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Historiografía, memoria,

ciudadanía y política
Reflexiones desde el oficio de historiador

Sergio Grez Toso


PRESENTACIÓN
TEORÍA HISTORIOGRÁFICA,
HISTORIOGRAFÍA Y POLÍTICA

“Alejado de la realidad, trabajando exclusivamente sobre el


pasado, recopilando documentos muertos, aislado de la producción
de bienes materiales por los muros del archivo o la biblioteca, el
historiador moderno es el gran triunfo intelectual de la burguesía
que ha tenido en él su funcionario más fiel, barato y eficiente”.

Manuel Moreno Freginals


La historia como arma | 1983

En este libro, Sergio Grez recoge textos que han


sido escritos no como parte fundamental de su
obra, abocada esta como sabemos al estudio de
la politización de los sectores populares en Chi-
le desde mediados del siglo XIX, sino textos que se
han desprendido de dicha actividad investigativa,
pero que no por ello son secundarios, al contrario.
Constituyen lo que Josep Fontana, en la huella de
Pierre Vilar, denominaba teoría historiográfica, esto es,
la instancia autorreflexiva a la que estaría obligado
todo historiador en la que somete a crítica sus propias
prácticas y las de quienes trabajan en zonas aledañas

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a su campo de estudio. Único discurso teórico válido


para la historiografía, según Fontana y Vilar, dado su
implicación directa con el objeto, perspectiva esta
que siempre tuvo bajo sospecha lo que se consideraba
“intromisiones” de filósofos y “epistemólogos”, y que
en la época de los dos historiadores aludidos se sinte-
tizaba en la irrupción de la figura de Louis Althusser
y su ya famoso juicio sobre Marx en tanto creador de
“la ciencia de la historia”, pero una ciencia “sin esta-
tuto epistemológico”.1 Creo prudente recordar estas
referencias pues, como se verá, Grez parece adherir
a dicho planteamiento y al espíritu de esa época.
La fórmula teoría historiográfica, de hecho, ataba de
diferenciarse de la de filosofía de la historia, todavía
asociada la actividad especulativa sobre el sentido del
acontecer, el postulado de “leyes” o bien al análisis
formal de la explicación histórica para medir la cien-
tificidad del saber. Una teoría historiográfica tendría
como objeto principal de análisis la sola producción
de la historiografía, aunque no únicamente para que-
darse en la revisión de sus procedimientos –en su
apodicticidad– sino también para examinar los con-
dicionamientos sociales, contexto y rendimiento
político de dicha producción, que es precisamente
el ejercicio que realiza Sergio Grez en los diversos
textos que componen este libro, lo que la mayor

1. Al respecto ver: Pierre Vilar, Althusser, método histórico e


historicismo, Barcelona, Anagrama, 1968; Josep Fontana,
La historia que se piensa, Concepción, Escaparate, 2009.

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parte de las veces supone la crítica, la interpelación a


autores adyacentes y la polémica.
Otra forma posible de leer estos escritos es
descubriendo en ellos la “estructura” de la obra del
autor, el sentido implícito en la forma de organizar
narrativamente su investigación, en una palabra:
su filosofía de la historia subyacente, pues como sa-
bemos al menos desde Metahistoria (Hayden White),
ningún relato generalizador de la historiografía se
sustrae de tal o cual filosofía de la historia. Esa es la
condición (y límite) de la historiografía como saber
moderno y, por ello, el saber sobre el pasado que se
organice al margen de este rasgo, puede ser saber so-
bre el pasado, pero no historiografía.
Esa “filosofía” en la obra de Grez, como en la me-
jor tradición moderna, “se descubre” en los hallazgos
documentales, es decir en y por los hechos que iden-
tificamos mediante dichas huellas. Esta afirmación
–así, en unos términos ya casi caducos– no constituye
mera ingenuidad como nos ha acostumbrado a creer
cierta iconoclastia historiográfica, sino que sencilla-
mente describe un procedimiento, desde luego no
exento de toda una axiomática que hace posible eso
que llamamos “la historia”. El ya citado Pierre Vilar,
discutiendo con Althusser, lo planteaba en los si-
guientes términos: “Historia razonada, por el momento,
creo que ese es nuestro terreno, ciertamente modesto,
y admito todas las discusiones sobre el detalle de
los procedimientos, sobre la legitimidad de los
razonamientos. Por el contrario, lo que me parece

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indiscutible es la legitimidad del principio mismo


de razonar la historia”.2 Afirmar la posibilidad de
poder descubrir una estructura, una racionalidad,
un sentido si se quiere, no implica automáticamen-
te habitar en un realismo ingenuo, pues cuando el
historiador no decide simplemente acomodar los
hechos a una estructura previamente elegida, su fide-
lidad a los hallazgos documentales (en tanto huellas
de lo real-pasado) puede tener la fuerza de corregir
las expectativas de sentido que nos acompañan siem-
pre como –literalmente– prejuicios. Claramente se
reemplazará por otra estructura, pero para obtener
conocimiento no se puede prescindir del sentido,
el que, desde luego, debe asumirse como postulado,
aproximativo, falible y provisorio. No puede ser de
otro modo siendo tan precaria la relación que esta-
blece la historiografía con lo real-pasado: a través de
la “lectura” de huellas, indicios como lo ha explicado
hace ya tiempo Carlo Ginzburg.
Pero lo que impera detrás de todo esto, lo que
moviliza aquí el oficio del historiador, es una cierta
“voluntad de entender” el pasado, inclinación en reti-
rada hoy frente a la curiosidad del turista o la afición
rentabilista del anticuario o el gestor patrimonial.
Se trata de entender lo pasado para descubrir qué se
tiene aún, qué permanece y qué ya no se tiene en el pre-
sente y así poder orientar nuestros pasos; por lo tanto,
estamos situados de lleno en la articulación entre
2. Pierre Vilar, “El método histórico”, en Althusser, método his-
tórico e historicismo, op. cit., págs. 12 y 13.

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discurso de la historia y discurso de la acción, lo que


se conoció en la tradición moderna como conciencia
histórica: “el nudo de enlace entre la actividad del
historiador, la ilustración reflexiva de la sociedad y la
proyección política de un saber crítico”, en palabras
de filósofo argentino José Sazbon.3 En efecto, la obra
de Grez ha ido acompañada de una sostenida activi-
dad pública, ligada a ciertas organizaciones sociales
que promueven la democratización de la sociedad chi-
lena. Los textos acá reunidos dan cuenta de esa viva
relación entre la historiografía y “la vida histórica”.
Ahora bien, ¿cuál sería tal estructura y senti-
do implícito en la obra de Sergio Grez? ¿Cuál sería
el atributo de dicha construcción en los términos
de la tradición a la que adscribe? Para responder
estas interrogantes me parece que hay que fijarse
en lo que, a mi juicio, es el “texto eje” de este libro,
el mismo que años atrás dio origen a una pequeña
polémica con Gabriel Salazar: “Escribir la historia de
3. José Sazbón, “Nueva historia y conciencia histórica”,
en Pablo Aravena, Los recursos del relato. Conversaciones so-
bre Filosofía de la Historia y Teoría Historiográfica, Santiago,
Departamento de Teoría, Facultad de Artes, Universidad de
Chile, 2010, pág. 21. En la misma entrevista Sazbón señala:
“sin duda hay una especie de reclamo de lo que se llama la
Verdad Histórica, que puede ser ingenuo, pero es válido en
la medida que tiene que ver, en mi opinión, con orientacio-
nes de la acción práctica” […]. “Es cierto que frente a este
problema podría contestar alguien como Hayden White
que puesto que la historia no tiene ningún sentido estamos
condenados a dárselo, pero eso implica una especie de he-
roísmo generalizado... un poco orientado por juicios remo-
tamente nietzscheanos”, pág. 26.

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los sectores populares ¿Con o sin política incluida?”.4


Aquí, Grez reaccionaba ante la decisión teórica y la
disposición política de escribir una historia de los
sectores populares al margen del Estado y los Par-
tidos, determinación que en la obra de Salazar y
sus seguidores estaba anclada a la hipótesis de que
habría una historicidad propia del sujeto popular,
un proyecto emancipatorio (vigente aún hoy) que ha
sido pervertido y traicionado cada vez que varian-
tes de dicho sujeto se politizan, es decir, entra en
la lógica del poder estatal y partidista.5 No era fácil
plantearse en contra de esta interpretación por el
año dos mil, cuando, más que hoy, había un rechazo
visceral a la lógica partidista fruto del reciente des-

4. Sergio Grez Toso, “Escribir la historia de los sectores po-


pulares. ¿Con o sin la política incluida? A propósito de dos
miradas a la historia social (Chile, siglo XIX)”, en Política,
vol. 44, Instituto de Asuntos Públicos, Universidad de Chi-
le, Santiago, Otoño de 2005, págs. 17-31. Este texto ha sido
reproducido en numerosas páginas web. Véase, entre otras:
http://www.revistapolitica.uchile.cl/index.php/RP/article/
viewFile/25600/26921
5. Es una polémica que registra antecedentes. Al respec-
to ver: Tomás Moulian, “¿Historicismo o esencialismo?”,
en Proposiciones 20, Santiago, SUR, 1991. Miguel Valderrama,
“Renovación socialista y renovación historiográfica: una mi-
rada a los contextos de enunciación de la Nueva Historia”,
en Mauro Salazar y Miguel Valderrama, (comp.), Dialectos en
transición. Política y subjetividad en el Chile actual. Santiago,
Lom Ediciones, 2000. Las respuestas de Gabriel Salazar se
hallan en Gabriel Salazar, “Prefacio a la segunda edición.
Reposicionando las críticas”, en La violencia política popular
en las ‘Grandes Alamedas’. La violencia en Chile 1947-1987 (Una
perspectiva histórico-popular), Santiago, Lom Ediciones, 2006.

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engaño de una transición a la democracia pactada


y cerrada entre unos pocos partidos de la Concer-
tación, la derecha, los militares y Estados Unidos.
Sin embargo, era necesario hacerlo, justamente,
por los perjuicios que podría traer para la reorgani-
zación política la inmediata identificación entre esa
despolitizada interpretación del pasado y el despoli-
tizado estado de alma presente.
En definitiva, Grez llamaba a tomar distancia
de unas formas de hacer historia que sencillamen-
te dejaban la política excluida, sosteniendo que “el
rechazo a la ‘interpretación alucinantemente políti-
ca’ de los procesos históricos, ha llevado a algunos
historiadores sociales a postular (si no en la teoría,
al menos en los hechos) una historia de ‘los de abajo’
vaciada de su acción política”.6 No obstante, más allá
de la experiencia del fraude de la política del Chi-
le de la transición, la amplia adhesión a un tipo de
enfoque historiográfico de este estilo se ha afirma-
do académicamente, hasta hoy, en ciertas posturas
“pseudoanarquistas” –frecuente de quienes en el
pasado fueron políticamente rupturistas– que re-
pudian o niegan “el poder” por principio, ejerciendo
un desplazamiento de la mirada desde arriba (lu-
gar donde imaginariamente situamos el poder)
hacia abajo (donde se supone no lo hay y donde se
encontraría a cambio pura resistencia y solidaridad),
postura usualmente asociada –casi paradojalmen-
6. Grez, “Escribir la historia de los sectores populares…”,
op. cit., págs. 17-31.

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te– a análisis de inspiración foucaultiana que ya


no sitúa el poder en las estructuras más evidentes
de dominación, sino en los espacios microfísicos,
ejerciendo una indagación –ciertamente no carente
de interés– en rincones poco visitados por los histo-
riadores de profesión, por ejemplo, reconstituyendo
subjetividades “mínimas”, como el propio Foucault
lo planteara: “vidas de hombres infames”, en los
márgenes de la sociedad. El problema no es esta am-
pliación del espectro de examen del pasado, sino el
abandono de los objetos tradicionales del análisis
histórico, pues ¿desaparecieron?
Es en este último sentido que la obra de Ser-
gio Grez podría parecernos historiográficamente
conservadora, un juicio errado que solo se corrige
accediendo a las coordenadas del momento político
en que se construye su planteamiento y a los ecos que
dicho momento encuentra en la parte de la institución
historiadora, frente a los que el historiador toma aquí
posición. Las cosas suelen ser más complejas de lo
que suponemos. No fuera a ser que lo que usualmen-
te se percibe como renovación historiográfica sea el
mejor aval, no de un conservadurismo doctrinario,
aunque sí de un inmovilismo de fondo disfrazado de
basismo, activismo callejero o radicalidad en la segu-
ridad de las aulas universitarias, pues sabemos hace
tiempo que la inteligencia conservadora necesita de
la renovación para preservar sus más importantes
conquistas y que los intelectuales han jugado hasta
aquí un rol fundamental.

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La actividad del historiador se sigue debatiendo


en sus postulados –explícitos o implícitos– acerca
de cuánta dosis de continuidad y ruptura guarda
nuestro presente con el pasado que estudia. En este
sentido, la obra de Grez nos interpela como lectores
y pone a nuestra disposición importantes materia-
les para ayudar a nuestro propio examen y resolver
cuánto y qué pasado se extiende hoy sobre el presen-
te, y qué es lo verdaderamente inédito. Por este solo
hecho su historiografía es “ciudadana”, pues está a
disposición nuestra como punto de apoyo para el
planteamiento de nuestros dilemas y la elección de
posibles repertorios de acción.

Pablo Aravena Núñez


Instituto de Historia y Ciencias Sociales
Universidad de Valparaíso

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