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CASA
DE
LOCOS
CASA DE
LOCOS

narradores latinoamericanos
que estudian un doctorado
en Estados Unidos

Preámbulo de Santiago Vaquera-Vásquez


Epílogo de Betina González

Compilación de Francisco Laguna Correa

P
Narrativa
Latinoamericana
¡Hecho con el corazón en México!

Este libro se realizó sin ningún tipo de apoyo económico o editorial


externo a Editorial Paroxismo.

¡NOS DECLARAMOS UNA EDITORIAL INDEPENDIENTE!

Diseño de la colección: Albán Aira


Portada: FLC
Primera edición: febrero, 2015
Todos los derechos reservados
De los textos: ©Los autores
De la edición: ©Editorial Paroxismo

ISBN-10: 0692342818
Library of Congress Control Number: 2014921470

Manuel Carpio 70 1123 Greenfield Avenue


Santa María la Ribera Pittsburgh, PA
México, DF, 06400 USA, 15217

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sin el consentimiento del editor. All of this book may be reproduced without
permission in writing of the publisher.

Impreso en el Gabacho
ÍNDICE

[ 5 ] Nota del compilador


FRANCISCO LAGUNA CORREA

[ 11 ] Reflexiones de un escritor excéntrico


SANTIAGO VAQUERA-VÁSQUEZ

[ 21 ] Gracias, Lucas
FRANCISCO ÁNGELES

[ 49 ] Flores en las ventanas


JOSEPH AVSKI

[ 69 ] La Ola
LILIANA COLANZI

[ 97 ] El caso de Anna Reitman


ANTONIO DÍAZ OLIVA

[ 119 ] Guisantes y gasolina


DAYANA FRAILE

[ 153 ] Pensando en Prado


ULISES GONZALES
[ 179 ] And it burns, burns, burns
ALEJANDRA MÁRQUEZ

[ 183 ] Mantener fuera del alcance de los niños


MARÍA JOSÉ NAVIA

[ 201 ] Invocación
JULIO CÉSAR PÉREZ MÉNDEZ

[ 243 ] Obituario, la cabeza


MÓNICA RÍOS

[ 251 ] Llamada
PEDRO PABLO SALAS CAMUS

[ 259 ] Taller Literario


JORGE A. TAPIA ORTIZ

[ 267 ] Sobrevivientes
JENNIFER THORNDIKE

[ 285 ] God Fearing Country


BETINA GONZÁLEZ
NOTA DEL COMPILADOR

Casa de locos comenzó como un experimento.


La primera hipótesis fue formulada en una
conversación con interlocutores cuyo nombre
he olvidado: "Es común, a falta de apoyo sufi-
ciente en América Latina, que los latinoameri-
canos con aspiraciones literarias emigren a
Estados Unidos como estudiantes de doctora-
do". Es claro que no todos los latinoamericanos
con "aspiraciones literarias" tienen la posibili-
dad de solicitar admisión a un programa de
doctorado en el extranjero, y podría argüirse
que el grupo que emigra suele pertenecer a
una élite intelectual !o asciende de una élite
intelectual! en sus países de origen. Pero esa
es una cuestión que pongo sobre la mesa para
otro estudio o una posible antología que com-
pile a los que se quedan en Latinoamérica mi-
rando hacia el Norte o hacia sí mismos...

! 5
Ante esta hipótesis, y por mi propia
experiencia como doctorando en Estados Uni-
dos, propuse que las responsabilidades acadé-
micas de este híbrido (escritor y académico) se
convertían en la prioridad para el latinoameri-
cano que emigraba a estudiar al Gabacho. "El
doctorado, con sus seminarios y obligaciones
pedagógicas, consume gran parte del tiempo
de este escritor híbrido", pensé en voz alta.
Así surgió este experimento.

Leí todas las biografías disponibles de


estudiantes de posgrado en las páginas web de
los departamentos de Lenguas Romances,
Español, Estudios Hispánicos, etcétera;
establecí contacto con académicos para inquirir
sobre pistas para rastrear a estos híbridos con-
finados en programas doctorales en Estados
Unidos; envié correos electrónicos y mensajes
directos a través de Facebook... Las respuestas
que recibí, en general, manifestaron entu-
siasmo. Había interés. Tanto que llegué a
pensar que sería necesario hacer dos o tres
antologías para poder incluir a todos los que

! 6
querían participar en Casa de locos. Sin
embargo, como editor, doctorando y escritor
joven radicado en Estados Unidos, tenía
bastantes dudas con respecto al proceso de
edición de este volumen. Sabía que las
responsabilidades académicas de todos los
interesados iban a interferir, en menor o mayor
grado, en el desarrollo de este libro.
El parámetro de inclusión en la
antología era que los interesados enviaran un
cuento inédito sobre un tema específico:
"articular la tensión, si la hay, que surge al
escribir literatura inmerso en un ámbito
académico estadounidense". Recibí respuestas
unánimes de aprobación; incluso Yuri Herrera
!a quien consulté con propósitos logísticos!
manifestó la pertinencia y necesidad de una
antología como esta. El obstáculo iba a ser el
tiempo, los famosos deadlines que rigen la vida
del académico (y en muchos casos también del
escritor profesional).
Muchos de los interesados en participar
en la antología expresaron que el doctorado los
hacía vivir contra reloj. Que sus exámenes

! 7
doctorales, o defensas de propuestas, o de
plano sus tesis ya casi terminadas, absorbían
todo su tiempo. La prioridad los llamaba: el
doctorado.
Atrasé el deadline para la entrega de los
cuentos varias veces, y terminé trabajando con
base en fechas de entrega sui generis e
individuales. El resultado es esta compilación,
esta Casa de locos, cuyo título alude de manera
indirecta a la Universidad y a nuestra dolorida
Latinoamérica. De todos los autores que
mostraron interés en participar, a final de
cuentas !por motivos académicos o
personales! "lograron" enviar sus cuentos
poco más de una docena. Entre los autores que
no "lograron" sumarse al índice de este
volumen se contaban los pocos centro-
americanos con los que pude establecer con-
tacto. Centroamérica es, por este motivo, la
ausencia más palpitante de esta antología.
He afrontado la edición de estas
narraciones como un aprendiz. Edité lo menos
posible para preservar la variedad diastrática y
estilística de los usos de nuestra lengua en

! 8
nuestro continente. La trayectoria lingüística
que este volumen recorre comienza con el
español/castellano fronterizo de Santiago Va-
quera-Vásquez y termina en Argentina con la
prosa omnímoda de Betina González. E
incluye narraciones que cultivan géneros que
van desde el cuento tradicional hasta incur-
siones transgenéricas que combinan la crónica
y la autobiografía con el cuento o la novela.
Mi conclusión provisional es que desde
Estados Unidos se está gestando una literatura
latinoamericana de academia. Híbrida. A la
llamada y controvertible "fuga de cerebros", se
suma la del imaginario literario, bajo pretexto
de obtener un doctorado. Muchos de estos
híbridos regresarán a sus países de origen a la
Universidad; otros optarán por la seducción de
la docencia universitaria en Estados Unidos.
Cualquiera que sea el caso, permanecerán
cautivos en un ámbito universitario o acadé-
mico. Creo que al "autoinstalarse" en el interior
de esta Casa de locos, también se ha renunciado
a mirar in situ los problemas sociales más
álgidos de nuestro continente. Liberarse del

! 9
chaleco académico, si es que la liberación de
estos híbridos es necesaria, será una elección
personal.
Pongo en sus manos el resultado de
este experimento: que vuele el vampiro
!parafraseando a Michel Tournier! en busca
de sus lectores. Híbridos lectores, tal vez...

Francisco Laguna Correa


Durham, NC-Pittsburgh, PA
enero de 2015

! 10
REFLEXIONES DE UN ESCRITOR EXCÉNTRICO
Santiago Vaquera-Vásquez

1.
Estas reflexiones empiezan con un salto. Salía
de Madrid después de participar en la
presentación de la antología Líneas aéreas,
colección que intentaba trazar una geografía de
la nueva literatura latinoamericana, inclu-
yendo a los Estados Unidos. El libro incluye a
72 escritores jóvenes, muchos ya reconocidos a
nivel hemisférico. También contiene un texto
de un Chicano que debutaba como escritor: yo.
Salté de ser un investigador que escribía, a un
escritor que hacía investigación.

2.
Hace unos meses, uno de los estudiantes del
doctorado vino a verme. Quería preguntarme
cómo lo hice para balancear la escritura crea-
tiva con el trabajo académico. Este estudiante

! 11
acababa su primer año de los estudios de
doctorado, antes había hecho una maestría en
escritura creativa y en su país había editado
una revista. El trabajo que le pedían en sus
seminarios !trabajo que le daría un entre-
namiento para ser un excelente crítico acadé-
mico de la literatura! le quitaba tiempo de
escribir.
No tuve respuesta fácil. En mi caso, lo
de llegar a ser escritor fue un camino difícil. En
principio, mi vida como escritor empezó
después de terminar mi doctorado. Aunque
escribí cuentos !en inglés! en mis primeros
años de la universidad, dejé de hacerlo cuando
se me comentaba que lo que escribía no era
suficientemente Chicano. Al entrar a los
estudios graduados, dejé de escribir para
dedicarme a ser investigador y también para
reflexionar en esta cuestión de qué era eso de
ser suficientemente Chicano. Cuando empecé a
escribir en español, descubrí que ya no me se
hacía ese comentario y tenía más libertad para
contar historias.

! 12
La pregunta de mi estudiante es válida.
Ser escritor en un departamento donde se
valora la investigación es una posición que
requiere de un cierto malabarismo donde se
tiene que poner en juego no sólo el deseo
personal de crear, sino también saber lidiar con
los colegas que piden que uno sea un inves-
tigador formal.
Cuando trabajaba en Pennsylvania !en
mis años en que trabajaba como lecturer sin
posibilidad de permanencia, de tenure! un
jefe de departamento me aconsejó que si quería
obtener un puesto en el tenure track que lo
mejor era que nunca mencionara que era
escritor.
Un amigo mío conocía también los
riesgos de querer ser escritor en un depar-
tamento de español. Él y yo terminamos el
doctorado en casi el mismo año y los dos
conseguimos puestos en el tenure track. Se fue a
una prestigiosa universidad en Nueva York y
yo a una en Texas. Una noche en Madrid,
comentó que sabía que su departamento
esperaba que fuera sobre todo un investigador,

! 13
pero tenía otros planes. Quería seguir escri-
biendo novelas y decidió tomar el puesto como
una beca de escritura de seis años. Si no le
renovaban el contrato, por lo menos tendría
novelas ya publicadas. Era una decisión arries-
gada, pero necesaria. Ahora es uno de los
escritores más reconocidos de su generación y
sigue como profesor en la misma universidad.
En mi caso, opté por otra ruta.
Un año después de la presentación de
Líneas aéreas, dejé el tenure track para aceptar un
puesto de lecturer en Pennsylvania. Allá
descubrí que podía seguir construyendo mi
propio camino como escritor y académico. No
fue fácil ya que al entrar a un puesto sin
posibilidad de tenure uno se arriesga a que-
darse allí toda la vida.
Cuando me fui a Iowa con un puesto de
tenure track, fue precisamente por mi trabajo
como escritor.

3.
Una de las dificultades de ser escritor creativo
en un departamento de estudios hispánicos es

! 14
la cuestión de escribir en español desde los
Estados Unidos. Si hubiera optado por escribir
en inglés !como la mayoría de los escritores
hispanos de los Estados Unidos!, tal vez me
hubiera sido más fácil. Al hacer mi carrera
como escritor en español, pareciera que me
condenaba a la marginalización. A la vez, no
me considero un escritor marginal, sino uno
excéntrico. Roger Bartra propone que la mejor
manera para cruzar una frontera es irse por la
tangente, buscar otras maneras para saltar una
barrera y en el proceso borrarla. Crear desde la
excentricidad es relacionarse con un mundo
donde las líneas no están totalmente claras y
vemos la realidad desde una óptica en donde
los fronteras se borran y la solidez de nuestras
raíces se vuelven diáfanas.

4.
Escribir en español cuando uno es parte de la
comunidad hispana de los Estados Unidos !o
sea, la comunidad Mexicoamericana/Chicana,
Puertorriqueña, Cubana y Dominicana! no es
fácil ya que la mayoría de esta literatura está

! 15
escrita en inglés. Incluso escritores de las
nuevas comunidades latinas, como Daniel
Alarcón (peruano) o Ernesto Quiñonez (ecua-
toriano), escriben en inglés. No hay muchos
espacios para publicar en español en los USA.
Las editoriales grandes que entraron a finales
de los noventa con la idea de capturar el mer-
cado hispano terminaron recortando sus pro-
yectos y en vez de nutrir a una generación de
escritores hispanos que querían publicar en
español, se dedicaron a publicar a los que ya
eran autores de casa. En el caso de escritores
latinoamericanos que ya vivían aquí, siempre
podían recurrir a la publicación en sus propios
países. Para nosotros, los que nacimos y
crecimos aquí en comunidades bilingües, no
tenemos esas mismas opciones.
Entonces, ¿para qué seguir en el
intento? Para mí, la respuesta está en el hecho
que existió una tradición larga de escribir en
español dentro de la comunidad mexicoame-
ricana. Escribir en español !o mejor dicho en
spanglish! es una manera de retomar esa
tradición pero también, tal vez, es un recono-

! 16
cimiento de mi conexión con mi pasado como
lector de literatura latinoamericana.

5.
Para que crezca la escritura en español en los
USA, se tiene que recordar la tradición hispana
que existe en este país y también nutrir a sus
escritores. La creación de programas de maes-
trías en escritura creativa en español son
importantes. Por ahora existen tres en los
Estados Unidos: El Paso, NYU y Iowa.
El campo en la academia para la
escritura en español se empieza a abrir, como
también las posibilidades de publicación.
Aunque las editoriales grandes en español
abandonaron el mercado estadounidense, eso
no quiere decir que no hay lectores. Es aquí
donde la presencia de editoriales indepen-
dientes que publican en español pueden hacer
su impacto. No es camino fácil. Es un proyecto
a largo plazo.

! 17
6.
En mis cursos de escritura, siempre les
pregunto a mis estudiantes ¿por qué están
aprendiendo el español? Casi siempre la
respuesta tiene que ver con razones de trabajo,
ser bilingüe en un país que difícilmente reco-
noce que lo es les das más oportunidades de
trabajo. Les contesto que me parece genial,
pero que también hay que reconocer que el
español puede tener una función creativa.
Pueden llegar a emplear el idioma de otra
manera, pueden crear un mundo. Para finales
del semestre, casi siempre tengo varios jóvenes
que les interesa practicar más con la escritura
creativa.

7.
Hace unos años, en un curso de verano en
España dedicado a las nuevas tendencia
literarias en América Latina, propuse que
también se viera a los Estado Unidos como un
país latinoamericano. Mis argumentos princi-
pales se enfocaron en la presencia hispana en
este país, en el hecho de que en algunos esta-

! 18
dos del suroeste los hispanos ya son mayoría.
Pero también se podría hablar de la presencia
histórica de escritores que escribieron desde
este país; de la tradición de la escritura en
español por los mexicanos y chicanos a lo largo
del siglo pasado; de la presencia importante de
escritores latinoamericanos que viven y publi-
can ahora desde acá.
Es verdad, acá se habla y también se
escribe en Español.

8.
Escribir desde las fronteras puede verse como
un acto de resistencia. Resistencia a la margi-
nalización. Resistencia a la idea de que hay
sólo una manera para ver las cosas. Resistencia
a la noción de que una carrera debería seguir la
misma ruta. Resistencia a la idea de que las
fronteras sólo existen para cubrir o encajar.
Una frontera puede también ser puerta que se
abre, o un puente que se cruza. Lo importante,
como demuestran los escritores latinoame-
ricanos y latinos que se encuentran en la aca-
demia estadounidense, es "hacer" el salto.

! 19
GRACIAS, LUCAS1
Francisco Ángeles

Mi padre se llevó una papa frita a la boca con


cierta delicada elegancia, y la introdujo recta,
horizontal, como un cigarro que de pronto la
locura o la ansiedad juzgan comestible, y
después, como si por largo rato hubiese estado
pensando cómo empezar, me dijo hay algo que
nunca te he contado. Lo dijo así, hay algo que
nunca te he contado, y la frase me sonó rara,
me sonó muy rara porque en realidad mi
padre casi nunca me ha contado nada, casi no
sé nada sobre su vida, no sé nada sobre su
pasado y en realidad tampoco sobre su
presente, y lo poco que sé no me lo ha contado
él. Entendí que la frase era imprecisa y que
debía referirse a algo más, algo que segura-
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
1 Fragmento de Austin, Texas 1979. Lima: Animal de

Invierno, 2014.

! 21
mente no le había contado a nadie, o que en
todo caso no tendría por qué contarme a mí. Y
entonces me dispuse a escucharlo con atención,
y mordí la hamburguesa como intentando
aferrarme al presente, convencerme de que sea
lo que fuere lo que iba a decirme mi padre, él y
yo estábamos anclados en esa noche tranquila,
y que todo lo demás no era sino relato,
recuerdo, borroso fragmento de un pasado que
ya no tenía por qué importar.
Tú sabes, dijo mi padre, que hace años,
antes de que tú nacieras, me fui a hacer una
maestría a Austin. Me fui con tu madre, como
tú seguramente sabes, y nos quedamos allá un
par de años. Era una maestría en filosofía
política, que me interesaba mucho en ese
tiempo, quizá porque en mi época, cuando era
joven, en el Perú a todo el mundo le interesaba
la política y todos pensábamos que la revo-
lución era una necesidad histórica. A inicios de
los setenta empezaron a circular los libros de
Luis de la Puente Uceda, asesinado arriba, en
las alturas de Mesa Pelada, y todos leíamos sus
cartas y comentábamos que había muerto por

! 22
un error conceptual. Muerto por un error
conceptual, ¿entiendes? De la Puente había
leído al Che Guevara y tal vez también a Regis
Debray. Era entonces un lector, esencialmente
un lector, pero un lector que se equivocó, que
leyó mal, que no supo interpretar, y por eso en
lugar de dirigir la guerrilla como aconsejaba el
canon, al menos el canon cubano, que era el
que en ese momento se intentaba replicar, en
vez de internarse con sus hombres, atacar en la
oscuridad y después replegarse y desva-
necerse, De la Puente se atrincheró en Mesa
Pelada y ahí murió acribillado por las balas del
ejército. Un error de lectura que se paga con la
muerte, ¿no es impresionante?, dijo mi padre,
las papas fritas enfriándose entre los dedos. A
mí me quedó dando vueltas esa idea del error
conceptual, siguió él, esa idea de que uno
puede morirse si no es capaz de leer bien, uno
puede ser asesinado si no demuestra que es un
buen lector, y esas conclusiones me llevaban a
la filosofía, a la necesidad de pensar en
abstracto, más allá de la coyuntura, en lugar de
limitarme a seguir llamados a la acción,

! 23
llamados que por otro lado nunca supimos a
qué estaban exactamente dirigidos. Y entonces
empecé a leer filosofía mientras avanzaba mis
estudios de Derecho, en mis ratos libres, mitad
como pasatiempo y mitad con convicción,
libros sueltos, sin plan que los organice, que
leía de vez en cuando, en las noches, cuando
tenía tiempo. Pero después la cosa se puso
medio fea, no había trabajo, y nosotros, quiero
decir tu madre y yo, empezamos a tenerla
difícil. Y de pronto, un día, en una reunión
familiar, en una de esas extrañas reuniones
familiares que con sospechoso espíritu ecu-
ménico organiza el que tiene más plata de la
familia, pero que en realidad no son más que
un pretexto para la ostentación, en una de esas
reuniones que ocurren cada diez años y a las
que invitan a todo el mundo, incluso a esos
familiares de los que nunca en tu vida has
escuchado ni siquiera mencionar, en una de
esas reuniones llenas de supuestos tíos y
supuestos primos absolutamente descono-
cidos, dijo mi padre, sin dejar de mirar las
pistas vacías del estacionamiento del Burger

! 24
King, conocimos a un tío lejano de tu madre, el
padre de un primo de tercer grado o algo así.
Se llamaba Mario, dijo mi padre, y se jactaba
de haberse casado siete veces, siempre con
mujeres de distintas nacionalidades, ninguna
peruana, todas mucho menores que él, y todas
con plata y buen culo, decía, con plata y buen
culo. Y lo más importante de todo, decía
Mario, es que nunca he tenido un solo hijo. No
quise preñar a ninguna, decía Mario, orgulloso
y levemente borracho, con ese coqueto tono de
embriaguez permanente que tienen quienes
beben al menos un par copas todos los días.
Pero ahora quiero casarme con una chilena,
decía Mario. Nunca he estado con una chilena,
estoy buscando una chilena con cierta deses-
peración. Y a esa, sobrino, me decía Mario,
tomándome del brazo, la mano derecha ocu-
pada en un vaso de whisky, dijo mi padre, a
esa sí que la voy a preñar. Ya vas a ver.
Mi padre se detuvo un instante y me
miró de reojo, como calculando si su relato
despertaba mi interés. Después levantó la
mirada brevemente hacia el retrovisor, se miró

! 25
a sí mismo en el espejo oscurecido, como
comprobando el tiempo transcurrido, las arru-
gas al lado de los ojos, la distancia entre lo que
tenía en la cabeza, esos recuerdos lejanos, y
esta realidad, con un hijo que se va acercando a
los treinta años, arruinado, sin futuro, depri-
mido, separado hace un tiempo de una mujer
con la que se casó a los veintiuno sin razón
aparente, sin embarazo de por medio, sin
planes concretos, con la que se casó contra la
incredulidad de toda la familia, y con la que
contra todo pronóstico había durado más de
cinco años, a pesar de que finalmente las cosas
le dieron tardíamente la razón al lugar común,
y el hijo raro se había terminado separando de
su prematura mujer. Y entonces, le dije a mi
padre, como invitándolo a continuar, y él se
acarició el espacio vacío donde tenía el bigote,
como si los años que llevaba afeitado no fueran
suficientes para erradicar la costumbre de
buscar la pelambrera sobre los labios, y añadió
que ese tío casado siete veces, ese tipo
alcohólico o casi alcohólico, era profesor de
filosofía en la Universidad de Texas, en Austin,

! 26
estaba medio retirado, y venía a Lima de vez
en cuando a pasar el rato. Cómo que medio
retirado, le pregunté a mi padre. Había dejado
de enseñar, me explicó él, con un leve tono de
hastío, como si esa aclaración lo distrajera de
su objetivo. Ya no daba clases desde hacía un
tiempo, pero no quería desvincularse del todo
de la vida universitaria y por eso seguía a
cargo de ciertas labores administrativas, como
coordinador de cursos de pre-grado o algo por
el estilo. Tenía más de treinta años enseñando
en esa universidad, así que esencialmente
podía hacer lo que le daba la gana. Tras un
breve silencio en que volvió a mirarme, como
calculando si su explicación me dejaba satis-
fecho y podía seguir moviéndose hacia el
punto al que quería llegar, mi padre agregó
que en una conversación con ese tío salió el
tema de que a él, a mi padre, le interesaba la
filosofía política. Y entonces Mario, súbita-
mente interesado, le dijo de inmediato que
tenía que ir a hacer una maestría a Austin, y
que él lo ayudaría a conseguir una beca.
Supongo que estaba aquí un poco aburrido,

! 27
siguió mi padre, un poco hastiado. Tú sabes,
dijo, mirándome directamente, uno llega a los
treinta, siente que todo se acaba, que todo se va
a la mierda. Eso está mejor, me dijo mi padre,
uno siente que todo se va a la mierda, que dejó
de ser joven, que solo falta seguir una línea ya
trazada, durar, permanecer. Y por eso me
motivó la idea, el deseo de cambiar de vida, de
ser otra persona, de jugar al menos por un
tiempo en otro papel. Y le dije a Mario que sí,
que haría todo lo necesario, que podía estar
seguro que daría lo mejor de mí para conseguir
la beca. Hablé con tu madre, intenté conven-
cerla de que era lo mejor, que cambiar de
ambiente nos haría bien. Ella se sentía bastante
cercana a su familia, un lazo que yo nunca
comprendí del todo, un lazo hasta cierto punto
indeseable o al menos innecesario, pero la fui
convenciendo de que no estaba nada mal pasar
por la experiencia de una sociedad desarro-
llada, mirar el Perú a la distancia, desvin-
cularse un poco de este ambiente, de la gente
de aquí, buscar alternativas. Teníamos cinco
años casados, nos llevábamos bien, no

! 28
teníamos hijos, era una buena oportunidad
para cambiar de vida. Tu madre tenía aquí un
trabajo menor, no parecía que hubiesen
mayores perspectivas, quizá allá podríamos
comenzar otra vez, de cero, intentar quedar-
nos, hacer una nueva vida, tener hijos allá, que
no conozcan Perú, que no se sientan peruanos.
Como quitarles ese estigma, ¿me entiendes?,
dijo mi padre, y yo dije que sí, que sí lo
entendía, aunque en el fondo mi comprensión
era sobre todo interpretativa, cargada de
suposiciones, luz propia sobre oscuridad ajena.
Prendí un cigarro como quien remarca que ese
será su único movimiento, fumar y echar
humo mientras espera y escucha, a la
expectativa. No fue tan difícil lo de la beca, dijo
mi padre. Mario nos ayudó mucho con los
trámites, pero en realidad las cosas se
simplificaban porque allá necesitaban profe-
sores de español, gente con educación que
enseñe la lengua, mano de obra calificada y
barata. Y también por una cuestión de mino-
rías, me imagino, mantener un porcentaje de
hispanos becados, manejar con corrección

! 29
política los fondos del gobierno, quién sabe
cómo se movían esos temas, especialmente
durante la Guerra Fría. El asunto es que me
dieron la beca para hacer mi maestría en
filosofía política. Nos íbamos por dos años,
tenía que tomar tres cursos cada semestre y
enseñar uno de español, y estudiaba gratis y
recibía un dinero que era suficiente para vivir
tu madre y yo con razonable decencia, al
menos para los pobres estándares a los que
estábamos acostumbrados aquí desde la época
de Velasco. Con eso se instalan por allá, decía
Mario, y después se quedan. A la mierda con
Perú, decía Mario, a la mierda para siempre,
dijo mi padre que los animaba Mario,
comiendo las papas fritas que ya terminaban
de enfriar. Yo era entonces un poco mayor que
tú, me dijo, dos o tres años más, estaba casado,
pero cuando al fin partimos, invierno del 78,
estaba motivado, sentía que algo nuevo iba a
ocurrir. Aterrizamos en Houston sin proble-
mas, al amanecer, mucha luz a pesar del frío.
Arrastramos las maletas, subimos a un bus y
tres horas después llegamos a Austin. Y ahí, en

! 30
la época en que Jimmy Carter liberó los
insumos con que se elaboraba la cerveza y los
Talking Heads empezaban a sonar en todas las
radios texanas, comenzó nuestra nueva histo-
ria. El primer año fue todo perfecto, nos
acomodamos bien, Mario ayudó a tu madre a
conseguir un puesto como asistente del
Graduate Chair del departamento, y de esa
manera empezamos a organizar una vida
nueva, una vida mejor. Todo marchaba per-
fecto. En pocos meses el Perú se iba
desdibujando como un mal recuerdo. Algo
lejano que de pronto parecía que ya no
importaba más. Y así fue, dijo él, cambiando
repentinamente el tono, hasta que unos meses
después, al iniciar el segundo semestre, pasó
algo. Y eso es lo que hoy quería contarte.
Mi padre se quedó un momento en
silencio, mientras aplastaba el recipiente de
cartón de las papas fritas hasta formar una
bolita. Lo aplastó con los dedos, sin mayor
énfasis, sin especial energía, y después deslizó
la cajita contraída en la bolsa de papel donde
nos habían entregado las hamburguesas. Ese

! 31
semestre, dijo mi padre, tuve en mi clase de
español a una estudiante que me llamó la
atención desde el primer día. No me llamó la
atención porque fuera especialmente bonita,
aunque seguramente lo era. Quiero decir, no
era necesariamente la típica más linda del
salón. Había como diez chicas en la clase, y ella
debía estar entre las dos o tres mejores, pero no
era indiscutible que fuera la mejor. Pero bonita
sí era. ¿Entiendes lo que quiero decir?, me
preguntó mi padre, buscándome los ojos en la
oscuridad, la voz de pronto impaciente, como
si quisiera evitar cualquier añadido de mi
parte, cualquier exceso de interpretación, como
si quisiera reducir mi papel a simple deco-
dificación de un mensaje transparente, mera
interpretación de signos de contenido irre-
futable. Y por eso le dije que sí, que lo
entendía, y él continuó y dijo que esa chica, la
chica de la que seguramente quería hablarme,
la chica que ahora me doy cuenta era el verda-
dero objetivo de su historia, esa chica, dijo mi
padre, tenía algo que me llamó la atención
desde el primer día. Lo que distinguía a esa

! 32
chica, continuó él, era que tenía un entusiasmo
desmedido que se le notaba en los ojos. Un
entusiasmo desmedido, dijo mi padre, lento,
como buscando las palabras adecuadas para lo
que quería describir. Y ese entusiasmo se le
notaba en la mirada. Miraba siempre con los
ojos muy abiertos, como permanentemente
sorprendida, como permanentemente mara-
villada ante todo lo que iba ocurriendo, por
mínimo que pareciera. Una especie de deslum-
bramiento constante ante el mundo, dijo mi
padre. Y en esa clase el mundo era mi cuerpo,
mi voz, mis palabras, allí, de pie en medio del
salón, delante de todos esos estudiantes que
querían aprender español. Y ella se sentaba
adelante, en la primera fila, en esa fila en la
que uno, por una cuestión de perspectiva,
usualmente no repara. Se sentaba allí, muy
cerca de mí, y yo hablaba mirando al centro de
la clase, los ojos enfocados en la parte central
del aula, y entonces por ratos, no sé si porque
de alguna manera sentía la fuerza de su
mirada, me desplazaba visualmente hasta la
primera fila y la encontraba mirándome,

! 33
directamente, claramente, con esos ojos des-
lumbrados, inmensos, brillantes, refulgentes.
Eso, refulgentes, dijo mi padre, de pronto con
cierta emoción, como si hubiera buscado la
palabra por largo tiempo y que ahora, hablan-
do conmigo en el estacionamiento vacío de un
Burger King, tantos años después, hubiese por
fin encontrado el término exacto para describir
lo que en ese momento no había sabido
explicar. Sus ojos refulgían, repitió mi padre,
concentrado, las manos en el timón. Sus ojos
me miraban como nunca nadie me había
mirado. Y entonces mi respuesta, mi respuesta
interna, era sobre todo de agradecimiento.
Agradecimiento porque sabía que esa era una
mirada como de bondad, una mirada que
demostraba que valía la pena seguir vivo, que
aunque todo el mundo se fuera a la mierda,
había ahí una persona en la que se podía
confiar, una chica de veinte años que mantenía
una especie de pureza con la que yo me sentía
cómodo, con la que de alguna manera, dijo mi
padre, yo me sentía gratificado. No pensaba
que esa chica me gustaba, no pensaba que me

! 34
entraban ganas de meterme un buen polvo con
ella. Ni siquiera se me ocurría esperar que, al
final de la clase, se levantara de su carpeta para
mirarle el culo. Solo agradecía que me mirara
así, con esos ojos inmensos, la postura firme, la
sonrisa medio tímida, un poco nerviosa cuan-
do se daba cuenta de que por unos segundos
yo también la quedaba observando.
Mi padre hizo una pausa. Y yo miré al
estacionamiento vacío y traté de imaginar la
escena. Un profesor de treinta años, aire
juvenil, amable, sonriente, cierta languidez
oculta tras su visible entusiasmo; una chica de
veinte, los ojos grandes, la mirada abierta,
sentada en la primera fila de un salón de clases
en Austin, Texas, en 1979, mirándolo. La
imagen no enfoca del todo: aparece mi madre,
aparezco yo de niño, en los brazos de mi
madre, a pesar de la perturbadora certeza de
que yo, en ese tiempo, aún no existía. Y así
pasaron dos semanas de clase, siguió mi padre,
un par de semanas en que me acostumbré a
reconocerla, lejana, sonriente, entusiasmada.
Ella casi no hablaba en clase, casi nunca

! 35
intervenía, había dicho que porque estaba
nerviosa, me lo había dicho en unos
formularios que entregué en la primera clase,
donde les preguntaba a mis alumnos por su
experiencia anterior con el español, y ella
escribió que estaba nerviosa. Lo dijo con una
sola frase, con esa misma frase escrita en
español, entre signos de admiración. ¡Estoy
nerviosa!, había escrito, y cuando me miraba
podía parecer que sí, que no sentía suficiente
confianza con su nivel de español y entonces
prefería callar y mirar, callar y mirarme, y por
eso casi nunca la había escuchado hablar. Pero
un día, después de dos semanas, se me acercó
al final de la clase y me dijo que quería
conversar conmigo en la oficina. Y yo le dije
que sí y le di una fecha, un viernes por la tarde.
Recuerdo que por alguna razón ese viernes por
la tarde estaba yo un poco nervioso, o más
precisamente un poco inquieto, inquieto por su
visita, como si percibiera que algo iba a
cambiar al hablar directamente con ella, sin la
segura mediación de la clase de español.
Llegué puntual a mi oficina, que estaba en el

! 36
tercer piso del edificio, y pasaron cinco
minutos y ella no llegaba, y yo decidí bajar a
mirar, pensando que tal vez andaba por ahí
perdida, y pisé la planta baja y justo en ese
momento la vi entrando al edificio. Venía con
ropa deportiva, una casaca deportiva, un
pantalón de buzo negro, una vestimenta
distinta a la que usaba en clase. Pero sobre
todo tenía distinta la actitud. Llevaba
audífonos en los oídos, dispositivo que veía
multiplicarse en Austin desde que, pocos
meses antes, los walkman habían empezado a
venderse y los estudiantes más aficionados a la
música, o con más ganas de demostrar su
sincronía con los nuevos tiempos, utilizaban.
Ella venía entonces con los auriculares puestos,
y al verme a la distancia me saludó moviendo
las manos, y después se quitó los audífonos,
sin prisa, uno tras otro, como si a través de ese
movimiento no solo se estuviera despren-
diendo de un objeto sino también de una
canción, de una música de fondo que la
mantenía en otro clima, en otra atmósfera. Pero
no dejó de sonreír mientras se acercaba, lento,

! 37
como en tiempo detenido, mirándome con los
mismos ojos de las clases. Y yo sentí algo raro,
algo sobre todo como sorpresa. La mirada de la
chica era exactamente la que tenía en clase,
pero su postura corporal, la manera cómo
avanzaba, la manera cómo sonreía, habían
adquirido una firmeza mayor, una seguridad
que en clase se mantenía oculta. Era como si
hubiera asumido un rol más activo, dijo mi
padre, los ojos clavados al frente, como si la
contemplación pasiva de clase, dijo él, el
deslumbramiento que mostraba durante las
clases se hubieran transformado en una fuerza
activa, una luz de la cual me costaba
protegerme. Y yo la saludé, la saludé dicién-
dole simplemente hola, y le señalé las escaleras
para indicarle que debíamos subir a la oficina.
Y mientras trepábamos los escalones le
pregunté en español cómo estaba. Y ella, con
inusual alegría, dijo muy bien, muy bien, lo
dijo así, dos veces, ampliamente, sin atrope-
llarse, con breve pausa al medio, sonriendo,
como si no fuera una simple formalidad, como
si en verdad estuviera muy bien, como si

! 38
estuviera realmente muy bien, y entonces me
preguntó cómo estaba yo, y yo le dije que
estaba bien, que todo estaba bien. Y en ese
momento me sentí incómodo, muy incómodo e
incluso derrotado, ya que su insólita seguridad
me aplastaba, no correspondía a la chica
contemplativa de la clase y por eso no estaba
preparado para enfrentarla. Inconscientemente
aceleré el paso para llegar pronto a la oficina y
empezar con los temas académicos, que era la
razón por la cual venía a buscarme. Y por eso
un minuto después, cuando entramos a la
oficina, sentí la tranquilidad de quien vuelve a
pisar territorio seguro. Me acomodé en la silla,
esperé que ella se sentara frente a mí, y
después seguramente hablamos de las clases,
seguramente le expliqué alguna regla grama-
tical que no estaba clara, seguramente intenté
ser preciso en enseñarle cuándo utilizar por y
cuándo utilizar para, y más probablemente le
pregunté cómo iban las cosas en el curso, cómo
se sentía ella en clase y qué sugerencias tenía
para mejorarla, que era lo que usualmente le
preguntaba a todos los estudiantes que pasa-

! 39
ban a buscarme a la oficina. No tengo mayor
recuerdo de esa conversación, dijo mi padre,
no conservo su imagen sentada en la oficina,
ese día, con ropa deportiva, frente a mí. Pero sí
recuerdo que después de esa reunión, de esos
quince o veinte minutos que pasamos juntos,
percibí en ella cierto cambio de actitud durante
las clases. Su nerviosismo parecía haber
desaparecido, se le veía más segura, por ratos
no parecía una simple estudiante, sino una
oyente atenta que juzga, que da su aprobación
con un gesto, que motiva a seguir por la misma
vía o sugiere un cambio de dirección en el
rumbo de la clase. Empezó a intervenir más, no
demasiado, pero sí un poco más. De cualquier
manera, dijo mi padre, enfatizando levemente,
como si esa frase no solo fuera una simple
transición sino que implicara un sentido
adicional, una dirección desconocida sobre la
que yo no estaba dispuesto a aventurar
opinión, de cualquier manera no le hice mucho
caso. Ni siquiera pensaba que esa chica me
gustaba. Andaba muy concentrado en mis
clases de la maestría, la relación con tu madre

! 40
iba mejor que nunca, como si nuestro vínculo
se hubiese revitalizado en el exilio, palabra
coqueta que sonaba excesiva, pero igual le
decíamos así, nos va muy bien en el exilio. Y
era cierto: las cosas parecían marchar a la
perfección. Y así hasta que dos semanas más
tarde, antes de un examen, la chica volvió a
aparecer por la oficina. Y esta segunda vez sí
llegué a sentir, no demasiado violento, no
demasiado visible, pero sí alcancé a percibir
que algo se desmoronaba y empezaba a
adquirir una forma imprevista. Lo percibí de a
pocos, primero desde que entró a la oficina y
me saludó con una apertura y una naturalidad
que esta vez no me cogieron con la guardia
baja, sino que me gustaron, y entonces
respondí con similar desenvoltura, y después,
durante los treinta o cuarenta minutos que
pasamos juntos esa tarde, yo saqué un par de
copias de sus ejercicios de escritura, le
entregué una y me quedé con la otra, como
para evitar la cercanía excesiva de mirar los
dos de un mismo papel, y leímos en voz alta
sus escritos. Le fui señalando los errores

! 41
gramaticales o las imprecisiones de vocabu-
lario, pero especialmente le comentaba el
contenido, párrafos en los que ella contaba que
le gustaba la pintura y le gustaba también
escribir, pero sobre todo pensar, detenerse
sobre lo que va ocurriendo. Y que escuchaba
música que definió como melancólica, y que en
general esa música la hacía sentir un poco
triste, solo un poco, dijo ella, de pronto
cambiando al inglés, solo un poco como para
sentir que estoy viva, pero después sigo así,
contenta, optimista, bien. Y entonces seguía-
mos leyendo su trabajo y por ratos hacíamos
bromas y nos reíamos y cruzábamos las
miradas, y en una de esas, ella reclinada con la
hoja impresa en la mano, atenta y sonriente,
pasándola bien, pasándola demasiado bien,
quizá tan bien como yo, le miré directamente
las tetas. Y recuerdo que pensé qué ricas tetas
carajo, lo pensé así, con esas palabras, qué ricas
tetas carajo, y me pregunté cómo había sido
posible que en cuatro semanas que llevábamos
de clase nunca se las había mirado, no me
había dado cuenta de que las tenía duras, bien

! 42
formadas, erguidas, y ahora estaban ahí, a un
metro de distancia, y entonces algo empezó a
correr en esa oficina, algo tan invisible como
claramente perceptible empezó a inundar esa
oficina, algo que para ahorrar mayor expli-
cación podría definirse como deseo sexual.
Deseo sexual, no solo ganas, calentura,
arrechura, sino deseo sexual, puro, intenso,
una forma de amor que solo aparece de vez en
cuando, que al menos yo no he conocido más
que un puñado de veces en toda mi vida, dijo
mi padre. Dejé de mirarle las tetas, sabiendo
que podía perturbarme demasiado, y evité
también mirarla más abajo, donde por primera
vez intuí una forma más o menos voluptuosa,
una redondez que adivinaba a ciegas, los ojos
evitando la revelación directa, revelación que
acaso habría producido consecuencias catastró-
ficas, si no a mi futuro inmediato por lo menos
a mi equilibrio espiritual, y me forcé a
concentrarme en nuestra charla. Seguimos
conversando de música un buen rato, pasando
con soltura al inglés, lo que yo entendía como
un tímido gesto de ruptura con lo profesional,

! 43
un leve alejamiento de lo que supuestamente
nos convocaba, una entrada sutil en un terreno
donde como mínimo acechaba la ambigüedad,
hasta que de pronto, en medio de nuestras
risas distendidas, apareció en la puerta abierta
de la oficina otra alumna, una chica seria, que
se puso de pie en el umbral para anunciar su
presencia, y de esa manera acabó violenta-
mente con un chorro constante que fluía bien,
que fluía demasiado bien para ser la oficina de
un profesor en reunión con una alumna.
Saludé a esa otra chica en voz alta, la saludé
con fingida alegría, como para ocultar lo
indeseable que me había resultado su apari-
ción, y después miré a Alessa, que así se
llamaba la chica de la que vengo hablando,
Alessa, abrí los brazos al aire y le dije gracias
por venir, Alessa, conversamos otro día. Y ella
también me agradeció, cogió sus cosas, se
levantó de la silla, saludó a la otra chica, un
saludo breve, impersonal, el saludo que se le
da a un compañero de clase con el que no se
tiene ninguna relación cuando se le encuentra
fuera del aula, y después se fue. La otra chica,

! 44
la chica seria, entró a la oficina y pasó a ocupar
el mismo asiento que un minuto antes había
disfrutado las sentaderas de Alessa, y de
pronto la diferencia me golpeó como una
ráfaga, la inmensa diferencia del cambio que se
había producido, la energía de lo intempes-
tivamente perdido, la química, el olor del
cuerpo deseado, y tenía a cambio, en contraste,
a la recién llegada que, el gesto ceñudo, abría
su libro para hacerme algunas aburridas
preguntas que seguramente había preparado
de antemano. Y entonces, súbitamente depri-
mido, volteé los ojos hacia la mesa que tenía a
mi lado, la mesa donde apoyaba mi codo
derecho, como un intento desesperado por
prolongar la visita anterior, de sentir sus
vibraciones en ausencia, de mantenerme vivo
en ese clima tan agradable, y me di cuenta de
que Alessa se había olvidado su lápiz en la
oficina. Fue como sin un chorro de electricidad
me hubiera atravesado el cuerpo. Me puse de
pie sin pensarlo, dijo mi padre, me puse de pie
como un autómata, de un brinco, pura
reacción, puro instinto, me puse de pie como

! 45
quien ha perdido todo rastro de lucidez, y dije
a voz en cuello Alessa se ha olvidado su lápiz.
Y ante la sorpresa de la otra chica, de la
alumna seria, salí de la oficina a la carrera
gritando el nombre de Alessa, dos veces, tres
veces, cuatro veces, voz clara, voz decidida,
voz que convoca lo que no quiere perder, lo
que no quiere que se desvanezca, y avancé a
paso firme por el pasillo y al dar vuelta a la
esquina comprobé que ella me había oído y me
esperaba, el rostro curioso, de pie al lado del
ascensor. Y yo me iba acercando a ella, lápiz en
la mano, lápiz cortando el aire de la tarde
tranquila, lápiz como un símbolo de entrega, y
fui hacia ella con el lápiz desenvainado a la
altura del pecho, y ella me miraba sonriente y
sorprendida mientras me veía aproximarme,
cuatro metros, tres metros, dos metros, y de
pronto estoy a un paso y estiro el brazo y le
extiendo el lápiz. Le alcanzo el lápiz y siento la
vibración en su mano, la energía contenida en
ese objeto que ella recibe entre los dedos y a
través del cual por un momento siento que
hacemos contacto, verdadero contacto, y de

! 46
inmediato me golpea un crepitar interno que
me cuesta explicar. Y ella, cuando recibió su
lápiz, inclinó un poco la cabeza, coqueta, y me
dijo gracias, Lucas, así, con mi nombre y con
pronunciación anglosajona, gracias, Lucas. ¿Te
imaginas eso?, preguntó mi padre, por primera
vez sonriente, sentado a mi lado, en el auto. No
esperaba que dijera mi nombre, nunca lo había
pronunciado. No me acuerdo si me decía
profesor o si se dirigía a mí sin apelativo
previo, pero en ese momento dijo, por primera
vez, gracias, Lucas.

! 47
FLORES EN LAS VENTANAS
Joseph Avski

The meaning of life is that it stops


Kafka

Me tomó por sorpresa saber que no era yo, que


era otro. Yo, o quien yo creía ser, caminaba por
un pasillo de una universidad con la intención
de salir a fumar. Afuera la nieve caía en
silencio y se acumulaba en las ramas de los
árboles y en las cuencas de las hojas. La
plazoleta que separaba el edificio de la biblio-
teca estaba blanca y vacía como una postal de
Moscú. Un animal bajó corriendo por las
ramas secas de un árbol que alcanzaba el
quinto piso de la biblioteca y recorrió a toda
carrera la plazoleta como corriendo sobre una
nube. Parecía perdido, como si siempre
hubiera sido un perro y ahora se descubriera
de pronto transformado en ardilla. Saqué el
tabaco y el papel de armar y empecé la honesta

! 49
artesanía del fumador sin dejar de caminar
hacia la puerta, entonces un alumno me paró y
me pidió una firma.
!¿Qué?
!Profesor, por favor, una firma frente
a su nombre, para poder presentar el examen
una semana antes.
No tenía ni idea de qué estaba
hablando. Me mostró el documento y el lugar
donde debía firmar:
Joseph Avski _________________________
Quise explicarle que yo no era Joseph
Avski, que me confundía con alguien más.
!Me llamo José Palacios !intenté
explicarle!. Creo que me está confund…
!Profesor, por favor, necesito llevar
esto a la oficina a las cinco, antes de que
cierren.
Pobre muchacho, sólo faltaban cinco
para las cinco y aún tendría que encontrar a su
profesor y correr a la oficina. Pensé en ayu-
darlo pero no sabía cómo firmaba Joseph
Avski. Volví a tomar impulso para explicarle
su error.

! 50
!Lo que pasa…
!Profesor, firme con cualquier
nombre.
Firmar era la manera más rápida para
escabullirme de la situación y salir a fumar. En
mis manos tenía uno de los cigarrillos de arte-
sanía más delicada que había logrado durante
mis años de armador. Tomé la hoja y frente al
nombre estampé mi firma:
Joseph Avski
!Gracias, profesor. Nos vemos el
martes.
!De nada !respondí pensando que
sin duda no nos veríamos el martes.
Por fin salí del edificio y encendí mi
cigarrillo. Mientras fumaba inventaba historias
a partir de las huellas de pisadas en la nieve.
Hacia la derecha había caminado una pareja.
Él, grande y pesado, a juzgar por las huellas.
Ella pequeña, rubia, con un abrigo largo que
daba la impresión de haber sido confeccionado
a partir de los restos de un módulo lunar,
detrás del cual podía esconder su timidez. En
realidad él quería hablar de hockey pero fingía

! 51
interés en su historia. En silencio pensaba que
era un poco tonta por más que fueran de
camino a la biblioteca. Quizá era cierto que las
rubias eran más tontas, quizá sólo ésta fuera
más tonta. Él se tenía a sí mismo en gran
estima intelectual. Hacía pocos días había
demostrado su poderío mental. En una fiesta
de fraternidad, ya un poco borracho, había
abordado a un estudiante de matemáticas al
cual conocía poco, pero que tenía fama de
pequeño genio, y le había explicado que su
decisión de estudiar negocios demostraba que
era más inteligente; por un lado tendría que
hacer un esfuerzo mucho menor, mientras por
el otro tendría un salario mucho mayor al
momento de graduarse. En realidad no
recordaba nada de esa fiesta a partir de su
intervención, a lo mejor el matemático había
respondido con algo ingenioso, no lo recor-
daba, pero estaba seguro que todos habían
quedado impresionados con su sagacidad.
Recordó que su compañera había estado en la
fiesta y le pareció que la biblioteca era un buen
lugar para preguntarle si recordaba el inci-

! 52
dente. Quizá ella quedó muy impresionada
por sus argumentos esa noche y por eso le
pidió que la acompañara a la biblioteca,
después de todo era rubia y fácil de impre-
sionar.
Junto a los pasos de la pareja había
huellas de bicicleta. Un estudiante ecuatoriano
nacido en Estados Unidos cuando, treinta y
dos años antes, su padre hacía el doctorado. En
sus últimas vacaciones en Loja había hecho
planes para que su novia viniera a vivir con él.
En realidad imaginaba un paralelismo tempo-
ral por el cual su hijo también nacía en otro
país mientras estudiaba el doctorado, y volvía
a Loja con dos o tres años. Esos anillos
concéntricos, esas formas cerradas pero elusi-
vas siempre lo habían fascinado. Una vez,
cuando niño…
!Aquí estás, Joseph Avski !me
interrumpió una mujer de unos treinta años.
!¿Qué?
!Llevo buscándote un buen rato.
!No, lo que…

! 53
!También había un alumno tuyo
buscándote con mucho afán. Necesitaba una
firma o algo así, ¿lo viste?
!Sí, ya firmé.
!No sé cómo te aguantas este frío, me
voy para la casa a darme un baño caliente.
Muchas gracias por prestarme el carro, aquí
están las llaves !me extendió un llavero!.
Está en el parqueadero RU31, detrás del
edificio de química !me gritó ya alejándose y
desapareció sin darme tiempo para explicarle
su error.

* * *
Antes de ser Joseph Avski yo era un estudiante
de física que nada entendía de ser profesor de
una universidad en los Estados Unidos o un
escritor ganador de premios. Por esos días mis
novelas no eran prohibidas ni otros escritores
se sentían amenazados por mi éxito. Yo vivía
en una casa de pensión paupérrima donde me
llamaban Kafka, me visitaba mi novia a diario
y sólo me daban carne los viernes al almuerzo.
Por las mañanas, después de ducharme, salía a

! 54
tomar el desayuno. Tenía que comer
apresuradamente porque la demora aumen-
taba las probabilidades de que el gato de la
pensión, desnutrido y vagabundo como todos
nosotros, saltara al plato a tomar su parte de
los huevos. A pesar de que todas las sillas de la
mesa del comedor estaban cojas me quedaba
ahí leyendo poesía, o escribiendo unas pocas
líneas antes de irme a la universidad; era el
único lugar de la casa al que le daba el sol y
donde había buena luz para leer.
Intenté volver a ser quien era pero mi
mundo había desaparecido. Volví a la pensión
donde vivía y no la encontré. Según me
dijeron, hacía años que la habían transformado
en un gigantesco salón de belleza. Mis amigos
no me recordaban, los números telefónicos de
mi familia no existían, en la universidad no
había ningún registro mío, mi perfil de
Facebook había no existía. Yo había desapa-
recido completamente.
No tuve más opción que ser Joseph
Avski. Esa primera tarde llegué a su casa sin
saber qué hacer, sin saber qué iba a encontrar.

! 55
Me paré bajo la nieve que caía pero parecía no
tocarme, se acumulaba frente a la puerta y
sobre el dintel de la ventana. Por todas partes
había unas huellas diminutas de otro animal
desorientado, quizá otra ardilla, otro perro.
Podía haber una esposa diligente detrás de la
puerta, o una loca obsesionada con las postales
de carros y el color amarillo. Podía encontrar
dos niños que brincaran sobre mí y me
llamaran papá, o que me ignoraran por estar
jugando video juegos. Decidí llamar a la puerta
y esperé sin éxito un ruido, una señal. Volví a
llamar una segunda, una tercera y hasta una
cuarta vez pero no hubo respuesta.
Entonces abrí la puerta y entré en su
mundo.

* * *
Joseph Avski tenía planeado desaparecer y
dejarme en su lugar. Al entrar a su aparta-
mento encontré una nota suya en la que me
explicaba su proyecto. Había abandonado la
física y había llegado a los Estados Unidos con
la única idea de ser escritor, me explicaba en la

! 56
nota, pero no todo había salido como pensaba.
Hablaba en especial de uno sus proyectos:
intentaba escribir una novela ambientada en el
departamento de física de la universidad de la
cual yo era el protagonista. En ella iban a
aparecer todos esos seres alucinantes con los
que compartimos esos años, las noches, las
drogas, las ideas, las matemáticas, el café negro
con cigarrillo por las tardes, la cerveza con
cocaína en los callejones cercanos a la
universidad por las noches, la honesta dulzura
de los amores tortuosos, el humo de mari-
guana de las lecturas filosóficas, las compleji-
dades delirantes de la mecánica cuántica
discutidas con fervor de enamorados. En
particular allí debía quedar consignado el
amor, la admiración y la gratitud inmensa que
había sentido por la mujer con la que com-
partió esos años, pero no había encontrado
lugar para ponerlo. Todo lo que vivimos debía
ser parte de esa novela pero después de años
de intentarlo, de cambiar el tono, de quitar y
poner personajes, de variar el punto de vista,
no había logrado nada. Una tarde, después de

! 57
que la magia apareció en una línea, se extendió
a un párrafo, se pavoneó por una escena
completa, Joseph Avski la sintió desaparecer
con la certeza de que lo hacía para nunca más
volver. Por siempre sería incapaz de escribir la
novela que tenía en la cabeza. Esa inspiración
lo convenció de abandonar el proyecto y desa-
parecer. Fue entonces cuando tomó la decisión
de que yo lo suplantara, seguro de que yo
podría terminar su novela, de la que ya yo no,
sino él sería el protagonista.
La nota terminaba con una súplica
dirigida a mí: “Escríbeme, por favor”.
En ese momento empezó la tarea de
volverme Joseph Avski para escribirlo. Me
aficioné por sus preferencias. Devoré la prosa
furiosa de Henry Miller y agoté la obra de
Fernando González, a quien había leído como
estudiante de física en la universidad, y sobre
quien Avski había escrito su tesis doctoral.
Reemplacé a Leibnitz por John Dewey y
William James, las horas tocando guitarra por
la lectura de biografías de físicos, el azar de los
casinos por las oscuras lealtades de la acade-

! 58
mia, las películas dobladas por las voces
originales. Descubrí el porno, los excesos maci-
lentos de Charles Mingus, y la comida mexi-
cana. Visité Irlanda y cada uno de sus pubs.
Viví en lugares que nunca me propuse conocer
y me despedí de amigos que nunca volveré a
ver.
Un día ya no era yo.
La tarea de pensar en la novela me
consumió. Como Hamlet, me imaginaba una
broma que pusiera a la obra dentro de la obra
para burlarme tanto de los que estamos dentro
de sus palabras maltrechas, como de los que
estamos fuera en la realidad marchita. Imagi-
naba a Don Quijote aturdido después de la
publicación del Quijote de Avellaneda, confun-
dido, triste, incapaz de levantar su lanza contra
ningún molino, contemplando el suicidio al
igual que Hamlet. Lo imaginaba borracho,
faltando a su honor de caballero andante, bus-
cando pleitos de taverna y piropeando verdu-
leras con su prosa de amante casto. Y una
noche lo imaginé levantarse con una resaca
portentosa en una posada oscura de La

! 59
Mancha, dispuesto a acabarlo todo ahí mismo.
Con la daga a un lado, hambrienta de muerte,
tomó papel y pluma y le escribió a Cervantes
para pedirle que lo escribiera y lo librara de la
maldición de ser otro.
No tengo duda de que Don Quijote
murió ahí mismo pidiéndole perdón a Sancho
por las promesas incumplidas, cantándole a
Dulcinea y maldiciendo a Avellaneda. Esa
muerte permitió la novela de verdad, es decir
el segundo tomo. El primero era apenas una
crónica lograda con buena pluma y humor de
circo. La obra de verdad era esa comedia
tramada para vengar a un muerto triste. Ese
era mi modelo: la gran tragicomedia. Desde
luego, no se trataba de plasmar mis ideas, o las
de Avski. Todos sabemos que sólo las malas
novelas y el periodismo se pueden leer de esa
manera. La riqueza de la novela está en que el
autor en realidad no llega a controlar el mundo
que describe: su descripción del paisaje va
mucho más lejos de lo que sus ojos pueden ver.

! 60
* * *
Adaptarme fue fácil. Desde que entré a un
salón de clase por primera vez sentí como si
hubiera enseñado por años. Todo me parecía
natural. No sé qué clase de profesor fue Avski,
pero mi modelo como educador fue Don
Quijote desde el primer momento. Lo otro fue
más difícil. Nunca me pude adaptar a la oscura
red de fidelidades de la vida académica.
Nunca me acostumbré a medirlo todo en
números, a que importe más competir que
aprender, a sentir más compromiso con la
empresa privada que con la sociedad, a educar
conformes y a permitir que la educación
reduzca al mundo a unas escasas verdades
útiles para unos pocos. Don Quijote siempre
salió de casa dispuesto a pelear contra molinos
de viento para que el mundo no fuera reducido
a la verdad de otros. Siempre quise tenerlo en
mente al entrar al salón de clase. Quizá Avski
nunca pensó así.
Con el tiempo empecé a tener pistas del
paradero de Avski. Un día recibí un correo
insultándome por mis opiniones sobre un

! 61
asunto de política local. Yo no entendía qué
tenía que ver ese tema conmigo, en especial
porque se trataba de un lugar que apenas
conocía. Entonces me enteré de que alguien
escribía una columna semanal en un diario de
esa región y la firmaba con mi nombre, es
decir, su nombre. Fue fácil llegar al autor, que
desde luego resultó ser Avski. Había abando-
nado la escritura casi por completo, con la
única excepción de esa columna que firmaba
con un nombre que ya no usaba. También
había abandonado cualquier relación con la
academia y la enseñanza. Vivía en una casa
campesina junto a una quebrada de aguas frías
y cristalinas que serpenteaba sobre la llanura.
Se dedicaba por completo a las curas mila-
grosas, la santería y la prestidigitación. Todo
esto lo hacía con mi nombre, el suyo sólo lo
usaba para firmar la columna. Al parecer mi
nombre, ahora suyo, era respetado en toda la
región. Su palabra curaba las plagas del
ganado y espantaba las pestes de los cultivos.
Era consultado para decidir los días de siembra
y recolecta. Las familias poderosas pedían su

! 62
bendición antes que la del cura o del político
de turno cuando pactaban matrimonios. Los
domingos, mujeres de toda la región traían a
sus hijos para que los tocara en la frente.
Decían que este rito simple los hacía resistentes
a las enfermedades e inmunes a la picadura de
culebra. Avski ya no era él, no era la persona
que conocía como a mí mismo.
Primero organicé el estudio. Cambié el
escritorio de lugar y lo acerqué a la ventana
para recibir luz natural mientras escribía.
Compré papel nuevo, marcadores de colores, y
tarjetas de cartulina para armar la estructura.
Cambié la silla por una ergonómica que me
protegiera la espalda. Estaba seguro de que
con disciplina podía terminar la novela.
El primer borrador quedó mucho mejor
de lo que esperaba y ese buen comienzo me
llenó de ánimos. Les pedí a algunos amigos de
Avski que leyeran el manuscrito y me dieran
su opinión. Las respuestas de optimismo y
apoyo fueron desbordantes. Con el viento a
favor empecé el segundo borrador, y lo
terminé en unas pocas semanas. El resultado

! 63
me decepcionó. Igual pasó con el tercer borra-
dor.
Decidí dejar descansar el proyecto.
Dejar que se decantara y se rearmara en lo
profundo de mi cerebro. Allí la novela se
seguiría escribiendo sin los obstáculos de mi
intelectualización excesiva. Volví al bar y a
jugar fútbol los sábados. Volví a las lecturas
desinteresadas, que son las mejores. Terminé
por fin En busca del tiempo perdido y las 4142
páginas de los primeros cinco tomos de A Song
of Ice and Fire. Empecé a ir a cine todos los
martes y los jueves, y a acampar los domingos.
Descubrí nuevos restaurantes y empecé a ver
viejas series de televisión. Seguía la Premier
League, la Liga española, la Champions
League y la Copa Libertadores de América. Al
menos seis días de fútbol a la semana. Casi
olvidé la novela por un tiempo.
Poco a poco la novela empezó a
recuperar espacio. Me descubría pensando
escenas mientras caminaba, o resolviendo
líneas narrativas mientras veía un capítulo de
Treme. Unos días sentía que la tenía completa

! 64
en la cabeza, palabra por palabra, como una
canción de cuna que vuelve desde la niñez. Sin
embargo, cuando intentaba escribirla parecía
un sueño que se desfigura. Era como el tiempo
para San Agustín. Aún no estaba preparado
para volver a retomarla. Pensé en escribir unos
cuentos, tal vez intentar una traducción, algo
que me mantuviera ocupado mientras encon-
traba la novela. No tenía dudas de que la
escribiría, de que me esperaba como una
amante juguetona escondida en algún rincón
de la casa. No era más que tener paciencia.
Por esos días una editorial mexicana me
propuso traducir a Bukowski.
Empecé:

“Tú sabes, yo he tenido la familia, o el trabajo,


algo
siempre ha estado
en medio
pero ahora
vendí la casa, encontré este
lugar, un estudio amplio, deberías ver el
espacio y

! 65
la luz.
Por primera vez en mi vida voy a tener el lugar
y
el tiempo para
escribir”

no, querido, si vas a escribir


vas a escribir trabajando
16 horas por día en una mina de carbón
o
vas a escribir en un cuartico con tres niños
mientras vives del
subsidio estatal,
vas a escribir aunque parte de tu mente y de tu
cuerpo hayan
volado,
vas a escribir ciego
tullido
enloquecido,
vas a escribir con un gato trepando por tu
espalda mientras
la ciudad entera se estremece por terremotos,
bombardeos
inundaciones y fuego.

! 66
querido, aire y luz y tiempo y espacio
no tienen nada que ver
y no crean nada
excepto quizás una vida más larga
para encontrar
nuevas excusas.

Entendí que nunca iba a escribir. Tenía que


irme lejos, dejar todo esto, cambiar de vida.
Pensé en el campo y las curas milagrosas. En
un río de aguas diáfanas y frescas que
serpentea sobre la llanura. En los cielos
abiertos, el café por las tardes para acompañar
la lectura de viejos tomos de filosofía griega, el
olor a tierra mojada, las notas escritas los
miércoles por la noche para un periódico local.
Recordé un camino entre la arboleda, una casa
pequeña de puerta roja, una mujer intentando
leer mientras espera bajo la luz intermitente,
unas manos gruesas por el trabajo del campo,
unos labios delgados y unos ojos siniestros.
También pensé en Irlanda, en el cielo bruñido
en mármol gris de Dublín, en una calle ciega
de Rathmines, en una puerta azul, una casa

! 67
pequeña con flores en las ventanas, una mujer
tierna, unos ojos grandes y unas manos suaves.
Entonces comenzó mi plan para que Avski, sin
darse cuenta, tomara mi lugar.

! 68
LA OLA
Liliana Colanzi

La Ola regresó durante uno de los inviernos


más feroces de la Costa Este. Ese año se
suicidaron siete estudiantes entre noviembre y
abril: cuatro se arrojaron a los barrancos desde
los puentes de Ithaca, los otros recurrieron al
sueño borroso de los fármacos. Era mi segundo
año en Cornell y me quedaban todavía otros
tres o cuatro, o puede que cinco o seis. Pero
daba igual. En Ithaca todos los días se fundían
en el mismo día.
La Ola llegaba siempre de la misma
manera: sin anunciarse. Las parejas se
peleaban, los psicópatas esperaban en los
callejones, los estudiantes más jóvenes se
dejaban arrastrar por las voces que les
susurraban espirales en los oídos. ¿Qué les
dirían? “No estarás nunca a la altura de este

! 69
lugar. Serás la vergüenza de tu familia”. Ese
tipo de cosas. La ciudad estaba poseída por
una vibración extraña. Por las mañanas me
ponía las botas de astronauta para salir a
apalear la nieve, que crecía como un castillo
encima de otro, de manera que el cartero
pudiera llegar a mi puerta. Desde el porche
podía ver la Ola abrazando a la ciudad con sus
largos brazos pálidos. La blancura refractaba
todas las visiones, amplificaba las voces de los
muertos, las huellas de los ciervos migrando
hacia la falsa seguridad de los bosques. El viejo
Sueño había vuelto a visitarme varias noches,
imágenes del infierno sobre las que no pienso
decir una sola palabra más. Lloraba todos los
días. No podía leer, no podía escribir, apenas
conseguía salir de la cama.
Había llegado la Ola y yo, que había
pasado los últimos años de un país a otro
huyendo de ella !como si alguien pudiera
esconderse de su abrazo helado!, me detuve
frente al espejo para recordar por última vez
que la realidad es el reflejo del cristal y no lo
otro, lo que se esconde detrás. “Esto soy yo”,

! 70
me dije, todavía de este lado de las cosas,
afinando los sentidos, invadida por la sensa-
ción inminente de algo que ya había vivido
muchas veces.
Y me senté a esperar.
!¿Siente cosas fuera de lo normal?,
preguntó el médico del seguro universitario, a
quien le habían asignado la tarea de registrar la
persistencia de la melancolía entre los estu-
diantes.
!No sé de qué me está hablando, dije.
Esa mañana me había despertado la estri-
dencia de miles de pájaros aterrados sobre-
volando el techo de la casa. ¡Cómo chillaban!
Cuando corrí a buscarlos, tiritando dentro de
mis pantuflas húmedas, solo quedaban finas
volutas de plumas cenicientas manchando la
nieve. La Ola se los había llevado también a
ellos.
Pero, ¿cómo contarles a los demás sobre
la Ola? En Cornell nadie cree en nada. Se
gastan muchas horas discutiendo ideas, teori-
zando sobre la ética y la estética, caminando
deprisa para evitar el flash de las miradas,

! 71
organizando simposios y coloquios, pero no
pueden reconocer a un ángel cuando les sopla
en la cara. Así son. Llega la Ola al campus y
arrastra de noche, de puntillas, a siete
estudiantes, y lo único que se les ocurre es
llenarte los bolsillos de Trazodone o regalarte
una lámpara de luz ultravioleta.

Y pese a todo, creo sinceramente que debe


haber un modo de mantenerla a raya a ella, a la
Ola. A veces, como chispazos, intuyo que me
asomo a ese misterio, solo para perderlo de
inmediato en la oscuridad. Una vez !sola-
mente una! estuve a punto de rozarlo. El
asunto tiene que ver con la antena y se los voy
a contar tal como lo recuerdo. Sucedió durante
los primeros días de la temporada de los
suicidios. Me sentía sola y extrañaba mi casa,
la casa de mi infancia. Me senté a escribir.
Cuando llegué a Ithaca, antes de
enterarme de Rancière y de Lyotard y de las
tribulaciones de la ética y estética, creía
ingenuamente que los estudios literarios ser-
vían para mantener encendida la antena. Así

! 72
que alguna que otra noche, después de leer
cien o doscientas páginas de un tema que no
me interesaba, todavía me quedaban fuerzas
para intentar escribir algo que fuera mío. El
cuento que quería escribir iba del achachairú,
que suena a nombre de monstruo pero se trata,
en realidad, de la fruta más deliciosa del
mundo: por fuera es de un anaranjado violento
y por dentro es carnosa, blanca, dulce,
ligeramente ácida, y por alguna razón
incomprensible se da únicamente en Santa
Cruz. Deseaba poder decir algo sobre esta
fruta, algo tan poderoso y definitivo que fuera
capaz de devolverme a casa. En mi cuento
había achachai- ruses, pero también un chico y
una chica, y padres y hermanos y una infancia
lejana en una casa de campo que ya no existía
sino en mi historia, y había odio y dolor, y la
agonía de la felicidad y el frío de la muerte
misma. Estuve sentada hasta muy tarde
tratando de sintonizar con los conflictos
imaginarios de estos personajes imaginarios
que luchaban por llegar hasta mí.

! 73
En un determinado momento sentí
hambre y fui en busca de un vaso de leche. Me
senté junto a la ventana mirando cómo la ligera
nieve caía y se desintegraba antes de tocar la
tierra congelada donde dormían escondidas las
semillas y las larvas. De pronto tuve una
sensación muy peculiar: me vi viajando en
dirección opuesta a la nieve, hacia las nubes,
contemplando en lo alto mi propia figura
acodada a la ventana en esa noche de invierno.
Desde arriba, suspendida en la
oscuridad y el silencio, podía entender los
intentos de ese ser de abajo !yo misma! por
alcanzar algo que me sobrepasaba, como una
antena solitaria que se esfuerza por sintonizar
una música lejana y desconocida. Mi antena
estaba abierta, cente- lleante, llamando, y pude
contemplar a los personajes de mis cuentos
como lo que en verdad eran: seres que a su vez
luchaban a ciegas por llegar hasta mí desde
todas las direcciones. Los vi caminando,
perdiéndose, viviendo: entregados, en fin, a
sus propios asuntos incluso cuando yo no
estaba ahí para escribirlos. Descendían por mi

! 74
antena mientras yo, distraída con otros pensa-
mientos, bebía el vaso de leche fría en esa
noche también fría de noviembre o diciembre,
cuando la Ola todavía no hacía otra cosa que
acariciarnos.
De tanto en tanto algunas de las figuras
!un hombre de bigote que leía el periódico,
un adolescente fumando al borde de un
edificio, una mujer vestida de rojo que
empañaba el vidrio con su aliento alcohólico!
intuían mi presencia y hacían un alto para
percibirme con una mezcla de anhelo y
estupor. Tenían tanto miedo de mí como yo de
la Ola, y ese descubrimiento fue suficiente para
traerme de regreso a la silla y al vaso de leche
junto a la ventana, al cuerpo que respiraba y
que pensaba y que otra vez era mío, y empecé
a reír con el alivio de alguien a quien le ha sido
entregada su vida entera y algo más.
Quise hablar con las criaturas, decirles
que no se preocuparan o algo por el estilo,
pero sabía que no podían escucharme en
medio del alboroto de sus propias vidas
ficticias. Me fui a dormir arrastrada por el

! 75
murmullo de las figuritas, dispuesta a darles
toda mi atención luego de haber descansado.
Pero al día siguiente las voces de las criaturas
me evadían, sus contornos se esfumaban, las
palabras se desbarrancaban en el momento en
que las escribía: no había forma de encontrar a
esos seres ni de averiguar quiénes eran.
Durante la noche mi antena les había
perdido el rastro.
Ya no me pertenecían.
De chica, cuando la Ola me encontraba por las
noches, corría a meterme a la cama de mis
padres. Dormían en un colchón enorme con
muchas almohadas y yo podía deslizarme
entre los dos sin despertarlos. Me daba miedo
quedarme dormida y ver lo que se escondía
detrás de la oscuridad de los ojos. La Ola
también vivía ahí, en el límite del sueño, y
tenía las caras de un caleidoscopio del horror.
La estática de la televisión, que permanecía
encendida hasta el amanecer, zumbaba y
parpadeaba como un escudo diseñado para
protegerme. Me quedaba inmóvil en la inmen-
sa cama donde persistían, divididos, los olores

! 76
tan distintos de papá y mamá. “Si viene la
Ola”, pensaba, “mis padres me van a agarrar
fuerte”. Bastaba con que dijera algo para que
uno de los dos abriera los ojos. “Y vos, ¿qué
hacés aquí?”, me decían, aturdidos, y me
pasaban la almohada pequeña, la mía.
Mi padre dormía de espaldas, vestido
solo con calzoncillos. La panza velluda subía y
bajaba al ritmo de la cascada pacífica de sus
ronquidos y esa cadencia, la de los ronquidos
en el cuarto apenas sostenido por el resplandor
nuclear de la pantalla, era la más dulce de la
tierra. Estaba segura de que él no experi-
mentaba eso, la soledad infinita de un universo
desquiciado y sin propósito. Aunque todavía
no pudiera darle un nombre, Eso, lo otro,
estaba reservado para los seres fallados como
yo.
Papá era diferente. Papá era un asesino.
Había matado a un hombre años antes de
conocer a mamá, cuando era joven y extranjero
y trabajaba de fotógrafo en un pueblo en la
frontera con Brasil. Fue un accidente estúpido.
Una noche, mientras cerraba el estudio, fue a

! 77
buscarlo su mejor amigo. Era un conocido
peleador y un mujeriego, un verdadero hom-
bre de mundo, y papá lo reverenciaba. El tipo
intentó venderle un revólver robado y papá,
que no sabía nada de armas, apretó el gatillo
sin querer: su amigo murió camino al hospital.
Después no sé muy bien lo que pasó.
Me enteré de todo esto el día en que
detuvieron a papá por ese asunto de la estafa.
Me lo contó mamá mientras la pila de papeles
ardía en una fogata improvisada en el patio;
las virutas de papel quemado viajaban en
remolinos que arrastraba el viento. Mamá
juraba que la policía estaba a punto de allanar
la casa en cualquier momento y quería desha-
cerse de cualquier vestigio de nuestra historia
familiar. Su figura contra el fuego, abrazán-
dose a sí misma y maldiciendo a Dios, era tan
hermosa que me hacía daño.
En resumen: la policía nunca allanó
nuestra casa, el juicio por estafa no prosperó y
mi padre regresó esa madrugada sin dar
explicaciones. Mamá no volvió a mencionar el
tema. Pero yo, milagrosamente, empecé a

! 78
mejorar. Permanecía quieta en la oscuridad de
mi cuarto, atenta a los latidos regulares de mi
propio corazón. “Mi padre ha matado a
alguien”, pensaba cada noche, golpeada por la
enormidad de ese secreto. “Soy la hija de un
asesino”, repetía, inmersa en un sentimiento
nuevo que se aproximaba al consuelo o a la
felicidad.
Y me dormía de inmediato.

Años más tarde emprendí la huida.


Era la Nochebuena y papá se quedó
dormido después de la primera copa de vino.
Al principio parecía muy alegre. Mamá se
había pasado la tarde en el salón de belleza.
Papá, desde su silla, la seguía con ojos
asombrados, como si la viera por primera vez.
!¿Me queda bien?, preguntó mamá
tocándose el pelo, consciente de que estaba
gloriosa con los tacos altos y el peinado nuevo.
!¿Y ella quién es?, me susurró papá.
!Es tu mujer, le dije.

! 79
Mamá se quedó inmóvil. Nos miramos
iluminadas por los fuegos artificiales que
rasgaban el cielo.
!¿Por qué está llorando?, me dijo papá
al oído.
!Papá, imploré.
!Es una bonita mujer, insistió papá.
Decile que no llore. Vamos a brindar. !Ya
basta, dijo mamá, y se metió en la casa.
En el patio el aire olía a pólvora y a
lluvia. Cacé un mosquito con la mano: estalló
la sangre. Papá contempló la mesa con el
chancho, la ensalada de choclo y la bandeja con
los dulces, y frunció la cara como un niño
pequeño y contrariado.
!Esta es una fiesta, ¿no? ¿Dónde está
la música? ¿Por qué nadie baila?
Me invadió un calor sofocante.
!Salud por los que…, llegó a decir
papá, con la copa en alto, y la cabeza se le
derrumbó sobre el pecho en medio de la frase.
Nos costó muchísimo cargarlo hasta el
cuarto, desvestirlo y acomodarlo sobre la
cama. Intentamos terminar la cena, pero no

! 80
teníamos nada de qué hablar, o quizás
evitábamos decir cosas que nos devolvieran a
la nueva versión de papá. Juntas limpiamos la
mesa, guardamos los restos del chancho y
apagamos las luces del arbolito !un árbol
grande y caro en una casa donde no existían
niños ni regalos! y nos fuimos a acostar antes
de la medianoche.
Más tarde unos aullidos se colaron en
mis sueños. Parecían los gemidos de un perro
colgado por el cuello en sus momentos finales
en este planeta. Era un sonido obsceno, capaz
de intoxicarte de pura soledad. Dormida, creí
que peleaba otra vez con el Viejo Sueño. Pero
no. Despierta, yo todavía era yo y el aullido
también persistía, saliendo en estampida del
cuarto contiguo.
Encontré a papá tirado en el piso, a
medio camino entre la cama y el baño,
peleando a ciegas en un charco de su propio
pis.
!Teresa, Teresa, amor mío, lloraba, y
volvía a gritar y a retorcerse.
Mamá ya estaba sobre él.

! 81
!¿Vos conocés a alguna Teresa?, me
preguntó.
!No, le dije, y era verdad.
La cara contorsionada de papá,
entregada al terror sin dignidad alguna,
revelaba todo el desconsuelo de nuestro paso
por el mundo: él no podía contarnos lo que
veía y mamá y yo no podíamos hacer nada
para contrarrestar nuestro desamparo. Recuer-
do la rabia subiendo por el estómago, ane-
gando mis pulmones, luchando por salir. Mi
padre no era un asesino: era apenas un
hombre, un cobarde y un traidor.
Mientras yo trapeaba el pis mamá
metió a papá bajo la ducha; él continuaba
durmiendo y balbuceando. Al día siguiente
despertó tranquilo. Estaba dócil y extrañado,
tocado por la gracia. No recordaba nada. Sin
embargo, algo malo debió habérseme metido
esa noche, porque desde entonces comencé a
sentir que mi cuerpo no estaba bien plantado
sobre la tierra. ¿Y si la ley de la gravedad se
revertía y terminábamos disparados hacia el
espacio? ¿Y si algún meteorito caía sobre el

! 82
planeta? ¿Qué sentido tenía todo? No me
interesaba acercarme a ningún misterio. Quería
clavar los pies en este horrible mundo porque
no podía soportar la idea de ningún otro.
Poco después, temerosa de la Ola y de
mí misma, inicié la fuga.

La llamada llegó durante una tormenta tan


espectacular en que, por primera vez en
muchos años, la universidad canceló las clases.
Llegabas a perder la conciencia de toda civili-
zación, de toda frontera más allá de esa blan-
cura cegadora. La tarde se mezclaba con la
noche, los ángeles bajaban sollozando del cielo
y yo esperaba la llegada de un mesías, pero lo
único que llegó esa tarde fue la llamada de
mamá. Llevaba días esperando que sucediera
algo, cualquier cosa. No puedo decir que me
sorprendió. Casi me alegré de escuchar su voz
cargada de rencor.
!Tu padre se ha vuelto a caer. Un
golpe en la cabeza, me informó.
!¿Es grave?
!Sigue vivo.

! 83
!No hay necesidad de ponerse
sarcástica, le dije, pero mamá ya había colgado.
Compré el pasaje de inmediato. El
agente de la aerolínea me advirtió que todos
los vuelos estaban retrasados por causa de la
tormenta. En el avión no pude dormir. No era
la turbulencia lo que me mantenía despierta.
Era la certeza de que, si mi padre no llegaba a
tener una muerte digna, entonces yo estaba
condenada a vivir una vida miserable. No sé si
esto tiene algún sentido.
Treinta y seis horas más tarde, y aún sin
poder creerlo del todo, había aterrizado en
Santa Cruz y un taxi me llevaba a la casa mis
padres. Acababa de llover y la humedad se
desprendía como niebla caliente del asfalto. El
conductor que me recogió esa madrugada
manejaba un Toyota reciclado, una especie de
collage de varios autos que mostraba sus tripas
de cobre y aluminio. El taxista era un tipo
conversador. Estaba al tanto de las noticias. Me
habló del reciente tsunami en el Japón, del
descongelamiento del Illimani, de la boa que

! 84
habían encontrado en el Beni con una pierna
humana adentro.
!Grave nomás había sido el mundo,
¿no, señorita?, dijo, mirándome por el espejo
retrovisor, un espejo chiquito y descolgado
sobre el que se enroscaba un rosario.
Mi padre había pedido morir en casa.
Hacía años que había comprado un mausoleo
en el Jardín de los Recuerdos, un monumento
funerario con lápidas de granito que llevaban
nuestros nombres, las fechas de nuestros naci-
mientos contiguas a una raya que señalaba el
momento incierto de nuestras muertes.
!Allá donde usted vive, ¿es igual?,
preguntó el taxista.
!¿Qué cosa?, dije, distraída.
!La vida, pues, qué más.
!Cuando aquí hace calor, allá hace
frío, y cuando aquí hace frío, allá hace calor, le
dije para sacármelo de encima.
El taxista no se dio por vencido.
!Yo no he salido nunca de Bolivia,
dijo. Pero gracias al Sputnik conozco todo el
país.

! 85
!¿El Sputnik?
!La flota para la que trabajaba.
A los dieciséis años dejó embarazada a
una chica de su pueblo. El padre de ella era
chofer del Sputnik y lo ayudó a encontrar
trabajo en la misma compañía. Él conducía casi
siempre en el turno de la noche. De Santa Cruz
a Cochabamba, de Cochabamba a La Paz, de
La Paz a Oruro, y así. En los pueblos conseguía
mujeres; a veces las compartía con el otro
chofer de turno.
!Perdone que le cuente esto, me dijo el
taxista, pero esa es la vida de carretera.
Un día, mientras partía de Sorata a un
pueblo cuyo nombre no recuerdo, una cholita
suplicó que le permitieran viajar gratis.
!La chola se plantó frente a los pasa-
jeros. La mayoría comía naranjas, dormía, se
tiraba pedos o miraba una película de Jackie
Chan. Se presentó. Se llamaba Rosa Damiana
Cuajira. Nadie le prestó atención aparte de un
hombre mayor, un yatiri viejo que llevaba una
bolsa de coca abierta sobre las rodillas.

! 86
Su historia era sencilla y a la vez extra-
ordinaria. Era la hija de un minero. Su padre
consiguió un permiso para trabajar en una
mina de cobre en Chile, en Atacama, pero ella
tuvo que quedarse con su madre y sus
hermanos en la frontera, en un lugar tan
olvidado que no tenía nombre. Había sido
pastora de llamas toda su vida. Un día su
madre enfermó. De un momento a otro no
pudo salir de la cama. Rosa Damiana fue en
busca del curandero que vivía al otro lado de
la montaña, pero cuando llegó la vieja mujer
del curandero le contó que lo acababan de
enterrar.
Cuando la chica volvió su madre yacía
en la litera, en la misma posición en la que la
había dejado, respirando con la boca abierta.
“Mamá”, la llamó, pero su madre ya no la
escuchaba. Preparó el almuerzo para sus
hermanos, encerró a las llamas en el establo y
corrió a buscar a su padre al otro lado del
desierto.
Cruzó la frontera electrizada por el
temor de que la encontraran los chilenos.

! 87
Había escuchado todo tipo de historias sobre
ellos. Algunas eran ciertas. Por ejemplo, que
habían escondido explosivos debajo de la
tierra. Bastaba con pisar uno y tu cuerpo
estallaba en un chorro de sangre y vísceras.
¿Qué más había en el desierto? Rosa
Damiana no lo sabía. Tenía doce años y la
voluntad de encontrar a su padre antes de que
la alcanzara la oscuridad. Caminó hasta que el
sol de los Andes le nubló la vista. Finalmente
se sentó al pie de un cerro a descansar y a
contemplar la soledad de Dios. Sabía que era el
fin. No podía caminar más, sus pies estaban
congelados. Las últimas luces ardían detrás de
los contornos de las cosas. Un grupo de cactus
crecía cerca del cerro con sus brazos de ocho
puntas estirados hacia el cielo. Rosa Damiana
arrancó un pedazo de uno de ellos. Comió
todo lo que pudo, ahogándose en su propio
vómito, y pidió morir.
Cuando abrió los ojos creyó que había
resucitado en un lugar fulgurante. Era todavía
de noche !lo advertía por la presencia de la
luna!, pero su vista captaba las líneas más

! 88
remotas del horizonte con la precisión de un
zorro. Su cuerpo resplandecía en millones de
partículas de luz. Al lado de su vómito, los
cactus se habían transformado en pequeños
hombres con sombreritos. Rosa Damiana
conversó un largo rato con ellos. Eran simpá-
ticos y reían mucho, y Rosa Damiana se
doblaba de risa con ellos. No comprendía por
qué había estado tan triste antes. Ya no sentía
frío, sino más bien un agradable calor que la
llenaba de energía. Su cuerpo estaba liviano y
sereno.
Rosa Damiana miró al cielo líquido y
conoció a los Guardianes. Algunas eran figuras
amables, ancianos con largas barbas y ojos
benévolos. Había también criaturas inquie-
tantes, lagartijas de ojos múltiples que
lanzaban lengüetazos hacia ella. La chica se
tiró de espaldas en la tierra. “¿Dónde estoy?”,
pensó, perpleja. Las formas de las estrellas
danzaban ante sus ojos. Rosa Damiana no supo
cuánto tiempo permaneció así. Poco a poco fue
recordando quién era y qué la había traído
hasta el desierto.

! 89
Se levantó, les hizo una breve
reverencia a los hombrecitos verdes, quienes a
su vez inclinaron sus pequeños sombreros de
ocho puntas, y prosiguió su camino. Fos-
forescían el desierto, las montañas, las rocas, su
interior. Dejó atrás un promontorio que
acababa en una larga planicie de sal. Recordó
que mucho tiempo atrás todo ese territorio
había sido una inmensa extensión de agua
habitada por seres que ahora dormían, dise-
cados, bajo el polvo. Rosa Damiana sintió en
sus huesos el grito de todas esas criaturas
olvidadas y supo, alcanzada por la revelación,
que al amanecer encontraría a su padre y que
su madre no iba a morir porque la tierra aún
no la reclamaba. Conoció el día y la forma de
su propia muerte, y también se le develó la
fecha en la que el planeta y el universo y todas
las cosas que existen dentro de él serían
destruidas por una tremenda explosión que
ahora mismo !mientras yo, con la antena
encendida, imagino o convoco o recompongo
la historia de un taxista, atenta a la presencia
de la Ola, que de vez en cuando me cosquillea

! 90
la nuca con sus largos dedos! sigue la
trayectoria de miles de millones de años,
hambrienta y desenfrenada hasta que todo sea
oscuridad dentro de más oscuridad. Era una
visión sobrecogedora y hermosa, y Rosa
Damiana se estremeció de lástima y júbilo.
Poco después la flota llegó a Sorata y
Rosa Damiana se bajó de inmediato entre la
confusión de viajeros y comerciantes. El chofer,
intuyendo que había sido testigo de algo
importante que se le escapaba, la buscó con la
vista. Preguntó al ayudante por el paradero del
yatiri, pero el chico !“que era medio imbécil”,
aclaró el taxista, o quizás lo pensé yo! estaba
entretenido jugando con su celular y no había
visto nada.
!Pude haberlo agarrado a patadas ahí
mismo, dijo. Pude haberlo matado si me daba
la gana. Pero en vez de eso busqué la botella de
singani y me emborraché.
La historia de la cholita se le metió en la
cabeza. No lo dejaba en paz. A veces dudaba.
“¿Y si es verdad?”, se preguntaba una y otra
vez. Había tantos charlatanes.

! 91
!Yo soy un hombre práctico, señorita,
dijo el taxista. Cuando se acaba el trabajo, me
duermo al tiro. Ni siquiera sueño. No soy de
los que se quedan despiertos dándoles vueltas
a las cosas. Eso siempre me ha parecido algo
de mujeres, sin ofenderla. Pero esa vez…
Esa vez fue distinto. Perdió el gusto por
los viajes. Todavía continuaba persiguiendo a
mujeres entre un pueblo y otro, pero ya no era
lo mismo. Todo le parecía sucio, ordinario,
irreal. Se pasaba noches enteras mirando a su
mujer y a sus hijos, que crecían con tanta
rapidez !los cinco dormían en el mismo
cuarto!, y a veces se preguntaba qué hacían
esos desconocidos en su casa. No sentía nada
especial por ellos. Hubieran podido reem-
plazarlos y a él le habría dado lo mismo.
Empezó a buscar el rostro de Rosa Damiana en
cada viajero que subía a su flota. Preguntaba
por ella en los pueblos por los que pasaba.
Nadie parecía conocerla. Llegó a pensar que
todo había sido un sueño, o peor aún, que él
era parte de alguno de los sueños que Rosa

! 92
Damiana había abandonado en el desierto.
Empezó a beber más que de costumbre.
Un día se durmió al volante mientras
cruzaban el Chapare. El Sputnik rebotó cinco
veces antes de quedar suspendido en un
barranco. Antes de desmayarse lo invadió una
enorme claridad. Lo último que vio fue al
ayudante. Sus ojos lo atravesaron por completo
hasta que ambos fueron uno solo. Luego todo
se apagó. En total murieron cinco pasajeros en
el accidente, entre ellos dos niños. Pasó un
tiempo en el hospital y otro en San Sebastián,
pero el penal estaba tan atestado que lo
dejaron salir antes de tiempo. Entonces se
compró su propio taxi, ese insecto en el que
transitábamos ahora la semioscuridad del
cuarto anillo de esa ciudad a la que me había
prometido no volver.
!Así es, señorita, se acabó la época de
los viajes para mí, me dijo con la tranquilidad
de quien acaba de sacarse el cuerpo de encima.
La humedad del trópico había dado
paso a un amanecer transparente y frágil. Los
comerciantes se acercaban a la carretera con

! 93
sus carretillas rebosantes de mangas, sandías y
naranjas. Pensé que lo primero que me
gustaría hacer al llegar a casa !y me di cuenta
de que la palabra “casa” había venido a mí sin
ningún esfuerzo! era probar la acidez
refrescante de un achachairú, aunque proba-
blemente ya había pasado la temporada. El
taxista encendió la radio. Contra todo pro-
nóstico, funcionaba. “Yo quiero ser un
triunfador de la vida y del amor”, cantaban
Los Iracundos a esa extraña hora, y el taxista
llevaba el ritmo silbando mientras el aire
explotaba con la proximidad del día.
!¿Y para qué quería encontrarla?, le
pregunté.
!¿A quién?, me dijo, distraído.
!A Rosa Damiana.
!Ah.
El hombre se encogió de hombros.
“Con el saco sobre el hombro voy cruzando la
ciudad, uno más de los que anhelan…”,
gritaba la radio. Rosa Damiana se perdía a la
distancia en una niebla metálica. O quizás era
el océano. Mi padre navegaba más allá del bien

! 94
y el mal, sumergido en el gran misterio. Su
cuerpo todavía respiraba, pero él ya habría
abandonado este mundo con todos sus
secretos.
El taxista se dio la vuelta para mirarme.
!Quería saber si me había embrujado,
me dijo con un poco de vergüenza.
Se disculpó de inmediato:
!No me haga caso. Solo los indios
creen en esas cosas. A veces no me doy cuenta
ni de lo que estoy hablando.
Puede que el taxista haya añadido algo
más, pero eso es algo que nunca sabré. Ahí,
bajo la luz dorada, estaba la casa de mi
infancia. Las nubes que se desgajaban en
lágrimas. El largo viaje. El viejo Sueño. La Ola
suspendida en el horizonte, al principio y al
final de todas las cosas, aguardando. Mi
corazón gastado, estremecido, temblando de
amor.

! 95
EL CASO DE ANNA REITMAN
Antonio Díaz Oliva

Por primera vez no eran los padres. Me puse a


investigar el caso por un colombiano. El man
había sido profesor de español de Ana
Reitman y llevaba siete años haciendo el
doctorado en Columbia. Él me contrató y yo lo
cité en el cine de la novena avenida con Prince.
Quería escuchar sus razones. El man seguía
enamorado de Ana y lo atormentaba no saber
de esos últimos días. Me juró que a lo largo de
sus años como estudiante siguió al pie de la
letra la moral ivy league, o sea, jamás res-
pondió al coqueteo de alguna estudiante,
jamás se apareció por el 1020 (“ese bar es la
perdición”) y nunca cerró la puerta durante las
office hours.
Pero entonces, en ese último semestre,
Ana.

! 97
Tampoco es que la academia le
interesara. El man había decidido no hacer
carrera como profesor en Estados Unidos. Lo
supo, me dijo, desde que entró a Columbia y se
sintió ajeno a todo; a sus compañeros, a las
clases y especialmente a sus profesores.
Terminó el segundo semestre y el man pidió el
leave of absence. Regresó a Bogotá; quería
sanarse de las lecturas de Judith Butler y
Kristeva, rumbear con su gente y tantear una
posible vida. Pero más allá de un par de
freelanceos sueltos, en Colombia no encontró
trabajo y volvió a Nueva York como quien va a
la guerra: con resignación, la frente en alto y
entregado. Yo lo entendía, en algún momento
el man vio en la academia el plan perfecto para
ser escritor. ¿Y qué podía salir mal? ¿Cinco
años en que te pagan por estudiar y la
posibilidad de vivir en Nueva York (y no en un
pueblo universitario aislado)? Pero luego de
ese año en Colombia, el man entró en un área
vocacionalmente conflictiva para cualquier
escritor latinoamericano inserto en la aca-
demia: la comodidad americana versus la

! 98
inestabilidad latinoamericana; que te paguen
por leer versus la poca libertad con que uno se
acerca a esas lecturas; y salir con una alumna
versus que esa alumna aparezca muerta una
noche de verano en Brooklyn.

*
El mismo recorrido de siempre. Serpenteaba
por entre las calles como si tuviera toda la vida
por delante. Caminar por Nueva York era mi
terapia. Mi terapia y uno de mis pasatiempos.
Casi cinco años y perderme en la ciudad
todavía me reconfortaba.
Entré a la sala. Era aquel momento en
que los ojos se me acostumbran a la oscuridad,
un estado taciturno !mental y visual! sólo
posible en una sala de cine. El man miraba la
pantalla. Iba de chaqueta, camisa y afeitado.
Emocionalmente estaba hecho un desastre,
pero la elegancia nunca la perdía.
Espera, me dijo desde atrás, ¿viniste
solo?
Siempre que nos juntamos ando solo, le
respondí. ¿Qué te pasa?

! 99
No dijo nada de vuelta.
¿Sigues con la paranoia?
De nuevo no hubo respuesta. Calculé
menos de diez personas en la sala. Se acabaron
los preview y la película comenzó. Era sobre
un astronauta varado en la luna, sin posibi-
lidades de regresar a la tierra, que escucha
David Bowie y espera que el oxigeno se le
acabe. Su única compañía es la computadora
central de la nave, la cual le pregunta qué se
siente ser humano. El astronauta prefiere el
tedio espacial y hablar con una máquina antes
que suicidarse.
¿Y entonces?, preguntó el man.
No le dije nada. Esa tarde, en el cine,
me costó desapegarme de la oscuridad.
Permanecí en estado taciturno por más tiempo
de lo normal. Pensaba en la escena del departa-
mento en Brooklyn. Ana Reitman durmiendo,
sin preocuparse de que esa mañana tenía
clases, con la cabeza cerca del reloj despertador
(once y cuarto de la mañana). Alguien !uno
de los vecinos! golpea la puerta para alegar
por el ruido. Es un puertorriqueño que apenas

! 100
pudo dormir la noche anterior. ¡La música y
los gritos, carajo!, ¡la gente decente que trabaja!
En la pieza donde Ana Reitman duerme hay
rastros de un hombre. Tiene que haberlos.
¿Y entonces?, me preguntó de nuevo el
man.
Disculpa… la oscuridad me…
Sentí que perdía el aire. Era como si
alguien me pusiera una cabeza de plástico en
la bolsa. Sucedía al involucrarme demasiado
en el caso que investigaba.
¿Qué? No te escucho, me dijo.
No, nada, respondí. Me calmé un poco
más.
Habla un poco más fuerte.
Ambos callamos. Respiré hondo una,
dos, tres veces y hablé.
Sus amigas, le dije, no fueron a clases
en toda la semana. Pero igual se reunieron con
el grupo de español. Fue donde siempre, en ese
restaurante de noodles donde le gustaba al-
morzar sola los martes. Después camina...
¿Pero hablaron de ella?

! 101
La verdad no mucho. Fue un momento
en que recordaban un partido, cuando Ana
metió un gol, pero nada más.
El man se acomodó en la butaca.
Después, seguí hablando, las tres del
grupo, Cara, Tess y Gabriela, caminaron unas
cuadras y se juntaron con dos tipos mayores.
Tomaron cervezas en el 1020. Más tarde uno de
esos tipos las acompañó a otro departamento,
el de Tess, y ahí siguieron tomando. A las dos
y cuarto, un poco pasadas, el tipo se despidió y
caminó hasta Koronet, pidió una pizza y luego
tomó la línea dos a Brooklyn.
¿Y lo seguiste, no?
No, le respondí.
El man calló. Me adelanté a su comen-
tario.
El domingo, le dije. El domingo hay
partido en Riverside. Ahí voy a ir.
Me paré. En la pantalla el astronauta le
explicaba a la computadora que la única dife-
rencia entre un humano y un robot era el
llanto. La computadora no entendía. Pero no es

! 102
eso… ¿pero no es eso justamente lo que te hace
menos humano? Salí de la sala.

*
Cornell es la universidad con más casos.
Incluso existe un apodo: Ithakids. Robert fue el
segundo ithakid de ese invierno y mi primer
trabajo. Me lo tomé en serio, tanto que no me
permití dormir hasta haber terminado con su
narración. Robert se lanzó del puente el mismo
día en que anunciaron una nueva tormenta de
nieve. Hablé con sus amigos y profesores y
hasta me metí a su dormitorio. También fui de
oyente a uno de sus cursos gracias a mi tarjeta
de NYU (aunque el doctorado lo dejé hace ya
un tiempo). Dos semanas más tarde, de vuelta
en Nueva York, le envié a sus padres un sobre
con la narrativa de Robert. Apenas veinte
páginas que me mantuvieron insomne y que
leí y corregí e incluso me grabé leyendo en voz
alta. La madre me escribió un email de
agradecimiento. Dijo que esa misma tarde el
dinero estaría en mi cuenta.
Y así fue.

! 103
Mi nombre empezó a circular. Me
llamaban padres principalmente, aunque
también abuelos y tíos y hermanos. Querían
saber más, o conocer, a su pariente fallecido.
¿Cómo era su vida antes de morir? Viajé por
otras universidades del área: Brown, Yale,
Amherst, Princeton, Georgetown, casi siempre
de renombre y de alta exigencia. Podía ser la
presión de los padres, o una pareja, o las malas
notas, o la crisis económica de Estados Unidos,
o el vacío interior propio de la juventud y de
haber dejado sus casas; no sé qué sucedía, pero
no había un semestre sin un caso. Existía una
narrativa de suicidios que las universidades
silenciaban. Y yo me encargaba de escribirla. Y
de pasársela a los padres, quienes, el día en
que los veían dejar el hogar rumbo a su
experiencia universitaria y formativa, perdían
el control sobre las vidas de sus hijos. Ese era
mi trabajo, contarles esos últimos años; lo que
no sabían o lo que sus hijos escondían. Habla-
ba con compañeros y amigos, también recorría
sitios significativos de sus vidas universitarias
y hasta hackeaba sus cuentas de Facebook,

! 104
Twitter, Instagram y sus correos electrónicos.
Respaldaba esos archivos en mi computadora,
aunque el acuerdo era diferente: me compro-
metía a eliminar cualquier información del
caso una vez entregada la narrativa de vida.
De todos tenía fotos en mi computador. Y una
carpeta para cada uno, con sus nombres.

*
¿Por qué lo haría? Era feliz. Se notaba que Ana
Reitman era feliz. Estudiaba ciencias políticas y
español, quería pasar un año de intercambio en
Argentina y todos los viernes jugaba fútbol en
Riverside Park junto a otras undegrad de
Columbia y Barnard.
Ese domingo me puse shorts, una
polera blanca y un polerón con gorro y troté
por Riverside Park. Disfruté de la vista del
Hudson; Jersey City a la distancia, tan lejos tan
cerca, con edificios nuevos en medio de ese
cielo despejado y azul y lleno !tan lleno! de
esas nubes como los animalitos que fumé para
salir de la depresión. Al ponerme a trotar me
cuestioné por qué hace un año, encerrado en

! 105
Queens, llegué a empantanarme en mí mismo.
Ahora recordaba la depresión como excusa
para alegrarme. Y para otras cosas. Después
del huracán, la marihuana y otras drogas
escasearon y los dealer sólo te ofrecían anima-
litos. Cada vez que compraba y los deshacía en
un papelillo, recordaba las Safari que llevaba
de colación al colegio en Chile; esas galletitas
con forma de elefantes y jirafas y monos
ultrazúcaradas que también comía ansiosa-
mente cuando viajábamos en tren, al sur, con
mi padre.
Me imaginaba a Ana jugando fútbol
para cuestionarme aún más mis bajones aní-
micos. Me la imaginaba feliz. Era feliz. Qué
imbécil: vivía en Nueva York, aún era joven y
desde que renuncié al doctorado no tenía
mayores responsabilidades. Es más: había
logrado conseguir una forma de sobrevivir sin
depender de nadie y ahora podía serpentear y
perderme por las calles de esta puta gran
ciudad hasta morir.
Me senté en unas bancas del Riverside
Park. El equipo de Ana jugaba versus otro

! 106
grupo de undegrad, el primer partido desde su
muerte. Se tomaron de las manos y permane-
cieron en silencio por unos segundos. Cara dijo
unas palabras y luego recitó una oración. Tess
y Gabriela no aguantaron: se pusieron a llorar
y se abrazaron. Me fijé en el árbitro. Llevaba
un tiempo revisando su perfil en Facebook y
entrando a su cuenta de Gmail, pero lo dejaré
anónimo en este testimonio. Sólo diré que era
estudiante graduado y ex novio de Ana. O más
bien salió con ella. El tipo cursaba el MFA en
escritura creativa en Columbia y se le conocía
por dos cosas. Primero: que Richard Ford lo
echó de su taller cuando se enteró de que iba a
clases con una pistola. Y segundo: que al
semestre siguiente Jamaica Kincaid le dijo que
nunca había leído textos tan falocéntricos, y lo
ridiculizó frente a toda la clase, y luego lo
reprobó sin mayores explicaciones. El tipo
llevaba menos de un año y ya era el excéntrico
del programa en un programa lleno de
excéntricos. Ayudaba que sólo vestía buzo y
zapatillas y casi todas las noches se sentara en

! 107
la barra del 1020 y le metiera conversación a
quien quisiera.
El partido fue aburridísimo. El equipo
de Ana resultó mil veces mejor que el otro; el
resultado era una vergüenza numérica, vi
tantos goles que me pregunté si en realidad
jugaban una variante americana del fútbol. Al
lado mío tres tipos se reían del las jugadoras y
me dio un poco de rabia. Sentí que atacaban a
Ana y que Ana merecía que la defendieran,
aunque estuviera muerta. Permanecí en silen-
cio.
Al finalizar cada una de las undegrad
se despidió del árbitro. Después el tipo tomó
su mochila y caminó al metro. Lo seguí.

*
Vivía en Brooklyn. Entró a su departamento y
me quedé cerca, dando vueltas a la cuadra.
Entré a un deli, pedí un café con leche y me
senté a esperarlo. Entonces salió del edificio.
Seguía de buzo y polerón y zapatillas. Al
parecer se duchó pero no se cambió la tenida.

! 108
Bajó por las escaleras del metro, rumbo a
Manhattan.
Fui a su edificio.
Entré sin problemas; había una cámara
de seguridad, pero en Nueva York la segu-
ridad es relativa. Metí mi tarjeta de NYU y
forcé la puerta con un golpe. Era pequeño. Era
un desorden. Era peor que mi departamento en
los meses depresivos. Olía a una mezcla entre
incienso y restos de sandwich de pastrami.
Había una pila de DVD en una mesa al centro
del living, y yo sabía que uno de esos era el de
Ana. Me tomé mi tiempo en revisarlos. Uno a
uno. Pero no estaba. Probablemente lo llevaba
con él. Al lado de los DVD una cámara sobre
un trípode apuntaba a la ventana. ¿Así que era
de esos que grababan a los vecinos? Arriba de
la mesa del living vi un cuaderno; era un diario
con la transcripción de lo que filmaba, una
narración en bruto, sin mucha literatura, la
mayoría descripciones sobre gente tirando o
peleando o una combinación de ambas. De ahí
sacaba sus historias para el MFA.

! 109
Revisé los cajones, su cocina y el baño.
Nada. Tampoco en el resto del living. Fui a la
cocina y dentro del horno, entre las bandejas y
sartenes y cacerolas, estaba. Corté un pedazo
de toalla de papel para no dejar mis huellas
dactilares y la metí en una bolsa Ziploc. Me
imaginé la pistola en la boca de Ana.
El corazón se me aceleró, minutos más
tarde, cuando bajaba la escalera del edificio y
lo vi entrar. El aire se me escapaba y ahora sí
fue fuerte. No me sentía así desde la última
fumada de animalitos. Hola, dijo, acaso
pensando que yo vivía en el edificio. No le
devolví el saludo y apuré el paso por las
escaleras, sin mirar hacia atrás, a la espera de
escuchar su puerta cerrarse. Cuando así fue,
volví a subir. Ahora abrí la puerta con mi
tarjeta de banco, en silencio. El tipo filmaba,
concentrado en sus vecinos, y anotaba frases
en su cuaderno. Llevaba audífonos, se reía
solo, en voz baja, y hablaba consigo mismo. Me
sentí bien: él miraba a la gente sin permiso y yo
hacía lo mismo con él.

! 110
*
Al día siguiente cité al man. Le pregunté a qué
hora podía juntarse en el cine y me respondió
que ahora mismo; ya no podía estar en su casa,
la paranoia había regresado. Alguien lo seguía.
Llevaba dos días sin salir de su casa. Le dije
que se calmara y que lo habláramos en el cine.
Entré a la sala. Esta vez el aturdimiento
demoró; iba cargado de adrenalina. Me senté y
esperé que el man hablara. La película iba en la
mitad. Una vez más el astronauta solitario que
escucha Life on Mars? y la computadora con
preguntas existencialistas. El man dormía. Lle-
vaba un polerón con capucha y un abrigo
invernal. Hey, le dije y me pareció ver
demasiada gente en la sala. Hey, le susurré una
vez más y fui a sentarme a su lado. Lo seguí, le
dije, lo seguí hasta Brooklyn. Contuve la
respiración. Seguía agitado. Me metí en su
departamento y… Sentí que no me estaba
escuchando. Moví al man con un brazo y palpé
algo debajo de su abrigo. Lo moví de nuevo,
esta vez con más fuerza, y mi mano se
humedeció. Oye, le dije. Oye. Entonces la

! 111
película se cortó y prendieron las luces. Ahora
sí estaba aturdido: la luz me cegó, sentí un leve
mareo y apenas tenía fuerzas para mover al
man. Noté que lo húmedo era una mancha roja
en mi mano. En la sala nadie hablaba; todos los
espectadores eran vagabundos, la mayoría
durmiendo y unos pocos comiendo de bande-
jas de plástico. Me limpié la mano en el
pantalón y salí.

*
Esa misma tarde regresé a Brooklyn. Esta vez
no me hice pasar por el socio del landlord. Fue
rápido. Toqué la puerta, abrió y me miró. Buzo
pero no zapatillas: el tipo andaba con unas
pantuflas para niños, cada una parecida a una
pelota de fútbol. Era como si supiera que lo iba
ir a buscar. Su actitud parecía predecir mis
golpes; ojos levemente llorosos y apunto de
explotar y el cuerpo temblando. Sí, huevón, le
quise decir. Te voy a sacar la chucha. Pero todo
fue silencioso. Se dejó golpear y hasta noté una
risita diabólica en su cara. Una vez más, antes
de salir del departamento, revisé la pila de

! 112
DVD. Nada. Le di una patada al trípode y la
cámara chocó contra la muralla. Entonces noté
la mochila colgando de una silla. La tomé y
luego de vaciarla en el suelo, con el pie dis-
persé las cosas. Ahí apareció. Era el DVD.

*
Más tarde, en mi departamento, lo puse en mi
computador.
Empieza así: Ana frente la cámara,
entre hipos y risitas, confesando el robo de la
bicicleta. El tipo !el árbitro! graba y le hace
preguntas. Es Brooklyn y es de noche. Vienen
de un bar, medio borrachos, y ríen. Son felices.
Ana pedalea lentamente por la calle que está
vacía y en un momento menciona al colom-
biano; no dice el nombre del man, sino "mi
profesor de español". Pero eso no importa. Lo
que importa es que la cámara cae al suelo y se
escuchan gritos. No se va nada pero a partir
del sonido es posible imaginarse la situación.
Una pelea sentimental en medio de la calle: ella
llorando y él enojado; él llorando y ella dando
explicaciones; los cada vez más cerca y luego

! 113
abrazándose; los dos besándose y perdo-
nándose; los dos buscando un lugar donde
continuar. Eso sucede: hay un corte y Ana
entonces aparece en un living. Es de un amigo
que está de viaje, le dice él. ¿Ah sí?, pregunta
Ana. Y Ana va a la cocina a tomar agua y
regresa, con dos vasos en sus manos, desnuda.
Ana deja los vasos en una repisa y se mete dos
dedos entre sus piernas, se masturba y su
lengua humedece sus labios. El video acaba
ahí.

*
Molí un par de animalitos, los puse en un
papelillo y me los fumé con la ventana abierta.
Antes de ponerme a trabajar bajé a comprar
comida china. Esa noche armé su narrativa. Era
como empezar un cuento desde el final y sin la
posibilidad de retroceder temporalmente. Y
siempre narrando en pasado. No hay otro
tiempo verbal cuando se trata de mis muertos.
Escribí en mi computador: Ana Reitman
aprendió a andar en bicicleta a los seis y trece
años más tarde se subió a otra bicicleta.

! 114
*
Ana no puede dormir, se levanta y va a la
cocina. El tipo sigue en la cama durmiendo.
Pueden ser tanto las tres como las seis de la
mañana; ese momento indecible de la madru-
gada. Ana ve algo en el pantalón de su ex, un
bulto extraño en uno de los bolsillos. Ana
revisa el pantalón y saca una pistola. Se pone a
jugar. Apunta por la ventana, apunta un
cuadro feo y extremadamente Mark Roth,
apunta un espejo de cuerpo entero y recién
entonces lo hace: introduce la pistola en su
boca. Se ríe. Se siente un poco tonta jugando
con el arma. No sabe que todo ese momento ha
sido observada. El tipo, enojado, le grita que le
pase la pistola. Ana lo hace y le pide perdón.
Se acerca e intenta abrazarlo y él se enoja más.
Entonces hay una pelea, hay un portazo. Pero
él no se va; su plan era caminar al deli de la
esquina a comprar desayuno, volver al depar-
tamento e intentar que la relación funcione. En
vez de eso Ana Reitman aparece muerta.

! 115
*
Desperté a las dos de la tarde. Me duché, me
vestí y caminé hasta el metro. Revisé una vez
más la carpeta de Ana. Su narrativa de vida
estaba lista. Desde mi teléfono entré a la web
de Bank of America y sentí un alivio al
verificar que el man cumplió con su palabra. El
dinero estaba en mi cuenta, aunque sentí un
dolorcillo interior, una culpa. Por qué, pensé.
No entendía. El man me contrató y por lo tanto
me tenía que pagar. Era mi trabajo. Pero no
pude. Imaginé a los padres de Ana, el señor y
la señora Reitman, en pena. Ana, su única hija,
aprendió a andar en bicicleta a los seis y trece
años más tarde se subió a otra bicicleta, esta
vez desnuda y en una calle casi vacía de
Brooklyn. Ahí va: pedaleando de la mano con
un ex novio que nunca conocieron y el cual,
días después, confesaría el ataque al profesor
de español de Ana.

*
En Union Square compré un falafel que fui
mordisqueando hasta llegar a la oficina de

! 116
correos. Iba con calma, ingenuamente feliz y
un poco atontado. Nueva York era una
posibilidad y mi depresión una nebulosa que
volvería, sin duda, aunque ahora podía contro-
larla. Sin limpiarme la grasa de las manos
anoté la dirección de los padres de Ana, en
Wisconsin, por fuera del sobre. Puse señor y
señora Reitman y un remitente falso. De-
moraría una semana en llegar.
En el metro, rumbo a juntarme con mi
dealer, me imaginé a una pareja de gringos en
piyama preparando el café. Es temprano y el
luto continúa. Todavía no se atreven a entrar a
la pieza de su hija. En algún momento de la
mañana se escuchará el correo caer por la
rendija de la puerta. Y ahí, entre catálogos y
cuentas, un sobre café claro y grueso, con sus
nombres además, muy extraño, destacará. La
señora Reitman lo recogerá y lo llevará a la
cocina. Sacará unas tijeras del cajón de
cubiertos y lo abrirá frente al señor Reitman.
Los dos atentos, incómodos, encontrarán una
carpeta con el nombre de su hija en el sobre.
También un DVD.

! 117
*
Me llamaron para investigar el caso de una
estudiante en UPenn. Gina Leviatan se cortó
las venas mientras sus roomate jugaban beer
pong en el patio. Fue un domingo temprano, la
última semana de clases antes de las vaca-
ciones de invierno. Me metí a la web de UPenn
y sólo encontré una breve nota sobre su
muerte. Gina había pasado todos los cursos y
le quedaba un semestre para graduarse. El
típico mensaje burocrático de las universidades
estadounidenses; más que lamentar la muerte,
se preocupaban de recordarle a los otros estu-
diantes que existía terapia en caso de que su
estado de ánimo cambiara.
Agregué una nueva carpeta.
Algún día haría algo con todos esos
archivos en mi computador. Construiría una
ficción con base en todos mis muertos.
Un réquiem generacional.

! 118
GUISANTES Y GASOLINA
Dayana Fraile

Sleeping on your belly


You break my arms
You spoon my eyes
Been rubbing a bad charm
With holy fingers
PIXIES

Le dije que leer un buen libro era como


encontrar un sixpack de cervezas heladas en
una isla desierta y calurosa, una isla remota, de
arena blanca, parecida a la isla de la película
esa en la que Tom Hanks se la pasa hablando
con una pelota de voleyball. Le dije que
cuando leía un buen libro dejaba de sentirme
tan náufraga, tan llena de arena, tan picada de
mosquitos. También le dije que me resultaba
maravillosa la idea de abandonar por un
momento la manía de andar hablando siempre
con nuestras respectivas pelotas, y que enton-
ces todo empezara a ablandarse a nuestro alre-
dedor, a ceder terreno, a dejarse andar.

! 119
Meche, mientras buscábamos la salida
del museo, dijo que las canciones y los libros
mediocres eran como botellas vacías lanzadas
al océano, y seguramente hubiera resultado
poética, ella, delgada como el filo de un cuchi-
llo de claridades, inexpugnable como los ideo-
gramas en los letreros de los restaurantes
japoneses, si esa afirmación no hubiese respon-
dido a una lógica automática derivada de esa
insistencia, tan suya, tan tembleque, de asumir
el vacío como una prótesis verbal: llevarlo en la
boca como si se tratara de un caramelo
pinchado, el último vestigio de aquella época
dorada en que los secuestradores todavía rega-
laban caramelos en la entrada de los colegios.
Siempre le gusta imaginar que se come al lobo,
caperucita pálida, ojeras sucias de macramé.
En todo caso, Meche dijo que no le gustaba esa
película: es demasiado lenta. El salitre desgasta
la fotografía y los primeros planos del océano
terminan por marearla. También están sus
inclinaciones fatalistas de por medio: no sopor-
ta los finales felices.
Nunca estamos de acuerdo en nada.

! 120
Nunca la veo de la misma manera.
Algunos días me parece demoledora,
casi tan demoledora como un poema de
Bataille: oscura, desgarrada por la inmensidad,
viviendo cada día como si se tratara de un
alegre suicidio. Se viste con todos esos trapos
negros y se dedica a arrancar las estrellas del
cielo, una a una. Durante esos días puedo
escuchar el ruido que producen sus uñas
cuando arañan el vacío y, entonces, yo también
me pongo intensa y sólo deseo que sus uñas se
claven en mi espalda hasta convertirnos en una
postal grotesca de chicas siamesas en el jardín
de un hospital para enfermos terminales.
Otros días me recuerda a un poema de
Walt Whitman, un poema fervoroso y meri-
diano. Canto de pájaros venidos de Alabama,
ondas de ríos invisibles, vientos místicos y
dulces, cubriendo el cielo, la tierra y esta
ciudad brillante (esta ciudad pequeña que titila
como un aviso luminoso desde la quijada rota
de otra ciudad más grande y más perdida).
Somos niñas entonces, niñas acostadas en la
hierba celebrando cada uno de nuestros áto-

! 121
mos. Y otros días sufre, simplemente, como un
poema de Vallejo. Sueña que vive de nada y,
más aún, que muere de todo. Se dedica a
ponerle acentos lóbregos al día mientras se
sienta borracha sobre ataúdes imaginarios en
algún cementerio parisino. Entonces siento la
naturaleza del dolor, el dolor dos veces.
Ella parece balancearse, de un extremo
a otro, sobre la tela de una araña que de vez en
cuando no resiste otro cuerpo, este cuerpo que
se desbarranca por sus cambios bruscos de
humor hasta que la física se apiada de él.
Nunca estamos de acuerdo en nada.
Ayer después del museo, Meche me
acompañó al médico. Últimamente, la gastritis
me hace morder el cielo y maldecirlo todo. Ese
cielo, despedazado por mis dientes, tiene el
color de las aletas de un delfín mutante y
agónico, un color de animal medio muerto
flotando en las aguas del Guaire. En la sala de
espera, escuchamos a dos enfermeras comen-
tar, emocionadas, los resultados del Miss
Universo. La mujer venezolana, definitiva-
mente, es la más bella del mundo, sentenció en

! 122
voz alta la enfermera del traje estampado con
motivos de Mickey Mouse, la más enjuta, la
más fea.
El médico me obligó a tragarme un
tubo y luego me despachó sin grandes explica-
ciones. Me recetó unas pastillas para la acidez
y me dio cita para la próxima semana. Meche
se despidió de mí en la entrada del metro.
Estaba hermosa, evocaba una belleza dramá-
tica y destructora, un tipo de belleza que, a mis
ojos, sólo ella y las grandes actrices del cine de
principios del siglo XX logran encarnar. Besó
una de mis manos con gestos medievales y me
quedé allí, de pie, como una tonta, viéndola
perderse entre la multitud hasta que se
convirtió en una mancha borrosa.
Cuando llegué a casa continué con mi
lectura de La tercera mujer. Pasar las páginas y
sentirme encapsulada en las filosofías de
tocador de siempre, una misma cosa. Me sentía
incómoda y apretada allí adentro. El discurso
de Lipovetsky se fracturaba y dejaba de soste-
nerme… el muy tarado se atreve a afirmar que
la mayoría de las mujeres que compran

! 123
pornografía solo lo hacen para establecer cierto
tipo de complicidad con su pareja masculina.
Su tercera mujer es como la Robotina de Los
supersónicos: profesional, emprendedora y de
un plomo pesadísimo. Me quedo dormida
pensando que sus postulados teóricos, cierta-
mente, hubiesen dado un giro importante de
conocer a mi ex: Diana cultivaba una mejor
relación con su vibrador que conmigo.

No me gustan los ascensores. Me ponen


nerviosa. Por eso detesto tener que ir la oficina,
subir dieciocho pisos enterrada en uno de esos
ataúdes, resucitar ante un rebaño de buró-
cratas que no saben escribir cartas. A veces,
prefiero ir por las escaleras aunque la re-
surrección termine por resultar más penosa:
cuando finalmente alcanzo el escritorio, mi
apariencia no tiene nada que envidiarle a un
clon de Linda Blair en “El Exorcista” cruzado
con células de Michael Jackson. Por lo general,
mi piel toma un color amarillento, mis mús-
culos convulsionan y se retuercen. No vomito
cosas verdes, ni me clavo tijeras en el coño,

! 124
pero tengo que aceptar que doy la impresión
de haber pasado la noche enterrada en el
jardín.
En teoría, estoy contratada como perio-
dista. En la práctica, me veo obligada a repartir
mi tiempo entre la redacción de contenidos
para nuestro portal web y la corrección de
estilo de las cartas, los memos y los discursos
que escriben los directivos de la institución.
Estoy rodeada de ingenieros. Ingenieros de
todos los tamaños y todos los colores, que
creen que personas como yo estudian perio-
dismo porque quieren aprender a escribir
bonito. No puedo negar que esta reducción
simplista ocasiona en mí estados cercanos a un
rapto violento y monstruoso. Siento que unos
dedos inmundos tiranizan mi caja torácica has-
ta dejarla sin aliento y me transportan a co-
marcas distantes, despobladas de estatuas y de
héroes corajudos que ganan el Pulitzer. Sin
embargo, lo que más detesto de los ingenieros
de la oficina es esa creencia vulgar y casi
religiosa de que Rómulo Gallegos ha sido el

! 125
único escritor que ha caminado sobre este jo-
dido país.
Meche dice que soy claustrofóbica.
Cuando ella llama y dice que no puede venir,
me siento encerrada y a oscuras, atascada entre
un piso y otro, sin botones de emergencia.
Empiezo a sentir que me asfixio. La certeza de
que en ninguna sala de emergencias pueden
compensar esta sensación, me obliga a vagar
por allí con el corazón entre los dientes y los
pulmones de turbante, como uno de esos
faquires que protagonizan, por accidente,
crónicas de primera plana en los periódicos
amarillistas.
Sé que Meche se burlaría de mí si se lo
digo. Ayer estuve a un paso de decírselo, pero
al final no me atreví. Me quedé acostada, a su
lado, con las manos dobladas sobre el pecho
como se las doblan a los muertos. Tenía ganas
de llorar, imaginaba un calambre en las
palabras, un calambre que las retorcía hasta
dejarlas postradas en sillas de ruedas. Cerré los
ojos y conté hasta 10 como cuando era niña y
jugaba a las escondidas o a la gallinita ciega.

! 126
Cuando desperté, ella ya no estaba. Mi cabeza
se convirtió en un paisaje árido, caluroso, con
cientos de obstáculos que me impedían andar
y algunos puñados de ramitas quebradas de
las cuales no podía sujetarme. Mientras me
peinaba frente al espejo, pensé en Meche y en
todos aquellos discursos magistrales que
siempre se monta sobre la filosofía zen del
desapego y el amor libre de los anarquistas.
Sentí ganas de pegarme un tiro.

No me gustan los locales de ambiente. Diana


hizo que terminara odiándolos. Me arrastraba
todos los viernes por la noche hasta alguno de
esos antros y no me quedaba más que
imaginarme en el interior de una melancólica
burbuja capaz de conjurar el tecnomerengue y
la borrachera general. Luego, me dedicaba a
ocupar esa burbuja como quien ocupa un
búnker en tiempos de guerra. Con Diana todo
pasó demasiado rápido. De ignorar por com-
pleto la existencia del clóset en donde ella,
irremediablemente, me visualizaba, pasé a
engrosar las filas de los colectivos que se la

! 127
pasan protestando a favor de los derechos gays
en frente de la Asamblea Nacional. Fue
rarísimo. Sin haber estado nunca en el clóset,
me encontré, de pronto, saliendo de él.
Estuvimos juntas durante ocho meses y
nuestra relación se convirtió en una pancarta,
en una eterna protesta. Estaba harta de meter-
me mano con ella en frente de la Asamblea
Nacional. Sentía que los besos que constante-
mente me prodigaba en esas aceras del centro
no eran más que recursos políticos para
reforzar las gloriosas luchas del colectivo.
Terminamos el día de la Marcha del orgullo
gay. Estaba agotada y decidí no ir. Un avance
del noticiero interrumpió la película que estaba
sintonizando, mientras esperaba que la
lavadora terminara uno de sus ciclos. Era
extraño que una televisora cubriera el evento y
me alegré de que estuviéramos alcanzando
cierta visibilidad. En primer plano pude
detallar a un reportero con cara de terror, en
segundo plano distinguí a Diana besándose
con una camionera desconocida.

! 128
Meche encontró un mensaje de su hermano en
la máquina contestadora. Estática, ruidos
indescifrables y luego la voz de Tomás, tiránica
y despechada, cayendo como un tronco sobre
su conciencia. Papá está en terapia intensiva y tú
no apareces. Otro giro de tuercas para una
historia familiar sin reveses, papá está en todas
partes y ella no aparece.

Decide no contestar más el teléfono. Sabe que


la alcahueta de Tomás intentará practicar
paracaidismo sobre los territorios más
inhóspitos de su psique, que intentará des-
enroscar la culpa, el deber filial y otras
culebras perentorias amparado en su posición
de hermano mayor, a pesar de que ella le ha
repetido hasta la saciedad que no le interesa
para nada la vida, obra y milagros del gran
inquisidor de Tumeremo, oficiante del más
cruel oscurantismo y dinosaurio redivivo,
escapado de una película de Spielberg.
Meche, mientras editamos un video de
su último performance, me pregunta si aquello
nunca va a acabar. Algo le dice que ni aunque

! 129
se muera el viejo aquello se acaba, y eso lo sabe
porque cuando finalmente logró irse de casa el
nombre del padre la confinó durante años a
largas sesiones de terapia con su vecina,
psicoanalista amateur. El nombre del padre
estaba en todas partes, como un símbolo
mohoso de aquel parque jurásico que fueron
su infancia y su adolescencia, delimitadas por
el comisariato moral y las redadas que el viejo
planificaba para decomisar sus brillos labiales,
sus revistas y otras naderías.
Su psicoanalista, lacaniana ortodoxa,
durante las larguísimas sesiones a través de las
cuales pretendían atrapar a aquella niña triste
que Meche había sido, le explicaba que el ser
humano se estructuraba en la mirada del otro y
ella, hundida en el diván, sintiéndose como
una apestada, pensaba entonces en que no
había cura posible porque se había torcido en
la mirada de su padre, en su bizquera fisio-
lógica y concreta. La leve bizquera de su padre
en esos momentos se le revelaba como la
evidencia del inconmensurable estrabismo
mental que la nombró y le otorgó una iden-

! 130
tidad. Sintió mucha rabia al comprender que
había crecido en las pupilas del monstruo y
que quizás estaba condenada a permanecer
encerrada de por vida en ellas.
En la pantalla de la computadora
puedo ver a Meche sacándose la camisa y
preparando los últimos detalles para home-
najear a Valie Export, la célebre artista
austríaca que se dejaba tocar las tetas en las
calles de Viena. Claro, le explico a mis amigos,
hay todo un rollo feminista de por medio. La
cámara enfoca su espalda descubierta y sólo
pienso en darle vueltas como a la gallinita
ciega que, quizás, ella también es. Y no sé de
dónde me viene este tonito infame de bolero,
pero pienso que necesitamos desorientarnos,
sólo para intentar rozar, al menos con los
dedos, las espaldas de las personas que nunca
llegaremos a ser.

Más allá de las teorías Queer que son un


verdadero rollo, no termino de entender
porqué ser lesbiana es tan difícil. ¿Se trata de
un caso de sonambulismo teórico? Sin que me

! 131
quede nada por dentro, puedo decir que lo
único verdaderamente complicado de ser les-
biana es aquello de no equivocarme con las
mujeres que me atraen. Tengo que aceptar que
mi GPS está chueco, desubicadísimo, como
pavo asado en fiesta de vegetarianos: siempre
intento enredarme con la más férrea y obsti-
nada hetero de toda la fiesta.

Meche, al mejor estilo de Corín Tellado, dice


que odia a su padre porque durante su
adolescencia el miedo que sentía por él había
superado cualquier clase de respeto, y porque
se había hallado, de pronto, borrando cual-
quier pista que pudiera ayudarlo a descifrar
sus verdaderos pensamientos: aquello era peor
que las dictaduras del cono sur durante la
década del setenta y peor, incluso, que el
mundo distópico del big brother de Orwell y
sus telepantallas. Lo odia porque el viejo con
sus sermones había desintegrado su persona-
lidad, porque en las fotos de esa época sólo
aparecían fachadas de ella, coartadas cuida-
dosamente elaboradas. Y porque en un plano

! 132
muchísimo menos complejo, no la dejaba salir
y le decía que tenía cara de puta. Lo de la cara
de puta el viejo lo atribuía al parecido físico de
Meche con su mamá.
Lo odia porque el viejo era un misógino
y un verdadero degenerado que la obligaba a
sintonizar todas las tardes programas repe-
tidos de Los tres chiflados, a aprender piezas
para guitarra clásica compuestas por Alde-
maro Romero y a leer las obras completas de
Arturo Uslar Pietri. Además, me sé de
memoria la historia de cómo el viejo aterrorizó
a su único amigo del bachillerato amena-
zándolo con una escopeta. Pero yo nunca le
creí. Siempre pensé que lo que más la afectó, si
es que aún pudiera existir una cosa peor que
estar rayadísima en tu liceo por ser la hija del
bizco sicópata de la escopeta en tiempos de
Madonna, Tropi Burger y los patines en línea,
es que luego de que el viejo se ensañara tanto
con ella, en nombre de su amor paternal, no
saliera corriendo a buscarla cuando se puso a
vivir en un barril con Mugre, el mentecato con
el cual terminó fugándose. Ciertamente, todos

! 133
cuando chicos nos escapamos de casa alguna
vez y volvimos, moqueando, al día siguiente.
Lo increíble del caso es que Meche, cual
personaje de una de esas novelas de huerfa-
nitas decadentes que me hicieron tragar en el
bachillerato, quedó sumida en la más aplas-
tante y feliz indigencia. Wild thing, pensarán.
Mugre no era feo, lo juro. Pero era flaco,
desgarbado y pálido como un cadáver. Era un
imbécil redomado y un personaje pintoresco
de la fauna underground caraqueña, acólito de
la escena del punk y el metal del Distrito
capital. Meche dice que cuando lo conoció el
tipo no estaba tan quemao, pero olvídate. Al
escaparse con él, Meche intentaba alcanzar
desesperadamente esa utopía degenerada que
todos los jóvenes, esos que nos criamos viendo
elefantes volar en las películas de Disney,
intentamos alcanzar: la libertad.
Pura y dura comiquita.

Desde hace tres días no sé nada de Meche. No


contesta mis llamadas. Cuando marco su
número sólo escucho ese tono tan desagra-

! 134
dable repicando en el vacío. Pongo a todo
volumen el primer disco de The Strokes.
Escucho la canción número cinco, una vez
detrás de otra. Si volviera a nacer quisiera ser
esa canción.
Meche dejó sus zapatos deportivos
aquí. Sé que es totalmente ridículo, pero los
acaricio con la mirada como si a través de ellos
pudiera tocarla. Me gustan esos zapatos. Los
compró en una tienda de artículos deportivos y
muestran varias L y varias T que se concatenan
en colores grises sobre el cuero negro. Las
extremidades de las letras parecen estar siem-
pre tironéandose de una manera violenta, sin
perder por ello la postura estilizada de los
yoguis. Las piernas de las L y los brazos de las
T permanecen rígidos, imbatibles, recreando
una proeza gimnástica, y al mismo tiempo, una
estampa de amor tántrico.
Acostumbra dejarlos en la entrada de la
habitación, al lado de la puerta. Yo los observo
desde la cama con aire triunfal. Ella se quedará
dos horas más. Mis piernas de L, sus brazos de
T, permanecerán entrelazados, desatendiendo

! 135
toda estética, en medio de un caos de
almohadas y edredones hasta que llegue el
momento de ir a la oficina.
Me gustan esos zapatos al lado de la
puerta. Es como si dijeran nos vamos, y luego
se quedaran allí, con los cordones desatados, y
la lengüeta encorvada, sin poder dar un paso.
Me gusta cuando ella los deja al lado de la
puerta, porque entonces entra a la habitación
en puntillas con el respeto de quien penetra en
un recinto sagrado. Va en puntillas sólo por no
ensuciarse las medias (son mis ojos los que
inventan la reverencia). Una procesión pere-
grina y de rodillas, la manera en que un pie
adelanta el otro, y las manos que buscan suje-
tarse del aire antes de alcanzar finalmente la
cama.
Durante las últimas semanas no he
podido dormir. Lo mismo da que Meche duer-
ma junto a mí o no. Los eternamente olvidados
hermanos Grimm renacen desde las cenizas de
mi infancia para recomendarme una marca de
somníferos: el verdadero amor, como en los
cuentos de princesas, es un guisante debajo del

! 136
colchón de la cama. Es un guisante que te jode
la espalda y hace que te despiertes en mitad de
la noche porque una voz fluyendo desde tus
sueños, una voz extrañamente parecida a la de
Billie Holliday, te dicta que no puedes perder
el tiempo, que debes besarle el cuello a esa
persona que duerme a tu lado, que debes
meterle la mano por dentro de los pantalones.
El amor es un guisante que se te queda metido
en el ombligo como un puto cordón umbilical
y te ayuda a respirar, aunque no lo digas
mucho, aunque casi no lo digas. Los hermanos
Grimm, vistiendo unos trajecitos bucólicos
sacados de un comercial de mantequilla da-
nesa, me alcanzan una pastilla y un vaso de
agua: el amor es un guisante, una cosita frágil
y nimia, en apariencia. Por eso es que muchos
lo aplastan, sin querer queriendo, hasta dejarlo
a ras de suelo, como un chicle viejo. Algunos,
incluso, se acuestan sobre él, le sacan algunos
quejiditos y lo revientan. Allí quedó todo. El
amor no es infalible, no es tan poderoso como
para redimir a cierta clase de cabrones.

! 137
El terreno de La Trinidad recordaba a una
lejana arcadia coronada por un cielo sucio,
manchado de smog. Allí no había lugar para
pajaritos ni para descripciones panteístas de la
naturaleza. Sobre la grama, dispersos, estaban
los diez barriles de madera. Eran barriles de los
que se usan para almacenar vino y tenían unas
proporciones nunca antes vistas en un país
caliente y caribeño. El terreno parecía un
monumento a Baco, la escenografía de una
fiesta de polifemos borrachos, un lugar de
culto, tan inexplicable y misterioso, como
Stonehenge. Los barriles, por supuesto,
estaban vacíos desde hacía mucho tiempo, y
tumbados en la grama, podían albergar a
varias personas de pie.
Mugre heredó uno de los barriles de un
malabarista, medio faquir y medio timador,
que se ganaba la vida escupiendo fuego en los
semáforos y robando carteras en el metro. Al
malabarista lo atropelló una ambulancia mien-
tras hacía morisquetas en el semáforo y
ninguno de sus vecinos lo extrañó. Mugre
conservó algunas de sus pertenencias: un

! 138
mechero de gas para cocinar y una revista
Playboy, pero también se robó algunas cosas de
la casa de sus viejos y convirtió el barril en uno
de los más confortables de aquella chifladísima
vecindad y casi escuelita de supervivencia del
chavo del ocho. Meche empezó entonces a
pasarse los días metiéndose mano con Mugre e
intentando descifrar los rayones que había
dejado el malabarista en la madera del barril:
pulsiones ágrafas y post adolescentes. La típica
calavera trazada en grafito, con ojos huecos y
exorbitantes, le sonreía siempre, intimidán-
dola.
Sin embargo, se adaptó pronto a la
atmósfera que se respiraba en el terreno. Buena
parte de sus vecinos eran muchachos
excéntricos que intentaban vivir allí por breves
períodos, impulsados por lecturas mal dige-
ridas de Bakunin, Kropotkin y las canciones de
Johnny Rotten. Todos ellos se declaraban
ácratas radicales e, incluso, recibían la visita de
anarcos extranjeros con los que se la pasaban
en grande sembrando papas. Los demás eran
saltimbanquis y titiriteros que vivían en un

! 139
eterno peregrinar por el subcontinente. En este
sentido, las caras se renovaban de manera
constante. Los ácratas a veces protagonizaban
motines con el fin de sembrar papas en el
espacio que los saltimbanquis habían desti-
nado para practicar sus números circenses
pero, en general, no había mala vibra. Más
adelante el terreno se putearía, todo se iría a la
mierda y la comunidad adquiriría el mote de
Piedradura, pero Meche se fue antes de que
ocurriera eso.
Ella recuerda su estadía en el terreno
como una intensísima epifanía, por medio de
la cual se le reveló, por supuesto errónea-
mente, que la verdadera clave de la vida tenía
forma de pene. Tuvo también la oportunidad
de celebrar, aunque con evidente retraso, el
advenimiento de los grandes sucesos que
transformarían para siempre la historia del
arte: la certeza de que las guitarras no tenían
porqué limitarse a emitir sonidos armónicos y
la convicción de que no sólo los fósiles
arqueológicos tenían la potestad de hacer
literatura. Su espíritu ascendía más allá del Tao

! 140
y finalmente hallaba respuestas. Alucinaba con
la comunidad, a pesar de que sus vecinos
amenazaban con expulsarlos argumentando
que armaban unas trifulcas horrorosas, en
medio de las cuales se caían a puñetazos y se
amenazaban con objetos contundentes. Al
final, los dejaron tranquilos porque descu-
brieron que sólo estaban tirando.
Estos maravillosos momentos no
impidieron que se fuera aburriendo de Mugre
y de sus bizarros toques en las plazas públicas.
Después de un curso intensivo de esos toma y
dame de sincronía catastrófica, que intentaban
emular el sentido primigenio y más anárquico
del punk, empezó a considerar este género
como un género menor. A los pocos meses,
harta de comer papas y de pedir dinero en los
vagones del metro, se fue a vivir a La Liber-
tador con un pintor que, de vez en cuando,
visitaba el terreno. Se animó a inscribirse en la
Universidad de Artes Plásticas en donde el
tipo dictaba clases.
Lo demás, también, es pura y dura
comiquita.

! 141
A Meche no le gusta decir que trabaja en un
museo. Le parece poco inspirador. Última-
mente le ha dado por decir que trabaja
vendiendo seguros de vida y parcelas del
Cementerio del Este. Lleva siempre vestidos
negros. La gente la mira como si viniera de
otro planeta. Yo les digo que estoy enamorada
de la novia muerta de mi mejor amigo para no
quedarme atrás y entonces empiezan las risitas
nerviosas. A los pocos segundos, estamos
solas, de nuevo. Los que se quedan obtienen el
derecho de dar una vuelta en nuestra nave
espacial.
Meche tiene un sentido del humor
divino. Tiene más sentido del humor que el
cantante aquel que se inmoló en un suicidio
ritual y dejó una nota en que se disculpaba por
haber manchado la pared de sangre. Si mal no
recuerdo su nombre artístico era Dead, el de
Mayhem, la bandita noruega de Black metal
que trascendió en la historia musical más por
ser un hatajo de desquiciados, que por la
creativa composición de sus piezas. Dicen que
Euronymous, miembro fundador de la banda,

! 142
se comió los sesos de Dead después de tomarle
una fotografía a su cadáver para, posterior-
mente, imprimirla en franelas, tazas de café y
diversos artículos de merchandising. Esos
noruegos me matan de la risa.
Hoy planeaba decírselo todo a Meche.
Planeaba hacerle una declaración de mi amor,
sensiblera como un bolero y, seguramente, tan
tétrica como la discografía de Mayhem.
Planeaba decirle que cuando no contesta mis
llamadas siento ganas de cortarme con botellas
rotas y desangrarme ante la mirada impávida
de los vecinos del edificio, de la misma forma
en que lo hacía Dead, ante cientos de personas,
en sus conciertos. Sé que Meche me amaría
para siempre si me pongo en una de happening
con animales muertos en la entrada del
edificio. Aún recuerdo como andaba de
emocionada por el performance de una mucha-
cha que consistía en revolcarse, semidesnuda,
sobre una montaña de grasa de vaca en el hall
del Centro de Estudios Latinoamericanos Ró-
mulo Gallegos. Pensaba que era muy sexy. La

! 143
gente que estudia Artes es siempre gente muy
rara.
Y es que cuando la veo me provoca
hasta comerme sus sesos, no importa todas las
barbaridades que diga. Esta tarde su gran
afición por los lugares lúgubres nos colocó en
un banco del parque Los Caobos. Estábamos
sentadas en ese banco maloliente del parque,
las nubes parecían berenjenas quemadas,
trinchadas por un tenedor de materia cósmica
y aunque por el simple hecho de estar allí,
junto a ella, me sentía resplandeciente, mucho
más eufórica que cuando conseguí las obras
completas de Anaïs Nin en un remate del
puente de las Fuerzas Armadas, no pude
reunir el valor de decírselo. Lo confieso, me
paralizó que pudiera pensar que soy dema-
siado convencional.
Lejana del budismo zen y el anarco-
progresismo, entusiasta insalvable de la pro-
piedad privada y el amor burgués. Lo sé. Me
acusará de querer convertir su cuerpo en un
condominio con estacionamiento y maleteros.
Me acusará de tener el cerebro cortado por la

! 144
tijera de los valores patriarcales de los que no
para de hablar. Cuando llegué a casa y me vi
en el espejo, sentí que merecía que mi
habitación fuera invadida por una pandilla de
neo-nazis del Cono Sur y que, además, merecía
que me torturaran obligándome a observar
como arden en una pira mis discos de Ella
Fitzgerald y mis libros de Guillermo Meneses.
Sentí ganas de que, con el bisturí perdido del
doctor Mengele, me practicaran una lobotomía.

Hace unos días soñé que Meche se besaba con


la camionera desconocida que mi ex estuvo
manoseando, en vivo y directo, durante la
Marcha del orgullo gay. Como no le pude ver
la cara, debido a que mi ex parecía estársela
arrancando de un mordisco, mi inconsciente
eligió sustituir esa ilusión óptica con la cara del
ilustrísimo, y para nada atractivo, Rómulo
Gallegos. Evidencia, clarísima, de que los
ingenieros están afectando seriamente mi vida
emocional. El sueño tenía una atmósfera
pesada y lenta, casi plagiada a una escena de
un resumen escolar de Doña Bárbara. Me

! 145
desperté sobresaltada y me colgué a llorar
como si fuera una bibliotecaria extraviada en
aquella escalofriante pesadilla.
Como era de esperar, pasé toda esa
mañana intentando llenarme de valor para
hablar con Meche. Quería decirle que la
amaba, quería decirle que cuando ella sonreía
yo sentía que todo a mi alrededor se volvía
más nítido y que, por ella, sería capaz de
pasarme el resto de la vida con una pancarta
en frente de la Asamblea Nacional. Quería
decirle que cuando estamos juntas nada más
importa.
Pero, de nuevo, no pude.
Mamá me regaló un boleto para ir a
visitarla y mientras viajaba en el autobús
paladeaba el sabor de la derrota: la derrota
sabe a café. Mamá me recogió en el terminal.
Se alegró muchísimo con eso de que estuviera
trabajando con los ingenieros. Dijo que pronto,
si me concentraba en ahorrar, podría operarme
las tetas. Mi hermano menor luego de mucho
hacerse rogar, accedió a cenar con nosotros.
Llevaba los benditos audífonos del iPodel que

! 146
jamás se separa, y daba la impresión de que no
estaba, de que se había quedado en casa mien-
tras nosotros arrastrábamos el monigote de su
cuerpo físico. Aceptaba o negaba con la cabeza
para despistar a papá que, como está medio
sordo, no escuchaba la matraca que se propa-
gaba desde los audífonos y martirizaba a los
comensales de las mesas cercanas.
Mi hermano es uno de los peores vagos
que he conocido en la vida. Congeló sus
estudios el día en que obtuvo el puesto nú-
mero 1714 del ranking mundial de Counter
Strike. Su plan, era dedicarse durante el resto
del semestre a jugar como desaforado, para
obtener el puesto número 701. Después de eso
se daría por satisfecho y volvería a clases. Pero
sus planes pronto vinieron a dar por tierra,
pisoteados por millones de ratones en los
cuales media humanidad, en red, clickleaba,
hasta la mismísima mano de Dios, en red,
clickleaba, exterminando, una y otra vez, a su
equipo de combate virtual. Después de tres
años no ha logrado pasar del puesto 912. Es
realmente patético. Cuando me preguntan por

! 147
qué soy lesbiana digo que mi hermano me
arrebató toda la esperanza que podía poner en
un hombre. La gente siempre termina por
creérselo.

Cuando despertamos el dinosaurio ya no


estaba allí. Pero no se trataba de un minicuento
de Monterroso sino del novelón que era la vida
de Meche. El viejo se había muerto. Meche no
habló durante toda la mañana, ciertas imáge-
nes definían y habitaban su cuerpo como si
fueran los fantasmas de las casas embrujadas
de las películas de Hollywood. Al principio
pensé que Meche era una de esas casas, pero
ella tenía unas ojeras gruesísimas y se veía
mucho más estropeada. Entrada la tarde, le
encontré cierto parecido con el niño rubio y
adorable de la película Sexto sentido: estaba
viendo gente muerta a su alrededor. Aunque
aún no abría la boca, yo podía captar la nitidez
de esas imágenes que la perseguían, en alta
resolución. Y tal vez por eso me quedé allí con
los ojos clavados en sus pies descalzos, inva-
dida por un sentimiento de solidaridad agreste

! 148
y elemental, preguntándome si la vida no se
trataba, precisamente, de mantenernos en esa
negociación constante con la muerte. Entonces
sentí que no había cielo abierto que pudiera
redimir esa necesidad de tomarle la mano a
Meche, de decirle que todo estaría bien, que no
había camino a casa que pudiera redimir esa
necesidad de salvarme, y de salvar a Meche y
al dinosaurio, era una necesidad ciega y
acuciante de salvarnos, de salvarnos no sé de
qué demonios.

No me gustan los cementerios. La grama es tan


verde que me provoca llorar y siempre los de
la funeraria terminan por confundirme con la
viuda del difunto. Para sorpresa de todos,
Meche quiso ir a despedirse del viejo. Estaba
vestida de negro, como todos los días, pero las
personas que no la conocían interpretaron sus
trapos como el símbolo de un duelo profundo.
Por uno de esos extraños azares que rigen
nuestro paso por los autobuses de esta ciudad,
cuando nos dirigíamos al Cementerio del Este,

! 149
una señora histérica que gritaba y sacudía un
crucifijo, nos entregó esta tarjeta:

Si usted muere hoy, ¿dónde pasará la eternidad?


----------------------------------------------------------
Si usted no está seguro, sintonice la emisora VVN
1920 AM, Emisora totalmente cristiana.
¿Quiénes van al cielo? Lea: Juan 1:12, 5:24
¿Quiénes van al infierno? Lea: Salmos 9:17;
Apocalipsis 21:8.

Meche miró la tarjeta con ojos inexpresivos,


estaba casi catatónica. Yo no pude evitar
responder mentalmente. Como nuestro dino-
saurio, y como sus sucesores de toda especie
en este valle petrolero, resucitaría bajo la forma
de un galón de gasolina. Me pasaría la eterni-
dad ardiendo como aceite de motor.
Volvimos a casa de Meche cabizbajas y
en silencio. Ella dijo que quería caminar un
rato. Yo me hundí en el sofá y marqué el
número de mi padre cuando entendí, por el
ruido de sus pasos, que ya estaba lejos del
apartamento. Quería estar segura de que mi

! 150
padre aún estaba allí, de que no se había
esfumado como lo había hecho el dinosaurio.
Una paranoia rara. Él contestó y no sé porqué
pensé en galletas de guayaba. Siempre
comíamos esas galletas, eran nuestras favo-
ritas. No sabía qué decirle. Iniciamos esa
dinámica tan conocida por ambos, una retórica
de ping pong que jamás pasaba del simple
saludo. Repetíamos lo mismo, una y otra vez,
con distintas palabras. Un abismo nos separaba
pero no había resquemores, ni mala conciencia.
Recordé que un personaje de Rubem Fonseca,
en Agosto, le dice a su amante que los hijos
nunca quieren a sus padres. Ese razonamiento
me pareció entonces desmesurado, algo que
sólo se le podría ocurrir a un matón de cuello
blanco, algo que sólo podría decir, sin que le
temblara la voz, un personaje de ficción. Tal
vez por eso quise colgar y salir corriendo a
buscar a Meche, pero no lo hice. Le pregunté si
aún vendían galletas de guayaba. Me contestó
que no.
Esa noche cuando nos disponíamos a
preparar la cena lo solté todo. Le dije que la

! 151
amaba. Me ahogué en un océano de palabras
absurdas, mis manos eran de gelatina, sentía
que necesitaba un salvavidas para no naufra-
gar en medio de la sala, para no asfixiarme
debajo del sofá. Casi le grito que el enano más
gay del universo nos esperaba detrás de los
colores del arcoíris para bendecir nuestro amor
y permitirnos la entrada al paraíso eterno de la
comunidad GLBT. Contra todo pronóstico,
Meche no dijo nada, su boca parecía el trazo
torpe de un niño que apenas aprende a dibujar.
Se limitó a mirarme como quien mira a un
cachorro arrollado. Los colores del arcoíris se
entremezclaron, lo empecé a ver todo muy
negro. La derrota era viscosa, oscura, eterna.
Sabía a gasolina. Entonces me fui a la cocina a
pelar calabacines y a esperar la próxima glacia-
ción.

! 152
PENSANDO EN PRADO
Ulises Gonzales

A Domingo Prado lo encontraron pronto


porque había dejado su grueso maletín de
cuero entre la puerta y el marco, mientras en-
traba a su departamento (al parecer había
olvidado algo, las llaves todavía colgaban de la
cerradura). Su cuerpo estaba desparramado
sobre la pequeña mesa de sala frente a la en-
trada. Me llamaron a Nueva York y me
sorprendieron en la oficina, a punto de salir
para dictar mi primera clase del semestre de
otoño. La voz de alguna practicante del estudio
(que no conocía, eran años sin ir a verlo) me lo
anunció y luego me dio detalles de cómo
reclamar el viejo BMW E21, ese que no andaba,
que una vez le dije que me gustaría manejar, y

! 153
que prometió dejarme. Escuché: “El doctor
Prado ha fallecido...”.
Mi padre y Prado se conocieron en Bar-
ranco, en un huarique donde mi padre solía
tomar lonche y Prado, con sus amigos de
Derecho de San Marcos, se reunían a beber.
Una vez mi padre escuchó a los de aquella
mesa decir algo sobre sus paisanas. Les pidió
permiso y les contó la historia completa de su
abuelo, el italiano que llegó desde el pueblo de
Pontedecimo, en los alrededores empobrecidos
de Génova, hasta la ciudad de Huánuco para
hacer su fortuna, y de su abuela, la muchacha
de alcurnia local que despreció a los pre-
tendientes poderosos para casarse con el inmi-
grante pobre. Terminó su relato retando a
quien quisiera deshonrar el nombre de las mu-
jeres de su tierra. Prado, cuya madre era ital-
iana, y que era quien había insinuado la fa-
cilidad con que se metían a la cama las
huanuqueñas, se hizo su amigo. En esos días
mi padre estaba empezando unos negocios a
los que Prado contribuiría de modo crucial con
sus contactos entre las familias que goberna-

! 154
ban el país. No había sello de autorización ni
permiso que mi padre no pudiera conseguir
con el apoyo de Prado. Conectado, gracias a él,
con los cuatro o cinco apellidos que por en-
tonces importaban en esa ciudad, mi padre
prosperó.
No sospechaba aquel joven oligárquico
que los favores que le repartía a mi padre, a la
vuelta de aventuras de prostíbulos y toros, le
serían devueltos muy pronto, cuando el golpe
de Velasco dejó a su familia sin las haciendas y
negocios que le permitían vivir con holgura.
Mi padre, de saludable relación con los here-
deros de las fortunas huanuqueñas, aquel día
en que el ejército despidió al Presidente
Belaúnde en su avión al exilio argentino, des-
cubrió en la foto de la Junta publicada por los
periódicos, a la derecha del General Velasco, a
un sonriente Pablo Parodi, compañero de car-
peta de la escuela primaria, vecino de la haci-
enda y padrino de una de sus hijas. El General
Parodi recibió a mi padre en su despacho con
los aspavientos apropiados: abrazos y apre-
tones, vasos de whisky, cigarrillos importados.

! 155
Parodi se había vuelto la mano derecha del
General en la escuela militar, juntos habían
escrito los lineamientos de la revolución y de
las reformas industrial y agraria. Mi padre le
confesó que no venía a pedirle nada para él,
sino para un amigo caído en desgracia.
Después de escucharlo, Parodi le dijo que los
Prado eran el símbolo de aquello que el Go-
bierno Revolucionario quería deshacer. No le
prometió nada, pero programaron una cita.
Se reunieron y Prado los sorprendió
con una lista de propuestas revolucionarias
más enfáticas que las del General Velasco. Es-
taba de acuerdo con la nacionalización de las
haciendas, casi agradeció porque los militares
hubieran despojado a su familia de algunas
fábricas y se las hubieran regalado a sus traba-
jadores. Se ofreció de buena gana para cola-
borar en lo que pudiera con una revolución
que, según él, era necesaria. No fue difícil con-
vencer a Parodi de que le otorgara a Prado
acceso a Palacio, ni que lo invitara a participar
en los negocios que surgieron cuando empeza-
ron las reformas. Prado ya tenía su estudio de

! 156
abogados, una oficina diminuta donde entra-
ban apretados un archivador y un escritorio
con un máquina de escribir donde se la pasaba
redactando informes. A ese mismo estudio
donde algunos de los despojados por el go-
bierno exponían los papeles de propiedad de
sus tatarabuelos, con los que esperaban re-
cuperar los bienes arrebatados, empezaron a
llegar los abogados de la dictadura, que abrían
juicios con la esperanza de desvalijar las cuen-
tas bancarias de las familias expropiadas.
La debilidad de Prado eran las mujeres.
Recién casado, esperando a su primer hijo, la
esposa descubrió que gran parte del tiempo
que Prado pasaba en su estudio era para cum-
plir con el vicio de sus numerosas infideli-
dades: muchachas del Terrazas, o de otros
clubes, que enamoraba jugando tenis; alumnas
de Derecho de la San Marcos, clientas, amigas
de su familia y de la de su esposa. Con los
nuevos tiempos iría incluyendo también en la
lista a las abogadas enviadas por Parodi: inex-
pertas, temblorosas, que se dejaban enredar en
la telaraña que les tejía con sus títulos. Cuando

! 157
mi padre lo conoció, Prado ya casi no pasaba
las noches en su casa. Al poco tiempo le dejó a
su esposa la mansión de su familia en Miraflo-
res y se mudó al pequeño departamento de
San Isidro donde lo encontraría la muerte.
En ese departamento, alrededor de
aquella mesa donde se desbarrancó su cuerpo,
fue que mi padre le confesaría alguna vez su
decisión de separarse de su primera mujer, allí
le presentaría a su futura esposa, mi madre,
una secretaria de padres huanuqueños, que
contrató como asistente porque necesitaba ayu-
da con los papeleos de una empresa de dis-
tribución de arroz que el gobierno le había
consignado, y de la que se enamoró, según
solía decir mi padre, con locura y pasión. Pra-
do sería el padrino de su boda.
Cuando mi madre murió de un cáncer
inesperado y veloz, yo tenía 16 años. Prado se
hizo cargo del desastre. Arregló los trámites
del funeral y del entierro, puso dos avisos a
media página en El Comercio y Expreso, y
acompañó durante varias semanas a mi padre:
lo recogía en las mañanas, se lo llevaba a la

! 158
calle, lo sacaba por las noches, vigilaba que su
vida no se hiciera añicos. Los dos seguían em-
barcados en proyectos. Algunos de ellos eran
tan descabellados que si no fuera porque Prado
en algún momento me enseñó las pruebas, no
los hubiera pensado capaces: financiaron cam-
pañas secretas para promover a muchachas de
las cuales andaban enamorados, enriquecieron
a compañeros de colegio empobrecidos que se
merecían, según ellos, una segunda oportuni-
dad; y viajaron a Washington acompañando a
un coronel que vendía secretos de estado,
preparando un golpe contra Alan García, que
no funcionó porque en el último minuto el
cuartel de Huánuco, destinado a sublevarse, se
echó para atrás.
Eran tan buenos amigos que a los dos
les pareció muy natural que yo, ni bien entrado
a mi tercer año de carrera, comenzara a traba-
jar en el estudio Prado. Allí, tras unos meses,
embobado por los nombres de sus clientes, ya
no me afligía haber abrazado el Derecho y
abandonado mi temprana vocación por la
Literatura. Pronto me convertí en su hombre

! 159
de confianza. Si bien no era la época dorada de
los militares, aquella en que al final de las reu-
niones aparecían las vedetes de la tele para
agasajar a los generales y a sus invitados, con
la elección del presidente Belaúnde también
volvieron las cuentas millonarias escondidas
en Europa y en el Caribe durante la dictadura.
Prado invertiría sus cuantiosos honorarios en
mejoras al estudio, aventuras de faldas, viajes
de placer vinculados a aquellas, whisky y
libros. Se jactaba de su biblioteca y de llevar
una vida sin ostentación.
El único símbolo exterior de riqueza
que se había permitido fue ese BMW color ne-
gro que importó desde Alemania, gracias a las
exoneraciones que le dio la junta militar, y que
cuando se malogró, al enterarse de lo que le
costaría importar las piezas que necesitaba
para hacerlo andar, cubrió con un trapo y no
volvió a manejar. Contrató a un chofer, que lo
esperaba todas las mañanas al pie del edificio.
Yo llegaba hasta allí y lo acompañaba hasta el
estudio. Era una ruta breve, de conversaciones

! 160
jugosas: así supe que Prado había asistido a las
tertulias de Porras Barrenechea.
En aquellas famosas reuniones a las que
el ilustre historiador convocaba a sus conoci-
dos !me dijo Prado!, una vez apareció un
joven silencioso, a quien lo único que parecía
interesarle era leer. No parecía tener otra vida
que la que llevaba con Porras, organizando
desde temprano hasta tarde los tomos de su
biblioteca. Prado y él se volvieron grandes
amigos, conversaron mucho de libros, y en los
tiempos en que ese muchacho se hizo conocido
como escritor, también se convirtió en su clien-
te. Algunas veces, de paso por Lima, Vargas
Llosa lo visitaba en el estudio y salían juntos a
almorzar.
Prado tuvo muchos hijos, con distintas
mujeres. No se volvió a casar, pero siempre
encontraba alguna viuda o divorciada de es-
pectacular figura que lo acompañaba !y
posaba abrazada con él! a las cenas y bailes a
los que era invitado con frecuencia. Los contac-
tos entre sus amigos le permitieron prosperar
en los gobiernos sucesivos y, durante el go-

! 161
bierno de Fujimori, con su lista de clientes que
lo ponía en posición de hombre bisagra entre
un gobierno sin respaldo político y las pocas
familias limeñas que aún controlaban el dine-
ro, se convirtió en asesor presidencial.
Esos recuerdos llegaban, como ondas,
aquella mañana de principios de semestre en
Nueva York en que me anunciaron la muerte
de Prado. Dicté una pésima clase. Había termi-
nado una maestría en Literatura y estaba em-
pezando a dar clases como profesor adjunto en
una universidad en el Bronx. La universidad
me había asignado un curso de literatura lati-
noamericana del siglo XX, cuyo contenido,
debido al origen del alumnado, estaba orien-
tado hacia los autores del Caribe. No era mi
especialidad, sin embargo el curso formaba
parte del compromiso de créditos que debía de
enseñar, en mi condición de profesor suplente,
con la esperanza de un trabajo de profesor a
tiempo completo. Me había casado, y con mi
esposa y ayuda del gobierno habíamos com-
prado una casa en los suburbios. Allí, durante
los meses del verano, quitándole tiempo a una

! 162
serie de oficios eventuales, había seleccionado
los mejores textos entre un conjunto de textos
muy malos. Creía haber hecho un buen trabajo.
Sin embargo, esa tarde de la primera clase del
semestre estuve distraído: el monólogo que
había preparado con sumo cuidado, me rebotó
en el oído como una narración sin sentido.
Salí de la clase y le dejé la computadora
portátil a la muchacha mexicana de la oficina
de recursos tecnológicos con la que solía dis-
traerme charlando. Apenas atiné a decir un
apagado “chau”. Tenía al viejo Prado y mis
recuerdos hirviendo en la cabeza. Pensé,
después de mucho tiempo, en las reuniones
inacabables con los hombres de Fujimori. Du-
raban, por costumbre, hasta la madrugada.
Siempre lo acompañaba, y era común que me
sentara con él en las mesas donde se discutían
los asuntos de estado. Algunas veces necesita-
ba que yo le confirmara los datos de un docu-
mento, que le asegurara la exactitud de una
fecha o de una suma de dinero. Yo aprendía
con interés los tejes y manejes del negocio: a él
no le quedaba duda de que yo heredaría

! 163
buena parte de sus clientes. La resolución judi-
cial del caso de uno de ellos, un primo de Pra-
do al que conseguimos varios millones de soles
en reparación del Estado por la expropiación
de sus haciendas, puso en mis manos el pri-
mero de una serie de cheques enormes que
Prado en persona depositó en mi cuenta “¿Qué
vas a hacer?” me dijo, y yo le confesé que
quería pedirle licencia y gastarme el dinero en
dos meses por Europa: iría a Londres, a París, a
Amsterdam, a Madrid. Me felicitó, me dijo que
los viajes forjaban el carácter. Regresé de
aquella aventura europea renovado, satisfecho,
feliz de volver a esperar a Prado en las maña-
nas de Miraflores, a tomar café con él y sus
clientes en el San Antonio, a acompañarlo en
sus reuniones con el gobierno. Al final de una
de aquellas cenas de trabajo secretas, pasada la
medianoche, mientras agotaba mis temas de
conversación con el chofer, esperando a Prado
en el vestíbulo de un restaurante de la calle
Capón, conocí a Maya.
Se oyó un golpe corto y seco en la puer-
ta, como si quien golpeara supiera que no tenía

! 164
que molestarse en llamar. Desde el otro lado
del restaurante, en una mesa donde se dis-
cutían gastos militares, el ministro de gobierno
con quien Prado conferenciaba gritó que
abriéramos. Le abrí yo. Maya murmuró un
“gracias”, esperó a que me hiciera a un lado y
pasó de largo hacia la mesa. Tenía el cabello
castaño y muy largo, una falda sastre apretada
a las caderas, zapatos de taco pequeño, y un
detalle que no sé por qué me volvió loco: un
mechón de pelo que, como si no quisiera, le
tapaba uno de sus ojos azules. Cuando volvi-
mos durante la madrugada hacia el estudio
(donde tendríamos que redactar un informe
antes de irnos a dormir) Prado me aseguró que
nunca antes la había visto. Prometió averiguar,
y a la tarde siguiente ya tenía un nombre y una
dirección: estudio de abogados Chacaltana,
muy cerca de la oficina. Prado agregó que in-
ventaría alguna diligencia y esa misma tarde
me mandó con una nota a la oficina de su ami-
go, el Doctor Chacaltana.
Apenas entré al estudio la vi a Maya,
detrás de la puerta de vidrio de la sala de re-

! 165
cepción, caminando de un lado a otro, llevan-
do en la mano unos expedientes. El doctor
Chacaltana salió a recibirme y nos presentó.
Maya estaba encargada de una de las gestiones
diplomáticas que sucedieron a los convenios
entre peruanos y ecuatorianos al final de la
guerra. Era una especialista en Derecho Inter-
nacional. Su padre era suizo y su madre una
limeña de familia antigua. La familia emigró a
España en los 80s y había decidido regresar al
Perú. Maya había estudiado Derecho en Ingla-
terra. Era su segunda semana de trabajo y
también su segunda semana en Lima, recién
mudada desde Madrid. Le recordé haberla
visto la noche anterior en el restaurante de
Capón, entrando y saliendo apurada. El
mechón de pelo que me gustaba le colgaba otra
vez sobre uno de sus ojos. Dijo que casi no se
acordaba de la noche anterior y forzó una son-
risa que me pareció llena de timidez. La invité
a conversar después del trabajo y, con el pre-
texto de haber dormido poco, Maya me dijo
que no. Insistí durante varios días !porque no
me parecía posible otra opción! y, una tarde

! 166
de fines de octubre, nos sentamos en una mesa
frente al mar, a mirar la puesta de sol y a
tomarnos un café.
Salimos con frecuencia. La buscaba en
el estudio Chacaltana y nos íbamos hasta
Larcomar. Nos sentábamos en los cafés, en los
bares o en los restaurantes, de acuerdo a su
ánimo. Maya casi no tenía conocidos en Lima,
apenas algunos familiares con los que hablaba
poco. Chacaltana y su padre, viejos amigos,
habían hecho dinero durante el segundo go-
bierno de Belaúnde. El trabajo le gustaba, me
dijo, pero le asustaba que en algún momento
“la rutina la aplastara”. Me dijo eso lanzán-
dome una mirada que yo no supe cómo inter-
pretar.
En alguna de esos encuentros le conté
la historia de mi familia y nuestra relación cer-
cana con Prado. Ella parecía, o simulaba, dis-
frutar con mis relatos, a los que asentía, sin
agregar mucho. Aún le quedaba un débil
acento de Madrid y decía que aquello le aver-
gonzaba. Yo le creí. Alguna vez me conversó
de sus obligaciones en el estudio Chacaltana,

! 167
de la naturalidad con que trataba a clientes
peruanos ricos y famosos porque sus nombres
a ella no le sonaban a nada (“eso le encanta al
Doctor”, me dijo) y de lo importante que le
parecía seguir empapándose con el Derecho
peruano. Ofrecí ayudarla y prestarle libros.
Ella dijo que yo era “un amor”.
En una de aquellas salidas la invité al
cine y me respondió que no le gustaban los
espacios cerrados. Insistí, durante algunos
días, y ella aceptó. Un sábado por la noche
entramos a ver American Beauty. Al final de la
función nos sentamos en un café y la hice son-
reir con mi (bastante buena) imitación de Ke-
vin Spacey. Al despedirnos, creyendo que era
obvio lo que tenía que suceder, intenté besarla
y ella me esquivó. Después de aquella noche
ignoró mis llamadas. Seguí llamando hasta
que, una semana después del incidente, contes-
tó el teléfono. Con sequedad, me pidió que no
la volviera a llamar.
Como me parecía que la decisión de
Maya era producto de un malentendido, con-
traviniendo los consejos de Prado, fui a bus-

! 168
carla a su oficina. Pensé que si le decía unas
palabras podría, por lo menos, seguir viéndola.
La negaron en la recepción, a pesar de que la
podía ver caminando de una oficina a otra
detrás de los ventanales del estudio. Prado me
dijo que había llamado y conversado del tema
con su amigo Chacaltana, pero que “la
muchacha tenía problemas muy serios”. Men-
cionó algún detalle sobre traumas sicológicos,
dijo que lo mejor era olvidarla.
En otras historias que he escrito, he
intentado aligerar la tragedia que Maya signi-
ficó para mí. Supongo que a muchos les pare-
cerá ridículo que alguien pueda denominar
tragedia a este breve episodio de rechazo amo-
roso, considerando que lo dice alguien que
perdió a su madre en la adolescencia. Sin em-
bargo, cada vez que intento reevaluarlo, desde
la distancia que creo que me otorga el tiempo
transcurrido, siempre concluyo que esos meses
fueron los más incómodos que me tocaron vi-
vir en Lima.
Prado me ofreció unos meses de vaca-
ciones. Sugirió un viaje alrededor del mundo.

! 169
No lo escuché, porque me ilusionaba la idea de
que en algún momento Maya cambiara de
opinión. Pensaba que ella recordaría que traba-
jábamos muy cerca, y aparecería una tarde a
soltarme alguna explicación (o una mentira), a
decirme que la perdonara. Sin embargo, ese
día en Nueva York en que una llamada me
anunció la muerte de Prado, me percaté de
súbito que la causa causam de mi decisión de
emigrar a los Estados Unidos fue ignorar los
consejos de Prado, quien durante algunas
semanas, con insistencia inusual, sugirió que
viajara, que me fuera del Perú.
Por esos días en que yo apenas vivía,
aplastado por el desprecio de Maya, se murió
mi padre.
No estaba ni enfermo, así que su muer-
te nos golpeó de improviso. Es verdad que el
doctor lo había prevenido de los excesos que
le dañaron de modo irreparable el hígado y el
riñón. Había dejado el cigarrillo y el whisky y
vivía de mal humor. Se quejaba de los malos
negocios, no salía de su casa, donde se la pasa-
ba hora tras hora en el teléfono de su des-

! 170
pacho, conversando con múltiples socios, de
múltiples negocios que flotaban todos a la
deriva, en espera de la buena voluntad desde
el poder o alguna orden judicial. Muchas veces
cerraba con llave su despacho y empezaba una
conversación telefónica de susurros, que solía
terminar con gritos y amenazas de violación
contranatura. Dos años antes de su muerte le
sucedió algo que acabó con sus ánimos: una
noche de marzo, un uruguayo se apareció por
los clubes de Lima acompañado de una rubia
de piernas impresionantes. Prado se lo pre-
sentó a mi padre, durante una cena en que
también conocieron al famoso médico de Bue-
nos Aires que iba a respaldar un proyecto que
solo necesitaba los cientos de miles de dólares
guardados en el banco por mi padre: el go-
bierno argentino iba a compensar a los socios
con una millonada de dólares. Al sellar el trato,
la rubia cedió a los pedidos de mi padre y se
dejó tocar las piernas, el uruguayo sugirió en-
tre carcajadas un encuentro privado entre am-
bos y mi padre se despidió de muy buen hu-
mor. Mi padre se obsesionó con la posibilidad

! 171
de volverse millonario. Los meses siguientes
hubo papeleos y formularios que llenar, lo que
hicimos entre Prado y yo en el estudio, con
expectativa. Luego hubo un depósito de mi
padre, de una suma exorbitante, en la cuenta
de un banco en Montevideo.
Fue lo último que supimos del uru-
guayo. Viajamos a Montevideo, a buscarlo sin
suerte, y a Buenos Aires a interrogar al doctor
porteño, que nos recibió solo para desen-
tenderse de su relación con quien nosotros
considerábamos su socio. Ante las amenazas
de mi padre nos recordó que conocía a los
mejores abogados de la Argentina y que no
teníamos pruebas en su contra. Después de
aquella estafa, mi padre se deprimió para
siempre. Alguna vez, para animarlo, bromeé
que lo que había hecho equivalía a abrir un
saco lleno de billetes en la orilla de la playa y
arrojarlos al mar. Sonrió, hizo como si se fuera
a servir un whisky pero se detuvo a medio
camino hacia el bar, subió las escaleras y se
metió a su dormitorio.

! 172
La mañana de su muerte, atinó a gritar
el nombre de mi hermano. Cuando él llegó a
su cuarto, mi padre ya estaba muerto. Fue un
ataque fulminante. Su muerte me hizo reac-
cionar de mi obsesión por Maya. Tuve que
lidiar con los problemas con los que de pronto
se aparecieron (voraces de dinero) los hijos de
la primera mujer de mi padre. Prado estuvo en
todo momento a mi lado y aprovechó la tarde
del funeral para convencerme de que me larga-
ra de viaje. Prometió encargarse de los pape-
leos legales de las empresas de mi padre, casi
todas quebradas. Acepté, y dos días después
del funeral estaba metido en un avión hacia
Londres.
En cuatro semanas me gasté algunos
miles de dólares entre hoteles, licor y mujeres.
Encontré en Londres a una chica que se parecía
a Maya y mientras me la tiraba le acomodé el
cabello para que le tapara un ojo. Cuando se
retiró, lloré. Me hice amigo de unos irlandeses
con los que perdí dinero jugando al bowling y
con los cuales, borracho, sin tomar nota de que
eran las 4 de la mañana en Lima, pedí desde el

! 173
lobby de mi hotel que la llamaran a Maya. Hice
el ridículo. Viajé por el Sena en barco, fumé
marihuana mañana y tarde, durante una se-
mana, con unos holandeses que acababan de
llegar de Sudamérica, hice yoga durante varias
mañanas con una compañera de universidad
que me encontré caminando por el lado Este
de Berlín. Aspiré cocaína tres tardes seguidas
con la misma prostituta carísima que encontré
en un anuncio en Internet, una que me confesó
que de día trabajaba de abogada en un estudio
de Roma.
Sin embargo, lo duro de esta historia
sucedió a la mañana siguiente de mi regreso a
Lima. El avión había aterrizado tarde y me
tomé la mañana de descanso antes de regresar
al estudio. Salí caminando de mi departamento
en busca de algún tipo de desayuno y, mien-
tras entraba sin pensar a una cafetería, vi en la
tapa de una revista de sociales, la foto de Maya
con un hombre. Miré la foto, estático durante
algunos segundos, sin saber qué pensar ni qué
hacer. Por fin compré la revista, pedí un café y
me senté. Pasé las hojas, con un mal sabor en la

! 174
garganta y miré, una y otra vez, mientras el
café se enfriaba sin remedio, las fotos de la
boda: de los mejores amigos, de los parientes,
de los padres de los novios y de sus padrinos:
la foto del Doctor Prado que brindaba con su
amigo el Doctor Chacaltana para la cámara,
deseándole a su hijo, el Doctor Chacaltana
Junior, y a su esposa de ojos azules, eterna
felicidad.
El recuerdo de aquella mañana limeña
siempre me desorienta y me deslumbra. El día
en que me dijeron que se murió Prado, mien-
tras caminaba hacia el estacionamiento y en-
cendía mi automóvil, me vi otra vez dentro de
aquella cafetería limeña. Intenté, otra vez, po-
ner distancia entre mi situación en Nueva York
y la de aquel muchacho que era yo: veinte-
añero, apenas huérfano, con mucho dinero en
el banco, creyendo estar listo para regresar al
empleo que era la única prueba de un futuro
brillante como abogado. Recordé la confusa
cadena de emociones que provocaron en mí
aquellas fotos y textos de una revista que leían
con frecuencia las personas con las que yo

! 175
conversaba en mi trabajo. Me di cuenta de que
Prado habría comentado con otras personas
acerca de mi desgracia, y que Chacaltana u
otro pariente, compadre o viejo amigo de la
universidad, que me conocían y también cono-
cían a mi padre, se habrían reído de mis pre-
tensiones: “No pues, esa chiquilla está para
ligas mayores”.
Mientras conducía por Nueva York
hacia la Taconic Parkway, recordaba haberme
dado cuenta, de golpe, de mi terrible ceguera;
haber sentido vergüenza, vértigo, al per-
catarme que los amigos de Prado, todos in-
vitados a la boda del hijo del abogado Chacal-
tana, se habrían reunido en alguno de sus
clubes, a comentar cómo el hijo del huanu-
queño pretendía que se enamorara de él esa
muchacha tan blanca, de cabellos y ojos tan
claros. Yo había participado de aquellos
comentarios, acerca de otros, en días en que
me creía parte de su grupo. También me había
reído de otros, enredado en una vergonzosa
ilusión de pertenencia.

! 176
“¿Cómo se va a casar Mayita con un
tipo que parece un albañil?”, preguntó uno de
los interlocutores.
Casi estaba llegando a mi casa en los
suburbios, por una carretera que bordeaba los
pueblos al lado del río Hudson, conduciendo
bajo la sombra de los árboles que empezaban a
perder las hojas rojizas y amarillentas, sobre
calles con nombres en inglés. Estacioné, apa-
gué el auto y lo volví a ver. Domingo Prado
revolvió su vaso de whisky y, sin despegar los
ojos del hielo, le respondió a su interlocutor:
“Sí pues”.

! 177
AND IT BURNS, BURNS, BURNS
Alejandra Márquez

La banda sonora de mi llegada al gabacho co-


menzó con un cassette atascado en el estéreo
del coche de mi mamá. Durante meses, Johnny
Cash dictó el ritmo de cada uno de nuestros
trayectos. Mi mamá, en medio del shock cultu-
ral, tardó mucho más que yo en notar el eterno
And it burns, burns, burns. ¿Nuestro trayecto?
De la ciudad de México a un pueblo perdido
en medio de Texas: Gonzales con “ese” de so-
baco; de Tlalpan a una comunidad con su pro-
pio equipo de Ku Klux Klan. A los catorce años
esto no me hacía reír tanto como ahora que
tengo veintiséis y hago el doctorado. Me daba
tan poca risa, que mi llegada a este país consis-
tió en berrinches diarios hasta llevar a mi po-
bre madre al hartazgo. El redneck con el que se
había casado no la dejaba fumar adentro de la

! 179
casa, salvo en mi baño, así que aprovechaba
cada cigarrillo para suplicarle que regresára-
mos a México. En mi mente adolescente, mi
vida se había tornado en una tragedia diaria
con la barrera del idioma, el perpetuo olor a
estiércol del pueblo y la doble moral protestan-
te.
Mamá daba clases de inglés en un cen-
tro comunitario. Sus estudiantes eran mexica-
nos que trabajaban todo el día bajo el sol y el
yugo del tío Sam, y aun así tenían la fuerza y
las ganas de aprender inglés para que los grin-
gos no dijeran que sólo hablaban español. Ha-
blaban mi idioma, se sentían raros en este país,
e incluso uno de ellos me daba clases de guita-
rra. José Luis, el de la sonrisa indeleble, era el
estudiante favorito de mi mamá. Había llega-
do, como la gran mayoría de los estudiantes,
cruzando el desierto a pie y retando las proba-
bilidades de convertirse en una estadística
más, en un John Doe fronterizo. Había cruzado
en más de una ocasión para llevarle regalos a
su familia: lavadoras, juguetes, ropa, discmans.
Y !como muchos de los que regresan orgullo-

! 180
sos a sus pueblos, hablando a lirol english y con
dólares en el bolsillo! había sido asaltado por
los federales en la carretera más de una vez.
Nada de eso le había borrado la sonrisa ni le
había quitado las ganas de hablar de su esposa,
a quien describía como la mujer perfecta…
Pero la Bo Derek potosina !según la
descripción de José Luis! no aguantó mucho
tiempo y, en cuestión de meses, encontró a
alguien más que no trabajaba del Otro Lado y
que no había cruzado el desierto ni había sido
asaltado por los federales. Los hijos de José
Luis dejaron de hablarle porque les costaba
trabajo llamar "papá" a un extraño al que sólo
veían cada dos o tres años… El estudiante con-
sentido de mamá dejó de ir a clase, así que hice
la guitarra a un lado y me dediqué a pulir mi
inglés… De pronto ya no me molestaba tanto
el olor a estiércol y aprendí a sortear a los pro-
testantes que me preguntaban a qué iglesia iba
(algunas veces era bautista, otras luterana y
creo que llegué a ser también presbiteriana)
para después mentarme la madre sutilmente

! 181
con un bless your heart. Southern hospitality sty-
le…
Casi trece años después, en la universi-
dad, mis años en Gonzales me parecen un
buen entrenamiento para la hospitalidad que
suele reinar en algunos de los círculos de la
academia y entre estudiantes de posgrado. El
cassette atorado pasó a otra vida, pero me es
inevitable dibujar una sonrisa al escuchar el
And it burns, burns, burns.

! 182
MANTENER FUERA DEL
ALCANCE DE LOS NIÑOS
María José Navia

La estación científica estaba desierta desde


hace meses y a la editorial le había parecido
una buena idea reunirlos allí: en medio de la
Amazonía, con ese río turbio partiendo el
mundo en dos, la humedad insoportable y los
ruidos de animales al anochecer. Piénsenlo como
una aventura, les habían dicho.
Eran quince escritores de distintas par-
tes de Sudamérica que llevaban varios años
estudiando en Estados Unidos. Todos sin nada
mejor que hacer que ir a perderse a la selva por
tres semanas. Al poco tiempo, sin embargo, fue
claro que allí no iban a escribir nada: los
computadores no funcionaban, o se estropea-
ban a los pocos días debido a la humedad, y

! 183
los cuadernos y libretas se desteñían por culpa
del sol y el agua.
Dormían cada uno en una cabaña para
tres personas, lo que a Mariana (chilena, can-
didata a doctora en Literatura y Estudios cul-
turales, una novela) le hizo recordar el cuento
de Ricitos de Oro y a Rodolfo (peruano, Master
of Arts en Humanidades, dos libros de cuen-
tos) un capítulo de LOST. Cada mañana se
sentaban a desayunar con peor cara y las mis-
mas quejas: que los mosquitos, que los ruidos,
que el calor. Marla, la encargada de la organi-
zación, intentaba mantener una actitud positi-
va, subiéndole al aire acondicionado en las
salas comunes (forma elegante de llamar a una
biblioteca con sólo una repisa de libros: la ma-
yoría bestsellers que habían dejado allí los
científicos y estudiantes del pasado). A veces
organizaban paseos en bote o ridículos juegos
de trivia (que siempre, por alguna razón, ga-
naban los escritores argentinos).
“A 95 años de los Cuentos de la Selva”
era el nombre que le habían dado al encuentro
de escritores, por ponerle alguna cosa. La ver-

! 184
dad es que pocos los habían leído, aunque sí
recordaban, con admiración, franco terror o
una mezcla de ambos, “El Almohadón de
Plumas” o “La Gallina Degollada”. Esos sí que
son cuentos, comentó medio a gritos el único
uruguayo (estudiante de un prestigioso MFA),
no como los de la selva, con tortugas gigantes
buena onda y moralejas para enmarcar.
Hacían caminatas todos los días. Por la
mañana y por la tarde (para que tengan material,
les habían dicho). Caminatas de tres horas por
senderos llenos de barro, hormigas gigantes
que mordían con rabia (las congas, anotaron en
sus moleskine transpiradas) y monos que los
miraban desde los árboles, bien arriba y bien
sorprendidos. Mariana iba con una cámara de
fotos al cuello que usaba muy poco, pues su
verdadera preocupación era untarse bloquea-
dor solar y repelente de mosquitos cada dos
minutos. Rodolfo la seguía, unos pasos más
atrás, envuelto en otra nube de repelente.
!No es necesario, ¿sabes? Echarse tan-
to. Dañas el medioambiente !le dijo un día

! 185
Mayer, el guía del grupo, una especie de Señor
Miyagui de la selva amazónica.

Mariana sonrió coqueta y siguió caminando. El


medioambiente le importaba un carajo. Lleva-
ba tres días tratando de escribir un párrafo
sobre el calor de la selva. Uno solo, nada más.
Poner por escrito esa humedad pegajosa, ese
calor que te envolvía como un abrazo de felpa,
ese aire caliente bajando por los pulmones.
Pero nada. Parecían faltarle palabras para en-
frentarse a esos escenarios tan distintos de su
ciudad con sus pocos árboles y su aire siempre
sucio. Podía hablar del frío por páginas y pá-
ginas pero el calor se le escapaba.
La culpa la tenía su tesis. Y su directora.
Cuando le comentó que escribía, hace todos
esos años, ella la había mirado con la misma
expresión con que miraría a alguien (y por
alguien se entiende: una hormiga) que, de im-
proviso y en medio de una conversación aca-
démica, le saliera con que le gustaba correr por
las mañanas o prefería el pan con mantequilla.
Algo completamente irrelevante. Y que se po-

! 186
día aplastar con el dedo. Cada vez que le en-
tregaba un capítulo de la tesis, venía con mil
tarjaduras en color rojo y un implacable
“guarda esto para tus cuentos”, anotado en
letra diminuta y arácnida (y a las arañas no se
las mata con el dedo; a las arañas se les tiene
miedo).
Acá escribimos con precisión, Mariana.
Nada de florituras. Nada de metáforas. Al gra-
no.

Las reglas de convivencia de la estación esta-


ban pegadas atrás de las puertas de entrada a
las cabañas. Reglas del tiempo en que la esta-
ción científica recibía a investigadores que po-
dían quedarse semanas explorando la vegeta-
ción y los animales sin cansarse. Entre ellas !y
eran muchas: no entrar con zapatos embarra-
dos, no echar repelente a las sábanas! se leía
la más extraña de todas: por favor no tener
relaciones sexuales.
A Mariana le daba risa el infinitivo de
las prohibiciones, su carácter atemporal. No
subjuntivo, ni conjugado en ningún tiempo.

! 187
Más que en infinitivo se trataba de un verbo
definitivo. Y aquél por favor tan ridículo.
Las cabañas sólo tenían luz eléctrica un
par de horas al día. Momento en que los escri-
tores se abalanzaban sobre los enchufes para
recargar todos sus aparatos electrónicos. Por la
noche Mariana no podía leer: la estación que-
daba sin luz desde las nueve y quedaba su-
mergida en una oscuridad densa como esa tan
cliché boca de lobo. Intentó con velas pero la
luz no era suficiente. También con la linterna,
hasta que se le acalambraron los dedos y se
acabaron las pilas. Le costaba dormir así; se
quedaba con los ojos abiertos por horas. Por la
mañana, despertaba agotada.

Al inicio de la segunda semana, Rodolfo ama-


neció con siete picaduras en los pies, la única
parte del cuerpo a la que no había llegado el
repelente. Decidió redoblar los esfuerzos.

Una noche hicieron un recital poético. Los


obligaron. Ninguno parecía tener muchas ga-
nas de leer sus “creaciones”. Poco habían crea-

! 188
do. Unas descripciones algo famélicas o fran-
camente horrendas. Nada que se pareciera a
una historia. La gran mayoría hablando de sus
desconciertos y la ciudad. Sus páginas en blan-
co parecían repeler a la selva. La frustración la
tenían pegada a los rostros, a las manos. La
dificultad de escribir los llevaba en un viaje sin
retorno a sus primeros años de estudio, cuando
la inminencia de los trabajos finales o la entre-
ga de algún capítulo echaba por tierra toda
posibilidad de improvisar un cuento o siquiera
soñar con una rutina.
Cada uno, a su manera, había intentado
resistirse. Rodrigo había organizado jornadas
de escritura con algunos de sus compañeros;
Mariana se defendía del exceso de teoría y los
ejercicios de close reading que se hacían con
bisturí en mano (o peor, cuchillo carnicero),
recitando de memoria y a los gritos cualquier
poema o !su favorito! el comienzo de Pedro
Páramo. Se arropaba en él, se escondía. Vine a
Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo, murmuraba mientras ca-
minaba bajo la nieve o llegaba empapada de

! 189
lluvia a clase. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí
que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
En las composiciones de sus estudian-
tes ya nada le sonaba inapropiado. “Estoy
bueno” dejaba de alertar sus sensores. “¿Tuvo
divertido?”, la pregunta obligada después de
un fin de semana o vacaciones, cada vez dolía
menos en los dientes. Mientras sus profesores
insistían en que la decolonización y la transcul-
turización, la epistemología y la ontología, la
cabeza de Mariana se resguardaba en el man-
tra infalible, que saboreaba: No vayas a pedirle
nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a
darme y nunca me dio...El olvido en que nos tuvo,
mi hijo, cóbraselo caro.

A la tercera semana, una serpiente mordió a la


escritora boliviana (candidata a doctora en
Literatura Comparada, una novela, un e-book
de cuentos, un blog) y, tras la primera alusión
a “A la deriva” y su final de delirio quiro-
guiano, empacó todas sus cosas y pidió a gritos
histéricos que la llevaran de vuelta a la ciudad.
Mariana aprovechaba para retocar su capa de

! 190
repelente cada vez que Mayer miraba para otro
lado.
No eran quince escritores cualquiera, ni
escogidos al azar. Eran quince escritores a pun-
to de desaparecer. Autores en vías de extin-
ción. Todos habían publicado una novela o una
colección de cuentos de cierto renombre du-
rante su juventud (a todos los habían llamado
“jóvenes promesas” en algún periódico o revis-
ta literaria), pero tras ingresar a la Academia
Norteamericana (la palabra venía con una car-
ga ominosa, con música de estruendo y cielos
nublados) todos cayeron en el olvido o la fran-
ca pereza. Esta era una forma de darles una
última oportunidad para reivindicarse, habían
sido las palabras de la organizadora, mando
menor de la editorial, a quien el pelo le lucía
siempre radiante y la ropa no se le manchaba
con el sudor. Y remarcó: Nadie está escribiendo
sobre esto, ¿se dan cuenta? Deberían sentirse privi-
legiados. Y no se equivocaba. Efectivamente,
nadie estaba escribiendo sobre estaciones cien-
tíficas abandonadas por culpa de plantas pe-
troleras que iban contaminando lentamente la

! 191
zona, ahuyentado animales y destruyendo la
vegetación. Es más, nadie hablaba en sus nove-
las, cuentos u obras de teatro, de ningún tipo
de naturaleza más que la de algún macetero o
planta de interior que se consumía en un apar-
tamento como metáfora de la decadencia de
cierto personaje.
Comenzaron a invitar a científicos y
ambientalistas para que les dieran charlas por
las tardes, a ver si así se animaban a escribir;
para que les contaran, con términos limpios,
acerca de la historia de horror que era esta “in-
fección de los pulmones de América”, como
más de uno había decidido bautizar al fenó-
meno. De vuelta a sus cabañas, los escritores
intentaban conjurar esas historias, ponerlas en
sus propias palabras, aunque sin mayor acier-
to. Las páginas quedaban pegoteadas de hu-
medad y llenas de borrones. A la mañana si-
guiente ya ni siquiera podían leer lo poco que
habían avanzado.
La comida la traían desde Quito, en
embarcaciones que llegaban, misteriosas, por
las mañanas. Nunca era suficiente y los escrito-

! 192
res debieron acostumbrarse a vivir con una
sensación constante de hambre apenas aplaca-
da. Un día Mayer, durante la caminata, les
enseñó unas hormigas comestibles, que tenían
sabor a limón; si bien al comienzo se mostraron
reticentes a probarlas, a los pocos días se podía
ver a todos los escritores con un dedo, previa-
mente mojado en saliva, paseándolo por todos
los troncos y ramas del lugar.
El mensaje ecológico de Mayer fue infil-
trándose lentamente en las filas. De a poco
algunos empezaron a dejar de usar repelente,
luciendo sus picaduras con orgullo y evitando
la tentación de rascarse. Todos, menos Mariana
y Rodolfo, quienes todavía se duchaban en ese
líquido pegajoso todas las mañanas, para vol-
ver a fumigarse por completo por las noches,
antes de irse a dormir. Sábanas, almohadas,
cortinas, nada se salvaba a su lluvia tóxica.
Hubo quienes no resistieron. Un argentino, los
tres paraguayos, y una escritora de Venezuela
huyeron a las pocas semanas de llegar a la es-
tación. De improviso, todos recordaron plazos
impostergables para sus tesis, reuniones fami-

! 193
liares o simplemente se escudaron en su inca-
pacidad de convivencia: uno por uno se los
fueron llevando en botes.
Mariana y Rodolfo también lo pensa-
ron, pero la verdad no tenían nada mejor que
hacer. A ella le esperaba el trabajo aburrido en
los dos últimos capítulos de su tesis; a él, ofi-
ciar de ghost writer para un conocido político
en Lima mientras trabajaba también en la bi-
blioteca de la universidad.
A las dos semanas, sólo quedaban siete.
Los brasileños no paraban de hablar de
sus obras. Que tal novela se había ganado un
premio o estaba a punto de ser llevada al cine,
que su libro de cuentos había agotado las pri-
meras cinco ediciones en un minuto. Los ar-
gentinos leían todo el tiempo, el uruguayo se
iba a pasear solo por los senderos y Mariana y
Rodolfo intentaban trabajar o entretenerse se-
gún el clima. A veces ella se apropiaba de la
biblioteca y se instalaba a escribir su párrafo
insufrible; otras, se quedaba mirando como
idiota a una tortuga que se paseaba por entre
las cabañas. Lucy, la había bautizado.

! 194
El encargado de la estación era un cien-
tífico ecuatoriano que estudiaba las poblacio-
nes de monos en la zona. O eso había intenta-
do. A los pocos meses de estar recolectando
datos unos indios shuar se toparon con él. No
le hicieron nada (los shuar tienen fama de bra-
vos, pero él supo mantener la compostura),
pero sí le pidieron dinero por cada uno de los
monos que él estaba siguiendo (y a quienes les
habían puesto una cinta celeste en sus patas a
modo de identificación). Son nuestros monos,
habían dicho. Pero Andrés se había negado (la
suma que pedían por ellos, además, era fran-
camente absurda) y, al día siguiente, al hacer
su recorrido de reconocimiento, los fue encon-
trando, uno a uno, todos muertos, a tiro de
cerbatana, acuchillados o envenenados. Ese día
terminó su carrera como investigador. No solo
por la pérdida de meses de trabajo. Algo frágil,
como una fibra de confianza en la humanidad,
se había quebrado también. Se ganaba su suel-
do como administrador de la estación, hacien-
do los encargos de comida, coordinando la
limpieza de las cabañas y la mantención de las

! 195
embarcaciones. Era todo lo que hacía. Y era
suficiente.
Rodolfo se ganó su confianza. Una no-
che en que todos se habían ido a dormir tem-
prano, el administrador le ofreció un pequeño
tesoro: la clave para usar internet. Se supone
que no tenemos acceso, dijo como en susurros,
pero en la oficina principal sí tenemos red
inalámbrica, puedes usarla cuando quieras.
Para cuando eches de menos al mundo, le dijo,
y le dio una llave.
Al principio intentó resistirse pero lue-
go la curiosidad pudo más. Llevó su compu-
tadora a la oficina principal y de once de la
noche a cinco de la mañana se la pasó nave-
gando por internet. Pasó dos horas revisando
el correo y respondiendo algunos emails de
trabajo (el político ya se estaba impacientando,
una editorial pequeña le pedía a gritos el texto
que había prometido hacía meses para una
antología), el resto del tiempo lo pasó buscan-
do información sobre Mariana: en Google, Fa-
cebook, Twitter, su Wish List de Amazon, las
pocas entrevistas que había en línea, un par de

! 196
reseñas sobre su obra, un blog adolescente que
ella había olvidado quitar de órbita. Esa noche
se quedó dormido pensando en el brillo de su
piel, mezcla de transpiración y repelente.
A la última caminata sólo llegaron Ro-
dolfo y Mariana. Mayer los miró con algo de
decepción: no llevaban cámara, sus botas lle-
nas de barro, la piel reluciente. El guía les mos-
tró algo desganado la planta de la que se fabri-
ca el curare, nombre engañoso para el veneno
de los indios. Le gustaba atemorizarlos con la
aparente indefensión de las plantas, verlos,
sobre todo a ella, abrir los ojos enormes, como
de dibujo animado. Mariana se resbaló dos
veces y Rodolfo fue el primero en acercarse a
socorrerla, aprovechando la ocasión para tocar-
la más de la cuenta. El pelo le caía pegajoso por
la espalda y tenía la piel bastante bronceada a
pesar de todas sus precauciones. Cuando por
fin regresaron a la estación, se despidieron de
Mayer con un abrazo. Todos estaban ya en el
comedor, con sus maletas empacadas e impa-
cientes por irse. En un par de horas iba a llegar

! 197
la embarcación que debía llevarlos a Coca y, de
ahí, a Quito.
Mariana y Rodolfo caminaron a paso
rápido entre la vegetación. Al pasar frente a su
cabaña, Rodolfo le tomó el brazo con fuerza y
la llevó hacia la suya, un poco más distante de
todas las demás. Mariana respiraba agitada
mientras Rodolfo lamía como desesperado su
espalda, sus brazos, su cuello. La lengua pasa-
ba de lo ácido a lo amargo, de la transpiración
a los químicos; ambos gemían y jadeaban, gol-
peándose en cada una de las tres camas en las
que iban quedando zapatos, poleras, shorts y
ropa interior que apestaba y ensuciaba los co-
bertores y sábanas, violando una a una todas
las prohibiciones que se anunciaban en la puer-
ta. La transpiración parecía resaltar el sabor de
tantas aplicaciones de repelente y cremas para
la picazón; el sudor corría sucio entre los pe-
chos de Mariana, entre las piernas y por la es-
palda de Rodolfo. Él le puso una mano sobre la
boca para amortiguar sus gritos y a ella sus
dedos le supieron a tierra. Todo en la habita-
ción apestaba a químicos; los cuerpos se mo-

! 198
vían con urgencia aunque la respiración era
cada vez más y más difícil.
El aire pesaba, las paredes parecían pal-
pitar.

A las pocas horas comenzaron a llamarlos. A


gritos.
Los encontraron desnudos y con una
mueca de asco en los rostros. Las manos aún
crispadas en extrañas contorsiones. Una maleta
a medio hacer, una computadora abierta en
una página en blanco y cinco frascos de repe-
lente para insectos en distintos rincones de la
cabaña. La escena sería replicada, con varia-
ciones, en dos novelas y una obra de teatro que
se publicaron a los pocos meses.
Todas éxitos de venta.

! 199
INVOCACIÓN
Julio César Pérez Méndez

A Jhonny Payne

1
A finales de enero de 2010 una prueba de far-
macia confirmó a Milagros lo que el atraso
menstrual de diciembre le anticipó. Primer
amor, últimos ritos se le convirtió entonces en
una adicción. La seducía el cuento de McEwan
a pesar del suplicio de releer la escena en que
Sissel restituía los fetos vivos al vientre de una
rata; una a la que el novio de Sissel destripó
con un fierro. Descuajada la maternidad en la
misma habitación en que un cigoto tibio acaso
crecía en el vientre de Sissel, Milagros subrayó
una frase en su ajada edición en español: Se
suponía que debía tomar la píldora, y todos los me-
ses se le olvidaba al menos dos o tres veces; encima
de la cual anotó, con diminutas letras rojas:
Suele la ficción contaminar a la realidad, al

! 201
punto de devenir en sustrato o sucedáneo de la
misma.

Milagros y yo nos reencontramos en una fiesta


de ex-alumnos de la privada Universidad del
Caribe el día de amor y amistad de 2008, en
Barranquilla. Cabello a los hombros, rostro
atildado, los colores guajiros de Milagros y su
actitud desprevenida la ceñían de encanto.
!Si no te hubieras transferido a otra
universidad tendría bien claro cómo te llamas
!me aclaró tras casi una hora de plática.
!De hecho me cambié el mismo semes-
tre en que tu pediste una licencia o algo así
!le recordé. Milagros suspiró y agachó la ca-
beza.
!Déjame ver... !agregó al cabo!. Te
decíamos el turco! como mi padre, los ojos
zarcos y la barba espesa (su nariz era más
prominente que la mía) han sido señas de mi
identidad.

! 202
!Loro viejo no da la pata !afirmé
sonriente, acusando su fama de olvidadiza!.
Pero sí, así me apodaban.
!Aldo !acertó más tarde!. Tu nom-
bre es Aldo, ¿cierto?

En medio del trago y la música, alguno de


nuestros ex-compañeros de clase contó que
Milagros se había recibido con honores. “Yo
me gradué en la Corporación Barranquilla”, le
revelé a ella al indagarme por mi titulación, y
cambié el tema de inmediato. En verdad nunca
acabé el trabajo de grado; el deceso de mi pa-
dre, quien me legó una pequeña renta, me sir-
vió de excusa para retirarme de la Licenciatura
en Español y Literatura: epílogo previsible tras
tantos saltos previos entre universidades.
Cuando esa noche de septiembre Mila-
gros se refirió a la maestría en Creación Litera-
ria en White Sands University, en Texas, Esta-
dos Unidos, le pregunté si le interesaba aplicar.
“Lo digo por ti”, aclaró, y recordó, a su modo,
algunos de mis devaneos literarios de enton-
ces: apuntes para proyectos narrativos, novelas

! 203
clásicas sofocadas en el sobaco, un par de pan-
fletos criticando a algún escritor floripondio de
Barranquilla. Lo cierto es que durante nuestra
convivencia en la Universidad del Caribe Mi-
lagros me pareció una estudiante a la que los
escritores inspiraban desdén. O al menos eso
aparentaba.
Nos citamos con frecuencia en octubre,
yo fingiendo rigor en aplicar a la maestría en
Creación Literaria y ella motivándome cuando
detectaba mis omisiones. Prueba de inglés no
necesité porque al ser una maestría bilingüe
parte de las clases se impartían en español. El
punto fue que tanto me involucré en la farsa,
que poco me importó gastar un dineral con un
funcionario venal de la Corporación Barran-
quilla en aras de conseguir !falsificados!
diploma, acta de grado y calificaciones.

2
Historia aparte fue el texto de ficción, otro de
los requisitos. Sabedor de mi raquítico talento
para las letras, opté por una triquiñuela. Su-
mando mentiras, verdades a medias y verda-

! 204
des, narré a Milagros un episodio vivido junto
a Vladimir, mi padre: en la víspera de su dece-
so me llamó a su cuarto y me enseñó un pa-
quete de cuadernos, a los que él llamaba Cua-
dernos de Marrakesh. “Dicen que lo más fuerte
sobrevive. Averígualo con lo quedó de Invoca-
ción, para algo han de haberte servido tantos
años de estudiante de literatura”, me pidió él.
Y al acercarme a coger los manuscritos vi en
los ojos de mi progenitor ese resplandor tem-
bloroso que precede a las tinieblas; humanidad
menguante pendiendo del vaivén de unos car-
tílagos.
Durante años (en ese entonces suponía
desde su época de becario en Cuba), Vladimir
batalló para escribir Invocación. A lo largo de
mi vida lo vi completar decenas de cuadernos,
trabajar sin cuenta de horas y días, encerrado
en su estudio penumbroso del segundo piso de
nuestra casa. “Se me va a borrar la raya”, bro-
meaba, cuando salía del estudio a atemperar
su embeleso. Sin embargo, al contrario del
modo casi reverencial con que se dedicaba a
escribir, cada cierto tiempo, como si se tratara

! 205
de una liturgia pagana o un ardoroso bacanal,
armaba en el traspatio una pira con los cua-
dernos ya escritos. A veces mi padre, al ver sus
palabras, sus hojas, su talento, a él mismo
transmigrando en volutas de humo hacia el
vacío y nutriendo la tierra con cenizas, escasa-
mente acertaba a declarar: “Adiós luz, que te
guarde el cielo”; y mientras yo lo ayudaba a
avivar la candela, a sofocar el humo o a disipar
la negrura, me ofuscaba al pensar si acaso ese
hombre que me había dado la vida padecería
algún tipo de secreta enajenación que pudiera
yo reflejar cuando adulto; y, asimismo, en
cuántas de sus ansias, aciertos y frustraciones
me transmitía a través de la convivencia. Pero
a la pata de cada ritual de despedida emergía
una nueva ceremonia de iniciación. A casa
llegaban con regularidad paquetes con cua-
dernos y Vladimir volvía a escribir y meses
después a quemar: en un tortuoso ir y venir
para el cual no le alcanzó la existencia.
Pues bien, a Milagros no solo le pareció
conmovedor mi contaminado relato, sino que
la subyugaron los cuadernos por su condición

! 206
de objeto: la urdimbre flava de sus pastas du-
ras, el lomo repujado y su olor a roble ardien-
do; y dentro, como para no desmerecer el con-
tinente, una caligrafía preciosista, pulcritud
hasta en las enmendaduras, gráficos en plumi-
lla ilustrando la narración en los folios de gra-
maje grueso, arenosos al tacto y crujientes con
el paso de los días. De modo que no tardó Mi-
lagros en leer los textos y seleccionar una parte
útil para mi aplicación. Milagros se decantó
por un segmento del último de los cuadernos,
el número cinco. No mostró extrañeza cuando
le comenté que nunca los había leído. Al darme
el veredicto, parafraseó un pasaje del segmento
que escogió; sugiriendo algún nexo con el su-
frimiento de mi padre en sus días terminales:
“el protagonista penetró a un túnel tenebroso
que unía un país devastado por la guerra con
otro relumbrante de paz y progreso. A pocos
metros de cruzar el invisible velo que dividía
los dos territorios, el hombre se derrumbó.
Tras arrastrarse, logró tocar el suelo del país
extranjero con una de sus manos. Entonces
empuñó aquella tierra, la tierra anhelada y

! 207
apenas alcanzada, mientras la muerte le sopla-
ba los ojos para evitar que en su minuto pos-
trero el hombre vislumbrara la magnitud de su
derrota.”
En fin, envié la aplicación la segunda
semana de diciembre y el resto del mes no vol-
ví a saber de Milagros. Intuyendo que cual-
quier presión hacia ella era suicida, anduve a la
deriva enredado en los rumores de cualquier
cama, mientras le daba tiempo a que superara
un viacrucis sentimental del cual poca cosa me
contó. Nos vimos esporádicamente entre enero
y febrero, pero a mediados de marzo, tras
comprobarse mi admisión en la maestría en
Creación literaria, volvimos a citarnos a menu-
do, confirmando así cierta formalidad. Desapa-
reció durante buena parte de sus vacaciones de
junio (era supervisora del área de lectura de la
sucursal de una institución internacional).
En julio apareció. Regresó escurridiza
para el sexo, aura de desazón orlando un cuer-
po demacrado. Pero para mi desconcierto,
primero; y mi felicidad, después, el premio a
mi paciencia llegó cuando ella se mudó par-

! 208
cialmente a mi apartamento. La convivencia
devino en que viajamos juntos a Bogotá a dili-
genciar nuestras visas para entrar a Estados
Unidos: ella la de turista y yo la de estudiante.
En el fondo entendía que Milagros, antes de
estar saboreando los dulces rigores del amor
temprano, más bien deseaba una suerte de
remedio para combatir sus desengaños recien-
tes. “Ahora sí: a renunciar a todo”, me dijo, al
regresar con el sí del funcionario consular en la
Embajada Americana de Bogotá.

3
La resiliencia se define como la capacidad de
los organismos vivos de asimilar perturbaciones
y volver al estado original una vez que la perturba-
ción ha terminado. White Sands toleraba las
tormentas de arena y emergía invicta tras el
elástico y puntilloso tránsito. Durante agosto
de 2009, nuestro primer mes en suelo gringo,
con frecuencia la imagen de Milagros corres-
pondía más a la que conocí en la Universidad
del Caribe: menos tensa, más abierta y risueña
(la recuerdo complacida al lado de su pareja

! 209
del momento, otro compañero de estudios).
Algo en la música, las películas o los libros que
Milagros y yo veíamos, o ciertos lugares que
frecuentamos sugerían una suerte de continui-
dad con otro tiempo y espacio ya transitados;
ciertamente ese primer mes yo solía soñarme
en la casa del barrio Boston en Barranquilla,
esperando ansioso a que mi padre saliera de su
encierro creador o viéndolo caminar como un
poseso alrededor de sus manuscritos en lla-
mas. Misterio insondable el de una felicidad
proveniente de los enlaces entre el presente y
el pasado.
Técnicas y formas narrativas, que in-
cluía el taller de escritura, era la única de tres
asignaturas que me exigía cierto esfuerzo.
Como si poca fuera mi suerte, no me corres-
pondió enseñar clases de español a subgra-
duados. A veces asistía a Adelaida, maestra y
jefa del departamento, en una u otra tarea. De
modo que los recurrentes olvidos de Milagros
(sal en el arroz, pago puntual de internet o
devolver los libros que yo le prestaba en la
biblioteca), por ejemplo, los convertíamos en

! 210
motivo de pequeñas disputas que zanjábamos
con grande elocuencia en nuestra alcoba, en el
estudio mínimo, en la salita o en la barra co-
medor del apartamento que alquilamos en
Prospect Street.

Cuando a mediados de septiembre las clases


tomaron forma, recibiendo escasos 1.200 dóla-
res mensuales, limitados a la distancia que
pudiésemos recorrer a pie, el aburrimiento se
hizo patente en Milagros. Yo iba tres veces por
semana a la universidad; a ratos ella permane-
cía en el apartamento o iba conmigo a la biblio-
teca a prestar libros o leer. Para sortear el esco-
llo del encierro, el 21 de septiembre, fecha de
su cumpleaños 27, me presenté en casa con una
bicicleta de segunda mano, que al menos le
serviría para rondar el vecindario. Esa noche, a
fin de irnos pronto a retozar en la cama, sus-
cribimos una suerte de pacto tácito que funcio-
nó a las maravillas hasta el final del semestre:
yo me concentré en terminar una parte de mis
deberes y ella tomó el control de la reescritura
de la novela de Vladimir. No hubo misterios,

! 211
fascinada como estuvo desde el principio por
los Cuadernos de Marrakesh.
Al levantar la cabeza mientras acaricia-
ba a Milagros, la fugaz visión del cardumen de
luces en Blancarena, la ciudad fronteriza de
White Sands, en el lado mexicano, me llevó a
pensar que de encender un rastro de fuego
para conectarnos a ella y a mí con América del
Sur, con Colombia, con Barranquilla; con nues-
tros ritos, ancestros y jerarquías, el pábilo nece-
sariamente ardería muy cerca de la ventana
que iba a atestiguar nuestra ansiosa comunión.
Esa noche, el segundo regalo que di a Milagros
fue un anillo de matrimonio, geométrico como
una mórula.
“Quien de amor padece hasta con las
piedras habla”, solía repetir mi padre.

4
Reconstruir el pasado para aguaitar el futuro.
Aguaitar conjunta cuidar, mirar, atisbar y
aguardar. Se acostumbró Milagros a aguaitar
hacia Blancarena en los momentos en que no
editaba Invocación; a aguaitar asimismo en la

! 212
existencia de mi difunto padre. A veces, hasta
el alba, me indagaba sobre la vida de Vladimir,
tratando quizás de encontrar respuestas para
comprender lo que leía en los manuscritos. El
fracaso académico en La Habana, la traición
temprana de mi madre, una vida de trabajador
independiente para sostenerse y sostener a un
hijo indolente y pueril… Muchos detalles no
podía contarle porque en resumidas cuentas
no los sabía. Por otra parte, yo tenía claro que
al tratar de reconstruir una casa en ruinas co-
rrías el riesgo de descubrirte como uno más de
sus escombros. En aquellos momentos, a veces
me inquietaba saber hasta qué punto, como
ocurría entre White Sands y Blancarena, se
difuminaban las fronteras entre lo que mi pa-
dre escribió y la edición de Milagros. Me era
suficiente con la certidumbre de saber que su
trabajo iba por buen camino: porque a diferen-
cia de los añicos de mi primera entrega, los
comentarios sobre el material escrito por ella
resultaron alentadores.
La actitud de Milagros frente a la edi-
ción del manuscrito de Vladimir, me resultó,

! 213
justamente, una réplica de lo que viví al lado
de él, salvo el asunto de las quemazones. Por-
que ella, como mi padre, prefería el encierro, el
silencio y escribir a mano, aunque luego solía
transcribir en Scrivener, imprimir y revisar. Eso
sí, a diferencia de la consistente y entregada
labor de Milagros, Vladimir solía insistir en
que dedicarse a la escritura era el mejor abono
para una vida miserable. “Lo que no se nos va
en lágrimas, se nos va en suspiros, mi querido
Aldo”, observaba él. Y sin embargo, incluso ya
con sus huesos deformes, no resistía la tenta-
ción de rubricar el papel con los trazos marchi-
tos de su estilográfica, con las hilachas de su
creatividad. Fruición por autodestruirse la de
algunos que consagran su vida a un arte.
Me casé con Milagros en la capilla de
Saint Joseph, en Whitesands, un primero de
noviembre de 2009. A mediados de diciembre
ella viajó a Colombia a tramitar el cambio de
su estatus migratorio y a atender algunos
asuntos personales.

! 214
5
Milagros regresó a White Sands alrededor del
veinte de enero. Durante el resto del mes, su
desgana y somnolencia, la forma lenta de su
andar, la gestión de su temperamento y el poco
tiempo que dedicaba a Invocación activaron su
instinto; sospechas, ya las traía desde Colom-
bia.
Hay quienes al creerse la pantomima
del escritor atribulado por el exilio o del poeta
maldito y loco están dispuestos a sacrificar su
vida y las cercanas en aras de ornarse de laure-
les. Para esos, un recién nacido suele resultar
anecdótico, o, en el peor de los casos, una
anomalía. En mi caso, responder por la vida
que Milagros anidaba en su vientre no solo
representaba la mejor forma de replicar el ges-
to de mi padre de conservar mi vida a toda
costa; sino que el potencial nacimiento de la
criatura en los Estados Unidos sería la conti-
nuación del viaje sin fórmula de regreso que él
emprendió con veintinueve años desde su
Sahagún natal. De modo que si en agosto del
año anterior Barranquilla solía aparecer toda-

! 215
vía en mis sueños, a partir de la confirmación
en enero del embarazo de Milagros, la ridícula
obscenidad de un American Dream comenzó a
formar parte de mis elucubraciones. Encegue-
cido, solo con el transcurrir de los días descu-
brí que Milagros se consumía en la desdicha.
Si los huracanes del Caribe ocurren
entre fragor y tinieblas, las nevadas surgen
imperceptibles, se deslizan silentes, y cubren
de albar cada palmo del territorio hasta uni-
formar su faz. Al segundo día de la histórica
nevada de mediados de febrero de 2010 (es-
candalosa por los traumas innumerables que
provocó en White Sands), Milagros me reveló
que en el pasado abortó dos veces, a causa de
una degeneración prematura en uno de sus
ovarios. El primero ocurrió cuando estudiaba
conmigo en la Universidad del Caribe; el se-
gundo fue resultado de un encuentro clandes-
tino con el novio anterior a mí, en junio de
2009, dos meses antes de que ambos viniéra-
mos a Estados Unidos. “Así que esta es una
decisión que, una vez más, tomaré sola”, me
advirtió. Porque Milagros, antípoda de mi des-

! 216
lumbramiento paternal, con sus dos pies bien
puestos en la tierra, consideró depurar sus
entrañas en el umbral de la gestación, para
prevenir la tragedia mayor de enfrentarse al
sufrimiento de perder a un bebé en formación.
Entonces me contó sobre la primera
pérdida. Candelazo en el vientre: un cigoto
tibio. Dieciocho años y un embarazo inopina-
do. Corte abrupto de una carrera. Incertidum-
bre futura. Mácula que enturbia honra y por-
venir. Amistades suspicaces. Consternados y
ansiosos los familiares. Novio azorado y vaci-
lante. Y pese a todo, Milagros decide alumbrar.
Viaja a Santa Marta: poner distancia necesaria
al ambiente insalubre, comenzar dar forma
nueva a su vida y a la vida que gesta. Pero
candelazo en el vientre. Pronto el desgarro
interno. El cuerpo compensa con dolores la
anomalía de los órganos. De repente, desde el
presente en que la desgracia comienza a abrir-
se cauce, Milagros advierte su odio futuro
cuando vea una cría ajena, la envidia a las mu-
jeres aptas para la concepción, el pavor ante la
leche derramada entre labios recién nacidos y

! 217
ubres rebosantes. Milagros Salvatierra, hija
única con el apellido de una madre que no
resistió el parto. Milagros sin pasado: hay
nombres que se explican a sí mismos y evocan
las atrofias heredadas. Candelazo en el vientre:
manos rotas de la mujer incapaces de contener
el venero fugitivo que por manar hacia la luz
desembocará en la muerte.

Me desentendí con resignación y sin zozobras


de que Milagros me engañara cuando ya éra-
mos pareja. Me ofendió, fue inevitable, la tajan-
te exclusión de decidir sobre la vida de nuestra
criatura. No obstante, nada le reproché. Los
días subsiguientes Milagros guardó más silen-
cio y distancia de lo usual, ambos nos esforza-
mos para invisibilizarnos ante el otro. Yo pre-
fería mantenerme en la universidad el mayor
tiempo posible o dormir en el pequeño estudio
del apartamento; por su parte, ella se refugió
en la lectura. Tal era su filia por Primer amor,
últimos ritos que, a través de una nota en la
nevera, me pidió que prestara en la biblioteca
la versión en inglés.

! 218
6
A principios de marzo la Jefe de departamento
del programa de Creación Literaria me citó en
su despacho. Adelaida era una voluptuosa
chicana más preparada para las comodidades
de la administración que para las zozobras del
arte, chismorreaban sus colegas. Aunque me
daba lo mismo que ganara el Nobel o un con-
curso de barrio, a mí me caía bien y hasta me
parecía atractiva. Durante la entrevista (porque
antes de una conversación se trató de una en-
trevista a puerta cerrada), con gran solvencia
en gestos y palabras, en primer lugar me pre-
guntó por mis antecedentes en materia de es-
critura, cómo había conocido el programa, so-
bre mis proyectos extracurriculares, etcétera. A
lo cual respondí con algo de prevención, con
los documentos falsificados taladrándome la
conciencia e incómodo por el trabajo soterrado
de Milagros. Adelaida mostró poco interés en
mis respuestas, en últimas prefirió indagar en
por qué falté a clases durante la semana e in-
cumplí algunas labores en el trabajo como
maestro de español. Para finalizar, cogió de un

! 219
cerro de papeles varios documentos y me re-
cordó las graves consecuencias que para la
permanencia en el programa tenían asuntos
como el acoso sexual, el plagio o el bajo rendi-
miento académico.
A fin de evitar que la balsa en la que yo
derivaba en esos días acabara por naufragar,
opté por enfrentar a Milagros. Por lo visto ya
avanzábamos hacia el reencuentro porque,
apenas sintió que llegué, desde su cuarto se
quejó de que el estreñimiento la estuviera ma-
tando. En virtud de nuestra ignorancia farma-
céutica, entre los dos optamos por un remedio
natural, el tamarindo. Conclusión a la que lle-
gamos a través del tácito convencimiento de
afectar su embarazo en lo más mínimo. Fui en
la bicicleta al Albertson’s más cercano. Al lle-
gar de mi periplo, ya la mesa estaba servida.
Juntos en la alcoba, para fortalecer el reencuen-
tro le conté entonces lo de la cita con Adelaida,
y de paso le confesé el temor que en mi susci-
taba el haber aplicado con documentos falsifi-
cados.

! 220
!Lo cierto fue que nunca me gradué
!le confié, y sonriendo ella agregó:
!Como tampoco fue del todo cierto ese
drama de tu padre legándote los cuadernos,
¿cierto?

Antes de dormirnos, deseosos uno del otro,


pero aun prevenidos, me dijo que no pararía
hasta acabar Invocación. Luego, al girarse, tras
besarme, me dijo en susurros:
!¡Nacerá. Nacerá, mi querido Aldo! Si
es una niña, se llamará Sissel.
!¿Y si es varón, mi adorada Milagros?
!pregunté.
!En ese caso !respondió ella! su
nombre será Vladimir.

7
Mi padre, Vladimir de Narváez, nació en
Sahagún, en las sabanas del antiguo departa-
mento de Bolívar, en 1942, y murió en Barran-
quilla a los 65 años por causa de una osteítis
deformante. Amante del Caribe y crítico mor-
daz de Fidel Castro y sus derivados, no dudó

! 221
en consagrarse a los remedios naturales que
vendía un cubano exiliado en una tienda natu-
rista de la Plaza de San Nicolás, en Barranqui-
lla. No sé todo el procedimiento, el caso fue
que más o menos a los veinte o veintitantos
años viajó a La Habana a estudiar Medicina (al
parecer su padre frecuentaba ciertos círculos
socialistas). De su paso por Cuba nunca soltó
prenda. En Colombia, cuatro hermanos meno-
res, el padre maestro de escuela y dueño de
una tipografía, una madre ama de casa, funda-
ron todos en Vladimir la prosperidad del por-
venir. “Con tanto vástago y algunos modos, de
cualquier manera no era yo tan imprescindible,
fíjate”, me confió. Como también me confió
que sus familiares fueron condescendientes
cuando él les anunció que su graduación re-
queriría más tiempo del presupuestado y más
tarde cuando les siguió escribiendo cartas cada
vez más embusteras y evasivas. Imagino cuán
poco se habrían sorprendido el día de 1970 en
que mi abuelo lo fue a rescatar de un prostíbu-
lo del centro de Sahagún; antro donde buscó
refugio para retrasar hasta el último segundo

! 222
las explicaciones a sus familiares. Incapaz de
enfrentar su mediocridad, mi padre culpó de
todo al gobierno cubano y siguió repitiéndolo
hasta que la indiferencia glacial de los suyos
!y supo Dios qué diablos más!, lo obligó a
marcharse el año siguiente de Sahagún para
nunca más volver.
Cuando en mi infancia comencé a inda-
garlo sobre ese pueblo, lo primero que com-
prendí fue que para él era un limbo innombra-
ble asociado a una espesa ignominia. Más tar-
de, al resultarle imposible controlar mi curio-
sidad, se refería a él “como un territorio pro-
clive al vasallaje, que encontró en el parasitis-
mo y la connivencia con la corrupción su mo-
dus vivendi.” Ya en su madurez, con los humo-
res amansados, cada vez que descubría alguna
trampa de sus contertulios en el juego de car-
tas, les decía: “Seguro naciste en Sahagún”.
Acaso una manera de renegar de sus orígenes
o de recordárselos a sí mismo de mala manera.
Suma de verdades, verdades a medias y
mentiras, eso fue lo que a ratos perdidos él
quiso contarme a lo largo de nuestros años

! 223
juntos. Acaso, creía yo, fuera Invocación una
herramienta para confesar públicamente aque-
lla culpa, que me consta lo laceró a lo largo de
su existencia, y redimirse de manera lateral y
anónima ante los suyos. Los capítulos escritos
por Milagros que alcancé a leer, proponían
dos relatos paralelos: en uno, el más cercano a
la versión que Vladimir me contó, él fracasaba
como estudiante de medicina; el otro, una
suerte de ucronía, versaba sobre la posibilidad
de que él sí se hubiese graduado en la univer-
sidad cubana. Porque, hay que dejarlo claro, lo
escrito por Vladimir era una especie de trasun-
to de su propia vida. Milagros siempre me
mantuvo a la expectativa frente al veredicto
que ella, como autora-editora, y el narrador de
la novela, le reservarían a mi padre.

8
Al momento de encontrar en mi buzón de la
universidad una misiva lacrada del programa
de Creación Literaria, intuyendo el desenlace
que acarrearía, sonreí al comprobar en carne
propia las simetrías a las que azar, Dios, o

! 224
quien sea trasladan de una a otra generación.
Adelaida me citó después del periodo de
Spring Break a una reunión extraordinaria, ya
no en su despacho sino en la sala de juntas del
programa. Una comisión integrada por la jefe
de departamento, dos representantes de los
maestros, el vocero de los estudiantes y un
representante de la oficina de postgrados pre-
cedieron mi entrada a la sala.
...la comisión aquí reunida solo podrá emitir
recomendaciones…

Adelaida en una de las cabeceras de la mesa,


yo en el extremo opuesto y los demás reparti-
dos en los costados. Una vez acomodados reci-
bí el primer latigazo cuando Rubén Tedeschi,
uno de los maestros, me ordenó con severidad
apagar del todo mi celular al oír su vibración.
Era Milagros avisando que debía informarme
de algo urgente, me esperaría en la biblioteca
de la U.
...estoy convencido que los miembros de esta
comisión tienen mejores asuntos en los cuales ocu-
par su tiempo…

! 225
Reproducciones enormes de Borges, García
Márquez y Cervantes a mis espaldas; cuadros
más pequeños de otros escritores colgando en
los anchos intersticios entre las siete puertas
altas en cada pared lateral. Solo cuando cada
uno de los comisionados acabó su intervención
descubrí quién era el escritor del retrato que a
ratos dejaba ver el vaivén del velo que lo cu-
bría...
...he dejado clara mi postura. Soy culpa-
ble…

El hielo de mi ansiedad se derretía y corría


sobre la mesa y el embaldosado a medida que
el calor de las posiciones de los comisionados
crecía. En medio del sofoco exasperante, yo
solo quería enterarme del procedimiento a
través del cual se enteraron de que yo había
falsificado los documentos.
…!Culpable de qué? …!De todo lo que
se me acuse…

! 226
Pero el agua encharcada que era yo regresó a
su fuente hasta volverse más tenaz que un
témpano, al Adelaida leer un apartado sobre la
Integridad Académica: “Plagiarism: Represen-
tation of words, ideas, illustrations, structure,
computer code, and other expression or media
of another as one’s own.” Tras lo cual supuse
que habían descubierto el trabajo de escritora
fantasma de Milagros. Pero cuánto no fue en-
tonces mi estupor, cuando Adelaida ordenó
bajar una pantalla para proyectar sobre ella
una de las pruebas irrefutables de mi culpabi-
lidad: “Áldor el Ungaro penetró aquel túnel tene-
broso que unía a su devastada Alfabia (la tierra
donde había nacido mucho antes de la guerra de los
mil días) con Santiago de los caballeros, la primera
aldea que en territorio de Arcadia recibía a los foras-
teros del otro lado del paso fronterizo… Pero
desamparado hasta de la misma providencia a la que
solía encomendarse en sus horas más lúgubres, a
pocos metros de cruzar el invisible velo que dividía
los dos territorios, uno encharcado con la sangre de
los sacrificados y otro en el que reinaba la misma
paz que repta en los sepulcros, Vladimir se derrum-

! 227
bó…. Tras arrastrarse, recordando uno a uno los
rostros de los crímenes que pretendía dejar atrás,
logró tocar el suelo de Arcadia con una de sus ma-
nos…. Empuñó aquella tierra, la tierra anhelada y
nunca alcanzada, mientras la muerte le soplaba los
ojos para evitar que en su minuto postrero Áldor el
Ungaro, prodigio de las letras y el más eficiente
mercenario del vizconde Huanyadi, su verdadero
padre, vislumbrara la magnitud de su derrota.”
Plagio, me parece escucharlos diciendo
en coro, precedidos de la ardiente frialdad del
escritor detrás del velo: “Tú, Aldo de Narváez,
estudiante de maestría en White Sands Univer-
sity, en este país sin nombre, en este imperio
de la ley, al que orgullosos llamamos Los Esta-
dos Unidos de América, has plagiado, en el
manuscrito que enviaste para aplicar al pro-
grama de Creación Literaria, la obra del escri-
tor rumano Áldor... Áldor Ungur, quien falle-
ció a la sombra del anonimato en la ciudad de
La Habana el 6 de enero de 1968 y ha reivindi-
cado en los últimos años el eminente Rubén
Tedeschi, aquí presente, doctor en lenguas
romances orientales.” Y yo imaginé el rostro

! 228
barbudo de mi padre fundido con el de J.M.
Coetzee, el escritor de la pintura cubierta por el
velo, asomándose risueño a estas, las ridículas
antípodas de la ultratumba, solo para decirme
a mí y a los comisionados: “Porque después de
rayo caído no hay Magnífica que valga”.
...En tal caso, propongo que recomendemos
la pena más severa que pueda imponerse…

Para suerte de mi paz mental y resquemor de


mis infortunios, no es la ficción una trasposi-
ción literal de la realidad empírica; de serlo,
aniquilaríamos la posibilidad de que ciertos
pasajes aciagos que nos laceraron crucen el
tamiz de carnaval y circo que la memoria de la
crisis superada procura. Así, mezcla de crude-
za y divertimento, y siendo que la memoria es
hija de la ficción, prefiero recordar el desenlace
de aquella lejana reunión en la que se reco-
mendó mi expulsión del programa de Creación
Literaria de White Sands, lo que, en conse-
cuencia, implicaba mi salida inmediata de los
Estados Unidos.

! 229
Y al abrir el celular, una vez que los
comisionados volvían a su mustio oficio de
carne universitaria, me encontré entonces con
el mensaje de la desventura: Milagros había
sufrido una emergencia en plena biblioteca de
la universidad. La habían trasladado al Tho-
masson Hospital.
El mismo Tedeschi se ofreció a llevar-
me. Al bajar de su coche, en la entrada del
Thomasson, me lanzó un indiferente “Good
luck”, sin mirarme apenas, mientras tecleaba
en su celular. Un par de semanas más tarde,
como alternativa para salir con un mínimo de
decoro de la universidad, como al David Lurie
de Desgracia, Adelaida me ofreció escribir una
carta de renuncia. Viéndolo desde el tiempo en
el que escribo, y con la potestad que me da ser
el narrador de este relato, diré !suma de ver-
dades, verdades a medias y mentiras! que, en
vez, preferí imprimir la imagen de un trasero y
dejarles copias firmadas en sus lockers a cada
uno de mis profesores y compañeros, con uno
de los refranes de mi padre: “A la tierra que
fueres, has lo que vieres.”

! 230
Milagros demoró cinco días internada
en el Thomasson Hospital. Sufrió al menos dos
crisis nerviosas.

9
Murmullo de ardillas, revoloteo de mariamula-
tas, capullos pugnando por eclosionar; también
en la primavera gringa suelen explotar los tor-
nados. Casi a principios de mayo, un mes exac-
to después de la alta del Thomasson, a punto
de salir de nuestro apartamento de Prospect
Street, las alarmas de emergencia se encendie-
ron en White Sands (por lo menos así, con un
peligro latente y una belleza escabrosa alrede-
dor, habría preferido que ocurrieran los suce-
sos en la realidad). En el apartamento que Mi-
lagros y yo abandonábamos, la arquitectura
expectante, las secas resonancias al caminar
sobre un piso sin muebles, el olor a encierro
que empieza a cubrir cada resquicio, me hicie-
ron pensar en cuán fácil resulta desarmar la
idea de un hogar, de una vida en común, de un
futuro promisorio; asimismo, en cuán penoso
es archivar los objetos compartidos, acopiar los

! 231
rastros corporales u observar cómo ciertos ritos
maritales se licúan inexorables, como si los
sumiéramos por un desaguadero.
Antes de dirigirnos a la camioneta en
que partiríamos, Milagros y yo vimos un hori-
zonte desgarrado y a tierra y cielo retorciéndo-
se sobre sí mismos. En eso, ella decidió revisar
el buzón de correo. Para nuestra sorpresa en-
contramos una encomienda. Era uno de los
cuadernos de Marrakesh, el que se le extravió a
Milagros el día de su emergencia. Justo lo en-
viaban desde la biblioteca de la universidad.
La mañana del día en que comparecí
ante los comisionados, Milagros, angustiada
por mi incertidumbre, que por descontado era
también suya, decidió irse a la biblioteca a la
misma hora en que yo debía enseñar español a
dos grupos de gringos impávidos. Ella quería
trabajar en Invocación, así que llevó consigo
uno de los cuadernos de Marrakesh, el número
cuatro, al que menos atención le había puesto.
Sin concentrarse en la lectura, de repente se fijó
en una nota secundaria, escrita con letra dimi-
nuta en la parte baja de una de las páginas:

! 232
Marrakesh # NUEVO: 2801975

Creyó que podría encontrar el origen de aque-


llos objetos que la maravillaban como talismán
a un profeta. Aunque aturdida al principio,
como resultado de la serenidad creciente, del
interés que suscitó el dato y de un trajinar por
casi una hora en internet, Milagros terminó
llamando a Colombia desde Skype, hasta que
le contestaron en Sincelejo, una ciudad del Ca-
ribe colombiano a cuatro horas por tierra de
Barranquilla. Supongo que en realidad el pro-
ceso fue más arduo, lo cierto es que, para efec-
tos de la ficción, los pormenores secundarios
poco cuentan.
En últimas, sin saber por quién pregun-
tar, lo único que se le ocurrió a Milagros fue
pronunciar en forma interrogativa la palabra
Marrakesh, a lo cual una voz rauca y añosa
respondió: ¿Marrakesh? No, este no es el nú-
mero de ningún Marrakesh. Usted, señorita,
habla con Lermes Marraqueta, vendedor de
artículos escolares, electrodomésticos de se-
gunda y género fino de primera”. Había halla-

! 233
do Milagros, sin proponérselo, el otro lado de
la madeja que ataba a mi padre con aquellos
cuadernos que consumió y lo consumieron
desde que yo tuve uso de razón; Lermes Ma-
rraqueta resultó ser un viejo amigo suyo. Algo
me sonaba su nombre, pero era algo muy vago.
“Pues sí !contó su versión el recién descu-
bierto!. Yo fui el que le vendí los cuadernos
por casi 30 años. Mejor dicho, ya puestos en
calzas prietas, como decía en vida don Vladi-
mir: lo que se va a pelar, mejor que se vaya
remojando: los cuadernos provenían de Saha-
gún. Me explico mejor, yo los compraba en
Sahagún con la plata que don Vladi me giraba
a Sincelejo, y luego yo se los enviaba a Barran-
quilla o iba a llevárselos cuando tenía viaje
para allá. Esos cuadernos los fabricó a mano
toda su vida don Badith Abisambra. Si todavía
no pilla el asunto yo se lo voy a aclarar: don
Badith fue quien crió a don Vladi. En todo caso
él era su papá, qué importa que no llevara su
sangre.” Al preguntarle Milagros desde cuán-
do servía de intermediario con los cuadernos,
Marraqueta contestó que mi padre comenzó a

! 234
comprarlos poco antes de la navidad de 1980
(tres meses después de yo nacer). “Sí, desde
1980, claro. Ese año don Badith se quedó ciego
del todo. Y con todo y eso siguió manufactu-
rando los cuadernos. Se sabía de memoria el
proceso. Es una lástima que él y don Vladi no
se hubieran reconciliado. Pero fíjese en esta
casualidad que no creo que haya sido tan ca-
sual: desde que le conté a don Badith que al
cliente del extranjero que me compraba los
cuadernos le habían diagnosticado una enfer-
medad incurable, la salud de él empezó a de-
caer. A propósito, él y yo así llamábamos a don
Vladimir: el cliente. Precisamente cuando le
dije que el tal cliente se había muerto, don
Badith cayó en cama. Se enfermó de tristeza,
pienso yo acá. Tres meses después lo enterra-
ron, y con él al oficio del armado de los cua-
dernos. Su mujer, la madre de don Vladi, mu-
rió de cáncer más o menos como en el año 70 o
71. Otra hija que crió don Badith, al parecer
también se desentendió de él. Triste la vida.
Una lástima. Una completa lástima, sí señor.
Porque yo sospecho que cada uno, en el fondo,

! 235
sabía quién era el otro. Eso sí, yo nunca soplé
nada. Las veces que nos vimos en Quilla con
don Vladi, yo le insistí en que se dejara de co-
sas y fuera donde el viejo Badith. Al principio
me decía que me dejara de pendejadas, pero ya
en los últimos años, aunque siempre lo aplaza-
ba, al menos consideraba el asunto: “un día de
estos, un día de estos, un día de estos”. Como
si la Santa Muerte le hubiera pronosticado
cuándo exactamente le iba a cortar los hilos y
él estuviera esperando la víspera para ir a
Sahagún. ¡Bendito sea Dios!”

A la luz del relato de Lermes, sin quererlo o a


propósito, mi padre protagonizó a través de
sucesivas décadas una suerte de ficción. Man-
tuvo un nexo elusivo con el hombre que lo
crió; pero con la argucia del secreto y de una
interpuesta persona, a fin de no provocar des-
doro en su honra. Si fidedigno era el relato del
tal Lermes, mi padre, a destiempo y a cuenta-
gotas, buscó entonces cumplir con la enco-
mienda de la salvaguarda filial que le corres-
pondía al partir hacia La Habana.

! 236
Fue justamente por la revelación de ese
secreto que Milagros decidió acabar con todo
lo que hasta entonces había escrito. “La que
narró Lermes es la nuez del drama, Aldo. Lo
demás es anécdota”, concluyó.

10
Aunque parece morir el pasado a cada instante
y emerger al mismo ritmo el porvenir, si mi-
ramos con cuidado no tardaremos en descubrir
la sucesión de los tiempos y los hechos, las
simetrías y las versiones alternativas entre el
ayer y el hoy, o entre la ficción y la realidad.
A pesar de mi esfuerzo escribiendo este
relato que comencé, al menos en mi imagina-
ción, desde la tarde en que Milagros y yo
abandonamos White Sands, nunca logré cuajar
la escena (dificultad para lograr su verosimili-
tud y escaso talento el mío) en que Milagros y
yo hablamos en medio del vórtice del tornado
que azotaba la ciudad en la que compartimos
como recién casados nuestra desgracia y ale-
gría.

! 237
No sé que tan atrabiliario sea para las
leyes de la ficción imaginarlo así. Qué diablos
importa. Pues bien: sentados en la arena del
desierto, justo en el vórtice del tornado (acaso
el lugar más plácido y arcano del mundo) y
consciente de que después de todo, cualquier
terror engendra su serenidad, Milagros empe-
zó a arrojar cada una de las hojas que hasta
entonces había escrito, para que la furia muda
que nos rodeaba se las tragara sin remedio.
Años después, cuando ya el lecho en que am-
bos dormíamos no albergaba un milímetro de
amor y ad-portas de refrendar nuestro conven-
cimiento en un juzgado, al escribir la primera
versión de este relato anoté que pasado y por-
venir eran papeles a los que podíamos volver
trizas en un dos por tres.
Según me contó Vladimir, si un motivo
hubo para que mi madre lo abandonara pocos
meses después de mi nacimiento fue su opo-
sición a que ella me abortara. “Era muy dísco-
la. Pero tú qué culpa tenías de nuestras estupi-
deces y descuidos. !Y lo que son las cosas, si
hubiese sabido yo lo hideputa que ibas a ser!;

! 238
porque tú eres de los que no te gusta que te
den, sino que te pongan donde haya”, me de-
cía, entre broma y seriedad. Nunca supe mu-
chos detalles, ni me interesé en preguntárselos.
Supongo que, una vez nacido, a mi madre se le
hizo insoportable limpiar mis excrementos,
consolar mi llanto o amamantar mi hambre con
su leche (eso para reseñar las responsabilida-
des más pueriles de criar un recién nacido) y
no tuvo empacho en irse con su amante. Por
otra parte, ¿cómo demostrar que no fue mi
padre un miserable egoísta, un marido machis-
ta incapaz de tolerar una decisión que lo con-
trariaba? Parte de la respuesta podría ser que
en un hombre con pocos atributos y tanta cul-
pa sobornándolo es frecuente que el excesivo
afán protector justo resulte de su necesidad de
enmienda. Para buena o mala suerte suya, las
versiones complementarias (familia en Saha-
gún, amigos de juventud, conocidos en La Ha-
bana, su primera y única esposa) yo jamás las
conocería. De tal manera que la literatura, la
nueva novela que saldría del pulso de Mila-
gros, sería la encargada de llenar esas rendijas,

! 239
la que enriquecería con verdades, verdades a
media y mentiras verosímiles, los espacios en
blanco en la vida de mi padre. A fin de cuen-
tas, nada habría más fabuloso, en especial para
quien vivió arando en el mar (o “echando pe-
dos a la luna”, según él), que tener una segun-
da oportunidad, así fuera a través del lánguido
recurso de protagonizar un cuento o una nove-
la. A lo mejor esa sea una de la prerrogativas
de la literatura, al menos con hombres tan in-
trascendentes como Vladimir o como yo. Mien-
tras, mi hijo, eslabón extranjero de una genea-
logía, el posible salvaguarda de una historia,
flotando en la ambarina penumbra del líquido
amniótico pugnaba sin saberlo por labrarse un
lugar en este lado de las cosas. Nacer para cul-
tivar sinsabores y venturas, nacer para dar o
quitar la vida, brotar y derramarse o volverse
humo (como la novela infinita de mi padre) y
extinguirse sin hollar tierra alguna, sin perte-
necer a otro lugar más que a una memoria que
tarde o temprano lo borrará. Cigotos incapaces
de convertirse en embriones; fetos agonizantes;
criaturas atadas al ululeo del azar biológico. Y

! 240
yo, aun sabiendo que si muerto el padre resul-
ta apenas justo ir en busca de sus ancestros,
taché del cuaderno cuatro, el número de Olim-
po Marraqueta, como una manera, un poco
inocua seguramente, de conjurar mis lazos con
Sahagún, Barranquilla y Colombia toda, salvo
en lo concerniente al recuerdo de Vladimir.

El tornado nos llevó consigo a donde quiso, a


nuestro alrededor los destrozos amenazaban
con arrastrarnos hacia sí, pero Milagros y yo,
siempre en el vórtice mismo, nos mantuvimos
firmes, atados uno al otro. Solo cuando comen-
zó a ceder el vértigo y ambos entendimos que
en cualquier caso íbamos a ser capaces de so-
brevivir y contar nuestra historia, Milagros
puso mi mano en su vientre y me dijo una pa-
labra, una que en aquel misterioso instante nos
unía a ella, a mí, a mi hijo en ciernes y a mi
padre muerto; más allá del hecho, a veces ab-
surdo, a veces asfixiante, de construir una vida
juntos, una vida en la que, ilusas todas las reli-
giones, el amor fuera soportable más allá de
todo tiempo y espacio: “Nacerá”, dijo Mila-

! 241
gros, y yo no pude evitar un sobresalto. “Nace-
rá, mi querido Aldo”, repitió a los pocos se-
gundos. “Nacerá”, siguió repitiendo mientras
miraba los folios errantes, algunos enmaraña-
dos en los matorrales de gobernadora, otros
crucificadas en los cactus y otros más rasgados
por piedras y calaveras. “Invocación. En el
caso de la novela, supongo que ese sería un
buen nombre. Invocación”, le propuse. Pero
horas más tarde, mientras rodábamos a más de
70 millas por hora sobre la mítica autopista
interestatal número 66 (la misma que en la
ficción y la realidad recorriera Jack Kerouac),
Milagros, para mirar de otra forma las monta-
ñas vaporosas que comenzaban a asomar en el
horizonte o tal vez para perfilar el principio de
la ficción que apenas despuntaba, al tiempo
que se recostaba en mi hombro, corrigió mi
propuesta: “Eufonía. Hay tanta eufonía en el
nombre Sissel Abisambra, mi querido Aldo,
como la habría en Cuadernos de Marrakesh”.

Lubbock, Texas. Octubre 9 de 2014

! 242
OBITUARIO, LA CABEZA
Mónica Ríos

A la memoria de Susana Rothker

Afuera, todos estaban preocupados. Antes de


tomar asiento definitivamente en la silla de su
oficina, un recuerdo cruzó su cabeza, algo que
había sucedido ayer, pero que la transportaba
por décadas hacia el pasado. Al tomar el diario
del domingo y la taza de té que había puesto
en la mesita de mimbre al lado del sillón de la
terraza, miró las casas que aparecían como
ordenados honguitos de lo que bien podría ser
el cerro más alto, del pedazo de tierra más alto
de los alrededores de Nueva Jersey. Recordó
esa tremenda satisfacción, como si estuviera
viendo el escenario de una venganza bien
ganada, y que se disipó ante la visión de auto-
móvil rojo de sus vecinos, unos rusos recién
llegados al otro extremo del cerro instalados ya
en la casa más linda, el hongo más grande que

! 243
aparecía entre los cipreses y olmos americanos.
Era también la casa más próxima a su trono,
que había construido cautelosamente como la
guinda de una torta. A pesar de que inme-
diatamente le escribió a su hermana, la única
persona !dicen! que entendía los verdaderos
ensayos de interioridad que eran sus mensajes,
el sentimiento de satisfacción ahora parecía
algo ajeno, alejado y que de a poco se iba
encarnando en una sombra que se asomaba
por la ventana y por detrás del hombro con la
misma frecuencia que se le escapaba cuando
intentaba mirarla de frente. Nunca pudo corro-
borar si acaso esa sombra tenía una cara
familiar y la mirada de satisfacción que tantas
veces había reconocido en el espejito colgado
en la esquina de su oficina.
Sus pasos retumbaban en la vieja casa
donde estaba el departamento de español de la
universidad. Cada tanto, sus colegas, estu-
diantes, secretarias, administrativos y técnicos
se asomaban solo para verla moverse sin parar.
En el primer piso testificaban sobre la extraña
actitud de la cabeza del departamento que se

! 244
justificaba preguntando a quien pasara si acaso
no había recibido respuesta de su hermana.
Los más arriesgados incluso le preguntaron
¿cuándo le escribió usted? O ¿dónde está su
hermana? O ¿de qué le escribió? O ¿hay algo
en lo que le pueda ayudar? Las respuestas eran
desiguales. Pero en varias ocasiones respondió
que acababa de subirse a un avión a México
!a veces su hermana, a veces ella misma! o
acababa de volver de Perú !a veces su her-
mana, a veces ella misma.
Minutos pasados la una de la tarde
todos vieron a una estudiante de doctorado
aventurarse por la puerta del departamento,
entrar rápidamente y subir, llevando escon-
didos bajo bolsas y chalecos ocho libros y un
paraguas de proporciones gigantescas. Apenas
cruzó palabras con los trabajadores que ya se
habían constituido como una audiencia inten-
tando descubrir algún secreto en el techo y los
ruidos provenientes del segundo piso. Solo
cuando ya estaba en la punta de las escaleras la
estudiante de doctorado se excusó por su
apuro, pues iba con retraso a una reunión con

! 245
la cabeza del departamento. En el primer piso,
todos aguantaron la respiración; algunos ase-
guraron que no la soltaron hasta que la estu-
diante de doctorado bajó por la escalera poco
menos de una hora después. La actitud de
despreocupación que traía hizo sospechar a
más de alguno.
Más tarde la estudiante de doctorado se
sentó en la ínfima sala de conferencias en me-
dio de sus bolsos, libros y abrigos, y contó que
al entrar a la oficina, la cabeza le ofreció
asiento sin separar los ojos de un viejo diario
donde se anunciaba, parece, la caída del muro
de Berlín. La cabeza luego le preguntó que si se
había dado cuenta de lo que había cambiado el
mundo, pero se retractó diciendo que la estu-
diante de doctorado no sabía mucho porque
era muy joven y todavía no tenía una buena
perspectiva sobre política. La estudiante, en-
tonces, comentó que tenía pasada la década
cuando cayó el muro y que había significado
mucho en la vida de ella y su familia. Claro
claro claro, asintió la cabeza sin oír. Después
de preguntarle a la estudiante de doctorado si

! 246
acaso conocía alguna canción de protesta, que
ella misma empezó a tararear mientras se
movía por la oficina, la joven miró el reloj y se
armó de coraje para preguntar si tenía alguna
alternativa para apoyarla económicamente un
año más. No dijo con la cabeza. Un incómodo
silencio se extendió por la oficina y por la sala
de conferencias donde eran repetidos los acon-
tecimientos en el cual la estudiante de doc-
torado calculaba cómo pagaría el seguro de
salud que la hizo dejar su país y venirse a un
lugar tan nefasto como Nueva Jersey, y si acaso
podría comer mientras escribía frenéticamente
sus artículos, ponencias y tesis que siempre
presentaba con cara de quien ha comido. Bue-
no, interrumpió la cabeza, muy pocos. Todas
las oportunidades son para gente que nacieron
aquí y hablan un castellano aceptable, no per-
fecto. Vamos a ver, siguió la cabeza, y luego
trató de interesarla en algunos cursos de litera-
tura y movimientos sociales que ofrecía una
profesora competente del staff, que por fin
sacaría un interesante y acucioso estudio sobre
los pobres en España. La estudiante podría

! 247
acceder a ellos porque venían con precio de
universidad pública. La estudiante de doc-
torado le recordó, no sin asomo de lágrima que
todos en la ínfima sala de conferencias y los
curiosos que se asomaban por las ventanas
interpretaron como culpa o desesperación, que
ella estaba terminando su tesis y que ya no
tenía que tomar cursos hace varios años.
Entonces le ofreció poner una palabrita para
que le dieran un curso que nadie quería, pero
que todos necesitaban menos la cabeza, para
que dejara por fin los hongos orgánicos que
crecían en la parte más alta de Nueva Jersey y
se dedicara por fin al pollo frito. Todos en la
sala de conferencia sintieron hambre de repen-
te.
Esa tarde, la secretaria fue la última en
irse. Al día siguiente pudo testificar que antes
de limpiar los restos del almuerzo subió a
cerrar las ventanas y que acercó su oreja a la
puerta de la oficina, pero que ya los pasos no
parecían humanos. En vez del zapateo cons-
tante de la cabeza que la había acompañado
todo el día, había una jauría de animales

! 248
pequeños, como si las ardillas que vivían en los
olmos americanos hubieran invadido de re-
pente la casita de madera. La jauría, sin em-
bargo, se detuvo cuando una tabla se movió
bajo sus pies. Ágilmente, la secretaria rozó la
puerta con su dedo meñique y abrió la puerta.
La cabeza del departamento estaba sentada
muy erguida sobre la silla de cuero y con una
sonrisa hermosa, que irradiaba la felicidad de
algo por fin consumado. La secretaria testificó
que se rieron juntas por un buen rato, y que lo
tomó, claro, como buen signo.
La cabeza estaba de buen humor, así
que sentó a la secretaria frente a su escritorio.
Le contó de cuando iban a las marchas estu-
diantiles y de cuando se acostó con su compa-
ñero encima de los carteles que estaban pin-
tando. Le contó cuando asistió a una asamblea
y se trenzó en una discusión con un miembro
del colectivo de homosexuales radicales por-
que le tiraba saliva en la parte superior de su
cabellera negra. Le contó cuando perdió las
elecciones frente a su contrincante del Partido
Rojo, porque en el debate interpretó a Marx

! 249
erróneamente usando también erróneamente a
Gramsci. Le contó que después de eso lideró
una protesta y que incluso escribió un poema y
le puso música, pero que nunca pudo cantarla.
Casi convence a la secretaria de que la escuche
y le dijera si tal vez se había equivocado en
abandonar su carrera de artista de la revo-
lución para dedicarse a las fricativas. Pero la
secretaria, que no dejaba de mirar el reloj,
sugirió amablemente dejarlo para cuando tra-
jera una guitarra.
Mientras la secretaria emitía su testi-
monio, los pasillos del segundo piso se lle-
naron de gritos, lamentos y murmullos. Como
siempre, los estudiantes de doctorado fueron
los últimos en enterarse. Uno de ellos incluso
vomitó la comida instantánea que se había tra-
gado la noche anterior, mientras corregía una
treintena de ensayos pasados con el gollete de
una botella transparente, al escuchar que
detrás de esa cinta amarilla la cabeza había
cometido un acto poético sacándose, ella mis-
ma, la cabeza.

! 250
LLAMADA
Pedro Pablo Salas Camus

Hola. Me llamo Pablo, soy estudiante de


literatura hispánica y estoy viviendo en los
Estados Unidos. La primera pregunta que a
todo el mundo se le viene a la mente (lo sé, los
conozco) es por qué estoy estudiando literatura
hispánica (más específicamente, chilena) en
una tierra (en un país, en una nación) en la que
se habla inglés. Que por qué si mi experticia (o
mi pretendida experticia), si está enfocada en
la lengua española, se desarrolla en una uni-
versidad, en una ciudad, en un lugar al cual no
le pertenece. La pregunta se ha repetido tantas
veces que ya tengo una respuesta preparada.
Las primeras veces, lo admito, no sabía muy
bien cómo responder. Mis razones, una vez
expuestas en voz alta, no sonaban tan convin-
centes como las había imaginado (porque sí,

! 251
antes de responder, generalmente dejaba
transcurrir algunos segundos en silencio, en
los cuales aprovechaba de darle una piteada a
mi cigarrillo, o sobar mi mentón con aire
pensativo, o darle un sorbo a mi cerveza, todas
estrategias diseñadas para hacer tiempo, para
alargar lo inalargable, para salvarme). Mien-
tras reproducía mi respuesta (torpe, carente de
fuerza) tenía la certeza de que no convencía a
nadie. Varias señales así me lo decían: una
mueca (sutil, sutilísima) en sus bocas, alguna
desviación de la mirada, un cambio de peso de
pie izquierdo a pie derecho, pequeños gestos,
que connotaban cierta incomodidad, cierto
desencanto con lo que yo iba diciendo. Lo que
por supuesto fue cambiando a medida que la
pregunta se fue repitiendo. Habiendo pasado
minutos (horas sería definitivamente exagerar
el asunto) reflexionando en la soledad de mi
departamento, la respuesta había ido tomando
forma: pequeñas imágenes habían aparecido
en mi cerebro, ideas, que fui archivando
(mentalmente, por supuesto) para ir comple-
tando, poco a poco, la respuesta perfecta. Y así,

! 252
de pronto, de un día para otro, el proceso esta-
ba hecho.
La vez siguiente que me hicieron la pre-
gunta, respondí:
!Antes que nada, las bibliotecas. Por
irónico que sea, ¡las colecciones gringas tienen
más ejemplares de Latinoamérica que las
bibliotecas chilenas! O sea, vos vai y buscai
cualquier cosa, te digo, cualquier cosa, y ahí
está: un artículo, un libro, qué sé yo, incluso
películas. Tal vez no esté en la biblioteca de la
universidad misma, pero puta, podís extender
la búsqueda a la base de datos de otras biblio-
tecas y te llega en un par de días [aquí la gente
asentía con la cabeza]. Es súper irónico que en
la Chile, el lugar donde estudié, donde supues-
tamente tendrían que tener la media colección,
faltaba el acceso a tanta cosa, con tan pocos
ejemplares para tantas personas, la foto-
copiadora pasaba llena [más risas]. Y aquí
realmente la enormidad de las bases de datos,
los libros, te juro, te deja pa’ adentro. Es una
ventaja enorme, te juro, poder ser capaz de
acceder a lo que sea, lo que sea.

! 253
Generalmente, para ese entonces, no
sólo mi interpelador me escuchaba, sino una o
dos personas más. La fiesta (usualmente)
transcurría de forma lenta, con risas lejanas y
esporádicas. Yo sabía que mi audiencia no
había venido a escucharme, sino, más bien, a
escaparse, a dejarse caer en mi discurso, a
intentar posicionarse en un lugar sólido, sal-
vándose de la marea inocua, los paseos por el
comedor, los picoteos en la mesa, el cigarrito
en la terraza, solitarios (siempre solitarios), la
sensación cada vez más fuerte que lo único que
nos une es que somos chilenos, que nacimos en
el mismo país y que compartimos la experien-
cia del destierro !un destierro, debo acotar,
estrictamente voluntario:
!Segundo, los profesores. Aquí hay
muy buenos profesores. O sea, cuando yo
estaba estudiando en la Chile, me tocaba leer
artículos de profes gringos, profes gringos que,
mira tú, ¡ahora son mis profes legales! Nada de
andar leyéndolos en algún papelito, ahora me
toca escucharlos en vivo y en directo [pausa.
Aprovechaba para darle una piteada a mi

! 254
cigarrillo. Mi audiencia, a su vez, también]. Si
fuesei músico, es como si toda tu vida hubiesei
aprendido a tocar música escuchando a los
Beatles, y repentinamente tenís la oportunidad
de que Paul McCartney sea tu profe personal.
Habitualmente más asentimientos con
la cabeza sucedían y algunos comentarios suel-
tos de mis interlocutores eran proferidos. Yo
seguía:
!Tercero, los recursos. Afírmense,
cabritos: ¡me pagan por estudiar! Me pagan
por estudiar. O sea, el trato es que la matrícula
me sale gratis, tengo un sueldo mensual y a
cambio lo que la universidad me pide es dar
unos cursos de español. Pero aún así, igual pos
weon, ¿cuán difícil es ganarse una beca para
doctorado en literatura en Chile?2
Para en ese entonces los tenía a todos
en el bolsillo. La tríada maestra: bibliotecas,
profesores y recursos. Una respuesta perfecta
para una pregunta estúpida !ésta última,
generalmente, hecha para hacerme pasar

!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
2 Honestamente no tengo idea.

! 255
vergüenza, para burlarse del compatriota que
no sabe lo que está haciendo, pretensión de
mofa que quedaba totalmente destrozada ante
la escucha de mi organizado y estructurado
raciocinio. Victoria por knock-out!.
Y no obstante… y a pesar de lo
expuesto, dicho proceso de razonamiento (la
respuesta por la pregunta del porqué estoy
aquí), había sido, en aquella tarde fría de
otoño, un proceso deductivo más que induc-
tivo: el origen de la duda (yo estando aquí,
estudiando literatura) ya era un hecho concreto
mucho antes que las razones de dicha estadía
fuesen pensadas !razones que tuvieron que
ser reflexionadas de forma consciente, como ya
expuse. Aún así, satisfecha mi audiencia, el
que no quedaba completamente tranquilo era
yo: los argumentos expuestos, aunque inne-
gablemente lógicos, me parecían vacíos, sin
sustento emocional: era un discurso que tenía
más que ver con otorgarle un sentido estable a
mis acciones más que a explicar una pasión, un
deseo, o un capricho irracional, que es lo que
en mi fuero interno sentía que había sido: una

! 256
decisión completamente impulsiva que había
surgido de una sola interpelación de mi madri-
na, en una tarde de invierno, en julio, respon-
diendo a una voz metálica que viajaba miles y
miles de kilómetros y que se concretizaba en el
auricular pegado a mi oreja, formulando la
pregunta “¿por qué no te vienes a estudiar a
los Estados Unidos?”, y yo tragando saliva y
yo respondiendo que sí, que claro, que por qué
no, que bueno, que dale.
Y que eso era todo.

! 257
TALLER LITERARIO
Jorge A. Tapia Ortiz

Recuerdo el día que decidí estudiar letras.


Estaba emocionado y le comenté a mi amigo
Lucas que ya cursaba la carrera. La respuesta
que me dio no era la que yo esperaba; me dijo:
"¡No mames! Estudia otra cosa que no te
arruine la vida, o mejor no estudies nada, es
preferible no pensar, ver partidos de fútbol y
telenovelas mientras te tomas unas chelas…".
Años después cuando entré a la Universidad
sus palabras seguían retumbando en mi cabe-
za. Y aunque me sentía con ánimos no dejaban
de asustarme como fantasmas que salían de-
trás de un cuarto oscuro y polvoriento. Me
animaba a mí mismo pensando que los estu-
dios me sacarían adelante, que después del
bachillerato podría enfocarme sólo en el estu-
dio, y que no tendría que continuar trabajando

! 259
de lavaplatos, jardinero o conserje para pagar-
me la universidad. Mis compañeros de trabajo
también me animaban para que continuará con
mis estudios. Lo hacían ver todo tan fácil, y me
hacían creer que lo correcto era dejar el trabajo
al terminar el bachelor's para irme a estudiar un
doctorado.
Pero miren lo que son las cosas. Cuan-
do ya estaba en el programa graduado de
literatura, recuerdo que un día al salir de clases
por la noche me trepé en el bus y me encontré
con unos paisanos. Les saqué plática y me
preguntaron en dónde chambeaba. Les dije
que estaba estudiando y que ese era mi trabajo.
Me imagino que mis palabras fueron como
tornillos que se encajaron en sus oídos, pues
inmediatamente se pararon y cambiaron de
asiento dejándome ahí sentado como un com-
pleto idiota. Sentí la necesidad de decirles que
esperaran, que yo no era tan diferente a ellos,
que yo también había sido peón y cocinero en
muchos lugares... Así me enteré que ya era
diferente, que ahora era alguien "de la alta
sociedad", con el gran privilegio de estudiar en

! 260
una institución reconocida. Sentí que le había
vendido mi alma al diablo y eso que no creía
en él. Desde ese momento mi vida cambió,
sabía que no había vuelta atrás y los estudios
me alejaban de la realidad, aunque habláramos
de subalternidad y de todos los tipos de opre-
sión.
Mi esposa, nuestros perros y perico me
ayudaron a mantenerme anclado al mundo.
Juntos hemos llegado a la conclusión de que la
gente es la que importa: las palabras sencillas y
los gestos que recibimos cuando interactuamos
con gente de la comunidad y no tanto lo que
los teóricos digan. No obstante, es una gran
batalla justificar lo que hacemos. Y es como
estar contando un cuento feliz pero de terror,
es más, les dejo este cuento y ya ustedes juz-
garán por su propia cuenta lo que intento
decirles. Si no entienden no me disculpo y no
me preocupa, mejor les digo, reescríbanlo
ustedes mismos como se les antoje, bonito, más
feo o simplemente mándenselo a un académico
para que lo analice:

! 261
"Muchos días pasaron, los pensamientos se
revolvían entre seguir o no adelante en el
camino escogido. Constantemente buscábamos
una vereda que nos llevara a otro camino que
no fuera el mismo; ese camino que constan-
temente nos revolvía el estómago y nos daba
diarrea. Queríamos salir de ese camino que no
era difícil físicamente, sino más bien confuso,
lleno de vueltas y hermosos paisajes, lleno de
alucinaciones que se presentaban como una
realidad nada fácil de distinguir. Éramos dos,
nos acompañaban tres perros y una perica que
posiblemente sea perico; llevamos unos cuan-
tos muebles que hacían la travesía un tanto
cómoda pero a la vez indeseable y también
confusa. Unos cuantos amigos vivían en la
vereda; era como un camino circular que siem-
pre nos terminaba tirando frente a las casas de
ellos. El camino, como el lugar de partida,
siempre era prometedor, y lo que más nos
frustraba era lo desconocido de nuestro des-
tino, incluyendo el regresar al lugar que no
esperábamos dejar atrás.

! 262
Los días seguían pasando, las únicas
señales de vida nos las daban los perros con
sus colas que se movían felices como si nunca
pasara nada, pues no cuestionaban nada y
disfrutaban la felicidad de estar a nuestro lado.
¿Pero qué fue lo que nos llevó a tomar
este camino? Se sorprenderán: no fue el
destino, fueron nuestros propios impulsos de
creer que aquí conseguiríamos algo no
individual; llegaríamos a una colectividad, a
una meta que nos prometieron personajes que
ya vivían dentro de una prosperidad, que
habían llegado a algo que seguía adelante con
pocos tropiezos, duros pero llenos de un senti-
miento pleno, consecuente de un esfuerzo.
Las fuerzas por muchos días nos
sobraron, existía seguridad, inclusive para
cosas no palpables. No nos hacía falta de
comer; la pasábamos bien caminando en los
senderos, mirando lo que nos rodeaba y con-
templando la incertidumbre con positividad.
Los amigos que visitábamos nos daban la
razón, nos apoyaban y al mismo tiempo sin
saberlo nos anclaban a su morada, una ciudad

! 263
con muchos caminos diferentes a los que pre-
tendíamos y que también nos podían guiar a
un lugar lejano y anhelado.
Muchas veces las cosas se aclaraban, se
abrían puertas que nos decían hacer tal cosa
para lograr salir y entrar al sueño, a una posi-
bilidad que era tangible, pero al mismo tiempo
eran una apuesta: no había seguridad para
salir y entrar. Esto nos hacía dudar, pues al
cerrarse muchos caminos uno que otro se abría
y nos acercaba mucho más a nuestro destino,
entonces la preocupación se diluía con el
meneo de los rabos de los perros y los gritos
del perico.
Todo era prometedor y decepcionante;
cada día el camino nos abría un sendero
grandioso y a la misma vez no lo cerraba con
obstáculos ocultos que nos confundían nefasta-
mente. Sé que llevamos días trajinando, sin
sufrir físicamente pues estamos bien, pero la
desgracia de no poder decidir, de decidir y
terminar confundidos sin sufrir nos obligaba a
buscar otro camino. No importa que no sea

! 264
fácil, no importa que falte y no que sobre, lo
que importa es salir y dejar de dudar.
Un laberinto no funciona de esta
manera. Esto es peor que eso: el laberinto por
lo menos promete una salida, pero este camino
promete muchas posibilidades que pueden ser
salidas o entradas, a las cuales los perros siem-
pre moverán las colas y el perico siempre
gritará. Los días pasan y todo se revuelve, son
comienzos que no terminan, son obligaciones
que tenemos que cumplir para salir y mante-
nernos adentro.
Los días nos dan claves y también nos
las quitan como si fueran humo inhalado que
después vuelve a salir, diluyéndose en el am-
biente y arrojando un aroma fuerte que tam-
bién desaparecerá aniquilando la esperanza y
dando vida a una nueva idea esperanzadora.
¿Cómo funciona este laberinto...?".

! 265
SOBREVIVIENTES
Jennifer Thorndike

1
A veces imagino tu cara en una mueca
retorcida, a punto de reírse. Imagino que me
miras y contienes una carcajada que quiere
escaparse, una carcajada que se forma en tu
pecho y emerge caliente, quemándote la gar-
ganta. Te ríes ante cada uno de mis fracasos:
pones las manos en el estómago, tensas la
mandíbula y comienzas con una risa casi inau-
dible, una torcedura de labios, una levantada
de cejas. Luego abandonas el salón de clase y
afuera ríes y ríes. Tu cuerpo se dobla de felici-
dad. No te contienes, sino que me llamas para
hacerlo más evidente. Quieres que salga humi-
llada y te mire rabiosa, quieres que explote por
dentro, que las ganas de gritar me consuman
hasta reducirme y convertirme en el ser insig-
nificante que crees que soy. Así es el doc-

! 267
torado, así es la academia: violencia, compe-
tencia, capacidad de dañar. Dañar, golpear,
lacerar. Tener más conocimiento, también más
maldad.
Te ríes: la boca abierta, los ojos llorosos,
la sensación de ahogo. Esta vez porque mi
lectura del texto no solo no fue alabada, sino
que fue refutada por el Advisor. Eso es
biografismo, me dijo, no nos interesa discutir la
intención de autor, continuó frotándose el
mostacho y dándole la palabra a otro compa-
ñero. Cuando intenté defenderme, balbuceé
una incoherencia y él dijo, dirigiéndose a la
clase, que era mejor pensar un poco antes de
hablar, sobre todo si no tenemos claros ciertos
conceptos. Se levantó con dificultad de la silla
y comenzó a dar una clase escolar sobre de-
construcción que estaba dirigida a mí. Incluso
te consultó: Alessa, tú que sí has leído bien a
Derrida, ¿podrías aclarar este punto? Y tú lo
hiciste, hablaste casi quince minutos sobre On
Grammatology. Cuando terminaste, apareció la
mueca, el brillo en los ojos detrás de esos lentes
que te has puesto para parecer intelectual, el

! 268
codazo al compañero del costado, el dedo
señalándome. Y la risa, esa risa que me golpea
la cabeza y me hace apretar los dientes noche
tras noche cuando intento taparme los oídos
con la almohada para no escucharte. Entonces
me envuelvo en la sábana y grito. Grito para
que se calle tu risa. Pero sigue retumbando en
las paredes, en el techo, en el suelo. Sin parar.

2
Siento arcadas al abrir la puerta de mi aparta-
mento. Toso, me cubro la nariz. El hedor es
insoportable. ¡Dónde estás, dónde estás!, grito.
Busco al gato, ese gato peludo, gris, horrible
que recogí de las calles para no sentirme tan
sola. ¡Dónde estás! Gato asqueroso, se caga
fuera de su caja de arena para ponerme peor
de lo que ya estoy. No importa cuántas veces le
haga oler los pedazos de excremento, cuántas
veces le grite o le de palmazos en el lomo,
siempre lo hace para vengarse porque no pue-
do jugar con él. No puedo, gato, no tengo
tiempo. Tengo que escribir la tesis, tengo que
leer, tengo que ser la mejor, tengo que ganarle.

! 269
Lo veo en la ventana. Cuando repara en mi
presencia, se esconde debajo de la cama. Sabe
lo que ha hecho. Le grito más fuerte, lo insulto.
Después me callo y él saca su cabeza. Le brillan
los ojos. Yo le tiro las hojas tachadas de mi
propuesta de tesis. Me las ha devuelto el
Advisor con varias anotaciones, la mayoría de
párrafos impugnados. El gato mira las hojas,
luego me observa desafiante. Me siento una
tonta por dejarlo abandonado, solamente para
volver a fracasar, como tantas veces.
Recojo las hojas. De las veinte, hay doce
que debo botar a la basura. Las demás, excep-
tuando una, necesitan cambios. Eso dijo el
Advisor, necesitan cambios. Lee todo de nuevo
porque no has entendido bien. Hay que leer
varias veces, leer línea por línea, continuó
mientras se frotaba el mostacho, gesto carac-
terístico de su insatisfacción. Luego trajo un
lápiz y una hoja en blanco y comenzó a hablar,
a dibujar mapas, círculos, líneas, palabras
inconexas. Yo no podía escuchar nada, no po-
día entenderlo. Minutos antes Alessa había
salido de su oficina con el prospecto de tesis en

! 270
las manos. Me abrazó al saludarme. Hipócrita,
pensé. Estoy feliz, dijo sonriente, ya podré
comenzar a escribir la tesis. Después me ense-
ño el pequeño signo aprobatorio en la esquina
superior de la primera hoja. Un check en rojo,
un check que yo esperaba, multiplicado. Cuan-
do al Advisor le gustaba mucho un trabajo,
ponía doble check. Lo había visto muy pocas
veces, nunca en uno de mis ensayos. Me sacó
de la oficina a los quince minutos, no tenía
nada más que hablar conmigo. Con Alessa se
había quedado casi dos horas.
Pongo las hojas tachadas sobre la mesa
y voy al baño. Me pongo los guantes, busco el
desinfectante y la escoba. Me dispongo a bus-
car los excrementos del gato. Miro en los
rincones, también debajo del sillón. A los lados
de la cama, en el clóset, en algún zapato. El
animal está en la ventana y me mira de reojo.
Una imagen patética: enguantada, arrodillada
en el suelo. ¡Dónde te has hecho!, le grito de
nuevo. Entonces me acuerdo del Advisor, de
su indignación al tachar las hojas, de su lapi-
cero rojo que goteaba encima de las palabras

! 271
que tanto me había costado escribir. Tu lectura
es algo confusa, dijo cuando yo pensé que
levantaba el lapicero para ponerme los dos
checks. Otros estudiantes tienen las ideas mu-
cho más claras que tú, continuó. Yo sabía que
se refería a Alessa porque ella era la única que
tenía decido su tema de investigación desde el
inicio. Siempre repetía: “Al final del primer
año me di cuenta de que seis de mis ocho
ensayos trataban sobre enfermos o locos en la
literatura latinoamericana. El tema llegó a mí”.
Llegó a ella, la más inteligente, la que aprendió
sin parar desde que empezamos el doctorado,
la que trabajaba solo tres horas al día y tenía el
ensayo terminado antes que todos los demás.
A partir de ese momento, Alessa se volvió
monotemática: siempre hablaba de lo mismo,
leía de lo mismo, escribía sobre lo mismo. Y
complementaba con algunas lecturas que le
mandaba el Advisor para “hacer más sólido mi
marco teórico”. Trabajaba con ambición, con
las cosas claras. Ella sí sabía a dónde quería
llegar mientras yo solamente quería demos-
trarle que podía ser mejor que ella. Estudiaba

! 272
para eso, trabajaba para eso, me destruía por
eso. Pero nunca era suficiente: si yo iba a dos
conferencias al año, ella iba a cinco; si yo me
contactaba con algún académico, ella de inme-
diato le escribía para decirle lo mucho que
admiraba su trabajo; si yo hablaba mal de su
trabajo con los nuevos alumnos del doctorado,
ella ya les se había contado lo malos que
éramos todos los de su año y lo fácil que era
hacernos llorar con una pregunta bien formu-
lada. Yo era una mediocre que había destinado
mi vida a acosarla mientras ella me destrozaba
frente a todos. Soy una mediocre, pensé,
arrodillada frente al gato, buscando sus excre-
mentos. Y después de terminar la limpieza
abro la ventana para disipar el olor y me siento
en la silla del comedor para revisar las co-
rrecciones. Pero al sentarme una mancha
asquerosa se esparce en mi ropa. El hedor sube
por las fosas nasales. He nacido para ser derro-
tada por unas hojas de papel y un gato que ha
arruinado mis muebles y mi ropa. Por un check
en lapicero rojo y una risa que no deja de sonar
en mi cabeza.

! 273
3
Todas las mañanas intento peinarme con cui-
dado, pero es inútil. Una mata de pelo se des-
prende, después otra y otra más. Las miro y
hago una bola con ellas, una bola grande que
después tiro al tacho de basura. Una bola con
mis manos inquietas, manos de quien toma
demasiadas tazas de mal café cada día. Me voy
a quedar sin pelo por culpa del doctorado,
pienso cuando veo otras tres bolas de pelo que
aumentan mis ojeras y mi estrés interminable.
Calvicie y gastritis, esa gastritis que empeora
cada día más. Estrés por la falta de tiempo, por
lo que va a pensar el Advisor, por el siguiente
logro de Alessa. Entonces mi estómago se ma-
nifiesta. Ardor y dolor. Y yo con la botellita de
antiácido, una, dos, tres cucharadas. Pero no
me alivia. Me sirvo un vaso de leche, intento
tomarla mientras veo otra bola de pelo rodar
por el suelo.
Hubo tres suicidios en la universidad
en menos de un mes. Una alumna se lanzó
desde su apartamento, piso diecisiete. A un
chico lo encontraron colgado en su dormitorio.

! 274
Del último no hay mayor información. A
través del periódico estudiantil, el Presidente
de la universidad lamenta mucho las pérdidas
y ofrece condolencias a las familias. Los difun-
tos aparecen sonrientes, se les describe como
“alumnos ejemplares, jovencitos llenos de
energía que repartían su tiempo entre las
fraternities o sororities, los deportes y otras
actividades necesarias para su curriculum”.
Seguramente estaban inscritos en más cursos
de los que debían, estudiaban sin dormir,
comían en las clases. La universidad lo lamen-
ta, dice la carta del Presidente, esa misma que
fomenta la competencia, que engendra mons-
truos capaces de humillar para sobresalir, que
se ríen a carcajadas del fracaso de sus compa-
ñeros. It is what it is, trabajar hasta que se te
marquen las ojeras y no te reconozcas en el
espejo, competir porque eso es tener ambición,
eso es un auténtico ganador. Los amigos de los
chicos muertos declaran a media voz en otros
medios. Se repiten las palabras presión, ansie-
dad, Xanax. Hay que ser un aparato de pro-

! 275
ducción, un cuerpo convertido en una máqui-
na.
El Presidente manda emails. Busquen
ayuda en el centro de apoyo psicológico, es
gratis. Parece preocupado por los estudiantes,
pero en realidad el problema es que el au-
mento de la tasa de suicidios no es bueno para
la imagen de la universidad. Entonces, llega un
email de nuestro Departamento. Nos citan a
los estudiantes graduados, que también somos
profesores, para hablar de los suicidios y dis-
cutir cómo lidiar con los alumnos que no
aguantan la presión del sistema. Hay que estar
alerta con los desadaptados, esos que todavía
no aprenden cómo son las cosas. Las caras de
las coordinadoras que nos hablan se muestran
compungidas, en un gesto de dolor que más
parece incertidumbre. Está claro que no saben
qué hacer, sobre todo porque dos de los tres
suicidas tomaron cursos en nuestro Departa-
mento. Me limpio algunos pelos de la solapa y
cuando los miro enredados en mis dedos
quiero levantarme de la silla y decirles que
dejen de pedirnos estupideces y que se den

! 276
cuenta de que el sistema es una mierda. Todo
está muy mal. Quisiera decir, por ejemplo, que
la señorita sentada a mi lado, Alessa, lo único
que hace es burlarse de lo mal que me va en las
clases. Que desde que llegué al doctorado no
he dejado de escuchar sus humillaciones, que
no soporto su soberbia. Que por su culpa el
pelo se me cae y he perdido varios kilos por
esta gastritis que me quema la tripas. Que
parezco una esqueleto con cuatro pelos en la
cabeza, secos, débiles, quebradizos. Y entonces
Alessa se levanta y, con su voz didáctica y
profesional, expone ejemplos de lo que hace en
su clase para que los alumnos no se agobien y
se sientan bien. Ha llevado un Power Point
para explicar los estúpidos juegos que com-
parte con sus alumnos. Alessa, además de ser
la mejor estudiante, es también la mejor profe-
sora. Y las coordinadoras, que no sabían qué
hacer, ahora se sienten iluminadas. La aplau-
den, la felicitan mientras ella sacude su melena
abundante sobre mi cara.

! 277
4
La universidad instaló una minúscula placa en
una banca con los nombres de los tres chicos
caídos durante el semestre. Yo quise juntar mis
matas de pelo para ponerlas en su memoria,
para decirles que los entendía y que estaba con
ellos. Pero no lo hice. A cambio, llevé unas
flores que en pocos minutos fueron destro-
zadas por las ardillas. Es que las ardillas siem-
pre buscan qué comer entre la basura, entre los
desechos que dejamos a nuestro paso.

5
Cuando me enteré, me costó creerlo. La noticia
nos obligó a salir de nuestras casas, a tener
contacto con los otros estudiantes que, en
completo aislamiento, llevaban varios días solo
dictando clase y escribiendo la tesis. Alessa
estaba en el hospital. Había dejado de dar su
curso durante una semana, algo muy raro para
cualquier estudiante, pero mucho más para
ella. Durante los cuatro años que llevábamos
en el doctorado, Alessa no había faltado nunca,
no se había permitido una mancha en su his-

! 278
torial. Ella fue perfecta hasta que sus alumnos
se quejaron por su repetida ausencia. No la
veían desde el último viernes y, lo peor,
recalcaron, era que habían perdido un examen.
Los más exaltados reclamaban por su nota,
otros hablaban de que una “F” no les permi-
tiría tener “A”. Necesitamos la “A” para poder
competir, para valer más. Solo dos alumnas se
acercaron a preguntar si algo estaba mal. Algo
estaba mal, sin duda, pero era mejor no
alarmar a los alumnos. No se preocupen, va-
mos a averiguar, vamos a reemplazar el exa-
men, vamos a ponerles “A” a todos, dijo la
coordinadora, nerviosa. Con estos chicos es
mejor no meterse en problemas, murmuró. Las
secretarias llamaron a Alessa, pero ella no
contestó el teléfono. Su número de emergencia
era de una de nuestras compañeras que, como
todos, llevaba varios días sin ver a nadie
porque estaba muy atrasada con su proyecto
de tesis. Avisaron al Director de Graduados.
La fueron a buscar a su apartamento, pero
Alessa tampoco abrió la puerta. Antes de que
Director de Graduados llamara al 911, llegó

! 279
nuestra compañera y abrió el apartamento con
la llave de repuesto. El olor a alcohol emergió
desde el interior. ¡Alessa, Alessa!, gritó nuestra
compañera mientras ingresaba, pero no obtuvo
respuesta.
Un camino de botellas vacías que partía
desde la cocina y terminaba en el cuarto lleva-
ba hasta su cuerpo. Botellas vacías de vodka,
algunas quebradas con manchas de pintalabios
en los picos. Alessa estaba en calzones, con el
pelo revuelto, los brazos arañados y el aliento
lleno de alcohol. Un hilo de saliva había forma-
do un pequeño charco en el suelo. Nuestra
compañera se apresuró a cubrirla, mientras
que el Director de Graduados volteó la cara y
se llamó a una ambulancia. Al escuchar el rui-
do, Alessa abrió lo ojos y alargó la mano
buscando una botella de vodka que todavía no
estaba vacía. Nuestra compañera estiró el
brazo y la puso fuera de su alcance. Alessa
balbuceó un insulto y cerró los ojos nueva-
mente. Era mejor no ver, no escuchar, no sen-
tir.

! 280
No podía creerlo, nadie podía creerlo.
Nuestra compañera dijo que Alessa ahora
estaba bien, pero que la habían dejado unos
días en observación. Un médico, una psicóloga
y un psiquiatra le hacían pruebas. Alessa no
quería hablar: se hacía la que no entendía el
idioma. Convenientemente se había olvidado
de ese inglés perfecto que nos mostraba cada
vez que podía para que entendiéramos que
esos seis meses desesperados aprendiendo el
idioma antes de dar el TOEFL no habían
servido de nada. Era mejor quedarse en silen-
cio, hacerse la sorda, la ignorante. Pero noso-
tros queríamos escarbar, necesitábamos que
nuestra compañera nos diera detalles, saber el
chisme completo para poder formular teorías.
Nuestra compañera sabía muy poco porque
Alessa no se había comunicado con ella
durante algunas semanas. Con la tesis cada
uno está en lo suyo, se excusó. Entonces co-
menzamos a especular. Algunos dijeron que
seguro el Advisor le había rechazado el primer
capítulo. Otros pensaban que quizá se había
vuelto loca por leer tanto. Alguien más sugirió

! 281
que quizá su investigación estaba estancada.
No tiene más que decir, murmuró. No tiene
nada que decir, alguien contestó y varios asin-
tieron. Alguien mencionó problemas de insom-
nio por la preocupación de que la beca se iba
terminando. Yo dije que quizá Alessa tenía
alguna enfermedad que ignorábamos y podía
haber empeorado durante los años del doc-
torado. Y seguimos hablando por casi tres
horas. Y en esas tres horas entendí que las
conjeturas sobre la hospitalización de Alessa
no era más que confesiones. Que todos pasá-
bamos por lo mismo. Yo no era la única. Con-
fesiones que nunca nos habíamos hecho para
no mostrarnos débiles ante el enemigo, para no
exponer nuestro lado más vulnerable y no
regalarles la manera más fácil de atacarnos.
Estaba claro que éramos enemigos. Habíamos
estado especulando sobre la hospitalización de
Alessa, pero a nadie se le ocurrió sugerir ir a
verla. Sentí asco, luego sentí lástima. Quizá no
era nuestra culpa, quizá nos habíamos vuelto
egoístas para poder sobrevivir, para golpear
antes de ser devorados, para no ser unos

! 282
mediocres. Eso nos habían enseñado y noso-
tros lo habíamos aprendido muy bien. Alessa
también.
Entonces fui al hospital. Alessa se sor-
prendió al verme. Quiso cubrirse con una
almohada, pero le dije que no lo haga. Que a
todos nos pasa, que así es. Que también he
perdido varios kilos y me han salido estas
ojeras que ya no tienen arreglo. Que he enve-
jecido, que estas arrugas y canas no son
normales para mi edad. Que el agobio es ine-
vitable porque escribir una tesis no es fácil.
Que tengo gastritis y se me cae el pelo. Que
muchas veces he tomado tanta cerveza que me
he quedado privada en la cama. Para olvidar
todo lo que tengo que hacer, para no sentirme
estresada, para no sentirme mal con una clase
en la que me fue mal. Este sistema es una ba-
sura, ¿entiendes? Entonces me callé, pensé que
me había expuesto demasiado. Pero ella me
miró con los ojos enrojecidos. Un par de lágri-
mas cayeron en las sábanas, otras encima de
esa bata que la clasificaba de enferma o loca.
No tenía que explicarme nada, yo entendía.

! 283
También la perdonaba. Le acerqué un pañuelo,
pero no pude contenerme. Y entonces las dos
nos abrazamos, y empezamos a llorar sin
parar.

! 284
GOD FEARING COUNTRY
Betina González

Es difícil escribir sobre Estados Unidos. Para


sus habitantes, el país es invisible. Para los
extranjeros, un espejismo cuidadosamente di-
señado desde Hollywood o la prosa de Paul
Auster, da igual. A los que llegan como turis-
tas, la verdad los elude con cientos de malls
que ofrecen rebajas interminables, la Cenicien-
ta de carne y huesos de cheerleader que baila en
el escenario del Magic Kingdom, y el neón, la
resaca y la promesa (sólo eso) de fiebre y feli-
cidad en Las Vegas.
Incluso para los que creen poseer cre-
denciales de viajero profesional, "lo estadouni-
dense" sigue siendo más un interrogante que
una certeza, sea en los bares a los que sólo van
los locales (y en los que te sirven una cerveza
efímeramente multicultural mientras todo lo

! 285
demás es mutismo) o en los clubes del Village,
donde hasta los hipsters parecen diseñados
para ojos extranjeros.
A los que vivimos un tiempo largo en el
país, su realidad nos engulle de tal manera que
es difícil de narrar. Alguna vez, en un tiempo
de menos inventiva y mayor pretensión, pensé
en escribir un libro de ensayos que diera cuen-
ta de ese estado de observadora forzada. Se iba
a llamar "The Reluctant Anthropologist". A-
bandoné pronto la idea: el memoir !tan de-
pendiente del yo y sus prolongaciones! se
centraba inevitablemente en mi limitada expe-
riencia, en esa mirada que los estadounidenses
designan tan bien como "alien" y que de poco
me servía si de verdad quería narrar Pennsyl-
vania o Texas desde dentro.
Alien, la palabra que designaba al ex-
tranjero en latín, en español quedó relegada a
prefijo usado en el terreno de los extraterres-
tres o de los marxistas (alienación, sí, de eso
también se aprende no sólo vendiendo la fuer-
za de trabajo sino simplemente tratando de ir
al supermercado en otro idioma). En cambio,

! 286
en un país que "compra a sus enemigos y los
atrae con prosperidad", como dice Daniel Alar-
cón, todos los extranjeros somos aliens o aliení-
genas seducidos. La clave, por supuesto, está
en el adjetivo: no a todos nos seduce el sueño
americano, muchos nos rendimos a su reverso.
Cuando abandoné el proyecto de ese
libro fallido, me dediqué a coleccionar noticias
de ese reverso: ni siquiera son ejemplos de
fracasos o derrotas, son historias crecidas a la
sombra de ese sueño que pone toda su fe en el
individuo y su empeño y deja a la sociedad de
brazos cruzados o señalando con el índice. Hay
mucha fe, una increíble, triste y pegajosa fe en
esa idea del éxito individual. Es que antes que
nada, Estados Unidos es un país de creyentes.
No es casual que muchas de las noticias que
me llamaban la atención tuvieran que ver con
esa ingenuidad u optimismo que mueve a la
sociedad entera pero también con los cultos
extraños, sectas y religiones que han prospera-
do en esas latitudes.
Una de las primeras cosas que nota el
viajero que llega a El Paso, Texas es la montaña

! 287
que la custodia desde Ciudad Juárez. En letras
cavadas en su ladera y rellenas con cal, dice:
"La Biblia es la verdad: Léela". La frase puede
verse desde los lugares neurálgicos de El Paso
(de hecho es más visible allí que desde Juárez).
Una leyenda local sostiene que el pastor que
llevó a cabo la empresa !y la mantiene perió-
dicamente cuando las letras empiezan a des-
pintarse! es un gringo, no un mexicano (que
la frase esté en español no avala demasiado
esta hipótesis).
Después de vivir unos meses en la ciu-
dad empecé a notar otras inflexiones divinas
en el paisaje urbano. Además de los innumera-
bles jardines adornados con carteles de "We
pray for our troops!", en la autopista que
abandona la ciudad por el oeste, siempre me
sorprendía un letrero rojo, descomunal en el
que Dios preguntaba: "Would you like to have
yourself as a friend?". Ninguna iglesia se asig-
naba la inquisición. La cerraba un 0800.
Uno de mis pasatiempos favoritos
!otro era ir a discos gay, las únicas que no
cerraban a las diez! era caminar hasta la pile-

! 288
ta de la universidad pasando por la puerta de
la iglesia del barrio. Era una construcción blan-
ca y modesta, casi una granja de Walnut Gro-
ve. Su único atractivo eran las frases que el
pastor cambiaba semanalmente en la pancarta
de la entrada. Me hice el hábito de anotarlas: si
a las metáforas fáciles se le suma el tono de
libro de autoayuda se obtiene un Dios Paulo
Coelho con bastante chispa. Un Dios que com-
bina bien con esa pátina de desprecio y cortesía
que regla cualquier intercambio humano en
esta comunidad (un cóctel potencialmente ex-
plosivo, como muestran penosamente los "epi-
sodios con armas" a los que las noticias de ese
país nos tienen acostumbrados).
Copio dos de mis frases dominicales
favoritas (por su aparente inocencia y porque
desafían el arte de la traducción): Worries are
the darkroom where negatives are developed (¿Las
preocupaciones son el cuarto oscuro donde se
desarrollan pensamientos negativos? Seguro.
Seamos americanamente optimistas: si llega-
mos a la luna, bien podemos despreocuparnos

! 289
de haber arruinado el planeta. It's gonna be ok,
baby).
Sandwich your criticism among two layers
of praising (¿Debes emparedar tus críticas con
dos rebanadas de elogios?). Of course. Ésta
debería haberla aprendido mejor, me hubiera
evitado más de un dolor de cabeza durante
mis aventuras como profesora en una acade-
mia que te penaliza por entregarle un parcial a
un alumno delante de otros (nada de humillar
públicamente a alguien que entregó la hoja en
blanco, a ver si se traumatiza de por vida) o
simplemente por emitir opiniones en el aula.
Se sabe: ni de religión ni de política se habla en
las reuniones sociales ni en las Casas de Altos
Estudios. Mucho menos de adolescentes que se
alcoholizan hasta el coma, desconocen los mé-
todos más básicos de protección sexual y no
saben (literalmente) donde quedan las pirámi-
des de Egipto.
Con la mirada más entrenada, me fue
fácil pasar de las admoniciones religiosas a los
titulares de prensa. El optimismo, la fe o la

! 290
ingenuidad estadounidenses estaban allí de las
maneras menos misteriosas:

Marion County, Florida: "Una mujer de 92


años le dispara a la casa de su vecino porque él
le habría negado un beso". Dwight, de 52, de-
claró que la anciana le tocaba el timbre para
charlar y le llevaba comida. Helen sólo declaró
que en realidad no quería darle a la casa, sino
al coche de Dwight, ya que parecía ser su obje-
to más preciado. ¿Es culpa de ella haber con-
fundido cortesía con amor? No, el problema es
que tuviera una semiautomática en la casa.

Providence, Rhode Island: "Un gato predice


50 muertes en un asilo de ancianos". El fenó-
meno, documentado durante cinco años por el
médico director del geriátrico y profesor en la
prestigiosa Universidad de Brown, consistía en
que el gato se subía a la cama de la víctima
designada horas antes de su deceso. Sólo en un
país como Estados Unidos un caso como ése
llega a transformarse en un artículo "científi-
co". Si recordamos que en algunos estados (en

! 291
Kansas, por ejemplo) no se enseña a Darwin en
las escuelas, no resulta tan sorprendente.

Fort Collins, Colorado: Una joven pareja llama


a la policía para denunciar que su hijo de seis
años ha desaparecido en un globo aerostático
de fabricación casera. Después de casi 24hs de
pánico transmitido en directo por TV, el ma-
trimonio confiesa que el niño está escondido en
el sótano de la casa y que idearon la farsa para
posicionarse mejor como candidatos a un fa-
moso reality. Lo mejor de esta noticia fue la
declaración del niño. Un periodista le preguntó
porqué había accedido a esconderse. "You
guys said that we did this for the show", dijo
mirando desconcertado a sus padres.

Durante años guardé éstas y otras noticias


(que, no casualmente ocurrieron en ciudades
pequeñas) con la esperanza de que se convir-
tieran en relatos sobre mi "experiencia ameri-
cana". La lista podría seguir hasta llegar a los
extremos fundamentalistas de la Iglesia Pente-
costal, que incluye ceremonias con serpientes y

! 292
cócteles de jugo de naranja con estricnina des-
tinados a probar que los feligreses que no
mueren en el acto están habitados por el Espí-
ritu.
En la práctica sólo una de estas histo-
rias se transformó en un cuento. Escribirlo sin
recurrir a la mirada extranjera (como sí lo he
hecho en este artículo) resultó bastante difícil.
Por lo demás, alguien transformó la noticia del
gato en un exitoso libro de autoayuda para
lidiar con la muerte de seres queridos. La noti-
cia del globo recuerda a otra farsa, esta vez
literaria: una serie de artículos publicados por
Edgar Allan Poe en The Sun como reportes
sobre un (falso) globo aerostático tripulado que
había cruzado el Atlántico. Y la de la anciana,
como tantas historias de ridícula soledad, es-
pera todavía en el disco de mi computadora.
Quizás no esté de más recordar que el
país en el que suceden estas historias modes-
tamente extraordinarias es también el de
Henry James, el de Gertrude Stein, Francis
Ford Coppola, Andy Warhol y la Velvet Un-
derground. Y que a esta altura del siglo, nos

! 293
guste o no, la cultura estadounidense es tam-
bién la nuestra. I say, let's go for it.

! 294
Francisco Ángeles nació en Lima, Perú. Estudió
Literatura en la Universidad de San Marcos. En
2008, creo y dirigió el portal literario Porta 9, y
desde hace una década codirige la revista de
literatura El Hablador. Ha publicado las novelas La
línea en medio del cielo (2008) y Austin, Texas 1979
(2014). Actualmente vive en Filadelfia, donde sigue
un doctorado en Estudios Hispánicos en la Univer-
sidad de Pennsylvania.

Joseph Avski nació en Medellín, pero creció en


Montería, Colombia. Se graduó como físico en la
Universidad de Antioquia con una tesis sobre ruido
cuántico. Con El corazón del escorpión, publicada en
inglés como Heart of Scorpio, ganó la IX versión del
Concurso Nacional de Novela de la Cámara de
Comercio de Medellín. En 2010 su novela El libro de
los infiernos fue finalista en la Bienal de Novela "José
Eustasio Rivera" y fue publicada por Editorial
Paroxismo. Avski cursó un doctorado en Estudios
Hispánicos en la Universidad de Texas A&M.
Actualmente es profesor en la Universidad de
Northwest Missouri State.

Liliana Colanzi nació en Santa Cruz, Bolivia (1981).


Es autora de los libros de cuentos Vacaciones
permanentes (El Cuervo, 2010) y La ola
(Montacerdos, 2014). Editó la antología bilingüe
Mesías/Messiah (Traviesa, 2013) y coeditó la
antología de no-ficción Conductas erráticas (Aguilar,
2009). Ha colaborado en medios como Etiqueta
Negra, Letras Libres y El Deber. Cuentos suyos han
sido traducidos al inglés, francés y portugués. Es
estudiante del doctorado en literatura comparada
en la universidad de Cornell.

Antonio Díaz Oliva nació en Temuco, Chile (1985).


Escribe para las revistas Qué Pasa, El Malpensante y
Letras Libres, entre otros medios. Gracias a una beca
Fulbright estudió un MFA en escritura creativa en
la Universidad de Nueva York. Publicó Piedra Roja:
El mito del Woodstock chileno.

Dayana Fraile nació en Venezuela. Es licenciada en


Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha
publicado el libro de cuentos Granizo (2011), premi-
ado por la Bienal de Literatura Julián Padrón. Su
historia "Evocación y elogio de Federico Alvarado
Muñoz: a tres años de su muerte" obtuvo el primer
premio del Concurso Policlínica Metropolitana para
jóvenes autores. Es doctoranda en la Universidad
de Pittsburgh.

Betina González nació en San Martín, Provincia de


Buenos Aires, Argentina. Publicó Arte menor
(Premio Clarín Novela 2006), el libro de relatos
Juegos de playa (Segundo Premio Fondo Nacional de
las Artes, 2006) y Las poseídas, que en 2012 recibió el
Premio Tusquets. Betina es además magíster en
Escritura Creativa (Universidad de Texas en El
Paso) y doctora en Literatura Latinoamericana
(Universidad de Pittsburgh). Trabaja como profeso-
ra de Escritura en la Universidad de Buenos Aires,
en donde participa de distintos proyectos de inves-
tigación. Colabora ocasionalmente con Revista Ñ y
el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2014
está a cargo del Taller de Producción de Novela de
la Fundación Tomás Eloy Martínez.

Ulises Gonzales nació en Lima. Después de


trabajar algunos meses en la redacción del diario La
Opinión de A Coruña, de vivir sin dinero entre
Lisboa y Londres, llegó a Nueva York y decidió
quedarse. Enseña en Lehman College CUNY, en el
Bronx, desde 2004 y cursa su doctorado en el
Graduate Center CUNY de Manhattan.

Francisco Laguna Correa nació en la Ciudad de


México. Antes de encerrarse en una universidad,
fue vendedor ambulante, mesero, lavacoches, bar-
tender, recepcionista de hotel y maestro de pri-
maria. Ahora es K. Leroy Irvis Fellow en el pro-
grama de Escritura Creativa del Departamento de
Inglés en la University of Pittsburgh y PhD Candi-
date en The University of North Carolina-Chapel
Hill. Obtuvo el Premio de la Academia Norteameri-
cana de la Lengua Española en 2012 por Finales
felices y el Premio Internacional "Desiderio Macías
Silva" en 2013 por Crush Me (novela rota).
Alejandra Márquez nació en la Ciudad de México
y ha vivido en San Miguel de Allende y distintas
partes de Texas. Actualmente realiza sus estudios
de doctorado en literatura latinoamericana en la
Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill,
enfocándose en la crónica mexicana actual.

María José Navia es una escritora chilena. Ha


publicado una novela (Sant, 2010) y un e-book de
cuentos (Las Variaciones Dorothy, 2013). Sus cuentos
han aparecido en antologías en Chile, España y
Estados Unidos. Actualmente, termina un docto-
rado en Literatura y Estudios Culturales en la Uni-
versidad de Georgetown. Escribe regularmente en
www.ticketdecambio.wordpress.com, su blog de
mini reseñas.

Julio Pérez Méndez nació en Sahagún, Colombia


(1975). Es doctorando del programa de Literatura
en Texas Tech University. Ha publicado en medios
impresos y digitales de Colombia, Argentina, Méxi-
co, España y Estados Unidos. Fue finalista del I
Premio Interuniversitario de Novela Corta de Edi-
torial Paroxismo (2011). Recibió una Mención de
Honor en los Latino Book Award, 2014. También
fue incluido en la Antología 20/40: 20 autores lati-
noamericanos menores de 40 años, que escriben en
U.S.A.
Mónica Ríos nació en Santiago de Chile (1978). Es
autora de las novelas Alias el Rucio (2015), Alias el
Rocío (2014) y Segundos (2010). Cuentos suyos han
aparecido en revistas y antologías como Disculpe
que no me levante, Escribir en Nueva York, Junta de
vecinas, Lenguas y Asymptote. Es coautora del ensayo
Cine de mujeres en Postdictadura y publicó un ensayo
sobre guiones cinematográficos en el volumen De la
agresión a las palabras. Forma parte del colectivo
Sangría Editora. Actualmente publica columnas,
ejerce la crítica literaria y escribe su tesis doctoral
afiliada a Rutgers University.

Pedro Pablo Salas Camus nació en Valparaíso,


Chile. Ganó una Mención Honrosa del “Premio
Roberto Bolaño a la Creación Literaria Joven” en el
año 2006. Se sintió bien. Gastó el dinero del premio
en un viaje al sur. Conoció los bosques nativos y
algunas ciudades chilotas. Después regresó a su
ciudad y ya no volvió a escribir más. Actualmente
estudia en la Universidad de Pittsburgh y juega
fútbol casi todos los fines de semana con sus ami-
gos latinos.

Santiago Vaquera-Vásquez nació en California,


Estados Unidos (1966). Es narrador, ex dj y acadé-
mico. Doctor en Lenguas y Literaturas Hispánicas
por la Universidad de California, Santa Bárbara. Es
autor de One Day I’ll Tell You the Things I’ve Seen
(UNM Press, 2015) y Luego el silencio (Suburbano
Ediciones, 2014). También ha publicado cuentos en
revistas y antologías en España, Latinoamérica y
Estados Unidos. Actualmente es profesor de escri-
tura creativa y literatura del suroeste de los Estados
Unidos en el Departamento de Español y Portugués
de la University of New Mexico.

Jorge A. Tapia Ortiz nació en Puruándiro Michoa-


cán, México. Es migrante, mil usos y también está
escribiendo su tesis doctoral para el Departamento
de Lenguas Hispánicas y Literaturas en la Univer-
sidad de Pittsburgh, la cual se titula: "Educación,
comunidad y literatura: condiciones para la emer-
gencia de una literatura indígena contemporánea
(caso Térraba en Costa Rica)".

Jennifer Thorndike nació en Lima, Perú. Ha


publicado el libro de cuentos Cromosoma Z (2007) y
la novela (Ella) (2012, segunda edición en 2014). Ha
participado en antologías peruanas y latino-
americanas, entre las que destacan Acracia Cartonera
Binacional Perú-México (2014) y Voces-30 Nueva
Narrativa Latinoamericana (2014). Ha sido traducida
al portugués y francés. Actualmente sigue un
doctorado en Estudios Hispánicos en la Univer-
sidad de Pennsylvania.
Casa de locos

narradores latinoamericanos
que estudian un doctorado
en Estados Unidos
se imprime por primera vez
en febrero de 2015.
La edición de este libro
estuvo a cargo de
Albán Aira
y
FLC.

P
Narrativa
Latinoamericana
difunde obras de autores
jóvenes latinoamericanos.
¡Hecho con el corazón en México!
!

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