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Universidad de Chile

Facultad de Filosofía y Humanidades


Licenciatura en Lengua y Literatura Hispánica
Seminario de Análisis del Discurso
Profesora Kemy Oyarzún

Cárcel de Mujeres y sus paratextos:


Convergencias entre ser mujer,
escritora, criminal y loca
María Cristina Huerta Fuentes
Miércoles 20 de diciembre del 2017

I. INTRODUCCIÓN

Este trabajo tiene por objetivo analizar discursivamente el texto Cárcel de Mujeres, escrito

por María Carolina Geel en 1956 en prisión, y analizar los distintos prólogos que le preceden:

el de Diamela Eltit y Alone. Diamela Eltit asegura que la narradora cumple la función de

“panóptico” foucaultiano, por lo que uno de los objetivos es caracterizar esta función y

relacionar la obra chilena con Vigilar y Castigar. Desde Foucault también se analizará el

argumento justificador del homicidio, la locura, en cuanto invierte los roles víctima-

victimario en los tres textos.

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Entendiendo la noción del lenguaje como acto performativo desde Judith Butler, se analizará

el concepto de cuerpo y la constitución del género femenino en la obra. La innovación

temática de este relato en cuanto al tratamiento de temas tabú en su época, como el

lesbianismo y el crimen sin arrepentimiento, alumbra sobre el nuevo rumbo de la literatura

chilena del cuerpo escrita por mujeres de la que la literatura de Diamela Eltit es deudora

directa.

El análisis narrativo de las voces de la cárcel se nutrirá a partir del par bajtiniano de cuerpo

interior/cuerpo exterior para explicar el caos de la protagonista que se mezcla con la polifonía

carcelaria. Nuestra hipótesis es que finalmente género, subjetividad e identidad construida en

la narración es trangresora de toda imposición patriarcal y la lógica de victima-victimario.

II. CÁRCEL DE MUJERES

El siguiente apartado está enfocado en el relato testimonial Carcel de Mujeres escrito por

María Carolina Geel durante su estadía en la cárcel publicado el año 1956. El nombre real de

la autora es Georgina Silva Jiménez, conocida crítica literaria, ensayista y novelista que se

dedicó a comentar las obras de otras escritoras chilenas. Perteneciente a la burguesía chilena

de mitad de siglo XX, Georgina le dispara a su amante en medio de una reunión de elite en

el Hotel Crillón. Roberto Pumarino Valenzuela de 26 años, socialista casado y amigo de un

amigo de ella, muere a causa de cuatro balazos ejecutados por la escritora. Este hecho originó

un gran escándalo mediático, por lo que este trabajo se plantea como una relectura tanto de

la obra como del discurso paratextual a su alrededor. Georgina es sentenciada a tres años y

un día en la cárcel, tiempo que se acorta debido al indulto que le otorga el presidente Carlos

Ibañez del Campo pedido por Gabriela Mistral.

El relato se centra en el espacio de la cárcel y sus múltiples relatos polifónicos de historias

singulares y sociales en un espacio social que ella llama la “sociedad del hampa” (25).
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Constantemente se alude al título para la descripción de esta polifonía: “Voces de la Cárcel

de Mujeres: Multiplicidad de voces. Murmullo sin tregua” (31). Cabe aclarar que estas voces

poseen un cuerpo femenino, en cuanto a sexo, género y acto performativo según lo entiende

Judith Butler: El cuerpo posee una representación a través de un lenguaje que vuelve al

cuerpo un signo cultural. En el relato alguien habla y su cuerpo está culturizado por la

performance del sistema sexo-género de lo masculino y lo femenino. El yo-femenino

generalizado se entiende como una materialidad organizada con un cuerpo condicionado y

circunscrito en la convención histórica. Sobre las mujeres hablaré después, por lo que cabe

decir en un principio el contexto Chile en 1956 durante el segundo mandato de Carlos Ibáñez

del Campo. La formación del Partido Femenino de Chile y la inclusión del público femenino

al voto presidencial fue un avance en materia de género, pero el presidente Ibáñez fue

bastante categórico en la llamada ley maldita con respecto a la disidencia política.

Ahora, con respecto al sistema sexo-género hegemónico, las presas poseen una identidad

subalterna en cuanto son mujeres chilenas: “entre todos los nombres que a diario se gritan

(…) nunca se oyen apellidos extranjeros. Todos se registran en la más chilena nomenclatura”

(67). La convención genérico-sexual como la raza o etnia iguala a las presas, en cambio, la

clase social uno de los motivos por los cuales este grupo comunitario de mujeres diferencia

a unas de otras: “Patio por Días, que la piedad de las Hermanas habilitó como refugio para

recibir a quienes tienen una desventura menos o un derecho injusto más: poder pagar. Sin

embargo, las severas religiosas cierran la puerta de este recinto a dos clases de reos: la

meretriz y la ladrona, así, ladrona sin eufemismos jurídicos” (68). Y el segundo motivo de

diferenciación entre las presas es el crimen por el cual llegaron a la cárcel, que se nos muestra

a través de la historia de distintas presas e incluso, en el mismo momento en que la narradora

llega a la cárcel: ““Ya, dicen que vengan las que llegaron hoy por hurto, robo, asesinato y
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otras cosiacas. Las curás que se queden”. Sonreír fue inevitable. (¡Ah, yo no os conocía en

mí, sonrisas temblorosas, muertas antes de nacer!)” (26). La liberación a través de la risa

nerviosa, en un pasado contenidas, se convierten en una especie de liberación luego de

resignarse a ser juzgada por otros, el cuerpo condicionado aún tiene la voz para reír y hablar.

En primer lugar, la historia de María López tempranamente inlcuye temas tabúes para la

escritura de mujeres: “Se excita con su propia rabia y amenaza a alguien. (…) ella extrae, no

se sabe de dónde, una gillette y abre la carne de aquella que despertó su furor. (…) de un

modo inequívoco uno percibe que es lesbiana” (24). El lesbianismo como tema explícito es

entendido como orientación sexual, no sólo en base al deseo, sino que también como amor.

En la cita “(…) las causas: el amor que no se atreve a decir su nombre” (34), efecto del amor:

la acción violenta. En torno al amor, es interesante en cuanto la historia de otra termina siendo

una historia de amor y violencia que también podría ser la de la narradora y de muchas de las

mujeres: “Ese amor misterioso, al parecer tan lleno él de sombras y desesperanzas como el

otro, dejo aquí la impronta de un drama diabólico. La protagonista es una mujer de belleza

nada común, poseída por una pasión que cegó su mente hasta llevarla al acto macabro” (35).

La historia de Adelaida y su “amor pagano” con una mujer en la cárcel, es una de las razones,

por la que esta mujer vuelve a la cárcel. Adelaida no tenía donde ir, y la cárcel se presenta

como un lugar donde refugio, por lo que mata para volver a la cárcel y amar a una mujer.

Pero también el amor heterosexual se presenta en el relato en la historia de Ofelia, quien se

escapa para encontrarse con su hombre: “(…) hay también las que aman al hombre, más

justamente al hombre que no debieron amar” (47). Y la bisexualidad, otro tabú que habrá que

romper, es la historia de María Patas Verdes y la Fresia: “De este hecho contradictorio surgía,

clara, una conclusión: ella es, pues, ambidextra” (51). Cualquiera sea la orientación sexual,

si el amor se relaciona directamente con el deseo, la violencia encontrará su manera de


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aparecer, ya sea mediante los celos o la manipulación. El deseo y el amor asociado a la

libertad, los hacen sentimientos privilegiados dentro del encaustramiento. El constante

recuerdo del exterior desde el interior de la cárcel constituye al espacio de la prisión como

despiadado, cruel y más real: “(…) fue inevitable también recordar que allá, en el mundo de

afuera, se hacen bromas y chanzas sobre aquellos mismos delitos, pero con una noción de

ellos ajena, irreal; acá se practica también la burla, mas, ruda, brutal, ella cae sobre hechos

ciertos, espantables en su impávida veracidad” (26). Desde el interior de la cárcel, también

conocemos la intimidad de la narradora desde su celda y su ventana, en donde mira y es vista

por las otras. El simbolismo de la ventana, que da al “Patio de las Guaguas”, es su entrada a

la comunidad, ya que ella escucha historias y llantos de niño o de mujeres que intentan el

suicidio que también la hacen llorar a ella. El enclaustramiento las alcanza a todas dentro de

la cárcel: “La sangre escapa de mis labios y alcanzo a hacer un vivo movimiento de empezar

a correr hacia ella y llegar allí y mirarla adentro de sus ojos. Pero una presa del Pensionado

no puede pasar al Patio por Días, ni las de aquí pueden pasar a El Proceso, ni las de ése al

Pabellón de las Condenadas” (29). Tanto la historia de las mujeres aisladas dentro de la cárcel

por mala conducta, como Helia “Allá se cerró tras ella la pesada puerta de la Solitaria, que

tragó también su voz” (62), o como María López, a quien se le “arrastra a un calabozo,

llamado La Solitaria, celda subterránea a la cual parecen temer las mujeres casi con

superstición” (24). Este doble enclaustramiento constituiría un elemento disciplinario de

“reformación del alma” según el pensamiento foucaultiano. En Vigilar y Castigar Foucault

hace la historia de los cuerpos y su construcción política del saber-poder desde los métodos

de castigo, y es el cuarto estadío correspondiente a la prisión en donde el saber está basado

discursivamente en la jurisprudencia de la ley, la letra y el derecho jurídico, al mismo tiempo

que el poder como orden institucional no solo reprime, sino reproduce y “reformula las
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almas” de los cuerpos encerrados. Esta disciplina puede ser entendida de mejor manera en la

película “El Chacal de Nahueltoro” de Miguel Littín, en donde aquella conversión del alma

maleable, en términos marxistas, deviene en un reformismo penal laboral en donde la

obtención de la energía necesaria para producir es pilar de la reivindicación de los presos.

Los reformadores pueden ser sujetos tales como profesores, psiquiatras, psicólogos, jueces o

médicos, como también la inserción del sujeto en el mundo laboral con el aprendizaje de una

profesión, como ocurre en la película, donde el Chacal aprende a hacer artesanías en la cárcel.

Tanto el castigo punitivo como la disciplina ponen al sujeto en sujeción, y otra de las formas

en que la institución se hace presente en el relato es la religión, la que la narradora subvierte

mediante el deseo que siente hacia la Madre Anunciación con su sonrisa cautivadora (33):

“¿Por qué a veces ella me observa, dulce y con un imperceptible asombro en su rostro? ¿Y

por qué ese ser tan profundamente, tan diáfanamente religioso, pudo inclinar su afecto hacia

mí que no adoraba a su Dios, hecho que no desconocía?” (40). La narradora se considera

atea, pero aun así se refugia en la iglesia por su atracción a la tranquilidad que era perturbada

constantemente por las distintas voces, “(…) porque estaba allí la paz de la espiritualidad

eterna, aunque la fe no me era dada” (42). La cárcel de mujeres es re(d)escrita según la

doctrina religiosa: “Cárcel de Mujeres. Se piensa en ella y otro nombre acude a la mente,

inevitable: Congregación de las Monjas del Buen Pastor” (63). También, el grupo

comunitario de las religiosas, “Mujeres cuya pureza de alma es capaz de dar el temple

necesario para una convivencia diaria y sin tregua con seres que la vida situó exactamente en

el cabo opuesto de los mandatos morales” (63), se diferencia del “nosotras” de las prisioneras,

“Mujeres para cuya gran mayoría no hay más ley que la violencia, sin más principios que el

deseo” (63), deseo hacia la Madre Anunciación entre la obsesión y la adoración, que puede

interpretarse de manera rebelde y pagana.


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Otra de las formas en que se vigila y se expresa el poder institucional en el relato, es la

inminente presencia de los guardias: “Aquí, allá, por todos lados, seres que se movían como

anguilas voraces enfocando mi rostro yerto. Siempre un guardia a mi lado” (39). Se cuenta

la historia de Regina, mujer que tiene un aborto y “ella sabía bien que el autor de aquello era

fulano el vigilante” (57). Los guardias no sólo están allí para vigilar el comportamiento de

los cuerpos, sino también para dominarlos, violarlos, maltratarlos y denigrarlos. Esta

situación grave le sirve de pie a la autora para proyectar reglas instituciones para los guardias

a futuro: “(…) en el futuro, salvo cuando las pendencias entre las reos requieren las fuerzas

masculinas, ningún vigilante podrá entrar en los recintos que constituyen propiamente la

Cárcel de Mujeres” (58).

La vigilancia transforma al sujeto en objeto, víctima de sujeción y espectacularizando su

encarcelamiento: “Cuando por razones diversas llegan a esta cárcel grupos de gentes, muy

raras son las que olvidan preguntar por aquella que soy. Un día, un oficial con una mujer se

instalaron, sonriendo, frente a la puerta del Pensionado con el aire de quienes declaran: “Aquí

nos estaremos hasta que la veamos”. ¿A quién? A mí, animal de feria” (73). Este sujeto

femenino posee un cuerpo material y simbólico entendido según Mijaíl Bajtín desde la

binarismo cuerpo exterior y cuerpo interior. El cuerpo exterior es el que habla desde un yo

que tiene noción del arte simbólico, y por lo tanto del lenguaje; en cambio el cuerpo interior

puede ser múltiple, fragmentado, dinámico y no habla, sino que grita. Dentro de esta

dialéctica, Bajtín dice que no hay armonía entre el cuerpo interior y exterior, por lo que existe

una circularidad entre el yo ideal (unión y armonía entre ambos) y su desarticulación. Esta

totalidad inestable está siempre en suspenso a desarticularse por medio de la cosificación o

desujetivación del subalterno. Así, la acción de espectacularizar de parte de la presa, o tratarla

como animal de feria, o la violación, conlleva la sujeción del yo del relato. Desde estas
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órdenes que someten al cuerpo, la presión de su pasado también es inminente: “una orden

autoritaria desde la distancia y sobrevino el silencio y con él toda la visión de mi vida. Mi

vida, ¿qué fue? Timidez, huida de la vulgaridad, temor del hombre, anhelo de un aticismo

que no hallé jamás. Soledad” (32). La narradora se constituye identitariamente desde la

negación a toda creencia y desde un anterior sometimiento al hombre, y la vida solitaria.

Poco a poco, dentro de la mezcla de relatos de las demás voces, la presa se va configurando

como un yo individual, a diferencia de las demás: “(…) me separaba de aquella mujer de un

modo neto; no la condición social, ni siquiera la distancia de dos intelectualidades

polarizadas, sino la diferencia pura del mundo de las emociones” (80). El deseo, presente en

ella, no es la única emoción que expresa la narradora, ya que dentro de la narración las

situaciones que rodearon al crimen conocemos su arrepentimiento inmediato: “Fue la noción

de su muerte, de que él moría, y es en el lapso de esa noción donde creo que su brutal realidad

me enajenó. Era una pena infinita, protesta irrazonada como si otro que yo lo hubiese herido.

Yo quería de algún modo resteñar esa sangre, impedir que corriera, porque así él no moriría”

(92). Esta irracionalidad con respecto a un acto propio, es la que me hace leer el crimen bajo

los aspecto foucaultianos de la locura. En La historia de la locura, se define la locura solo

existe en el biopoder y en un contexto histórico: en el reino de la razón lógica moderna, se

encierra a los locos, por lo que la nave de los locos naufraga en la cárcel o en el diván del

psiquiatra. La locura entendida como desvío o extravío se asimila a la condición de vigilia y

de delirio, aterrorizando la salida a la tiranía de la razón. Según lo anterior, la inversión de

los roles de víctima y victimario se basa en esta falta lógica, en donde renuncia a toda defensa:

“(…) sí, yo supe que él quería casarse con alguien sólo cuando el juez me preguntó si por eso

lo había matado. Yo ignoraba ese hecho como ignoraba todos los otros con los que el buen

sentido procuraba justificare entre quienes se movieron ansiosos en mi ayuda” (82), y “(…)
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iba yo experimentando el deseo absurdo de envolver con mis brazos todo “aquello”, los

hechos, su muerte, mi llanto, su nombre y el mío, y substraerlo a esas voces y a otras que tal

vez ruedan por las calles. Algo que ya había observado en mí se hizo vivo, manifestándose

en toda su ilógica: me hieren cuando me defienden y excusan mi acción, y me hieren cuando

me atacan por ella” (96). El propio yo no se deja definir por el otro, al mismo tiempo que ella

ha definido a todas las demás voces, pero la gran diferencia está en el juicio propio, ya que

ella misma se sentencia con la misma muerte: “Razones, causas, razones. Nada sirve de nada.

Aunque hubiera ciento, ¿existe acaso una o pesan todas ellas juntas, hasta la última, cuando

en el otro lado de la balanza aparece su muerte? Yo contemplo eso y me pregunto: ¿por qué

vino el proceso? Hay acciones que físicamente son claras. Si aquello lo fue, ¿por qué no hacer

la justicia humana también físicamente consecuente? Era lo simple y debí morir” (93). La

narradora ha de preferir el suplicio foucaultiano como castigo que vivir bajo la vigilancia y

reformarse.

La inversión de los roles de victima y victimario se basa en uno de los argumentos más fuertes

del relato, el argumento de que él la había elegido a ella para ejecutar su muerte: “Sabía que

había segado su existencia por una crisis que él provocó, pero cuyos elementos profundos

venían de un pasado más lejano, o más bien, estaban ellos como un centro absorbente de mi

sino. (…) yo sentía, escuchaba que en mi corazón palpitaba adentro de mis sienes, que iba a

ocurrir y que ningun poder sobrevendría para evitarlo. (…) Además, ¿por qué lo sentí a él en

todo ese instante como “prosiguiendo” a mi lado?, ¡como si después él fuese contemplador

ajeno, es decir, Dios mío, mi acto era también “su” acto! Yo inclino la cabeza y acepto que

esto sea por todos rechazado” (82). El mismo amante se nombra como el culpable de su

propia muerte, al mismo tiempo que puede ser interpretado como el Dios cristiano. La

narradora establece su propio juicio con ella misma, culpando a su alma, de la cual ya
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habíamos hablado anteriormente, “Era eso. Simple desdicha de un mal que desde siempre

estuvo y de cuya crisis el alma convalece apenas. ¿Curará jamás?” (73), esta crisis del alma

hace brotar eso “mounstroso alienta en mi ser” (9). El alma se considera pura pero con alta

probabilidad de ser corrompida, pero el momento del crimen “(…) lo que quería de verdad

en su desconsuelo el alma era que la muerte no fuese la muerte” (104), y la muerte también

es nombrada como una de las otras culpables: “Frívola muerte que a entre los dos eligió como

ciega” (97). Aunque conozcamos las múltiples razones, motivos o culpables, hay que

entender que la narradora asume su ilógica como cierta, como su propia verdad, aunque sea

ilógica para los demás y sea excluida socialmente por ello, aunque de algún modo ya lo era:

“Porque la zona profunda de mi yo no es accesible a los demás, como la de ninguno de ellos

al otro. Y allí donde se hunden las raíces de lo consciente las sombras empiezan y el propio

yo zozobra” (93). Así, también se hace una diferencia entre los actos del cuerpo y los actos

de la mente: “la pregunta que no ha de cejar jamás: tú, ¿por qué pudiste hacerlo? (…) los

actos nacen con uno. (…) aquella respuesta está ahí, indiferente y fija; pero acá está la

angustia que no acepta nada” (103).

La noche como espacio de la locura, aparecen de forma recurrente en el relato: “Las noches

en un penal son profundamente silenciosas. Cada ciertas horas apenas turba la paz el andar

del vigilante que hace ronda nocturna. El pasa y la quietud cae otra vez a plomo sobre los

pabellones y patios como una forma misteriosa de condena” (28). El insomnio como silencio

y cansancio del alma también abruman a la razón: “Poco más tarde todo calla y uno se hunde

en el sueño y empieza a debatirse entre sombras irracionales. Pero llega el día, y con él las

voces. (…) Voces. Frases cualesquiera u obsenidades quemantes. Gran fondo de voces.

Cacofonía zumbona y doliente, sombrío y herético responso a las ilusiones que han muerto”

(75-78). Pormenorizadamente comprendemos el relato polifónico consciente de sus


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limitaciones racionales, tanto en el plano expresivo del lenguaje como en el social,

evidenciando las de la vigilancia del quehacer humano del sistema hegemónico opresor.

III. LOS PARATEXTOS

Los dos paratextos oficiales de la edición del año 2000 por la Editorial Cuarto Propio son

escritos por Diamela Eltit y Alone, seudónimo de Hernán Diaz Arrieta, reconocido crítico

literario de El Mercurio. Sólo el prólogo escrito por Alone se publica en las ediciones

anteriores al 2000, prólogo en el cual se cuenta cómo éste impulsó a Geel a retomar la

escritura como redención y relegitimación frente a la prensa y la sociedad.

El primer texto que aparece en la edición de la Editorial Cuarto Propio escrito por Diamela

Eltit se titula Mujeres que matan. Este prólogo vincula el tema de la muerte y la escritura

como ejes fundamentales de esta obra, al mismo tiempo que representan una resistencia de

la obra a someterse a interpretaciones impositivas (9). En cambio, el prólogo de Alone

cataloga a esta obra como testimonial y anecdótica para un público burgués que mediante la

prensa espectacularizó el crimen: “Había que dar a luz la obra. No se podía ocultar ese

testimonio. Muchas y diversas serían, como siempre, las interpretaciones sin que, por cierto,

faltaran las corrosivas; pero existía una relación entre la escritora y el público, y eran

numerosos los que tenían derecho a saber, también los que a través de las palabras

impotentes, las renunciaciones con la cabeza atónita, entenderían” (21).

En cuanto a la escritura, Diamela Eltit dice que “(la) obliga a internarse en un exceso de

transgresiones, significa atravesar compuertas intrincadas en las cuales detrás de un delito o

una infracción existe otra y otra y otra hasta conformar un extenso juego de espejos que se

condensan y se funden alrededor de la escritura” (9). Transgresiones que son de la ley y

norma hegemónica, tales como los deseos del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, además

de la interjección antes impensada entre “Mujer, escritura y delito, escritura de delito y el


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delito de escribir se anudaron hasta constituir un paradigma que aún, después de muchos

años, conserva su plena vigencia crítica y teórica” (10).

Eltit define la intención de narrar de otras voces para “perfilarse como una conciencia moral

superior” (11) desde la lejanía. Se convierte en la enjuiciadora del penal “sólo que ella puede

verlas sin que, a su vez, pueda ser observada por nadie” (11), de donde deviene la noción

foucaultiana de “rol simbólico de guardiana, mediante la ejercitación incesante de una mirada

“panóptica” sobre el resto de los cuerpos encarcelados que pueblan el lugar” (11). La noción

de panóptico considera al que ve ausente: un ojo central que ve a todos y usa la tecnología

para vigilar y castigar en nombre de la ley. Pero, personalmente no estoy de acuerdo con

aquello, ya que efectivamente es vista por las otras, incluso espectacularizada y vigilada

constantemente por otros guardias. Lo interesante para nuestra reflexión es el escape del

castigo de la prisión que es la negación a toda imposición racional, hegemónica y

normalizada, poniendo en abismo la enunciación, conllevando la locura y este juego de

espejismos que Eltit destaca.

Baudelaire en su poema Le Voyage dice que los viajeros “que parten por partir” (Las flores

del mal 485) al abismo queriendo salvarse sólo encuentran su propia imagen, ese doble yo

que hemos detectado como reflejo del yo, reflejo de una condenada. Con respecto al crimen

de la narradora, Eltit afirma que “los motivos se diluyen. Cada vez que la narradora empieza

a explorar en su acto criminal, las palabras parecen desviarse o camuflarse o volverse

especialmente elegantes para equilibrar así la violencia de la bala” (12). Pero la violencia o

el mal absoluto lo alcanza todo: “Al adjudicarle al amante la latencia de una pulsión de

muerte, la obra se ubica en la esfera de una relación exclusiva, “maldita”, absoluta, cercada

por la violencia” (12). Al igual que Baudelaire, al final de Le Voyage escribe: “Deseamos

tanto que la lumbre nos quema, / Caer en el abismo, Cielo, Infierno, ¿qué importa?, / Al fondo
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de lo ignoto, para encontrar lo nuevo” (Las flores del mal 495) porque necesitamos vivir el

horror mismo, en el abismo para encontrar alguna respuesta, y la búsqueda, al igual que en

Baudelaire, viene de la mano con la escritura del relato literario a modo de testimonio.

El Prólogo de Alone destaca sobre todo la correspondencia que mantuvo él con la autora y

cómo la motivó a escribir. “(…) libro arrancado a la sangre y a la muerte, que iba

deslizándose ya sombra adentro, se salvara. Los que permanecen vivos tienen esa obligación

de tender la mano a quienes van hundiéndose, sin ánimo ya ni deseo de remontar al aire libre,

con más razón aún si al hacerlo atraen desde las aguas profundas secretos que casi nunca

logran ver la luz" (21). Nuevamente el espacio de la sombra aparece ligado a lo profundo y

lo secreto, de donde la obra nace, del interior de la cárcel, pero también desde un yo en

particular que se ha negado a toda vida en este sistema social. Alone habla del encierro de la

autora: “Su corresponsal ha pensado muchas veces que no hay sitio para escribir comparable

a la celda de un prisionero. No queda, desde luego, otra cosa que hacer ahí. Meditar, leer,

comunicarse con el mundo a través de la incomunicación. ¡Qué sueño! Ninguna interrupción,

fuera de las regidas por un inmutable orden. Ni visitas, ni llamados, ni invitaciones o

tentaciones” (15), alabando el Cuarto Propio como beneficioso, ya que no tendrá relación

con la prensa exterior y de la prensa. El mismo Alone se presenta como intermediario de ella

y la prensa, adjudicándose la intención de obra literaria a él mismo, a lo que pienso que es

un poco arriesgado. Quizá la intención de la autora al diluir los motivos del crimen, o el

mismo gesto de no hablar directamente de ella, el crimen y el culpable, es una rebeldía ante

la imposición del crítico sobre el propio yo que habla mediante el relato.

El espacio de la escritura, en cambio, en Alone se sitúa “Más allá del bien y del mal, en una

región donde ya nada ni nadie importa (…) Desdoblándose en su interior, se contemplaba e

iba diciendo. Primero lo que había en derredor, el infierno de la cárcel de mujeres (…)
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Después, poco a poco, aproximándose con precaución, su historia personal, algo de sí misma,

del caos, en que flotaba, de la confusión que la condujo al estallido” (17). Nuevamente la

idea del reflejo aparece, pero en esta situación, el definir desde la confusión y el caos la propia

reflexión, significa la creencia del sistema hegemónico de tildar la equivocación de error. El

error al errar en las convenciones sociales y actos performativos de la norma sería lo que

expresamente he llamado locura en este ensayo. Alone le llama confusión el hablarse a sí

misma desde un yo que puede ser múltiple al mismo tiempo que se describe la polifonía

bajtiniana como un murmullo de voces de un infierno en tierra. Según Bajtín es interesante

analizar la multiplicidad del cuerpo interior, estos múltiples yoes, que Eltit también apunta:

“Parece, también, pensando, analizando, que en nuestro interior no hubiera una sola persona,

sino muchas. Una de ellas ha cogido el comando y dirige; pero las demás, retiradas,

expectantes, acechan sin cesar. Hasta que les llega su turno. ¡Ay, entonces, de nosotros si

toma el puesto principal la figura siniestra y velada que estaba aguardando! (18). Así, sólo

un yo dentro de los múltiples yo es el que se ocupó de asesinar, ese yo siniestro. Recalca

Eltit: “Es que no somos uno. Es que dentro de cada cual habitan multitudes, y entre ellas,

junto al que figura de ordinario, aguarda un delirante, desesperado ansioso de actuar,

reclamando, acechando. Tenemos dentro nuestro verdugo. Y nuestro juez. La humanidad se

confunde, revuelta, en el seno de cada individuo, partícula suya, resumen histórico, glóbulo

de un torrente” (20). Interesante es cómo se construye internamente, ese cuerpo interior tanto

criminal y asesino como alma que ama, al mismo tiempo que el cuerpo exterior ejerce tanto

el rol del reformador psicólogico de sí misma a través de la escritura; como también

ejerciendo sobre sí misma el rol del monarca que da muerte en el suplicio foucaultiano, ya

que luego de asesinar, sólo esperó recibir la muerte.

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Creo que las intenciones de Eltit y Alone son tremendas, en primer lugar, porque Alone trata

de racionalizar a la autora, y tildar el acto criminal: “para hacerse más misterioso aún y

plantear su secreto en términos imperativos. (…) La escritora razona sin defecto, podría

enseñar a un profesor de lógica el encadenamiento de las ideas. Pero ahí está el acto

tremendo, el dramático disparo. Y luego la resignación inerte, silenciosa, expiatoria.” (20).

Incluso, dice que la muerte aparece sin motivación alguna, siendo que hemos nombrado

anteriormente el análisis de varios de ellos. En segundo lugar, el prólogo de Diamela Eltit

complejiza y se resiste a la interpretación simplificante, y me atrevo a decir que este relato

marca las líneas de la estética de esta autora. Diamela Eltit y María Carolina Geel comparten

una literatura que incursiona en temáticas del sistema genérico-sexual femenino con respecto

al cuerpo, el deseo y la opresión, al mismo tiempo que es un grito de rebeldía que es doloroso

al mismo tiempo.

IV. BIBLIOGRAFÍA

Bajtín, Mijaíl. Yo también soy (Fragmentos sobre el otro). México D.F.: Taurus, 2000.

Butler, Judith. “Actos performativos y constitución de género”. Material subido a u-cursos.

Foucault, Michael. Vigilar y Castigar. Nacimiento de la Prisión. Biblioteca IRC, proyecto

Espartaco. Online.

______________. Historia de la locura en la época clásica III. Biblioteca IRC, proyecto

Espartaco. Online.

Geel, María Carolina. Cárcel de mujeres. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000.

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