pasaba horas enteras frente a los escaparates u hojeando revistas de moda
extranjeras. En mi cuarto se hacinaban números atrasados de Marie Claire,
Vogue, Burda y Vanidades. ¡Cómo se las ingeniaba! Sin un centavo, con
cuatro trapos en el armario, y ya asomaban sus aficiones a la excentricidad.
La gran, primera decepción de su vida debe de habérsela dado el director de
aquella obrita de vanguardia cuando se presentó a una audición:
–Trabajemos con ropas normales, no se preocupen por los vestuarios.
Cada cual se pone lo que tenga a mano, la ropa del día –pidió durante el
ensayo general.
–Pero, ¿qué se ha creído usted? Yo no dije que el estreno iba a ser un
carnaval –estalló el régisseur, que así se hacía llamar, cuando la actriz Beatriz
Ramírez se presentó con un pegajoso maquillaje y un discordante ajuar de
trapos, bufandas, lunares postizos y pulseras de fantasía.
–Tenga, póngase estos pantalones. Si no le quedan bien, mucho mejor
para la obra –gritó el hombre cinco minutos antes de la función.
–...Mariscos... carnes –me sorprendí diciendo en vos alta. Adela seguía a
mi lado y, de pronto, estas palabras la desconcertaron.
–¿Qué dices?
–Nada, perdona, venía distraído.
¡Buen motivo para nuestra celebración!
Nunca habían sido tantos los invitados a la casa, quizá porque se trataba
de la despedida. Aquello reventaba de desconocidos. Vásquez se había traído
desde Medellín a un grupo de amigos, todos miembros– decía– de un club de
exclientes de la blenorragia. Venían circunspectos, con sus respectivas
insignias, imitaciones del Lyon’s Club, como si se organizase una plenaria.
La rubita, su mujer, fue arrinconada en la última planta, con sus cuatro meses
de embarazo, armada con botellas de leche y pasteles de chocolate.
–¿Por qué no la dejas que baile? –le preguntaba Millán.
–Porque queremos un hijo sano y fuerte como su padre. Para empezar,
dejé de fumar –le respondía Vásquez. Y corría a besuquear a su mujer. La
ternura que le demostraba era lo más parecido a la perplejidad de un niño ante
un juguete largamente codiciado. La cuidaba, mimaba, le echaba encima
cobijas y almohadas, iba a preguntarle si le quedaba leche en la caja, ¿no se
aburre amorcito?, y al regresar continuaba su exposición sobre los golpes de
Estado: hablaba de la reencarnación degenerada del doctor Francia en la
figura de un oscuro déspota del Paraguay, y lo que hacía era convertir el
drama en comedia, cosa que explicó dirigiéndose a Millán.
–¡Marx! –gritó el filósofo–. No sabía que también tú leías esas páginas
contra Napoleón III, pequeño sobrino de su tío.
–No, hombre, es el tema de una novela que está escribiendo Augusto
Roa Bastos.
Millán había venido a la despedida de la casa con una corte de
muchachos, no sus alumnos aventajados sino tiernos mancebos que le servían
con inclinación de cabeza, como si al hacerse servir intentara resumir toda la
dudosa moralidad de su generación, en la que él era uno de los pocos
intelectuales que habían escapado de la burocracia. Nunca se supo, de verdad,
qué hacía con ellos y con las bailarinas, menores de veinte años, de la calle
23, las únicas especies femeninas que alborotan su entusiasmo. Era capaz de
desplumarse por un cortejo de ellos, por un pintarrajeado corro de ellas.
Cuando estaba en el centro del espectáculo, casi siempre pagado, olvidaba la
pulcritud heidelbergiana de su pasado, enterraba el fantasma de sus célebres
lecciones magistrales.
–Desde que se escribió La ideología alemana, los filósofos entramos a
una elegante selección del lumpenproletariado –se regocijaba proclamando.
Si Vásquez había perfeccionado su susceptibilidad ante la erudición, Millán
trataba de probarnos que tantos años de universidad no le habían servido de
nada, como no fuese para enemistarse con la solemnidad. Concebía la
enseñanza de la filosofía como la escritura de una novela. “Relatos, nos faltan
relatos” decía.
–Espere, profe, voy a ver a mi mujercita –pedía Vásquez, en medio del
coloquio, abriéndose paso hacia la segunda planta. Lo más pintoresco de la
fiesta era un grupo de teatro, hacía meses sin sala, que se había traído lo más
variado de utilería y vestuario. Nadie los había invitado pero allí estaban,
bebiendo de gorra, decididos a animarnos la parranda.
–Tráigala, hombre –le dijo Millán a Vásquez–. Le ponemos un vestido
de flores, zapatos de charol y un chal con lentejuelas: verá que quedará
igualita a Sussi la Borinqueña –bromeaba.
Apenas empezaba la fiesta y ya varias parejas se acariciaban los bajos
fondos en las escaleras. Vásquez subía al último piso, donde la rubita
cabeceaba: le desabrochaba la blusa y como un corderito de días se quedaba
prendido a los pechos de la embarazada.
–Ya vuelvo, mijita, no se preocupe –la consolaba. Hacia la medianoche,
la parranda se animaba. Los invitados seguían llegando. Y los desconocidos.
Viejos clientes del burdel para suboficiales del ejército que había sido la casa
coincidían en llamar a la puerta, sospechando que se estaba reabriendo el
puteadero con muchachas traídas de Tulúa. Llamaban o entraban sin llamar,
subían a gatas por las escaleras, buscaban en el tumulto y regresaban a la
calle decepcionados, lamentándose de haber encontrado, tras meses de
ausencia, un prostíbulo de vagabundas finas y maricones otoñales.
En la madrugada, Adela había decidido irse a la primera cama que
encontró desocupada, negándose a cantar el bolero que le pedían. Millán y
Vásquez, servidos por los adolescentes, hablaban de la guerra de Vietnam.
–De Gaulle, maestro –decía Millán–, es el último de los Pétain. Como
él, un cascarrabias amancebado con el Poder. Sea como sea, los de su clase
ya no se dan y con él se termina la grandeza de los generales. Mejor que yo,
eso lo sabe André Malraux. Ya no quedan más que fantoches de gobierno, y
si no, eche una miradita al bárbaro que se esconde entre África y los Pirineos:
un cadáver viviente. No se extrañe del día en que salga a la Puerta de Alcalá
un ejército de amortajadoras gallegas y plañideras con esvásticas reclutadas
en El Ferrol.
–Pero no se olvide, Vásquez –matizaba Millán–, de que si allá se
mueren aquí se reproducen como verdolaga: el pito, sí, el pito del eterno
retorno. ¡Y a ver, muchachos, échenle una mano al profe! –pedía, intentando
levantarse.
Quizá Millán empezase a pensar en su próxima exposición sobre
fenomenología. Sus alumnos decían que en estas situaciones daba
conferencias magistrales, sólo que de vez en cuando pasaba de la Crítica de
la razón pura a A la sombra de las muchachas en flor.
–¡Me cago en Husserl! –gritaba–. ¡Fenolomejía ontomológica! –y
cantaba fragmentos del Himno de la Asociación de Exestudiantes de
Heidelberg, escrito por Nandito Valencia Hansen, con música de Rafael
Puyana.
–¿Me da fuego, Vásquez, ahora que escuchamos a Bach?
–No me joda, Millán, que yo no entiendo un culo de Feuerbach –se
defendía Vásquez rindiendo un humilde tributo a Nabokov.
No podía haber sido mayor el clamor de la despedida, sobre todo si
pensaba que hervían dentro de mí unos litros de aguardiente y en mi cabeza
un traqueteo de automotores desbocados en la carrera. Tenía la impresión de
estarme hundiendo en un suavizante letargo.
Adela dormía. De paso hacia mi cuarto vi a Vásquez en la habitación del
segundo piso. Había olvidado cerrar la puerta: roncaba patas arriba, abrazado
a la rubita, vestida de pies a cabeza. Alguien le había puesto un sombrero de
mariachi. En la habitación de al lado, donde habían tenido lugar las
discusiones cinematográficas, tres cuerpos se apretaban contra el frío,
discutiendo monótonamente sobre Fritz Lang. Arrojé sobre ellos una manta.
El tocadiscos, húmedo de licor, seguía encendido y al lado un montón de
discos inservibles. Era un conjunto tristón. Una tromba había pasado por la
casa. Desconcertado, empezando entonces a desvestirme, presa de un
envolvente sonambulismo, encontré a un hombre melancólico y alto, de
gestos desgarbados, que intentaba reír ante el espejo: extendía los brazos en
actitud de pope.
–¿Quién es usted? –pregunté al Último Jinete del Apocalipsis.
–Oh, sorry... soy... sorry –dijo–. I’m Evyeni Evstuchenko. I mean, the
great soviet poet.
–Perdón, no sabía que lo teníamos de visita –dije sin salir de mi
perplejidad.
–Oh, yes... I’m traveling around the glory –dijo como si recitara un
párrafo de Turguenev.
¿Lo estaba imaginando?
–Ya veo, ya veo – alcancé a decirle–. But you are not my guest.
–Anyway I’m here… in your fiesta… you know?… It was really decadent
–y me extendió una banderita de Siberia–. Es un souvenir aus les écrivains
del mio paese… keep it with love, amigo –y prosiguió, en voz más alta,
recitando versos de Baby Yar.
La noche concluyó con este disparate.
Conjeturas de Vásquez

Subrayo una anotación, como de diario, en una página sin fecha. Giré un
cheque sin fondos. Vuelve a hacerse alusión al incidente y supongo que sus
consecuencias fueron insignificantes. Adela se oponía a que pagara con un
cheque sin fondos para cubrir los gastos de la noche. Por mi parte, no
pensaba que esta pequeña burla me sometiera a una acción judicial.
Desatendiendo sus temores, pretexté no traer encima suficiente efectivo y
firmé por lo restante. Pese a la trivialidad de esta decisión, sentí una maligna
satisfacción, como si ejecutara un delito de mayores alcances y me expusiera
a las consecuencias de una estafa.
Abundantes son las páginas que recrean, combinando la observación
objetiva con el torrente asociativo, episodios escritos en la casa de los tres
pisos. Vuelve a hacerse sistemático su gusto por la hipérbole: anticipándose a
sus coartadas, devuelve los textos a lo que podría ser su piedra angular: el
flujo de la experiencia autobiográfica.
Beatriz Ramírez –cuya mención es al comienzo fugaz– es despojada del
anonimato y aunque, en ocasiones, su presencia es sólo circunstancial, creo
que siguió siendo una evocación perturbadora. Había sido su primera
experiencia amorosa, cuando hacía el último año de carrera. Es claro que ya
en aquellos años Alejandro ha empezado a escribir con frecuencia. ¿Intentó
escribir una novela o uno de esos textos que rinden cuenta de nuestra vida,
exorcismos del pasado más inmediato, un diario, por ejemplo, textos que a
fuerza de objetivar sensaciones coquetean con la ficción? Aquellas páginas
tienen cierto orden y la voluntad de diseñar algunos personajes, algunos
todavía diluidos, apenas insinuados, otros deliciosamente parodiados.
Sí, esas páginas fueron escritas con regularidad. De allí la coherencia del
“estilo”, su adusta intensidad, el humor muchas veces hiriente con que, como
en el caso de Werthercito, pretendió elaborar el comienzo de un relato
satírico. Hay un dato de excepción: me consta que nunca frecuentó las tribus
literarias de la ciudad. Sus reuniones tuvieron una asistencia heterodoxa, a
excepción de Millán, a quien excitaba el tumulto de las parrandas. En su
mayor parte, frecuentó a jóvenes cultivados, rezagados de profesiones que
abandonaban, vagabundos ilustrados, cómicos sin oportunidad, simples
ociosos en la fauna nocturna de aquellos años.
En mi poder tengo libros hallados en los distintos sitios donde residió,
otros recuperados de las manos de sus amigos, todos leídos a fondo,
subrayados y anotados. Casi nada añaden a mi informe. De allí mi decisión
de entrevistar a Beatriz Ramírez, de quien hace referencia en sus primeros
apuntes. La conoció cuando ésta comenzaba haciendo papeles menores su
carrera de actriz en grupos experimentales. Todavía la recuerdo en una
creación bastante mediocre, que tuvo la dudosa fortuna de ser una mezcla de
costumbrismo y teatro vanguardista. “El encuentro de Ionesco con el
esnobismo provinciano” dijo Sáenz.
En poco menos de un año, Beatriz había ascendido, por no sé qué
artificios, y empezaba a figurar en la farándula local. Al margen de su
atractivo físico, nadie podía esperar de ella una carrera de actriz, pero en un
lapso no mayor de dos años la vemos como protagonista de telenovelas y
retratada en las páginas de espectáculos de importantes periódicos. Se había
convertido en un personaje público y asistía a bares y restaurantes de moda,
acompañada siempre por figuras consagradas del espectáculo. Se estaba
haciendo mujer, con excesiva vulgaridad. En nada recordaba a la jovencita
espontánea y torpe, tal vez ingenua, que conociera Alejandro.
Pese a lo difícil, no me resultó imposible entrevistarla. La abordé a la
salida de sus ensayos, burlando la corte de hombres que la acompañaban, ya
que en su domicilio nunca respondían. El encuentro se produjo en las puertas
de la Televisora Nacional.
Algunos rumores hablaban de su vida agitada y, para muchos,
escandalosa, de sus dos intentos de suicidio –en realidad, recurso de
promoción, diría Sáenz–, de amores que dieron paso a folletines periodísticos
inmediatamente olvidados. Lo cierto es que Beatriz –Sandra, en la
farándula–, fue vista a menudo con la ajada y opulenta G.T., alguna vez
conocida en medios parlamentarios por sus favores, siempre bien pagados, a
personajes de la alta política, de allí el tupido tejido de influencias que
mantenía. Había creado su propia empresa de publicidad, a la que políticos de
mucho pedigree confiaban la realización de encuestas y la elaboración de sus
imágenes públicas.
En la primera visita encontré a una muchacha sin atractivo, coqueta y
nada dispuesta a responder mis preguntas. Conseguí, sin embargo, ablandar
sus reservas del principio. Mis subterfugios nada tuvieron de originales: los
debo a mi profesión y diría que forman parte del ardid masculino de halagar a
la interlocutora, dándole a entender que estamos al tanto de éxitos y virtudes.
Al final de nuestra breve entrevista, cuando aceptó entregarme un sobre de
Manila donde guardaba cartas y otros papeles de Alejandro, le pregunté por
un amigo común que había empezado a hacer pinitos en la televisión.
–¿Será su galán? –le pregunté.
–¿Miguelito? Sí, le dieron un papel importante. Tiene figura, tal vez un
poco gordo, pero una cara bonita. Dicen que salió muy bien en las pruebas de
cámara. En realidad, no estaba muy decidido a trabajar. Raúl y Tom, el
director, tuvieron que convencerlo del futuro que le esperaba. Había sido
estudiante en Francia, en Estrasburgo, no recuerdo bien, y al regresar se
metió en grupitos de teatro, pero lo que hacía era servir de enlace a un grupo
guerrillero. Eso me dijeron. Lo agarró el ejército, le hicieron interrogatorios,
lo incomunicaron y al ver que no estaba muy comprometido lo largaron. El
pobre no conseguía trabajo. Bueno, pues en fin, por su tipo, le dieron este
chance.
–Gracias, Beatriz, no le quito más tiempo.
Sáenz estaba embarcado por períodos en lecturas que guardaban entre sí
cierto parentesco. “Leo con manifiesta apatía esas narraciones que feliz o
mediocremente sólo recrean fenómenos de conjunto, como si se tratase de
elaborar una vasta panorámica social, paisajes antes que el comprometedor
primer plano de un rostro. Me excita más la intensidad de una experiencia
individual que dé sentido a la bajeza colectiva. A veces no veo más que la
rotación del engranaje, no sus piezas; un paisaje desolador y nunca la
singularidad del árbol estremecido por la tormenta. Nada más que la
curiosidad me mueve hacia aquellas páginas, inventario de dolor social, y de
ellas vuelvo sin sentir que soy parte de la degradación. La ausencia de
acciones ejemplares, mejor, morales, ya sea en la heroicidad o en la miseria,
me obliga a mirar con recelo aquellos libros escritos al parecer con una
mentirosa sensación de impunidad” exponía en su texto.
En El cuaderno negro, de Durrell, no hay anotaciones al margen, como
si las hay, en abundancia, en otro de sus libros recuperados: Bajo el volcán,
de Malcolm Lowry. Sin embargo, una frase aparece enmarcada con un
rectángulo en rojo: “En el fantástico proscenio del yo”, al final del relato de
Durrell. En ocasiones, subrayó frases sin concluir, otras sin sentido aparente,
como si apenas fuesen un pretexto, un punto de partida para variadas y
futuras asociaciones. “Es necesario recuperar el poder de turbación de la
experiencia personal”, anotó en una servilleta utilizada como punto en El
negro del Narcissus, de Conrad: había abandonado su nota en el espléndido
capítulo que abre y cierra una tempestad.
Serían interminables las referencias a esta clase de notas. Deduzco que
la lectura fue para Alejandro una exigente elección, que repudió las manías
acumulativas de ciertos lectores y, mucho más, todo cuanto se pareciese a la
erudición –como pude confirmarlo en sus bocetos sobre Werthercito.
Por empecinados que resulten mis esfuerzos en la confección de este
informe, deseo prevenirme contra una sospecha: no hay ningún rasgo
excepcional en la aventura de Sáenz sino un destino individual expuesto
como tantos otros a la fabulación.
Alejandro Sáenz*

Un viaje inesperado, decidido a último momento, y aquí estoy, hace dos días,
en un poblado del Pacífico, convaleciente que se desplaza hacia la
cicatrización de sus heridas. ¿Debo darme una estúpida excusa a la hora de
justificar este viaje? ¡No conocía el mar! Salí de Bogotá a Medellín y de allí a
Bahía Solano, en algo parecido a un avión, desecho, según me dijeron, de la
Guerra de Corea. Tomé asiento. Y al decir “tomé asiento” estoy usando un
eufemismo: a derecha e izquierda de la cabina, sobre soportes metálicos, se
extendían dos franjas de lona manchadas de aceite, agujereadas aquí y allá.
Un angosto pasillo servía para arrojar el equipaje, que los mismos pasajeros
habían subido a la nave. Se veían y sentían huellas y olores recientes de
pescado. Desde nuestros asientos podíamos ver las maniobras de despegue,
mejor sería decir bromas de los tripulantes, dos suboficiales de la Fuerza
Aérea colombiana. Al frente, donde se esperaba encontrar un FASTEN SEAT
BELT y el infaltable NO SMOKING, sólo se veían vendas de latón oxidado.
Algo de aventura empezaba a haber en aquel espacio, donde un comerciante
de granos nos abrumaba con sus risotadas, tres negros taciturnos se trenzaban
en discusiones e insólitos comentarios sobre viajes similares. Dos mujeres, de
oscura palidez tropical, presas del pánico, insistían una y otra vez en
santiguarse, con sus hijos prendidos a las faldas. Volábamos a escasa altura,
por la V que abrían dos montañas.
Nos internamos minutos después en el abrupto verdor de la selva. En la
violenta monotonía de aquel paisaje, experimenté la emoción ofrecida por
una naturaleza sin domesticar. Abajo, ocasionalmente, finos hilos irregulares
rompían el encantamiento de un amplio paisaje, sombras marrones de
caseríos a la orilla de un río que perdíamos y volvíamos a encontrar en la
densidad del verdor, zigzagueando visible por el cauce que le abría la
vegetación. No recuerdo si tardamos una hora, tal vez más, en llegar a la
primera escala de nuestro viaje.
Aterrizamos en un campo de arena y pedruscos sobre el que habían
crecido hierbajos al lado de charcas empantanadas. El rancho, techado se
zinc, hacía las veces de oficina aeroportuaria y torre de control. Una banda de
curiosos se alineaba en la casucha que servía de expendio de billetes y sala de
espera. Desde el avión había visto las pancartas que un grupo de nativos
exhibía con evidente expresión de rabia. Al reanudarse el vuelo sabríamos,
por un pasajero, que el pueblo vivía en aquellos días en estado de revuelta: se
oponían y deben de seguir oponiéndose al paso por sus caseríos de las dragas
de las compañías explotadoras de oro y platino. Una semana llevaba ya el
movimiento de resistencia, experimentando una excepcional solidaridad
colectiva. El hombre que nos refería detalles y antecedentes del movimiento
era un negro de edad indefinida, con las encías desnudas y los ojos
amarillentos. Decía que él, en las mismas orillas del Atrato, había sido
asalariado de los extranjeros. Hoy, extenuadas las reservas pero todavía
explotadas por dragas de particulares, no le quedaban a él y a los suyos más
que la cólera y la indigencia. Lo que había quedado tras la fundación de aquel
simulacro de prosperidad, traducido en años de techo y pan regulares, no era
ahora sino extensas orillas sin vida, tierras desérticas e incultivables por
donde había pasado la voracidad de la compañía que se había ido a otras
zonas, reservadas para ellos por el Estado gracias al miserable código del
soborno a funcionarios y legisladores. Una incalculable reserva natural,
suficiente para haber devuelto la vida y no la agonía de años a aquellas
regiones, no había dado, como recompensa, sino endebles viviendas a la
intemperie, ignorancia y agrupaciones famélicas.
¡Había tanta pasión en la repulsa del negro que nadie dejó de escuchar
su coloquio! Quienes parecían no escucharlo –pensé– eran como él, víctimas
habituadas a la rabiosa escabrosidad del relato. Según él, esta vez no darían
paso atrás en el levantamiento. Ya habían experimentado la fanfarronería de
las amenazas y las acechanzas de los negociadores oficiales, sobornados por
la Compañía. La Compañía y sus tentáculos –decía el negro refiriéndose a las
máquinas de dragado– no pasarían, y si lo intentaban sería sobre la vida de
los manifestantes. Impasible, sin gesticular, el hombre se asomaba de vez en
cuando por la ventanilla, descubriendo un semblante que sólo dibuja, a sus
años, la paciencia y la melancolía.
Abandonamos la extensión de la ciudad, el culebreo del mismo turbio
río que la dividía, y volvimos a contemplar a su alrededor el tupido
entramado de la selva. En mi ingenuidad, porque no otra cosa era lo que el
vuelo me devolvía, seguía maravillado con aquella visión, como si un
magnetismo especial me enmudeciera ante lo desconocido. Como en la
experiencia que inmoviliza a los espectadores del fuego, nada parecía existir
fuera del objetivo abrumador de la jungla.
El aparato dejó escuchar la escandalosa vibración de su armadura
desajustada, óxido y soldadura por doquier, todavía no estabilizado en el
vuelo, permitiéndome la última visión de techos de zinc y paja, el torpe
trazado de las calles y, poco a poco, al tomar altura, aquella desvencijada
maqueta que intentaba parecerse a una ciudad, una ciudad con tan poco
tiempo de vida que era imposible atribuirle el envejecimiento, tan ruinosa, a
la vez, que se pensaría en los despojos de una fundación que padeció los
azotes de los hombres y del tiempo. No, no existió tal fundación. Abajo no se
sepultaron las huellas de un imperio. La naturaleza, allí, había sido penetrada
por la pacífica proeza de unos miles de hombres, esclavos negros para las
minas usurpadas e indígenas para habitar la cabecera de los ríos. No habían
traído, sus colonizadores, el peso enriquecedor de una lengua, una mitología
religiosa o una tradición, sino la desdeñosa brutalidad de la codicia. Y esa era
la naturaleza que me sobrecogía, y es aquella temida, enigmática belleza la
que me lleva a la redacción de estas notas. Pasajeros fatigados, miradas de
temor, bamboleo y sorpresivos descensos del aparato, extraña complicidad en
el riesgo, quizá en la caída inminente (no son pocas las anécdotas que sobre
accidentes en esta misma ruta se nos refirieron), nos acercaron unos a otros.
Por momentos, cuando aún no salíamos de la juntura de aquellos
montes, llegué a preguntarme qué hacía allí, qué me había movido a escoger
como destino un viaje temerario, un pueblo del Pacífico del que apenas había
oído en las lecciones escolares. Y, sin embargo, bien valió la pena haber
volado. A mi llegada, sin embargo, hallé algo repulsivo y decepcionante,
atenuado con las horas: el sello empecinado de la pobreza.
Cuando advertí que la quietud de los pasajeros se rompía con
movimientos de curiosidad y sonrisas, tuve la limpia visión de una bahía
sobre la que volábamos a escasa altura: dos líneas de viviendas, también
resplandecientes por el reflejo del sol sobre los techos de zinc, remataban el
final de la rada, bordeada por acantilados irregulares a mi derecha y una que
otra vivienda, presumiblemente abandonada. Al fondo, montañas cubiertas de
niebla, como si en verdad se anunciase el recomienzo de la selva. Al tomar
tierra, el salto del aparato nos advirtió que rodábamos sobre una pista de
cascajo. A lado y lado, pastaban animales, indiferentes al estruendo de la
nave.
Habíamos llegado a Bahía Solano.
Me alojo en una casa de dos plantas, de burdas paredes de madera
ensamblada por donde se cuela el viento en las noches. Desde la ventana de
mi cuarto, cuya puerta se cierra por dentro atando un trozo de cabuya, miro al
mar. La cama son trozos de madera y un duro jergón de paja recubierto por
una sábana limpia y remendada. En las paredes, como un antiguo decorado,
se ven páginas de diarios me dejan leer noticias y fotos que la humedad ha
vuelto borrosas. No es un capricho: esas páginas ayudan a taponar las paredes
e impiden que la humedad se cuele por las rendijas.
En el sopor de los atardeceres (las lluvias son casi diarias, caen
sorpresivamente y los habitantes del poblado se jactan de informar que es de
las regiones más lluviosas del mundo), cuando salgo del marasmo o vengo de
mis paseos de uno a otro extremo de Bahía, intento la continuidad de estas
notas. En mis siestas –aquí son obligadas– se me hace recurrente una suerte
de sueño, entre la modorra de la vigilia y la sensación de haber estado largo
rato durmiendo: descubro que no es otra que la evocación impertinente de las
heridas, adorno de un más largo sueño, herencia de un hospital que, aún, creo
no haber abandonado. Trato de sobreponerme, voy y vengo por el poblado,
me adentro por caseríos vecinos y me resulta aún más difícil escribir.
No es la pereza lo que me inmoviliza durante horas. Es la perplejidad.
Tres días después retomo estas notas y me parece que todavía llevo encima la
sensación de haberme inmovilizado en el tiempo, de no poder responder a la
torpeza de mis movimientos. Debo de haberme contagiado de la tremenda
paciencia y lentitud de los nativos, seres para quienes el tiempo apenas ha
existido como una inútil convención, extraña a sus vidas. Sobreviven sin
tener noción de la sobrevida.
Me dicen que hace treinta o más años se proyectó la fundación de una
ciudad que fuera puerto y colonia agrícola y se convocó a gentes del interior
que quisieran dar comienzo a esa colonia, fundada al lado opuesto del río
donde se asentaban los indígenas. De los colonos blancos y mestizos no
queda más que el recuerdo y el nombre de quienes tras años de obstinación
volvieron decepcionados a sus lugares de origen.
Se diría que estoy conociendo una comunidad tribal con patéticos rasgos
de la civilización. Algún romántico supondría que aquí los nexos entre el
hombre y la naturaleza resultan placenteros. Yo mismo, en los primeros días,
lo creí, para luego descubrir una naturaleza enemiga, generosa en sus
entrañas (mar y montañas) pero mezquina en sus dádivas. Esa impresión se
vuelve más áspera y engañosa porque lo que aquí se vive es la regular tiranía
de la naturaleza y la desesperanza: los hombres se han habituado a la
mediocre satisfacción de sus necesidades y las mujeres a una triste función de
parturientas. Algún tocadiscos se escucha en las noches y los clientes son
hombres casi adustos, de escasas palabras, volcados en repetidas partidas de
dominó o en la monotonía embrutecedora del alcohol. La bahía, más allá de
las orillas, azul profundo y oleaje nada turbulento, trae desechos y maderos.
Hoy encontré la parte superior de una caja (MADE IN JAPAN, decía).
Salgo del hotel toda la mañana y he llegado a conocer a casi todos los
habitantes de Bahía, he visitado los ranchos casa donde se hospedan y he
visto que, separados de los demás, en enramadas techadas, se hospedan los
indígenas que bajan de los ríos. Ahora me saludan con la curiosidad. Ayer
hice saber que era médico y desde entonces no cesa el desfile de pacientes a
mi cuarto. Cuando doy mis paseos por el poblado me llaman desde las
puertas, con un niño escuálido en brazos o una anciana balanceándose en su
mecedora. Juraría que me han estado esperando. Dicen que hace nueve meses
no pasa un médico por Bahía y el único disponible se mueve por el litoral en
lanchas de motor, acosado por los suplicantes, viendo cómo los palúdicos y
los diarreicos y los comidos por el tétano se le mueren sin poder hacer nada
para salvarlos.
Aquí estoy, pues, ejerciendo, atendiendo niños de vientres prominentes,
atacados por los parásitos, a mujeres comidas durante semanas por los
delirios y la fiebre, a hombres prematuramente envejecidos, unas y otros
atontados por enfermedades endémicas, socorridos por ancianas que aplican
en sus cuerpos “un secreto”, los exorcismos de siempre, y preparan
menjunjes salvadores, niños con los ojos lacrimosos, tapados de lagañas,
seres que se acuestan sudando y amanecen postrados por un escalofrío
mortal, atragantados de quinina, parturientas moribundas con una hemorragia
irreparable, jóvenes reducidos a cama y alrededor de ellos cinco o seis
personas que comparten el mismo cuarto por cuyas rendijas se cuela el viento
de los aguaceros, mojando los jergones, los petates, pacientes inflados por
una dolencia misteriosa, al menos para ellos, atribuida a una maldición o un
viejo rencor vengativo, sapos colocados en los vientres de los recién nacidos,
yerbas en las patas infladas de los infectados. Todo esto ha empezado a
volvérseme infernal. Las madres aprietan contra sus pechos a un niño
raquítico, a otro con polio, y los dos morirán prendidos a unos pezones que a
duras penas destilan un líquido agridulce y sin densidad. Me informan de una
anciana que enseña sus piernas de animal prehistórico, vendadas para colmo
con yerbas que ella supone curativas cuando, en verdad, se trata de plantas
inflamantes, esperanzada de que un nuevo experimento en la llaga, quizá
algunos trozos de aspirina molida o el barro donde intuyen habrán dosis de
penicilina, cualquier cosa, acabe con sus dolencias, y lo que sucede es que
todo remedio, aquí, como las mismas enfermedades, viene del azar que ellos
entregan a las manos de Dios. Nada puedo hacer como no sea diagnosticar.
Pero, ¿de dónde van a salir los remedios, de dónde los antibióticos, de dónde
las pastillas, de dónde los instrumentos para una pronta operación quirúrgica,
de qué inexistente farmacia los preventivos o los curativos, los atenuantes
que hagan menos penoso ese dolor? Me parece alucinante el desfile diario de
pacientes y he tenido que escapar, después de largas sesiones inútiles, hacia
las playas vecinas, internarme en los montes, huir de mi propia impotencia,
como si ellos, al delegarme una virtud milagrosa, me impulsasen a la fuga
porque no sé de dónde sacar el “milagro”. No son enfermedades complejas,
bastaría un hombre medianamente experimentado en la aplicación oportuna
de fármacos, alguien que les enseñe procedimientos preventivos, métodos de
limpieza y aseo personal. Y nada de esto ha sido posible, nada de esto ha
existido. Se mueren de ignorancia, fallecen o desfallecen de hambre. Las
moscas, después de aposentarse en letrinas a la intemperie, sobrevuelan y se
posan sobre una herida descubierta, se posan en los trozos de plátano y
pescado sancochados servidos sobre una mesa. Los perros lamen las heridas
de sus amos. Los niños gatean sobre el lodo de la última lluvia y meten mano
y boca en los desechos, con el culo pringado de estiércol de cerdos. Lo más
sobrecogedor es suponer que, al frente, una paralizante e inocua belleza hace
más patético el horror y más gratuita la presencia de esa naturaleza, como si
al existir tan cercana, tanta belleza se les convirtiese en una humillación.
Al llegar a Bahía vino a verme un robusto muchacho del interior,
refugiado aquí por algún insignificante asunto de policía, quizá por llevar
unos gramos de marihuana en el bolsillo. Me pidió que los acompañara en el
partido de fútbol que jugarán dentro de unos días. Le ofrecí mi participación,
si el tabaco y el alcohol me dejan correr por más de media hora. Esa misma
noche, regresó a decirme que se sentía mal, que le venían persistentes dolores
de cabeza. Volvió a la casa de sus parientes. En la noche sintió más alta la
fiebre, el delirio, el incisivo retumbar de cañones en su cabeza. Al día
siguiente, persistieron los escalofríos. Cuando lo visité, estaba anegado en
sudor.
De nada han valido las pocas pastillas a nuestro alcance. En el puesto de
salud no hay más que quinina. Tres días más tarde, el muchacho dejó de
hablar y bajó al menos diez kilos de peso. No le mermaban los dolores de
cabeza y se sumergía en los más agudos delirios. Por encima de su fortaleza
no podía evitar los lamentos. Va como una aparición con una sábana blanca
en al cabeza. Su voz se ha quedado en un reducido hilo que permite breves
balbuceos. Hemos tenido que obligarlo, juntando plata aquí y allá, a coger el
siguiente avión que lo conduzca a Medellín, donde al menos lo recibirán otras
condiciones. A los cuatro días partió hacia Medellín una figura frágil,
enmudecida, empapada en sudor, una especie de fantasma conducido hasta el
campo que hace las veces de aeropuerto.
Pienso que hay un límite para el horror, que el hombre resiste hasta un
punto su impotencia. Olvido que al frente tengo una impresionante bahía por
cuya superficie asoman jugueteando aletas de tiburones, que a mis espaldas
se levantan verdes, tupidas montañas que conducen a la incógnita de ríos
habitados por indígenas embera catíos, hace pocos años catequizados, hoy
atemorizados viajeros que bajan al poblado a vender por nada sus cultivos,
animales de caza que abrazan amigablemente antes de entregarlos al peor
postor.
La imagen más impresionante me la ofreció un cholo con taparrabos,
pintado con achiote, que intercalaba expresiones dialectales y un castellano
de infinitivos. Llevaba un radio transistor prendido a la oreja, adornada con
zarcillos de colores. En la radio no se escuchaba sino un ruido que parecía
parodiar a una orquesta moderna. El nativo se paseaba orgulloso con el
artefacto, al que se le habían agotado las pilas. Lo volví a ver acodado en el
mostrador de la cantina bebiendo a pico de botella una cerveza. Ya no
quedaba ningún ruido en el transistor, sino un borroso sonido que él se
empecinaba en mantener en el oído. Los niños de la escuela pasaban a su lado
y él les hacía muecas, daba una voltereta y “caminaba” largo trecho con las
manos. “Mira compa yo tener radio y tú no” se envanecía el indígena. Los
niños soltaban carcajadas. El cholo dijo haber bajado al poblado para conocer
el avión, que apenas ha visto volando a gran altura por encima de su caserío.
En las mañanas y hasta el mediodía, pese a que le han dicho que el avión
tarda tres días en volver, hace guardia en la empalizada del campo de
aterrizaje. Busca novia (“negra no, novia blanca” ha hecho saber en Bahía).
Le regalará la radio y la cosecha de ese año, racimos de plátanos y dos cerdos
que a veces deja ver por la calle, caminando a su lado.
Regreso en las tardes a la cantina y en el sopor de los tragos de anisado
veo más turbia la experiencia del día, dos o tres pacientes aquejados de
paludismo. Pese a ello, me dejo arrastrar por ese sopor, al mediodía
adormecedor. Los pocos blancos, comerciantes que nunca conocieron la
prosperidad, me tratan con deferencia, alguno me invita a un sancocho de
pescado y otro promete conseguir, si hace buen tiempo, media docena de
langostas. “Los muchachos las pescan y las venden por nada”. Y encima, me
largan sus quejas. “No son indolentes, doctor, lo que pasa es que aquí no
queda más camino que eso que se llama indolencia”. Es el hombre que hace
las veces de maestro y periodista: enseña a leer a los muchachos y, a veces,
envía crónicas registrando la fatalidad de un incendio o el pánico de un
terremoto.
–Vine aquí hace treinta años y de aquí, pase lo que pase, ya no me
muevo. Créame lo que le digo: este pueblo es una ilusión sin futuro –confiesa
el hombre, abanicándose en una mecedora hecha con trozos de lona y
madera. “No me explico cómo viven, cómo vivimos. Debe ser del aire”.
También él tiene un deje fijo de resignación.
–Nos dijeron que haríamos una colonia, que nos tocaba hacer prosperar
esta región, pero ¿sabe?, las uñas y la voluntad de un grupo de hombres no
bastan.
Sus ropas, con remiendos que poco le importan, son llevadas con
aplomo. En las tardes, recorre el poblado apoyándose en un bastón, en
realidad una rama maciza de árbol: saluda con lenta inclinación de cabeza.
–Por lo menos enseñamos a leer a estos muchachos –prosigue–. Llegan
a terminar la escuela y si pueden, pocos pueden, se van a otro sitio a hacer el
bachillerato. Todos quieren ser maestros, porque será más fácil y barato. Pero
de diez que empiezan sale uno y ese uno no llegará muy lejos.
Una vez por semana va a dejar flores silvestres en el cementerio, sobre
una tumba que los yerbajos tapan de un día al siguiente. Laboriosamente
desprende las malezas, empujando con su bastón. En la plancha de cemento
rugoso se lee una inscripción:

TERESA DE MARTíNEZ
1910-1959

Y al lado, otras lápidas, sobre las que pueden leerse, con dificultad,
apellidos como PÉREZ, MORENO, MARULANDA, COLLAZOS, si uno se
toma el cuidado de apartar las malezas.
Martínez me ha conducido allí, sin saberlo, enredándome en su
coloquio.
–Treinta años es demasiado tiempo y usted sabe que los hombres
acabamos por querer un lugar por la suma de sufrimientos que nos ha dado.
Si tuviera aliento, me dice, mataría el tiempo escribiendo una extensa
crónica sin fechas. Pero, sospecha, sería de una tremenda monotonía.
–Nada emocionante puede sacarse de la ronda de la muerte. Antes,
¿sabe?, me emocionaban las muertes, pero empezaron a ser las mismas de
siempre.
Martínez apenas se mueve del poblado. En una época cogía una
embarcación y se hacía a la mar. Por diversión. Cuando la mayor parte de sus
amigos murieron, hombres que lo habían acompañado en la primera fase de
la colonización, perdió el gusto por estas diversiones.
Regresamos a la cantina y me abandona en la mitad de una partida de
billar.
Tomaré el próximo avión y no le diré a nadie que parto. Todo cuanto
acumulo en la memoria, debido a estos días, se convierte en un remolino de
fugas y apariciones, de imágenes que me sorprenden tan pronto como se
escapan. Esta tarde la dedicaré al letargo y en la noche, tal vez, vuelva a la
cantina.

Notas
[*] Al abandonar la casa de la calle 24, Sáenz se hospedó, por algunos días, en una pensión del
centro de Bogotá, llevándose allí libros, ropas y otros objetos. Debió de haberse comprometido
a vivir más tiempo en El Dorado, pues dejó su equipaje y varias semanas pagadas por
adelantado, antes de partir hacia el Pacífico, especie de reposo o tregua en un momento
pendular de su vida: nada sabía de su futuro y menos de lo que podía hacer al renunciar a un
trabajo y a una vivienda que le producían nostalgia abandonar. (N. de Vásquez)
Conjeturas de Vásquez

Breves, demasiado breves para aislarlos fueron los primeros textos escritos
por Alejandro a su regreso a Bogotá. Se había instalado ya en la pensión El
Dorado. ¿Continuaba trabajando en un proyecto novelesco, aunque éste no
fuese más que un esfuerzo por darle a sus confesiones una intensidad casi
terapéutica? Beatriz Ramírez, a quien volví a ver en su apartamento (“recién
adquirido”, me dijo), se conformó con cederme algunos papeles redactados a
mano, en su mayor parte escritos con una fina letra curvada. Reconocí de
inmediato la caligrafía de Alejandro.
–Se me había olvidado que los tenía –dijo mientras me servía un vaso de
whisky e intentaba mantenerse en ese estudiado estado de indiferencia que
adoptan las mujeres cuando desean demostrarnos y demostrarse que el paso
de un hombre por sus vidas ha sido un acontecimiento casi insignificante.
Fotos de la diva, destinadas a posibles publicaciones o tomadas en los
estudios de televisión de la calle 24, mostraban a Sandra dirigida por un
fotógrafo de celebridades que había insistido en mostrarla de perfil, rostro
alzado, labios entreabiertos, atrevido escote en los pechos. Me recordaba a
Esther Williams iluminada por reflectores en la piscina de un hotel tropical.
Los muebles, plastificados, se arrinconaban en una sala, servida por
luces indirectas. Este espacio, a simple vista desmedido, era el opuesto a lo
que para Sáenz fue la casa de los tres pisos, donde ningún mueble superfluo
llenó sus habitaciones. Beatriz fue parca y desdeñosa: se perdía en las pocas
respuestas y cuando el teléfono sonaba, con frecuencia de pocos minutos, me
dejaba con una frase iniciada. Titubeaba en sus comentarios, casi siempre
contradictorios, el no y el sí o el quizá de una relación que ella no quería
recordar. Una cosa es cierta: los celos que en algún momento mantuvo hacia
Adela, seguían vivos, convertidos en resquemor.
Se excusó en tres ocasiones: iba al cuarto de baño y regresaba con las
mejillas y los párpados retocados. A un metro de distancia, empecé a
descubrir su incomodidad: no dejaba de moverse, de sostener objetos en sus
manos, de tamborilear con sus uñas sobre la mesa. En las versiones de
Beatriz, Alejandro era una figura difusa, un hombre que la memoria de la
diva reducía a un accidente ya superado.
¿Temió, en efecto, continuar una relación que para la actriz principiante
de entonces ofrecía escasas compensaciones y ventajas? ¿Vio amenazadas
sus relaciones públicas por la convivencia con un hombre casi anónimo, de
incierto futuro profesional, antipático –como ella misma lo calificó–,
entregado con mayor ahínco al ocio y la bebida?
Sandra no abundó en explicaciones. Antes bien, hizo lo imposible por
escamotearlas. Alguna compensación íntima debió de haberla mantenido
durante tantos meses al lado de Alejandro. Mis pudores, en este punto, fueron
tantos como la sospecha de que ella no añadiría nada más sobre aquella
intimidad, que seguiría respondiéndome con nuevas evasivas.
En una página, no reproducida aún en mi informe, Alejandro hace una
descripción, inusitada si se piensa que la aspirante a actriz empezaba su vida
amorosa con temores al embarazo, cuando no con las reticencias de una
mujer que no cede sino tras insistentes forcejeos a las solicitudes de su deseo
y del amante. Vacilo en llamarla violación. Se adivina una aceptación pasiva
de la violencia, la paulatina reducción de las resistencias a una final e
incondicional sumisión compartida en el acto amoroso. ¿Contra natura?
Sáenz la penetra inesperadamente por detrás, pero ya se ha establecido un
juego en el que el “agresor” espera convertirse en “agredido”, alternancia de
roles, doble juego de dignificación y envilecimiento de las parejas cuando
han atravesado las barreras del dolor físico y ganan la infinita libertad de un
placer incalificable, una vez abolidas las intromisiones de la moralidad.
Beatriz lo fustiga y él ríe cuando le lanza objetos al cuerpo, desnudos en la
habitación. La página, en sí misma, es un interesante fragmento literario.
Tampoco estas líneas fueron curioseadas por la actriz y no me explico
cómo un hombre de la suspicacia de Sáenz pudo haberlas abandonado en las
manos de la diva: este género de escritos busca su realización y plenitud en la
certeza de ser leídos por el sujeto como prueba de complicidad. Si me
permito una metáfora, no hallo una distinta a la de Marx: el vestido sólo es
vestido cuando se usa, el texto sólo es texto cuando se lee, la piel confirma su
condición de piel cuando se acaricia. Pero Beatriz guardaba estos papeles
dentro de un sobre, entre otras bagatelas, estas sí curioseadas: libretos, piezas
de teatro, crónicas, cartas familiares, documentos públicos, diseños de moda.
¡Perra perra!, la llama. Trepo sobre ti pataleo hinco mis talones en tus
grupas perra perra maldigo tu ascendencia rasco y rasgo tu piel es el
comienzo del fragmento. Domina esta situación: el amante posee con
destreza y rabia a un ser alternativamente odioso y amable, aunque busca
degradarlo en la posesión, convertir en acto vengativo lo que, quizá a su
pesar, se va tornando gozo compartido. Chupa chupa de mi alma amor mío y
bebe sedienta de su emanación chupa y muerde mi verga mientras arranco
fibras de tus cabellos e introduzco el más gordo de mis dedos por el camino
que me abren tus excrecencias. No aparece un nombre propio. Una y otra vez
el vocativo, hasta que en las líneas finales afloran los “datos” del “personaje”:
Nada harás entre tus telones entre tu aforada desgarrada virginidad para
resistirte al gozo y a la proximidad de un gozo que nos ha elegido nada
podrás perra perra perra contra el ardido áspero movimiento de mi cuerpo
escalándote y apretándote ninguna voz ni la frase de un parlamento
memorizado en tus mediocres ajetreos de prima donna ningún cuento de
idilios podrás referirme cuando te llegue el instante del reposo que no será
reposo sino una breve tregua consentida tiempo para que desprendas tu
burdo maquillaje e imagines los espejos brumosos de un más brumosos
camerino de cómica diva de un circo en ruinas (...). Algunas tachaduras,
correcciones luego abandonadas, llenan el resto de la página, como si en un
momento hubiese decidido destruirla y, arrepentido, la hubiese rescatado de
la basura.
No pude ver el gesto de Beatriz al entregarme el manojo de papeles: se
distrajo ordenando porcelanas de la mesita de centro, un cristal apoyado en
patas metálicas cromadas. Al salir de su apartamento escuché una fría
invitación a volver cuando deseara. “Trabajo mucho últimamente pero me
quedan ratos libres”. ¿Veía en mí la posibilidad de avivar cuanto conservaba
de ese primer amante en la memoria? No acabé de hacerme a una idea clara
de ella, distraída en un juego de indiferencia y desprendimiento.
¿Volvería a verla? Tengo que recapitular: había una antipática
emanación en su voz, la misma que solemos descubrir en personas que urden
y acumulan un léxico que no les pertenece, una entonación aprendida para
hacerla a medias verosímil, pretensión de naturalidad que llegará a
convertirse en hábito grotesco, contradictorio tributo a la naturalidad. Me
había servido dos vasos de whisky pero ella se abstuvo de beber. Aceptó mis
preguntas y puso límite a sus respuestas. Me sorprendí mirando furtivamente
sus piernas, descubiertas hasta el comienzo de sus muslos, y no le incomodó
mi curiosidad.
–¿Sabe qué se hizo esa cantante, la amiga de Alejandro? Me dijeron que
de vez en cuando le daban “bolos” en locales de mala muerte.
–¿Adela? Sí, no consigue mucho trabajo, que digamos.
Adela no ganaría la indiferencia de Beatriz. Algún incidente penoso
debía de estar aún vivo, resistiéndose a la indulgencia.
Encuentro repelente aquello de que las mujeres se odian a causa de los
hombres, pero no dejo de aceptar que es una aproximación a la verdad. Días
después se me revelaría que, en efecto, Adela había aparecido cuando Beatriz
vivía aún en el cuarto de Alejandro, antes del período de la casa de los tres
pisos de la calle 25 con Quinta. No es que Adela estuviese en su apogeo
(nunca lo estuvo). Su nombre figuraba a menudo en crónicas de espectáculos,
gracias al gesto de algún amigo que quería interesar a los empresarios.
Beatriz sospechaba que Adela era una intromisión amenazante, y más
sabiendo que en ciertas zonas de la música popular, el bolero ocupaba un
lugar preferente en las simpatías de Sáenz, quien desde entonces insistió en
ver con más frecuencia a la cantante. Escenas, tensiones folletinescas
nacieron de este empeño, que no tuvo en sus comienzos ninguna intención
distinta a la de escuchar a esa frágil muchacha que cantaba boleros. Con los
días, Beatriz habría convertido a Adela en su enemiga. No tanto porque le
conviniese mantener para sí todo el interés de Alejandro como por lo que de
competitiva tenía, sus ojos, la presencia de la cantante, recién abandonada por
su marido, el libretista de radio y televisión. La actuación de Beatriz en la
piecita de vanguardia apenas había sido reseñada y pese a la frialdad de las
críticas, ella creía haber iniciado una carrera con futuro. Mucho antes de que
entre Alejandro y Adela se insinuase alguna complicidad, Beatriz hacía
periódicas salidas, ocultando que, dentro de escasas dos semanas, había
empezado amoríos con un publicista. No es que a Alejandro inquietasen las
frecuentes escapadas de su amiga, aunque también de su parte –me contaría
Adela– no pudo ocultar sus recelos. Un apego casi enfermizo lo ligaba a la
futura diva, como si su comportamiento (concesiones y rechazos)
estimulasen, en un hombre complacido por sus propios conflictos, alguna
parte de su vanidad.
–Me tocó ver una escena de celos –me contó Adela–. Yo acababa de
llegar a su pequeño estudio, en realidad un amplio cuarto con baño y una
cocineta, pensando que Beatriz estaría a punto de volver. Pasaron varias
horas y sólo regresó a medianoche, bastante bebida. Alejandro no dijo nada.
Ella se metió directamente al baño y al rato oímos el ruido de la ducha. “Es lo
que se hace”, dijo amargamente Alejandro, “para borrar el semen que les
queda en la cuca”. No reaccionó inmediatamente. Sólo cuando Beatriz salió
del baño envuelta en una toalla, él empezó a transformarse poco a poco,
como si peleara contra su propia irritación. Empezaron entonces a
intercambiarse insultos y reproches, que yo preferí no oír. Me despedí cuando
ambos se cruzaban insultos sin escucharse.
Cuando Beatriz dijo que lo abandonaba, ya sus nuevas posiciones se
habían consolidado. Sólo le bastó recoger un maletín con sus trapos y
dirigirse a casa del publicista. Para Alejandro, ésta fue la consumación de la
burla. Nada reprochó, nada dijo. Ni a la misma Adela quiso hacerle un
comentario. A fines de febrero de ese año, alquiló la casa de los tres pisos.
Adela lo acompañó en la mudanza y, esa misma noche, con una docena de
invitados, ella propuso cantar para los amigos tangos de Homero Manzi.
Alejandro Sáenz

Cocidos, fritangas, densa emanación de las viviendas vecinas, la radio


alharaqueando, llanto de niños, gritos de borrachos, caca en las escaleras que
dan al segundo piso y la patrona, amable pero suspicaz llamándome
doctorcito. Este es el ambiente que he ganado, de regreso a la capital, con la
confusión de imágenes que me ha quedado del viaje a Bahía Solano. El duro
colchón y la escasa luz que al mediodía entra por la ventana que da al interior
de un patio de vecindad donde a cierta hora se vuelven intolerables los gritos
y el chillar de la radio y los pendencieros movimientos de padres y borrachos
que amenazan a sus hijos, que ruedan escaleras abajo. Los guisos de los
vecinos, huéspedes de dos y tres días, los que sólo duran una semana.
Llegué a la pensión El Dorado como un forajido y me he ido quedando
como un huésped sin destino. Adela, con un nuevo amor –lo ha descubierto
en mi ausencia–, dice que se larga para Valparaíso. Un mes cantando en el
grill Los Ojos Tristes y, cancelado el contrato, se embarca hacia el sur. Ha
cantado para sus amigos, porque la concurrencia no ha sido otra cosa que un
amasijo de verduleros, un atajo de nuevos ricos, metiéndole en las treguas a
la cocaína. Al final de sus canciones la aplaudían, también lo hacían en las
pausas cuando, entrado un solo de piano, los marranos dejaban libres las
manos en el toqueteo, apoltronados como estaban con sus acompañantes en
rincones oscuros del salón de fiestas. Ella sabía que esa noche de despedida
del grill cantaba para los amigos. Padeció las embestidas del administrador,
las propuestas de sus compinches, el manoseo de un cliente que la abordó en
los camerinos. Y cantó. Sacó de las entrañas lo más soberbio de su repertorio,
dio cuanto tenía que dar, un milagroso parto de sonidos. Estática,
reconcentrada, sin un movimiento de su cuerpo, era como si antes de ella
nadie hubiese cantado aquellas canciones. Fui leal asistente a estas últimas
noches, hasta que me anunció que empezaba a tener “un presentimiento a la
altura del corazón”. “Creo hermanito, que me estoy enamorando”.
Y así era. Sus ojos, clavados en la mesa del pretendiente, dieron mayor
brillo a la vida. El día que recibió la paga, anunció que se iba con él a
Valparaíso, quizá siguiese hasta Buenos Aires, un largo viaje de amor y
recreo –decía Adela–, endulzando así la corteza de sus desgracias. Nada
había vuelto a saber de sus hijos. Adelita le había hecho llegar, para su
cumpleaños, un vestido de punto: la etiqueta abrumó a Adela de rabia:
Christian Dior. Nunca se lo puso.
Y mientras tanto, desde mi cuarto de El Dorado, oía el sofocante griterío
de los vendedores ambulantes y de los mendigos. Seguía persiguiéndome la
visión del hospital: ruina de visitantes heridos, parentela desconsolada,
moribundos y desahuciados, huesos en los camastros esperando la
irremediable muerte en la madrugada, coro de los lamentos y mis colegas
fugándose por los pasillos, perros con la lengua afuera detrás del culo de las
enfermeras. En pocos días, ya me había habituado a la trifulca de la pensión,
pero todavía no podía digerir las pesadillas: heridas, variadísimas heridas, las
había en un brazo, en el muslo, en el cuello, en la barriga, las más frecuentes
eran una travesura a un centímetro del corazón. El pobre desgraciado de mi
sueño empezaría a dormir con el nuevo adorno de las vendas, la parte más
culposa de su inconsciencia. Otra amplia herida en el estómago, por nada. Y
pensar que el miserable la había sentido venir y por encima de sus esfuerzos
no podría evitarla, nada harían sus gritos en el callejón sin salida, nada la
indiferencia de los testigos en medio de la sala atiborrada de pacientes y
familiares de pacientes cuando se le escapara el aliento al moribundo. “No es
nada” decía el paciente, tratando consolarse con sus diez, quince centímetros
de piel abierta en las costillas. Por allí se le escaparía el aliento y había que
acabar cuanto antes con él, demostrar que más allá de un esfuerzo quirúrgico,
no siempre llevado hasta las últimas, pronto sería un número de la lista de los
difuntos. Afuera la cola se hacía interminable. Allá estaban los candidatos a
una cama vacía. Era la monotonía. La densidad de un sueño que no me
permitía salida alguna. En el desfile de los heridos, la monotonía creaba un
peculiar estilo en cada muerte. “Ya está” me decía frente a un estómago
agujereado. ¡Y ya estaba! Sería preciso entregar el cadáver, esperar que
alguien viniera a recogerlo, que alguien se tomase por su cuenta la
responsabilidad del entierro. ¿Vendrían? No, no vendrían: lo que venía en la
siguiente pesadilla era la pulcra imagen de un hombre que en la madrugada
ponía en movimiento todas las malditas salas del hospital. “Quiero que me lo
encuentren” nos pedía. “Quiero que me lo encuentren, aunque esté entre los
cadáveres” repetía. Luego de búsquedas por los pasillos, acabábamos
encontrándolo. Allí lo tenía, desfalleciente. “Déjennos solos” pedía. Y
aunque no pensáramos dejarlo solo con la paciente que esperaba una cama
vacía en los pasillos, el tipo seguía enseñándonos sus flamantes credenciales.
“Calma, senador” queríamos decirle. Pero no había Dios que calmara al
honorable senador. En nuestra presencia, con una elegante parsimonia,
vaciaba su pistola sobre el cuerpo del agonizante: entre los estertores, la
víctima saltaba quedando bocabajo. La vendetta estaba consumada. Entonces
yo me acercaba al aún tibio cadáver, lo hacía girar hasta dejarlo bocarriba. En
la nebulosa de la realidad y la espantosa materialidad de aquel cuerpo, helado
a mi tacto, descubría su rostro y ese rostro no era otro que el mío, mi propio
rostro que había sobrevivido más allá de la pesadilla.
Un día, sin esperarlo, me encuentro con Mariano.
–Se está poniendo viejo, Alejandro –me saluda Mariano después de los
dos meses de retiro pasados en la pensión El Dorado. Sigue tratándome de
usted y arroja sus brazos a mis hombros, se retira unos centímetros para
curiosearme y vuelve al abrazo. Entonces sé que el día o la noche comienzan.
“Hizo bien en dejar la casa de los tres pisos”, me dice. Nada impide, en uno
de estos encuentros, la exploración de lugares donde fuimos alguna vez
huéspedes de ocasión. Es cuando aparece la ternura del poeta hacia la
muchachita de piernas cortas y pechos redondos y grandes que hace las veces
de mesera. “Como la indita Rita de César Vallejo” celebra. Y pide que nos
sirvan los tragos, palmoteando o alzando los brazos.
De serle posible, Mariano mandaría cerrar las puertas del negocio,
porque sí, porque la muchachita se merece una fiesta privada, porque ha
decidido leer en voz alta uno de sus poemas. Así va revelándose Mariano.
“Meses sin verlo” sigue repitiéndome y ya sé que tomará el camino de la
nostalgia, tantas cosas podrían haber pasado en dos meses.
Lo miro y lo noto cansado. No creo que exista otra ciudad en la que,
como en esta, hasta los ociosos tengan huellas visibles del cansancio.
–Lo veo más joven –le digo para consolarlo, se lo repito como si
quisiera darle un poco más del aliento que lleva.
–¿Dónde carajo se había metido, Alejandro? –sigue preguntando.
Puedo dar el nombre de la más escondida y sucia pensión, para él sería
igual, las quiere y prefiere sobre todas las cosas, forman parte de su mitología
de barrio, nadie digno de su aprecio puede vivir fuera de asquerosas y sucias
y escondidas y hermosas pensiones de barrio. Decirle que alquilo una suite en
el Tequendama o el Continental, sería agriarle la tarde. Mentirle que mis
órdenes son las de no ser molestado porque me volví rico de la noche a la
mañana, sería exponerme a un insulto. Los héroes del poeta son casi siempre
pistoleros acribillados, figuras como sacadas del repertorio de Edgar Lee
Masters, sus heroínas son vagabundas sin redención con un suave soplo de
vida inocente, sus seres queridos tienen el aspecto de secretarias de un solo
vestido a la semana y pantaletas de nylon que lavan en la noche para
volvérselas a poner en la mañana. La saga de sus versos tiene un lugar de
excepción para quienes habitan en las orillas de las ciudades.
–Pensión El Dorado –le digo finalmente.
–Muy bien –dice–. Si se llama El Dorado debe ser de mala muerte –ríe–.
Desde que los conquistadores nos dejaron en la ruina, nada respetable puede
llamarse El Dorado. ¿No es ese antro que queda en la calle 20 con carrera
Octava?
–Deberías pasar allí de vez en cuando por allí –le ofrezco.
–¡Ah, doctorcito! –se dice. Y nos arrojamos al tumulto de la carrera
Séptima.
Sospecho entonces que sus créditos en bares y cantinas volverán a
abrirse, siempre respetando los límites, que para Mariano son la promesa de
saldarlos al día siguiente.
–Señora –pide–. Dele un whisky al señor y a mí me sirve una limonada
–coquetea a la patrona con su habitual altivez ceremonial–. ¡Qué elegante se
ve usted, señora! –le despide a la mesera, cumplidos que perfecciona con el
cuidado de no repetirlos en la misma persona.
Mariano se mueve como un parrandero de los relatos de Dylan Thomas.
Sus diálogos más jugosos parecen cursis poemas de Espronceda pero son, en
realidad, letras de tangos.
Recorremos la carrera Séptima hasta la avenida Jiménez y, de nuevo,
por las dos orillas hasta la calle 24, teniendo el cuidado de evitar el sitio
donde lo aguardan sus acreedores. Aunque le queden los últimos mierdosos
centavos, invitarlo sería un ultraje.
–¿Qué día es hoy? –prefiere preguntarme si hago el amago de pagar. Y
lo que no puedo prever es que saliendo del atestado bar de la Séptima con 16,
Mariano me invitará a comer al Hotel Continental, una sólida edificación
republicana en el extremo izquierdo de la Jiménez. En el trayecto, se detiene
frente a las vitrinas, que son el espejo de su vanidad: yergue el cuerpo, se
abotona el saco, lo estira, firme en la operación. Y me empuja por encima del
tumulto, a las seis de la tarde intolerable, tanto o más que la ciudad. A
empujones ganamos nuevamente la Jiménez, cruzada con excesivas
precauciones porque Mariano siempre ha tenido miedo a los semáforos, quizá
representen el riesgo de una muerte callejera.
Remonta el ánimo de encontrar una mesa libre en el Continental, no sin
antes darnos cuenta de que el frío arrecia, que en la dirección tomada, de
norte a sur, la corriente gélida de los cerros se vuelve más penetrante.
–Un traguito, doctor, antes de la comilona –había ofrecido al detenerse
en la carrera Quinta con calle 17, saludando con altisonante cortesía a una
redonda cuarentona. El traguito vino en la sala encarnada de un bar donde lo
recibieron con música de mariachis, con la complaciente simpatía de la
patrona, recostada en el mostrador. “En el postrador” lo llama Mariano.
–La casa invita –advirtió la mujer–. Pero no más de un trago.
Después del trago, a la calle, donde la niebla intenta rehacer lo más
turbio que queda en las horas muertas de esta ciudad, fija ahora en mí como
un remordimiento. Pienso en Beatriz, en la compulsiva necesidad de saber
algo de su paradero, y me complace imaginarla en brazos de un grasoso y
perfumado empresario de televisión.
–Oiga, poeta, ¿cómo es que nos aguantamos esta vaina? –le despacho a
Mariano–. ¿Cómo es que nos aguantamos tanta porquería?
Y por primera vez en la noche que se avecina, él se queda en silencio.
–Déjese de vainas, Alejandro –me consuela–. Las ciudades son como las
mujeres: nuestro apego a ellas es directamente proporcional al sufrimiento
que nos proporcionaron.
Estamos llegando a la puerta del Continental. Ajustándose los botones
del saco, pasándose la mano por los cabellos, Mariano insiste en preguntarme
si lo encuentro joven y hermoso.
–Adorable –tengo que consolarlo.
Como un niño celebrado en uno de sus movimientos histriónicos, repite
el ademán de las manos alisándose los cabellos. Me invita a seguir adelante.
–“¿Y las nieves de antaño, ¿dónde están?” –recita, mal traduciendo a
Villon. ¿Villon? Es su Tomás de Aquino, debe de haberse aprendido hasta el
último de sus versos y haber extraído la hiel más secreta de su biografía.
“Muero de sed al lado de una fuente” se complace repitiéndome. “Ya le
recitaré, doctor, La balada de los ahorcados”.
Lo dice cuando entramos al amplio salón del Continental, que empieza a
llenarse.
–Mire, Alejandro, una ensalada nacional de celebridades –y señala hacia
el interior. “Hijoputas” me secretea. Entre las mesas, el poeta pasea su
arrogancia. Pero no hay por el momento mesa para nosotros. Desde hace una
década, quizá más, empezaron a refugiarse aquí, como en los corredores de
un equívoco Parlamento, los ángeles y arcángeles de la política y los
cazadores de puestos burocráticos, para hacer diariamente la crónica de sus
pequeñas historias, urdir movimientos, concertar escaladas.
–Un exquisito manjar para el paladar de Villon –va diciendo mientras
nos consiguen una mesa, ahora que secretea con el maître–. Muy elegante
todo, doctor, muy elegante, como las pedorreras marquesas de Gombrowicz.
Pero no, Mariano está pensando en una empolvada, exitosa corte de los
milagros, señalando de mesa a mesa. “El país, Alejo, aquí están los riñones
del país y a veces el intestino grueso”.
Mariano ha confinado su ingenio en frases lapidarias y, en cuanto a
versos, está más cerca de los epigramas. Para él, el país es esta casa que con
los años no ha podido renovarse, que, antes bien, se regodea en su decrepitud.
Cuanto llevan de obscenos sus oficiantes es la forma de burlar el
envejecimiento y hacerlo aún útil al Poder, como si se tratase de implantar
una alta sociedad de octogenarios, más obscenos porque se hacen servir de
jovenzuelos adiestrados para esperar años en la servidumbre, satisfechos con
una mediocre posición en los ministerios. Mirándolos de soslayo, Mariano
prefiere iniciar sus evocaciones cuando nos han instalado en una mesa.
–¿Se acuerda de la mexicana, doctor? Toda una gran dama, enorme
dama de amor.
Este es su episodio preferido: una güera y enseñoreada mexicana. “Culo
de botellas” comentó sin vergüenza. Le había vendido, en lugar de
esmeraldas auténticas, culo de botellas. Durante una semana, me contó, la
había cortejado. Para reblandecerla, le hacía saber que su pasado era lo más
parecido a una tragedia, lacrimosa historia de amores perdidos y engaños
irremediables. En la madrugada, Mariano cantaba tangos de Discépolo en su
cama, pidiendo al room service botellas de Moêt Chandon, el champán de sus
celebraciones. ¡Ya había hecho la transacción por la suma de dos mil dólares!
En la mañana, cuando la mexicana partió hacia Río de Janeiro, Mariano
recuperó las calles de la ciudad: se dedicó a saldar una que otra cuenta.
–¡Una gran dama! –se decía–. No volví a verla y creo que jamás le dije
mi verdadero nombre: seguiré siendo en su memoria Alberto Castillo, el
Argentino. Me habló de su mansión en Coyoacán, de su cabaña en Cancún,
de sus tres antiguos maridos, uno navegando en plata en Monterrey, otro
arruinado por el juego, el tercero en dudosos negocios de drogas, me habló de
sus viajes alrededor del globo y de su debilidad por el tango. Créame, doctor,
si le digo que no fui yo el autor de la estafa. Fueron los tangos de Santos
Discépolo que la derretían.
Estando en estas evocaciones, viene el chef con el pedido.
–¿Y Rita, se acuerda de Rita, la empresaria?
El corazón de Mariano se derrite. Recuerdo el apartamento de la calle
45, sin ascensor, donde Rita nos había invitado. Beatriz acababa de largarse
con el publicista y yo me deshacía por las calles de Bogotá en busca de
encuentros consoladores. Aquella noche, Rita y yo estuvimos de acuerdo en
atender a Mariano con los honores de un príncipe de los bajos fondos. Porque
a Mariano le encantaban las expresiones y tratos de una extraña nobleza. Y
no era una metáfora. Cuanto hallaba de odioso en la Historia, se lo atribuía a
la falta de nobleza en los hombres.
–Oiga, Alejo, mientras nos traen los filetes, dígame una vaina: ¿qué
sentido tiene que además de pobres nos hagamos los honorados?
Tengo que evitarme las respuestas porque las preguntas de Mariano
llevan dentro la expectativa de sus propias respuestas.
–Tenemos dos alternativas, doctor –me dice y se queda mirando las
nalgas de una mesara que con sus rollos de carne encorsetada se mueve entre
la clientela–. Delincuentes o revolucionarios, eso es. ¿Se acuerda entonces de
Rita? En cuanto a saber de la vida, nadie la aventajaba: nunca ponía el culo
donde no hubiera plata. Anda por México, quizá por Venezuela, queriéndome
todavía. No quise largarme con ella, ¿sabe por qué? No tenía tripas para
engañarla. Gran señora, se lo juro, mucho más señora que Magnolia. ¿Se
acuerda de Magnolia? ¡Ah! Nunca se la presenté y no hacía falta: aparecía
diariamente en los periódicos, como un anuncio de cosméticos en un país
azotado por la peste. ¿Quiere que le diga una cosa? Olía a descomposición,
sobre todo cuando me la tiraba. Olía mal, como los salones que frecuentaba.
Y ella era una bestia de carga del Senado. Un día le dije que no me la
chingaría, que no me la garcharía, que no me la singaría, que no me la
culiaría, que no me la picharía, que no me la folgaría, y perdona la sarta de
sinónimos, si no me traía una máscara de oxígeno. ¿Sabe lo que me contestó?
Que me la conseguiría al instante. La mandé al carajo, usted ya lo sabe. Un
episodio... pero, ¿Rita? Olía a pachulí, como una india de Vallejo. ¿Le gusta
César Vallejo? Duro con el palo/ sin que él les haga nada. Eso sí es la
poesía. Lo demás, Alejo, pura caca lírica. Rita recitaba a Vallejo, aunque no
supiera quién era el cholo que escribía tales maravillas. Y me contaba, de
pasada, su infancia miserable en Maracaibo. Pero dejémonos de cosas tristes,
que aquí vienen los filetes: los pedí a medio hacer, sangrantes todavía, con un
poquito de pimienta y un toque de mostaza.
Terminada la exaltación de Rita y los filetes, Mariano regresaba a
cabalgar sobre el país.
–Mire a su alrededor, Alejo, mire bien: si algún día le dan una soga y un
árbol, no vacile en colgarlos.
¡Y arremete contra los filetes!
–No nos caería mal otra botellita de este Bordeaux, ¿verdad? –y pide su
vinito de marca–. Fueron los argentinos, cuando trabajé de saltimbanqui, los
que me aficionaron al bife, al buen vino y al monólogo –dice Mariano
metiendo trocitos de champiñones con ajo y perejil en la presa que levanta y
mira en el tenedor–. Métale duro al vino, doctor.
Luego vendrá el postre, un helado de fresa y chocolate.
–Para rematar, chef, un cafecito fuerte y dos copas de Napoleón.
Mariano mira hacia las mesas vecinas, como un niño sorprendido en una
proeza. “Mire, mire Alejo a esas cacatúas: deben estar cambiando a un
ministro”.
Una hora y media en el Continental y Mariano, con parsimonia, se
levanta de la mesa, pide dos Montecristo.
–Perdone que no lo acompañe a El Dorado, Alejo, pero déjeme llevarlo
hasta la esquina, así aireamos los filetes, que según me parece no podían estar
mejores.
Y la noche, la densa noche ya está encima de nosotros. Me coge del
brazo y me habla nuevamente de Rita. De pronto, sin sobresaltos, halándome
de las mangas del saco, en la puerta del restaurante que remata la esquina de
la Jiménez con Quinta, Mariano se detiene.
–Mire eso, doctor, mire eso.
Un grupo de niños escarba en los tinacos de basura, seleccionando de los
residuos de café y frutas trozos de comida.
–Ya no nos queda la piedad. Creo que nos la quitaron los centros de
beneficencia. Pero le digo una cosa, doctor: un país que le produzca a uno
remordimientos por comer de la forma como comimos, es un país de mierda.
Perdiéndose por dónde habíamos venido, rehusando mi agradecimiento
por la comida (“no sea majadero” me ha dicho), el poeta se retira recitándose
un verso de Vallejo. Aparecen nuevos niños descalzos, inhalando el vapor de
una botella con pegante. La temperatura de esa noche baja de los 10 grados.
Con ropas holgadas y rasgadas, se han añadido a la búsqueda de residuos en
las canecas de basura. Allí donde haya un restaurante y en su puerta una
caneca para los desechos, los niños de la calle estarán merodeando,
escarbando y encontrando el plato de la noche. Dormirán después, arrumados
unos encima de otros, tapados por periódicos y cartones.
¿Un verso de Vallejo? ¿Por qué viene, al imaginarlo, el deseo de la
noche total, la inalienable noche? Solo, pensando en el regreso de Mariano a
su casa del barrio colonial de la Candelaria, imaginándolo en su empresa de
supervivencia, su digna honrosa estafa, recuerdo los pasillos sin salida de un
viejo sueño: quiero verlo prolongarse con la desaparición del sol, deseo que
la luz se extinga como dádiva de la naturaleza y que, al final, extraviados, los
protagonistas del sueño nos demos tumbos contra las paredes, nos hablemos
con los habitantes de aquel reino proscripto, que sin vernos ni identificarnos
fundamos cuerpo y alma para ver si el gran orgullo universal tiene un sentido
distinto al de su babosa artificialidad.
¡La oscuridad, el imposible vientre materno, cuerva roñosa, túnel
descendiente y sin salida! Imagino en el sueño (¿ha sido acaso en el sueño o
viene de un sueño imaginado?) la eternidad de una noche a su vez eterna
desde los orígenes, sin progreso ni regresión, parálisis de la noche porque
desaparece toda noción que se le oponga. Y he aquí que sólo salvo de la
noche la lucidez del tacto, sólo tengo tacto en mi sueño: gateo a tientas
confundiéndome, confundiendo mis sentidos, imaginando pájaros,
murciélagos, aleteos, graznidos de terror.
No sé si lo que gloso son las imágenes que en una tarde se fijaron tras la
visión de un volumen de aguafuertes de Goya, que me condujo del terror a la
hilaridad. El sueño, contra lo esperado, no había vuelto a repetirse.
(...) ¿Un verso de Vallejo? ¡Los heraldos negros de la puta noche! A
medida que consumo las primeras calles, desde la Jiménez a la avenida
Caracas, por donde doblo a la derecha, los graznidos de los pajarracos son
mayores, en la oscuridad más intensa, las fieras se vuelven mitológicas, el
tránsito desasosegado. He decido entrar por una noche en los escombros de la
ciudad, como si volviera a la infinita extensión de los hospitales. Es así como
se entra en la apoteosis de la noche, como se asiste a su lenta celebración, a la
noche noche sin tiempo.
En las aceras, al pie de edificaciones de veinte y más pisos, la visión de
los buscadores de residuos en la basura se sigue repitiendo pero por un
caprichoso giro de mis pensamientos asocio esas escenas con las de una
miserable sala de un hospital desconocido, habitado hasta en sus patios por
seres moribundos, prematuramente envejecidos, médicos dirigiendo patrullas
de mujeres y hombres custodiados por secretos servicios del orden, clientela
de mujeres y hombres y niños postrados. En algún lado, unos pocos se
mueren, revientan de indigestión. No sin antes advertir que he recorrido la
avenida Caracas hasta el ángulo de la calle 24, vuelvo a sentir el vuelo de los
pajarracos y sus graznidos en la noche de aquel sábado.
¡He decidido lanzarme al vacío, perseguir ese poema de Vallejo!
Doblando por la 24 para tomar de nuevo la Séptima y de allí a la carrera
Quinta de cantinas, puteaderos y pequeños comercios cerrados, recuerdo la
frecuencia con que Mariano habla de su biografía, arrancada seguramente de
un viejo, oscuro mito literario. “Vengo del purgatorio de todas las clases: el
lumpenproletoliterario” bromeaba.
Hay un punto tal en el que Mariano me da la impresión de una leyenda
construida por él mismo: tiene tanto de ficción como de daguerrotipo, tanto
de realidad como de deseo, leyenda sostenida por el poder de seducción de su
vida y sus frases. En realidad, Mariano ofrece el relajante aspecto de una
fábula, sólo que en su caso no hay moraleja previsible. Podrá, con el tiempo,
santificarse con una acomodada concesión burocrática o extraviarse, prófugo
de sí mismo, en un delito sin nombre, en otra digna estafa. Cree estar
continuando el eslabón perdido de una tradición. Le hubiese bastado con ser
el compinche del contrabandista Rimbaud. Hijo de obreros textileros, los
había visto envejecer en las jornadas de doce y catorce horas, consumirse en
la diaria necesidad del pan, pelear silenciosamente contra sus explotadores,
rabiar impotentes en el reposo de las noches, consolándose con el recuerdo de
altas montañas habitadas por campesinos sin urgencias, complacidos con la
melodía de una guitarra y la visión de un rebaño de vacas, con la vista
extendida sobre la naturaleza de los Andes. La pujante industria se había
hecho sobre los lomos de quienes emigraron a la ciudad. Nunca, sin embargo,
les había dedicado un poema, como si hacerlo acabase para siempre con la
rabia de recordarlos. Lo que deseaba era seguirlos recordando con idéntica
rabia. Cuando pensaba en él, no podía evitar verlo arrebatado por la
escabrosidad de un delito penado, en la ofensiva de un delito por su extrema
bajeza incalificable. Es posible que Mariano, en sus sueños, desease hacerse a
una biografía mucho más escatológica, arrasar hasta la nada los restos de
impunidad que le quedaban en sus pequeños desórdenes. Y no obstante,
prefiero ver en cada uno de sus movimientos el desplazamiento de un
empecinado. Deseo que, al fin, nada ni nadie puedan reivindicar su suerte con
una defensa memorable. No me asombra que, en secreto, se haya comprado
una vieja casa en el barrio colonial. Gota a gota, de pequeña en digna estafa,
así ha ido acumulando cuanto precisaba, quizá alguna buena y anónima
amante se lo haya estado proporcionando. A nadie, en verdad, ha engañado,
la muerte de ningún miserable ha sido suya ni la suerte de ningún arrancado
ha sido ultrajada, nadie se ha visto sometido a una injusticia porque Mariano
debe de tener presente aquello de que quien roba a ladrón tiene cien años de
perdón.
¡La eternidad! En los pasillos de la miseria, en la evidencia de un padre
postrado, al que visita de vez en cuando, y una madre de matriz ya reseca por
la regularidad de los partos, Mariano acepta que siempre se ha movido entre
los zarpazos. De allí debe de venir su teoría de los puñetazos. ¡Qué importa,
entonces, el juego de las moralidades! Ha renunciado a ellas e iniciado un
nuevo itinerario, el sabio aprendizaje del dolor. Resulta asombroso saber que
cualquier viejo aprendizaje está amenazado por la desaparición. Llega un
momento en el que deseamos armarnos de inclemencia, sobre todo cuando
advertimos que hemos sido débiles en renuncia o agresividad. En las
vaguedades de la memoria suponemos que no podremos alcanzar la ruptura
del pasado, que por encima de la voluntad sobrevivirán esas ideas que nos
inyectó en su momento una educación hecha a la medida de los farsantes. Por
muchos que sean los esfuerzos emprendidos, la traidora, cochina huella del
aprendizaje sigue en nosotros, recordándonos que ningún borrón y cuenta
nueva podrán iniciarse, que será imposible la enmienda. Pero allá vamos,
dando de nosotros lo inesperado. Pretendemos abolir la materia prima que
reposa en el fondo de conocimientos digeridos un día con el propósito de ser
“útiles” y “dignos”, además de “responsables” profesionales del provecho
ajeno. Buscamos olvidarnos o abandonarnos, primero artificiosamente, a esa
renuncia y nos sorprende reconocer en nosotros cuanto nos hizo, por encima
de una elección, objeto de aquella pasajera admiración familiar, orgullo
paterno, húmeda emoción maternal.
¿He seguido recordando las ilusiones de esos años, cuando siendo objeto
de expectativas, nada sabía de cuanto ellos me estaban arrebatando? Con el
tiempo y los remordimientos encima nos sacuden las vacilaciones, la
impresión de estar traicionando ilusiones y esperanzas ¿Le importaba a mi
padre el ejercicio de mi profesión como no fuera para dar más realce a la
suya? ¡Realce! Ya le basta con la lustrosa carrera que continúa concediéndole
privilegios en los pasillos del Poder. Alguna vez, después de nuestros
primeros altercados, volví a verlo. Ya no tenía la sincera modestia del
pequeño burgués abriéndose paso para concedernos seguridad y protección.
Había adquirido la seguridad de una jugosa cuenta bancaria, había remontado
en dirección a la corriente y sobre la superficie de sus éxitos exhibía lo que
había conquistado en poco tiempo. Nada acostumbrado a las posesiones
excesivas, el tenerlas le daba una chocante grosería. ¡Sus negocios! Me
hablaba de sus negocios jurídicos pero omitía habarme de sus fraudulentas
maniobras con propiedades inmobiliarias, terrenos estratégicos adquiridos
para sus clientes antes de decretarse el trazo de una carretera que valorizaría
la adquisición, sólo posible por alguna oportuna información oficial. Como si
yo no lo sospechara y aún gozase de la inocencia y la credibilidad
incondicional, se abstenía de mencionarme otras causas, las de defensor de
contrabandistas y asesor legal de personalidades de la usura.
¡Honorable Diputado! En aquella visita, ningún reproche le hice. Mamá,
tensa, se lo esperaba. Para complacerla en esa paz que le ofrecía la riqueza,
reservé mis reproches. Me fortalecía entonces otra decisión: nada les
concedería y por mi parte podían aceptar de una vez por todas que cualquier
afecto iba irremediablemente a volvérseles ilusorio. Las renuncias tienen el
embriagante efecto de una libertad a nadie consultada, ejercida contra la
corriente, de espaldas a cualquier complacencia social, nutridas por la
contradicción, única forma de reclamarse dueño de la inteligencia. En
períodos de vacilación, sin embargo, se busca reconstruir en la incoherencia
un pasado fragmentado y los fantasmas de esos seres queridos asedian
nuestra conciencia. Emprendida la renuncia, llega el momento de mirar atrás
y al fondo y no nos queda más que la impiedad contra ellos y contra nosotros
mismos, como si al matar la imagen protectora matáramos también parte de
nosotros y fuésemos al fin libres de ataduras. Fue durante aquel período
cuando rehice, a manera de fugaces ficciones, rasgos que suponía
condenados. No había en esta operación regocijo alguno sino una dolorosa
introspección. Por muy lejos que me sintiese de aquel pasado, tenía,
reiteradamente, como en duermevela, a un séquito que me incriminaba, que
reclamaba mi “responsabilidad”, que se develaba señalándome los pasos que
me llevarían a la posesión de un deficiente futuro. En medio de ellos, incapaz
del reproche, me venía como una figura obediente y afirmativa, tal vez
aturdida por tan buenos y sabios consejos. Ellos, magnánimos, parecían
rectos pastores imponiendo su arsenal de virtudes. En ocasiones, la escena se
interrumpía y, difuminándose, yo aparecía repentinamente en los turbulentos
salones universitarios oficiando de cordero, sumiso perseguidor de la
sabiduría que habría de santificarme. Muy pronto sabría que no se trataba de
la sabiduría: el éxito o sus virtudes serían proporcionales a mi disposición a
ser domesticado, cuando no proporcionales a mi degradación. Son éstas las
visiones que me provocan sentimientos indescifrables. De pronto me siento
traidor, dilapidando lo que para ellos ha representado un capital de esfuerzos
y esperanzas (como canteleteaba papá), una fe alentada en tantos años que se
diría desde siempre alentada. No bien insinuaba esta sensación (extremo de
un movimiento pendular), aparecía la dura corteza de mis defensas en la
memoria. Sólo así puede llevarse adelante la renuncia –me repito–, por
encima de todo y contra todos. Como en los amores que nos defraudaron, es
preciso verlos como una incorregible, si no beneficiosa solución, conferirle el
carácter abominable que tiene quien nos ha defraudado. Para no dejarme
llevar por la sospecha de ser un verdugo debí verme como víctima, como en
efecto y a la distancia creí haberlo sido. No una de esas víctimas que el dolor
doblega en una primera instancia de la flagelación, sino cuerpo y conciencia
llevados paulatinamente a la domesticación. Educar, aquí, equivale a
domesticar. En el curso de mi renuncia me impongo esta reflexión,
cuidándome de no endosar culpas a quienes tampoco pueden merecerlas,
porque en realidad fueron, a su vez, eslabones de la misma repugnante
cadena. ¿Sólo el cinismo, la última puerta falsa de la inteligencia, puede
evitar que el pasado nos resulte herida cicatrizada? Creo estar tan distante del
cinismo como de la coartada con que el sentimentalismo se enfrenta a
decisiones irremediables. Hay un desplazamiento ilocalizable de la nostalgia
y tras ella se escapa el rostro de la culpa. Es como si la inocencia hubiese sido
para siempre desterrada de nuestra intimidad, dejada como un remoto ideal de
abstracciones. La culpa, mentirosa o real, se introduce en nosotros y sus
dimensiones se agrandan o atrofian en aquellos actos que aceptamos a
manera de exorcismos, abluciones que dejan las incisivas señas de su origen
y éste no es otro que el de haber entregado demasiado al pasado y
escasamente poco a la decisión del presente. Así, a veces, me dirijo hacia una
brumosa culpabilidad, así me devuelvo también endurecido de ella.
¿Persistiré en mi renuncia? Nada he hecho para ser considerado el
beneficioso miembro de aquella engreída colectividad de curanderos. Antes
bien, me separo de ella, ofrezco mi hostilidad, me someto a sus reproches,
rehúso sus conciliábulos como sus celebridades cuando ya he decidido que
otra comunidad de enfermos me será próxima, la de aquellos huéspedes de la
casa de los tres pisos, no del todo abandonados, la de aquellos transeúntes
agónicos y sin identidad. Las formaciones geológicas del olvido empiezan a
hacerse compactas, a introducirse en mi conciencia, que ni ve más allá del
vaivén desenfrenado de los hábitos que me hice en la vivienda de la calle 24.
Así se produce, ya no la abolición de la memoria como su distracción en un
mundo de menudas frustraciones. Nunca tuve allí la certeza de ser
protagonista. Era el espectador de un laboratorio de flaquezas humanas y
muy poco tiempo me ha bastado para saber que he estado en medio de él,
involucrado en su trama, reacio a continuarla con idéntico extravío.
¿Comunidad de enfermos? Las enfermedades reales –me decía– tienen el
privilegio de ser localizables. Aunque los remedios no estén al alcance, allí
está el diagnóstico, la inminencia de la cura. Son enfermedades que con el
tiempo serán pasado en la Historia, pues del hombre o de sus pomposas
organizaciones de salud pública depende darles solución o dejarlas agravar en
el desastre endémico. Aquellos enfermos, al fin de cuentas, saben de dónde
podrá venir el remedio a sus males e incluso, en su extrema gravedad, tendrán
a mano la dura, implacable decisión de la revuelta para procurárselos. Si
están próximos a la muerte, saben de dónde, por qué caminos viene la
miserable gran puta aproximándose, cuáles fueron las mezquinas putadas que
permitieron su proximidad. Sin muertes dramáticas, catalogables,
inventariables, codificables, muertes que la estadística nos hereda para
deslizar sobre nosotros la vergüenza de no haberlas vuelto remediables.
¡Hasta los cancerosos entran en el inventario y antes del pataleo final
suponen que algún día la cura será menos remota, que la humanidad podrá
armarse de preventivos! Pero las muertes, las otras, ¿quién las remedia, quién
les da un sitio en las estadísticas? ¡Este es el más siniestro de los laboratorios!
Que mis honrosos colegas lo hubiesen descubierto, hubiese sido una proeza.
Ya tienen bastante con limitar el cupo de sus pacientes, con las recetas de
fármacos o la indiferencia, con los vuelva mañana que hoy no podemos
atenderlo, con el recado evasivo de las secretarias, con págueme la cuenta por
adelantado, la minuciosa intervención para el paciente de lujo y las cuatro
sucias puntadas de hilo para el desahuciado sin un peso en la mano.
¡Auscultan los paladares! ¡Mira la amarillenta agonía de los ojos! ¡Tantean
fugazmente el estómago! ¡Con esto le basta! “Aquí está la receta”. Mientras
tanto, engordan como marranos, entran en asociaciones gremiales y engordan
como chanchos. Para los endémicos, enfermeras. Pastillas y neurastenias de
las enfermeras. ¡Que los consuma el paludismo, que los piojos se coman a los
indios, que el raquitismo y la disentería den el toque final, que esos
tuberculosos abatidos dejen que el tiempo los abata y naden en sus propios
esputos, que aquellos anémicos enseñen la piel verdosa y el bilioso cansancio
universal! ¡Especialistas para una docena! ¡Chambones para las multitudes!
Y encima, siguen aficionándose a la hípica, son diestros miembros de
sociedades de equitación y de nuevos clubes sociales, asistentes a simposios
internacionales, lectores de Digest y de la Medical Review! ¡Intermediarios,
reproductores de la muerte ajena! Los hay por montones, los he visto crecer
del brazo de los abogados y someterse a la coquetería de los empresarios,
llevando en la solapa el distintivo del Lyon´s Club. Cuando los encontraba en
los pasillos del hospital, nada hacían para esconder la arrogancia. Blancos
como la inocencia, una salpicadura de sangre en la blusa los metamorfoseaba.
No sé si aún me queda el dolor, pero no puedo olvidar a aquella muchacha de
diecinueve años desangrándose por un aborto en la sala de espera. ¡Diez,
doce horas a la espera! Cuando llegué a mi turno, aquella tarde, no le
quedaba ni un minuto más de espera, ni un litro de sangre. “Vaya, doctor,
échele una miradita a esa muchacha”. Lo que pude mirar, entre el silencio del
marido y la dolorosa fortaleza de madre, fue una vida consumida en la espera.
Entre secos sollozos, la madre me confesó que su hija le dejaba una nieta de
un año.
–¡Cuidado, señor! –es el grito que escucho en esta madrugada, después
de haberme tragado la ciudad. Con el sonambulismo de un transeúnte sin
destino, la había recorrido de un extremo a otro. Había llegado, sin advertirlo,
al recio vientre de la noche. ¿Volvería a la pensión El Dorado? ¡Como
deseaba que Mariano volviese a recitar aquel poema de Vallejo! ¿Era, acaso,
Espergesia?
Conjeturas de Vásquez

A medida que sus papeles pierden intensidad anecdótica, abundan en


introspección, suspendiendo su hilo narrativo: no deja de sugerir el transcurso
de una ficción, que volverá a ser retomada en situaciones y personajes que le
fueron familiares. Es posible que haya seguido la trayectoria de su padre, ya a
través de los periódicos regionales o bien por las escasas cartas de la madre, a
quien siempre vio como una víctima domesticada, pese a que, llegado el
momento de la prosperidad, fue quien con mayor entusiasmo aceptó los
bienes adquiridos.
El doctor Anselmo Sáenz Plata aparecía y en toda clase de información
periodística, no ya en sus defensas espectaculares o en el efectismo dramático
de su verbo como en la inclusión de su nombre en la lista de personalidades
regionales, miembro de una nueva comparsa de figuras patrias, ejército de
segunda fila que iniciaba su aprendizaje en el Poder. Se había adherido al
candidato presidencial de los liberales y su adhesión, conocidos los resultados
electorales, pese al cincuenta por ciento de abstención, debió de ser retribuida
con influyentes posiciones en la administración pública. No se hizo, sin
embargo, a un cargo de gobierno. Sospechaba que eran tan efímeros como la
duración de los nuevos dirigentes, expuestos a la destitución o la renuncia,
como sus padrinos, una vez saboreado el plato por un período de cuatro años.
Sus negocios le impedían un nuevo frente de operaciones. Alejandro estuvo
al tanto de estos acontecimientos. En los años que habitó en la casa de los tres
pisos de la calle 24, su padre alcanzaba este hálito de respetabilidad propio de
los recién llegados a una estirpe. Pidió ser admitido en el Lyon’s Club de su
ciudad. Alejandro recordaba haberlo visto retratado con la insignia de esta
organización. Muy pronto figuraría su madre en actividades filantrópicas
(campañas a favor de niños desamparados, reuniones moralizantes con
madres solteras y esposas abandonadas, recolección de fondos para los
Alcohólicos Anónimos, entre otras inocuas figuraciones). Por su parte, el
doctor Sáenz Plata era de nuevo blanco de ataques tramados desde la
oposición. A raíz de un negociado que implicaba a varios secretarios del
gabinete departamental, su nombre figuró entre los primeros comprometidos
en una cuantiosa estafa (sustracción de bienes públicos), a los que vino a
añadirse su participación en una operación que eludía gravámenes a la
importación. Se decía que, conocidos los antecedentes del primer caso, el
abogado había hecho todas las maniobras para impedir que al legislativo
llegasen los detalles y nombres de funcionarios comprometidos. Esta no fue
más que la primera pieza de un engranaje en otros actos ilícitos. Los
periódicos, hojas dominicales redactadas por la oposición (y esta comprendía
a los conservadores, resentidos por un nuevo fracaso), dieron cuenta de otras
operaciones. Sáenz Palta había conseguido orden judicial de desalojo contra
decenas de familias aposentadas en pobres viviendas de un sitio que
inmobiliarias privadas incluían en planes inmediatos de construcción. Para
ello acudió, sin duda, el soborno, apoyándose en su figuración política y
reputación oficial. Alejandro guardó, como si se tratase de un expediente,
cada uno de los datos concernientes al caso. Lo curioso es que no haya hecho
referencia de ello en sus papeles. No halló más que una inflexible actitud de
autoafirmación, rehusando ver a su padre cuando éste, valiéndose de
intermediarios, quiso encontrarse con su hijo. Sin embargo, Alejandro se ideó
la forma de evitar el encuentro, viéndose, en cambio, con su madre. De allí
surgió, supongo, la idea de una visita más larga. La hizo en agosto de 1969,
cuando empezó a tener dificultades en los pagos de la pensión.
¿Recibió dinero de la madre?
No es probable. El encuentro aparece recreado, pero acudiendo a un
recurso de excepción en sus escritos: en breve ficción objetiva –recurso que
decía repudiar–, Alejandro se mimetiza, escamoteando lugares y detalles,
impidiendo toda asociación autobiográfica. El relato, de unas cuantas
páginas, es convencionalmente descriptivo, pese a proponer una inocente
coartada (“a la manera de Dylan Thomas” jugueteó en el subtítulo): el
protagonista regresa temporalmente a la casa paterna. En principio es un frío
encuentro y la narración se limita a descubrir, en un espacio casi ajeno a su
también casi olvidada experiencia familiar, los detalles, rasgos y objetos de
una vivienda de pequeños burgueses enriquecidos: aunque sin calificativos, el
decorado resuma cursilería a la vez que ostentación, pretensiones de buen
gusto en medio de la sobreacumulación de detalles innecesarios. Nada dicen
al “narrador” aquellos objetos y pasa sin maravillarse por el garaje de la casa,
donde se estacionan dos autos de reciente adquisición. A duras penas se
dirige a sus padres y los pocos diálogos nadan en la banalidad. Su primera
sensación revulsiva la tiene al retirarse a su habitación, donde todo sigue
intacto, con idéntico decorado, pese a tratarse de otra vivienda. Para el
narrador, es como si los padres hubiesen querido respetar, dentro del
trastorno de la vieja morada, los objetos que testimoniaban la presencia del
hijo. Al día siguiente, el joven saca de su cuarto algunos libros de
adolescencia (novelas de aventura, sobre todo), juegos gráficos, tarjetas de
cumpleaños, estampas religiosas, entre otros objetos que parecía haber
olvidado, y los destina a la basura. Para la madre es un inesperado gesto del
visitante, pues ha de haber supuesto que sólo a través de las cosas que fueron
un día familiares los hombres se apegan momentáneamente al tiempo de la
infancia. Nuevamente, el protagonista se interna en el cuarto. La operación de
limpieza se hace más exigente y como si hubiese decidido borrar todo
vestigio de pasado, para él abominable, carga con cajones, vacía los armarios,
desprende carteles, desgarra banderines, amontona en una bolsa libretas de
calificaciones. Desciende a la planta baja. Suponiendo que aún quedan
huellas del niño y del adolescente, vuelve a subir las escaleras. Sofocado por
la tensión acaba dejando el cuarto vacío, ante el desconcierto de la madre. En
tanto, ningún diálogo se ha establecido, en ningún momento se insinúa un
altercado. El padre, ajeno a este episodio, halla a su regreso a la casa
enteramente revuelta y en el porche el humo y las cenizas de una hoguera en
la que todo ha sido consumido. Contrariamente a lo esperado, apenas esboza
una expresión de disgusto. Igual actitud se asume en la comida, como si se
tratase de un silencio de cómplices. Una última página recrea la segura,
silenciosa y arrogante partida del personaje. ¿Consideró suficiente lo narrado
para dejar constancia de una separación definitiva? No siendo la
“objetividad” un recurso frecuente en sus textos, estas páginas carecen de
valor en el conjunto de sus escritos. Alejandro, en nuestras discusiones, se
había manifestado contra la impasibilidad de ciertos narradores, contra la
frialdad de aquellos relatos que, según él, parecían escritos al margen del
pensamiento y las pasiones. Creía que la novela se merecía una genealogía
más impura, toda clase de trasgresiones, empezando por la intromisión de
lenguajes que parecían confinados en la aridez de la ciencia; que la pasión del
panfleto tenía tanta razón de ser como la inserción del pensamiento o la fugaz
pincelada de una imagen poética, reflexión nada novelesca, es cierto, pero en
su caso deseable, sobre todo cuando se enfrentaba a la trivialidad de
innumerables ejercicios cotidianos, a esa reducción al absurdo de “La
marquesa salió a las cinco” monótona reconstrucción de comportamientos
que no sólo traicionaba el más amplio espectro de la “realidad” sino también
la aspiración de todo escritor a una visión más acabada del mundo. Nada de
esas aspiraciones pudo alcanzar en sus fragmentos: lo que vivía en él era la
ansiedad, vaivén entre lo deseado y lo apenas conseguido.
Regresó a la capital y a la pensión El Dorado. Fue un largo viaje en
autobuses, atravesando los tres ramales de la cordillera de los Andes.
Constantes rumores hablaban de la peligrosidad de aquellas zonas. Diez
inútiles años parecían haberse consumido hablando de la “pacificación” y lo
cierto es que, entonces más que nunca, los operativos militares equivalían a
un complejo estado de guerra. De esos campos partían incesantemente los
miembros de un ejército de inocentes, sumados al hacinamiento de las
ciudades. En pocos años se habían duplicado sus reservas de delincuentes y
desocupados y en igual tiempo habían crecido el pánico y la inseguridad.
Nada advertía que el éxodo sería remediable. Era como si la peste, localizada
en zonas devastadas por crímenes y expulsiones masivas, arrojase a los
fugitivos hacia el esperanzador equilibrio de las ciudades. En algunos
pasajes, Alejandro hizo mención a las migraciones forzadas y en una y otra
oportunidad las asoció con el insano terror de los hospitales. Lo que en sus
textos puede leerse como metáfora, no era otra cosa que la visión estadística
de la realidad.
En Bogotá intenta una más radical ruptura con su pasado familiar:
manifiesta simpatías por organizaciones clandestinas pero se mantiene a
distancia de ellas. Frecuenta antros y suburbios, bebe con mayor
inconciencia, parece hallar en la miseria un infierno más exultante que la
mediocridad de una vida sin riesgos. Encuentra la complicidad de Mariano y
juntos se lanzan sobre la ciudad. Como si se tratase de descargar tensiones
acumuladas, se ve involucrado en tumultos de borrachos, manteniendo, estoy
casi seguro, la lucidez de quien se sabe en medio de una aventura sin
esperanza. En su conciencia alterada sólo desea reivindicar una contradictoria
insurrección solitaria. Todo ello no impide que, un año atrás, en la casa de los
tres pisos, dé refugio a una pareja de muchachos, prófugos de la policía,
miembros de un grupo clandestino.
–No es que yo los conociese de cerca –me informó Adela–. Por uno de
los enlaces, amigo mío desde la infancia, se me pidió conseguir refugio
seguro a los muchachos. Debía confirmarles el préstamo de un apartamento
donde pudieran estar unos días, mejor si se encontraba en el centro,
preferiblemente una vivienda habitada por alguien que no tuviese
antecedentes penales ni abiertas actividades políticas, cuestiones de
seguridad, me decían. No podía ser otra, pensé, que la casa de Alejandro.
Temía proponérselo. Todavía expresaba cierto escepticismo, no lo convencía
ninguna causa violenta. Ello me hacía suponer que, de la misma forma, sus
simpatías eran demasiado vagas. Me sorprendió la afirmativa de Alejandro.
Los muchachos se mostraron un poco recelosos y fue él quien les ofreció toda
la confianza del caso. Alejandro, contra lo acostumbrado, compró las
provisiones necesarias y habilitó para ellos los dos pequeños cuartos de la
tercera planta. Creo que apenas se entrevistó con ellos, ni siquiera les pidió
información sobre sus planes. Les dio la llave de la casa y les advirtió que,
pasadas las once de la noche, era escaso el paso de transeúntes por la calle.
Les indicó que, con pocos esfuerzos, podían pasar de la tercera planta a los
tejados e, incluso, saltar a los patios desiertos del vecindario: se trataba de
casas condenadas, a la espera de demoliciones. A la derecha, podía llevarlos a
la calle 23. No debían inquietarse si alguien llamaba en la madrugada, pues
podía tratarse de borrachos, viejos clientes de la antigua casa de putas. Era
como si les describiera el plano memorizado del barrio. Los muchachos
quedaron desconcertados: no esperaban tantos detalles y lo que precisaban,
simplemente, era de un lugar para refugiarse. Al llegar, encontraron los
cuartos aseados y algunos libros a mano. Lo que sorprendía a Sáenz era la
extremada juventud de sus “huéspedes”, “mis visitantes”, los llamaba. ¿Crees
que aquella visita significó algo en su conciencia? No sé qué decirte. Otros
acontecimientos contaron más en su vida: la decepción que le había
producido el breve ejercicio de su carrera, la pugna moral con su padre, no sé,
el descubrimiento en carne propia de la creciente miseria, la escalada de la
corrupción, muchas de esas cosas que apenas eran tema de conversión. Es
curioso, pero cuando lo conocí era un poco más desmadrado, más locuaz, yo
diría que le sacaba el jugo a cualquier conversación, aunque se tratase de las
fanfarronadas de Werthercito, por ejemplo. Poco a poco, ya en la casa de los
tres pisos, me di cuenta de su introversión: no hablada más de lo necesario, se
daba trompadas con las palabras (la imagen es de Mariano) y, en ocasiones,
hasta tartamudeaba. Se quedaba largo tiempo en silencio y si alguna
conversación le interesaba, intervenía con prudencia y sin afirmaciones,
como quien dudara. Bueno, dejaba que los demás se desmadraran en la
palabrería, que tipos como Werthercito hicieran de las palabras un castillo de
fuegos fatuos. Con Millán era diferente, ¿recuerdas? Adiestrado en toda clase
de conversación, y por ser el mayor, no decía nada que no nos interesase, tú
lo sabes. Hasta su cinismo o lo que parecía serlo, se expresaba con sagacidad,
nunca pontificaba, enseñaba dándonos píldoras dosificadas, ocultándonos lo
mejor de su inteligencia. Una vez le oí decir a Alejandro que era justamente
el ejercicio del pensamiento, al margen de las decepciones o del entusiasmo,
lo que conducía a una especie de escepticismo creativo, para los tontos
equivale a cinismo. Se refería a Millán, un tipo que además de mundo tenía y
sigue teniendo un extraordinario poder de seducción, quizá porque daba la
impresión de no tomarse muy en serio su conducta ni la de los demás. En
resumen, en menos de un año Alejandro se volvió más introvertido y esto se
veía en la misma medida de sus palabras. Por momentos me hizo creer que
había decidido convertirse en simple espectador de nuestra comparsa,
tolerarnos, estimularnos, manteniéndose al margen. ¿Qué más puedo decirte?
Sólo Adela conocía este episodio, al que Alejandro restaba importancia.
Fue una semana de salidas y entradas de la casa y estas coincidieron con la
suspensión temporal de las parrandas. Nada preguntó a la pareja de
muchachos y, antes bien, dice Adela, abundó en toda clase de información
que les hiciese sentirse protegidos. Cuando en distintos focos de la ciudad se
registraron explosiones en empresas norteamericanas, Alejandro prefirió no
sospechar que eran obra de sus “muchachos”: partieron después de haber
explotado el último de los petardos en la puerta de un banco norteamericano.
Doce horas más tarde se reiniciaron las parrandas. El episodio, en todo
caso, nunca fue evocado por Sáenz.
Alejandro Sáenz

Es a veces un acontecimiento turbio o placentero el que nos devuelve a la


antes inadvertida conciencia del tiempo. Y ello equivale a decir que nuestra
vida no sólo lo ha ignorado sino que, como en una larga borrachera de la que
despertamos sin saber de su comienzo y progresión, hemos estado
sumergidos en la densidad de experiencias que lo escamoteaban. El tiempo se
convierte en medida de una íntima, subterránea inmersión del hombre en sus
propias aguas, remanso o turbulencia del yo. Cuando Adela regresó sentí
recuperar la conciencia del tiempo, de la extensa borrachera, hondo
adormilamiento que me había causado la vida en la pensión, donde ya ningún
movimiento me resultaba extraño y ningún recodo de mi pasado inexplorado.
Se vino sola desde Buenos Aires. Al verla, no descubro su semblante
demacrado, como lo esperaba, ni oigo confesiones desconsoladoras, como era
de temerse. Llega a la pensión sonriente y silenciosa y por un instante pienso
que algo en ella se ha transformado, que al fin su piel, harta de azotes, parece
haberse sublevado, arrastrando ahora un corazón inmune a las desgracias. Me
había buscado, suponiendo que durante su ausencia, por alguna razón, debía
de haberme extraviado, sospechando que aquí los seres se entierran o se alzan
en un período tan corto como inesperado. Pensaba que ya no vivía en la
pensión El Dorado.
Desde nuestra despedida en el grill donde cantaba y donde me dijo que
se había enamorado, pasó al menos un año. Nada supe de ella en ese tiempo.
No me llegó ninguna postal reseñándome su viaje. Vásquez, al contrario, las
recibió por montones y en todas ellas escamoteaba su verdadera situación.
Eran –me decía– un inventario de trivialidades.
Al reencontrarla, veo sus ojos más vidriosos. La sombra oscura que los
enmarca, me dicen que algo ha pasado por su cuerpo. Nada dijo en este
reencuentro. No sé si fui demasiado frío o si mi alegría de verla no fue lo
suficientemente explícita. No, no le pregunté sobre su último amante porque
ella seguía hablándome de Quito y de Lima, de la Paz y de Santiago, para
acabar en la fascinación que le había producido Buenos Aires. Pero, ¿y el
amante?
Tras nuestro encuentro con Mariano, al día siguiente, Adela se destapó
en sus confidencias. Todo, como sospechábamos, había sido un fracaso.
Había descubierto algo más en la mezquina naturaleza de los hombres –nos
dijo. Hasta entonces, no había sufrido más que desengaños. Había hallado a
su paso mentirosos y farsantes, se había llenado de esperanzas para descubrir,
finalmente, que los engaños se renovaban con más trampas. Y sin embargo,
había vuelto a enamorarse. Era como aquellos obstinados en su propia
eliminación: no desfallecen hasta no tener el suicidio que se asignaron y poco
importan las tentativas fallidas, allá van con el empeño de acabar, y no de
cualquier forma, cuando cada uno de los elementos estén seguros en sus
manos, acción silenciosa y subrepticia nunca expuesta a nadie, decisión que
sólo vista en su punto culminante puede ser objeto de incomprensión, como
la mortal corriente de un río que en su superficie sólo ofrece la apacibilidad
del remanso. Adela descubría que en ella dormían algo más que simples
descalabros. No quiso endulzarnos la vida con un bolero inédito, reservado
para el último de sus fracasos. De allí el tono de sus confesiones cuando le
preguntamos por el amante. Bebía nerviosa, innecesariamente. Y se
preparaba, según sospechamos, para despedirnos cuanto se había guardado en
el largo regreso de una mujer decepcionada y solitaria. Continuaba hablando
de Buenos Aires. Alguna experiencia se había clavado en su memoria para
que manifestara tanto amor por una fundación mitológica como Buenos
Aires.
–¿Saben una cosa? Creía conocer a la especie de los miserables –nos
empezaba a decir–. Y no, me faltaban los acomplejados.
Supimos que empezaría a destaparse. Mariano quería evitar el comienzo
de estas confesiones. Temía los pasos previos a un siniestro desenlace.
–Al padre de mis hijos terminé olvidándolo. No era del todo un
miserable. Siempre quiso como pudo a sus hijos, les dio lo único que podía
darles, un afecto pegajoso y un asqueroso colchón de bienestar.
En adelante, Adela volvió más congruente su exposición. Mariano
quería restarle importancia, pero ella se había apoderado de la nave, de allí en
adelante podría llevarla, si le salía del alma, al puerto o al aparatoso
naufragio, como si conociese desde siempre los entresijos de la tempestad.
–Nos ven como una inmensa vagina para regar. Una lo sabe, ¿verdad?
Lo acepta o lo rechaza. Una aspira a que, de pronto, se les ablande el corazón.
Tarde o temprano vendrán las ilusiones, pues ya no se puede vivir en este
puto mundo sin un poquito de ilusiones. ¡Qué importa, carajo! Una piensa
que en otra ocasión tendrá la suerte a su favor. Pero no, la arpía no estará a
nuestro favor porque los hombres, ¿no es cierto?, también tienen el
monopolio de la suerte, ¿me entienden?
No es que Adela nadara en la lucidez. Hablaba enredándose en las
palabras, empantanándose al final de una frase, interponiendo preguntas para
redondear sus confesiones. Algo más poderoso que su lenguaje era lo que se
expresaba y por ello quería, de una vez por todas, darle la palabra justa a cada
frase. ¿Por qué no empezaba a hablar del último de sus miserables? Ya lo
haría, nos insinuaba. Quizá esperase bajar la última botella de aguardiente
ofrecida por Mariano, abrir más las expectativas, ponernos en condiciones de
valorar el final. Mientras tanto, hablaba de Quito y sus catedrales coloniales,
donde inditos acomplejados ofrecían dolores y oraciones. Recordaba parajes
de Santiago, volvía a su entusiasmo por las callecitas enfaroladas de un
Buenos Aires de tango, a la parafernalia de los inmigrantes y al batiburrillo
del lunfardo. Recordaba a un grupo de nativos comiendo tierra y excrementos
en una plaza de Cochabamba.
–¡Una inmensa y lubricada vagina! –decía con rabia–. ¡En eso nos
quieren convertir!
Se había bebido sola la botella de aguardiente. Y de nuevo, regresaba a
lo contado, a distraernos con opiniones y rodeos innecesarios. A dos cuadras
de la pensión El Dorado, en el oscuro salón de un café oloroso a cerveza y
aserrín de madera, Adela mantenía una espantosa lucidez física, aunque no la
ayudaran las palabras. ¡Indios hambrientos de Cochabamba! ¡Mestizos
arrogantes de Lima y El Callao! ¡Vendedoras de esputos y baratijas en La
Paz! ¡Señoritos angloparlantes de Santiago! ¡La excitante Babel que había
sido Buenos Aires! Una y otra vez interponía recuerdos de su viaje. ¡Fulleros
y contrabandistas en cada rincón del Paraguay!
–Un día una se embarca, aunque nada sepa del acompañante. Es un viaje
de amor, arriesgado, con un destino incierto... pero... ¿me entiende?– y la
confesión no continuaba. Pensé, por un instante, en las incoherencias de
Geoffrey Firmin. El Cónsul, en las cantinas de Cuernavaca, en su diaria
peripecia de tequila o mezcal, en la condenada tensión de su diaria
borrachera, en el extraño regreso de Ivonne y en su jardín irreconocible de la
calle Nicaragua. Pero Geoff coqueteaba entonces con el abismo y Adela, ante
nosotros, hacía esfuerzos para levantarse.
¿Qué más podía relatarnos? Acudía a una metáfora y las imágenes la
traicionaban. Es posible que no desease caer en la brutalidad, que rehusase
darnos el manido sabor de una fábula de desengaños. Sin que lo esperásemos
se detuvo, dio media vuelta y empezó a preguntarnos por conocidos, a
decirnos cuánto nos había extrañado, cuánto había crecido en menos de un
año la ciudad. Decía haber mandado incontables postales a Vásquez.
–Dice que Millán anda detrás de una embajada, porque sus alumnos no
quieren saber nada de Heidegger –prefería contarnos, como si en ese instante
nos importara un pito que Millán cambiase su cátedra por un cargo
diplomático. Además, no era verdad. Su amoralidad tenía unos límites claros:
o sus clases de filosofía o un vertiginoso regreso a la calle.
–El pobre tiene razón ¿Recuerdan lo que nos contaba? Que sus alumnos
le saboteaban las clases cuando hablaba de idealismo alemán, pidiéndole que
se las cambiase por una biografía de Marx. Cuando lo hacía, de buena gana,
se resistían a presentar trabajos sobre el tema, diciéndole que se dejara de
especulaciones. Un círculo vicioso –comentaba Adela.
Llegaba la medianoche y sólo quería hablarnos de Millán. Fresca y
locuaz, con un litro de aguardiente en sus venas, se parecía finalmente a
Firmin, al menos en su firmeza exterior. Nos hablaba de sublevaciones, de
cataclismos humanos, de revueltas y masacres. A menudo, suele decir
Vásquez, uno cambia la vida privada de los hombres por la Historia. Sólo el
“gran destino” tiene cabida en este cambio, un sitio en esta Historia. Eso era
lo que pretendía darnos a entender Adela, reduciendo a nada sus fracasos,
devolviéndonos a la grandeza de las sublevaciones.
Cuando la acompañé aquella madrugada a casa de sus padres fue mucho
más clara en sus confidencias: lo había abandonado, se había visto obligada a
abandonarlo. Había tratado de suavizar su resentimiento, le había aguantado
inexplicables resquemores, se había sobrepuesto al mejunje enfermizo de sus
celos. Había seguido tolerándolo. Llegó a soportar violentos encierros,
cuando lo atacaban los celos, que delante de los amigos la arrastrara a
empellones a los hoteles del viaje. Todo esto, decía, pudo soportarlo. Creía
que algún argumento sensato lo volvería con el tiempo tolerante. Deseó
hacerle descubrir las oscuras fuentes de su infancia, el comienzo y raíces de
un engranaje biográfico, demostrarle que nada de cuanto se imaginaba
(traiciones, infidelidades, mentiras), nada, ninguno de sus temores tenía
asidero real. Pero el enamorado se apertrechaba en sus ficciones, se
acorazaba en sus odios. No soportaba que Adela dirigiera a otro hombre la
palabra. Se iba en la noche llevándose la llave del cuarto. Volvía en la
madrugada para martirizarla. Guardaba bajo llave sus ropas y leía sus cartas.
Le prohibía recordar tontas anécdotas de su pasado y confesar a los
desconocidos que era madre de tres hijos. Silenciaba la espontaneidad de sus
cantos. La abofeteaba en los buses, se daba trompadas con algún transeúnte
que la galanteara. Borracho y lloroso, en las madrugadas la montaba. Por
generosidad o por amor, lo toleraba, pero empezó a encontrar más repulsiva
tanta tolerancia. No tenía fuerzas para la indulgencia, creía haber agotado las
que le quedaban. Llegaba al colmo de regresar al cuarto de la pensión con
putas recogidas en los bares, ordenando a Adela que las atendiera. Cuando se
despertaba, decía que la adoraba. Deseó tener más aliento, con tal de poder
llevar la relación a un punto tolerable. Hombres o mujeres, a cierta altura de
sus vidas, intentan convencerse de que esa parte de sus amores pueden ser,
por encima de toda evidencia, una experiencia perdurable. Cuanto de deseo
vive en este convencimiento, cuanto de miedo a un nuevo fracaso les asalta,
es enfrentado por la recia voluntad de un paciente que se supone inferior a las
embestidas de la enfermedad. Nada se logrará, se piensa en la serenidad de
las treguas. Y, sin embargo, se sigue adelante. Todo esto me confesaba Adela
camino de su casa. Y no había una pizca de mezquindad en sus recuerdos.
Una voz fría y segura, eso era su voz, todo su cuerpo convertido en una voz
que ya ha perdido la pasión.
–Tenés que ir un día a Buenos Aires –me dijo–. Date ese paseíto
pasando por Quito, La Paz, Lima y Santiago. Si tenés tiempo, métete por
Mendoza para que sepas lo que es la cordillera.
Hablaba con cierto dejo de argentina.
–¿Sabes? Perdóname si me pongo solemne, pero creo que estoy
aprendiendo a quedarme con la Historia, como dice Vásquez –me dijo
aquella noche, cuando la dejé en casa de sus padres–. No puedo más con la
vida privada. ¿Quieres que te presente a mis viejos?
–No gracias. Déjalo para otro día.
Sus padres: él, un funcionario a la espera de jubilación; ella, espléndida
señora de su casa. Desde la separación del Promotor de Llantos y Recolector
de Bolívares Venezolanos, Adela había encontrado en ellos incondicionalidad
y protección. Allí sus hijos se habían hecho mayores, allí diseñaba Adelita
sus figuras de papel maché y rehusaba hacerse a muñecas y otros objetos
extraños a su propia fabricación. En el período de la casa de los tres pisos,
iban a verme y me contaban anécdotas de sus abuelos. Según carta de
Vásquez, el padre los llevaba mensualmente a Miami o Curazao. Van, desde
entonces, a un colegio norteamericano. Visten, desde entonces, chaquetas y
zapatillas norteamericanas. Comen pollos Kentucky y hot-dogs para el gusto
de los norteamericanos. Nada de esto me fue contado por Adela, porque ella
nada quería saber de toda la infeliz mierda programada a gran escala por los
norteamericanos. ¿De dónde venía el desplazamiento de una conciencia
individual, atormentada por las decepciones, a una sensibilidad poco a poco
volcada sobre lo que ella llamaba experiencias históricas? ¿Fue acaso en
Santiago, pudo ser en Buenos Aires? Adela llegaba con bríos políticos antes
desconocidos.
Intenté verla en los días siguientes y sólo encontré recados en la pensión
El Dorado, donde ya soy un huésped familiar, añadido a los cuatro o cinco
miserables que decidieron probar suerte en la ciudad. En un comienzo, muy a
mi pesar, debí aconsejar y recetar a otros huéspedes, pacientes de tontas
enfermedades. Para la propietaria, es incomprensible que un médico de mi
edad viva refugiado en estos cuartos, que para ella son tan sólo habitaciones
de tránsito. No se atreverá a decírmelo, siempre insiste en llamarme doctor,
jamás usa una expresión de excesiva confianza y en las ocasiones en que
Mariano no viene a verme ella misma es quien lo sube a mi cuarto. No espera
que los recados envejezcan en la “recepción”, corre a dejármelos, no siempre
llamándome a la puerta. Prefiere escurrirlos sigilosamente, como si temiera
interrumpir lo que para ella debe de ser una huraña temporada de estudios o
el deseo de una extraña intimidad. No sé de dónde diablos los saca, pero a
veces me despacha los legendarios versos de Fray Luis de León, y en ellos
repite aquello de dichoso aquel que huye del mundanal ruido. Para mí que
debe habérselos escuchado al vendedor de canciones que tiene hace meses de
huésped, éste sí ducho en romances.
–Le vengo a pedir un consejo, doctor –vino el viejo a decirme, cuando
salía una mañana a la calle.
–Mande, maestro –le respondo.
–Es que desde hace tiempo me sé unas coplas y quiero ponerles música
de acordeones. ¿Quiere que le diga unos versos? Óigalos, doctor:

¿Qué se hicieron las damas,


sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
que tañían?

¡Ni más faltaba! ¡Jorge Manrique en la boca del viejo trovador! Siguió
recitándome las coplas y creo que ya tienen música del viejo.
–Magníficas, maestro. Póngales música. Serán todo un éxito –lo
consuelo–. Ojalá tenga aliento, pienso, porque es poco el que le va quedando
en la vida. La patrona lo tolera, nada de confianzas pero lo tolera.
–Es un artista, doctor, y a duras penas levanta para un plato de frijoles –
me dice ella, leal en sus favores.
El descubrimiento de su lealtad llegó a demostrarse hace unos meses y
aunque su complicidad fue de una espontaneidad estremecedora, poco o nada
hubiese significado lo contrario: permitió que agentes secretos entraran en la
pensión, que cuarto a cuarto hicieran requisas, que sometieran a los
huéspedes a interrogatorio. No dijo una palabra del huésped del último
cuarto, arriba de todo. Había olvidado, por rutina, incluirme en el libro de
huéspedes. Subió a mi cuarto y me pidió no salir de allí hasta que me lo
ordenase. Dos horas más tarde volvía a llamar a mi puerta (“es el cuarto
donde meto chécheres viejos”, dijo a los sabuesos). “Ya se fueron” fue la
escueta información que me dio, con una de esas sonrisas que deben tanto a
la picardía como a la ingenuidad.
–¿Qué buscaban?
–No sé doctor. Si buscan a alguien, seguro que no sería ladrón. ¡Ah, se
me olvidaba! Abajo hay una señorita que pregunta por usted.
Era Adela. Al salir la noté excitada.
–¿Recuerdas a los muchachos que guardaste en la casa de la 24?
–No volví a saber nada de ellos.
¿Había venido a informarme sólo eso? Muy pronto, mientras
tomábamos un tinto en La Romana, el restaurante de la avenida Jiménez, me
informaría sobre el objeto de su visita, la primera después de una semana de
notas y recados en la recepción: vendrían sus hijos de Caracas. El magnánimo
padre de las radionovelas se los prestaba por una semana, con todos los
gastos pagados. No es que Adela reventara de felicidad. A primera vista,
parecía reducida por la expectativa, temía el encuentro, le dolía suponer que,
después de año y medio, hallaría a sus hijos transformados en lo que el padre
había querido hacer de ellos. De la misma manera que los familiares de
pacientes accidentados se resisten a entrar al cuarto de hospital donde reposa
una joven que ha pasado por una arriesgada operación y siguientes
intervenciones quirúrgicas, así, y yo diría que con más dolorosa expectativa,
Adela temía encontrarse con tres niños irreconocibles. Debía ir a buscarlos al
aeropuerto y no es que me pidiera una compañía reconfortante. Al contrario,
quería enfrentarse sola al encuentro. Venía a descargar, simplemente, el
malestar que le producía aquella visita.
–Me mandó un cheque para que pagara los gastos de la estancia –
manifestó con indignación–. Debe pensar que no tengo donde caerme muerta.
Terminó de exponer sus temores, con pasmosa frialdad. La época en que
cada una de sus tribulaciones tenía inmediata solución en el llanto, ya no era
su época. ¿No había hablado de su última experiencia amorosa con la misma
distante objetividad? ¿No hablaba del regreso de sus hijos como quien se
limita a hacer un escueto informe sobre el dolor que supuestamente afecta a
los demás? Era increíble que en tan poco tiempo hubiese dejado de padecer
como se espera que uno deba padecer, haciendo de sus heridas un
espectáculo, una estereotipada muestra de sufrimiento y vulnerabilidad. El
cristianismo –diría Millán– ha fijado una serie de comportamientos y entre
éstos está la actitud frente al dolor: quien lo padece debe exhibirlo a sus
semejantes y entre más estereotipado sea el signo que lo revela mayor será la
piedad de quienes viven ese espectáculo. Se ha perdido, si acaso alguna vez
se tuvo, el derecho al dolor privado. En cambio –insiste Millán–, se ha hecho
del sufrimiento un espectáculo, única forma de poner de manifiesto una
virtud tan engañosa como la misericordia, asociada a la enorme benevolencia
de Dios.
Pues no, Adela estaba usando su derecho al dolor privado, no
escamoteándolo, pues para sus amigos era reconocible y real, sino
protegiéndose del fasto, limpiándolo de su amargo y gastado ritual. Estaba
aprendiendo: insinuaba una experiencia desagradable y se desviaba hacia
asuntos escandalosamente banales. Volvía a hablar de Vásquez o me
preguntaba por el catedrático Millán. Por ella supe que Vásquez, siempre en
su rango de cronista de asuntos locales, vivía una estable situación hogareña,
tras una inesperada crisis que lo llevó nuevamente a frecuentar putas
callejeras y burdeles de Lovaina, el barrio de vagabundas de Medellín.
–No sé si lo sabías: la rubita perdió el niño. Tuvo un parto prematuro
que por poco acaba con los dos.
Según Adela, aquel accidente había producido en Vásquez un estado de
zozobra que él trataba de sobrellevar con una loca experiencia prostibularia.
No es que él –decía Adela– le echara la culpa a la rubita. Ella era el único ser
que a su lado podía padecer todo cuanto él deseaba que alguien padeciese
para compensar la intensidad de su pena. No la abandonó. La dejó en el
apartamento que desde su partida de Bogotá había alquilado en la esquina de
Popayán con Manizales (“por una ventana miro las putas y por otra las
recatadas decentes señoras de El Prado” escribía en una de sus postales),
incluso con todas las provisiones y previsiones para la convalecencia. Del
periódico donde trabajaba llamaron a preguntar por él. También de la emisora
donde redactaba informes policiales. La rubita nada sabía de su paradero. Ella
misma se dedicó a buscarlo por toda la ciudad, hasta que supuso,
conociéndolo, que sólo podía encontrarlo si hacía una minuciosa exploración
por los burdeles de Medellín. Fueron inútiles, en una semana, todas sus
pesquisas. Había entrado a casas de citas y cantinas de Guayaquil, al temible
vecindario de Lovaina y a las cantinas aledañas al hotel Nutibara. Le
aconsejaron pasar un informe a la policía. Ella sospechó que no era un
recurso oportuno. Volvió a lanzarse a las calles, restablecida ya de la anemia
causada por el parto. Se expuso sola a los riesgos. Encontró, en cambio, el
horror: había entrado por casualidad a un burdel de Lovaina y descubrió que
no eran mujeres, jóvenes o adultas corrompidas por las enfermedades las que
atendían a los clientes sino niñas de nueve y diez años, con botones
negruzcos en lugar de pezones, con vientres enjutos y culitos de muchacho.
Remedaban, con el vocabulario de las veteranas, su prematura carrera en el
negocio. Vio a hombres de semblante entristecido con las niñas sentadas en
sus piernas. Habían aprendido las técnicas de la prostitución, pues sabían que
entre más excitaran a sus clientes (bastaba un simple sobajeo en sus sexos)
más pronto se librarían por igual precio de ellos. Conoció hombres de una
patética apostura, silenciosos y casi avergonzados en su papel de putañeros.
Como en una lección memorizada, las niñas conocían el léxico que ella
suponía monopolio de las matronas. El horror de esta visión no bastó para
hacerla desistir de su empeño. Como una leal esposa perturbada preguntó a
matronas y mamasantas, a callejeras y chulos de esquina, sin que nadie le
diera pistas sobre el fugitivo, pese a que casi todos decían haberlo visto la
noche anterior. Estas versiones la reconfortaron. Recorrió los barrios bajos,
de Guayaquil a La Toma, de La Ladera al Aeropuerto. Impaciente, empezó
luego a armarse de esperanzas. Iniciada la segunda semana de búsquedas, le
dieron la primera pista cierta: lo habían visto la noche anterior, en plena
borrachera, recitando rimas de Bécquer. También le informaron que, con un
coro de borrachos, acompañaba canciones de Magaldi, justo en la misma
mesa donde parrandeaba Mejía Vallejo, el novelista de Al pie de la ciudad.
La escena transcurría en El Patio del Tango. Una mañana, cuando la rubita se
disponía a iniciar la búsqueda del día, Vásquez apareció sobrio y con un ramo
de rosas rojas en la mano. Se arrodilló a sus pies y le pidió perdón. No me
acosté con ninguna puta, dijo, a manera de oración.
–Estuve con putas –le repitió Vásquez– pero no me acosté con ninguna.
Adela ponía más interés en estas anécdotas que en la llegada de sus
hijos. Después de largas y ya contadas anécdotas sobre Buenos Aires,
preguntas y chismes sobre amigos comunes, dijo tener una cita. Había tratado
de preguntar sobre mi vida, de saber cómo me las arreglaba siendo huésped
de una pensión que, aunque miserable, debía costarme unos pesos. Evadí
cualquier explicación. Era lo único que podía hacer si no quería entrar en
engorrosas justificaciones. Aquí y allá, con las invitaciones de Mariano, con
algún volumen de valor sacado de mi ya extenuada biblioteca, con alguna
pasajera visita a un paciente, por encargo de amigos, había evitado mi caída
en la ruina. No había sido necesario seguir los consejos de Mariano (la teoría
de los puñetazos) ¿Cómo ganarse la vida a puñetazos? ¿Debía acaso buscarlo
para una nueva tanda de consejos, convertirme en socio de la venta furtiva de
esmeraldas? ¿O debía decidir un regreso a casa y pedir socorro a mamá, una
simple carta hablándole de mis dificultades? ¿Tendría que abrir de una vez
por todas el flamante consultorio de médico titulado, dar el brazo a torcer o
regresar al infierno de los hospitales?
Conjeturas de Vásquez

No cayó en la pobreza abismal, pese a que la supervivencia se le fue haciendo


intolerable. En sus papeles, Alejandro asegura que se fue deshaciendo de
precisos volúmenes de su biblioteca y, en efecto, empezó por tratados y
textos de medicina, rematados en las librerías de segunda de la carrera
Décima y la calle 19. Vinieron después los clásicos empastados de Filosofía e
Historia Antigua. Siguió pagando sin retraso la pensión y aunque no dio
importancia a la complicidad de la propietaria, como en el caso de las visitas
policiales, mis posteriores conversaciones con ella descubrieron a una mujer
enternecida por el aislamiento de su huésped.
La mujer no salía de su desconcierto. Para ella, un hombre con una
profesión como la de Sáenz (“¿qué otra cosa hubiese deseado para un hijo, si
lo hubiese tenido?”), merecía un sitio distinto a aquella pensión de
desocupados y parias, mantenida a duras penas por su afectuosa terquedad
hacia el único medio de subsistencia que podía procurarse. En ocasiones, ya
por sistema, cuando las visitas de los agentes se hicieron rutinarias, omitió el
nombre de Alejandro en la lista de huéspedes. Es posible que sospechase de
posibles vinculaciones del médico con organizaciones clandestinas.
Alejandro recordaba, eso sí, el día en que Adela llevó a la casa de los tres
pisos a la pareja de revolucionarios. Aunque fue parca en sus informaciones,
Adela confió en él, olvidándose de sus reservas. Pensaba que Sáenz
atravesaba un período, si no disolvente, al menos sí contradictorio, apoyado
en toda clase de incertidumbres y desafecciones. No debió de extrañarle el
que semanas después del último encuentro, cuando habló de la fuga
prostibularia de este servidor, él le confesara que abandonaría por un tiempo
la pensión El Dorado. Dejaría allí, aprovechando la simpatía de la patrona,
gran parte de su equipaje. Adela dice no haber pedido detalles ni alimentado
sospechas. Durante dos semanas, ninguno de sus amigos supo de él. Muchos
pensaron, entre otros Mariano, que había regresado a las costas del Pacífico.
Había hablado con estupor de comunidades de negros tuberculosos, de vastos
territorios azotados por el paludismo y la tifoidea, de seres bondadosos por
encima de la postración, dados, por fuerza del aislamiento, a la indolencia, de
hombres y mujeres aferrados a ritos ancestrales.
–El doctor salió por unos días. Dijo que iba a visitar a unos parientes –
fue lo que le dijo a Mariano la propietaria de la pensión.
Adela se había restablecido del golpe que significó la visita de sus hijos,
hallados en un estado de estupidez más desalentador del que ella había
imaginado. Eran piezas irrecuperables, decía Adela, dentro del engranaje de
su padre.
Fue cuando la vida de Adela dio un giro inesperado.
Cientos de familias, confinadas a la intemperie en una barriada del sur,
no lejos del centro de Bogotá, iniciaron una extraña marcha de ocupación: de
la noche a la mañana, en una operación que se supuso largo tiempo planeada,
invadían un amplio sector despoblado, donde levantaron sus primeras
viviendas. El episodio no tuvo nada de excepcional. Lo que le confería una
dimensión legendaria era la rapidez e ingeniosidad de la empresa: en
veinticuatro horas, cinco mil personas construyeron, con impecable simetría,
lo que sería al día siguiente una ciudadela. “Ya habrá tiempo de persuadirlos
de que abandonen lo que no les pertenece” debieron pensar las autoridades
locales.
Una semana más tarde, los habitantes se duplicaron. Donde sólo se
habían fijado paredes y techos de hule y lonas viejos, empezó a verse un
modesto equilibrio entre la necesidad y la belleza. Organizaron la vida de la
comunidad, nombraron responsables y, mucho después, habría de saberse que
organizaron cuerpos rotativos de vigilancia. Tuvieron que socializar la
miseria. Se levantó una escuela y, rematada con un techo de zinc agujerado,
tapado con parches de brea, lo que en pocos días sería una iglesia. Nunca
tuvieron sacerdote y los creyentes debieron conformarse con la devoción
privada. Surgieron voluntarios de todos los oficios, alfabetizadores y
enfermeras. Todos recordaban éxodos e invasiones iguales, pero lo que no
tenía precedentes era la fundación de aquélla enorme ciudadela.
Sólo diez días habían transcurrido desde la primera madrugada. Adela,
al tanto de los acontecimientos, se enroló en las brigadas de voluntarias y
empezó a vivir entre los ocupantes. En la primera noche cantó las primeras
canciones de un nuevo repertorio. Se había hecho de la improvisación una
necesidad y del desinterés una moral. Cantó al coraje de los ocupantes,
participó en las brigadas de limpieza y se ensució las manos con el barro con
que construirían los primeros ladrillos. Dijo haber cantado, por pedido de los
espectadores, boleros antiguos de Agustín Lara. En el frío remanso de las
noches andinas cantó para diez mil espectadores, canciones para el corazón y
versos para el entusiasmo. Propuso equipos de creatividad y soñó con su hija
haciendo figuras de papel maché, tejiendo con fibras de fique sobrantes.
¿Había vuelto Alejandro a sobrevolar el río Atrato y recalado en las
costas de Bahía Solano? ¿Había sucumbido apuñalado en una de las
encrucijadas que frecuentaba como si fuera uno más de los desesperados? Al
examinar las notas no desarrolladas en sus papeles se excluyen experiencias
como las de la ciudadela. Temió, posiblemente, que la fugacidad de la
empresa sería mayor a su entusiasmo. En diciembre de 1969, Sáenz anota una
rara por la infrecuente aventura “amorosa”. Narra haber conocido a una
“hermosa señorita” del barrio Santa Fe y haber entrado en relaciones con ella,
primero como cliente y luego como visitante regular de la casa, cuando la
mujer renunció al cobro de sus honorarios. No hay, en la brevedad del texto,
ninguna consideración novedosa. Un moroso regodeo en su prosa deja ver
que si no afectuosa la intimidad se mantuvo desde el primer momento. Sólo
un eufemismo permite saber que se trata de una puta y breves descripciones
del entorno descubrir que trabaja en un burdel destinado a clientes de
figuración pública. Ni exaltación ni repudio se experimenta en la lectura de
aquellas cinco páginas de corte autobiográfico. Hasta las horas de visita son
consignadas, así como los momentos de espera. Nombrados con las letras del
alfabeto enumera algunos habituales y es fácil advertir que X es uno de los
que con mayor frecuencia encuentra en la casa. No hay descripciones
eróticas: se limita a narrar el comienzo y final de su encuentro con la joven, a
quien en algún momento califica de “sensible y poco experimentada
muchacha de clase media”. Las cinco páginas son, antes que el esbozo de una
narración, extrañas ayudas de memoria. ¿Fue antes o después de su salida de
la pensión El Dorado? De no ser porque los diarios registraron con
espectacular efectismo especulaciones sobre las posibles pistas de un
secuestro, aquella experiencia hubiese sido sólo accidental en la vida de
Alejandro. ¿Debo suponer que lo fue? Todavía hoy, no sabría decirlo. Quiero
pensar que en la casa de esa “sensible y poco experimentada muchacha de
clase media”, prostituta para clientes de lujo, Alejandro cumplió la primera
de sus “misiones” clandestinas: intimar con el industrial (X en sus apuntes),
como un cliente más del burdel, conocer la regularidad de sus horarios,
averiguar sobre la vulnerabilidad de sus familiares, reseñar sus hábitos.
Nunca implicado de hecho en la ejecución del secuestro, pudo haber servido
de informante. En el burdel se dio a conocer como representante de una
compañía de seguros y, al parecer, fue escudado por la prostituta que, sin
sospecharlo, le sirvió en la preparación de los informes. No es por azar que el
potentado haya sido secuestrado, según los investigadores, a sólo dos cuadras
de la casa del barrio Santa Fe. Durante dos días se mantuvo en secreto la
identidad del secuestrado, quizá por deseos expresos de sus familiares,
temerosos de que pudiesen introducirse averiguaciones privadas. Apenas se
asoció el secuestro con sus visitas al burdel de Verónica Le Blanc, se ventiló
el nombre de la matrona, almiga y alcahueta de expresidentes, senadores,
oficiales del Ejército y comerciantes acomodados. Cinco días de vagas
informaciones llevaron a los familiares a la exasperación. Consideraron
inoportuna la intromisión de las fuerzas policiales. Haciendo caso omiso a las
advertencias de Seguridad, accedieron a las condiciones de los
secuestradores, cuando ya media Bogotá había sido allanada, doscientos
sospechosos encarcelados, veintitrés universitarios torturados y una
residencia de muchachas sometida a toda clase de desmanes. El industrial
apareció ileso, tal vez un poco debilitado por los cambios de escondite en la
semana de encierro. Ninguna publicación, por temor a ser desmentida, omitió
sus declaraciones: había sido tratado con tremenda cordialidad y para muestra
traía dos libros regalados por sus secuestradores: Cien años de soledad y El
origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, éste ya leído en sus
años de universidad. Evadió las preguntas capciosas, ironizó sobre su
encierro y al preguntársele por el monto del rescate dijo que pronto lo sabría
el ministerio de Hacienda en su declaración de renta.
Sí, Alejandro estuvo implicado en el caso. Pero tal como había
prometido a la propietaria de la pensión, regresó en el tiempo previsto y
ocupó el cuarto de siempre. La patrona se había dedicado, en su ausencia, a
pintar las paredes de la habitación, que Alejandro encontró con uno que otro
decorado, insignificantes, tal vez cursis detalles, pero detalles de una mujer
que sentía crecer el ambiguo afecto de una madre y los celos secretos de una
amante.
Las visitas de Mariano Rivera se reanudaron, no así las de Adela:
continuaba al frente de una brigada de invasores y apenas dormía en su casa,
de la misma forma como, en la época de la calle 24, se había dedicado a la
extenuante trifulca de nuestras parrandas. Día a día, las versiones de lo que
ocurría entre aquellos diez mil seres adquirió el carácter de escándalo. Se
habló de una conspiración de fuerzas oscuras, presumiblemente extranjeras.
Se dieron órdenes de infiltrar agentes de aspecto desarrapado, disfrazados de
pobres inmigrantes. Decían venir de las montañas del Cauca, adiestrados en
la jerga suspicaz y resignada de los campesinos indígenas. Fueron
descubiertos, un día después de su llegada, por una respuesta que los
delataba: siendo nativos del ramal occidental de los Andes, no sabían con
exactitud dónde nacía el río que atravesaba de sur a norte la región azucarera
del Valle. Se les sometió a juicio colectivo y fueron condenados a salir en
pelotas por el lado opuesto al de su entrada, que no era otro que el pozo de
aguas muertas donde fueron rociados con excrementos. Vinieron señoritos
dadivosos con ropas que decían haber condenado en la última temporada, y
se les pidió ir a hacer sus obras caridad a otro lado. Las ropas habían sido
robadas en un almacén del centro de la ciudad. Mientras tanto, en las
esquinas de las calles, de trazado regular, goteaban las tomas de agua, a lado
de lavaderos donde las mujeres masticaban hojas de tabaco y entonaban
coplas de la época colonial. Nuevamente volvieron, con otra táctica y más
complejo disfraz, los agentes provocadores. Se les vio llegar, se les siguió de
cerca sin que se enterasen, se les dio techo y pan durante una semana.
Cuando fueron incapaces de cocer una docena de ladrillos en el horno
fabricado por los ocupantes, se les pidió –con maliciosa amabilidad– que
cambiasen de trabajo y de lugar. A partir de una fecha, ahora imprecisable,
sonaron disparos en distintos puntos de la ciudadela. Veinte mil ojos
vigilantes asomaron por los cuatro costados. Al día siguiente se decidiría, con
votos de los mayores de catorce años, incluyendo mujeres y ancianos, cuáles
serían las medidas de seguridad para evitarlos o enfrentarlos. Tres noches
después no fueron disparos: una carga de dinamita explotó en los surtidores
de agua, tres perros del vecindario aparecieron colgados en la enramada que
hacía las veces de iglesia. Doce horas después ya se habían habilitado y el
vecindario lavaba sus ropas como si nada hubiese pasado o sólo hubiese sido
un necio petardo de carnaval. Los niños lloraron la muerte de los animales,
dejaron de asistir a la escuela y se les vio llevando cuadernos por los rincones
del gran barrio, leyendo fábulas de Samaniego y de Rafael Pombo con aire de
distraídos o tontos, cuando en verdad eran números de la vigilancia. Durante
treinta y seis horas se escuchó un ronroneo ininterrumpido de automotores,
pero las actividades de la ciudadela siguieron su curso habitual, como si se
tratase de asistir a una película de guerra que de tanto verse ha perdido el
interés de su trama. El ruido de los automotores se hizo más próximo y
ninguna señal dio a entender que hubiese crecido el temor a un próximo
ataque. De los cuatro extremos de la ciudad regresaron, a las seis y media de
la tarde, los que habían conseguido trabajos a destajo: se les sirvió sopa de
fríjoles, un poco de arroz y un huevo frito. Los niños, atravesando el barrio
que habían visto crecer, fueron los primeros en advertir lo que para ellos fue
un ruido demasiado extraño. Los mayores supieron que volaban helicópteros.
Volarían toda la noche y parte de la siguiente madrugada, en diciembre
húmeda y gélida por la intensidad del invierno. En el centro de la ciudad, en
las avenidas que la atravesaban de norte a sur y de oriente a occidente, se
vieron luces de colores, almacenes enfestonados, vitrinas con arbolitos
nevados y bolas de cristal salpicadas de minúsculas estrellas fosforescentes.
Era el anuncio de la Navidad. En los espacios donde años atrás había sido
diseñado un modesto pesebre con figuras de barro, se instaló la estupidez
glacial de Santa Claus. Los fieles de la ciudadela habían plantado árboles que
caprichosamente podados daban la impresión de altos pinos mediterráneos.
Adela adaptó música de villancicos a letras concebidas por espontáneos y
juglares.
Los helicópteros, retirados en la madrugada, volvieron a sobrevolar
cuando se despejó la niebla de la mañana. Fueron los niños los primeros en
advertir que uno de los costados, pesados bulldozers avanzaban a ritmo
regular: ni un gesto, como si se tratara de un esfuerzo innecesario, fue
proferido en aquella mañana del 17 de diciembre de 1969. Se escucharon
entonces las primeras amonestaciones desde los altoparlantes:
–Les damos doce horas para abandonar el lugar.
Los niños miraron a sus padres y las mujeres a los niños que
interrogaban a sus padres. Todo cuanto podía hacerse había sido decidido,
quizá antes de la llegada de los primeros cinco mil habitantes y los cinco mil
que siguieron. Las mujeres, con sus pequeños en brazos, y los hombres, de la
mano de sus hijos menos pequeños, trazaron un rectángulo, dándose
fríamente la espalda: era la medida exacta para cubrir la ciudadela por sus
cuatro costados. Todos, con el ceño fruncido, con la indescifrable altanería de
los humillados, se movieron como piezas de un singular juego de ajedrez: el
rectángulo empezó a ensancharse hasta cubrir las fronteras del lugar. Los
helicópteros siguieron volando. Y los Caterpillars avanzando.
–Si nos van a matar, que nos maten –dijo uno de los ancianos.
Una quieta línea humana esperaba.
Sorpresivamente los helicópteros se retiraron. Los bulldozers dieron
marcha atrás.
–Tranquilos –dijo otro anciano–. Por hoy no joderán más. Todo este
escándalo es para ahuevarnos.
En una de sus cartas Adela me describió el episodio de aquella mañana.
Dijo que aún vivía la amenaza de lo que, hasta entonces, había sido simple
intimidación. Los niños, que sólo habían visto helicópteros en revistas
recogidas en los portales para vender con periódicos, botellas vacías y latas,
pidieron que se les explicase cómo aquellos aparatos podían volar y detenerse
en el aire. Adela se vio obligada a consultar manuales de aeronáutica, de
donde salió su canción sobre la ley de gravedad.
¿Vivía definitivamente entre ellos? Sólo en los días de mayor ajetreo.
Había estrechado relaciones con sus padres y temía molestarlos. Mariano dijo
que, después de semanas de no verla, la había encontrado de tan satisfecha
casi irreconocible: sólo hablaba de su trabajo en la ciudadela.
Hay una inevitable dosis de conjeturas en esta parte de mi informe. Con
el tiempo uno aprende que “la realidad” no es la sucesión de episodios
ininterrumpidos, la relación de uno a dos y tres sino los rasgos que traza,
entre otros tantos superfluos, una conducta individual o un acto colectivo
sujeto a toda clase de versiones: el beso que se da y anuncia, por su
intensidad, el grado de amor; el ceño que se frunce y concentra la muda
alteración venida del dolor o la rabia.
¿Mi padre? Sólo por azar veo su retrato en los periódicos, en comisiones
de diputados, al lado de ministros y gobernadores. ¡Doctor Anselmo Sáenz
Plata! Cuando pretendo imaginar una retrospectiva y verlo en la preparación
de su ascenso, me pierdo en los detalles, como si al final sólo me quedase la
imagen inmóvil del mediador en litigios insignificantes, juez asalariado,
primero, medianamente considerado, después. ¡Hasta de casa se han mudado
y a ella fui en mi última visita! Tengo la evidencia de su ascenso social y aún
recuerdo sus “causas memorables”. Por mucho que trate de reconstruir las
intimidades de su pasado hasta llegar a la vergüenza de su presente, me
resulta casi siempre imposible. Mamá escribe describiéndome la nueva casa,
ignorando u olvidándose que estuve en ella, que recorrí sus dos pisos, sus dos
garajes y el cuidado jardín con perrera. Dice que me extraña y que cuando
quiera tendré reservado mi cuarto. No permite que nadie lo ocupe. Deben
mientras tanto haberlo amueblado, suponiendo que en cualquier momento
decidiré mi regreso. Por ahora, los pone a bailar el torbellino de la
prosperidad. ¡Han llegado a ser sus mejores clientes! Por todas partes el Club
elige, en un lugar aséptico y privilegiado, los terrenos de su sede, cuidándose
de tenerlos apartados de barriadas y antros de promiscuidad.
–¿Cómo está usted, doctor Sáenz Plata? –imagino que le preguntan a mi
padre.
–Muy bien. ¿Y usted, señora Palomino? Se le ve estupenda y fresca –
dirá mi padre, galante.
–Salúdeme a su señora, doctor –dirá su interlocutora.
–De mil amores. Y gracias.
Recuerdo la nueva casa, en un conjunto cerrado. Para defenderse se
amurallan, alquilan guardianes e instalan porteros electrónicos. “¡Cuidado,
don Anselmo, con los sospechosos! Si ve algo raro, no vacile en abrir fuego”.
¿Temen que un día la horda, la infame plebe se decida al asalto? Ponen
circuitos internos de televisión y pagan mal a dos mestizos analfabetas que
sirvan de guardaespaldas. El pánico les come los nervios y el pellejo. Quieren
verse, en las apariciones públicas y en las mismas pesadillas nocturnas,
objetos de una gran cruzada de perseguidores. Pero mi padre tiene aún aliento
para programar viajes fastuosos, grandes negocios, campañas de impacto, el
mejor futuro de su carrera. Papá no ha llegado aún al Parlamento, es
Honorable Diputado. Pero está en el buen camino, niño aplicado de la
escuela. Vigila y estimula sus rentas, es celoso cobrador de deudores
morosos. Como en los mejores tiempos de Chicago, aparece con ajustados
sacos de innumerables botones que relucen una vez cruzado, cuando es
enviado a la capital. Viste en tierra caliente el blanco inmaculado de un traje
de lino de exportación, exhibe corbatas y pañuelos de seda italiana. Mamá
dice que papá se ha vuelto coqueto y zalamero, lo que equivale a decir que
sospecha de sus amantes. No sólo se alimentan las cuentas bancarias.
También se metamorfosea el estilo de las amantes, que ya no son callejeras
sin trabajo o desabridas secretarias. Ahora son jóvenes muchachas con
apartamento propio en un barrio apartado, una mensualidad. Hay que
mantenerlas calientes y dispuestas a recibir al protector. “¿Está contenta,
mijita?”. “Enamoradísima, mi amor”. Si papá se ha adaptado al método del
enriquecimiento ligero, debe de haberse acomodado también a las
condiciones de las nuevas amantes. Se trata de tenerla cerca, de no dejarla
resollar, no sea que a la distancia se vuelva más avarienta y cambie de cuenta
bancaria y de catre. ¿Por qué dudarlo? También debe llegarse a esto, lo que
tal vez importe poco a mamá, entretenida ahora en sus obras de beneficencia.
La noción de padre se mantiene mientras vive el respeto o la admiración.
Cuando han desaparecido, sólo existe un lejano vínculo biológico. Se pierde
la idea del padre como se ha perdido la idea de Dios: de uno y otro no
recibimos más que decepciones y fraudes. ¡Dios ha muerto, muera el padre!
En un lugar de nuestra conciencia debería inscribirse esta sentencia, para
ejemplo y menos desengaños de las generaciones venideras.
Esta es la clase de reflexión que me hago al evocar la existencia de mi
padre. Desde la pensión El Dorado supe de sus viajes, sé que encabeza
comitivas y comisiones regionales. Supe que se envanece diciendo que tiene
un hijo médico ejerciendo humildemente en pueblos pobres. Este dato
contribuye a la grandeza de su causa, dirigida la cacería de comunistas y
revoltosos. Papá, que en años anteriores hablaba del remozamiento del
liberalismo en las fuentes socialistas, no tardó en plegarse a la
conservatización de sus antiguas convicciones. Resulta más reconfortante en
la administración de sus inmuebles, en su oficio de abogado defensor de
contrabandistas y funcionarios corruptos. Mamá cuenta que no teme por su
salud, en un tiempo quebrantada. Desde que papá se revelara como un tímido
conspirador contra la dictadura de Rojas[†], había perdido la posibilidad de
una enfermedad sorpresiva, pues sus cuidados, con la prosperidad, se habían
intensificado. ¡Nada le sucederá, podrá esperar en paz que la rueda siga
girando a su favor!
No bien salgo del desorden de las introspecciones vuelve a dominarme
el fárrago de la pensión. ¡Los niños, los gritos del vecindario, el pregón de los
vendedores! ¡La mirada de ternera enternecida de la propietaria, los clientes
que me cuentan sus calamidades y los desocupados y las putas de tránsito! La
complacencia de la patrona es insondable, las putas que hacen la calle y se
refugian en la Plaza de las Nieves me cuentan que la competencia se vuelve
insoportable. Tienen que emigrar hacia la carrera 13 pero allá tienen la
competencia de los travestis. Los vendedores de tonterías arreglan sus
maletas y se lanzan a la carrera Séptima. Y el olor a sopas recalentadas
inunda el vecindario. ¡Cómo ofenderían el refinamiento culinario de mi
madre!
Y, de nuevo, la gentileza de la propietaria. “Doctor, vienen los tiras,
métase a mi cuarto”. Que me espera abajo, que si quiero un caldito de pollo,
que ha llegado Mariano, que en la recepción me espera esa muchacha. Toda
una gran dama de buenas maneras y complicidad. Viuda, para rematar. Y tras
su viudez, cuando se hizo a un amor ilusorio, el amante se largó llevándose
cuanto ella le había confiado. Viene a traerme caldos humeantes y panes
tostados que deja en un butaco, a la entrada de mi cuarto. Desea que la quiera
con ese piadoso, desinteresado amor entre un huésped y su protectora. ¡Un
enorme corazón para otra época, dado sin cizañas a la lealtad!
–¿Quiere traer a una amiga? Pues tráigala, doctor.
–Hombre, qué amable de su parte. Pero por ahora ninguna me parte el
corazón.
–No le creo, doctor –y se carcajea.
¿Sospecha que quizá Adela quiere meterse en mi cuarto? Sube a
avisarme que me espera. Adela o Mariano, le es igual. Con las llegadas del
poeta aumenta su complicidad. “Buen mozo, todo un machote ese Mariano”.
Y Mariano, para complacerla, le recita romances, de Francia partió la niña/
de Francia la bien guarnida, versos de Espronceda, historias de amores
sublimes y arriesgados, versos para las flores muertas, baladas para las
pasiones otoñales. Un día, al terminar uno de aquellos romances, le mandó la
mano a las nalgas. ¡Había que verla! En mucho tiempo, nadie le había dado
un manotazo en sus grandes y carnosas nalgas, endurecidas por la templanza.
Va y viene todo el día, de la “recepción” a los cuartos y apenas los domingos
se permite un paseo mañanero, cuando ha hecho de camarera y fregona.
Registra los nombres en un viejo cuaderno, del que puede desprender las
hojas que quiera. Insinúa contarme la comezón de sus deseos, que no han
sido a los cuarentaitrés años más de dos, todos inconsolables. La pensión le
da para la subsistencia, una vez pagado el alquiler de estos cuartos, el
impuesto de comercio y los sobornos a la sanidad. “Lo que quisiera, doctor,
es pegarme un viajecito a la costa”. Me ha permitido entrar en su cuarto y en
la mesa de noche tiene una fotografía de bodas que domina el lado derecho.
“Cinco años, sólo cinco años” me confesaba. “Y no sé decirle si lo que sentí
fue eso que llaman felicidad”. Se amarga pensando, que al menos, un hijo
debió darle, pero ese hijo, en cinco años, fue un deseo extraviado. “Cuando el
médico me dijo que no podía dar familia, pensé que mi marido me iba a
abandonar”. No la abandonó, continuaron en el mediocre amor, peleándose y
reconciliándose, amándose y golpeándose. “Bebía y para mí que era
despecho porque vivía ilusionado con lo de nuestro hijo. Entonces era cuando
me pegaba, me insultaba. ¿Le cuento? Yo ni chistaba. La culpa no era de él,
era yo la que tenía los ovarios”. ¡Tanta enfermiza comprensión! Fue ese día,
el único que reservó para sus confidencias, cuando dando salida al vacilante
orgullo de una hembra, me hizo mirar la curvatura de su vientre, la recia
complexión de sus muslos. “No lo tome de mal, doctor, pero digan lo que
digan una se siente todavía mujer”. Tuvo un minuto, un asomo de infantil
felicidad, salido de la complacencia de sentirse mirada. Se había puesto de
perfil, una mano sujetando la falda y la otra cruzada sobre sus pechos,
grandes pechos intactos. Con los ojos levantados hacia el cielorraso parecía
un daguerrotipo de otras épocas, la muerta escena de un drama. Y no, no
había allí ni una pizca de morbosidad, la más leve sugerencia. Cuántas veces,
sola, socorrida por los llantos, habría vivido idéntica escena, me preguntaba
al salir del cuarto. Con ese gesto sellaba para siempre su complicidad.
Imaginé después, en aquellas escaleras y en la oscuridad de los cuartos, la
repentina visita de mis padres. ¡Les habría dicho que vivía con la propietaria
de esta suntuosa pensión! ¡Médico titulado y chivo, chulo de una pobre
hotelera! ¿Lo imaginé o hizo parte de mis sueños?
Había una relajante perversidad en el hecho de imaginar la visita de mis
padres a la pensión: los veía llegando a una polvorienta recepción sin
mostrador ni teléfono, preguntar por el hijo médico, ser guiados por la
patrona a través de las escaleras con un chorro de luz proveniente de los
patios interiores. Los sentía tocar a mi puerta. Un rostro demacrado salía
entre el vaho de las sábanas y el hedor de los sanitarios enfilados en el
pasillo. Los veía insinuar un abrazo, adelantarse al apretón de manos del hijo
perdido, pedirme que saliéramos a la calle, sólo queríamos saludarte/ saber
cómo te va la vida./ No nos explicamos qué haces, qué comes/ y yo a punto
de decirles que té, riñones de cerdo y tostadas, toda una dieta para mi
Bloomsday. Los invitaba a pasar, a sentarse en cualquier parte, encima de la
cama sin arreglar, al lado del armario tambaleante y los papeles garabateados
de mi mollymonólogo interior. Muchas veces los imaginé aceptando mi
invitación a la pensión El Dorado. Subirían las escaleras evitando los
tropezones con callejeras y borrachos, me pedirían que regresara al hogar,
ofrecerían pagarme la apertura de un consultorio médico, hay que decidirse a
hacer algo en la vida, no dejarse comer por las desilusiones, cualquier cosa a
condición de abandonar la inmundicia de este hotel. Y me solazaba con la
firmeza de mis rechazos, como si, sometido a los escondidos mecanismos que
la vanidad teje en nuestra imaginación, fuera yo otro de esos seres que
imaginan las circunstancias de su muerte sólo para saber dónde empieza y
termina el afecto, el odio o la indiferencia de los demás. En ocasiones, era yo
quien llegaba sorpresivamente a una sesión de la Asamblea donde mi padre
se las ingeniaba para sacar adelante un proyecto de ordenanza que
beneficiaba los negocios de algún socio, no directamente a él, sino a sus
protectores, digamos una reducción al impuesto a terrenos destinados a
futuras fábricas, subsidios a los inversores en esta u otra industria, un
proyecto que permitiese préstamos de bajo interés, maniobras mediante las
cuales la democracia tomaba la forma de un embudo que en el canal más
estrecho era mamado y chupado por sus inspiradores. Allí, sin hacer caso al
orden de las interpelaciones, le salía al paso con preguntas que eran a la vez
acusaciones (¿cómo hizo, doctor, para que la policía, por ejemplo, desalojara
a cientos de inquilinos de casas que se derribarían para construir un edificio
de veinte pisos; cómo se las ingenió para que la municipalidad decidiera
favorecerlo con la concesión de lotes destinados a urbanizaciones de interés
social, siendo usted abogado de las inmobiliarias; cómo logró que pasaran sin
los impuestos reglamentarios de aduana tantas toneladas de
electrodomésticos; qué artimañas puso en juego para que el trazo final de una
carretera no fuese el previsto y su desvío favoreciera en la revalorización a
uno de sus clientes?), interpelaciones que por lo inoportunas no eran menos
escandalosas, sobre todo si me imaginaba anunciando que no era uno de los
conocidos enemigos del Honorable Diputado sino el mismísimo hijo de su
leche y su sangre, en fin, imaginar estos episodios me fortalecía o me llevaba
a un sorpresivo ataque de risa, no tanto porque representasen un tema literario
como por la satisfacción que me proporcionaba pensar en estas situaciones y
conseguir un tranquilizante efecto psicoterapéutico.
Desde que vivía en la casa de los tres pisos pretendí, con mucho fervor y
bastante incoherencia, dar continuidad episódica a mis escritos y al
accidentado curso de mi imaginación. Me encontré haciendo una fragmentada
crónica de cuanto aparecía dentro del caos de mi vida, no tanto por el deseo
de elaborar una ficción como de poner orden al entrevero de apetencias y
antipatías. Me puse a veces a corregir aquellas páginas. Otras veces,
decepcionado, las abandoné entre carpetas, libros leídos y otros papeles.
Prefería la experiencia que me enfrentaba como lector a los libros. Sospechas
que en mi generación o en muchas otras generaciones, escribir era una tarea,
ya no de extremo rigor ante la palabra como de balbuciente artificio de
orfebres del gagueo, argumento y sospecha comprobada en la proliferación
de obras nacionales muy pronto olvidadas o quizá nunca mínimamente
recordadas, simple ejercicio de grafómanos o de gramáticos, listas
catalogadas de versificadores, narradores de baratijas e historiadores de
intimidades, policías del lenguaje cuando no de sí mismos, acción de
castrados, nunca la verdadera vida, la verdadera historia o el entramado de la
imaginación en ésas tan efímeras como odiosas páginas de letrados y
epígonos, nunca el estallido de la inteligencia sino, a lo sumo, un amago de
lucidez escamoteado en la facilidad del fuego fatuo. Así como la experiencia
con las mujeres nos conduce a escarbar con más ahínco en las entrañas del
amor, de la misma manera la frecuencia de los libros nos lleva a una
desinteresada práctica de escritores. Era cuando decidía recoger mis
confesiones, darles una sucesión, someterlas a la inteligibilidad, como quien
sospecha que algún día podrán servir, no tanto para demostrar que allí se
intentó una creación como para dar sentido a un itinerario, los fragmentos de
un destino interrumpido o los pasos previos a una vida malograda, cualquier
cosa, el áspero golpear de una experiencia, la evidencia de un viejo sueño, el
placer de una sensación que se escapa, el miedo a la caída, la voluntad de la
elevación, nuestra presencia en el mundo y el mundo presente en nuestro
entusiasmo o desinterés. Así se han ido acumulando mis papeles, así los llevo
conmigo, persisto en mantenerlos y busco mi identidad al releerlos, quizá
como lo hacen aquellos viandantes que por temor a extraviarse en el
enmarañado espacio por el que algún día deben regresar van dejando huellas,
señales, trozos de tela, estacas, hojas secas que indicarán el regreso. Y
aunque no acabe de encontrar las huellas de aquella identidad y ante estos
papeles me detenga en preguntas, ya no las que escribo como las que
interpongo en mis lecturas (¿interrogar un libro no es acaso sobre todo el
equivalente de cuanto en ese sitio habríamos preferido decir?), sé a ciencia
cierta que se trata de incertidumbres. Así, pues, también caben mis
inquisiciones sobre papá, imaginarlo en una imprudente visita o imaginarme
interrogándolo. Sé que aún reposa en mí un fardo de amargura, que no
alcanzo a desprenderme de lo que me entorpece ni a saltar sobre los
obstáculos. Entonces cedo y me desplazo hacia la visión de los demás, como
debí desplazarme hace poco a registrar la visita que sin esperar nos hizo
Werthercito.
¡Volvía y quería saludarme! Pasó muchas veces por la pensión antes de
encontrarme. Es una pena que su llegada (un viaje de reconocimiento,
anunció) no contara con los tumultos de la casa de los tres pisos, donde lo
habíamos despedido y donde Vásquez, para ser fiel al fastidio que le
producía, lo expuso a su última diatriba. Werthercito había engordado. Ya no
vestía sus antiguos trajes de abogado, terno oscuro, chaleco y corbatas
brillantes. Exhibía una incalculable colección de bufandas, un armario de
pañuelos, suéteres de cuello alto, zapatos italianos y un acento que los viajes
habían anclado en la neutralidad.
Todo le parecía irreconocible. Preguntaba dónde quedaba éste u otro
sitio de Bogotá, si sus amigos vivían en la casa de siempre, quién saldría
elegido presidente en las próximas elecciones, cuándo empezaría la
temporada de lluvias, en qué marca de cerveza podía confiar, si había alguna
cerveza que igualara a la Carlsberg o a la Schultheiss. Lo hacía con un tono
de supremo candor, como si no fuese nativo de estas calles y no hubiese
pasado su vida en la ciudad. Preguntó por Adela y no quise informar sobre su
paradero. Le di pistas falsas, anunciándole que había dejado de cantar.
Werthercito se mostraba desconcertado. Es posible que ni me escuchara.
Hablaba de sus viajes, de sus conquistas amorosas y de sus éxitos literarios,
traía en su haber una nueva lista de celebridades, decía que este era un viaje
de vacaciones, que en un mes regresaría, tal vez a Alemania, nadie es profeta
en su tierra. Hablaba sin parar. Ya no glosaba a Novalis sino sus periódicos
encuentros con Gaston Bachelard, a quien al parecer había instruido en un
complejo psicoanálisis del fuego en la región fronteriza entre Cundinamarca
y Boyacá. Tuteaba a Günter Grass, largaba confidencias sobre Jean Genet y
decía que, en viaje de placer a Marruecos, habían recorrido juntos las calles
de Tánger. Evocaba una semana pasada en casa de madame Nathalie
Sarraute, donde, de paso estuvieron Claude Simon y un marsellés
principiante que a todas horas llamaban Le Clézio. Todas y cada una de estas
referencias fueron hachas por el letrado. Eran lo más corriente y natural. En
Italia había asistido a una cena con Alberto Arbasino, a instancias de la
espléndida Elsa Morante (“qué pena, Moravia estaba de viaje”). Habían
hablado extensamente sobre Scott Fitzgerald, sobre las películas de John Ford
y sobre una novela poco conocida de Döblin, al parecer Berlin
Alexanderplatz. Fue divertido saber que todos admiraban a Mata Hari. La
tertulia con los italianos transcurrió mientras saboreaban un livianito vino
toscano. De la cena habían salido a encontrarse con Pier Paolo Pasolini,
ocupado en la filmación de “unos cuentos de Boccaccio”. ¡Todo un encanto!
Éste le habían dado tarjeta de presentación para Giulio Einaudi,
recomendaciones para Giangiacomo Feltrinelli, invitado aquellos días a La
Habana por Fidel Castro. De la península, la primera del mapa, de sur a norte
y empezando por el estrecho de Gibraltar, hablaba con indulgencia, aunque
no dejó de reseñar conversaciones con Camilo José Cela, quien le ofreció a
las pocas semanas su casa en Palma de Mallorca, “la Bonanova, se llama”,
siempre repleta de verduleros y muchachas. En un octubre amarillento por las
hojas del otoño, había desembarcado en la Feria del Libro de Frankfurt,
donde se reencontraría de paso con su queridísimo Heinrich Böll, tenía
algunas preguntas que hacerle de Opiniones de un payaso (“a efectos de un
ensayo sobre la aventura de Schnier en el metro de Colonia”, ensayo que ya
casi había terminado). Para el viaje había llevado una apretadísima obra de
Curtius sobre la literatura europea medieval y un manual, ya clásico, “debido
a la injustamente olvidada pluma de Brandes”, ¡qué pena!, se le había
quedado en un asiento de Lufthansa, todo por estar flirteando con una
muchachita preciosa de Danzig, “la ciudad que tanto sueño le ha quitado a mi
dilecto colega Grass”.
Werthercito me despachó todas estas confidencias en una hora, antes de
que, para librarme, pretextara tener un compromiso en El Dorado.
Nuevamente, sin esperarlo, me proporcionaba el olvidado placer de la farsa.
Dijo, al despedirse, que se instalaría un tiempo en una cabaña de los Alpes
(“Max Frisch la usa muy poco y prometió prestármela por una temporada”),
antes de decidir si aceptaba o rechazaba una cátedra en la Universidad de
Bielefeld, “un centro estratégico para recorrer a mis anchas la zona más
industrializada de Alemania”. No es que la ciudad fuera algo espantoso. “algo
provinciana”, lo que pasaba era que estaba cerca de ciertos puntos
estratégicos de Europa, si aceptaba la cátedra. Me preguntaba si ya había
leído los relatos de Ingeborg Bachman y se lamentaba de que no pudiese
hacerlo en su versión original, “está en esa suprema tradición de la que son
cimas mayores (dijo ‘simas’)” mis entrañables Robert Musil y Hermann
Broch, de quien a propósito, tendría mucho que hablarme, “pues proyecto un
ensayo sobre la postrera conciencia de su Virgilio visto a la luz del
psicoanálisis, con teorías que vienen de mi familiaridad con la ‘Escuela de
Frankfurt’”, en fin, “ya tendremos oportunidad de platicar, son tantas las
cosas que me esperan, Ich bin sehr müde[1], como dicen en la Germania, no
acabo de poner los pies en tierra, todavía sufro de los mareos producidos por
eso que los franceses nombran décalage[2]. si no tienes inconveniente, tu
mateix[3], podríamos ver a Millán, ya me dijeron que se conseguía, en el
Norte, un buen vino chileno, a falta de Rioja o un Bourgogne de réserve, you
know[4], no nos caería mal un Undurraga, podemos ir a ese restaurante que si
mal no recuerdo queda en el centro, hay buenos churrascos, para el vino es lo
ideal, deberíamos pasar por un sitio donde nos hagan una buena foundue
bourguignone o un Rumpsteak au poivre, allons Alejandro, la vida es para
gozarla, no me explico cómo los intelectuales de este país siguen comiendo
sancocho de marrano y fríjoles con arroz si no se contradice el placer de
pensar con las grandezas de una buena mesa. Has du vielleich Rabelais
gelessen?[5], para mí es un exceso de modestia o un ardid demagógico, hay
que ver la sensualidad de nuestros collegen[6] europeos, no se privan de nada,
saben yantar y catar, ça fait partie[7] de sus tradiciones, no encuentran reñido
el poema histórico con el saumon fumé[8] adornadito con montoncitos de
caviar, mejor si es de Irán, el jamón serrano con rouge pelón, los quesitos de
todos los olores y densidades, incluyendo los redonditos y secos de cabra,
para amenizar una tarde de conversación frivolona, en fin, que un día de estos
deberíamos hacer una exploración, expedición o lo que usted quiera por el
Norte, allí según las perversas lenguas se consiguen todas estas exquisiteces
poco gustadas por los bárbaros, con las ganas que tengo de saborear una
maravilla de esas, de meterle muela a una trucha a la navarra (con jamón
serrano por dentro), de sentir la extraña experiencia de una choucroute en
estas latitudes tropicales, que para el caso viene bien, s´il n´a rien d´autre[9],
un rosé de la Alsace, la nostalgia, Alejandro, que empezará a abrumarme
cuando piense en un Weisswein[10] del Mosela y sólo pueda consolarme con
una vulgar cerveza barranquillera, pero no se olvide de proponer a Millán el
encuentro, chao chao, me están comiendo los compromisos pendientes, weist
du?[11]. “nos vemos mein lieber Freund[12]”.
Intentó ver a Millán, horas después de haber sido visto en un asadero de
la carrera Décima con calle 23 con la cabeza inclinada sobre el plato y el
codo izquierdo en la mesa: sorbía ruidosamente una sopa de lentejas con
peludos pedazos de tocino, mientras le caían gotas en la corbata y bebía a
pico de botella una cerveza sin marca: un perro legañoso rondaba por su silla
y las moscas volaban zumbonas por su cabeza.
Sí, Millán le ofrecía la oportunidad de una conversación sobre
Heidelberg (allí habían aplaudido su conferencia sobre las relaciones socio-
ontológicas entre el bon sauvage[13] y el barroco hispanoamericano), pero
Millán no salía de los líos que seguían poniendo los estudiantes a sus clases.
Lo que Werthercito quería, en verdad, era que el catedrático le abriera las
puertas de las páginas culturales de un semanario. Debió ingeniárselas con
otros intermediarios y sus esfuerzos no fueron inútiles: dos domingos más
tarde tuvimos el placer de hallar sus declaraciones, extractadas por un
reportero que a la larga no fue otro que el mismo Werthercito, escudado en
un pseudónimo rioplatense: Horacio Rivadavia. A Vásquez le produjo dolor
en el vientre. La aparición de la entrevista mantuvo a Millán en su escondrijo
de cátedro, pues no pocas eran las versiones que le advertían de un juicio
público de sus estudiantes. Lo trataban de “intelectual-pequeño-burgués-
reaccionario-vendido-a-la-ideología-alemana”. W anunciaba, por otra parte,
la aparición de sus tres novelas inéditas. Un admirable fotomontaje, digno de
Schwitter, lo mostraba en el centro de la página codeándose con el poeta
Hans Magnus Enzensberger (“foto tomada en la Kurfürstendamm”, decía el
pie de foto).
Así de estrepitosa fue su visita. “Que no teman mis colegas,
competidores y rivales: Ich habe Urlaub”[14]. Volvería en breve a residir a los
Alpes. Millán descubriría, días más tarde, que los Alpes eran un encumbrado
paraje de los Andes, donde W fue a visitar a sus parientes, cultivadores de
papa y bebedores de anisado. Millán podía estar exagerando. En todo caso,
cualquier exageración sobre Werthercito resultaba probable[‡].

Notas
[†] No es cierto que el doctor Sáenz Plata haya participado en las movilizaciones contra la
dictadura de Rojas Pinilla, como se lo han hecho saber colegas de su época. (Nota de Vásquez)
[‡] Nota del Editor: aunque el autor prefiere no traducir las palabras y frases en otro idioma,
usadas por Werthercito en su monólogo, consideramos conveniente añadir un glosario, bastante
trivial por cierto.
[1] Alemán: “estoy muy cansado”.
[2] Francés: “descompensación de horas”.
[3] Catalán: “tú mismo” o “como quieras”.
[4] Inglés: “ya sabes”.
[5] Alemán: “seguramente has leído a Rabelais”.
[6] Alemán: “colegas”.
[7] Francés: “eso forma parte”.
[8] Francés: “salmón ahumado”.
[9] Francés: “si no hay otra cosa”.
[10] Alemán: “vino blanco”.
[11] Alemán: “¿sabes?”.
[12] Alemán: “mi querido amigo”.
[13] Francés: “buen salvaje”.
[14] Alemán: “estoy de vacaciones”.
Conjeturas de Vásquez

En todos estuvo el temor de que volverían. Cuando los helicópteros dejaron


de volar y se perdieron entre los cerros que bordeaban el este de la capital,
todos renovaron el temor de que regresarían. Nada sucedió, aunque se
esperase lo peor. La ciudadela recuperó su ritmo de vida, los niños se
pasearon con una cartillas de lectura en a mano; el anciano que había dicho:
Por hoy no joderán más, se internó en su taller de carpintería. Las mujeres se
apoyaron en las tomas de agua, al pie de los lavaderos. Aquella tarde
regresaron de su trabajo los únicos asalariados, obreros de la construcción:
pegaban ladrillos para un edificio de treinta y seis pisos construidos en una
manzana donde hasta hace poco se erigían casas coloniales.
Adela, contra lo prometido, no cantó para los diez mil espectadores:
celebraría el cumpleaños de su padre. Al día siguiente descubriría que en
pocas horas de ausencia habían sido demasiados los acontecimientos y pensó
entonces que alejarse de la ciudadela equivalía a perderse en las repentinas
modificaciones de la realidad. A tal ritmo las cosas cambiaban.
Las provocaciones se habían multiplicado y los cabecillas de la
ciudadela estaban empezado a sufrir toda clase de interrogatorios. La
hostilidad crecía tanto como la solidaridad. ¿Temían que el ejemplo cundiera
y toda la ciudad se viera abrazada por un cinturón de idénticas invasiones, no
entregadas a la delincuencia sino a la creatividad? Mientras el temor crecía,
en nada descuidaron la organización. Se adiestraron brigadas de defensa,
cuidándose de no exhibir armas de fuego, que tal vez existían. Del exterior
habían optado por cortar el acceso del agua, pero al ingenio colectivo y a
treinta y seis horas de trabajo se debió la construcción de una extensa tubería
de mangueras ensambladas, y a uno de los mecánicos la improvisación de
una bomba aspirante-impelente, según procedimientos detallados en
Mecánica Popular. El agua sería tomada de un riachuelo que bajaba de la
montaña. Habían burlado el primer asedio de la empresa privada.
Todavía nadie se explica con qué recursos se pudo abastecer de luz
eléctrica al vecindario, una vez cortado el suministro de energía por las
autoridades. Lo cierto es que, en pocas semanas, pálidas bombillas de
veinticinco bujías alumbraron el vecindario. Las fiestas semanales fueron
animadas por viejos tocadiscos de pilas, además de las chirimías, y los
salones de asambleas con parafinas que fabricó el viejo carnicero venido del
Tolima. Las cocinas eran amplios fogones con soportes de hierro alimentados
con desperdicios de madera. Ningún objeto fue entonces desechado. Se
amontonaron en un inmenso recipiente de uso colectivo y los artesanos
procedieron a habilitarlos para el uso: calzados sin tacones, de sacos de paño
destinados por los ricos al ropavejero, ollas oxidadas, baldosines quebrados.
Los niños pusieron a funcionar una pequeña fábrica de objetos de plomo
sacado de las redes de gastadas baterías de automotores. Se fabricaron
materas, tiestos con latas agujeradas y juguetes con tapas de cerveza
aplanadas y pintadas, puzles primitivos que además de la gratuita idea del
juego llevaban dentro el sentido de la utilidad. En las tardes, los niños
vendían por las calles de la ciudad la más inusitada artesanía. Se elaboraban
figuritas de barro, luego cocido, piezas de una fauna en la que los animales
reposaban al lado de los hombres y los hombres a la sombra de animales que
reposaban a su vez en lo que como irregular y verde superficie podría ser la
representación de una pradera, imagen que aún latía en la memoria de los
emigrantes, campesinos que fueron y ciudadanos inexpertos que estarían
condenados a ser cuando se dispara la nostalgia. Se diría que en la memoria
de estos artesanos, como en la ya deteriorada memoria de sus antepasados, el
instinto reivindicaba aquello de que, en cualquier ocasión, la cabra siempre
tira pa’l monte. En el horno de la ciudad, en sus caprichosas encrucijadas,
tenían la torpeza de los extranjeros y la suspicacia de quienes desde un
tiempo sin tiempo tuvieron a un solo enemigo por vencer: la naturaleza y sus
conspiraciones. Así como la reagrupación de los nubarrones, envueltos por
los vientos anuncia la huida de las lluvias o su caída inminente, de la misma
forma pensaron que no tardarían en reiniciarse las provocaciones.
Volvieron a infiltrarse agentes secretos mimetizados en el vecindario:
fueron descubiertos cuando proponían ir más deprisa, con fórmulas
descabelladas, exacerbando proclamas y consignas. No podían ser otra cosa
que provocadores. Cuando se les expulsó, el anciano que había dicho Por hoy
no joderan más, les replicó que iban despacio porque esperaban llegar lejos.
Estallaron nuevas bombas y petardos. Los cabecillas de la ciudadela fueron
interrogados, se buscó en los archivos policiales y ningún detenido aparecería
reseñado: ningún procedimiento legal podía seguirse contra ellos. Se
pretendió introducir –entre ciertos adolescentes– alijos de marihuana, pero en
cada uno de ellos se expresó una inflexible moralidad: sólo tenían ocasional
predilección por la cerveza o el aguardiente casero. Se trató de introducir el
germen de delitos comunes y, en lugar de esta vieja forma de provocación,
hallaron una comunidad respetuosa y casi puritana. Mientras tanto, las casas
habían sido pintadas y las calles adquirido el sano aspecto de espacios
transitables, rellenos de cascajo. Las informaciones de Adela venían
acompañadas de reflexiones como esta:

[...] si alguna vez imaginé la construcción de un ciudad, no fue con


los recursos que aquí he visto utilizar. El ingenio de los pobres
tiene su propia tecnología. Me sorprendo con emoción al descubrir
que de la misma naturaleza e idéntica creatividad han sido nuestro
ingenio delictivo, método de supervivencia individual cuando no ha
podido ser de defensa colectiva.

No le conocía eta habilidad. Es sorprendente que en aquellas cartas


jamás citara el nombre de Alejandro. ¿Sabía que su amigo, de vuelta a la
pensión El Dorado, tras el secuestro del industrial, manifestaba pocas
simpatías por causas como la ciudadela, consideradas por él “calmantes
reformistas”?

[...] desconfío cada vez más de estas rebeliones solitarias, querido


Vásquez. A un árbol lo abate la tempestad, pero ¿puede todo un
bosque ser tan fácilmente abatido?

Este había sido el tema de sus nuevas canciones. Millán habría dicho, de
conocerlas, que parecían imitaciones o paráfrasis de Brecht. La verdad es que
Adela lo había aprendido en los relatos de José María Arguedas y en la brutal
experiencia de la realidad. Deseaba poder embarcarse algún día en un trabajo
monumental: cantar, como solista, acompañada por coros de la ciudadela,
“Las alturas de Machu Picchu”; soñaba poner todos sus recursos en la
interpretación, durante horas, de El Canto general, el poema épico de
Neruda.
¿Hacía alusión a Sáenz al referirse a las “rebeliones solitarias”, de
suponerse que estuvo al tanto de sus actividades? Alejandro no es explícito
en sus papeles. Estos merman considerablemente. Sólo anotaciones
retrospectivas, ejercicios de improvisación, recrean sensaciones y episodios
vividos desde su salida de la casa de los tres pisos hasta su permanencia en la
pensión El Dorado. En un grueso volumen de páginas falsas, con el que
acostumbraba hacer bromas a sus invitados, guardó algunos papeles, que
citaré en el curso de mi informe. Uno de ellos es una carta, nunca enviada,
dirigida a Beatriz. Por la fecha, creo que una vieja herida se abría en la
memoria sentimental de Alejandro, avivada por las apariciones públicas de la
diva, que alcanzaba su apogeo a fines de 1969. ¿Seguía molestándole aquella
lejana burla, cuando fue abandonado, en los comienzos de su carrera, para
irse a vivir con el publicista? ¿O halló en esa trayectoria un simple objeto,
una manera de describir lo que para Alejandro era la “gradual
descomposición moral de país?”.
Había hecho algunas alusiones paralelas a la diatriba con su padre. En
sus primeros textos opone a lo que yo llamaría generalizada psicosis de
ascenso un sentimiento próximo a la glorificación de la caída, un acento
desmesurado en experiencias revulsivas como la pobreza elegida, de lo que
sin duda formó parte su renuncia al hospital. La carta a Beatriz, sin embargo,
es algo más que un pretexto literario añadido a su afición por los datos
autobiográficos (“el fantástico proscenio del yo”, según Lawrence Durell, de
quien había leído su Cuaderno negro, antes de que se decidiera por loa
círculos concéntricos de El Cuarteto de Alejandría). Supongo que la carta fue
escrita en uno de sus encierros en la pensión, cuando la casi totalidad de sus
amigos, a excepción de Mariano, lo dábamos por perdido en las selvas del
Chocó. “Querida Sandra”, empieza.
[...] esta carta podrá sumarse a las tantas de tus corresponsales y
estoy seguro de que al leerla no podrás negar la firmeza de mi
incondicionalidad. Casi cuatro años han pasado por nuestras vidas
y debes preguntarte cómo habré cambiado, qué queda del rostro
que estuviera a tu lado. ¡Casi nada ha cambiado! Mantengo buenas
relaciones con la adolescencia (¡voy a cumplir los treinta años!) y
sigo cultivando eso que llamabas altanería, de allí que ahora pueda
parecerte menos soportable. El tiempo pasado en las urgencias de
un hospital endureció un poco más mis facciones y es una pena que
no tenga afición por las cremas de Elizabeth Arden o los potingues
de Max Factor. Me untaría un poco en mi adolescente picha
maltrecha, me echaría con el dedo corazón unas briznas en mi recto
prehemorreico, además de toques en mi corazón, a ver si
rejuvenece. Aquí está la fuente de nuestro desacuerdo.

[...] En realidad, sí he cambiado. Dejo que el azar nos regale en una


esquina el encuentro, que deseo plácido, a menos que renuncies a la
indulgencia de verme. Pese al tiempo y a los accidentes
bochornosos de nuestra separación, soy tu ferviente admirador.
¡Como admiro, Beatriz, tu endiablada capacidad de convertir un
talento irrisorio en moneda de éxitos escalonados! Nunca llegué a
pensar que la buena muchachita que vi ensayar en las tablas de un
escenario destinado a obritas experimentales, llegara a ocupar los
sueños nocturnos de sus admiradores. Nunca supuse que esas altas
nalgas de muchacha virginal serían saboreadas frente al televisor
por tantos amantes imaginarios. ¡Gloria al poder de las nalgas! De
haberlo sabido, me hubiese reservado, pagando cualquier
humillación, el derecho a seguir entre tus piernas o acariciando el
sedoso vello de tus sobacos. Nunca imaginé que tus hermosos
pechos redondos (¡salve oh reino milenario de las tetas y
principado de los pezones!) aparecerían en las revistas cubiertos
por un velo transparente que los volvía más apetitosos. Como ves,
el tiempo me ha habilitado para la coquetería, Sandra Beatriz de mi
vida, y cualquier cosa haría para mantener viva la humildad de mi
corazón a la altura de mis rodillas. Oigo en las calles la mención de
tu nombre y todos comentan que estabas, en tal escena,
sencillamente buena y formidable. ¡Cómo me duele no tener a mi
alcance un receptor! ¿Guardas todavía los papeles que escribí
dedicados a nuestro amor y tu nombre? Perdona que no tengan la
virtud de la prudencia. Si los lees, interprétalos como un vivo
testimonio de mi inquebrantable admiración, pues tienen sobre
todas las cosas el valor profético de anticipar tu éxito, potranca
chúcara generadora de descabellados deseos. No los botes ni los
regales. Jamás podré gozar de la llamita milagrosa de la
inspiración. No sé por qué escribo esta carta. ¿Deseo pedirte el
favor de un encuentro generoso? Lejos de mí tal pretensión. ¡Te
tengo y mantengo cerca gracias a tus admiradores! En cada
propaganda de cerveza saboreo la espuma de tus labios; en la nueva
marca de sostenes mantengo mi cabeza en el solaz de tus pechos;
en los encajes de las combinaciones enredo mis dedos en un tierno
sueño; penetro en la seda de tus medias y en ellas me doy al
ensueño, pobre infeliz de mí; por ellas me abrazo en celos,
reemplazo la música de Strauss por la melodía de tus parlamentos...
Bueno, no me creo tan iluso para proponerte un encuentro. Estás,
como el buen Dios, en todas partes y le llevas la pequeñísima
ventaja de tener una fabulosa forma corporal. Por ti se despiertan
los trasnochadores, por ti adulteran los siervos el adulterio, por ti se
turban los masturbadores y pobres de corazón; por ti bailan en
soledad los mayordomos, las pálidas sirvientas sirven en el altar de
tu voz y tu cuerpo; los porteros y los conductores de camiones
vigilan y manejan tu esplendor. Has dado una abierta sonrisa al
cerrado país y todos no podemos menos que agradecerlo. Pones
picante, chile con carne, mole y guacamole a nuestra desabrida
salsa nacional, con el simple bamboleo televisorio de tus
extremidades, al extremo de extremar nuestros deseos. Ablandas el
alma de los duros, Sandra; acabas con la lucha de clases tras tus
clases de bailoteo, meneo y culeteo; en ti se funden el verdugo y el
héroe. Nos permites que lloremos, nosotros que nunca adoramos el
llanto, que olvidemos y nos reconciliemos; que soñemos y que
despertemos, que sollocemos y amemos y nos estremezcamos, casi
sin hacer nada, ¡oh milagro!, con un simple ademán de tu cuerpo en
un set. En nombre de quienes por ti dejaron de sufrir debemos
declararte nuestra benefactora. Nada queda de la muchachita
egoísta que conociera, nada de tus caprichos ni de la soberbia de
quien me abandonara. ¡Ingresaste a la causa nacional de las
reconciliaciones y es poco, por lo bastante, cuanto tus
patrocinadores se atreven a pagarte por ese arisco meneo del
trasero, por esa lágrima diaria! Una vez, por Dios, en vos
encomiendo lo más bajo de mi vientre [...].

La carta se extiende un poco más y el texto se pierde en hipérboles,


finalmente ineficaces. Sáenz tenía la costumbre de escribir cartas, dirigidas a
sus maestros del bachillerato o a sus padres. Ninguna de ellas (¿fueron
realmente escritas en las fechas señaladas o fueron imitaciones de lo que
habrían sido de escribirse en el momento oportuno?) llegó a su destino y
temo que si fueron escritas posteriormente formaron parte de su
interrumpido, retomado y fragmentado proyecto novelesco. Las guardaba
quizá como piezas de un rompecabezas, en lo que, creo, fue un ensayo de
mayores ambiciones: descomponer en trozos el dilatado cuerpo de una
realidad, intentar una ficción que mostrase al “héroe” en la antesala de su
rebeldía y marginalidad. Las cartas no cumplen su cometido y Sáenz fracasa
cuando ensaya el habla cotidiana, llevándola a trivialidades o
simplificaciones. Las cartas, no obstante, descubren su intención. Si se leen
en orden cronológico, irían del malestar del muchacho reacio a aceptar la
autoridad académica, al rebelde que en un medio familiar siempre mediocre
no halla la posibilidad de dialogo y se repliega en un acto defensivo hacia la
crispación de sus disquisiciones escritas. Se muestra más vehemente con sus
padres que con sus maestros y para ello acude a una imagen que de tan usada
es ya lugar común: éstos serían una prolongación de aquellos y, ambos,
piezas en el engranaje de la autoridad, concentrada –en el vértice de la
pirámide– en la organización del Estado y sus ramificaciones. Pese al sentido
de las cartas, no se encuentra el agrio acento que sí puso mucho después en
otras experiencias, sobre todo las vividas en la casa de los tres pisos y en la
pensión El Dorado.
Pienso que en estas notas pesaba demasiado la literatura de sus años
universitarios y allí es donde fracasa en su composición de lugar: el lenguaje
del adulto no puede mimetizarse en el del adolescente.
De nada habrían valido estas referencia en una vida sin sobresaltos o en
episodios que no hubiesen sido revulsivos: la ruptura familiar, el rechazo del
bienestar que dispensaría a la larga el ejercicio de la medicina, el haber vivido
en el frenesí de dos residencias poco recomendables, el haber seguido de
cerca las sorpresivas caídas de Adela, la realidad de sus pacientes, la tragedia
de los hospitales y, ¿por qué no?, la farsa intelectual de Werthercito. Siempre
quiso recordarlo desde la parodia, pese al afecto que todavía mantenía por
uno de sus amigos de parranda.
Un texto, que nada tiene de narrativo, explica el porqué de sus antipatías
por el personaje. Habla de la cultura de la simulación y del artificio que veía
en las exhibiciones enciclopédicas del “baboso letrado”, como lo llama en sus
notas. Si se hubiese tratado de un divertimiento, dice, y no de un hombre
convencido de la “naturalidad” de su conducta, la personalidad de
Werthercito no hubiese merecido tanto interés. Lo que había de teatralidad en
sus atosigantes discursos era la tentativa de glosar toda cultura de la
humanidad, apenas remedándola, nunca introduciéndola en las alternativas
reales de su vida.
Sáenz acostumbraba decir que nada conspiraba tanto contra la
inteligencia como la posesión de una memoria incorruptible, pues a esta
debía de atribuirse la enfermiza tendencia a la repetición, la falsa
confortabilidad de quien nada improvisa y todo lo reduce a gag de la
“cultura”. Werthercito pudo haber sido, en este sentido, otra de sus
experiencias revulsivas, la única ciertamente vinculada a la familiaridad del
futuro médico con los libros. “Sólo hay vida en las contradicciones” escribía
después.
¿Pertenecía Beatriz Ramírez a esta especie repudiada? La carta de Sáenz
a la diva es menos corrosiva que sus alusiones al “viaje europeo” de W. En la
casa de los tres pisos y por sugerencia de Millán, Sáenz bromeó con fingida
seriedad sobre los “viajes de formación”. Millán, acto seguido, remontándose
a sus clases de Heidelberg, habló de los desplazamientos culturales, tanto de
los viajes de meditación como de la pasión de los alemanes por Italia y de los
franceses por... Francia. “El único viaje de formación de nuestra historia –
anotó– se lo debemos a don Francisco de Miranda. Y si no, que lo digan los
historiadores, el bueno de Carlos III, doña Catalina de Rusia, la puta más
generosa de todas las Rusias, el alucinado Tom Payne”.
No veo odio en la evocación de su vida en común con la diva. Es posible
que lo empujara el contradictorio malestar de un hombre burlado por una
muchacha que en pocos meses no sería a sus ojos sino una víctima más.
Varias fueron mis entrevistas con ella y en todas descubrí cierta adulterada
forma de la inocencia. Volví a verla en otras circunstancias, menos azarosas.
Ella misma lo había pedido y lo entendí como un gesto de sinceridad. No sé
si penetré en lo más vulnerable de su vida cuando me atrevía a hablarle de la
soledad, si no recuerdo mal relacionada con la fama y el poder. Beatriz
enmudeció, como si abriera los ojos a una realidad que le había sido ocultada.
No quedó del todo convencida de mi argumentación, quizá fui incapaz de
explicárselo con referencias directas, con su caso, por ejemplo. Me dominaba
el temor de herir a una joven envanecida, incapaz de volverse sobre sí misma,
de ver cuánta artificialidad había en las circunstancia de su fama, qué mano la
conducía al convencimiento de que esa era su “gloria”, eso lo mejor de su
futuro, esas sus mejores facultades para desenvolverse en la vida.
Con Beatriz, Sáenz no pasó de la ironía. Por distante que haya estado de
nuestro afecto o cerca de nuestro resquemor, un bello cuerpo de mujer, una
vez poseído, se instala en un lugar distinto al olvido que impone la memoria.
Aunque estuviera al tanto de ciertas publicaciones mundanas, Sáenz no
alcanzó a conocer el comienzo de las dificultades de la diva.
En otro de nuestros encuentros, disminuidas por las contrariedades, ella
misma se extendió en confidencias que no le había solicitado, pese a que ya
entonces apreciaba las intenciones de mi informe, todavía en la difícil fase de
las encuestas. Los contratiempos habían aumentado. Beatriz, incapaz de
enfrentarlos con los recursos que alguna vez le sirvieran para el éxito,
demostraba la fragilidad de un ser sorprendido e incapaz de enfrenarse a las
adversidades. Los obstáculos eran puestos a su paso por personas que ella
siempre había creído incondicionales. Es cierto que había encontrado
decepciones. En más de una ocasión le había tocado hacer frente a celos,
intrigas, ardides que fueron burlados a tiempo por su representante. Este le
había conseguido contratos en actividades distintas a la actuación,
compatibles con su popularidad: modelo, anunciante de productos de belleza,
madrina de actos benéficos, animadora de programas humorísticos, azafata de
concursos, menudencias que mantuvieron viva su imagen en el medio. “Yo
no decidía nunca, todo lo proponía mi manager” me diría, sin quejarse, como
si lo considerase la cosa más natural de su profesión. “Me ponían los papeles
en la mano, haz esto, haz lo otro”. El interés de sus representantes fue
confundido con la amistad que decían ofrecerle. “Creo que lo hacían por mi
bien, no querían que bajara el ranking y cuando salió ese contrato para cantar
villancicos, los que tú debes haber oído, pues tuve un éxito fabuloso y los
periodistas dijeron que también era buena para eso, sugirieron las envidias –
diría Beatriz–, pero ya sabía que eran inevitables”.
A punto de terminar una de sus telenovelas (La sangre llama, se
titulaba, y debió haber dejado un océano de lágrimas en sus espectadores),
recibió la promesa de convertirse en heroína de la siguiente, Fidelidad es mi
nombre, patrocinada por Colgate Palmoprick. Empezaría a rodarse en pocas
semanas. No tuvo ningún pudor en confesarme que para ganar la seguridad
de su papel había vuelto a salir con el productor de la serie. “De todas formas
parecía divertido”. En aquellos días, apenas durmió en su apartamento, pese a
que acababan de regalarle un televisor de última gama, “con mando a control
remoto”. La promesa de su próximo papel iba en firme. Al final del affaire,
Beatriz se encontró, no con una abrupta negativa sino con toda clase de
excusas: el productor de la serie le pidió no volver a su apartamento. Ella
entendió que el idilio había terminado pero no la relación profesional que le
garantizaba su papel en la novela.
En nada hubiese molestado a Beatriz la decisión del tipo. No había nada
serio en la aventura. Tres días más tarde, cuando las excusas y dilaciones se
multiplicaban, supo que otra (una joven principiante de cabellos platinados,
cinco años menor que Beatriz) sería la protagonista de la serie. Pidió
explicaciones al productor y este le dijo que sí, que acababa de decidirlo, muy
a su pesar porque, viéndolo bien, el personaje lo exigía. Le prometía, en
cambio, un papel secundario, lo que no tenía demasiada importancia
tratándose de una figura reconocida como ella, que ya habría ocasión de
volver a un papel estelar. Beatriz había rechazado un trabajo en otra serie,
menos importante, cómo no, pero un papel de primera figuración. Quizá
mentía. De la noche a la mañana, por primera vez en su carrera, la joven diva
se encontró en la calle, sin otra perspectiva que la de actuar en papeles de
relleno, no exactamente secundarios, como lo había dicho el productor,
apariciones de segundos en este u otro capítulo.
Este fue el primer episodio bochornoso y a él añadirían otros más
descorazonadores. Transcurridos quince días, se sintió acosada por las deudas
(su modisto, vacaciones pagadas a crédito, un préstamo bancario, letras de
sus nuevos muebles, además de la obligación moral de ayudar a uno de sus
hermanos, estudiante de Economía en una universidad privada). Aceptó
papeles que para una mujer en plena celebridad resultaban humillantes. De
nada sirvieron los ruegos ante el productor. Este dijo que en su sistema de
trabajo no tenían validez las promesas orales. “A propósito, dejaste esta
pulsera en el nochero de mi cuarto”, le dijo, no como quien devuelve un
objeto abandonado sino como quien desea romper de una vez por todas con
los pretextos que provocarían un encuentro inesperado.
Beatriz buscó otros productores y encontró la misma negativa, como si
se tratase de una confabulación. “Acostumbramos no contratar artistas que
hayan sido descartados por nuestros colegas”. Fue desesperante, me
confesaría, a punto del sollozo. El productor de la serie era el mismo que
años atrás le sirviera de pretexto para abandonar el apartamento de Alejandro.
Hoy, para beneficio de su carrera, había realizado una operación doblemente
rentable: contrajo matrimonio con la hija del mayor accionista de la empresa.
De allí que la presencia de Beatriz le resultase estorbosa. Esto no le impidió,
poco después, pedirle un encuentro furtivo, pues quería mantener a su
disposición los favores de una amante. Muchas habían sido las aventuras de
la diva con personajes de la farándula pero, en esta ocasión, no se trataba del
orgullo, ni siquiera de un hombre que considerase atractivo. Como si una
remota esperanza la alentara en medio de la desesperación, Beatriz aceptó a
regañadientes el encuentro. Fue un verdadero fracaso: pocas horas le
bastaron, en aquel hotel de lujo, para sentir algo tan parecido al asco, a la
repugnancia hacia su propia decisión. Desnuda ante un hombre que la había
humillado, sintió que había un límite en esta situación y que ese límite
empezaba en los rechazos de su piel, aunque hubiese aceptado el encuentro a
conciencia. Se sintió como una vagabunda –me dijo– y abandonó
inmediatamente el cuarto, intentando sobreponerse a su desliz. “¿Qué podía
hacer?” me preguntaba. “Durante seis meses, tal vez más, estaría sin trabajo y
era poco probable que después de mis rabietas, algunas insultantes, se
atrevieran a contratarme en otra producción”.
Como si yo fuese la única persona capaz de escucharla (poco le
importaron mis comentarios: la celebridad la había habilitado para el
monólogo), Beatriz fue despidiendo confesiones más íntimas. Algunas tenían
la grosería folletinesca de las intimidades inconfesables, lo que no me
extrañaba. Las revistas del corazón y los cronistas de la farándula le habían
arrebatado el derecho a la vida privada. Ella misma había aceptado la
exhibición pública de su intimidad. La joven sólo tenía pavor a su prematura
decadencia. Apenas tenía veinticuatro años. Lo que no se explicaba –me
diría– era el porqué de tantos rechazos. “Si fuera un cuero arrugado, pues
bien, tendrían razón” se consoló diciéndome. Me pedía que la contemplara,
que le repitiese que aún tenía y tendría por muchos años la recia contextura
de una hembra. ¡Seguía siéndolo! Uno se olvidaba de sus tics, de esos
movimientos que el artificio fija en la conducta de una TV’s Star. No
obstante, mantenía esperanzas en su futuro. Por el momento, Beatriz saldría
del atolladero modelando para spots publicitarios. Anunciaría una marca de
sostenes, se olvidaría de la endiablada envidia de sus competidoras. Pese a la
natural y bestial belleza de sus cuerpos, las aspirantes a modelo mantenían la
palidez del hambre, el descuido de una vida precaria, el movimiento inseguro
de la inexperiencia, siempre dispuestas a concesiones con tal de salir
adelante.
El trabajo de modelo le serviría para cancelar deudas pendientes. Fue
contratada para la nueva promoción de una marca de ropa interior: de frente,
de espaldas y de perfil, la vimos en vallas de la ciudad exhibiendo medias
pantalón, los brazos cruzados sobre sus pechos desnudos. Canceló
definitivamente su deuda con una agencia de viajes, mandó una mensualidad
al hermano estudiante. En los estudios de televisión, donde actuó al principio
en papeles de relleno (ama de llaves, envejecida por el maquillaje; camarera
con delantal y minifalda; puta de la calle; recepcionista de aparición única en
la tercera secuencia del primer episodio), conservó la altivez de una estrella
injustamente marginada. Para probar a sus competidoras que su presencia en
los estudios le era familiar, bromeó con los camarógrafos, asistentes de
dirección, maquilladoras y electricistas, dándoles la impresión de una
profesional fogueada en ese espacio y en su oficio. A la hora de cambiar de
vestuario, ante el pudor de la estrella principiante, se paseó desnuda e
indiferente entre los cartones y tablas del set. Fue llamada al orden por el
director de la serie y con igual desparpajo se atrevió a replicarle. Poco le
importaba que de un momento a otro decidieran reemplazarla. Colas de
muchachas esperaban su puesto, coqueteando en la acera con el portero de la
televisión, acostándose por nada con un actor influyente, paseándose en el
descapotable de un cómico sexagenario.
Cada uno de estos detalles me fue narrado por la diva, quien tomó la
inusitada iniciativa de preguntarme por Sáenz. ¿Había deseado años atrás
entrevistarse con él, aún teniendo en cuenta que en los años de su apogeo
otras amistades ocupaban su afecto? Le emocionó mi versión, estuvo a punto
de llorar. ¿Mantenía esa ambigua y obstinada displicencia tras la que puede
descubrirse la fusión del odio en una vieja pasión defraudada? Algunas
confesiones de doble sentido, la mención de nombres “importantes”, de dos o
tres clubes privados, me advirtieron que no había tenido reparos en conceder
favores, no tanto porque fuesen pagados (impensable en una mujer que no
tenía conciencia de los matices de la prostitución) como el prestigio que
aportaban a su ascenso social. Expuesta como estaba a no tener fronteras
entre su vida pública y sus actos privados, había sido objeto de insidiosos
comentarios: nunca intentó desmentirlos. Habría estado, por intereses
profesionales (expresión recursiva en sus confesiones) en sonadas fiestas y
agasajos y habría mantenido relaciones con personajes de la industria, la
publicidad y la política. Es posible que estas experiencias hicieran parte del
training exigido por su profesión. Si por mucho tiempo desapareció de las
crónicas, por igual período alcanzó otra clase de popularidad debida a la
extrema simpatía con que fue mencionado su nombre en fiestas de la
domestic jet-set society. Un fetiche sigue siendo deseable en la caída, cuando
no ha sido poseído en el apogeo. Esta debió de ser la razón secreta de sus
admiradores, a quienes ya nada importaba la celebridad de la diva sino el
hecho de acostarse con ella.
Uno de nuestros últimos encuentros, nada accidental, nos llevó una tarde
de noviembre a su apartamento. Le gustaban mis visitas. No dejó de
repetirme que las repitiera. En las caídas –diría Alejandro–, se despierta en
nosotros un extraño sentimiento de solidaridad y nada sorprendente resulta
vernos solicitando a seres que en la efímera reverberación del triunfo nos han
sido indiferentes.
Mi visita no tuvo las tensiones del comienzo. No tenía nada que
preguntarle, ninguna duda me quedaba sobre sus relaciones con Alejandro.
Por conveniencia, porque la ambición de una carrera exitosa formaba parte de
sus planes, porque no quería volver a vivir la medianía doméstica que había
sido su adolescencia, por estas razones lo había abandonado. “Perdona todo
este desorden” me dijo. “Tuve que echar a la sirvienta, pues no tenía para
pagarla”.
No sé si el saber de sus dificultades me preparaba para ver en el
desorden de su apartamento la prolongación de sus tribulaciones personales.
Por no sé qué manos le había llegado una novelita de Nathanael West, Miss
Lonelyhearts. Me llamó la atención ver el libro entre revistas de modas. “Es
una maravilla, ese tipo debió de haber vivido todas esas cosas”, dijo. Su
comentario me enterneció. Confesé no haberla leído. ¿Qué la maravillaba en
aquel sórdido relato?
Hallé a primera vista un apartamento menos apacible que el de meses
anteriores. Recordé de inmediato, quizá inoportunamente, un admirable relato
de Cortázar, “La casa tomada”: del rígido, espacioso ámbito doméstico, van
naciendo restricciones, ya no sólo del espacio como de unas conciencias
asediadas, sometidas finalmente al despojo. En casa de Beatriz, sin ser
idéntica la situación, se vivían cada día más restricciones. El asedio, para ella
humillante, equivalía a despojarse de cuanto había sido adquirido en su época
de prosperidad.
Las fotos de las paredes seguían en su sitio, al igual que diplomas y
distinciones concedidos por empresas de espectáculos, discos de oro,
estatuillas de plata, una de ellas sostenida encima del televisor. Beatriz
destapó una botella de coñac. VETERANO, decía en la etiqueta. Recordaba
haber bebido, meses atrás, al comienzo de esta entrevista, una copa de
Napoleón.
–Me mantiene en forma, con las pilas y el corazón en su sitio –dijo–.
Reconstruí el día de mi primera visita, en una estricta composición de lugar.
Había empezado a escucharse una canción de Frank Sinatra, Strangers in The
Night.
Ningún detalle de valor se reveló en el comienzo de nuestra
conversación. Le dio por hablar de bebidas (“ya no puedo pagarme una
botella de Napoleón, ¿has visto?), de las gripas de invierno y del crecimiento
desmesurado de la ciudad (“ahora llegamos a los dos millones”). En dos
ocasiones, Beatriz fue a contestar el teléfono instalado en su habitación.
Fueron breves conversaciones, debilitadas por monosílabos, sobreentendidos
y onomatopeyas. Ninguna gracia le hacían las llamadas.
–Los últimos en darse cuenta de nuestras desgracias son los pobres
admiradores –comentó al volver de la tercera llamada–. Es un tipo que me
persigue hace tiempo, un tipo de plata que me manda ramos de orquídeas y
cajitas de Chanel.
No bien se había bebido una copa, se lanzaba a la siguiente. Después de
la tercera, decidió quitar el disco de Sinatra y poner uno de Chavela Vargas.
“No es mexicana, es costarricense: dicen que tuvo que irse de su pueblo
cuando descubrieron que le gustaban las mujeres”.
Ponme la mano aquí, Macorina
Ponme la mano aquí...

–Me pone los pelos de punta –comentó–. “Tus senos, carne de anón”, es
increíble.

... tu boca una bendición

Beatriz había escogido para ella sola la extensión del sillón. Con los ojos
entrecerrados y los pies encogidos, quería tragarse el espacio del
apartamento, regocijándose con la grave voz de Chavela. Pensé en nuestras
largas jornadas con Adela, en la casa de los tres pisos.
–Como sabes, también me pusieron a cantar. No lo hacía mal. Mis
villancicos fueron un éxito.
¿Qué la llevaba a beber con tanta torpeza? La recordaba sobria,
sirviéndoles a sus invitados. No había aprendido a beber y la borrachera llegó
una hora más tarde, cuando habíamos agotado dos discos de Chavela Vargas
y uno de Harry Belafonte. “No me gustan los negros, pero de ese me dejaría
hacer lo que Dios manda” comentó, admirada por la voz de ese mulato
adorado por las cuarentonas norteamericanas.
Sus silencios eran largos, casi contemplativos, aunque en su expresión
reposara un estado de alerta nervioso y tristón. Había bailado sola, contestado
media docena de veces el teléfono, volviéndose displicente en las últimas
llamadas. Se había retirado a su cuarto y regresado con un ajustado bluyín y
una camisa amarrada a la cintura. Tarareaba o acompañaba las canciones. Se
removía en el sillón. Se levantaba a subir el volumen y entre movimiento y
movimiento interponía un comentario, un recuerdo banal. Aquel salón no
estaba hecho a su medida. Para hacerlo soportable necesitaba rápidos
desplazamientos. Sin mirarme o fijando tontamente sus ojos en los míos,
entrecerrados por el efecto del alcohol. Es curioso: cuando bebo, sé que podré
soportar el alcohol a un ritmo vertiginoso, pero la sensación progresiva de la
inconsciencia me permite detener la borrachera. A veces me precipito sobre
ella a sabiendas de que todavía me quedan unas pocas horas de lucidez.
Con Beatriz no era posible adivinar nada, bebía con torpeza y me
sorprendía con un ademán brusco antes de caer en un tierno abatimiento.
“Tengo un secreto para ti, dijo canturreando. Ten un poco de paciencia”.
Decidida a acabar con la media botella de whisky que había encontrado
en el bar (un mueble plastificado, atiborrado de botellas vacías), me invitaba
a un vaso sin hielo, a beberlo de un sorbo. “¡Por los fracasos!” brindó.
La amargura puede esconderse tras el sentido del humor, pero lo que
Beatriz no podía ocultar era su disposición al melodrama. Todo en ella había
sido hecho en función del artificio. Bailando al ritmo de Harry Balefonte,
imitaba a una estrella del cine seducidas por el trópico. Recordé a Ava
Gardner, perdida de la borrachera en una playa mexicana. Rozó una de las
paredes, tropezándose con una ampliación fotográfica de su rostro, la primera
foto –dijo– que le habían hecho en un estudio de televisión. Con un gesto que
no podía esconder la rabia, desprendió el cartón que la sostenía y, bailando
con él en las manos, empezó a despedazarlo. De aquí debió de salir el
entusiasmo con que, acto seguido, rasgó cada una de las fotografías de las
paredes, mientras musitaba insultos a un ser imaginario, quizá a toda la sucia
humanidad que la golpeaba. Una a una, desaparecían las fotos. De una a otra,
el movimiento destructor de sus manos se hacía más violento. Sus ojos,
encendidos por una crispada efusión, apenas se fiaban en mí. Esperé que me
pidiese ayuda en ese raro rito liberador. ¿Quería efectivamente la abolición de
su pasado, demasiado breve, demasiado ceñido a los años de su gloria como
para seguir llamándolo pasado? Bailaba. Se desplazaba airosa por la sala.
Cuando su faena hubo concluido, se arrojó al sillón, acezante, ojos cerrados,
despidiéndose de aquellas grandes fotografías esparcidas en trocitos sobre la
alfombra. Parecía asfixiarse y buscar la placidez del reposo. Un insulto tras
otro, sin destino o con un inescrutable destino imaginario, se fue
desprendiendo de sus labios, húmedos de licor, con ese atractivo que confiere
la vulgaridad a las mujeres poseídas por el rencor. Sí, vulgaridad y rencor se
congelaban en Sandra, porque ella era Sandra remontándose a un pasado
donde pudiese hallar una identidad escamoteada. Debe de haber, en la
naturaleza femenina, un atractivo especial, sólo comprobable cuando,
desprendiéndose de las convenciones, no puede expresarse como no sea en
esa primitiva, diabólica vulgaridad. Después de aquella noche no volví a ver
un ser tan expuesto a mi ternura, tan decidido a ser objeto de una agresión, de
un acto de protección paternal, cualquier cosa, un recio lance de brutalidad,
una afrenta carnal. En su sillón, extendida y casi sosegada, frágil en la
acumulación de infinitas preocupaciones, Beatriz dejó salir lo más escondido
de su naturaleza femenina, como lo hacen esos seres que, domesticados,
alguna vez nos prueban que no lo han sido del todo, que aún queda esa
portentosa fuerza natural de sus nervios, un circuito abierto para sus futuras
pulsaciones. Pueden de un momento a otro iniciar un dignificante gesto de
liberación. A la vez, toda la energía de su cuerpo me conmovía hasta la
inmovilidad, reduciéndome a silencio. Yo no era más que un recipiente, el
más próximo, el primero a mano, allí donde ella descargaba toda la compleja,
contradictoria turbación de su presente. Y todo sin hablarme,
subrepticiamente, pidiéndome que fuera paciente en mi pasividad o en la
inmovilidad de mis expectativas. Me había debilitado, había puesto al
descubierto mi incapacidad de estar a la altura del dolor, de responder a sus
energías con energías que la estimularan. Tuve que ayudarla a levantarse.
Intentaba ponerse en pie y apenas alcanzaba a insinuar pesados movimientos.
Deseaba bailar, aunque la música hubiese desaparecido. Y lo hacía. Se
desplazó por la sala, tropezando con mesas y sillones, haciendo esfuerzos
para demostrarse que todavía tenía fuerzas para danzar y volver a los restos
de Marie Brizard que, terminado el whisky, encontró en un rincón de la
cocina. Dejó que el teléfono repicara y, exasperada por la insistencia, corrió a
cortar las líneas del aparato, arrojándolo contra una pared.
–¡Mierda carajo coño chucha de tu madre picha verga carajo mamada
reputa de mierda culeo malparido chucha chocha! –dijo para sí, cuando supo
que ninguna obscenidad sería suficiente.
Se arrojó sobre la alfombra: la camisa que se había atado a la cintura se
abrió y, bocarriba, nuevamente con los ojos cerrados, Beatriz empezó a
frotarse los pechos, a bajar las manos por el vientre, con una especie de
rencorosa entrega a su cuerpo. Sus manos bajaron bruscamente hacia los
calzones y los haló, aún más tensa que antes, hasta sus muslos, dedicándose
con aspereza a frotar las vellosidades de su sexo, a pincharse con las uñas, a
introducir sus dedos con fuerza, hasta que encontró la fuente de un placer que
no había buscado sino hallado ocasionalmente en la desnudez de su cuerpo.
Se masturbó en mis narices con un impudor casi inocente, moviéndose
apenas con la lenta rotación de su centro, la contracción prolongada de sus
nalgas.
–Llévame a la cama, te lo ruego –pidió–. Todo me da vueltas.
Por un instante vacilé. Volvió a pedirlo, como una enferma. Apoyándose
en mis hombros, con todo el peso de su cuerpo, casi desgonzado, la conduje
al dormitorio.
–No te vayas –pidió–. Creo que si me quedo sola puede pasar algo muy
feo. No quiero llamar a ese miserable.
A su lado, intentando acomodarla, pensé que lo que había dentro de
aquel cuerpo, entonces idiotizado por el alcohol, era una mujer sorprendida
en su extrema debilidad. Cubriéndola con una sábana, alcancé a verla
extendida en la cama. Como si el fuego de un ilocalizable infierno la acosara,
se deshizo de la sábana y quedó de nuevo expuesta en su formidable
desnudez. A los pocos minutos se dormía, recobrando, en los comienzos del
sueño, la paz que en la vigilia no había podido alcanzar.
Estuve a su lado hasta la madrugada. Balbuceaba frases
incomprensibles, quizá fragmentos de una pesadilla.
Al salir, dejándola dormida, encontré a mi paso trozos de fotografías, el
pandemonio de su borrachera, huellas de alcohol en la alfombra, sus
calzoncitos en el suelo, húmedos de sudor. Había removido mi conciencia del
mundo y era difícil, a partir de entonces, ser implacable con ella si se trataba
de enjuiciar su destino profesional. ¿Podría recuperar el sitio que durante
años pudo ocupar con todos los honores de una prima donna?
Alejandro Sáenz

Ocasionalmente, una visita a Adela. La nueva Adela. Se ha entregado con


cuerpo y alma a su causa. Pasa unos minutos conmigo y hasta diría que se
muestra recelosa en sus noticias. Se ha endurecido un poco, pero cuando
vuelvo a preguntarle por las razones de su endurecimiento, por el origen de
este misticismo salvador, ella apenas responde, como si no confiara en mi
solidaridad. Han pasado dos meses y el gigantesco barrio de sur es ya una
compleja organización, a donde se dirige ella cada mañana. Ya no habla de
sus amores, ni siquiera del último, el abandonado en Buenos Aires. Mariano,
a quien veo también de pasada, es quien me proporciona detalles, aunque
para mí que se trata de invenciones. En cuanto a los amores, Mariano prefiere
verlos adornados por la leyenda, así sean los amores más triviales y
miserables. Para él, el último amante de Adela, con el que hizo su viaje
americano, era simplemente un paranoico, había que pensar en él
remontándose a los árabes y a los hispanos, decía Mariano, pasando por las
canciones de mariachis, nada extraño en este caso, pues mariachi viene de
mariage. Mariano me cuenta que el pobre tipo, de regreso a Bogotá, todavía
se dedica a seguirla y espiarla, a hacerle inútiles reclamaciones. Sabe que
Adela va cada día al apartado de correo del centro y allí monta guardia, para
verla pasar o despedir exigencias de reconciliación. Se hace el desentendido
en la calle, cuando la ha seguido, y, de sopetón, la aborda en una esquina,
pidiéndole que vuelva. Mariano describe estos encuentros con la edulcorada
gracia de los melodramas. En todo caso, Adela no los cuenta a nadie, quizá
sólo a Mariano. Se ha vuelto, en cambio, medio confidente de la propietaria
de la pensión donde vivo, con quien se cruza chanzas privadas. La encuentro
distante, como si el vínculo del pasado, en la casa de la calle 24, hubiese sido
una débil atadura, un capricho arrasado por el tiempo. Y en realidad no
quiero pensarlo así. Desearía estar a su lado y empujarla, decirle que cuanto
hace en aquel barrio de invasión es lo que debería haber hecho cuando todos
y cada uno de sus fracasos la hundían en un viaje sin regreso. Siento que lo
que ella hace es limpio y verdadero pero me siento incapaz de compartir los
términos de su “causa”. Me turba un extraño sentimiento de separación, como
si todavía las ligazones con el pasado, con un mundo que no acaba de
deshacerse fueran incómodas adhesiones en mi comportamiento. En su
sordidez, la pensión El Dorado me ofrece el estímulo de una dramática
supervivencia, sobre todo la de esos pobres diablos que veo bajar en las
mañanas y subir en las noches contando sus monedas, lamentándose de haber
tenido una jornada desastrosa, dejando por el suelo muestras de artículos que
nadie compra, tirando al catre el cuerpo que ningún transeúnte ha querido
solicitar. Pienso que hay en este mundo un magnetismo arrollador. Vivir
aquí, en cuartos que apenas se airean, es probar también el mal trago de unas
vidas que en cualquier momento podrán darse a una aventura suicida y no a
la mediocridad de cada día, el mañana vacío, el pasado silenciado porque no
tienen voz para mentarlo y sólo refieren dramas domésticos, enseñan papeles
y repasan sus menudas deudas. Los encuentro cada día en las escaleras.
Algunos me saludan con un respeto que quizá les nazca de saber que soy
médico, que podía estar en otro sitio y no en este. Les digo que este es el
lugar que he elegido, que en cualquier momento, si les viene el pataleo,
acudiré a darles una receta de emergencia. Se enferman en la soledad y nunca
piden ser atendidos. Es la propietaria la que viene a decirme que en el
segundo piso, cuarto número 6, se oyen quejidos del viejo que sale todas las
mañanas a pararse en la avenida Jiménez con carrera Séptima a cantar
canciones con una destemplada guitarra, canciones que hace tiempo dejaron
de escucharse, a vender sus composiciones impresas, impecablemente
escritas en sonetos y romances. Subo y me dice: “Nada, doctor, no pasa
nada”. Pero confiesa luego que le aumentan los dolores de espalda, un
gusanillo que sube y baja del cuello a las nalgas, el hormigueo persistente en
las piernas, la fatiga sigue después de ocho horas de sueño, repentinas
picadas en el corazón, siento que me voy ahogando, doctor y nada se puede
hacer con él porque las recetas del seguro están encima de la mesita de noche
y al final navegarán en el trago de aguardiente que bebe para consolarse,
derramado por el temblor de sus manos, que no son manos de borracho sino
de un hombre inmensamente fatigado. Un día le traje medicamentos y siguió
las prescripciones. Debía seguir la misma dosis, pero ¿de dónde iba a sacar el
miserable para la farmacia si la patrona, indulgente, le estaba perdonando un
mes de alquiler atrasado y él a duras penas podía tragarse una sopa de papas
cada día, si la misericordia de los transeúntes daba para tanto? Viéndolo a
diario en esa triste refriega contra lo que él llama su destino, me pregunto de
dónde carajo salen esas ganas de seguir malviviendo, de dónde las bromas
que gasta al encontrarme, cuál es su pasado, qué hay detrás de la postración,
qué sublevaciones duermen en él, cuáles fueron sus sueños, qué desea que se
hagan alguna vez por él para rescatarlo de la muerte. Y entonces, ya no me
imagino solo a estos huéspedes, asalariados por el dolor, sino a un más vasto
ejército de humillados y aún no del todo vencidos, los imagino haciendo parte
de una soberbia conspiración espontánea, saliendo en grupos hacia la ciudad
populosa, como pájaros en vuelos migratorios, desatando de repente la
energía rencorosa que han alimentado, tirándose a las calles y como río salido
de madre inundando espacios y propiedades que nunca fueron suyas,
asolando la tranquilidad de esos buenos propietarios que ante el torrente
vengativo, ante el crecimiento del odio nada podrán hacer y nada tampoco
sus protectores armados, porque ha empezado el incendio y el saqueo de la
ciudad y en las mismas puertas de los graneros las mujeres dan la leche que
sus hijos nunca bebieron, los hombres comen la carne que jamás probaron,
imagino ese acto de sublevación espontánea en el que nada es de nadie y es
del primero que lo tome y corra por el botín y lo mismo será salir con una lata
de manteca que con el suntuoso traje de noche arrancado a la vitrina de la
avenida invadida. Imaginar este episodio subleva mis instintos de justicia,
confusos, es cierto. No se trata sólo de un desesperado acto de pillaje: el
mecanismo vengativo se ha desatado y los hambrientos arrasan con todo,
trajes, electrodomésticos, autos, viviendas, ropa interior, sofisticados objetos
de escaparate. La rueda ha girado en movimientos sin freno y se escucha el
clamor de los linchamientos, toda la ciudad convertida en un gigantesco patio
de ejecuciones sumarias llamadas ajusticiamiento. Han estado durante
demasiado tiempo esperando un lugar en la dignidad merecida y no han
hecho más que nutrir un dolor que ya no podrá salir bajo una forma distinta al
terror. De los hospitales saldrán los postrados de siempre, los incurables de
ahora, y nadie podrá preguntarles qué los mueve a tan demente violencia. De
las largas colas donde han esperado hallar un trabajo a destajo veo venir a los
sobrevivientes y todos estarán extendiéndose por la ciudad. Creo, al verlos,
que no tendrán otro remedio, aunque allí mismo, en la tarde, sean uno a uno
ametrallados y reducidos a piltrafas. ¿Será posible ametrallar a este ejército
de mendicantes forzados a la revuelta? ¿Es que pueden esperar otro lugar en
la vida, en la más elemental de las vidas? ¿A quién corresponde cederles ese
lugar? ¿No sería preferible arrebatarlo? No tienen demasiado aliento para la
esperanza. Así lo creo cuando bajo las escaleras de la pensión y me adentro
en los pasajes y encrucijadas del centro repleto de gente que va y viene desde
o hacia ninguna parte. A veces encuentro la puerta abierta de uno de los
cuartos o me invita a pasar el vendedor de baratijas, quizá robadas y caídas a
sus manos por otras manos. Este hombre mantiene, incluso en la soledad, la
adusta expresión del que comparte su dolor con una tensa amargura.
Se defienden, no hablan. Temen que se les quite el aliento. Por eso se
adelantan a quitárselo al que los amenaza. ¡Quien pega primero pega dos
veces! El pellejo que llevan encima es su única pertenencia y para salvarlo
poco les importará mandar a mejor muerte otro pellejo. Sólo la prostituta del
cuarto número dos mantiene su resignación. Bromea con sus posibles
clientes, cuando a las cuatro de la madrugada no ha pasado quien la contrate.
Mantiene el aire triste de un ser narcotizado: palúdica, gorda de tragar guisos
apresurados y papas, de hacer siestas que adormecen el hambre, se destapa
las tetas en el frío de la calle 19 con carrera Décima y, para hacer menos
tediosa la espera, discute a madrazos con el marica que ha encontrado cliente
motorizado. Puta de cincuenta, sesenta pesos para urgidos clientes de baja
paga y para los asalariados de nadie. Enferma, con una o varias infecciones
venéreas, ni siquiera se atreve a pasar por la Sanidad pública: teme ser
reseñada, que se la persiga, aun sabiendo que son tantas, que nada podrán
hacer contra el lastimoso ejercicio de una profesión que desde niñas se
asignaron. Allí está, allá están, esperanzadas, bajo el frío de la medianoche
exhibiendo las heridas de sus protectores, chivos de la calle (una cuchillada
en la mejilla, un recuerdo cosido en el cuello, un hebillazo en la espalda).
Miserables, esperan que sean otros miserables sus clientes, vástagos de las
frustraciones, tímidos muchachos que besuquearon a sus novias en los
atardeceres y se largan a calmar la calentura en media hora pagada. Se
refugian en pensiones. En las mañanas, recogen a sus hijos raquíticos, sucios
de lodo y mierda en los pisos desnudos de una vivienda donde la abuela
reumática los cuida y castiga por nada. Son madres compungidas. Lo darían
todo para que esas criaturas siguieran con vida. Pero todo es nada o son esos
billetes arrugados para el pago de un cuarto, una sopa o un biberón aguado a
mediodía. Leti cuenta al viejo vendedor de canciones sus pesares y el viejo se
alza de hombros. “Cambie de calle, le aconseja él. Ahorre para un vestido
bonito y verá como le caen los clientes”. ¡Vanos consejos! Nunca habrá para
el bonito vestido de seda, estampado con flores. Y él, a su vez, nada sabe de
crecimiento de las competidoras. La propietaria de la pensión le ha cogido
cariño y le perdona días atrasados, en ocasiones se subleva y amenaza tirarle
los chécheres a la calle. Leti gime, patalea, se arrodilla a los pies de la
patrona, suplica, está a punto de besarle los pies, le pide otra oportunidad. Y
se arroja a las calles. Quizá encuentre, si se vuelve madrugadora, uno o dos
clientes. Milagrosamente los halla y corre a abonar parte de la deuda. Ante
tantas pruebas de honestidad, la patrona se ablanda. “Métase a su cuarto, deje
lloriquear”. Y Leti se deshace en lágrimas de agradecimiento. “Usté es una
santa señora, Dios se lo pague” va diciendo por las escaleras. Y acomoda de
nuevo sus trapos en el armario, pone en la mesita de patas cojas su vieja
muñeca de trapo. Una muñeca de trapo dejada por su hija muerta a los tres
años. Es lo único que conserva de ese antiguo dolor que renace en los días de
nostalgia. “Una muñeca, sucia, desgarrada, una linda muñeca de trapo en el
nochero, ¡tanta triste ternura!”. Mariano no ha sido capaz de escribirle, pese a
la conmoción que le causa la escena, cuatro o cinco líneas de un poema. Vino
a verla en su cuarto y casi lloró viendo el espectáculo de ese objeto mimado y
solitario. Es tanta la ternura, la agobiante ternura que encierra aquel objeto,
que no abundan las palabras, todo se queda en el estremecimiento. Leti salta
de contenta cuando Mariano le dice que escribirá un poema en la memoria de
su hija muerta y su muñeca de trapo. “Escríbeme mejor una canción, que el
viejo le pondrá música” pide Leti. Y aún anda Mariano escribiendo esa
imposible canción. Un día vendrá feliz, atropellando a los huéspedes y le
entregará los versos del poema. Habrá que leérselos, porque Leti apenas
balbucea las letras del alfabeto. Dice que aprendió a juntarlas por sí sola. “Si
quiere, don Mariano, le cuento mi vida y la mete en una novela”.
Mariano se siente cada vez más abrumado por el peso de la sordidez,
pero este es el mundo que imagina y el único capaz de producirle una medida
fascinación poética. Aunque se haya comprado una casa en el barrio colonial
de La Candelaria (hermoso patio andaluz con una fuente en el centro, cuartos
que dan a manera de herradura a ese rincón solariego, piedra y barro que el
tiempo ha dignificado), rodeado de cuadros que se ha ido procurando en su
trabajos de crítico de arte (“me los regalan a cambio de retórica, que es lo
único que la literatura alcanza a hacer con el arte”, se jacta), sólo la sordidez
conmueve su sensibilidad. Todo el día en las calles, cuando no en los bares
de mala reputación, entre vendedores de cocaína y esmeraldas. ¡Y pensar que,
aparte de Vallejo y Villon, apenas larga citas literarias! “¿Para qué?, se
pregunta. Para eso están los informes anuales de las enciclopedias o las
conferencias de los profesores de retórica”. Y vuelve a hablar de secretarias
soñadoras, de vagabundas sin ocupación, de bandidos imaginarios, de
espíritus sublevados, de heroínas de radionovelas, como si así contribuyera a
la grandeza del melodrama universal. “Nada excita tanto la sensibilidad
‘popular’ como la expresión melancólica de los fracasos”. Y se mete,
enseguida, a los barrios bajos, con su vestido de rufián, saco de pana cruzado
y corbata de seda roja. Quizá no salga de allí un nuevo poema, y poco le
importa. Mariano parece salir fortalecido del estercolero y quizá por ello es
quien con más firmeza ha alentado la participación de Adela en la
construcción de la ciudadela. “Uno solo de esos miserables, flaca, tiene más
grandeza que todos sus detractores, incluyendo a los abogados titulados”. De
allí que Adela regrese al centro de la ciudad, siempre al centro, nunca al
norte, dice, ni multada. Sólo pregunta por Mariano. “No se descuiden, flaca,
que después de las amenazas y las intimidaciones vendrán los bombardeos”.
Mariano ve los toros desde la barrera y, sin embargo, lleva una incuestionable
rebeldía en sus opiniones. “¿Qué hago yo? No me lo pregunte, Adela, que
usté ya sabe que pertenezco a una generación de antihéroes”. Demasiados
esfuerzos ha gastado en la pelea diaria y, a pesar de todo, no transige en nada.
Si alguna grandeza le cabe es la de no haber jugado a los dados con los
despojadores de su padre, el viejo obrero textil de Envigado. Mantiene la
ambigüedad de una moral que no le impide sacar billetes a quienes desprecia.
¿De dónde más podría sacarlos? Es como si supiera que, gota a gota, trampa
a trampa, alcanzará a sustraer lo que robaron a su padre. ¡Quien roba a
ladrón, cien años de perdón! Por ello sus víctimas son siempre acomodadas.
Se pegaría un tiro antes de sacar un centavo a un pobre diablo. Se quitaría los
pantalones para dárselos a ese amigo desnudo. No sólo compartiría la sopa,
se la daría toda a quien mereciera su lealtad. El, por su cuenta, ya se las
arreglará. No se cree indefenso. Se ha creado defensas contra el sufrimiento.
En los peores momentos, sólo se permite la melancolía, que como un poeta
del novecientos prefiere llamar saudade.
Viene a la pensión El Dorado y coquetea con la patrona, le da
palmaditas en el trasero. "Un polvito no le caería mal” le dice. Y, de paso,
otro apretón en las nalgas. La patrona chilla contenta. “A ver si un día me
deja darle una buena noche, señora” bromea. “¿Su amigo habla en serio?”,
corre ella a preguntarme. En realidad, no le importaría encamársela, pero le
advertía que se dejara de pendejadas románticas, que pusiera una frontera
entre su corazón y su coño. Es mediana y carnosa y despide un sano y natural
olor a cebollas, el fino olor de la manteca y el ajo, su dulce olor
condimentado. Tiene pechos de mujer mal gozada. Estas deben de ser las
excrecencias que más excitan a Mariano. “Demasiado fino y macho para mi”
se consuela la patrona.
Con el tiempo, empezaron a dedicarse confidencias. Entre Adela y él le
montaron un consultorio sentimental. “¿Crees que nos haría un favor?” me
preguntó Adela. “Depende, si no se trata de plata, porque no tiene donde
caerse muerta” le informé. “Es de sumo cuidado”. Habría que tantear, ir con
cautela, suavizar el terreno. Y, al fin, vino la respuesta. “¡Cómo no voy a
hacerle ese favor, Adela!” le dijo, con toda naturalidad. Y le contó lo tanto
que aborrecía a esos fanfarrones que a cualquier hora venían a rastrear por la
pensión. “Los que no tienen uniforme son los peores”.
Nada entiende de sublevaciones, pero si tiene un odio dentro lo
mantiene contra los agentes secretos. “Tráigame a ese muchacho y hasta de
comer le doy”.
Adela se lo trajo una madrugada. Debía esconderlo por una semana y lo
escondió. Lo cuidó, se volvió más celosa con presencias extrañas. Si
hubiesen venido a requisar la pensión, lo hubiera metido debajo de sus faldas.
¿Lo hacía por mí, acaso por el consultorio sentimental, por los flirteos de
Mariano? No, fue auténtica en su decisión. Tiene dentro de sí un formidable
potencial solidario, a menos que no se le hable de ateos o masones. Ella es
una creyente sincera. Todavía cree que se comen vivos a los recién nacidos,
que las madres dan a luz para ver a sus hijos sustraídos por brigadas de
soldados del Ejército Rojo. Cree en Dios y cuando escucha la palabra
comunista debe pensar en iglesias saqueadas, monjas violadas, sacerdotes
ultrajados y capados, en iglesias devastadas. Piensa en el demonio. ¡Santa
herencia de su Santidad Pio XII!, dice Mariano.
Lo que no supo fue que durante una semana guardó en el viejo cuarto
vecino al mío a un prófugo de los servicios de inteligencia militares,
perseguido por actividades subversivas. De haberlo sabido, nada hubiera
pasado, lo hubiera dejado dormir igualmente en el cuarto, pero se hubiera
armado de recelos y hubiera sido menor su generosidad. Se le pagó, es
verdad. “Deme lo justo, que no soy una aprovechada” dijo, devolviendo el
excedente. “¡Un enorme corazón a prueba de artimañas!” declaraba Mariano.
¿Qué solidaridad con los perseguidos alberga esta mujer, a sus cuarenta
y tantos años de soledad? ¿Qué remoto dolor, qué vivo golpe la lleva a esa
acción solidaria? ¿Por qué no se consigue un préstamo y se va con su pensión
a otro lugar, distinto al de estos muertos de hambre? “No me traiga más
putas, Leti, que con usted tengo suficiente” aconseja a la callejera. “El día
que esto se llene de vagabundas tendrá la pensión llena de inspectores de
sanidad”. Los diez, once, doce huéspedes de la pensión, excluyendo las bajas,
son el único aliciente de sus días. Algún domingo se acicala y se larga por
unas horas a la calle. Come helados, mira escaparates, coge un taxi y da
vueltas por la ciudad. Le encanta irse al norte, muy al norte, más allá de la
calle 100. A veces, entra al Teatro Patria y se mezcla con soldados y
sirvientas. Religiosamente, regresa a su puesto de combate: un mostrador
empolvado, una cajita de madera con llaves de los cuartos y el cuaderno de
las inscripciones. Debajo del mostrador, la botella de anisado, que bebe a
gotas, con largas pausas, nunca en exceso. Conmigo se ha revelado como un
animal de discreción, aunque mis ausencias se repitan. “Y a propósito,
recéteme algo para este dolor de cabeza” me pide con frecuencia. Y no es
cuestión de calmantes. Es el dolor crónico y prematuro de sus años. “Hierro y
calcio no le caería mal, aquí tiene el nombre de unos reconstituyentes”.
Le pago la quincena puntualmente. Y a cambio, ella asea mi cuarto, de
vez en cuando pone una flor en mi mesa, un detalle en el nochero, una tibia
sopa en las tardes. “Ya que no hay mucha luz, por lo menos que sea un cuarto
presentable”. Y me pregunta por Mariano. Es su amor distante. Ella no sueña
con amores fugaces. En el centro de sus deseos quizá espere la plastificada
posibilidad de un matrimonio. Se toma en serio las bromas de Mariano. En
cuanto a Adela, le pregunta por los acontecimientos de la ciudadela. “¿Qué
más quieren? Yo haría lo mismo. En este país faltan huevos, más invasiones,
¡qué carajos!”.
Adela ha remodelado seguramente su conciencia al hablarle de los
asedios militares, de las provocaciones, de la resistencia de la gente, de la
aguerrida bondad de los ocupantes. “¿Y por qué no dicen nada en los
periódicos?” me pregunta con inocencia. Tiene la vaga sospecha de que esas
diez mil almas son un ejemplo canceroso para la salud obscena de la
Propiedad. ¿Qué tiene ella? Nada. Si esta casa fuese suya y en vez de estos
cuartos, estas cobijas remendadas, estos huéspedes de paso, fuera la
propietaria de un hotel más respetable, otras serían quizá sus consideraciones.
De El Dorado no saca más de lo necesario. Una vez cada seis meses viene el
funcionario de Sanidad y debe sobornarlo. Se hace el escrupuloso, le dice que
debe poner nuevos inodoros, otro cuarto de baño, ventilar las habitaciones,
comprar sábanas nuevas y pintar los armarios. Con algo más de propina, todo
queda arreglado. Algún policía cae con una callejera y, para evitarse
problemas, si hay cuartos, lo deja retozar sin cobrarle. ¿Qué haría, de no
disponer de esta pensión, que un día demolerán, cuando decidan levantar
sobre los escombros de la casona una torre de diez o quince pisos? Teme que
llegue ese momento. No recibirá ninguna indemnización, ella es la simple
inquilina de un dormidero mal pagado. Mientras tanto, hace lo que puede,
que en verdad es poco. En los días de pesadumbre teme la llegada de las
demoliciones. Van a tumbar todo esto, le digo. Lo he visto cerca en otras
demoliciones del vecindario. ¿Dónde irá a parar ella? ¿Quién va a darle un
centavo por aquellos catres, por esos colchones y armarios que bien podrían
botarse al crematorio? Tendrá en su haber, eso sí, a los deudores morosos,
pero de ellos nada puede esperar, sospecha verse un día en la calle, al borde
de la mendicidad. ¡Algún día precisará de los demás! Por eso es solidaria con
todos. Esta reflexión parece estar en el fondo de su conciencia cristiana.
Podrá –para eso se ha entrenado– servir de camarera en un hotel de cuatro
estrellas, hacer la cama a los huéspedes de nuevos hoteles que van
construyendo después de las demoliciones. En más de una ocasión ha temido
este futuro y su temor aparece en los momentos de desazón. “Estoy peor que
un mal asalariada, porque ni siquiera tengo seguro contra accidentes de
trabajo ni derecho a jubilación” me dice.
–¿Jubilación? No, doctor, cuando lleguen los años tendré que empezar
como si nada hubiera hecho por la vida.
La edad, no tanto la que tiene como la que se avecina, le produce tanto
temor como la llegada de las demoliciones: perderá la dureza aún apetecible
como inútil de sus carnes, se harán fofas y ni siquiera podrá contar con el
vulgar coqueteo de sus huéspedes. Nadie vendrá a fortalecerla. Entonces,
cuando sospecha que esa hora está próxima, se llena de pensamientos
escalofriantes. Aunque no tenga el coraje de expresarlos, uno sabe lo que
alberga en sus silencios, en sus respuestas monosilábicas, más ásperas cuando
llegan las menstruaciones, sólo a veces una escondida fuerza, un repentino
aliento la levanta y es cuando se viste y acicala (“¿me queda bien este moño,
doctor?” viene a preguntarme), tararea canciones, chancea con sus huéspedes
y estrena un par de medias caladas. Uno sabe entonces que un empujoncito
en la vida le bastaría, que allí dentro se debaten las ganas de vivir con la
realidad de una frustración. Un amorcito salvador, no es otra cosa lo que
espera. Una compañía fortalecedora, el temblor de un afecto, que alguien
dispare frases de cariño en sus oídos y deje en un instante en su vagina la
semilla vivificante, un abrazo para las mañanas frías de los Andes.
¿Habrá celebrado alguna vez su cumpleaños? ¿Le habrán dado un beso
en los labios? Detrás del pudor con que enfrenta las bromas de Mariano, debe
ser un cuerpo con infinitas posibilidades de goce. Lo son esos cuerpos
temerosos al envejecimiento. Como combatientes acosados, capaces de dar
de sí lo indispensable antes de que el fulminante disparo venga a reventarlos.
Cuando se dan, lo hacen con una pasión tan voluntariosa que apenas tiene
nombre, es como si pensaran que ya no pueden ser mezquinos con su cuerpo,
que ya no pueden ahorrarse una sola fracción de ese placer a punto de
extenuarse. No hay aquí ninguna metafísica sino la definitiva resurrección de
la carne, la dura vida fugaz y ¡amén! ¡Qué importa que esos amores de último
momento toquen la frontera de la ridiculez! Es la tiranía de los sanos y
cuerdos lo que impone a los enfermos y locos una criminal separación.
¿Dónde empieza lo sano, dónde lo enfermo, dónde la cordura y en qué
lugar dice estar empezando la demencia? En aquellos días de aliento y
optimismo, la patrona de la pensión podría darse a un amor estremecedor.
Duda en encontrarlo y vuelve a su habitual medianía de hembra amenazada
por la menopausia, azotada por la esterilidad, pronto incapaz de desnudarse.
Adela la escucha durante horas.
No conforme con la voces de consuelo de su consultora sentimental,
volvió a llamarme a su cuarto, me preguntó si la veía atractiva, si la
encontraba, no joven, ya lo sabía, pero si la veía buena y madura. Enseñó
nuevamente la curvatura de sus muslos, el comienzo de sus nalgas, la línea
sinuosa de su espalda, la blanca piel de una mujer que nunca dio su cuerpo a
un rayo de sol. Descubrió su blusa, se quitó el sostén y mirando hacia un
lugar imprecisable me dejó la visión de sus recios senos redondos. Descubrí
que se había comprado un espejo enorme de cuerpo entero, con florecitas
talladas en los bordes. Se desvestía interponiendo preguntas. Quería saber si
Adela era sincera, desconfiaba de los juicios de otras mujeres, sólo los
hombres podían decirle si tenía el atractivo de una hembra. Se acercó a mí
con timidez virginal y en la proximidad de nuestros cuerpos pasé con
suavidad mi mano por sus pechos. No fue una caricia turbadora sino con el
ademán desinteresado de quien asiente, sí, está usted todavía joven y
hermosa. “Me voy a comprar un tocadiscos de pilas, doctor, no sabe usted lo
que me gusta la música, aunque sea para oírla sola”. Y se compró un
tocadiscos de pilas y sacó del baúl discos de 78RPM, tangos, valses peruanos,
música de guitarras, tiples y bandolas.
Adela siguió el itinerario de su vida, si vida era haber pasado de la
conventual cerrazón de su familia de provincia al oficio de camarera y luego
a un matrimonio que no duraría cinco años. A los treinta años se sentía, no
abandonada por el hombre sino ultrajada por la fatalidad. Trece, catorce años
en estos cuartos, escaleras y pasillos consumieron lo que podría haber sido el
nervioso empuje de una mujer todavía hermosa, analfabeta y suspicaz, con
las tremendas ganas de abrasarse en un amor sin dobleces. Nada sabe –refirió
Adela– lo que es su pasado. Este se extingue en el recuerdo de un padre
altanero, asalariado de alcaldía de pueblo, y una madre fugada un día en
brazos de un sargento. No hay rencor en sus evocaciones sino una
conmovedora resignación en la voz, como son las voces de mujeres
domesticadas por la servidumbre.
Adela sale de estas sesiones afirmada en su condición de víctima,
cuando debe volver a la ciudadela. En cuanto a ella, pese a sus visitas, se
diría que voluntariamente me interpone barreras. Sus defensas se agudizan.
Me fastidia, aunque comprenda el origen de su distanciamiento, y no pocas
veces evoco nuestra intimidad en la casa de la calle 24, la unión accidental
que nos había acercado, no tanto en el amor como en la fraternidad.
Sigue visitándome, cortas visitas de una hora, ocupadas en pasearnos
por sitios aledaños a la pensión. Escucha mis historias de hospitales. Pese a
haberlos reducido, en un momento dado vuelven sus llantos. Ya no son por
los agrios amores, son por el hondo dolor de la humanidad.
–¿Crees que puedes contar esas cosas y dejarme como un témpano de
hielo? –pregunta, secándose los mocos cada vez que le hablo de enfermos y
hospitales.
No recuerdo si antes le he hablado de toda la variedad de muertes y
muertos que han pasado por mis ojos. Aunque se lo haya contado, una, diez
veces, Adela reacciona como si fuese la primera, como si jamás hubiese
tenido conciencia de que allí la gente muere, no de vejez o de enfermedades
incurables sino de la pura desidia de los curanderos, de la impotencia que
padecen los mejor intencionados, del espacio que les han asignado para meter
a trompicones una milésima parte de sus pacientes.
–No te cuento estas vainas para que llores, Adela. Quizá desee
quitármelas de encima o, al contrario, tenerlas vivas para no ser indiferente a
esta clase de miserias.
–Bonita terapia te levantaste –me reprocha–. Bonita terapia esa de
echarles a los demás las porquerías de tu experiencia.
Cuando trato de interrumpir mis evocaciones, ella misma me pide que
continúe.
–Perdona, es que sigo siendo pendeja y sentimental –se excusa.
No es en la pensión donde se suceden nuestras conversaciones. Es en el
centro mismo de las calles, en las aceras que a la mediatarde nos obligan a
batirnos paso a empujones. Adela prefiere, entre semana, la paz del Parque
Nacional bajo el frío de las seis de la tarde y antes de la oscuridad temida de
la noche.
–Pero ¿dónde y de qué diablos vives? –suele preguntarme.
–Tampoco lo sé. De vez en cuando aparece un paciente y casi siempre
es de los que no pueden pagar.
–¿Te manda plata tu papá?
–No me pongas zancadillas –le advierto–. Ya sabes que de él no
recibiría un solo centavo.
–Perdona, lo que pasa es que no me explico con qué vives ni cómo, si
tienes que pagar la pinche pensión.
Ante mi hermetismo, interrumpe su curiosidad. Aunque endurecida,
Adela mantiene una humanitaria debilidad. No me explico cómo mantiene el
gusto por la buena ropa, por cierta mesurada elegancia. No me la imagino
oficiando en la ciudadela con tanta compostura. Pero allí va diariamente y se
queda a dormir en casas de camaradas. Les canta y, tres o cuatro veces por
semana, alfabetiza a adultos que los años han vuelto torpes para tales faenas,
posiblemente perplejos por el cuidado porte de la alfabetizadora. En el fondo,
el estilo de Adela es de una altiva artista plantada en el centro de un
escenario, con un impecable vestido negro, largo hasta los pies, sin escote en
los pechos, limpio de decorados, sobria y digna en los comienzos sin gesto de
sus mejores canciones, el estilo de quien no le debe nada al artificio y en el
momento de cantar sólo debe sacar partido a lo mejor de su naturaleza, evitar
las trampas del género, ser sólo voz, que aun suponiéndose imperfecta, hace
de la imperfección una extraordinaria cadena de sentidos melódicos.
¿Le duele todavía no haber conseguido el sitio que merecía la
singularidad de su voz, el arrogante temple de su personalidad? Parece
haberse olvidado de esa lucha que la condujo a un reconcentrado malhumor.
Ha llegado al convencimiento de que la pelea, en ese terreno, estaba perdida
de antemano. Haberla oído cantar en el grill Los Ojos Tristes, de clientela
lasciva e indiferente a los partos de su voz, equivalía, con el tiempo, a una
despedida, precipitada cuando decidió embarcarse en su aventura
suramericana. Pese a ello, no dejo de imaginarla sin maquillaje en el centro
de un escenario que habría cerrado para siempre las puertas a una mujer
capaz de ocuparlo entero por la intensidad de su voz.
Al regreso de uno de nuestros paseos por el parque Nacional, Adela se
despidió como si mañana o dentro de unas horas fuera a repetirse nuestro
encuentro.
–¿Qué pasó con tus hijos? –le pregunto, sabiendo ya la respuesta.
–Están bien. A veces me mandan postales –dice, tragándose las
palabras–. ¿Quieres saber una cosa? Es tremendamente cruel, pero sabrás
comprenderme: siento como si ya no fuesen hijos míos, como si un día me
los hubiesen puesto condicionalmente en las manos, hijos de otros padres,
para que los cuidase, solamente para que los cuidase, protegiéndolos pero a la
vez inculcándoles la idea del retorno a sus verdaderos padres. Así, un día
vuelven por ellos y ¡ya está!, adiós todo, viejo. Es una fantasía bastante cruel,
¿verdad? Creo que tenerlos, haberlos criado, haber pretendido levantarlos sin
carajadas, todo eso, Alejandro, fue una fantasía mucho más cruel.
En este punto, Adela no concede nada a los llantos. Lo dice con firmeza,
rostro impasible peleándose contra el escozor de su memoria.
–Mariano me consuela diciendo que espere, que un día se darán cuenta
de la estafa, que todo ha sido una verdadera mierda, que volverán. ¿Crees que
para entonces seré la misma que fui cuando me abandonaron?
Me desconciertan sus reflexiones. No puedo negarlo: no sólo se ha
endurecido, también se ha vuelto sensata. Creo que ya no es una mujer de
treinta años sino un ser de regreso, una de esas mujeres que consumieron su
cuota de felicidad y su dosis de sufrimientos, seres para quienes no hay ya
sorpresa ni perplejidad porque llevan dentro cuanto podía ser objeto de una y
otra. Es sólo una pasajera ilusión, porque Adela, en nuestros encuentros,
mantiene sus flancos descubiertos, sobre todo aquellos que han ocupado lo
más frágil de su sensibilidad.
–Nos vemos –me dice en la puerta de la pensión–. Salúdame a la
patrona.
Y regresa a la ciudadela. ¿Cuándo volverá a verme?
Conjeturas de Vásquez

Hay individuos que al margen del dramatismo que en algún momento han
experimentado sus vidas sólo pueden ser vistos desde la parodia. Sus
comportamientos son actos paródicos, desdibujada caricatura. Eso había
empezado a ser la trayectoria de Werthercito.
Por corresponsales que nunca quiso identificar, Millán consiguió nuevas
informaciones sobre las andanzas del letrado en una ciudad mediterránea,
presumiblemente Barcelona, donde había fijado su residencia viviendo en un
cuarto alquilado por una pareja sin hijos, especie de protección para su
desamparo, sustitución de una madre que W había llevado consigo en la
cartera y a la que al parecer escribía cuatro veces por semana, haciéndole la
reseña de sus “éxitos”.
Se hizo a un nombre en aquella sociedad secreta que acaba siendo toda
comunidad literaria, falta de nuevos rostros y fetiches, cuando no de
comediantes capaces de aportar al tedio habitual un poco de salsa, en el caso
de W una salsa andino-tropical. Detrás de él, convertido en personaje de
aquella farándula, se hicieron los más divertidos comentarios, especie de
burla originada por sus devaneos de euroerudito, siempre con una cita en los
labios y una expresión alemana de recambio. También allí, como en la casa
de los tres pisos de la calle 24, Werthercito fue un personaje pintoresco, sobre
todo desde que decidió publicar un ensayo de ciento doce páginas
comentando la aparición de la nouvelle de un escritor chileno que no pasaba
de las sesenta y dos, prólogo que fue retribuido con no pocos comentarios
jocosos hechos a sus espaldas, amén de la simpatía conquistada por el autor,
entonces a la cabeza de una apreciable revista literaria de la que W empezaría
a ser redactor. Mucho más pintoresca resultó su presencia en una comunidad
que durante años había cultivado una insana predilección por la belleza, el
atractivo físico y la hermosura de sus miembros, virtudes que en el
germanófilo no eran precisamente encomiables. Diría que fue aceptado como
objeto de contraste, de la misma forma que la bella muchacha escoge para sus
salidas a la compañera y rezagada de amores, no tanto por piedad como por la
vanidosa voluntad de realzar su propia belleza. Este era el comentario de
Millán, según él deducido de las cartas de sus corresponsales. También él era
la reflexión sobre el destino paródico de ciertas vidas.
Werthercito, en una estancia de dos años, se había ganado un lugar, algo
equívoco pero por ello no menos estable en aquella sociedad de escritores,
celosa casi siempre de presencias turbadoras. Era invitado a toda clase de
rituales, presentaciones públicas de libros, conferencias y otras monótonas
manías de la tribu. En este punto empezaba, según Millán, el episodio
tragicómico de su aventura.
Publicó, en efecto, una novela (A la sombra de las damas en juego).
Enviados los ejemplares a la crítica, antes de la presentación, una célula
feminista descubrió que se trataba de un compendio de misoginia auxiliado
por lugares comunes de otros más conspicuos misóginos. Detrás de la
artificiosa brillantez del relato, W no ocultaba –reseñaba Millán– su
enfermiza antipatía hacia las mujeres, convertidas poco más que en
mandarinas o en putas sin redención, trepadoras por las escaleras del poder
cuando ya habían usado los peldaños que conducían al catre de sus víctimas
imaginarias. La verdad es que cuando se anunció la presentación, ya la célula
había trazado su estrategia, puesta en práctica en otras ocasiones: boicotearon
el acto, interrumpieron al presentador, armaron tal barullo que la sesión no
podía tener otro colofón que no fuera el desmadre. Una a una, enmascaradas
y llevando ridículos falos de cartón entre las piernas (“no envidiamos
vuestros penes: los tenemos mejores” rezaba en la pancarta), subieron al
estrado o podio o escenario y bajaron a mordiscos y arañazos a W, que para
la sesión había gastado los derechos de autor en un terno azul marino de
serie, al que había adherido una etiqueta de Cardin. Fue tal el pánico de W
cuando vio venir a una de las mujeres con una inmensa tijera en ristre, que su
primer gesto consistió en protegerse la entrepierna. Estaba equivocado: sólo
querían arrebatar de sus manos un ejemplar de la novela y destrozarlo, lo que
hicieron, mientras que, como en un impromptu recitado con artificios de
grand-guignol, se desataba en proclamas contra la falocracia y otras variantes
del machismo árabe-hispanoamericano. Aquello se convirtió en una fiesta de
aullidos, huidas y zapateos, no tanto por el dramatismo de Werthercito –
protegido a medias por su editor– como por el acento carnavalesco que las
fámulas pusieron al acontecimiento, el primero de una ofensiva que, a decir
de Millán había hallado en el joven colombiano a su chivo expiatorio.
No sé hasta dónde Millán magnificó el episodio y añadió detalles de su
cosecha. Tratándose del primer personaje de nuestra roman à clé, iniciada en
la casa de los tres pisos de la calle 24, puede sospecharse que todo pertenecía
a una ficción y más cuando el filósofo sabía que me había embarcado en un
extenso informe sobre Sáenz.
El episodio tenía continuación: veinticuatro horas más tarde, W
reposaba, enyesado hasta el cuello, en una clínica local, con mordeduras y
contusiones, fracturas y otros desastres. No fue en todo caso consecuencia de
la ofensiva feminista. Ultrajado a ese extremo, se refugió en su cuarto con los
nervios alterados por el sabotaje. Y aquí viene el dato verdaderamente
paródico aportado por Millán: W quiso tragarse una considerable cantidad de
tranquilizantes, que no encontró en el lugar donde solía dejarlos. Recordó que
para no despertar sospechas en la mujer que le aseaba la habitación, había
dejado las pastillas en el último nivel de la estantería. Quiso alcanzarlos y no
pudo. Era de madrugada y no le pareció oportuno llamar para pedir una
escalera. Entonces empezó a improvisarla con los tomos más voluminosos de
su biblioteca:
–La divina comedia, Wilhelm Meister, La summa teológica, La comedia
humana, El hombre sin atributos – enumeraba Millán improvisando títulos y
nombres–, Las tradiciones peruanas, las obras completas de Ramón Llull, las
Eddas de Snorri Sturluson y el Parsifal de Eschenbach, además de los cinco
tomos que había logrado adquirir de la Taiping-Yulan, enciclopedia china
originalmente conocida por sus mil volúmenes, toda una consistente escalera
hacia el último estante, donde estaban las pastillas que lo sacarían del sofoco
–añadía el filósofo sobajeándose las manos–; algunos clásicos Oxford y
manuales sobre el barroco hispanoamericano completaron el parapeto hasta
alcanzar dos metros de altura.
Vino luego lo irremediable: el lote de obras maestras, sobre las que
había escrito glosas y comentarios que nada añadían a los escuetos informes
de una enciclopedia, pongamos por caso la Britannica, decía Millán, el lote
de volúmenes se vino abajo y Werthercito fue a parar de espaldas contra el
cabezal de la cama y de allí en una más aparatosa caída contra el suelo. Una
de las patas de la cama, algo desnivelada, estaba sostenida, si no recuerdo
mal, por una edición del poema Hildebrando, pero en la caída el soporte se
desajustó y toda la mole de madera y hierro cayó en la nuca del escritor,
produciéndole serias contusiones.
Debieron llevarlo al hospital. A la catástrofe moral de la presentación se
añadieron las lesiones de este accidente, que algún cronista local sustituyó
por su habitual reseña de libros, nota que hizo fortuna en el chismorreo de la
ciudad. Cabeza de turco de las feministas, Werthercito se convirtió en “héroe
desgraciado” de la tribu hasta que la última capa de yeso cayó de sus
miembros dejando una piel árida y amarillenta que cubrió durante meses con
su impecable terno de rebajas.
Hasta aquí la reseña de Millán. En adelante –decía– nada podía suceder
a W que no estuviese signado por la parodia. Fue un accidente
verdaderamente enciclopédico –seguía comentando–, complaciéndose en la
intervención de corresponsales por todo el Mediterráneo.
Lo último que supe de Werthercito fue algo intrascendente: intentaba
convalidar su título de abogado (“Doctor en Derecho y Ciencias Políticas”)
para abrirse camino en cierta universidad. “Catedrático a los veinte años”,
como hizo consignar en la contraportada de su libro, pretendía ser profesor no
numerario a los treinta y dos. “Por algo se empezaba”, glosaba Millán. En
Europa, sobre todo en ese disparate judeo-musulmán que es el Mediterráneo,
desconfiaban de la precocidad.
Adela Páez

Lo veía, es verdad, pero menos de lo que dice. Acierta en muchos de sus


juicios y no soy la indicada para contradecirlos pues era su manera de verme.
Omite sin embargo la frecuencia de nuestras discusiones desde mi entrada a
la ciudadela. Dice que le trazaba fronteras, que me veía prevenida y a veces
desconfiada. Pero eso es muy vago. ¿Quieres que te sea sincera? Nos
habíamos impuesto una serie de normas y, entre otras, la que nos obligaba, si
éramos disciplinados, a no intimar con personas con las que tuviésemos
“divergencias ideológicas”, tanto a la izquierda como a la derecha. Esto me
costó más de una discusión. Nunca mis compañeros lo entendieron. ¿Qué
Alejandro estaba contra nuestro Partido, contra los métodos de trabajo que
nos proponíamos seguir? No era suficiente para considerarlo un enemigo. En
este punto yo era más transigente. Perteneciera o no a una nueva
organización, cosa que yo dudaba, nuestras diferencias no lo convertían en mi
enemigo, sobre todo si pensaba en tantas cosas comunes que nos vinculaban.
Alejo tenía sus debilidades pero también el valor de no ocultaras, como
nunca había ocultado su escepticismo o sus vacilaciones. Hay algo inhumano
en nuestras causas políticas y, créeme, ello se encuentra en la inflexible, dura
disciplina que nos imponen. No podemos ver más allá de la táctica o la
estrategia, cosas que nunca tuve muy en claro. Dejamos de ver a las personas
como seres humanos y, al final, se convierten en piezas útiles o descartables,
números codificados. Nunca vemos lo que bulle en una vida, el dolor que
reposa en las vacilaciones, el desgarramiento que hay en el heroísmo, el
coraje o ¿por qué no?, la cobardía.
Seguí viéndolo y discutimos. Era mi amigo y nadie iba a impedirme que
lo frecuentara. No te he contado aún una cosa: estando en la ciudadela conocí
a un muchacho, más joven que yo, voluntarioso y atractivo. Era sincero en su
trabajo. Nos veíamos a diario, cada día más. Al comienzo, nada, ni siquiera la
esperanza de una buena amistad. A las semanas, fue mayor nuestra confianza.
Ocurrió lo inevitable. Salimos juntos, nos acostamos. Pero incluso estos
hechos podían ser insustanciales. En la intimidad, salió a flote el cariño. En
mucho, mucho tiempo, era quizá la primera vez que establecía un vínculo sin
ansiedad. Nada esperaba, no me ilusionaba. Gozaba de su compañía, me
satisfacía trabajar y estar a su lado. Hacíamos el amor y bromeábamos,
hablábamos como si estuviésemos en una mesa de café, charlando de
trivialidades. Por mi parte, todo fue espontáneo. Sospeché que, en repetidas
ocasiones, era él quien me buscaba, quien más necesitaba esas salidas fuera
de nuestro trabajo. Temí entonces que se estuviera enamorando, no sé, yo le
advertía que todo podía ser más elemental, unirse o abandonarse, sin traumas.
Pero no, en esto estaba equivocada. Es muy difícil alcanzar aquel desinterés.
Se había enamorado y sus solicitudes se convirtieron en asedio y al principio
me fue difícil salir con evasivas. Le hablé sinceramente, le dije que no era tan
hondo el sentimiento que nos acercaba. Me obligó a ser más, sí más cruel: le
dije que yo no esperaba nada del amor, que una corteza de piedra se había
instalado en esa parte de mi corazón. No, no pudo entenderlo. Nuestro trabajo
común empezó a hacerse irregular. Sus compañeros vinieron a aconsejarme.
Para ellos, yo era la culpable de la baja de entusiasmo del camarada. No, no
tengo la culpa –les dije. Siempre le hablé claro. Insistieron, de mí dependía
que recuperase su estabilidad, la fuerza de su entusiasmo. No, no depende de
mí, no lo he engañado, la relación no daba para tanto –les dije. Pues fue un
conflicto ridículo, del que salió nuestro más serio altercado. En el fondo, me
pedían que sin amarlo lo siguiera frecuentando, todo para beneficio de “la
causa”. No, les dije. No puedo engañarlo, no quiero engañarme.
Una simple fricción se volvió “problema ideológico”. No era una
compañera solidaria –me decían–, hacía daño a un compañero leal. Bueno,
tuvieron que cambiarlo de zona, pero en la conciencia de los demás quedó la
certeza de que yo era la culpable en aquel desengaño “remediable”.
–¿Remediable? –les preguntaba. Sí, tendrías que poner de tu parte. No,
Vásquez, no puse de mi parte. Poner de mi parte como ellos querían era un
fraude. Cosas como éstas, para que veas, fui incapaz de contárselas a
Alejandro. ¿Por qué? No lo sé. La susceptibilidad que me habían inculcado
seguía funcionando y lo menos que podía pensar era que con aquel tonto
episodio iba a sacar argumentos para atacarme. ¿No decía que los comunistas
éramos unos moralistas redomados, pequeños burgueses reaccionarios en
asuntos del comportamiento humano? En cosas como esta se medía nuestro
distanciamiento y se estropeaba el lindo pasado de nuestra intimidad.
En cuanto al muchacho, no volví a verlo, aunque supe que me empezó a
tener por enemiga. No era un crío de pecho, nada de eso, tenía casi treinta
años.
Conjeturas de Vásquez

Para Sáenz, su vida en la pensión El Dorado fue un excitante mundo cerrado,


con algunos personajes familiares, de la misma forma que había sido cerrado
el universo de la casa de los tres pisos, donde empezó a agudizarse su
sentimiento de marginalidad. Si en este se trataba de marginados de lujo
(algunos, como el profesor Millán, con gran prestigio académico), en aquel
conoció o empezó a conocer –si se exceptúa la rápida experiencia del
Pacífico– lo que en realidad era el despojo social y su inmediata
consecuencia, la miseria y la sordidez. Hasta un punto no habían sido en su
conciencia más que referencias literarias, evocadas en novelas y autores que
leyó con fruición en aquella época. Las bajezas se acumulaban en aquellos
libros y el purgatorio de los hombres, víctimas de un orden social o de un
poder capaz de producir atroces humillaciones. Ese era el universo contenido
en la parte más oscura de sus textos, cuando se manifestó su vocación
literaria.
¿Se quedó en la pensión por lo que esas vidas tenían de atrayentes o
porque la renuncia a su profesión y la idealización de aquella sombría
realidad hospitalaria lo movían a ir más al fondo de las miserias humanas? ¿O
quizá porque su situación económica se había vuelto en extremo precaria?
¿Acaso porque de los días que datan sus últimos apuntes formaba ya parte de
una organización clandestina que con sus fondos, conseguidos en acciones
espectaculares, le permitía malvivir en una pensión?
Estas fueron las razones que determinaron su permanencia en El
Dorado.
Cuando las requisas y allanamientos se intensificaron, Sáenz cambió de
residencia, contando siempre con el encubrimiento de la patrona de la
pensión, que nunca mostró curiosidad por sus ausencias. Aquí, nuevamente,
debo acudir a conjeturas o a versiones de conocidos. No todos sus apuntes
son explícitos en lo que se refiere a sus actividades políticas. De ellos puede
deducirse una vehemente actitud frente al orden dominante, pero no la certeza
de que hubiese pasado a acciones comprometedoras.
Evidencias posteriores me confirmaron que, en realidad, había estado
entre los autores del secuestro al industrial Uribe. La represión
desencadenada después, basada en sospechas de las autoridades, dejó
víctimas que de ninguna manera habían participado en la acción: no eran esos
–explicaron públicamente– sus métodos de lucha, deseaban mantenerse en la
legalidad, aunque la legalidad los tuviese controlados y los convirtiese en
oposición casi inocua.
Las detenciones, todas con brutales interrogatorios, no aclararon nada de
la investigación. Las notas periodísticas no pasaron de la retórica al uso,
dirigida contra los “enemigos extranjeros” y los “agentes del caos”.
La policía dejó el caso en el misterio. Los periodistas, informados por la
policía, salpicaron de especulaciones sus notas. Se intentó, desde el
Parlamento, denunciar el indiscriminado aumento de la represión y el
resultado fue una escena de mediocre teatralidad: un parlamentario de la
oposición dando datos y pruebas, nombres y localización de víctimas en
medio de un hemiciclo vacío, un discurso apenas escuchado por los colegas
que abrían el periódico y miraban de reojo al denunciante, ni siquiera una
réplica merecía el inventario: en el orden del día se pasaría al tema de otra
reforma constitucional.
A una cadena de secuestros y asaltos a mano armada siguieron
explosiones en edificios públicos y empresas norteamericanas. Si hubo
víctimas (heridos, histeria de funcionarios), tal vez no estaban dentro del
propósito de los responsables. Esto me dijo, en el curso de esta pesquisa,
quien estuviera a la cabeza de la organización, salida del fraccionamiento
interno de otra anterior, a su vez fraccionada de su precedente. Hoy es un
joven con gran futuro en una empresa de importaciones. Vive lleno de
nostalgia y aprensiones y yo diría que, también, de sentimientos de
persecución, como si temiera ser víctima de un ajuste de cuentas.
Sáenz había estado con ellos y desempeñado, en diversos sitios de la
ciudad, las tareas más diversas: atendía militantes heridos y en algunos casos
les procuraba escondites. El joven economista vaciló en sus confidencias.
Sabía que mi amistad con Sáenz incluía una insobornable lealtad. En diversas
fechas, las acciones del grupo fueron detectadas por la policía. En algunas
ciudades, pequeñas redes empezaron a ser desmanteladas. La policía había
aprendido que se trataba de grupos infiltrables: debían fortalecerse con
nuevos militantes y éstos apenas eran sometidos a prueba: pasaban del
desencanto social al encantamiento mesiánico. Era un precioso terreno
abonado, cultivo de delaciones. Asediados por fuera, controlados por dentro,
corrían el riesgo de ser exterminados. Muchachos fugados de las
universidades, profesionales decepcionados, hijos de sindicalistas
traicionados fueron blanco perfecto de las acciones policiales, que pronto
pasaron a la justicia militar. El íntimo convencimiento de estar asistiendo al
parto de un nuevo mundo les había endurecido la conciencia. Mantenían el
heroísmo a la altura de la imprudencia.
Sáenz, en cambio, estaba menos expuesto a estos riesgos. Participaba de
cerca pero no figuraba en actividades directas. Se le negó, al comienzo, un
papel distinto al de colaborador en ciertas emergencias. Me cuesta dar un
juicio sobre la proliferación de grupos y organizaciones y mucho más entrar
en calificativos del todo inoportunos: hay una admirable firmeza en ciertos
gestos individuales, como si lo más auténtico de un hombre se concentrase en
conductas incapaces de ambigüedades. Sería fácil hablar de
“equivocaciones”: quien ha evitado equivocarse omitiendo la acción, carece
de autoridad para enjuiciarla. Nunca se naufraga aplazando para siempre el
riesgo del viaje.
Sáenz estaba protegido por su condición de colaborador eventual. De
haber estado implicado en las investigaciones, sin pruebas suficientes para
acusarlo, ¿se le hubiese dado el mismo trato, suponiendo que la intervención
de su padre hubiera sido inmediata? ¿Habría aceptado esta intromisión
familiar en asuntos que él había elegido como parte de su continua
sublevación personal? Ninguna mención de su padre hizo durante largos
períodos. Cuando vuelve a hablar de él lo hace con displicencia,
imaginándolo en las listas de nuevos parlamentarios, como efectivamente lo
sería a partir de 1970.
Hay una fecha clave en las acciones de Sáenz y está marcada por a
impaciencia, tal vez por la desesperación: un mes después del secuestro toma
la iniciativa de una operación de la que apenas dieron cuenta los diarios.
Aunque no la aprobó, Adela estuvo a tanto de ella. Al convertirla en
cómplice, Alejandro pudo haber considerado la eventualidad de un fracaso. A
mano armada, acompañado por dos estudiantes de derecho, asalta un depósito
de drogas. La imprudencia del celador obliga a uno de los asaltantes a
disparar. No fue un caso de gravedad. El botín iría a manos de su
organización.
No se había pedido una acción tan arriesgada y en este punto demostró
ser uno más entre los voluntariosos de esos años. Había continuado con su
ritmo de vida en la pensión, de la que se ausentó sólo en la noche. Debe
haberse ganado la confianza de sus colaboradores, para quienes, hasta la
fecha, no era más que un aliado incapaz de pasar al ejercicio de las armas. La
espontaneidad de aquella acción no fue algo excepcional. Golpeados por
todos los flancos, obligados a rehacer sus aislamientos, muchos escogían
actividades que no obedecían a un plan coordinado ni a la consigna emanada
de una dirección “superior”. De allí que otras organizaciones, más
disciplinadas en sus proyectos (no sin cierto oportunismo, concebidos a
“largo plazo”), calificaran estos actos de aventurerismo, calificativo de
posible exactitud operativa en ningún caso de solvencia social.
Como si en nada hubiese afectado su sensibilidad, Sáenz continúa sus
anotaciones autobiográficas excluyendo estas experiencias. Prefiere
desbordarse en la expresión de hechos más íntimos, de una más grave
pulsación cotidiana, como lo hizo en sus notas sobre la patrona de la pensión.
¿Confió a ella algunos de sus papeles o fue por simple accidente que llegaron
a sus manos, olvidados en el cuarto de su huésped? Ella no estuvo al tanto de
sus actividades. De haberlo estado, no hubiera sido tanta la complicidad.
Debió de entender el episodio del muchacho escondido en la pensión como
un acto de solidaridad hacia un perseguido, pues poco o nada le importaba la
índole del “delito”. Podía arriesgarse en encubrimientos menores, no
excederse en lo que le hubiera producido pánico y terror. Hasta cierto punto,
Sáenz y Adela, se valieron de ella en acciones que se contradecían. Adela
repudiaba el espontaneismo, Sáenz la ortodoxia de la organización,
jerarquizada piramidalmente y con un solo centro de decisión en el vértice,
decisiones “superiores” nunca sujetas a dudas o revisiones. ¿Dónde estarán –
se preguntaba– la creatividad e iniciativa individuales? Siendo el Partido el
origen de unos principios y determinadas acciones prácticas, ¿cuál será la
libertad concedida a quienes no están ni remotamente cerca del vértice,
incluso suponiendo la existencia de vasos comunicantes en los que va
desapareciendo, a medida que disminuye la jerarquía, todo derecho a la
iniciativa, hasta reducir el papel de los hombres a una sola forma de
conducta: la obediencia? Se llegará así a una especie de iglesia capaz de
domesticar tanto a sus “sacerdotes” como a sus “fieles”, unos dominados por
la “fe”, otros por su condición de corderos, expuestos en su expresión opuesta
a la herejía.
Debieron de ser muchas las discusiones entre ellos, pero lo que existió,
no lo dudo, fue un lejano respeto por los desacuerdos. Sáenz temía –así se
comunicó a Adela– que una vez aceptada la irreversibilidad de la ciudadela,
se impondría un orden jerárquico sobre sus habitantes. Saldrían a flote toda
clase de intereses, traicionado el espíritu de una posible organización
comunitaria. Lo que había empezado siendo gesta colectiva mostraría
después la creación de focos de influencia social: no les sería posible
mantener cierto equilibrio entre el mando y la obediencia. Surgirían entonces
las desigualdades. ¿Quiénes, aunque en pequeña escala, acumularían capital?
¿Cuál sería el poder ejercido por quienes sólo recibían unos pesos de paga en
ocupaciones transitorias? Se habían permitido iniciativas privadas– decía
Sáenz. Llegaría el momento en que el poder del dinero (pequeños negocios) y
la autoridad política que les confería el haber sido desde el comienzo firmes
resistentes a las provocaciones, se utilizarían para sostener una hegemonía o
bien un lento proceso, no ya de enriquecimiento como de bienestar desigual.
En el curso de algunas semanas –decía Sáenz– ha sido posible el
embellecimiento y modernización de unas pocas viviendas. Si se tratase de
una empresa colectiva en la que podrían igualarse productividad y consumo,
quizá fuesen menores los desequilibrios. Pero, en su mayor parte, los
habitantes de la ciudadela eran desocupados, hombres a la caza de un trabajo,
mientras otros, muy pocos, eran asalariados, algunos con poder de decisión
en la cúpula de su partido. La comunidad imaginada en los primeros días de
la invasión se dirigía hacia un modelo que reproducía, en éstas u otras
distorsiones, los privilegios y servidumbres de una urbe cualquiera. Se
dilapidaba así un hermoso capital humano, el de miles de seres que habían
aprendido a ser justos en el sufrimiento. Pronto serían –especulaba
Alejandro– hombres expuestos a la competencia y la codicia, a la ostentación
y la envidia, tentados por la corrupción que veían crecer a la sombra de los
privilegios.
Comunicó a Adela estos temores (“siempre le dije que era un soñador,
que lo que imaginaba era una utopía” le respondía ella con amargura) y ella
prefería hablar de la fase legendaria de la ocupación, de la mística de la
construcción, de la energía puesta contra el asedio exterior, de la
humanización paulatina de la pobreza. El asedio, es cierto, había continuado.
Se había pasado a la agresión e intimidación, interrogando y encarcelando
dirigentes, interceptando al azar a cientos de habitantes que se lanzaban a la
ciudad en busca de trabajo. Los agentes secretos no tuvieron que disfrazarse:
entraron y efectuaron allanamientos usando como pretexto la búsqueda de
armamento y propaganda subversiva. “No toleraremos un imperio fuera de la
ley” repetían. En las madrugadas, entraban patrullas militares, se despertaba a
los señalados y con metódica frialdad se les desbarataban sus viviendas, se
acuchillaban sus jergones de paja, volteaban al revés armarios y camas.
Desaparecían sin dar explicación. Pateaban o golpeaban a porrazos a los que
protestaban, se llevaban a incierto destino a los rebeldes, por lo general a las
brigadas militares.
Fue en una de estas “visitas” cuando Adela, dispuesta a regresar a casa
de sus padres, fue detenida cuando se bajaba de un bus en la carrera Décima
con calle 18: fue enjaulada en una camioneta y conducida a la oficina central
de Seguridad. Encerrada en una celda, esperó los interrogatorios. Sólo
escuchó risas, gritos, ruidos de objetos maltratados, amenazas indirectas y
quejidos de los torturados. En la medianoche del día siguiente fue reseñada y
liberada. Un grupo de agentes se complacía con un juego de cartas japonesas,
describiendo las posiciones de las parejas retratadas. Reían a carcajadas,
dando a entender que no estaría mal hacerle el trabajo a esa viejita. En las
veinticuatro horas de encierro, Adela tuvo una visita fugaz, la silenciosa
presencia de un agente que se limpiaba las uñas con la punta de una navaja.
“No estoy haciendo nada ilegal” les dijo al ser reseñada. Nadie parecía
escucharla. “Usted está metida en un nido de subversivos” fue lo único que le
dijo el oficial. “Por su bien, le aconsejo que se limite a cantar”. Adela le
respondió que eso era lo que hacía. “Lo que no pueden decirme es a qué
público debo cantar”.
El incidente fortaleció su decisión de seguir en la ciudadela.
Sáenz entró en un breve período de reposo, limitándose a sus encuentros
con Mariano, con quien a menudo evocaba los años pasados en la casa de la
calle 24. Retoma sus anotaciones, sin orden cronológico, como si surgieran
de asociaciones repentinas. En la memoria y en su pasado se levantaba una
frontera: cuando escribe no alcanza a tener el valor de una retrospectiva vital,
pierde el orden cronológico de los acontecimientos.
¿Por qué razón buscó un encuentro con Beatriz Ramírez, estando esta en
su apogeo de vedette?
¿Por qué ella no quiso referírmelo, cuando aceptó ser más explícita en su
vida íntima?
¿Se sintió Alejandro abrumado por la emergencia del abatimiento, por
un ataque de nostalgia o por la soledad que quiso calmar con un encuentro
que había considerado imposible?
Beatriz aceptó y se vieron, no en su apartamento sino en una pequeña
cafetería de Chapinero, a un costado de la iglesia de Lourdes. Debió de
quedar perpleja por la llamada de Alejandro y sorprendida cuando se
encontró con un hombre que había madurado sensiblemente, que había
perdido la altanería casi adolescente de sus años de estudiante. Halló un ser
más equilibrado, despojado de los resentimientos del abandono de que había
sido objeto. Fue él quien propuso la cita en un lugar público, quizá para
despejar malentendidos. Por muy agrio que haya sido el rencor, puede
persistir en la conciencia de un hombre la incongruencia de un afecto,
abrupto como la llamarada y efímero como la intensidad del fuego. Es en los
vacíos afectivos, en esa tierra de nadie abonada por la soledad, cuando el ser
humano se vuelve, real o mentirosamente, sobre la ya borrosa huella de un
amor, de un cuerpo que la memoria recupera de la nostalgia. Algo más cierto:
si en una mujer duerme un lejano sentimiento de culpabilidad, la conciencia
de haber sido injusta en el amor, una fisura se mostrará en su voluntad y en la
disposición de su afecto, algo similar a lo que sucede a ciertos padres después
de haber propinado castigos a sus hijos: no se trata de aceptar la
equivocación.
Ver a Alejandro era aceptar la existencia de una remota deuda sin saldar.
¿De qué podían hablar? Beatriz no conocía aún, sospecho que tampoco se lo
imaginaba, el áspero tejido de las decepciones. De haber sido una época
como la actual, cuando la diva se derrumbaba sin fuerzas para evitarlo, no
hubiese aceptado el encuentro. Una tramposa arrogancia obliga a los seres
que alguna vez estuvieron unidos a no mostrarse en sus debilidades o
miserias. No se mienten porque sí. Se mienten porque temen la compasión o
la mórbida satisfacción que causan sus propios fracasos en el otro, en el ser
que abandonaron o les abandonó. Se necesita una entereza infinita para
quitarse la máscara y Beatriz no hubiese sido sincera en sus confesiones.
Todavía gozaba de la celebridad, estaba encandilada por sus pasadas y
recientes glorias.
Sáenz le habló de la pensión donde vivía, sin concederle importancia, y
tanto le daba que ella compartiera o no la autenticidad de esta elección. No se
habían encontrado para poner en la balanza el éxito o el fracaso de sus vidas.
Le habló de lo que había encontrado y le había decepcionado en su profesión,
le habló del horror de los hospitales. Ocultó, sin embargo, sus compromisos
políticos, que Beatriz no hubiese compartido.
¿Se limitaron a reproducir las circunstancias y desenlace de su relación?
Sáenz había manifestado su repudio hacia esta clase de justificaciones,
aunque era inevitable que Beatriz lo hiciera, tan moldeada como estaba por su
profesión. Sí, dio justificaciones y Alejandro las escuchó. No había deseado
embarcarse en una relación sin futuro –dijo ella–, padecer las incertidumbres
de esos años. Por eso lo había abandonado. Quería abrirse paso, probarse que
más allá de esas insignificantes intervenciones en piecitas de vanguardia, ella
estaba hecha para metas más altas. No quería seguir ligada a un hombre que
constantemente, quizá sin desearlo, se imponía sobre ella, demostrándole
desdén y superioridad. Es posible que fuesen resabios de su experiencia
universitaria, restos de ese fuego fatuo que había alimentado al adolescente y
aún no extinguía del todo el joven que ella conoció. Beatriz sentía en
Alejandro un hosco hálito de superioridad, para ella intolerable. El solo hecho
de haber cursado una carrera suponía ventajas que en la pobre educación de
una muchacha de barrio se alzaba como una barrera infranqueable. Aunque a
la distancia éstas no fuesen más que justificaciones, había en ellas algo de
cierto: le hubiese resultado imposible compartir ese desgano, someterse a las
tensiones de un hombre que podría haber seguido exitosamente el rumbo de
su profesión. “Nunca tuve nada –explicaba Beatriz–. Quería, al menos, tener
algo”. Así quedaba explicada su necesidad de abrirse paso en la vida.
Para la actriz principiante de aquellos años, “abrirse paso” era buscar
obstinadamente el camino del éxito o dejarse arrastrar por las embestidas del
fracaso. Le repugnaba recordarse en un medio familiar de privaciones y
mediocridad, recordar que el descubrimiento de su belleza había sido
simultáneo al asco de sentirse condenada tal vez a un matrimonio tan turbio
como el barrio de pequeños funcionarios donde había nacido y a donde le
costaba volver a medida que se degradaba y convertía en un laberinto de
viviendas semidestruidas por los años. Beatriz tenía otras ambiciones:
oponerse tercamente a la pobreza y salir cuanto antes del medio familiar. Su
cuarto de adolescente, compartido con un hermano menor, estaba decorado
con páginas de revistas, rostros de galanes y cuerpos de hembras que la
popularidad había vuelto legendarias, escenas de películas que le habían
inculcado símbolos de vida (aquí un Rock Hudson, más allá un Gregory
Peck, en los rincones Jane Mansifield o Doris Day, Kim Novak y Dolores del
Río), héroes de sus primeros sueños de gloria. Oponerse a los obstáculos: de
eso se trataba.
¿Fue Sáenz uno de estos obstáculos?
La ocasión de conocer al publicista y productor de televisión se le
presentó en una fiesta concurrida por amigos actores, donde el manager era
invitado de lujo. No le disgustó su porte y Beatriz se dejó cortejar. No opuso
resistencia cuando, esa misma noche, el hombre la invitó a continuar la
velada en una discoteca del Norte, en lo que empezaba a ser la nueva vida
nocturna de la ciudad. Decidió quedarse con él hasta la madrugada, que llegó
a ellos por los cristales de una habitación lujosa, segundo atractivo para la
jovencita habituada a cuartos estrechos y burdos decorados en las paredes.
Regresó, ya tarde, al pequeño estudio que Sáenz se pagaba con restos de la
pensión familiar, en un sector de Teusaquillo. Ocultó el comienzo de su
aventura. Los encuentros se repitieron, siempre a horas que a Alejandro no
resultasen sospechosas. En menos de una semana, Beatriz tuvo la promesa de
figurar en el reparto de una nueva serie de televisión. Debía decidir si
aceptaba o abandonaba la oferta, urgían pruebas de cámara, lectura del
libreto, el comienzo de ensayos y la grabación, la promoción de su nombre.
No vaciló y se lo comunicó a Sáenz, dándole otra noticia inesperada: se
iría a vivir con el productor y manager de televisión. Ni siquiera quiso
recoger sus objetos personales. “A los dieciocho años no podía barajar otras
alternativas” dijo.
Alejandro se tragó el vinagre de esta decisión y tuvo el orgulloso gesto
de no pedir explicaciones.
¿Habló Beatriz de estos detalles, ahogados en el pasado y más tolerables
por su antigüedad?
Posiblemente. Quería desembarazarse de la culpa.
¿De qué podía quejarse?
Los años de estrellato, las recompensas económicas y la experiencia
mundana le habían servido para sentir seguridad, la misma que se
derrumbaba cuando fui a visitarla la última vez a su apartamento. Confesó
que, por entonces, había tenido otros temores: Sáenz mantenía una ambigua
amistad con Adela, nunca oculta pero para ella inaceptable, juegos de
sobreentendidos que a ella se le escapaban y que debieron de resultarle
ofensivos.
Adela llevaba encima la experiencia de un matrimonio fracasado, hijos
que adoraba y la incipiente sabiduría del escepticismo. Podía permitirse
sutilezas, matices, frivolidades. Beatriz consideraba que a todo esto se unían
las virtudes de una buena artista. Adela lo era. Pronto encontraría el sito
merecido. Ya lo había tenido, precozmente, y hasta recordaba algunas de sus
canciones. Pero Adela, con los años, dejó de ser la estrella-niña, la figura
adolescente de la radio y de ella nació la grave voz de una mujer, el
temperamento de una cantante, todo esto perdido cuando se convirtió en
esposa de un oscuro guionista, con el tiempo próspero redactor de
telenovelas.
Los celos, siempre estuvieron en Beatriz. De no haberlos tenido, se
hubiese fugado igualmente con el productor. Su vida con Sáenz era inferior al
tamaño de sus ambiciones.
“El encuentro con la diva fue cordial” explica Alejandro en sus papeles.
Debió de haberla deseado y ella haber hecho lo posible para volverse
deseable. Pasaron tres primeras horas sin saber que decirse. Al atardecer,
remontaron de Chapinero hacia la carrera Séptima, caminaron
desganadamente hacia el norte. A Sáenz seguía emocionándole la visión de
los cerros, todavía iluminados, y, abajo, la regular extensión de la sabana.
Instintivamente, se tomaron de las manos, con ese magnetismo que irradian
dos cuerpos cercanos y silenciosos. Para ella puedo ser un gesto de alentadora
ternura. Vagaron sin rumbo fijo hasta el anochecer, más allá de la avenida
Chile, por donde descendieron para tomar la carrera 15. La niebla se había
extendido sobre los cerros dando la impresión de densa blancura sobre
cuerpos irregulares y gigantescos extraviados en el costado de la ciudad: sólo
un extremo iluminado advertía que allá se refugiaban los brazos de una
cordillera.
Sáenz empezó a contarle a Beatriz su breve vida en el hospital, como si
al interponer este catálogo de bajezas, la ronda de la muerte, las colas en las
salas de espera, cortase de un tajo el encantamiento del encuentro y de la
naturaleza, entonces apacible. Beatriz rompió a llorar, no exactamente por la
brutalidad y vehemencia de las anécdotas como por la tensión acumulada en
horas anteriores, cuando decidió encontrarse con Alejandro.
Se dirigieron al apartamento de la diva, sin consultárselo mutuamente,
quizá porque la intimidad escamoteada y la crudeza de los dolores evocados
no pedían otra cosa que no fuese un refugio encubridor.
Alejandro conoció la residencia de Beatriz, un apartamento de al menos
ciento veinte metros cuadrados en una vieja casa de estilo inglés remodelada,
a un costado del Parque Nacional. Ambos se movían intimidados, deduzco
por los apuntes de Sáenz. Nada podían ya decirse. Debía ocurrir lo inevitable:
Beatriz lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio, donde empezó a
romper las tensiones de la tarde. Tomado casi por asalto por el pudor,
Alejandro vio que Beatriz se desnudaba. Por primera vez en el día
experimentó el temblor acuciante de la sensualidad y se abrazó al cuerpo
desnudo, no tanto con ganas de poseerlo como por la instintiva necesidad de
protegerse. Continuaba vestido y esto le permitió reconocer aún más la
hermosura de una mujer dispuesta a abandonarse, una mujer que parecía
exigirle la plenitud de una posesión, pero Alejandro no pudo seguir la
intensidad de esta expectativa y se abandonó a su propia impotencia. No le
dijo nada a Beatriz, aunque intentó decirle que lo perdonara, que entendiera el
porqué de la situación.
Beatriz, perpleja, defraudada en lo que hubiese sido la catarsis de un
placer inesperado, se extendió bocabajo y ahogó la amenaza de llanto.
Al salir, Alejandro vio el cuerpo desnudo, el contenido temblor de sus
extremidades. Salió a la calle sin rumbo definido. Tramó entonces hacer lo
que en media hora haría: se dirigiría al burdel de sus años de estudiante. Y
allí estuvo, escogiendo al azar la primera mujer a su paso. No le representó
esfuerzo alguno: la mujer se limitó a desnudarse y a pedirle que se desnudara.
Lo invitó a extenderse bocarriba y con artificiosa voluptuosidad empezó a
masajearle la verga con los dedos, simulando introducirla en su boca. Todo
era igual para Alejandro. La puta fingió introducirse la verga en la boca, y lo
que hacía era frotarla con sus dedos. Con los ojos abiertos, Alejandro sabía
que ocultándose tras sus cabellos, la puta quería precipitar el orgasmo antes
de arrojarse sobre él y pedirle que la penetrara. Sabía que tanta miseria había
en él como desgano en la prostituta que al sentir la tibieza de la eyaculación
esbozó un gesto de satisfacción.
La operación no había pasado de los tres minutos. Cuando empezó a
vestirse, Alejandro deseó golpearla y humillarla, como si buscase a alguien
que estuviese a la altura de su propia humillación.
Salió del burdel con el ceño fruncido y se refugió, dolido por una intensa
autoconmiseración, en la pensión El Dorado. Rechazó el simpático saludo de
los huéspedes. En sus papeles, la narración de este episodio llega al extremo
de la autocompasión. En tres páginas, Sáenz recrea la visita al burdel, en otras
tantas su encuentro con la diva.
“En mucho tiempo no había llorado –escribe en el relato–. En realidad,
no era una puta lo que me falta sino la elemental salida del llanto”.
Dos días más tarde volvió a ver a Beatriz. ¿Es habitual que dos viejos
amantes, separados por la insensatez o la rutina, los resquemores o el tedio,
se hagan el amor en un último encuentro como si ése hubiese sido, en el
momento de la separación, el único acto incumplido? Hicieron el amor.
Bailaron en una discoteca de Chapinero hasta el amanecer. Después de esta
noche no se volvieron a ver, no se llamaron ni buscaron: ya no era
indispensable y es posible que hubiesen alcanzado la definitiva indiferencia.
Se ausentó nuevamente de la pensión, esta vez por tres días. ¿Había
empezado a pagarla con fondos de su organización?
A su regreso encontró una nota en sobre cerrado, dejada por Mariano:
habían detenido a Adela y su amigo le pedía dejarse ver en cuanto pudiera. Él
se había ocupado de dar la información a un amigo periodista. Alejandro
buscó a Mariano, no en la casa colonial de La Candelaria sino en los bares
que frecuentaba, entre la avenida Jiménez y la calle 24. “Ya pasó todo –le
informó–. Anoche la soltaron y está descansando en casa de sus padres”.
Alejandro conoció las circunstancias de la detención y el trato que le dieron
en una celda donde recluían prostitutas y toda clase de delincuentes, mujeres
curtidas por sus encierros y con escasas esperanzas de evitarlos en el futuro
de sus vidas. Allí había pasado cuarenta y ocho horas. Al nerviosismo de la
detención, en parte superable, se había sumado una experiencia más
perturbadora: al entrar a la celda, fue recibida con expresiones de repulsa.
Reconocían en Adela, no una intrusa (las había a diario, veteranas o recién
iniciadas en la delincuencia), sino una mujer indefensa, agredida por la
grosería del agente que la había empujado a la celda. Sabían que no se trataba
de otra delincuente. “Nos llegó una niña bonita” fue la exclamación de quien
parecía cabecilla del grupo. Adela resistió una y otra vez las provocaciones.
Al anochecer. Acurrucada en un rincón, sintió que una de las mujeres le
arrebataba el chal que la arropaba. No se opuso, no le salió ni un gesto
defensivo. Escuchó turbios relatos de prostitución. No le sorprendía
conocerlos como saber que en la manera de referirlo no estaba solamente la
frialdad del hábito sino una descarada exhibición. Abrumada por el dolor de
cabeza, temerosa por la provocación, intentaba protegerse contra las paredes,
en la inmovilidad de un animalito acorralado, como si fuese posible penetrar
la superficie de los muros y hacerse invisible en un profundo deseo de
reducción física. “Manéjese bien si quiere salir de aquí –le dijeron con
sorna–. Sea buena, mamacita” le gritó una mujer en la semioscuridad. “Con
esa carita de puta fina podíamos organizar una parranda, ¿verdad?” se dijeron
entre ellas.
Adela sentía las voces más próximas. Ya no se trataba de un juego.
Sintió la cercanía de una de las mujeres y por el olor de sus ropas supo que
estaba a su lado. “Quítese los trapitos, muñeca”. Deseó gritar, tal vez lo hizo.
Una mano rasgó la blusa. Otra arrancó su falda. “Tranquila, que si no se
mueve no le pasará nada”.
Adela no pudo contar a Mariano, con exactitud, lo que sintió en aquel
momento, paralizada por el asco. La habían desnudado a zarpazos. Una a
una, todas simultáneamente, estrujaron su cuerpo, apretaron sus senos,
mordisquearon y babearon su vientre. Se había encogido de pánico y lo que
podía haber sido resistencia se transformó en impotente inmovilidad. La
obligaron a extenderse bocarriba, a empujones abrieron sus piernas y volvió a
sentir el baboseo encima de su cuerpo, punzadas de dedos y uñas en el sexo,
el repulsivo jadeo de las agresoras, un jamás escuchado repertorio de
improperios. Padeció, ya presa del choque, todo el transcurso del ultraje, sin
perder conciencia de él. Sujetada por dos mujeres, sintió que no eran manos,
ni bocas, ni afiladas uñas lo que introducían en su sexo sino objetos, pinzas,
cinturones y hasta los mismos aullidos de las delincuentes.
–¿De qué le hubiera valido –de haberlo podido hacer– un grito, un gesto
de resistencia? Cuando las mujeres terminaron, arrojándole encima las ropas
rasgadas y reiniciando el rito entre ellas, una fue la encargada de llamar,
golpeando contra los barrotes de la celda. “Llévesela, mi agente, que no nos
deja dormir con tanto lloriqueo”.
Fue conducida a otra celda, donde encontró a una de sus compañeras,
caída en la misma redada. Sólo horas más tarde, habiendo superado los
sobresaltos histéricos, Adela contó parcialmente lo sucedido. La muchacha,
silenciosa, se levantó la blusa y le enseñó los senos: recientes quemaduras de
cigarrillo bajaban en sistemática línea recta hasta el vientre.
Veinticuatro horas después fueron liberadas.
Sáenz quiso visitar a Adela en casa de sus padres. Mariano le aconsejó
que no era oportuno: estaba bajo los efectos del choque nervioso y le estaban
suministrando calmantes que le impedían hablar. El día de aquel encuentro
con Alejandro, Mariano habló con un raro acento rabioso. No recitó a
Vallejo, no mencionó a Villon ni a Baudelaire, no dijo nada de Una
temporada en el infierno, no evocó el poema de Brecht que solía recitar con
tono de tango (Vosotros, los que habéis sobrevivido en las ciudades muertas/
Acabad apiadándoos de vosotros mismos). No habló de sus añejos amores
con Rita la empresaria ni se exaltó con un “sueño” de Quevedo. Enmudeció y
volvió a tomar el hilo de su discurso: “Delincuentes o revolucionarios– se
repetía–. Una cosa o la otra o se nos comerán hasta el pellejo”. Evocó sus
años de amistad con Adela y contó a Alejandro que acababa de presenciar un
tiroteo entre traficantes de esmeraldas con un saldo de dos muertos.
Cuando se despidió de Sáenz, este no quiso decirle que, un día antes,
asistido por los mismos compañeros del atraco al depósito de drogas, habían
colocado una bomba de bajo poder explosivo en la central del First National
City Bank.
Regresó esa tarde a la pensión El Dorado y atendió nuevamente al
vendedor de canciones callejeras. ¿Qué podía hacer por del hombre? –se
preguntaba en otra de sus notas. La propietaria de la pensión le había
perdonado tres meses de arriendo. Cuando Alejandro bajó del cuarto, ella,
excusándose, le dijo que no tenía otro remedio que echar al viejo a la calle.
“Compréndame, doctor, que si le dejo el cuarto gratis, ahora que no paga un
centavo, me quito mi propio pan de la boca”.
¿Qué podía decirle? Era cierto, un huésped representaba la décima parte
de sus entradas. “Dígame cuándo lo va a hacer para no estar presente” le
pidió Alejandro. “Yo tampoco quisiera estar” respondió ella. Entonces él
recordó los años en el hospital de beneficencia, a los que esperaban una
muerte para ocupar la cama abandonada, a los que desfallecían en la sala de
espera o afuera, en el andén, antes de que otro infeliz se largara de este puto
mundo con el último pataleo.
Retomando el hilo de sus notas, renovó sus evocaciones hospitalarias.
“Ronco gagueo de vidas extinguiéndose” así empieza un breve texto. Parecía
como si en la inacabable fila de moribundos, una sola muerte hubiese tenido
el poder de clavarse en su memoria: la jovencita que llegó una mañana con
hemorragia vaginal y a la que sólo diez horas después atendieron, cuando ya
no le quedaba un segundo de vida. Otras muertes, tantas que eran un
enjambre de repulsa y rencor. Pero esta, precisamente esta, era para Sáenz la
más miserable entre todas. Cuenta que alcanzó a ver el rostro pálido de la
muchacha, la belleza quieta de la adolescencia fundida en la muerte. Cuando
llegó a su turno de la tarde le pidieron que pasase a verla: era conducida, de
mala gana, por dos enfermeros que escuchaban un partido de fútbol en una
radio portátil.
A este incidente siguió el definitivo, el que provocó su choque con la
dirección y la inmediata renuncia el día que un funcionario de la gerencia le
pidió que se convirtiese en delator.
¿Qué haría? Había decidido que no abriría un consultorio particular. Sus
diatribas contra la medicina privada eran tan airadas como su rechazo a sus
fastuosas especializaciones. El país –decía–, se moría de otras más vulgares
calamidades: del paludismo y la disentería, de la desnutrición y la fiebre, del
hambre de siempre. Niños de diarrea y mujeres de vómitos. Las estadísticas
no mencionaban a los pacientes opulentos porque no les quedaba espacio
después de reseñar a los muertos por nada.
No abrió consultorio particular, pese a que su padre le ofreció, a través
de nuevas cartas de la madre, toda la ayuda necesaria. Posiblemente, desde
sus años de estudiante, Alejandro supo que lo habían llevado a una elección
fraudulenta. No había tenido el coraje de renunciar antes de lo irremediable a
ese final de carrera deslucido por la apatía. Se había dejado arrastrar por una
decisión ajena, la de su padre, deseoso de que la digna profesión de su hijo
dignificase aún más su escalada social. “De esto no tengo más que punzantes
remordimientos” escribía en sus papeles.
¿Tuvo acaso una rígida formación religiosa, la que al fin y al cabo crea
disposiciones a la culpabilidad, nada objetivas pero de todas maneras reales
cuando se ha sido educado entre el deseo de la inocencia y el temor a la
culpa?
Formalmente, sí. Todos la tuvimos. La verdad es que si el catolicismo ha
fracasado en la intimidad de nuestra conciencia es porque apenas la rozó,
nunca formó parte de un íntimo aprendizaje moral. Se aprende carnalmente o
se está expuesto al olvido. Se nos dieron códigos y leyes pero no la
ejemplaridad de la fe. Se nos obligó a memorizar mandamientos,
sacramentos, virtudes teologales, historias que pronto quedarían reducidas a
pueriles o encantadoras ficciones. No, los remordimientos de Alejandro no
venían de la enseñanza religiosa. Esta había sido rebasada con la sola
confrontación que desde sus últimos años de bachillerato se produjo con la
tradición racionalista, con los autores del siglo XVIII leídos con exultante
regocijo. Adela recuerda que, durante algún tiempo, en su apartamento de
estudiante, cuando todavía vivía con Beatriz, Sáenz tenía dos imágenes frente
a su mesa de trabajo: el Marat de David y un viejo grabado que representaba
a don Francisco de Miranda. Leía, en aquellos tiempos, textos de Nietzsche y
panfletos de Saint-Simon. Amaba a Voltaire y a Renan. Su mismo padre lo
había puesto al tanto de obras y autores, cuando todavía era un hombre de
leyes para quien los principios filosóficos eran una chusca leyenda para
conversaciones nocturnas. Cuando su padre quiso moldear la conciencia de
un joven liberal, no logró más que exaltar la curiosidad de un anarquista.
Alejandro supo que ni siquiera el viejo sueño liberal, trasladado a las tierras
de América, había sobrevivido: nada quedaba del moralista justiciero, sólo
retórica para los discursos. Alejandro perdió la religiosidad sin haberla
poseído y sus impulsos liberales sin haberlos visto realizados, conoció el
fasto de la devoción y dio a entender que había acolitado en las misas
dominicales de su barrio, vistiendo la túnica roja y blanca que enfundaba a
los muchachos del coro parroquial.
La medicina, antes de atenuar su desacuerdo con el mundo, lo había
agudizado. Pienso que cualquier otra profesión le hubiese revelado iguales
conflictos.
Todo o nada. Aquí estaba el intransigente romanticismo de sus primeros
rechazos, aquí empezó a estar la moral de su espontaneísmo revolucionario,
apenas predecible cuando habitaba la casa de los tres pisos y todos
suponíamos que la fuerza mundana de nuestras vidas se quedaría en una
endeble práctica de libertinos. Sáenz parecía gozar nerviosa,
compulsivamente con la frecuencia de las parrandas.
No lo narra ni registra, por negligencia u olvido, pero en la fiesta de
despedida o, mejor, cuando decidió que abandonaría la casa de la calle 24, a
cincuenta metros de un hermoso edificio republicano de la Carrera 5, tuvimos
la primera conversación no mediatizada por la banalidad. Le había confesado
que quería tener un hijo y que mi alegría había sido grande cuando supe que
la rubita –como llamaban a Patricia– había quedado embarazada. Le dije que
me importaba poco la duración del vínculo, que lo que realmente me excitaba
saber era que con ella o sin ella yo mismo me encargaría de levantar y dar
vida a ese hijo. No era ella quien lo había deseado. Era yo el que lo imponía.
Alejandro me escuchó pacientemente. Esperó que acabara mi confesión,
siempre con aire distraído, como si estuviera más al tanto del desarrollo de la
parranda que de la sinceridad de mis confidencias.
–Venga, Vásquez, charlemos solos usted y yo –me dijo.
Me llevó al cuarto que le servía de estudio, la única habitación de la casa
no disponible a las visitas. Por solo decorado seguía manteniendo el Marat de
David. No estaba, en cambio, el retrato de Miranda.
–Espéreme aquí, voy a quitarles a esos tipos una botella de ron.
Trajo dos vasos, me acercó una silla, se levantó y cerró la puerta. Nos
llegaba el ruido de la fiesta, un alboroto de gitanos en el vecindario.
–¿Recuerda, Vásquez, cuando le curé la última blenorragia? –empezó
diciendo.
No trataba de avergonzarme, pues estos accidentes se habían convertido
en rutina. Para esa fecha, no había vuelto a ser contagiado. Mi sana vida con
Patricia me había alejado de los burdeles, que seguían fascinándome, y de
relaciones con prostitutas, a quienes seguía viendo en ligeras visitas, como si
mi afecto hacia ellas hubiese arraigado y una distante ternura me obligase a
verlas y, en ocasiones, a visitarlas con un ramo de flores silvestres.
–Sí, una vez –respondí, restándole importancia al asunto.
–Desde entonces lo veo más en su cuerpo –me dijo–. ¿Me entiende? Por
épocas, uno parece estar fuera de su propia piel, no ser quien vive en ese
pellejo de contradicciones y dudas, estar de prestado, con la incomodidad que
siente quien vive prestado por extrema necesidad. Lo de las blenorragias es lo
de menos: ahora, cuando las niñas de la jai han empezado a tirar por la libre,
dejaron de ser monopolio de las putas; sospecho que un día esas infecciones
tendrán la misma categoría que está alcanzando el consumo de marihuana.
–No entiendo a dónde quieres ir –le interrumpí.
Íbamos del usted al tú sin transición.
–Sólo quiero hacerle una sugerencia deshonrosa: cásese con Patricia.
Pude haberme echado a reír. No sabía a donde se dirigía Alejandro con
esta inesperada sugerencia. Habíamos acercado la botella de ron y bebíamos
puros y largos sorbos nerviosos.
–Sí, cásese. Es una solución clásica, la mejor manera de terminar con
una novela, pero al fin y al cabo una solución. Es la soldadura que usted
necesita para separar las partes sueltas.
–¿Por qué habría de casarme? –le pregunté, casi con inocencia.
–No sé. Pienso que sería más... higiénico. No me refiero a las gonorreas,
no. Usted vive quejándose del puesto que le han dado como redactor de
mierdas locales. Quiere ir más lejos… bueno… no se trata de ir más lejos,
pero usted quiere usar ese archivo de acontecimientos internacionales que
guarda en la memoria. Sabe que no pasará de redactor de crímenes, ¿no?
Encuentra sórdido todo eso y quiere dar de sí lo que puede dar. Es fascinante
lo que pasa en el mundo, como son fascinantes las guerras o las oficinas de la
bolsa: por allí pasa la sangre de los seres humanos.
–No entiendo lo que quiere decir.
–No sea impaciente, Vásquez. Como en las novelas policíacas
norteamericanas, los dedos se le están volviendo amarillentos de tabaco, va y
viene por los bares, se emborracha con boxeadores acabados. ¿Quiere ser
redactor de noticias internacionales?
–Eso lo sé tan bien como usted. ¿Quiere decirme que me case? No hay
nada que se parezca tanto a un matrimonio como mi vida con Patricia –creo
haberle respondido.
Volvíamos sobre la botella de ron y escuchábamos, allí dentro, el
alboroto de las escaleras.
–A ver si me entiende, Vásquez –trató de apuntalarse Alejandro–. Le
hablo de un casamiento con todas las de la ley. No importa, aquí la ley sigue
siendo la Iglesia. Si no quiere entenderse con curas, coja un bus y váyase a
Venezuela, coja unos testigos y ya está, hasta que el aburrimiento los separe.
–No veo la gracia ni la utilidad –dije.
–La hay. Y mucha. Eso le dará mayor... mayor dignidad social– dijo
Alejandro. Un periodista casado es mejor mirado por sus jefes.
–¡Me cago de la dignidad social!
–No es eso lo que quería decirle. Quizá así, una vez casado, le digan que
puede ponerse a prueba para llevar en el futuro la página de asuntos
internacionales. Ellos saben que nadie como usted sabe cuándo Mobutu se
echó un pedo antes de cagarse en Lumumba, qué dijo el general aquel que
bombardeaba Argelia cuando le pidieron una opinión sobre Sartre, todo lo de
Dien Bien Phu, qué quería De Gaulle al defender a los separatistas del
Québec, qué hacía de jubilado el mariscal Montgomery en un castillo de
Inglaterra...
–No sé, ¿sabe?, si es eso lo que quiero hacer. ¿Sabe una cosa,
Alejandro? Las noticias internacionales se me están convirtiendo en un juego
y juego con ellas como otros juegan con estampillas de monumentos antiguos
o calzoncitos de niñas desvirgadas. Puro fetichismo de la información, como
diría Millán. ¿No lo oye? Se está divirtiendo de lo lindo con los mancebos
que alquiló en la avenida Jiménez.
–Este maldito ron empieza a embrutecerme –dijo, llevándose las manos
a la cabeza–. ¿Ve cómo nos ponemos solemnes?
–¿Y usted, Alejandro? Ponga en práctica sus consejos, con Adela, por
ejemplo –traté de salir a la ofensiva.
–No, porque con Adela, usted lo sabe, nunca pasamos de una aventura
prolongada por el hábito. Bueno... a usted, en cambio, lo veo perdidamente
enamorado.
–Búsqueme otra solución –seguí atacándolo–. Convengamos que no
estamos pasando por una buena época. ¿No acaba de renunciar al hospital?
Está bien. ¿Qué hará ahora?
–No sé –me respondió, casi con melancolía. No podía aguantar tanta
muerte, tanta miseria y sentirme culpable de una y otra.
–Pues debe saberlo. Uno no puede pasarse la vida en el aire, dando
patadas al mundo que aborrece y sin hacer nada por el que desea.
–No sabría decirle, Vásquez, cuál es el mundo que deseo. No es éste, eso
sí, se lo aseguro. Muchas veces he pensado que, antes, es necesario echar
abajo la casa en ruinas, minarla y hacerla estallar en pedazos para levantar
una a la medida de los humanas. Un día nos dirán que no “edificamos”, pero
no podrán negarnos que empezamos la limpieza de la vieja, puta casa de
estafadores.
Alejandro, atontado por la rapidez con que habíamos bebido la botella
de ron, hablaba a pausas forzadas, como si entre frase y frase se interpusiera
la dificultad de hallar un juicio sensato. Además, sus confesiones no eran
nuevas, ya las había escuchado. Se había olvidado del matrimonio y para mí
fue sólo una broma, un pretexto para salirse de la fiesta y entrar en
confidencias.
Volvimos a la trifulca de la parranda, a empujones. Muchos invitados
me eran desconocidos, gente que nunca habíamos visto. Adela,
defendiéndose del asedio de dos borrachos, se lanzó en brazos de Alejandro.
Continuó bebiendo. Adela, en la madrugada, se retiró a una cama vacía.
Fue en la mañana cuando Alejandro imaginó o tuvo la visión de un hombre
alto y blanco, en actitud de plegaria, solo en el escenario, recitando ante el
espejo un trozo del poema Babi Yar. Después se dio cuenta que había estado
en la ciudad y en la fiesta de la casa de los tres pisos el poeta soviético
Evgeni Evstuchenko.
Adela Páez

–Me sorprende, Adela, que una persona que prefería los extremos y las
soluciones límite, pudiera matizar algo sobre tu relación con la ciudadela.
–Tú lo sabes mejor que yo, Vásquez. De esas cosas entiendo muy poco.
–Así que se distanciaron, digamos políticamente, aunque seguían
viéndose y estimándose.
–Sí. Y no quiero pensar lo contrario.
–¿Pensaste que volverían alguna vez, quiero decir, a tener una vida en
común?
–¡Ni en sueños! Es curioso, pero cuando se fue jodiendo la cosa no sufrí,
lo veía todo muy natural. Lo sentía por mis hijos, que se divertían con él y le
tenían cariño y lo visitaban con alegría.
–Lo que creo, Adela, es que Alejo deseaba tener un hijo contigo.
–¿Conmigo? No exageres. Nunca me lo dijo. Además, yo ya había
llenado mi cuota prevista. ¿Con la zorrita esa, la actriz, con ella tal vez? No
creo ¿No te das cuenta de que la odiaba?
–No es cierto, Adela, no la odiaba. Volvieron a verse, cuando él vivía en
la pensión El Dorado. Hicieron el amor y cuando escribió nuevamente sobre
ella lo hizo con simpatía, después de haberle escrito la carta que te mostré.
–¿...?
–Te lo aseguro.
–No seas ingenuo. Pensaría que empiezas a descubrir cierta clase de
mujer. Ella quería quitarse de encima los remordimientos por haberlo
abandonado.
–¡Fue Alejandro el que la buscó!
–¿...?
–Claro, después no volvieron a verse.
–Me estás dando la razón. La verdad es que esa muchacha me pareció
siempre repulsiva. Me daba un poco de pena verla por ahí arrastrándose para
seguir en el hit parade. ¿O me equivoco?
–Casi del todo. No puedo aceptar que reacciones contra ella como ella
reaccionó contra ti.
–No puedo evitarlo. La víctima había sido yo. No porque empezara a
salir con Alejandro, cuando ella lo abandonó, sino por una razón menos
directa y más poderosa: ella conquistaba con recursos repugnantes lo que yo
no podía conquistar limpiamente, a menos que jugara a la putería.
–Bueno, bueno. Si nos ponemos a hilar tan fino, también el pobrecito
obrero que para seguir viviendo se consigue de cualquier forma un trabajo,
incluso dando empujones a sus compañeros, hace que el desplazado sea su
víctima. Se te escapa el conjunto cuando te sebas en la pieza. Beatriz
necesitaba conquistar lo que conquistó.
–¡Ay, pareces una social worker! ¿Por qué no me hablas mejor de
Patricia, cómo está? No me digas que volviste a preñarla.
–Y la preñaría por centésima vez si abortara noventa y nueve –le dije a
Adela–. ¡Ah! –cambié de tema–. Me dijeron que te mandaban a la Unión
Soviética.
–No, la cosa se jodió. Les di el repertorio, lo que me gustaba cantar,
todo eso. Pero decidieron mandar un grupito de guaracheros de canción
protesta. Dicen que es más popular.
–Perdona si el tema te molesta. ¿Sabes qué hace ahora Beatriz? Me dirás
que soy desleal contigo, pero te aseguro que es una buena persona.
–No sé, tampoco me importa.
–Te importaría más si te quitaras de encima tanto rencor. Voy a pensar
que las mujeres, como decían antes, tienen más celos de las que pasaron por
la vida de un hombre que de las que pasarán. Ella tuvo sus líos en televisión,
cumplió el ciclo de éxitos que debía cumplir. Y la quemaron. Eso es, la
quemaron. Tenían que buscar otra imagen, la pobre peleó, pataleó, hizo lo
posible para defenderse. Pero nada. No es que sea mejor ni peor que las
demás. Su relevo estaba decidido. Encontró, con todos sus éxitos frescos,
algunos trabajos en publicidad. Debes haberla visto: linda y buenísima en
todas las vallas de Bogotá.
–Sí, buenísima no te lo niego. ¡Una buenísima mercancía!
–Claro, Adela siempre fue eso, pero no tuvo conciencia de serlo. Se
ganaba la vida con un trabajo que alimentaba su vanidad. Lo peor vino
después. También allí la agotaron. ¿Sabes qué hace? Canta, no te rías, canta
donde la llamen. Y la llaman como estrella de café-concierto.
–¿Qué quieres que te diga?
–Nada. Yo creía... lo que pasa es que sigue siendo increíblemente
atractiva y lo que me deprime es saber que cada vez tendrá que caer más bajo.
–Muy triste, Vásquez, sólo que como melodrama no me interesa.
–No te gusta que la vea, entonces.
–Allá tú. Si lo que quieres es tirártela, te felicito. No sé de dónde sacarás
los billetes para invitarla a una noche de parranda.
–¡Tirármela! Por Dios, Adela. Ustedes se quejan de que los hombres
estemos siempre pensando en tirarnos o no tirarnos a una hembra, pero
cuando hablan de las mujeres que odian las reducen a carne de catre. No, no
quiero tirármela y pienso que tampoco ella me aceptaría. Se acostumbró a los
bellos, al género Tony Curtis. Y tiene razón. ¿Quién no lo haría? ¿Sabes? Me
la hubiera podido tirar el día que me emborrachó y bailó y rompió sus
retratos de diva y se empelotó en mis narices y me pidió que la llevara muerta
de la perra a su cama. Me excitaba, no te lo puedo negar. Pero hace rato
aprendí que hay dos maneras de masturbarse y para mí la más sana sigue
siendo hacerlo sin intermediarios.
–Te estás poniendo fatal, viejo.
–Está bien. Dejemos esta vaina y larguémonos a ese local donde cantan
boleros. Supongo que te siguen gustando los boleros.
–Como nunca.
Nos fuimos al bar donde una redonda mulata de treinta años cantaba
boleros. No eran boleros: eran intensas contracciones de su corazón.
Alejandro Sáenz

El azar juega sus malas pasadas. ¡Pensar que iba a encontrar a mi padre, en
plena calle, rodeado de una corte de segundones! Traté de escabullirme pero
ya era tarde. Me había visto avanzar hacia él. Mi padre, el Honorable
Diputado Anselmo Sáenz Plata en la carrera Séptima con calle 19 de la
capital, de camino hacia la Plaza de Bolívar. Desde mi última negativa a
entrevistarme con él, no había insistido más. Sólo mamá insistía tercamente
en que lo viera (“esperamos que vengas a visitarnos, aunque sólo sean unos
días”). Yo me limitaba a contestar sus cartas con notas cariñosas y breves,
omitiendo recuerdos a mi padre.
Cuando me encontré frente a él, no pude rechazar su abrazo. Lo hubiera
puesto en ridículo ante sus segundones. Su presencia me reblandeció. Sentí
una lejana llamada ancestral porque lo abracé y él, a su turno, me estrechó
aún más fuerte, presentándome a sus amigos.
No había envejecido. Al contrario, tenía un espléndido aspecto, quizá el
inyectado por el éxito, a su manera sorprendente y rápido, “un ascenso
meteórico en la política, probablemente llegue a senador”, decían en un
recorte de prensa enviado por mi madre. ¿Qué decirle? Ocultando nuestras
violentas diferencias, mi padre me hacía preguntas para que mis respuestas
fueran escuchadas por sus amigos, que debieron verme como una exótica
pieza de museo, desaliñado joven de cabellos largos y suéter de cuello alto.
Mintió diciéndoles que yo, como todo joven de esta generación, quería
mantener mi independencia, que él aceptaba y compartía. No les habló de mi
profesión. Evitó que sus amigos se extendieran en preguntas a las que no
habría podido dar respuesta y ante las cuales me hubiese visto obligado a
mentir, si era el caso, para sostener la ficción de mi padre. Parecíamos, allí,
en plena calle, dos animales que recelan uno de otro pero no se agreden ni se
gruñen. Me había tomado del brazo y, a paso lento, avanzábamos por la
Séptima hacia el Capitolio Nacional. Tendría una reunión con dirigentes de
su partido, parlamentarios que propondrían y avalarían su nombre para las
listas al Congreso. Sus acompañantes se habían rezagado y mi padre, siempre
cauteloso, hablaba del poco interés que le producía una ciudad como Bogotá.
Sólo asuntos de negocio y diligencias inevitables lo obligaban a viajar a la
capital; prefería, me dijo, el aire de las provincias a este hacinamiento
indiscriminado de desconocidos. En pocos años, Bogotá sería un infierno de
millones de desesperados. Hablaba sin cesar, evitando cualquier desacuerdo.
Me comprometió a verlo al día siguiente. Comeríamos juntos, decía, si me
parecía.
Al verlo lleno de entusiasmo, locuaz hasta la charlatanería, terminé por
reblandecerme. Acepté su invitación. Y la acepté con espontánea cordialidad,
mientras él seguía de mi brazo a ese paso lento y casi desdeñoso que
acostumbran marcar los hombres públicos, medio distraídos y a la vez
atentos, prestos a responder el saludo de un transeúnte.
Lo dejé en la Plaza de Bolívar y sentí, al despedirme, que me había
metido en un compromiso ineludible. Tenía miedo al reencuentro, no tanto
por él como por los temores a nuevas y más agrias recriminaciones. No, no se
las haría. Pensaba que había ido demasiado lejos en mis reproches, que
dentro de la moral de mi padre, el ascenso en su carrera era el sincero
convencimiento de un político de provincias y abogado exitoso. Lo habían
herido mis cartas, mi separación. Aceptaba sobre todas las cosas que el
vínculo familiar seguía allí y que la misma atolondrada sangre latía en el hijo
que lo despreciaba. Si, nos veríamos al día siguiente.
Al dejarlo, me reproché la hipocresía. No, no era muy claro el
sentimiento que me dominaba. Quería en el fondo continuar el curso de mis
inquisiciones. Se daba por segura su candidatura al Senado, su nombre
figuraría en los primeros renglones de las listas, lo que significaba que su
trayectoria pública estaba a punto de alcanzar cúspide. ¡Honorable Senador!
Lo que me sorprendía era su capacidad de irse acomodando a las
circunstancias: del discreto abogado que conocí en mis años de estudiante, mi
padre había pasado, con tal propiedad que se diría congénita, a ser un hombre
público con aspecto de predestinado, como si desde niño lo hubiesen educado
para exhibir la grandilocuencia de sus ademanes. ¡Un estilo! Se había hecho a
un estilo, mutable y dúctil según la audiencia y el talante de su interlocutor.
¡Estaba llegando! No le había resultado difícil remontar el río, bracear,
porque, al contrario, se había deslizado sobre la corriente. De sus propiedades
inmobiliarias había pasado a inversiones en la industria y en sectores de
importación. Hombre de escasas pasiones, había aprendido a ejercer, si no la
pasión, sí un buen remedo de ella. Quizá supuso un día, entre legajos y
expedientes, en su medianía de abogado, que formaba parte de una reserva
humana conservada para enfrentar los nuevos retos del mundo. Poco a poco
le había llegado su hora. Me había dado la impresión de ser el pulcro
intérprete de una pieza con cada movimiento acotado. No obstante, al pensar
en lo que sería nuestra cita del día siguiente, sentía el temor de hallarme sin
voz y sin aliento frente a un hombre que podía enmudecer o despedirme toda
clase de reproches. Es de suponer que también él tuvo iguales temores.
De regreso a la pensión, algo me condujo a repasar anotaciones que
había redactado en años anteriores. Era como si volviendo sobre aquellos
papeles buscase la prehistoria de un destino, el hilo conductor hacia el
presente. Me desilusionó hallar apenas referencias y semblanzas inconclusas,
especie de boceto íntimo que bien podría haberse convertido en algo más
ambicioso, un perfil descarnado de mi padre. Deseé haber empezado a tiempo
un extenso proyecto narrativo, aunque sólo fuese para mi propia
complacencia. Ya era tarde. Demasiados acontecimientos, como sobrepuestas
capas de minerales, se habían sucedido para recuperar el ritmo de una vida
que ahora se me escapaba en contradictorios gestos de hostilidad. ¿Había
relegado la figura de mi padre a una presencia que en el futuro dejaría de
interesarme? Sólo ocasionalmente, como ahora, me refugiaba en la escritura,
que había dejado de ser tensa y compulsiva para presentarse apenas como un
apoyo documental a mi memoria. Las ideas sepultan a la acción y eran
demasiadas las ideas acumuladas en los últimos meses. Debí haberme
arriesgado en más extensas anotaciones sobre mi padre y su mundo. Pero
aquellos papeles ganaban mi indiferencia y, cuando los releía, parecían
escritos por alguien extraño a mí, por alguien que desprendido de mí se había
vuelto otro, otro ser que, fugaz, tímidamente regresaba al sitio de origen.
Aquella noche, ayudado por la débil luz de mi cuarto, sabía que ningún
esfuerzo me daría el placer que alguna vez experimenté exaltando frente a
mis propias torpes palabras. En la pensión, a esa hora, había crecido el
silencio. Pensaba que una vez desaparecida la sordidez de aquellos cuartos,
ganada la paz y el sosiego, una rara belleza innombrable se incrustaba en mi
conciencia, experiencia que seguramente debe repetirse en seres que ante el
hosco, oscuro aspecto de la realidad hallan de pronto un remanso en la visión
de la naturaleza. ¿Dónde había leído, de dónde recordaba, en caso de no
haberla vivido, semejante sensación? Intrigado por la procedencia de esta
repentina revelación, me arrojé sobre algunos libros que seguían en el
nochero, algunos hojeados apenas, otros releídos hasta la saciedad. En mi
mano tenía Bajo el volcán, la novela de Malcolm Lowry que durante algunos
años me había acompañado.

El Cónsul –leí en voz alta– seguía oyendo la música del baile, que
debió haber cesado ya, de manera que fue como si a este silencio lo
invadiera un rancio golpeteo de tambores. Parián; también eso
quería decir tambores. Parián. Era sin duda la ausencia casi
palpable de la música lo que no obstante hacía parecer tan extraño
que los árboles se mecieran conforme a su ritmo, ilusión que
envolvía de horror no sólo al jardín sino también a las llanuras de
lontananza y a toda la escena ante sus ojos: el horror de intolerable
realidad. Esto no debe ser muy distinto, se dijo, de lo que sufre
algún loco en aquellos momentos en que, sentado benignamente en
los patios del manicomio, la locura deja de súbito de ser un refugio
y encarna en el cielo que se hace añicos y en todos sus alrededores,
en presencia de lo cual la razón, ya enmudecida, sólo puede bajar la
cabeza. ¿Acaso encuentra solaz el loco –seguí leyendo, ajeno al
ruido que venía de las escaleras, quizá Leti bajando a su turno de la
noche– en tales instantes, cuando sus pensamientos estallan como
balas de cañón al través de su cerebro en la exquisita belleza del
jardín del manicomio o en las colinas, más allá de la terrible
chimenea? Difícilmente, pensó el Cónsul.

Me habían interrumpido la lectura algunas voces provenientes de la


“recepción”. Poco a poco, reconocía los reproches de la patrona y la
entrecortada respuesta de Leti, un diálogo que iba subiendo de tono.
–Ya le he dicho que si me trae más tipos al cuarto, que no vengan
borrachos –decía la patrona. Leti se disculpaba:
–Perdone, patrona, pero no sabía que estaba borracho.
–Está bien, pero téngalo en cuenta. No quiero tropeles en la pensión.
El silencio volvía a instalarse en el amplio espacio de mi cuarto, amplio
porque, a decir verdad, estaba entonces vacío de cualquier presencia que no
fuese la deseada.

En cuanto a esta belleza particular –continué leyendo– sabía que


estaba tan muerta como su propio matrimonio e igualmente
destrozada. El sol resplandecía ahora fulgurante sobre todo aquel
mundo que presentaba ante su mirada, y sus rayos hacían resaltar la
silueta de la arboleda empenachada en la cima del Popocatépetl
que, siempre semejante a gigantesca ballena surgiendo de las aguas,
se habría paso entre las nubes; pero nada de esto bastaba para
levantarle el ánimo. Los rayos del sol no podían compartir el peso
de su conciencia, de aflicción sin origen. El sol no le conocía [...].

Abandoné el libro. Había un punto en el que la sensación de la lectura,


compartida con una más íntima sensación de abatimiento, se entreveraba
anulándose una a la otra. Era curioso: líneas más adelante, casi perdida mi
atención, una frase cortó la emoción: “Cuando sonó el teléfono, su corazón
dejó de palpitar”.
Debía regresar a las menudencias cotidianas. Recordaba que, al subir, la
patrona apenas me había saludado. Estaba dominada por el inmenso pesar
que le causaba echar a la calle al vendedor de canciones. Ya se lo había
dicho. El viejo, mudo, no por la decisión de enfrentarse al vacío de las calles
que lo esperaban, jugueteaba con sus viejos papeles. Se había pasado el día
alelado, yendo y viniendo por las escaleras, dificultosamente, como un
lamentable animal fatigado. Se había dedicado a meter en una caja de cartón
sus trapos y chécheres, el fogoncito eléctrico y sus antiguas canciones
impresas. De paso a mi cuarto lo había visto, casi doblegado. Había tenido la
dignidad de no pedir un día más y prometido que volvería a pagar los
alquileres atrasados. Era lo único que había dicho el anciano y su gesto tenía
una altivez más que patética. ¿A dónde iría? Ni él mismo podía saberlo.
A las diez de la noche, nada se sentía aquí dentro. La novela de Lowry
había caído al suelo y no quise recogerla. Repentinamente, escuché pasos por
las escaleras, un candado abriéndose, la puerta que se cierra y, de nuevo la
densidad indescifrable del silencio. ¿Pensaba en mi padre? Me sorprendí
evocándolo en una remota escena familiar: me daban una fiesta de
cumpleaños y el pastel había sido hecho por mamá. Las velas de colores
tenían, a la distancia, una temblorosa emanación, como de fuego que
amenaza extinguirse entre el bullicio de los comensales. Me debatía con esta
imagen. En su trivialidad, se fijaba como una instantánea, haciéndose luego
borrosa, como un fundido cinematográfico.
Me alistaba a salir a la calle cuando llamaron a mi puerta. Temía que
fuese la patrona. Y no, era e viejo vendedor de canciones, respetuoso y
acomplejado, pidiéndome dejarle pasar. “No quiero molestarlo, doctor,
solamente despedirme”.
Cuando entró, me causó un efecto extraño, de cierta manera hiriente:
parecía víctima de innumerables tribulaciones, un hombre que de pronto
siente en su cuerpo todas las desgracias de mundo. No obstante, se revelaba
dignamente contra el abatimiento. Quería despedirse, agradecerme lo que él
llamaba mis “atenciones.” No pedía nada, ningún favor. Durante años había
acudido, no a la mendicidad de un inválido sino a la oferta del único trabajo
que podía hacer en las calles, la interpretación y venta de sus canciones. Al
acomodarse en el borde de la cama, en una postura incómoda, como de
inmediata despedida, tenía el grave aspecto de un niño, mezclado con lo que
me pareció la resignación de un moribundo. Era incapaz de moverse.
–Nomás vengo a despedirme –repitió–. Perdóneme si lo importuno.
También a mí empezaba a embargarme la incomodidad, no por la actitud
temerosa del niño como por la resignada fortaleza del moribundo. De pronto,
como si lo tuviese todo preparado, estiró la mano y me entregó un sobre
amarillento y abultado.
–Tenga, doctor, quédese con estos papeles, que ya no sé de qué diablos
me van a servir.
Eran copias de sus canciones.
–Las va a necesitar cuando se reponga –le dije, sin atreverme a tomarlas
del todo.
–No, no crea. Ya no me sirven. Me convencieron de que eran de otra
época, que ya nadie quiere escucharlas. Además, no creo que me reponga.
Uno no se repone de los años. Ya no me sirven, verdad. A usted tampoco,
pero le ruego que las guarde como recuerdo. ¡Ha sido tan servicial! Cuando
pensé que debía irme me dije: “Viejo zoquete, déjale esos papeles al doctor”
dijo melancólicamente, sonriendo por haberse llamado zoquete.
Con mucho esfuerzo intentaba levantarse.
–Ya tengo mis chécheres empaquetados –dijo–. ¿Sabe? En una época,
aquí mismo, en la Séptima o en la avenida Jiménez, ganaba unos pesos con
ellas. Se amontonaba un gentío a escucharlas y un día me llevaron a un
programa de radio. Eran otros tiempos. La comida no me faltaba y quedaba
para pagar un hospedaje. Pero ahora, bueno, ya no les interesa.
Empezó a salir con parsimonia. No fui capaz de acompañarlo a la puerta.
Temía su partida y sólo se me ocurría pensar en un hombre agotado
descendiendo las escaleras con una caja de cartón bajo el brazo, lanzándose
sin más arma que su resignación a las calles. Cuando salió me quedé pegado
a la puerta y lo sentí bajar. El silencio de la pensión se hizo más apretado,
volviendo más dolorosa la partida del viejo. Me había paralizado. Distraído,
con la agobiante incertidumbre que flota en algunos instantes de nuestras
vidas, miraba mi mesa y allí estaban amontonados mis papeles. Abajo, quizá
empolvado, el libro de Lowry.
Hay situaciones que por su extrema belleza nos enmudecen pero, mucho
más, con mayor ímpetu lo logran aquellas donde aparece el horror. Belleza y
horror ponen a prueba nuestra humanidad.
–¿Se puede? –oí que llamaban, como si se repitiera el timbrazo de
teléfono que había paralizado el corazón del Cónsul Geoffrey Firmin.
Era la patrona.
–Se fue –dijo–. Tengo la impresión de haber cometido un asesinato –
añadió, empezando a sollozar. Finalmente, se dejó arrastrar por el llanto.
–No podía hacer otra cosa –le dije, tratando de hacer algo consolador.
–¿Verdad que no podía hacer otra cosa?
Sufría y nada impedía la expresión del sufrimiento.
–Dijo que volvería a pagarme los meses atrasados, que cuando recogiera
un poco de plata volvería. Le dije que no se preocupara. “Deudas son
deudas”, me respondió. ¿Se da cuenta, doctor? “Deudas son deudas”.
Sin atreverse a entrar del todo en mi cuarto, apoyada en el marco de la
puerta, la mujer buscaba una voz que la fortaleciera, que la eximiera de culpa.
–A propósito –le dije–. Mañana le abono mi quincena.
–¿Cree que conseguirá dónde meterse? Un ancianato, no sé, un asilo de
esos.
No acababa de salir de su turbación. Al llanto, interrumpido, siguió de
nuevo el sollozo.
–Creo que ya me está pasando, dijo.
Hizo el amago de volver al pasillo y de allí a las escaleras. ¿Qué podía
decirle?
–Cálmese, que esas cosas, aunque dolorosas, hacen parte de la vida –dije
estúpidamente.
–¡La vida! No me engañe, doctor, que eso no tiene nada que ver con la
vida –dijo ella, reflexionando para sí. Dio media vuelta y volvió a la parte
baja de la pensión.
Mecánicamente, empecé a ordenar los papeles que tenía sobre la mesa.
Recogí la novela de Lowry y alisé las páginas dobladas. Cogí un trozo de
papel higiénico y limpié el polvo de la mesa. Hice la cama, con una
meticulosidad enfermiza. Entonces, al terminar una limpieza que nunca me
había interesado, decidí que aquella noche saldría a la calle.
–Vuelvo dentro de un rato –dije a la mujer.
Una menuda, persistente llovizna caía sobre Bogotá.
Conjeturas de Vásquez

Aunque Alejandro preveía encontrarse con su padre, no acudió a la cita del


día siguiente. ¿Temía el encuentro o se sentía incapaz de frenar la hostilidad
de una conversación que, seguramente, se hubiera deslizado hacia los
reproches mutuos? No dio ninguna explicación en sus apuntes. La evasiva
fue, en todo caso, un movimiento de autoafirmación. Ese día –según datos
comprobados en el curso de mi informe– hizo parte de un grupo que, también
a mano armada y valiéndose de un complejo sistema de transporte para la
fuga, asaltó la sucursal de un banco en el sector centro occidental de la
ciudad.
¿Había planeado Alejandro el atraco o fue un simple colaborador? De no
ser porque los asaltantes dejaron una nota reivindicando la acción, las
sospechas hubiesen caído sobre delincuentes comunes. Pese a ello, como tal
fueron tratados desde los periódicos. Veinticuatro horas después, bombas de
escaso poder explosivo estallaron sin dejar víctimas en diversas ciudades del
país. ¿Se trataba de la misma organización y de un plan combinado en
respuesta a la ferocidad de las acciones policiales, al indiscriminado ritmo de
las detenciones, número cada vez mayor de encarcelados sin mandato
judicial, a las torturas silenciadas, a los asesinatos encubiertos por la “ley de
fuga”, al acoso del Estado de sitio, a la intervención de las fuerzas militares
en asuntos pertinentes a la justicia ordinaria, a los allanamientos y desmanes
de las autoridades, a la desaparición sistemática de los señalados?
La operación no había sido improvisada y Alejandro decidió que
participaría en un lapso de pocas horas, sirviendo de eslabón en la cadena de
fuga. ¿Decidió que ésta sería su mejor respuesta ante la imposible cena con
su padre? ¿Suponía que arrojándose a una acción como aquella borraba, a
manera de oscura y fuerte pincelada sobre el trazo endeble y vacilante que a
su pesar se ha visto cometiendo el artista o, mejor, que así se imponía una
conducta más enérgica de la que, presumiblemente, adoptaría frente a su
padre?
Gracias a la confesión del joven economista –menos reservado en sus
siguientes informes– supe que Sáenz había trabajado, no en la acción directa
del atraco sino en la elaboración del plan, y después como conductor del
segundo vehículo utilizado para la retirada.
Pudo haber asistido a la cena con su padre. Aún le quedaba tiempo. La
acción concluyó a las seis y media de la tarde, cuando –abandonado el tercer
vehículo de la escapada–, los jóvenes se refugiaron en un apartamento franco
al suroccidente de la ciudad.
Alejandro prefirió no ver a su padre, lo que a juicio del economista,
entonces pieza importante en el grupo, había sido una salida muy torpe: en la
medida en que se hiciera evidente un despreocupado encuentro con su padre,
hombre de prestigio político, evitaba que, tras la investigación, se le
considerase sospechoso. “Como persona inteligente que era, había aprendido
a burlar, de antemano, posibles sospechas, pero, como todos nosotros,
cometía equivocaciones. Respetábamos su decisión profesional, aunque nos
hubiese sido más útil como médico de un hospital, podía así proveernos de
medicamentos, qué se yo, proporcionar informes sobre sus colegas, no todos
tan corrompidos como él se los imaginaba”.
(Poco a poco, en la redacción y organización de los papeles de Sáenz,
sumados a confesiones de conocidos y a mis inevitables conjeturas, había
intentado, abocado al papel de narrador, eludir la tentación de lo
estrictamente histórico. Pensaba que ceder a esta tentación equivalía a
reseñar, a manera de crónica, actos una y otra vez repetidos en el transcurso
de estos años. De allí que dijera al economista, cuando preguntó por el
destino de mi encuesta, que me proponía escribir sobre ciertos
comportamientos individuales incrustados, apenas como piezas, en el cuerpo
de la Historia. Me sentía entonces avaro en el registro de acontecimientos
documentales y más generoso en la confrontación de estos con gestos
individuales. Yo tampoco sabía si, al final, lo que estaba tramando en mi
investigación era un informe periodístico o los elementos de una ficción. En
más de una ocasión, primero con recelos y luego con menores temores, me
había visto obligado a utilizar situaciones imaginarias para componer un
perfil de Alejandro. ¿No son éstos, a veces, el punto de unión entre la
imprecisión de lo real y lo que podría llamarse la verdad?).
Comprometido en nuevas operaciones, Sáenz abandonó definitivamente
la pensión El Dorado, una semana después de la partida del vendedor de
canciones. Para evitar una escena de intolerable dramatismo, no dijo que se
iba para siempre. Para corroborar su promesa, dejó mudas de ropa, libros y,
pienso que involuntariamente, el grueso de sus papeles, recogidos por la
patrona y guardados en la intimidad de su cuarto.
¿Le pidieron sus compañeros entrar en la clandestinidad? ¿Fue una
decisión individual, tomada por seguridad? ¿Tuvo algo que ver con ella su
organización?
Fue una iniciativa personal. En la pensión, siendo una persona sin
antecedentes penales y, además, hijo de un político de relevancia nacional, no
corría por el momento mayores riesgos. “¿Sabe, Vásquez? –me dijo el joven
economista–. Por mucho que uno quiera evitarlo, está diariamente expuesto a
la paranoia. ¿No es preferible a la torpeza de los incautos?”.
La cosa es que, con la complicidad de esa buena mujer, Alejandro podía
haber vivido más tiempo en la pensión. Pidió entrar en la clandestinidad.
–¿Dónde meterlo?, nos preguntamos. Teníamos a gente con mayores
peligros, muchachos y muchachas que se la estaban jugando y, para colmo,
ya estaban reseñados. Nos faltaban lugares de confianza. Nos dijo, al fin, que
él se encargaría de buscar apartamentos, teniéndonos al tanto de su paradero.
Hubo una discusión muy fuerte en el grupo. No estábamos en condiciones de
permitir este tipo de iniciativas, algo podía escaparse de nuestro control,
algún movimiento imprudente (los había a menudo), nunca se sabía. Pero
Sáenz no conocía sino por nombres ficticios a las personas que habían estado
a su lado en acciones ofensivas y nos cuidábamos de evitar que fuesen las
mismas. ¿Desconfianza? Sí, las teníamos con todos, incluso con aquellos que
ocupaban cargos de responsabilidad. ¿Le parece inhumano tratándose de
hombres embarcados en una misma causa? Sí, lo era, quizá lo siga siendo.
Pero ¿quién no pensaba que, en su caso o en otro fueran obligados, por la
tortura, a proporcionar datos fatales para nuestra organización? Ya había
sucedido y conocíamos a delatores, ajusticiados en los casos extremos,
hombres que no habían podido resistir las amenazas de sus interrogadores. Si
se trataba de torturas, pensábamos que no todos podían tener una resistencia
física comparable a la dureza moral de sus convicciones. Algo podía fallar y
si llegaba ese momento queríamos controlarlo y prever descalabros. En fin,
Sáenz estaba aprendiendo, aunque algunos compañeros lo dudaran. Sí, entró
en la clandestinidad y le procuramos a regañadientes una cédula falsa, era
todo cuanto podíamos darle, aunque no compartiéramos su decisión.
Había hablado pausadamente, sin mirarme. Se distraía jugando con una
pluma fuente y a cada explicación correspondía un grafismo diferente,
esbozado en las páginas de su agenda, una a una arrancadas y arrojadas a la
papelera después de ser minuciosamente destrozadas, como si sus gestos
fuesen independientes al ritmo de sus confesiones, concluidas con una
pasmosa frialdad.
–Si quiere que le sea sincero, hay días en que siento un miedo atroz, no
de que vuelvan a encarcelarme por sospechoso como de que mis viejos
compañeros, aislados unos, exaltados otros, piensen que mi regreso a la vida
normal, después de años de actividades clandestinas, equivale a una traición.
Se resisten a aceptar lo que llaman mi defección. Sigo creyendo que
merecemos un país mejor, radicalmente mejor, pero hemos pagado con
demasiada sangre esta aventura, quizá paguemos aún más. Agoté mis
reservas de heroísmo, ¿me entiende?
El joven economista había puesto un raro acento melancólico en sus
palabras. Fue bastante cordial al despedirme: ofreció –en caso que fueran
indispensables– nuevos detalles sobre Sáenz.
¿Era un oportunista o, al contrario, un hombre tempranamente fatigado,
viendo hacia atrás y encontrándose con unos años de exaltación
irrecuperable?
A partir de aquí, no se sabe más de Alejandro. La incógnita de su vida
cubre más de una semana. Había interrumpido la redacción de sus papeles,
debilitados ya antes de dejar la pensión. Un accidentado periplo lo ha llevado
de Bogotá a otras ciudades del interior. Por medio de su organización,
infiltrada en los cuerpos de seguridad, supo que estaba reseñado. Estaban
sobre sus pasos, a la espera de que estableciera contactos comprometedores
con la célula urbana. La organización celular, independiente en cada uno de
sus niveles y apenas con complicados vasos comunicantes hacia el vértice de
la pirámide, hacía imposible los desmantelamientos absolutos, de allí que se
hubiera adelantado una guerra de exterminio que no siempre conseguía
víctimas en los implicados sino, también, en simples sospechosos. La táctica
represiva se parecía demasiado a la brutalidad de ciertos pescadores que,
actuando a escondidas y contra las disposiciones de pesca, torpedean aquí y
allá para sacar, finalmente, dos o tres piezas de valor recogidas en una red en
la que patalean cientos de unidades inútiles.
Sáenz se había trasladado a Girardot y de allí a Ibagué, para luego
moverse por pequeñas ciudades que no distaban más de cinco horas de la
capital. Sus compañeros no supieron más de él. No pudieron establecer un
contacto provechoso: en acciones relámpago, aunque largamente planeadas,
la policía y el ejército asestaban nuevos golpes a las organizaciones
clandestinas. Torturaban e incomunicaban a los detenidos, dando vagas
informaciones a la prensa.
¿Fue cuando Alejandro, a sabiendas de que su padre trabajaba en su
campaña de futuro senador, hizo aquella inesperada visita a su madre? Ella se
ha resistido a darme detalles del encuentro.
¿Trataron de asuntos económicos? ¿Rechazó Sáenz el ofrecimiento que
le facilitaría salir con documentos falsos del país?
Lo cierto es que su madre empezó, tras esa visita, a estar al tanto de las
actividades de Alejandro. Había prometido que no lo comunicaría a su
marido, pero Alejandro sospechó, tal vez, que se trataba de una promesa en el
vacío.

Estaba decidida a cualquier cosa. Mi marido me había abierto una


cuenta a mi nombre y podía disponer de dinero sin que se enterase.
Pero Alejandro, con su orgullo de siempre, me contestó que no era
ese el motivo de su visita. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? Le pedí
que se quedara una noche en su casa. Su padre estaba de viaje y no
regresaría en tres o cuatro días. Rehusó, haciéndome saber que
sería una imprudencia. Podían estar sobre sus pasos, me dijo. Le
juro que aunque desaprobaba sus actividades, en aquel momento
hubiera dado todo para encubrirlo. Comimos en silencio. Nunca
ningún bocado me había parecido tan desabrido. Terminamos de
cenar y aproveché su ausencia momentánea e introduje en el
bolsillo de su saco un cheque al portador por cinco mil pesos.
Pensaba que podía servirle en caso de emergencia. Su despedida
fue tierna y desesperada, me dijo frases tranquilizantes, no es tan
grave como parece, pero yo sabía que me engañaba. Nada me dijo
de su destino, y al verlo salir, sentí que lo más querido de mi vida,
el hijo que me había dado tantas satisfacciones, por encima de su
rebeldía, le digo, pensé que ese hijo se me iba para siempre. Cerré
la puerta y lloré. Pensé que si la vida me daba tanto sufrimiento,
algún motivo debía existir para merecerlo.

Pese a haber prometido lo contrario, la señora de Sáenz puso a su


marido a tanto de la visita.
¿Intentó él ponerse en contacto con las jefaturas de policía o utilizar
intermediarios en las brigadas militares que, con plena autonomía, tenían en
sus manos los asuntos de insurgencia política? A esas alturas, supongo, tal
decisión no hubiese favorecido el curso de su campaña política. Sin embargo,
dijo haberse entrevistado con colegas y haberles ofrecido, en caso de
producirse la detención de su hijo, una intervención mediadora. No fue otra
su gestión cuando Alejandro había llegado al departamento de Caldas,
combinando transportes y eludiendo posibles encuentros con cordones de
policía, extendidos por carreteras y caminos. No pudo hallar ningún contacto
protector, si acaso lo buscaba, aunque le hubiese sido fácil un refugio en casa
de viejos compañeros de universidad.
Dos días más tarde, con nuevos documentos de identidad, Alejandro
regresa a la capital. Se ha enterado, por los periódicos, de nuevas
detenciones, pero también de respuestas temerarias de su organización. ¿Lo
fortalecía saber que gran parte de su grupo seguía en la acción, pese a las
bajas sufridas?
Mariano Rivera dice haber desconocido, como Adela, los motivos de su
ausencia llegando a suponer que, de nuevo, Alejandro se había refugiado en
las costas del Pacífico. No: buscaba, por su cuenta, la punta del hilo
extraviado en la madeja, algún compañero de su grupo. En tanto, se había
producido el allanamiento de la pensión El Dorado y la patrona, entonces en
poder de sus libros y papeles, no enseñó a los agentes más que un oscuro
cuarto vacío. Los sabuesos hallaron un ejemplar anotado y subrayado del 18
Brumario, de Marx, con una dedicatoria firmada: el garabato era, de todas
formas, ilegible. Había sido un regalo de Adela.
Firme y desenvuelta en los interrogatorios, la mujer dijo que jamás
creyó que el doctor, un hombre comedido y estudioso (“se pasaba el santo día
en su cuarto”), estuviese enredado con revolucionarios. “Si, así mismo les
dije”. “¿Revolucionarios? No, señora, delincuentes” le corrigió el oficial que
dirigía el interrogatorio.
La mujer dijo haber respondido que no entendía de esas cosas, que ella
no era letrada. “Les dije que, con todos mis respetos, el doctor era un hombre
honorable”. A las seis horas fue liberada. Ningún pánico –dijo– le produjo la
aspereza del interrogatorio, como si desde siempre hubiese esperado
enfrentarse, no a esa rutinaria muestra de prepotencia masculina (“parecían
pavos bebidos y correteados antes de del sacrificio”) sino a una mayor
diatriba con sus interrogadores (“pendejos disfrazados de machos”). De
regreso a la pensión, volvió a enredarse en el que entonces era un permanente
dolor de cabeza: le habían notificado que dentro de dos meses demolerían la
casona y le daban plazo de un mes para desmantelar la pensión.
Sáenz se había alojado en una destartalada vivienda del Sur, primero,
luego en un apartamento situado en la zona centro-oriental de Bogotá. Una
tercera residencia le sirvió de escondite, ubicada en el norte de la ciudad.
Había restablecido un contacto: se trataba de un colaborador de su grupo, aún
no reseñado, un joven encargado de actividades esporádicas de propaganda.
Terminaba su último año de Filosofía y pensaba viajar, en el siguiente
semestre, a cursos de especialización en la Universidad de Princeton. Allí
permaneció tres días, presentado a los familiares del joven como un amigo de
estudios y bajo identidad que lo asociaba, en segundo grado, a una rica
familia de la capital. En este refugio –cuenta el muchacho– Alejandro supo
que le quedaban escasas alternativas.
Estaba desesperado. Nada lo tranquilizaba, ni siquiera la posibilidad de
una salida del país. La tensión que debió producirle el saberse buscado, lo
volvió más intransigente. Alejandro parecía haber cerrado su conciencia y la
firmeza de su voluntad al agrio espectro de la realidad. Mientras estuvo en
casa, donde apenas hablamos, sus nervios acabaron de alterarse. Cuando
entraba a su cuarto, padecía de sobresaltos, se mostraba a la defensiva. Los
libros que había puesto a su disposición no habían sido mirados. Dos días
más tarde, partió de nuestra casa. “No te preocupes” escribió en una nota de
despedida, incomprensible para mi madre, que se había mostrado simpática
con él. Pensé que, irremediablemente, sólo le quedaba la leyenda del prófugo
o el suicidio del héroe que sabiéndose perdido se resiste a sus perseguidores.
¿De qué artificios se valió para seguir escondido en la ciudad?
Exceptuando dos llamadas rutinarias (a Mariano y Adela), Alejandro no dio
señales de vida en los días siguientes.
Adela, una vez consolidada la marcha regular de la ciudadela,
desaparecidos los temores de una agresión militar, alcanzó a presenciar el
remodelamiento de las viviendas, en un comienzo precarias. Poco a poco
empezaban a lucir con el aspecto de humildes casas prefabricadas, al lado de
más amplias residencias que servían, a la vez, de tiendas de abarrotes,
cantinas y diversos establecimientos. Al lado de la mejor vivienda del barrio
se veía, en rojo restallante, un enorme anuncio de Coca Cola, más allá
anuncios de estrenos cinematográficos, como si lo que durante muchos meses
fue una fundación marginal hubiese entrado a las irregulares ofertas del
mercado. La ciudadela había dejado atrás, en una historia ligada a la leyenda,
cuanto de conmoción y provocación tuvo en sus comienzos: había pasado de
la miseria a la monotonía de la pobreza. Quienes se habían dado por entero
veían que sus fuerzas ya no eran imprescindibles. Debieron desplazarse hacia
otras actividades.
Adela abandonó su trabajo en el barrio, que había visto abrir sus puertas
a una sala de cine en la que proyectaban películas de gánsteres y vaqueros,
cuando no chillonas cintas de charros y mariachis. Sospecho que su
entusiasmo había entrado en la precariedad de la rutina. Se empezaba a quejar
del público que asistía a sus actuaciones, gentes por lo general convencidas,
espectadoras que la aplaudían allí donde sus canciones repetían viejas
consignas, gestos de autocomplacencia que la privaban del placer que
experimentaba en los primeros días de la ciudadela. “¿Qué puedo decir que
ya ellos no sepan? –se preguntaba–. Sin embargo, los organizadores me piden
que les cante lo que ya ellos conocen”. Pese a esto, se resistía al desaliento.
Hubiese preferido –me decía– como verse envuelta en un inesperado tejido
de sorpresas, antes que a lo esperado por sus espectadores, darse a
actuaciones en las que tanto los aplausos como las emociones formasen parte
de los imprevistos. Deseaba llevarles menos certezas, proponerles más dudas
y preguntas en lugar de apoltronarse en las respuestas. Si algo era cierto era
que Adela vivía en su carne las preguntas, de una manera más honda que las
pocas certezas de su canciones. “Todo va de la mejor forma en el peor de los
mundos posibles” le recordaba Mariano, recitando a Baudelaire. Y Adela se
preguntaba cómo, a través de sus canciones, podría darle un empuje creador
al escepticismo. Pero nada de ello salía de sus canciones. De un día a otro,
treinta o más años después de haber tenido un sentido, se encontraba
cantando canciones de republicanos que olvidaban, en la engañosa nostalgia,
las heridas de una guerra perdida y de la que ella apenas sabía lo que le
permitía saber la curiosidad, lo que dejaban filtrar los vencedores, ensañados
contra los vencidos. No conocía el Ebro, nada sabía de las barricadas de los
resistentes madrileños, ninguna noticia le había llegado sobre la ocupación de
Barcelona, el Quinto Regimiento eran dos palabras con imágenes prestadas a
la nostalgia, única fuente del optimismo.
Deseaba otras formas de consolación, la fluyente vida de los hombres y
no la condensación de un recuerdo en la memoria, por feliz que hubiese sido
antes de ceder a las derrotas. Si la tumultuosa experiencia de la ciudadela
había excitado su creatividad, los meses que siguieron a la estabilización de
aquel gigantesco barrio fijaron en su voz un dejo de cansancio prolongado en
sus ademanes, lo que nos hacía pensar (nunca dejó de escribirme postales),
no en la fatiga como en el temor de aceptarse inmodificable, abrumada un día
por el tedio y la ausencia de invención. Ante sus incertidumbres, Adela no
quería ceder, aceptaba el papel asignado, lo que algo superior a la rutina, algo
que escapaba a la impaciencia podía sorprenderla a la mañana siguiente.
Su encuentro con Mariano, después de la llamada de Alejandro, le sirvió
para extenderse en nuevos temores, impresiones que no comprendía del todo
y de las que se cuidaba como quien ahuyenta temibles equivocaciones. ¿No
tenía presente, acaso, aquellos discursos, demasiado inclementes y severos
para ser medianamente humanos, en los que se negaba el derecho a la duda y
se invocaba, en su ausencia, la virtud de la obediencia? ¿Qué significaba
“voluntad colectiva”? ¿Quién hacía que esa voluntad fuese, por un
mecanismo tan oscuro como indescifrable, precisamente “colectiva”? ¿A
quién se había concedido el privilegio de leer las Tablas de la Ley? ¿No había
Cristo, “hijo de Dios”, dado poderes a Pedro para que, siendo piedra,
construyera en su nombre la primera iglesia, convirtiéndolo así en el primer
eslabón de una cadena de pedros que se irían sucediendo por lo siglos de los
siglos, delegando en sus sucesores el remoto designio de llevar la
representación de Dios Todopoderoso en la tierra, voz encarnada mil, dos mil
años atrás en el hijo Jesucristo? ¿Dónde estaba la voluntad de los “fieles”, a
qué se reducía lo que se veía llamando inteligencia, por qué se hablaba de una
sola voluntad colectiva cuando todo estaba encerrado en el código de la fe?
Manifestó a Mariano estas y otras dudas. Habló de Sáenz y cuanto evocó
parecía detenerse en un tiempo y un espacio que no podían ser diferentes al
vivido en la casa de los tres pisos. Evocó a Beatriz Ramírez, atenuado ya el
viejo rencor. No es que le complaciese imaginarla caída y en desgracia,
consumida por el esplendor de la prima donna abocada a la miseria de
espectáculos canallescos, groseras exhibiciones de carne y voz para un
público que chiflaría al menor asomo de una teta desnuda o al meneo de unas
caderas iluminadas por focos de colores y transparencias exóticas. Quizá la
piedad hubiese ganado algo en Adela, allí donde antes había estado el
resquemor. Cuanto lamentaba la desgracia de la diva era aquella juventud
destrozada en una operación de éxito tan fugaz como mentiroso. Adela la
recordó sin rencor– recuerda Mariano–, cuando nadie le había pedido
recordarla.
¿Temía que Sáenz, más misterioso que nunca en sus actividades,
estuviese ocultándole operaciones mucho más arriesgadas? Nada de esto
habló con Mariano aquella tarde. Nada de dijo sobre las actividades de
Alejandro. “¿Por qué diablos llamó a decirnos que estaba bien? –preguntó–.
Anda con demasiados rodeos, parece no tener confianza en nadie, creo que ni
en él mismo” dijo Adela a Mariano. “Déjalo con su derecho a la neurosis” le
respondió el poeta, pensando que tal vez Alejandro sentía aún
remordimientos (una profesión abandonada, la aguda ruptura familiar, su vida
en la pensión, su inclinación hacia las soluciones radicales) y lo que se
manifestaba era la inestabilidad de un hombre frente a su futuro.
En parte tenía razón: Alejandro no se sentía seguro y digno en la
redacción de sus papeles, ficciones esbozadas en la obligada fragmentación
de situaciones autobiográficas. ¿Podía darse crédito a la interpretación que
mucho después nos hizo Millán?

Alejandro se había extraviado de su centro al abandonar la


profesión y encontrarse sin algo concreto donde apoyarse,
obsesionado como estaba por su marginalidad. Creo que, incluso,
esta decisión no fue tomada con suficientes justificaciones. En
cuanto a su inicial pasión por la literatura, debía de pasarle
demasiado una creencia que la convertía en algo poco positivo, no
traducible en términos de eficacia. Por mucho entusiasmo y pasión
que pusiera en la sinceridad de sus escritos, creo que los consideró
inútiles.

Aceptables o no, los juicios de Millán formaban parte de sus propias


dificultades. Asistiría a sus clases con desgano, cuando sus alumnos pasaron
del desinterés al rechazo. A estos, después de discusiones y diatribas, no les
interesaba dialéctica de Hegel, nada querían saber de los jóvenes alemanes
nacidos tras la muerte de Goethe o del remozamiento que trajo la decepción
de 1848. “No se inquieten, muchachos, que un día de estos cuelgo los
guantes, dejo en una esquina la toalla y abro una salchichería en la Ciudad
Universitaria –nos confesaba, resistiéndose al patetismo y evitándose el
resentimiento–. Nada perdería haciéndoles cursos demagógicos,
prometiéndoles para mañana la ‘revolución de nueva democracia’. Pero es
que sigo creyendo que con la inteligencia se puede hacer algo distinto al
optimismo de los imbéciles y con la filosofía algo superior a la escolástica”.
Estas eran sus verdaderas aflicciones. Para consolarse, frecuentaba bailarinas
baratas de la calle 23 y se quedaba con ellas hasta el amanecer, escuchando
sus glorias y sus quejas. En muchos meses no había visto a Alejandro
(esporádicamente, en las primeras semanas que pasó en la pensión El
Dorado) y lo que sabía de él se remontaba a los años pasados en la casa de la
calle 24.
Se superasen o no sus dificultades, Millán no transigía, se había pasado
veinte años de su vida dando de la mejor forma clases de filosofía, paseando
a sus muchachos desde Empédocles a Sartre, desde los elementos
constitutivos del mundo hasta las miserias de nuestros contemporáneos.
Había un episodio que sus alumnos no olvidaban: en una de las
frecuentes ocupaciones del Ejército a la Universidad (“un día tendremos que
darles el diploma”– bromeaba), Millán había presenciado la violenta paliza
que daban dos oficiales a un joven que habían logrado capturar. Como todos,
Millán podía haber escapado, no exponerse a la detención, pues poco
importaba a los oficiales su rango de profesor. Y no. Demasiado brutales eran
los golpes (rodillazos en el vientre, culatazos en la espalda, improperios
verbales) y Millán, obedeciendo a un impulso irracional, avanzó hacia los
oficiales, ¿no ven que lo están asesinando?, les dijo, enfrentándolos. Los
oficiales, sin soltar a la presa se quedaron mirándolo.
–¿Quién es usted, viejo metiche, para venir a dárselas de abogado? –
despachó uno de los militares.
–Soy catedrático de esta universidad. Y si eso no le dice nada, soy un
simple ciudadano de este país.
No bien escuchada esta intervención, tres soldados se lanzaron contra
Millán, propinándole puñetazos. Exaltado por el ultraje, multiplicó la
incoherencia de su indignación. Obligado por los golpes a caer de rodillas,
perdió sus gruesas gafas de montura nacarada, pero no detuvo sus reproches,
convertidos en un gagueo intraducible y más severo. Allí, recibió el primer
culatazo. Los oficiales se acercaron a mirar la agresión. Al fin, cuando Millán
rodaba por el pavimento, buscando recuperar los anteojos, pisoteados por un
oficial, el otro ordenó que lo dejaran.
–Lárguese de aquí si no quiere que le hagamos lo mismo que a estos
culicagados.
Millán, por un instante, supo que cualquier réplica sería inútil.
Sangrando en el rostro, se internó en la facultad de Ciencias Humanas.
Jamás quiso dar importancia al episodio. Sus alumnos nunca lo
supieron, de haberlo sabido, quizá hubiesen mostrado un mínimo de respeto,
pero Millán sabía que cualquier confianza ganada con recursos distintos a los
de sus clases, sería una manera de trampearse.
Beatriz Ramírez

–¡Voy a casarme! ¿Lo sabías? –me dijo, con el frío desinterés de una mujer
que acepta una fatalidad.
Había ido a verla al local donde cantaba, después de una breve
conversación telefónica. Allí ganaba lo suficiente para sostenerse, pero se
había visto obligada a abandonar su viejo y lujoso apartamento. En su
proceso de adaptación se había resignado a una vida más modesta, no porque
deseara o considerase menos artificial esta salida como por los límites que las
circunstancias oponían a su antiguo bienestar.
–¿Recuerdas que te hablé de un tipo que me llamaba a diario y me
mandaba orquídeas y cajitas de Chanel?
–Sí, vagamente. Me decías que no te interesaba –le respondí.
–Empezamos a vernos, hace dos o tres semanas. Aunque es un hombre
mayor, no se ven los años. Es todo un caballero. Se dedica a importación de
licores y vieja con frecuencia a Estados Unidos y Panamá. Me pidió que en el
próximo viaje lo acompañara –informó Beatriz, otra vez sin entusiasmo.
–Entonces, ¿te casas?
–Sí, dentro de un mes. Por ahora, esperamos que terminen de construir
nuestra casa. Si la vieras: tiene jardín, dos pisos y garaje. ¿Sabes? Está en el
norte, más allá de la 15 con calle 124.
Beatriz no se había quitado el maquillaje, con el algodón húmedo en una
mano, frente al espejo, me miraba. Lo que entendía –ninguna señal me
advertía lo contrario– era que se había decidido a un matrimonio que en el
fondo no deseaba. Tal vez no fuese más que el hallazgo de una seguridad
escamoteada por los fracasos.
–Hace un tiempo decía que nunca me casaría. Y ya vez. La vida da
muchas vueltas y uno se encuentra viviendo lo que nunca esperaba –dijo, al
terminar de quitarse la sombra azulada de los párpados.
–Ricardo es un hombre muy cariñoso, se porta de maravilla. A veces,
pienso que me trata como una niña. ¿Qué te parece? Por el momento nos
vemos muy poco. Dos o tres veces por semana. Es lo mejor. A él no le gusta
mi trabajo y yo, muy orgullosa, le dije que lo dejaría el día que nos
casáramos. No sé, no es que me entusiasme este local. Pero me mantiene en
contacto con el público, ¿me entiendes? Una no se olvida de los aplausos –
seguía diciendo mientras se ajustaba su vestido de calle–. ¿Te gustó mi
espectáculo? Bueno, no quiero obligarte a un cumplido. Por tu cara veo que
no te gustó. ¿Te gusté al menos yo?
¡El espectáculo! En tres ocasiones, anunciada por un animador vestido
de frac, Beatriz apareció en el centro del escenario, iluminada por reflectores
verdes y rojos. A su izquierda, un remedo de farol, esquina simulada de
suburbio y tango. Al fondo, una amplia tela dibujada pretendía sugerir los
contornos de una urbe, quizá México o Buenos Aires. Entonces Beatriz,
apoyada por un play back de sonidos rasposos, empezó una de sus canciones.
–Le ayudé al letrista contándole cosas de mi vida –dijo cuando le
pregunté por el origen de esas canciones argumentadas.
Vestida con un traje entero que moldeaba su figura, enseñaba los
muslos. Por la espalda, el escote llegaba hasta la curva de las nalgas.
Adelantándose a primer plano, Beatriz se inclinó hacia el público, seguida
por un reflector que descendía hacia sus pechos. Era la parte más aplaudida
de su actuación, justo en esos segundos en que el escote cedía y sus senos se
mostraban a los espectadores. Durante una hora, auxiliada por actores
secundarios, hizo el papel de muchachita deseosa y soñadora, interpretó a una
aburrida esposa solitaria, prendida, en deshabillé, al teléfono. Volvía a la
parte más picante de la noche encarnando a una puta callejera que se pasea en
la noche buscando a un cliente caballeroso.
– No, no estaba mal –le dije.
Ella sabía que le mentía pero lo importante para ella era saberse
caudalosamente aplaudida por sus “admiradores”.
Salimos del local y descendimos a la 34 hacia la carrera Séptima.
Avanzamos hacia el Hotel Hilton.
–Cuando lo abrieron, decidí alquilar una suite para un fin de semana.
¡No te imaginas lo que fue eso! Me hacía servir como una princesa. Cuando
el administrador se dio cuenta de que era yo, sí, Sandra, mandó un enrome
ramo de rosas a mi cuarto. Pero la cosa no paró allí. Llamó al rato y dijo que
le complacería grandemente si aceptaba una invitación de la casa. “Cómo
no”, le dije por teléfono. Bebimos champán toda la noche. El domingo,
cuando iba a pagar la cuenta, me dijeron que no, que era “cortesía de la casa”.
–¿Es cierto lo que me dices o estás bromeando?
–¿Lo del Hilton? Ni más faltaba.
–No, lo del matrimonio
–¡Claro! ¿Por qué iba a engañarte?
Entramos a un pequeño bar, recién inaugurado. English Pub, se leía a la
entrada. En las paredes, ampliaciones del Palacio de Buckingam y una turbia
fotografía del Támesis.
–Vengo cada noche después de mi actuación, casi siempre sola o con
Ricardo, cuando viene a buscarme.
Sin maquillaje, volví a descubrir una Beatriz de belleza extraordinaria:
ojos oscuros, cabellos rojizos (se los había teñido discretamente), cejas
pobladas, la fina curvatura del mentón, el cuello estirado y sólo adornado por
una medalla de la Virgen del Carmen, los brazos delgados y ese ademán de
retirarse el mechón que le caía a los ojos, todo esto la embellecía esa noche,
como si se tratase del perfecto contraste entre la vulgaridad de sus
confesiones y la armonía de su rostro.
–Te agradezco la visita, Vásquez –dijo a despedirse–. No te preocupes:
aquí mismo cojo un taxi. ¿Sigues viviendo en Medellín?
–Sí, pero vengo mucho a Bogotá. Ya sabes, mi investigación sobre
Alejandro –dije.
Beatriz no mostró el más mínimo interés.
Conjeturas de Vásquez

Al abandonar la casa de su compañero de grupo, Sáenz se extravió en la


ciudad, quizá merodeó por sus alrededores, intentando imposibles contactos.
Desmanteladas en su mayoría, algunas redes urbanas sobrevivían con sus
miembros dispersos y en la clandestinidad. Aquellos que no estaban
seriamente implicados (colaboradores, simpatizantes que habían servido en
alguna operación), prefirieron tomar medidas y desaparecer. Quien había
mantenido alguna relación con uno cualquiera de los detenidos, llevaba la
cautela al extremo: se cuidaban las llamadas telefónicas, se limpiaba la casa
de papeles medianamente comprometedores, se evitaban las conversaciones
en grupo, los comentarios de acontecimientos recientes, como si sobre ellos
rondara la mano del terror. Los diarios nada decían y en las esquinas se
evitaba formar grupos superiores a cinco personas.
En estas circunstancias, Sáenz debió de permanecer en la capital,
rastreando de un sitio a otro, sirviéndose de hospedajes momentáneos. Los
enlaces que antes le habían servido para recibir órdenes o tomar iniciativas,
se habían esfumado, al menos en Bogotá, donde patrullas militares vigilaban
permanentemente el menor movimiento de los señalados. Todos temían la
miserable sorpresa de una delación. En esos días de su vida Alejandro da la
impresión de un perseguido. Esperaba que un contacto lo pusiera al tanto de
otras actividades. La punta del hilo se había extraviado en el apretado amasijo
de la madeja. Así, la fecha que va de su salida de la casa de Norte, donde
permaneció tres días y huyó sin necesidad, no es del todo cierta, y debo
acudir nuevamente a conjeturas, frecuentes en mi informe, para saber cuándo
decidió meterse en el último de sus refugio.
Es difícil aceptar que las decisiones de los seres humanos, sobre todo las
que llevan el signo de la desesperación, no hayan sido previamente larvadas
en un viejo pensamiento, una instantánea e intensa reflexión, aparentemente
desechada y con el tiempo recuperada como un objeto de pronto sumergido y
luego a flote sobre el oleaje de una vida. Creo que Sáenz había pensado
alguna vez en su decisión final.
No pudo establecer contacto con su grupo y aquí debo imaginar la
dimensión de su desespero. Tengo a mano el último de sus papeles, brevísima
nota escrita en el dorso de una página emborronada. Acabar, acabar si es
posible con la mejor dignidad, no dejar que decidan hundirte, hundirte ti
mismo sin piedad, acudir al gesto más dignificante.
Sáenz sospechó que esta podría ser una salida, pero prefirió una nueva
pensión, más sórdida que la anterior. Se trataba de una sucia vivienda de dos
plantas, usada más a manudo como hospedaje ocasional de putas. Llegó allí y
pidió un cuarto. Por lo general, la clientela de Las Brisas estaba en las urgidas
parejas formadas en las aceras que dan a la plaza de las Nieves. Pagó por
adelantado una noche y dijo que sólo se quedaría hasta el día siguiente. Se
internó en su cuarto (lo he visto y no podía ser menos conmovedor que la
entrada al inmueble, asqueroso conjunto de maderas podridas, olor a guisos y
porquerías) y dejó allí el maletín con sus cosas, a sabiendas de que se exponía
a perderlo. Bajó a la calle, según me informó el encargado de recibir el
alquiler de los cuartos y darles las llaves a los huéspedes. Regresó al
hospedaje minutos después, con una bolsa de papel que, a decir del hombre,
contenía botellas, cosa que bien poco le importaba, si iba a emborracharse era
lo de menos, dijo, así que el regreso de Sáenz no despertó ninguna sospecha.
Cerca de la medianoche, cuatro o cinco horas después de haber entrado con
las botellas, la pensión vivía momentos de mayor tráfico: putas y clientes
borrachos, alaridos en las habitaciones, maldiciones en las escaleras,
discusiones entre las mujeres, además del persistente ruido de pianolas en las
cantinas de la calle. Sáenz había permanecido en su cuarto y sólo una vez
salió a los pasillos en busca del orinal (un cuarto repleto de trozos de papel
periódico embadurnados de mierda, una taza rebosante de otras tantas
porquerías, incluyendo vómitos de borrachos). Según dijo el hombre de la
“recepción” una de las furcias, interesadas en pescar a un nuevo cliente,
intento pescar a Sáenz y este la echó de su lado cuando ella intentó subirse las
faldas y mostrarle la adiposa carnosidad de sus piernas.
En el cuarto se encontró una botella de ron casi consumida y la otra
apenas empezada. En este punto, ni las conjeturas sirven a la verdad. Es
posible que, acostumbrado como estaba a beber en cantidades desmedidas,
apenas lograse el mareo necesario para dormir.
¿Estaba abrumado por la fatiga y encontró más sensato refugiarse en un
antro nunca frecuentado por la policía?
La pensión era un lugar seguro y creo que nada extraño para Sáenz, a
quien durante algún tiempo lo sedujeron miserias de esta clase. En sus años
de estudiante e incuso cuando vivía en la casa de los tres pisos, frecuentó los
antros del barrio, como si buscara una secreta palpitación en aquellas
muestras de bajeza humana, abundante y visible si se entraba a cantinas y
burdeles.
–Yo lo acompañé varias veces a una cantina donde ponían música del
Caribe –dijo Adela–. Sola no me hubiera atrevido. Con él era diferente. Lo
conocían y saludaban con respeto. Recuerdo que una noche, un tipo trató de
meterse conmigo porque, cansada como estaba, no acepté bailar con él una
pieza. Inmediatamente, cuando se dieron cuenta de que andaba con
Alejandro, salieron a defenderme varios clientes. “Tranquilo, doctor, que lo
que pasa con ella es con nosotros”. Seguimos allí hasta el amanecer. La
segunda vez fue más jodida: hicieron una redada y querían llevarnos a la
policía, todo porque me pidieron el carnet de sanidad, ¿sabes?, el carnet de
puta, y como comprenderás sólo pude mostrarles mi cédula de ciudadanía.
Alejandro calmó al oficial con veinte pesos.
–Yo también conozco la cantina. Creo que está a una cuadra del
hospedaje Las Brisas –dije.
–Lo que no me explico es por qué pensó que en ese antro podía pasarle
de todo menos un atraco. En un sito de esos son capaces de quitarte los
calzoncillos sin bajarte los pantalones.
–Lo de emborracharse y beberse una botella de ron, lo entiendo. No
podía dormir con tanto ruido y la mejor forma de conseguirlo era embotarse
de alcohol.
–Sí y no. Me temo que no se trataba sólo de dormir. Alejandro quería,
como lo había hecho en otras ocasiones, encontrar en el alcohol una especie
de relajamiento necesario. ¿Dónde hacerlo? ¿Exponerse en un sitio público?
¿Buscarte a ti o buscar a Mariano? Hubiera sido arriesgado, debió de haberlo
pensado.
–Es absurdo –dijo tontamente Adela, llevándose una mano a la frente,
como si quisiera reventarla y sacar de allí la incógnita, el absurdo, cuanto
había estado pensando desde que decidimos encontrarnos. Estaba demacrada,
agotada, sin fuerzas para sostener una conversación sobre Alejandro.
–No creas no fue tan absurdo. Existe cierta relación entre su vida y su
final.
–Lo siento Vásquez. Yo no puedo ver las cosas como tú y para mí
seguirá siendo absurdo y miserable. No era esa la mejor forma de acabar.
Hasta la manera de acabar debe tener un poco de dignidad.
–Lo que tampoco podrás aceptar es que Alejandro pensó en la
posibilidad de suicidarse. Estoy convencido de ello. Había dejado de escribir
y es difícil saber lo que yo intuyo después de haber leído sus notas anteriores.
¿No hablaba de la tentación de la caída? Aunque fuese momentáneamente,
pensó en el suicidio, al margen del coraje que significa llevar adelante y con
empecinamiento una decisión de esta clase. Alejandro no la veía imposible.
Mira bien sus papeles, repasa sus notas y verás que era posible.
–Mejor sitio, entonces, no podía encontrar. En Las Brisas, de haberlo
querido hacer, no hubiese comprometido a nadie. Y no lo hizo. Lo de
emborracharse no tenía otro sentido que eso: emborracharse, dormir después
de días de no hacerlo, desde que visitó la casa de sus padres.
–Tienes razón: hay algo de absurdo en su final. Si no tuvo tiempo de
reflexionar (es posible en esas circunstancias y con una pasmosa lucidez),
sentirse agredido en aquel cuarto debió de parecerle una coartada de su propia
decisión. ¿Trató de defenderse? No creo. Aparte de dos mudas de ropa y del
cheque por cinco mil pesos que el asaltante no encontró, no tenía por qué
temer que lo dejaran en la calle. Para mí que el atracador, sorprendido en el
cuarto, pasó a la agresión temiendo que Alejandro intentaría defenderse. Fue
cuando lo embistió a cuchilladas, fue cuando Alejandro gritó, herido ya de
muerte y cuando el tipo de la “recepción” notó que algo raro pasaba en uno
de los cuartos, algo raro pero no excepcional, porque estaba acostumbrado a
violentas reyertas entre las putas y sus clientes. De allí que no subiera al
cuarto hasta no ver salir al asaltante, que como el mismo tipo dijo, no llevaba
nada en las manos. Al encontrar el cuerpo de Alejandro en el suelo, envuelto
entre cobijas y sangre, con la misma frialdad rutinaria bajó a la calle a buscar
el primer agente, si caso lo encontraba. No fue por negligencia. Puedes
imaginarte que en un antro de esos, también la muerte se mezcla con la
miseria. Por mucho que se hubiese apresurado, hubiese encontrado a
Alejandro sin vida: las cinco cuchilladas fueron mortales, sobre todo la que el
forense descubrió a la altura del pecho y el estómago. Es espantoso, Adela.
Simplemente espantoso. Han pasado ya varios meses y sólo ahora puedo
intentar la reconstrucción del episodio.
–Se te enfrió el café –dijo Adela.
Por un instante pensé que sollozaba. Sus ojos estaban secos y brillantes.
Mirando por el cristal hacia la calle 64, Adela parecía ausentarse de mi
presencia. Descubrí en su rostro una prematura huella de envejecimiento: el
ceño fruncido, los labios apretados, los hombros en una especie de
irremediable encogimiento. Estoy seguro de que no eran los años: era la
intensidad de este episodio, la vulgaridad de una muerte que pudo haber
tenido un poco más de grandeza, si también en la muerte de un hombre cabe
esperar un sello de grandeza.
–Toma, son algunas cartas de Alejandro. No creo que te sirvan. A mí me
estorbarían.
Como si durante todo el coloquio hubiese estado resistiéndose a la
conmoción, diciéndose a sí misma que no podía caer en la sensiblería o en la
estupidez, aceptó la salida de sus lágrimas e hizo lo imposible por ocultarlas,
amagando una sonrisa.
–¡Qué tonta soy!

Barcelona, 1976; West Berlin, 1977; Barcelona, 1979

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