Está en la página 1de 13

LAS MISIONES DE LOS JESUITAS DEL PERU

Armando Nieto Vélez, S.J

ORIGNES DE LA COMPAÑÍA (1568 – 1570)


El origen de la Compañía de Jesús se remonta a la experiencia espiritual de su fundador, Don
Iñigo López de Loyola.

Siendo herido, quedó deshabitado para la vida militar. En su convalecencia atravesó un proceso
de “conversión” decidiendo cambiar de vida, iniciando el proceso en la región de Manresa. Luego
de un sinnúmero de experiencias de gran profundidad espiritual relatadas en la Autobiografía, San
Ignacio fue depurando las técnicas que él mismo había desarrollado para analizar su relación con
Dios. Llegó así a afinar la técnica espiritual del “discernimiento”, fundamento de la futura Orden.
Los “Ejercicios espirituales” fueron el resultado de su propia experiencia espiritual, y los fue
aplicando a las distintas personas que lo buscaban.

Estudiando en la universidad de Paris, entabló contacto con diversos estudiantes, A ellos se


unirían Juan Coduri, Pascal Broët y Claudio Jayo en el proceso de fundación de la Orden, lo que
sucedió en 1539, siendo aprobada por Paulo III en 1540 con Ignacio de Loyola como su primer
Superior General.
Al principio Ignacio no había pensado en fundar una Orden, pero el ritmo de los acontecimientos
le llevaron a tomar la decisión de ponerse al servicio del Papa, con un sentido eclesial de servicio
a Dios mediante su Iglesia. Por ello los jesuitas tienen un cuarto voto que consiste, además de los
ya conocidos votos de obediencia, castidad y pobreza, en una obediencia incondicional al
Pontífice en materias de misión apostólica.

EL PRIMER ENVIO
El proyecto de enviar jesuitas al Perú se remonta al año 1555, cuanto todavía San Ignacio
prepósito general de la Orden. Francisco de Borja desempeñaba por nombramiento del propio
Ignacio el cargo de superior de los jesuitas de España con el título de Comisario, y estaba
informado de las noticias del Perú, ya que era virrey de Cataluña. Así, cuando en 1555 fue
designado virrey del Perú don Andrés Hurtado de Mendoza, escribió éste a Borja pidiéndole dos
jesuitas para llevarlos consigo al Perú. La respuesta fue favorable.

El 23 de agosto avisa Francisco de Borja a Ignacio de Loyola, desde Simancas, que los dos
sacerdotes designados, Gaspar de Acevedo y Marco Antonio Fontova, han partido para el Perú.
"Los del Perú -le dice- se partieron ya profesos, y van a muy buen tiempo, porque ya está
apaciguada aquella tierra, y son castigados los que se levantaron en ella". Alude evidentemente
al final de las guerras civiles y de la rebelión de Hernández Girón.

Por su parte, San Ignacio escribe al cardenal inglés Reginald Pole: "A las Indias del Emperador
pasan ahora algunos con este Virrey [Marqués de Cañete] que allá se envía. Dios Nuestro Señor
se sirva de su ministerio para ayuda de las almas".

Pero en realidad Acevedo y Fontova ni siquiera llegaron a embarcarse. ¿Qué había ocurrido?
Para responder a esta pregunta hay que recordar que en los asuntos de la Iglesia española
intervenían las instancias del Estado en virtud del Real Patronato. En el caso de Acevedo y
Fontova fue el Consejo de Indias el que se opuso. Destilan tristeza las palabras con que Borja da
cuenta de ello al Fundador el 26 de febrero de 1556: "Y así quedó la ida, quia nondum venerat
hora eorum". Vemos, pues, cómo el Regio Patronato Indiano, que prestó indudable ayuda a la
obra evangelizadora, se volvía al mismo tiempo impulso y freno. Es lo que se ha llamado "anverso
y reverso del Patronato". Las dos caras de la medalla podrían ilustrarse con numerosos ejemplos.
Ahí están los rápidos avances de las órdenes religiosas hacia todos los rumbos de la América
española, pero también las tribulaciones y amarguras que tuvieron que padecer, sin culpa,
hombres de Iglesia generosos y sacrificados como Toribio de Mogrovejo, incomprendido y
humillado por la autoridad virreinal, que llegó a decir del santo arzobispo con muy poco respeto:
"Imagino que debió de nacer en Londres o en Constantinopla".

Queda acreditado por varias cartas el interés de Francisco de Borja por que la Compañía de Jesús
pasase a lberoamérica a evangelizar estas tierras. No lo pudo llevar a la práctica como Comisario
de los jesuitas españoles, pero sí lo ejecutó al ser nombrado prepósito general de la Compañía en
1565. Hubo que vencer las resistencias del Consejo de Indias, que se opuso (por lo menos durante
un tiempo) a que viniesen a América nuevas órdenes religiosas. Había tres: dominicos,
franciscanos y mercedarios, y bastaban. Incluso algunos religiosos compartían esa idea limitativa.
Fray Vicente Valverde obispo dominico del Cuzco, escribe al Rey en 1539 (cuando aún no estaba'
aprobada la Compañía: "de estas dos órdenes [franciscanos y dominicos] me parece que V. M.
debía poblar esta tierra, y prohibir que no hubiese acá otras, porque allende de no hacer fruto en
la berra ninguno, no entienden sino en sus propios intereses y granjerías como seglares, y dan mal
ejemplo, y los indios se escandalizan de ver tanta diversidad ... ".

Las cosas cambian después de la elección de Borja como General. Como sostiene el padre
Francisco Mateas S. J., "las numerosas peticiones de jesuitas, que de diversas partes de América
venían a España, fueron poco a poco acostumbrando a los señores del Consejo de Indias a la idea
de dejar paso franco a la joven Orden, que tan bien se estaba acreditando en sus misiones de
Oriente". Por fin hay una Real Cédula de Felipe II a Francisco de Borja, del 3 de marzo de 1566,
en que el monarca expresa su voluntad de enviar jesuitas a Hispanoamérica. Llega a fijar el
número: 24. El rey se ofrecía a costear los gastos que fueren necesarios.

Se determinó Borja a crear la provincia del Perú, de enorme extensión geográfica, pues abarcaba
por lo pronto todo el territorio al sur de la Nueva España. La nueva provincia se iniciaría, en
cuanto al personal, no con veinticuatro sino con ocho miembros (dos por cada provincia española:
Castilla Toledo Andalucía y Aragón). A finales de enero de 1567 se halla el padre Jerónimo Ruiz
del Portillo, nombrado jefe de la expedición, preparando el viaje a ultramar. Es interesante leer
algunas frases de la. Instrucción que Borja le envía en el mes de marzo, pues en ella se refleja la
prudencia del Santo y el deseo de que la conversión de los naturales no se haga apresuradamente.
"Instrucción de Indias [...] Dondequiera que los nuestros fueren, sea su primer cuidado de los ya
hechos cristianos, usando diligencia en conservarlos y ayudarlos en sus ánimas, y después
atenderán a la conversión de los demás que no son baptízados, procediendo con prudencia, y no
abrazando más de lo que pueden apretar; y así no tengan por cosa expediente discurrir de una en
otras partes para convertir gentes con las cuales después no pueden tener cuenta; antes vayan
ganando poco a poco, y fortificando lo ganado; que la intención de S. S. como a nosotros lo ha
dicho, es que no se bapticen más de los que se puede sostener en la fe'".

El criterio de Borja difiere del de antiguos misioneros, imbuidos tal vez de las ideas milenaristas
de Joaquín de Fiore, que en la región del Caribe y Centroamérica, creyendo inminente el fin del
mundo, practicaban de prisa bautizos masivos.

Felipe II proveyó a los expedicionarios jesuitas de cuanto necesitaban para la travesía. Los gastos
del viaje de Sanlúcar de Barrameda a Cartagena de Indias ascendían aproximadamente a 300 mil
maravedíes (unos 800 ducados). De las arcas reales recibieron además los padres dinero suficiente
(200 ducados) para adquirir libros.

LLEGADA AL PERU
Luego de una larga espera, los ocho jesuitas (Portillo, López, Álvarez, Fuentes, Bracamonte,
Medina, García y Llobet) partieron de Sanlúcar el 12 de noviembre de 1567. El viaje, largo y
pesado como solían serlo los de esos tiempos, cobró penoso tributo. Hubo que lamentar el
fallecimiento del padre Antonio Álvarez, ocurrido en Panamá, "sepulcro de los navegantes", a
causa del temple malsano de los trópicos. El 28 de marzo de 1568 arribaron al Callao y el 1 ° de
abril hicieron su entrada en la Ciudad de los Reyes. Habían tardado cinco meses desde su salida
de España.

Para apreciar la importancia de la labor evangelizadora, tornemos como muestra la época en que
el padre José de Acosta desempeñó el cargo de provincial. En la congregación provincial de enero
de 1576, afirma Acosta (quien la presidió), que el fin principal de la Compañía en las Indias
occidentales era procurar la salvación de los indios que yacen en extrema necesidad. "Esta
afirmación -comenta el padre León Lopetegui, biógrafo de Acosta- es tan evidente que basta pasar
la vista por los documentos contemporáneos para quedar plenamente convencido y
profundamente impresionado. En las actas latinas ... recurre varias veces, pero, sobre todo en la
correspondencia de los Generales es un tópico axiomático que no se cansan de repetir'".

ENTRE LOS NATIVOS DEL MUNDO ANDINO


En 1578, al contestar el General (Mercurian) a la petición de los padres del Perú de dedicar varios
de los hombres más ilustres a la conversión de los naturales, no sólo aprueba la solicitud, sino que
desea que todos lo hagan, porque el ministerio de indios es la razón principal de la misión. Lo
mismo ocurre en el generalato de Claudia Aquaviva. Las ordenaciones de los superiores
encarecen el aprendizaje de las lenguas vernáculas. A comienzos del siglo XVII el ochenta por
ciento de los sacerdotes de la Compañía habían estudiado quechua (y aymara). En el Cuzco, de
doce sacerdotes, nueve se empleaban en el ministerio con los indios. Con razón se dispuso que el
estudio de las lenguas fuese condición imprescindible para poder trabajar en el mundo andino.
Aquaviva llega a ordenar que aún los superiores dediquen tiempos del día a estudiar la lengua
indígena".

Entre los lingüistas notables con que contó la provincia peruana debemos recordar a Alonso
Barzana, del cual se dijo llegó a dominar hasta seis lenguas; Bartolomé de Santiago, Blas Valera,
Ludovico Bertonio, Diego de Torres Rubio y Diego González Holguín. Este último preparó en
1608 un excelente diccionario quechua-castellano, que ha merecido el elogio unánime de los
entendidos y ha sido reeditado hasta por dos veces por la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos: en 1952 y en 1989.

Gracias al dominio de las lenguas, las misiones entre indios alcanzaron gran fruto. Como ejemplo
están las reducciones de Juli, zona frígida habitada por aymaras, a casi cuatro mil metros de altura.
Estas reducciones sirvieron de inspiración a las famosas del Paraguay, en cuya madura
organización y defensa 'Se distinguió el insigne jesuita limeño Antonio Ruiz de Montoya (1583-
1652).

Las frecuentes salidas hacia territorios de indígenas, en forma de misiones volantes, se hicieron
teniendo como centros las residencias de Lima, Arequipa, Cuzco, Juli, Potosí, Quito, Panamá,
Santa Cruz de la Sierra y Santiago del Estero. Hay una tendencia claramente expansiva entre 1586
y 1591. No hay duda de que en ello influyó el entusiasmo de los particulares y las exhortaciones
de los superiores romanos y locales.

EN LA SELVA: MAYNAS
¿Cuándo comienzan las misiones en las regiones selváticas? La misión de los chiriguanas, en el
oriente de Bolivia actual, tuvo un primer comienzo en 1587 cuando, desde Lima, a instancias de
un colono español, los padres Diego Samaniego y Diego Martínez, se resolvieron a evangelizar
aquellas apartadas regiones. Pero a pesar del optimismo inicial, la misión cosechó más
desventuras que éxitos.

Los heroicos conatos de los padres pudieron poco frente a unos nativos que, además de belicosos,
eran volubles y vagabundos. Se advierte empero un repunte de optimismo hacia 1633 o 1634
cuando ingresan en territorio de indios los padres Cristóbal de Mendiola, Francisco Díaz y
Francisco Castelli. Pero esta misión no tuvo el despliegue y florecimiento que alcanzará
posteriormente la de los indios mojos. En 1637 aparecen dedicados a la "misión de chiriguanas"
cinco sacerdotes, entre ellos dos venidos del Paraguay: Pedro Álvarez e Ignacio Martínez!.

Por las dificultades de dicha misión, que atrajeron en Lima el celo del joven sacerdote Francisco
del Castillo, es explicable que éste pidiese a sus superiores que le destinaran allá. Pero el padre
Bartolomé de Recalde le respondió que los obstáculos eran tantos y tan invencibles que la misión
estaba por suprimirse, "por cuanto en nueve años que habían estado los padres con los infieles no
había sido posible el reducirlos; más rebeldes y traidores cuanto más asistidos y acariciados". Más
esperanzas se abrían en la Selva Norte, en las regiones amazónicas.

El notable misionero pasionista monseñor Atanasio Jáuregui, que llegó a ser en 1936 Vicario
Apostólico de San Gabriel del Marañón, afirmó acerca de la evangelización de las regiones
amazónicas: "El apostolado misional de la Compañía de Jesús se halla tan íntimamente ligado al
gran río, que la región amazonense, desde Borja, en el pongo de Manseriche, hasta la frontera
brasileña, fue teatro señalado de sus fatigas y esfuerzos, durante ciento treinta años, desde 1638
hasta 1768". En realidad, las exploraciones de los jesuitas por los ríos septentrionales comienzan
con el padre Rafael Ferrer, quien hacia 1605 recorre detenidamente la región del río Napo,
haciendo más de trescientas leguas. Preparó una exacta y detallada relación de las partes
descubiertas y la envi-0; a Lima pidiendo el refuerzo de nuevos misioneros, Trabajó arduamente
entre los indios cofanes, y vino a morir trágicamente en plena selva en marzo o junio de 1610.

Otro misionero destacado fue el padre Cristóbal de Acuña, quien, comisionado por el virrey
Conde de Chinchón, recorre hacia 1639 el Amazonas en compañía del padre Andrés de Artieda.
El resultado de ese viaje es un memorial al rey de España que alcanzó difusión europea.

El padre Raimundo Santa Cruz explora por primera vez el río Pastaza (1651), así como sus
afluentes. Padeció los estragos de las fiebres tropicales y murió ahogado en el Bobonaza. El padre
Lucas de la Cueva completó los recorridos de Santa Cruz, haciéndolo por los afluentes de la
margen izquierda del Pastaza.

En éstas como en las restantes expediciones de jesuitas a la región de Maynas, las entradas se
hacían desde el colegio de Quito, por la mayor facilidad de acceso, y así se explica que las
misiones de Maynas pasasen a depender de la viceprovincia de Quito.

Vinieron también a las misiones del nororiente sacerdotes no españoles, deseosos de contribuir a
la expansión de la fe católica entre los infieles.

Este meritorio refuerzo contó con el tenaz rechazo del Consejo de Indias, el cual entendía que la
colaboración de dichos jesuitas iba en contra de las prerrogativas del Real Patronato. La
insistencia del padre general de la Compañía, Juan Pablo Oliva, logró aparentemente que el
Consejo de Indias y el Rey ablandasen su oposición. Pero el 10 de diciembre de 1664 se dio una
Real Cédula que dice lo siguiente: "He venido en que en las misiones que la Compañía enviare a
las referidas provincias, vaya la cuarta parte de religiosos extranjeros, con tal que sean vasallos
de S. M. y de los Estados hereditarios de la Casa de Austria, y que haya de aprobarlos el General;
y traer ellos Patente suya, en que se exprese el lugar de donde son naturales, en qué colegios
entraron, y dónde han residido, y que van ordenados de orden sacra, que pasen un año en la
Provincia de Toledo, para que se reconozcan sus costumbres y procedimientos, e informe de ello
al Provincial".

La concesión transcrita es otra muestra del carácter fiscalizador y controlista del Real Patronato.
Con toda razón la consideró harto menguada y aun odiosa el padre Oliva, General de los jesuitas.
No la aceptó y las cosas siguieron como antes. Nueve años después se intentó otra vez obtener el
permiso para que pasasen a América jesuitas no españoles; se acompañaron sólidos fundamentos
y memoriales para justificar la solicitud. Por fin, una Cédula del 12 de marzo de 167 4 concede la
exoneración del examen por parte del Consejo de Indias, pero subsiste todavía la limitación del
número, pues sólo se autoriza el pase de una tercera parte de extranjeros en las expediciones de
jesuitas. La razón que daba el Consejo de Indias para la restricción numérica, a saber, los gastos
irrogados al Real Erario, era especiosa, pues si bien el gobierno español gastaba en estos viajes
un tercio, la Compañía de Jesús suplía las otras dos terceras partes.
Los jesuitas germanos resultaron excelentes misioneros, dieron buena cuenta de sí en el
aprendizaje de las lenguas nativas y traían esmerada preparación científica. Entre los de Maynas
debernos destacar a tres en especial. El padre Enrique Richter (1653-1695), nacido en Prosnitz de
Moravia, vino al Perú en 1685, y se entregó a la evangelización de las tribus de las riberas del
Huallaga y del Ucayali. Hizo más de cuarenta salidas por tierra y río, totalizando ocho mil leguas
de recorrido. Se estableció entre los cunibos, enseñándoles la doctrina cristiana y tratando de
reducirlos a vida civilizada. Fundó nueve pueblos. En 1695, cuando se preparaba a apaciguar a
los piros sublevados, murió a manos de un cacique cunibo.

El padre Samuel Fritz (1663-1723) nació en Trutnov de la antigua Bohemia, y terminados los
estudios de teología salió a las misiones de ultramar. "Gracias a su obra y su valentía personal -
ha escrito un historiador checo actual-, Fritz se convirtió en una verdadera personalidad de la
provincia bohémica, de la cual no puede prescindir la historia de las misiones jesuitas, pues dicho
misionero se hizo su testigo más fidedigno y estimado. Es que en realidad Fritz descubrió para
los europeos el gran río Amazonas". Efectivamente el nombre de Samuel Fritz está vinculado
para siempre a los estudios amazónicos. Fue el autor del primer mapa impreso del gran río. Con
los datos recogidos en largas navegaciones fluviales trazó su célebre carta, y en 1707 la imprimió
en Quito. "Sin más instrumentos que la balsa y las estrellas", como dijo Raúl Porras Barrenechea,
presentó el resultado de su arduo trabajo al virrey del Perú Conde de la Monclova. Allí se muestra
el nacimiento del Amazonas en la laguna peruana de Lauricocha. La Condamine se sorprendió de
que Fritz hubiese podido culminar una obra tan detallada y exacta, sin péndulo ni anteojo para
determinar las longitudes, disponiendo para las latitudes sólo de un pequeño círculo de madera de
tres pulgadas de radio.

Otro mapa notable se debe al padre Francisco Javier Weigel, superior de las misiones de Maynas,
que por razón de su cargo tuvo que realizar muchos viajes por los ríos. El mapa fue elaborado
casi sin recursos en las cárceles de Lisboa, donde Weigel se hallaba recluido con sus compañeros
de misión en acatamiento de los decretos de expulsión.

Menéndez Pelayo exaltó los merecimientos científicos ele los misioneros de la Compañía en las
selvas americanas. Más dura y difícil fue la tarea de conducir a los selvícolas al cristianismo y a
la vida civilizada. Con indecibles trabajos y sacrificios lograron fundar, en 130 años, 173 pueblos
en las orillas de los ríos Pastaza, Tigre, Napo, Marañón, Huallaga, Bajo Ucayali y Amazonas. He
aquí sólo algunos nombres de pueblos de fundación jesuítica en las misiones de Maynas: San
Francisco de Borja, San Ignacio de Maynas, Santiago de la Laguna, San Juan Evangelista de
Maynas, La Concepción de Jeberos, San Javier de Chamicuros, San Regís de Lamistas, Nuestra
Señora de las Nieves de Yurimaguas, Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras, La Presentación
de Chayavitas, La Concepción de Cahuapanas, Santo Tomé de Andoas, San Ignacio de Pebas, y
el que, con el tiempo llegaría a ser el más importante de Ia Selva peruana, capital del departamento
de Loreto: Santa María de la Luz de Iquítos, fundada en 1740 por el padre José Bahamonde. De
esas poblaciones sólo queda hoy una veintena: Borja, Jeberos, Cahuapanas, Yurimaguas,
Lagunas, Andoas, Pebas, Urarinas, Iquitos y algunas más.

Ya se ha recordado cómo, por razones de facilidad de acceso, las misiones jesuitas de Maynas
quedaron dependiendo de la antigua viceprovincia de Quito (1607), hasta que ocurrió la expulsión
de la Compañía (1767). Con la Real Cédula de 1802 la Comandancia General de Maynas pasó a
depender del Virreinato de Lima y los franciscanos de Ocopa recibieron el encargo de asumir la
misión de los jesuitas desterrados.
MISIONES DE MOJOS
En cambio, la provincia del Perú sostuvo otra misión selvática muy importante, difícil y meritoria,
como fue la de los mojos, en actual territorio boliviano. La Misión de Mojos se remonta al afio
1667, cuando gobernaba el Perú el virrey Conde de Lemos. Abarcó el territorio comprendido hoy
en los departamentos del Beni y Santa Cruz al "NW de Bolivia, y en parte del Estado de Matto
Grosso, al SW del Brasil. Como anota Vargas Ugarte en su extenso estudio sobre la Misión, "tan
desmesurada extensión hay que atribuirla no sólo a lo diseminado y raro de la población, sino
también al hecho de haberse visto precisados los misioneros a escalonar las reducciones a lo largo
de las principales arterias fluviales que cruzan el territorio de Mojos, a fin de contar con un medio
fácil de comunicación entre ellas y a buscar los lugares altos y salubres que las pusieran a cubierto
de las inundaciones. Estas ... fueron un continuo azote de la misión y se comprende el daño que
podían causar en sabanas extensas regadas por innumerables ríos, algunos de ellos muy
caudalosos".

El clima de la misión era de los más insanos que cabe encontrar. El excesivo calor, la humedad,
los insectos y sabandijas de toda clase representaban un continuo tormento para los misioneros.
Al obstáculo climático hay que añadir el proveniente de la enrevesada variedad de las lenguas.
Según uno de los misioneros, se contaban hasta 30 idiomas diferentes correspondientes a otras
tantas tribus. Las principales eran: itonamas, baures, guarayos, tapacuras, yuracares, mojos,
cayubabas, mobimas, chiribas, chumanos y toromonas. Las naciones vecinas eran los chiquitos,
mujuonos, cafiacures, raches, toros. Los ríos entre los que se desenvolvía la vida de los indios
son: Itenes, Baures, Beni, Guaporé, Mamoré, Magdalena.

Para superar la diversidad lingüística, los misioneros idearon extender el uso de una sola lengua
y para ese fin eligieron la moja, considerada por ellos la más dulce y sonora, y cuya gramática
posee alguna semejanza con la quechua. Se distinguieron en el estudio de la lengua moja el padre
Julián de Aller y el padre Pedro Marbán, autor de un Arte de la lengua moxa con su vocabulario
y catecismo, publicado en Lima en 1701 y reimpreso en Leipzig en 1894.

Se estima con razón que los verdaderos fundadores de las misiones de Mojos fueron, además de
Aller y Marbán, el padre Cipriano Barace y el hermano coadjutor José del Castillo. Estos últimos
fueron destinados en 1674 por el padre Visitador Hernando Cavero a recorrer el territorio de los
mojos, observar atentamente a sus habitantes en todos los aspectos "y qué esperanzas se puede
tener de fruto". Al término de sus primeras instrucciones, fechadas en Arequipa el 25 de junio de
1674, formula el padre Cavero esta expresiva orden: "Al Obispo pidan las licencias y no lleven
soldados consigo".

Los pasos iniciales de los misioneros fueron realmente penosos. Barace y Marbán cayeron
enfermos a causa de lo malsano del clima. Los habitantes que encontraron les recibieron con
indiferencia. "No dejarán de recibir el bautismo -dicen los padres en sus cartas- cuando estuvieren
para morir, pero que de comunidad se hagan cristianos en vida no lo podemos asegurar" (20 abril
1676). Se refieren a las gentes que habían hallado a lo largo del trayecto bajando el río Guapay
(actualmente llamado río Grande) hasta su confluencia con el Mamoré (en donde se tocan los
departamentos de Beni, Cochabamba y Santa Cruz).

El animoso padre Barace, repuesto de su enfermedad, se dedicó a consolidar la reducción de


Loreto, para lo cual resolvió introducir en los llanos el ganado vacuno. Volvió a Santa Cruz para
traer el número de cabezas necesario para su multiplicación en el país, y aun aprendió el oficio de
tejedor a fin de adiestrar a los indios en el oficio. No le fue fácil recorrer los casi trescientos
kilómetros en plena selva y por río conduciendo un centenar de reses. Mas la constancia del padre
Barace venció los obstáculos. Después de 54 días de marcha arribó a Loreto con el ganado, que
habría de representar una valiosa aportación para la subsistencia del pueblo. Como escribe Vargas
Ugarte: "La trocha estaba abierta y el celo de los misioneros la iría ensanchando y una nueva
cristiandad habría de surgir en aquellas vastas llanuras, antes sumidas en las tinieblas del error".
Entablado el pueblo de Loreto, sirvió de base de operaciones para viajes de exploración y tanteo.
A los ya nombrados Marbán y Barace se añadieron nuevos refuerzos, destinados por el provincial
del Perú desde Lima.

En 1687 Barace fundó la segunda reducción, llamada Trinidad, sobre el río Grande. El padre
Orellana fundó San Ignacio en 1689, y posteriormente se resolvió el establecimiento de otras tres
reducciones: San Javier, San José y San Borja.

Hacia 1697 vinieron a agregarse a las anteriores dos nuevas reducciones: San Pedro y San Luis.
Uno de los iniciadores de San Pedro, el padre Arlet, recuerda los comienzos plenamente
evangélicos de estas reducciones: "Entramos -dice- sin armas ni soldados, acompañados
solamente de algunos indios que nos servían de intérpretes". Más de mil doscientos indígenas
contribuyeron pacíficamente a echar los cimientos de la nueva población de San Pedro. En
cambio, la de San Luis fue una fundación precaria. Los indios mobimas y erirunas no secundaron
a los misioneros, y hacia 1700 la población no contaba con casa cural ni con iglesia.
Para tener un compendioso resumen de las misiones de Mojos a finales del siglo XVII
recurriremos a un interesante Memorial del padre Marbán al virrey del Perú Conde de la
Monclova, donde manifiesta:

"en dichas misiones están entendiendo veinte religiosos, los dieciocho


sacerdotes y dos coadjutores y tienen formados cinco pueblos y otros cuatro
nuevos pueblos con cuatro capillas y bautizadas en dichos diez pueblos más
de diez mil almas y en los cuatro restantes catecúmenos y por bautizar más
de otras cuatro mil y son tantas las naciones descubiertas, reducidas y
amistadas y que piden el santo bautismo, que aunque fuesen otros veinte
sacerdotes más, no bastarán para satisfacer a todos y reducir la multitud de
gente que ofrece el país, donde tiene gastados la Compañía más de cien mil
pesos con la conducción de sujetos, herramientas, ganados, etc. y otras cosas
que han conducido para la mayor facilidad en admitir nuestra santa fe y en
adornar las iglesias..."

Y añade Marbán que, dada la distancia y difíciles caminos hasta la misión de Mojos, la Compañía
gasta mil pesos por jesuita que va a ella, y corno los indios son bárbaros y carecen de comercio
con otras gentes, hace falta dinero para herramientas y construcciones. Por lo cual pide al Virrey
que asigne alguna cantidad a los pueblos fundados. El Conde de la Monclova vio con simpatía la
demanda de los misioneros de Mojos; escribió al rey, y el resultado fue el otorgamiento de ocho
mil pesos en las cajas de Potosí.

Un escueto censo de la época da las siguientes cifras:


Pueblos Familias Bautizados Párrocos
Loreto 650 Vega y Borinie
Trinidad 482 2,693 Garriga y Morillo
San Ignacio 561 3,202 Orellana y Mayorana
San Javier 507 1,863 Zapata y Fernández
San José 322 2,288 Espejo y U garra

LA MISION DE MOJOS EN EL SIGLO XVIII


Los misioneros trataron de dar cumplimiento a las orientaciones del Visitador, padre Diego
Francisco Altamirano (1700), nacidas de la observación atenta de la realidad de los pueblos y de
sus consultas con los religiosos. Así, se decidió crear cabildos y regimientos y colaboradores
seglares de entre los mismos indios, a fin de habituarlos a la iniciativa y el actuar responsable.
Amplióse también el volumen de la agricultura, con la introducción del arado de bueyes y nuevos
cultivos como el arroz, la caña de azúcar e incluso el trigo y la vid. No obstante, la acometida de
las enfermedades y las fiebres, la misión de Mojos se proyectaba floreciente en los primeros
decenios del siglo XVIII con nueve reducciones y una población de casi veinte mil personas; la
población total de aquellas regiones se calculaba en setenta mil.
De una Breve Noticia de las misiones compuesta por el padre Nicolás de Figueroa se colige el
orden, el método y la constancia que iban pacientemente inculcando los misioneros y sus
auxiliares. Se enseñaba no sólo la doctrina cristiana y la vida moral y honesta sino también los
oficios y artes manuales. De allí salían diestros los nativos como alarifes, carpinteros, doradores,
zapateros, sastres, músicos, herreros, labradores, pescadores de río, etc. Los beneficiados eran los
antiguos indómitos mobimas, churimanas, cayubabas, guarayos, tapacuras y baures.
Como ocurría en las misiones septentrionales de Maynas, también las de Mojos recibieron el
valioso contingente de los jesuitas germanos e italianos. Y así podemos nombrar a los padres
Arlet, Leyden, Borinie, Dirrheim, Mayr, Schmidt, de Prato, Schleirner, Rehr, Reiter, Bussoni,
Pozzobonelli, Altogradi. Como todavía por aquella época subsistía en la mentalidad del Real
Patronato el prejuicio contra los religiosos extranjeros, hubo de acudirse a ingenuos ardides para
que los dejasen venir a estas tierras. Por ejemplo, se les registraba como procedentes de los estados
de Flandes sometidos al rey católico, siendo así que venían de Austria, Alemania o Bohemia.
Tales operarios significaron en la misión un idóneo y utilísimo refuerzo: eran ingenieros, músicos,
maestros de obras, enfermeros, científicos.
El 16 de setiembre de 1702 fue un día triste para las misiones de Mojos, ya que el célebre padre
Cipriano Barace halló la muerte trágicamente a manos de los indios baures, que le mataron a
flechazos y golpes de macana. Barace había sido uno de los fundadores de la misión y había
trabajado en ella de modo heroico y ejemplar durante veintisiete años. La noticia de su martirio,
si bien impresionó a todos, no amilanó a los padres, sino que les animó más a trabajar por la
completa reducción de los temibles baures. Tal como había ocurrido en Vilcabamba luego de la
muerte del protomártir Diego Ruiz Ortiz, en que la justicia civil hizo escarmiento entre los nativos
sospechosos de la muerte del misionero agustino, así también el gobernador de Santa Cruz envió
una expedición militar punitiva, que tomó unos doscientos rehenes y ajustició a uno de los
principales actores del asesinato del padre Barace.
Por aquella misma época se fundaron dos nuevas reducciones en tierra de Mojos: San José de
Chiquitos y San Pablo, esta última en la vecindad de los feroces mobimas. Víctima de ellos murió
el jesuita pisqueño Baltasar Espinosa (1709), antiguo alumno de los colegios limeños de San
Martín y San Pablo. Fue la segunda víctima que la Compañía de Jesús ofrendó en las misiones de
Mojos.
Tres reducciones nuevas fueron emprendidas entre los nativos baures: Concepción, San Joaquín
y San Martín, en los afluentes del río Baures. Si bien las reducciones se vieron amenazadas por
los bandeirantes o paulistas, resistieron en buen estado hasta la expulsión de los jesuitas, y
llegaron a tener aproximadamente dos mil habitantes cada una.
Las narraciones de los misioneros, entre las que descuella la Descripción de los mojos por el padre
Francisco Javier Eder, jesuita húngaro, escrita en Buda en 1791, relatan con abundancia de
detalles la vida cotidiana de misioneros y nativos. Son una precisa fuente para la ciencia
antropológica y etnológica, pero también para la historia misional. En estas páginas vemos, por
así decirlo, la misión por dentro, en su rutina y en sus solemnidades, expectativas y
desfallecimientos; en sus realizaciones materiales, como la construcción de templos y capillas,
cultivos y cosechas; Y en los progresos de la cultura humana y política, como la estructura del
gobierno vecinal, la creación artística y el avance de la instrucción basada en la difusión de la
lengua de los mojos.
En la época de lluvias. La Carta Anua de los misioneros de 1751, luego de registrar el traslado de
los pueblos de San Javier y Loreto a nuevas ubicaciones, anota el hecho de que los Padres se
embarcaban en las gradas de la iglesia en canoa grande para llevar el viático a los enfermos. A
los estragos de las gigantescas inundaciones se añadían los de las pestes, que diezmaban pueblos
enteros, como aconteció, a mediados del siglo XVIII, con San José de las Pampas, San Miguel de
Itenes, Santa Rosa, San Luis y San Pablo.

En 1720 hallamos la siguiente lista de reducciones:


Loreto San Borja
San Juan Bautista. Santa Rosa
Trinidad Exaltación
San Ignacio San Pablo
San Javier Reyes
San José San Joaquín
San Pedro San Martín
San Luis Santa Ana
San José Magdalena

Suman en total cerca de veinticinco mil bautizados y seis mil catecúmenos.

SUPRESIÓN Y EXPULSIÓN (s. XVII)


“La decisión de desterrar a los jesuitas de España y sus dominios no fue una idea que vino a la
mente de Carlos III de la noche a la mañana. Maduró en el grupo dirigente de la monarquía,
inspirado por Pedro Rodríguez de Campomanes que, conociendo lo que había sucedido en
Portugal (1759) y Francia (1764), juzgaba posible proceder al extrañamiento de los miembros de
la Compañía. Las reales motivaciones fueron muy variadas. Aunque ha sido un lugar común
atribuirlas a maniobras de la masonería o de la impiedad, hay que admitir que en el movimiento
antijesuítico se juntaron obispos ilustrados y re galistas, togados, manteístas, frailes y
burócratas.El pretexto lo dieron, por una parte, las turbulencias del Paraguay y, por otra, el
llamado «motín de Esquilache» del 23 de marzo, domingo de Ramos de 1766. En uno y otro caso
se descubría la mano de los jesuitas.

El fundamento jurídico de la expulsión fue preparada por Pedro Rodríguez de Campomanes,


quien, en su dictamen fiscal, suscrito en Madrid el 31 de diciembre de 1766, acumula acusaciones
de toda índole. El dictamen, cabeza de proceso del juicio a los jesuitas, es un documento
sumamente extenso; comprende nueve capítulos y 746 párrafos. Campomanes —como lo notan
los editores Cejudo y Egido— insiste en dos puntos de relevancia sociojurídica: (1) cualquier
delito cometido por un particular debe ser imputado al cuerpo entero de los jesuitas; (2) a
«crímenes» colectivos deben corresponder remedios radicales colectivos, el principal y el único
de los cuales «será el extraña miento del reino (o la extinción absoluta), puesto que se trata de un
cuerpo en el que la sospecha de reforma sería una absurda quimera».Las acusaciones del dictamen
se examinaron en la consulta del consejo extraordinario del 29 de enero de 1767. Un mes después,
el 27 de febrero, firmó Carlos III en El Pardo, el real decreto de expulsión de los jesuitas «de
todos mis dominios de España e Indias, Islas filipinas y demás adyacentes».

El decreto fue despachado a «los Virreyes, Presi dentes, Audiencias, Gobernadores, Alcaldes
Mayores y otros cualesquiera Justicias de aquellos Reinos y Provincias». Acompañaba al real
decreto una minuciosa instrucción, preparada personalmente por el conde de Aranda. Contenía
29 puntos, en los que, con detalle, se precisaban los modos de proceder a la ocupación de los
colegios, noviciados y demás residencias de la Compañía en España y ultramar. La instrucción
junta consignas de estrictez y rigor para con los religiosos, impidiendo que se comuniquen por
escrito o de palabra «hasta su salida del Reino por mar»; y advertencias humanitarias de buen
trato hacia los ancianos y enfermos. Se prohíbe a los encargados de la ejecución del extrañamiento
incurrir «en el menor insulto a los religiosos».
LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS EN EL PERÚ
En el Virreinato del Perú, el presidente de la Audiencia de Charcas, Victorino Martínez de Tineo,
fue el encargado de ejecutar el decreto en las casas de Chuquisaca, Potosí, La Paz, Juli, Oruro,
Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra y misiones de Mojos (de la provincia jesuita del Perú) y en
la de Tarija y misiones de Chiquitos (de la del Paraguay). El virrey Manuel de Amat estaba
encargado de la ejecución del decreto en las casas de la Audiencia de Lima: Lima, Callao, Cusco,
Arequipa, Trujillo, Ica, Huamanga, Pisco y Moquegua. En todas esas casas se procedió al
extrañamiento el 9 septiembre.

Los documentos a los que hemos hecho referencia llegaron al palacio virreinal conducidos por un
oficial procedente de Buenos Aires el día 20 de agosto de 1767 a las 10 de la mañana. El paquete
lacrado fue revisado personalmente por el virrey Manuel de Amat y Junyent. Enterado de su
contenido, Amat fijó para la ejecución de la real orden el 8 de setiembre. Con gran secreto
convocó a quienes debían participar en el operativo, de modo que en Lima no trascendió nada de
lo que iba a ocurrir. Había «gravísimas penas» señaladas para quienes lo revelasen. Como habrían
de intervenir tropas de la milicia, el virrey hizo servir una cena especial en palacio con ocasión
de la fiesta de Nuestra Señora de Montserrat y allí las entretuvo hasta el amanecer del 9 de
setiembre. A eso de las 2 de la madrugada, Amat distribuyó las comisiones para la ocupación de
los cuatro edificios de la Compañía en la capital. Estos eran el Colegio Máximo de San Pablo, el
Noviciado de San Antonio Abad, la Casa Profesa de los Desamparados y el Colegio del Cercado.
El total de las tropas ascendía a más de setecientos hombres. Creemos que tan férreo aparato
policial no se había visto nunca antes en Lima.

LA INTERVENCIÓN EN EL NOVICIADO SAN ANTONIO ABAD.


A las 4 de la mañana se dirigió la comisión desde el palacio del virrey, con una «compañía de
artilleros y bombarderos» de sesenta hombres, al mando del capitán Fermín Lizarazo y el sargento
mayor marqués de Salinas. En menos de diez minutos recorrieron las diez cuadras que medían
entre la Plaza Mayor y el noviciado. En total fueron 38 religiosos los intervenidos. Acto seguido,
el oidor Messía y Munive requirió al rector Doncel para que dijese qué religiosos se hallaban
empleados fuera del noviciado. El padre Doncel dio los nombres del hermano Andrés Seyán,
chacarero, y del hermano Simón García, trapichero de la hacienda Santa Beatriz. Pero añadió que
en la hacienda de San Jacinto (en Santa), distante 90 leguas de Lima, se hallaban los hermanos
Juan Díaz y Natal Misio (o Michi), trapichero; en la hacienda San José, contigua a San Jacinto,
estaba el hermano Antonio Barrera, y en la hacienda (no de cañaveral sino de viña) llamada
Motocachi (provincia de Santa) se hallaba el padre Baltasar Márquez. Además, el padre Doncel
nombró a cuatro sir vientes o «donados» (Marcos, Sebastián, Pedro, Antonio), que llevaban
sotana; y algunos negros esclavos. Solamente entonces el escribano Manuel Meneses recibió la
orden de dar lectura al «Real De creto, su fecha en El Pardo a 27 de fe brero de dicho año, en que
S. M. ordena el extrañamiento y expulsión de los padres jesuitas. Y enterada la dicha Comunidad
de su contexto, dijo el Padre Rector que se conformaba con la Real Resolución, y que estaba
pronto a obedecer con su mayor rendimiento y su misión las órdenes y mandatos de su Soberano.
Y esto mismo dijeron los demás religiosos expresando ser leales vasallos de S. M.».

Todos sacaron sus jergones, «mudas de ropa, cajas, pañuelos, tabaco, chocolate y utensilios de
aseo», así como los breviarios y libros de devoción. En los carruajes que ya estaban aguardando
en la puerta del noviciado, 14 jesuitas fueron conducidos al Colegio de San Pablo, y
permanecieron en la casa de formación única mente el padre Sestier, administrador de la chacarilla
de San Bernardo, el hermano José Orobia, procurador, el hermano Georg Spörer, panadero, y el
hermano Jaime Quin tana, encargado de la ropería (a fin de que de volviese la ropa civil a los
novicios). Ante estos, reunidos luego en el domicilio particular del fiscal Diego de Holgado, les
preguntó el magistrado que con toda libertad dijesen cuál camino querían seguir. Como los
jóvenes no tenían todavía ningún vínculo canónico que los ligase con la Compañía de Jesús, la
mayor parte regresaron a sus casas.
Así terminó la primera diligencia de la ocupación del Noviciado de San Antonio Abad el 9 de se
tiembre de 1767. En los días subsiguientes al allanamiento dictado por Amat, la comisión
presidida por el oidor Messía Munive procedió al inven tario del inmueble (que es hoy la casona
de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos). El voluminoso inventario fue publicado en
1956 por don Luis Antonio Eguiguren, que fue director del Archivo Nacional y llegó a ser
presidente de la Corte Suprema de la República. Del inventario de San Antonio Abad conviene
destacar la relación completa de los libros de la biblioteca. Allí están indicados nada menos que
3.563 títulos y 4.961 volúmenes, y no solo de tema teológico o religioso sino también obras de
filosofía, literatura griega, latina y castellana. Vemos señalados libros de Horacio, Virgilio,
Cicerón, Aulo Gelio, Tito Livio, Juvenal, Terencio; la «vida» de fray Martín de Porres por
Medina, cuando el lego mulato aún no había sido beatificado; la Historia del Perú y de la Florida
por Garcilaso Inca de la Vega, en tres tomos en folio.

EL DESTINO FINAL DE LOS JESUITAS EXPULSOS


Por las vías del Cabo de Hornos o Panamá, los expulsos partieron al Puerto de Santa
María (España), entre octubre 1767 y julio 1769. El 29 de octubre de1767 se embarcaron en el
navío El Peruano 181 jesuitas, entre sacerdotes, estudiantes y coadju tores. La primera etapa duró
32 días hasta Valparaíso, donde subieron al barco 24 jesuitas de Chile. El segundo grupo de
desterrados salió del Callao el 15 de diciembre de 1767 en la Balandra de Otaegui, pero el navío
siguió esta vez la ruta de Panamá, con tras bordo hacia Cartagena. De allí a La Habana,
continuando el penoso viaje, para concluir en Cádiz el 23 de noviembre de 1768: 92 días había
durado la travesía de este tramo atlántico. A las dos anteriores expediciones se sumaron otras dos:
una con 120 jesuitas, que salió del Callao en el navío Santa Bárbara el 26 de marzo de 1768. La
otra, el 24 de abril, a bordo de El Prusiano, que zarpó del Callao tomando la peligrosa y pesada
ruta del Cabo de Hornos, con ochenta jesuitas de la provincia del Perú. La mayor parte de los
exiliados fueron a parar a los Estados Pontificios. Los españoles y criollos fueron enviados a
Ferrara, lugar asignado a la provincia del Perú, y los demás, a sus respectivas provincias. Muchos
pidieron la dispensa de sus votos, sobre todo los estudiantes, como fue el caso de Juan Pablo y
Anselmo Viscardo y Guzmán. El Papa Clemente XIV (Ganganelli), presionado por las cortes
borbó nicas y en particular por el embajador español Moñino, declaró extinguida la Compañía de
Jesús por el breve Dominus ac Redemptor, del 21 de julio de 1773.
Fiándose de las promesas del gobierno español de permitir el regreso a sus países de
origen a los que salieran de la Compañía de Jesús, abandonaron ésta 91 sacerdotes, 43 escolares
y 28 hermanos de la provincia del Perú, casi todos criollos. En el momento de la supresión de la
Compañía de Jesús (1773), los jesuitas de la provincia del Perú eran aún 99 sacerdotes y 39
hermanos.
Permitido el regreso de los antiguos jesuitas a España y a las colonias de América entre
1798 y 1799, muchos lograron llegar a España, sobre todo a Barcelona y Cádiz, desde donde
enviaron en vano a Madrid sus peticiones de regresar al virreinato. En la Biblioteca de la Historia
y en el Archivo Histórico Nacional de Madrid se conservan solicitudes de retorno a Lima,
Huancavelica, Moquegua, Arequipa, La Paz y Cochabamba.
Por real cédula de 1769, ejecutada por Amat a través de la Junta de Temporalidades, el local del
noviciado sirvió para el nuevo Colegio o Convictorio de San Carlos, sobre la base de los antiguos
colegios de San martín (jesuita) y Real de San Felipe. En la segunda mitad del siglo XIX, el
edificio fue cedido a la Universidad de San Marcos. El templo de San Carlos, convertido en 1924
en Panteón de los Próceres, depende del Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú
(Ministerio de Defensa).”

RETORNO (s. XIX)


Restaurada la Compañía de Jesús en 1814, diecisiete antiguos miembros de la Provincia
del Perú se agregaron a ella. El más conocido de todos fue el español Antonio Alcoriza, uno de
los primeros compañeros de (san) José Pignatelli, que fue rector del Colegio Imperial de Madrid.
En las Cortes de Cádiz, junto con todos los representantes “españoles americanos”, menos uno de
Quito, los cinco diputados del virreinato del Perú había pedido (9 abril 1811) la restauración de
la Compañía en la América española, por ser su presencia “de la mayor importancia para el cultivo
de las ciencias y para el progreso de las misiones”.
Después de que Pío VII restauró (7 agosto 1814) la Compañía, Fernando VII, por real
cédula del 25 mayo de 1815, la restableció en todos sus dominios y ordenó que sus bienes les
fuesen devueltos. El virrey del Perú, Joaquín de la Pezuela, dio cumplimiento a esa orden el 9
abril 1816. El mismo año el cabildo de Lima escribió al Rey que para hacerla efectiva se dispusiera
el establecimiento de los jesuitas en el virreinato, pues habían sido ellos en el pasado quienes
“promovieron la ilustración pública y las buenas costumbres”, y que en el presente “son
necesarios” y que su falta ha sido muy sensible “como se ha experimentado en los tiempos
corridos desde su expatriación”. Entre 1816 y 1817, hicieron llegar sus peticiones similares los
cabildos de Cajamarca, Chachapoyas y Trujillo. Un sacerdote del Oratorio de S. Felipe Neri,
Domingo López Escamilla, ex novicio de la Compañía, que había optado por quedarse cuando la
expulsión, escribió (16 junio 1816) de Lima al P. General Tadeo Brzozowski, pidiéndole el envío
de jesuitas e indicando que las rentas de los bienes que fueron de la Compañía podrían servir para
sufragar los gastos de viaje y reconstruir los ruinosos edificios.
Declarada la independencia de la república del Perú (1821), todos los intentos anteriores
se interrumpieron por el predominio de los gobiernos liberales y anticlericales. El 26 noviembre
de 1855, se dictó una ley que prohibía el restablecimiento de la Compañía, que llegó a abolirse
en la constitución del año siguiente.
En 1871, el P. General Pedro Beckx accedió a la petición del obispo de Huánuco, Manuel
Teodoro del Valle, de enviar jesuitas para la dirección de su seminario. Se destinaron al Perú los
PP. Francisco Javier Hernáez, superior, Jorge Sendoa, Mateo López, Gabino Astráin y Antonio
Garcés y los HH. Saturnino Villalba y Patricio Salazar. El Perú pasó a formar parte de la misión
ecuatoriana, dependiente de la provincia de Castilla. En 1873, se abrió en Lima una residencia y,
en 1878, se fundó el Colegio de la Inmaculada. En 1879, los jesuitas fueron expulsados de
Huánuco por las autoridades liberales. En abril de ese mismo año estalló la guerra del Pacífico,
que enfrentó a Perú y Bolivia contra Chile. Los jesuitas prestaron ayuda en los hospitales de
sangre y algunos fueron capellanes del ejército peruano. Se distinguió por su servicio abnegado a
los soldados heridos el sacerdote diocesano Nicanor Palomino, que fue admitido en la
Compañía después de la guerra, el primer peruano jesuita de esta segunda época.
En 1881, la misión peruana (que incluía Bolivia) y la ecuatoriana pasaron a depender de
la recién creada Provincia de Toledo. Unidas en una sola jurisdicción, tuvieron como primer
superior a Martín Goicoechea, con sede en Quito. En 1882, se fundó el Colegio San Calixto en
La Paz (Bolivia) y en 1884, el gobierno devolvió a la Compañía la Iglesia de San Pedro de Lima,
del antiguo Colegio Máximo de San Pablo. Pronto empezaron a llover pedidos para tomar un
colegio en Lima (el colegio Normal de Varones) que terminó siendo el Colegio de la Inmaculada
(Lima). Luego recibieron la Iglesia de San Pedro (Lima) y desde allí dieron el salto a Arequipa
para fundar el Colegio San José (Arequipa) y encargarse del Templo de La Compañía en esa
ciudad. Con el Noviciado y una casa de Ejercicios Espirituales en Miraflores, se completa el
cuadro de entonces: desde dos grandes centros del Perú fueron los jesuitas formando a
generaciones de jóvenes y asociaciones cristianas (Legión de María, luego CVX) que cumplían
un importante apostolado en ambas ciudades.

LA MISION CONTINUA (s. XX – XXI)


A inicios de 1946, el Papa encargó a la Compañía la atención del Vicariato de San
Francisco Javier del Marañón. Fue un paso clave en la historia de la Provincia Peruana ya que
empezó a llegar a las fronteras y al mundo indígena. La cadena de puestos de misión era larga y
servían de puerta de entrada a la Amazonía (San Ignacio, Santa Rosa, Bellavista, Nieva, La Coipa,
Tabaconas, Jaén, Pucará, Chiriaco, Colasay…). Como también se alargaba la cadena de servicios
pastorales en respuesta a los desafíos de aquella Iglesia: Parroquias y centros educativos,
catequistas y “Etsejin” (agentes pastorales en lengua awajún) radiodifusión y capacitación
técnica, Vicaría de solidaridad, de medio ambiente, etc.
Paralelamente, la Provincia Peruana abarcó buena parte del mapa y se extendió por el sur
hasta Tacna, en la sierra hacia Cusco, Juliaca, Abancay y Huancayo, por el norte hasta Chiclayo
y Piura, y en la misma ciudad de Lima se atendía en las Parroquias de Fátima, Santo Toribio,
Desamparados.
En 1967 comenzó Fe y Alegría con su propuesta de alcanzar una educación pública de
calidad a favor de la población más necesitada. Al fundar la Universidad del Pacífico (Perú) u
orientar la Pontificia Universidad Católica del Perú (de la cual el P. Felipe Mac Gregor SJ fue
rector) quiso ser un aporte a la profesionalidad de país.
En 1968 se crea la Provincia del Perú con tres regiones, que asumían retos más locales:
el Sur con Arequipa, Tacna y Juliaca (en colaboración con la Provincia jesuita de Chicago, USA),
el Vicariato de San Francisco Javier en Jaeén y Marañón, Lima con la sierra y costa Norte. Todo
ello abrió cauces de solidaridad y compromiso: las obras de pastoral social y educación popular
se multiplicaron en sectores marginales, las parroquias de El Agustino con el SEA, Urcos (Cusco)
con el CCAIJO, Chachapoyas, Jarpa con el PROCAD, junto al CIPCA y el CEOP de Ilo.
En los años 80 y en sintonía con los terribles problemas que sufría la población, se abrió
una residencia en Ayacucho, donde se implementaron comedores, programas de madres de
familia, comités de defensa de derechos humanos.
Poco tiempo después nuevas obras se abren para formar personas que asuman la marcha
del país, tales como la hoy Universidad Antonio Ruiz de Montoya o el Centro de Espiritualidad
y los llamados Centros Loyola, estos últimos, con la espiritualidad ignaciana como pedagogía de
la libertad y para discernir las decisiones.
En los años 90 los jesuitas entran en la dinámica del trabajo en redes. La Compañía
contaba ya con Fe y Alegría y fue implementando la red CORAJE en Tacna, CONSIGNA para
lo educativo, SEPSI para los centros sociales, la Red Apostólica Ignaciana (RAI) y el Consorcio
“Juventud y País” para la participación juvenil en la gestión local.
Durante los años 2010 en adelante comienzan los jesuitas a implementar su organización
en estructuras de “plataformas” regionales, incorporando a otras instituciones amigas o cercanas
para proyectar servicios en común a las diferentes regiones en que se encuentra actualmente la
Compañía de Jesús en el Perú.

También podría gustarte