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El relato como epigrama. Del Plata al Niágara de Paul Groussac1


Beatriz Colombi

La condición de escritor huésped en el Buenos Aires de entresiglos le


deparó, antes que la marginación, la más indiscutible de las centralidades.
En el número homenaje que le brindó Nosotros en 1929, donde participaron
muchas de las figuras más representativas del campo intelectual de los
treinta, José Bianco lo llama el organizador de nuestra vida intelectual.2 El
consenso (no exento de polémicas) sostenido por sus contemporáneos
declinará con el tiempo, hasta la reciente recuperación y reflexión sobre su
incidencia tanto en la constitución de disciplinas -la crítica literaria, la
historiografía- como en el perfil de la cultura nacional entre el fin de siglo y
las primeras dos décadas del siglo XX.3
El “français déraciné” -francés desarraigado, como solía designarse- se
instaló en una zona límite, adentro y afuera del sistema a un mismo tiempo,
como partícipe y rector de una operación cultural en la que comprometió las
pasiones que sólo las causas nacionales suelen convocar. 4 “Hombre de

1
En Beatriz Colombi, Viaje intelectual. Migraciones y desplazamientos en América
Latina (1880-1915), Rosario, Beatriz Viterbo, 2004.
2
Algunos de estos testimonios dicen: “Groussac ha sido creador en nuestro país de
la crítica científica” (Ramón J. Cárcano, 22), “Groussac nos ha enseñado a construir
la obra histórica” (José Luis Romero,107), “La Francia educadora se nos presentó
en este trabajador serio y sólido, que nos enseñó las primeras nociones del método”
(Alberto Gerchunoff, 63) ,“Le ha incumbido a un extranjero la tarea de organizar
nuestra vida intelectual” (José Bianco, 81). En el número también colaboran Jorge
Luis Borges, Alejandro Korn, Ricardo Levene, Alfonso Reyes, Roberto Giusti, entre
otros. Nosotros, a. XXIII, n. LXV, 1929. También la revista Síntesis, Artes, Ciencias
y Leras, a. III, n. 27, 1929, le dedicó artículos de Juan Canter, Narciso Binayán y
Amado Alonso.
3
Véase Ricardo Piglia Crítica y Ficción (1990), Miguel Vitagliano “Paul Groussac y
Ricardo Rojas o el lugar de los intelectuales” (1999), Miguel Dalamaroni “Literatura y
Estado (Payró, Groussac, Lugones)” (2000), Alejandro Eujanian “Estudio preliminar”
a Los que pasaban (2001) y “Paul Groussac y la crítica historiográfica” (2003).
4
Alejando Eujanian señala que la elaboración de su autoimagen responde a la
conjunción de marginalidad y omnipresencia, paradoja que define muy bien su
estrategia de incorporación al medio extranjero (Eujanian 2003).
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frontera” lo llamó Alfonso Reyes, quien proporcionó una interpretación


psicoanalítica de su condición migrante fundada en dos traumas, el de la
adolescencia que lo empujó al viaje y justificó esa “acritud de censor
insobornable” y el “complejo de nostalgia” de Francia, que lo acompañó
como una fastidiosa carga durante toda su larga vida. 5 Migrante rara avis,
versión aggiornada del viajero conquistador europeo, Groussac desplegó
múltiples estrategias para consolidar la norma cultural francesa como
garantía de esa “empresa civilizadora” que se propuso en su destino
rioplatense. Sus intervenciones asentaron el prestigio de lo que llamó la
“civilización latina”, que entró en un campo discursivo de disputas y
contaminaciones con otras formaciones identitarias o metáforas culturales en
el novecientos. El acercamiento a Paul Groussac en este capítulo busca
establecer la articulación entre sus textos de viaje y la proyección de una
versión del latinismo finisecular. Particularmente en Del Plata al Niágara las
sociedades se le ofrecen como un gran desierto o un confuso bazar donde
deposita una mirada orientalista desfasada en el espacio y en el tiempo. Uno
de los desprendimientos de este escrutinio es el discurso calibanesco del
cual se vuelve el primer adaptador y difusor. Sus figuraciones determinan
una de esas ficciones del viaje -el poder de la narrativa viajera sobre la
representación de los espacios (Said 1990)- que operará de modo
persuasivo sobre el imaginario de los intelectuales hispanoamericanos en el
fin de siglo.

Viaje intelectual
Groussac equiparó al viaje con la lectura, lo consideró una vía para el
conocimiento tan lícita como el estudio y, como no podía ser de otro modo, la
práctica y el género no quedaron excluidos de sus intereses, mucho menos
5
Alfonso Reyes, “El secreto dolor de Groussac” (Nosotros 1929: 208-209)
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de su intervención reflexiva. Era, por otra parte, un “método experimental”


per se, además, un género que conjugaba la exactitud de la ciencia y las
bondades del arte, una modalidad casi hecha a su medida. Con el título de El
viaje intelectual. Impresiones de naturaleza y arte, publicó dos series en 1904
y 1920, respectivamente. En ambos casos reúne escritos de muy distinto
carácter y época. La primera serie consiste en artículos fechados entre 1884
y 1908, siendo la gran mayoría de la década del 90. La segunda tiene
procedencia más diversa aún, desde los escritos en ocasión del viaje a
Montevideo y París de 1883 -que pueden leerse como una unidad- hasta el
viaje a Iguazú de 19136. Al previsible cambio de escenario geográfico, se
añade el inesperado efecto de salto temporal y a éste se suma la
sorprendente heterogeneidad temática. Estamos frente al típico libro-
miscelánea de fin de siglo que da cabida a artículos de prensa, conferencias
y escritos inéditos, en una convivencia muchas veces forzada,
compendiando estampas de escritores ilustres, espectáculos naturales,
pasajes autobiográficos, ensayos, intervenciones públicas, bibliográficas y
crítica literaria.

6
Entre una y otra serie, se ubica la gira de 1893 que da lugar a Del Plata al Niágara.
60

El hecho no pasa desapercibido para Groussac. Por eso la


justificación de esta promiscuidad textual será el eje de los prólogos donde
su autor salta del tolerante “muestrario” al implacable “cajón de sastre” para
llegar al conciliador “viaje intelectual”. Esta fórmula le permite acogerse al
amparo de un género particularmente digresivo y metafórico, así como
usufructuar las ventajas de la distancia (el “viajero” siempre está afuera de la
circunstancia que contempla). El sintagma “viaje intelectual” remite también a
una tradición letrada a partir de la cual muchos escritores pudieron no tan
sólo transmitir sus “sensaciones”, o incidir en la transformación de los
discursos sobre la representación de las sociedades, sino también dar curso
a una escritura de la memoria, que muchas veces se transforma en
autobiografía intelectual. En el prefacio a Los que pasaban apunta que el
relato de viaje, así como la memoria y la carta, es un género
“necesariamente personal”, por eso aloja a un yo siempre protagónico,
enunciado que se ajusta al modo egotista con que Groussac describe los
fenómenos:

Le moi est haïssable. Es cosa sabida; y también lo es que, al formular su riguroso


anatema, Pascal apuntaba a Montaigne en cuyos Essais (que nadie conocía ni
admiraba más que su censor), el yo retoza perdidamente. No debe abusarse de una
sentencia que, tomada al pie de la letra, condenaría en globo tres o cuatro géneros
literarios –memorias, epístolas, relaciones de viaje, etc.- necesariamente personales
y a los que debemos no pocas obras maestras. (Groussac 2001: 43).

Es así que la puesta en escena de una trama autobiográfica en El


viaje intelectual (primera y segunda serie) permite acceder a distintos
momentos de su trayectoria intelectual. Desde el joven literato que vuelve a
su Francia natal, hasta el avezado crítico que puede dictaminar sobre
cualquier materia, nacional o internacional. Estos dos momentos se
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superponen en la lectura donde el joven profetiza al viejo en el texto y el viejo


le habla y corrige al joven en las notas a pie de página. El desdoblamiento
entre texto y nota, entre el pasado de la escritura y el presente de la
enmienda, fue una de las marcas más distintivas de su estilo, conduciendo a
textos si no polifónicos, al menos, notablemente dialógicos entre más de una
temporalidad del mismo sujeto. El procedimiento fue tan conscientemente
narcisista que Groussac llega a preguntarse sobre la evidente fatuidad de su
empleo en Los que pasaban: “¿habrá realmente inmodestia en compararse
uno a sí mismo y cotejar su yo de hoy con el de ayer?” (Groussac 2001:
166).
Temporalidades simultáneas (hoy-ayer) así como espacialidades
ubicuas (aquí-allá) definen al migrante, quien, según Abril Trigo sufre
siempre una fractura de identidad: “Toda migración constituye, no obstante,
una experiencia traumática de tipo acumulativo cuyos efectos, no siempre
visibles, promueven una ‘crisis radical de la identidad’. (Trigo 2000: 273). El
egotismo de Groussac puede ser leído como una estrategia de afirmación de
una identidad escindida. Pero no es la sicología sino la teoría del
determinismo el instrumento teórico del que se vale para analizar su duelo de
desprendimiento:

He sufrido, pues, la ley del medio; y acaso más intensamente que otros, habiendo
nacido y educádome en Francia, para sufrir, en pleno desarrollo, tan brusco
trasplante y cambio de atmósfera. A la operación siempre delicada de ingerir en un
cerebro adulto un nuevo instrumento verbal, se agregaba en mi caso la
permanencia en un ambiente exótico, que no es el del tronco ni propiamente el del
injerto (Groussac 1904: 9).

Tronco, injerto, trasplante, las metáforas provienen de las ciencias


naturales que legitiman todo juicio que se precie de veraz, y a partir de ellas
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Groussac traduce su desarraigo como una “perturbación orgánica”,


argumento central de su captatio benevolentiae. Enunciadas las
“dificultades”, “dolores” y “aflicciones” predispone a su lector a ser indulgente
con su “prosa francesa de emigrado”. También en el caso de la lengua aplica
la doble perspectiva del joven y el adulto y los años que separan la escritura
de la edición de los textos le permite evaluar con satisfacción los progresos:
”Salvo algunos galicismos, más gordos de los que ahora se me escapan –o
cometo a sabiendas- veo que en lo principal, ya poseía entonces todo el
vocabulario castellano –a la verdad no muy opulento- que hoy me alcanza
para el gasto” (Groussac 1920: XIII). Desde el español rudimentario que
aprende hacia 1870 entre vascos y paisanos en lo que llamó su “pasantía de
ovejero” en San Antonio de Areco, “iniciación algo somera en la elocuencia
castellana” (Groussac 2001: 53), hasta los primeros escritos en la “media
lengua” o “el cuasi castellano” de su Ensayo histórico sobre el Tucumán
(1882), para llegar, pasado los años y completada la instrucción, a las sutiles
anotaciones de filólogo frente a los usos pronominales de los provincianos
(inmigrantes) en la capital. Como cuando escucha a Nicolás Avellaneda y
apunta: “quedé mucho tiempo perplejo ante esa ecuación de tú y vos”
(Groussac 2001: 204), o cuando subraya en Sarmiento la mezcla continua de
persona en singular y verbo en plural, “v.gr., tu sois, te váis, etc. Solecismo
en él inextirpable a pesar de vivir tantos años en Chile, codeándose con
Andrés Bello y sosteniendo con él polémicas literarias!” (Groussac 1920: 9).
Groussac contaminó el español de matices, nuances, flexiones nuevas que
le aportaron prestigio y hasta una cierta impunidad, como señala Ezequiel
Martínez Estrada: “Toda su preocupación la puso en crearse un instrumento
de expresión irreprochable, que nadie pudiera quebrarle, porque era en
defensa de su vulnerabilidad.” (Martínez Estrada 1967: 113) . La lengua
francesa le garantiza precisión, estilo y maleabilidad, características
ausentes de la prosa española finisecular que considera aquejada de
63

“floripondios”, “pompa retórica”, redundancia: “Es la trompeta de bronce,


estrepitosa y triunfal, empero sin escala cromática” (Groussac 1925: XIX).
Aboga por un “estilo argentino”7 que tienda a la “sancta simplicitas” y el
pedido evidencia el otro procedimiento de autorización de su prosa -la cita
clásica. Su modelo es, podemos inferir, la clase de Renan analizando un
pasaje de la Biblia en hebreo en la École de France. Como el maestro
francés, exhibe una erudición filológica que excede sobradamente la de su
público lector. Y es este exceso lo que le otorga también esa autoridad
intelectual que fácilmente se desliza hacia el autoritarismo.

Visita a hombres ilustres, parodia y grand tour


Para ocupar el lugar del viajero intelectual, Groussac desautoriza a
dos grandes escritores-viajeros del siglo XIX, Victor Hugo y Sarmiento. Al
primero, en “Vistas parisienses”8, relato de la visita a París de 1883, ciudad
donde permanece durante casi todo ese año. Después de diecisiete años de
residencia en la Argentina, vuelve a Francia repitiendo, como tantos otros
escritores hispanoamericanos, la peregrinación en búsqueda de
reconocimiento en otro espacio, que en su caso es, paradójicamente, el
propio. En la huella de esta tradición Groussac realiza tres visitas, primero a
su admirado Renan en el Colegio de Francia, luego a Edmont de Goncourt y
por último a Victor Hugo, pero en lugar del dios tutelar de su adolescencia
literaria, encuentra un anciano somnoliento que se esfuerza por cumplir un
burocrático ritual:

7
Groussac participa en una polémica sobre el idioma nacional en 1891 y frente a las
propuestas “criollistas” su posición será conservar la lengua española, tradición viva
de la raza –concepto ligado al pensamiento de Renan-, pero apartándose del uso
literario a la manera española. Véase el análisis de esta polémica en Arturo Costa
Álvarez, “Groussac y la lengua” (Nosotros 1929: 119-128)
8
Reunido en Viaje intelectual. Segunda serie (1920).
64

La verdadera razón del desgano, que todos sienten y nadie expresa, es que no se
había venido sino a oír al que calla, para llevarse y conservar como reliquias sus
menores palabras. Pero no hay quien se atreva a perturbar la muda y al parecer
honda abstracción del maestro taciturno. Se le ve por momentos dejar caer sus
párpados sobre la incierta mirada; y cuando, a ratos, -engaño melancólico que en
otro movería a sonrisa,- percibe un sonido articulado en algún grupo, suele
inclinarse a medias en vago ademán de agradecimiento. Por efecto de la costumbre,
la última noción consciente, que sobre su adormecimiento queda flotando, es que
toda frase ante él pronunciada ha de contener una alabanza; y por eso –detalle
entre ridículo y chocante- saluda en torno suyo, a la ventura.” (Groussac 1920: 119).

Como resultado, no obtiene una charla, ni siquiera en la media voz de


la causerie, una palabra, una mirada de aprobación del gran vate, que
muchos ya estiman muerto como dice al pasar, y concluye “He venido tarde.
El gran poeta está muy viejo para maestro y yo también para discípulo”
(1920: 125). Desmorona en este relato, jocosamente irreverente, el “culto
hugolátrico”, consumando algo más que un parricidio literario. Si el encuentro
con el maestro era la convalidación de una carrera y la señal confirmatoria de
una vocación, la experiencia en el salón parisino le ofrece la contracara de
esta promisoria expectativa. Inaugura, con la sutil parodia del encuentro, una
redefinición del protocolo del reconocimiento. Pero la ceremonia perdurará
de modo vicario en los monumentos. Unos años después, en 1907, Ricardo
Rojas visita la casa de Víctor Hugo, un viejo edificio de Place des Vosges,
convertido en sitio histórico por la Municipalidad de París. Como concurre un
día lunes, cuando todos los museos de la ciudad están cerrados, tiene el
privilegio del recorrido exclusivo guiado por la conserje, celosa guardiana de
los objetos y del recuerdo del insigne escritor. Si Rojas no obtiene el
reconocimiento del maestro al menos se hace merecedor de la aprobación
de su cicerone, quien luego de un nutrido intercambio de datos y lecturas
65

“empieza a tratarme como a un visitante digno de aquella casa” (Rojas


1908). En estos mismos años Horacio Quiroga, Rubén Darío o Gómez
Carrillo comprobarán las falacias de la peregrinación hacia el dómine, uno de
las prácticas más persistentes del viaje letrado.9
Groussac hace de otro viajero -quizás el más ilustre en la tradición
nacional- el blanco de similar operación en “Sarmiento en Montevideo” (Viaje
intelectual, 1920). Su itinerario se sobreimprime en varios puntos sobre el
mapa del viajante de 1846, a quien encuentra casualmente en Montevideo,
camino a París. Se trata de un Sarmiento achacado y sordo –se diría, una
anticipación de Victor Hugo- al que reverencia y corrige, admira y remeda.
Adquiere los Viajes en una librería próxima al hotel, donde ha coincidido con
el visitante argentino: “Compro el libro de los Viajes, menos sabido que el
eterno Facundo, y, vuelto a mi cuarto, bien repantigado en el sofá de
esterilla, único lujo de la vivienda, me pongo a releer los primeros capítulos.
Son los que tienen, a mi ver, lo más interesante del libro; y esto, no sólo en
razón de mis actuales circunstancias viajeras, sino porque allí escribió
Sarmiento de lo que –exceptis excipiendis- realmente entendía y sentía”
(Groussac 1920: 8). Lee relajado y con evidente fruición. Pero lee y corrige.
Así apunta que en la primera edición donde dice “baluartes”, debía decir
“bulevarderos”. Más adelante señala otras imprecisiones. La isla de
Robinson Crusoe no era la isla de Más afuera, sino la de Más a tierra;
además, Sarmiento confunde a Cook, que nunca estuvo allí, con Anson. La
nota al pie funciona como lugar de crescendo irónico de la fe de errata, de
modo que lo que se dice en clave de humor en el cuerpo del texto, se
extrema en clave de escarnio en la nota: “Sarmiento, como su amigo Vicente
F. López, profesó siempre el más soberano desdén por la exactitud, debido

9
En los relatos de viaje del siglo XX una de las más memorables entrevistas es la
de Paul Theroux a Jorge Luis Borges, “El subterráneo de Buenos Aires” (Theroux:
1981: 311-323).
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en parte a la falta de disciplina intelectual, pero mucho más, quizás, a un


achaque de la raza” (Groussac 1920: 8). El viejo escritor argentino escapa a
la precisión y profesa todas las formas de la “inaccuracy”: del solecismo a la
anfibología, esto hace de su prosa una extraña combinación de robustez y
barbarismo, de “purismo remilgado” y “desenfreno churrigueresco”. Su
genialidad es producto de motivos aleatorios: “En lo intelectual: un
autodidacto, admirable escritor de instintiva espontaneidad, y educador motu
propio, con información rudimental, ocasional, en cuyo campo enmalezado
brotan las intuiciones geniales junto a errores primarios y lagunas infantiles;
un cerebro tumultuoso cuya amplitud caótica remeda un cielo cargado de
espesos nubarrones, en que, a falta de la apacible luz solar, se cruzan
deslumbrantes relámpagos” (1920: 7).
El grupo argentino que acompaña a Sarmiento se propone una visita
al Salpêtrière montevideano para tener, desde su altura, una vista que
promete ser excepcional de la ciudad. Camino al lugar, Groussac señala las
discordancias entre recuerdo y escritura en su personaje: “A pesar de lo
difícil que fuera a ratos oírle bien, por entre las ruidosas sacudidas del coche
en el empedrado, no he dejado de comprobar de paso que algunas de sus
reminiscencias actuales están en contradicción con las antiguas,
consignadas en su libro de Viajes.” (1920: 20). Ataca precisamente aquello
que convalida a cualquier viajero, su memoria, Sarmiento vuelve a la escena
de los hechos y cambia las versiones. Una vez alcanzada la terraza del
edificio, objetivo último de la expedición, Sarmiento permanece indiferente a
la vista, nueva renuncia a su viejo papel: “Después de pasar una mirada
distraída y casi indiferente por la maravillosa perspectiva que ante nosotros
se desenvolvía, volvió a bajar, solo, como había subido” (1920: 26). Si el
escritor está sordo y un poco loco, el viejo pasajero se ha vuelto insensible al
panorama. Y es el momento del relato en que Groussac aprovecha para
introducir “su pasaje”, lírico, pictórico y pintoresco, digno representante de
67

una “escritura artista”: “Era la hora en que el mar de lapislázuli se hincha


blandamente a la brisa acariciadora, cual seno de mujer adormecida. La
atmósfera, de elísea transparencia, perfila las naves ancladas en la rada”
(1920: 26). Asestando su golpe de gracia al personaje, argumenta que
Sarmiento nunca fue un buen descriptor ni paisajista, dotes literarias
negadas al que llama, en nota al pie, el “Chateaubriand cuyano”. Reparará
más tarde la evidente exageración de su retrato de 1883. En el artículo que
escribe en ocasión de la muerte de Sarmiento en septiembre de 1888 dirá
que es el representative man del intelectual americano producto de “dos
textos entreverados”, “la mitad de un genio, único ejemplar de su especie en
la historia patria” (1904: 30), otorgándole las virtudes del baquiano y
negándole las del rastreador. Como siempre, valiéndose de la ambigüedad
del litote, pas mal.

Del Plata al Niágara10


Groussac viaja entre marzo de 1893 y enero de 1894 por Santiago de
Chile, la costa del Pacífico, Lima, Colón, Belize, Panamá, México, California,
Utah, culminando la gira en la Exposición Internacional de Chicago y una
breve visita al Niágara. Su itinerario coincide, en algunos puntos, con el de
Miguel Cané de 1882 -Colón, Panamá, New York, el Niágara- que da origen
a En viaje (1884). También como Cané hace de su relato de viaje un
diagnóstico del continente, pero a diferencia de un cierto optimismo del

10
Las notas aparecieron originariamente en La Nación, La Biblioteca y Le Courrier
de La Plata y fueron recopiadas en libro en 1897. En una “Notice bibliographique”
escrita en mayo de 1924, donde se reconoce como “escritor francés e
hispanoamericano”, señalaba que este libro era considerado “a los ojos de algunos,
como su mejor obra” (Benarós 11998: 37).
68

argentino11, tiene una mirada despectiva, como un rígido inspector de


escuelas que examina a pobres establecimientos de frontera:

¡Oh! ¡el espectáculo político de esta América española, que acabo de atravesar y ya
conozco casi en su conjunto, es sombrío y desalentador! Por todas partes: el
desgobierno, la estéril o sangrienta agitación, la desenfrenada anarquía con
remitencias (sic) de despotismo, la parodia del “sufragio popular”, la mentira de las
frases sonoras y huecas como campanas, los “sagrados derechos” de las mayorías
compuestas de rebaños humanos que visten poncho o zarape y tienen una tinaja de
chicha o pulque por urna electoral, -el eterno sarcasmo y el escamoteo de la efímera
y vigésima Constitución (Groussac 1925: 207).

Ciencia y conciencia de superioridad se conjugan haciendo de su


excursión por los países del sur un ejercicio más de megalografía. 12 En el
comienzo del relato emerge un viajero positivista que procura imponer al
discurso del viaje -como lo hizo con la historia o la crítica literaria- un método.
Sus anotaciones quieren apartarse de cualquier imputación de subjetividad,

11
“Recibimos un mundo nuevo, bárbaro, despoblado, sin el menor síntoma de
organización nacional ¡mírese la América de hoy, cuéntense los centenares de
millares de extranjeros que viven felices en su suelo, nuestra industria, la
explotación de nuestras riquezas, el refinamiento de nuestro gustos, las formas
definitivas de nuestro organismo político, y dígasenos qué pedazo del mundo ha
hecho una evolución semejante en medio siglo.” (Cané 1996: 14-15).
12
El desplazamiento a contrapelo de las propuestas de Groussac, al menos para los
países del sur, es la gira de Manuel Ugarte de 1911-1913, evocada en El destino de
un continente (1923) donde uno de los propósitos centrales será la refutación de las
teorías raciales. También José Vasconcelos en el marco de su gira por Brasil y
Argentina reunida en La raza cósmica (1925), confronta nominalmente el
darwinismo social y el pensamiento positivista, no obstante, termina esgrimiendo un
mestizaje con restricciones, sustentando una teoría biologista de la “eugenesia
estética”, para conformar una raza cósmica que tendría su asiento en América: “Los
tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte
podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las
estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas” (Vasconcelos 1980:
31).
69

por eso se apoya en una retícula que oficia de contralor de cualquier juicio
apurado:

Sobre un breve resumen de datos y rasgos significativos procuraré asentar un juicio


hipotético, una conclusión provisional, que someteré luego a la contraprueba de mis
observaciones sucesivas. Aunque fugaces y fragmentarias, éstas serán
relativamente probantes si concuerdan con la teoría. No creo que exista otro método
para que la impresión casi repentina del viajero que no es simple descriptor, alcance
alguna eficacia documentaria.” (1925: 10).

Durante toda la gira desde Chile a México, y entrado en los Estados


Unidos, el observador tendrá actitudes de frenólogo y, a pesar de haber
refutado en “Estigmas físicos del genio” las teorías de Lombroso, puede
recurrir a ellas siempre y cuando le sirvan para habilitar el juego satírico que
caracteriza a su escritura. Los cuerpos tendrán su propia elocuencia, sobre
todo cuando se trata de otras razas. Por momentos la causticidad requiere
una suspensión de la credulidad, como en Mérida de Yucatán donde
confirma la “ley transformista” de la adaptación de un órgano a su nueva
función. Lo hace al reparar en que los aguadores llevan la carga en la frente
en lugar de la espalda porque “No teniendo que emplearla en pensar, lo que
sería una sinecura, la cabeza ha vuelto a ser para ellos una vértebra, como
en su origen anatómico” (1925: 153). La hipérbole busca la reacción hilarante
del lector antes que la “eficacia documentaria” del viajero. El procedimiento
crea un efecto paródico tanto de lo observado como de la herramienta de
observación (el discurso de la ciencia) quedando ambos invalidados. En
estos momentos el positivista confronta con el satírico pero le cede,
complacido, el lugar. La dicción más característica de este último será la
perífrasis, que asistida de la urbanidad y la elegancia, se hará cargo de las
contorsiones más arbitrarias del discurso.
70

Las hipótesis tranquilizan, las tipologías conceden seriedad y peso al


relato que apunta a destrabar el enigma del atraso americano. Las jerarquías
son otro modo de establecer un orden y sustraerse a la fragilidad de las
“impresiones” viajeras, así Chile y Argentina son “civilizaciones secundarias”,
mientras México y Perú “civilizaciones primarias” -como Egipto y la India. En
México se manifiesta el viajero-historiador que, frustrado por la falta de
vestigios del México antiguo, se consuela diciendo que tampoco quedaba
mucho de Jerusalén cuando Chateaubriand o Lamartine la vieron surgir entre
las mezquitas turcas, comparándose con aquellos primeros viajeros-
arqueólogos y orientalistas. El paralelismo desliza una secreta complacencia,
sentirse como ellos un ojo distante y jerárquico autorizado para representar y
juzgar la civilización diferente.13 Una vez frente al trópico, el higienista y
veedor de las sociedades atrasadas y débiles adopta el rol del viajero
extasiado. Pero a diferencia de Humboldt, la naturaleza no redime ni cambia
sus argumentos respecto a América. Groussac repite la misma lógica
distributiva eurocéntrica que había asignado a América el beneficio de su
naturaleza en desmedro de su cultura. En la adjetivación se concentran las
operaciones para desautorizar a las sociedades americanas; en ellas todo es
advenedizo, artificial o postizo y el intelectual americano no escapa a la
impugnación.14 Su argumento para desprestigiar a este sector -al que
13
En su reseña sobre Del Plata al Niágara, Manuel Láinez señala esta simetría,
buscada por Groussac y aceptada por sus lectores (y evidentemente, también por
su crítico): “Ni Larroument ni Deschamps, cuyos libros similares, por un acaso feliz,
tenemos a la mano, han puesto tanto de sí mismo al servicio de la observación
recogida sobre el terreno, en sus viajes por los caminos de Asia y los vericuetos del
Levante, como Groussac visitando estas tierras calientes y desoladas de las costas
de esa Siria americana y de los países calcinados del Pacífico, plantados ahí como
un problema de estilo al viajero literario.” En El Diario, Buenos Aires, 20 de
noviembre de 1987.
14
Sostiene en Los que pasaban: “En aquel entonces (1860), la actitud del intelecto
argentino, así en el arte y la ciencia como en las aplicaciones prácticas, era
francamente discipular. (¿Habrá mucha diferencia con la presente, no siendo que
hoy se disimula o disfraza lo que entonces se confesaba ingenuamente?)”.
(Groussac 2001: 210)
71

describe con notable iniquidad- radicará en la imitación, la falta de


originalidad y el carácter epigonal.

Un viajero (agente) francés en Porcópolis


David Viñas señala que Groussac asume un punto de observación
fluctuante y a la vez distante, la ventanilla del tren en movimiento, que le
provee “lateralidad” y posibilidad de “espionaje” y “curioseo irónico” 15. Creo
que esta mirada no es exclusivamente un fisgoneo indiscreto para alimentar
su ya excedida ironía. Todo lleva a pensar que Groussac se comporta como
un “agente francés” en busca de evidencias domésticas o públicas para
sostener el “discurso latino”. Y si su lugar de observación está
aparentemente protegido por el vidrio, el mirador está lejos de ser aséptico,
por el contrario, el tren resulta un espacio especular de lo que encuentra del
otro lado: “Cuando, por ejemplo, el sirviente negro bebe en nuestros vasos,
se zambulle en nuestro lavabo y concluye su horripilante toilette a nuestra
vista y paciencia, siento en mi epidermis el roce brutal de tanta democracia”
(1925: 258). Para su disgusto, la democracia no puede ser examinada sin
contaminarse con ella. Desde el camarote husmea el interior de la casa del
jefe de estación y a través de las cortinas de muselina descubre algunas de
las recónditas virtudes nacionales: el orden y el aseo. Luego agregará otras,
como la solidaridad y la fraternidad. Pero no muchas más a lo largo de ocho
meses y doscientas setenta páginas. Su relato, insensible a cualquier opinión
sopesada y tentado en todo momento por la moquerie, se acerca al tono de
Pobre Bégica de Baudelaire, donde el viaje es entendido como un ejercicio
del agravio.

15
En “Groussac: las ironías y los privilegios” Viñas lo caracteriza como un “turista
señorial” consustanciado con los valores de los gentleman del 80 (Viñas1998).
72

Detengámonos un momento en el significado del evento al que


concurre Groussac. La World’s Columbian Exposition fue la conmemoración
más importante del descubrimiento de América en el continente y la más
grande feria internacional del siglo desde la inauguración del Crystal Palace
de Londres en 1851. Había sido pensada como una celebración de la
civilización norteamericana y convalidación de su nuevo liderazgo mundial en
cultura, comercio y tecnología. De mayo a octubre de 1893 alojó a más de
veintisiete millones de visitantes que tomaron contacto con los nuevos
avances tecnológicos, en particular la electricidad, el teléfono, el fonógrafo y
el cine. A partir del énfasis otorgado a las artes en todas sus
manifestaciones, con importantes exhibiciones de pintores americanos y
europeos, los organizadores impulsaban la consigna de una nueva América
en paridad con Europa. El slogan progreso con refinamiento fue impuesto por
los voceros oficiales de la feria y reproducido por todos los periódicos y
comentaristas de la época. Con la excepción de Groussac que se dedica a
contradecirlo sistemáticamente en su visita, y ni siquiera hace la más mínima
mención al celebrado pintor americano de la época, el retratista de la
burguesía americana, John Singer Sargent, una de las principales
atracciones culturales del evento. 16 Podríamos, inclusive, inferir que el
discurso calibanesco que aquí se precipita -su retórica de la confrontación,
sus argumetos ignorantes de cualquier medida en la afrenta- nace como
respuesta a la explosión nacionalista norteamericana de 1893.
La metáfora predilecta del país es el mamut: “‘Mammoth’ es el símbolo
yanqui de la magnificencia, de la grandeza, de la belleza natural y artística”
(1925: 318). La prosopopeya animal, se sabe, es una de las constantes del
16
La World’s Columbian Exposition es considerada como un hito de la
modernización de Estados Unidos en el fin de la Gilded Age. Véase Robert W.
Rydell (1984) All the World's A Fair: Visions of Empire at American International
Expositions, 1876-1916, Chicago, University of Chicago Press y .Alan Trachtenberg
(1982) The Incorporation of America: Culture and Society in the Gilded Age. NY: Hill
& Wang.
73

discurso orientalista. Flaubert compara a los árabes con monos en sus


Cartas del viaje a Oriente (1849-1851), otro tanto hace Kipling con los
japoneses en su Viaje al Japón (1889). Pero en Groussac importa más la
magnitud que la analogía zoológica y el gigantismo será el tópico articulador
de todas las percepciones: “Todo es aquí excesivo, recargado,
desproporcionado” (1925: 337), las sequoias gigantescas del Yosemite
Valley, el Yellowstone Park, el Niágara, el Capitolio de Washington, el
Auditorium. George Simmel sostiene que toda impresión estética está
determinada por dos factores, la forma y la magnitud. La medida tiene la
capacidad de alterar la forma, ya sea por la magnificación o minimización del
objeto e incide en el valor estético que asignemos a lo contemplado o
representado. En el paisaje alpino la significación reposa más en la magnitud
que en la forma, ya que de esta propiedad deriva su carácter trascendente,
su capacidad de simbolización y el sentimiento de liberación que proporciona
(Simmel no alude a lo sublime, pero está implícito en estas atribuciones). 17
Pero la magnitud, como toda alteración de las proporciones, puede tener
también otras connotaciones. El gigantismo es una figura común a muchos
de los relatos sobre Estados Unidos desde mediados del XIX. Sarmiento
observó la dimensión fuera de escala de los “hoteles monstruos”, como el
San Carlos, que llegó a comparar a los falansterios, como un programa
social utópico en espontánea realización. Con todo, en Sarmiento el gigante
nunca es cíclope ni monstruo amenazante: “No es aquel cuerpo social un ser
deforme, monstruo de las especies conocidas, sino como un animal nuevo
producido por la creacion política, extraño como aquellos megaterios cuyos
huesos se presentan aun sobre la superficie de la tierra” (Sarmiento 1993:
290). En Groussac, en cambio, el gigantismo se relaciona con el escaso o
nulo valor estético que encuentra en los Estados Unidos, por eso impone a
su representación las variables de la percepción del objeto kistch (que opera,
17
“Los Alpes” (Simmel 1988: 125-131).
74

como señala Abraham Moles, con la alteración de los tamaños). En


Groussac la magnitud se relaciona con lo informe y grotesco, lo “incompleto,
insuficiente y grosero” (1925: 302), también con lo bárbaro o salvaje, por eso
encontrará la sistematización de todas estas constantes en la imagen de
Calibán. Rubén Darío se vale del mismo repertorio figurativo en textos como
“Edgar Allan Poe” o “El triunfo de Calibán” 18, tema sobre el que volveremos
en el próximo capítulo. Por su parte, Justo Sierra dirá que es el país de las
“hiperbólicas dimensiones” y todo le resultará enorme o colosal, en particular,
durante su inspección del Capitolio en Washington. Si bien Martí no acude
explícitamente a esta convención la inclusión de los “gigantes” al comienzo
de Nuestra América es una asociación con estas representaciones, pero en
su caso la magnitud no es torpeza estética sino peligro político. O amenaza
de hegemonía económica: “El monopolio es un gigante negro” (Martí 1964 X:
84-85).
Si el gigantismo atenta contra la proportio, la mezcla desafía la
dispositio. La ciudad es un “carnaval arquitectónico” donde se suceden
columnas y capiteles -base románica, cuerpo medieval, cúpula
Renacimiento- plagios y “rapsodias” de fórmulas extranjeras, que en su
conjunto asemejan un “volapük de la arquitectura” (1925: 340-341). 19 El

18
“’Tenemos –dicen- todas las cosas más grandes del mundo!’ en efecto, estamos
allí en el país de Brobdingnag: tienen el Niágara, el puente de Brooklyn, la estatua
de la Libertad, los cubos de veinte pisos, el cañón de dinamita, Vanderbilt, Gould,
sus diarios y sus patas” (Darío 1998: 452).
19
Justo Sierra, visitante de Chicago concluida la Exposición, hará observaciones
semejantes respecto al pot-pourri arquitectónico, la falta de estilo y la sordidez de la
ciudad-matadero: “Era claro que entrábamos en una inmensa víscera, en una
formidable entraña de uno de los tres o cuatro cuerpos que en el orden económico
componen la Unión; Chicago no es un cerebro, ni un corazón, es un estómago o
cosa así; turbio, frío, incoloro, compuesto de masas de construcciones toscas, sin la
menor intención estética, pero grandísimas, pero deformes, aquella ciudad que tiene
dos tercios de siglo de edad, me hizo el efecto de una Nueva York descascarada de
todo estilo, de toda hermosura, de todo color y originalidad”. (Sierra 2000: 118). Los
planificadores del terreno dedicado al certamen habían optado por un estilo
neoclásico criticado en su momento por considerarse retardatario de la arquitectura
75

escándalo arquitectónico es reproducido en ese doble de la ciudad que es la


White City, el predio de la feria. “La ciudad explica la Exposición y está
completada por ella, constituyendo el conjunto un retrato tan fiel y el resumen
esquemático tan exacto de los Estados Unidos actuales, que aquello
compendia, si no suple, el examen directo del resto del país.” (1925: 316). Lo
“real” y lo “impostado” no ofrecen diferencias, sino que pueden integrar una
misma serie, donde las similitudes entre feria, ciudad y país revelan un
vértigo de copias y reproducciones al infinito. En El viaje imposible Marc
Augé sostiene que el parque temático y el turismo producen un efecto de
“sobrerrealidad” (de representaciones sobre representaciones) que
desrealizan lo real (Augé 1998: 23-32). Groussac sugiere algo semejante en
su gira: conociendo la feria de Chicago, “resumen” del país, se hace
innecesario el viaje por su territorio. Descalifica así su objeto que deja de
tener cualquier interés para el viajero en busca de la autenticidad. Como un
moderno etnólogo confundido en una selva de signos inconsistentes sólo
encuentra en su viaje psudo-lugares. 20
Groussac lee en la cultura norteamericana todas las señales del raté,
esa figura advenediza de las letras a la que tantas veces recurrió en sus
bibliográficas. Los norteamericanos son perpetuos epígonos: “En las bellas
artes son imitadores dóciles, meritorios algunos, desgraciados los más, todos
subalternos. La democracia igualadora en el orden intelectual produce la
uniforme mediocridad” (1925: 323). La democracia igualadora sólo puede
redundar en un dispositivo de reproducción y copia. Fenimore Cooper de

moderna norteamericana. Véase Kranzberg, Melvin y Carroll W.Pursell Jr.(eds.)


(1981) Historia de la tecnología. La técnica en Occidente de la Prehistoria a 1900,
Barcelona, Gustavo Gilli.
20
En este sentido, Washington ha sido comparada con Disneyland por Paul Fussell:
“Por ser una ciudad que ha sido construida con el propósito de ser reconocida
como una imagen familiar, Washington es un clásico seudo-lugar, siendo similar a
Disneyland en éste como en otros aspectos.” (Fussell 1980: 43) La traducción es
mía.
76

Walter Scott, William Prescott de Barante, Hawthorne de Hoffmann. Ni


siquiera los presuntamente originales como Edgar Allan Poe y Ralph W.
Emerson pueden esgrimirse como ejemplos de independencia cultural. La
fórmula de reducción consiste en trazar paralelos entre figuras americanas y
europeas haciendo recaer sobre las primeras el peso de una ironía como
efecto de la (pretendida) desproporción entre uno y otro término. Sarmiento
viajero es el “Chateaubriand cuyano”, Bello estilista es el “Boileau
venezolano” y Emerson “una suerte de Carlyle americano, sin el estilo agudo
ni la prodigiosa visión histórica del escocés” (1925: 431). Aunque se ve
obligado a admitir: “Algunos modernos, para salir de la huella imitativa, han
dado un brusco tirón hacia el monte tupido, y la originalidad yanqui revienta
en el enorme balbuceo de Walt Whitman o el clawninsmo humorístico de
Mark Twain...” (1925: 432). No obstante, el elogio queda neutralizado ya que
un parecer favorable puede embozar una crítica o un oxímoron encubrir una
acusación, formas que obedecen a ese “ritual del juego satírico” que
señalara Borges.21 Del Plata al Niágara adopta la forma de un gigantesco
epigrama con recovecos donde se alojan el oxímoron, la ironía, el sarcasmo,
la atenuación, la alusión, la hipérbole, el pastiche satírico.
La última excursión de la gira es al Niágara. Groussac realiza la visita
no sin antes desdoblarse en nuevos sujetos, el turista snob y el viajero crítico
que se disputan distintas apreciaciones del espectáculo: “En lugar de correr
derechamente a Nueva York, vuelvo sobre mis pasos: luego de una larga
disputa entre mis dos yo, -el viajero un poco ‘snob’ en busca de
‘impresiones’, y el crítico avisado que de antemano prevé una decepción.
Este se declara vencido: ¡voy a visitar las cataratas del Niágara!” (1925: .
346). Este punto del viaje a los Estados Unidos se vuelve un ritual de pasaje
21
Dice Borges en “Arte de injuriar” “Vindicar realmente una causa y prodigar las
exageraciones burlescas, las falsas caridades, las concesiones traicioneras y el
paciente desdén, no son actividades incompatibles, pero sí tan diversas que nadie
las ha conjugado hasta ahora.” (Borges 1974: 419-423).
77

con diversas respuestas por parte de los visitantes, ya que, casi sin
excepción, no hay relato del siglo XIX que no lo incluya. Sarmiento, Eduarda
Mansilla, Miguel Cané, Paul Groussac, Justo Sierra, entre otros, ofrecen
distintas versiones de un mismo tema como intérpretes virtuosos de una
pieza consagrada, que en poesía tendrá también su expresión, desde la Oda
al Niágara (1824) del cubano José María Heredia (1803-1839) al Poema al
Niágara (1882) del venezolano José Antonio Pérez Bonalde (1846-1892).
Sarmiento se expone al vacío de la caída enfundado en su capa de goma y
califica a la experiencia de “sublime”, un tópico del viaje romántico que la
modernidad irá erosionando. Eduarda Mansilla se abstiene, temiendo
desbocar su corazón propenso al vértigo emocional y prefiere la
contemplación, en el lobby del hotel, del cuadro que reproduce la catarata,
con el trasfondo del estruendo amortiguado por los vidrios. Justo Sierra
presiente la melancolía de la desilusión, aunque una vez en el mirador llegue
al límite de la alucinación que se prolongará como una borrachera. Groussac
intenta un desvío sacralizador: la visita nocturna. Como un pintor
impresionista, sorprende a las cataratas en su hora más secreta. Como el
más romántico de los escritores, elige la noche (cita a Chateaubriand y su
Voyage en Amerique). De este modo, el relato puede finalizar con el tono alto
de una autenticidad recuperada luego de tanta profanación democrática.

Coda. Los encuentros


La lógica del camino, que constituye un azar como cualquier otro, hizo
que el viajero francés y el corresponsal de La Nación se encontraran, como
suelen hacerlo los viajeros de ley, en uno de esos cruces del itinerario, cuarto
de hotel o esquina tumultuosa de una gran ciudad. En 1893 Paul Groussac y
José Martí comparten una jornada en Washington que reparten entre visitas
78

a los monumentos capitalinos y al museo del banquero Corcoran, la


Corcoran Gallery. Así evoca este momento:

Visité la galería Corcoran con ese pobre iluminado de José Martí, entonces lleno de
bríos e ilusiones emancipadoras, y que había de caer estérilmente, un año después,
bajo una de esas balas anónimas que tanto despreciaba. Y la triste memoria evoca
a otra más triste aún, que para mí se adhiere indeleble a los alrededores tan
pintorescos y apacibles del distrito federal. (1925: 364).

Seguramente ambos pesarían las palabras y los juicios para no entrar


en el penoso trámite de la discusión. Es probable que no tocasen los temas
que los podrían enfrentar. Como la “civilización mamut”, por ejemplo, eje de
la mirada de Groussac. Martí había acudido a la misma metáfora,
imprimiéndole otro sentido, en su crónica del puente de Brooklyn, al
comparar las paredes de cuerdas del puente con la huella dejada por la
dentada de un mamut en una montaña (“este puente colgante de Brooklyn,
entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre suspensas –como de
diente de un mamooth que hubiera podido de una hozada desquiciar un
monte”22). Tampoco hablarían de la reciente Exposición Colombina de
Chicago. Pocos años antes Martí había escrito una crónica memorable de la
Exposición de Ganado de 1887 en Madison Square, donde hizo la apología
de esta industria en todas sus etapas convirtiéndola en el eje de la riqueza
nacional -de hecho la economía americana estaba sustituyendo la base
agraria por la ganadero-industrial, fenómeno que se afirmó con la Exposición
de 1893. Martí estableció analogías entre las reses del Madison Square y los
bueyes homéricos y comparó el toro campeón del evento, Pedro, con Apis, el
buey sagrado de los antiguos egipcios. Quizás vislumbraba la posibilidad de
una industria moderna que no destruyese la cultura estética, cifrada aquí en

22
“El puente de Brooklyn”, en La América, New York, junio de 1883.
79

las citas literarias e históricas que arman una red metafórica contrastante con
las referidas a Chicago -centro de la faena ganadera- como “porcópolis” o
“ciudad matadero” elegidas por Groussac, Sierra o Darío.

Del narigón lo llevaba el zagal, por una vara enganchada en las argollas, seguido de
sus hembras. El, corpulento, impetuoso, duro al palo: ellas pequeñas, adamadas,
mansas, como traídas a tierra por el peso de las ubres. Mugía, cabeceaba, parecía
hender con la pezuña la tierra cada vez que asentaba el paso elástico. La cabeza
pequeña, el cuerno poco, la mirada sanguinosa, alta la cruz, el lomo ondeado, la
grupa baja y caída, parecía digno ‘Pedro’, como los toros Apis, de las danzas
ardientes en que se ofrecían a la vista de la divinidad pujante las doncellas: los
perfumes del templo merecían su hermosura: en las astas y lomos le hubieran
estado bien las guirnaldas de flores. (“Gran exposición de ganado” LN, 2/07/1887,
1964 XIII: 490).

Con todas estas virtuales exclusiones, pocos temas no polémicos


quedarían entre estos dos extranjeros que paseaban por la amable y soleada
planicie de Washington. Lo más probable es que hablasen de la crónica
sobre la inauguración de la Estatua de la Libertad que Groussac había
vertido al francés. Quizás solo discutiesen sobre la escasa fidelidad de las
palabras, sobre los riesgos de la traducción, tema del que ambos sabían
bastante.

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