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Créditos
TODO O NADA
Esta novela fue escrita gracias a los auspicios del Berliner
Künstlerprogramm, de la DAAD. Mis agradecimientos a este organismo y a
Peter Schultze-Kraft, sin quien aquel precioso período (1977-1978) no
hubiese sido posible.
O. C.
... queríamos preparar el terreno para un mundo amable
y nos fue imposible la amabilidad.
Bertolt Brecht,
“An die Nachgeborenen” (“A los que vendrán”)
Alejandro Sáenz
Nada puedo hacer cuando me invaden la casa. Aunque no los espere, llegan
de uno en uno, en ruidosas bandadas. Sin llamarme por teléfono llaman a la
puerta y siguen de largo si la encuentran abierta, van tomando posesión de los
tres pisos de la vieja casa y, sin consultarme, husmean en los cuartos
diciéndome de paso cualquier cosa, se acomodan en los rincones, las
señoritas gallinas irredentas se apoltronan en las escasas sillas, los señores
traen los tragos, que siempre son los residuos de la última parranda, tragos
venenosos para la noche que empieza y apenas son las seis y media de la
tarde. ¿Qué puedo hacer si los discos ruedan por el suelo y nadie se atreve a
hacerme un café porque Adela se ha ido de paseo con sus hijos, que de un
momento a otro llegarán a corretear por los cuartos? Adentro se está bien y
no porque la maldita estufa de leña funcione sino porque tanta gente
convierte la casa en un cálido espacio de respiración congestionada, vaho
bajo el que todos van y vienen a sabiendas de que ni un solo reproche saldrá
de mí, así acabe de llegar de mi hospital, donde he hecho uno de mis penosos
turnos de urgencias. Abren los libros, los abandonan sobre la mesa, espían los
torpes dibujos regalados por un aficionado y los someten a juicio, hacen de
mi morada su paraje de tránsito. Dos horas, cuatro horas más tarde se largan
dejándome de nuevo vasos rotos, colillas amontonadas, camas destendidas
sobre las que se han revolcado con la piernisuelta de turno, rancio olor a
potrero meado, pisoteado, de paso alguna insulsa pregunta, ¿cómo van tus
pacientes, cuántos estiraron la pata?, comedidas preguntas para el anfitrión.
¿Qué puedo hacer si desde el comienzo los he aceptado, a un año de haber
entrado a un hospital de beneficencia con los honores de un mal asalariado,
cuando mis colegas comparten su tiempo con otros pomposos sueldos salidos
de sus consultas privadas? Alguien, a veces, se queda frente a mí con el aire
expectante y atontado de los confidentes y ¿qué puedo decirle? Supongo que
se trata de algún dolor del alma, de una ayuda para el arriendo atrasado, del
hambre, de un sablazo, de alguna confesión que ata al desgraciado a un
rincón de la casa, desde donde empezará a decirme doctorcito, cuánto lo
quiero. Casi siempre son Vásquez, Werthercito, Millán, Adela o un
desconocido que ha oído hablar de mi generosidad, que quiere ahorrarse la
consulta, que desea medicamentos de muestra mandados por la Bayer.
Entonces hay que sentarse, escucharlos, dejarlos vomitar cada una de sus
quejas, aunque en verdad no son quejas, son solo tonterías de solitarios.
Descubro que lo que quieren es quedarse un rato, preguntar por mi hospital,
inquirir por mis enfermos, acomodarse en el ocio que a ciertas horas se
apodera de esta casa y quizá también de la ciudad. Esperan que se organice la
parranda, porque nunca puede saberse cuándo se organizará la parranda.
Hacia las seis de la tarde ha llegado el primero y trae una botella de ron.
Bebamos un traguito, empieza diciendo. Y se va a la cocina por los vasos que
se han lavado y aún mantienen la opaca capa de grasa que hace una especie
de adherencia pecaminosa sobre el cristal. El primer trago entra como insulto
y los retorcimientos del estómago son infernales. Conforme entra el calor y se
aposenta en el cuerpo, la botella desciende y uno se va hundiendo en ese
estado desconsolador que experimentan los insaciables. Entonces es hora de
mandar por la siguiente. ¿Cuánto pone usted, doctorcito? me dice el visitante,
prometiendo llamar a un amigo acomodado, a dos muchachas sin problemas.
¡Doctor, doctorcito! Siguen distinguiéndome con el incómodo honor.
¡Doctor! Ni siquiera esta manera de llamarme me hace olvidar las piernas
podridas de un enfermo, la postración de un pobre diablo llevado al hospital
en los huesos, la biliosa palidez de una muchachita traída con pudor por su
madre para que le diga, no qué enfermedad sin nombre la está arrastrando al
matadero sino cuándo va a parar el chorrito de gastos de la farmacia, las
recetas que restan demasiado a la comida diaria, cuándo podrá llegar el
funeral.
–Está bien, pero no invites tanta gente –digo a los voluntariosos–. Toma,
tengo diez pesos –y le estiro el billete.
Que se las arregle. Lo de invitar poca gente es una tontería. Correrá la
bola y a las dos horas tendremos el desfile. Siempre hay un sitio para todos.
A veces me pregunto cómo hacen para tener una moneda en los bolsillos,
para administrar el ocio de manera que resulte medianamente llevable, pero
en verdad no pasan nunca de una moneda y son, en cambio, diestros en los
sablazos, como si al fugarse de sus casas o de sus universidades hubiesen
hecho cursos de sablazos, administrados con envidiable destreza, en una
esquina, en un café, metiéndote a empujones al bus, de pronto y por sorpresa
a la salida del hospital, ¡zas!, allí tienes el sablazo. Te desarman. Han forjado,
como dice Millán, una Ontología del Sablazo. Tienes que protegerte de la
mejor forma, meter las manos en los bolsillos y como un ciego prevenido
adivinar cuál será el billete menos comprometedor, no tengo más que dos
pesos, quédate con uno, pero en vez de un peso sale uno de veinte y tienes
que despedirte para siempre de tu capital, quedando con la vergüenza encima,
la mentira descubierta. Y no ha sido mala la inversión. Con un peso no es
cuestión de perderse y esquivar los encuentros durante meses. Siempre se
cree que no es una suma sino una ridiculez, un desliz, pero con veinte pesos
salidos por equivocación te proteges, quizá dejes de ver para siempre al
deudor, si deuda es ese reblandecimiento humanitario del corazón. Los hay
menos escrupulosos. Los invitas a comer –en fin, resulta más barato un
picadero de mala muerte– y después del postre, dulce de guayaba y un vaso
de leche, viene la embestida. Resultaba más digno lanzar el sablazo con el
estómago reventando de fríjoles que improvisar la táctica de las esquinas. Se
ha tenido tiempo para las confidencias, se ha podido hablar de maravillosos
proyectos nunca realizados, del descalabro en una inversión, de la inminencia
de un buen trabajo, del giro esperado o del deudor moroso que promete pagar
al día siguiente. ¡Un trato de caballeros! Hasta en la casa, a la hora más
desquiciada de la fiesta, llueven los sablazos. Los hay de todas las especies y
en un país de desocupados se traman todos los recursos y tácticas:
dramáticas, patéticas, de toda clase, en boca de ambiciosos y fulleros,
sablazos de quienes se conforman con nada y de quienes se la juegan por
entero. Hay un área callejera para los sablazos y casi siempre es un ángulo
que traza la avenida Jiménez de Quesada con la carrera Séptima, con vértice
en el Banco de la República.
¡He aquí la ironía: sablazos frente a las arcas del Estado! Esta es la
esquina de la más elegante mendicidad. Allí puedes despedirte para siempre
de las reservas del día, de la suma guardada para el alquiler atrasado. ¡Los
sablazos y las faldas! Un binomio perfecto. En aquella esquina, las faldas son
inevitables. Un amigo de cara hambrienta con una muchachita deseosa. La
hembrita de veinte años protege a su guerrero.
–¡Hombre, cuánto tiempo sin verte! –te dice el estratega.
Y exhibe el pecho en alto, se deja agarrar del brazo por la acompañante,
sáqueme de un apuro hermano, te dice, apretándola. Esta hembrita me cogió
sin un centavo, secretea, casi al oído. Y la expone a tu curiosidad. Ella da
entonces media vuelta sin moverse de su sitio y te enseña sus nalgas. Ya estás
perdido. ¿Cómo puede negarse a un amigo el derecho a un polvo? Estos son
los sablazos más temidos, los que conmueven el alma.
Y luego, están las fiestas. Quien sepa lo que es irse quedando seco en
medio de la prometedora noche, que no se lamente de los sablazos. No hay en
estos casos peor perspectiva que la de saber que son las tres de la mañana y
se ha entrado al frenesí del coloquio, al irregular ritmo de las parrandas.
Puedes dar el último centavo, buscar la alcancía y astillar el cerdito de barro,
buscar debajo del colchón las reservas de la semana. Puedes pedir prestado,
al veinte por ciento, al vecino usurero, porque en un barrio o en una ciudad de
muertos de hambre se abona el terreno de los usureros y pululan las casas de
empeño. Pero a esas horas de la noche no abren las casas de empeño. Si
abrieran en las madrugadas, estarían repletas de insólitos objetos, sombreros,
argollas de matrimonio, pisacorbatas, prendedores, zapatos nuevos,
gabardinas y hasta de pantalones, de cualquier cosa, de las ventanas mismas
de las casas y de papeles comprometedores. Y todo para que no decaiga la
fiesta. Las seis de la mañana llegan con una botella comprada en el drugstore.
Quien sepa esto, no podrá lamentarse del curso que en esas noches toman los
acontecimientos.
Puede suceder cualquier cosa, a menos que el ritmo del coloquio no
haya conducido a una decisión más aventurada, cuando se ha querido cerrar
la noche con un trago menos irritante, no con uno de esos ásperos líquidos de
borrachos sino con una buena marca de importación, un Black and White, un
Johnny Walker, vaya usted a saber, un exclusivo whisky de Malta, pídelo,
pídelo, aquí están mis cien pesos. Debes saber entonces que la reunión no
decaerá. Cuando la claridad se asome como un exultante presagio de vida,
llegarás a la conclusión de que estás fresco y lleno de fuerzas para continuar
una nueva jornada, aunque los pacientes esperen en las puertas de un hospital
y las enfermeras en corrinche llamen a los médicos de turno para que las
consuelen y el doctorcito tenga que hacer lo suyo con una aguja mal
desinfectada y la enfermera eche alcohol desinfectante en la amplia herida de
un muchacho que sabrá Dios cómo permitió que le abriesen una chamba con
tanta perfección. Aunque me vaya a cumplir con mi deber, la parranda sigue
en casa con el anfitrión ausente. Encontrará a su regreso la casa hecha una
verdadera catástrofe. Han ido por putas, han conseguido maricones en la
carrera Trece con calle 22, han comido sardinas y porquerías enlatadas, han
hecho arroz con camarones, se han revolcado en las camas y en los cables de
la luz que se tienden entre una ventana y la ventana de la casa del frente,
cuelgan calzoncillos y pantis de nylon y algodón, muestra viva de que la
fiesta ha sido buena.
Millán, el filósofo, dice que este es el marco ontológico de nuestra
aventura de inútiles. Para complementar sus sesudas clases universitarias, se
divierte diciendo que hay que estimular estas aventuras hasta el hartazgo y
luego cancelarlas por un tiempo, para volver luego con nuevos bríos al
ataque. Lo que no sé es cuántos de nosotros se van consumiendo en estas
parrandas, cuántos sobreviven indemnes, qué huellas dejan en el obstinado
que quiere prolongar la intensidad de sus parrandas. El filósofo, para
concluir, bromea diciendo que forman parte del tempo de la desesperanza.
¡Héroes de nada!, dice. Esa es la impresión que empiezan a dejar las
parrandas, aunque en los sueños me sienta endemoniadamente contento, pero
se trata simplemente de sueños. En el fondo, le digo a Millán, tratamos de
sacar el mejor partido a la supervivencia sin enredarnos en la pobreza. A
veces imagino una generación más arriesgada detrás de nosotros, bravos
muchachos que sí sabrán hacer algo con el riesgo y el vértigo. Para nosotros,
entonces, se anunciará la hora de tirar como un peleador acabado guantes y
toallas.
No saben ustedes con qué facilidad, en estas andanzas, nos volvemos
pintorescos, sobre todo si uno se extiende en la frecuencia de las parrandas y
anda tras ellas como un desesperado. Poco importan las profesiones, porque
al fin y al cabo nadie se ha atrevido a ejercer su mediocre profesión. No
esperes, eso sí, que se te noten los párpados cargados, que se asome un año
más en las sienes, que un mechón blanco se exhiba impúdico en la frente. Si
llegado a esa edad no has hecho para que los sabuesos de la recuperación
reconozcan tu existencia o den cuenta de tu utilidad en la sociedad, corre a
esconder ese traje gris mal planchado y demasiado visto, rasga tus señas de
identidad, me recita cordialmente el poeta Mariano. Estás en la puerta del
fracaso, pronostica el poeta, que ahora se dedica a vender esmeraldas y a
componer versos sobre desastres. El mundo es una bolita azul con
tempestades, dice. Huya a tiempo, doctor, lárguese a una playa solitaria o
vuélvase montañero de los Andes, aconseja. Este mundo no está hecho para
los que fracasan mal, hay que saber hacerlo. Su filosofía es estremecedora:
existe cierta grandeza en algunos fracasos, dice. Debes aceptarlos con altivez
para que sean menos ruidosos y no merezcan la piedad de nadie. No debes
dar tiempo a que anuncien y vean tu caída y se diviertan dándole patadas al
muñeco de carne ultrajada que podrías ser. Pueden llegar –advierte Mariano–
a la insaciabilidad, consumirte de manera que conserves la conciencia de
haber sido devorado como piltrafa. Todo, menos tu conciencia, será
devorada, eso será lo último que hagan, devorar también tu conciencia antes
de darte el zarpazo final. Si no has probado que eres una ficha útil en el
tablero de los haberes, eres un deber lamentable. Eres, si te descuidas –se
exalta el poeta– sólo conciencia sin cuerpo.
Mariano no viene a las parrandas, aunque me lo encuentre tramando un
poema en las esquinas del centro, entre la calle 20 y 21, en la puerta de los
bares de la carrera Quinta con 22, viviendo sin decir de qué ni cómo, aunque
todos sepamos que vive del tráfico de esmeraldas, culo de verdosas botellas
vendidos como esmeraldas, sobre todo a las incautas, matronas de traveler
check y deseos otoñales. Cuando se pone apocalíptico, el poeta es capaz de
elaborar un tratado de las caídas. Evoca a Sísifo y a Ícaro, habituado como
está a volver sublime la caída en los abismos. Pero no viene a las parrandas.
–Y bien, ¿ya está listo el café? –pregunto a Adela a mi regreso del
hospital.
Todavía no está lista la maldita taza de café. No es que yo no pueda
colarme una taza de café, lo que pasa es que Adela me ha acostumbrado a
tomar el mejor café de la ciudad, denso y amargo. Mientras está listo el café
le largo confidencias sobre mis pacientes, sobre los heridos de la noche, sobre
el corrinche que arman mis colegas con las enfermeras mientras un paciente
patalea y el cirujano no acaba con su polvo.
El café no está. Me largo entonces a la calle, no por disgusto,
simplemente porque quiero largarme, no sin antes decir a Adela que he
pasado una noche atroz, más de cincuenta miserables en la sala de espera y
sin esperanza de una cama en las horas siguientes. Me largo porque deseo
quitarme de encima la sensación de haber estado en medio de la fetidez, de la
sangre coagulada sobre la piel herida, de las operaciones apresuradas, de la
súplica de quienes aguardan una cama desocupada antes de reventar. Ya no
tengo sueño. Oigo al salir que Adela me ofrece el café, no te vayas, ya está
listo, pero he tomado ya el camino de la calle.
Mi enfado no es contra Adela. Ella se esfuerza, pero su enfermizo amor
la descontrola. Además, deseo encontrarme con los parranderos de la
cafetería, ya curados de la borrachera, comiéndose un plato de mondongo,
putas de la zona devorando para fortalecerse un gigantesco arroz con pollo en
la esquina de la Séptima con calle 24. Ojerosos, en silencio, van llegando los
parranderos de la noche anterior, domesticados por el cansancio,
arrinconados por el ocio. No sé cómo se reproducen los ociosos. No han
dejado de reproducirse. Se dice que aquí la miseria corre pareja con la
borrachera, que la degradación encuentra en la inconciencia una salida
consoladora. A esta hora, en cualquier sitio de la ciudad, los derrotados
aparecen mezclados con los madrugadores, apresurados y bien trajeados hijos
de la rutina, con las secretarias y los cajeros de banco, con los corredores de
bolsa y los vendedores de nada. A la altura de la Jiménez con el Parque de los
Periodistas. Hasta allí me gusta llegar sin rumbo fijo y ver como descienden
hacia el centro los desocupados, encabronados con la mala suerte y con el
mundo, salen de los buses atestados como de una prisión superpoblada. Me
hacen olvidar la miseria agónica de los enfermos. Me dejo llevar por el hilo
de sus pláticas mientras espero el desayuno, huevos pericos, pandebonos,
café con leche, jugo de naranja. Un fanfarrón describe al lado de mi mesa su
heroísmo como si se tratara de un mutilado de guerra, intenta ocultar la
realidad de su miseria y, con la muleta recostada contra una silla, el pecho
lleno de latón patriótico, fanfarronea con su heroísmo de combatiente en una
guerra lejana. Otro, callado, hace ruidos obscenos al tragarse la sopa. Dice
que acaba de ganar una pelea. Una línea de sangre en la frente, un ojo
amoratado, adornado de coágulos, nada comparado a la derrota de su
contrincante. Tuve que zamparle dos puñaladas –dice al final.
Vuelvo a casa y le digo a Adela que me perdone, que esa mañana estaba
con los nervios vueltos mierda. Le refiero nuevos incidentes, me tiro en la
cama y, antes de dormirme, escucho las voces de sus hijos que llegan a
visitarla.
Adela sigue en casa. Me pregunto cuál ha sido el impulso que me llevó a
sugerirle que se quedase en estas habitaciones o la debilidad que me condujo
a convertir en rutina su presencia. Se fue quedando, nuestros encuentros se
fueron prolongando como si un pacto sin palabras la hiciese necesaria y
siempre deseable. Al cabo de unos meses supe que en todo este tiempo la
misma mujer dormía con un interés casi melancólico siempre a mi lado,
dormía en esta casa que hacia el atardecer, sin que nadie lo decida, abre sus
puertas a los invitados. No tengo miedo de perderla porque nunca sentí la
certeza de tenerla. Así son nuestros amores. Empiezan con la indolencia y
terminan, si tienes conciencia de haberlo terminado, con la tensa morosidad
de las extinciones. Supongo que un día lamentaré su partida. Poco a poco,
con astucia sin nombre, ha ido pegando trozos suyos a mi cuerpo. Hay algo
de regocijo en su presencia. ¿Sus niños? Puede ser. Son ellos los que me
ganan con sus aparatosas visitas, no hacen nada para ganarme pero me van
ganando. Y ella lo sabe. Son la carnada para que el pez muerda el anzuelo,
carnada concebida para sus paladares. De tener a mano un psicoanalista, me
diría que soy, en ese gesto, la manifestación evidente de un padre frustrado.
Vienen los domingos o algún día entre semana, y saltan sobre las ruinas de la
parranda, se toman la casa por asalto. Son ingeniosos y han heredado de su
madre una meticulosa disposición a la ternura. Parten el alma, son discretos,
cuando lo desean, o infidentes cuando les da la gana. Largan confesiones sin
que medien preguntas, cuentan intimidades de su madre. Por ellos empecé a
saber que lo que llaman padre no ha sido más que una engreída bola de grasa
y dinero, fanático de la prosperidad. Apenas lo nombran. Cuando aparece en
las conversaciones, sin rencor por parte de ellos, empiezo a componer el
puzle que completará la figura del sujeto. Adela habla poco de él. Supone que
tampoco lo odia. Es un manchón de aceitosa, indeleble tinta negra en su
cabeza, quizá también en la de sus hijos. Un gesto de justicia por parte de
ella: habló un día de sus formidables virtudes en la cama. En las pocas
informaciones que da sobre él, veo al héroe del drama habitando una amplia
mansión de Caracas, bolsillos repletos de bolívares, partiéndose las costillas
para volver más obscena su cuenta bancaria. Para ganarlos, escribe dramas
radiales, garabatea llantos en cadena. Es un verdadero promotor de
sufrimientos en sus radionovelas y lo hace con habilidad. Ha aprendido los
últimos detalles, puede escribir, si ya no lo ha hecho, un tratado sobre las
fuentes endocrinológicas del llanto, una argumentada metafísica de los
lloriqueos, me da a entender Adela cuando le pido extenderse en el tema,
narrarme una que otra de sus historietas. Su ex marido es un artífice de
conmociones y su versatilidad puede ir más lejos: le es posible abolir la lucha
de clases cuando las buenas sirvientas de nalgas primitivas, duras y sin
resabios, se llenan de esperanza y aguardan al caballero y amo y se entregan a
una aventura doméstica por episodios, de lunes a viernes, con patrocinio de
Max Factor. En el capítulo 56, la Rosaura soñadora llegará a brazos del
apuesto don Fernando, que renunciará a la llorosa novia asignada contra su
voluntad para un matrimonio de clase. ¡Sirvientas de todo el mundo,
aguardad al villano! Pero, además, Rigoberto es un padre complaciente. Los
cumpleaños de sus hijos llegan con grandes cajas suntuosas, giros postales y
telegramas de PAPÁ TE QUIERE EN TU ANIVERSARIO STOP BESOS
PAPÁ. Adela da la impresión de querer poco o nada de él y cuando evoca sus
tres partos se deslíe en desgracias.
Nunca he conocido a nadie que como ella tenga tan a flor de ojos
tamaña disposición para el llanto. Eso la hace menos desgraciada. Y, sin
embargo, está su otra fase. ¡Que voz! ¡Cómo le da al melodrama de sus
canciones una especie de grandeza trágica difícilmente alcanzable por la
banalidad! Le sale de abajo, cuando canta, como si surgiera de un
originalísimo lugar de sus ovarios, con una gravedad tal que al escucharla
diríamos estar asistiendo a un deslumbrante alumbramiento sonoro. Sus secos
llantos de intérprete me producen la sensación de estar asistiendo a uno de
eso partos naturales estimulados por una comadrona que dice Puje, puje,
respire, puje, puje, eso, ya está, ya lo tenemos, una criatura preciosa:
¡hembra! ¡Y ya está! Ante nosotros se mueve la canción de amor, como un
duro niño rollizo, que en otras manos hubiera sido una edulcorada y rosadita
serpentina, un canijo todo él hecho de lamentos naufragados en la placenta,
quizá mil gramos de languidez.
¿Por todo esto se ha ido quedando en mi casa, una casa que no es casa
sino un antro de desesperados? En ocasiones soy incapaz de soportar tantos
cuidados. Adela se revela como un abierto manual de cuidados: todo está en
su momento, adivina mis apetencias y se anticipa a satisfacerlas, sabe hablar
y callar. Llego a pensar que le produce una satisfacción ilimitada darse con
tanta incondicionalidad a un hombre que, como yo, no le proporciona más
que neurastenias.
–Se equivocan los que piensan que se trata de un apego especial de las
mujeres al sufrimiento –dice Millán–. Es el orgullo, Alejandro, sólo el
orgullo lo que las vuelve tan pacientes: quieren probarse capaces de
domesticarnos.
Quizá Adela suponga que cuanto me da es lo que me falta, la presencia
de una madre que además de cuidados ofrece la sinuosidad de una voz, el
tono de esos boleros que me canta cuando todos se han largado dejándonos la
casa atiborrada de colillas, chismes y vómitos. Es, en estos casos, una
ejemplar doncella amorosa. Uno tiene que dejarse querer. Sus amores se
parecen entonces a sus canciones: lo único que exigen es audiencia, lo demás
será puesto de su parte, los ingredientes serán de su cosecha. Y dentro de esta
esplendidez sin fronteras, Adela se va consumiendo. No es que sea un cuerpo
apetitoso. Por mi parte, sólo sé lo que de fugaz y luego de asqueante tienen
esos cuerpos solamente apetitosos. Los partos han reblandecido su vientre,
una indecorosa cicatriz baja por su ombligo. Tiene, en cambio, el arisco
aspecto de un hermafrodita, la movilidad de las notas de sus canciones
cuando, sin saber cómo, pasan de un extremo a otro, metamorfoseadas del
agudo al grave. Hace el amor como si cantara un bolero y en secreto
estuviese pensando en un ritmo frenético: el bolero es esa contracción
nerviosa de sus músculos, la dedicación morosa de su lengua y sus manos,
esa linda palabra que te llama. Luego, el afro, o Gene Krupa a la batería y
John Coltrane al saxo, un legendario Sing Sing Sing de nuestro meridiano,
Louis Armstrong en los comienzos de un spiritual, la dinámica feliz de sus
nalgas meciéndose al ritmo que propone su cintura, que se eleva y vuela
encima de mi cuerpo, sus pequeños pechos convertidos en blanco de mi boca.
De haber nacido en el sur de Norteamérica, en las ilimitadas posesiones de un
condado faulkneriano, quizá hubiese pertenecido a la estirpe de una Bessy
Smith o hubiese restregado en las narices de sus oyentes la heterodoxia de un
Ragtime. Hace cuánto puede con su verdadera herencia y saca el jugo a sus
llantos, que empiezan a ser estimulantes. No son los licuados y monótonos
llantos de las maniáticas. Es un aleteo de pájaro prisionero y de pronto
liberado. Adela lleva en sí la sabiduría que debió de haber turbado la
paciencia virginal de sus contemporáneos. Por encima de su disposición al
melodrama o de su anacrónica bondad, se está mereciendo otra suerte,
amantes menos fraudulentos.
¡Qué importa que el café no esté hecho! –me digo entonces. Además, no
le había dado tiempo de hacerlo.
Cuando me largo a la calle quiero huir del dramatismo de Adela, de la
vidriosa mirada de las mañanas, de sus preguntas sobre mis enfermos, si me
han dado tiempo de recordarla. Posiblemente no sea el bolero, en esas
ocasiones, mi género musical. Entonces, ella ya ha tramado una solución. Al
despertarme, allí están sus hijos, silenciosos, y mi neura ha vuelto a
ahuyentarse. Los hace venir para que reblandezcan mi adusta cáscara de
malgeniado. Y lo logran. Adela está dispuesta a llevar sus recursos a una
perversa eficacia y la eficiencia, en ciertas mujeres, debe ser a corto plazo,
nada de largas y dispendiosas contiendas. Sabe que esos muchachos me
recuperan del sopor, que yo espero la caricia de Adelita, que me olfatea y
mima en la cabeza, que juega a saber qué guardo en mi tórax, detrás de la
camisa, metiendo sus deditos por mi pie, ajena a la lujuria, porque pasa de los
doce años y empieza a ser una preciosa doncellita. Me inyectan de nuevo la
certeza de estar vivo por encima de los hospitales y de las cartas con
peticiones de reconciliación escritas por mi madre. ¡Y de su fidelidad! Sigue
asombrándome la entereza de su fidelidad. Puede, en las peores
circunstancias, acudir a sus boleros, pero hay algo más conmovedor y ese
algo es su lealtad. A veces, me refiere las visitas del Promotor de Llantos y
Coleccionista de Bolívares. Dice que, en cada nueva visita, la estrategia del
marrano es más irresistible.
–¿Sabes con lo que les salió a los niños? Les ofreció un viaje de
vacaciones a Caracas, les mostró fotos de su casa con piscina, dos carros
estacionados en el garaje, el cuarto que les reservaba, a cada uno, en el
segundo piso. Todo muy lindo, repleto de juguetes, como si a mis hijos les
dijesen algo los juguetes.
Y llora. No puede soportar que por encima de la fidelidad de sus hijos,
que la admiran y quieren, sean todavía tan frágiles y no puedan resistir estos
medios de seducción. Cree, me dice, estar perdiendo el tiempo en sus
lecciones de modestia y desprendimiento, diciéndoles cada día que la vida
vale la pena vivirla si se es limpio y verdadero, que no hace falta llenarse de
pendejadas y cositas superfluas, que valdrán por lo que sean y no porque
amontonen estupideces. “Es como hacer un gran castillo, Alejandro, un
castillo para una mañana de juegos, en la playa. Ilusionarse, empezar a
construirle puentes y almenas y meterlo en los límites de una linda ciudadela,
y de pronto, ¡taque!, el monstruo de al lado viene y le da la patada”.
Y llora. Llora en seco, como si se resistiera al llanto y la ausencia de
humedad fuese una manera de asignarle al llanto un sitio en la rabia.
–Me los está quitando de una forma indecente, Alejandro. No les he
dicho lo que espero que sean, pero el mayor me dice que le gustaría ser
arquitecto para hacer unas casas grandes y bonitas, con cuartos para todos,
como si supiera que cada persona necesita un cuarto y esas casas necesitan de
parque y todo el mundo de una vivienda. Adelita nunca jugó con muñecas,
hace figuritas de barro, que ella misma cocina, y confecciona objetos de papel
para sus juegos, personajes que conversan con ella y que tiene un sitio en sus
historias.
A Adela la conmueve todo esto.
No tienen más que lo indispensable. No necesitan más ni yo podría
pagarlo. Dibujan y tienen la cabeza llena de historias increíbles. Dibujan al
vecino, al panadero, al abuelo, al cartero, y los ponen a vivir con sus
preguntas, se embarcan en conversaciones sobre el pan, sobre el trabajo del
viejo, sobre las cartas que no llegan.
Nada puedo hacer ante sus confesiones.
–Pero el cerdo del padre viene y les promete el cielo. Los lleva a cine,
los atraganta de helados, los llena de porquerías y después les sale con
promesas tentadoras, les dice que tendrán otra madre tan buena como yo y
que además cuidará mejor de ellos. Después, me los larga envenenados en
casa, les pregunta si van a misa, porque ellos no van y yo nunca les he dicho
que no vayan o que vayan, si son obedientes en el colegio, mierdas de esas–
dice Adela cuando se indigna y recuerda las visitas del próspero redactor de
radionovelas. Y yo sé que no cantará ese precioso bolero de Agustín Lara,
con lo que me gustaría escucharlo. Ya no lo cantará. Pasa a referirme un
sueño de Adelita: está en la mansión caraqueña, flotando en la piscina, pero
de pronto empieza a sumergirse sin poder llamar a nadie. Tres espectadores,
inconmovibles, sorbetean sus vasos, bajo el parasol, sonrientes y ajenos al
drama. La niña se despierta empapada de sudor, llamándola a gritos. Adela va
al cuarto y la consuela. La niña vuelve a dormirse. El sueño se repita dos y
tres veces. Y tantas veces ella me lo refiere. Aunque con el tiempo vaya más
a casa de sus padres y se espacie su permanencia en esta casa, sé que en los
encuentros me traerá otra confesión dolorosa. Tal vez por ello decido poner
pretextos para que comparta entre su casa y mi casa los días de la semana.
Cuando el escurridizo gusano de la desazón repta en mis peores días, acudo a
ella. No sé de dónde ni cómo saca expresiones consoladoras. Escucha,
asiente, pesa cada palabra y allí están sus razones. No me explicó cómo se las
ingenia para devolver el aliento extraviado, cuando nunca podrá servirse de él
a su favor. ¿Será necesario dividir la humanidad en seres que sólo dan de sí lo
que para ellos resulta perversamente imposible, y aquellos que dándose toda
clase de compensaciones apenas pueden comunicar la imposibilidad de
ofrecerlas a sus seres queridos?
La dejo irse. Se va como si yo perteneciera a otra especie, la de los
inconsolables, sufridos y pero no por ello menos reacios a una presencia
alentadora. Nos vamos distanciando y, a la distancia, tras la separación, que
no ha sido tan abrupta como temía, pues viene a veces a la casa, la siento
como el chau chau, el caniche faldero, mi remanso para la desolación, y lo
peor es que nada de esto le pido. Vuelve con sus hijos, se aferra a ellos como
si de un momento a otro no pudiera sentir su presencia, como si fueran a
deshacerse en sus manos y convertirse en fantasmas de un improbable
pasado. Y entonces son suyas las pesadillas, los sobresaltos del despertar, el
efímero consuelo de hallarlos aún en sus camas. Nadie va a su cama a
consolarla, aunque sus sueños se repitan, aunque la realidad, para ser más
verosímil, se anticipe en las pesadillas.
El Promotor de Llantos ha decido hacer más eficaz la operación: ha
empezado a sustraérselos. Les envía cajas de ropas de marca con etiquetas
todavía engomadas, proyectores de diapositivas, máquinas de retratar
instantáneas, películas a color, y cuando viene, cines de dos sesiones donde
los mocosos ven películas de Tarzán, heladerías de El Chicó con dibujos de
Pato Donald y la esquelética figura de Tribilín en las paredes. Han bastado,
en su labor de zapa, las promesas de una madre tan buena como la verdadera,
meses de postales y confidencias, descripciones de una enorme ciudad con
playas a varios kilómetros e islas que se parecen a un sueño, tanto que los
quiere papá, BESOS EN TU ANIVERSARIO ADELITA STOP BESOS A
LOS DEMÁS, y Adelita empieza a abandonar su pesadilla de sumergida sin
socorro en una piscina azulada.
Abandona a Adela, finalmente, con escasos llantos y abundantes
promesas. Ella, sin hacerse aún a la idea de haberlos perdido, se ha ido
debilitando, haciendo más dramáticos, no ya sus boleros, olvidados como una
diversión innecesaria, sino su desaliento, la conciencia de haber sido desde
siempre estafada. Viene a mí y sé que detrás de la idiotizada ternura trae el
deseo de fundirse en mi cuerpo, por una noche, por unas horas, aunque sea un
maldito momento en mi cuerpo, que no es nada porque lo que parece serlo
todo es su idea del amor, tan irreal como mentirosa. Trae la esperanza de
recoger en esos minutos el sosiego que –por su expresión– ya no le será
posible. Si entonces me permito un gesto de limpieza, es el de impedir que
una fugaz intimidad la deje vislumbrar la idea de una nueva convivencia. En
el amor, debo repetirle, nunca segundas partes fueron buenas. Debo, dentro
de la ternura o la compasión, acudir a tretas de aguafiesta, decirle todo tiempo
pasado fue mejor y, otra vez, nunca segundas partes fueron buenas,
enfrentarla a la imposibilidad de un reencuentro, fingir indiferencia,
interponer una broma, ser inflexible a la hora de sugerirle que es tarde, que
tengo sueño, que en otra ocasión, a menos que quiera seguir hablando de sus
hijos, puedo estar más atento a sus quejas, decirle que mi amor está en un
sitio acorazado de mi espiritualidad, condensado en su pureza,
incontaminado, lo que en parte es cierto. Adela, le digo, pero ella no quiere
saber nada de abstracciones, lo que quiere es la presencia mentirosa de un
cuerpo. Sus regresos me llevan al convencimiento de que ella trabaja
arduamente contra la soledad, sin más fórmula que la de hacerse a la cercanía
de un hombre, queriendo, mierda, acumular fuerzas para dárselas y dármelas
inútilmente, porque mi dureza se hace a ratos grosera, mi frialdad altanera,
porque debe abandonar la ilusión de verme como un reconquistable del bien,
del buen amor, de las virtudes domésticas.
Y no, no se puede, se han cerrado las compuertas, aunque ella venga y
se adentre en la casa, aunque la desempolve y ordene y quite costras de los
trastos, las motas de polvo de la alfombra, las manchas de licor de los suelos,
aunque prepare perfumadas salsas para los guisos del almuerzo, ya que sabe
de mis almuerzos, de lo que me entusiasma cocinar un guiso de buey con
espesa liquidez alcanzada por la fritura de tomates y cebollas, unos trocitos
cuadrados de tocino en la fritura, zanahorias y pimienta regada sobre hojitas
de orégano, media botella de vino tinto para que todo naufrague en la olla,
nada, nada de eso me conmueve.
–No es por nada –dice ella– pero es que me gusta cocinar para alguien.
Y mi endurecimiento cede, quizá no se trate de aceptar más que esa
ambigua fraternidad que difícilmente alcanzan quienes se amaron y
abandonaron. Bebemos como en los mejores tiempos, cuando ella se dirige a
un rincón y empieza a ensayar un bolero. Consumimos una botella de
aguardiente, cuando su repertorio ha girado a lo mejor de una antología del
tango, Homero Manzi, Discépolo, Le Pera, como si nos posesionáramos de
un territorio perdido en la memoria de Buenos Aires. Discamos en el teléfono
y es posible que otra fiesta comience. Como en un ritornello habla de las
lindas películas que le gustaron, Gigi, Cantando bajo la lluvia, El hombre del
brazo de oro, Lo que el viento se llevó y Noche y niebla, todo un repertorio.
Con el bullente alcohol adentro, salimos a la ciudad, que entonces
empieza a ser como un prehistórico animal extendido, fatigado tantos años de
nada, de mínimos sufrimientos. Nos ocupamos entonces de devolverle la
grandeza, recorrida por conquistadores y virreyes enviados de Fernando VII,
por conspiradores románticos y poetas noctámbulos, antes de que se despida
de sus sueños de Arcadia y se humille ante la modernidad, la ciudad, es
verdad, empieza a ser nuestra, nos ha cedido su paternidad, dudosa y
corrupta, engreída y versificada, pero al fin y al cabo protectora paternidad.
Nos miran más de un millón de seres, multiplicables en pocos años. Puede
preverse que con el ritmo de su crecimiento, con la llegada de los prófugos
del dolor y los refugiados del miedo o del despojo, sean cinco, seis millones
los que nos acechen. O diez. Pensamos que llegará el día en que nadie podrá
alimentar a ese monstruo. Jugamos a ver la ciudad como impoblada
topografía de nativos perseguidos por sus conquistadores, bárbaros ángeles
exterminadores salidos de Extremadura y Castilla, los imaginamos,
acorralados, suicidándose al pie de una insondable cascada, llevándose el
secreto de El Dorado, expoliado no obstante en bergantines que se dirigen a
la península en la ruina que lo reexpide hacia Holanda. ¡Son los temas de
nuestras caminatas! Es como si con ellos ahuyentáramos el amor. De un lado
al otro, infatigables, de los empinados cerros a las barriadas de la sabana. Del
flamante, aséptico, amurallado Norte de familias con turbio pasado, al Sur de
barracas, donde el pasado no existe y el futuro es más turbio de lo imaginado,
del Este montañoso al Oeste de extendida superficie cercada por el celo de
los propietarios. Rondamos por el Centro de falsas filigranas, parodia de
prosperidad, pompas de la ostentación, altas, monótonas, programadas
edificaciones que algún día serán adoptadas por un Moloch tropical. De un
lado a otro vamos quemando nuestras dosis de alcohol, como si vagabundear
fuese la única fórmula cierta para expulsar el temor de la conciencia,
prófugos del confort por tantos y tantos deseado. Matizamos con canciones
de amor la biliosa realidad de los desamores. Y Adela, en un recodo
imprevisto, vuelve a lamentarse de la pérdida de sus hijos, o juega a la teoría
de las compensaciones, lamentándose de los inútiles esfuerzos de su aún más
inútil bondad.
Un puto, podrías ser un puto –va diciéndome. Y vuelve a referirme, para
envanecerse, la cacería empecinada de sus admiradores: un periodista de
chismes políticos, siempre aguardándola, invitándola a almuerzos que
culminan en acuosas declaraciones de amor; un empresario de discos,
queriendo devolverle, a cambio de una canción íntima, su eterna
incondicionalidad, un segundo matrimonio, porque el pretendiente dice estar
dispuesto a un segundo matrimonio, a ser padre de sus hijos, pero sus hijos se
han embarcado hacia Caracas, han hecho las maletas para flotar en una
inmensa piscina concebida por el Promotor de Dulzuras Radiofónicas,
cuidada por una nueva madre, la que tuvieron al llegar. Bueno, todos quieren
salvarla con un nuevo matrimonio y Adela describe estos asedios con
displicencia y desinterés cuando atravesamos la más temida zona de la
ciudad, la enclavada entre el Palacio de San Carlos y el Capitolio Nacional,
zona de burdeles y de antros que no dejan de ejercer sobre los ojos y piel una
atracción casi fascinante. Estamos decididos a regresar a la desabrida morada,
tentados de armar otra vez la parranda. Adela se adelanta a llamar a Millán,
que promete despachar cuanto antes a sus alumnos de Filosofía, ahora que
llega precisamente a los prolegómenos de la Estética de Lukács. Vendrá
Vásquez a registrarnos su archivo de acontecimientos internacionales. Quizá
Werthercito, a recitarnos por enésima ocasión el viaje de aprendizaje de
Wilhelm Meister. Se armará en media hora la parranda cuando Adela les
diga: “Tráiganse, muchachos, unas botellitas y muchachas para amenizar el
desastre”.
La fiesta amenaza empezar. A veces no es más que una sonora pea, una
estridente borrachera, escuchando en plena curda discos de Chavela Vargas,
ásperas entonaciones de la sensualidad, y la renovada botella de aguardiente
y el repaso de los amores que al día anterior se fueron al fondo del naufragio.
La madrugada no llegará sin ofrecer a alguien un nuevo cuerpo, el largamente
deseado. Los libros bajarán de las estanterías y se leerán, con la voz pastosa
de la fatiga y la hora, versos de Neruda, fragmentos de Nadja, Cantos de
Maldoror, escenas de Macbeth, actos de La tempestad, poemas enteros de
Vallejo, páginas de Whitman, marchas heroicas de Blok y aquel encendido
tributo a las palabras (“chillen, putas”) con el que Vásquez nos introduce en
una imprecación de Octavio Paz. Es como si en el lapidario silencio o en la
vacía extensión de la noche, ellos fuesen los únicos seres capaces de
devolvernos al centro extraviado, al sentimiento maltrecho, a la emoción
prohibida y un día traída por Millán en los versos de Kavafis. Cuando la
pastosidad de las voces gire hacia el balbuceo, los libros no volverán a su
sitio y los hallaré, en la mañana, desparramados por el suelo. El sueño vendrá
y se instalará en aquellas habitaciones recubiertas por carteles. Pero la fiesta,
para nuestro asombro, no se cerrará. Llegarán desconocidos, treparán por las
escaleras de madera y se hundirán en los rincones. Las parejas se apartarán
sin vergüenza hacia los cuartos, la noche seguirá estirándose como un
elástico pellejo, resistiéndose al envejecimiento. Un insospechado ambiente
de rencor flotará sobre la casa cuando se acerque la madrugada. Algún viejo
celo dormido reaparecerá. Algún amor silenciado estará ante nosotros y el
alcohol hará el milagro de excitarlo. ¡Qué importa! Efímero o no, una pareja
hará el amor en nuestras narices, se desnudarán y poseerán con la impudicia
de deseos largamente escamoteados.
¡Y aparecen las conquistadoras! Buenas muchachas escapadas de sus
casas. Es entonces como si hubiesen trazado una estrategia, la respuesta a
milenios de sumisión, como el primer, feroz gesto del colonizado antes de
que su revuelta sea un cataclismo colectivo en la paz de sus colonizadores,
como sirvientas vistiéndose en la soledad de las ilusiones con los trajes de sus
despóticas señoras, humilladas en el rito secreto, como recluta castigado
soñando que devuelve más sangrantes golpes a su fustigador, así, en aquellos
cuartos, aparecen las devoradoras, vindicativas hembras de dieciocho, veinte
años encamándose con cuatro ejemplares en una noche, cinco, seis, los que
dispongan, total, todo depende de la mano de obra –dice Millán–. Que nadie
se haga a la ilusión de poseerlas porque son ellas las que poseen.
Vásquez dice, viendo a las devoradoras de hombres, que deben tener una
insondable vagina capaz de recibir, como cántaro campesino en una
quebrada, dosis de amarillento elíxir genital. La misma Adela, monógama por
temperamento, ha llegado a envidiarlas secretamente. “Matronas de la
antropofagia” la consuela Millán. No me extrañará verla un día llorar ante
una de aquellas aventuras, cuando se dé cuenta de lo aberrante que hay dentro
de su fidelidad.
La recuerdo taciturna, echada en un colchón, escuchando los reales o
simulados alaridos de una Mata Hari que en el cuarto de arriba engullía a un
actorcito de teatro.
–¿Es posible? –me preguntaba.
–Sí Adela, sí es posible y, por lo que a mí respecta, deseable. No te
olvides que nos llevan una ventaja: ustedes son inmunes a la fatiga y la
naturaleza no las ofendió con la limitación de un número de orgasmos o de
una tripita que necesita reposo para volver al combate.
Eso digo a Adela, pero ella no quiere hacer nada con sus posibilidades
de hembra. Y su inocencia, o su perplejidad, la perpleja inocencia de su
rostro la dejan petrificada.
Se había encerrado aquella noche en nuestro cuarto, cuando
compartíamos el mismo cuarto, como si esperara que la noche terminase.
Estaba dispuesta a hacerme el desayuno, a recibirme en su pecho maternal, a
mimarme mansamente. Pero la fiesta nunca terminaba. Se había corrido la
voz y los nuevos huéspedes llegaban lúcidos, frescos, correctos, personal de
relevo para prolongar el día y evitar el languidecimiento del jolgorio. Largas
sesiones dedicadas al extravío y lo que duele es la mirada de Adela, cuando
ha dejado de ser huésped permanente de la casa. Tengo la impresión de que
una vez abierto el ditirambo de la danza, la airada discusión –no siempre
razonable–, podrá venirse abajo el mundo, derrumbarse en pedazos el
indisciplinado rebaño de los hombres. Nada parece existir. O es, digamos, el
coqueteo del riesgo, se diría que a la manera de esos héroes que no han
hallado la forma de servirse de su disposición latente al heroísmo. Se trata de
coquetear con el peligro y de salir ilesos. Se improvisan las reglas del ritual,
que ha venido siendo los fines de semana el mismo ritual. Todas las botellas
vacías, y son incontables, se amontonan en el suelo, decenas de botellas
almacenadas en los escaparates, en los rincones del baño. Uno a uno, tris tras
tris tras, de espaldas a la pared, por encima del temblor o el miedo. El juego
consiste en lanzar, lo más cerca posible de la cabeza inmóvil y erguida que
hace de blanco, una tanda de botellas que se harán añicos a escasos
centímetros del cogote. Se lanzan sin piedad, entre más fragmentos caigan al
piso y más estrepitoso sea el ruido, más cerca estamos de la conmoción.
Somos, a veces, un pelotón de fusilamiento armándose de botellas para
disparar contra los voluntarios que, ojos cerrados, las van contando a medida
que caen, sintiendo cómo los cristales se enredan en los cabellos. Y si faltan
proyectiles, hay que ir a buscarlos, robarlos al mendigo que espera
encontrarlos en los portales, comprarlas, si es preciso, reclamarlas un día
antes en el vecindario, que es un vecindario de borrachos. El suelo de madera
se tapiza de cristales y para sepultarlos hemos abierto una fosa común: se van
acumulando y las bases del suelo, bajo la madera agujerada de la primera
planta, es un montón de botellas astilladas en el juego. Millán dice que dentro
de cientos de años será un rompecabezas para la arqueología, quizá
encuentren vestigios de una desconocida comunidad de bárbaros perdidos en
la civilización poshispánica. Cuando el día llegue en una imprecisable noción
del tiempo transcurrido, se iniciará la fuga, será preciso, en la resaca, reunirse
para mover las fichas de un imposible inventario.
Todo puede suceder y casi siempre es la inminencia de un altercado. Los
rencores reaparecen como si largo tiempo larvados hubiesen precisado de esa
y no otra noche para expulsarse. ¡Los rencores! En la casa de los tres pisos se
han formado especialistas en el rencor y todos, con mínimas excepciones, han
pasado por escuelas de Jurisprudencia. ¡Qué soberbios y magníficos son!
Componen una apretada fauna, ¡cada cual más diestro e insidioso! Un día de
estos enviaré una reseña de estas criaturas a mi padre, ahora Honorable
Diputado. Le haré una minuciosa semblanza de Werthercito, oficiante
modelo del rencor. El tipo se ha tragado hasta los pedos de Goethe y se ufana
de repetir que prefiere la injusticia al desorden. Eructa citas de Novalis,
lágrimas de Werher y a Millán debe el único nombre por el que lo
conocemos. Ha hecho de sus malas digestiones una verdadera y nunca escrita
antropología de la fanfarronada, su diario pedorreo de citas, como si desde
niño le hubiesen negado el derecho a su lenguaje. Se ha hinchado de solapas,
de prefacios y epílogos, se ha inyectado dosis de insufrible dialecto
jurisprudente y dieciochesco, con pasteles, inflados pasteles de
grecolatinismo. Los ha ingerido sin tener tiempo de digerirlos, para que
hagan de su figurita una especie de tonel o saco redondeado de papas y
deyecciones románticas. ¡Envidiable modelo del rencor! Vino por primera
vez a la casa para que le facilitara antidepresivos, y según me confesó, todo
se lo debía al Amor, las mujeres y la muerte, le endilgaba la culpa a
Schopenhauer. Dentro de todo, vamos descubriéndole el encanto. En su
adiposo metro con cincuenta no caben tantas y tan ingenuas ambiciones,
todas tragicómicas, ya no por los desmedidas cuanto por el candor con que
las despacha. Es un conversador, malversador nato de palabras, lo que para
los hábitos del país –dice Vásquez– no tiene mucha gracia. Pero tengo que
ser justo: Werthercito tiene su gracia. ¡Tiene su encanto! Lo grotesco –
recuerda Millán– viene a veces con lo sublime. Para curarse en salud,
comenta que la conclusión se la debe al Prefacio de Cromwell. Con las
mujeres, W. Va al grano y puedo asegurar que termina conquistándolas.
Escoge, eso sí, a las feas y desengañadas. A los pocos minutos, ellas vuelven
del cuarto, decepcionadas porque al seductor no se le paró la virilidad. Para
compensar su derrota les ha largado una elegía duinesa de Rilke o la tragedia,
ya no secreta, de Kafka, la vocación incestuosa de Trakl. Va al grano y en el
grano mismo, antes de que germine, es despedido.
–¿Cree este imbécil que una está para dejarse mamar gallo? Haberlo
dicho –protestaba una gordita, grasienta hasta morir de celulitis, después de
haberse metido con Werthercito en un cuarto–. Si me dejé joder con tanta
verborrea era porque pensaba que al menos podía darme un polvo
memorable.
Sin embargo, W. es un dechado de resignación y deben de regocijarle
las causas perdidas de antemano. Sabe convertir sus fracasos en refriegas
verbales y describe, acto seguido, copulaciones monumentales con sus
seducidas, porque antes de que el orgasmo fuera orgasmo, para Werthercito
se había hecho la gracia infinita del verbo. Se ha convertido, por otra parte,
en nuestro informador semanal. Tenemos que invitarlo cuando el tedio nos
exige una versión sobre el uso del opio en el moralista De Quincey, una
anécdota desconocida sobre la aventura colonial de Rudyard Kipling. Nuestro
oído reclama sus versiones y vamos derecho al Diccionario Enciclopédico.
Cuando se marea, es como el plato de sopa de un navegante en tempestad, y
sus borracheras son un gelatinoso vaivén de inexperto. Nos cuenta, entonces,
la intensidad de sus amores, con imágenes del Dante, pequeñitas hazañas de
misógino. Millán tiene una afición recursiva por los desvíos del camino,
cuando de pedanterías letradas se trata. De allí que cuando Werthercito
intenta habar de Dante, exponiendo matices de éste u otro canto, el filósofo se
extiende en detalles sobre las aficiones alpinísticas del Poeta, citando, para
adobar el cuento, las aventuras de Petrarca, recordando al letrado que también
da Vinci, en su subida al Monte Rosa, era heredero de la misma traición,
desvíos del tema que W encontraba humillantes.
–En esas alturas, meister, nadie podía resistir el canto de las sirenas. Lo
invito, pues, a que me haga una muestra de literatura comparada que no
olvide proezas de este tamaño. Pero oiga lo que voy a decirle: ningún crítico
alcanzará los 5.391 metros de altura conseguidos por Diego de Ordax, aquel
soldado de Cortés que subió a la cumbre del Popocatepetl, simplemente
porque no quería que la Malinche lo viera mear.
Werthercito se deja arrastras por el desconcierto. Ya no puede volver al
tema de Dante. Y es entonces Millán, acariciando a uno de sus mancebos
(alquilados por horas en la avenida Jiménez), quien desliza otra de sus
ocurrencias:
–Si no me equivoco, es el mismo volcán que mantiene fuera de onda al
cónsul Geoff Firmin, de Lowry, ¿sabe? Pero dejémonos de maricadas, que en
cuestión de deportes, pues me parece que usted sigue creyendo que la
información es una carrera de galgos, nadie alcanzó las cotas de lord Byron,
nadador empedernido cada vez que entraba en trance romántico. Y para que
vea que todo va por el mismo hilo conductor, o por el mismo conducto del
hilo, sepa que nuestro querido Robert Graves, además de excelente soldado,
según cuenta en sus memorias, fue autor de un manual sobre alpinismo, amén
de haber sido boxeador en sus años mozo, antes de que lo fueran Hemingway
o su émulo Norman Mailer.
Werthercito se encoge aún más en el suelo. Sin darse cuenta, se distrae
extrayendo la cartera del bolsillo y, repentinamente, con el aire enajenado de
un Hamlet, se hunde en la contemplación de una foto: su santísima madre lo
mira con un cariño inmune al tiempo y a los defectos de la Kodak. Está a
punto del sollozo. Escogiendo un recurso de último momento, se lanza sobre
Goethe. Empieza con Hermann y Dorotea (malamente pronunciado en su
título original, pues Milán le recuerda que en alemán existe un juego fonético
en el que la d se disfraza de t, sin ser una cosa ni la otra. “Un buen comienzo”
alardea Millán, que recuerda a su interlocutor viejos argumentos contra la
autobiografía.
–Vea, máster, eso de la autobiografía que a usté lo jode tanto, tiene una
explicación; nadie que tenga vida sin emociones carnales, sin palpitaciones
nerviosas, sin espasmos, podrá ponerse a decir que “la realidad” (póngala
entre comillas) nunca le ha tocado los huevos.
–...pero Goethe nada debe a esas baratijas, permitido séame decirlo–
desliza el letrado.
–¡Calma, calma pueblo! No me identifico con aquellas obras que no
tengan “ni una sola letra que no hubiera sido vivida, sentida, sufrida o
gozada”; en la que no se haya puesto “el resumen de todo” (su) ser,
¿recuerda, mano? Me parece que lo decía en sus Tagebücher, para los
profanos Diarios, un tal Wolfango Goethe.
–...habrá que verlo en su contexto o en los espacios recorridos in extenso
por la ontología del poeta –se defiende W.
–No sea pendejo, mein lieber Freund, que yo no quiero embarcarme en
expediciones espeleológicas. Lo que quiero decirle, a propósito de Hermann
y Dorotea, es que el tipo aquel andaba por Pössneck en 1775 y que ese
pueblito tiene mucho que ver con la “geografía” de su obra, como tiene que
ver la agraciada Luisa de Voss, al parecer, según las malas lenguas, su
modelo, a no ser que fuera otra vez la arrechita Lili, escapándose de Juan
Wolfango camino a Alsacia, cagada del susto de la guerra... aunque bueno...
todo esto es crónica social... lo que no está mal... sí se piensa en el costurero
de Henry James, sino quiere que meta en el mismo costal a los chismosos
Marcel Proust y Scott Fitzgerald, que en paz descansen.
–¡Abomino de la abominable autobiografía! –aúlla Werthercito.
Millán cambia de tema, antes de que lleguen a masajearlo sus
muchachos, pero se vuelve lapidario:
–¡Están verdes, están verdes, hermano!
Millán, consumido por la refriega, pide que le metan la yema de los
dedos en la columna vertebral. “Cuidado, muchachos, no dije que me
metieran sus sucias uñas en el culo”. Nos confiesa que, en el fondo,
Werthercito podría ser un homosexual vergonzante. En su estereotipado
narcismo –argumenta– se manifiesta otro problema: W no puede con su
complejo de chiquito. Cuenta la presencia fantasmal de mujeres en su vida,
reseña viajes que nunca se realizaron, se jacta de amistades con glorias
nacionales y la literatura es en él una rígida señora con corsé, corpiños,
ligueros y guantes de raso, la pobre maniatada en su silla de ruedas, que viene
a ser su repertorio de citas. ¡Una gruesa matrona vomitando datos, nunca la
miserable vida que se escurre debajo de sus faldas! Vamos al grano:
Werthercito es lo que se dice un letrado, un literato. Hay que verlo
debatiéndose con un objeto cualquiera en sus manos. Sus fofas manos de
muñeco tiemblan y el objeto astillado cae sobre sus zapatos, que lustra a cada
instante. ¡No está hecho para vulgaridades! Y, al fin y al cabo, es nuestro
ahijado mimado. A veces, nuestro payaso, y a decir verdad su papel nunca
nos ha defraudado. Va y vuelva, los fines de semana, desaparece y de nuevo
lo tenemos informándonos sobre un viaje de fábula, cuando no ha pasado de
las montañas de Boyacá. Millán sospecha que su gusto por el barroco es una
coartada: un montón indiscriminado y voluminoso de mierda puede legar a
oler menos que una minúscula muestra de la misma excrecencia, de allí que
W escoja la sobreacumulación de mierda que vuelve inodoras sus palabras.
Al principio creímos que era un humorista, pero cuando el dardo se vuelve
contra él aparece ante nosotros el semblante del trágico. Adela lo tolera a
medias porque, dice, le enternece la febleza del desamparado. A ella confiesa
él sus desgracias, que son tantas como sus citas de literaturas germánicas. De
rato en rato, Werthercito amenaza meterle mano a las tetas, pero ella sabe que
lo que se escurre no es una provocación peligrosa sino el carnoso cosquilleo
de una mariposa larvándose en gusano –la metáfora es de Vásquez.
Un día, cuando la paz empezaba a recobrarse en los cuartos de la casa,
W viene a anunciarnos que se larga, que realizará el más deseado de sus
viajes: Trae el tiquete y en realidad se embarcará rumbo a Europa: la vieja
madre lo aguarda. Ha pedido, cuenta Millán, un certificado en su universidad,
donde consta que, una vez graduado, reemplazó a un profesor ausente de sus
clases. El filósofo sospecha que ese papel tendrá usos bastardos. “No me
extrañaría si dijera que ha sido catedrático”.
¿Estuvo en la fiesta de las botellas quebradas? No lo recuerdo, no se
hubiese aventurado en aquellos desmadres. Adela confiesa haberlo visto, en
pleno estertor de la batalla, estirado en uno de los colchones de la segunda
planta, leyendo por encima de la estridencia de los botellazos las Odas de
Virgilio. Recuerda a una figurita encorvada, mirándose sonriente al espejo.
¡No tuvimos tiempo de presenciar tan conmovedora escena de amor propio!
“Lo que quiero, permitidme la inmodestia, es contribuir a la grandeza
incólume, asaz perdida, de nuestro no menos impoluto idioma” dice Millán
que dijo al despedirse, explicándole las intenciones del viaje. El mismo
filósofo asegura que partió con un grueso volumen entre los sobacos, sin
precisar cuál de sus autores era el desgraciado.
¡Fue una partida irreparable!
Cuando el mortecino vaho de la rutina empiece a apoderarse de la casa y
recobre la totalidad de estos aposentos tomados, la pobreza de este espacio,
de perfil a los cerros, solaz en medio del ajetreo de la cuidad redescubierta
con Adela, Werthercito será el pedazo de hilaridad que falte a mi memoria.
Adela no hace más que lamentarse de la pérdida de sus hijos.
Empezaron escribiéndole cartas y ahora sólo llegan mensajes telegráficos,
ESTAMOS BIEN BESOS DE PAPÁ, pagados en duros bolívares
venezolanos. Una foto destempló las defensas de su ánimo, en una de las
visitas que consagra diariamente a los apartados de correo: los tres niños,
vestidos con bermudas, sentados bajo un parasol tornasolado, sorben de sus
vasos, miran con idiotizada felicidad hacia el padre, de vientre más
redondeado. Al fondo, una no menos generosa humanidad de carne reposa,
patas arriba, cremosa, exhibiendo la abundancia de sus mamas. ESTA ES LA
PISCINA DE NUESTRA CASA STOP ¿VES A PAPI? MAMI ESTÁ
BRONCEÁNDOSE ¿LA VES?, decía la postal. Para Adela, fue un mensaje
parecido al derrumbe del poco aliento que entonces le quedaba.
–¿Has visto? Ya la llaman “mami” –me dijo con pena.
Nada pude responderle, nada podré responderle cuando se renueve este
género de quejas. Quiero aliviar la tragedia invitándola a un nuevo paseo por
la ciudad y ni siquiera la frondosa verdosidad de un parque puede
entusiasmarla. La introduzco en bares, cines y encrucijadas, la llevo a mi
hospital y, entre bromas, la visto de enfermera, le pido que me siga, que entre
la pausa de una y otra sesión de aguja nos tomemos un reposo para el
chismorreo, pero ella mira de reojo a colegas y enfermeras, pasa de largo por
la sala de espera, tiembla al paso de un enfermo en camilla, rehúsa
enfrentarse a la crudeza de este otro dolor, como si yo lo hiciese
expresamente, como si haberla traído equivaliese a confrontar la
transitoriedad de su pena con el improbable final de otras penas, visibles,
sangrantes, desfallecientes penas de tantos seres postrados. Lleva aún dentro,
en su espinazo, las palabras de aquella postal, la edulcorada imagen de sus
hijos en el ambiente que el padre les ha proporcionado.
–No seas tonta –le digo–. ¿Qué te hace pensar que los perdiste? Un día
descubrirán que fueron engañados, que no era eso lo que querían ni tanto
estúpido confort lo que esperaban. Volverán a ti, Adela.
En la intimidad, ella cree que le digo una mentira piadosa. Acabamos,
terminado mi turno a la medianoche, tendidos en un sofá, cerrando puertas y
ventanas a los parranderos. “No contestes el teléfono”. Escuchamos souls de
Aretha Franklin, boleros de los Panchos y Agustín Lara, y entre pausa y
pausa me pide que lea Farewell, objeto de su apasionamiento. “Para que nada
nos separe/ que nos una nada/ Ni la palabra que aromó tu boca/ Ni lo que no
dijeron las palabras”, voy recitándole de memoria y Adela se trenza en mis
manos. Luego quiere que repasemos el “Relato de Sergio Stepansky” y allá
vamos, deslizándonos sobre el ritmo oscuro, abstruso, cómico y erudito de
los versos de León de Greiff: “Juego mi vida, cambio mi vida/ de todos
modos la llevo perdida...”, pero lo que Adela espera es la glorificación del
sufrimiento y se separa del coro que improvisamos para decir con gravedad:
“¡o por dos jequecillos minúsculos/ –en las sienes– por donde se fugue, en
gríseas hodres/ toda la hartura, todo el fastidio, todo el horror que almaceno
en mis odres!”, y creo que, de pronto, tampoco hallará un consuelo en los
versos que en extendidas sesiones hemos estado almacenando.
–¡Maldita sea! –grita ella, intentando levantarse hacia el baño: descubre
que el mundo que la sostiene la traiciona y se desfonda irremediablemente,
monstruosa trastada del azar. Trastrabilla y tengo que evitar su caída, sentarla
en la taza del inodoro y esperar que haga lo suyo, ayudarla a calzarse las
braguitas amarillas en su trasero de muchacho, traerla apoyada en mi hombro
a la sala, estirarla porque, es cierto, mundo o asidero, todo está
desplomándose.
–Llamarla “mami” –balbucea– ...a esa zorra con pinta de rumbera... oye,
Alejo –quiere decirme– ...si un día quieres... casarte, eso, casarte con una
buena mujer, tener eso que llaman una esposa... ejemplar, avísame, estoy a
tus órdenes... no tendrás que hacer cola y hasta dejaría que me engañaras –
dice, mientras bebe un alkaseltzer en agua–. ¿No crees que todo esto es una
solemne porquería? ¿Me entiendes? Hay gente incorregible que se sube al
bus que no es... ¿me entiendes?, cuando ya nadie puede decirle que ha
cometido un error... ¿me entiendes?
Terminada su confesión de lealtad, se derrumba en el suelo. Cuido de
ella una hora, velo su sueño que me parece más perturbador que su inocencia.
En sus facciones, ya relajadas, veo un ser estropeado, ultrajado, hecho de una
bondad que aborrezco, no tanto por lo indeseable como por lo
asquerosamente inoportuna. ¿Qué está ganando con tanto reblandecimiento?
¿A la medida de qué siniestro modelo está hecha? ¿No sabe que lo que está
perdiendo es una juventud, una sorprendente inocencia de hembra,
humanidad que ella consume engañándose en delirios, todo esto sumado a
tres hijos perdidos y a quienes creyó, algún día, estar levantando con la
medida exacta de la decencia? ¿Hasta qué profundidades malignas hemos
llegado para que la bondad, la más elemental, sea tan imposible y cuanto se
nos pida para vivir sean los dobleces, el endurecimiento, la daga en la cintura,
el revólver en el pecho, las afiladas uñas para defendernos? ¿Qué hay detrás
del circo y quién alimenta a las fieras que, con el tiempo, debemos dejar
crecer en nosotros? ¡Hacer y levantar hijos con la medida exacta de la
decencia!
Antes que todo, lo que deseo es salir a la calle. Salgo, dejándola en el
sillón, en la medianoche, en la vacía casa de los tres pisos, donde hoy no ha
venido a llamar un solo parrandero. Atravieso el centro de Bogotá y tramo, en
esta noche, con todos los detalles, los primeros movimientos de mi fuga.
Tarde o temprano abandonaré el cochambroso hospital, me abandonaré
a mejor suerte. Es lo menos que puedo exigirme. ¿Qué significa mi presencia
en un recinto donde nadie se salva, donde la muerte da vueltas como un
animal acorralado y donde los recursos para detenerla son tan ultrajantes?
Abandonar el hospital es renunciar a las comodidades de un salario, mandar
al carajo el sacro juramento, porque de sacros juramentos tengo bastante.
¿Cómo quitar de mi memoria el recuerdo de aquella jovencita de diecinueve
años esperando en la sala de urgencias desde la mañana hasta el anochecer,
anegándose en su propia sangre, sabiendo que un chorro más será el anuncio
de su muerte, la horfandad de su hija con apenas un año, inocente en su
suerte, paciente abandonada que entra en una de las salas cuando ya nada
podrá hacerse por ella? ¿Cómo quitarme de encima el recuerdo de aquel
muchacho que, incluso con sonrisas, decía que sentía latir en su cabeza el
estruendo de mil tambores, cuando aún no se advertía la proximidad de un
sucio desenlace? ¿Con qué recursos exorcizar la presencia de diez, veinte
pacientes expectantes, deseando una cama, un rincón vacío en una cualquiera
de las salas, viéndose a sí mismos en la iniciación del último, irremediable
viaje? No, no estoy en condiciones de abrir un consultorio particular.
¡Mierda, todo esto es un fétido montón de mierda! ¿Qué son esas
asépticas, esterilizadas salas de curación, blanqueadas, con la plaquita a la
entrada y las citas con tres días de anticipación? ¡Ni siquiera los cancerosos
vendrán a verme! La idea de colegiarme me había parecido remota y, además,
repugnante. ¡Hacer parte de la honorable comunidad de galenos!
¡Honorables! ¡Estafadores! ¡Sociedad de eminentes caballeros de la muerte
ajena en los bolsillos! “Ese es un pobre diablo” se dicen entre ellos. “Ese, no
se merece siquiera un puesto de enfermero” barruntan entretelones. Enterrar,
quemar los papelitos que a buena hora fotocopié como regalo para mi padre,
Honorable Diputado en ascenso. Los enterraría a trocitos, los arrojaría al
fuego o los dejaría que flotaran largo rato en el retrete, que se esparcieran por
las cloacas y naufragaran en el archivo más secreto de un ministerio.
La madrugada, encima de mí, me devuelve al recuerdo de Adela, que
duerme paciente en su paulatino hundimiento, abandonada en la casa de los
tres pisos. Un día– teme Millán– se tragará una dosis de barbitúricos y se
largará a mejor muerte con su bondad. Por mucho que intente recuperarse,
apenas se devolverá al lodo, botas en la cabeza, para empujarla a la sede
permanente de la miseria. En estos oficios, abundan profesionales. En el país
los hay por montones, crecen, se reproducen como las moscas en el
estercolero: trepadores sacerdotes del ascenso y la intriga. ¿A dónde se
dirigen? A cualquier parte, lo importante es trepar, arrastrarse de barriga
como lagartos. ¡Qué mejor presa! Una mujer que canta rancios y chuscos
boleros. Le darán la patada de remate e irán enlutados al entierro,
improvisarán cantos fúnebres y llamarán al Promotor de Lamentos, que
aprenda a ejercitarse en la perversidad, que tome fuerzas del mismo demonio
y las ponga a su favor. Pero no, nada puede hacerse por el momento, como si
apenas estuviese habilitada para los lamentos. “Si hubiera...” es cuanto se
dice después de cada descalabro. Sabemos que sale de un nido de águilas, del
cesto de la serpiente, del cerco de la jauría, machos adiestrados para reducirla
y, a duras penas, ella se lamenta de no haberse dado cuenta, de lo que la
esperaba. Se debate con el amor, no con el mío, que ya es remoto y al que
quizá ninguno de los dos se dio con certeza, pero este, a la larga, es un
zarpazo mortal. Se llena de entusiasmo o cede a la embestida de una
seducción. A las pocas semanas es abandonada. ¡Tanta puta bondad! ¿Dónde
está su suerte? ¿Dónde la fuente, renovada provisión de tantas y generosas
intenciones? “¿Por qué, al fin, no se vuelve lesbiana y encuentra a una de
esas tiernas, libres, respetuosas mujeres de su especie?” me pregunta Millán.
No, no se trata de sortear esta alternativa, en Adela impensable, aunque su
fracaso con los hombres la conduzca un día a aborrecerlos.
Regreso a casa y todavía duerme. A mí me ha ganado el insomnio y no
me queda otro recurso que extenderme, preguntarme cuánto he ganado al
perder los temores de salir, a cualquier hora, por la ciudad. Debo haberme
convertido en uno de esos deambulantes que sólo aspiran a la posesión de la
noche. Una cuchillada– se dice–, en cualquier esquina pueden regalarte una
cuchillada: ha crecido el ejército de inmigrantes, ya no hay sitio donde
colocarlos y para beneficio de su pasmoso ingenio inician la gesta de las
invasiones: un proyecto vacío, un viejo lote de engorde, un desfiladero y de la
noche a la mañana tiene una morada. No son cientos sino decenas de miles
por toda la ciudad, son una afrenta para las atildadas buenas maneras de un
urbanismo con exceso de urbanidad. Viéndolo bien, no podré ser, en las
noches, víctima de ningún asaltante. Por encima de la apariencia de los
caminantes, intuirán que nada hay en mí, de decidirse al atraco. Uno se
adueña, por otra parte, del nervio de las ciudades. Una manera de recorrerlas,
de desenvolvernos en ellas, proporciona a los demás la certeza de estar frente
a un veterano indespojable. He hecho míos los nervios de la ciudad. Es como
decir: no soy víctima de sus asaltantes, reproducidos y adiestrados en la
mendicidad, abocados luego a la violencia.
¡Posesión es desposesión! ¡Santos que dan y, por dentro, un pícaro que
sustrae! A la larga, en eso nos estamos convirtiendo. ¿No es Mariano Rivera
la mejor muestra de esta dialéctica? Pocas veces lo veo y Mariano es, en el
momento de los inventarios, uno de los escasos seres que conozco capaces de
vivir el flujo de esta humanidad en su estado de sensatez amoral, es decir, en
el limbo de las contradicciones. Simulador a sus anchas, puede encontrar una
víctima (las escoge siempre opulentas) y hacer con ella lo deseable, una linda
estafa menor, apenas para ir de un día a otro por el mundo. En el reverso, es
un soberbio juglar, un hombre que dentro de su recia anatomía paseada por
las calles, tiene la fragilidad de un niño de tetas. Un poeta, casi siempre. Eso
es: un poeta. Escribe sus versos en cualquier parte, en las fondas, en los bares
de putas, en los parques y a la sombra de un almendro, si las constructoras de
inmuebles han tenido la delicadeza de dejar vivo un almendro. En arrugados
papeles lleva sus poemas y en mitad de la calle, tomándote del brazo, los lee.
Secretarias, funcionarios, pobres diablos, pistoleros, amantes perdidas,
hecatombes, pobres héroes cinematográficos, astronautas expuestos a la
muerte espacial o la leyenda, tristezas urbanas, éste es el material de sus
poemas.
–Lo que espero– dice en nuestros encuentros– es que un día los poetas
comamos un mondongo en la calle y el vecino de al lado nos pregunte si
podemos recitarle nuestro nuevo poema.
Se ha hecho a una vieja Ars Poetica:
–La cultura andará en mangas de camisa, doctor, y será una
excentricidad escuchar a alguien que al mencionarla se ponga la corbata.
¡Tiene que entrar al reino de la necesidad!
En ocasiones, lleva la brillantez a mano y no tiene otro recurso que
pensar y hablar con solemnidad:
–Ya Neruda nos probó que nada puede ser ajeno al verso: ni los amores
sublimes ni la oda a la cebolla, ni las piedras mitológicas donde sucumbieron
los esclavos ni la arenga multitudinaria, ni el ruido de una birmana que orina
en las trastienda ni el dolor de un republicano, ni el rencor del ofendido ni el
buen plato en la mesa, ni las flores ni las caracolas, doctor, todo un
inventario.
Y cuando uno supone que va a interrumpir el monólogo, culmina con
declaración de amor al ocio:
–Hacer algo que no sea productivo es para estos fantoches peor que
cometer un crimen: no nos perdonan el ocio porque un día puede faltarles el
brazo que haga crecer la columna de los dividendos. ¡No se haga ilusiones,
Alejandro, que en este país, por ahora, sólo podemos ser trúhanes o
revolucionarios!
Así son las sentencias de Mariano. Despacha frases y lee sus últimos
poemas. Trapecista, luchador, cantante de cabaret, domador de leones,
contrabandista de esmeraldas, chivo de ricachas, todo eso ha sido. Y, encima,
poeta. La complicidad que ha establecido con Adela está exenta de reservas.
Ella le canta boleros. El, para retribuirla, tangos de malevos. En las calles, en
un café, llevándola del brazo, la despierta mejor que yo de su letargo.
–No se deje coger la mano, flaca –le dice–, porque en el momento
menos pensado le darán por el trasero. Cante, cante haga lo que usted sabe
hacer, que es cantar, déjese de maricadas –la aconseja–. Y si no le dan un
sitio para cantar, cántele a quienes la quieran. A mí, por ejemplo.
Y Adela busca un sitio para cantar. Cuando intenta llegar, ahí están
cortándole el paso las cotorras trepadas en el Hit Parade de la semana, del
mes y hasta del año, subiendo por los catres, pringosas de potingues y semen,
por los catres de los empresarios, complaciendo el lechoso capricho de sus
promotores. Adela sabe que no dará ni un paso en falso para conseguir, no el
lugar que sus competidoras alcanzan, sino el único que puede serle digno: un
maldito sitio para cantar. No, no está de moda –dicen los empresarios–.
Espere que la onda se ponga a su favor –es la cantaleta. No, no está de moda.
No menea el rabo a los televidentes ni manda besos con las dos manos a los
espectadores, no se deja ver en los tumultos mundanos ni que un accidente
permita la visión pública de sus tetas. Mariano piensa que la obstinación de
Adela no llegará muy lejos, pero la alienta.
–Yo estoy de regreso –suele decirle–. Hice del malevaje una fortaleza.
Y Adela, ¿con qué fuerzas puede endurecerse si aún llora en las
madrugadas la sustracción de sus hijos, veraneantes permanentes en Caracas?
–Alejandro, tenemos que ganarnos la vida a trompadas –es, nuevamente,
el consejo de Mariano. Le he dicho que tal vez abandone el hospital, la casa
de los tres pisos y por un tiempo la ciudad. Él sale con su eterno consejo: la
otra orilla del sucio río oficial. Hay que abrirse paso a trompadas, defenderse
a trompadas, hacerse respetar a trompadas. La felicidad, si se alcanza, aunque
sea en un instante, se ha ganado a trompadas. La vida –me dice– tiene un
tablerito, una especie de ranking: nunca se exponga a quedar de último en la
lista, que aquí se ceban contra los caídos en desgracia.
Sobre estos consejos, Mariano intenta hablar de su biografía, extraviada
en las leyendas que se ha estado tejiendo y son las mismas que nada dicen del
muchachón reacio a envejecer, a sus cuarenta, de ese juglar sin pasado, hijo
de obreros textileros, sentimental como una confesión de culpa y en
ocasiones tan vulnerable como la santidad. Va y viene y pocos conocen su
lugar de residencia. Se dice que con una cuenta de ahorros, cuya libreta carga
encima, por temor a perderla, empieza a pagar una hermosa casa en el barrio
colonial. Está en su derecho, claro que lo está.
Está decidido que dejaré el hospital, que entregaré la casa de la calle 24,
que quizá abandone por un tiempo la ciudad.
Un colega
“Lo trajeron a las siete y media de la mañana, media hora antes de que el
doctor Sáenz entrara a su turno. Sus acompañantes no permitían que los
separásemos. Ellos lo habían traído y, nos lo hicieron saber con severidad, se
sentían tan responsables como nosotros de que pudiera sucederle al herido.
Cuando ya le habían dado un turno en Urgencias, llegó el doctor Sáenz, a
quien correspondería extraer los dos impactos de bala, localizados en el
muslo izquierdo y en el hombro derecho. Lo pusimos al tanto de las
circunstancias en que había llegado el paciente y la extrema cautela que
manifestaban sus acompañantes. Todavía no se había dado el parte
correspondiente a la dirección, que sólo estaría abierta a las ocho pasadas.
Sáenz hizo los preparativos de la operación, después de haber intentado
detener la hemorragia. Cuando se disponía a operar (‘sin anestesia’ pidió el
paciente, que quería mantener la lucidez), llegó el primer aviso de la
dirección: no se podía proceder si antes el sujeto no llenaba los requisitos de
identidad. Sáenz tuvo entonces el primer altercado con el responsable de la
dirección. ‘Por el momento, lo que este hombre necesita es una operación y
no una cédula de ciudadanía’ replicó. Oponiéndose a los formalismos de su
superior, inició la operación, terminada una hora más tarde. Nuevamente se
produjo otro altercado: se exigía que llenase los requisitos de rigor, primero
el de identidad y luego la seguridad de que no siendo beneficiario del Seguro
Social, pudiera pagar los gastos de la intervención inmediatamente, en caso
de que el herido quedase en postoperatorio, para lo cual serían mayores los
trámites. Sáenz dijo que, eventualmente, él corría con los gastos, en caso de
que el paciente no pudiera pagar. En cuanto a la identidad, dijo que esto era
incumbencia de la policía y no de su profesión. ‘Debemos saber si estamos
atendiendo a un delincuente o a un honesto ciudadano de este país’ fijo el
funcionario. ‘Ninguna de las dos cosas me importa’ dijo Sáenz, abriéndose
paso por el corredor. ‘En ese caso’ –le dijo el responsable de la dirección–
‘mi deber es llamar a la policía, que se encargará de darnos la identidad’.
Sáenz, sorpresivamente, poseído por un impulso de ira, agarró al funcionario
por las solapas de su saco y dándole un violento empujón le gritó que su
oficio era el de médico y no el de soplón. El funcionario, consternado, nada
acertó a responder. Entonces Sáenz, dirigiéndose al paciente, transportado en
una camilla hacia la sala de espera, reaccionó con una entereza que no le
conocíamos: ‘Si usted cree que puede irse a descansar a su casa o donde sea,
váyase. Lo más grave ya ha sido superado’. Vinieron los acompañantes del
paciente y Sáenz les repitió lo dicho al compañero. Tampoco ellos pudieron
expresar su desconcierto. Luego, el doctor Sáenz volvió a la dirección.
Creímos que, de un momento a otro, cualquier reacción lamentable podía
caer sobre el funcionario. Lo acompañamos a distancia, a sabiendas de que
nos ignoraba. ‘Espere esta misma tarde, después de concluido el turno, mi
carta de renuncia’. Y en efecto, ocho horas más tarde renunciaba
irrevocablemente. Desde ese día, nada volvimos a saber de su paradero y por
ningún motivo figuró su nombre en las conversaciones de sus compañeros.
¿Se había tratado, realmente, de un delincuente? Nunca lo supimos.
Sospechamos, eso sí, que podía tratarse de un herido en enfrentamiento
armado con la policía. ¿Supo Sáenz que el tipo no era un delincuente? No
puedo asegurárselo. Es todo cuanto puedo decirle, señor Vásquez”.
Alejandro Sáenz
Subrayo una anotación, como de diario, en una página sin fecha. Giré un
cheque sin fondos. Vuelve a hacerse alusión al incidente y supongo que sus
consecuencias fueron insignificantes. Adela se oponía a que pagara con un
cheque sin fondos para cubrir los gastos de la noche. Por mi parte, no
pensaba que esta pequeña burla me sometiera a una acción judicial.
Desatendiendo sus temores, pretexté no traer encima suficiente efectivo y
firmé por lo restante. Pese a la trivialidad de esta decisión, sentí una maligna
satisfacción, como si ejecutara un delito de mayores alcances y me expusiera
a las consecuencias de una estafa.
Abundantes son las páginas que recrean, combinando la observación
objetiva con el torrente asociativo, episodios escritos en la casa de los tres
pisos. Vuelve a hacerse sistemático su gusto por la hipérbole: anticipándose a
sus coartadas, devuelve los textos a lo que podría ser su piedra angular: el
flujo de la experiencia autobiográfica.
Beatriz Ramírez –cuya mención es al comienzo fugaz– es despojada del
anonimato y aunque, en ocasiones, su presencia es sólo circunstancial, creo
que siguió siendo una evocación perturbadora. Había sido su primera
experiencia amorosa, cuando hacía el último año de carrera. Es claro que ya
en aquellos años Alejandro ha empezado a escribir con frecuencia. ¿Intentó
escribir una novela o uno de esos textos que rinden cuenta de nuestra vida,
exorcismos del pasado más inmediato, un diario, por ejemplo, textos que a
fuerza de objetivar sensaciones coquetean con la ficción? Aquellas páginas
tienen cierto orden y la voluntad de diseñar algunos personajes, algunos
todavía diluidos, apenas insinuados, otros deliciosamente parodiados.
Sí, esas páginas fueron escritas con regularidad. De allí la coherencia del
“estilo”, su adusta intensidad, el humor muchas veces hiriente con que, como
en el caso de Werthercito, pretendió elaborar el comienzo de un relato
satírico. Hay un dato de excepción: me consta que nunca frecuentó las tribus
literarias de la ciudad. Sus reuniones tuvieron una asistencia heterodoxa, a
excepción de Millán, a quien excitaba el tumulto de las parrandas. En su
mayor parte, frecuentó a jóvenes cultivados, rezagados de profesiones que
abandonaban, vagabundos ilustrados, cómicos sin oportunidad, simples
ociosos en la fauna nocturna de aquellos años.
En mi poder tengo libros hallados en los distintos sitios donde residió,
otros recuperados de las manos de sus amigos, todos leídos a fondo,
subrayados y anotados. Casi nada añaden a mi informe. De allí mi decisión
de entrevistar a Beatriz Ramírez, de quien hace referencia en sus primeros
apuntes. La conoció cuando ésta comenzaba haciendo papeles menores su
carrera de actriz en grupos experimentales. Todavía la recuerdo en una
creación bastante mediocre, que tuvo la dudosa fortuna de ser una mezcla de
costumbrismo y teatro vanguardista. “El encuentro de Ionesco con el
esnobismo provinciano” dijo Sáenz.
En poco menos de un año, Beatriz había ascendido, por no sé qué
artificios, y empezaba a figurar en la farándula local. Al margen de su
atractivo físico, nadie podía esperar de ella una carrera de actriz, pero en un
lapso no mayor de dos años la vemos como protagonista de telenovelas y
retratada en las páginas de espectáculos de importantes periódicos. Se había
convertido en un personaje público y asistía a bares y restaurantes de moda,
acompañada siempre por figuras consagradas del espectáculo. Se estaba
haciendo mujer, con excesiva vulgaridad. En nada recordaba a la jovencita
espontánea y torpe, tal vez ingenua, que conociera Alejandro.
Pese a lo difícil, no me resultó imposible entrevistarla. La abordé a la
salida de sus ensayos, burlando la corte de hombres que la acompañaban, ya
que en su domicilio nunca respondían. El encuentro se produjo en las puertas
de la Televisora Nacional.
Algunos rumores hablaban de su vida agitada y, para muchos,
escandalosa, de sus dos intentos de suicidio –en realidad, recurso de
promoción, diría Sáenz–, de amores que dieron paso a folletines periodísticos
inmediatamente olvidados. Lo cierto es que Beatriz –Sandra, en la
farándula–, fue vista a menudo con la ajada y opulenta G.T., alguna vez
conocida en medios parlamentarios por sus favores, siempre bien pagados, a
personajes de la alta política, de allí el tupido tejido de influencias que
mantenía. Había creado su propia empresa de publicidad, a la que políticos de
mucho pedigree confiaban la realización de encuestas y la elaboración de sus
imágenes públicas.
En la primera visita encontré a una muchacha sin atractivo, coqueta y
nada dispuesta a responder mis preguntas. Conseguí, sin embargo, ablandar
sus reservas del principio. Mis subterfugios nada tuvieron de originales: los
debo a mi profesión y diría que forman parte del ardid masculino de halagar a
la interlocutora, dándole a entender que estamos al tanto de éxitos y virtudes.
Al final de nuestra breve entrevista, cuando aceptó entregarme un sobre de
Manila donde guardaba cartas y otros papeles de Alejandro, le pregunté por
un amigo común que había empezado a hacer pinitos en la televisión.
–¿Será su galán? –le pregunté.
–¿Miguelito? Sí, le dieron un papel importante. Tiene figura, tal vez un
poco gordo, pero una cara bonita. Dicen que salió muy bien en las pruebas de
cámara. En realidad, no estaba muy decidido a trabajar. Raúl y Tom, el
director, tuvieron que convencerlo del futuro que le esperaba. Había sido
estudiante en Francia, en Estrasburgo, no recuerdo bien, y al regresar se
metió en grupitos de teatro, pero lo que hacía era servir de enlace a un grupo
guerrillero. Eso me dijeron. Lo agarró el ejército, le hicieron interrogatorios,
lo incomunicaron y al ver que no estaba muy comprometido lo largaron. El
pobre no conseguía trabajo. Bueno, pues en fin, por su tipo, le dieron este
chance.
–Gracias, Beatriz, no le quito más tiempo.
Sáenz estaba embarcado por períodos en lecturas que guardaban entre sí
cierto parentesco. “Leo con manifiesta apatía esas narraciones que feliz o
mediocremente sólo recrean fenómenos de conjunto, como si se tratase de
elaborar una vasta panorámica social, paisajes antes que el comprometedor
primer plano de un rostro. Me excita más la intensidad de una experiencia
individual que dé sentido a la bajeza colectiva. A veces no veo más que la
rotación del engranaje, no sus piezas; un paisaje desolador y nunca la
singularidad del árbol estremecido por la tormenta. Nada más que la
curiosidad me mueve hacia aquellas páginas, inventario de dolor social, y de
ellas vuelvo sin sentir que soy parte de la degradación. La ausencia de
acciones ejemplares, mejor, morales, ya sea en la heroicidad o en la miseria,
me obliga a mirar con recelo aquellos libros escritos al parecer con una
mentirosa sensación de impunidad” exponía en su texto.
En El cuaderno negro, de Durrell, no hay anotaciones al margen, como
si las hay, en abundancia, en otro de sus libros recuperados: Bajo el volcán,
de Malcolm Lowry. Sin embargo, una frase aparece enmarcada con un
rectángulo en rojo: “En el fantástico proscenio del yo”, al final del relato de
Durrell. En ocasiones, subrayó frases sin concluir, otras sin sentido aparente,
como si apenas fuesen un pretexto, un punto de partida para variadas y
futuras asociaciones. “Es necesario recuperar el poder de turbación de la
experiencia personal”, anotó en una servilleta utilizada como punto en El
negro del Narcissus, de Conrad: había abandonado su nota en el espléndido
capítulo que abre y cierra una tempestad.
Serían interminables las referencias a esta clase de notas. Deduzco que
la lectura fue para Alejandro una exigente elección, que repudió las manías
acumulativas de ciertos lectores y, mucho más, todo cuanto se pareciese a la
erudición –como pude confirmarlo en sus bocetos sobre Werthercito.
Por empecinados que resulten mis esfuerzos en la confección de este
informe, deseo prevenirme contra una sospecha: no hay ningún rasgo
excepcional en la aventura de Sáenz sino un destino individual expuesto
como tantos otros a la fabulación.
Alejandro Sáenz*
Un viaje inesperado, decidido a último momento, y aquí estoy, hace dos días,
en un poblado del Pacífico, convaleciente que se desplaza hacia la
cicatrización de sus heridas. ¿Debo darme una estúpida excusa a la hora de
justificar este viaje? ¡No conocía el mar! Salí de Bogotá a Medellín y de allí a
Bahía Solano, en algo parecido a un avión, desecho, según me dijeron, de la
Guerra de Corea. Tomé asiento. Y al decir “tomé asiento” estoy usando un
eufemismo: a derecha e izquierda de la cabina, sobre soportes metálicos, se
extendían dos franjas de lona manchadas de aceite, agujereadas aquí y allá.
Un angosto pasillo servía para arrojar el equipaje, que los mismos pasajeros
habían subido a la nave. Se veían y sentían huellas y olores recientes de
pescado. Desde nuestros asientos podíamos ver las maniobras de despegue,
mejor sería decir bromas de los tripulantes, dos suboficiales de la Fuerza
Aérea colombiana. Al frente, donde se esperaba encontrar un FASTEN SEAT
BELT y el infaltable NO SMOKING, sólo se veían vendas de latón oxidado.
Algo de aventura empezaba a haber en aquel espacio, donde un comerciante
de granos nos abrumaba con sus risotadas, tres negros taciturnos se trenzaban
en discusiones e insólitos comentarios sobre viajes similares. Dos mujeres, de
oscura palidez tropical, presas del pánico, insistían una y otra vez en
santiguarse, con sus hijos prendidos a las faldas. Volábamos a escasa altura,
por la V que abrían dos montañas.
Nos internamos minutos después en el abrupto verdor de la selva. En la
violenta monotonía de aquel paisaje, experimenté la emoción ofrecida por
una naturaleza sin domesticar. Abajo, ocasionalmente, finos hilos irregulares
rompían el encantamiento de un amplio paisaje, sombras marrones de
caseríos a la orilla de un río que perdíamos y volvíamos a encontrar en la
densidad del verdor, zigzagueando visible por el cauce que le abría la
vegetación. No recuerdo si tardamos una hora, tal vez más, en llegar a la
primera escala de nuestro viaje.
Aterrizamos en un campo de arena y pedruscos sobre el que habían
crecido hierbajos al lado de charcas empantanadas. El rancho, techado se
zinc, hacía las veces de oficina aeroportuaria y torre de control. Una banda de
curiosos se alineaba en la casucha que servía de expendio de billetes y sala de
espera. Desde el avión había visto las pancartas que un grupo de nativos
exhibía con evidente expresión de rabia. Al reanudarse el vuelo sabríamos,
por un pasajero, que el pueblo vivía en aquellos días en estado de revuelta: se
oponían y deben de seguir oponiéndose al paso por sus caseríos de las dragas
de las compañías explotadoras de oro y platino. Una semana llevaba ya el
movimiento de resistencia, experimentando una excepcional solidaridad
colectiva. El hombre que nos refería detalles y antecedentes del movimiento
era un negro de edad indefinida, con las encías desnudas y los ojos
amarillentos. Decía que él, en las mismas orillas del Atrato, había sido
asalariado de los extranjeros. Hoy, extenuadas las reservas pero todavía
explotadas por dragas de particulares, no le quedaban a él y a los suyos más
que la cólera y la indigencia. Lo que había quedado tras la fundación de aquel
simulacro de prosperidad, traducido en años de techo y pan regulares, no era
ahora sino extensas orillas sin vida, tierras desérticas e incultivables por
donde había pasado la voracidad de la compañía que se había ido a otras
zonas, reservadas para ellos por el Estado gracias al miserable código del
soborno a funcionarios y legisladores. Una incalculable reserva natural,
suficiente para haber devuelto la vida y no la agonía de años a aquellas
regiones, no había dado, como recompensa, sino endebles viviendas a la
intemperie, ignorancia y agrupaciones famélicas.
¡Había tanta pasión en la repulsa del negro que nadie dejó de escuchar
su coloquio! Quienes parecían no escucharlo –pensé– eran como él, víctimas
habituadas a la rabiosa escabrosidad del relato. Según él, esta vez no darían
paso atrás en el levantamiento. Ya habían experimentado la fanfarronería de
las amenazas y las acechanzas de los negociadores oficiales, sobornados por
la Compañía. La Compañía y sus tentáculos –decía el negro refiriéndose a las
máquinas de dragado– no pasarían, y si lo intentaban sería sobre la vida de
los manifestantes. Impasible, sin gesticular, el hombre se asomaba de vez en
cuando por la ventanilla, descubriendo un semblante que sólo dibuja, a sus
años, la paciencia y la melancolía.
Abandonamos la extensión de la ciudad, el culebreo del mismo turbio
río que la dividía, y volvimos a contemplar a su alrededor el tupido
entramado de la selva. En mi ingenuidad, porque no otra cosa era lo que el
vuelo me devolvía, seguía maravillado con aquella visión, como si un
magnetismo especial me enmudeciera ante lo desconocido. Como en la
experiencia que inmoviliza a los espectadores del fuego, nada parecía existir
fuera del objetivo abrumador de la jungla.
El aparato dejó escuchar la escandalosa vibración de su armadura
desajustada, óxido y soldadura por doquier, todavía no estabilizado en el
vuelo, permitiéndome la última visión de techos de zinc y paja, el torpe
trazado de las calles y, poco a poco, al tomar altura, aquella desvencijada
maqueta que intentaba parecerse a una ciudad, una ciudad con tan poco
tiempo de vida que era imposible atribuirle el envejecimiento, tan ruinosa, a
la vez, que se pensaría en los despojos de una fundación que padeció los
azotes de los hombres y del tiempo. No, no existió tal fundación. Abajo no se
sepultaron las huellas de un imperio. La naturaleza, allí, había sido penetrada
por la pacífica proeza de unos miles de hombres, esclavos negros para las
minas usurpadas e indígenas para habitar la cabecera de los ríos. No habían
traído, sus colonizadores, el peso enriquecedor de una lengua, una mitología
religiosa o una tradición, sino la desdeñosa brutalidad de la codicia. Y esa era
la naturaleza que me sobrecogía, y es aquella temida, enigmática belleza la
que me lleva a la redacción de estas notas. Pasajeros fatigados, miradas de
temor, bamboleo y sorpresivos descensos del aparato, extraña complicidad en
el riesgo, quizá en la caída inminente (no son pocas las anécdotas que sobre
accidentes en esta misma ruta se nos refirieron), nos acercaron unos a otros.
Por momentos, cuando aún no salíamos de la juntura de aquellos
montes, llegué a preguntarme qué hacía allí, qué me había movido a escoger
como destino un viaje temerario, un pueblo del Pacífico del que apenas había
oído en las lecciones escolares. Y, sin embargo, bien valió la pena haber
volado. A mi llegada, sin embargo, hallé algo repulsivo y decepcionante,
atenuado con las horas: el sello empecinado de la pobreza.
Cuando advertí que la quietud de los pasajeros se rompía con
movimientos de curiosidad y sonrisas, tuve la limpia visión de una bahía
sobre la que volábamos a escasa altura: dos líneas de viviendas, también
resplandecientes por el reflejo del sol sobre los techos de zinc, remataban el
final de la rada, bordeada por acantilados irregulares a mi derecha y una que
otra vivienda, presumiblemente abandonada. Al fondo, montañas cubiertas de
niebla, como si en verdad se anunciase el recomienzo de la selva. Al tomar
tierra, el salto del aparato nos advirtió que rodábamos sobre una pista de
cascajo. A lado y lado, pastaban animales, indiferentes al estruendo de la
nave.
Habíamos llegado a Bahía Solano.
Me alojo en una casa de dos plantas, de burdas paredes de madera
ensamblada por donde se cuela el viento en las noches. Desde la ventana de
mi cuarto, cuya puerta se cierra por dentro atando un trozo de cabuya, miro al
mar. La cama son trozos de madera y un duro jergón de paja recubierto por
una sábana limpia y remendada. En las paredes, como un antiguo decorado,
se ven páginas de diarios me dejan leer noticias y fotos que la humedad ha
vuelto borrosas. No es un capricho: esas páginas ayudan a taponar las paredes
e impiden que la humedad se cuele por las rendijas.
En el sopor de los atardeceres (las lluvias son casi diarias, caen
sorpresivamente y los habitantes del poblado se jactan de informar que es de
las regiones más lluviosas del mundo), cuando salgo del marasmo o vengo de
mis paseos de uno a otro extremo de Bahía, intento la continuidad de estas
notas. En mis siestas –aquí son obligadas– se me hace recurrente una suerte
de sueño, entre la modorra de la vigilia y la sensación de haber estado largo
rato durmiendo: descubro que no es otra que la evocación impertinente de las
heridas, adorno de un más largo sueño, herencia de un hospital que, aún, creo
no haber abandonado. Trato de sobreponerme, voy y vengo por el poblado,
me adentro por caseríos vecinos y me resulta aún más difícil escribir.
No es la pereza lo que me inmoviliza durante horas. Es la perplejidad.
Tres días después retomo estas notas y me parece que todavía llevo encima la
sensación de haberme inmovilizado en el tiempo, de no poder responder a la
torpeza de mis movimientos. Debo de haberme contagiado de la tremenda
paciencia y lentitud de los nativos, seres para quienes el tiempo apenas ha
existido como una inútil convención, extraña a sus vidas. Sobreviven sin
tener noción de la sobrevida.
Me dicen que hace treinta o más años se proyectó la fundación de una
ciudad que fuera puerto y colonia agrícola y se convocó a gentes del interior
que quisieran dar comienzo a esa colonia, fundada al lado opuesto del río
donde se asentaban los indígenas. De los colonos blancos y mestizos no
queda más que el recuerdo y el nombre de quienes tras años de obstinación
volvieron decepcionados a sus lugares de origen.
Se diría que estoy conociendo una comunidad tribal con patéticos rasgos
de la civilización. Algún romántico supondría que aquí los nexos entre el
hombre y la naturaleza resultan placenteros. Yo mismo, en los primeros días,
lo creí, para luego descubrir una naturaleza enemiga, generosa en sus
entrañas (mar y montañas) pero mezquina en sus dádivas. Esa impresión se
vuelve más áspera y engañosa porque lo que aquí se vive es la regular tiranía
de la naturaleza y la desesperanza: los hombres se han habituado a la
mediocre satisfacción de sus necesidades y las mujeres a una triste función de
parturientas. Algún tocadiscos se escucha en las noches y los clientes son
hombres casi adustos, de escasas palabras, volcados en repetidas partidas de
dominó o en la monotonía embrutecedora del alcohol. La bahía, más allá de
las orillas, azul profundo y oleaje nada turbulento, trae desechos y maderos.
Hoy encontré la parte superior de una caja (MADE IN JAPAN, decía).
Salgo del hotel toda la mañana y he llegado a conocer a casi todos los
habitantes de Bahía, he visitado los ranchos casa donde se hospedan y he
visto que, separados de los demás, en enramadas techadas, se hospedan los
indígenas que bajan de los ríos. Ahora me saludan con la curiosidad. Ayer
hice saber que era médico y desde entonces no cesa el desfile de pacientes a
mi cuarto. Cuando doy mis paseos por el poblado me llaman desde las
puertas, con un niño escuálido en brazos o una anciana balanceándose en su
mecedora. Juraría que me han estado esperando. Dicen que hace nueve meses
no pasa un médico por Bahía y el único disponible se mueve por el litoral en
lanchas de motor, acosado por los suplicantes, viendo cómo los palúdicos y
los diarreicos y los comidos por el tétano se le mueren sin poder hacer nada
para salvarlos.
Aquí estoy, pues, ejerciendo, atendiendo niños de vientres prominentes,
atacados por los parásitos, a mujeres comidas durante semanas por los
delirios y la fiebre, a hombres prematuramente envejecidos, unas y otros
atontados por enfermedades endémicas, socorridos por ancianas que aplican
en sus cuerpos “un secreto”, los exorcismos de siempre, y preparan
menjunjes salvadores, niños con los ojos lacrimosos, tapados de lagañas,
seres que se acuestan sudando y amanecen postrados por un escalofrío
mortal, atragantados de quinina, parturientas moribundas con una hemorragia
irreparable, jóvenes reducidos a cama y alrededor de ellos cinco o seis
personas que comparten el mismo cuarto por cuyas rendijas se cuela el viento
de los aguaceros, mojando los jergones, los petates, pacientes inflados por
una dolencia misteriosa, al menos para ellos, atribuida a una maldición o un
viejo rencor vengativo, sapos colocados en los vientres de los recién nacidos,
yerbas en las patas infladas de los infectados. Todo esto ha empezado a
volvérseme infernal. Las madres aprietan contra sus pechos a un niño
raquítico, a otro con polio, y los dos morirán prendidos a unos pezones que a
duras penas destilan un líquido agridulce y sin densidad. Me informan de una
anciana que enseña sus piernas de animal prehistórico, vendadas para colmo
con yerbas que ella supone curativas cuando, en verdad, se trata de plantas
inflamantes, esperanzada de que un nuevo experimento en la llaga, quizá
algunos trozos de aspirina molida o el barro donde intuyen habrán dosis de
penicilina, cualquier cosa, acabe con sus dolencias, y lo que sucede es que
todo remedio, aquí, como las mismas enfermedades, viene del azar que ellos
entregan a las manos de Dios. Nada puedo hacer como no sea diagnosticar.
Pero, ¿de dónde van a salir los remedios, de dónde los antibióticos, de dónde
las pastillas, de dónde los instrumentos para una pronta operación quirúrgica,
de qué inexistente farmacia los preventivos o los curativos, los atenuantes
que hagan menos penoso ese dolor? Me parece alucinante el desfile diario de
pacientes y he tenido que escapar, después de largas sesiones inútiles, hacia
las playas vecinas, internarme en los montes, huir de mi propia impotencia,
como si ellos, al delegarme una virtud milagrosa, me impulsasen a la fuga
porque no sé de dónde sacar el “milagro”. No son enfermedades complejas,
bastaría un hombre medianamente experimentado en la aplicación oportuna
de fármacos, alguien que les enseñe procedimientos preventivos, métodos de
limpieza y aseo personal. Y nada de esto ha sido posible, nada de esto ha
existido. Se mueren de ignorancia, fallecen o desfallecen de hambre. Las
moscas, después de aposentarse en letrinas a la intemperie, sobrevuelan y se
posan sobre una herida descubierta, se posan en los trozos de plátano y
pescado sancochados servidos sobre una mesa. Los perros lamen las heridas
de sus amos. Los niños gatean sobre el lodo de la última lluvia y meten mano
y boca en los desechos, con el culo pringado de estiércol de cerdos. Lo más
sobrecogedor es suponer que, al frente, una paralizante e inocua belleza hace
más patético el horror y más gratuita la presencia de esa naturaleza, como si
al existir tan cercana, tanta belleza se les convirtiese en una humillación.
Al llegar a Bahía vino a verme un robusto muchacho del interior,
refugiado aquí por algún insignificante asunto de policía, quizá por llevar
unos gramos de marihuana en el bolsillo. Me pidió que los acompañara en el
partido de fútbol que jugarán dentro de unos días. Le ofrecí mi participación,
si el tabaco y el alcohol me dejan correr por más de media hora. Esa misma
noche, regresó a decirme que se sentía mal, que le venían persistentes dolores
de cabeza. Volvió a la casa de sus parientes. En la noche sintió más alta la
fiebre, el delirio, el incisivo retumbar de cañones en su cabeza. Al día
siguiente, persistieron los escalofríos. Cuando lo visité, estaba anegado en
sudor.
De nada han valido las pocas pastillas a nuestro alcance. En el puesto de
salud no hay más que quinina. Tres días más tarde, el muchacho dejó de
hablar y bajó al menos diez kilos de peso. No le mermaban los dolores de
cabeza y se sumergía en los más agudos delirios. Por encima de su fortaleza
no podía evitar los lamentos. Va como una aparición con una sábana blanca
en al cabeza. Su voz se ha quedado en un reducido hilo que permite breves
balbuceos. Hemos tenido que obligarlo, juntando plata aquí y allá, a coger el
siguiente avión que lo conduzca a Medellín, donde al menos lo recibirán otras
condiciones. A los cuatro días partió hacia Medellín una figura frágil,
enmudecida, empapada en sudor, una especie de fantasma conducido hasta el
campo que hace las veces de aeropuerto.
Pienso que hay un límite para el horror, que el hombre resiste hasta un
punto su impotencia. Olvido que al frente tengo una impresionante bahía por
cuya superficie asoman jugueteando aletas de tiburones, que a mis espaldas
se levantan verdes, tupidas montañas que conducen a la incógnita de ríos
habitados por indígenas embera catíos, hace pocos años catequizados, hoy
atemorizados viajeros que bajan al poblado a vender por nada sus cultivos,
animales de caza que abrazan amigablemente antes de entregarlos al peor
postor.
La imagen más impresionante me la ofreció un cholo con taparrabos,
pintado con achiote, que intercalaba expresiones dialectales y un castellano
de infinitivos. Llevaba un radio transistor prendido a la oreja, adornada con
zarcillos de colores. En la radio no se escuchaba sino un ruido que parecía
parodiar a una orquesta moderna. El nativo se paseaba orgulloso con el
artefacto, al que se le habían agotado las pilas. Lo volví a ver acodado en el
mostrador de la cantina bebiendo a pico de botella una cerveza. Ya no
quedaba ningún ruido en el transistor, sino un borroso sonido que él se
empecinaba en mantener en el oído. Los niños de la escuela pasaban a su lado
y él les hacía muecas, daba una voltereta y “caminaba” largo trecho con las
manos. “Mira compa yo tener radio y tú no” se envanecía el indígena. Los
niños soltaban carcajadas. El cholo dijo haber bajado al poblado para conocer
el avión, que apenas ha visto volando a gran altura por encima de su caserío.
En las mañanas y hasta el mediodía, pese a que le han dicho que el avión
tarda tres días en volver, hace guardia en la empalizada del campo de
aterrizaje. Busca novia (“negra no, novia blanca” ha hecho saber en Bahía).
Le regalará la radio y la cosecha de ese año, racimos de plátanos y dos cerdos
que a veces deja ver por la calle, caminando a su lado.
Regreso en las tardes a la cantina y en el sopor de los tragos de anisado
veo más turbia la experiencia del día, dos o tres pacientes aquejados de
paludismo. Pese a ello, me dejo arrastrar por ese sopor, al mediodía
adormecedor. Los pocos blancos, comerciantes que nunca conocieron la
prosperidad, me tratan con deferencia, alguno me invita a un sancocho de
pescado y otro promete conseguir, si hace buen tiempo, media docena de
langostas. “Los muchachos las pescan y las venden por nada”. Y encima, me
largan sus quejas. “No son indolentes, doctor, lo que pasa es que aquí no
queda más camino que eso que se llama indolencia”. Es el hombre que hace
las veces de maestro y periodista: enseña a leer a los muchachos y, a veces,
envía crónicas registrando la fatalidad de un incendio o el pánico de un
terremoto.
–Vine aquí hace treinta años y de aquí, pase lo que pase, ya no me
muevo. Créame lo que le digo: este pueblo es una ilusión sin futuro –confiesa
el hombre, abanicándose en una mecedora hecha con trozos de lona y
madera. “No me explico cómo viven, cómo vivimos. Debe ser del aire”.
También él tiene un deje fijo de resignación.
–Nos dijeron que haríamos una colonia, que nos tocaba hacer prosperar
esta región, pero ¿sabe?, las uñas y la voluntad de un grupo de hombres no
bastan.
Sus ropas, con remiendos que poco le importan, son llevadas con
aplomo. En las tardes, recorre el poblado apoyándose en un bastón, en
realidad una rama maciza de árbol: saluda con lenta inclinación de cabeza.
–Por lo menos enseñamos a leer a estos muchachos –prosigue–. Llegan
a terminar la escuela y si pueden, pocos pueden, se van a otro sitio a hacer el
bachillerato. Todos quieren ser maestros, porque será más fácil y barato. Pero
de diez que empiezan sale uno y ese uno no llegará muy lejos.
Una vez por semana va a dejar flores silvestres en el cementerio, sobre
una tumba que los yerbajos tapan de un día al siguiente. Laboriosamente
desprende las malezas, empujando con su bastón. En la plancha de cemento
rugoso se lee una inscripción:
TERESA DE MARTíNEZ
1910-1959
Y al lado, otras lápidas, sobre las que pueden leerse, con dificultad,
apellidos como PÉREZ, MORENO, MARULANDA, COLLAZOS, si uno se
toma el cuidado de apartar las malezas.
Martínez me ha conducido allí, sin saberlo, enredándome en su
coloquio.
–Treinta años es demasiado tiempo y usted sabe que los hombres
acabamos por querer un lugar por la suma de sufrimientos que nos ha dado.
Si tuviera aliento, me dice, mataría el tiempo escribiendo una extensa
crónica sin fechas. Pero, sospecha, sería de una tremenda monotonía.
–Nada emocionante puede sacarse de la ronda de la muerte. Antes,
¿sabe?, me emocionaban las muertes, pero empezaron a ser las mismas de
siempre.
Martínez apenas se mueve del poblado. En una época cogía una
embarcación y se hacía a la mar. Por diversión. Cuando la mayor parte de sus
amigos murieron, hombres que lo habían acompañado en la primera fase de
la colonización, perdió el gusto por estas diversiones.
Regresamos a la cantina y me abandona en la mitad de una partida de
billar.
Tomaré el próximo avión y no le diré a nadie que parto. Todo cuanto
acumulo en la memoria, debido a estos días, se convierte en un remolino de
fugas y apariciones, de imágenes que me sorprenden tan pronto como se
escapan. Esta tarde la dedicaré al letargo y en la noche, tal vez, vuelva a la
cantina.
Notas
[*] Al abandonar la casa de la calle 24, Sáenz se hospedó, por algunos días, en una pensión del
centro de Bogotá, llevándose allí libros, ropas y otros objetos. Debió de haberse comprometido
a vivir más tiempo en El Dorado, pues dejó su equipaje y varias semanas pagadas por
adelantado, antes de partir hacia el Pacífico, especie de reposo o tregua en un momento
pendular de su vida: nada sabía de su futuro y menos de lo que podía hacer al renunciar a un
trabajo y a una vivienda que le producían nostalgia abandonar. (N. de Vásquez)
Conjeturas de Vásquez
Breves, demasiado breves para aislarlos fueron los primeros textos escritos
por Alejandro a su regreso a Bogotá. Se había instalado ya en la pensión El
Dorado. ¿Continuaba trabajando en un proyecto novelesco, aunque éste no
fuese más que un esfuerzo por darle a sus confesiones una intensidad casi
terapéutica? Beatriz Ramírez, a quien volví a ver en su apartamento (“recién
adquirido”, me dijo), se conformó con cederme algunos papeles redactados a
mano, en su mayor parte escritos con una fina letra curvada. Reconocí de
inmediato la caligrafía de Alejandro.
–Se me había olvidado que los tenía –dijo mientras me servía un vaso de
whisky e intentaba mantenerse en ese estudiado estado de indiferencia que
adoptan las mujeres cuando desean demostrarnos y demostrarse que el paso
de un hombre por sus vidas ha sido un acontecimiento casi insignificante.
Fotos de la diva, destinadas a posibles publicaciones o tomadas en los
estudios de televisión de la calle 24, mostraban a Sandra dirigida por un
fotógrafo de celebridades que había insistido en mostrarla de perfil, rostro
alzado, labios entreabiertos, atrevido escote en los pechos. Me recordaba a
Esther Williams iluminada por reflectores en la piscina de un hotel tropical.
Los muebles, plastificados, se arrinconaban en una sala, servida por
luces indirectas. Este espacio, a simple vista desmedido, era el opuesto a lo
que para Sáenz fue la casa de los tres pisos, donde ningún mueble superfluo
llenó sus habitaciones. Beatriz fue parca y desdeñosa: se perdía en las pocas
respuestas y cuando el teléfono sonaba, con frecuencia de pocos minutos, me
dejaba con una frase iniciada. Titubeaba en sus comentarios, casi siempre
contradictorios, el no y el sí o el quizá de una relación que ella no quería
recordar. Una cosa es cierta: los celos que en algún momento mantuvo hacia
Adela, seguían vivos, convertidos en resquemor.
Se excusó en tres ocasiones: iba al cuarto de baño y regresaba con las
mejillas y los párpados retocados. A un metro de distancia, empecé a
descubrir su incomodidad: no dejaba de moverse, de sostener objetos en sus
manos, de tamborilear con sus uñas sobre la mesa. En las versiones de
Beatriz, Alejandro era una figura difusa, un hombre que la memoria de la
diva reducía a un accidente ya superado.
¿Temió, en efecto, continuar una relación que para la actriz principiante
de entonces ofrecía escasas compensaciones y ventajas? ¿Vio amenazadas
sus relaciones públicas por la convivencia con un hombre casi anónimo, de
incierto futuro profesional, antipático –como ella misma lo calificó–,
entregado con mayor ahínco al ocio y la bebida?
Sandra no abundó en explicaciones. Antes bien, hizo lo imposible por
escamotearlas. Alguna compensación íntima debió de haberla mantenido
durante tantos meses al lado de Alejandro. Mis pudores, en este punto, fueron
tantos como la sospecha de que ella no añadiría nada más sobre aquella
intimidad, que seguiría respondiéndome con nuevas evasivas.
En una página, no reproducida aún en mi informe, Alejandro hace una
descripción, inusitada si se piensa que la aspirante a actriz empezaba su vida
amorosa con temores al embarazo, cuando no con las reticencias de una
mujer que no cede sino tras insistentes forcejeos a las solicitudes de su deseo
y del amante. Vacilo en llamarla violación. Se adivina una aceptación pasiva
de la violencia, la paulatina reducción de las resistencias a una final e
incondicional sumisión compartida en el acto amoroso. ¿Contra natura?
Sáenz la penetra inesperadamente por detrás, pero ya se ha establecido un
juego en el que el “agresor” espera convertirse en “agredido”, alternancia de
roles, doble juego de dignificación y envilecimiento de las parejas cuando
han atravesado las barreras del dolor físico y ganan la infinita libertad de un
placer incalificable, una vez abolidas las intromisiones de la moralidad.
Beatriz lo fustiga y él ríe cuando le lanza objetos al cuerpo, desnudos en la
habitación. La página, en sí misma, es un interesante fragmento literario.
Tampoco estas líneas fueron curioseadas por la actriz y no me explico
cómo un hombre de la suspicacia de Sáenz pudo haberlas abandonado en las
manos de la diva: este género de escritos busca su realización y plenitud en la
certeza de ser leídos por el sujeto como prueba de complicidad. Si me
permito una metáfora, no hallo una distinta a la de Marx: el vestido sólo es
vestido cuando se usa, el texto sólo es texto cuando se lee, la piel confirma su
condición de piel cuando se acaricia. Pero Beatriz guardaba estos papeles
dentro de un sobre, entre otras bagatelas, estas sí curioseadas: libretos, piezas
de teatro, crónicas, cartas familiares, documentos públicos, diseños de moda.
¡Perra perra!, la llama. Trepo sobre ti pataleo hinco mis talones en tus
grupas perra perra maldigo tu ascendencia rasco y rasgo tu piel es el
comienzo del fragmento. Domina esta situación: el amante posee con
destreza y rabia a un ser alternativamente odioso y amable, aunque busca
degradarlo en la posesión, convertir en acto vengativo lo que, quizá a su
pesar, se va tornando gozo compartido. Chupa chupa de mi alma amor mío y
bebe sedienta de su emanación chupa y muerde mi verga mientras arranco
fibras de tus cabellos e introduzco el más gordo de mis dedos por el camino
que me abren tus excrecencias. No aparece un nombre propio. Una y otra vez
el vocativo, hasta que en las líneas finales afloran los “datos” del “personaje”:
Nada harás entre tus telones entre tu aforada desgarrada virginidad para
resistirte al gozo y a la proximidad de un gozo que nos ha elegido nada
podrás perra perra perra contra el ardido áspero movimiento de mi cuerpo
escalándote y apretándote ninguna voz ni la frase de un parlamento
memorizado en tus mediocres ajetreos de prima donna ningún cuento de
idilios podrás referirme cuando te llegue el instante del reposo que no será
reposo sino una breve tregua consentida tiempo para que desprendas tu
burdo maquillaje e imagines los espejos brumosos de un más brumosos
camerino de cómica diva de un circo en ruinas (...). Algunas tachaduras,
correcciones luego abandonadas, llenan el resto de la página, como si en un
momento hubiese decidido destruirla y, arrepentido, la hubiese rescatado de
la basura.
No pude ver el gesto de Beatriz al entregarme el manojo de papeles: se
distrajo ordenando porcelanas de la mesita de centro, un cristal apoyado en
patas metálicas cromadas. Al salir de su apartamento escuché una fría
invitación a volver cuando deseara. “Trabajo mucho últimamente pero me
quedan ratos libres”. ¿Veía en mí la posibilidad de avivar cuanto conservaba
de ese primer amante en la memoria? No acabé de hacerme a una idea clara
de ella, distraída en un juego de indiferencia y desprendimiento.
¿Volvería a verla? Tengo que recapitular: había una antipática
emanación en su voz, la misma que solemos descubrir en personas que urden
y acumulan un léxico que no les pertenece, una entonación aprendida para
hacerla a medias verosímil, pretensión de naturalidad que llegará a
convertirse en hábito grotesco, contradictorio tributo a la naturalidad. Me
había servido dos vasos de whisky pero ella se abstuvo de beber. Aceptó mis
preguntas y puso límite a sus respuestas. Me sorprendí mirando furtivamente
sus piernas, descubiertas hasta el comienzo de sus muslos, y no le incomodó
mi curiosidad.
–¿Sabe qué se hizo esa cantante, la amiga de Alejandro? Me dijeron que
de vez en cuando le daban “bolos” en locales de mala muerte.
–¿Adela? Sí, no consigue mucho trabajo, que digamos.
Adela no ganaría la indiferencia de Beatriz. Algún incidente penoso
debía de estar aún vivo, resistiéndose a la indulgencia.
Encuentro repelente aquello de que las mujeres se odian a causa de los
hombres, pero no dejo de aceptar que es una aproximación a la verdad. Días
después se me revelaría que, en efecto, Adela había aparecido cuando Beatriz
vivía aún en el cuarto de Alejandro, antes del período de la casa de los tres
pisos de la calle 25 con Quinta. No es que Adela estuviese en su apogeo
(nunca lo estuvo). Su nombre figuraba a menudo en crónicas de espectáculos,
gracias al gesto de algún amigo que quería interesar a los empresarios.
Beatriz sospechaba que Adela era una intromisión amenazante, y más
sabiendo que en ciertas zonas de la música popular, el bolero ocupaba un
lugar preferente en las simpatías de Sáenz, quien desde entonces insistió en
ver con más frecuencia a la cantante. Escenas, tensiones folletinescas
nacieron de este empeño, que no tuvo en sus comienzos ninguna intención
distinta a la de escuchar a esa frágil muchacha que cantaba boleros. Con los
días, Beatriz habría convertido a Adela en su enemiga. No tanto porque le
conviniese mantener para sí todo el interés de Alejandro como por lo que de
competitiva tenía, sus ojos, la presencia de la cantante, recién abandonada por
su marido, el libretista de radio y televisión. La actuación de Beatriz en la
piecita de vanguardia apenas había sido reseñada y pese a la frialdad de las
críticas, ella creía haber iniciado una carrera con futuro. Mucho antes de que
entre Alejandro y Adela se insinuase alguna complicidad, Beatriz hacía
periódicas salidas, ocultando que, dentro de escasas dos semanas, había
empezado amoríos con un publicista. No es que a Alejandro inquietasen las
frecuentes escapadas de su amiga, aunque también de su parte –me contaría
Adela– no pudo ocultar sus recelos. Un apego casi enfermizo lo ligaba a la
futura diva, como si su comportamiento (concesiones y rechazos)
estimulasen, en un hombre complacido por sus propios conflictos, alguna
parte de su vanidad.
–Me tocó ver una escena de celos –me contó Adela–. Yo acababa de
llegar a su pequeño estudio, en realidad un amplio cuarto con baño y una
cocineta, pensando que Beatriz estaría a punto de volver. Pasaron varias
horas y sólo regresó a medianoche, bastante bebida. Alejandro no dijo nada.
Ella se metió directamente al baño y al rato oímos el ruido de la ducha. “Es lo
que se hace”, dijo amargamente Alejandro, “para borrar el semen que les
queda en la cuca”. No reaccionó inmediatamente. Sólo cuando Beatriz salió
del baño envuelta en una toalla, él empezó a transformarse poco a poco,
como si peleara contra su propia irritación. Empezaron entonces a
intercambiarse insultos y reproches, que yo preferí no oír. Me despedí cuando
ambos se cruzaban insultos sin escucharse.
Cuando Beatriz dijo que lo abandonaba, ya sus nuevas posiciones se
habían consolidado. Sólo le bastó recoger un maletín con sus trapos y
dirigirse a casa del publicista. Para Alejandro, ésta fue la consumación de la
burla. Nada reprochó, nada dijo. Ni a la misma Adela quiso hacerle un
comentario. A fines de febrero de ese año, alquiló la casa de los tres pisos.
Adela lo acompañó en la mudanza y, esa misma noche, con una docena de
invitados, ella propuso cantar para los amigos tangos de Homero Manzi.
Alejandro Sáenz
¡Ni más faltaba! ¡Jorge Manrique en la boca del viejo trovador! Siguió
recitándome las coplas y creo que ya tienen música del viejo.
–Magníficas, maestro. Póngales música. Serán todo un éxito –lo
consuelo–. Ojalá tenga aliento, pienso, porque es poco el que le va quedando
en la vida. La patrona lo tolera, nada de confianzas pero lo tolera.
–Es un artista, doctor, y a duras penas levanta para un plato de frijoles –
me dice ella, leal en sus favores.
El descubrimiento de su lealtad llegó a demostrarse hace unos meses y
aunque su complicidad fue de una espontaneidad estremecedora, poco o nada
hubiese significado lo contrario: permitió que agentes secretos entraran en la
pensión, que cuarto a cuarto hicieran requisas, que sometieran a los
huéspedes a interrogatorio. No dijo una palabra del huésped del último
cuarto, arriba de todo. Había olvidado, por rutina, incluirme en el libro de
huéspedes. Subió a mi cuarto y me pidió no salir de allí hasta que me lo
ordenase. Dos horas más tarde volvía a llamar a mi puerta (“es el cuarto
donde meto chécheres viejos”, dijo a los sabuesos). “Ya se fueron” fue la
escueta información que me dio, con una de esas sonrisas que deben tanto a
la picardía como a la ingenuidad.
–¿Qué buscaban?
–No sé doctor. Si buscan a alguien, seguro que no sería ladrón. ¡Ah, se
me olvidaba! Abajo hay una señorita que pregunta por usted.
Era Adela. Al salir la noté excitada.
–¿Recuerdas a los muchachos que guardaste en la casa de la 24?
–No volví a saber nada de ellos.
¿Había venido a informarme sólo eso? Muy pronto, mientras
tomábamos un tinto en La Romana, el restaurante de la avenida Jiménez, me
informaría sobre el objeto de su visita, la primera después de una semana de
notas y recados en la recepción: vendrían sus hijos de Caracas. El magnánimo
padre de las radionovelas se los prestaba por una semana, con todos los
gastos pagados. No es que Adela reventara de felicidad. A primera vista,
parecía reducida por la expectativa, temía el encuentro, le dolía suponer que,
después de año y medio, hallaría a sus hijos transformados en lo que el padre
había querido hacer de ellos. De la misma manera que los familiares de
pacientes accidentados se resisten a entrar al cuarto de hospital donde reposa
una joven que ha pasado por una arriesgada operación y siguientes
intervenciones quirúrgicas, así, y yo diría que con más dolorosa expectativa,
Adela temía encontrarse con tres niños irreconocibles. Debía ir a buscarlos al
aeropuerto y no es que me pidiera una compañía reconfortante. Al contrario,
quería enfrentarse sola al encuentro. Venía a descargar, simplemente, el
malestar que le producía aquella visita.
–Me mandó un cheque para que pagara los gastos de la estancia –
manifestó con indignación–. Debe pensar que no tengo donde caerme muerta.
Terminó de exponer sus temores, con pasmosa frialdad. La época en que
cada una de sus tribulaciones tenía inmediata solución en el llanto, ya no era
su época. ¿No había hablado de su última experiencia amorosa con la misma
distante objetividad? ¿No hablaba del regreso de sus hijos como quien se
limita a hacer un escueto informe sobre el dolor que supuestamente afecta a
los demás? Era increíble que en tan poco tiempo hubiese dejado de padecer
como se espera que uno deba padecer, haciendo de sus heridas un
espectáculo, una estereotipada muestra de sufrimiento y vulnerabilidad. El
cristianismo –diría Millán– ha fijado una serie de comportamientos y entre
éstos está la actitud frente al dolor: quien lo padece debe exhibirlo a sus
semejantes y entre más estereotipado sea el signo que lo revela mayor será la
piedad de quienes viven ese espectáculo. Se ha perdido, si acaso alguna vez
se tuvo, el derecho al dolor privado. En cambio –insiste Millán–, se ha hecho
del sufrimiento un espectáculo, única forma de poner de manifiesto una
virtud tan engañosa como la misericordia, asociada a la enorme benevolencia
de Dios.
Pues no, Adela estaba usando su derecho al dolor privado, no
escamoteándolo, pues para sus amigos era reconocible y real, sino
protegiéndose del fasto, limpiándolo de su amargo y gastado ritual. Estaba
aprendiendo: insinuaba una experiencia desagradable y se desviaba hacia
asuntos escandalosamente banales. Volvía a hablar de Vásquez o me
preguntaba por el catedrático Millán. Por ella supe que Vásquez, siempre en
su rango de cronista de asuntos locales, vivía una estable situación hogareña,
tras una inesperada crisis que lo llevó nuevamente a frecuentar putas
callejeras y burdeles de Lovaina, el barrio de vagabundas de Medellín.
–No sé si lo sabías: la rubita perdió el niño. Tuvo un parto prematuro
que por poco acaba con los dos.
Según Adela, aquel accidente había producido en Vásquez un estado de
zozobra que él trataba de sobrellevar con una loca experiencia prostibularia.
No es que él –decía Adela– le echara la culpa a la rubita. Ella era el único ser
que a su lado podía padecer todo cuanto él deseaba que alguien padeciese
para compensar la intensidad de su pena. No la abandonó. La dejó en el
apartamento que desde su partida de Bogotá había alquilado en la esquina de
Popayán con Manizales (“por una ventana miro las putas y por otra las
recatadas decentes señoras de El Prado” escribía en una de sus postales),
incluso con todas las provisiones y previsiones para la convalecencia. Del
periódico donde trabajaba llamaron a preguntar por él. También de la emisora
donde redactaba informes policiales. La rubita nada sabía de su paradero. Ella
misma se dedicó a buscarlo por toda la ciudad, hasta que supuso,
conociéndolo, que sólo podía encontrarlo si hacía una minuciosa exploración
por los burdeles de Medellín. Fueron inútiles, en una semana, todas sus
pesquisas. Había entrado a casas de citas y cantinas de Guayaquil, al temible
vecindario de Lovaina y a las cantinas aledañas al hotel Nutibara. Le
aconsejaron pasar un informe a la policía. Ella sospechó que no era un
recurso oportuno. Volvió a lanzarse a las calles, restablecida ya de la anemia
causada por el parto. Se expuso sola a los riesgos. Encontró, en cambio, el
horror: había entrado por casualidad a un burdel de Lovaina y descubrió que
no eran mujeres, jóvenes o adultas corrompidas por las enfermedades las que
atendían a los clientes sino niñas de nueve y diez años, con botones
negruzcos en lugar de pezones, con vientres enjutos y culitos de muchacho.
Remedaban, con el vocabulario de las veteranas, su prematura carrera en el
negocio. Vio a hombres de semblante entristecido con las niñas sentadas en
sus piernas. Habían aprendido las técnicas de la prostitución, pues sabían que
entre más excitaran a sus clientes (bastaba un simple sobajeo en sus sexos)
más pronto se librarían por igual precio de ellos. Conoció hombres de una
patética apostura, silenciosos y casi avergonzados en su papel de putañeros.
Como en una lección memorizada, las niñas conocían el léxico que ella
suponía monopolio de las matronas. El horror de esta visión no bastó para
hacerla desistir de su empeño. Como una leal esposa perturbada preguntó a
matronas y mamasantas, a callejeras y chulos de esquina, sin que nadie le
diera pistas sobre el fugitivo, pese a que casi todos decían haberlo visto la
noche anterior. Estas versiones la reconfortaron. Recorrió los barrios bajos,
de Guayaquil a La Toma, de La Ladera al Aeropuerto. Impaciente, empezó
luego a armarse de esperanzas. Iniciada la segunda semana de búsquedas, le
dieron la primera pista cierta: lo habían visto la noche anterior, en plena
borrachera, recitando rimas de Bécquer. También le informaron que, con un
coro de borrachos, acompañaba canciones de Magaldi, justo en la misma
mesa donde parrandeaba Mejía Vallejo, el novelista de Al pie de la ciudad.
La escena transcurría en El Patio del Tango. Una mañana, cuando la rubita se
disponía a iniciar la búsqueda del día, Vásquez apareció sobrio y con un ramo
de rosas rojas en la mano. Se arrodilló a sus pies y le pidió perdón. No me
acosté con ninguna puta, dijo, a manera de oración.
–Estuve con putas –le repitió Vásquez– pero no me acosté con ninguna.
Adela ponía más interés en estas anécdotas que en la llegada de sus
hijos. Después de largas y ya contadas anécdotas sobre Buenos Aires,
preguntas y chismes sobre amigos comunes, dijo tener una cita. Había tratado
de preguntar sobre mi vida, de saber cómo me las arreglaba siendo huésped
de una pensión que, aunque miserable, debía costarme unos pesos. Evadí
cualquier explicación. Era lo único que podía hacer si no quería entrar en
engorrosas justificaciones. Aquí y allá, con las invitaciones de Mariano, con
algún volumen de valor sacado de mi ya extenuada biblioteca, con alguna
pasajera visita a un paciente, por encargo de amigos, había evitado mi caída
en la ruina. No había sido necesario seguir los consejos de Mariano (la teoría
de los puñetazos) ¿Cómo ganarse la vida a puñetazos? ¿Debía acaso buscarlo
para una nueva tanda de consejos, convertirme en socio de la venta furtiva de
esmeraldas? ¿O debía decidir un regreso a casa y pedir socorro a mamá, una
simple carta hablándole de mis dificultades? ¿Tendría que abrir de una vez
por todas el flamante consultorio de médico titulado, dar el brazo a torcer o
regresar al infierno de los hospitales?
Conjeturas de Vásquez
Notas
[†] No es cierto que el doctor Sáenz Plata haya participado en las movilizaciones contra la
dictadura de Rojas Pinilla, como se lo han hecho saber colegas de su época. (Nota de Vásquez)
[‡] Nota del Editor: aunque el autor prefiere no traducir las palabras y frases en otro idioma,
usadas por Werthercito en su monólogo, consideramos conveniente añadir un glosario, bastante
trivial por cierto.
[1] Alemán: “estoy muy cansado”.
[2] Francés: “descompensación de horas”.
[3] Catalán: “tú mismo” o “como quieras”.
[4] Inglés: “ya sabes”.
[5] Alemán: “seguramente has leído a Rabelais”.
[6] Alemán: “colegas”.
[7] Francés: “eso forma parte”.
[8] Francés: “salmón ahumado”.
[9] Francés: “si no hay otra cosa”.
[10] Alemán: “vino blanco”.
[11] Alemán: “¿sabes?”.
[12] Alemán: “mi querido amigo”.
[13] Francés: “buen salvaje”.
[14] Alemán: “estoy de vacaciones”.
Conjeturas de Vásquez
Este había sido el tema de sus nuevas canciones. Millán habría dicho, de
conocerlas, que parecían imitaciones o paráfrasis de Brecht. La verdad es que
Adela lo había aprendido en los relatos de José María Arguedas y en la brutal
experiencia de la realidad. Deseaba poder embarcarse algún día en un trabajo
monumental: cantar, como solista, acompañada por coros de la ciudadela,
“Las alturas de Machu Picchu”; soñaba poner todos sus recursos en la
interpretación, durante horas, de El Canto general, el poema épico de
Neruda.
¿Hacía alusión a Sáenz al referirse a las “rebeliones solitarias”, de
suponerse que estuvo al tanto de sus actividades? Alejandro no es explícito
en sus papeles. Estos merman considerablemente. Sólo anotaciones
retrospectivas, ejercicios de improvisación, recrean sensaciones y episodios
vividos desde su salida de la casa de los tres pisos hasta su permanencia en la
pensión El Dorado. En un grueso volumen de páginas falsas, con el que
acostumbraba hacer bromas a sus invitados, guardó algunos papeles, que
citaré en el curso de mi informe. Uno de ellos es una carta, nunca enviada,
dirigida a Beatriz. Por la fecha, creo que una vieja herida se abría en la
memoria sentimental de Alejandro, avivada por las apariciones públicas de la
diva, que alcanzaba su apogeo a fines de 1969. ¿Seguía molestándole aquella
lejana burla, cuando fue abandonado, en los comienzos de su carrera, para
irse a vivir con el publicista? ¿O halló en esa trayectoria un simple objeto,
una manera de describir lo que para Alejandro era la “gradual
descomposición moral de país?”.
Había hecho algunas alusiones paralelas a la diatriba con su padre. En
sus primeros textos opone a lo que yo llamaría generalizada psicosis de
ascenso un sentimiento próximo a la glorificación de la caída, un acento
desmesurado en experiencias revulsivas como la pobreza elegida, de lo que
sin duda formó parte su renuncia al hospital. La carta a Beatriz, sin embargo,
es algo más que un pretexto literario añadido a su afición por los datos
autobiográficos (“el fantástico proscenio del yo”, según Lawrence Durell, de
quien había leído su Cuaderno negro, antes de que se decidiera por loa
círculos concéntricos de El Cuarteto de Alejandría). Supongo que la carta fue
escrita en uno de sus encierros en la pensión, cuando la casi totalidad de sus
amigos, a excepción de Mariano, lo dábamos por perdido en las selvas del
Chocó. “Querida Sandra”, empieza.
[...] esta carta podrá sumarse a las tantas de tus corresponsales y
estoy seguro de que al leerla no podrás negar la firmeza de mi
incondicionalidad. Casi cuatro años han pasado por nuestras vidas
y debes preguntarte cómo habré cambiado, qué queda del rostro
que estuviera a tu lado. ¡Casi nada ha cambiado! Mantengo buenas
relaciones con la adolescencia (¡voy a cumplir los treinta años!) y
sigo cultivando eso que llamabas altanería, de allí que ahora pueda
parecerte menos soportable. El tiempo pasado en las urgencias de
un hospital endureció un poco más mis facciones y es una pena que
no tenga afición por las cremas de Elizabeth Arden o los potingues
de Max Factor. Me untaría un poco en mi adolescente picha
maltrecha, me echaría con el dedo corazón unas briznas en mi recto
prehemorreico, además de toques en mi corazón, a ver si
rejuvenece. Aquí está la fuente de nuestro desacuerdo.
–Me pone los pelos de punta –comentó–. “Tus senos, carne de anón”, es
increíble.
Beatriz había escogido para ella sola la extensión del sillón. Con los ojos
entrecerrados y los pies encogidos, quería tragarse el espacio del
apartamento, regocijándose con la grave voz de Chavela. Pensé en nuestras
largas jornadas con Adela, en la casa de los tres pisos.
–Como sabes, también me pusieron a cantar. No lo hacía mal. Mis
villancicos fueron un éxito.
¿Qué la llevaba a beber con tanta torpeza? La recordaba sobria,
sirviéndoles a sus invitados. No había aprendido a beber y la borrachera llegó
una hora más tarde, cuando habíamos agotado dos discos de Chavela Vargas
y uno de Harry Belafonte. “No me gustan los negros, pero de ese me dejaría
hacer lo que Dios manda” comentó, admirada por la voz de ese mulato
adorado por las cuarentonas norteamericanas.
Sus silencios eran largos, casi contemplativos, aunque en su expresión
reposara un estado de alerta nervioso y tristón. Había bailado sola, contestado
media docena de veces el teléfono, volviéndose displicente en las últimas
llamadas. Se había retirado a su cuarto y regresado con un ajustado bluyín y
una camisa amarrada a la cintura. Tarareaba o acompañaba las canciones. Se
removía en el sillón. Se levantaba a subir el volumen y entre movimiento y
movimiento interponía un comentario, un recuerdo banal. Aquel salón no
estaba hecho a su medida. Para hacerlo soportable necesitaba rápidos
desplazamientos. Sin mirarme o fijando tontamente sus ojos en los míos,
entrecerrados por el efecto del alcohol. Es curioso: cuando bebo, sé que podré
soportar el alcohol a un ritmo vertiginoso, pero la sensación progresiva de la
inconsciencia me permite detener la borrachera. A veces me precipito sobre
ella a sabiendas de que todavía me quedan unas pocas horas de lucidez.
Con Beatriz no era posible adivinar nada, bebía con torpeza y me
sorprendía con un ademán brusco antes de caer en un tierno abatimiento.
“Tengo un secreto para ti, dijo canturreando. Ten un poco de paciencia”.
Decidida a acabar con la media botella de whisky que había encontrado
en el bar (un mueble plastificado, atiborrado de botellas vacías), me invitaba
a un vaso sin hielo, a beberlo de un sorbo. “¡Por los fracasos!” brindó.
La amargura puede esconderse tras el sentido del humor, pero lo que
Beatriz no podía ocultar era su disposición al melodrama. Todo en ella había
sido hecho en función del artificio. Bailando al ritmo de Harry Balefonte,
imitaba a una estrella del cine seducidas por el trópico. Recordé a Ava
Gardner, perdida de la borrachera en una playa mexicana. Rozó una de las
paredes, tropezándose con una ampliación fotográfica de su rostro, la primera
foto –dijo– que le habían hecho en un estudio de televisión. Con un gesto que
no podía esconder la rabia, desprendió el cartón que la sostenía y, bailando
con él en las manos, empezó a despedazarlo. De aquí debió de salir el
entusiasmo con que, acto seguido, rasgó cada una de las fotografías de las
paredes, mientras musitaba insultos a un ser imaginario, quizá a toda la sucia
humanidad que la golpeaba. Una a una, desaparecían las fotos. De una a otra,
el movimiento destructor de sus manos se hacía más violento. Sus ojos,
encendidos por una crispada efusión, apenas se fiaban en mí. Esperé que me
pidiese ayuda en ese raro rito liberador. ¿Quería efectivamente la abolición de
su pasado, demasiado breve, demasiado ceñido a los años de su gloria como
para seguir llamándolo pasado? Bailaba. Se desplazaba airosa por la sala.
Cuando su faena hubo concluido, se arrojó al sillón, acezante, ojos cerrados,
despidiéndose de aquellas grandes fotografías esparcidas en trocitos sobre la
alfombra. Parecía asfixiarse y buscar la placidez del reposo. Un insulto tras
otro, sin destino o con un inescrutable destino imaginario, se fue
desprendiendo de sus labios, húmedos de licor, con ese atractivo que confiere
la vulgaridad a las mujeres poseídas por el rencor. Sí, vulgaridad y rencor se
congelaban en Sandra, porque ella era Sandra remontándose a un pasado
donde pudiese hallar una identidad escamoteada. Debe de haber, en la
naturaleza femenina, un atractivo especial, sólo comprobable cuando,
desprendiéndose de las convenciones, no puede expresarse como no sea en
esa primitiva, diabólica vulgaridad. Después de aquella noche no volví a ver
un ser tan expuesto a mi ternura, tan decidido a ser objeto de una agresión, de
un acto de protección paternal, cualquier cosa, un recio lance de brutalidad,
una afrenta carnal. En su sillón, extendida y casi sosegada, frágil en la
acumulación de infinitas preocupaciones, Beatriz dejó salir lo más escondido
de su naturaleza femenina, como lo hacen esos seres que, domesticados,
alguna vez nos prueban que no lo han sido del todo, que aún queda esa
portentosa fuerza natural de sus nervios, un circuito abierto para sus futuras
pulsaciones. Pueden de un momento a otro iniciar un dignificante gesto de
liberación. A la vez, toda la energía de su cuerpo me conmovía hasta la
inmovilidad, reduciéndome a silencio. Yo no era más que un recipiente, el
más próximo, el primero a mano, allí donde ella descargaba toda la compleja,
contradictoria turbación de su presente. Y todo sin hablarme,
subrepticiamente, pidiéndome que fuera paciente en mi pasividad o en la
inmovilidad de mis expectativas. Me había debilitado, había puesto al
descubierto mi incapacidad de estar a la altura del dolor, de responder a sus
energías con energías que la estimularan. Tuve que ayudarla a levantarse.
Intentaba ponerse en pie y apenas alcanzaba a insinuar pesados movimientos.
Deseaba bailar, aunque la música hubiese desaparecido. Y lo hacía. Se
desplazó por la sala, tropezando con mesas y sillones, haciendo esfuerzos
para demostrarse que todavía tenía fuerzas para danzar y volver a los restos
de Marie Brizard que, terminado el whisky, encontró en un rincón de la
cocina. Dejó que el teléfono repicara y, exasperada por la insistencia, corrió a
cortar las líneas del aparato, arrojándolo contra una pared.
–¡Mierda carajo coño chucha de tu madre picha verga carajo mamada
reputa de mierda culeo malparido chucha chocha! –dijo para sí, cuando supo
que ninguna obscenidad sería suficiente.
Se arrojó sobre la alfombra: la camisa que se había atado a la cintura se
abrió y, bocarriba, nuevamente con los ojos cerrados, Beatriz empezó a
frotarse los pechos, a bajar las manos por el vientre, con una especie de
rencorosa entrega a su cuerpo. Sus manos bajaron bruscamente hacia los
calzones y los haló, aún más tensa que antes, hasta sus muslos, dedicándose
con aspereza a frotar las vellosidades de su sexo, a pincharse con las uñas, a
introducir sus dedos con fuerza, hasta que encontró la fuente de un placer que
no había buscado sino hallado ocasionalmente en la desnudez de su cuerpo.
Se masturbó en mis narices con un impudor casi inocente, moviéndose
apenas con la lenta rotación de su centro, la contracción prolongada de sus
nalgas.
–Llévame a la cama, te lo ruego –pidió–. Todo me da vueltas.
Por un instante vacilé. Volvió a pedirlo, como una enferma. Apoyándose
en mis hombros, con todo el peso de su cuerpo, casi desgonzado, la conduje
al dormitorio.
–No te vayas –pidió–. Creo que si me quedo sola puede pasar algo muy
feo. No quiero llamar a ese miserable.
A su lado, intentando acomodarla, pensé que lo que había dentro de
aquel cuerpo, entonces idiotizado por el alcohol, era una mujer sorprendida
en su extrema debilidad. Cubriéndola con una sábana, alcancé a verla
extendida en la cama. Como si el fuego de un ilocalizable infierno la acosara,
se deshizo de la sábana y quedó de nuevo expuesta en su formidable
desnudez. A los pocos minutos se dormía, recobrando, en los comienzos del
sueño, la paz que en la vigilia no había podido alcanzar.
Estuve a su lado hasta la madrugada. Balbuceaba frases
incomprensibles, quizá fragmentos de una pesadilla.
Al salir, dejándola dormida, encontré a mi paso trozos de fotografías, el
pandemonio de su borrachera, huellas de alcohol en la alfombra, sus
calzoncitos en el suelo, húmedos de sudor. Había removido mi conciencia del
mundo y era difícil, a partir de entonces, ser implacable con ella si se trataba
de enjuiciar su destino profesional. ¿Podría recuperar el sitio que durante
años pudo ocupar con todos los honores de una prima donna?
Alejandro Sáenz
Hay individuos que al margen del dramatismo que en algún momento han
experimentado sus vidas sólo pueden ser vistos desde la parodia. Sus
comportamientos son actos paródicos, desdibujada caricatura. Eso había
empezado a ser la trayectoria de Werthercito.
Por corresponsales que nunca quiso identificar, Millán consiguió nuevas
informaciones sobre las andanzas del letrado en una ciudad mediterránea,
presumiblemente Barcelona, donde había fijado su residencia viviendo en un
cuarto alquilado por una pareja sin hijos, especie de protección para su
desamparo, sustitución de una madre que W había llevado consigo en la
cartera y a la que al parecer escribía cuatro veces por semana, haciéndole la
reseña de sus “éxitos”.
Se hizo a un nombre en aquella sociedad secreta que acaba siendo toda
comunidad literaria, falta de nuevos rostros y fetiches, cuando no de
comediantes capaces de aportar al tedio habitual un poco de salsa, en el caso
de W una salsa andino-tropical. Detrás de él, convertido en personaje de
aquella farándula, se hicieron los más divertidos comentarios, especie de
burla originada por sus devaneos de euroerudito, siempre con una cita en los
labios y una expresión alemana de recambio. También allí, como en la casa
de los tres pisos de la calle 24, Werthercito fue un personaje pintoresco, sobre
todo desde que decidió publicar un ensayo de ciento doce páginas
comentando la aparición de la nouvelle de un escritor chileno que no pasaba
de las sesenta y dos, prólogo que fue retribuido con no pocos comentarios
jocosos hechos a sus espaldas, amén de la simpatía conquistada por el autor,
entonces a la cabeza de una apreciable revista literaria de la que W empezaría
a ser redactor. Mucho más pintoresca resultó su presencia en una comunidad
que durante años había cultivado una insana predilección por la belleza, el
atractivo físico y la hermosura de sus miembros, virtudes que en el
germanófilo no eran precisamente encomiables. Diría que fue aceptado como
objeto de contraste, de la misma forma que la bella muchacha escoge para sus
salidas a la compañera y rezagada de amores, no tanto por piedad como por la
vanidosa voluntad de realzar su propia belleza. Este era el comentario de
Millán, según él deducido de las cartas de sus corresponsales. También él era
la reflexión sobre el destino paródico de ciertas vidas.
Werthercito, en una estancia de dos años, se había ganado un lugar, algo
equívoco pero por ello no menos estable en aquella sociedad de escritores,
celosa casi siempre de presencias turbadoras. Era invitado a toda clase de
rituales, presentaciones públicas de libros, conferencias y otras monótonas
manías de la tribu. En este punto empezaba, según Millán, el episodio
tragicómico de su aventura.
Publicó, en efecto, una novela (A la sombra de las damas en juego).
Enviados los ejemplares a la crítica, antes de la presentación, una célula
feminista descubrió que se trataba de un compendio de misoginia auxiliado
por lugares comunes de otros más conspicuos misóginos. Detrás de la
artificiosa brillantez del relato, W no ocultaba –reseñaba Millán– su
enfermiza antipatía hacia las mujeres, convertidas poco más que en
mandarinas o en putas sin redención, trepadoras por las escaleras del poder
cuando ya habían usado los peldaños que conducían al catre de sus víctimas
imaginarias. La verdad es que cuando se anunció la presentación, ya la célula
había trazado su estrategia, puesta en práctica en otras ocasiones: boicotearon
el acto, interrumpieron al presentador, armaron tal barullo que la sesión no
podía tener otro colofón que no fuera el desmadre. Una a una, enmascaradas
y llevando ridículos falos de cartón entre las piernas (“no envidiamos
vuestros penes: los tenemos mejores” rezaba en la pancarta), subieron al
estrado o podio o escenario y bajaron a mordiscos y arañazos a W, que para
la sesión había gastado los derechos de autor en un terno azul marino de
serie, al que había adherido una etiqueta de Cardin. Fue tal el pánico de W
cuando vio venir a una de las mujeres con una inmensa tijera en ristre, que su
primer gesto consistió en protegerse la entrepierna. Estaba equivocado: sólo
querían arrebatar de sus manos un ejemplar de la novela y destrozarlo, lo que
hicieron, mientras que, como en un impromptu recitado con artificios de
grand-guignol, se desataba en proclamas contra la falocracia y otras variantes
del machismo árabe-hispanoamericano. Aquello se convirtió en una fiesta de
aullidos, huidas y zapateos, no tanto por el dramatismo de Werthercito –
protegido a medias por su editor– como por el acento carnavalesco que las
fámulas pusieron al acontecimiento, el primero de una ofensiva que, a decir
de Millán había hallado en el joven colombiano a su chivo expiatorio.
No sé hasta dónde Millán magnificó el episodio y añadió detalles de su
cosecha. Tratándose del primer personaje de nuestra roman à clé, iniciada en
la casa de los tres pisos de la calle 24, puede sospecharse que todo pertenecía
a una ficción y más cuando el filósofo sabía que me había embarcado en un
extenso informe sobre Sáenz.
El episodio tenía continuación: veinticuatro horas más tarde, W
reposaba, enyesado hasta el cuello, en una clínica local, con mordeduras y
contusiones, fracturas y otros desastres. No fue en todo caso consecuencia de
la ofensiva feminista. Ultrajado a ese extremo, se refugió en su cuarto con los
nervios alterados por el sabotaje. Y aquí viene el dato verdaderamente
paródico aportado por Millán: W quiso tragarse una considerable cantidad de
tranquilizantes, que no encontró en el lugar donde solía dejarlos. Recordó que
para no despertar sospechas en la mujer que le aseaba la habitación, había
dejado las pastillas en el último nivel de la estantería. Quiso alcanzarlos y no
pudo. Era de madrugada y no le pareció oportuno llamar para pedir una
escalera. Entonces empezó a improvisarla con los tomos más voluminosos de
su biblioteca:
–La divina comedia, Wilhelm Meister, La summa teológica, La comedia
humana, El hombre sin atributos – enumeraba Millán improvisando títulos y
nombres–, Las tradiciones peruanas, las obras completas de Ramón Llull, las
Eddas de Snorri Sturluson y el Parsifal de Eschenbach, además de los cinco
tomos que había logrado adquirir de la Taiping-Yulan, enciclopedia china
originalmente conocida por sus mil volúmenes, toda una consistente escalera
hacia el último estante, donde estaban las pastillas que lo sacarían del sofoco
–añadía el filósofo sobajeándose las manos–; algunos clásicos Oxford y
manuales sobre el barroco hispanoamericano completaron el parapeto hasta
alcanzar dos metros de altura.
Vino luego lo irremediable: el lote de obras maestras, sobre las que
había escrito glosas y comentarios que nada añadían a los escuetos informes
de una enciclopedia, pongamos por caso la Britannica, decía Millán, el lote
de volúmenes se vino abajo y Werthercito fue a parar de espaldas contra el
cabezal de la cama y de allí en una más aparatosa caída contra el suelo. Una
de las patas de la cama, algo desnivelada, estaba sostenida, si no recuerdo
mal, por una edición del poema Hildebrando, pero en la caída el soporte se
desajustó y toda la mole de madera y hierro cayó en la nuca del escritor,
produciéndole serias contusiones.
Debieron llevarlo al hospital. A la catástrofe moral de la presentación se
añadieron las lesiones de este accidente, que algún cronista local sustituyó
por su habitual reseña de libros, nota que hizo fortuna en el chismorreo de la
ciudad. Cabeza de turco de las feministas, Werthercito se convirtió en “héroe
desgraciado” de la tribu hasta que la última capa de yeso cayó de sus
miembros dejando una piel árida y amarillenta que cubrió durante meses con
su impecable terno de rebajas.
Hasta aquí la reseña de Millán. En adelante –decía– nada podía suceder
a W que no estuviese signado por la parodia. Fue un accidente
verdaderamente enciclopédico –seguía comentando–, complaciéndose en la
intervención de corresponsales por todo el Mediterráneo.
Lo último que supe de Werthercito fue algo intrascendente: intentaba
convalidar su título de abogado (“Doctor en Derecho y Ciencias Políticas”)
para abrirse camino en cierta universidad. “Catedrático a los veinte años”,
como hizo consignar en la contraportada de su libro, pretendía ser profesor no
numerario a los treinta y dos. “Por algo se empezaba”, glosaba Millán. En
Europa, sobre todo en ese disparate judeo-musulmán que es el Mediterráneo,
desconfiaban de la precocidad.
Adela Páez
–Me sorprende, Adela, que una persona que prefería los extremos y las
soluciones límite, pudiera matizar algo sobre tu relación con la ciudadela.
–Tú lo sabes mejor que yo, Vásquez. De esas cosas entiendo muy poco.
–Así que se distanciaron, digamos políticamente, aunque seguían
viéndose y estimándose.
–Sí. Y no quiero pensar lo contrario.
–¿Pensaste que volverían alguna vez, quiero decir, a tener una vida en
común?
–¡Ni en sueños! Es curioso, pero cuando se fue jodiendo la cosa no sufrí,
lo veía todo muy natural. Lo sentía por mis hijos, que se divertían con él y le
tenían cariño y lo visitaban con alegría.
–Lo que creo, Adela, es que Alejo deseaba tener un hijo contigo.
–¿Conmigo? No exageres. Nunca me lo dijo. Además, yo ya había
llenado mi cuota prevista. ¿Con la zorrita esa, la actriz, con ella tal vez? No
creo ¿No te das cuenta de que la odiaba?
–No es cierto, Adela, no la odiaba. Volvieron a verse, cuando él vivía en
la pensión El Dorado. Hicieron el amor y cuando escribió nuevamente sobre
ella lo hizo con simpatía, después de haberle escrito la carta que te mostré.
–¿...?
–Te lo aseguro.
–No seas ingenuo. Pensaría que empiezas a descubrir cierta clase de
mujer. Ella quería quitarse de encima los remordimientos por haberlo
abandonado.
–¡Fue Alejandro el que la buscó!
–¿...?
–Claro, después no volvieron a verse.
–Me estás dando la razón. La verdad es que esa muchacha me pareció
siempre repulsiva. Me daba un poco de pena verla por ahí arrastrándose para
seguir en el hit parade. ¿O me equivoco?
–Casi del todo. No puedo aceptar que reacciones contra ella como ella
reaccionó contra ti.
–No puedo evitarlo. La víctima había sido yo. No porque empezara a
salir con Alejandro, cuando ella lo abandonó, sino por una razón menos
directa y más poderosa: ella conquistaba con recursos repugnantes lo que yo
no podía conquistar limpiamente, a menos que jugara a la putería.
–Bueno, bueno. Si nos ponemos a hilar tan fino, también el pobrecito
obrero que para seguir viviendo se consigue de cualquier forma un trabajo,
incluso dando empujones a sus compañeros, hace que el desplazado sea su
víctima. Se te escapa el conjunto cuando te sebas en la pieza. Beatriz
necesitaba conquistar lo que conquistó.
–¡Ay, pareces una social worker! ¿Por qué no me hablas mejor de
Patricia, cómo está? No me digas que volviste a preñarla.
–Y la preñaría por centésima vez si abortara noventa y nueve –le dije a
Adela–. ¡Ah! –cambié de tema–. Me dijeron que te mandaban a la Unión
Soviética.
–No, la cosa se jodió. Les di el repertorio, lo que me gustaba cantar,
todo eso. Pero decidieron mandar un grupito de guaracheros de canción
protesta. Dicen que es más popular.
–Perdona si el tema te molesta. ¿Sabes qué hace ahora Beatriz? Me dirás
que soy desleal contigo, pero te aseguro que es una buena persona.
–No sé, tampoco me importa.
–Te importaría más si te quitaras de encima tanto rencor. Voy a pensar
que las mujeres, como decían antes, tienen más celos de las que pasaron por
la vida de un hombre que de las que pasarán. Ella tuvo sus líos en televisión,
cumplió el ciclo de éxitos que debía cumplir. Y la quemaron. Eso es, la
quemaron. Tenían que buscar otra imagen, la pobre peleó, pataleó, hizo lo
posible para defenderse. Pero nada. No es que sea mejor ni peor que las
demás. Su relevo estaba decidido. Encontró, con todos sus éxitos frescos,
algunos trabajos en publicidad. Debes haberla visto: linda y buenísima en
todas las vallas de Bogotá.
–Sí, buenísima no te lo niego. ¡Una buenísima mercancía!
–Claro, Adela siempre fue eso, pero no tuvo conciencia de serlo. Se
ganaba la vida con un trabajo que alimentaba su vanidad. Lo peor vino
después. También allí la agotaron. ¿Sabes qué hace? Canta, no te rías, canta
donde la llamen. Y la llaman como estrella de café-concierto.
–¿Qué quieres que te diga?
–Nada. Yo creía... lo que pasa es que sigue siendo increíblemente
atractiva y lo que me deprime es saber que cada vez tendrá que caer más bajo.
–Muy triste, Vásquez, sólo que como melodrama no me interesa.
–No te gusta que la vea, entonces.
–Allá tú. Si lo que quieres es tirártela, te felicito. No sé de dónde sacarás
los billetes para invitarla a una noche de parranda.
–¡Tirármela! Por Dios, Adela. Ustedes se quejan de que los hombres
estemos siempre pensando en tirarnos o no tirarnos a una hembra, pero
cuando hablan de las mujeres que odian las reducen a carne de catre. No, no
quiero tirármela y pienso que tampoco ella me aceptaría. Se acostumbró a los
bellos, al género Tony Curtis. Y tiene razón. ¿Quién no lo haría? ¿Sabes? Me
la hubiera podido tirar el día que me emborrachó y bailó y rompió sus
retratos de diva y se empelotó en mis narices y me pidió que la llevara muerta
de la perra a su cama. Me excitaba, no te lo puedo negar. Pero hace rato
aprendí que hay dos maneras de masturbarse y para mí la más sana sigue
siendo hacerlo sin intermediarios.
–Te estás poniendo fatal, viejo.
–Está bien. Dejemos esta vaina y larguémonos a ese local donde cantan
boleros. Supongo que te siguen gustando los boleros.
–Como nunca.
Nos fuimos al bar donde una redonda mulata de treinta años cantaba
boleros. No eran boleros: eran intensas contracciones de su corazón.
Alejandro Sáenz
El azar juega sus malas pasadas. ¡Pensar que iba a encontrar a mi padre, en
plena calle, rodeado de una corte de segundones! Traté de escabullirme pero
ya era tarde. Me había visto avanzar hacia él. Mi padre, el Honorable
Diputado Anselmo Sáenz Plata en la carrera Séptima con calle 19 de la
capital, de camino hacia la Plaza de Bolívar. Desde mi última negativa a
entrevistarme con él, no había insistido más. Sólo mamá insistía tercamente
en que lo viera (“esperamos que vengas a visitarnos, aunque sólo sean unos
días”). Yo me limitaba a contestar sus cartas con notas cariñosas y breves,
omitiendo recuerdos a mi padre.
Cuando me encontré frente a él, no pude rechazar su abrazo. Lo hubiera
puesto en ridículo ante sus segundones. Su presencia me reblandeció. Sentí
una lejana llamada ancestral porque lo abracé y él, a su turno, me estrechó
aún más fuerte, presentándome a sus amigos.
No había envejecido. Al contrario, tenía un espléndido aspecto, quizá el
inyectado por el éxito, a su manera sorprendente y rápido, “un ascenso
meteórico en la política, probablemente llegue a senador”, decían en un
recorte de prensa enviado por mi madre. ¿Qué decirle? Ocultando nuestras
violentas diferencias, mi padre me hacía preguntas para que mis respuestas
fueran escuchadas por sus amigos, que debieron verme como una exótica
pieza de museo, desaliñado joven de cabellos largos y suéter de cuello alto.
Mintió diciéndoles que yo, como todo joven de esta generación, quería
mantener mi independencia, que él aceptaba y compartía. No les habló de mi
profesión. Evitó que sus amigos se extendieran en preguntas a las que no
habría podido dar respuesta y ante las cuales me hubiese visto obligado a
mentir, si era el caso, para sostener la ficción de mi padre. Parecíamos, allí,
en plena calle, dos animales que recelan uno de otro pero no se agreden ni se
gruñen. Me había tomado del brazo y, a paso lento, avanzábamos por la
Séptima hacia el Capitolio Nacional. Tendría una reunión con dirigentes de
su partido, parlamentarios que propondrían y avalarían su nombre para las
listas al Congreso. Sus acompañantes se habían rezagado y mi padre, siempre
cauteloso, hablaba del poco interés que le producía una ciudad como Bogotá.
Sólo asuntos de negocio y diligencias inevitables lo obligaban a viajar a la
capital; prefería, me dijo, el aire de las provincias a este hacinamiento
indiscriminado de desconocidos. En pocos años, Bogotá sería un infierno de
millones de desesperados. Hablaba sin cesar, evitando cualquier desacuerdo.
Me comprometió a verlo al día siguiente. Comeríamos juntos, decía, si me
parecía.
Al verlo lleno de entusiasmo, locuaz hasta la charlatanería, terminé por
reblandecerme. Acepté su invitación. Y la acepté con espontánea cordialidad,
mientras él seguía de mi brazo a ese paso lento y casi desdeñoso que
acostumbran marcar los hombres públicos, medio distraídos y a la vez
atentos, prestos a responder el saludo de un transeúnte.
Lo dejé en la Plaza de Bolívar y sentí, al despedirme, que me había
metido en un compromiso ineludible. Tenía miedo al reencuentro, no tanto
por él como por los temores a nuevas y más agrias recriminaciones. No, no se
las haría. Pensaba que había ido demasiado lejos en mis reproches, que
dentro de la moral de mi padre, el ascenso en su carrera era el sincero
convencimiento de un político de provincias y abogado exitoso. Lo habían
herido mis cartas, mi separación. Aceptaba sobre todas las cosas que el
vínculo familiar seguía allí y que la misma atolondrada sangre latía en el hijo
que lo despreciaba. Si, nos veríamos al día siguiente.
Al dejarlo, me reproché la hipocresía. No, no era muy claro el
sentimiento que me dominaba. Quería en el fondo continuar el curso de mis
inquisiciones. Se daba por segura su candidatura al Senado, su nombre
figuraría en los primeros renglones de las listas, lo que significaba que su
trayectoria pública estaba a punto de alcanzar cúspide. ¡Honorable Senador!
Lo que me sorprendía era su capacidad de irse acomodando a las
circunstancias: del discreto abogado que conocí en mis años de estudiante, mi
padre había pasado, con tal propiedad que se diría congénita, a ser un hombre
público con aspecto de predestinado, como si desde niño lo hubiesen educado
para exhibir la grandilocuencia de sus ademanes. ¡Un estilo! Se había hecho a
un estilo, mutable y dúctil según la audiencia y el talante de su interlocutor.
¡Estaba llegando! No le había resultado difícil remontar el río, bracear,
porque, al contrario, se había deslizado sobre la corriente. De sus propiedades
inmobiliarias había pasado a inversiones en la industria y en sectores de
importación. Hombre de escasas pasiones, había aprendido a ejercer, si no la
pasión, sí un buen remedo de ella. Quizá supuso un día, entre legajos y
expedientes, en su medianía de abogado, que formaba parte de una reserva
humana conservada para enfrentar los nuevos retos del mundo. Poco a poco
le había llegado su hora. Me había dado la impresión de ser el pulcro
intérprete de una pieza con cada movimiento acotado. No obstante, al pensar
en lo que sería nuestra cita del día siguiente, sentía el temor de hallarme sin
voz y sin aliento frente a un hombre que podía enmudecer o despedirme toda
clase de reproches. Es de suponer que también él tuvo iguales temores.
De regreso a la pensión, algo me condujo a repasar anotaciones que
había redactado en años anteriores. Era como si volviendo sobre aquellos
papeles buscase la prehistoria de un destino, el hilo conductor hacia el
presente. Me desilusionó hallar apenas referencias y semblanzas inconclusas,
especie de boceto íntimo que bien podría haberse convertido en algo más
ambicioso, un perfil descarnado de mi padre. Deseé haber empezado a tiempo
un extenso proyecto narrativo, aunque sólo fuese para mi propia
complacencia. Ya era tarde. Demasiados acontecimientos, como sobrepuestas
capas de minerales, se habían sucedido para recuperar el ritmo de una vida
que ahora se me escapaba en contradictorios gestos de hostilidad. ¿Había
relegado la figura de mi padre a una presencia que en el futuro dejaría de
interesarme? Sólo ocasionalmente, como ahora, me refugiaba en la escritura,
que había dejado de ser tensa y compulsiva para presentarse apenas como un
apoyo documental a mi memoria. Las ideas sepultan a la acción y eran
demasiadas las ideas acumuladas en los últimos meses. Debí haberme
arriesgado en más extensas anotaciones sobre mi padre y su mundo. Pero
aquellos papeles ganaban mi indiferencia y, cuando los releía, parecían
escritos por alguien extraño a mí, por alguien que desprendido de mí se había
vuelto otro, otro ser que, fugaz, tímidamente regresaba al sitio de origen.
Aquella noche, ayudado por la débil luz de mi cuarto, sabía que ningún
esfuerzo me daría el placer que alguna vez experimenté exaltando frente a
mis propias torpes palabras. En la pensión, a esa hora, había crecido el
silencio. Pensaba que una vez desaparecida la sordidez de aquellos cuartos,
ganada la paz y el sosiego, una rara belleza innombrable se incrustaba en mi
conciencia, experiencia que seguramente debe repetirse en seres que ante el
hosco, oscuro aspecto de la realidad hallan de pronto un remanso en la visión
de la naturaleza. ¿Dónde había leído, de dónde recordaba, en caso de no
haberla vivido, semejante sensación? Intrigado por la procedencia de esta
repentina revelación, me arrojé sobre algunos libros que seguían en el
nochero, algunos hojeados apenas, otros releídos hasta la saciedad. En mi
mano tenía Bajo el volcán, la novela de Malcolm Lowry que durante algunos
años me había acompañado.
El Cónsul –leí en voz alta– seguía oyendo la música del baile, que
debió haber cesado ya, de manera que fue como si a este silencio lo
invadiera un rancio golpeteo de tambores. Parián; también eso
quería decir tambores. Parián. Era sin duda la ausencia casi
palpable de la música lo que no obstante hacía parecer tan extraño
que los árboles se mecieran conforme a su ritmo, ilusión que
envolvía de horror no sólo al jardín sino también a las llanuras de
lontananza y a toda la escena ante sus ojos: el horror de intolerable
realidad. Esto no debe ser muy distinto, se dijo, de lo que sufre
algún loco en aquellos momentos en que, sentado benignamente en
los patios del manicomio, la locura deja de súbito de ser un refugio
y encarna en el cielo que se hace añicos y en todos sus alrededores,
en presencia de lo cual la razón, ya enmudecida, sólo puede bajar la
cabeza. ¿Acaso encuentra solaz el loco –seguí leyendo, ajeno al
ruido que venía de las escaleras, quizá Leti bajando a su turno de la
noche– en tales instantes, cuando sus pensamientos estallan como
balas de cañón al través de su cerebro en la exquisita belleza del
jardín del manicomio o en las colinas, más allá de la terrible
chimenea? Difícilmente, pensó el Cónsul.
–¡Voy a casarme! ¿Lo sabías? –me dijo, con el frío desinterés de una mujer
que acepta una fatalidad.
Había ido a verla al local donde cantaba, después de una breve
conversación telefónica. Allí ganaba lo suficiente para sostenerse, pero se
había visto obligada a abandonar su viejo y lujoso apartamento. En su
proceso de adaptación se había resignado a una vida más modesta, no porque
deseara o considerase menos artificial esta salida como por los límites que las
circunstancias oponían a su antiguo bienestar.
–¿Recuerdas que te hablé de un tipo que me llamaba a diario y me
mandaba orquídeas y cajitas de Chanel?
–Sí, vagamente. Me decías que no te interesaba –le respondí.
–Empezamos a vernos, hace dos o tres semanas. Aunque es un hombre
mayor, no se ven los años. Es todo un caballero. Se dedica a importación de
licores y vieja con frecuencia a Estados Unidos y Panamá. Me pidió que en el
próximo viaje lo acompañara –informó Beatriz, otra vez sin entusiasmo.
–Entonces, ¿te casas?
–Sí, dentro de un mes. Por ahora, esperamos que terminen de construir
nuestra casa. Si la vieras: tiene jardín, dos pisos y garaje. ¿Sabes? Está en el
norte, más allá de la 15 con calle 124.
Beatriz no se había quitado el maquillaje, con el algodón húmedo en una
mano, frente al espejo, me miraba. Lo que entendía –ninguna señal me
advertía lo contrario– era que se había decidido a un matrimonio que en el
fondo no deseaba. Tal vez no fuese más que el hallazgo de una seguridad
escamoteada por los fracasos.
–Hace un tiempo decía que nunca me casaría. Y ya vez. La vida da
muchas vueltas y uno se encuentra viviendo lo que nunca esperaba –dijo, al
terminar de quitarse la sombra azulada de los párpados.
–Ricardo es un hombre muy cariñoso, se porta de maravilla. A veces,
pienso que me trata como una niña. ¿Qué te parece? Por el momento nos
vemos muy poco. Dos o tres veces por semana. Es lo mejor. A él no le gusta
mi trabajo y yo, muy orgullosa, le dije que lo dejaría el día que nos
casáramos. No sé, no es que me entusiasme este local. Pero me mantiene en
contacto con el público, ¿me entiendes? Una no se olvida de los aplausos –
seguía diciendo mientras se ajustaba su vestido de calle–. ¿Te gustó mi
espectáculo? Bueno, no quiero obligarte a un cumplido. Por tu cara veo que
no te gustó. ¿Te gusté al menos yo?
¡El espectáculo! En tres ocasiones, anunciada por un animador vestido
de frac, Beatriz apareció en el centro del escenario, iluminada por reflectores
verdes y rojos. A su izquierda, un remedo de farol, esquina simulada de
suburbio y tango. Al fondo, una amplia tela dibujada pretendía sugerir los
contornos de una urbe, quizá México o Buenos Aires. Entonces Beatriz,
apoyada por un play back de sonidos rasposos, empezó una de sus canciones.
–Le ayudé al letrista contándole cosas de mi vida –dijo cuando le
pregunté por el origen de esas canciones argumentadas.
Vestida con un traje entero que moldeaba su figura, enseñaba los
muslos. Por la espalda, el escote llegaba hasta la curva de las nalgas.
Adelantándose a primer plano, Beatriz se inclinó hacia el público, seguida
por un reflector que descendía hacia sus pechos. Era la parte más aplaudida
de su actuación, justo en esos segundos en que el escote cedía y sus senos se
mostraban a los espectadores. Durante una hora, auxiliada por actores
secundarios, hizo el papel de muchachita deseosa y soñadora, interpretó a una
aburrida esposa solitaria, prendida, en deshabillé, al teléfono. Volvía a la
parte más picante de la noche encarnando a una puta callejera que se pasea en
la noche buscando a un cliente caballeroso.
– No, no estaba mal –le dije.
Ella sabía que le mentía pero lo importante para ella era saberse
caudalosamente aplaudida por sus “admiradores”.
Salimos del local y descendimos a la 34 hacia la carrera Séptima.
Avanzamos hacia el Hotel Hilton.
–Cuando lo abrieron, decidí alquilar una suite para un fin de semana.
¡No te imaginas lo que fue eso! Me hacía servir como una princesa. Cuando
el administrador se dio cuenta de que era yo, sí, Sandra, mandó un enrome
ramo de rosas a mi cuarto. Pero la cosa no paró allí. Llamó al rato y dijo que
le complacería grandemente si aceptaba una invitación de la casa. “Cómo
no”, le dije por teléfono. Bebimos champán toda la noche. El domingo,
cuando iba a pagar la cuenta, me dijeron que no, que era “cortesía de la casa”.
–¿Es cierto lo que me dices o estás bromeando?
–¿Lo del Hilton? Ni más faltaba.
–No, lo del matrimonio
–¡Claro! ¿Por qué iba a engañarte?
Entramos a un pequeño bar, recién inaugurado. English Pub, se leía a la
entrada. En las paredes, ampliaciones del Palacio de Buckingam y una turbia
fotografía del Támesis.
–Vengo cada noche después de mi actuación, casi siempre sola o con
Ricardo, cuando viene a buscarme.
Sin maquillaje, volví a descubrir una Beatriz de belleza extraordinaria:
ojos oscuros, cabellos rojizos (se los había teñido discretamente), cejas
pobladas, la fina curvatura del mentón, el cuello estirado y sólo adornado por
una medalla de la Virgen del Carmen, los brazos delgados y ese ademán de
retirarse el mechón que le caía a los ojos, todo esto la embellecía esa noche,
como si se tratase del perfecto contraste entre la vulgaridad de sus
confesiones y la armonía de su rostro.
–Te agradezco la visita, Vásquez –dijo a despedirse–. No te preocupes:
aquí mismo cojo un taxi. ¿Sigues viviendo en Medellín?
–Sí, pero vengo mucho a Bogotá. Ya sabes, mi investigación sobre
Alejandro –dije.
Beatriz no mostró el más mínimo interés.
Conjeturas de Vásquez