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Alianza Editorial
Traducción de
M ii i.i <.oncepción García-Lomas Pradera
Jean-Paul Sartre
Freud
Un guión
Alianza Editorial
T ítu lo original:
Le scénario Freud
I 17 Segunda parte
C ir c u n st a n c ia s
1 Según Huston, que ya había dirigido A puerta cerrada para el teatro, en Nueva York,
t-n i-l año 1946, y que pensaba llevar a la pantalla El diabloy Dios, Sartre era el «autor ideal»,
«( onocía a fondo la obra de Freud y sabría tratarla con suavidad y lucidez» (An open book,
Vaybrama, 1980; trad. francesa: Jobi Huston, por John Huston, ed. Pygmalion, 1982, p.
275).
2 Entrevista de Robert Benayoun ajohn Huston, Positif núm. 70, junio de 1965.
9
ofrecen es importante, dicen, y necesita dinero. Por tanto, se trata de
un trabajo circunstancial, un trabajo por encargo e incluso «alimenticio»,
pero que muy pronto lo cautivará y al que se consagrará durante algunos
meses con tanto placer como pasión. Al final de 1958, Sartre envía a
Huston una sinopsis de 95 páginas mecanografiadas a doble espacio y
que se titula simplemente «Freud». Se le acepta este «primer trabajo» que
está fechado el 15 de diciembre. A l año siguiente escribe el guión. Y a se
sabe la continuación o por lo menos se cuenta generalmente de este
modo: el director pide a Sartre ciertas modificaciones y cortes; Sartre
hace concesiones, suprime, modifica y después se cansa. Finalmente los
profesionales del cine, Charles Kaufmann y W olfgang Reinhardt, allega
dos de Huston, transforman y reducen considerablemente el guión y
Sartre exige que su nombre no figure en la ficha técnica. La película se
rueda en 1961 y al año siguiente se exhibe en las pantallas bajo el título
de Freud, que pronto se transforma en el atractivo de Freud, the Secret
Passion (en francés De'sirs inavoués). No tiene apenas éxito. Montgomery
Clift interpreta el papel de Freud3; con su singular fisonomía, con su
rostro a la vez puro y desfigurado, con su mirada clara casi alucinada4,
con su interpretación constantemente patética, ese gran actor acentúa
los rasgos atormentados, la tensión y el sufrimiento de su personaje. A
pesar de — algunos dirán: a causa de— esta interpretación, la película,
según varias opiniones, no se libra del ridículo ni de la exageración.
En la historia de este guión puede reconocerse un comportamiento
muy propio de Sartre. Al principio se trata de un simple encargo. Luego
acomete el trabajo con alegría; un trabajo con el que se apasiona y que a
su vez lo cautiva, pero más como un juego, como un reto, que como una
obra. No hay en él ninguna preocupación realista por la medida. Si se
hubiera aceptado el guión original tal como era («gordo como mi mus
lo», diría Huston), habría resultado una película de alrededor de siete ho
ras de duración («se puede hacer una película de cuatro horas si se trata
de “Ben Hur”, pero el público de Texas no soportaría cuatro horas de
complejos», diría Sartre)5. Finalmente, renuncia voluntaria a todo dere
1 Huston cuenta en su autobiografía que pensó contratar a Marylin Monroe para hacer
el papel de Cecily que finalmente interpretó Susannah York al oponerse Anna Freud a ese
proyecto. Montgomery Clift y Marylin Monroe habían protagonizado juntos la anterior pelí
cula de Huston The Aíisjits (Les Désaxés, 1960).
4 Según su biógrafo, padecía, en esa época, una catarata doble.
-s Entrevista con Kenneth Tynan. The Observer, 18 y 25 de junio de 1961, parcialmente
reproducida en francés en Un théátre de situations, Jean Paul Sartre, Galiimard, col. «Idées»,
1973.
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cho de «paternidad», y desinterés total en cuanto al resultado final. ¿Lle
gó a ver Sartre la película?
De hecho, y según nos reveló nuestra investigación, las cosas se desa
rrollaron de manera un poco más complicada y aún m ásksartriana». Des
pués de que Huston recibiera el guión terminado e hiciera las objeciones
cuyo exacto contenido no conocemos, Sartre se pone de nuevo a traba
jar, vuelve a abrir el taller; pero en vez de escribir un guión más corto,
como se le había pedido, ¡lo escribe aún más largo! Por supuesto, corta
numerosas secuencias, incluso elimina algunos personajes que ocupaban
un lugar importante en la primera versión, principalmente a Fliess, el
amigo berlinés de Freud, pero añade nuevas escenas, nuevos personajes,
amplía las explicaciones teóricas y didácticas y finalmente escribe otro
guión. Parece seguro, según los manuscritos y las transcripciones meca
nografiadas que hemos podido consultar gracias a la amabilidad irrepro
chable de Arlette El-Kaim-Sartre, que no term ina del todo esta segunda
versión. Sin embargo, sin duda alguna, Huston la recibe; varias secuen
cias que sólo figuran en esta versión (por ejemplo, «el sueño de la mon
taña») se repiten más o menos simplificadas en la película.
¿Qué pasó exactamente entre Sartre y Huston? Falta una informa
ción precisa, pero disponemos de los testimonios de los dos interesados que
resulta divertido comparar. En octubre de 1959, Sartre pasa algunas se
manas en la casa que Huston posee, en St. Clerans, Irlanda, para, en prin
cipio, trabajar en el guión. Remitimos al lector a la carta, alegre y feroz,
que desde allí le envía a Simone de Beauvoir6. ¡Es una delicia! Citemos
solamente lo siguiente: «¡Qué asunto! ¡Oh! ¡Qué asunto! ¡Qué fuga de
ideas! Todo el mundo tiene sus complejos, que van desde el masoquismo
hasta la ferocidad. No creas, sin embargo, que estamos en el infierno,
más bien en un enorme cementerio. Todo el mundo está muerto y con
sus complejos congelados. Aquí hay muy poca vida, muy poca, muy
poca.» Y más adelante: «Huston ha dicho una frase peregrina cuando ha
blaba de su “inconsciente” a propósito de Freud: “En el mío no hay na
da”, pero su tono denotaba este sentido: no hay y a nada, ni siquiera
viejos deseos inconfesables. Una enorme laguna. Y a te puedes imaginar
lo fácil que es hacerle trabajar. Huye del pensamiento porque le entriste
ce. Nos reunimos todos en una salita, todos hablamos, y luego, de repen
te, en plena discusión, desaparece. Podemos darnos por contentos si le
volvemos a ver antes de comer o de cenar.»
11
Huston, por su lado, guarda un recuerdo más amargo de esa misma
temporada: «Nunca he trabajado con nadie tan testarudo y categórico
como Sartre. Es imposible sostener una conversación con él. Es imposi
ble interrumpirle. Sin tomar aliento, me ahogaba en un torrente de pala
bras (...). A veces, agotado por el esfuerzo, tenia que salir de la habitación.
El murmullo de su voz me seguía un rato y cuando volvía, ni siquiera se
había dado cuenta de mi ausencia»7. Por otra parte, en el capítulo de su
autobiografía dedicado a la película Freud, la amargura se trasluce en
cada página y las observaciones desagradables no perdonan a nadie: ni
a colaboradores, ni a intérpretes. Después de la proyección de un cortome
traje (L et There Be L ight), que había realizado en 1945 sobre el tratamiento
por hipnosis de los neuróticos traumáticos de guerra, Huston, durante la
estancia en St. Clerans, ¡intenta hipnotizar a Sartre! Fracaso total, «hay
individuos reacios» deduce Huston8.
M anuscrito s
7 Merece ¡a pena leer el capítulo entero a pesar tic su tono persistentemente amargo. Pa
rece seguro que el tema de la pelú nía influyó en iodo e.sie asnillo y más aún durante el roda
je, si se da crédito al relato detallado de RoU-rt I ,a <rwaidia en su biografía de Montgomery
Clitt, Avon Books, 1(->7K, cap. I\, «Pasiones set idas» v devanadoras...
* Op. cit.y p. 276.
12
2. El guión entregado a Huston en 1959 (que de ahora en adelante
llamaremos versión I).
3. El nuevo guión, cuyo manuscrito, a nuestra disposición, está lle
no de lagunas e inconcluso (versión II).
4. Diversos fragmentos que se han encontrado.
Esta solución tenía la ventaja de hacer accesible al lector todo el ma
terial recopilado actualmente. Y digo actualmente, pues nada nos asegu
ra que algún día no se pueda disponer de otros fragmentos o de otras
formas del guión. Incluso se puede asegurar lo contrario. En efecto, se
sabe que a Sartre le importaba un comino el destino de sus manuscritos
y que los distribuía generosamente o los extraviaba o incluso permitía
que éste o aquélla los acapararan. Además, todos los que conocen, aun
que sea de lejos como yo, el mundo de la industria cinematográfica, saben
que un guión, desde el momento en que se concibe hasta el momento en
que se realiza, pasa por toda una serie de etapas y refundiciones y que se
le modifica a capricho de las exigencias del productor, del realizador y
hasta de los intérpretes, exigencias a las que el autor, por las buenas o
por las malas, tiene que suscribirse. En esas condiciones es muy difícil
—imposible cuando la edición es postuma— decidir lo que constituye la
versión auténtica, el texto original. Por otra parte, al tratarse de un
guión donde el autor tiene la obligación de indicar los movimientos, los
sentimientos y los decorados, mientras espera la imagen, ¿puede ha
blarse de un texto?
Nos pareció también que si publicábamos todo en montón, sólo con
seguiríamos desanimar al lector de buena voluntad, al presentarle, por
una parte, un enorme volumen (éste ya no es delgado...) y al enfrentarle,
pop otra, con una serie de documentos dispersos y muy repetitivos. En
fin, en el estado actual de la edición de las obras de Sartre, hubiera sido
abusivo, según nuestra opinión, pretender elevar a la eminente situación
de «edición erudita» con su aparato crítico e inventario de las variantes,
una obra que el autor consideraba, sin duda alguna, como menor.
No se encontrará, pues, aquí una edición erudita del «guión de
Freud». Dejemos que los especialistas de Sartre se encarguen, más tarde,
de establecerlo así, si lo juzgan necesario. Por nuestra parte hemos elegi
do deliberadamente una opción menos ambiciosa pero que esperamos
justificada.
Hemos conservado como texto fundamental la versión I. De este
modo el guión no tiene lagunas (paginación seguida al no faltar nin
guna hoja) y está completo (consta de la palabra fin ). Se puede estable
13
cer sin gran riesgo la hipótesis de que si Huston y sus colaboradores no
lo hubieran criticado, Sartre no hubiera ido más lejos: su «producto», una
vez entregado, se habría convertido en otra cosa. A este guión, publica
do aquí por primera vez, adjuntamos cierto número de secuencias de la
versión IF. En este punto, no nos libramos de la arbitrariedad de toda
antología. El criterio para la elección fue el siguiente: eliminación de las
secuencias que ya no figuraban, aunque fuera de una forma bastante di
ferente, en la versión I; selección de las escenas que nos parecieron más
fuertes o más demostrativas del cambio de estilo que se produjo de una
versión a otra. Al fin de que el lector pueda hacerse una idea relativamente
precisa de la diferencia entre las dos versiones, presentamos en un apén
dice un breve cuadro comparativo*. Igualmente se puede encontrar en
un apéndice la sipnosis de 1958 que nos descubre que, aunque Sartre ha
bía encontrado su hilo conductor, no cesó de retorcerlo para que sirviera
a sus propósitos.
F uentes
14
casi todo de la persona de Freud, porque él mismo lo había deseado así
desde el principio, ya que quería «hacerles la tarea ardua a sus futuros
biógrafos», como decía con una mezcla de ironía y orgullo. Pero me pa
rece que lo que realmente deseaba era confundir su destino con el de la
«causa» psicoanalítica. Temía, y desde luego con razón, que las verdades
de la ciencia que él había fundado y que consideraba singulares y univer
sales a la vez, se vieran comprometidas, una vez que se revelaran los de
terminantes personales, familiares y culturales que habían hecho posible
su descubrimiento. Ahora bien, aunque en cierto sentido se trató de una
biografía «oficial» edificada por un guardián de la ortodoxia y discípulo
vigilante (incluso las sombras tienen la finalidad de hacer resaltar la luz
del protagonista), Jones aporta sobre el hombre Freud unos datos hasta
entonces insospechados11. En cuanto a la correspondencia con Fliess,
demuestra, entre otras cosas, la intensidad del vínculo que unió a los dos
hombres y sobre todo a Freud con Fliess; sin esa pasión, sin esa trans-
rencia aún innominada ¿habría nacido algún día el psicoanálisis?
Nadie duda de que estas lecturas transformaron radicalmente la ima
gen que Sartre tenía de Freud. Le mostraron una personalidad contra
dictoria, violenta y contenida en permanente lucha con ella misma y con
su medio, testaruda y desgarrada, y presentaban la invención del psicoa
nálisis como el producto de un largo trabajo realizado en sí mismo y so
bre todo — lo que valía mucho más a los ojos de Sartre— co n tra sí
mismo, con sus caminos, sus atolladeros y sus retrocesos12. En fin, esas
lecturas permitieron que Sartre viera en la sucesión de hipótesis elabora
das y en la modificación a veces drástica de la teoría (pensemos en el
abandono de la teoría de la seducción) algo completamente distinto de un
ejercicio puramente intelectual o al resultado empírico de una compara
ción minuciosa de los hechos, sino más bien el mecanismo de una cura
en la que Freud, lo mismo que los neuróticos que trataba como podía, y
solamente como podía, era lo que estaba en juego. Freud, médico y en
fermo, casi a pesar suyo, habría descubierto el psicoanálisis — el método
y sus propósitos— para curarse a sí mismo, para resolver sus propios
conflictos. El Freud que ese año se revela ante Sartre anuncia su «idiota
11 La parcialidad a veces vengadora de Jones se revela sobre todo cuando los «rivales»
entran en escena con la constitución del «movimiento». Pero, en conjunto, se puede dar cré
dito al primer volumen que describe los años de formación de Freud. La «horda» no existía
aún y no había un padre primitivo ni unos hermanos enemigos.
12 Había que mostrar a Freud no cuando sus teorías ya lo habían hecho famoso, sino en
la época en que, hacia los treinta años, se equivocaba completamente, cuando sus ideas !o
habían conducido a un callejón sin salida y sin esperanza.
15
de la familia»; la neurosis y la creación son aliados, y lo son porque la
neurosis es ya una creación, aunque privada, privada de sentido para su
autor, porque está escrita en un lenguaje cuya clave no posee (y ¿cómo
sería posible abrir una caja cuya llave está en el interior?). Neurosis y
creación: tema de disertación mientras se confrontan unas entidades,
pero también un camino que hay que explorar constantemente en su
«universal singular», camino que en todo caso Sartre explota sin cesar,
desde Baudelaire a Flaubert pasando por Saint Genet y L as Palabras.
La idea que anteriormente tenía Sartre de Freud — la de un jefe de
una escuela doctrinaria, de cortos alcances, filósofo mediocre cuyos con
ceptos no resisten el examen, y bien sabe Dios que el de Sartre puede ser
devastador— , esa idea, decíamos, se desmorona. Y a Sartre le producía
un enorme placer el hecho de ver sus ideas trastornadas, a condición
de que fuera él quien sacara las conclusiones. Todos los rasgos de Freud,
su intransigencia, lo que en él hay de intratable cuando se trata de ceder
con respecto a lo que exige la verdad, su tenaz oposición a la medicina
y a la psiquiatría que imperan allí donde sólo pueden hacer alarde de sus
títulos, el antisemitismo solapado del que es objeto, su soledad, o mejor
dicho, lo que tiene que vivir como soledad, su pobreza también y su gran
desprecio por los honores, seducen a Sartre. En cierto sentido se recono
ce en ellos. Apostaría incluso que es capaz de perdonar a Freud su pa
sión exclusiva por Martha, sus tenebrosos celos, él que escribió «no se
puede pedir a la vez agradar y am ar»13.
Recuerdo haberle oído decir con deleite, mientras leía el libro de Jo
nes: «Pero oigan, su Freud era neurótico hasta la médula.» Por eso puede
comprender, si no admitir, unas nociones que, anteriormente y como el
filósofo cartesiano que aún seguía siendo y más de lo que creía, había he
cho pedazos, tales como la del pensamiento inconsciente y la de la repre
sión. Según un testigo, Sartre decía hablando de Huston: «Lo más mo
lesto de él es que no cree en el inconsciente.» ¿Se trata de un interesante
cambio o de una proyección desconocida? Como lector del guión me in
clino por la primera hipótesis, ya que me parece indiscutible que Sartre
supo hacer perceptible, y por lo tanto que primero fuera perceptible para
él, cierto número de fenómenos cuya justificación no bastaría con la no
ción de mala fe que durante mucho tiempo había sostenido para «ir en
contra» de Freud.
n I as Palabras.
16
Otra cosa debió de ayudarle a modificar así sus primitivos puntos de
vista; su interés por la histeria, que se mantuvo a lo largo de su obra. Ese
interés, que llegaba incluso a la fascinación, encuentra en Sartre, según
mi opinión, un doble motivo. Sabemos que es imposible una coinciden
cia absoluta con uno mismo y que por consiguiente todos somos a c t o
re s , pero ¿por qué el histérico(a) lo es más que otros? Por otra parte, la
histeria plantea un problem a irritante a una filosofía de la libertad.
¿Cómo es posible que una libertad, que en principio se supone desarrai
gada, pueda dejarse cautivar por lo imaginario hasta perderse en ello en
cuerpo y alma? Puede concebirse que durante breves momentos y en
condiciones particulares (sueño, emoción) se convierta, como decía el
«joven» Sartre, en conciencia «im aginante» o «mágica», pero ¿cómo com
prender que una existencia esté enteramente animada por lo imaginario
sin poder jamás recuperarse? Por lo tanto ¿qué es un histérico, una vez
descartadas las hipótesis de la simulación y del traumatismo? En cierto
sentido a Sartre le parecía menos extraña la locura, ya que veía en ella
una forma de lucidez retorcida pero superior (pensemos en el personaje
de La habitación, o en Franz de Los secuestrados de Altona). De ahí la salida de
tono que un día soltó: «Considero a los locos como a unos mentirosos.»
Pero ¿pueden acaso considerarse los trastornos histéricos como menti
ras, sobre todo cuando atacan a las funciones vitales (ceguera, anorexia,
parálisis, astasia-abasia, asma) como era el caso en las pacientes tratadas
por Breuer y Freud? El psicoanalista calificaba de misterioso el salto de lo
psíquico a lo somático. Pero es aún mucho más misterioso para el filóso
fo el salto de la conciencia a la inercia. ¿Cómo diablos la transparencia
puede «elegir» la opacidad? ¿Cómo un actor agente puede caer (de-caer)
en la pasividad original?14.
Cabe señalár que en esta ocasión son sobre todo los casos de histeria
los que llaman la atención de Sartre y más especialmente los casos de
histeria femenina. Desde luego, la época que se contemplaba se prestaba
a esa elección, pero se nota la simpatía de Sartre hacia esas mujeres con
líos (en las dos acepciones de la palabra), hacia esas vienesas nerviosas y
llenas de fantasmas que con un mismo movimiento atraen, desafían y se
burlan del hombre-médico envarado por su traje domingero y por una
ciencia que quiere sin fallo. Sin duda, Sartre, que nunca ocultó que prefe
ría la compañía de las mujeres a la de los hombres, hubiera apreciado, si
14 Cfr. en E l idiota de lafamilia las páginas que Sartre dedica a lo que él llama «el compro
miso histérico».
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las hubiese conocido, las palabras de Lacan (cito de memoria): «En toda
mujer hay algo de extraviado... Y en todo hombre algo de ridículo.» En
efecto, en este guión, con cuánta facilidad pone Sartre en evidencia el ri
dículo y odioso masculino. Sólo se salva Freud, sin duda porque Sartre
percibió en él, aunque fuera un excelente marido y un buen padre de fa
milia, algo femenino, ya que fue el primero que supo escuchar a las mu
jeres —y no para seducirlas, sino para que pudieran hablar de sus sufri
mientos y de su placer. Con el reconocimiento de la bisexualidad, la lí
nea divisoria masculino/femenino no es ya lo que era.
Pero volvamos a nuestras fuentes: Jones, pues, en primer lugar y las
cartas a Fliess, los Estudios sobre la histeria y el caso Dora de Cinco psicoa
nálisis, para sacar de todo ello material clínico y extraer unas figuras he
terogéneas; y finalmente una lectura, que imagino bastante superficial,
de La interpretación de los sueños, para tomar como modelo algunos sueños
de l'reud. Podemos añadir, a título anecdótico, que con el fin de ilustrar
el paso de Freud por La Salpétriére, Sartre reúne algunas informaciones
sobre Charcot gracias a una lectora intermediaria. Las personas serias o
tristes — con frecuencia son las mismas— convendrán en que su trabajo
de documentación no fue considerable ni muy preciso. Sea. Pero en pri
mer lugar, el propósito de Sartre no era hacer una película rigurosamen
te conforme con la realidad de los hechos; encontraremos pruebas de
ello en cada una de estas páginas y ésa fue la razón por la que inmediata
mente renunciamos al absurdo proyecto de indicar con unas notas, para
el caso de que algún crédulo lector confundiera este guión con un docu
mento histórico, las modificaciones que Sartre hizo de dicha realidad.
Además, las invenciones de Sartre tienen a veces tanta fuerza que inclu
so aquel que cree conocer al dedillo la saga freudiana, desconfía de su
memoria y se apresura a consultar su biblioteca, preocupado por verifi
car el hecho y por descubrir la deformación y la pura invención, antes de
convertirse en aún más freudiano y de reconocer que al ser el recuerdo y
la ficción imposibles de separar, el problema de lo verdadero y de lo fal
so deja de plantearse. Pienso, por ejemplo, en la escena del peluquero (3.a
parte, versión 1, pp. 3 19-321), o en el asombroso retrato del doctor Meynert
(2.-1parte, versión I, pp. 139-143). ¡Más verdad que la verdad misma! El len-
je común lo dice bien: «¿De dónde ha sacado esto? Se diría que él estaba
ahí.» Más tarde Sartre «inventará» del mismo modo a los padres y la in
fancia de Flaubert. Podría decirse que se entrenó con su Freud.
En fin —-y aquí de nuevo estaría justificada una comparación con E l
idiota de la fa m ilia—, el proyecto de Sartre aspiraba a una perspectiva «to
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tal» que quizás encontró su plena realización en Flaubert. La tentativa
grandiosa y, mucho me temo, totalmente insensata, de saber y sobre
todo de comprender todo de un hombre — tentativa que se demuestra
explícitamente en este «tratado»— es seguramente una antigua apuesta
de Sartre (un reto a Dios, que se le convertirá a su vez en una «pasión
inútil»). Me inclinaría a creer que el F reud hizo posible el Flaubert. Con
E l idiota de la fa m ilia la apuesta está (casi) hecha. Con el guión, la apuesta
sigue en pie en la misma medida en que fracasa, porque Sartre pretende
coger muchos hilos a la vez, sin soltar ninguno. De hecho, para esa su
perspectiva total hubiera necesitado miles y miles de páginas para hacer
inteligible el conjuntó del Freud-judío y el Freud-burgués, el Freud-hijo y
el Freud-Fliess, el Freud neurólogo y el Freud-«neuródco», el Freud civi
lizador y el Freud pulsional, el Freud de la «Viena de fin de siglo» y el
Freud sin fronteras... Sobre todo ¿cómo hacer visible la realidad psíquica
que es el único objeto del psicoanálisis? La r e a lid a d psíquica — y no el
«psiquismo», ese vientre fláccido— formada por una red de representa
ciones como los nervios con sus sinapsis y los rieles con sus sistemas de
agujas, sometida a ciertas leyes y gobernada por ciertos mecanismos. La
dificultad estriba en que a la pregunta abrupta y obsesiva de Sartre «¿qué
se puede saber de un hombre?» — pregunta que no es la suya— el
psicoanálisis sólo puede aportar una respuesta decepcionante: que no es
«nada», sino «lo que el hombre ha sabido siempre». Primero y quizás úni
co obstáculo: la amnesia. En cuanto a la desaparición de la amnesia, pue
de decirse que consiste, no en exhumar, como un arqueólogo, los recuer
dos enterrados, sino en permitir a la memoria hacer suyo lo que nunca
fue. En el psicoanálisis, el a co n tecim ien to no es una reminiscencia de
lo vivido.
El v ín cu lo de pa tern id a d
19
muerte de Jakob, le convierte en padre del psicoanálisis. Probablemente
Sartre, que se deseaba a sí mismo sin padre y que incluso en su trabajo
de escritor se negaba a considerarse como «padre de su obra», encontró
en ese destino del joven Freud unas razones para, si no destruir, al me
nos quebrantar su convicción. Al centrar, como lo hace aquí, la búsqueda
y el descubrimiento freudiano en la relación con el padre15, demuestra,
al mismo tiempo, que esa relación no está necesariamente condenada a
la alternancia agotadora de la sumisión y de la rebeldía, a la oposición ta
jante de la pasividad y del acto puro; quizás incluso se da cuenta de que al
querer prescindir de padre se corre el peligro de sólo ser, durante toda la
vida, un hijo de las palabras... La ventaja y la desventaja de las palabras
es que sólo se unen entre ellas. Aquel que se niega a recibir y a transmi
tir, tendrá siempre el temor de ser un falsificador, un ser verbal, un fa
bricante de gestos.
No creo — el lector juzgará— que Sartre proponga con su guión una
«interpretación» personal, original, de Freud. Por el contrario, me gusta
ría creer que Freud, aún cuando como en este caso se vea recortado a
grandes rasgos («recorte» cinematográfico obliga) ha in terpretad o a
Sartre. Es un hecho que, después de su relación con Freud, Sartre co
mienza una autobiografía de la que por el momento sólo conocemos el
título (Jean sans terre, Jean sans pére...). De este proyecto, una vez más,
incompleto, se derivan Las Palabras y luego, por una vía más indirecta,
E l idiota de la fam ilia. Recuerdo que para llevar a cabo la autobiografía,
que se estaba convirtiendo en un «autoanálisis», Sartre decidió anotar
sus sueños, él, el hombre del día, y pasar unos tests proyectivos, él, el
hombre del «proyecto». Consideró incluso, aunque en realidad sólo du
rante el rato que duró una muy breve conversación, comenzar un análi
sis. ¿Qué representaba para él el psicoanálisis? Un instrumento de cono
cimientos útil, indispensable sin duda, pero un instrumento del que
conseguiría apropiarse una vez que se lo propusiera. ¿Transferencia? ¡No
sé lo que es! La transferencia, es decir, la necesidad de dirigirse a un des
tinatario desconocido en esas señas, definitivamente ausente y casi im
posible de encontrar, para permitir que venga a uno lo desconocido.
Sin querer forzar la nota, se puede aventurar la hipótesis de que el
guión sobre Freud fue también para Sartre un teatro de F reud donde
interpretó su papel (nunca menosprecia a Freud, sino que expone honra
damente sus primeras concepciones) y que, aunque al principio lo consi
20
derara como una diversión en comparación con el trabajo al que iba a
consagrarse en cuerpo y alma — La Crítica, E l idiota—, terminó divirtién
dolo por su propio programa. Quizás, durante un tiempo, consintió en
considerarse, como todos nosotros, hijo de Freud, aunque riéndose para
sus adentros. Pero un hijo infatigable y totalmente decidido a no llevar a
cuestas durante demasiado tiempo a ese Anquises.
21
que ampliar el alcance de la palabra — y por lo tanto de la objeción— al
conjunto de la «cosa» psicoanalítica: la imagen no puede reflejar nada de
la vida mental sin que sea una falsificación. El fin de la no-aceptación
que enfrenta a Freud y a Abraham sólo expresaría un fin de no-
aceptación primordial: la imagen no acepta al inconsciente.
¿Por qué un sueño le parece al que sueña como una proyección de
imágenes, incluso como una película que se desarrolla en una pantalla y
de la que él sería el espectador?19. Sí, ¿por qué un sueño, una vez que se
transcribe al cine, deja de ser un sueño, aun cuando sucede que toda una
película llamada realista puede percibirse como onírica?
Existe en esto una paradoja. En un sentido, el psicoanálisis liberó lo
imaginario, extendió el dominio de lo visible más allá del campo de la
percepción y marcó con su influencia tanto la vida personal como colec
tiva: sueños, ensueños, fantasmas, escenas visuales, teatro privado y ciu
dades ideales de los visionarios nos acompañan sin cesar. Pero, en otro
sentido, el psicoanálisis desacreditó ese visible al destituirlo de esa situa
ción a la que aspiraba: el inconsciente, como el ser de los filósofos, no se
deja v e r . Veamos un ejemplo: Cuando Freud separa, con el análisis, los
diferentes procedimientos del trabajo del sueño —condensación, despla
zamiento, sobredeterminación, elaboración secundaria— encuentra uno
al que llama darstellbarkeit, que consiste en la necesidad en la que se
encuentra el que sueña, ante la imposibilidad en que lo sitúa el sueño de
recurrir a la actividad motriz, de representar en imágenes visuales, de
«alucinar» su wunsch, su deseo inconsciente20. Esta coacción sólo se le
impone al sueño, y sólo a él, y no se encuentra en otras formaciones del
inconsciente como el síntoma o el acto fallido. Dicho de otro modo, la
imagen es menos expresión que figuración, presen tació n p l á st ic a ,
como dice Freud en su respuesta a Abraham antes citada. Ahora bien, el
cine, como el sueño, está condenado a esa forma de presentación (dars-
tellung): todo lo que el guionista inscribe en palabras en el margen iz
quierdo de sus cuartillas — gestos, movimientos, emociones, entonacio
14 Confusión, mejor que lapsus, que el que relata un sueño comete con frecuencia: «En
ese momento de la película...» Véanse también los trabajos de Bertrán Lewis sobre «ia pan
talla del sueño».
20 lista coacción puede ser causa de largos rodeos de la imagen para que el mensaje lle
gue. Por ejemplo, para tener la seguridad de que la palabra «corto», con toda su carga se
mántica y sus referencias sexuales, pueda atravesar el umbral de la conciencia, tendrá que vi
sualizarse bajo las formas de imágenes de «corta de árboles», de «cortijo», de «cortina»; un
personaje se llamará Sr. Cortado... En este caso, la insistencia sólo aparecerá en el «relato»
del sueño, que es lo único que se presta a la interpretación.
22
nes, descripciones de lugares, de objetos, etc.— debe, idealmente, con
vertirse en imagen. De otro modo, no será de ningún provecho. La
«presentación plástica», la figurabilidad, de ser una simple condición se
convierte en ley. Lo «no-figurativo» (las «abstracciones») se somete en
tonces a lo «figurativo»: todo debe, de forma desapercibida, recaer en la
imagen. Todo lo que hace la investigación analítica, es decir, el funcio
namiento escalonado de la pulsión y de aquello en lo que ésta delega sus
poderes: afectos y signos, casi siempre puntuales, «insignificantes» fuera
de contexto y fuera de texto. La pulsión actúa y al final de sus operacio
nes de pensamiento, a tra v ie sa la imagen; hace signo, pero no ima
gen. Por eso se producen tantas incomprensiones, entre las cuales
el relativo fracaso del «cine psicoanalítico» es sólo una manifestación,
por lo demás benigna. La confusión no se aclarará — ¿es necesario que
se aclare?— aun cuando se haya dicho y demostrado cien veces que la
cosa sexual freudiana no se reduce a las cosas del sexo y que vive de esa
diferencia; que el Edipo no es lo que nos vincula al padre o a la madre;
que el horror al incesto nace de una representación insoportable y no de
una prescripción social.
El autor del guión que se leerá seguidamente no se libró de esa con
fusión. Me parece que si hubiera sido más libre con respecto al «género»
que se le impuso, hubiese conseguido proyectar, por decirlo así, más in
consciente. Sorprendentemente, lo siento más freudiano cuando dirige,
con su osadía y su eficacia de dramaturgo, las relaciones pasionales entre
sus personajes que durante sus incursiones forzadas en la fantasmagoría
de Cecily o en unos sueños cuyo simbolismo edípico — pero sólo el sim
bolismo, nunca el singular recorrido de las «representaciones» electi
vas— salta a los ojos.
Una últim a observación: es posible que la aparición del guión de Sar
tre en una colección como «El psicoanálisis en su historia» produzca ex-
trañeza. Una colección que hasta ahora servía para acoger documentos
sin revisar o minuciosas investigaciones cuya principal preocupación era
la veracidad. Sin embargo, la presente publicación es un verdadero docu
mento. Una importante obra que se suma al historial de las relaciones de
Sartre con Freud. Ahora bien, indiscutiblemente, la larga y compleja his
toria de esas relaciones forma parte, a la vez, de la historia de Sartre y de
la del psicoanálisis (por lo menos en Francia, donde no existe nadie que
no haya tenido que definirse con respecto a Freud). Esa historia pertene
ce a la historia de las ideas y, por lo tanto, a la nuestra.
J. B. P o n ta lis .
23
Prim era versión
( 1959)
Primera parte
(1)
SEPTIEMBRE DE 1885.
Las siete de la mañana. E l pasillo de un hospital. L a luz (mecheros de gas tipo A ucr) se
apaga;por las ventanas se filtra algo de claridad. Una gran puerta da a una sala que se vis
lumbra vagamente; el hospital se despierta; unas enfermeras se afanan a lfondo de la sala; re
hacen las curasy atiendeny lavan a los enfermos ( únicamente mujeres). La sala, deteriorada,
alumbrada por luz de gas, tiene un aspecto siniestro. Encima de la puerta hay un letrero: Sala
de Oftalmología. Servicio del doctor Heinz.
Dos camilleros aparecen en el pasillo llevando en una camilla a una anciana con los ojos
tan fijos que parece ciega. Se detienen ante la puerta y dejan la camilla en el suelo para tomar
aliento. Los dos son entrados en añosy con el bigote va canoso. Se secan la frente.
Una erfermera — cuarenta años, rasgos duros, gafas— se acerca desde el interior de la
sala y aparece en la puerta. M ira a la anciana y a los camilleros con expresión desabrida y
apremiante. Los camilleros bajan los ojos con una resignación anticipada.
L a enfermera mira a la enferma.
La en fe r m e r a : ¿Qué le pasa?
La reconoce.
27
.Vi toca la frente.
La e n fe rm a : Soy ciega.
Habla sin dirigirse a nadie.
La en fe r m e r a : Les he dicho....
Los ve viejos y cansados y se compadece de ellos.
P rim er ca m ille ro (con voz lastim era): Llevamos dos horas cargando
con ella.
L a e n fe rm e ra : Diríjanse al doctor Freud. Es él quien se ocupa de la
administración en ausencia del profesor Scholz.
P rimer c a m ille r o : ¿Dónde está?
L a en fe r m e r a : Supongo que en su habitación. Es la número 120,
en la Sección de Neurología.
S egundo ca m ille ro (tristem ente): ¡Está lejos!
La enfermera se encoge de hombrosy les cierra la puerta en las narices por segunda vez.
E l primer camillero se rasca la cabeza.
28
La a n c i a n a (a su sta d a ): ¡No!
P r im e r c a m i l l e r o (d esa n im a d o): ÍEs verdad! ÍPara colm o tiene una
pierna m ala!
S e g u n d o c a m i l l e r o (en e l m ism o to n o ): Una pierna... ¡Que te crees tú
eso!
L a a n c i a n a (g rita n d o ): ¡Soy p aralítica!
P rim er c a m ille r o : ¡Y yo soy un lisiado!
Se escupen en las manosy levantan de nuevo la camilla. Otro pasillo. Una puerta con un
número: 120. Empieza a clarear. Una espesa humareda se filtra por debajo de la puerta.
Aparecen los camilleros, derrengados por su pesada carga. Dejan la camilla en el suelo. E l
primer camillero se seca la frente. E l segundo empieza a toser. E l primer camillero lo mira con
sorpresa y resopla.
Miran a su alrededory ven el humo que sale de la habitación. E l segundo camillero llama
a la puerta. Nadie contesta. Se vuelve hada su compañero con cara de interrogación.
29
S egundo ca m ill e r o : ¿N o?
F reud (irónico y seco): No.
Hace ademán de cerrar la puerta. Los camilleros le señalan la enferma con aire su
plicante.
La a n c ia n a : S o y ciega.
A parta la manta de la anciana, que está vestida con un camisón. Lm pierna izquierda
está paralitica, ¡ m s dedos están muyjuntos y como doblados hacia la planta del pie. Palpa la
pierna sin que la enferma dé muestras de notarlo. Se incorpora y tapa de nuevo con la manta
las piernas de la enferma.
Cierra la puerta, se dirige hacia la estufa, se agachay reanuda su extraña tarea con una
especie de rahia enconada.
(2 )
E l mismo hospital. Otro pasillo, igualmente deteriorado. Las paredes están abombadas,
llenas de ampollas y de grietas; del techo se desprenden trozos de yeso. Pocas ventanas. Empie
za a clarear. Un grupo de estudiantes está delante de una puerta. (Levitas, chisteras. Otros,
los internos o médicos que viven en el hospital\ llevan batas. Casi todos tienen barba. Edad me
dia: de veinticinco a treinta años.)
Algarabía.
En la puerta (que está cerrada) hay un letrero: «Sala de Neurología. Servicio del Profe
sor Meynert. Im clase del profesor Meynert se imparte los lunes, miércoles, jueves y sábados a
las 7 ,15.»
Los camilleros, cayéndose de cansancio, aparecen en el pasillo llevando a la anciana histé
rica. Los estudiantes se pegan a la pared para dejarles pasar. Uno de los camilleros llama a
la puerta. Antes han dejado la camilla en el suelo. Los estudiantes miran a la anciana con cu
riosidad.
30
Un estu d ian te : ¿Qué le pasa?
Los camilleros se encogen de hombros.
La a n c ia n a : Soy ciega.
La puerta se abre. Los camilleros cogen de nuevo la camilla y entran.
M ey n e r t : Señores...
¡Entremos!
La enfermera jefe se adelanta hacia él, que la saluda alargándole dos dedos de la mano
izquierda. L a enfermera lo seguirá a una distancia respetuosa.
Meynert entra, sin quitarse el sombrero. Im sala es larga, triste y casi oscura. No hay luz
artificial. Un poco de sol entra por dos ventanas que están abiertas.
E l grupo de estudiantes, en general pobremente vestidos, de modales desmañados y sin
ninguna gracia especial, sigue respetuosamente (como un cuerpo de baile de un ballet) a ese
personaje elegante que anda casi bailando ( i pesar de su cojera o quizás a causa de ella) y que se
parece más a un primer bailarín que a un profesor de mediana.
Otros enfermeros y enfermeras están de pie entre las camas, casi firmes, ellos también.
Meynert señala con su bastón a las enfermas que lo miran, sentadas en sus camas (las que
pueden). De vez en cuando golpea ligeramente con la punta del bastón el larguero de hierro de
las camas.
Se detiene un momento delante de las dos primeras enfermas. Una de ellas ( ?.r una mujer
joven) k saluda. Meynert la mira sin responder a su saludo.
31
Meynert mueve la cabezay reanuda su marcha. L a tercera enferma es una mujer de unos
cuarenta años. Tiene la mandíbula inferior desviada hacia la derecha. Está dormida. Meynert
golpea con la punta de su bastón el larguero de hierro de la cama.
Reanuda su marcha. Algunos pasos más allá los camilleros, quefinalmente han deposita
do a la anciana ciega sobre una cama, esperanfirmes, muy tiesos, uno a cada lado de la cama.
Meynert se detiene y mira a la enferma.
M e y n e r t : ¿Y b ien ?, ¿q ué h ace aq u í?
Llévensela de nuevo.
Golpea la cama con el bastón.
M eyn e rt : ¿Q ué?
P rim er en ferm ero : El doctor Mannheim no la quiere.
M e y n e r t : ¿Por qué razón?
P rim er ca m ill e r o : Dice que es una hi... una hi...
32
Meynert cambia de cara. Rojo de ira y con los ojos echando chispas.
M e y n e r t : ¿Una histérica? No queremos eso aquí.
L a a n c ia n a : Soy ciega.
M e y n e r t : ¿Le han examinado los ojos?
P r im e r c a m ill e r o : Sí. No tiene nada.
La a n c ia n a (con angustia): Soy ciega.
(Murmullo entre los estudiantes.)
M e y n e r t : Usted es una mentirosa, mi querida señora. Una come-
dianta. Usted ve como todo el mundo y me está haciendo perder el
tiempo.
La a n c ia n a : Soy ciega, y paralítica de una pierna...
Freud acaba de entrar por la puerta que se había quedado abierta y se apresura a llegar
/mito a Meynert. Sigue con ¡a cara manchada de hollín y con las manos tibiadas. En el mo
mento en que se reúne con el grupo de estudiantes, que se apartan con respeto para dejarle sitio,
Meynert se vuelve hacia la enfermera-jefe y le pregunta con una autoridad soberana y un des
precio aplastante:
M e y n e r t : ¿Quién ha sido el imbécil que la ha traído a mi servicio?
La enfermera lo mira sin atreverse a responder y mira a Freud que por fin se acerca a
Meynert. Freud tiene un aspecto sombrío y recibe en plena cara las últimas palabras de Mey
nert. Sin embargo, responde con un poco de ironía y mucha dulzura:
F reu d : El imbécil soy yo , señor.
33
P rim e r c a m ill e r o : ¿Adonde?
M e y n e r t : Eso n o es d e m i in cu m b en cia.
Se vuelve hacia los aterrados estudiantesy señala una cama alfondo de la sala.
E l grupo reanuda la marcha. Meynert coge por el brazo a Freud para horrar la penosa
impresión que su violencia ha producido en él. Le habla en voz baja:
En ese momento se oyen unos penetrantes gritos. Lj >s estudiantes se vuelven. Meynert y
Freud también. Im anciana ciega está luchando contra los dos camilleros. Gritos, sobresaltos
violentos. A parta las sábanas con furia, abomba el vientre y mueve las piernas convulsi
vamente.
M eyn ert (autoritario y brusco): Señores, esta mañana daré una lec
ción sobre la histeria.
Vuelve sobre sus pasos seguido de Freud, de la enfermeray de los estudiantes. Se detiene
ante la cama de la anciana. A los camilleros:
Suéltenla.
Los psiquiatras distinguen dos clases de enfermedades mentales: las
psicosis y las neurosis. Las primeras son las más graves. Se caracteri
zan por unos profundos trastornos que afectan a la personalidad de
los enfermos y a su sentido de la realidad; su origen debe investigar
se en los centros cerebrales. Las neurosis sólo afectan a los senti
mientos -com o la neurastenia o la neurosis de angustia—o a las con
ductas —como la neurosis de obsesión.
Señala con la punta del bastón a la anciana, que sigue debatiéndose en todas las di
recciones.
34
Risas de los estudiantes. L a anciana continúa moviéndose; sus gestos revelan todos un mis
mo sentido: terror, rechazo, compasión, súplica, etc.
¿Dónde están?, ¿dónde están? Están viendo ustedes a una mala actriz
cuyos movimientos son todos intencionados.
Imita muy discretamente los movimientos de la anciana; los estudiantes miran ora a Mey
nert ora a la anciana y se ríen. Los movimientos de Meynert se acentúan ligeramente, como si
fuera a perder el control de un momento a otro. Se da cuentay se detiene a tiempo. A los cami
lleros:
Una cerilla.
Un estudiante rebusca en sus bolsillos y con una solicitud casi servil, le ofrece a Meynert
una cerilla. Este deja su bastón sobre la cama contiguay se quita los guantes con calma. A l es
tudiante:
(Con e l tono de un profesor que está dando una clase.) ¿Qué ven ustedes?
Los ojos de la anciana: las pupilas se contraen con la luz.
35
Y bien, Freud. ¿Sabe usted ahora lo que es una simuladora?
Freud duda. Todas las miradas están fijas en él. Se siente dominado por una mezfla de
ira y de timidez. Finalmente habla con una voz aún respetuosa pero en la que empieza a per
cibirse la ira.
Meynert lo mira fingiendo estupor; para intimidarle. Freud sigue hablando con cortesía,
pero se adivina en él una gran obstinación.
Permítame.
Se acerca a una mesita situada entre las dos hileras de camas. Sobre ¡a mesa hay un infier
nillo encendido y encima de él un hervidor Heno de agua. Q uita el hervidory calienta la punta del
alfiler con la llama, para esterilizarlo. Meynert y los estudiantes lo miran con curiosidad.
Meynertfrunce el ceño.
Freud vuelve cerca de la enferma con el alfiler. Le habla con voz casi bajay persuasiva:
Observen su rostro.
Freud coge por el pie la pierna «paralítica» y la levanta. Todo el cuerpo se levanta al
mismo tiempo. E l rostro permanece indiferente.
Pincha a la enferma en la pantorrilla con el alfiler del estudiante. Primero muy ligera
mente, después muy fuerte, y finalmente clava el alfilery lo suelta. E l rostro de la enferma per
manece totalmente tranquilo. Su cuerpo está inmóvil.
No hay reacción.
Saca el alfiler, coloca la pierna de la enferma sobre la camay va hacia la mesita para lint
piar el alfiler con un algodón.
F reu d : No siente nada. Anestesia del miembro que cree que está pa
ralítico.
36
Esteriliza de nuevo el alfiler, se lo da a l estudiante y vuelve a poner el hervidor sobre el
infiernillo. E l estudiante contempla perplejo el alfilery, lleno de asco, lo pincha en el revés de su
i baqueta en lugar de ponérselo en la corbata.
Todas las miradas estánfijas en Meynert, que consigue contenerse e incluso sonreír.
La anciana, agotada y con la boca torcida por un rictus de dolor, tiene la mirada fija y
viicía.
Un laboratorio (Anatomía del sistema nervioso) en el mismo hospital. Es una sala lim
pia y llena de luz. Estudiantesy médicos (con batas) están agrupados alrededor de distintas
mesas. Sobre cada una de esas mesas (además de diferentes accesorios: instrumentos, placas de
cristalprobetas, etc.) hay un microscopio.
Freud está inclinado sobre uno de ellos y examina la preparación de dos estudiantes que
están detrás de él v parecen extranjeros.
¡Buena suerte!
Uno de los estudiantes — un muchacho alto y rubio con aspecto de irlandés— sonríe a
Freud.
El po rtero : En el patio .
Freud se acerca a la ventana. (E l laboratorio está en el segundo piso.) Ahajo, en el patio,
ve a unajoven con una sombrillay un gran sombrero de paja.
38
F reu d : Dígale que por favor me espere un momento; tengo una cita
con el profesor Meynert.
Meynert acaba de entrar. Todo el mundo se vuelve a mirarle. E l se descubre con un mag
nánimo gesto.
Busca a Freud con la mirada. Freud va hacia él. Meynert le coge del brazoy se lo lleva.
Freud quiere hablar. Gesto majestuoso de Meynert. En ese momento Meynert es aún due
ño de si mismo. Sus expresionesy sus movimientosSon comedidos.
39
L a mano de Meynert vuelve a buscar el vasito, lo cogey empieza a jugar con él. Freud
quiere hablar. La mano se aparta de la barba para tenderse hacia él, majestuosa, e imponerle
silencio.
Se calla, estupefacto del inesperado resultado que producen sus palabras. A l resonar la
palabra histeria, la mano izquierda se aparta bruscamente de la nariz,
La mano coge — con soltura pero sin que Meynert parezfa darse cuenta— la garrafita y
sirve con decisión el aguardiente en el vasito. Vuelve a dejar la garrafita y levanta el vaso
mientras que Meynert habla. Pero todo esto afecta tan poco a l rostro majestuoso de Meynert
(éste ni siquiera miró su mano cuando servía el alcohol, aunque sólo fuera para controlar la
operación) que se diría que esa mano está totalmente separada de la persona delprofesor.
Con gran autoridad:
Pienso que su trabajo del año pasado sobre la anatomía del cerebelo
40
ha hecho avanzar a la ciencia. ¡Y ahora el hipnotismo! ¡Qué degrada
ción! Y a no cree usted en la fisiología.
l'reud: un simple gesto con ¡a cabeza para indicar que sigue creyendo en ella.
Ese es mi Credo.
Freud responde brevemente, cortésy seco:
Meynert se sirve un pasito de aguardiente, pero acto seguido lo vierte de nuevo en la garra-
fita y coloca las dos manos extendidas sobre su carpeta. Con un movimiento de cabeza señala el
cartel.
F reud : Quisiera...
Disculpándose:
¡Oh! Perdón.
He... he quemado unos papeles esta mañana.
M eyn ert (con indiferencia): No importa. Pero si a usted le molesta...
Señala con la cabeza un lavabo que está a la izquierda, contra la pared. Freud se levanta
y va a lavarse las manos. Mientras está de espaldas sin ver a Meynert recobra el valor necesa
rio para hablar.
Meynert aprovecha que Freud no lo ve para servirse un tercer vasito que bebe fu rti
vamente.
F reu d : La psiquiatría está aún en pañales. Quizás algún día pueda cu
rarse la locura actuando directamente sobre las células del cerebro.
Pero aún no hemos llegado a eso. Hay en nosotros unas fuerzas que
hoy por hoy no son reducibles a las fuerzas físicas.
Señala el cartel:
Quisiera...
Tiene miedo a mostrarse violento, aparta los. ojos del cartel y se mira las manos, que se
está enjabonando vigorosamente.
Quisiera lavarme.
Meynert se sobresalta.
Freud se estremece y luego prosigue con una voz ni-M. l.sv. id o natural.
42
F reu d : N o lo sé.
Meynert coloca las manos extendidas sobre la mesay recobra toda su autoridad.
(4)
Freud en elpatio. Está buscando a Martha. E l patio está vacíoy Freud se impacienta.
F re u d : ¡Señor Muller!
43
Las escaleras. Freud las sube corriendo.
Un pasillo. Freud, a l ir hacia su habitación, tropieza con un cubo de basura, se para en
secoy lo mira; está lleno de papeles convertidos en cenizasy de cuadernos medio quemados. Pa
rece preocupado, coge un cuaderno, lo abrey comprueba que algunas palabras son aún legibles.
Coge el cuboy después de tirar en él el cuaderno, se lo lleva a su habitación.
Nueva sorpresa: la puerta de la habitación 12 0 está abierta y por las ventanas, abiertas
también de p ar en par, la luz entra a raudales. Es una hermosa mañana de otoño.
L a habitación — que vimos llena de basura, de cenizas y de humo— está completamente
limpia; la estufa está apagada.
Una joven, con una bata de Freud demasiado grande para ella, está barriendo cerca de la
ventana. Su sombrero y su sombrilla están sobre la cama. Martha no es verdaderamente gua
pa, pero si muy agraciada. Tiene el cabello negro, unos ojos preciosos y un aire form al aunque
impulsivoy alegre.
Freud la mira, sorprendido y contento, y luego la coge en brazos impetuosamente, la levan
ta, la vuelve a poner en el suelo y le llena la cara de besos. E lla se deja, riéndose, pero se apar
ta hábilmente cuando Freud pretende besarla en la boca. '
De repente Freud se para, la mira con un poco de desconfianza y se aparta de ella.
Freud es brusco y desconfiado; Martha le hace frente con ternura pero burlándose de él
cordialmente.
¡El p ortero !
Freud, con severidad:
F r e u d : Martha, no debes entrar en la habitación de un hombre, aun
que ese hombre sea tu novio.
De repente se echa a reír. Una risa brutaly tajante, irónica, sin alegría.
M artha se quita la bata con ademanes de coquetería despechada y aparece con un traje
modestopero elegantey de buen gusto.
44
Freud se precipita de nuevo hacia ella y la besa con pasión. Martha le empuja y se
aparta.
Déjame respirar.
Señala el cubo de basuras.
Martha no tiene tiempo de protestar porque Freud va hacia la maleta abierta y saca un
fajo de cartas.
Freud se indina sobre el cubo de basurasy saca de él unos cuadernos casi totalmente car-
bonizados.
Se incorpora riéndose.
Ven aquí.
Le limpia vigorosamente.
45
¿Qué diría tu madre si fueras a despedirte en ese estado?
Mientras lefrota, señala con la mano izquierda el cubo de basuras.
M a r t h a : N o d ilap id es tu p o rv en ir.
Coge su sombrero y se lo pone delante del espejo que está encima del lavabo. Y con un alfi
ler de sombrero entre los dientes dice:
46
EL PATIO
EN LA CALLE
Caminan uno a l lado del otro, muy correctos, sin cogerse del brazo.
No hablan. A l cabo de un rato Freud saca su cigarrera del bolsilloy una caja de cerillas.
Martha se da cuentay le da un golpecito en el brazo con la empuñadura de su sombrilla.
Freud se sobresalta.
F reud : Perdona.
Estoy... nervioso.
Martha lo mira interrogativamente.
47
E l cochero no ha visto elgesto de Freud.
Hace sonar las monedas en su bolsilloy saca una bolsa con monedas de oro.
M a r t h a : ¿E s el p ro d u cto de u n robo?
F reu d : E s el importe de mi beca; lo cobré ayer, 2.000 florines.
¡Cochero!
M a r t h a (indignada): Tu beca es para París. Apenas te bastará para
vivir.
F reu d : P ero p or lo m en os p uedo g astarm e un k reutzer.
M arth a: Nada en absoluto.
E l coche se ha parado delante de ellos. Martha tira de Freud confirmeza.
A l cochero:
Ha sido un error.
E l cochero se encoge de hombros, azota a l caballoy el coche sigue su camino.
Freud lo mira con melancolía.
F reud (riéndose de s í m ism o): ¡Para una vez que ten g o dinero!
M a r t h a : ¿T us p ad res nos esp eran a co m er?
EL RING
M a r t h a : ¡Q ué bien!
Podré patinar.
Freud,furioso, tira de ella cogiéndola del brazp. Ella se resiste.
F re u d : Tú no vendrás a patinar.
48
M a r t h a : ¡P e ro si n o e starás aquí!
F reu d : Precisamente p o r eso.
M a r t h a : ¡M e tie n es h arta! M e v o y a a b u rrir.
F reud : N o q u iero que n in g ú n h o m b re te coja en sus brazos.
M a r th a (con m al humor): Pues entonces no te vayas.
F reud (con m uy mala intención): Si tú me lo pides, no me iré. ¿Me lo
pides?
Martha no responde, pero se nota que está un poco resentida con él.
Le vuelve la espalda. Están enfurruñados y caminan en silencio entre los transeúntes, que
cada vez san más numerosos.
Una aglomeración ante un vendedor ambulante. En el suelo se mueven dos minúsculos lu
chadores de cartón. Están unidos por las muñecas y parece que se mueven solos.
Martha se para y ¡os mira divertida. Se oyen débilmente unas voces más lejanas.
M a r t h a : Cállate; ya lo veremos.
Freud finge creerse perdonado, pero no engaña a su novia que descubre, bq& esas locuaces
explicaciones, su deseo —por celos— de d e s e n c a n t a r el espectáculo.
49
M ira los rostros de los transeúntes; son caras vulgares pero más o menos «relajadas» y con
expresionesfrancas o serias.
F reud (desanimado): Da la sensación de que todos ocultan algo.
50
Con los ojos echando chispas, le arranca el libeloy lo destroza en m ilpedazos.
E l gordinflón no comprende nada de lo que pasa y mira a Freud con aire despistado.
Freud lo mira de hito en hitoy le dice con un desprecio aplastante:
Casi todos los curiosos les están mirando, pero el coche se aleja.
51
EL RING
Los novios, mientras hablan, ven desfilar los cafés, los edificiosy sobre todo la gente. M ili
tares, mujeres hermosasy apuestos caballeros con levita.
Mira.
Con autoridad.
El en em igo .
Martha se sobresalta y mira a todos esos elegantes personajes que se pavonean unos delan
te de los otros v que no tienen en absoluto un aspectoferoz
Voz en « ofi-» de F reud : N o dejes nada detrás de ti. Todo lo que los
goys* descubran de nuestras vidas, lo utilizarán contra nosotros.
M artha vuelve a su temafavorito.
Uno de los chiquillos corre detrás del cochey quiere agarrarse a él. Martha lo amenazfl
con la mam, sonriendo.
52
Ese barrio pobre es una especie de ghetto.
Muchosjudíos delante de tiendasjudias (letreros enyiddish).
Cuando yo tenía la edad de ese chiquillo, llamaba a los goys los ro
manos; nosotros, los judíos, éramos los cartagineses. Encontré una
estampa en un libro que me dieron de premio que representaba a
Amílcar, el hombre de Cartago, haciéndole jurar a su hijo Aníbal que
se vengaría de Roma. La arranqué y la guardé.
Aníbal soy yo.
M a r th a (irónica): ¿Y tu padre era Amílcar?
(5)
E l coche se detiene ante un gran caserón de aspecto miserable. Una casa con muchas vi
viendasy que parece un cuartel. Ropa tendida en las ventanas. Delante delportal una chiqui
llería vocinglera.
Freud levanta la cabeza instintivamente. Una mujer de cincuenta años, alta y aún muy
hermosa, está asomada a una ventana del primer piso. Saluda a Freud con un gesto cariñoso
no exento de coquetería. Lleva puesto un chal cubriendo sus hermosos brazos. E l rostro de
Freud se transforma: expresa una pasión profunda y contenida.
L a madre y el hijo intercambian una larga y muda sonrisa. Por primera vez se tiene la
impresión de que Freud se encuentra a gusto en el momentoy en el lugar mismo donde está.
Incluso se olvida de pagar a l cochero, que lo mira con sorpresa. Martha se da cuenta y
aprovecha la ocasión para hacerlo ella, deslizándole un kreutztr en la mano.
Luego, tira de Freud agarrándole del braz.oy lo espabila.
53
M a r t h a : ¡Ven!
F reu d : Mamá...
Su actitud es totalmente diferente a la que adoptó con Martha (pasión, celos, violencia).
Parece un amante más que su hijo. Pero un amante discretoy ceremonioso.
Entre ella y él se siente una íntima y profunda armonía que nunca se expresa con p ala
brasy apenas congestos.
L a sonrisa de la madre es grave ypreocupada.
F re u d : ¿Qué pasa?
L a m ad re : Tu padre decidió finalmente asociarse con Gerstem.
F reud : Le dije cien veces...
L a m adre (con autoridad): Tenía sus razones. ¡Sigmund recuerda!
(como recitando un proverbio): Lo que el padre hace, siempre está bien
hecho.
Una pausa.
L a madre habla con verdadera nobleza■En ningún momento da la impresión de que trata
de disculpar a l padre. Autoritaria y firme, parece que piensa, por el contrario, que un padre
jam ás necesita disculpas ante sus hijos.
La m ad re : El mes pasado.
54
F reu d : ¿Por qu é no se me informó?
La m ad re : Sabíamos que ibas a marcharte.
¡Abrázame!
Freud lo abrasa torpey azarado. E l anciano es tierno como una mujer.
Freud escucha, rígido y sombrío. E l anciano sigue parloteando. Lo que resulta sorpren
dente es su gran dulzura unida a esa profunda tristeza de los ancianos. Sigmundy Martha se
sientan a su lado.
L a madre permanece de pie.
55
Cuando mi Sigmund tenía ocho años, vi un día al padre del pequeño
Menuhin regañando a su hijo.
F re u d : Ya se lo has contado, papá.
J akob : Si os lo he contado ya, sabréis lo que le dije: «Hay más inteli
gencia en un dedo del pie de mi Sigmund que en toda mi persona y
me respeta tanto como si yo fuera el gran rabino...»
Freud espera elfinal de la historia y luego, con gravedad, le pregunta:
F reu d : Padre...
¿Tenéis problemas?
Jakob a la madre, en tono de reproche:
E l padre está abrumado y no responde. La madre contesta con el mismo tono rotundo y
sin concesiones con que ha hablado desde elprincipio.
L a m a d r e : El lunes.
F reu d : ¿Cuánto?
L a m a d r e : D os m il gu ld en .
56
F reu d : O s lo voy a dar todo. Todo.
Coge la bolsay las pilas de monedas de oroy lo deposita todo sobre la mesa.
La madre no responde. Freud, con gestos maníacos, amontona las monedas de oro sobre la
mesa. Bruscamente, elpadre rompe a llorar.
M a r t h a : A la mesa, padre.
Le ayuda a levantarse. Jakob lo hace con dificultad. Mientras se dirige a la mesa, le pre
gunta a su hijo que se aparta para dejarlo pasar:
57
(6 )
Por la tarde. Freud y Martha salen de la casa de los padres. Caminan en silencio. Freud
parece irritado y nervioso. La calle desemboca en una placita desierta. Llegan a ella y Martha,
también sombría, mira a Freud con preocupación.
F reud (estalla bruscamente): Habéis ganado. No m e voy.
Freud da algunos pasos con esfuerzo y luego se deja caer en un banco. Está pálido y respi
ra con dificultad. Martha va hacia él, sin prisa, dividida entre su propia irritación y la in
quietud que le inspira el estado de su novio.
58
un hombre bueno, yo lo respeto y tendría mucha suerte si te convir
tieras en lo que es él.
Freud se levanta bruscamente.
F reud (con violencia); ¡Jamás seré como él, jamás! Peor para ti si es a
él a quien prefieres (se domina una vez más). Yo no tengo la culpa. No
he tenido juventud. Con veintinueve años ya debería sostener a mi
familia, pero trabajo doce horas al día y aún contraigo deudas para
poder vivir.
Una pausa.
59
cigarrera, coge un cigarro y lo enciende. Con la primera bocanada de humo empieza a toser.
Continúa fumando y tosiendo, pero se aprieta la mano izquierda contra el corazón y se
deja caer en el banco donde estaban los dos antes; parece que se encuentra mal, pero sigue f u
mando con ansia.
(7)
iM puerta de entrada de un hermoso piso, en la segunda planta de una casa señorial.
Martha está llamando a la puerta. Un criado viene a abrir.
M a r t h a : Quisiera hablar con la señora Breuer.
E l criad o : Buenas tardes, señorita Bernays. Lo siento mucho, pero
la señora ha salido.
Un silencio.
M a r t h a : Entonces pregunte al doctor Breuer si puede concederme
unos minutos.
E l c r ia d o : El doctor ha salido con la señora. Volverán esta noche
después de cenar.
Martha parece muy contrariada por ese contratiempo.
M a r t h a : ¡Después de cenar! (Una pausa.) Bueno, ¿querría usted de
cir a la señora Breuer que vendré por la noche?
Algo se esfuerza en salir del cubo de basuras. No se distingue lo que es, pero se adivina
un hormigueo amenazador y repugnante.
En un asiento que hay detrás, una placa de piedra (semejante a las tablas de la Ley)
está colocada en equilibrio. De repente, cae sobre la tapa del cubo de basuras, que se cierra.
Todo desaparece. Oscuridad.
Bruscamente, la habitación se ilumina. Freud está acostado en su cama, vestido con levita.
Se levanta, coge su chistera y su b a s tó n s e pone unaflo r en el ojal.
Con ese atuendo, se parece al elegante profesor Meynert. Pero aunque, inesperadamente,
empieza a cojear de la misma manera, nadie puede dudar de que no sea Freud en persona.
Cruza la habitación, abre la puerta que da directamente a l R in gy sale. El Ring está to
talmente desierto, envuelto en una luz cruda y helada. En cada puerta hay un cubo de basuras.
Cuando Freud pasa p or delante de cada uno de ellos, la tapadera se levanta un poco y vuelve
a caer con un ruido sordo. En uno de ellos, una rata asoma el hocico.
Un hombre, vestido de militar, camina solo p or el Ring. Se va acercando a Freud. Están
a punto de cruzarse.
60
(Ruidos en «off» de mucha gente.)
U n a voz estentórea (dominando a las otras): Aquí está el Empera
dor.
El padre de la Patria.
El Padre Eterno.
M u ch a s vo ces (pero más débiles y confusas):
El Eterno femenino.
La Pareja Eterna.
Freud se vuelve bruscamente.
F reud (con un alarido): ¡No!
Un soldado cartaginés que se parece a Aníbal (tal como lo vimos en el grabado) apunta
cuidadosamente al Emperador con su ballesta. Su expresión es brutaly malvada.
La flecha sale disparada.
(M ás fu erte): ¡No!
Todo se apaga.
Freud enciende la vela. Está en camisóny con una expresión llena de ansiedad. Sale de la
cama, hurga en su maleta, coge un cuaderno blancoy un lápiz, mira su relojy empieim a escri
bir:
«Noche del 15 al 16 de septiembre del 85.
Fie soñado con el emperador FranciscoJosé.»
(9 )
Seis de la mañana. Es de noche. El andén de una gran estación vacía. Muy lejos, en otro
andén, algunos viajeros esperan un tren. El tren llega muy iluminado. Los viajeros se suben en
los compartimentos. Un silbido. El tren arranca y se va.
Durante ese tiempo, un empleado pasa por el primer andén empujando una carretilla.
Encuentra a un hombre pálido y nervioso, sentado en un banco entre dos atiborradas maletas.
Es Freud. Fistáfumando un cigarro y tosiendo.
E l e m p le a d o : ¿Qué está usted haciendo ahí?
F r e u d : Estoy esperando el tren.
El empleado señala la vía vacíay el reloj de la estación que marca las seis.
E l e m p le a d o : Le aconsejo que se eche. Tiene usted para rato.
Freud tose.
61
E l em pleado : El c ig a rro d e la m añ an a ¿eh ?, eso p u ed e m a ta r a un
h om bre.
F reud (irónico): ¡Pardiez! Eso es lo que le da sabor.
El empleado se aleja. Freud se queda solo. Parece que se encuentra mal. Saca su reloj, lo
pone sobre sus rodillas y se toma el pulso. Vuelve a meter el reloj en el bolsillo del chaleco y
hace el ademán de llevarse de nuevo el cigarro a la boca. Una mano le roza la manga. Se vuelve
bruscamente: es Martha.
Freud se levanta, tira su cigarroy abraza a su novia impetuosamente.
F re u d : ¡Martha!
Ellaforcejea riéndose:
¡Qué alegría!
M a r t h a : ¡N o qu iero ! H u eles a ta b a c o .
F r e u d : ¿Q uién te h a d ado e sta id ea m a ra v illo sa ?
M a r t h a : ¿Cuál?
F reu d : La de venir tan temprano.
M a r t h a : Tú. Cuanto más largo es el viaje, con más anticipación lle
gas.
F reu d : ¡No te quejes! Antes, cuando salía de viaje tenía miedo a mo
rirme; ahora tengo miedo de perder el tren. Es un progreso.
Se sienta bruscamente, muy pálido. Trata de reírse.
M a r t h a (m uypreocupada): ¿Q ué te pasa?
F reud (riéndose con esfuerzo): Bueno, tengo aún un poco de miedo a
morirme.
62
Pero él la sigue reteniendo.
No te irás si no te ve un médico.
F reud (bruscamente): ¡Martha! ¡No me atormentes!
Le besa.
F reu d : E scuch a. N o esto y loco , p ero m e sien to ... in só lito .
63
M a r th a (poniéndose seria, preocupada): ¿Por qu é eres así?
F reu d : N o lo sé. L a pobreza', quizás.
Pero ella se vuelve hacia la puerta de entraday mira a la gente que va ¡legandoy que em
pieza a subir a los vagones.
Te estoy diciendo que te quiero y tú miras a la gente.
Martha sigue mirando. Freud la estrecha contra él pero ella vuelve la cabezay busca en
tre el gentío.
M a r t h a : Tengo u n a cita.
F reu d : ¡M arth a!
M a r t h a : ¿P o r qué n o ? M e dejas sola.
F reu d : N o debes b ro m ear...
Martha se aparta y hace una seña a un hombre de alta estatura, de una discreta elegan
cia, cuarenta años —cabellos y barba castaños—, de inteligente expresión, algo escéptica pero
muy bondadosa, que busca de vagón en vagón.
¡Breuer!
Freud corre hacia Breuer con una alegría manifiesta. Pero como siempre, al llegar a él se
pone rígidoy dice como a pesar suyo:
F reu d : ¡Se ha molestado en venir a despedirme!
64
A l ver a Freud, el semblante de Breuer se ilumina. Le estrecha la mano con verdadera
efusión. Luego, con una autoridad amable pero real dice:
B r e u e r : H e v e n id o p a ra eso , lo p rim ero .
Freud duda.
Freud, usted se va a París en misión oficial. Su deber es aceptar este
dinero. Acéptelo como si viniera de un hermano mayor o de su pa
dre. Me lo devolverá cuando pueda.
Al oír las palabras «como si viniera de su padre», el rostro de Freud se ilumina. Se
relaja.
F reu d : Acepto.
3
65
Martha sonríe.
F re u d : ¿Tú se lo d ijiste?
Eila se echa a reír en su cara. Por un momento parece que Freud se va a enfadar. Luego
sonríe.
F reu d : Me alegro. Este viaje no te gusta y sin embargo eres tú quien
me da la oportunidad de hacerlo. Te quiero.
Lanza una última ojeada hacia Breuery su rostro se ensombrece ligeramente.
A pesar de todo, me hubiera gustado más que hubiese venido sim
plemente para estrecharme la mano.
Silbido.
Voz en « off »: Munich, Basilea, París, viajeros al tren.
Nuevos silbidos.
Voz en « off »: ¡Viajeros al tren, viajeros al tren!
El tren arranca.
F re u d : Si no me lo juras, el tren se irá sin mí.
M a r th a (a l ver que e l tren arranca): ¡Corre! ¡Corre! Sí, sí, te lo juro,
pero corre. ¡Vas a perderlo!
Freud corre a lo largo del tren, que va tomando velocidad, y sube en un compartimento de
cola.
66
( 10 )
PARIS - ENERO DE 1886.
Una habitación miserable de un hotel Freud se dispone a salir y guarda un manuscrito
dentro de una de sus maletas; cierra, tanto una como otra maleta , con dos llavecitas de un ma
nojo de llaves que se guarda después en el bolsillo. Saca un cigarro de su cigarrera, lo corta con
los dientes, lo enciende, sale y cierra la puerta de su habitación con una llave que luego se mete
m el bolsillo.
La patraña en la caja del hotel. Mira a Freud sin simpatía. A su lado, barriendo, un
mozo del hotel.
L a p a t r o n a : ¡Señor Freud!
Freud, que se encaminaba hacia la puerta, se vuelve.
Tenga la amabilidad de poner su llave en el casillero cuando salga.
Freud duda.
Se lo he pedido ya diez veces por lo menos.
Freud saca a regañadientes la llave del bolsilloy la pone en el casillero. La patrona le si
gue con los ojos.
Al mozo:
67
ligero gabán. En lugar de tomar el camino directo —la calle que acabamos de ver— se mete
por la calle de al lado que, evidentemente, va por otra dirección.
Apenas ha caminado algunos pasos por esa calle (calle de viviendasy de tiendas, sin nin
gún «hotel de citas») cuando un joven inglés, vestido con ropas confortables y de mucho abrigo,
sale bruscamente de un soportal bajo el que se guarecía y le pone la mano sobre el hombro.
Freud se sobresalta como si creyera ser el blanco de las proposiciones de una prostituta,
pero a l reconocer a l inglés, que le alarga la mano con unafranca actitud, sonríe.
W ilkie : Buenos días, doctor Freud. Le estaba esperando. Permítame
decirle lo mucho que le aprecio.
F reu d : Buenos días, señor Wilkie.
Prosiguen su camino. Freud responde con ironía a las palabras de Wilkie. Es evidente
qué lo encuentra ridículo, pero que siente simpatía hacia él. Sin embargo, permanece distante y
reservado.
F re u d : Me alegro mucho de que usted me aprecie, pero no sé si lo
merezco.
W ilk ie : Se lo merece, doctor Freud, porque es usted el único que da
el mismo rodeo que yo.
¿No le gustan las prostitutas, doctor?
F reud (distantepero sincero): No especialmente.
W ilk ie : Mi padre siempre me decía: La lujuria es el Infierno. ¿Está
usted de acuerdo?
F reud (sonriendo): Sí, si coloca usted el Infierno en este mundo.
W ilkie : En este mundo y en el otro. El Cielo es nuestro destino.
Caminan un rato en silencio. Freud tiene frío. Está tiritando. Wilkie se da cuenta.
W ilk ie : Doctor Freud, usted tiene frío.
68
das de los bolsillos de su pelliza forrada y da palmadas con irritación. Freud lo mira con el
rabillo del ojo.
F reud (imitando e l tono de W ilkie): Señor W ilkie, está usted furioso.
W ilkie : Sí, señor.
Estoy furioso porque voy a perder el tiempo.
Esta mañana el profesor Charcot va a hipnotizar a unas histéricas.
Ahora bien, yo no creo ni en la histeria ni en el hipnotismo.
F re u d : En ese caso ¿por qué asiste a sus clases?
W ilkie : Doctor Freud, eso es lo que yo m e pregunto.
Han cruzado el patio del hospital y entran en un gran edificio. El vestíbulo —triste y
sombrío.
Soy hijo de un pastor protestante y quiero curar a los hombres por el
amor de Dios.
Algunos grupos de estudiantes. Freud y Wilkie se detienen y se sacuden los pies y los
abrigos.
W ilkie (bruscamente, después de un silencio): Vi a unos hipnotizadores en
Manchester. Estaba todo amañado.
Freud se quita de los labios el cigarro apagadoy lo tira.
F reu d : Todo está siempre amañado, señor Wilkie.
Wilkie lo mira a su vez con desconfianza. Un amigo suyo le tira del brazo. Wilkie se
vuelve.
W ilkie (a su am igo): ¡Daugin!
Freud aprovecha la ocasión para alejarse con una expresión irónica y satisfecha, casi ale
gre. Se adentra maquinalmente por un pasillo y con aire visiblemente distraído saca un cigarro
de su cigarrera y lo enciende pensativamente. En seguida empieza a toser. Cuanto más fuma,
más tose y más colorado se pone.
Un hombrecillo calvo y rechoncho sale de una habitación que da al pasillo (un letrero:
«Consulta del Doctor Charcot»), lo mira con expresión divertida y le da una palmadita en el
brazo.
C h a r c o t : N o se puede fumar aquí, señor.
69
Freud se siente comunicativoy confiado.
F reu d : Pues... (avergonzado) veinticinco.
Se aleja. Freud le ve entrar en un aula que da al mismo pasillo, un poco más lejos.
Mira su cigarro con indecisión. Hace ademán de tirarlo pero cambia de opinión, lo apaga
contra la pared y lo vuelve a meter en ¡a cigarrera.
Entra a su vez en el aula (que es exactamente igual a la delfamoso cuadro Charcot en
La Salpétriére).
( 11 )
70
Unos internosy unos enfermeros introducen en el aula a dos enfermas.
Una es una mujerjoven que presenta una contracción del brazo derecho (dobladoy apre
tado contra su pecho), y la otra es una anciana que se parece a la ciega de Viena; camina con
dificultad apoyándose en unas muletas (parálisis histérica de la pierna izquierda).
Unay otra parecen asustadasy desvalidas. Charcot las señala con un pomposo gesto (du
rante toda la escena siguiente parecerá un prestidigitador) mientras ellas se acercan a él.
C h a r c o t : E sto s so n dos esp lén d id o s casos.
Jeanne y Paulette.
Sonríe a las dos mujeres.
Una sonrisa de ogro.
Tiéndase usted, Jeanne.
Dos de sus ayudantes acuestan a la anciana en el catre.
Siéntese, Paulette.
La mujer se sienta en una de las dos sillas que un ayudante acaba de colocar en medio del
aula.
Charcot se dirige primero hacia Paulette.
C h a r c o t (falsamente paternal):
Bueno, Paulette, ¿qué es lo que marcha mal?
P a u le tt e : M i brazo.
Lo muestra.
C h a r c o t : Cierre los ojos.
La enferma los cierra. Charcot hace un guiño de complicidad a su auditorioy pellizca con
fuer&J el brazo contraído.
¿Qué le he hecho?
P aule tte (con los ojos cerrados): Nada.
72
Paulette mira dócilmente.
Charcot se pasea de un lado a otro con las manos detrás de la espalda.
¡Va usted a dormirse!
Charcot se planta delante del corpulento inglés (Wilkie) y lo examina de abajo arriba.
Wilkie lo mira a su vez de arriba abajo con una mirada desengañada y hace una mueca
de asco.
¡Duérmase, duérmase!
Paulette, dócil, se duerme con los ojos totalmente abiertos, y un poco rígida.
V oz en « off » del medico (que habla a Jeanne):
Jeanne, está usted dormida, dormida.
Freud observa apasionadamente a cada una de las dos enfermas. Su mirada va de una a
otra como si estuviera contemplando un partido de tenis.
Charcot vuelve la espalda a Wilkie, se acerca a Paulette y la mira a los ojosfijamente.
C h a r c o t : E sta e stá d o rm id a.
U n a y u d a n t e : Y a está.
Charcot reanuda su marcha.
C h a r c o t (tono propio de un profesor hablando desde su cátedra): El estado
en que se encuentran nuestras dos enfermas podría definirse como
de sonambulismo provocado.
Son sensibles a todas las sugestiones.
¡Atención!
Se acerca a Paulette sonriendo, con una actitud muy «de ilusionista». Se coloca detrás de
ella y la llama:
¡Paulette, Paulette!
La enferma se estremece.
P a u l e t t e : ¿Q ué?
C h a r c o t : Está c u ra d a , P a u le tte , e stá cu rad a.
73
Paulette mueve el brazo izquierdo.
Ése no; el otro.
Paulette mueve la mano izquierda y se la mira. Poco a poco su braza derecho se va rela
jando y ella observa los movimientos de la mam izquierda y los imita con la mano derecha.
(Durante esta escena):
V oces en « off » de los ayud antes (que se están ocupando de Jeanne):
¡Jeanne! ¡Jeanne! Está curada...
Está curada...
Está curada...
Poco a poco, los movimientos de la mam derecha se vuelven más flexibles.
Finalmente, los dos brazos se mueven al mismo tiempo.
Charchot deja a Paulette y se dirige hacia Jeanne, que sigue echada en el catre.
C h a r c o t : (au toritarioy casi ridículo en su actitud de comicastro): ¡Leván
tate y anda!
Jeanne se sienta en el catre con dificultad y luego, ayudada por los ayudantes, se levanta y
se sostiene en pie sin muletas.
¡Anda! ¡Anda!
Jeanne se dirige tambaleándose hacia la silla cerca de Paulettey más que sentarse se deja
caer en ella.
Paulette continúa haciendo con las dos manos unos extraños movimientos que parecen conjuros
mágicos.
Primer efecto de la sugestión: supresión de los síntomas histéricos.
Ni que decir tiene que el hipnotismo es importante cuando se trata
de parálisis orgánicas.
Señalando a las dos enfermas.
Segundo efecto: Por medio de la sugestión, inducimos a las enfermas
a que reproduzcan sus grandes crisis.
Se acerca a Jeanne.
¡Jeanne! ¡Jeanne!
Se ve a Jeanne que parece oír sin ver.
V oz en « off » de un a y u d a n te : ¡Paulette! ¡Paulette!
74
Voz en « off »: ¡La crisis, Paulette! ¡La crisis!
C h a r c o t : ¡Jeanne! ¡Cuidado! Ten cuidado, es una crisis. ¡Ten cuida
do!
¡eam e se levanta y empieza a andar. Remeda con violenciay torpeza el temor, el rechazo
y la ira,
(Con un poco de cinismo):
¡A la una!
Voz (en «off» que susurra): Paulette. ¡Pobre Paulette!
Charcot sigue a la anciana Jeanne que da vueltas en redondo y, muy comediante, imita sus
posturas más significativas, exagerándolas.
Esta no va a hablar.
M ím ic a em o tiv a - m ied o —irrita c ió n - rechazo.
Sigue imitándola.
(R isa en «off» de Paulette.)
En ese instante se oye una carcajada de mujer.
Esa carcajada, primero breve y entrecortada, va creciendo hasta volverse incoercible y casi
dolorosa.
El rostro de Charcot se ilumina.
¡A las dos!
Cruza el aula, abandonando a Jeanne que empieza a pataleary a mover violentamente los
brazos, para volver con Paulette.
P a u le tt e (riéndose como si le hicieran cosquillas): No, señor Paul, ¡no!,
¡no!, ¡no haga eso! ¡Ja!, ¡ja! ¡Tengo muchas cosquillas!
Se retuerce como si le estuvieran haciendo cosquillas.
¡No, Robert! No me volverás a dejar sola con tu amigo.
Charcot parece indijerente e irritado.
C h a r c o t : El co n ten id o d el d e lirio n o tien e n in g u n a im p o rtan cia.
75
Se acerca a la mesa, coge una botella de agua de Colonia, la destapa y aspira el olor con
satisfacción.
Con expresión de alegría:
Agua de Colonia.
Con un gesto rápido y ágil lanz/í algunas gotas a Wilkie, que resopla con cara de asco:
luego, haciendo una pirueta, se acerca a Paulette que se retuerce de risa, esquivando por los p e
los a la anciana que sigue dando vueltas dentro del circulo de los oyentes y que mueve los brazos
en el aire imitando una especie de baile.
Pone la botella destapada bajo la nariz de la enferma. Paulette deja de reír, empieza a
hacer melindres y:
P a u le tte : Tiene usted un jardín muy oloroso. Todas las mañanas el
caballo en el parque. Mi padre en su yegua y yo en mi «poney». Las
glicinas eran adorables.
Mientras Paulette habla, Charcot hace una seña.
Un ayudante le trae la otra botella y la destapa.
Charcot la huele.
C h a r c o t : Sulfuro d e carbono.
76
Paulette se tira al suelo.
Empieza a proferir alaridos y mueve violentamente los brazos y ¡as piernas en todas las
direcciones.
Tira las dos sillas. Dos ayudantes se precipitan para evitar que se hiera.
Charcot los detiene con un gesto.
C h a r c o t : Déjenla. (A l público): No va a herirse. Los histéricos se
hieren rara vez durante sus ataques, es lo que permite diferenciar a
primera vista la crisis de histeria de la crisis epiléptica.
Se acerca a Paulettey le pone las manos sobre la frente.
(Voz persuasiva): La crisis ha terminado, Paulette. Ha terminado.
Paulette se tranquiliza poco a poco.
(La misma voz): ¡De pie!
Levante las sillas.
Paulette obedece.
Siéntese.
Paulette se sienta.
Charcot atrapa a feanne cuando pasa por delante de él y la conduce a la silla vacía.
¡Jeanne, siéntese! ¡Vamos, siéntese!
feanne se sienta.
Las dos enfermas están una al lado de la otra, como al principio de la escena, con los ojos
abiertos y fijos. Parecen agotadas.
Charcot se vuelve hacia el auditorio.
¡Señor Daugin! En una primera fase, la sugestión hipnótica ha hecho
desaparecer las contracciones histéricas. ¿Dónde las tenía Paulette?
D a u g in : En el brazo derecho.
77
matismo basta para producir una sensación de entumecimiento y un
amago de parálisis en toda la extensión del miembro.
Se dirige hacia Paulette y la golpea en el muslo y en la pantorrilla.
Por el mecanismo de la autosugestión, esa parálisis rudimentaria se
convierte en una parálisis real.
El fenómeno sucede en el centro de las operaciones psíquicas, en la
corteza cerebral. La idea de movimiento es ya un movimiento en
vías de ejecución; la idea de la ausencia de movimiento, si es fuerte,
es ya la parálisis motriz realizada.
Pueden llamar ustedes a esta parálisis ideal o psíquica; es todo lo que
ustedes quieran salvo imaginaria.
Con una actitud de prestidigitador satisfecho:
Paulette y Jeanne han intercambiado sus contracciones.
Daugin, que hacia un rato seguía la experiencia boquiabierto y con la misma pasión que
si estuviera presenciando un espectáculo de variedades, empieza a aplaudir.
Se da cuenta de lo que hace, se sonroja y se mete las manos en los bolsillos. Pero ya Char
cot lo ha fulminado con la mirada.
C h a r c o t : (soberbio y convencido. M uy dipno): ¿Dónde se cree usted que
está, señor? Esto es Ciencia.
A sus ayudantes:
[.lévense a las enfermas.
Jeanne se levanta sin dificultad; le entregan las muletas a Paulette. La levantan y camina
apoyándose en ellas.
Mientras que las dos enfermas cruT/in el aula:
Las parálisis psíquicas que se producen por hipnotismo, son el resul
tado de un sueño que hemos provocado. Sueño intenso que, en cier
ta medida, se realiza.
Lo que el hipnotizador hace, puede deshacerlo. Mis ayudantes van a
despertar a nuestras amigas. De este modo las librarán de los males
que yo les he infligido. Desgraciadamente volverán a sufrir aquellos
que ellas mismas se infligen. Paulette perderá el movimiento del bra
zo derecho en el mismo momento en que recupere el de su pierna iz
quierda. En cuanto a Jeanne, le sucederá a la inversa.
El hipnotismo puede reproducir los síntomas, pero no curarlos.
A l auditorio:
78
C h a r c o t : La clase ha terminado. ¿Alguna pregunta?
Mira a su alrededor.
Freud parece estusiasmado —como la mayoría de los oyentes—f el inglés Wilkie sigue
con cara de asco. Charcot, molesto, se le acerca.
Parece que todo esto le repugna, señor.
El semblante de Wilkie refleja obstinación.
W ilkie : Son unas mentirosas.
Se exalta un poco.
...Unas simuladoras.
...Unas comediantas.
...Todo es falso.
79
B e r r y e r (con voz monótona): Duerma. Está usted dormido.
Berryer, estupefacto, a Charcot:
¡Y a está! ¡Sin decir ni ay! ¡Como un pichón!
Silencio tenso en el auditorio. Freud está tan absorto que saca, maquinalmente, su
cigarrera.
Charcot alarga el agua de Colonia a Berryer, que pone el frasco bajo la nariz del inglés.
W ilkie : ¡Mamá!
80
Charcot asiente con la cabeza.
C h a r c o t (bonachón): Se lo permito, señor.
El inglés coge con estupor el cigarro que le alarga Freud y va a ponérselo en la boca al re
vés. Freud se lo quita, lo enciendey se lo da.
El inglés fuma y tose, igual que Freud hacía anteriormente.
Charcot se acerca.
¿Está usted fumando? ¡Pero si le da tos! Desgraciado. (M uy amable
mente, como a F reud anteriormente.) ¿Por qué fuma?
W ilk ie : No lo sé. Es u n ansia qu e se ha apoderado de m i.
C h a r c o t (como a F reud): ¿Y que se le ha agarrado a la garganta?
El inglés tose.
Charcot mira a Freud sonriendo.
Se vuelve hacia Wilkie.
(A W ilkie): Tire ese cigarro.
W ilkie : E s m ás fu erte qu e yo.
C h a r c o t : Tire el cigarro, señor. Le hemos dormido y le he ordenado
q u e fumara.
(12)
UN PASILLO
Freud pasea de una lado a otro delante de la puerta cerrada de la consulta de Charcot.
Los estudiantes circulan por delante de él, riéndose.
Wilkie pasa a su ladoy lo deja atrás, pero vuelve sobre sus pasos.
Le tiende la manoy espera con solemnidad.
W ilkie (d ecid idoy solem ne): D o cto r Freud, ¡adiós!
81
F reu d : Flasta mañana.
W ilkie : No, le estoy diciendo ¡adiós! Vuelvo a Manchester.
Freud se sobresalta.
F reu d : ¡Oh! Perdón.
Mira el cigarro con asombro, casi con estupor.
Luego, con los ojos entornados, esboza una sonrisa como si la vista del cigarro entre sus de
dos le sugiriera algo.
Mientras tanto, Charcot ha abierto la puerta de su despacho y lo está mirando.
EN EL DESPACHO DE CHARCOT
Charcot está sentado en un confortable sillón.
Escucha a Freud, que habla con entusiasmo, aunque como siempre muy sobrio en sus ma
nifestaciones —y un poco rígido—, y que se ha sentado muy derecho en su silla, sin quitarse el
abrigo.
F reu d : L o esperaba todo de usted, señor, y no me ha decepcionado.
Me ha descubierto usted un mundo.
Ahora... ahora podré trabajar.
La expresión de Freud es de confianza y parece más j o i q u e en las escenas prece
dentes.
82
Charcot le escucha con una sonrisa; halagado pero escéptico.
C h a r c o t : ¡Un mundo! ¿Cuál?
F reu d : W ilkie creía que tenía ganas de fumar. Y no era verdad. Co
gió un cigarro porque usted se lo había ordenado. ¿Y yo? ¿Acaso sé
yo por qué fumo? Creo que porque me apetece, pero ¿qué se oculta
detrás de esa apetencia...?, ¿qué motivo secreto?, ¿qué orden?, ¿qué hay
detrás de todas las a pe te n cia s y de todos los temores ? Un mundo in
visible. Ciertas fuerzas.
Charcot, a l principio benévolo y protector, se asusta un poco.
C h a r c o t (asustado): No corra tanto, señor, no corra tanto.
F reu d : Pero, señor profesor, es evidente. Usted ha tenido la idea
— y permítame decirlo— genial de reproducir los síntomas de la his
teria con la sugestión. Eso prueba que las enfermas los producen al
sugestionarse ellas mismas, dominadas por unos recuerdos, unas
ideas y unos sentimientos que han olvidado o que siempre ignora
ron.
C h a r c o t : N o sé n ad a. N in g u n a e x p e rie n c ia n os p erm ite afirm arlo .
Por una vez, Freud se deja llevar por su entusiasmo, se levanta y camina de un lado a
otro de la habitación.
Charcot lo mira con estupor y un poco de irritación.
F reud : Desde luego que sí, señor. Su experiencia de esta mañana.
Nuestros motivos conscientes no son los verdaderos. Yo llego siem
pre a la estación con dos horas de adelanto. Pretendo convencerme
de que tengo miedo de perder el tren, pero es falso. Hay algo más.
Un miedo más profundo, del que no soy consciente o no quiero ser
lo...
De repente se da cuenta de su agitación y mira indeciso a Charcot. Tiene miedo. Su rostro
se vuelve impenetrable y recobra su actitud sombríay dura.
Un silencio.
Discúlpeme.
Se sienta de nuevo en ¡a silla enfrente de Charcot, que está atónito.
Muy correcto, pero completamente encerrado en s í mismo a l haber perdido todo contacto
con Charcot.
F reu d : He venido a pedirle que me autorice a traducir sus obras al
alemán.
83
VIENA - OCTUBRE DE 1886
EN CASA DE LOS FREUD. Algunos días después de la boda. Todavía es de
día, pero está empezando a anochecer.
Un comedor bastante grande. Dos ventanas. Escasos muebles y modestos. Parecen un poco
perdidos en esa amplia habitación.
Sobre la mesa, la cubertería, la vajilla y la cristalería. Martha está contando las piezas
(cuchillos, tenedores, platos, vasos; regalos de boda en general) y los va guardando en los cajones
del aparador o en las alacenas.
(M artillazos en «off».)
La voz en «off» de Freud parece caer del cielo.
Voz en « off » de F reu d : Creo que ni él mismo comprendía el senti
do de su experiencia. Puesto que Wilkie le obedeció después de des
pertarse, se puede curar por medio del hipnotismo.
La voz prosigue, con naturalidad, la conversación que tuvo lugar algunos meses atrás y
que ponefin a la escena precedente.
Martha, muy pronto convenciday muy atareada, está trasladando una pila de platos.
F reu d : ¿Me oyes?
M a r t h a : Sí.
F reud (autoritario): ¡Martha!
Martha levanta los ojos y aparece Freud subido en una escalera, con un cuadro en una
manoy un martillo y clavos en la otra.
Se dispone a colgar en la pared un grabado que representa el Juramento de Aníbal; tiene
un aspecto joven y alegre, lleno de fuerza y de vida. Martha le gasta bromas pero ella también
está radiante. Lafelicidad le sienta bien.
(Reproche risueño.) ¿Has tomado un piso para poner en él a tu marido
o un marido para ponerlo en tu piso? ¡Escúchame!
Tira el martillo al suelo.
M a r th a (con un sobresalto): ¡Te estoy escuchando!
Freud baja despacio de la escalera para recoger el martillo. Luego se coloca delante de
Martha (que tiene aún la pila de platos en las manos) y le impide avanzar hacia la alacena.
F reud (tomando, en broma, una actitud severa): Se puede curar por me
dio del hipnotismo.
M a r th a (riéndose): ¿Ordenando a los enfermos que recobren la sa
lud?
F reu d : Exactamente.
84
M a r t h a : ¿E so es lo que v as a d ecirles en tu c o n feren cia de e sta ta r
de?
F re u d : Sí.
Pone el martillo sobre la mesa. Martha aprovecha para intentar pasar, pero Freud se
vuelvey y a con las manos libres la retiene por los hombros y vuelve a colocarse delante de ella.
(Con una solemnidad fingida.) ¿Conoces al doctor Sigmund Freud, espe
cialista en enfermedades nerviosas y mentales?
M a r t h a (siguiendo la broma): Le conozco demasiado. Es mi marido.
F reu d : Estamos a 15 de octubre de 1886. ¿Cuántos enfermos tiene
el doctor Freud?
M a r t h a : Ni uno.
F reu d : Dentro de un año, el 15 de octubre de 1887, tendré cincuen
ta.
M a r t h a : ¿Al día?
F reud (reflexionando): Es un poco demasiado. Digamos que a la se
mana. ¿Hacemos una apuesta? Si pierdo te regalo un collar de oro.
M a r t h a : Si pierdes no tendrás ni un céntimo para comprármelo.
F re u d : Ganaré. Escúchame atentamente.
M a r t h a : Déjame pasar.
Desde hace un rato, Martha da muestras de cansancio. Sus brazos no aguantan más el
peso de la pila de platos.
Déjame pasar o suelto los platos.
Freud los coge, impertérrito, y los coloca sobre la mesa.
F r e u d : Martha, el doctor Sigmund Freud va a pronunciar...
¿Me oyes?
Freud le responde sin dejar de mirar el cuadro.
F r e u d (con u n a ca lm a irón ica e in d iferen te): Si lo tuvieras,no serías
consciente de tenerlo.
Saca, maquinalmente, su cigarrera del bolsillo. Martha le pega en los dedos.
M a r t h a : ¡Otra vez! Si quieres fu m ar, vete a tu despacho.
86
Freud se da cuenta, de repente, de que tiene ¡a cigarrera en las manosy se la guarda pre
cipitadamente en el bolsillo.
Ya lo ves, tú sí que eres un inconsciente. Ni siquiera sabías que que
rías fumar, ¿qué placer encuentras en eso? Es repugnante, huele mal
y quema todo.
Con tono de broma, pero inquisitivo:
¿Qué se oculta ahí debajo?
F reu d : N o lo sé.
M a r t h a (b rom ea n d o ): Y a lo ves. Yo sé siempre lo que hago.
F r e u d (b rom ea n d o ): ¿Siempre?
M a r t h a (b rom ea n d o ): Siempre.
F r e u d (b rom ea n d o ): ¿Y tu asco al tabaco? Me pregunto si no será una
neurosis.
M a r t h a (b rom ea n d o ): ¿De verdad? ¿Y lo que tú me gustas?
Freud sigue bromeando, pero una profunda convicción asoma bajo la comedia.
F r e u d (b rom ea n d o ): ¡Eso sí que es una neurosis grave! ¡Tienes que es
tar loca para quererme!
Martha se planta delante de él, muy decidida,y lo mira desafiándole.
Bajo sus palabras se percibe una especie de reto sexual. Pero seguimos en el terreno del
juego.
La estrecha entre sus brazps. Por primera vez, sentimos que la desea. Su pasión —antes
del viaje a París— parecía más violentay más autoritaria que propiamente sexual.
Llaman a la puerta. Freud se separa de Martha.
Va hacia la puerta.
87
Es Breuer; viene a buscarme.
Al saliry con alegría y con un tono de complicidad sexual:
Esta noche vas a saber lo que tengo intención de hacer contigo.
Martha se ha serenado.
( 14)
EN EL CUPÉ DE BREUER
Choche elegante, cochero de librea j chistera. Breuer y Freud charlan entre ellos.
Breuer mira a Freud con mucho afecto. Freud está animado, alegre y con un poco de an
siedad. Ij )s dos están fumando. Breuer ha encendido un cigarrillo turco. Freud aspira precipi
tadamente de su cigarro.
B reuer (paternal y ligeramente preocupado): Tendrá usted un público
difícil. No lo ataq u e tic frente.
Breuer insiste.
La Sociedad Médica es bastante conservadora y además sus antiguos
profesores estarán ahí. Si piensan que les está usted aleccionando...
F reu d : Tendré cuidado con las susceptibilidades.
88
Le sonríe con expresión de afecto pero desengañada.
Existen a lg u n a s verdades; corren por todas partes como lagartos y no
estoy muy seguro de que concuerden unas con otras. Para conseguir
una — una muy pequeñita— , toda una vida no sería demasiado tiem
po.
Freud le sonríe a su vez. Pero es evidente que esas consideraciones son demasiado ajenas a
él como para convencerle. Por otra parte, Breuer renuncia a discutir, tanto por discreción como
por una total convicción de su impotencia.
(Después de un suspiro); ¡En fin! Trate de ser prudente.
( 15)
LA SOCIEDAD MÉDICA
Un anfiteatro. En el estrado un presidente, un secretario y Freud que está leyendo su ma
nuscrito.
Ni una mujer entre los asistentes -—que son muy numerosos.
En la segunda Jila, Meynert. Un poco más arriba, Breuer. Auditorio serio (la edad me
dia está cerca de los cincuenta años); rostros taciturnos de personas de una gran instrucción.
Muchos monóculos. Todo el mundo lleva barba.
Freud está de pie delante de una mesa cubierta con un tapete verde. Garrafa de agua,
vaso. Termina su lectura con un tono de agresividad que, aunque es involuntaria, resulta sor
prendente para el auditorio.
De todas maneras, todos esos hombres entrados en años, o por lo menos muy maduros, de
ben encontrar desagradable la autoridad de un hombre tan joven. No hay simpatía entre el
oradory el público, aunque este último permanezca serio y profundamente atento.
F reu d : Esas observaciones clínicas, que el mismo doctor Charcot
efectuó en un centenar de enfermos varones, permiten rechazar defi
nitivamente una tesis que he oído defender con demasiada frecuen
cia en los medios médicos de Viena, según la cual, la histeria sólo se
manifiesta en las mujeres y es el resultado de trastornos ováricos.
Mientras Freud habla, Meynert escucha, impenetrable, sin dejar de tirarse de la barba
con la mano izquierda.
Breue*■lanzafurtivas miradas a derecha e izquierda, espiando la reacción del público. El
resto del tiempo escucha con atención mientras sonríe un poco para animar a Freud —que por
otra parte no necesita que le den ánimos.
F r e u d : Ni qué decir tiene que, después de esas experiencias magis
trales, ya no es posible albergar la menor duda sobre la realidad neu
89
rótica del comportamiento histérico. La histeria tiene derecho de
ciudadanía entre las enfermedades mentales y cualesquiera que sean
los méritos de ciertas brillantes inteligencias, hay que invitarlas res
petuosamente a inclinarse ante la Experiencia; la histeria no es una
simulación de enfermedad, ni siquiera una enfermedad de simula
ción. Se caracteriza, a causa de sus síntomas somáticos, por una
cierta c o m p l a c e n c ia d e l c u e r p o que procura a los conflictos psí
quicos una salida corporal.
Esta sugestibilidad — que diferencia a la histeria de todas las otras
psiconeurosis— me ha permitido demostrarles hasta qué punto los
métodos terapéuticos en vigor son ineficaces.
Con un desprecio obviamente ofensivo.
Una histeria no se cura con masajes, duchas y un tratamiento de
electricidad. Y para terminar, ruego que se me permita expresar el
deseo de que se recurra, al fin, al hipnotismo y que se aproveche la
extrema sugestibilidad de los enfermos, para liberarlos, por medio de
la sugestión, de los males que esos enfermos han introducido en sí
mismos por la autosugestión.
Freud ha terminado. Se inclina. Débiles aplausos, que cesan, la mayor parte, casi inme
diatamente; únicamente Breuer sigue aplaudiendo. Meynert no aplaude. Ha puesto ¡as manos,
bien a la vista, sobre el respaldo de la butaca vacía que está delante de él.
Freud parece azorado. No sabe si debe sentarse o permanecer de pie. Gana tiempo guar
dando sus cuartillas en su cartera, lista operación se realiza en medio de un profundo silencio.
Después de agotar todos sus recursos, hace ademán de sentarse, pero el presidente de la asam
blea se lo impide.
90
El presiden te (escribiendo): Doctor Meynert.
(Una pausa.)
El doctor Rosenthal tiene la palabra.
El doctor Rosenthal se levanta.
D o cto r R o se n th a l : Sé que, en estas cuestiones, comparto la opi
nión de mi eminente colega.
Señala a Meynert.
Y estoy convencido de que él expresará mejor que yo lo que tenía la
intención de decir.
Renuncio a la palabra.
El doctor Steiny el doctor Bomberg se levantan.
S tein y B omberg : Estamos de acuerdo con el doctor Rosenthal.
E l presid en te : ¿Renuncian ustedes a la palabra en favor del doctor
Meynert?
Los t r e s m éd ico s: Sí.
Se sientan de nuevoy el público aplaude. Meynert se agarra con las dos manos al respaldo
de la butaca vacia, pero no se levanta. Empieza a hablar con autoridad y con una acerba iro
nía.
M e y n e r t : Agradezco a mis colegas su confianza. Trataré de ser dig
no de ella. En este honor que me hacen, veo sobre todo una ventaja:
terminaremos antes. En efecto, no creo — y lo siento— que la con
ferencia del doctor Freud merezca ocupar nuestra atención durante
mucho tiempo.
Todos los rostros se vuelven hacia Meynert. Cuando bromea, sus colegas se ríen, con una
risa fá cil no exenta de servilismo. Unicamente Breuer parece desolado e indignado.
En su exposición he encontrado muchas ideas nuevas y muchas
ideas verdaderas. Desgraciadamente las ideas verdaderas no son nue
vas y las nuevas no son verdaderas.
Freud, de pie, impasible y sombrío, escucha la reprimenda sin rechistar.
Es verdad, por ejemplo, que ciertos enfermos presentan unos tras
tornos nerviosos análogos a los que describe nuestro colega. Pero,
en este caso, apelo a aquellos de entre mis colegas que tienen mi
edad o algunos años más que yo: ¿Acaso esos síntomas no eran co-
91
nocidos desde hacía ya mucho tiempo, en la época en que cruzamos
por primera vez el umbral de la Facultad de Medicina?
Por el contrario, lo que es nuevo es que el doctor Freud ha reunido a
la fuerza todos esos síntomas para dar un contenido a esa fabulosa
enfermedad que él llama histeria.
Todos sabemos, mis queridos colegas, que un enfermo, después de
un traumatismo violento —por ejemplo, un accidente de tren—puede
presentar, pasajeramente, cualquiera de esos síntomas. FL1 choque
emocional, el miedo, provocan lesiones nerviosas de tan extremada
finura que escapan aún a nuestros microscopios. Pero esos trastor
nos — que desaparecen rápidamente— , hemianopsia, sordera psíqui
ca, ataques cpileptiformcs, delirio alucinador e in c l u so parálisis, están
dentro del campo de la neurología y se presentan en general como
consecuencia de los accesos de confusión mental consecutivos al ac
cidente.
No creo necesario seguir discutiendo. Nunca he conocido a un histé
rico varón, señores, pero tengo que confesar que — si la histeria es
una enfermedad— no he tenido la suerte de nuestro joven orador y
tampoco he conocido a histéricas hembras, a menos que llamemos
con ese nombre a esas desgraciadas que tratan de llamar la atención
de los médicos con mentiras y absurdas comedias. Fa histeria no
existe.
92
E l p r e s id e n t e : Doctor Freud, ¿desea usted responder al doctor
Meynert?
Freud ha recobrado el rostro sombrío queja le conocíamos antes de su viaje a París.
F r e u d (con voz d u ra y fi r m e ) : El doctor M eynert ha condenado sin
discutir. Ni siquiera se ha dignado presentar una objeción de carácter
científico. En estas condiciones, no tengo nada que responderle. Y
como su edad y sus grandes méritos me imponen el deber de respe
tarle, prefiero callarme.
Coge bruscamente su cartera y se marcha sin saludar por una pequeña puerta situada de
trás del estrado, al fondo de la sala.
Ante esa despedida precipitada, muchos rostros sonríen, y una leve carcajada recorre la
sala mientras los oyentes se levantan. Algunos van hacia Meynert alargando la mano con una
actitud de entusiasmada aprobación.
Algarabía alrededor de Meynert.
V oces:
— Fe ha puesto usted en su sitio.
— Un Don Nadie que pretende dar lecciones a su maestro.
— Ese mocoso..., etc., etc.
Meynert estrecha las manos, impasible, un poco condescendiente; sólo responde con una
sonrisa un poco indiferente.
Detrás de Meynert, dos médicos discuten entre ellos.
P r im e r m é d ico : Qué quiere usted. ¡Es un judío!
S e g u n d o m é d ico (a gra d a b lem en te esca n d a liz a d o ): ¡Oh!
P r im e r m é d ico : Pero yo no soy antisemita. Sólo digo que hay que
ser judío para ir a buscar a París unas teorías que todo el mundo co
noce en Viena y que se abandonaron hace mucho tiempo.
S e g u n d o m é d ic o (m ovien d o tristem en te la ca b ez a ): ¡Ya, ya! Esa gente
no tiene patria.
( 16 )
93
Freud la ve venir y cruza para evitarla. Apenas ha llegado a la otra acera, cuando una
mujer sale de la oscuridady le coge del brazp.
La p r o s t it u t a : ¿Vienes?
F r e u d (sintiéndose ultrajado): ¡No!
Se separa de ella con un salto de medio lado, recobra su actitud digna y severa y mira ha
cia adelante apresurando el paso.
No tiene suerte: Cada cincuenta metros y bajo los reverberos, hay una prostituta que espe
ra a los clientes. Una especie de locura (ligera) se apodera de Freud. Y al ver que una de las
mujeres se dirige hacia él, se dispone a entrar en un café que acaba de divisar. Pero en el mo
mento en que va a empujar la puerta vidriera un rostro risueño y grotesco de prostituta se pega
al cristal (al otro lado de la puerta) y le sonríe guiñándole un ojo de una forma repugnante.
Freud retrocede bruscamente, renuncia a su proyecto y reanuda su marcha, pero se da cuenta
de que la prostituta que le acechaba está sólo a diez. metros de él, guiñándole el ojo como antes.
l reud se vuelve con angustia. Poco le falta para emprender la huida. En ese instante un
cupé se detiene a su lado contra la acera y Freud se sobresalta al oír ¡a voz de Breuer.
Voz en « off » de B re u e r : ¡Freud!
Desde la acera, una mujer le hace una seña. Freud levanta el cristal de la portezuela con
un gesto brusco e impulsivo. Después, lamentándolo, se vuelve hacia Breuer.
Discúlpeme. Quizás prefiera usted que entre el aire.
B reuer : Voy a bajar el o tro c ristal.
94
Meynert me pareció muy desagradable.
Freudfuma y no responde. Sin desanimarse por ello, Breuer continúa hablando.
B r eu er : H ab ía cosas exc ele n tes en su exp o sició n .
Freud lanza una bocanada de humo. Expulsa el humo hacia la ventanilla abierta agi
tando la mano. Pero con ese gesto parece que quiere expulsar el recuerdo desagradable de ¡a
conferencia. Trata de sonreír.
F r e u d (con voz con ten id a m á s q u e s er en a ): N o h ay p eo r sordo que el que
n o q u iere oír.
B r e u e r (con d u lz u r a ): Me temo que los predispuso contra usted des
de el principio.
Freud se encoge de hombros.
Le aconsejé que fuera prudente.
Freud lo mira sonriendo más abiertamente.
F reud : Y yo seguí su consejo: fui manso como un cordero.
La resistencia no viene de ahí.
(U n a p a u s a .)
A l oír estas palabras, Freud se relaja un poco. Mira a Breuer con una profunda ternura,
casifemenina, que contrasta de forma extraña con su dureza anterior.
Hay que proporcionarle a usted los medios de confirmar sus ideas
con las experiencias.
Hay enfermos que yo no puedo tratar; la psiquiatría y la neurología
son impotentes. Usted los atenderá. Serán sus primeros pacientes.
95
Quizás los cure usted. En todo caso, dado el punto al que han llega
do, no se expone usted a perjudicarles.
Saca una libreta de apuntes y un lápiz del bolsillo. Garabatea una dirección en una de las
páginas, la arrancay se la da a Freud.
Hace algunos días renuncié a atender a éste. Esta es su dirección.
Vaya mañana por la mañana. Avisaré a su padre.
Freud coge la dirección con evidente agradecimiento. La lee atentamente y se la guarda en
el bolsillo. Su rostro se endurece de pronto y mira hacia adelante. La ira se apodera de nuevo
de él.
Breuer lo contempla con preocupación.
B reu er : ¿Qué p asa?
I ' reud (con voz contenida); Nada. Pero si a usted no le importa iré a
verle por la tarde. Mañana por la mañana tengo que tener una expli
cación con Meynert.
Una pausa. Su rostro cambia de nuevo y se vuelve hacia Breuer. Su expresión es la de un
niño confiado y un poco azarado.
¿Podría usted prestarme quinientos gulden? Nos ha costado muy
caro poner el piso y no tengo ni un solo paciente.
( 17)
Freud, claramente herido, hace un doloroso esfuerza para recobrar la dignidad que se le
discute.
96
F reud : Soy un hombre de ciencia, señor. No me atrevería a darme
ese nombre si no me lo hubiera dado usted mismo en otro tiempo.
Fie trabajado diez años con usted y con Brücke; usted el año pasado
me estimaba lo bastante como para ofrecerme una cátedra.
Meynert está dominado por todos sus tics. Ni siquiera trata de disimularlos.
Aunque usted piense que estoy en un error, creo que tengo derecho
a cierta consideración.
M e y n e r t (brutal): ¡No!
Se levanta y se coloca detrás de su sillóny delante de la estatua de Moisés.
Freud —que evita la mirada de Meynert— se fascina mirando la estatua;y a sólo ve esa
majestuosay feroz cabeza de escayola, sin pupilas y que parece condenarle.
V oz en « off » de M e y n e r t : ¡Es usted un desertor!
Por primera vez, ciego de ira, Freud se atreve a mirar a la cara a Meynert. Una sonrisa
malévola tuerce la hermosay sinuosa boca del profesor.
¡Usted rechazó mi oferta! Prefirió usted a Charcot que a mí. La po
breza de los científicos le da miedo y prefiere usted la charlatanería y
el Dinero.
Freud parece estupefacto.
F reu d : ¿El Dinero?
Con ira:
Míreme, señor. Y mírese usted.
M e y n e r t : ¿Qué puede probar eso? Yo soy rico porque mi padre te
nía fortuna; pero como científico, soy pobre.
¡Usted, Freud, morirá millonario!
El escándalo paga.
F reud (herido): No permitiré que diga eso, señor. No permitiré
que lo diga. Soy un médico honrado.
M e y n e r t : Un médico honrado trata de curar a sus pacientes.
F r e u d : N o hago o tra cosa.
M e y n e r t : ¿Curarlos?, ¿usted?, ¿por medio del hipnotismo?
4
97
las escamas de que se caigan de vuestros ojos! Los paralíticos, media
vuelta a la derecha. ¡Adelante!, ¡marchen!, uno, dos, uno, dos.
L a n zA u n a ca r ca ja d a .
98
M eyn ert (riéndose): ¡La curación por la luz! ¡Hará usted que amanez
ca en nuestras pobres almas oscuras y nuestros vampiros emprende
rán el vuelo al canto del gallo!
Se acerca a un estante de la biblioteca, donde están colocadas unas cajas de caramelos como
las que se venden en las confiterías (una estampa en color sobre la tapa y lazos de colores sua
ves). Hay alrededor de una docena. Los estantes de arriba y de abajo están totalmente llenos
de libros científicos.
Meynert coge una caja (la ha escogido cuidadosamente).
M e y n e r t : ¡Mire!
Abre la caja. Freud descubre con estupor un hormigueo de insectos horribles (miriápodos,
arácnidos;y entre éstos, algunos escorpiones).
¡Encantadoras bestezuelas! ¡Pobrecitas, qué monas son! Esta es la
prueba del sol.
(Una pausa.)
Y bien, l ’reud, ¿acaso la luz mata a los vampiros?
Voz en « off » de M e y n e r t : Creo m ás b ien qu e los resu cita.
.Vi ve cómo los insectos, que al principio estaban atontados, empiezan a moverse. Pronto
habrá un hormigueo insoportable.
M e y n e r t : Si la caja se quedara abierta, saldrían, correrían por todas
partes y la habitación se llenaría de bichos.
Meynert mira a los insectos con complacencia. Con un papirotazo,mete de nuevo en la caja
a uno de ellos, que estaba trepando por uno de los lados internos.
Un escorpión ha conseguido escaparse y está inmóvil sobre la caja de al lado.Meynert
lo ve.
Divertido:
M e y n e r t : ¡Eh! El esco rp ió n .
Coge unas pinzas que están sobre el mismo estante y mete el insecto en la caja. Dice mien
tras la cierra:
¡Volved a las tinieblas!
Se vuelve hacia Freud y se da cuenta del estupor que ha provocado. Recobra su seriedad y
dice con una seca autoridad.
Esos animales sirven para mis experiencias.
¡Vamos, Freud! Deje a la noche lo que pertenece a la noche. Para
sondear a las almas sin corromperse, se necesitaría la pureza de los
ángeles.
99
Sus ojos brillan con una expresión malvada; sabe que va a herir a Freud en su punto más
sensible. De nuevo le golpea el pecho con el dedo índice.
¿Está usted seguro de estar sano?
Freud lo mira con una profunda tristeza mezclada de ira, pero responde sinceramente.
F reud : N o .
Meynert exulta.
M eyn e rt : ¡Ahí está! Irá usted a la caza de los monstruos que se
ocultan en los demás y lo que descubrirá usted será sus propios vam
piros.
Vuelve a su escritorio y se sirve otro vaso. Freud lo mira con dureza Finalmente, su ira
le da valor para hablar. Pero se le ahoga la voz; le asusta lo que va a decir.
F reu d : Yo no bebo.
Estánfrente afrente.
Un silencio.
Fe perdono ¿y sabe por qué? Porque hace mucho tiempo que le estoy
observando.
Freud quiere hablar, pero Meynert le interrumpe.
¡Hace mucho tiempo! Y tengo la certeza de que está usted abocado a
padecer una neurosis. Usted no bebe, ¡oh, no!, tendría usted demasia
do miedo a abandonarse. ¿Qué podría usted decir en un momento de
embriaguez?, ¿qué dejaría usted escapar? Le conozco desde hace diez
años y no ha cambiado usted; siempre está sombrío y tenso y es as
cético y reservado. Comprendo que la locura de los demás le atraiga;
cree que puede olvidar la suya y la vuelve a encontrar en ellos. De
téngase si aún está a tiempo. Perderá la razón en el empeño.
100
Empieza a andar de nuevo. Ya casi no cojea.
Lo que usted necesita es precisamente lo contrario: un trabajo claro
y preciso, riguroso y objetivo. Le voy a dar una oportunidad; retrác
tese públicamente de sus imbéciles teorías y vuelva a trabajar conmi
go: anatomía, histología, fisiología, ahí está su salvación. ¿De acuer
do?
Freud ha conseguido dominarse. Habla con voz respetuosa pero glacial.
F reud : El doctor Breuer ha tenido a bien confiarme uno de sus en
ferm o;. Voy a ir a verle hoy mismo y lo trataré con hipnotismo.
Meynert se ha situado de nuevo detrás de su escritorio (delante de la estatua de Moisés).
M e yn ert : Perfecto.
Una pausa. Con voz cortante y fria insiste en el «señor» (para advertir que Freudya no
es médico).
M e y n e r t : Señor Freud, y a no es usted de los nuestros. En esas con
diciones le prohíbo el acceso a mi laboratorio y al hospital donde yo
ejerzo.
Freud lo mira con expresión de acoso, pero se recobra inmediatamente.
F reud (con voz serena): Está bien. Hasta la vista, señor profesor.
M e y n e r t : Adiós.
(18)
101
toy clavado en esta butaca con un ataque de reúma articular. Siénte
se.
Freud saluday se sienta enfrente del anciano.
E l a n c ia n o : E s usted m u y joven.
Gesto de Freud.
No se enfade. Sólo estoy comprobando que mi hijo es mayor que us
ted. No tiene importancia.
Mira a Freud con atención.
Pero tiene usted autoridad.
Le muestra una carta abierta que está sobre una mesita al alcance de su mano.
Mi amigo Breuer me dice en su carta que usted emplea un método
nuevo.
F rkud : N uevo no. Q u isie ra in te n ta r...
E l a n c ia n o : N o im p orta.
Mueve la cabeza tristemente.
Mi hijo es un enfermo grave. Parece que se trata de una neurosis ob
sesiva. Pruebe su método.
Personalmente pienso que no va usted a curarle, pero no puede per
judicarle; es incurable.
f reud sonríe con un poco de amargura.
F reu d : ¿Q ué edad tiene?
F.i, an c ia n o : Cerca de cuarenta años.
F reud : ¿C uán d o em p ezaro n los p rim ero s trasto rn o s?
E l a n c ia n o : Veamos... Mi mujer murió en 1880. Fa enfermedad se
declaró seis meses más tarde, en febrero de 1881.
Hace seis años que no ha salido de su habitación.
F reud : ¿Se e n c ie rra en ella?
El anciano coge una llave que está sobre una repisa y se la enseña a Freud.
E l a n c ia n o : Nos exige que le encerremos.
Freud se levanta.
F reu d : Q u isiera v erlo .
102
(Se oye un timbrazo.)
Aparece un criado.
El a n c ia n o : Lleve al doctor a la habitación del señorito Charles.
El anciano alarga la llave.
El criado la coge en silencio; se dirige hacia una puerta que está al fondo de la habitación.
Freud le sigue.
Doctor Freud, me gustaría verle de nuevo un momento, antes de
que se marche.
( 19)
103
Charles hace un violento esfuerzfi para dominarse. Saluda con la cabeza. Su expresión de
acoso se transforma en una de verdadera cortesía, que no consigue ocultar su profunda tristeza.
C h a r le s (presentándose): Charles von Schroeh.
F reu d : Doctor S ig m u n d F reud.
C h a r le s : Disculpe a mi padre, doctor. Le ha molestado en vano.
104
F reu d : ¿Q uién los ha hecho?
C h a r le s : Y o.
F re u d : ¿Q uién los v a a d esatar?
C h a r le s : Y o .
F reu d : ¿Cuándo?
C h a r le s : Esta noche. Cuando las calles estén desiertas.
Freud desata los nudos con la punta de los dedos. El enfermo no parece darse cuenta.
F reu d : Si no estuviera usted atado ¿qué pasaría?
C h a r le s : Saldría.
F reu d : ¿Y q ué?
105
Charles le escucha con desconfianza pero con cortesía.
C h a r le s : Me gustaría creerle, doctor. Pero, desgraciadamente, me
conozco.
Una pausa. Se agarra la nuca con la mano izquierda como si quisiera inclinarla.
Me viene de repente. Por la nuca. Y veo rojo.
(Mascullando casi ininteligiblemente.)
Soy el Mal.
(B reve silencio.)
F reu d : ¿H a o ído usted h a b la r de la terap ia h ip n ó tica?
C h a r le s (con indiferencia): Sí, al doctor Breuer.
Ya no mira a su interlocutor y aprieta las piernas una contra otra como si aún las tuviera
atadas.
F’ reud : ¿Consentiría usted someterse a ella? Pero sobre todo no es
pere una curación milagrosa. FU tratamiento puede durar meses.
C h a r le s : ¿Me dormirá usted? Y durante el sueño ¿me meterá usted
el Bien en la cabeza a martillazos?
No lo creo. FU Mal se comerá al Bien.
Una pausa.
Freud apoya su índice derecho en la nariz de Charles, entre los dos ojos.
F reu d : Mire m i dedo.
Charles mira el dedo de Freud. Estrabismo convergente.
(Con una convicción comunicativa.)
Dormirá.
Se va usted a dormir.
Charles se abandona con confianza.
¡Duérmase!
Su rostro expresa y a un total abandono.
106 .
¡Duérmase!
( Voz insinuante y dulce):
Y a se está durmiendo.
Y a está dormido.
Los ojos de Charles se vuelven hacia adentro. Ahora tiene los ojos en blanco y se deja caer
hacia atrás. Freud lo sostiene y le ayuda a tenderse en el diván, donde permanece echado con
los ojos cerradosy los brazos extendidos y pegados al cuerpo. Su respiración es tranquila.
Freud coge una silla, la lleva cerca de la cama y se sienta con una sonrisa de triunfo. Des
pués de un momento de silencio:
¿Me oye usted?
Charles responde sin abrir los ojos.
C h a r le s : Sí.
F reu d : Está usted en la calle.
Fuerte agitación de Charles que, sin abrir los ojos, levanta las dos manos y esboza unos
gestos de conjuro.
C h a r le s : Lléveme otra vez a casa, se lo suplico.
F reu d : ¿Por qué?
C h a r l e s : Siento deseos de matar.
F reu d : ¿A q u ién ?
C h a r l e s : No lo sé. A la g en te que pasa.
F reu d : ¿A los hombres o a las mujeres?
C h a r l e s : A la gente.
F reu d : ¿Por qué?
107
Charles, desorientado, se serena de pronto y repite la pregunta.
C h a r le s : ¿Cómo?
F reu d : ¿Con qué arm a?
C h a r l e s : ¡N o ten g o arm as!
F reu d : Entonces ¿con las manos?
C h a r l e s : ¡Qué h o rro r!
(R isita nerviosa.)
No podría. Tengo manos de mujer.
F reu d : No ha conocido nunca a sus futuras víctimas. No sabe ni su
edad, ni su sexo. Ahora mismo se está paseando en medio de ellas y
no consigue verlas; lleva ya seis años imaginándose que quiere come
ter un crimen y ni una vez se ha preguntado cómo se las arreglaría
para hacerlo.
Está usted en su habitación, señor von Schroeh. Acostado en su
cama. No tiene ningún deseo de matar.
Tiene usted miedo de tener ese deseo.
(Un silencio muy breve.)
Y desea usted tener miedo.
( Con autoridad): Y a no tendrá usted miedo. Se lo prohíbo. ¿Me oye?
C h a r le s : Sí.
F reud : ¿Me v a a obedecer?
C h a r le s : Sí.
F reu d : ¡Levántese!
Charles se levanta.
Freud le roza los párpados.
Vaya a la ventana.
Charles se crispa. Trata de rebelarse.
Freud le golpea ligeramente con el índice entre los omoplatos.
¡Vaya!
Charles va hasta la ventana.
¡Mire a las personas que pasan!
Charles las mira como alucinado.
Son de carne y hueso y todas tienen un rostro. Nunca más pensará
usted en matarlas, se lo prohíbo.
108
Charles sigue mirando a los transeúntes; su rostro se ilumina y sus labios esbozan una
sonrisa.
Y luego, de pronto, sus rasgos se convulsionan; hace un gran gesto patético y, si Freud no
llega a sostenerlo, hubiera caído al suelo.
Freud lo sujeta conJuerga y lo lleva a la cama.
En el momento en que Charles cae en ella, empieza a retorcerse con violentas convulsiones.
(A laridos de Charles.)
Freud intenta calmarlo apretándole la Jrente con las manos y en parte lo consigue; los so
bresaltos se vuelven menos violentos, pero parece que Charles se encuentra muy mal.
Freud, estupefacto, se sienta en una silla a la cabecera del enfermo.
F reud (entre dientes y con un estupor abrumado): No comprendo nada.
(Una pausa.) ¿Qué le pasa? ¡Responda!
De pronto, Charles empieza a hablar. De vez en cuando su voz se transforma en un bal
buceo, pero la mayor parte del tiempo conserva su violenciay su fuerza.
Tiene los ojos abiertosy fijos.
C h a r le s : E ra el m a l m en o r.
F re u d : ¿Cuál e ra el m al m en o r?
C h a r le s : La gente de fuera. Cada vez que tenía deseos de estrangu
larle, me ponía a pensar intensamente que quería matar a los tran
seúntes.
Y a no lo pensaré jamás. Lo he jurado. Y a sólo pensaré en él.
Freud, de pronto apasionado, se inclina hacia adelante.
(Balbuceos ininteligibles.)
F reu d : ¿Quién es é l ? Responda, se lo ordeno.
C h a r le s (riéndose): Alguien de dentro.
Charles parece alucinado. Levanta los brazos con las manos crispadas. Después las junta
y las aprieta una contra otra.
C h a r l e s : M is m an o s m e g u ía n , tiran de m í y yo las sig o ; está en su
b u taca, lle g o p o r d e trás, las m an o s se c ie rra n y eso cruje.
No. Tengo mi cuerda roja, la deslizo bajo su barba. Está dormido.
Es el hilo para cortar el cuello.
Freud ha comprendido.
Parece preocupado. Intenta poner la mano sobre lafrente de Charles, pero éste forcejea y le
empuja.
F re u d : Basta por hoy.
C h a r l e s : Déjeme hablar. Le d ig o que soy el Mal.
109
( Con el tono imperativo d el hombre que dicta una L ey):
A los parricidas se les cortarán las manos y se les decapitará.
Al oír esas palabras, Freud retrocede bruscamente. Ya ni siquiera trata de despertar a
Charles o de hacerle callar; escucha con una especie de terror.
Encuentran sospechosa mi presencia en la tierra. Yo soy el mons
truo.
Dios prohíbe al hijo despreciar a su padre.
Miren su boca bajo el bigote blanco. Es la boca de un pusilánime.
(Voz de Charles en «off»): ¡Otra vez! ¡Te estoy viendo!
(A un interlocutor que puede ser Freud):
¡Llora como un niño!
Freud ha palidecido. Hstd sentado muy erguido y rígido. Ya ni siquiera trata de desper
tar a Charles.
(D irigiéndose a su p ad re a quien ve en una alucinación) :
¡No tienes derecho!
Honrarás a tu padre y a tu madre.
Freud está sudando. Las gotas de sudor le resbalan por lafrente.
Siempre honré a mi madre y tú la mataste de pena.
¡No llores! Si Dios quiere que yo te respete, dame los medios para
respetarte.
(A l interlocutor invisible):
Es un viejo puerco, señor. Le estrangulo porque ya no puedo más.
Más vale matar que despreciar.
Charles crispa las manos una contra otra.
Lreud, muy pálido y muy sombrío, consigue recobrarse. Pone la mano derecha sobre la
frente de Charles con una mezfla de autoridad y de repulsión.
F reud (imperiosamente): ¡Cállese inmediatamente!
No se sabe si Freud está él mismo convencido de lo que dice o si quiere convencer a su en
fermo.
F reud (con autoridad): ¡Usted nunca ha despreciado a su padre! ¡Nun
ca pensó en matarle!
No hay, en toda la tierra, ni un solo hijo lo suficientemente desnatu
ralizado como para no respetar a sus padres.
Charles se ha relajado. Cierra los ojosy extiende los brazos a lo largo de sus costados.
Su respiración se vuelve regular, aunque un poco demasiado profunda aún. Freud le da
masajes en lafren tey en la nuca.
Despierte.
Despierte.
Un momento de espera.
Charles entreabre los ojos.
Está usted despierto.
Freud se aleja bruscamente de Charles (como si hasta ese momento hubiera estado lu
chando contra el ascoy una vez realizada su labor no pudiera contenerse más).
Al retroceder, tira la silla que ocupaba hacía un momento.
Charles se sienta y lo mira con sorpresa. Freud ha recobrado su rostro sombrío y duro, y
mira al enfermo con hostilidad.
Charles mira la habitacióny la reconoce.
C h a r le s (medio afirmando, medio interrogando): Usted es el doctor
Freud.
¿Qué me ha hecho usted?
Freud no responde.
Charles se da cuenta de que está sentado en su cama.
Quería usted dormirme ¿lo ha...?
Gesto afirmativo de Freud.
¿Qué he dicho?
111
F reu d : Nada.
(Una pausa.)
Se levanta y camina hacia la ventana. Mira a los transeúntes. Vuelve con una sonrisa
asombrada. Freud, inmóvily taciturno, ni siquiera lo mira.
¿Estoy curado?
F reud (brutalmente): No.
C h a r le s (con una especie de confian?#): Ya sé. Usted me dijo que la cura
sería larga.
¿Cuándo v o lv e rá u sted , doctor?
Freud va a llamar a un timbre que se encuentra a la derecha de la cama (entre la cama y
la puerta).
( lln silencio.)
Al cabo de un momento, se oyen pasos precipitados.
F reud (muy seco, muy distante): No lo sé.
Salen.
C h a r le s (mientras ellos se van): Estoy mejor. No es necesario ence
rrarme.
En el pasillo, ffl criado vacila ante la puerta.
F reud (con una violencia apenas contenida, como si quisiera que Charles d e
sapareciera p a ra siem pre): ÍCon dos vueltas! ¡Con dos vueltas!
El criado, atónito, introduce la llave en la cerradura.
Se sigue oyendo el ruido de la llave al girar, mientras vemos de nuevo al padre de Charles,
inmóvil, y con expresión dura. Parece que no ha cambiado de postura desde que le dejamos.
Voz en « off » de M áx im e : El doctor Freud.
112
(20 )
113
(21 )
Ese mismo día, en casa de los Freud. Está anocheciendo. Un quinqué colocado sobre la
mesa ilumina el comedor.
Martha está cosiendo, sentada cerca del quinqué. Levanta la cabeza: Freud acaba de en
trar. Martha deja su labor, va hacia él y se le cuelga del cuello alegremente.
El la besa maquinalmente. Martha retrocede sorprendida, lo contempla atentamente y se
da cuenta de su aire distraído.
M a r t h a : ¿Qué te pasa?
Freud le sonríe con una sonrisa forzada que no consigue disimular su profundo ensimis
mamiento.
¿Eis Meynert?
Freud hace un gesto rápido con la cabeza que Martha toma por una afirmación.
Te dije que no te pusieras furioso.
I'reud no responde. Ha vuelto los ojos y contempla el grabado que colgó en la pared
(Amílcar y Aníbal).
M arth a: ¿O s habéis enfadado?
( Con seguridad.)
iYa se arreglará! No es posible que no se arregle.
Freud sigue sin responder. Se dirige hacia la puerta del fondo, apartando suavemente a
Martha.
¡Me das miedo! ¿Que buscas?
F reu d : Un tabu rete.
M a r t h a : ¿Para qué?
I ’ r e u d : Para darte una sorpresa.
I 14
Martha entra trayendo el taburete.
M a r t h a (in d ign a d a y estu p efa cta ): Has tirado algo a la calle. ¿Estás
loco? ¿Qué has tirado?
F r e u d (h u m o r n e g ro ): E l a rm a d el crim en .
M a r t h a : ¿Q ué?
l'reud, subido al taburete j con un énfasis voluntariamente cómico, que trata de disimular
su desesperación:
Era repugnante.
Con la mismafingida alegría, pero con esfuerzo:
Renuncio a todo; me doy ese lujo de goy: ser un cualquiera.
Tú serás la mujer de un médico de barrio.
115
Martha le habla con una gran ternura.
Pero el tono alegre de Freud la ha engañadoy no se imagina el v e r d a d e r o h o r r o r que él
siente al abandonar sus ambiciones.
M a r t h a : Y o seré tu m u jer, te c o n v ierta s en lo qu e te co n v iertas.
Y prefiero los médicos de barrio a los especialistas. Sigmund, un
gran hombre ¡debe de sentirse tan solo! ¿Qué sería de mí? La esposa
del ilustre doctor Freud.
(Fingiendo que se estremece.)
Brr... Fa gloria es fría. Eso debe de matar el amor.
Freud la estrecha entre sus brazos. Martha, con la cabeza apoyada en el hombro de
Freud, no ve su rostro, que mientras él habla adquiere una expresión dolorida y temerosa, casi
alucinada.
F reud : La gloria ha nacido m u erta.
Ya no tengo nada.
Acaricia el cabello de Martha dulcemente. Pero más que un gesto de ternura... es un ar
did para impedirle que levante la cabeza.
Tendrás que ser todo para m í.
Sigue acariciando la cabeza de Martha, pero sin mirarla.
Está rígido y tensoy su mirada se pierde en el vacio.
Poco a poco su expresión de sufrimiento desaparece y recobra su aspecto sombrío, duro y
reservado.
Algo acaba de morir dentro de él.
Repite con una voz cambiada, como para sí mismo:
Todo.
116
Segunda parte
(1)
Más tarde veremos que está amueblada con un escritorio lleno de papeles y de libros, con
cierto número de sillas sin un estilo definido y con un diván colocado contra la pared\ enfrente
del escritorio.
Además, un biombo desplegado tapa una parte de la pared de la izquierda, enfrente de la
ventana. Delante de ésta, una extraña silla unida por unos hilos a unos enchufes más parece
un instrumento de suplicio medieval que un aparato terapéutico —recuerda vagamente a la
«silla eléctrica» usada en Estados Unidos para las ejecuciones.
De momento sólo vemos al doctor Freud que está fumando un cigarro con una mueca de
profundo hastío.
Se ha colocado encima del diván y adivinamos que está realizando un trabajo manual.
Pero no mira lo que hace,
Su mirada está clavada en la pared de la izquierda, a la altura de un hombre.
La cámara nos muestra alfin sus brazosy los puños duros de la camisa. Las manos que
salen de esos puños están dando masajes, a través de unas toallas de felpa, en los riñones, las
nalgasy los muslos de una persona acostada boca abajo en el diván.
Es una muchacha joven y guapa, de rostro agradabley un poco cómico.
Está completamente desnuda bajo las toallas, pero conserva puestas las medias.
Sus brazos extendidos a lo largo de sus costados, descansan sobre el diván.
117
Su rostro relajado, con expresión de abandono, parece indicar que las sesiones de masaje le
resultan muy agradables.
F r e u d : Un m om ento, por favor.
Va a sacudir la ceniza del cigarro en un cenicero colocado sobre un pequeño velador, cerca
del diván.
Vuelve a ponerse el cigarro en la boca, pero al aspirar comprueba que está apagado. Lo
pone en el cenicero con un gesto de fastidio.
Deseaba continuar el masaje, pero ese leve incidente ha bastado para hacerle cambiar de
opinión.
F r e u d : Y a es suficiente. Vístase.
D o r a (con a ire inocente ) : Fos masajes son cada vez más cortos.
F r e u d (irr ita d o ): C laro qu e no.
Se vuelve de espaldas y va hacia la ventana.
D o r a (voz en « off» ): lis lo único que me sienta bien.
Freud va hacia su escritorio con el libro en la mano. Dora saca la cabeza y la mitad del
cuerpo; está en combinación.
Freud no la ve; mete el libro en un cajón que cierra con llave.
F reu d : E s rep u g n an te.
118
F r e u d (con au toridad): ¿No le da vergüenza? Lee usted novelas fran
cesas y se atreve a presentarse ante m í con esa facha. T en ga cuidado,
hija m ía, si sigue así no se curará jamás.
La muchacha, aterrada, vuelve a meterse detrás del biombo.
Freud se dirige a la silla eléctrica y la enchufa.
Las patas de la silla son de vidrio.
Coge una especie de cepillo redondo que está en la punta de uno de los hilos y lo conecta a
la corriente. El cepillo crepita y echa chispas. Al oír el ruido, Dora sale rápidamente de detrás
del biombo, esta vez completamente vestida.
D o ra : ¡N o ! ¡E so no!
La sienta en la silla. Le coloca las piernas de forma que estén apoyadas en un estribo ais
lante y se las sujeta con una correa. Luego le extiende los brazos sobre los brazos de la silla.
Y a está.
Coge el cepillo eléctrico que empieza a crepitar y se lo pasa por la cara y por la nuca.
Dora está asustada.
Freud le habla con dulzura, como a un niño.
La electroterapia le sienta mejor que los masajes.
Ella no se atreve a hablar, pero cotí un leve gesto niega esa conclusión.
Freud prosigue confirmeza:
Sus obsesiones son m enos agobiantes. Incluso algunas han desapare
cido.
Dora, muy rígida, se arriesga a hablar, pero lo hace muy deprisa.
D o r a : O tras han vuelto.
F r e u d : ¡D ora, está m intiendo! Sabe perfectam ente que está mejor.
Una pausa. Se siente más tranquila desde que nota el cepillo lejos de la cara.
Bruscamente:
Quisiera que me hipnotizaran.
El rostro de Freud se endurece súbitamente. Se incorpora y se queda con el cepillo en la
mano, sin acercarlo a Dora.
F reu d : ¿Q ué?
Se levanta.
F reu d : ¿Breuer?
D o ra : T odos los d ías h ip n o tiza a u n a am ig a de m i p rim a.
120
A Dora, mientras Martha entra:
Es Martha. Viene a saludarla. Le he dicho que estaba usted curada,
pero sólo cree lo que ve.
121
M a r t h a (asom brada): ¿Q ué p asa?
Ordena de. mal humor las toallas que están sobre el diván, hace un montón con ellas y las
colma s,:Zr¿ una silla. Se agacha y recoge dos toallas que Dora tiró al suelo al levantarse.
Ni siquiera dobla las toallas.
El o tro d ía m e r o t ó una.
M a r t h a (estupefacta): ¿Q ue?
F r e u d : Que me robó una.
M a r c h a : ¿P o r que?
La pequeña Mathilde —cinco años— está jugando a los pies de su cama con una muñeca,
l'reud y Martha, de pie y con la cabeza inclinada hacia ella, la miran con ternura.
La niña levanta la cabeza y les sonríe. Martha a su vez le sonríe tiernamente. Freud lo
mismo, pero sus ojos permanecen sombríos. La niña, conjiada,feliz de que la miren, sigue ju
gando con la muñeca —está desnudándola para después volver a vestir el cuerpecito desnudo,
de porcelana, con un precioso abrigo rojo. La sonrisa de Freud desaparece; recobra su rostro
sombrío y prematuramente envejecido. Hs evidente que está pensando en otra cosa. Sin apenas
poner atención en lo que hace, se mete el dedo derecho en la nariz.
Al principio, Martha no se da cuenta, pero Mathilde que ha levantado los ojos se echa a
reír.
M a t h i l d e : ¡Papá se está m etiendo el dedo en la nariz!
Martha mira con irritación a Freud y le da un golpecito en el brazo. Freud parece con
trariado, pero se saca el dedo de la narizy se mete la mano en el bolsillo.
122
M arth a (a M athilde): Lo hace para burlarse de ti. Uno no debe me
terse el dedo en la nariz. Ni en la boca; está prohibido.
M a th ild e : ¿Por qu é e stá prohibido?
F reud (autoritarioy desagradable): ¡Porque es una porquería!
Después de esta frase definitiva, Martha, frunciendo el ceño con sorpresa y con los brazos
levantados pero inmóviles, mira a su marido en silencio pero con preocupación.
Dilcs que me avisaron para ir a ver a un enfermo.
Martha no responde.
¿Me estás oyendo?
Martha se vuelve y lo mira con una serenidad que a duras penas disimula una profunda
preocupación.
M a r t h a : ¿Q ué te pasa? ¿Es por el gemelo?
123
Sigue distraído; su beso tiene alg> de maquinal.
F reud (sin pon er mucha atención): Gracias, amor mío.
M a r th a (imitándole): Gracias amor mío... Gracias amor mío...
(Bruscamente) ¿Dónde estás?
Freud despierta de repente y la mira con sorpresa, un poco avergonzado.
F reu d : ¿Q ue dó n d e esto y ? ¿D ó n d e qu ieres qu e esté?
124
Era un gran hombre ¿sabes? Un verdadero gran hombre.
Risa amarga.
Debe de estar muy asombrado de morirse; ¡se creía Dios Padre!
Martha separa con dulzura la mano de Freud para poder coger la chaqueta, la coge y se
la tiende a Freud para que se la ponga.
F reud : ¿Q ué?
Se vuelve hacia ella y se mete el dedo en la nariz mirándola con una expresión de vague
dad casi imbécil.
Tengo los nervios de punta.
¡Masajes! ¡Electroterapia! ¡Electroterapia! ¡Masajes! ¡Y ni un cénti
mo!
Voy a abandonar la Medicina. Tanto da vender paño.
M a r t h a (con ternura): Me juraste que serías feliz...
125
F r e u d (con un risa seca, casi in su ltante): ¿F eliz?
M a r t h a (con tristez a ): Sí, cuando viviéram os juntos.
Freud está conmovido. Le pone las manos sobre los hombros y la mira con un cariño p ro
fundo.
F r e u d : ¡Pobre am or mío! T e estoy arruinando la vida. ¡Ah! ¡N unca
hubiera debido casarm e contigo!
Martha retrocede un paso, profundamente herida.
Freud avanzo hacia ella y le explica:
Un fracasado no puede casarse.
Le coge la chaqueta de las manos y se la pone.
Perdónam e. Fs a causa de M eynert. Cuando supe que estaba enfer
mo, todos los recuerdos resucitaron.
Lila le sonríe con un poco de tristeza y vuelve hacia el espejo.
De pronto I 'reud se impacienta:
Pero bueno ¿estás arreglada?
Martha se pone el sombrero y se ¡o sujeta a la cabeza con unos alfileres.
D ate prisa. Detesto llegar el último.
Mathilde, mía vez sola, va p or el pasillo hasta elfinal. Entra en la cocina. Una criada j o
ven está sentada ante una mesa blanca de madera. Está comiendo. Mathilde se acerca.
F a p e q u e ñ a M a t h i l d e : O ye, ¿adonde vais?
F a c r i a d a : A casa de tu m ad rin a.
126
Se oye llamar a la puerta. Un timbrazo imperioso y prolongado. La joven criada mira a
Mathilde un poco preocupada.
La peq u eñ a M a t h il d e : Será papá que se ha olvidado las llaves.
La criada se levanta y se limpia la boca con el delantal.
La c r ia d a : No puede ser. Es en la puerta de servicio.
En la puerta de servicio. La criada acaba de abrirla. Un hombre de librea está en el
umbral.
El c r ia d o : ¿E l doctor Freud vive aquí?
La c r ia d a : Sí, pero acaba de salir.
El c r ia d o : El doctor M eynert quiere verlo.
Fa c r ia d a : ¿F,s un enferm o?
El c r ia d o : N o, es un m édico.
EN UN SIMON DESCUBIERTO
Es una hermosa tarde de verano. El matrimonio Freud, ambos muy rígidos y silenciosos,
en el asiento de atrás del simón.
Calles elegantes. Un carro tirado por dos caballos cruza la calle principal delante del si
món. Un caballo resbala y se desploma. El carretero baja del carro y trata de levantar al ca
ballo.
Al detenerse bruscamente el simón, Martha sale disparada hacia atrás. Ahoga un grito y
sus ojos se llenan de lágrimas.
Freud no se ha inmutado a pesar de la sacudida, pero se vuelve hacia Martha y la mira
preocupado. Ella se recupera en seguida.
M arth a: Ha sido la sacudida. No me la esperaba.
Freud le coge la mano sin dejar de mirarla. Ella se esfuerza en sonreír, pero dos lágrimas
que estaban suspendidas en sus pestañas ruedan por sus mejillas.
¡Ya ves! Yo también tengo mis nervios.
Desde hace un momento, un hombre de gran estatura (de alrededor de treinta años) da
vueltas por la acera de la derecha, buscando una placa que le indique el nombre de la calle. Su
aspecto es muy elegante y tiene un hermoso rostro demoníaco (barba y cabello negros, grandes
ojos brillantes y autoritarios, boca pequeña y roja, con una mueca de desprecio —en realidad
esa mueca se debe a la estructura del rostro más que a la expresión mímica). Lleva un bastón
con empuñadura de oroy guantes de piel de gamuz# gris perla.
127
Su búsqueda resulta inútil. Se acerca al simón, que se ha parado contra la acera, se incli
na y se quita el sombrero. Es el doctor Fliess. Da un taconazp. Su movimiento de cabeza tiene
algo de preciso y de mecánico; en su esbeltoy delgado cuerpo que podría parecer lleno de brío, se
aprecia una especie de rigidez prusiana.
F u e s s : Señora, señor, disculpen. ¿Podrían indicarme dónde está la
Nathangasse?
F reu d : í Q uc n ú m ero ?
F liess : FU 15.
Martha lo mira como sofocada y aprovecha el momento en que Fliess inclina la cabeza
para secarse furtivamente las dos lágrimas. Freud se muestra muy amable y desacostumbra
damente solicito.
F reu d : E n to n ces es a la izqu ierd a: la c u a rta c a lle d esp u és d e ésta.
Da una media vuelta casi marcial. Freud le sigue con los ajos, divertido y cautivado.
F r e u d (a M artha): ¡Q ué apariencia tan extraordinaria!
M a r t h a : T ie n e la ex p re sió n d e un d em o n io . Y ad em ás le d etesto:
me ha visto llorar.
F r e u d (con cierto resp eto ): E s un p rusian o .
Un gran salón señorialy confortable, pero feo. La ventana está abierta. Mathilde Breuer,
una mujer bastante guapa de unos treinta años de edad, está asomada a la ventana. Una don
cella espera de pie, cerca de la puerta vidriera que da alpasillo.
128
Mathilde se vuelve y visiblemente disgustada va hacia la doncella. Mathilde es bajita, re-
gordeta y llena de viveza; es encantadora y alegre, pero en este momento su rostro expresa
preocupación y su voz resuena desagradablemente.
M a th ild e B r e u e r : Aquí están. ¿Está usted segura de que el señor
no está en su consulta?
L a d o n c e lla : Vengo de allí, señora.
M a th ild e B re u e r : ¿Y en la salita? ¿Ha ido usted?
Mathilde coge un abanico que está sobre un velador, lo abre y se abanica con nerviosismo.
¡Qué pesadez! Hubiera podido...
(Llaman a la puerta.)
Vaya a abrir.
La doncella sale. Mathilde se abanica, va hacia el espejo, se arregla el peinado y modifica
la expresión de su rostro. "
Martha y Freud entran. Mathilde sonríey besa a Martha en las mejillas.
M a t h ild e : Hola querida, hola Sigmund.
Muy deprisa.
Joseph es incorregible. Le dije que fuera puntual. Pero naturalmente,
aún no ha regresado.
Hl rostro de Freud se ha iluminado al entrar en el salón. Se nota que le gusta la casa de
los Breuer y que se encuentra a gusto en ella.
F reud (amablemente): ¡Vamos, Mathilde! ¡Entre médicos!
Mathilde es normalmente locuaz, pero mucho más cuando está irritada. Mientras se aba
nica, habla haciendo pequeñosy nerviosos gestos, encantadoresy amanerados.
M a t h ild e : Si sólo se tratara de ustedes dos que son como de la fa
milia... pero está ese señor Fliess a quien no conozco. Esa gente de
Berlín es siempre tan susceptible...
(M uy irritada): ¡Me había prometido ser puntual! Después de todo, es
su invitado.
(En e l mismo tono): Martha, querida ¿quiere un abanico? ¡Hace tanto
calor! Estamos todos nerviosos; es la tormenta.
(Ruido en «off» de un coche en la calle.)
¡Ahí está!
Se incorpora de una manera tan apresurada que no se justifica\por un simple retraso de
Breuer.
(E l ruido d el coche va decreciendo.)
129
No.
Es insoportable.
F r e u d (irrita d o): Pero M athilde, se habrá entretenido con algún en
ferm o; eso sucede todos los días.
M a t h i l d e : T iene razón, todos los días. Pero es una enferm a quien lo
ha entretenido. Y siem pre la m ism a. Y a sabe usted, esa Kortner.
F r e u d (estupefacto) : ¿K ortner? No, no sé nada.
M a t h i l d e : ¡Claro que sí! Usted conoce a todos sus pacientes. Ya
sabe, la Cecily. Ahora la visita dos veces al día. Parece (risita seca)
que es un caso m aravilloso.
I'reud se pone pálido y su rostro se endurece.
I 'r e u d (m uy seco): ¿Dos veces al día? ¿Cecily K ortner? No la conozco.
Una especie de turbación y de inquietud se apodera de los tres personajes.
M a t h i l d e (estupefacta): ¡V am os, pero si le cuenta a usted todo!
F r e u d (en e l m ism o tono): 1 labrá que pensar que no es así.
M a t h i l d e (después de un silencio): ¡No le ha hablado de ella!
Se aparta para dejar pasar a Fliess, que entra y se inclina cada vez más demoníaco y
prusiano.
Mathilde se levanta y le tiende la mano.
M a t h i l d e : ¿Q ue tal, doctor?
130
(4)
Apenas podemos distinguir el rostro y los rubios cabellos de Cecily. lis bizca (estrabismo
convergente). Sus brazos descansan sobre la manta.
C e cily (con voz débil): ¿Se va?
Le cierra los dos ojos con los pulgares. Los otros dedos se extienden sobre las sienes de Ce
cily.
B r e u e r : N o los abra hasta m añana.
C e c il y : Usted me los ab rirá.
131
(Tos.)
Breuer no responde; Cecily se agita. Apremiante:
D ígam e que vendrá usted a abrírm elos. M añana por la m añana, con
sus dos pulgares. Si no, no dorm iré.
( A cceso d e tos.)
B r e u e r : Le abriré ios ojos. D uerm a, Cecily.
(E l acceso de tos se corta en seco.)
Durante esta corta escena, debe tenerse la sensación de que estas dos personas —enferma y
médico— forman una pareja unida con mucha más fuerza que las parejas ordinarias de esa
clase, y que de una manera singular la enferma es quien provoca en su médico unas órdenes a
las que ella ansia obedecer.
Breuer parece tener una gran autoridad sobre la enf erma y a l mismo tiempo se le rinde
con una tierna debilidad.
Sin embargo, el deseo de Cecily («Ciérreme los ojos») no es un simple capricho de enamo
rada y no debe parecer únicamente eso; y esto es lo que debe parecer, la repentina in
vención de un enfermo que tiene miedo a una noche en vela y que encuentra el medio para tran
quilizarse.
Cecily se recuesta sobre la almohada, tranquila, con los ojos cerrados y una vaga sonrisa en
los labios.
Breuer se aleja de puntillas, coge su chistera que está sobre una silla, abre la puerta vi
driera y sale. Se le ve en un parque, apresurándose a subir a su cupé que le está esperando de
lante de la puerta.
B r e u e r ( a l cochero): A casa, K arl. ¡D eprisa, deprisa! V oy con tres
cuartos de hora de retraso.
(5 )
EN EL SA LO N DE LOS BREU ER
132
En esos momentos, el brillo de sus grandes ojos parece casi insoportable.
Freud está nervioso, agitado y sigue sombrío; de vez en cuando se asoma al balcón con la
esperanza de ver ¡legar el cupé de Breuer (cada vez que pasa un coche, lo que es relativamente
poco frecuente en ese «barrio residencial»). Pero al mismo tiempo se nota que Fliess le subyuga
e intimida.
Z-e habla con una dulzura y una amabilidad que hasta ahora sólo reservaba para Breuer
y Charcot y le escucha con pasión. De vez en cuando, dominado de nuevo por su tic, se mete el
dedo índice en la nariz,
F r e u d (con un a a m a b ilid a d ca si servil, p e r o la s ev e r id a d qu e d em u estra p a r a
consigo m ism o es tota lm en te sin cera y con p ro fu n d a s r a íces): No puedo llegar
a com prender que un hom bre de su valía, un especialista de B erlín,
se haya molestado en asistir a mis lecciones. Y a sabe que no soy ni
siquiera catedrático, sólo profesor adjunto.
F lie s s (a m a b le p e r o d ista n te): Si he venido p o r usted , es p orque su
rep u tació n llegó h asta m í.
F r e u d : Enseño anatom ía del cerebro; cualquiera puede hacerlo m e
jor que yo.
F lie s s : Usted sabe m uy bien que no. Eos viejos fósiles que se ocupan
de esto recortan el cerebro en m iles de pequeños com partim entos.
C ada uno corresponde a uno de nuestros gestos, a una de nuestras
sensaciones, a una de nuestras palabras. Usted es uno de los únicos
en Europa y enseña que esos pequeños com partim entos no exis
ten y que todo es una cuestión de conexiones y de m ovim iento.
Freud baja la cabeza para disimular una sonrisa de satisfacción casi infantil.
F lie s s : Fe voy a confiar un secreto.
133
Fliess, irritado por ese momento de distracción, pone la mano en el hombro de Freud y le
dice con mucha autoridad.
F liess : E scú ch em e, am ig o m ío.
Freud está totalmente desconcertado. Su rostro, de ordinario tan duro, parece dulcificado
por una especie de ansiedad.
I’r e u d : Q u isie ra a y u d arle ...
(Una pausa.)
1lace falta tanto valor para atreverse a volver a discutir...
(Una pausa. Sombríamente): M e falta ese valor.
La puerta del salón se abre bruscamente. Entra Breuer, disimulando su confusión bajo
una azorada jovialidad.
B r e u e r (desde la pu erta ): M is qu erid o s am ig o s, les p id o p erd ó n de ro
d illas p ero sé qu e soy im p erd o n ab le.
M a t h i l d e (secamente): En efecto, im perdonable.
134-
B r e u e r (a M arth a): ¿Im perdonable?
M a r t h a (afectuosam ente): Im perdonable pero le perdonamos.
Fliess y Freud se acercan a Breuer. Fliess indiferente y cordial' Freud irritado y sombrío.
B r e u e r : Fliess y Freud saben lo que son las obligaciones profesiona
les.
U na enferm a me ha retenido.
F lie s s : lis o s son los in c o n v e n ie n te s d e la p rofesión.
Freud se calla; su silencio y e! rostro de piedra con que se enfrenta a las sonrisas de
Breuer muestran su decidida intención de manifestar su disgusto.
M a th ii .dií: Bueno, pasemos ya a la mesa. Si no, se va a quem ar
todo.
Las dos mujeres se levantan. Mathilde está entre l'reud y Breuer.
(A B reu er): ¿Cómo es posible que nunca hayas hablado a l ’reud de tu
C ecily?
/.7 rostro de Breuer se descompone ligeramente. Mira con expresión de timidez a Freud,
que sigue irritado.
Mathilde se aleja de ellos para cogerse del brazfl de Fliess mientras la doncella abre las
dos hojas de la puerta del comedor.
EN HL CO M ED O R, M O M EN TO S D ESPUES
h>s comensales están sentados alrededor de una mesa redonda, en el siguiente orden: Ma
thilde; a la derecha de Mathilde, Fliess; a la derecha de Fliess, Martha; a la derecha de Mar
tha, Breuer, que se encuentra así al lado de Freud. Este cierra el círculo, está a la izquierda de
Mathilde. Un criado sirve un rodaballo.
Breuer, muy molesto a pesar de la gran soltura de sus modales, se dirige a Fliess impasi
ble, pero habla en realidad para Freud.
B r e u e r (rien do): Y a se puede usted im aginar que nunca se m e ha
ocurrido ocultar a Freud alguna de m is enferm as; no tenem os secre
tos el uno para el otro.
Se vuelve hacia Freud buscando su aprobación, pero Freud se vuelve hacia el criado que le
tiende lafuente y se sirve, evitando una respuesta.
Martha mira a Freud irritada y molesta. Está esperando una respuesta que no llega.
Enrojeciendo ligeramente, se vuelve a medias hacia Fliess y dice sonriendo.
135
M a r t h a : ¡N o hay secretos! ¡Nunca hay secretos! El doctor Breuer es
el hermano mayor de mi marido; Mathilde es mi hermana. Le he
puesto su nombre a mi hijita.
Mathilde escucha con irritación; se vuelve a su vez hacia Fliessy dice alegremente.
M a t h ild e : No, no hay secretos. Salvo uno: la misteriosa Cecily. Jo
seph la trata desde hace año y medio.
Un silencio. Freud come sin levantar los ojos. Breuer, en un tono que continúa siendo jo
vial, prosigue con unafalsa naturalidad.
B re u e r : C ecily n o tie n e n ad a de m isterio sa. Es un caso e x tra o rd in a
rio, eso es todo.
Se vuelve hacia Freud.
Tan extraordinario que no quería hablarle a usted de él antes de la
curación. Tenía miedo de equivocarme.
F'reud, que sigue sombrío, no responde. Breuer se dirige a Fliess.
¿Qué pensaría usted de una enferma que inventa ella misma la tera
pia que le conviene?
F liess : Que es de una inteligencia poco común.
B reuer (con una especie de fa tu id ad ): ¡P oco com ún ! ¡Sí, p oco com ún !
Freud no mira a Breuer, porque a pesar de su ira se siente intimidado. Por el contrario,
Breuer, ante la violencia de Freud, ha recuperado su serenidad y su sangre fría. Mira a
Freud afectuosamentey sin la menor irritación.
F reu d : ¡El hipnotismo no cura! ¡No es una terapia, es un número de
café teatro! Charcot conseguía que durante la hipnosis desaparecie
ran las contracciones. ¡Y qué! Volvían a aparecer al despertarse los
enfermos.
B re u e r : Sin duda tiene usted razón, Freud. Y además en 1887 yo no
creía en el hipnotismo. Sabe usted muy bien que sólo creo en la ex
periencia.
F reu d : ¿Y la experiencia le exige emplear la sugestión?
B r e u e r : Sí, pero no es cuestión de tratar directamente los síntomas.
Los charlatanes son aquellos que dicen a una histérica paralítica:
137
«Levántate y anda.»
F reud (sin p erd er su agresividad): ¿Pero entonces?
B r eu er : Cuando Cecily está en estado de hipnosis habla de sus des
gracias y recuerda cómo aparecieron los síntomas. Y cada vez que
revive en su memoria las circunstancias de la aparición de dichos
síntomas...
F liess (muy interesado): ¿Desaparecen?
B r e u e r : Sí. I loy en día han desaparecido casi todos.
F reud (con una especie de repugnancia asustada): ¿Le hace usted hablar
sobre ella misma?
l'reud está demudado y le tiemblan las manos; habla sin la menor violencia, pero a costa
de un enorme esfuerza.
Entonces está usted transformando su neurosis en psicosis. Su enfer
ma morirá en un manicomio.
Se dirige a Fliess hablando con voz. entrecortada.
I lace siete años renuncié al método del sueño provocado ¿sabe por
qué? Porque un obseso en estado de hipnosis me contó que quería
matar a su padre. Por supuesto, un padre al que adoraba. ¡Esos des
graciados cuentan cualquier locura! ¿Y si esas locuras se les quedaran
grabadas en la mente? Si ese pobre iml>écil que deliraba en un di
ván... ¿si se persuadiera de que tenía vocación de parricida? ¡Se re
mueve el fango para nada!
Un criado entra y se dirige hacia Breuer.
E l c r ia d o : En el vestíbulo hay un hombre que pregunta por el doc
tor l'reud. Dice que le ha buscado por todas partes.
Freud mira al criado con mal humor.
F reu d : ¡Q ue m e dejen en paz! (Una pausa) ¿D e p arte de qu ién ?
El c r ia d o : Disculpe, ¿cómo dice?
F reud : ¿Quién le e n v ía ?
E l criad o : El p ro feso r Meynert.
Freud se levanta bruscamente.
F reud (con esjuer^fl): ¿Q ué qu iere?
E l cr ia d o : El profesor Meynert quiere verle. Parece que es urgente.
Todo el mundo mira a Freud, que está lívido, con el rostro contraído y los ojos agranda
dos. Permanece un instante mudo e impresionado, luego se domina, se inclina ante Mathilde y
se esfuerzji por sonreír.
138
F reud : A todos nos llega la hora, Mathilde. (Una pausa.) Por favor,
sigan cenando sin esperarme.
Sale. Los comensales se miran preocupados.
Martha parece casi aterrada. Da vueltas entre sus dedos a una bolita de miga de pan.
Breuer la mira y le dice con dulzura:
B r e u e r : Si Meynert va a morir, es mejor que se vuelvan a ver.
Martha le mira.
M a r t h a : N o sé si es m ejo r o p eo r, pero e sto y se g u ra d e que a lg o v a
a cam b iar.
M a t h ild e : ¿Q ué, querida?
(6 )
LA HABI TACION D E M E Y N E R T
Lujo y algo del mal gusto alemán de la época. Pero de todas formas, la iluminación es de
masiado mortecina para que se puedan distinguir los muebles.
LJn quinqué colocado sobre una mesita redonda permite ver solamente una cama prepara
da para recibir al enfermo y no lejos de la cama un gran sillón de aspecto confortable donde
aquél está sentado.
Meynert ha envejecido mucho; las arrugas que surcaban su rostro se han acentuadoy tiene
el pelo y la barba totalmente canosos. Pero su envejecimiento choca menos que su palidez de
cera.
Incluso sus manos están blancas hasta las uñas. Lleva puesta una batay debajo de ella un
camisón.
Apoya la <abezfl sobre una almohada y una manta le cubre las piernas. Los pies —que
por otra parte están ocultos bajo la manta— descansan sobre una banqueta de la que sólo se
ven las patas.
Unicamente la mirada de Meynert no ha perdido nada de su dureza y de su fuerzA■El
enfermo tenía los ojos cerrados, pero de repente los abre y su mirada —llena de inteligencia
pero un poco angustiada— escudriña en la penumbra.
Con voz voluntariamente baja dice:
M e y n e r t : ¿Freud?
139
No espera la respuesta.
...Acérquese.
Freud se acerca.
Está casi tan pálido como Meynert y sus ojos expresan la misma durezfl. Meynert hace
un débil gesto con la mam para señalar una silla.
Freud se sienta.
Venga más cerca de mí; me prohíben hablar alto.
Freud lleva la silla cerca de Meynert.
M eyn krt : ¿Sigue usted buscando histéricos varones?
Al recordar la conferencia de 1H87 y ¡a ruptura entre ellos dos, Freud frunce el ceño y
niega con la cabeza casi imperceptiblemente. Meynert comprende ese gesto.
¡Qué lástima! Hubiera podido presentarle un hermoso caso.
Meynert recupera su sonrisa amarga e irónica y dice con naturalidad y casi con orgullo:
M eyn e rt : Yo.
Freud no responde.
Mira a Mevnert y en su rostro se mezclan el asombro y una comprensión repentina y pro
funda, y también —aunque no tan claramente-— una especie de satisfacción.
Meynert prosigue, con una especie de sombrío orgullo:
He reconocido los síntomas antes que Charcot; me pagaban para
eso; los he tenido todos.
Aún más orgulloso:
140
Usted era mi hijo espiritual.
Freud, con el mismo tono, pero además con un matiz de tristeza:
F reu d : Sí. Y usted m e maldijo. Usted arruinó mi vida. Yo era un
científico, no un médico. La medicina me repugna; no me gusta tor
turar a las personas con el pretexto de que están enfermas.
(Una pausa.)
Hace ya seis años que no me dedico a la investigación sino que tor
turo a unos neuróticos que no puedo curar.
Meynert se ríe débilmente.
M e yn e rt : ¿Electroterapia, baños y masajes?
F rkud (con am argura): Masajes, baños y electroterapia.
141
Yo he guardado el secreto... durante toda mi vida; incluso conmigo
mismo; me he negado a conocerme.
Abre los ojos y mira a Freud intensamente.
Usted pertenece a la hermandad, Freud. O le falta poco... Le odié
porque quería usted traicionar... Cometí un error.
(Una pausa.)
Mi vida ha sido sólo una comedia. He perdido el tiempo en ocultar
la verdad. Me c o n t e n ía .
Resultado: muero en el orgullo. Y en la ignorancia.
Sonrisa amarga.
Un sabio debe sa u k r , ¿no? Yo no se quién soy. No fui yo quien vivió
mi vida; fue otro.
(.ierra de nuevo los ojos. I'reud parece conmovido. Se inclina y tímidamente pone su mano
sobre la pálida mano del enfermo, que descansa sobre el braza del sillón.
Meynert vuelve a abrir los ojos. Se le ve agotado, pero ¡>or primera vez desde el principio
de la película mira a Freud con una especie de afecto.
Con una voz más apresurada y más débil:
Rompa el silencio. Traiciónenos. Encuentre el secreto. Muéstrelo a
la luz del día aunque Lenga que revelar el suyo.
1labra que rebuscar lejos y profundamente. Fn el fango.
Al oír estas últimas palabras, I'reud retira su mano c inicia un movimiento de retroceso.
¿No lo sabía?
I ' reud (lentamente): ¿Fn el fango? Sí. Lo sabía.
M e y n e r t : ¿Le da miedo?
F reud : Sí... Y o... no soy un ángel.
M e y n e r t : M ejor. L os án geles no co m p ren d en a los hom bres.
El rostro de I'reud ha cambiado; aún está sombrío, pero sus ojos brillan.
I ' reud : Y si no fuera capaz...
M e y n e r t : Si usted no lo es, nadie lo será.
142
Sería hermoso arriesgarse a ir al infierno para que todo el mundo pu
diera vivir a la luz del cielo.
Se incorpora a medias y su almohada se desliza y cae. Freud se levanta y la coloca en su
sitio.
Meynert se recuesta de nuevo.
Yo he perdido por falta de valor. Ahora le toca a usted jugar. Adiós.
Respira por la boca con un ligero estertor. Su aspecto es de abatimiento y dolor. Sus ojos
están abiertos y fijos y repite en voz muy bata, como para si mismo:
Perdido.
Freud lo mira un momento con ojos inexpresivos.
Meynert ni siquiera parece y a consciente de su presencia.
l'reud adelanta la mano tímidamente y toca con la punta de los dedos la pálida mano del
moribundo. Se vuelve y sale sin hacer ruido.
143
F liess : Señora, por favor...
Martha se levanta bruscamente y sin cambiar de lugar echa una ojeada a través de la
puerta de cristales.
M a r t h a (aliviada, casi a leg rej: ¡E s él! i Es él!
La puerta se abre.
Freud entra.
Parece conmovido, casi agotado. Al mismo tiempo se nota que un cambio notable se ha
operado en él; algo en su interior se ha liberado y parece casi alegre.
M a r t h a y B r e u e r (casi a l m ismo tiem po): ¿Cómo está?
Freud hace un gesto como ignorando la pregunta y se calla. E l criado ha servido a las dos
mujeres y a Fliessy se inclina sobre Freud que no lo ve.
El criado permanece inclinado tratando de llamar la atención de Freud.
Martha señala la fuente a Freud:
144
¡Sigmund!
Freud sale de su ensimismamiento, mira la fuente con expresión de sorpresa y rehúsa con
un gesto.
F reu d : ¡Ah!... No, g racias.
El criado va a servir a Breuer. Hay un momento de silenáoy luego Freud se vuelve brus
camente hacia Breuer con una expresión cordialy respetuosa.
Breuer, me gustaría ver a su Cecily.
Breuer se muestra disgustado y molesto.
Freud no parece darse cuenta.
Lléveme con usted en su próxima visita.
M a t h ild e (irónicamente): La próxima visita será mañana por la ma
ñana ¡no lo dude!
Freud prosigue con pasión:
F r e u d : ¡Llévem e!
B r e u e r : Pero usted dijo...
F reu d : Tonterías. Le pido d isculp as.
B re u e r : N o sé si p ued o ... sin p rep ararla.
M a t h il d e (riéndose): Fstá encantada. (A M artha): Esa muchacha
sólo ve por sus ojos.
B r e u e r : E s un tratam iento delicado...
M a th ild e (sigue riéndose): Un dúo ¿comprende usted? La enferma se
muestra reacia con un trío.
B re u e r : ¡Muy bien!
145
Y a vemos que el trío se convierte en cuarteto. Cuantos
M a t h il d e :
más locos haya, más se ríe uno. (A M artha): Pero tenga mucho cui
dado, Martha; ¡esa mujer es temible! Parece que es una hechicera.
M a r t h a (tranquilamente): No tengo miedo.
Se vuelve hacia Breuer y mientras habla le contempla con una afectuosa y profunda admi
ración.
lisc es el marido al que hay que vigilar. Mathilde, si yo fuera usted lo
encerraría bajo llave; este hombre es demasiado guapo y apuesto
como para no robar el corazón de todas sus pacientes.
Todo el mundo se ríe y Mathilde más fuerte que los demás. Martha da un grito.
M a r t iia : ¿Qué le ha p asad o ?
Señala la mam izquierda de Mathilde que sangra abundantemente por unos profundos
cortes en tres de los dedos.
M a t h il d h (mira riéndose a F reud y a fíreu er): ¿A mí? nada.
(Baja la mirada hacia su mano y lanza un débil grito, casi un suspiro.)
Se pone blanca como el papel y habla con esfuerzo y con una voz totalmente cambiada.
¡Qué tontería! I le cogido el cuchillo por la hoja.
Martha se levanta inmediatamente y le rodea los hombros con el brazo.
M arth a (con ternura): Venga conmigo, Mathilde, venga en seguida.
Se la lleva. Los tres hombres se han levantado. Martha les hace un gesto como para decli
nar su ayuda.
No, no necesitamos a los señores y sobre todo si son médicos. Hasta
ahora.
Las dos mujeres salen. Mathilde está a punto de desmayarse. Martha la sostiene.
Cuando la puerta se cierra, Breuer suelta una risita falsa.
146
B r e u e r : ¡Pero bueno! Esta es la cena de los contratiempos.
Los dos invitados no le responden; permanecen de pie y vueltos hacia la puerta de cristales.
Al ver la seriedad de Freud y su ceñofruncido, Breuer cambia de tonoy añade gravemen
te, señalando la puerta:
Un poco de neurastenia; nada serio. No es bueno para una pareja no
tener hijos después de diez años de matrimonio.
(8)
Un la calesa de Breuer.
Fs una hermosa mañana de junio. La calesa atraviesa un barrio de las afueras,
primero pobre y luego residencial: villas y jardines.
Breuer habla con un tono sereno y objetivo. Fs evidente que ha terminado por resignarse a
esta visita en grupo.
Freud escucha con la mayor atención.
Fliess está más relajado.
De vez en cuando mira a fíreuer, pero nunca se sabe si le está escuchando, y sus terriblesy
ardientes ojos jamás dan la sensación de estar ,WK. wno.
B reu er (continuando una conversación empez/tda hacia largo rato): Los pri
meros trastornos se remontan a la muerte de su padre. Estaba enfer
mo del corazón y se desplomó en plena calle. Ella lo adoraba. Ya se
pueden imaginar el efecto de choque. Un traumatismo, en su sentido
más literal.
F reu d : ¿Qué 1^ pasó?
B r e u e r : De todo, ya se lo dije. Incluso tuvo alucinaciones horribles.
Pero hemos eliminado los síntomas uno a uno.
Freud saca su cigarrera y coge un cigarro maquinalmente.
F re u d : ¿Cómo?
147
F reud : Tiene usted razón.
F liess (con e l mismo tono): Debería usted renunciar a los cigarros de la
mañana por lo menos. Son... terribles.
Freud frunce el ceño, duda y termina guardando el cigarro en la cigarrera y ésta en el bol
sillo.
Actúa asi más por cortesía que por verdadera sumisión. Breuer mira la escena con un
asombro divertido.
B reuer (a Fliess): ¡Bravo! Hace seis años que trato de convencerle y
usted lo consigue a la primera.
l'liess se limita a sonreír con un ligero matiz de fatuidad. Freud, algo molesto, se vuelve
hacia Breuer.
F reud : ¿Y bien?, ¿ese método?
B reu er : Desde los primeros meses de la cura comprobé que la en
ferma se sumía en un estado parecido a los que se provocan por me
dio de la sugestión. Fn esa... autohipnosis, evoca los recuerdos y
cuenta todo lo que puede ayudarla. Por ejemplo, los 'acontecimientos
que acompañaron o provocaron la aparición de un síntoma histérico.
Cuando se despierta yo le recuerdo todo lo que me ha dicho y el sín
toma desaparece.
F reud : ¿Y ya no vuelve más?
B r eu er : Algunos han vuelto, pero porque ella no lo había contado
todo. Por la tarde está distraída y cansada. I lay que tener mucha pa
ciencia.
Un silencio. Los tres hombres reflexionan.
La calesa avanza por una carretera ancha bordeada de villas.
Breuer enciende, pensativamente, un cigarrillo con boquilla dorada.
Fso me dio la idea de volver todas las mañanas e hipnotizarla yo
mismo. Le pido que concentre su pensamiento en el síntoma que le
preocupa y cuyo motivo no ha conseguido encontrar.
F reud : ¿Habla?
B r e u e r : Con mucha facilidad. Se purifica; persigue a los malos re
cuerdos agazapados en los rincones oscuros. ¿Sabe usted cómo llama
ella a eso? «La limpieza del cerebro.»
(Se ríe con complacencia.)
La calesa entra, por una verja abierta, en un parque; césped, bosquecillos, un estanque; al
fondo una hermosa villa de un solo piso. Una escalinata de tres peldaños conduce a la puerta
de entrada.
Hemos llegado.
148
(9)
MOMENTOS DESPUES
En la escalinata les está esperando una mujer de unos cuarenta años, de porte austero y
vestida de oscuro. Ha debido de ser muy bella y lo seria aún si no fuera por la severidad y la
dureza de su fisonomía.
Breuer aparece, sube los escalonesy le besa la mano.
B reu er (presentaciones): El doctor Fliess, un laringólogo eminente
que tiene a bien examinar a nuestra Cecily.
Fliess besa la mano de la señora Kortner.
El doctor Freud, mi mejor amigo.
Freud se inclina ligeramente y estrecha la mano que se le tiende.
L a señora K o rtn er : Entren, señores.
Entran en una gran habitación llena de luz; no hay muebles *. Buen gusto, pero una
especie de puritanismo. Una gran chimenea, paredes desnudas, una mesa redonda y alrededor
de la mesa unas sillas antiguas, bonitas pero * de madera.
Al entrar ellos detrás de la señora Kortner, ésta se vuelve hacia Breuer que la sigue.
(Fliess va detrás de Breuery Freud cierra la marcha)
Cecily me preocupa. Está despierta, pero dice que no puede abrir los
ojos.
B reu er (sonriendo): Le prometí abrírselos yo mismo.
Señala a Fliess.
El doctor Fliess tendrá la amabilidad de esperar aquí. Tres personas
serían demasiadas a la cabecera de la enferma. La examinará cuando
yo la haya visitado. Venga, Freud.
Entran en la habitación contigua.
LA HABITACION DE CECILY
Es la misma que vimos la víspera por la tarde. Las persianas están abiertas.
Esta habitación, mucho más pequeña que el vestíbulo que la precede, está amueblada con
149
muy buen gusto (siglo XVIII). Es la habitación de una joven presumida y sensible. Espejos,
coquetas, sillones, y a lo largo de las paredes estanterías llenas de libros. La cama está hecha y
recubierta de pieles blancas.
Cecily está vestida. Traje claro. El cabello rubio peinado con esmero (recogido en una
trenza)- Está descansando en un diván con dos almohadones bajo la cabeza y una manta cu
briéndole las piernas. Hace una labor de punto, pero sus ojos están cerrados con obstinación.
Al entrar, Breuer dice en voz baja a Freud con una especie de éxtasis que apenas trata
de disimular.
B r e u e r (con voz len ta y b a ja ): E s h erm o sa.
Freud mira con ojos duros y penetrantes a la joven enferma. No responde. Es evidente que
la belleza de C'.ecily no le interesa.
Una levísima sonrisa tiembla en los labios de Cecily, como si ésta hubiera oído la frase,
pronunciada, sin embargo, en voz muy baja y muy lejos de ella.
Breuer hace una señal a l'reud para que permanezca donde está y él se acerca a Cecily.
La sonrisa de la enferma se acentúa.
150
Hace un movimiento de rechazo y empuja la mano apartándola de ella. Ataque de tos.
Breuer le pone la mano en la cabezay la tos se calma.
Cecily dice con una voz aún entrecortada por la tos:
Tiene que curarme los ojos.
B reu er : N o tenga miedo, Cecily. Vamos a intentarlo. Hoy mismo.
C e c il y : ¿Me va a limpiar el cerebro?
B reu er : Desde luego.
C e c il y : ¡A d e la n te con la lim pieza!
Breuer hace un gesto a Freud para que se acerque. Freud se adelanta con fuertes pasos
—se nota que hace ruido deliberadamente. A pesar de ese ruido de pasos, Cecily parece igno
rar su presencia.
Freud se inclina. Breuer le hace una señal para que hable.
F re u d : Mis respetos, señorita.
( ecily no responde.
Yo también soy médico. Mi gran amigo, el doctor Breuer, ha tenido
a bien permitirme que 1c acompañe.
Cecily, con gran dificultad, deja su labor de punto sobre un velador cercano al diván. Su
estrabismo convergente le impide localizar exactamente los objetos. Su mano busca a tientas en
el vacío, toca el veladory suelta la labor, que cae al suelo.
Breuer se precipita, recoge la labor y la coloca sobre el velador. Coge la mano de Cecily
que sigue buscando a tientas en el vacioy la coloca sobre el diván.
C e c ily (encantada): ¡Ha recogido usted mi labor!
Freud, como al acecho y demostrando un gran interés, mira a Breuer tanto como a Cecily.
Sus ojos van de uno a otro como si estuviera descubriendo un extraño y profundo vínculo entre
ellos dos.
B r e u e r : Cecily, no ha saludado usted al doctor Freud.
C e c il y : ¿Hay alguien aquí?
B r e u e r : Sí, un amigo mío que me gustaría presentarle.
C e c il y (disgustada): ¡Ah!
(Una pausa.)
¿Cómo se llama?
F reud (en voz alta y clara): El doctor Sigmund Freud.
151
B reuer (en voz bastante baja): El doctor Sigmund Freud.
C e c ily (repitiendo dócilmente): El doctor Sigmund Freud.
Ireud va a buscar dos sillas y las acerca al diván. Se sienta en una de ellas y mira a
Breuer de arriba abajo. Breuer habla como un amante más que como un médico. Suaviza su
autoridad con la ternura. Cecily se agita un poco.
Duerma, se lo ruego.
A Cecily le cuesta dormirse.
C k cily : No está usted solo. Eso me molesta.
B rkukr : Cecily, no se preocupe usted por nada. Duerma.
lilla se agita aún un poca. El insiste. Autoritario. Como un hombre que se sabe amado.
I lá g a lo por MÍ.
C e c il y : ¿P o r usted ?
152
EN LA GRAN HABITACION CONTIGUA
Fliess está sentado en una silla de madera. La señora Kortner también está sentada al
otro lado de la mesa.
Tanto uno como otro están rígidos y casi hostiles. Los dos tienen los rasgos duros, como
hermosas máscaras de terribles ojos.
Fliess parece nervioso por la espera. Tamborilea sobre la mesa con la mano izquierda. Un
reloj da las horas. Los dos se sobresaltan y se vuelven; son ¡as diez de la mañana.
EN E l. CUARTO DE CECILY. Breuer saca su reloj y mira la hora. Dice entre
dientes:
B r e u e r : E s el momento.
Flabla con una voz ronca. Sin gestosy con un semblante inexpresivo.
Hace mucho tiempo. Van y vienen.
B r e u e r : ¿Y la sordera?
C e c il y : Lo mismo. Cuando veo mal, oigo mal.
B reu er : Pero, sin embargo, tuvo que haber un principio.
C e c il y : Sí.
B reu er : ¿Cuándo?
153
B r e u e r : ¿P o r qué?
154
Una lágrima moja aún la mejilla de Cecily. Breuer alarga la manoy la seca con la punta
del dedo índice.
Freud mira a Breuer con desazón, luego aparta de él los ojos rápidamente y vuelve a mi
rar a Cecily.
Esta se relaja un poco al sentir sobre su mejilla la leve caricia del dedo de Breuer. Dice
bruscamente pero sin entonarían:
C e c il y : N o m u rió el lunes.
Sufrió el ataque durante la noche del sábado al domingo.
B r e u e r (estu p efa cto ): ¿Q ué?
( 10 )
Freud y Breuer han desaparecido y las sillas que ocupaban están en su lugar de siempre.
Cecily, a la que vemos de cuerpo entero, tiene ahora los ojos normales; el estrabismo convergente
155
ha desaparecido totalmente. Está en camisón. Coge apresuradamente una bata y se la pone, se
ata el cinturón, se calza unas zapatillas y coge la lámpara.
Voz en « off » de C e c il y : Era m ás de medianoche. Creí que iban a
derribar la puerta.
Toda la escena se rodará con un perfecto realismo (exactamente como las escenas preceden
tes.) Simplemente, sólo oiremos las voces en «off» de Cecily y de Breuer. Ni un ruido.
Cecily se dirige hacia /a puerta de su habitación, la abre, pasa al vestíbuloy se acerca a la
puerta de entrada. Actitud de escuchar.
Plano de la escalinata. Claro de luna. Dos policías están golpeando los postigos.
Ahora vemos, a l otro lado de la puerta, a Cecily que se apresura a correr los cerrojos y a
abrir primero la puerta y luego los postigos.
C e c il y : ¿C óm o?
B reu er : ¿Quién go lp eab a?
C k c i l y (vo z en « o ff» ): U nos m édicos.
Al abrirse los postigos, tornos a dos hombres —pellizas, barba larga— que se inclinan
con exquisita cortesía, sosteniendo sus chisteras en la mano.
C e c i l y ( voz en « o ff» ): Venían a avisarme.
Cecily oye lo que dicen (sus bocas se mueven pero ni un sonido sale de sus labios) y sus ojos
se agrandan; se pone la mano delante de la boca y se tambalea.
Los hombres se precipitan para sostenerla y la llevan despacio hacia un cupé descubierto
tirado por dos caballos. Toda esta escena será interpretada por los actores sin ninguna exage
ración, pero debe parecer un poco convencional y anticuada.
Cecily se instala en el asiento de atrás y los dos médicos en ti de delante, con sus chisteras
sobre las rodillas. El cochero azota a los dos caballos, que parten a gran velocidad.
Aquí aún, nada debe parecer / uso, propiamente dicho, pero en el realismo mismo de
la escena algo debe parecer insólito (UNtim.Mi.iat), por ejemplo: el hecho de ver a esa
hermosa joven, con su pelo rubio suelto, sentada, en bata y camisón, enfrente de esos dos barbu
dos.
También el hecho de que los dos caballos partan muy deprisa (lo que en un sentido es nor
mal —ya que se trata de un caso de urgencia— pero, al mismo tiempo, puede chocar porque
dan más bien la impresión de que se trata de la salida de una carrera de breaks).
Cecily, echada hacia atrás, silenciosa, está bellísima, pálida y trágica.
F;r e u d ( voz en « o ff» ): ¿Unos médicos?
156
Cecily, con los ojos abiertos, no parece ni siquiera oírle.
Breuer suelta la mano de Cecilyy con un gesto brusco, casi violento —que contrasta con su
conducta habitual— impone silencio a Freud. Este, intimidado, no insiste más.
Breuer vuelve a coger la mano de Cecily.
B r e u e r (con dulzura): Continúe, pequeña, continúe.
C e c il y : Llegamos al hospital después de medianoche.
Un pasillo. En las paredes unos frescos que representan escenas de la mitología: Venus
saliendo de las olas (imitación de un cuadro de Botticelli), Dánae y la lluvia de oro (imi
tación de l ’izjano), La primavera (Botticelli). A derecha e izquierda unas estatuas de escayola
wuiercs medio desnudas sosteniendo el techo).
Unas puertas (pequeñas pero suntuosas, buena madera de roble labrada, picaportes de
bronce). Encima de cada puerta, un letrero: Sala de Oftalmología, Sala de Neurología, etc.
Ningún ruido, salvo el de una orquesta que interpreta un vals vienes.
C e c il y : E stab an to can d o m ú sica p ara los enferm o s.
Cecily, entre los dos médicos que se han puesto de nuevo sus chisteras, camina apresurada
mente por el pasillo.
¡Y a me acuerdo!
Había un agujero en la alfombra y por poco me caigo.
Vemos que el suelo está alfombrado con una moqueta roja, sucia y llena de agujeros. La
zapatilla derecha de Cecily se engancha al tejido deshilachado que bordea un agujero. Da un
paso en falso y se le sale la zapatilla. Recobra el equilibrio. Un médico se arrodilla y le tiende
la zapatilla. La música va subiendo de tonoy se convierte en una música chabacana.
¡No podía soportarla!
Voz EN « O F F » D E B R E U E R : « Q u é ?
C e c il y : La m ú sica.
(Seca.) No se tocan valses cuando hay difuntos.
A su derecha, una puerta se abre bruscamente.
Los dos médicos se colocan a derecha e izquierda de la puerta y le indican que pase mien
tras se inclinan. Cecily entra en una pequeña habitación con las paredes tapizadas de seda.
En el techo (bajo), un fresco que representa a las profetisas de Miguel Angel (Sixtina).
Lasfiguras se agrupan alrededor de una araña (iluminación de gas, abalorios). El tono de la
música crece. En las cuatro esquinas de la habitación, una estatua greco-romana decapitada.
C e c il y : Entramos. Era u n a habitación muy especial. Por todas par
tes había estatuas. Las enfermeras tiritaban, tenían la carne de galli
na.
Descubrimos, alrededor de una cama cuyo ocupante ocultan a nuestra vista, a unas mu
jeres en camisón corto sobre el que se han puesto apresuradamente unas batas de enfermera que
157
ni siquiera se han ocupado de abrocharse. Esldn muy maquilladas, pero sus rostros son duros
y severos. Llevan el pelo estirado hacia atrás.
B reuer (asombrado): ¿L a c arn e de g a llin a ? ¿P o r qué?
C e c il y : Era tarde, debieron de sacarlas de la cama como a mí. Lle
vaban el camisón bajo la bata.
Las mujeres se apartan de la cama. lis una cama de hierro como las que hemos visto en la
sala de neurología en la primera parte.
Un hombre, de quien al principio sólo vemos /os pies y los bajos del pantalón. La mirada
va subiendo a lo largo de sus piernas. 1istá vestido de frac, con condecoraciones. No vemos su
rostro.
Vi a mi padre en una cama del hospital. Abandonado por todos.
Como un perro.
(Serenamente):
Su cabeza era una calavera.
Seguimos sin ver el rostro del hombre.
B r e u e r : ¿Una c a la v e ra ?
C e c ily : Sí, como la de los esqueletos. Debía de ser una máscara. En
los hospitales se la ponen a los muertos ¿no?
B reu er : Debió de ser muy doloroso para usted.
C ecily (sigue tranquila): Muy doloroso.
158
Cecily se arrodilla llorando a la cabecera del cadáver. Le coge la mano y la aprieta contra
su rostro. 1
C e c ily (con serenidad); Para no verla me lancé sobre su mano.
De repente apasionada:
Sólo veía sus dedos, sus grandes dedos que yo adoraba.
La cubre de besos. Mira, desde muy cerca y apasionadamente, el pulgar de esa mano.
Vemos su rostro de frente y en primer plano. Hstá mirando ese dedo y sus ojos, al
converger hacia el pulgar que aprieta sus labios y su nariz, reproduce el estrabismo
anterior.
(ii)
EN LA HABITACION
Cecily tendida en la cama (estrabismo convergente de los ojos). Freud y Breuer. Ojeada
elocuente de Breuer a l'reud que significa: « Ya estamos.»
B rkukr : L os sig u ien tes d ía s, vio u sted de n u ev o la c alav e ra.
C k c il y : Sí, cuando velaba junto al ataúd. Y la mañana del entierro,
cuando me desperté.
B rkukr : Y c ad a vez que la v e , p ien sa usted de p uev o en la m an o de
su p adre y se im a g in a qu e la e stá m iran d o de cerca.
159
Con despecho, pero casi susurrando:
¡Ah!
Hace un gesto de nerviosismo y se vuelve hacia Freud. Se muestra confuso y a la vez un
poco agresivo, como alguien que acabara defallar unjuego de manos.
B r e u e r ( voz s u s u rr a n te): H ay que ten e r m u ch a p acien cia.
Fl éxito no es automático.
Freud no responde.
Parece perplejo y sumido en sus reflexiones.
Voy a despertarla.
I'reud se sobresalta.
I' reud : Permítame haccrle algunas preguntas.
B reuer (de mala gana): No conseguirá sacar ya nada más de ella.
Además estas sesiones cansan. No hay que abusar.
Se vuelve hacia Freud que parece realmente apasionado. Breuer lo mira un instante y
parece comprender la importancia que Freud atribuye a ese interrogatorio.
Con un gesto desabrido y resignado:
¡Bueno! Sea breve.
Freud, sin levantarse de su silla, se indina sobre la enferma.
I reud : (inclinado hacia Cecily y con una voz ahogada p or la tim idez):
¡Cecily!
Fila no da muestras de haberle oído. Másfuerte:
¡Cecily!
Una pausa. I'reud se echa hacia’atrás recostándose en su silla con una especie de despecho.
Breuer sonríe con una velada satisfacción.
B reu er : S ó lo m e o ye a m í, y a se lo he dicho.
160
B r e u e r : Dígame sus preguntas y las haré yo mismo.
F reu d : Por favor, déjeme a mí. Quisiera un contacto directo.
161
6
F r k u d ( voz en « o ff» ): Los médicos le habrían dejado tiempo para ves
tirse.
Cecily vuelve completamente vestida pera sin sombrero. Lleva un traje de chaqueta. Mira
a los policías con ira e indignación y sale; ellos la siguen.
Voz kn « off » de C e c il y : Me... me vestí.
F reud : ¿La esperaba una calesa?
C e c ily : Sí, de dos caballos.
F rk u d : Fn toda V ie n a 1 1 0 hay ni un m éd ico que ten g a una c ale sa de
dos caballos.
Un coche espera en el jardín, ¡tero es un vulgar coche celular. Por supuesto, tirado por dos ca
¡tallos.
Antes de entrar, (.ecily hace un movimiento de retroceso, luego entra, seguida orgulloso
mente por los dos policías.
Voz kn « 0 1 1 » DE C k c ily : Dios mío... (su sp ira con a n gu stia ).
Volvemos. 1 l a u m / r - i a o N .
fíreuer pone la mano en el hombro de / reud y lo em/)/M hacia atrás.
B rkukr : ¡1.a está usted can san d o ! Por algu n o s d etalles c o n tra d icto
rio s no v a usted a...
F reu d (indignado): ¡Detalles!
B r k u k r (p eren to rio ): A veces se contradice. No tiene importancia. La
conozco mejor que usted.
Mira a L'reud con la ira celosa de un amante.
I reud, intimidado, se calla a regañadientes, fíreuer se inclina sobre Cecily para desper
tarla.
¡Cecily!
De pronto, Cecily forcejea, empiezan a temblarle ¡as manos y su rostro se contrae.
C ecily (furiosa): ¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Me ha ofendido!
162
UNA CALLE OSCURA
163
Voz en « off » de F reud : Hábleme de las enfermeras.
Cecily tropieza (como en el primer relato) pero de terror. Un poco más lejos los policías
que la acompañan la invitan a entrar en una pequeña habitación baja de techo (la habitación
de una de las prostitutas).
Voz e n « o f f » d e C e c i l y (con violen cia ): Eran putas.
Voz en « off » de B re u e r : ¡Cecily!
La imagen estalla. Nos encontramos de nuevo en el cuarto de Cecily con Breuer y Freud.
Breuer parece trastornado.
B reu er : ¡Cecily! ¡Pequeña! ¡Pequeña... mía! No puede...
lista vez es Lreud quien con una expresión tímida e implorante, le coloca la mano en el
hombro para imponerle silencio. Breuer; pálido y nervioso, se echa hacia atrás.
C e c il y : I la b ia seis al pie d e su c a m a y alg u n o s p olicías.
Mujeres alrededor de la cama. Son las mismas que hemos visto en el primer relato disfra
zadas de enfermeras.
Todas llevan puesta una bata parecida a la de Cecily, sobre un camisón igual al que ella
llevaba en el primer relato. Todas menos una, la sexta, que lleva sólo un camisón transparente
y sin mangas.
Las mujeres miran a Cecily sin pronunciar ni una palabra, pero con una expresión agre
siva y malvada. Cecily las mira desafiante y despreciativa. De repente ve a la mujerzttela que
está en camisón.
C e c i l y : Vi a la que lo h ab ía m atad o .
La chica —una morena ordinaria y rolliza, con un pecho enorme y unos brazos gordos y
prietos saliendo de su camisón sin mangas— es la prueba viviente de los gustos un poco vulga
res del señor Kortner.
Aunque habitualmente debe ser despreocupada y alegre; en este momento está muy fasti
diada. Dos policías, uno de ellos de paisano, están a su lado.
F r e u d ( voz en « o ff» ): ¿Cómo lo había matado?
La mujer evita la mirada de Cecily, pero ésta la devora con los ojos con una especie de fa s
cinación desesperada.
Voz d e C e c ily (en « o ff» ): ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Acaso puedo saber yo lo
que hacen esas mujeres?
( Con un ex tra ñ o tono, ca si d e celo s):
Murió en sus brazos.
164
El policía de paisano se adelanta. Las mujeres se apartan. Vemos medio cuerpo del cadá
ver que está sobre la cama. Está desnudo. Alguien le ha echado una manta sobre el vientre, ta
pándole apenas el sexo.
Con unfondo de música vienesa, el policía hablay oímos:
165
B r e u e r : Nada.
i'reud no parece muy turbado. .Ve levanta como si Juera a marcharse mientras le dice con
mucha dulzura:
I r e i j d : Cecily, está usted curada.
C iíc ily (con una especie de rabia): ¡Curada! ¡Ja, ja, ja! ¡Curada!
Un golpe de tos la sacude brutalmente; se dobla hacia adelante en el diván.
Breuer —que mira la escena de pie (él también se ha levantado) apretando con susfuertes
manos el respaldo de la silla en la que estaba sentado— se vuelve hacia I'reud y le dice con
una autoridad llena de mala je:
B r e u e r : Creo que es mejor que se retire. Voy a tratar de arreglar
esto.
Parece que quiere condenar a Freud por su intervención y al mismo tiempo, por cortesía,
ocultarle esa condena.
("I os en «off» de Cecily.)
F reud (un poco seco): ¿Qué es lo que hay que arreglar? Fl síntoma ha
desaparecido.
B reuer (indignado): ¿Y esta tos? ¿No la oye usted?
(Una pausa.)
Por favor, déjenos solos.
Freud, dolido, inclina la cabeza y se dirige hacia la puerta. Mientras sale, continúa oyendo
los tiernos susurros de Breuer.
166
Voz en «o f f » de B reu er: ¡Cecily! ¡Por favor, tranquilícese!
Al cerrar la puerta, Freud ve, de lejos, a Breuer inclinado sobre Cecily, que tose aún. Le
ha apoyado la mano en la frente y se nota que, bajo esa dulce presión, Cecily se relaja un poco.
Freud se encuentra de nuevo en el vestíbulo; la madre y Fliess siguen frente afrente; Fliess
tamborilea sobre la mesa.
Freud se sienta al lado de Fliess que lo mira con alivio. Intercambian una sonrisa de en ■
tendimient».
F reu d : Pronto le tocará a usted.
Fliess se agacha, coge su esluche de laringólogo (un maletín de cuero negro) y quiere po
nerlo sobre la mesa. I m madre de Cecily le detiene con un gesto perentorio.
Fa se ñ o r a K ó rtnkr: ¡Por favor!
Sobre la mesa, delante de la señora Kórtner, hay un tapetito redondo. Lo desliza hacia
Fliess, que comprende y coloca el maletín sobre él.
I m puerta de la habitación se abre como si hubiera un vendaval y Breuer sale contrariado
y nervioso. Se vuelve hacia la señora K ortnerj le habla con mucho respeto pero autoritaria
mente.
B reu er: Cecily está muy nerviosa esta mañana. Sólo usted puede
tranquilizarla. Tiene que permanecer a su lado. No la deje ni un ins
tante. Volveré a última hora de la tarde.
Se vuelve hacia Fliess.
(A F liess): Lo siento, mi querido F’liess, pero está en tal estado que
no podrá usted examinarla.
( Con una jovialidad forzuda):
Otra vez será.
Fliess responde con un movimiento de cabeza, pero sin disimular su contrariedad.
Todo el mundo se levanta. Breuer duda un momento y luego se aparta llevándose a
la madre.
Durante su breve coloquio —que no oímos— Fliess y Freud intercambian algunas
palabras.
F l ie s s : ¿El síntom a?
F r e u d : V a ve y oye.
F l ie s s : Entonces el método es bueno.
F reu d : Sí, pero hay que profundizarlo mucho más.
167
( 12)
LA CALESA. Los tres hombres se suben a ella y se sientan en silencio. El coche se pone en
marcha. Breuer y Freud se han sentado uno al lado del otro y Fliess enfrente de ellos. Una
pausa.
Breuer se dirige a Freud de mala gana. Se nota que está disgustado pero su deber profe
sional de médico y de científico le obliga a hablar.
B rkukr : La señora Kortner ha confirmado su hipótesis, Freud. El
padre de Cecily murió en un burdcl. La policía cometió la imperdo
nable grosería de llevar allí a la muchacha para que lo identificara.
Los ojos de Freud brillan, pero no responde.
Fliess parece interesado.
I' liess : ¿Entonces?
B rkukr : Liso es todo. Desde ese momento su cuerpo se ha negado a
ver y a oír. Estoy preocupado. Me pregunto si habremos hecho bien
en tocar esc punto.
F liess : Han desaparecido los síntomas, ¿no?
B rkukr : ¿Y qué? ¿Y si volvieran? ¿Y si se presentaran otros?
168
vida alegre, y la sordera psíquica para no oír el violín que tocaba val
ses. Cecily... re prim ía su recuerdo; y su cuerpo era su cómplice.
B reu er : Bueno. Ella lo re pr im ía , como usted dice; por tanto, le re
sultaba insoportable.
F reud : Por supuesto.
B r e u e r : ¿Había que recordárselo a la fuerza?
F reud : E s su m étod o ¿n o ?
B r eu er : No. Me n ieg o a violar su alma. Yo creo que es legítimo que
una criatura de veinte años quiera respetar a su padre y haga todos
los esfuerzos posibles para olvidar esa muerte vergonzosa. ¿Quiere
usted saber lo que en el fondo pienso? La admiro.
F reud : Admírela todo lo que quiera, pero curémosla; es nuestro pri
mer deber.
B r eu er : ¿Y usted cree que la va a curar infligiéndole esa terrible hu
millación? Sólo le ha hecho daño.
F reud : ¡Breuer!
169
Habla sin mirar a nadie.
Cuando la escuchaba... tenía la sensación...
De pronto iluminado:
Breuer, no es a su padre a quien defiende, sino a sí misma.
Breuer le escucha con una estupefacción indignada.
B r e u e r (con un g r i t o ) : ¿Q ué?
F rkud : Fsas mujeres medio desnudas... ese hombre desnudo... esas
pinturas obscenas... Breuer, Cecily se sintió turbada.
Mientras habla, una orquesta invisible (numerosos músicos locando con talento) reanuda
el vals del burdel.
170
Ha descubierto la sonrisa de Fliess y le disgusta la complicidad que de pronto une a
Fliess y a Freud.
Y a veo que se ha convertido usted en el discípulo de nuestro amigo
Fliess: el sexo está en todas partes, incluso en la nariz.
Finge que se mete el dedo en la nariz, evidentemente por alusión al tic de Freud —que
por otra parte no se ha manifestado desde la víspera—, pero que ha debido observar desde
hace tiempo. Freud no responde, intimidado por la ira de Breuer, pero frunce el ceño; no mira
a nadie; se calla, sombríoy encorvado hacia adelante mientras dura la reprimenda de Breuer.
B r e u e r : Sólo que en este caso, no tiene usted suerte. Hace un año y
medio que conozco a Cecily y que la visito dos veces al día, y ni uno
solo de sus gestos y palabras, ni siquiera en estado de hipnosis, ha re
velado la menor preocupación carnal. Lo ignora todo sobre el amor
y no piensa en él jamás. Sólo le conozco una preocupación: socorrer
a los indigentes. F] incluso le diría, ahora que lo pienso, que su desa
rrollo sexual me parece un poco retrasado. Sin duda a causa de la
neurosis.
Se ríe con ira, frotándose las manos.
Ni un solo pretendiente. Ni siquiera el clásico primito. ¡Nadie! ¡Ja, ja!
¡Nadie! La carne duerme.
Mis queridos colegas, éstos son los peligros de la generalización.
A! cochero:
Pare aquí, Frantz.
li l cochero tira de las riendas y la calesa se detiene al borde de la acera.
Más afable, dirigiéndose a Freud:
Voy a visitar al anciano Dessoir, su estado me preocupa. Hasta la
vista, Fliess; hasta pronto, Freud.
Salta ágilmente de la calesa. Hace un gesto con la mano.
Frantz, lleve a los señores adonde ellos deseen.
( 13) •
171
Es la hora de mi clase. Venga conmigo.
La calesa se pone en movimiento. En ese momento Breuer está entrando en el edificio que
había indicado. Fliess va a sentarse al lado de Freud (en el sitio que Breuer ha dejado). La
calesa sigue avanzando.
Freud, con los ojosjijos, dividido entre las reflexiones que le suscita el método catártico y el
resentimiento que experimenta por la conducta de Breuer hacia él, permanece silencioso e incli
nado hacia adelante.
Al caho de un momento, oye la voz grave y sarcástica de Fliess.
F liess (con una especie de ju ego ): ¡Bravo!
L'reud se vuelve sobresaltado y mira el rostro de Fliess, que sigue siendo terrorífico, pero
que quiere ser alentador.
(A la larga, nos daremos cuenta de que el rostro tan permanentemente hermoso y diabóli
co de I'liess contiene algo de estático y ligeramente cómico por la constancia misma de su terro
rífica belleza)
F lie s s (rep itien d o con fu e r z a la f r a s e d e f r e u d ) :
«Todas las neurosis tienen un origen sexual.»
Pues claro.
¡Bravo!
Freud, que no se esperaba ninguna felicitación, mira a Fliess con estupor. Responde con
una verdadera buenafe, y sobre todo con mucha timidez (a causa de la importancia misma de
la idea que se está discutiendo).
■ F r e u d : Ni siq u ie ra sé por qué he dich o eso.
La idea me vino allí. En la habitación. Algo estaba en juego. Algo
sexual.
Bruscamente:
Breuer me horrorizaba. Su expresión era demasiado dulce... tan pa
ternal...
Recuerda la escena y parece fascinado por ello. Está celoso.
La pequeña y él... eran una pareja.
Con una ironía discreta:
Quizá su método exija llegar a eso.
Con una especie de furor:
¡Ignorante! ¡Inocente! Se deja engañar.
¿Sabe usted lo que ella dijo en estado de hipnosis? «¡Eran putas!» ¡Y
con qué expresión!
172
Se tranquilizay toma una actitud tímida y profundamente socarrona. Mirando de soslayo
a Fliess:
Es una impresión dolorosa: nada más. Breuer tiene razón: no se pue
de generalizar.
F liess : A l prin cipio hay que generalizar.
Me fijé en Breuer; está celoso de su idea. Si usted no se defiende, lo
molerá a palos.
Repitiendo la fr a se de Freud:
«Todas las neurosis tienen un origen sexual.»
Estoy totalmente de acuerdo con usted.
F reud : N o te n g o ni el m ás p eq ueñ o in d icio de u n a p rueba.
F liess : Y a m e lo im ag in o .
173
Freud cierra la puerta con cuidado y con un gesto que debe parecer insólito da una vuelta
a la llave. Lj dice a Fliess en voz casi baja:
F reu d : U sted , usted es un visionario. Yo no. Sólo soy un mal inves
tigador.
Fliess rechaza esta objeción con un gesto autoritario, imperioso.
F liess : A un v isio n ario se le reco n o ce en seguid a.
F reu d : ¿Por qué?
I liess : Por sus ojos.
Señalando los ojos de I'reud:
Los suyos ven lejos, (lomo los míos. I'reud, usted se ha puesto en
marcha. No deje que las timideces de Breuer le detengan, lo do es
sexualidad: desde los volcanes hasta las estrellas, pasando por los
animales y los hombres. Fl sexo: eso es lo que crca el mundo y lo
que lo dirige; la naturaleza es una cxul>crante fecundidad.
Saca su reloj y lo mira.
Ya es la hora de su clase.
I'reud señala una puerta a 1'liess.
I reud : Sí. Venga |x>r aquí. Tendrá un sitio en primera fila.
F i.iess: C o n seg u iré e stab lecer que el h om bre o b ed ece h asta en sus
m en o res gesto s a los g ra n d es ritm o s sexu ales d el u n iv erso .
( 14)
174
D o ra : ¡Anda!
Ya no está aquí.
Freud, sentado en su escritorio, termina de escribir. Levanta la cabeza.
Freud inocentemente:
F reud : ¿Q ué?
F reu d : No.
Dora se queda inmóvil, estupefacta.
D o ra: ¿I loy no hay masajes?
F reud : N o .
Rompe en llanto.
¡Muy mal, muy mal!
F reu d : ¿Qué pasa ahora?
Freud tiene una expresión divertida y misteriosa, como si preparara una buena jugada.
Escuchay toma nota de lo que ella dice, pero es evidente que, en lo profundo de su pensamiento,
está en otra parte.
175
D ora (llorando): ¡Es horrible! Y a no puedo... entrar en una tienda.
F reud (medio en serio, medio en broma): Es una suerte para sus padres,
Dora, porque es usted muy gastadora.
D ora (dando una patada en el suelo): No bromee. Detesto que lo haga.
Le estoy diciendo que me da miedo entrar en las tiendas.
Freud se acerca a ella.
F reu d : ¿M ied o ? ¿P o r qué?
D o r a : N o lo sé. Ayer tenía que hacer unas compras y me volví sin
comprar nada.
Cuando ponía la mano en el picaporte de una puerta, se me encogía
e! corazón y me marchaba. T enía que marcharme.
F reu d : ¿Es la p rim e ra vez qu e le pasa?
D o r a (con impaciencia): ¡Claro que no! ¡Me ha pasado cien veces!
F r e u d : ¿Desde cuándo?
176
F reud : Y los dependientes se rieron de usted.
D o ra : ¡S e lo p ued e im a g in a r! ¡C on esa facha!
177
Dora se desliz# hacia un lado, se levanta bruscamente e intenta marcharse. Freud la re
tiene.
D o ra: Parece que se vuelve uno loco con eso, que da dolores de ca
beza y que se dice cualquier cosa cuando se está dormido.
F r e u d : ¡Oh, no! Cualquier cosa no.
(15)
178
¡Oh!
La doncella,, que estaba inclinada sobre el cajón del armario, levanta la cabeza.
El grabado. No estaba ahí. ¿Quién lo ha vuelto a poner?
La doncella mira el grabado sin comprender el nerviosismo de su señora.
M in n a : H a sid o e l señ or. M e p id ió el ta b u re te justo d esp ués d e co
m er.
(16)
Los jóvenes dependientes continúan risueños, pero y a no se les oye. Aquí también la cosa
puede y debe parecer normal; sencillamente, se han tranquilizado.
D o ra : Peor. Me d ab a miedo.
179
La patrona, que sigue muy seria entre dos tarros, se ha vuelto hacia Dora ( ;s decir, hacia
el objetivo) y la mira. No se ríe pero, sin embargo, se oye una risa que parece venir de ella.
Es una risa (en «off») extraña, un poco jadeante, casi bobalicona, con un ligerisimo tem
blor. Es la risa na u n a s o l a p l k s o n a .
Voz e n « o f f » d e F r e u d (simultánea a la risa): ¿Miedo o vergüenza?
D o r a ( voz en «off»): Las dos cosas.
F r e u d : ¿Por qué le daba miedo?
JJna risa no tiene nada de terrible.
D o r a : F’sta sí.
Los mostradores se levantan bruscamente como si los estuviera contemplando una persona
de muy baja estatura (un enano o un niño). Los dependientes han desaparecido.
La cámara (como una mirada inquieta) se vuelve hacia la puerta (que también se ve des
de muy abajo) y este movimiento nos permite descubrir que la tienda ha cambiado de aspecto.
Sigue siendo una confitería, pero más pequeña, más sombría y más pobre.
La mirada de la cámara vuelve a inmovilizarse en el lugar de donde sale la risa. Entre
dos grandes tarros de caramelos, aparece la cabeza de un anciano (calvoy con un vulgar bigote
blanco): es él quien se está riendo. Quiere inspirar confianza. Su boca sonríe y trata de parecer
bondadoso. Pero sus ojos fijos —que miran hacia la cámara— tienen la expresión de un ma
niaco y le dan un aspecto inquietante, cruel y casi malvado.
180
¡Despierte! Le ordeno que se despierte.
La escena desaparece. En la consulta del doctor Freud: Dora al abrir los ojos ve a Freud
indinado sobre ella.
D ora (con un profundo alivio): ¡E s usted ! ¡E s usted!
¿Qué me ha sucedido?
F reud : Me ha contado un recuerdo. Tenía usted seis años y entró en
una tienda...
Freud se levanta. Dora se incorpora.
181
LA CALLE, CINCO MINUTOS DESPUES
Dora ante la tienda. Pasa por delante del escaparate, se acerca a la puerta, duda un poco,
se vuelve y mira el edificio (del otro lado de la calzada) donde se encuentra el piso de Freud
Freud sigue en la ventana. Dora le sonríe y entra en la tienda.
( 17)
I'liess, Lreud y Martha están sentados en unos sillones alrededor de una mesa con licores.
I'reud no bebe. /'liess sostiene en sus manos, calentándolo con ellas, un pequeño vaso. De vez en
cuando, bebe con evidente sensualidad, i'reud lo mira risueño. Martha se muestra muy amable
pero con un algo un pocoforzado en su tono y en sus modales.
I'reud mete la mano en el bolsillo de su chaqueta para sacar su cigarrera. Cambia de opi
nión, saca la mano del bolsillo y la coloca sobre la mesa, con una expresión infantil de falsa ino
cencia.
Martha, que lo ha visto con el rabillo del ojo, se echa a reír.
M a r t h a : Doctor J 'liess, mire a mi marido y fíjese que cara más com
pungida tiene.
Fliess vuelve hacia Lreud sus grandes y asombrados ojos.
I liess : En efecto. ¿Pero por qué?
M a r t h a : Porque no se atreve a fumar delante de usted.
Martha,, con los ojos brillantes de falsa alegría y con cierto sadismo:
M a r t h a : Es la primera vez...
Le felicito.
Si usted pudiera valerse de su influencia para prohibirle fumar...
182
F liess : Pero señora, no olvide que soy su alumno.
Freud ríe francamente; le divierte mucho que ese hombre superior haya venido de Berlín
para asistir a sus clases.
(G ravemente): Le prohibiré el tabaco cuando tenga la certeza de que
me obedecerá.
Deja sobre el velador su vaso vacío. Martha se levanta para servirle coñac.
Sólo una gota. Gracias, mi querida señora.
C.oge el vaso. Hl reloj que está sobre la chimenea da las horas. Se vuelve a mirarlo: son las
once.
Se hace tarde. Ya saben que trabajo principalmente por la noche.
F r e u d : Como yo.
Un silencio. Martha se ha vuelto a sentar; Fliess bebe a sorbos, con los ojos entornados.
Freud se atreve, al fin, aformular la pregunta que evidentemente le está atormentando desde el
principio de la velada.
('r e u d : ¿Ha vuelto usted a ver a Cecily?
F lie s s : E sta m a ñ a n a le ex a m in é la g arg a n ta .
F re u d : ¿Breuer estaba presente?
F lie s s : P o r supuesto .
F riíu d : Y o c re ía qu e y a no iba a v isita rla .
I ’liess : Va todos los d ías. E l d ice que e stá co m p letam en te c u rad a,
pero yo n o estoy m u y c o n v en cid o de ello.
Bebe un sorbo.
Ni mucho menos.
Bebe un sorbo.
Desde luego la garganta está irritada, pero es a causa de la tos.
Mucho me extrañaría que no se tratara de un síntoma histérico.
Martha se calla pero está enfadada; tío le gusta que se hable mal de Breuer. Sus ojos in
quietos van de Fliess a Freud.
F reud : ¿N o le h a v u e lto a h a b la r de m i... h ip ó tesis?
F liess : N o ha dich o n i u n a p a la b ra so b re e lla; se p o d ría creer que la
h a o lvid ad o . E sta m a ñ a n a m e h ab lab a de la n ie v e , d el arm iñ o y de
o tras cosas ad em ás, to d as ella s a c u al m ás b lan ca.
183
F reu d : ¿A propósito de Cecily?
F lie ss : Sí. Freud, debería usted explicarse francamente con él.
Fliess ni siquiera intenta disimular que se muestra de acuerdo por pura cortesía.
Mucho me temo que esté cometiendo un grave error de diagnóstico.
Con un ligero e involuntario tono cómico de conspirador.
Fl caso es totalmente claro; usted y yo sabemos de qué se trata, pero
él parece tan seguro de sí mismo... está convencido de que cono
ce a su enferma a fondo.
Con una velada autoridad:
Dígale que quiere verla de nuevo.
F reud : ¡Oh! No, no tenemos unas relaciones de... tanta confianza.
Jx> tomaría muy mal.
El interés de /‘Hess decae inmediatamente.
F liess (con indiferencia): ¡Lástima!
( 18 )
El mismo salón algunos minutos después. La criada ordena la alacena de los licores y re
coge los vasos. Una nube de humoflota por encima de ella.
Voz e n « o f f » d e M a r t h a : N o me g u sta tu Fliess.
Voz en « off » de F reud : ¡Bah!
Lo vemos sentado en un sillón; por primera vez desde el principio de la película —y tam-
184
bien por última— parece relajado e incluso en actitud de abandono. Se ha recostado en el
sillón, con las piernas estiradas; se ha quitado la corbata y desabrochado el cuello duro. Está
fumándose un agarro plácidamente.
Con voz conciliadora y sin la menor intención de herir a M artha:
Dices eso porque te ha visto llorar.
Martha está de pie; mira a la criada con intención.
M a r th a (muy deprisa): Está bien, Minna. Ya lavará los platos maña
na por la mañana. Váyase a dormir.
I m criada mira a Freud extasiada.
(N erviosa): ¿Me oye?
La criada desaparece.
Esa chica me pone nerviosa. Te mira con ojos de cordero degollado.
Apuesto a que está enamorada de ti.
Freud se limita a encogerse de hombros; le tienen sin cuidado los sentimientos de la criada.
Expulsa una bocanada de humo, hace un «aro» y se entretiene siguiéndolo con los ojos.
Te digo que no le gusta Breuer. Eso se nota.
F reud : ¿A q u ién ?
M a r t h a : A ese F liess. M e d a m iedo. D e la n te de él te co m po rtas
co m o un n iñ o pequeño.
185
F reud : Nunca los he visto más hermosos. (Con convicción, pero también
con m alicia): Deberías haberte casado con él.
M a r t h a : ¡Qué horror!
F rkud : Tendrías un marido viril, fuerte y fascinante.
Martha se indina sobre él, medio burlona, medio tierna, y le acaricia la barba.
l'reud se levanto.
F rkud : I lasta ahora.
M a r th a : N o trab ajes d u ra n te m ucho tiem po.
Irónico y algo ce/oso (mientras que todas las alusiones a Fliess le dejaban insensible):
Deberías estar contenta: es el método de tu Breuer.
M a r t h a : Si estás aplicando su método ¿por qué dice Fliess que no
estás de acuerdo con él?
F reud (sonriendo): Se trata de un detalle. Una tontería.
186
Freud le responde —un poco de mala gana, aunque sigue sonriendo.
F reud : ¿Eh?
M a r t h a : ¿El m étod o le sie n ta b ien ?
F reu d : H ab rá qu e v erlo .
M a r t h a : ¿Q ué efecto s p ro d uce eso?
F reud (ambiguo): Y a v erem o s, y a v erem o s.
Freud dice —muy deprisa— como un niño amonestado que jura no volver a faltar para
que le dejen en pase
F reu d : Iré a casa de mis padres mañana por la mañana. Te lo pro
meto.
Se dispone á salir, pero Martha cruza rápidamente la sala y se coloca entre la puerta y él.
M a r t h a : T u m ad re no tie n e co n fian za en el m éd ico que lo atien d e.
Freud, con voz serena y segura, que disimula una creciente irritación:
187
F reu d : E s un médico de primer orden. Los parientes de los enfer
mos no confían nunca en nosotros.
M a r t h a : Atiéndelo tú.
F r e u d : ¿Atender a quién? ¿A mi padre?
M a r t h a : ¿Por qué no? Tú fuiste quien le operó cuando tenía glau-
coma.
F rkud : No es lo m ism o ... B irn en sch atz lo atie n d e desde h ace seis
añ o s; no se le roba la c lie n te la a un colega.
Martha, muy seca v hablando muy deprisa (se nota su amistad por fíreuer y al mismo
tiempo una sombra de celos).
M arth a: ¡Sin embargo, tú estás tratando de robarle a Breuer la
suya!
F rkud: ¿Yo?
Marth a: Sí, Cecily; I'liess te incita a robársela.
F reu d : N o has co m p ren d id o nada.
( 19)
188
Se interrumpe, parece buscary deja de escribir.
Su trabajo nocturno ha terminado. Se siente demasiado cansado para proseguirlo. Abre
un cajóny guarda cuidadosamente su manuscrito en él; coge una llave del bolsillo de su chaque
ta, cierra el cajón con ella y la mete de nuevo en el bolsillo.
Se levanta, va hacia la ventana y acodándose en el balcón; mira el cielo. Luego, baja los
ojos. En la calle, delante de la tienda donde Dora entró, una prostituta hace la carrera. Freud
la ve y cierra la ventana casi inmediatamente (sin prisa ni emoción, sin que nada indique que
la presencia de esa mujerzuela sea la causa de su gesto).
En la calle, la prostituta levanta maquinalmente la cabezay ve que se cierra la ventanay
luego se apaga la luz. Continúa su marcha con indiferencia.
La habitación de Freud. Martha está acostada y dormida. Freud, en camisón, se dirige
hacia la cama. Lleva un candelabro con una vela encendida en la mano derecha, y con la iz
quierda tapa la llama para no despertar a su mujer. (Martha ocupa el lado izquierdo —con
relación al esp ecta d o r d e la cama de matrimonio.)
Freud sopla la velay se desliza en el lado derecho. Martha se queja un poco en sueñosy se
aparta más hacia la izquierda. Freud da vueltas en la cama (podemos distinguir sus movi
mientos en la penumbray la cama chirría). Luego, se queda inmóvil, acostado boca arriba.
En la calle, la prostituta continúa su paseo incansablemente. Pasa un coche de alquiler
(calesa descubierta). Un hombre corpulento, de unos cincuenta años (flor en el ojal) da una or
den a l cochero.
(R uido en «off» de una voz inteligible.)
El coche se para ante la prostituta. El hombre le sonríe. Ella duda y luego sube. El coche
arranca y se aleja. Ahora, la calle está desierta.
Un compartimento de tren. Tercera clase. Freud está sentado, vestido de enfermero (bata
y gorro blanco). Tiene un aspecto joven y sumiso. Frente a él,\ recostado en el asiento, un ancia
no muy bien vestido.
Su pierna izquierda está extendida sobre el asiento, con el pie envuelto en algodón y ven
das (es enorme, como el pie de un gotoso). La otra pierna está medio extendida pero con el pie
(normal y calzado con un botín negro) apoyado en el suelo del compartimento.
Tiene el rostro de Breuer, pero con el pelo y la barba blancos. La boca abierta y la mandí
bula inferior colgando. Es evidente que el anciano está chocho. Ni una maleta en la redecilla.
La puerta que da al pasillo está cerraday las cortinas echadas.
Si el marco de la escena parece de carácter onírico, es únicamente porque resulta demasia
do nítido, iluminado por una luz blancay cruda con un algo imperceptiblemente abstracto que
procede de su extrema pureza y de la ausencia, muy acusada, de todos los accesorios pro
pios de un viaje en tren.
Freud y el anciano permanecen durante un momento silenciosos e inmóviles; podría pen
sarse que se estát contemplando unafotografía si no se distinguiera, por la ventana, un desfile de
formas imprecisas, que revelan la velocidad del tren.
De pronto, Breuer se echa a reír. Su risa es exactamente igual que la del vendedor de ca
ramelos (en el relato de Dora). Freud sigue totalmente inmóvil. Breuer se tranquiliza• Vuelve
los ojos hacia Freud y dicefarfullando:
189
B r e u e r :... quisiera... caram elos.
Freud le responde con una voz completamente infantil (un muchacho de doce años).
F reu d : Sí, papá.
Se vuelve hacia la derecha y vemos, al mismo tiempo que él, un bacín (forma clásica, de
cristal) lleno de caramelos. Poco más o menos, su forma —perfectamente identifuable— se
parece a uno de los tarros que vimos durante el relato de D oraj contiene los mismos caramelos.
(Solícitamente): Fspera un seguntlo.
Se levanta, coge el bacín, se asoma a la ventanilla abierta y lo vacía en el exterior.
Afuera, todas tas formas han desaparecido; se diría que el tren avanzu envuelto en la
bruma (de hecho, es siempre el mismo esquema: I 'reud no im. h.ixa, en su sueño, un pai
saje exterior, fin los sueños que reproducimos aquí, únicamente se verán los accesorios indis
pensables. ) ’ aún más: el que sueña los va descubriendo a medida que los necesita).
Cuando el tarro está completamente vacío, I'reud se vuelve hacia el anciano enfermo y se ¡o
presenta como un bacín.
¡Anda!
Se queda estupefacto.
) ’ vemos, un instante después que él, que el anciano ha desaparecido. Un su lugar; sentado
rígidamente frente a I'reud y con un casco terminado en punta, aparece ¡'liess, vestido de oficial
prusiano y apoyando las manos en la empuñadura de su sable.
F liess : Que los viejos entierren a los viejos. Y que los muertos cui
den de los muertos.
(Imperioso y solemne): ¡( )cúpate de ( lecily, cabo!
F reud : Bien, mi comandante.
Martha está aún en la cama. Las ventanas y las persianas están abiertas. La chaqueta
de Freud está en el respaldo de una silla.
Se oye la voz de f reud que está terminando de arreglarse en el cuarto de baño.
Voz e n «o ff » de F reu d (empalmando con la última réplica): Vendré a
almorzar.
Martha, adormilada, entreabre los ojos.
M a r t h a : ¿Vas a ir a casa de tu padre?
F reu d : Más tard e, si ten g o tiem p o .
190
Entra en la habitación en mangas de camisa y se pone la chaqueta.
M a r t h a : ¡Son las siete de la mañana, Sigmund! Si no es para ir a
casa de tu padre, no comprendo por qué te levantas tan temprano.
Freud ya se ha puesto la chaqueta. Se acerca a la cama y besa a Martha en las dos
mejillas.
F r k u d : Tengo que hablar con Breuer. Quiero pescarle en su casa an
tes de que se vaya a hacer sus visitas.
IJega a la puerta.
M a r t h a : M e h abías p ro m etid o e x a m in a r a tu padre.
F r e u d (son rien d o p e r o ca tegórico): D e tod o s m o do s, n o v o y a aten d erle
yo m ism o. Le resp eto d e m asiad o p ara c o n v e rtirm e en su enferm ero.
Sale. Martha —que se ha incorporado— permanece sentada un momento y luego, con una
especie de resignación desconsolada, se deja caer de nuevo hacia atrás, cierra los ojos, pero al
molestarle la luz del día, termina escondiendo la cabezA bajo las mantas.
(20)
Breuer está sentado enfrente de Mathilde. Está preparado para salir —como siempre,
majestuoso y bien arreglado. Mathilde lleva un vestido de casa.
listán desayunando: café y pan tostado. Mathilde mira a fíreuer fijamente con una mezcla
de resentimientoy de amor. Trata en vano de llamar la atención de su marido.
Breuer está ausente, con la mirada fija, sumido en una meditación silenciosa. Mira la
hora (en su reloj, que ha sacado del bolsillo del chaleco donde lo guarda de nuevo inmediata
mente), duda un instante y luego, casi maquinalmente, coge la gran cafetera de porcelana que
está en medio de la mesay se sirve una última taza de café.
Mathilde se sobresalta.
M a th ild e : M e p o d rías h ab er p re g u n tad o si m e ap etecía.
Se inclina por encima de la mesa para servir el café a Mathilde, pero ésta pone la mano
sobre su taza.
M a t h ild e : N o q u iero , g rac ias.
191
Breuer deja la cafetera encima de la mesa con un poco de despecho.
B reu er : ¿Qué te p asa?
M a t h ild e : ¿Y a ti?
192
Breuer deja la cafeteray mira a Freud alegremente.
B r e u e r : ¡Q ué buena cara!
Breuer; al ver que la conversación am enas con tomar mal cariz, se apresura a cambiar
de tema.
B r e u e r : ¿Quería usted hablar con m igo?
M a t h i l d e : ¡Vamos! Espera un momento, ¡déjale tomarse el café!
A Freud:
Tómeselo tranquilamente, Freud.
(F reud quiere hablar):
¡Tómeselo!
Freud\ nervioso, se toma la tazA entera. La deja sobre la mesa y dice con un tono un poco
demasiado ceremonioso que disimula la avidez de su deseo:
F r e u d : Vengo a pedirle un favor.
B r e u e r (alegrem ente): ¡Concedido de antemano!
F r e u d : Lléveme a casa de Cecily.
Un silencio. Mathilde palidece. Mira a Breuer con ojos llenos de rabia y aprieta los la
bios. Breuer parece azoradoyfurioso. Porfin responde, mirándose las uñas.
B reu e r(con un tono que la turbación convierte en casi desagradable): ¡Pero
si ya no he vuelto a verla! ¡Está curada!
Freud parece sorprendido y responde con aire ingenuo —sin que podamos estar completa
mente seguros de que no es consciente de estar metiendo la pata— con ese tono muy particular
de los indiscretos: mezfla de inspiración y de mala idea:
F r e u d : ¿Cómo? Pero si Fliess me ha dicho que ha ido usted...
M a t h i l d e (con tono brusco y apresurado): ¿A su casa? ¿Cuándo?
F r e u d (rezumando inocencia): A yer, sin ir más lejos.
7 193
I.
Ahora le toca a Freud, que está aterrado, bajar la cabez/t con cara de calamidad. Desde
luego no contaba con que fuera a desencadenarse esta violencia.
B r e u i- r (con un poco m ás de au toridad): ¡M athilde!
M a t h i l d e (m uy d eprisa; sigu e fu rio sa ): ¡Me lo ha
robado! Fl se aburre
conmigo y sólo piensa en ella; ya no estamos nunca solos, esa mu
chacha está entre los dos. ¡Todo el tiempo! ¡Todo el tiempo!
Esta explosión de furor ha transformado a Mathilde; parece mayor, pero lo peor de lodo:
su encanto ha dado paso a una violencia casi vulgar. Habla sin ni siquiera saber lo que está
diciendo, y a pesar de que su sufrimiento es auténtico, la exageración da a sus palabras cierto
matiz cómico.
Pero te prevengo, Joseph, no conseguirás nada de mí. Ni divorcio,
ni separación de cuerpos. Tendrás que matarme, es muy sencillo ¡y
me pregunto si no terminarás haciéndolo! Usted es testigo, Freud,
usted me está oyendo: su amigo acabará matándome.
Breuer se queda atónito al descubrir ¡os celos de Mathilde y, mientras ella habla, él la
mira como si la viera por primera vez,
Mathilde lo mira también, roja de ira. Freud aprovecha ese momento de silencio, durante
el cual ni Breuer ni Mathilde se ocupan de él, para tratar de desaparecer «a lafrancesa».
Empuja despacio la silla, se levanta sin hacer ruidoy da unos pasos hacia la puerta. Pero
Breuer, recobrando su autoridad, lo deja clavado en su sitio llamándole en tono imperioso.
B reu er: ¡Freud!
De nuevo muy amable:
Por favor, vuelva a sentarse.
Mirando a Mathilde con severidad:
Siento mucho que Mathilde haya juzgado conveniente darle este la
mentable espectáculo.
194
Freud vuelve, muy violento, pero permanece de pie detrás de su silla.
F reu d :Soy yo quien siente...
B reu er: ¡Por favor! Me hubiera gustado tenerle al margen de esta
historia, pero, puesto que ya está usted involucrado, tiene que que
darse para, ahora, oír mis explicaciones.
Mathilde se siente agotada por su explosión de furor. Ahora, avergonzada, con las meji
llas enrojecidas, mira su taza con expresión sombría e indolente.
B reu er: Lo ignoraba todo sobre los celos de Mathilde. Si por lo me
nos ella me hubiera hablado...
(A M athilde): Sin embargo tú eres hija de médico. Deberías saber lo
que sentimos cuando la naturaleza nos da la ocasión de estudiar un
caso que se sale de lo común.
Habla con franqueza, sinceramente. Su mala fe está muy profunda, demasiado como para
poder descubrirla.
(Se ríe) ¡Celosa! ¡Pobrecita mía! Si tú supieras...
Mathilde —a pesar de lo que piensa— está avergonzada de haber mostrado sus senti
mientos. Ahora está en inferioridad de condiciones, únicamente por haber cometido lo que, en
aquella época, una señora ama de casa hubiera calificado defalta grave.
Pero su actitud enfurruñada permite que Breuer coloque su discursito. Se ha levantadoya,
y los dos hombres, de pie, detrás de sus sillas, miran a Mathilde como si fueran jueces.
¡Freud! Dígale que Cecily me produce un interés estricta
B reu er:
mente profesional.
Querida mía, lo que me agrada de ella es el método que la ha curado.
Un silencio. Mathilde no responde, pero sigue muy pálida y tensa y con los ojos bajos.
Breuer la mira y toma una decisión.
B reu er: ¿Quieres que te lo pruebe? ¡Vámonos a Venecia!
Mathilde, estupefacta, levanta los ojosy lo mira incrédula. Breuer repite con naturalidad:
Vámonos a Venecia. Adelantemos la fecha de las vacaciones. Si
Freud me hace el favor de vigilar por mí a algunos enfermos que me
preocupan un poco...
Necesito-tres días para poner en orden mis asuntos. Puedes coger los
billetes para el jueves.
Esta vez, el rostro de Mathilde se ilumina.
M a t h il d e : ¡A Venecia!
195
Naturalmente, prorrumpe en sollorzps. Breuer da la vuelta a la mesa y la mima como a
una niña.
B re u e r : ¡V am o s! ¡V am o s! ¿Estás c o n ten ta, p or lo m en os?
Mathilde, con la cara entre las manosy los hombros sacudidos por los sollozos, asiente con
un gesto.
Breuer le dice, acariciándole la nuca, muy paternal:
¡No quiero más lágrimas!
Me rindo ante tus locuras para cortar el mal de raíz.
(x c ily está curada.
Nunca más me hablarás de ella ¿me lo prometes?
Hila asiente con la cabeza y contiene sus lágrimas.
Breuer añade, sin darle importancia:
Pasaré por su casa esta mañana para despedirme de ella, pero no de-
líes ponerte celosa; F'reud me acompañará.
Mathilde se vuelvey lo mira con inquietud.
M a t h il d e : ¿Puedo, «de v erd ad », c o g er los b illetes?
B r e u e r (paternal): Pues claro, pequeña, esta misma mañana.
M a t h i l d e : ¡Qué feliz soy!
Se levanta, se vuelve y le echa los brazos al cuello. El la aparta con dulzura.
B r e u e r : ¡Bueno! ¡Bueno! Vámonos inmediatamente, Ereud. Puesto
que está usted aquí, voy a hacer la ronda tic mis enfermos y le pre
sentaré a aquellos de los que debe hacerse cargo.
Mathilde se vuelve hacia Freud y le tiende la mano con una sonrisa de disculpa.
Freud —acto insólito para nosotros que conocemos su brusquedad, y también para
Mathilde— se inclina sobre esa mam y se la besa.
Breuer, nervioso, se lo lleva.
Salen; el criado les tiende sus sombreros.
En el rellano de la escalera, antes de bajar, Breuer coge a Freud del brazoy le dice confi
dencialmente —entre hombres:
Pienso que los celos son un síntoma neurótico.
196
(21 )
EN CASA DE CECILY, las puertas de cristales que dan al jardín están abiertas
de par en par.
Cecily está sentada ante su tocador, muy bella y con un aspecto totalmente normal.
Un joven alto, de unos veinte años —también muy guapo, de aspecto italiano, pelo muy
negro, ojos negros— está de pie a su lado. Está vestido con un blusón de trabajo y lleva en la
mano un gran sombrero de paja.
(R u id o en «off» d e u n a ca lesa q u e s e d etien e.)
Cecily le habla amablemente pero como a un criado. Es evidente que no siente ninguna
atracción hacia él.
C e c i ly : ¿Me promete que no los ahogará?
E l jo v e n (resp etu o sa m en te): S i, señ o rita.
En ese instante, Breuer y Freud aparecen por la puerta de cristales; se han bajado de la
calesay dirigido directamente a la habitación de Cecily.
Breuer mira aljoven con una atención asombraday un poco hostil.
Cecily, al oír crujir la gravilla bajo los pies de los dos hombres, se levanta sin prisa y se
vuelve hacia el jardín. Con un tono natural y casi indiferente:
¡Buenos días, doctor!
Va hacia ellos. Está vestida con un amplio vestido de casa que disimula sus formas.
Anda con cierta torpe?#. Al ver a Freud, su rostro se ilumina.
Buenos días, doctor Freud. Me alegro mucho de volverle a ver.
Se vuelve hacia eljoven y dice con indiferencia.
Adiós, Hans, hasta pronto.
Hans se inclina. ■
H a n s : A d ió s, señ o rita.
197
B r e u e r : ¿Q ué estab a h acien d o aqu í?
Cecily responde con naturalidad pero con una mirada un poco socarrona. Se nota que se está
divirtiendo.
C e c il y : Usted quería que frecuentara gente de mi edad.
B r e u e r (secam ente): De su edad y de su condición.
Cecily sonríe.
C e c il y : T ra n q u ilíc ese, d o cto r; la p erra v a a p a rir y le estab a p id ie n
do a I lan s que no ah o g ara a los cachorros.
198
v B reu er : ¿Un viaje de novios? ¿Después de siete años de matrimo
nio? Es usted demasiado mayor para decir esas tonterías, Cecily, y
demasiado joven para hablar de matrimonio.
C e c i l y (ca d a vez m á s so ca rro n a ): ¿Demasiado joven? Pero doctor, ten
go veinte años y gracias a usted me casaré este año.
Breuer; cada vez más a disgusto, se seca el surdor que le resbala por la frente.
B r e u e r (con voz tem b lorosa ): Cásese, pequeña, y sea feliz. Se lo deseo
con todo mi corazón.
Se levanta bruscamente para marcharse.
C e c i l y (m u y d ep risa , con u n asom b ro in d efen so y sin cero, p e r o con la m ism a
d u lz u ra d e a n tes): ¿Usted tiene corazón?
Breuerfrunce el ceño.
B r e u e r (g ra v em en te): Cecily.
C e c i l y (rién d o se): Estoy diciendo tonterías, doctor. Sé muy bien con
cuánto desvelo me ha atendido.
Se vuelve hacia el doctor Freud; con una dulyjira llena de veneno:
Doctor Freud, me alegro de que el doctor Breuer haya tenido la ex
trema delicadeza de traerle aquí.
Le tiende la mano, efusiva y casi tierna.
Tenía miedo de no poder darle las gracias.
Freud, inclinándose y con un tono bastante secoy distante:
F reu d : Yo no he hecho nada, señorita.
C e c il y : ¡Usted me ha curado, doctor! El doctor Breuer descubrió el
método, pero usted lo aplicó.
Freud está sinceramente indignado.
Mira a Cecily con ira y a Breuer con un preocupado afecto.
Empieza unafrase, con irritación, pero Breuer le interrumpe.
F reud : Creo que es usted muy ingrata, señorita. Yo soy un modesto
discípulo.
Breuer levanta la mano para interrumpirle.
Sigue sonriendo, pero en el fondo de si mismo se siente herido. Fiabla secamente; no está re
sentido contra Cecily sino contra Freud.
B re u e r : Después hablaremos de nuestros méritos recíprocos. Los
199
médicos no tienen orgullo, señorita Cecily; para ellos lo importante
es la curación. Venga de donde venga.
Se vuelve hacia Freud. Cecily se acerca a Breuer con un poco de coquetería y le presenta la
frente.
B r e u e r : ¡Vámonos!
C e c i l y : ¡N o m e da un beso!
ANTE LA ESCALINATA
200
Freud sale de su ensueño y lo mira con tal extrañe^ que Breuer no puede por menos de
reírse.
F reud : ¿Q u ién ?
B reuer (sonriéndose en sus barbas): ¿Dónde está usted? Estoy hablando
de nuestros enfermos.
F reud (indiferentey distraído): ¡Ah! Sí...
B reuer (afirmando más que interrogando): Está c u ra d a ¿n o ?
F reud (preocupado): Esa tos...
B reu er : ¡U n solo ataque! (Con rencor): Estos últimos días ni siquiera
tosía ya. Son las drogas de Fliess las que le h an puesto la garganta en
carne viva.
Freudfuma su cigarro sin responder.
(D efinitivo): Se acabó. Borrón y cuenta nueva.
Un silencio. Fa calesa tuerce hacia una calle bordeada de edificios altosy nuevos.
( 22 )
201
Adiós, Marie...
Adiós, Heinz...
Los criad o s (a l unísono): Buen viaje, señora, buen viaje.
Mathilde vuelve junto a Breuery los Freud.
M a th ild e : Ya es la hora.
A los Freud:
¿Nos acompañan?
[ ' reud : Naturalmente.
M a r th a (riéndose, a los B reuer): ¡Cuánto tiene que quererlos! Tiene
un horror físico a las estaciones y a los viajes.
iodos se ríen. Freud, retinado, ríe también cotí los otros.
I ' reud : ¿Quién no tiene su pequeña neurosis? (M ás serio):
Saca su cartera, seguro de encontrar en ella los billetes, pero no están allí. Vuelve a meter
la cartera en el bolsillo y se registra metódicamente —bolsillos exteriores e interiores de la cha
queta, bolsillos del chaleco y del pantalón.
No.
M a th ild e (estupefacta): No es posible; busca bien, tú nunca olvidas
nada.
Breuer se registra dócilmente por segunda vez.
Levanta la tira de cuero que le cubre el forro, en el interior de su chistera. Gesto de
impotencia.
202
El rostro de Mathilde enrojece de ira.
¡Es el colmo!
B reuer (a M athilde): Sube al coche. Me los he dejado en un cajón de
mi escritorio, estoy seguro. Los estoy viendo.
Hace ademán de entrar en la casa.
M a th ild e (seca e im periosa): ¡Tú no!
203
Recoge apresuradamente ios papeles, los mete de nuevo en el cajón que cierra con llave y
sale del piso.
Baja rápidamente las escaleras.
Martha no responde.
Freud las mira.
(Con insistencia): Pero ¿que p asa?
M a th ild e (riéndose): Nada, Freud, ¡una travesura! Cecily está dando
a luz.
F reud (con e l más profundo estupor): ¿Qué?
Mathilde se ríe sin responder. Martha señala a Breuer con un movimiento de cabeza.
M artha : Ve con él. Y no le dejes solo.
Lreud, apresuradamente, se reúne con Breuer que está demudado y con las facciones con
traídas.
La puerta de la ambulancia está abierta.
Breuer; sin asombrarse por su presencia, le indica que suba a ella.
Freud entra en la ambulancia y Breuer le sigue inmediatamente.
Se sientan en un estrecho asiento —enfrente de una camilla vacía— reservado para los
enfermeros.
Durante ese tiempof el enfermero se ha subido al pescante y está sentado al lado del
cochero.
La ambulancia parte, con los dos caballos al galope.
204
(23 )
EN LA AMBULANCIA
EN UN PASILLO DE LA CLINICA,
CERCA DE UNA PUERTA CERRADA
205
La señora K o rtn e r : ¡Al fin!
Breuery Freud aparecen; vienen casi corriendo. Al divisar a la señora Kortner, Freud se
quita el sombrero, pero Breuer está tan alterado que olvida hacerlo.
B reu er (sin aliento): ¿Qué le p asa?
La señora Kortner, sin decir una palabra, señala al médico y a la comadrona (sentido del
gesto: «ellos le informarán mejor queyo»),
Breuer se vuelve hacia ellos y los mira lleno de turbación; el médico y la comadrona pare
cen muy sorprendidos por la emoción que demuestra.
Hl tocólogo (presentándose): Doctor Pfarrer.
B reuer (deprisa y distraídam ente): Encantado. (Prosigue); ¿Qué ha pa
sado?
D octor P f a r r e r : L a joven es co m p le tam en te v irg e n , pero ha d eb i
do de ten e r un em b arazo n erv io so d u ra n te los últim o s m eses.
(Sonriendo):
Y com o tien e p e rse v era n c ia en sus id eas, hoy tie n e un p arto n e r
vioso.
fíreuer le escucha con estupor. Luego se dirige hacia la puerta y la abre. A todos,
incluido Freud:
B r e u e r : N o , ¡q u éd en se aquí!
¡Cecily!
Ella abre los ojos y sonríe.
C e c il y : ¿Eres tú ? Dame la m an o .
Breuer, trastornado, le coge la mano. Cecily se contrae y luego cae de nuevo en la cama.
(Grito m uy fuerte. Se calla un momento, agotada.)
¿Eres feliz? Es un ch ico , estoy segura.
B r e u e r : Escúcheme...
Cecily lo mira con un asombro que pronto desaparece a causa de una nueva oleada
de dolor.
206
(Nuevo grito de Cecily.)
Luego con voz de agotamiento.
¿Qué nombre le pondremos, querido?
Vuelve a caer en la cama.
EN EL PASILLO
(24)
Freud y Breuer caminan charlando por las soleadasy casi desiertas calles.
Breuer no se ha puesto la chistera. Camina junto a Freud y se seca el sudor de la frente.
Un largo silencio.
207
Freud latida tímidas y preocupadas miradas en dirección a Breuer pero no se atreve a in
terrogarle.
Llegan a un cruce. Breuer quiere continuar todo recto y cruza la calzada. Freud le coge
respetuosamente del brazfly le obliga a torcer a la derecha.
Breuer se deja conducir dócilmente.
¡Ah! Sí...
Algunos pasos más. Con un abatimiento sincero y como para sí mismo.
Soy un criminal.
Freud lo mira con estupor. Breuer explica, esta vez volviéndose hacia él:
Se creía embarazada de mí.
tiste método es diabólico.
¡No tenem os derecho!
Freud lo mira interrogativamente. Breuer se explica:
H1 hombre no está capacitado para ser todopoderoso.
Cecily me obedecía. Yo tenía todos los poderes sobre ella.
Fiste es el resultado.
Caminan en silencio.
Breuer mira a lo lejos, defrente, con los ojosfijos:
Cuando la conocí era la inocencia personificada, se lo juro.
F rkud (como pa ra s i mismo): La inocencia... me pregunto si eso exis
te...
B reuer (de repente irritado): Si usted la hubiera visto hace un año, no
se lo preguntaría usted.
Con un profundo pesar.
No sabía nada, era pura como la nieve.
Meynert tenía razón; hay cosas, en el fondo de nosotros mismos, que
no tenemos derecho a tocar.
Freud se sobresalta.
F reu d : ¿Meynert? ¡Pero si ahora dice lo contrario!
B re u e r : Porque se va a morir. Ya no le interesa el asunto.
(Ruido en «off» de un coche.)
(No de un caballo, sino d el chirrido de las ruedas.)
Se vuelve; es un viejo simón cerrado, con un anciano cochero.
Mira su reloj.
208
Tomaré el otro tren.
Freud no da crédito a sus oídos.
F reu d : ¿Eh?
Breuer hace una seña al cochero, que tira de las riendas.
B reuer (explicando): El tren de la tarde.
El coche se para junto a ellos. Breuer invita a Freud a subir, pero éste no sube. Mira a
Breuer con indignación.
F reu d : No va usted a...
B reu er : ¿Marcharme? Por supuesto que sí. Cuanto más lejos, mejor.
F reud : Pero Cecily...
B reu er : Está cu rad a.
F reu d : Ya ve usted qu e no.
Breuer se miente a sí mismo;finge serenidad pero está profundamente trastornado.
B reu er : E s la ú ltim a crisis.
Si me quedo, sólo podría hacerle daño. Si me voy, me olvidará.
Freud, con el estupor y la indignación, ha perdido toda su timidez,
F reud (con fu erz a ): ¡Curada! Mientras usted curaba sus contracciones
y sus trastornos visuales, ella, tranquilamente, tenía un embarazo
nervioso y es de usted de quien se creía encinta. Está más enferma
que nunca; ¡no puede usted abandonarla!
Breuer enrojece. El tono de Freud le ha disgustado.
B reuer (muy seco): Sin embargo, es lo que voy a hacer.
Se dirige de nuevo hacia Freud y dice confuerza mientras el cochero los mira asombrado.
( Casi gritando):
Yo la enamoré ¿comprende?
F reu d : Ella se enamoró de usted. Seguramente porque ya se sentía
turbada.
Usted no tiene la culpa.
B r e u e r : ¡P ardiez!
(Una pausa.)
209
Sería demasiado cómodo.
Sigue hablando apasionadamente pero con una especie de nostalgia.
Era fría. Era pura... ¿Sabe usted lo que creo? El hipnotismo es un
medio de seducción.
Si mañana mis colegas exigieran mi exclusión del Colegio de Médi
cos, no tendría nada que objetar.
Estupor creciente del cochero.
Breuer estalla. Se acusa pero por su tono y por sus gestos se diría que es a Freud a quien
está inculpando.
La he manchado, l'reud, la he manchado con prácticas imbéciles y
criminales. Me he deshonrado.
Mientras habla, apoya su dedo índice extendido contra el pecho de su interlocutor.
¡LJn medico que seduce a sus pacientes! ¡Un falso médico!
La ciudad entera se reirá tic mí.
Con una voz neutra, casi extenuado:
Tengo que marcharme.
Abre la portezuela del simón y sube, l'reud no lo retiene. Cierra la portezuela. Por la
ventanilla abierta, vemos que se sienta. El cochero se dispone afustigar a sus caballos,
l'reud lo detiene:
F reu d (alcochero): ¡Un momento!
Se acerca a la ventanilla, fíreuer está sentado en el asiento, abatido y con los ojos
entornados.
(A fíreuer, tímidamente): Si me escribe usted una nota para la señora
Kortner, podría atender a Cccily durante su ausencia.
La indignación de fíreuer es tal, que literalmente su cabeza sale disparada por la venta
nilla.
Freud retrocede un paso. FUrostro enfurecido de Breuer aparece por la ventanilla abierta.
Sus ojos echan chispas.
B r e u e r (con una gran violencia y , p o r prim era vez desde que le conocemos, con
la imperiosa autoridad de un tirano): ¡Jamás!
¡Conozco sus teorías, mi pobre Freud! Conozco sus hermosas teorías
sobre el sexo.
Me robará usted mi método ¡y Dios sabe para qué usos!
Meterá usted infamias en la cabeza de esa pobre muchacha y la con
vertirá usted en una loca de atar.
210
Recalcando las palabras:
Escúcheme bien, Freud: le prohíbo ocuparse de ella. ¿Comprendido?
F r e u d ( con voz cortan te, d iv id id o en tre la ir a y la tim id e z ): Sí.
Freud retrocede un paso y hace una seña al cochero para quefustigue al caballo.
( Con u n a iro n ía tr is te ) :
¡Buen viaje!
El simón se pone en movimiento. Freud\ inmóvil'furioso y consternado, se queda mirándolo
hasta que desaparece.
(25)
La clase acaba de terminar. Los últimos estudiantes salen por la puerta delfondo, situa
da detrás de las gradas más altas. La cámara les sigue un momentoy luego enfoca la sala.
Desde arriba vemos al profesor en su cátedra (es Freud que está guardando unos pape
les en su cartera), y en primera fila, de espaldas y aún sentado, a un alumno muy ancho de
hombros y que, incluso de lejos, parece mucho mayor que los muchachos —todos con barba—
que están abandonando la sala: es Fliess.
Ahora estamos ante la cátedra. Fliess se ha levantado y está hablando con Freud mirán
dolo desde abajo. Freud también se ha puesto de pie.
Fliess tiene una sonrisa sardónica y Freud una expresión amarga y sombría; acepta las
bromas de Fliess sobre Breuer e incluso se adhiere a ellas —de mala gana— pero no sonríe.
I l ie s s (con u n a iro n ía m a lin ten cio n a d a ): ¿Y cómo está nuestro Don
Juan?
F r e u d (d isgu sta d o ): ¡Bah!
(U n a p a u sa .)
Mi mujer acaba de recibir una carta de Mathilde.
( 1C on a m a rg u r a ):
Rebosan de felicidad.
Cierra su cartera y baja de la tarima (un solo peldaño). Ahora está al mismo nivel que
Fliess. Este lo mira venir con sus grandes y diabólicos ojos. Ha entablado la conversación con
una intención determinada, y eso se nota.
F lie s s (con e l m ism o to n o ): ¿Hace buen tiempo en Venecia?
F r e u d (iro n ía tr is te ) : M u y b ueno.
F lie s s (b ru sca m en te): ¿Y qué es de Cecily durante este tiempo? ¿Le
han puesto ya la camisa de fuerza?
211
F reu d : N o sé n ad a de ella.
F liess : Sin e m b arg o , se ría u n a b u en a id ea e n c a d e n a r a los en ferm o s
p ara que los m éd ico s p u d ieran irse de v acacio n es.
Se acerca a Freud.
¿Entonces no la ha vuelto a ver usted?
F reud (nervioso): Ya le he dicho que Breuer me lo prohibió...
F liess : ¿Y qué?
F reu d : E s su p acien te.
F liess (brutal): Entonces, si Breuer no está aquí, que sus pacientes
revienten, ¿no?
F reud (secoy decidido): No voy a quitarle su clientela.
F liess : No es su paciente, es su amante.
Un silencio. Fliess pone la mano sobre el hombro de Freud para obligarle a que le mire.
F liess : Freud, Cecily es un caso excepcional. Puede servirnos...
F reud (asombrado): S erv irn o s ...
F liess : Me parecería inadmisible que se perdiera para la Ciencia.
212
La veo. Sí. He visto la verdad. Voy a revolucionar la biología. Mis
teorías están establecidas: queda probarlas. Es lo más fácil. Sobre
todo si usted coopera conmigo.
Freud le sigue con los ojos mientras vay viene.
F reud (un poco asombrado): ¿Q ué teo rías?
F lie ss : Y a se lo contaré todo, no tema. Pero será una verdadera ini
ciación.
(Riéndose p a ra disim ular su profunda seriedad):
¡Haremos el pacto de la sangre! ¡Sólo descubriré mis secretos a un
hermano! Tendremos que repartirnos el trabajo.
Sube a la tarima sin ni siquiera darse cuenta.
Y la recorre mientras habla.
Freud, fascinado, se sienta en una de las gradas. Fliess, después de algunas idas y veni
das, terminará por detenerse detrás de la cátedra y hablará de pie, mirando a Freud de arri
ba abajo.
La sexualidad, Freud. Todo está ahí. Se quedará usted asombrado
cuando le comunique mi descubrimiento.
Por el momento, hay que encontrar a Cecily.
F reu d : Pero qué relación...
F lie ss : Cecily es una prueba. Lo sé.
(Con un tono áspero y de una dureza casi inhumana):
Habrá que presionarla sin descanso hasta que nos revele su secreto.
Imperiosamente y señalando a Freud con el dedo extendido por encima de la cátedra:
Vayamos a ver a Cecily. De todas maneras tengo que volver a su
casa, ya que no se le ha curado la garganta.
Con insistencia:
¡Vayamos a verla! No tiene usted derecho a retrasar los progresos
del conocimiento para no herir la susceptibilidad de Breuer.
Freud se levanta pero no responde. Mantiene la cabeza bajay una actitud obstinada.
Fliess lo miray le lanza esta flecha envenenada, con voz moderada, casi dulce:
¡Pero bueno! ¡Si está celoso!
Freud levanta la cabezay se vuelve hacia Fliess con ansiedad.
F reu d (con voz alterada): ¿Le dio a usted esa impresión...?
F liess : Está más claro que el agua. A esa clase de buenas personas
les gusta mostrarse generosas con los aprendices porque eso propor
213
ciona una buena opinión de uno mismo a cambio de muy poco es
fuerzo.
Pero si el aprendiz llega a maestro... pobre de él.
F r e u d (abstraído): Algunas veces me ha parecido notar...
Ahora es Freud quien pasea a lo largo de la tarima con una expresión distraíday malévola,
pero sobre todo triste.
} a no mira a Fliess; está indagando dentro de si mismo.
Mire usted, Fliess, las personas como yo necesitan proporcionarse ti
ranos. No sé por qué.
F1 mío era Breuer.
Le obedecía como un niño.
Sombrío y rencoroso:
Pero no le perdonaré ni una debilidad.
¿1 istá usted seguro de que está celoso?
I ' Í . i k s s : Fso s a l t a a l o s o j o s .
Por supuesto, en este momento l'rettd no está descubriendo nada, l'liess i na in i lo que
/ reud no se atrevía a confesarse.
l ' R ü U D (sincero y aterrado): ¿De mí? ¿De mí que no soy nadie?
i Le admiraba tanto...!
Una pansa. . I su vez, I’rettd está comido por los celos. Con un tono venenoso, como si se
estuviera vengando de su ídolo ai entregarle a tas burlas de Fliess:
F r k u d : ¿Sabe usted que está enamorado?
1 i.ii ss: ¿De Cecily?
F r k u d : Por supuesto. N o sé muy bien quién de los dos ha seducido al
otro. Me siento violento con esta historia desde el primer día.
Se inclinaba sobre ella, le hablaba con voz almibarada, se secaba la
frente sin cesar...
l'liess no clice una palabra. Escucha y sonríe porque sabe perfectamente que Freud está
picando el anzuelo. La trampa funciona bien.
Parecía un sátiro. Entre ellos todo era sexual .
Iiso tue lo que me dio la idea.
(Brusca decisión):
¡Vamos a ver a Cecily!
}' mientras pronuncia estas últimas palabras Freud sube, a su vez, a la tarima y se pone
al mismo nivel que Fliess.
214
(26)
EN UN SIMON DESCUBIERTO
Los arrabales de Vierta cerca de la villa de Cecily. Fliess, arrellanado en el asien
to, habla.
Freud, inclinado hacia adelante, con los ojos fijos y una expresión preocupada, no
responde.
Es imposible saber si está atento o atormentado por la decisión que ha tomado.
F liess : H e llegado a la conclusión de que todo individuo es macho y
hembra a la vez. Es lo que yo llamo la bisexualidad. Naturalmente,
hay un sexo que domina; el otro está encarcelado, oculto, pero su de
sarrollo fisiológico continúa.
Usted es un hombre, Freud, un hombre viril, y sin embargo — como
les sucede a todos los hombres— una parte de su constitución es fe
menina. Y su vida, como la mía, está condicionada por unos fenó
menos periódicos en relación con nuestra constitución bisexual.
Unos ritmos...
FJ coche se interna en la calle bordeada de villas que conduce a la casa de Cecily. Freud se
estremece y se incorpora. Fliess, furioso por la interrupción, lo mira sin cordialidad.
No me está escuchando.
Freud, erguido, mira la verja de la villa, a lo lejos.
¿Qué pasa?
F reud (entre clientes): No debería haber...
F liess (furioso): ¿Q ué?
F r e u d (a disgusto, con tristeza): Breuer no me lo perdonará.
F liess : B u en o ¿y qué?
¿Para qué le necesita usted ya? El ha creado el método y usted lo ha
perfeccionado; ahora es suyo.
El coche se para. Freud salta a l suelo el primero.
(Irritado p o r e l silencio de F reud):
¡Usted me dijo que no retrocedía jamás!
F re u d : Y no retrocedo. Vamos.
215
Entray Freud le sigue. Pueden ver la villa a lo lejos. Todas las persianas están cerradas.
Parece abandonada.
Alguien avanza hacia ellos. Es el hijo deljardinero. Lleva un gran sombrero de paja. Su
actitud respetuosa se ha convertido en una especie de insolencia.
F liess : ¿La señora Kortner?
E l h ijo d e l j a r d i n e r o : Se ha m archado.
F liess : ¿Y su h ija?
E l hijo del ja r d in e r o : También.
I ' reud : ¿Cuándo volverán?
E l hijo dki, ja r d in e r o : Nunca.
(Una pausa.)
La villa está en venta.
I 'lie s s : ¿A dónde se les puede escribir?
E l jo v e n : N o han dejado señas.
[■liess : B ien.
(27)
LA CONSULTA DE FREUD
216
F reu d : ¿Q ué clase de a ccid en te?
D o ra : Un caballo desbocado, por ejemplo. Cualquier accidente con
tal de que sea mortal.
Freud, que escuchaba con una especie de indiferencia, se apasiona bruscamente:
F reud : ¿Q ué h a dicho?
217
Esos nuevos y más fuertes estertores terminan por enloquecer a la mujer.
Se levanta bruscamente y sale corriendo de la habitación.
EN LA CONSULTA DE FREUD
Los dos protagonistas han permanecido poco más o menos en la posición en que los había
mos dejado, Lreud\ inclinado sobre Dora, repite con dulzura:
I r i : u d : Despierte, Dora. Kstá usted despierta.
Dora abre los ojos; está despierta.
(1Jam an discretamente a la puerta d el fondo.)
l'reud, abstraído, no responde.
Dora sonríe a l'reud; es una verdadera sonrisa de enamorada.
(¡Jam a n por segunda vez.)
De pronto, Dora le echa los brazos a l cuello. Le está ofreciendo claramente sus labios.
D o ra : i A m o r m ío!
I xi puerta del fondo se abre. Martha aparece con el rostro descompuesto. Ve la escena.
I 'reud, que no la ha visto llegar, separa con dulzura los brazos de Dora y se levanta.
I reud (risa llena de turbación): lis ta s son las so rp resas d e la hip n osis.
Freud se vuelve bruscamente. Mira a Martha con ira pero se da cuenta, por sus facciones,
de que está trastornada.
Dora, muy colorada, se levanta sin decir una palabray va a coger su sombrero.
La niña está muy mal. No sé lo que tiene. Tengo miedo.
F reud : ¡Voy en seguidal ¡Hasta el lunes a las cinco!
218
Martha la mira fríamente.
M a r th a (glaá al): Adiós.
219
F liess : Faringitis diftérica.
220
(28)
Duro y sombrío.
Una oportunidad sobre dos.
La niña tiene...
Señalando su propia y arpanla:
Aquí...
Una falsa membrana laríngea que la está ahogando.
Si durante la noche consigue eliminarla...
M a r t h a : Y si no lo consigue...
Freud no responde.
Por la noche, tarde. Martha ha trasladado las camas de sus dos hijos a su propia habita
ción y va a verlos. Están dormidos.
Vuelve, de puntillas, a instalarse de nuevo a la cabecera de Mathilde. Esta abre los ojos
de repente y mira a Freud intensamente, como si quisiera decirle algo.
Freud se indina sobre ella.
F reu d : ¿Qué quieres, querida mía?
L a p e q u e ñ a M a t h i l d e (con esfu erz a ): Fresas.
Freud coge el cestillo y se lo enseña. Luego coge una fresa, le quita el rabo y él mismo la
pone en la boca de la niña.
F reud : ¡Despacito! ¡Despacito!
Y si te cuesta tragarla, escúpela.
Im niña empieza a masticar. Con mucha dificultad. Martha mira a Freud con recelo.
M a r t h a : ¿Estás seguro de que se puede?
221
Freud se sobresalta.
M a rth a (con los ojos brillantes de ira ): ¿Ves lo que has hecho?
F reud (a M athilde): ¡Escúpela! ¡Escúpela en seguida!
Mathilde tose y se atraganta cada vez más. Se incorpora a medias y vomita encima de las
sábana.
(A M artha): ¡Espera! ¡Espera!
La niña tose un poco más y se echa hacia atrás.
Escúchala respirar.
La respiración sigue siendo silbante, pero más tranquila. Lreud y Martha escuchan un
momento más.
I reud : Está salvada.
Freud la mira con una profunda inquietud y, desanimado, vuelve a sentarse en su sitio.
222
La niña respira casi con normalidad. Martha y Freud, con cara de cansancio, están a
cada lado de la cama, mirando hacia el frente sin verse.
Está amaneciendoy por la ventana entra un poco de luz. El carro del lechero pasa por la
calle.
Freud y Martha, en silencio, siguen sentados a la cabecera de Mathilde.
La niña duerme con un sueño bastante tranquilo; su rostro está sereno y relajado. El can
sando endurece lasfacciones de Freudy de Martha y los hace parecer más viejos (arrugas, oje
ras).
Freud parece reflexionar. De pronto vuelve los ojos hacia Martha.
F reud (a media voz): ¡Martha!
Ella lo mira sin ternura ni hostilidad.
¿Me guardas rencor?
M a r th a (fría pero sinceramente): No.
F reud : Sí, a causa de Dora; ayer por la tarde.
M a r t h a : No hablemos de eso.
F reud : ¡Hay que hablar de ello, Martha! Yo...
M a r t h a : ¿Por qué? Ya sé lo que me vas a decir: que no has querido
seducir a Dora, que no estás enamorado de ella, que ni siquiera la de
seas, que sus... manifestaciones de ayer tarde son un accidente de la
cura, que me serás siempre fiel...
¿Para qué?
Estoy profundamente convencida de todo eso.
Freud habla con dulzura y sinceridad.
F reud : ¿Pero entonces?
M a r t h a : No me g u sta lo que haces.
F reu d : Pues fue tu amigo Breuer quien me dio la idea de hacerlo.
M a r t h a : Sí, y ya ves adonde le ha conducido eso. ¿Crees verdadera
mente que es un tratamiento científico?
F reu d : ¿Q ué?
M a r t h a : Enamorar a las mujeres para curarlas.
F reud : ¿Quién está hablando de eso?
M a r t h a : Vosotros. Vosotros las hipnotizáis.
F reu d : El hipnotismo no tiene nada que ver con... esas necedades.
2 23
F reud (sincero, sin levantar la voz): No.
M a r th a (sin hacer caso de esta negativa): Lo en c u e n tro in d ecen te.
Sin violencia, casi disculpándose, pero bajo sus palabras se percibe la inflexibilidad de un
juez-
Mathilde se mueve y se queja un poco, probablemente a causa de los ruidos que turban su
sueño. Freud la mira.
[ ' reud (a M artha): ¡Chist!
Se levanta sin hacer ruido y se dirige hacia ¡a ventana. Mira la calle, a la gente que va a
su trabajo, los escasos coches que pasan. Hace una seña a Martha para que vaya a su lado,
pero ella no quiere. l'reud insiste.
(A media voz): Ven, por favor.
Martha se levanta y se acerca a él, un poco de mala gana. Apoya la frente en el cristal,
buscando sin duda un poco de frescor.
Se hablan sin mirarse; los dos están vueltos hacia ¡a calle.
F reud : ¿Sabes lo que pienso? lil hipnotismo es un efecto. Nunca un a
causa.
M a r t h a : ¿Q ue q u iere d e cir eso ?
Se nota que Freud busca en su mente, lis una cuestión sobre la que nunca ha reflexionado.
1 reu d : La primera vez que hipnotice a Dora, se durmió en un se
gundo. Porque tenía confianza en mí, porque estaba deseando po
nerse en mis manos.
M a r t h a : Por tanto, estaba enamorada.
224
niño; él la dominaba, era autoritario y tierno. Era como la reencar
nación del padre muerto y...
Busca en su mente:
Entonces, ella... le transfirió los sentimientos que albergaba con res
pecto a su padre.
Martha, estupefacta e indignada, se vuelve hacia Freud.
M a r t h a : ¡Pero eso es absurdo!
( Una pausa): ¿Y Dora? Su padre vive todavía...
F reud : Fjntonces será alguna otra persona. Alguien de mi edad...
que ella ama sin confesárselo. Y me ama a m í en lu g a r de a ese hom
bre.
Ahora, los dos interlocutores estánfrente a frente.
M a r t h a : ¿Que h o m b re?
F reud : N o lo sé, pero lo sabré. De todas maneras... es un desplaza
miento de sentimientos... Yo sólo soy una imagen del otro, un sím
bolo. También Dora ha hecho una transferencia.
M a r t h a : Una transferencia. ¡Qué nombre tan bonito! Lo explica
todo. Y mi amor por ti ¿era una transferencia?
F reud : ¿Por q u é no?
M a r t h a : Entonces ¿amamos sólo unas sombras?
F reu d : N o lo sé. Es algo qu e acabo de c o m p ren d er...
Ya veré adonde puede llevarme eso...
M a r th a (irónica y fr ía ): ¿Sin transferencia no hay hipnosis?
F reud : En todo caso, no hay confianza. La enferma no hablaría.
De pronto, comprende:
¿Sabes? La transferencia es la relación normal entre el médico y el
neurótico.
M a r t h a : Comprendo.
Se aparta de Fnud, que se vuelve de nuevo hacia la ventana y que no hace ni un gesto
para retenerla. Está persiguiendo su idea apasionadamente.
Martha lanza una ojeada a la enfermita, que respira sosegadamente, y sale. Va a su ha
bitación para ver si sus dos hijos siguen durmiendo. Se nota que está profundamente turbada.
Uno de los niños se ha destapado mientras dormía; ella lo arropa de nuevo con las man
tasy las remete con cuidado, sin dejar de reflexionar. Luego entra otra vez en la habitación de
los niñosy vajunto a Freud, que no se ha movido.
Un breve silencio. Luego:
225
M a r t h a : E s sucio.
F reu d : ¿Q ué?
M a r t h a : Esos falsos amores... esas sustituciones... cómo los explo
táis.
F reud : ¿Crees que una enfermedad es algo limpio?
M a r t h a : Yo soy una mujer honrada y tú te sientes orgulloso de que
así sea. En otro tiempo me prohibiste ir a patinar y no querías que ni
siquiera saludara a Irma Stein porque tenía mala reputación; todavía
hoy, me prohíbes algunas lecturas.
Te lo digo francamente, en nombre de lo que siempre he sido y de lo
que tú has hecho de mí, me horroriza lo que sucede en tu consulta.
No son celos, es asco. Piénsalo bien, Sigmund; ¿estás seguro de que
una mujer puede vivir al lado de un marido cuyas ocupaciones le re
pugnan?
I reud la mira preocupado, l.a luz de! día ilumina sus dos rostros demacrados y ensom
brecidos por la noche; las arrugas y las ojeras contribuyen a dar a su conflicto algo de tráfico y
de irremediable.
¿No quieres renunciar a esa...
Con una ironía despreciativa:
...terapia?
I reud parece trastornado. Se muestra tierno y efusivofrente a Martha que está glacial.
I 'r h u d : ¡Martha! Sabes muy bien que no se puede retroceder jamás.
M a r t h a : ¿Ni siquiera cuando se corre el peligro de perderse?
I r e u d : Tenemos la certeza d e que vamos a descubrir...
M a r t h a : Un secreto vergonzoso. Algo así como un secreto de fami
lia.
Antes me contabas todo... ahora te callas, pero cuando por la tarde
sales de tu consulta, tus ojos me dan miedo.
226
(Ruido de una pu erta que se abre.)
La criada abre la puerta.
Voz en « off » de la c r ia d a : El doctor Fliess acaba de llegar.
El rostro de Martha se vuelve de hieloy deja caer los brazos. Freud se yergue con expre
sión de dureza.
F reu d : No, Martha. Ni siquiera por nuestra felicidad.
M a r th a (de nuevo gla cial): Entonces, no me hables jamás de nada.
Sólo de los niños, la casa, los padres. Lo demás quiero ignorarlo.
Freud la mira con angustia.
Es ella la que se vuelve y le dice a Fliess, a quien no vemos:
M a r t h a : Buenos días, doctor. Creo que nuestra hija se ha salvado.
(29)
Fliess y Freud caminan por el Ring a pleno sol; se dirigen paseando hacia un gran puente
de hierro que cruza el Danubio. Muchos transeúntes en el Ring. Gente bren vestida y tiendas
suntuosas.
Fliess (chistera, bastón, chaqué negro —mucho más elegante que Freud—) mira a los
transeúntesy las tiendas con una expresión divertida y llena de nostalgia.
Una hermosa mujer pasa por su lado y lo mira con atrevimiento. El le devuelve la mirada
con un aire de conquistador que no te conocíamos e incluso la sigue con los ojos sin importarle
volver la cabeza para hacerlo. Casi podríamos pensar que es de ella de quien se despide.
F liess (con una ligera melancolía que se burla de s í m ism a): ¡Adiós! ¡Adiós!
En cambio Freud está francamente triste. Camina en medio de la gente sin verla. Al oír
las palabras de Fliess, se sobresalta.
F reud (como saliendo de un sueño): ¿A quién dice usted adiós?
F liess (con un gesto): A todo esto. A Viena.
F reud (sinceramente sorprendido): ¿Le gusta Viena? Yo la odio. ¡Gente
cilla! ¡Amoríos! ¡Chusma!
Y contando los turistas, más antisemitas que habitantes.
F liess (bonachón): ¡Usted no podría vivir en otro lugar!
F re u d : E s verdad. Pero desde esta noche viveré solo. Cuando usted
se haya marchado, nadie, en esta ciudad, se interesará por mis inves
tigaciones.
227
Mira por primera vez a los transeúntes, sus rostros abatidos, preocupados, inexpresivos o
necios y repite:
Nadie.
Fliess lo mira de reojo y dice:
F liess : Sin embargo, ha vuelto usted a ver a Breuer.
F r e u d (un poco molesto): Dos veces desde que volvió. Abandona la
psiquiatría.
[•’likss: ¡Pardiez! ¡Hay que tener el riñón bien cubierto! ¿Y que va a
hacer?
F reud : Vuelve a su e sp ecialid ad : la neurología.
(Una pausa. Tímidamente):
listarnos escribiendo un libro juntos.
¡ Hess le lanza una mirada aviesa.
I i . i f . s s : ¿Sobre q u é ?
228
Freud no se ha vuelto.
F reud (con una risita seca y vengativa): Lo estaría totalmente si me hu
biera saludado.
Ya han llegado a la orilla del Danubio. Crujjin la calle y se internan en el puente. Algu
nos coches pasan por la calada. La acera está desierta. Están en medio del puente. De pronto,
Fliess detiene a Freud.
F liess : Aquí. Sobre el río, en medio de la ciudad. Es el sitio ideal.
F reu d : Sí. Ideal.
229
F r e u d (con voz d on d e se tra slu ce la d u d a ): Pues bien, sí, ten g o miedo.
Tiene miedo y lo confiesa. Eso sólo se lo permite —ya lo sabemos— con los hombres que
juTga superiores a él.
F'reu d : Habrá que remover el fango. Una vez más y para siempre.
Fso... eso me horroriza.
/ Hess lo mira sin responder. Freud prosigue, indeciso y afligido:
Y además tengo miedo de perder a Martha. No sabe nada pero lo
adivina. Y creo que me contiena. La quiero porque es como yo, se
vera y púdica. Me reprueba en nombre de las virtudes que yo más
admiro.
Mira su alianza y el anillo de l'liess que sostiene en la misma mano.
Vivirá como una extraña a mi lado, en esta ciudad abúlica y corrom
pida que murmurará todos los días: es un asqueroso judío, un puer
co, como totlos los judíos.
Un largo silencio lleno de ansiedad.
L 'liess: Ahí está el Danubio. Si usted rehúsa, tire el anillo.
l reud, como si no hubiera oído, con voz ronca y baja, como para sí mismo.
1 reu d : Y ad em ás y so b re tod o , ten g o m ied o d e mí.
L 'liess (con un a sob erb ia llen a d e d e sp recio ): Un hogar, una ciudad ¿acaso
cuenta eso? Seremos todopoderosos, Lreud.
(¡esto hacia el muelle que hormiguea de coches y transeúntes.
L’liess : Conoceremos sus instintos ocultos, los orígenes de lo que
ellos llaman el Bien y el Mal y les dominaremos por la Razón.
Bruscamente, l reud se echa a reír.
(U n p o co d escon certa d o ): ¿Que pasa?
L reud : Fstoy pensando en el pobre Meynert, que me dijo: «Haga un
pacto con el Diablo.»
Se pone el anillo en e! dedo.
Y a está.
Fliess sonríe y hace lo mismo.
F liess : Nos escribiremos todas las semanas y tendremos nuestras
reuniones secretas.
230
F reud : «Congresos» de dos personas.
Freud ha recobrado el dominio de si mismo. Ahora está casi alegre.
F liess: D entro de diez años, podremos gobernar a los hombres.
Coge la mam de Freud y se la estrecha.
A hora, herm ano mío, tenem os que tutearnos.
231
Tercera parte
( 1)
233
En estos momentos tiene una actitud profundamente reprobatoria, pero no dice nada.
Luego, se oye:
La voz en « off » de F reud (más dura, más autoritaria): ¡Fiable, M ag
da, hable! Se lo ordeno.
Se trataba de un guante.
Voz de M agda (en «off»): ¿Qué guante?
El anciano caballero coge una estatuilla egipcia de un velador y la contempla (sosteniéndo
la con ¡a mano izquierda, mientras la derecha sigue apoyada en el bastón) con aburrimiento.
Voz en « off » de F reu d : Con el que soñó usted.
Voz de M agda (adormecida y cansada): Ya no me acuerdo.
(Un silencio.)
El anciano caballero vuelve a poner cuidadosamente la estatuilla en su sitio. Luego apoya
su mano izquierda sobre la derecha y mira a Ireud (al que aún no vemos) con severidad.
F l an c ian o ca b a l le r o : Fso no viene a cuento, listamos en la de
cimoquinta sesión y no hemos adelantado nada.
Descubrimos a I'reud sentado (como de costumbre) ante una enferma hipnotizada. Esta
vez se trata de una solterona (alrededor de treinta y cinco años) muy delgada, ella también,
completamente vestida de negro, de rostro poco agraciado (no sólo es realmente fea, sino que p a
rece no haber sido nunca joven y alegre).
Por el momento, la enferma tiene los ojos cerrados, pero incluso en estado de hipnosis con
serva su aspecto taciturno y desagradable. I'reud, al oír las reflexiones del padre, se vuelve fu
rioso.
Ha recobrado su aspecto sombrío con el que le vimos en la primera parte y sobre todo al
principio de la segunda, pero ha adquirido una seguridad y una autoridad casi tiránica, sobre
todo con los enfermos.
En sus ojos y en el pliegue de su boca hay una meztla de desprecio y de severidad.
Se ha convertido en lo que podríamos llamar un hombre agresivo, dispuesto a violar la
conciencia de sus enfermos para satisfacer su curiosidad científica.
Es, verdaderamente, el hombre en el que se hubiera convertido si realmente hubiese hecho
un pació con el Diablo.
A l mismo tiempo —cosa que contrasta con su autoridad— sus gestos son más nerviosos.
De vez en cuando, tose. Una tos brevey seca que le desgarra la garganta. No estáfumando.
F reud (cortéspero duro): ¡C hist!
Se levanta sin hacer ruido y va hacia el padre.
(En voz baja pero firm e):
Hay que reconocer, señor consejero, que usted no me facilita la ta
rea. Nunca he estado a solas con Magda porque en todas las sesiones
está usted presente.
234
El c o n s e je r o (con e l mismo tono): Jam ás permitiré que, en mi ausen
cia, un hombre hipnotice a Magda, aunque sea un médico autoriza
do.
F reud (con impaciencia): E n to n ce s, ten g a la b o n d ad de callarse.
Magda tiene los ojos abiertos. Poco a poco recobra la expresión desabrida y lúcida que
debe de tener en la vida cotidiana.
235
Se incorporay se sienta en la cama.
¿Recuerda usted lo que me ha contado?
Magda no cambia de expresión. Responde con voz débil pero normal:
M a g d a : S í.
En el tercer piso, se para ante una puerta y llama con tres golpes. La criada viene ense
guida a abrir. Ha envejecido, pero al verle, sus ojos reflejan, como siempre, una especie de ad
miración apasionada. A Freud le tiene sin cuidado. Le da el sombreroy entra por el pasillo.
236
F reud : ¿N o h a lleg ad o n in g ú n tele g ra m a ?
La c r ia d a : No, señor.
La pequeña Mathilde (tiene diez años)y los dos hijos (cuatroy seis años) salen de la ha
bitación de los niñosy se lanzan hacia él
Los n iñ o s (alegrem ente): ¡Papá! ¡Papá!
El rostro de Freud se iluminay les sonríe con una profunda ternura.
F reud (con dulzura): Cuidado, queridos míos, cuidado.
Señala la caja.
Vais a romper todo.
Venga, Mathilde, coge la caja y llévala al comedor. Pero sobre todo
ten mucho cuidado.
Mathilde coge la caja con precaución y la lleva al comedor; muy orgullosa de su misión.
Freud, y a con las manos libres, levanta por tumo a sus hijos y los besa con ternura.
Mathilde vuelve.
M a t h ild e : ¡Y a m í! ¡Y a m í!
Freud la coge por los hombros y la besa en la frente. Se sonríen con alegría y afecto, pero
sin la profunda ternura de enamorados que los unía en las dos primeras partes.
Todo el mundo entra en el comedor. La mesa está puesta. Mientras los niños se dirigen a
sus sitios alrededor de la mesa, Freud se acerca a un velador sobre el que la pequeña Mathilde
ha dejado la caja. Saca, de entre la paja que lo envuelve, un pequeño busto egipcio.
Martha lo mira ligeramente contrariada.
237
La criada trae un plato de carne. Martha sirve a Freud.
(A Martba, que le está sirviendo): ¿No ha llegado ningún telegrama?
En realidad lo pregunta para quedarse más tranquilo.
M a r t h a : N o , q u erid o .
Se hace un silencio. I j i s niños comen. Martha los vigila con el rabillo d e l ojo.
Freud está absorto en la contemplación del busto egipcio.
M a r th a (al cabo de un rato): ('orne, Sigmund. Se te va a enfriar la
carne.
[ ’r e u d (dócilmente): ¡Ah! Sí.
Empieza a comer sin apartar los ojos de la estatuilla.
Un silencio.
M a t h ild e : ¡Papá!
238
M a t h i l d e (in terro ga n d o ): ¿E h?
M a r t h a (m u y d e p r isa ): Ya lo comprenderás más adelante, Mathilde.
Deja descansar a papá.
De nuevo el silencio. Freud se ha vuelto hacia la estatuilla y se queda absorto en su con-
/tplaiión.
Freud lo coge.
239
Tose.
¿Por qué tose?
Freud se encoge de hombros.
Creía que ya no fumaba.
F reu d : F liess m e p erm ite cin co c ig a rro s al d ía.
240
F r e u d (con én fa sis): ¡Todo! ¡Absolutamente todo! Yo...
IJaman a ia puerta.
Por lo demás, va usted a verla.
El criado abre la puerta de la consulta.
El criad o : El señ o r Doelnitz.
(4 )
Entra Doelnitz, un gigante. Alrededor de treinta y cinco años. No lleva barba sino pati
llas. Tez rubicunda, gruesos bíceps que se marcan bajo las mangas de su chaqueta. Traje de
sport.
Tiene un aspecto saludabley alegre, diestro para todos ¡os deportes, pero poco dotado para
los ejercicios inielectuales. En este momento parece muy irritado.
Freud, al ver al gigante, se yergue; durante toda la escena conservará la calma, pero se
nota que le embarga una fuerte y fría cólera. Dirigirá toda la escena siguiente con una autori
dad soberana, pero por momentos con una violencia contenida que raya en la malevolencia.
F reud (fría m en te): Señor Doelnitz, yo esperaba a su mujer.
D o e l n i t z (resp o n d e in m ed ia ta m en te y en ig u a l tono, p e r o con m enos co n tro l y
ex terio riz a n d o m á s su v io len cia ): Doctor Freud, he venido para decirle
que mi mujer no volverá jamás.
F reud : Muy bien, ya me ha dado usted el recado. Puede retirarse.
241
El criado abre la puerta delfondo.
E l cr ia d o : Preguntan por el doctor Breuer; dicen que es urgente.
Breuer se levanta.
F reud (a Doelnitz): Tiene usted suerte.
Cierra la puerta.
F'r e u d (a Doelnitz): Dispone usted de media hora.
D o eln itz : Señor, mi m u jer e stá enferma desde q u e u sted la atiende.
F reu d : ¿No lo estaba an tes?
D o eln itz : No.
F reu d : Entonces ¿por qué me la e n v ió ?
D o eln itz : lis ta b a e n ferm a, p ero no de grav ed ad .
F reud : Tenía exactamente la misma enfermedad, señor. Sólo que
esa enfermedad le molestaba a usted menos.
D o elnitz (tratando de com prender): Me molestaba menos...
Porfin comprende.
Sí, me molestaba menos. ¿Y qué? No quiero que ahora me moleste.
Después de todo, soy yo quien paga.
F reu d : Señor, su mujer padece una grave neurosis de angustia. Si
tanto le importa a usted su propia tranquilidad, átele una cuerda al
cuello y tírela al Danubio.
Doelnitz golpea violentamente el braza de su sillón, se levanta y empieza a caminar agita-
damente.
Si quiere que le tome en serio, tiene usted que calmarse.
Doelnitz se dominay vuelve a sentarse.
D o eln itz : Ya no es mi mujer.
242
Freud levanta las cejas con una expresión de irónico asombro.
Usted le ha prohibido tener relaciones conmigo.
F reud (fingiendo que no comprende): ¿Relaciones?
D o eln itz : Sabe usted muy b ien lo que quiero decir. Las que una es
posa debe tener con su marido.
F reud : ¡Ah! Y a entiendo. Pues bien, sí. Le he prohibido esas... rela
ciones mientras dure el tratamiento.
Doelnitz salta de nuevofuera del sillón, da un golpe sobre el escritorio de Freud y le habla
a la cara.
D o eln itz : Pero yo soy un sanguíneo, y los médicos me han dicho
que necesito tener esas relaciones...
F reud : Si esos médicos se lo han dicho, pídales usted unos calman
tes. No es a usted a quien atiendo sino a su mujer.
De momento, esas relaciones le son perjudiciales.
D o elnitz (indignado): ¡Perjudiciales! ¡Pero si eso es algo natural, se
ñor!
F reud : Sabe usted muy bien que, ahora, ella las detesta.
D o eln itz (desconcertado): Mi mujer le ha... Sí, no le gustaba eso, pero
al fin y al cabo se prestaba a ello. Mientras que ahora...
F reud : C ad a vez qu e e lla ac ce d ía, ten ía u n a crisis de an gu stia. ¿Y a
usted no le d a v e rg ü e n z a e x ig ir d e su m u je r...?
D o eln itz (con violencia y desesperación): ¡Ay! Yo no puedo, señor. Ese
es nuestro drama.
F reud (aprovechándose de su superioridad): Tenga la bondad de se n ta r
se.
243
D o eln itz : ¿Y usted? ¿Usted pretende curarla metiéndole porquerías
en la cabeza?
F reu d : ¿Qué p o rq u erías?
D oeln itz : No sé. ¡Tiene la cabeza llena!
F reu d : ¡Y u sted tam b ién ! Y sin em b arg o yo n o le esto y tratan d o .
244
¡Pero si mi mujer tenía seis años, doctor!
F reu d : ¿Y usted cree que no se dio cuenta?
D o eln itz : Sí, pero lo ha olvidado.
F reu d : ¿Q ué q u iere d e cir o lv id a r?
D o elnitz (cada vez más desconcertado): Quiere decir eso: olvidar.
F reu d : Eso quiere decir: no querer acordarse de un recuerdo.
D oeln itz : Si usted lo dice.
F reu d : ¿Y dónde está ese recuerdo? ¿Cree usted que voló? Sigue
dentro de ella, señor, inconsciente, reprimido, y es ese recuerdo el
que lo pudre todo; ¡el que provoca sus angustias! El que hace que el
amor le repugne.
Doelnitz escucha apasionado, haciendo un esfuerza intenso para comprender.
D o eln itz : ¿Quiere usted decir que no soy yo quien le repugna?
F reu d : Por supuesto que no; su mujer tuvo un choque en su infancia
y eso hizo que le repugnasen todos los hombres.
El rostro de Doelnitz se ilumina.
Tenía usted miedo de que su persona física...
D o eln itz : Sí, y m e se n tía h u m illad o .
Freud hace una mueca silenciosa que permite adivinar lo que siente.
Cuando usted la haya curado ¿ya no le repugnaré?
Llaman a la puerta.
F reu d : ¡Adelante!
Es Breuer. Está pálidoy sombrío. Mira a Freud con una especie de rencor.
Freud, totalmente concentrado en Doelnitz, le sonríe sin darse cuenta de su actitud. Luego
se vuelve hacia Doelnitz
F reud (profundamente sincero): No, y a no le re p u g n a rá usted.
245
F reu d : Le ha hecho usted perder una sesión.
(5)
Vuelve al lado de Breuer.
F1 decimotercer caso.
Breuer se sobresalta. Estaba pensando en otra cosa.
B r e u e r : ¿Q ué?
F reu d : El d e cim o terce r caso de n eu ro sis en el que he estab lecid o
qu e la e n ferm a, en su in fa n cia , fue v íc tim a d e u n a ag resió n sexu al
c o m etid a p o r un adulto.
Breuer apenas le escucha; tiene la sombría complacencia del hombre que va a satisfacer sus
rencores, interpretando el papel de justiciero.
B reu er : ¿Ha visto usted a Magda esta mañana?
F reu d : Sí, y p re cisam en te...
Se calla de repente, al ver el rostro de Breuer. Tiene miedo pero no se atreve a interrogar
le. Breuer dice, con una voz neutra pero que apenas disimula su malvado triunfo:
B r e u e r : Era su p ad re el qu e m e llamaba. Magda acaba de tira rse por
la ven tan a.
246
Una pausa. Alfin, Freud puede hablar.
¿Muerta?
F r e u d (con esfu erz o ):
No, fracturas, contusiones, pero si no hay
B r e u e r (tom án d ose tiem p o ):
hemorragia interna creo que saldrá de esto.
Se nota, por el estupor de Breuer, que siempre ha respetado a los personajes oficiales y a
los importantes de este mundo.
¡Es increíble!
Parece abrumado, él también. l'reud da la vuelta al escritorio y va a sentarse en su silla,
abatido y cansado. Al cabo de un momento:
( Con con vicción ): I lay que abandonar, Freud.
247
rarse de frente. Con nuestra ayuda, podrán hacerlo; al canto del ga
llo, los vampiros se desvanecen; no resisten la luz del día.
B reu er : Magda ha querido matarse porque estaba loca de vergüenza
y de horror.
Hay casos en los que la mentira es más humana.
F reu d : ¿ lis ta b a m en os lo ca cu an d o se m en tía?
B r eu er : Era m en os desgraciada.
[■reu d : El tratamiento no ha hecho más que empezar; iré a su casa
y...
B r e u e r : N o le recib irán .
[ ' reud (sorprendido): ¿Qué?
B r e u e r : Me lo ha dicho el padre.
[ reud : ¡Pero eso es un crimen! Si. se interrumpe la cura a h o r a ,
¡todo está perdido!
B r e u e r : Todo e stá perdido, h aga usted lo que h aga.
(Una pausa.)
Tiene usted suerte de que Magda haya fallado su suicidio.
(Una pausa.)
Si se hubiera matado, no me gustaría estar en su pellejo.
¡•reud está desorientado; sus respuestas son defensas ni-MU s; se diría que ya no tienefe.
F r e u d : T o do s los m éd ico s co rren riesgos.
B r e u e r : Riesgos calculados, sí. Pero no éste. Saben adonde van y
usted no.
f'reud está abrumado por ¡a dureza de Breuer. Le habla amistosamente con una recobra
da deferencia.
F reud : Estoy atravesando un momento... difícil. Breuer ¿no podría
usted... ayudarme?
Breuer parece un poco más sereno ante esa llamada de socorro que ¡e recuerda el tiempo en
que protegía a Freud.
B r e u e r : Yo bien quisiera pero ¿qué puedo hacer? Usted ve el sexo
en todas partes y yo no puedo secundarle...
F reu d : Magda...
B r e u e r : Sí, Magda. Quizás sea verdad en cuanto a ella. Y aún así...
Pero no en todos los casos.
Con autoridad pero amistosamente:
248
j
¡Usted amaña a sus enfermas, Freud, las acosa! Deténgase si aún está a
tiempo.
Puede usted creerme: yo sé lo que son los remordimientos.
Con voz turbada. Tiene la confianza de confesar sus remordimientos a Freud.
He visto a Loewenguth, que atiende a la madre de Cecily. Están
arruinadas. Viven en una casita aislada en la Prinz Eugen Gasse. El
estado de Cecily ha empeorado.
(Una pausa.)
Más valdría que estuviera muerta.
Freud se ha recobrado; los remordimientos de Breuer le han devuelto su agresividad.
F reu d : ¿Qué será de la Ciencia si los científicos no dicen lo que ellos
creen que es la Verdad?
¡Viena está podrida! ¡Por todas partes hay hipocresía, perversiones,
neurosis!
Se levanta y anda a zancadas.
¿Cree usted que a m í me gusta hundir mis manos en esa letrina?
(Una pausa.)
Un consejero áulico. ¡Con su rostro de asceta! (Con violencia): ¡Es un
perro! Si Magda muere será él quien la habrá matado. No yo.
Va hacia Breuer, aún violento, pero con amistad:
Limpiaremos esta ciudad o la haremos estallar.
Profundamente convencido.
No puedo concebir una sociedad sana basada en la mentira.
Empieza a toser. Con voz ahogada por la los:
¡Un consejero áulico!
Bebe, y luego, muy sombrío, dice confirmeza:
Hay días en que el hombre me da horror.
Breuer lo mira en silencio, desconcertado, en parte dominado por esa violencia y sombría
fuerza, y en parte compadecido.
Freud, con mucha dulzura:
¿Le importaría mucho que dejásemos el trabajo para mañana?
(Con confianyji; es casi una confesión): No me siento muy bien. Y ade
más... Tengo que poner en orden mis ideas.
249
Breuer le sonríe afectuosammtey le estrecha la mam en silencio. Sale; en el umbral de la
puerta se vuelvey dice muy afectuosamente.
B rkuer : Hasta mañana, Freud.
Lreud, una vez solo, empieza de nuevo a toser. Vuelve a su escritorio; ya no hay agua en
la garrafa.
Da la vuelta al escritorio, tose de nuevoy aprieta la mano derecha contra su pecho a la al
tura del corazÁn. Parece que se encuentra mal. Se deja caer en su silla, saca el reloj del bolsillo
del chaleco y lo coloca sobre el manuscrito de Breuer. IMego se toma el pulso mientras mira el
reloj. Se nota que le va a sobrevenir una crisis.
(Ruidos en «off» de varios timbrazos.)
(Ruido de una puerta que se abre.)
(IJam an a la puerta de la consulta.)
l 'reud se incorpora.
I r i -X'D (dominándose): Adelante.
La criadita de Martha entra. I rae un telegrama. El rostro de Ereud cambia totalmente.
Se levanta con los ojos brillantes )' completamente dueño de sí mismo.
Démelo.
Abre el telegrama y lo lee mientras la joven criada lo mira con una expresión socarrona y
tierna. Freud se vuelve hacia ella con el rostro iluminado.
F reud : Vaya a decir a la señora que haga el favor de prepararme la
m aleta.
Me voy a Berchtesgaden esta noche.
250
(7)
251
F liess : Si yo fuera Sigmund Freud, sacaría la conclusión de que te
gusta dominar.
F reu d : Puede ser.
Un momento después.
Cuatrocientos metros más abajo. El día empieza a declinar. Las cimas tan altas resultan
aplastantes. I j >s dos paseantes entran en e! sombrío valle,
Esta vez es l'liess quien abre la marcha y Freud quien lo sigue.
Desde luego Freud está menos cansado que Fliess pero una resistencia interior lofrena.
F lie s s ( c o r d ia lp e r o n erv io so ): ¡Pero bueno! ¡Ahora eres tú el rezagado!
Bajemos por allí.
Señala el cauce de un torrente (sin agua) que se ve entre los árboles. E inmediatamente
empieza a bajar ( de lado); Freud lo sigue sin esfuerza, ágilmente pero sin alegría.
¡Vamos! ¡Deprisa! ¡Deprisa!
252
Llegan a un nuevo sendero. A l desembocar en él, ven Berchtesgaden a sus pies. Aún hay
luz en el valle, pero en Berchtesgaden algunas ventanas estány a iluminadas.
Fliess quiere continuar la marcha, pero Freud lo detiene.
F reud : Espera u n momento.
F liess (dispuesto a disfrutar de su nueva superioridad): ¿Ya estás cansado?
F reu d : ¡Oh, no!
Freud duda.
F liess : ¡Bueno, bueno! Y a me lo contarás luego. No me apetece que
se nos haga de noche; yo no tengo tus ojos de gato.
Quiere reanudar la marcha.
Freud lo retiene.
F reu d: Una de mis enfermas se ha tirado por la ventana.
F liess (indiferente): ¡Ah!
F reu d : Yo le había hecho evocar un recuerdo reprimido: cuando te
nía seis años, su padre abusó de ella.
Fliess saca una libreta del bolsillo.
F liess : Interesante. ¿Fecha de nacimiento?
F reu d : Me la sé de memoria: ó de octubre de 1860.
F liess : ¿Fecha de la agresión sexual?
F reu d : Fue en 1866.
F liess (im paciente): Naturalmente, puesto que tenía seis años. Te es
toy preguntando el mes y la hora.
F re u d : N o lo sé. ¿N o te d ig o qu e se h a ...?
F liess : Tirado por la ventana, sí. ¿Cómo quieres que trabaje con
un o s datos tan poco precisos?
253
Reanudan su marcha. Freud mira con nostalgia el cielo puro y helado, muy alto, sobre sus
cabezas.
A sus pies la oscuridad es cada vez más densa.
( Condescendiente, como alguien que se dispone a interpretar e l p a p el de consola
dor):
¿Es esa muerte lo que te preocupa?
I'reud habla confiadamente y con esperanza.
P 'r e u d : N o está m u erta.
1' l i e s s :¿Se salvará?
I ' r e u d : Sí.
Se nota claramente que cuenta con la ayuda de Fliess; necesita que le den valor.
1- l i e s s :¿Pues e n t o n c e s ?
l'R K U D : ¿Y s i s e h u b i e r a m a t a d o ?
[ l i e s s : ¡Que pregunta más ridicula! En el mundo no hay si. No se ha
matado: punto.
Freud no responde. Se nota que está decepcionado y que lucha contra esa decepción.
Fliess se da atenta y comprende que debe hacer un esfuerz» suplementario.
Bien. Admitamos que hubiera muerto.
¿Es f a m i l i a tuya?
F reud : C laro que no.
I l i e s s : Pues si no es nada tuyo, no comprendo qué te puede impor
tar.
(Una pausa.)
Oye, ya es casi de noche. No quiero arriesgarme a romperme una
pierna.
Apresura el paso.
■ Apresuran el paso.
Qué quieres que te diga. Son riesgos de la profesión.
El general más importante de Prusia y el mejor cirujano de Berlín
tienen más o menos los mismos muertos sobre la conciencia.
¿Fue Breuer quien hizo que te preocuparas tanto?
Freud asiente con un gesto.
Lo sospechaba. Es el típico representante de la sensiblería vienesa.
¡Valses! ¡Valses!, y torrentes de lágrimas. Nunca sabréis guerrear.
¡Ay!
254
Se ha torcido un pie y por poco se cae. Da algunos pasos a la pata coja con una mueca de
dolory se sienta en el tronco de un árbol.
F reud (preocupado): ¿Qué te ha pasado?
255
(8 )
Una pausa.
¿Y bien?
F r e u d (a lgo m o lesto ): ¿"Y bien, qué?
F liess : Me escribiste que tenías una teoría sobre el origen sexual de
las neurosis. Te escucho.
Freud está haciendo una bolita de pan con la mano izquierda.
F reu d : Im ag in a que un n iñ o , en sus p rim ero s añ os de v id a , sea v íc
tim a de u n a ag resió n sexual.
F liess : ¿Cometida por un adulto?
F reu d : Por supuesto.
256
Su primera reacción será de miedo, al que, desde luego, pueden aña
dirse el dolor y el asombro. Pero como te puedes im aginar no expe
rimentará ninguna excitación. A esa edad no existe la sexualidad.
Bien. Pasan algunos años; los órganos se desarrollan; cuando ese
niño evoca ese recuerdo, se siente excitado por primera vez; al mis
mo tiempo, la sociedad le ha inculcado unos principios morales, unas
imposiciones rigurosas y sólidas; se avergüenza de su excitación y se
defiende de ella, reprimiendo el recuerdo en el inconsciente.
Fliess parece medianamente interesado.
F l ie s s : Bien. ¿Y después?
La anciana señora jorobada se dirige a pasitos hacia su sitio, se sienta, desdobla su servi
lleta y abre la caja de pildoras.
Parece satisfecha de venir a comer, pero poco a poco toma conciencia de la conversación de
los dos hombres y empieza a escuchar con evidente estupor.
I ' r e u d : F 1 recuerdo intenta renacer y la excitación perpetuarse; las
imposiciones morales tienden a negarlos totalmente. Los mecanis
mos de defensa entran en acción y el niño se convence de que no ha
pasado natía. Y olvida. Pero como entre esas fuerzas opuestas la lu
cha es dura, todo ocurre como si entre ellas llegaran a un compromi
so: la representación no aparece más en la consciencia pero algo la
sustituye, algo que la enmascara y al mismo tiempo le sirve de sím
bolo. Esc algo es la neurosis o, si lo prefieres, el síntoma neurótico.
F l i e s s : ¿Por ejemplo?
F r e u d : En la neurosis obsesiva e l recuerdo del choque se desecha,
pero las fobias y las ideas fijas lo sustituyen. Dora había olvidado la
agresión del viejo tendero, pero tenía la fobia de entrar en las tien
das.
En cuanto a la vergüenza que experimentaba, la había trasladado a
otro objeto y la había atribuido a otra causa: unos dependientes se
habían reído de ella.
Fliess interroga apáticamente.
F l ie s s : ¿Y la histeria?
F reu d : Es necesaria una predisposición especial que permita al cuer
po hacerse cómplice del enfermo: para no ver a su padre muerto, Ce
cily bizqueaba de los dos ojos y sólo veía de cerca. En cuanto a la
neurosis de angustia...
F l i e s s (nervioso): ¡Está bien! ¡Está bien! Me imagino la continuación.
257
9
La represión, la transferencia, eso es tu ramo: la psicología. No me
interesa. ¿Tienes algún caso?
F r e u d : Trece.
F l i e s s : ¡T r e c e n e u ro s is o c a s io n a d a s p o r u n a a g re s ió n sexual!
F reu d : Sí.
F l ie s s : ¿Quién fue el culpable?
F reu d: A lg u n a s v e ce s e l tío o u n c ria d o . E n la m a y o ría de lo s ca so s,
e l p ad re.
Se frota las manos con satisfacción, bajo la estupefacta mirada de la anciana señora.
i Eso es excelente! ¡Excelente! liso simplifica los cálculos.
¿De modo que la neurosis de los hijos proviene de la perversión de
los padres?
Freud lo mira un poco preocupado por esa burda simplificación de sus teorías.
Pues bien, eso me parece muy consistente. Por fin tenemos hechos.
F reu d (tímidamente): ¡Wilhclm! Sólo es una hipótesis, ’l ’rece casos no
bastan para sostenerla.
F l i e s s : ¿Trece violaciones, trece neurosis? ¿Y n o estás satisfecho?
¡Yo estoy encantado! Pero quiero fechas. Si me proporcionas la fe
cha del nacimiento de los padres, del niño, la de la violación...
F r e u d : Y a te he d ic h o q ue eso n o e ra tan fá c il.
(indulgente): Desde luego. Porque los locos son tontos. Pero lo
F l ie s s
conseguirás. Perfeccionarás tu método. Cuando tenga las fechas ¿sa
bes lo que haré? Calcularé en qué momento de los períodos femeni
nos y masculinos del niño se produjo el traumatismo, y te puedo ase
gurar que deduciré s i n d u d a a l g u n a la naturaleza de la enfermedad.
Mira, te puedo decir, a ojo de buen cubero, que la neurosis de angus
tia es femenina: es la pura y simple pasividad. La obsesión es activa,
por lo tanto viril. La primera aparece en los sujetos violados en el
momento culminante del ritmo femenino; la segunda...
Fliess está embargado de una especie de entusiasmo lírico.
Freud está cada vez más nervioso; y a no reconoce su teoría; escucha con un estupor casi
igual al de la jorobada.
258
(Bruscamente):
Lo malo de este asunto es que no se pueden hacer experimentos.
En el laboratorio se podría fijar la hora de la violación experimental
casi al segundo.
La anciana señora jorobada se levanta loca de indignación. Dice a la camarera con un tono
de dignidad ofendida:
La j o r o b a d a : Hija mía, sírveme en mi cuarto. No quiero sentarme a
la misma mesa que la carne de horca.
Se levanta *y después de haber mirado a los dos hombres de arriba abajo con expresión
vengadora, desaparece.
Fliess lanza una carcajada.
(9)
259
EN UNA CALLE DE BERCHTESGADEN. Ante un «Tabak Waren».
El escaparate está lleno de cigarros. Freud espera ante la tienda. Lleva un ritcksack a la es
palda. Mira hacia el interior de la tienda y ve a Fliess ante la caja. Está pagando su compra.
Fliess sale. La puerta, al abrirse, hace sonar una campanilla musical (se desgranan va
rias notas diferentes). Fliess lleva una caja rectangular.
Se la tiende a Freud, que la abre.
F l ie s s : Tom a.
l'reud la coge con sorpresa y la abre *. Aparecen unos enormes cigarros «negros», los más
fuertes.
F r f .u d : P e ro Wilhclm, ¿q u e q u ie re s q ue haga c o n e sto ?
F l i e s s : Q u ie r o q u e te los fu m e s.
F reu d : ¿Qué?
Sostiene la caja, jiero por poco la suelta, de puro estupor, l'liess, amablemente, se la quita
de las manos, se pone detrás de l'reud y mete la caja en uno de los bolsillos de su ritcksack.
A l'liess le divierte la sorpresa de Freud y le gusta prolongarla.
(una vez terminada la operación): Ya está.
F l ie s s
(Sonriendo):
¡Adelante, marchen!
* Mi en el original. (N. de la l . j
260
Te he dicho que no tenías nada.
(Sonriendo):
La verdad es que he calculado la fecha de tu muerte.
Con complacenciay sin apresurarse.
Para ese problema, el método de los ritmos está ya a punto.
Freud parece aliviado: se nota que no cree profundamente en los cálculos de Fliess.
Sin embargo, su rostro refleja decepción.
F reu d : ¿Y bien? ¿A qué edad?
F l ie s s : A los cincuenta y un años.
F r e u d : ¿ D e n t r o de d o ce a ñ o s ?
F l i e s s : Sí, salvo que ocurra algún accidente. Dentro de doce años
habremos encontrado lo que buscamos y seremos los reyes del mun
do.
Salen de la aglomeración y toman una carretera que sube hacia la montaña.
F reu d (medio en serio, medio en broma): E s o es m o r ir jo v e n .
F l ie s s :Precisamente. Me dije a m í mismo que en doce años, el taba
co no tenía tiempo de destruirte.
F r e u d : ¿Tú me sobrevivirás?
F l i e s s : Creo que unos diez años. Yo moriré en 1918. Pero ya no
tendré nada que hacer salvo algunas chapuzas de detalle.
Coge el brazo de Freud.
Todo se va esclareciendo, Sigmund. Hago progresos cada día.
¿Sabes por qué empleamos la mano derecha?
F r e u d : No.
F l i e s s : Bisexualidad. El lado izquierdo corresponde a n u e stra femini
dad, el lado derecho es el lado masculino.
Freud no se muestra convencido.
F reu d (sonriendo): Entonces las mujeres deberían ser zurdas.
Un silencio. Fliess está un poco asurado. Perofrunce el ceñoy sale del aprieto irritándose.
Fl i e s s : ¡Claro que no! ¿Es una broma, Sigmund? Detesto que se ha
gan bromas sobre el trabajo.
261
EL MISMO DIA HACIA LAS CINCO DE LA TARDE.
LA ESTACION DE BERCHTESGADEN. Dos vías, Freud y Fliess están sen
tados en un banco, uno al lado del otro.
Fliess se ha puesto de nuevo su chistera. Freud lleva chaqué, pero conserva su sombrero ti
rolés.
No hay ningún tren. Durante la conversación llegarán dos trenes ómnibus y los viajeros,
bastante numerosos, que esperan en el andén, subirán a ellos. Un cuarto de hora antes de la
llegada del tren para Viena, de nuevo aparecerán otros viajeros en el andén. Las maletas de
Freud y de Fliess están a sus pies y sus rilcksack en el banco, junto a ellos. L'reud se mues
tra amistoso pero sombrío; i'liess parece impaciente. Saca su reloj, lo mira y lo vuelve a meter
en el bolsillo del chaleco.
F u e s s : Tu tren pasará por aquí dentro de una hora. El mío, dentro
de una hora y cuarenta y cinco minutos. Me pregunto que estamos
haciendo en esta estación.
L'reud lo mira con tristeza y como disculpándose.
F r e u d : Tengo que llegar con anticipación. Ya sabes que tengo fobia
a los trenes.
Lln el transcurso de la conversación, Freud se siente cada vez peor. La crisis se apodera de
él poco a poco. Fliess no se da cuenta.
Se me ha ocurrido una idea. Tu teoría de la neurosis es inte
I 'l ie s s :
resante, pero necesito fechas.
Una familia se ha sentado en el otro banco. Una niña de cinco años corre por el andén y
pasa y vuelve a pasar por delante de los dos hombres, que no la miran.
Reconozco que la mayoría de tus enfermos son incapaces de dár
telas.
¿Sabes lo que necesitaríamos? Una persona excepcionalmente dota
da, que comprendiera tus investigaciones y que te las facilitara.
F r e u d : N o veo m u y bien...
F l i e s s : ¡Pues Cecily, hombre!
Freud se sobresalta.
F r e u d : ¿ C e c ily ?
Estupefacto:
¡Pero si a ella no la violaron!
262
La niña se acerca a Freud y le sonríe con una incipiente coquetería.
F l ie s s (perentorio): Tienen que haberlo hecho. Si no, te has equivoca
do.
Freud mira a la niñay le sonríe.
Si tu teoría es verdadera...
La niña le saluda y se va tan contenta, con su andar tambaleante.
Freud la sigue con los ojosy su rostro se ensombrece.
Si mi teoría es verdadera, los hombres son unos puercos.
P 'r e u d :
(tranquilamente): ¿Por qué no? El único problema es estable
F l ie s s
cerlo científicamente.
Freud se vuelve hacia Fliess.
Hay algo turbio en e l caso de Cecily. La muerte de su padre
F l ie s s :
¡xxiría estar ocultando otro recuerdo.
t Freud escucha, apasionado a pesar suyo. Sus ojos brillan, pero su rostro permanece som
brío.
¿Se sabe qué ha sido de ella?
Freud, a disgusto, asiente con un gesto.
¿Está enferma?
F r e u d : Más que nunca.
263
F reu d : N o h e m o s te r m in a d o e l lib r o q u e e stam o s e s c rib ie n d o ju n
tos.
Y además... yo siempre he necesitado estar bajo la influencia de al
guien. Quizás para escapar de mis propias críticas.
Se lleva la mano al pecho, maquinalmente.
¿A ti no te aterra no tener a nadie por encima de ti?
F l i e s s (tranquilamente): Por supuesto que no.
Freud habla casi para sí mismo, muy lentamente, intercalando silencios. Su voz es neutra
y seca y por momentos sofocada; se diría que se está ahogando.
F r e u d : F e quiero y le odio. Fs algo muy confuso. ¡Mira! Yo necesi
taría que me hipnotizaran; quizás entonces vería más claro. Siempre
he necesitado amigos y enemigos para estar equilibrado. Algunas ve
ces el amigo y el enemigo eran una misma persona. Creo que ése es
el caso con respecto a Breuer.
F l i e s s (con indiferencia): Bisexualidad: el odio es masculino y el amor
femenino.
Freud se vuelve hacia Fliess y lo mira. Parece poco convencido. Pero contempla durante
largo rato su rostro y desliza su mirada a lo largo del esbelto cuerpo de l'liess quien ha cam
biado su sombrero tirolés por una chistera y su chaqueta de cuero por un chaqué, negro. Parece
subyugado y casi enamorado.
L r e u d : Quizás. Fn todo caso mi verdadero tirano eres tú.
Con una especie de rencor cariñoso:
¿Sabes que me has decepcionado al permitirme fumar? Me agradaba
privarme de ello para obedecerte.
Fliess, un poco violento J)or ese cariño demasiado evidente, responde con una risita seca:
F l ie s s : Pues bien, el tirano te ordena que encuentres a Cecily.
Ese tono frívolo decepciona a Freud y al mismo tiempo le hace recobrarse. Con un tono
más indiferente:
F reu d: Después de todo ¿por q ué no? Con un tirano basta. Breuer
será el enemigo, y tú, el amigo.
Fliess parece aburrirse. Disimula un bostezp con la mam.
264
Por suerte, tú vales más que yo, y mientras te siga queriendo no esta
ré obligado a ser mi propio cielo.
(Se ríe, irónico y sombrío.)
¿Qué dices de esto? Un hombre de cuarenta años que tiene miedo de
convertirse en adulto. Brucke, Meynert, Breuer, tú. ¡Cuántos padres!
Sin contar a Jakob Freud que fue el que me engendró.
Un tren ómnibus se detiene. Barullo. Unos viajeros bajany otros suben.
F reu d (con decisión): Iré a ver a Cecily. Iré m añana por la m a ñ a n a al
s a lir de la estación.
( 10)
Fliess no responde. Freud mira, despavorido, los últimos vagones que pasan.
F l ie s s : ¿Y a te h as d e s p e rta d o ?
F reu d : N o estab a d o r m id o .
Se levanta, va hasta el borde del andén y mira al tren■que desaparece. Vuelve hacia
Fliess. Está sudando. Se sienta.
Creí que era un accidente.
Se inclina hacia adelante con los puños crispados sobre sus rodillas.
( Con una voz extraña, un poco pastosa, y como a p esa r suyo):
O la m is e ria .
265
F l ie s s (sobresaltado): ¿Q u é ?
Freud se recobra, pero sigue encontrándose mal. De nuevo aprieta la mano derecha contra
su pecho, a la altura del corazón.
F reu d: Discúlpame.
F l ie s s (amable, pero aún molesto): Por supuesto, q u e rid o a m ig o , por su
puesto.
F reu d : Me siento mal.
Freud se ha acurrucado de nuevo en el banco. Está muy pálido.
F l ie s s (sin bondad): ¿ Q u é te p asa ?
F reu d: La crisis.
F l ie s s : ¿Q ué c r is is ?
266
F reu d (maquinalmente, como m édico): O p r e s ió n , a r r it m ia , q u e m a z ó n e n
la r e g ió n c a rd ía c a .
Ayúdame.
(secamente): No deseo otra cosa, pero tú me dices que no hay
F l ie s s
nada que hacer.
Unos viajeros llegan al andén. Es evidente que a Fliess le molesta estar con ese hombre en
plena crisis nerviosa. Tanto más cuanto que empiezan a mirarlos.
F r e u d : S i p u d ie ra s ...
267
Fliess parece manifiestamente aliviado por la ¡legada del tren.
F l ie s s : ¡Claro! ¡Claro! Si me proporcionas las fechas, será perfecto.
El tren entra con estrépito en la estación. Se para.
Freud, ayudado por Fliess, sube a un compartimento de segunda clase y cierra la porte
zuela. Fliess espera un momento.
Freud, ya en el interior, aparece en la ventanilla después de bajar el cristal. Mira a Fliess
con una especie de pasión —profunda y a la vez decepcionada.
Empieza a hablar; sigue con su expresión sombría, pero ha recobrado un poco de su habi
tualftrmezA
F reu d: ¿Cuándo será el próximo congreso?
/ Hess se echa un poco hacia atrás para responderle.
que sea an tes de seis m eses.
F l i e s s : N o creo
1 Dentro de seis meses habré ganado o perdido.
reu d:
(De nuevo con dure^x): Mañana iré a casa de Cecily. Voy a profundizar
en la dirección que hemos acordado. Tendré contra mí a todos mis
colegas y a la ciudad entera, pero te juro que iré hasta el final.
Si pierdo... (Se ríe.) Bueno, el próximo congreso no se efectuará.
El tren arranca.
( Con verdadera aflicción):
Adiós, Wilhelm.
Fliess avanza por el andén unos momentos, a la altura del compartimento de Freud.
F l i e s s : ¡Adiós, Sigmund! Saluda a Martha y da un besoa los niños
de mi parte.
El tren toma velocidad. Fliess se para.
(G ritando): Y no olvides anotar las fechas.
El tren desaparece. Fliess vuelve a su sitio. Se sienta. Una mujer joven está sentada en el
sitio que ocupaba Freud. Mira a Fliess que, evidentemente, le gusta. Fliess la mira con atrevi
mientoy le sonríe.
268
( 11)
EN EL TREN
Freud deja el pasillo y entra en su compartimento. Alfondo, tres hombres de aspecto muy
ordinario juegan a las cartas silenciosamente sobre la tabla sujeta entre las dos ventanas. Son
los únicos ocupantes del compartimento. (Es un compartimento de fumadores y están fu
mando.)
Freud se sienta en una esquina, al lado del pasillo. Al principio, en el sentido contrario a
la marcha. Pero se siente aturdido por el desfile de árbolesy casas. Se levanta y se instala en la
esquina opuesta. Se recuesta en el respaldo del asiento apoyando la mano en el braza, e intenta
dormir, con el sombrero sobre los ojos.
Primer túnel, muy corto. Cuando el tren sale del túnel, Freud se agita un poco, abre los
ojos un instante y los vuelve a cerrar.
Losjugadores, al principio inmóviles, aprovechan que vuelve la luzy uno de ellos baja una
cartay recoge las que están sobre la mesa, llevándose la baza.
El ju g a d o r : ¡Picos, repicos y zapatero!
En ese instante, el tren se interna en un nuevo túnel (las luces no están encendidas).
U n o d e l o s ju g a d o r e s (que iba a ju ga r,fu rioso): ¡Coño!
Un momento de oscuridad total. Cuando el tren sale de ella, Freud está completamente
despierto. Se quita el sombrero tirolés, coge su maleta de la redecilla y saca de ella una chiste
ra. Se la pone.
V oz e n « o f f » d e u n o d e l o s ju g a d o r e s : ¡Perfecto! Venga a jugar.
Freud se vuelve hacia ellos; los tres hombres le sonríen animándole.
Entonces reconocemos a Memert (elegante y todavía joven, tal como lo vimos en la primera
escena de la película), a Breuer (tal como aparece en la primera parte) y a Fliess. Los tres
llevan chistera.
Freud se sienta al lado de Meynert y coge las cartas que le tiende Breuer.
M (desagradable): Por supuesto, usted no sabe jugar, ¿no?
e y n e r t
269
Freud se levanta y saluda.
F l ie s s (lo mismo): ¡Mi h ijo !
Mientras habla, arranca las páginas del libro y las pone de golpe contra la tabla, como si
fueran cartas.
(A F reud): Usted tiene que aparentar que no se da cuenta.
Meyn ert: ¿ C r e e n ustedes q u e sa b rá h a c e rlo ?
(como si hablara de un niño): Por supuesto que sabrá. (A F reud):
F l ie s s
Escucha, pequeño, sólo tienes que hacer como yo.
M eyn ert: N o , se ñ o r.
¡C o m o yo!
B r e u e r : Discúlpeme, ¡como yo!
Fliess señala a ¡'reud.
(riéndose): Es un pequeño indiscreto.
F l ie s s
T (riéndose, salvo F reud): ¡U n p e q u e ñ o in d isc re to !
odos
Los tres hombres lo miran; han dejado de reíry parecen estupefactos y aterrados.
Meynert se inclina hacia él afectuosay tristemente:
M e y n e r t : ¡Pero c ó m o , h ijo mío! ¿No lo sabes?
270
Freud se vuelve hacia Fliess. Su sitio está vado; se vuelve hacia Meynert y Breuer; pero
ellos también han desaparecido.
V oz en «o f f » ¡Revisor!
Freud se vuelve: esJakob Freud, su padre, que le está señalando los sitios vacíos.
J akob : N o tenían billete, por eso han muerto.
F re u d (vocecita infantil): Y o c re ía q ue ib a n a p ro te g e rm e .
* En castellano se pierde el juego de palabras entre «co n tró leu r» y «contró le». (N .
d e la T.)
271
Y que, por tanto, aparecen al fondo del asiento de enfrentet mientras que los tres juga
dores reales continúanjugando, pero a la izquierda y alfondo del compartimento.
¿Liberarme de ellos? ¿Avanzar yo solo?
Desaparecen. En su lugar, aparece fakob vestido de revisor. Sonríe a su hijo.
No necesito profesores.
Hs a mi v e r d a d e r o p a d r e a quien le corresponde ayudarme. De ve
ras, no quiero a nadie por encima de mí.
Salvo el que me ha procreado.
f i l rostro de Jakob, que se había revestido de una gran majestad (que desde luego no le co
nocíamos) y que se parecía a Moisés, desaparece,
i reud sigue sombrío pero sus ojos se iluminan.
Interpretar los sueños...
( 12 )
F reud: Al 66 de la Toringassc.
l i l rellano He una escalera (ya descrita) en el 66 de la Loringasse, ante la puerta de los
padres de Freud.
Freud acaba de llamar y Martha le abre. Lo mira con estupor y él no parece menos
asombrado que ella.
M arth a : P e ro ¿q u é hace s a q u í?
Fre u d : que esta noche, en el tren, h e tenido remordimientos. No
K s
F r e u d : ¿ P o r q ué n o m e has te le g ra fia d o ?
No es grave.
272
La puerta delfondo se abre. La madre aparece.
F reu d: ¡Mamá!
La madre sigue siendo guapa y conserva su porte distinguido, pero ha envejecido mucho.
Mira a Freud con sorpresay alegría. Le tiende la manoy Freud se inclina, la cogey le da
un largo beso.
La m adre: ¡Has venido! ¡Has venido!
La madre le acaricia suavemente la cabeza, con la mano izquierda.
Le señala la puerta abierta y se aparta para dejarle pasar.
Entra.
Freud entra y Martha lo sigue, obedeciendo al gesto cariñoso de la madre, que cierra la
marcha y entra detrás de ellos.
¿Sabias que estaba peor?
F reu d: No.
Se vuelve hacia su madre con una alegría algoficticia.
Estoy en un mal momento; mis investigaciones me arrastran... no sé
adonde. Hn esos casos, un hijo va a ver a su padre ¿no?
Lm madre duda. Freud mira el sillón vacío de Jakob, luego mira a su madre que vuelve
la cabeZA- Freud insiste:
Necesito ver a papá. Eso me dará valor.
La madre se vuelve hacia él y lo mira defrente. Sin el menor reproche en su voz:
L a m a d r j:: Hace mucho tiempo que no venías a verle.
Freud mueve la cabeza; se nota que tiene remordimientos.
F reu d: Mucho tiempo.
La madre le pone las manos sobre los hombros.
L a m adre: Vas a encontrarle cambiado.
Le sonríe dulcemente, para atenuar la impresión que va a causarle.
La enfermedad le ha debilitado mucho.
F reu d (con voz ahogada): Pero ¿q u é tiene?
L a m a d r e : Todo y nada. Es la edad.
273
Freud se dispone a salir. Delante de la puerta delfondo, vacila, pero finalmente la abre
con cuidado y entra. Las dos mujeres intercambian, en silencio, una mirada consternada.
En la habitación del padre. Una gran cama entre ¡as dos ventanas. Medicinas y un ter
mómetro sobre la mesilla de noche.
Jakob Freud está sentado en la cama, recostado en dos almohadas. Su expresión sigue re
flejando una gran dulzura, pero es evidente que está muy débil; se le va la cabeza y su sensibi
lidad se ha exacerbado convirtiéndose en una sensiblería llorona.
Con una profunda ternura, mira a su hijo que está ante él muy violento. Empieza a ha
blar con voz temblorosa.
J akob : ¡Has venido! ¡Has venid o !
Sus ojos se llenan de lágrimas. Freud está cada vez más violento. Se nota que le horroriza
ver llorar a su padre. Una vez más, se le niega la ayuda que venía a pedir.
En este momento desearía poder marcharse lo más deprisa jxtsible. Pero está cogido en ¡a
trampa. La senil y tierna voz prosigue implacablemente.
Quédate un rato conmigo.
Coge una silla.
¡•reud acerca una silla a la cama y se sienta al lado del enfermo.
¡Hl señor consejero áulico!
F rkud: Papá, ¡yo no soy consejero!
J akob : Claro que sí.
274
FLASH-BACK. UNA CALLE DE VIENA
Jakob tiene cuarenta y cinco años. Su barba está aún totalmente negra. Lleva una extraña
gorra. Sus ropas están limpias pero son pobres. Lleva de la mano a un chiquillo de seis o siete
años que corretea a su lado, muy orgulloso y que, de vez en cuando, lo mira con admiración.
Voz en « off » de J akob : Cuando tenía que hacer visitas, te llevaba
conm igo. Siem pre.
¡E stallas tan orgulloso! ¡Un principiante!
Un hombre grueso, de cuerpo fornido y de aspecto acaudalado, viene a su encuentro. Lleva
un abrigo con cuello de pieles y un «Cronstadt».
De repente los ve y se dirige hacia ellos, bastante amenazador. El chiquillo no se da cuenta
de nada. Cuando el hombre corpulento llega a la altura de Jakoby Sigmund, se para.
E l h o m b re g o r d o : ¡N o vayas por la acera, judío!
Y le tira la gorra al arroyo de un revés.
Recoge tu gorra y quédate en la calzada.
El chiquillo, furioso, quiere lanzarse contra el hombre, pero Jakob lo retiene; el niño, en
tonces, intenta darle patadas, pero el desconocido está yafuera de su alcancey se aleja sin ni si
quiera volver la cabeza.
Jakob se agacha sin soltar al niño y recoge la gorra. Mientras se la pone, dice:
J akob : ¡Ven!
E l p e q u e ñ o S ig m u n d : ¿Adonde?
J akob : Por la calzada.
Caminan por la calzada los dos. Pasa un coche y los salpica. La expresión del pequeño
Freud se vuelve sombría y terca. (La misma que hemos visto con frecuencia en el rostro de
Freud.)
Voz en « o ff » de J akob : Eras un niño difícil de llevar.
La noche de ese incidente. Vivienda bastante miserable. Unas chiquillas, delgadasy enfer
mizas, juegan en un rincón con unas muñecas de trapo.
La habitación es grande y triste. Pocos muebles. La madre está quitando la mesa. El
buenJakobJuma una pipa en su sillón. Está cansado.
El pequeño Sigmund se acerca a él con una mirada interrogante donde se mezclan el estu
por y la desesperación.
275
Voz en « off » de J akob : Aquella noche estabas resentido conmigo.
¡Ah!, ¡qué resentido estabas!
En la habitación del anciano Jakob. Freud lo mira y , a pesar de la barba y las arrugas,
vemos de nuevo reflejado en su rostro sombrío el estupor desolado del niño.
F reu d : Padre, por favor...
(U n a p a u s a .)
h e suelta la mam.
El anciano quiere hablar; Freud levanta la mam para impedírselo.
No hables. Te cansas.
J akob : ¡Déjame, hijo! Tú no te acuerdas de lo mejor.
276
car, y a todos los judíos humillados. Seré el mejor de todos. Venceré
a todo el mundo y no retrocederé jamás.
La aspereza de la entonación, tan insólita en un niño, sobresalta a Jakob.
Deja de sonreír, mira al niño y comprende que está luchando por no avergonzarse de su
padre. Su rostro rejleja una profunda tristeza, como si adivinara, con remordimientos, que su
acto influiría en toda la vida de su hijo.
V oz en « off » del an c ia n o J akob : Y a nunca fuiste el mismo.
( U na p a u s a .) ¿Acaso podía yo subir de nuevo a la acera?
Freud, a costa de un enorme esfuerzo, se obliga a coger la mano de fakob. El anciano son
ríe sin abrir los ojosy poco a poco se adormila.
Lentamente, el rostro de Freud recupera su permanente y casi malvada dureza (tal como
lo vimos al principio de esta tercera parte).
V oz e n « o f f » ( le ja n a y ca si su su rra n te d e l a n tisem ita ):
¡Puerco judío! Recoge tu gorra.
V oz en « off » de J akob : Y o no soy Amílcar.
V oz en « off » del pequeño S ig m un d : Y o vengaré a todos los ju
díos. No retrocederé jamás. Nunca bajaré a la calzada.
Freud mira a su padre dormido con un desprecio lleno de rencor y le suelta la mano,
aprovechando el letargo del enfermo.
277
Mientras se levantay da media vuelta, la voz en «off» del niño quefue, repite:
¡Jamás!
¡Jamás!
¡Jamás!
Sale, con una expresión malévola e implacable,y cierra la puerta sin hacer ruido.
Im madrey Martha van hacia él, pero su mirada las detiene.
[.A m a d r e (tím id a m en te): ¿Cómo le encuentras?
Freud sonríe sin responder, besa a su madre en la frente y dice a Martha con voz neutra:
F reud : ¿P u ed es e n c a rg a rte de m i m ale ta y del rü ck sack ? Voy a casa
d e u n a en ferm a.
( 13)
Una calle de las afueras de Viena. A la izquierda, casitas de dos pisos (gente de clase
media), solaresy, alfondo, muy lejos, chimeneas de fábricas.
A la derecha, un edificio de cinco pisos, bastante viejo, habitado a partir del segundo. (En
el entresuelo, locales vacíos, con las ventanas abiertasy los cristales rotos.)
Después del edificio, una verja rodea un jardín bastante grande que parece abandonado.
(La hierba invade los senderos, los arbustos no se han cortado desde hace tiempo, ni se han po
dado los árboles.) Alfondo deljardín, una casita de una sola planta, confortabley visiblemente
mejor construida que las otras; puede que sea un antiguo pabellón de caza.
Estamos en la Prinz Eugen Gasse. Freud avanza por la calle. Conserva su sombrero ti
rolés. Camina por la acera de la derecha intentando reconocer la casita de la que Breuer le ha
hablado. En cuanto deja atrás el edificio y se encuentra ante la verja, no lo duda más: ahí es
donde deben de vivir las señoras Kortner.
Se acerca a la entrada y antes de llamar se quita el sombreroy arranca la pluma tirolesa,
que se mete luego en el bolsillo. Después se pone de nuevo el sombrero.
278
Llama. Largo silencio.
Luego, una mujer vieja aparece en el umbral de la puerta de la casa y le grita desde lejos,
sin amabilidad.
L a v i e j a (grita n d o ) : ¿Qué quiere?
F r e u d (g rita n d o ): ¿La señora Kórtner?
L a v i e j a (lo m ism o ): No está.
F r e u d (lo m ism o ): ¿Y la señorita Kórtner?
L a v ie ja : N o recib e a n ad ie.
F reu d : Pregúntele...
La vieja cierra la puerta de la casa. Freud permanece inmóvil ante la verja, un poco en
corvado, pero su rostro refleja su decisión inquebrantable.
Al cabo de un momento, toca de nuevo el timbre. La puerta de la casa permanece cerrada.
Freud levanta el picaporte, pero esa puerta tampoco se abre. Está cerrada con llave.
Permanece ante la verja; espera sin moverse —como un mendigo que sabe que con su insis
tencia conseguirá que la gente abra su monedero.
Una esbelta mujer, vestida de negro, avanza a lo largo del edificio, a pleno sol, proyectando
a sus pies una pequeña sombra (son las diez de la mañana, aproximadamente). Se acerca a
Freud sin hacer ruidoy le pone la mano en el hombro. Es la señora Kórtner.
L a señora K o rtn e r : ¿Qué desea usted, señor?
La señora Kortner lo mira de frente. Desde que la vimos por última vez ha envejecido y
su expresión se ha vuelto más dura. En la comisura de sus labios se ha formado un pliegue
malévoloy despreciativo. Su vestido negro, aunque de buen corte, es de tela barata.
279
Fueron los médicos los que provocaron la enfermedad de mi hija.
F reud : ¡Señora Kortner! Sabe usted muy bien que eso no es verdad.
El doctor Breuer...
L a señora K o rtn er : Mi hija es una niña insoportable y el doctor
Breuer cometió el imperdonable error de tomarla en serio. Se cree
una mártir, doctor, y su única desgracia es que su padre la mimó de
masiado.
Empuja a Freud, sin cortesía, rebusca en su bolso y saca un manojo de llaves, introduce
una de ellas en la cerradura y la bace girar.
Mientras abre la puerta:
Adiós doctor.
Entra en el jardín y l !reud la sigue de forma (]ue, al volverse ella para cerrar la puerta,
él ya está dentro.
La señora Kortner te lanza una mirada furiosa con sus hermosos y duros ojos, pero no
consigue intimidarle; el hombre cjue tiene delante es aún más duro y más decidido que ella.
Se siente irritada y la sequedad incisiva de su voz se convierte en violencia.
La señora K o rtn e r : ¡Fuera de aquí!
1 reud (sin levantar la voz): Usted no q u iere a su hija, señora.
I m ira transforma el rostro de la señora Kórlner; de repente se vuelve tan vulgar como
una verdulera.
La señora K o rtner (vulgar y violenta): ¡Puerco!
levanta la mano y trata de pegarle, t reud le sujeta la mano por la muñeca y se la retiene
un instante. Pero ese instante basta para que la señora Kortner recobre su sangre fría y su
apariencia de burguesa distinguida.
(M uy fría, im periosa):
¡Suélteme!
Freud la suelta, inclinándose ligeramente como para disculparse.
Me toma usted por una mala madre ¿no?
F reu d : N o.
L a señora K o rtn e r : Se nota en sus ojos.
(Una pausa. Desafiándole):
Míreme. En cuatro años he envejecido veinte. Y a no me tengo en
pie. Por las noches sólo duermo cuatro horas.
¿Sabe usted por qué? Porque me he convertido en la abnegada enfer
mera de una hija que me odia y que me desea la muerte.
F reu d : ¿Y eso qué? Usted la cuida pero no quiere que se cure. Echó
280
a la c alle a los m éd ico s y ah o ra c u ltiv a su e n ferm ed ad p orque le p er
m ite d o m in arla.
La madre lo mira, furiosa pero insegura. Freud improvisa; es una baladronada. Insiste
porque la señora Kortner parece herida en lo más vivo.
L a s e ñ o r a K o r t n e r (fr ía y lúcida): Yo no eché a la calle a los médi
cos.
(R isa amarga.)
No vienen ya porque estamos arruinadas ¿comprende? Interrumpie
ron sus visitas a domicilio en cuanto comprendieron que no tenía
mos ni un céntimo para pagarles.
Con una desafiante ironía, segura de la respuesta:
Doctor I'reud, ¿acepta usted tratar a Cecily gratuitamente?
I’ reu d : Sí, señora.
Grave y firmemente.
Me comprometo a ello.
(IJn silencio.)
¿Y bien?
I .a señora Kortner lo mira desconcertada.
Cecily tiene una oportunidad de curarse. ¿Va usted a negársela?
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Conozco a los hombres, médicos o no; no ha
cen nada por nada. No creerá usted que le tomo por un filántropo,
¿no?
¿Qué interés le guía?
281
La señora Kórtner duda, en silencio. Al cabo de un momento, se dirige a la puerta de en
trada, la cierra, da la vuelta a la llave y se la guarda de nuevo en el bolso.
L a s e ñ o r a K ó r t n e r : Sígam e.
Cruzan eljardín. Mientras suben los tres escalones que conducen a la casa, se vuelve hacia
Freud.
Esto es una prueba. Si veo que le hace usted daño, interrumpiré el
tratamiento.
[ reud asiente en silencio.
Fntran en una sala sombría, a causa de los árboles deljardín, y amueblada pobremente.
1.a vieja criada está zurciendo, sentada cerca de una mesa.
Vemos de nuevo algunos muebles del antiguo domicilio, salvados de milagro del desastre
jinanciero de la familia.
I ,a criada levanta sus ojos grises y fríos y mira a Freud con indiferencia; luego, sigue co
siendo.
La señora Kortner se ha parado en medio de la habitación y deja que I reud ciem la
puerta. Cuando éste se vuelve hacia ella, pregunta:
¿Asistiré a sus sesiones?
I' reud ( cortés, pero firm e): No, señ ora.
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Bien.
La señora Kortner señala una puerta al fondo de la habitación.
lis ahí. Entre.
} suelta una risita seca y llena de rencor mientras Freud cruza la habitación.
Aún queda lo más difícil. Cecily tiene que aceptarle.
Freud llama a la puerta.
Voz en « off » de C e c il y : ¡Adelante!
( 14)
LA HABITACION DE CECILY
Es pequeña y amueblada pobremente. En un rincón hay una mesa can una jarra y una
palangana. Dos sillas, una rocking-chair.
La cama de Cecily está a la derecha de la puerta, pegada a la pared; los pies de la cama
están cerca de la puerta y la cabecera en el extremo más alejado.
282
Dos ventanas: una, entrando a la izquierda, y la otra al fondo. Algunos cuadros baratos
intentan —con más o menos éxito— disimular las manchas y el moho del papel de las pare
des. Una mesilla de noche llena de libros.
Cuando Freud entra, Cecily, acostada y con la cabeza apoyada en dos almohadas, está
leyendo. ■
Baja el libro que sostenía ante sus ojos, que son totalmente normales, y mira al recién lle
gado. Un largo silencio, y luego:
C e c il y : Sé quien es usted.
Esboza una misteriosa sonrisa de connivencia con ella misma. Le sigue mirando y dice,
lentamente:
Usted es el doctor Freud. Su amigo se llamaba Fliess.
Con una expresión vaga y lejana:
¿Y el otro? Ese que era tan cobarde, ¿cómo se llamaba?
Cecily ya no tiene ese aspecto inocente que sedujo a Breuer. Sigue siendo una muchacha,
pero con la mirada sagaz y despreciativa de una mujer. Elpliegue de amargura que se advier
te en las comisuras de sus labios no se borrará en las escenas siguientes, hasta su curación.
F reud (con una im perceptible complicidad): ¿El cobarde? Breuer.
C e c il y : ¡E so es! Breuer. Y su mujer se llamaba Mathilde. Dicen que
le hizo un hijo, ¿n o ?
F reud : U n a n iñ a.
C e c ily (sonrisa de desprecio): En Venecia, claro. El hijo de la laguna.
Aparta la manta con violencia. Tiene el camisón levantado hasta las rodillas; sus piernas
presentan las características ya observadas en la histérica de la primera parte y en feanne (la
paciente de Charcot).
283
C ecily (con una sonrisa irónica): Contracciones histéricas. Anestesia
de ambos lados.
Ya ve usted que estoy al corriente; ¡hace tanto tiempo que esto dura!
Freud se acerca y esta vez Cecily no hace ningún gesto para impedírselo. Freud sube la
manta y se la remete.
Muy amable.
Parece usted el marido de Mathilde. ¿Cómo dice usted que se llama?
F reu d : Breuer.
C e c il y : liso es. ¿Cómo se llama su mujer, doctor F'rcud?
I reud : Martha.
C e c il y : Q ue D ios la ben d iga.
Durante toda la escena se mostrará dulce y convincente, pero sus ojos duros y jijas tienen
un brillo inquietante; se nota que no experimenta ninguna simpatía hacia (Jecily y que está
dispuesto a lodo para comprobar can ella la verdad de su doctrina.
C e cily (echándose a reír): ¡O tra vez!
Y luego, cuando me haya puesto usted enferma de muerte, huirá a
todo correr, ¿no?
Fstoy muy bien así. Si me devolviera usted el uso de las piernas iría
por las calles de la ciudad y...
F reud : ¿Y qué?
C e c il y : Nada. Tonterías.
284
C e c il y : Es que ¿sabe? Tengo angustias. Según los libros, los histéri
cos no tienen angustia.
F reu d : L ee u sted lib ro s estú p id o s. L o s h istérico s p ued en e sta r a n
gu stiad o s y las p erso n as n o rm ales tam b ién .
L'reud, totalmente desconcertado, da vueltas y más vueltas al libro que tiene entre
sus manos.
C e c i l y (sigu ien d o con su id e a ) : Es que, ¿sabe?, no quiero que me cure
las piernas, pero sí que me quite las angustias.
(S e son ríe a s í m ism a .)
Si puede.
F reu d : Intentémoslo.
285
C e cily (con toda naturalidad): ¿H a m atad o u sted a a lgu ie n ?
F reud (sereno): C asi.
C e c il y : E so te n ía que te rm in a r así.
F reud : Cuando las personas están despiertas se defienden con todas
sus fuerzas contra los recuerdos que quieren olvidar.
C ecily (irónica): Y cuando duermen por medio de la sugestión, re
cuerdan todo lo que uno quiere.
F reud : Ha comprendido usted Luego, se les cuenta lo que han di
cho en estado de hipnosis. Pero al despertarse, recuperan la m entali
dad, los tabúes y las interdicciones, todos los mecanismos de repre
sión. El recuerdo reprimido les produce horror cuando lo recuerdan;
se habían organizado precisamente para reprimirlo. Resulta una con
frontación demasiado brutal. Hay que. ir despacio, hablar con los en
fermos cuando están totalmente despiertos, atacar sus defensas y de
bilitarlas ( t o c o a poco.
C e cily (riéndose): ¿Y el amante de Mathilde? ¿Que queda de su mé
todo? ¡Estaba tan orgulloso de él!
F reud : ¿Breuer? En cuanto a lo esencial, su método no h a cambia
do. Y a no utilizamos el hipnotismo, eso es todo.
C e c il y : E n to n ces ¿qué h arem o s?
( ' r e u d : Bueno, usted hablará de lo que quiera. Dirá todo l o que le
venga a la mente, por muy descabellado que le parezca. La casuali
dad no existe: si usted piensa en un caballo y n o en un sombrero, es
por una razón profunda. Esa razón la buscaremos juntos, y cuanto
más se v ay a acercando a ella, más se irán debilitando sus resistencias
y menos doloroso será descubrirla.
C e cily (divertida): Es como un juego de sociedad.
I'REud : Sí. El juego de la verdad. Empiece.
C e c ily : ¿Por d ó nde?
F reu d : Y a se lo he dicho: p or lo que qu iera.
286
Es evidente que Cecily se está divirtiendo. Por el momento, lo importante para esa solita
ria es la presencia de un hombrey el juego quejuega con él.
C e c i l y (con v ivez a ): Es fácil; el de la última noche lo tengo tres o cua
tro veces a la semana. Con algunas variantes, naturalmente. Estoy
segura de que es un castigo.
Yo era...
( 15)
Vemos el sueño de Cecily mientras nos lo va describiendo. Es de noche. Una calle ilumi
nada por la luz mortecina de un farol de gas. A lo lejos, una mujer, que es Cecily, pero a la
que apenas distinguimos, va y viene por la acera. De lejos parece que va vestida como la clásica
prostituta.
F r e u d ( voz en « off» ): ¿Ha visto usted alguna vez mujeres haciendo la
carrera?
C e c i l y ( voz en « o ff» ): Por supuesto.
F r e u d ( voz en « o ff» ): ¿Iba usted vestida como ellas?
C e c i l y ( voz en « o ff» ): No.
Bruscamente, vemos a Cecily que sale de la oscuridad. Lleva un vestido de novia, total
mente blanco, velo blancoy jlores de azahar. Pero su rostro está terriblemente maquilladoy re
sulta casi repugnante, envejecido por ese maquillaje burdoy exagerado.
Llevaba un vestido de novia.
Por otra parte, el vestido de novia tiene un enorme desgarró» en la parte delantera, por el
que se It ve la pierna hasta por encima de la rodilla.
Es extraño. Tenía un desgarrón, y eso me daba vergüenza.
Vay viene por la acera, debajo delfarol.
F r e u d ( voz en « o ff» ): Reflexione un poco Cecily. ¿Cuándo ha visto us
ted un vestido de novia desgarrado?
Cecily se para bajo elfarol y parece reflexionar.
C e c i l y ( voz en «off»): Nunca.
287
F r e u d ( voz en «off»): ¿Y otros vestidos tampoco?
C e c i l y (voz en «off»): ¡Ah, sil El vestido negro de mi madre. Se lo
desgarró ayer y lo zurció a mi lado, mientras yo leía.
La prostituta Cecily, como si estuviera satisfecha con esta respuesta, empieza de nuevo a
pasear.
Pasa por delante de una puerta cochera. En un rincón oscuro vislumbramos de repente
una sombra inquietante: un hombre inmóvil que espera.
Voz en « off » de C e c il y : Y o tenía un extraño nombre. Putifar. Ya
salxr, como la reina de la Biblia*.
Ahora la sombra es más nítida, lis un señor muy bien vestido, al que vemos de espaldas.
Lleva una chistera.
El se ñ o r (susurrando): ¡Putifar! i Putifar!
Cecily, que lo había dejado atrás, vuelve hacia é l Cuando está a su altura, saca de su bol
so un anillo de oro y se lo tiende.
Voz en « o it » de C e c il y : Tuve un cliente.
1:1 señor, que continúa de espaldas, tiende el dedo índice y vemos que Cecily le pane en él
su anillo de ora.
I -r e u d (voz en «off»): ¿Cómo era él?
Voz en « o h *» de C e c il y : No le vi la cara.
Le di un anillo de oro, lira demasiado grande para su dedo.
La mano del señor se dirige hacia el suelo y el anillo cae. El señor huye a todo correr y, en
su desconcierto, empuja a Cecily tan brutalmente que la tira al suelo.
1luyó y me tiró al suelo.
En el momento en que Cecily cae al suelo, se oye una carcajada. Se abre una ventana del
primer piso del edificio ante el cual ha caído Cecily y se ve a una mujer riéndose.Lleva el clá
sica vestida de las prostitutas.
Una mujer se rió y dijo:
L a mujer (se la ve hablar. M uy ordinaria): No v a lía la pena m atarm e.
Voz en «OFF» de C e c il y : Me daba igual lo que pudiera decirme.
Pero me había hecho mucho daño al caerme en la escalinata.
Dejamos de ver a la mujer de la ventana para enfocar de nuevo a Cecily. Mientras mirá
bamos a la mujer, el decorado ha cambiado.
288
En efecto, Cecily se ha caído A .v /..-! e s c a l in a t a de su antigua villa. La puerta cochera ha
desaparecido, pero vemos tres escalones que conducen a la puerta vidriera, que está abierta.
Cecily sigue vestida de noviay está de rodillas en uno de los escalones. La puerta vidriera,
las ventanas y los escalones están iluminados por unafuerte luz. Es pleno día.
Se vislumbra el interior, quey a conocemos.
Cecily /lora como una niña pequeña, con grandes sollozosy haciendo pucheros.
Las lágrimas resbalan por sus mejillas.
F reu d en «off»): ¿Q ué e sc a lin a ta ?
( vo z
* S ic en el o rig in al. (N . d e la T .)
289
10
C e c il y : Sí, muy a menudo, pero lo referente a Putifar es la primera
vez.
F reu d : El tema de la prostitución ¿se presenta con frecuencia?
C e c il y : Sí. Y la mujer de la ventana y la caída en la escalinata.
F reu d : ¿Cuándo soñó usted eso por primera vez? ¿Mucho tiempo
después de la muerte de su padre?
C e c il y : M uch o tiem p o an tes .
290
F reu d : ¿Q u ién ?
C e c ily : P ap á. T am b ién se lla m a b a Jo sep h .
F reu d : ¡Ah! (Un silencio.) Cuando usted era pequeña ¿la empujó un
día y usted se cayó?
La imagen estalla.
La habitación de Cecily.
C e c ily (que da m uestras de cansancio): Nada más. Absolutamente nada.
F reu d : Sin embargo, veinte años después se acuerda usted de esa
caída. ¡Y ha olvidado tantas cosas! Hasta el nombre de mi amigo
Breuer.
¿Por qué la recuerda?
C e c il y : No tengo ni idea. ¿Acaso sabemos por qué recordamos un
acontecimiento en vez de cualquier otro?
Y a no voy a contarle nada más; estoy demasiado cansada.
Su método es agotador; mucho más que el hipnotismo. Me doy
cuenta de que hoy es imposible sacar nada más de mí.
291
en la escalinata. Todos los detalles que pueda proporcionarme me se
rán útiles.
Cecily lo mira atentamente. Ije sonríe pero sin simpatía.
C e c i l y (medio en serio, medio en broma): No me gustan sus ojos.
(16)
292
M a r t h a (sonrisa un poco triste; un poco irónica, sin ninguna intención de ser
desagradable): Dudo de que tus enseñanzas se parezcan a las de Jesu
cristo.
Se marcha, dejando a Freud solo con los niños. Mathilde aprovecha la ocasión para acer
carse un poco más a Freud.
M a t h ild e : ¿E s v e rd a d qu e lo ten d rem o s?
Freud le habla con una gran dulzura; su rostro se iluminay parece alegre:
F reud : ¿Q ué, q u erid a m ía?
M a th ild e : N o sé d e c ir el n o m b re; la m áq uin a.
F r e u d : ¡Ah! ¿El teléfono? ¡Pues claro, Mathilde! Lo instalarán uno
de estos días.
M a t h i l d e : Yo hablo en esta casa y tú estás en otra casa y me oyes.
F r e u d : Sí.
M a t h i l d e : Y si te doy un beso ¿te darás cuenta desde la otra casa?
F r e u d : No.
Freud se deja besar e incluso le devuelve sus besos. Y luego, de pronto, su rostro se vuelve
duro y casi malvado.
Se suelta y pone a Mathilde en el suelo, sin violencia, pero confirmeza. Mathilde lo mira
estupefacta. Freud mira al vacío.
Mathilde, asustada por ese rostro duro e impenetrable que nunca le ha conocido a su pa
dre, se echa a l l o r a r
Martha, que entraba en ese momento, ha visto toda la escena.
M a r t h a (trastornada): ¡M ath ild e!
La besa maquinalmente en la frente y sale. Martha se queda mirando durante largo rato
la puerta por la que Freud ha salido.
293
( 17 )
EN LA HABITACIO N DE CECILY
Media hora después. La señora Kortner está cosiendo, sentada a la cabecera de Cecily.
Lleva un vestido negro, como siempre, y una camisola de encaje que le llega hasta la barbilla.
Cecily está inmóvil en su cama, recostada en unas almohadas, como la víspera. Sus ojos fijos
parecen agrandados por la angustia. De vez en cuando, crispa un poco las manos sobre la
manta.
Las dos mujeres no intercambian ni una palabra, pero la señora Kortner mira a Cecily
de vez en cuando.
Esas breves ojeadas son frías y objetivas. Ninguna ternura. (Mando inclina la cabeza so
bre su labor; Cecily le lanza unas rápidas y solapadas miradas con el rabillo del ojo.
Entre las dos mujeres se siente una tensión extrema pero silenciosa. Nos damos cuenta de
que se trata de una escena cotidiana. Todos los días, la señora Kortner viene a «cuidar» a su
hija en silencio.
Llaman a la puerta.
Sin esperar respuesta, la vieja criada abre la puerta, Se aparta para dejar pasar a
Freud. Luego, cierra la puerta.
L a v ie ja : El doctor I'reu d
Freud se inclina en silencio ante la señora Kortner\ que hace una ligera inflexión de cabe
za sin pronunciar palabra. Se levanta, recoge sus cosas sin prisa y se va.
Antes de que cruce el umbral de la puerta, Freud se vuelve hacia Cecily y le sonríe. Ella
le guiña un ojo para mostrar que se ha dado cuenta de su presencia, pero no intercambian ni
una palabra. La señora Kortner cierra la puerta.
El rostro de Cecily cambia inmediatamente. Sigue pálida y llena de ansiedad, pero se do
mina. Consigue sonreíry le tiende la mano a Freud con un gesto amable pero abatido.
Freud le estrecha la mano y se sienta en el sitio de la señora Kortner.
Tiene los ojos tan duros y fijos que se diría que son de cristal. Sin embargo, sonríe, pero esa
sonrisa tiene algo de falso.
C e c i ly : T iene u sted u n a so n risa de lobo.
F reu d : L os lobos n o so n ríen .
C e c i ly : ¿No le han contado nunca C aperucita R oja? Había un lobo y
sonreía. Pero la C aperucita Roja estaba en el sitio donde está usted y
el lobo en el mío.
F r e u d (para term inar de una vez, m uy seco): Yo no voy a com erla.
(U na pau sa.)
¿Qué le pasa? ¿T iene angustia?
Cecily asiente con un gesto.
294
¿Ha tenido pesadillas?
C e c il y : N o.. Pesadillas, no.
No he dormido nada.
Alucinaciones. Siempre las mismas: una cara que sangra.
F reu d : ¿La cara de qu ién ?
C e cily (ambigua): Una cara...
F reud : ¿Una cara de hombre?, ¿de mujer?
295
C e c il y : Mucho.
F reud : ¿Y su padre engañaba a su madre con ella?
Delante de la villa, una niña está subiendo los escalones de la escalinata. Un hombre (el
señor Kortner) sale precipitadamente y la tira al suelo.
C k c i l y (voz en « off» ): Claro que no.
F r e u d ( voz en « o ff» ): Me lo dijo usted ayer.
C e c i l y ( voz en «off», con un lig ero cin ism o): Hntonces estaba mintiendo.
La imagen desaparece. Vemos de nuevo a Freud sentado en su silla e inclinado hacia de
lante, mirando a Cecily con severidad.
Cecily, fascinada, quiere protestar, pero Freud no le deja tiempo.
Una mentirosa. Usted misma lo ha reconocido.
Cuando estaba usted en el diván ¿qué le sucedió?
C e c il y : E l quiso m ira r m i ro d illa.
296
Cecily lo mira con una extraña expresión; parece aterrada y al mismo tiempo seducida
por la historia que cuenta Freud.
F re u d : E n esa épo ca, las n iñ a s lle v ab an un o s p an talo n es m u y larg o s
bajo las faldas.
Su p adre tuvo q u e...
(Una pausa.)
Me subió la pernera izquierda del pantalón... despacio... des
C e c il y :
pacio...
El salón de la villa de los Kortner. Un diván. El señor Kórtner está de espaldas, inclina
do sobre el diván. Está subiendo la pernera izquierda de un pantalón ancho, de hilo, largo has
ta los tobillos, dejando de este modo al descubierto primero un calcetín blanco, luego una panto
rrilla, luego ¡a rodilla y al final el principio del muslo.
Este lento y casi voluptuoso movimiento nos parece lascivo por una sola razÁn: la pierna
que se va descubriendo de este modo no es la de una niña de ocho años, sino otra, muy bella, de
una mujerjoven.
Entonces nos damos cuenta de que la persona que está echada en el diván no es una niña:
es Cecily a los veinticinco años —la misma que está hablando con Freud—, pero vestida a la
moda de 1878 (miriñaque, tirabuzpnes, pantalones largos). Ahora podemos ver su rostro
aterrado.
El hombre que se inclina sobre ella le produce terror.
Voz e n «o f f » d e F r e u d : Le daba masajes en la pierna.
Usted tiene miedo de mis ojos. ¿Y de los suyos? ¿No tenía usted mie
do?
Cecily, echada en el diván, mira, fascinada, los ojos (invisibles para nosotros) del señor
Kortner, ie l que sólo podemos ver la espalda y lafuerte nuca.
¡Recuerde, Cecily! Recuerde su terror. El fue el responsable de que
esa fecha fuera inolvidable para usted.
De pronto, el señor Kortner se inclina brutalmente sobre el rostro de Cecily, ocultándolo
así a nuestra vista; ya sólo vemos su cabeza y sus anchos hombros. Pero es u v i d e n t k que la
está besando en la boca.
Por otra parte, la visión sólo dura una fracción de segundo. Inmediatamente, resuena la
voz en «off» de Cecily.
( Gran grito de Cecily en «off»; terror y , dentro d el terror, una especie de con
sentimiento.)
La visión desaparece; nos encotitramos de nuevo en la habitación. Cecily está recostada en
sus almohadas, aterrada. Freud se inclina sobre ella.
(En cierta manera, estas posturas reproducen las del señor Kortnery Cecily en la historia
que acaba de relatarse.)
297
De pronto, el rostro de Cecily cambia. Ya no expresa terror, sino una especie de vergüen
za irritada.
C e c il y : ¡N o es v erd ad ! ¡No es verd ad !
I'reud se incorpora un poco y aprieta con las dos manos la frente de Cecily.
Hila parpadea y luego cierra los ojos.
F reud : Cierre los ojos.
( Con una voz autoritaria y persuasiva.)
Usted salx: muy bien que es verdad. Lo sabe.
Lo comprendí enseguida, ayer mismo, cuando dijo usted que su pa
dre la había tirado al suelo.
Inventó usted ese falso recuerdo para enmascarar el otro.
Diga que es verdad.
Cecily abre los ojos. Su rostro ha cambiado. Tiene una mirada hipócrita y malévola, y una
sonrisa inquietante y casi satisfecha.
C kcily (con una voz demasiado sumisa y casi irónica):
lis verdad.
( 18)
La ventanilla de los telegramas. I'reud, inclinado, escucha a una empleada que le está re
leyendo el texto de su telegrama.
L a e m p le a d a : Wilhclm Fleiss.
I' r e u d : Fliess; F.L. I.F.S.S.
La empleada se pone las gafas y lee despacio, sin dar ningún sentido a las palabras que
está releyendo.
L a e m p le a d a : Wilhelm Fliess. Marienstrasse, 16, Berlín. Cecily en
contrada. Rotunda confirmación. Nacida 16 de marzo 1870 ag...
ag...
F reud : Agresión.
L a e m p le a d a : Agresión 6 de junio 1878. Catorce casos.
Decidido dar conferencia Sociedad Médica sobre origen six... sex...
F reu d : Sexual.
L a e m p le a d a : Sobre origen sexual neurosis. Recuerdos. Sigismund.
298
(19 )
LA CONSULTA DE FREUD
Dos operarios están terminando de instalar el teléfono. Uno de ellos coloca el hilo telefónico
detrás del escritorio.
El otro descuelga el auricular y llama a la telefonista. El aparato está colocado sobre el
escritorio de Freud. Este, divertido, mira la instalación. Su expresión es malévola y dura, pero
alegre y, por primera vez, se nota que está seguro de si mismo.
Sus tres hijos parecen muy divertidos, sobre todo Mathilde, que está en el grado más alto
de la sobreexcitación. Se ha pegado al escritorio, cerca del aparato y mira al técnico que está te
lefoneando.
299
El empleado la pone de nuevo en el suelo.
(A Freud, con orgullo):
¿Has visto? He hablado.
F r e u d (sonriendo): Lo he visto y lo he oído.
E l e m p l e a d o (a F reud): Todo en orden, señor.
F r e u d : Perfecto.
Le estrecha la mam.
E l em plead o : Adiós, señ o r.
Breuer abre la puerta. Su actitud es amable pero parece que se siente violento.
Br e u e r : Perdone q u e haya entrado sin llamar al timbre. Dos em
300
Breuer lee la tarjeta:
B r e u e r : Origen s e x u a l d e l a s n e u r o s i s .
(Riéndose sarcásticamente):
Los padres violan a las hijas. Es lo mismo de siempre ¿no?
F r e u d ( fr ío y sereno): Cuando las hijas son neuróticas, sí, lo mismo de
siempre.
B r e u e r (ironía llena de malevolencia): Entonces ¿todas las agresiones
sexuales provocan una neurosis?
F r e u d : Seguramente no; el enfermo tiene que estar predispuesto.
B r e u e r (con e l mismo tono): En resumidas cuentas: hay muchos más
padres indignos que hijos neuróticos.
L ' r e u d : Necesariamente.
B r e u e r (lo mism o): ¡ Q u é r e p u g n a n t e e s e l h o m b r e !
(Una pausa.)
F^n serio, Freud, no irá usted a abordar ese tema ante nuestros cole
gas, ¿no?
F reud : ¿ P o r q u é n o , s i e s la v e r d a d ?
B reuer : L'reud, l e ruego encarecidamente q u e tenga prudencia. Aca
bamos de escribir un libro juntos que aparecerá dentro de algunos
días y no es el momento...
F r e u d : Al contrario. Por respeto a usted, acepté que hiciéramos en
él la exposición de sus métodos sin mencionar la sexualidad.
Hoy voy a desquitarme.
B r e u e r : Pero, desgraciado, usted no puede ni imaginarse el escánda
lo que va a desencadenar.
Va usted a hablar ante hombres de edad, de los cuales la mayoría son
padres, incluso abuelos ¡y va usted a atreverse a poner en duda sus
relaciones con sus hijas!
F reud : ¡Y o n o d ig o q u e t o d o s lo s p a d r e s s e a n c u lp a b le s !
B reuer : No. Pero para que haya tantos culpables, sería necesario, si
lo que dice es verdad, que todos hubieran tenido tentaciones.
F r e u d : No t e n g o n i i d e a . D i g o l o q u e s é .
B r e u e r : Si dice usted lo que c r e e que sabe, mi pobre Freud, está us
ted perdido. Y no quiero que me arrastre usted en su caída con el
pretexto de haber firmado un libro juntos.
F r e u d : ¡Ah! Entonces es eso.
B r e u e r : ¡Sí, es eso! No quiero perder mi clientela ni mi reputación.
F r e u d : En resumidas cuentas, tiene usted miedo.
301
B reuer : Y u s t e d , q u e p r e p a r a s u s ju g a d a s a la c h it a c a lla n d o , ¿ a c a s o
n o f u e e l m ie d o lo q u e le im p i d ió p r e v e n ir m e ?
No tengo razón alguna para poner en peligro mi honor de médico y
de hombre por unas teorías imbéciles que no comparto.
F r e u d (ciego de ira): I m b é c i l e s , q u i z á s , p e r o p r o b a d a s .
B r e u e r (con desprecio): ¡Ya sé: trece casos!
F r e u d : Catorce d e s d e anteayer.
B r e u e r : ¿Uno más? ¡Bravo!
I ' r e u d : Uno más. Y de una importancia capital. El de Cecily Kórt-
ner.
B r e u e r (profundamente herido): ¿ Q u é ?
(Se domina.)
Mi querido 1 reud, era m i enferma. Si ha cometido usted la incorrec
ción profesional...
F r e u d : No existe incorrección cuando se trata de socorrer a una
desgraciada que usted abandonó. Por otra parte, el éxito me justifica.
Fstá recuperando el uso de sus piernas.
B r e u e r : ¡Socorrer a Cecily! Pobre muchacha, usted ha terminado de
mancillarla. ¡Socorrer! ¡Usted! Usted no ha socorrido a nadie jamás y
mataría usted a sus enfermos con tal de verificar una de sus teorías.
( Con una especie de celos sexuales):
Fntonces ¿Cecily fue víctima de una agresión?
I ' r e u d : Sí. A los ocho años.
B r e u e r : ¿Y f u e . . . ?
F r e u d : F1 p a d r e .
(20)
302
M a t h il d e : ¿Y a escondidas?
M arth a : N o h a r é n a d a a e s c o n d id a s d e é l. A u n q u e t o d a la c u lp a s e a
su ya.
(Con una esperíe de angustia):
Pero ¿qué me quedará, si la pierdo a usted?
Se echa en los brazos de Mathilde Breuer. Las dos mujeres permanecen abrazadas un
momento. Mathilde está llorando. Martha, hoscay desesperada, no llora.
La puerta se abre bruscamente. Breuer entra el primero con un paso brutal que no le co
nocemos. Freud le sigue. La ira de los dos hombres está llegando a su limite. Las dos mujeres
se separan y los miran aterradas.
B reuer : Mis respetos, Martha. La admiro y la compadezco.
Martha se yergue.
M a r t h a : Nadie tiene derecho a compadecerme. Quiero a Sigmund y
303
(21)
La fachada del edificio no ha cambiado desde 1886. Igual de vieja; igual de barroca.
Pero esta noche es un «edificio sonoro»; por la puerta abierta y por las ventanas se escapan
abucheos, gritos indistintos, silbidos.
De vez en cuando, la voz de Freud pronuncia una frase —por otra parte, ininteligible
para nosotros— aprovechando una precaria calma, y bruscamente comienza de nuevo la alga
rabía.
Pasan unos juerguistas. Dos hombres bien vestidos pero vulgares. Se quedan escuchando y
se ríen. Al pasar por delante de la puerta divisan al portero, que tranquilamente sentado a
horcajadas en una silla, se estáfumando un cigarrillo con absoluta calma.
U n o dk lo s d os h o m b r e s: ¡Cómo v o c i f e r a n a h í d e n t r o !
f \L (con filosofía): i P u e s , s í !
p o r t f .r o
304
En la sala, a lo largo de las paredes, podemos ver una serie de bustos (son los más emi-
mentes médicos vieneses desde el siglo X VIII). Una de esas esculturas, muy reciente, reprodu
ce ¡a cabeza de Meynert. Su nombre está grabado en letras doradas, bajo el busto.
La misma disposición de la sala: un presidente, sentado; Freud está de pie, pálido pero
sonriendo con desprecio. La sala está desatada. El abucheo es general; se oyen palabras, fra g
mentos de frases, silbidos, pateos, etc. etc.
Nuevos abucheos. Algunos médicos, entre los más jóvenes, se consultan con la mirada y se
marchan sin llamar la atención.
Freud, con una absoluta tranquilidad (lo que contrasta extraordinariamente con su acti
tud durante la primera conferencia) se vuelve hacia el presidente de la sesión y le dice algunas
palabras que no oímos (pero cuyo sentido adivinamos: «en estas condiciones es inútil comenzar
un debate»).
El presidente (un hombre corpulento —-y por lo demás igual de indignado contra Freud
que sus colegas) se levanta y declara en medio de la algarabía (más que oírle, se adivina lo
que dice):
E l p r e s id e n t e : Se levanta la sesión.
Freud guarda sus papeles. Sus ojos permanecen sombríos y duros, pero una sonrisa de
triunfo aparece en sus labios como si se alegrase de la actitud imbécil de sus colegas.
1£N EL EXTERIOR. Desde el simón en donde está sentada, Martha observa preocupa
da el tejemaneje de algunos médicos (los que hemos visto salir de la sala), que se han alineado a
ambos lados de la puerta con la intención de abuchear a Freud o de hacerle pasar un mal rato.
305
El portero, preocupado él también, abandona su puestoy se va corriendo; parece que quie
re avisar a un policía que vemos a unos cien metros y que está haciendo su ronda nocturna.
Los médicos se están poniendo de acuerdo. Uno de ellos, el más alto y fuerte (patillas ne
gras, tez sonrosada, aspecto sanguíneo), parece ser el nombrado por elgrupito para actuar como
su improvisadojefe.
Habla (desde el lugar en donde se encuentra Martha es imposible oír lo que dice) con una
malévola sonrisay con mucha animación. (Lleva un bastón)
Freud (chistera, chaqué) sale de la sala completamente solo. Inmediatamente los médicos
empiezan a gritar:
Los m é d i c o s (todos juntos): ¡Asqueroso judío! ¡Asqueroso judío! ¡Puer
co judío!
¡Al ghetto! ¡Al ghetto!
Lreud se detiene un momento, brillándole los ojos con una ira alegre y casi tonificante.
Luego, cru z A entre las dos filas (por otra parte bastante poco densas: unos diez individuos)
como si se tratara de un triunfador.
Al llegar ante el jefe de la manifestación, que dirige los abucheos con un movimiento de su bas
tón, como si fuera un director de orquesta, se para tranquilamentey con un revés de la mano le
tira la chistera al arroyo.
(22 )
EN UN EDIFICIO DE LA BERGGASSE,
EN LA PLANTA BAJA, ALGUNOS MINUTOS DESPUES
306
(Una pausa.)
Sube sin m í y acuéstate. Tengo que escribir una carta.
Martha, con el tono de ironía glacial que ya le es habitual:
M arth a (irónica): ¿A Fliess?
F reud (sin entonación): Sí.
Saca un manojo de llaves, se inclina sobre la cerradura y abre la puerta. Martha se vuelve
y va hacia la escalera. Freud entra.
Freud, en su consulta de médico. Enciende un quinquéy lo lleva a su escritorio. Se quita
la chaquetay luego el chaleco. Se desabrocha el cuello y va a sentarse ante su carpeta.
Reflexiona un momento. Su rostro conserva la expresión de triunfo, pero al mismo tiempo,
el sufrimiento y el cansancio acentúan sus ojeras. ¿Reprobo o mártir? Las dos cosas a la vez.
Coge una hoja de papel, moja su pluma en la tinta y empieza a escribir: Su voz en «off»
recita lo que escribe.
Voz en «o ff» de F reud : Mi querido Wilhelm.
Suena el teléfono. Freud descuelga el auricular.
F reud (interrum piéndose): ¿Diga?
U na voz (sale d el auricular): ¡Puerco judío!
Freud, sin inmutarse, cuelga tranquilamente y coge de nuevo su pluma.
Voz e n « o f f » d e F r e u d : Acabo de romper con Breuer. La confe
rencia ha provocado un escándalo. Mañana todos los periódicos ha
blarán de ella. He perdido todos mis clientes, salvo Cecily, a quien
estoy tratando gratuitamente.
Todo esto me prueba que estamos en el buen camino.
La sociedad se defiende. Quiere suprimir al importuno que le descu
bre sus secretos, igual que el individuo reprime las verdades insopor
tables.
Alégrate; he quemado mis naves. Hay que vencer o reventar.
El timbre del teléfono le interrumpe de nuevo. Duda un instante y alarga la mano para
descolgar el auricular, pero luego, con una sonrisa irónica, vuelve a coger su pluma y sigue es
cribiendo la carta.
Voz en «o ff» de F reud : He suprimido el hipnotismo...
El teléfono sigue sonando con insistencia.
Deja la pluma, irritado,y se decide a descolgar el auricular con la mano izquierda, mien
tras que con la derecha se acerca el aparato y lo coloca sobre la carpeta, al lado de la carta.
F reud (con voz agresiva): ¡Diga!
307
(Continúa agresivo, pero asombrado):
¿Quién está al aparato?
¡Ah!
¿Qué pasa?
La señora Kortner en el sótano de un café. Está inclinada sobre un teléfono.
Clientes de ambos sexos van y vienen, saliendo v entrando de los aseos. La señora del telé
fono mira a la señora Ko'rtner con mudo estupor. Esta habla sin falsa vergüenza, con una voz
seca y precisa. Su rostro sigue siendo duro aunque demacrado por el cansancio.
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Hace veinte minutos, aproximadamente. Me
despertó el ruido de la puerta.
L'ui a su habitación y ya no estaba allí.
Una nota, sí, sobre la cama.
Rebusca en su bolso, saca un trozo de papel y lee:
«Vuelvo a nuestro antiguo oficio. No tengas miedo, ganaré mucho
dinero.»
Bueno, pues la prostitución. Se imagina que ha sido prostituta, lista
mañana no hablaba de otra cosa. Decía que iba a ir al Ring porque
los clientes son más elegantes.
Sí. Normalmente. Desde esta mañana. Incluso se paseó por el jardín.
¿Debo avisar a la policía?
Plano de l 'reud en su consulta, inclinado sobre el aparato.
F ' r k u d : liso de n i n g ú n modo.
308
(23)
309
I
UN BL RING
310
Freud ha salido ya y sube de nuevo a la calesa.
F reu d : iSiga!
UNA TABERNA
Al fondo de la sala, unos zíngaros tocan un vals. Grupos de prostitutas solas o con sus
pretendientes de una noche.
Todas están vestidas con trajes llamativos y escotados. Ninguna de ellas es muy guapa ni
muyjoven. Parecen cansadas, pero lo disimulan con risas profesionales.
Sentados cerca de ellas, apoltronados en sus sillones, los hombresfuman sin tomarse la mo
lestia de darles conversación.
Tres prostitutas, Lili, Daisy y Nana, están solas en una mesa esperando a un cliente. De
vez en cuando bostezan.
Lili se vuelve hacia la puerta.
L il i (estupefacta): ¡O h!
¡M irad eso!
Las otras dos mujeres se vuelven.
N an a (con naturalidad): Corto.
Cecily acaba de entrar. Está completamente vestida de negro, incluso el sombrero, los
guantes y las medias. Lleva un velo de luto que le cae por detrás de la cabeza, pero va excesi
vamente escotada. En realidad, para hacer el escote ha cortado a tijeretazos un vestido cerrado
hasta el cuello.
D a isy : ¿Qué viene a hacer eso aquí?
L il i : ¡Echale un ojo al escote!
Lo ha cortado a tijeretazos.
Lleva el sombrero torcido, está muy mal maquillada y la pintura de labios rebasa el con
torno de la boca, por lo que a primera vista parece que tiene unos labios enormesy sensuales; se
ha puesto colorete al tuntúny las manchas rojas le llegan hasta las orejas.
Sobre sus cejas rubias se ha pintado, como con carbón, dos rayas negras que ni siquiera
coinciden con el trazo de las cejas. A pesar de ese disfraz, parece cien veces más bella y más jo
ven que todas las mujeres de la sala.
311
Cecily entra con audacia, divisa una mesa librey se sienta. Parece una niña que se ha dis
frazado y a la vez una reina de tragedia, por ese abigarramiento cómico en sus mejillas y por
sus grandes y trágicos ojos de loca.
C e c il y : ¡Camarero!
til camarero, un guapo muchacho moreno y con bigote, va hacia ella. Cecily sonríe de mane
ra chabacana y se esfuerza en hacerle un guiño picaro cerrando el ojo izquierdo y levantando el
mismo lado de la boca.
/;/ camarero, que está curado de espanto, espera sin inmutarse. Pero se oye la risa de las
tres mujeres que la están observando.
C k c ily : ¡Alcohol!
I ,i. c a m a r i .r o : ¿Que clase ile alcohol?
C k c i l y (con u n a voz m isterio sa y llen a d e segu n d a s in ten cion es): Usted debe
saberlo.
K l ca m are ro : ¿Kirsch?
C k cily : Bueno.
1:1 camarero se aleja. Cecily vuelve la cabez¿¡, ve a las tres mujeres y les sonríe. Las tres
mujeres responden a su sonrisa con gestos de reprobación y le vuelven la espalda.
1'.N 1,A ( . ALI Ai. Lina serie de {aróles y bajo cada uno de ellos, una prostituta.
/ reud, a pie, pasa por delante de los faroles, mira a cada prostituta a la cara y sigue su
camino.
í.a calesa avanza a su altura y Hirschfeld lo mira con un estupor sin limites.
Un café. La puerta se abre y entra un cliente. lis un hombre de aspecto acaudalado, cor
pulento y con el pelo blanco.
V o z en « off » df. L il i : ¡Ahí está m i Karl!
312
L il i : N o sé lo qu e le p asa, p ero es u n a g ra n d ísim a p erd id a que q u iere
qu itarm e m i am an te an te m is n arices.
(A Cecily, que no pa rece oírla):
Anda con cuidado, niña, porque podríamos enfadarnos.
Cecily no parece oírla. Se vuelve hacia un hombre joven que acaba de entrar y le
guiña un ojo.
C e c il y : ¡Ven!
El hombre, treinta años, bigote rubio, ojos asjtles, sólo ve, al principio, el exagerado escote
de Cecilyy se deja seducir.
Cecily, tirándole de la manga, lo lleva hasta su mesa y el hombre se sienta a su lado.
C k cily : Eres m u y joven. Prefiero los viejos pero cojo todo; es el ofi
cio.
Hl la mira ligeramente preocupado.
313
C e c i l y (con u n a h u m ild a d d e lo ca ): ¡Pegúeme! ¡Con un látigo!
Hs lo que merezco.
Nana, desconcertada, retrocede un paso. Su rostro refleja una especie de miedo, pero la ira
es másfuerte y al cabo de un instante dice:
N a n a (con voz a m en a z a d ora ): Bueno, si sólo es eso lo que te gusta...
Va al lanzarse sobre Cecily. Los clientes, divertidos, miran la escena sin ocurrírseles in
tervenir.
Un ese momento se abre la puerta y aparece Freud.
1 r k i j d : ¡C ecily!
Cecily lo mira y no parece reconocerlo; le hace un guiño como al camarero y a los dos
ticlientes».
N a n a (cogién d ole e l brazo p o r en cim a d e la m esa ): ¡Otra vez!
I'reud, (fue á u u la escena de una ojeada, da un golpe seco en el brazp de Nana y la obli
ga a soltar su presa.
¡Pero bueno!
Nana se vuelve hacia él, pero la mirada de Freud la impresiona.
(M á s d éb ilm en te): listo es coto cerrado; ella no tiene derecho a hacer
la carrera aquí.
I r k u d : ¿No la ve usted? ¿Y no co m p ren d e?
Rápida ojeda de Nana a (ecily. Retrocede un poco.
N a n a : ¡l lab erlo dicho!
314
Cecily lo mira indecisa.
C e cily (chabacana): ¡Cuanta prisa tiene! ¿Le parezco guapa? Usted
tampoco está mal.
¿Adonde vamos? ¿A su casa? ¿Al hotel?
F reud : Volvemos a su casa, Cecily.
C e c il y : ¿A mi casa? Bueno, pero le costará mucho dinero.
Un la calle, delante del café. Desde lo alto de su calesa, Hirschfeld\ estupefacto, ve salir a
Freud del cafe\ sujetando por la cintura a una prostituta joven con ataque de risa.
C e cily (se acerca a la calesa, riéndose a carcajadas): ¿Sabe?, nunca he he
cho el amor; tendrá que enseñarme.
(24)
Freud la arrastra hasta la calesa y la sube casi a la fuerz#. Luego se sienta a su lado.
Hirschfeld, con la punta de su látigo, la señala con asco.
H ir sc h f e l d : ¿Es eso la u rg e n cia?
F r e u d (m u y s eco ): No se meta en lo que no le importa y llévenos al
número 7 de Prinz Eugen Gasse.
Hirschfeld se vuelvey da un latigaw al caballo.
C e c il y : ¿Cómo sabe mis señas?
Al oír el nombre de su calle, deja bruscamente de reírse y mira a Freud atenta y descon
fiada.
Usted no es un cliente; usted es el doctor Freud. Para usted será gra
tis.
Con violencia:
Déjeme hacer mi oficio.
315
Quiere tirarse en marcha del coche; Freud la sujetay la obliga a sentarse.
Déjeme o pido socorro.
F reud (coft autoridad): Si p ide usted so co rro nos lle v a rá n a la c o m isa
ría, yo e x p licaré su caso y a usted la lle v a rá n de n u ev o a casa de su
m ad re en un coch e c elu lar.
C e c il y : Mejor, Es lo que merezco.
(Fríamente): Escúcheme bien, doctor, no volveré a casa de mi madre.
Daré cualquier escándalo antes que volver a mi casa.
(E xplica cotí voz tranquila):
Soy un monstruo.
1 'rk u d : Se q u iere c a stig a r, ¿n o ?
C e c il y : N atu ralm en te, ¿qué h aría usted en m i lu g ar?
1 'R e u d : No lo sé. ¿Qué ha hecho?
C e cily (muy natural., pero con la mente totalmente extraviada): Yo tenía el
mejor, el más amante, el más noble de los padres y le he acusado pú
blicamente de un crimen innoble.
Para hacer tal marranada hay que ser una puta. Bueno, pues yo ya lo
soy. Todo perfecto.
Ij >mira fijamente y luego se echa a reír.
Por otra parte, todo esto se lo sabe usted de memoria. Lo acusé ante
usted.
¡•reud está sorprendido por el cariz que están tomando los acontecimientos.
F reud : ¿N o era v erd ad ?
316
Freud asiente con un gesto.
Le juro que estoy diciendo la verdad. Se lo juro por su hija.
Freud está estupefacto, pero intenta comprender.
F reud : El ptro día usted hablaba de él con rencor. Y en su sueñ o
parecía que le odiaba. ¿Por q ué?
C e c il y : ( riéndose con nerviosismo): Porque pierdo la cabeza. En estos
últimos tiempos suelo confundirlo con un amigo. Y a sabe, Joseph.
Cuando los dos están... concentrados es una misma persona, les
guardo rencor. ¡Es natural!
Ardientemente:
Me cree usted, ¿verdad? ¿Me cree?
Freud no responde.
(Sonrisa astuta): Si no me cree, me mataré, y no tendrá más remedio
que creerme.
Diga que me cree.
Freud tiene esa expresión obstinada del hombre que está seguro de conocer la verdad. Si
gue sin responder.
Bien.
I m calesa avanza por una calle que bordea el Danubio. El caballo, derrengado, apenas
anda. Cecily se escapa de Freud, salta a la cafada y corre hacia el pretil que se extiende a lo
largo del Danubio.
Hirschfeld tira de las riendas, el caballo se para y Freud salta a su vez. Pero apenas ha
puesto el pie en la acera cuando ya Cecily está de pie sobre el pretil. Por debajo de ella, cinco
metros de vacio, el muelle. Es evidente que si salta, se mata.
¡Diga que me cree o salto!
Freud duda aún un instante, tan grande es su repugnancia por la mentira. Pero está ven
cido. Hace un violento esfuerzo sobre sí mismo y declara a disgusto:
F reud : La creo, Cecily. Baje.
317
F re u d : Cecily, usted no ha querido nunca calumniar a su padre.
Fui yo quien la forzó a ello. Usted se resistió tanto como pudo.
C e c il y : ¿Por qué me forzó a eso?
(25)
LAS T RES DE LA M A D RU G A D A .
I l\ LA E SCALE RA D L L EDII ICIO DONDE VIVEN LOS
L'REUD
L'reud sube de puntillas. Al llegar al rellano, mete con cuidado la llave en la cerradura y
abre sin hacer ruido. Pero apenas abre la puerta se da cuenta de que la antesala está ilumina-
dat por lo demás, como todas las otras habitaciones. Las puertas están abiertas y alguien está
hablando en la cocina.
V o z en «o fe» de M a r t h a : Cuida bien a los niños.
Le coge el antebrazo izquierdo con su mano crispada y se lo aprieta con todas sus fuerzas.
F reud (sonriéndole con dulzura): i Me haces daño!
(S epone serio): ¿Qué pasa?
M a r t h a (con un tono significativo): Tu padre .
318
(2 6 )
Por la mañana.
Freud, de luto riguroso, entra y contempla disgustado a los clientes que esperan su tumo y
que van a pasar antes que él.
lil dueño se acerca.
H l d u e ñ o : Buenos días, doctor. Siéntese.
I 'k k u d (disgustado): Cuánta gente hay hoy. Normalmente a esta hora
no hay nadie.
E l d u e ñ o (sorprendido): ¿A las d iez?
E stá siem p re lleno. N o r m a lm e n t e v ien e u sted a las n u ev e y m edia.
(Un silencio.)
I reud saca su reloj, lo mira ten sorpresa y se sienta, resignado a esperar.
U n pelu q u ero (inclinado sobre su cliente, a l que está dando fricciones): Cie
rre los ojos, señor, esto es alcohol.
Ante la puerta de entrada hay un coche fúnebre, que divierte mucho a los niños del ba
rrio. Varias personas están esperando. En la puerta del edificio hay colgaduras negras.
En el piso de ¡os ancianos Freud.
Lafamilia está reunida. Las hermanas con sus maridos, los sobrinos, etc. Familia íntima,
pero no se precisará el parentesco que les une. La madre está presente. Muy pálida pero sin
llorar. Martha está junto a ella. Se nota que ha llorado.
Un empleado de las pompas fúnebres aparece en la puerta de la habitación ( ’.s el living-
room que vimos en la primera visita de Freud —en la primera parte).
E l empleado (a la madre, con mucho respeto): Señora, nuestro horario
es muy estricto. Créame que lo siento, pero...
La madre, muy cortésmente, pero con una autoridad de la que ni siquiera ella misma se
da cuenta.
La m ad re : Espere todavía un momento.
El empleado se inclina bastante disgustado y se retira.
319
Una mujer joven (a la izquierda de la madre) estalla bruscamente. (Ouizfl sea Rosa
Freud, pero no se dirá su nombre.)
L a jo v e n : ¡Tiene razó n , madre! No se puede hacerles esperar más.
Peor para Sigmund.
Martha parece inquieta y desconcertada.
M a r t h a : Un poco más de paciencia, por favor. Cuando lo dejé, tenía
que ir a la peluquería...
Acércate.
Freud y la madre están junto al ataúd. La madre apoya la mano derecha sobre la tapa
del ataúd; con la mano izquierda coge ¡a muñeca de Freud y le obliga a poner la mano derecha
sobre el ataúd del padre.
(Con dulzura): No supo jamás lo que pensabas de él.
F reud (muy turbado): Pero mamá, yo no...
L a m a d r e : Déjame hablar...
El te adoraba y estaba seguro de que tú le querías. El lunes aún se-
3 20
guía diciendo: «Aunque sólo fuera por haber engendrado a un hom
bre de talento, mi vida no se habría perdido.»
Le hiciste feliz, Sigmund; no te reproches nada.
Sigmund, con e l rostro contraído y los ojos secos y fijos, permanece un momento ante el
ataúd. Luego, como si ya no pudiera más, se aparta casi brutalmente.
La madre lo mira con una profunda tristeza; luego, se aleja, abre la puerta y sale.
Freud hace una especie de mueca, como si fuera a prorrum pir en sollozos. Pero no es así:
su rostro se vuelve impenetrable y sale detrás de su madre.
321
(Ruido en «off» de una máquina en marcha, que de una manera disparatada y
casi como de pesadilla marca e l ritmo d el paso de las mercancías de un p elu
quero a otro.)
En todas esas placas está escrito (letras de imprenta, grandes mayúsculas o cursiva o re
dondilla, etc., como si se tratara de modelos de escritura o de anuncios de un grabado):
SE RUEGA
CERRAR LOS OJOS
Lln timbrazo imperioso ahoga el ruido de las máquinas y de pronto el sueño estalla.
(Timbrazo imperioso.)
(27)
Freud está sentado ante su escritorio y se despierta sobresaltado por el timbrazo, listo su
cede al día siguiente del entierro. Se había quedado adormilado.
Se abre la puerta.
I,a c r i a d a : 1.1 d o cto r I'liess.
Aparece /-liess. I'reud se levanta precipitadamente para ir a su encuentro. Se estrechan
las manos confuerza.
F reud : Todavía no puedo creerme que estás en Viena. Sólo tú pue
des ayudarme, Wilhelm, me siento muy mal.
I l i e s s (con sin cero in te ré s): ¿F sta b a s m u y unido a él?
F reu d : ¿A quién? ¿A mi padre?
Pues bien, figúrate que no lo sé.
Fstaba unido, sí. Con todas mis fibras. Fsta muerte me está volvien
do loco.
Se aparta de Fliess y mira hacia la ventana.
Y, sin embargo, me pregunto si lo quería.
Sombrío:
Algunas veces he creído que lo odiaba.
Mueve la cabeza como para alejar una preocupación, luego se vuelve hacia Fliess y lo mira
con los ojos brillantes.
Poco importa que lo odie o que lo quiera; el acontecimiento más im
portante de la vida de un hombre es la muerte de su padre.
322
Fliess sonríe con dulzura.
F liess : Me parece imposible odiar a jacok Freud. Sólo lo vi dos ve
ces y parecía un hombre tan bueno...
Freud camina por la habitación, con nerviosismo. ~
F reud : ¡Eso, sí! Lo parecía. ¿Y eso qué prueba?
Vuelve, nervioso, junto a Fliess, lo coge por los hombrosy lo mira con una expresión ame
nazadora.
F reud : A veces me he dicho a m í mismo: no es n o rm a l odiarlo tan
to; uno de los dos tien e que ser un monstruo; si no soy yo, es él.
Fliess, inmediatamente, se siente violento por el sesgo psicológico y moral que está tomando
la conversación.
F liess (demasiado deseoso de tranquilizarle): ¡Pero bueno! Tú le quisiste.
F rkud (sombrío): Sí, también le quise.
(Con brusca violencia):
Razón de más para que esos arrebatos de odio me resulten incom
prensibles.
Sin mirar a Fliess:
¿Quién te dice que no estoy reprimiendo, en lo más profundo de mi
inconsciente, un recuerdo de infancia... innoble?
Sería necesario utilizar conmigo mismo mi propio método.
Si pudiera exprimirme como un limón...
(Con una expresión un poco extraviada):
¿Quién ha dicho eso? «Exprimir como un limón.» Se lo he oído a al
guien... ¡Ah, sí! A Cecily.
(R isa seca.)
¡Vaya, hombre! ¡Eso sí que ha sido un completo éxito! Ha intentado
matarse.
F liess : ¿Se lo impediste?
F reu d : Sí.
F liess : Gracias por las fechas; mis cálculos establecen definitiva e
irrefutablemente que padece una neurosis histérica.
Freud, un poco irónico, por primera vez desde que conoce a Fliess.
F reu d : Me alegro. Figúrate que yo ya lo sospechaba.
(Una pausa.)
Además su madre me ha telefoneado. La pequeña está loca de angus
323
tia. Creo que su neurosis se está convirtiendo, lisa y llanamente, en
una psicosis incurable.
Señalando su cabeza con el dedo y cotí una expresión extraviada.
Pero ¿qué se habrá torcido aquí dentro para que lo único que yo haga
sea perjudicar a la gente?
De repente, parece sereno y decidido. Mira a tliess durante largo rato y le dice de pronto:
Vas a yudarme.
1 liess : ¿A qué?
F reud : ¡Ven!
I.o lleva basta el diván y señala la silla que está colocada delante de él.
Siéntate ahí.
Lo retiene.
No.
Después de un momento de vacilación, coge la silla y la lleva a la cabecera del diván, al si
tio —que va se ha convertido en clásico— donde se coloca el analista.
Aquí.
1 reud : lis m ejor que no te vea; te conozco d em asiad o .
Vas a re p re se n tar mi papel. Yo soy el enfermo.
Fliess se resiste: se siente a disgusto e indignado.
324
Eso quiere decir: «Los hijos deben cerrar los ojos a los padres. Y tú
llegaste demasiado tarde para cerrar los ojos al tuyo.»
F liess : Escucha, Sigmund.
325
F reud : Yo nací en Freiberg, en Bohemia. Mi padre vendía paño.
Era rico. El crecimiento del antisemitismo le dio miedo. Nos mar
chamos a Leipzig y luego a Viena, arruinados. Fue durante mi pri
mera infancia.
¿Qué hizo? ¿Qué pasó?
De pronta, se echa a reír. Fliess se sobresalta.
I liess (furioso) : ¡Sigmund!
F reud (continúa riéndose): ¡’I'c digo que esperes! ¿Sabes por qué me es
toy riendo? Porque estaba pensando: «Fl viejo Jakob tiene que haber
violado a una de sus hijas delante de mí.» Y luego me he acordado de
que mis hermanas no habían nacido.
Fliess lo mira con una especie de horror.
I reud está demasiado abstraído para darse cuenta. lista sentado en el diván e inclinado
hacia adelante. Al cabo de un momento, se relaja un poco, se incorpora y con un movimiento de
la cintura sube las piernas al diván y las extiende dispuesto a tenderse en él como lo hizo ante
riormente.
F reud : ¡Sigamos!
Fin ese momento /'Hess se levanta y se coloca delante de Freud, totalmente decidido a no ir
más leios.
F liess : ¡Ah, no! Una vez y basta.
Este método es una idiotez. Sólo trata de patochadas y de retruéca
nos.
F reud : No es un método. Estoy intentando recordar. Ayúdame.
F liess : No puedo ayudarte porque te desapruebo. Prefería el hipno
tismo.
Freud se dirige hacia Fliess con una expresión provocativa casi homosexual.
F reud : Pues bien, hipnotízame.
326
F reud : Y a no estoy seguro de nada. Yo forcé a Cecily a hacer esas
confesiones...
F liess : Quedan trece casos.
F reud : Quizás también los haya forzado o bien los enfermos me
hayan mentido.
F liess : ¿Qué in terés p od ían te n e r p or m a n c illa r a sus p adres?
F reud : ¿Q ué in te ré s ten g o yo p o r m a n c illa r al m ío ?
F liess (asustado): ¿Q ué?
(28)
ALGUNAS HORAS DESPUES
Cecily está en su habitación, preocupada y nerviosa. Está vestida con mucha sencillez, pero
con elegancia.
Está leyendo, sentada cerca de la ventana, pero de vez en cuando se levanta para mirar la
hora.
327
Ni rastro de maquillaje. Sin embargo, está lívida y con ojeras.
Llaman a la puerta y se vuelve con rapidez hacia ella.
C e c il y : Adelante.
Entra Freud, con un maletín de médico. Su rostro ha cambiado. Sigue sombrío, pero sin
esa melancolía agresiva que le conocíamos. Tampoco tiene esa expresión obstinada e impenetra
ble, un poco demoníaca, de los días precedentes.
Está triste, pero parece comunicativo y bajo sus profundas inquietudes empieza a abrirse
camino una seguridad nuevat que ni siquiera es consciente de sí misma.
Cecily le sonríe. Freud va hasta la silla en donde está sentada.
I' rkud : Buenos días, Cccily.
Ella le tiende la mano amablemente. Freud coge una silla y se sienta frente a Cecily.
¿C óm o se siente?
C iíc il y : Mal.
I reud : ¿Angustia?
328
Tengo que descubrir en ellos lo que yo soy y en mí lo que ellos son.
Ayúdeme.
Cecily lo mira con un poco más de simpatía. Parece divertida y halagada.
C e c il y : ¿Me está p id ien d o u n a co lab o ració n ?
F reud : Sí.
C ecily : ¿Qué tengo que hacer?
F reud : Usted me acusa de haberla forzado a responder el otro día.
Pues bien, ya no voy a preguntarle nada. Cuéntem e usted lo que
quiera.
C e c il y : ¿Y qué?
F reud : La casualidad no existe. Si piensa usted en un caballo y no en
un sombrero, es por una razón profunda. Tendrá que decirme todo.
Todo lo que le venga a la memoria, incluso las ideas que le parezcan
más descabelladas.
Buscaremos juntos la razón de esas asociaciones de ideas. Cuanto
más se vaya acercando a ella, más se irán debilitando sus resistencias y
menos doloroso será descubrirla1.
C e c il y : ¿Es un juego de sociedad?
F reud : Sí, el juego de la verdad. ¿Y bien?
1 El texto de esta réplica de Freud se parece casi palabra por palabra al de la página' 286.
( N .d e lE .)
Sentándose a la cabecera de Cecily:
Empiece.
C e c il y : ¿Por d ó nde?
F reud (con una débil sonrisa): Por lo que quiera. Asociaciones libres.
Una pausa. Cecily, tendida en la cama, empie'ZA a hablar sin mirar a Freud.
C e c i ly : ¿Nunca tiene la sensación de que es culpable sin saber p or
qué?
I rkud: Sí. Todo el tiempo.
C ecily : Eso es. Cuando estoy inválida o paralítica puedo soportarlo;
se diría que mi cuerpo asume la responsabilidad de mis faltas. Pero
cuantío recupero el uso de mis m iem bros, me atorm ento.
Tengo que haber hecho algo muy malo. En otro tiempo. No tengo
excusa, doctor, ¡tuve una infancia tan feliz! Mi padre me llevaba a
todas partes.
Un comedor lujoso, ¡.os comensales se están sentando. La señora de la casa se dirige al
padre de Cecily.
La señ o ra dií l a c a s a : Joseph, usted a mi derecha. Su hija enfrente.
Cecily se sienta. Tiene seis años, y para que esté más alta han tenido que poner unos al
mohadones en su silla. Parece una damita.
Un señor de unos cincuenta años —que acaba de sentarse a su derecha— se inclina ante
ella, divertido.
El, señor : Señorita, mis respetos. Estoy encantado de ser su vecino.
Cecily, muy seria, hace un gesto con la cabeza y tiende su mano para que se la bese.
Voz e n « o f f » d e l p a d r e : Eso más adelante, Cecily, ¡mucho más
adelante! Cuando estés casada te besarán la mano.
E l s e ñ o r (sonriendo): Por favor, permítame una excepción.
Se inclina y besa la mano de Cecily.
Voz en « off » de F reu d : ¿Dónde e stab a su madre?
La imagen desaparece. La habitación de Cecily.
C e c il y : En casa.
(Risa desagradable.)
Era una mujer de su casa.
UN SA LO N EN UN PISO.
La señora Kortner, mucho más joven ( dieciocho años menos), pero quizá aún más madu
ra, entra seguida por dos criadas. Alira el salón corno un oficial que pasa revista.
330
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Denme mis guantes blancos.
Una criada le tiende un par de guantes blancos. La señora Kortner se los pone, se acerca
a un sofá, se agachay pasa su mano enguantada por debajo del sofá.
Se incorpora, se mira el guantey ve los rastros de polvo. Se vuelve hacia ¡as criadas.
¿Quién ha barrido?
U n a d e l a s c r i a d a s : Y o, señora.
331
El criado pasa a la derecha del invitado y coloca el plato a la altura de Cecily, que pincha
con soltura un buen trozo de asadoy lo pone en el plato del invitado.
E l in vitad o (intim idadoy distraído): Gracias, señora.
C'ecily, con las mejillas enrojecidas y una expresión un poco hipócrita, recibe esos elogios con
una tranquilidad soberana (que disimula mal su orgullo).
Plano de la imagen de Cecily.
Voz en « off » de F reud : ¿Dónde estaba su m ad re?
Voz en « off » de C e c il y : En la montaña; tenía tuberculosis.
¡M imagen estalla.
Fue un mal año. Yo tenía miedo de que se muriera. Todo el tiempo.
Por la noche tenía pesadillas. La veía en un ataúd.
(Un gra n grito en «nff» de la pequeña Cecily interrumpe estas palabras.)
UNA HABITACIÓN.
Ls de noche. Junto a ( ecily, una lamparita encendida sobre una mesilla de noche.
(Cecily, en camisón, está sentada en su cama. Al otro extremo de la habitación hay otra
cama más grande. La institutriz, Magda, acaba de despertarse y parece aún adormilada.
La p e q u e ñ a C e c i ly : ¡Magda! ¡Magda! ¡Tengo mucho miedo!
Magda se incorpora y se apoya sobre el codo, amable pero un pocofastidiada. Lleva un ca
misón muy escotado.
M a g d a : Pero ¿qué te pasa?
La p e q u e ñ a C e c i ly : Magda, he tenido una pesadilla horrible. Mamá
se había muerto.
M a g d a : ¡Qué tonta eres!
Se da la vuelta en lá cama, dispuesta a dormirse de nuevo, pero no cuenta con Cecily, que
se pone a gritar.
332
La pequeña C e c il y : ¡Magda! ¡Magda!
M a g d a : N o g rite s tan to ; v as a d esp ertar a to d a la casa.
Cecily se levanta.
¿Qué quieres?
L a pequeña C e c il y : Déjeme meterme en su cama. Sí, sí, Magda,
tengo muchísimo miedo, déjeme meterme en su cama.
M agda ('tratando de ser severa): Cecily, ya eres muy mayor.
Cecily ha crujido ya la habitacióny está de pie ante la cama de Magda. Se pone a llorar.
(Llanto de Cecily.)
M a g d a : ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ven!
Abre la cama y Cecily se mete en ella. Una vez dentro se aprieta con fuerza contra
Magda.
M agda (riéndose): Cuidado, que me vas a ahogar.
C e c il y : Qué bien estoy.
Cecily le acaricia la nuca y los hombros; Magda, a quien los ligeros dedos de la niña hacen
cosquillas, se ríe estremeciéndose.
Me haces cosquillas.
C e c il y : ¿Tendré la piel com o la suya?
La visión desaparece.
C e c il y : N o m e gustan esos recuerd o s.
F reu d : ¿P o r qué?
333
C e c il y : Venía a nuestro cuarto por la noche. Una vez lo vi cuando
salía de él.
F reud : ¿A qu ién ?
C e c il y : ¡Pues a m i padre!
I'REUD: ¿Estaba usted celosa?
C e c il y : N o. De ella no.
Al principio me divertía el asunto. La miraba, me sentía fascinada y
me decía a mí misma: ese rostro es el que él ama.
Tenía la impresión de que se le estaba haciendo una jugarreta a al
guien.
Pero pronto comprendí que él no la quería.
Se entretenía con ella durante las vacaciones, cuando 1 1 0 tenía a na
die a mano.
Pero ella sí le amaba.
¡Un hombre tan refinado! ¡Tan sensible! Sólo le gustaban las prosti
tutas.
I 'r e u d : ¿No amaba a su madre?
Al oír esta pregunta, Cecily, literalmente, da un salto.
C e cily (gritando): ¿Cómo? ¡La adoraba!
334
(Con m aldad): ¿Estás de acuerdo?
El señor Kortner, después de una casi imperceptible vacilación:
E l señor K o rtner (sumiso): Completamente de acuerdo.
Plano de la pequeña Cecily sentada en una sillita, en el cenador, levantando su rostro ha
cia su madrey mirándola con un odio profundo.
Voz en « off » de C e c il y : Después de esto, mi madre escogía ella
misma a mis institutrices; lisiadas, viejas, verdaderos cocos.
La imagen explota.
Cecily, tendida en su cama, dice con violencia a Freud:
¡Las odiaba!
Con un grito:
¡Fue ella quien arruinó a mi padre!
En el salón. La señora Kortner está zurciendo sentada a la mesa, enfrente de la vieja
criada, que hace diversos trabajos de costura.
Pero la voz de Cecily, llena de ira, atraviesa la puerta. La señora Kortner escucha sin
que su rostro refleje la menor emoción.
V oz en « off » de C e c il y : Antes vivíamos en Graz, y en verano ve
níamos a la villa de Viena. Ella obligó a mi padre a instalarse aquí; él
obedeció, como siempre; tuvo que encomendar sus negocios a otras
personas que los llevaron a la quiebra.
La señora Kortner guarda tranquilamente su costura y se acerca a la puerta.
En la habitación de Cecily.
Cecily está lívida, con la mirada extraviada y respirando con dificultad.
C e c il y : Ya está.
La tenaza.
Freud la mira atentamente.
Tengo angustia. La tengo cada vez que pienso en ella.
Con un tono agudo, de loca.
Ella mató a mi padre.
Y estoy segura de que me empujó a cometer un crimen.
Se incorpora bruscamentey mira a Freud a los ojos.
¿Es un crimen reprobar a la propia madre?
335
Freud también se ha puesto pálido y no responde.
¿Usted quería a su padre?
Freud sigue sin responder, aunque sus ojos agrandados reflejan su ansiedad. Al cabo de
un momento:
F reu d : ¿Por qué me ha preguntado usted si quiero a mi padre y no a
mi m a d r e ?
C e c il y : No lo sé. Déjeme hablar. Me cuesta explicarme, ya lo ve.
¿Su padre es un hombre honrado?
I reud : lir a un h om bre h on rado .
( Ce c il y : Tiene usted suerte. K1 respeto es algo fácil para usted.
Con violencia:
Yo tengo que respetar a una puta.
F reu d : ¿Qué?
C e c il y : ¿N o lo sab ía?
Ya se lo dije: a él sólo le gustaban las mujerzuelas.
Se levanta y va hasta su escritorio, saca una llave del bolsillo y lo abre. Saca de él un rollo
de papel y se lo lleva a Freud, que lo desenrolla.
Vemos un cartel en color, que representa a una bailarina supuestamente española. Casi
desnuda. El dibujo —muy vulgar— no nos permite reconocer a ¡a señora Kortner. Bajo el di
bujo: Conchita de Granada.
Cecily se inclina sobre él y con el Índice izquierdo da unos golpes secos sobre el cartel que
Freud sostiene entre las manos.
C e c il y : Aquí está.
(29)
336
Freud no responde.
Usted no es un sacerdote, doctor. Sólo los sacerdotes tienen derecho
a conocer nuestros secretos.
Con una autoridad inflexible, pero sin levantar la voz:
Le ruego que se retire.
F reu d : Señora...
L a señora K o rtn e r : N o insista; ya ha hecho usted bastante daño.
F reu d : Señora, estamos llegando a la meta; es el momento más peli
groso. Es absolutamente imposible interrumpir un tratamiento cuan
do entra en esta tase. Cecily podría hacer cualquier cosa.
C e c il y (dulce e hipócrita): No haré absolutamente nada, doctor. Mi
madre sabe lo que pienso de ella y yo sé lo que ella piensa de mí.
Seguiremos viviendo. Como en el pasado.
Váyase, puesto que ella lo exige.
Con un profundo resentimiento que se trasluce bajo su dulzura:
Le despide como despidió a Magda. Y a todos mis amigos. ¿Qué po
demos hacer?
Es mi madre, ¿no?
Freud mira a la señora Kortner de frente y se da cuenta de que su decisión es inquebran
table. Se inclinay sale después de coger su maletín.
F reu d : (a la señora Kortner, a l sa lir): O jalá n o te n g a qu e a rrep en tirse
n u n ca de lo que e stá h aciend o .
La vieja y a no está en la habitación contigua. Freud va a salir cuando oye fuertes ruidos
en la habitación de Cecily.
Duda un momentoy luego entra corriendo, justo a tiempo.
Cecily, másjoven y másfuerte, ha tirado a la señora Kortner sobre la camay agarrándola
del cuello con las dos manos intenta ahogarla.
Sin duda lo habría conseguido si Freud no se lanza sobre ella y libera a la señora Kort
ner, no sin esfuerzo.
Esta se incorpora sin pronunciar palabra. Respira con gran dificultad, pero recupera en
seguida su sombría dignidady con un rápido gesto se arregla de nuevo el moño deshecho.
Cecily está alelada. Mira a su madre con un asombro rayano en el estupor. Con voz neu
tra:
C e c il y : Pero bueno... ¡Si la maté hace mucho tiempo!
Después de pronunciar estas palabras, empieza a dar alaridos y a mover los brazas en to
das las direcciones. Si Freud no la hubiera sujetado, se habría revolcado por el suelo. La con
duce hasta la cama, donde Cecily se deja caer gritando de pavor.
337
F reud (a la señora K ortnerj: Sujétela para que no se caiga.
Abre el maletín y saca una aguja y una ampolla. Coge el brazo de Cecily, le sube la man
ga y le pone una inyección con un movimientofirme y preciso.
Dentro de dos minutos estará dormida.
Ya es de noche. En la habitación de (Cecily, Freud y la señora Kortner están a la cabecera
de la enferma, que está dormida.
La señora Kortner habla a media voz, sin apartar los ojos de su hija.
La señora K o rtn er : Sí, yo bailaba en un cafetucho, ¿y eso qué?
Cecily lo silbe.
Ahora, usted también lo sabe.
¿Fn qué puede ayudarle a usted eso para curarla?
¡■reud mira a la señora Kortner con simpatía, sin ningún puritanismo.
F reud : No lo sé. Pero me ayudará.
Fstoy a punto de encontrar algo.
No es la primera vez que Cccily quiere matarla.
La señora Kortner lo mira con asombro: Freud también sabe eso.
[ reud : Cuando Cccily era niña, usted pasó algún tiempo en un sana
torio y ella soñaba todas las noches que usted se moría.
Los sueños nos revelan nuestros deseos.
L a señora K o rtn e r : lilla le decía a su padre que eran pesadillas.
Yo no me lo creí.
F H ud: lirán pesadillas. Hila tenía, en sueños, la obscura sensación
de que deseaba su muerte y reaccionaba a ese deseo maldito con an
gustia.
Yo también he soñado cien veces t]ue mataba a mi padre.
La señora Kortner aún hostil pero interesada.
L a señora K o rtn er : Pero ¿por qué?
F reud : T o d a v ía no lo sé, p ero lo sabré.
(Una pausa.)
¿Por qué Cecily...?
L a señora K o rtn er : Por celos; quería convertirse en la señora de
la casa.
F reud : T o d o v u e lv e siem p re a ese ex trañ o p adre que tu v o ... a su
m arido .
L a señora K o rtn er : No era un hombre extraño, ¡oh, no! Ni siquie
ra era malo. Era cobarde. Como todo el mundo.
338
En este momento la imagen se transformay nos remite a veinticinco años atrás.
En un cafetucho de Graz (un café-cantante de mala muerte), una bellísima muchacha,
medio desnuda, está realizando un numero de baile muy atrevido: Leda y el Cisne, tal como
se anuncia en un cartel colocado sobre un caballetefrente a l público, y que se cambia a cada nú
mero.
(Una miserable orquesta que toca desafinadamente: un violín, un violonchelo y
un piano.)
Está vestida con un sostén, un pantalón de seday unas medias transparentes que le llegan
hasta el pantalón. Su brazo derecho está totalmente cubierto de plumas de cisne; sólo es visible
la mano, que imita el pico de un pájaro (elpulgar unido a los otros dedos).
Esta mano, interpretando al CisneJúpiter; acaricia atrevidamente los hombrosy el escote
de la bailarina, que manifiesta su excitación bailando. La mano-pico llega hasta los labios de
la bailarina y remeda un beso del cisne en la hermosa boca de la señora Kortner.
Esta, excitada, se deja caer hacia atrás bajo el ardiente y prolongado beso. Toca el suelo
con la cabeza, sin doblar las rodillas ni las piernas (figura clásica de gimnasia: el puente), lue
go va estirando despacio las piernas y se tiende boca arriba mientras el cisne se ensaña con ella,
besándola en todo el cuerpo.
Cuando el pico del cisne se acerca lentamente al vientre de la extasiada bailarina, dos
tramoyistas cierran el pequeño telón que oculta a medias la escena (está colgado —a la altura
de un hombre— por medio de unas anillas, a una cuerda que cruza todo el escenario,. Los za
patos de los tramoyistas asoman por debajo del fleco del telón).
Durante el baile hemos visto al público varias veces. Algunos «duros» de la época: bigote,
bombín y cuello duro. Pero sobre todo soldados (reclutasy reenganchados).
Sólo un hombre (chistera, barba muy cuidada, porte elegante) destaca entre esa asistencia
únicamente masculinay muy mezclada, y aplaude más fuerte que los otros: es el señor Kortner.
V o z e n « o f f » d e l a s e ñ o r a K o r t n e r : S u única originalidad: sólo le
gustaban las prostitutas.
El camerino miserable donde la señora Kortner se está quitando el maquillaje. Está sen
tada ante un espejo rajadoy se mira con una profunda tristeza.
Llaman a la puerta.
(Ruido en «off» de unos débiles golpes.)
L a b a i l a r i n a (volviéndose): IAdelante!
El empleado del cafetucho, mal vestido, con una facha lamentable, entra en el cuarto; lleva
un enormey espléndido ramo deflores.
La bailarina lo coge con estupor. En el ramo hay un sobrecito con una tarjeta de
visita. Lo abrey lanza una ojeada a la tarjeta.
Con una voz chabacana que denota la experiencia:
Las flores están muy bien pero ¿ y el tipo?
E l e m p le a d o : V iene detrás.
Reflejado en el cristal de la puerta que se ha quedado abierta, se ve al señor Kortner acer
cándose.
¿Quiere recibirle?
La b a ila r in a : Sí.
El señor Kortner entra y le besa la mam.
Voz en « off » de un sacerd o te : Y tú, Ida Brand, ¿quieres a Joseph
Kortner por esposo?
Una ¡¡¡lesia. Los novios están en el momento del «sí» sacramental. Ida Brand va vestida
de nmia. Traje blanco y flores de azahar.
Iba B r a n d : Sí.
Detrás de ellos hay tres o cuatro personas, l'ero todos los demás bancos están vacíos.
Voz en « off » de la señora K A r tn e r : Se casó conmigo porque yo
era una prostituía, lise era su vicio. Durante los primeros tiempos de
nuestra relación, yo le engañaba y a él le encantaba que lo hiciera.
¡A visión desaparece; Freud y la señora Kórtner, uno al lado del otro.
I .a señora Kortner habla sin mirar a nadie, ¡ reud la escucha, mirándola.
Cuando dijo que se casaría conmigo, me enamoré de él. Me juré a mí
misma que le sería fiel. Mi vida me horrorizaba; quería ser su verda
dera mujer. 1 lonesta y pura. Necesitaba la honorabilidad.
Fíl señor Kortner está leyendo el periódico en el salón que ya conocemos.
Aparece la señora Kortner; es imposible reconocer a la antigua prostituta en esta mujer
austera y dura, con el pelo tirante y sin rastro de maquíllale en la cara. Va vestida con un
traje que le llega hasta el cuello (ropa oscura, camisola y puños de encaje).
(Ruido de pasos de la señora K ortner.)
F! señor Kortner oye el ruido de los pasos, levanta la cabeza y deja el periódico. Su rostro
refleja una decepción casi cómica.
K l señor K o rtner : ¡Ida!
340
E l señor K o rtn e r : D e to d as m an e ras...
Ida Kortner se sobrasaltay su rostro se endurece.
I d a : ¿Q ué?
El señor Kortner; para cambiar el sesgo de la conversación:
E l señor K o rtn e r : Y o m e casé con L eda.
Tras esta pregunta, la escena cambia y vemos a Cecily, a los doce años, que mira a su ma
dre, una esbelta y negra figura, con un profundo rencor.
Voz en « off » de la señora K o rtn er : No lo sé. Quizá yo era de
masiado severa. No solía sonreír. La institutriz era guapa y mi mari
do encantador, débil y frívolo. Cecily se puso de su parte.
La mujer y la niña están de pie, frente a frente. Finalmente, Cecily baja los ojos. Vemos
que está destrozando una flor con nerviosismo (rompe el tallo y arranca los pétalos).
La escena se desarrolla en el jardín de la villa, en verano. Ida Kortner mira a su hija sin
dulzura.
I da K o rtn er (con voz tranquila pero gla cial): No destroces las flores.
Cecily.
Su voz sobresalta a (Cecily y te da valor para hablar.
( j'C ii.Y : ¿I las ech ad o a la I'ra u le in ?
1nA K o rtn e r : La he d esp ed id o , sí.
Al oír estas palabras, Cecily, lívida de ira, tira la jlor que tenia en las manos. Ijiego dice:
C e c i l y : ¿ P o r qué?
342
Este sermón indigna a la niña, que se pone colorada y, con los ojos echando chispas, se tira,
nerviosa, de un tirabuzón.
Se toma tiempo para responder; baja ¡os ojos y hace muecas mientras se sigue tirando del
pelo. Con una expresión muy seria, muy hipócrita, como si estuviera de acuerdo con su madre:
C ecily : ¡Ah! Para ser institutriz hay que ser form al.
Salta de un pie a otro, dándose cuenta de que va a cometer algo irreparable. Se sieme inti
midada, pero está decidida. Por fin, añade:
Para ser madre, no es obligatorio.
La señora Kortner parece más irritada que sorprendida.
La se ñ o ra K o rtn e r (continúa serena): ¿Qué quieres decir?
Cecily sigue balanceándose, pero y a ha quemado sus naves. Levanta la cabezfl y dice con
una amplia sonrisa:
C e c il y : Cuando papá se casó contigo bailabas desnuda delante de
los señores.
La señora Kortner tiene que contenerse para no pegarle, pero se acerca a ella y la coge por
los hombros.
L a s e ñ o r a K o r t n e r : ¿Fue la Fráulein la que te contó eso?
Cecily no responde.
Se lo habrá dicho tu padre como secreto de alcoba.
De pronto, Cecily parece aterrada por lo que ha dicho.
L a señora K o rtn e r : ¡Pobre Cecily! Magda no te mintió. Tu padre
te lleva en mi lugar a casa de sus amigos y, cuando yo no estoy, Im
ces de señora de la c asa..
Pero eso no puede impedir que seas la hija de una puta, pequeña nii.i
Has querido herirme, pero eres tú la que inspiras compasión. I"i .1 vr
rás! Es un mal comienzo en la vida.
Cecily, que laescuchaba horrorizada, se suelta violentamente y huye tmrtrmln, n la ir;. que
tira ¡a flor que destro-^/zba entre sus manos.
La señora Kortner, con la mirada fija, permanece inmóvil un momento; luego ve la flor
quebrada, la recogey va a tirarla a un montón de baiura detras de un invernadero.
Voz en « o ff » DE la señora K oktni-.r (a 1‘reud): Eso es todo. Mad-
ga Schneider se marchó y nosotros seguimos viviendo.
En la habitación de Cecily. La señora Kortner sigue igual de implacable y dura
que antes.
Í43
F reud : ¿Ha hablado usted de nuevo con Cecily sobre esa historia?
L a s e ñ o r a K o r t n e r : Jam ás.
F reu d : ¿Le guarda usted rencor por...?
(30)
344
Freud avanza hacia ella muy despacio.
F reud (con voz almibarada): ¡Qué mayor eres! Buenos días, mujercita
mía.
¿Te acuerdas de que cuando eras pequeña decías: me casaré con
papá?
Bueno, pues vamos a casarnos, Mathilde. ¡Vamos a casarnos!
La niña quiere huir, pero él la agarra por el brazp con violencia. Con una voz brutal:
Fjres mi mujer y mi hija; tengo todos los derechos sobre ti.
I m estrecha contra él. En ese instante una risa en segundo plano, que apenas se oía, esta
lla liberada e irónica.
(R isa en «off» de Freud.)
Es la risa de Freud, pero el que estamos viendo en la imagen, feroz y brutal, no se ríe.
( Cada vez más fu erte.)
'¡'ras esa risa, la visión desaparece, y nos encontrarnos de nuevo en la habitación de Cecily.
Freud se ríe ix>R.\lii><).
Pero casi inmediatamente la risa lo despierta. Se incorpora en su silla, abre los ojos, mira
a su alrededor y por fin se espabila totalmente.
Parece liberado, casi alegre. Nunca le habíamos visto ese rostro sereno y al mismo tiempo
decidido. Fija su mirada en la pared, después de haber comprobado que Cecily duerme sosega
damente.
Una vaga sonrisa flota en sus labios mientras su voz en «off» nos cuenta sus pensa
mientos.
Voz en « off » de F reu d : ¡Al fin! ¿Acaso deseaba yo seducir a mi po-
brecita Mathilde?
( Con fu erz a ):
¡Desde luego que no!
Sin embargo, ese sueño oculta un deseo. ¿Cuál?
(A l cabo de un momento):
Si yo he sentido deseo p o r mi hija, es que todos los padres lo sienten.
He soñado que cometía esa agresión sexual porque quería que mi
teoría fuera cierta.
Es falsa.
Con toda seguridad, es falsa.
Se levanta y va hasta la ventana; una débil luminosidad parece indicar que está amane
ciendo. Permanece un momento de pie, con la frente contra el cristal, soñando.
He querido mancillar a mi padre. Envilecerlo.
345
(Bruscamente.)
¿Y los trece casos?
tisas mujeres... mentían...
¿Por qué?
Se vuelve haría Cecily, a ¡a que vemos dormir tranquilamente.
Porque abrigaban un deseo inconsciente. I lubieran querido que fue
ra verdad.
Cccily, desde su más tierna infancia, estaba enamorada de su padre...
( Casi con rabia):
Pero entonces ¿yo que?
(Una pausa.)
I lulx) ese viaje... ese viaje...
/is de noche —cuarenta añas atrás.
( In mujo vagón deferrocarril, a/estada de viajeros.
¡akob 1‘reud, aún bastante ¡oven, está sentado a! lado de la señora hreud, que sostiene a
un niño de dos años (Stpjmtnd) sobre sus rodillas. Hl tre?i pasa por delante de unos altos hor
nos. Se ven relámpagos rojos que brillan en la oscuridad.
1:1 niño, que estaba dormido, se despierta y grita, /.os viajeros, somnolientos, abren brus
camente los ojos.
La skñora I r i .i 'O: ¡Sigmund! ¡Mi niño! ¡Chist!
/:/ niño ve a su madre y le acaricia el cuello y la barbilla con su manita. Luego, satisfecho,
se duerme de nuevo.
Mientras tanto, e l tren ha llegado a una estación y se detiene. I m s viajeros se levantan y
cogen sus maletas d e las redecillas.
Detrás de! mostrador de un hotel un muchacho adormilado coge dos llaves del casillero.
Jakob: ¿No h ay n in g u n a h ab itació n d o ble?
El muchacho mueve la cabeza negativamente.
( A su m ujer):
Ve tú con el niño a la más grande. Yo me las arreglaré en el desván.
Un poco más tarde.
Hl niño, muerto de cansancio, está va acostado en la cama de una pequeña habitación de
hotel. Estamos muy cerca de él, a su cabecera, y vemos que la señora Freud se está desnudando
ante el lavabo.
El hotel debe de estar cerca de la estación; se oye el resoplar de las locomotoras y brusca
mente unfuerte silbido que despierta al niño.
(R esoplar de locomotoras.)
346
(Fuerte silbido.)
El niño, con los ojos abiertos, y nosotros —casi con sus ojos— vemos, a lo lejos, en una se-
mipenumbra, a una mujer alta y bien proporcionada que va dejando caer hasta la última de
sus ropas. Una vez desnuda, se enjabona los hombros, el cuelloy la cara. Luego se pone un ca
misón.
Llaman a la puerta.
(Ruido de débiles golpes.)
La mujer se pone una bata apresuradamente.
L a s e ñ o r a F r e u d (en voz baja): ¿Quién es?
Abre y aparece Jakob, que al ver a su mujer se siente excitado.
Voz en « off » de J akob : ¡Qué guapa eres!
¿Me quieres?
L a s e ñ o r a F r e u d : Sí.
Ja k o b (con una autoridad insólita en él y que nace del sexo): ¿Eres mía?
L a s e ñ o r a F r e u d : Sí.
J a k o b : ¡Ven! Tengo el cu arto de al lado.
L a s e ñ o r a F r e u d : No puedo dejar al niño solo.
J akob : ¿El n iñ o ?
Vuelve la cabeza hacia el pequeño Sigmund, que cierra los ojos inmediatamente.
(3 1)
347
C e c il y : ¿He querido m atar a mi madre?
F reud : Si.
0 más bien. No fue usted quien lo quiso, sino la niña Cecily
que resucitó y creyó que despedían a Magda.
C e c i l y (con repugnancia): La niña Cecily era un pequeño monstruo.
F rk u d : No, era una niña, eso es todo.
Cecily, he ganado, (in icias a usted creo que la comprendo y me com
prendo. A los dos. Y que puedo curarla y curarme.
(Una pausa.)
¿Conoce uslcd la historia de Kdipo?
C k c i l y : Mató a su p a d r e , se casó con su madre y se sacó los ojos
para no ver lo que había hecho. ¿Y qué?
1 iuíud : T o d o el m u nd o es F dipo.
(( ¡na pausa.)
lis necesario que le hable un poco de mí.
lin las neurosis, yo veía a los padres culpables y a los hijos inocentes,
|x>rquc yo odiaba a mi padre. I lay que invertir los términos.
C k cii .y : ¡L os cu lp ab les son los hijos!
I'R kud (sonriendo): Nadie es culpable. Pero los hijos son los que...
348
C e c il y : Celosa, sí...
349
Y o no puedo lu ch ar c o n tra eso porque soy hon rada.
/ reud y Cecily en la habitación, l'reud mira a Cecily, que hacía un momento parecía
tranquila y que por segunda vez da muestras de una violenta emoción.
l'reud extiende la mano con un gesto de fraternidad (el primero que le vemos hacer).
Se tiró al lago tres días después de que Magda se marchara. No podía
soportar que yo supiera la verdad.
hreud se inclina hacia Cecily.
1 r e u d (dulcemente, con ternura): Fue un accidente, Cecily.
C e c i ly : Fue un suicidio. Se salv ó de la muerte, pero quiso morir. Y
fui yo quien la empujó.
¡Lo recuerdo! ¡Lo recuerdo!
Durante más de un año tuve angustias de las que no hablé. Y luego
olvidé, pero los trastornos del cuerpo aparecieron,
iSoy un monstruo!
Está doblada en dos y solloza-
Freud le toca el hombro.
Voz en « off » de la señora K o rtn er ; ¡Fue un accidente!
350
Cecily se incorpora bruscamente. La señora Kortner ha abierto la puerta silenciosamentey
mira a Cecily con una especie de serena bondad.
Te lo juro.
Nunca pensé matarme. En mi familia somos fuertes ante las penas y
vivimos con nuestras desgracias.
Con una sonrisa irónica, pero sin maldad:
Al día siguiente de nuestra pelea, enceré todo el parqué yo misma.
Cea!y la mira con una mezcla de miedoy de alivio.
I m señora Kortner a Freud:
¿Su neurosis era por eso?
F reud : liso era la causa ocasional. Cecily no podía soportar más la
idea de haberla empujado a usted al suicidio. Su cuerpo la ayudó a ol
vidar.
La señora Kortner mira a Cecily con amistad; la idea de que su hija se castigara por ha
berla hecho daño parece serenarla y agradarle.
Freud las mira, primero a unay luego a la otra.
F reud (con d u lcir á ): Ahora hay que intentar vivir.
(32)
351
tiem po reprim ía esos deseos en lo más profundo de sí m ism a y sólo
se presentaban en su consciencia bajo form as sim bólicas.
Fliess escucha con cara hosca.
La famosa noche que tuve que buscarla por el Ring quería prostituir
se para castigarse y al mismo tiempo para convertirse en la mujer
elegida del padre muerto.
F l ie s s (secamente): fin resumidas cuentas, te habías equivocado.
I ' r e u d : Completamente. Pero me alegro. A partir de ahí, todo cam
bió.
F l i e s s : H n to n ces ¿no hay tra u m a tism o ?
I'R E u d : Sí. Y el choque impide el fin de la infancia.
Hn el caso de Cecily fueron las revelaciones de Magda y el falso sui
cidio de su madre.
F r e u d : ¿Hntonces, las primeras relaciones del niño con sus padres
son de naturaleza sexual?
I'REUD: Sí.
F l ie s s : Por ta n to , e xiste una se x u a lid a d in fan til.
F r e u d : Sí.
F l i e s s : I la ce seis m eses d ecías lo co n tra rio .
I 'r e u d : Pero es ahora cuando tengo razón.
F l ie s s :¿Cómo p u ed es p ro b á rm e lo ?
I r e u d : ¿Que c ó m o puedo probártelo?
Se para y mira a ¡'Hess a ios ojos.
H stoy curado, Iliess...
/'Hess se encojie de hombros.
F u ess: Tú no estabas enfermo.
F reu d (con calm a): Hstaba a dos pasos de la neurosis.
Caminan en silencio, pero de pronto Fliess estalla.
F liess: ¡N o me lo creo! ¡L a violación de los niños por adultos per
vertidos, sí! ¡Eso era algo consistente! Una base para m is cálculos.
Pero me tiene sin cuidado la psicología. ¡Sólo son palabras!
F reud :¡Sí, p alab ras!
Tus enfermos se tienden en el diván, cuentan lo que quieren
F l ie s s :
y tú proyectas en sus mentes las ideas que están en la tuya.
Llegan cerca de una vía deferrocarril.
352
Un niño de cuatro años sale de una casa y corre hacia la estación que se divisa a lo lejos.
Fliess le señala, encogiéndose de hombros.
«Eso», ese pequeñín, ¿«eso» desea a su madre y sueña con matar a su
padre?
(Riéndose.)
Felizmente no es verdad; si no estaría horrorizado.
F r e u d : ¿C ree s qu e a m í m e gu sta? Es a s í y h ay q u e d ec irlo .
Durante este diálogo, Fliess se va excitando poco a poco.
Freud sigue sereno.
F l i e s s : ¡Aún no han terminado de reírse de ti en Viena! Un día es el
padre el que viola a la hija, y al día siguiente es la hija la que quiere
violar al padre.
F r e u d : S e reirán .
F l i e s s : ¿Dónde está la Ciencia en todo esto? Esos son cuentos chi
nos y yo no puedo edificar nada encima; pensar es calcular. ¿Has he
cho cálculos? ¿Has establecido las relaciones de cantidad?
F r e u d : N o.
F l i e s s : ¡E n to n c e s to d o es p u ra c h arlatan ería!
F reud : Ten cuidado, Fliess. Las palabras cifras, ritmos y períodos no
se te caen de la boca. Pero en el fondo, me pregunto si no estarás
amañando tus cálculos para finalmente llegar a los resultados que
querías obtener desde el principio.
Fliess se para en seco.
F l ie s s : ¿Qué quieres decir con eso?
Da la casualidad de que el camino asciende suavemente hacia la estación. Como Freud ha
dado un paso hacia adelante, Fliess se encuentra un poco por debajo de él (lo que recuerda,
pero en sentido inverso, la escena en la Facultad, en la que Fliess, de pie en la tarima, le saca
ba a Freud la cabeza).
Fliess mira a Freud de abajo arriba, pero con una expresión amenazadora.
¿Ya no crees en... en lo que hemos establecido juntos?
F reud (con dulzura): ¿En lo que t ú has establecido? No lo sé.
F l i e s s : La bisexualidad, sus dos ritmos, su importancia a b s o l u t a en
toda vida humana, ¿ya no crees en esto?
Freud lo mira con p en a j con un poco de asombro, como si se despertara de un largoy fa s
cinante sueño.
F reud: Si yo no creyera... del todo... o si mis investigaciones me
condujeran a otro mundo... ¿Dejaríamos de ser amigos?
353
12
F l i e s s (firme y tajante): Sí. La amistad es e l trabajo en común. Si ya
a Anchesee?
I r u u d (con dulzjira): Lres mi amigo, Fliess.
354
(33 )
I ,N EL SALON DE LOS FREUD, el mismo dia. Freud, con el mismo traje, acaba
de ¡legar de viaje. Martba está sola. El le da un beso.
F reud (con ternura): Buenos días, querida.
M artha: ¿Qué tal ese congreso? ¿Ha ido todo bien?
F r e u d (con una voz totalmente natural): Claro que sí. Como siempre.
(Una pausa.)
Quisiera un poco de café.
M a r t h a : Ya lo he preparado. Ven a tomarlo.
Freud la sigue al comedor. Sobre la mesa hay una tazfl de caféy una cafetera.
Se sienta. Martba le sirve.
F r e u d : ¿Q u é h ay d e n u e v o ?
M a r t h a : N a d a de p a rtic u lar.
Coge maquinalmente un trapoy empieza a sacar brillo a los muebles.
Freud la mira con preocupación y tristeza.
F reud (sonriendo pa ra disim ular su preocupación): Cuidado, Martha. La
neurosis te acecha, como a todas las amas de casa. Ven a sentarte.
Martba se incorpora y le sonríe, pero su rostro permanece impenetrable.
No se sienta.
¿Y bien? ¿De veras no hay ninguna novedad?
M a r t h a : El h e rm a n o m a y o r d e B r e u e r m u rió el d ía qu e te fu iste.
C r e o que ap e n as se tratab an . M e p a re c e qu e le e stán e n te rra n d o ah o
ra.
F reud (inexpresivo): ¡Ah!
355
(34 )
EL CEMENTERIO
Freud camina entre las tumbas.
A lo lejos, un y upo de ¡¡ente cerca de una tumba recién abierta; están bajando el ataúd,
hreud se detiene ante la tumba de Jakob Freud.
Lleva un ramo de flores que coloca torpemente sobre la losa, entre otras flores aún más
frescas y otras que parecen ya marchitas.
A lo lejos, la ceremonia ha terminado y la mayoría de los asistentes se dispersa. Van por
un camino enlosado no lejos de L'reud.
/'asa lireuer con Mathilde. Lanza una ojeada a la tumba de fakob y ve a Freud, que ha
levantado la cabezfl y le está mirando.
/ reud da un paso hacia lireuer, pero ya éste se ha metido pitr el camino lateral que lleva
a la tumba de fakob.
Los dos hombres se estrechan la mano.
1 Ri'.uo: Me he enterado...
B rk u k r: No se preocupe... Mi herm ano y yo no nos hablábam os des
de hace treinta años. I le venido por puro convencionalism o.
Se acerca a la tumba y mira a Lreud.
Yo quería a su padre. Su muerte me apenó más que la de Charles...
¿Cómo está usted?
l'Ri-'.un: Cambiado.
Señala la tumba.
I Ina parte de mí mismo está enterrada ahí.
I odo fue culpa m ía, Breucr.
Se vuelve hacia fíreuer. listá sereno, poca efusivo, pero profundamente sincero.
B reuer : No.
Cecily nos separó.
Mira hacia la tumba y coloca una mano sobre la verja que rodea la losa.
Y además...
He pensado a menudo en esto, Freud: Yo me creía su padre espiri
tual. No soy envidioso, pero... cuando me di cuenta de que usted lle
garía más lejos que yo... yo... eso me indispuso con usted y sus ideas.
( Con una risa irónica) :
Parecía usted un muchacho y yo me sentía una vieja gallina clueca.
¡Bah!
356
Hace un gesto con la cabes# como para indicar quey a todo terminó.
¿Cómo está Martha?
F reud :Martha adora a sus hijos, es una admirable mujer de su casa y
creo que me quiere tanto como el día de nuestra boda.
Pero había entre nosotros algo... que ya no volverá.
Nunca más.
Breuer, le pido perdón.
¿Sabe usted que desde el día del entierro no había tenido el valor de
volver a la tumba de mi padre?
He venido hoy porque esperaba verle a usted aquí.
Breuer, me he aplicado su método yo solo. Y voy a seguir haciéndo
lo.
Yo quería a mi padre y tenía celos de él. Ni siquiera podía verle sin
sentir en mí mismo una agresividad terrible...
B reuer : ¿A gresividad? ¿Contra ese hom bre tan dulce?
F reud: Precisamente. Su dulzura me desarmaba. Yo hubiera querido
como padre a un Moisés. ¡La ley!
B r e u e r : ¿Para rebelarse c o n t r a ella?
F r e u d : Y para obedecerla.
Meynert representó este papel durante un tiempo.
Sonríe:
Era... una transferencia.
B r e u e r : ¿Y yo también lo representé?
357
B reuer (sonriendo): ¡Cuántos padres! La mayor parte del tiempo tenía
usted dos a la vez.
Tras esta réplica los dos hombres desaparecen y se ve de nuevo a Meynert en su consulta,
débil y envejecido, bajo la inmensa estatua de Moisés.
358
Jakob Freud hizo feliz a mi madre.
( Con una sonrisa melancólica) :
Pero a mí no me parece muy agradable ser la mujer de Sigmund
Freud.
B r e u e r : Mathilde le escribirá hoy mismo. Adiós, Freud.
F r e u d (amistosamente p ero con tristeza, como si se tratara de una larga sepa
ración): Adiós.
Breuer se aleja.
Freud se queda solo ante la tumba. No se vuelve. Su mirada está jija en el nombre de su
padre (grabado sobre la lápida). Al cabo de un rato, las lágrimas empiex/in a resbalar por
sus mejillas, sin que él haga ni un movimiento para secárselas. Permanece así un momento
más, luego se vuelve y con los ojos aún húmedos camina entre las tumbas hacia la puerta monu
mental.
F IN
359
Apéndice
Sinopsis (1958)
«FREUD»
Guión original
deJean-Paul Sartre
Primer trabajo
París, 15 diciembre 1958
F reud, a los sesenta años, rodeado de sus discípulos (los «Siete»). Están ha
blando del autoanálisis. Freud lo desaconseja (a m enos que sea el com plem ento
de un análisis norm al). Jo nes le in dica que él ha em pezado el suyo desde hace m u
chos años (189 7). Freud: «¿Q uién m e habría analizado? Sólo había un analista en
el m undo y era yo.» Interrogado por los que le rodean (el autoanálisis de Freud se
sitúa al principio de su descubrim iento del com plejo de E dipo), com ienza a con
tarles la historia de ese autoanálisis. (E l tem a del guión es, en efecto, el siguiente:
U n hom bre se propone conocer a los dem ás porque com prende que ése es el ún i
co m edio para conocerse a sí m ism o y se da cuenta de que tiene que d irigir sus in
vestigaciones hacia los dem ás y h acia sí m ism o a la vez. Nos conocem os por los
361
demás y conocemos a los demás por nosotros mismos. La voz en «off» de Freud re
sonará más adelante cada vez que sea necesario un breve comentario de los acon
tecimientos.)
o
I bis
II
Otoño de 1896. Viena. lln hombre enlutado, de unos cuarenta años —es
l ’reud—, entra en una peluquería y quiere afeitarse. lista nervioso y tiene prisa;
mira con disgusto a los numerosos clientes que esperan su turno y que pasarán
antes que él. Le dice al dueño: «¿Que pasa hoy? A esta hora no suele haber na
die.» «¿A esta hora?», responde el dueño. «lista siempre lleno. Normalmente vie
ne usted antes.» lista observación parece inquietar a l'reud, que mira su reloj y se
resigna a sentarse al lado de los otros clientes.
Durante este tiempo, la familia l'reud se impacienta; es el día del entierro del
padre, (akob Freud, y Freud se retrasa. También se le reprocha, con acritud, su
deseo de que «los funerales se celebraran sin pompa, muy sencillamente.» Freud
llega. Observaciones desagradables. La madre pone paz. Salida para el entierro.
Por la noche. Sigmund trabaja en su consulta (un piso bajo en Berggasse 19).
Nervioso y muy cansado, lineiende otro cigarro. Huela, lo tira, se levanta y por la
escalera exterior, sube a su piso que está en el tercero. Su mujer está ya dormida,
limpieza a desnudarse. Sin ruido, lista acostado con los ojos abiertos y fijos.
Una tienda (topográficamente idéntica a la peluquería, pero donde se venden
objetos redondos, envueltos en papel blanco). No hay ni un cliente. Los depen
dientes se pasan los objetos de mano en mano y las mercancías llegan por fin a la
cajera, que pega en cada una de ellas la etiqueLa de «vendido» y las tira al suelo.
Kn todas las paredes hay unas placas enormes de esmalte.
SE RUEGA
CERRAR LOS OJOS
(Los sueños analizados por Freud —-utilizaremos aquí algunos de los más sig
nificativos— parecen absurdos o descabellados antes del análisis, pero son, sin em
bargo,, muy cotidianos; lo fantástico o lo misterioso aparece rara vez. Por tanto,
será necesario tratarlos con más realismo aún que las escenas de la vida real. La su-
rrealidad particular y la «sobredeterminación» de los sueños relatados por Freud se
362
expresarán precisam ente por lo absurdo de los com portam ientos y el evidente
conflicto de este absurdo con el realism o de los lugares y de los objetos.) Freud se
despierta sobresaltado. Se sienta en la cam a. Su m ujer duerm e.
V oz de Freud: «L a frase del cartel ten ía un doble significado. Q uería decir:
H ay que cerrar los ojos a los muertos, tenem os que cum plir con nuestro deb er con
respecto a ellos. Por tanto, yo m e sentía culpable. ¿Por qué? ¿Qué había hecho?
Hace años que m e siento culpable. ¿Cuál es m i culpa? ¿Quien soy?
P iensa en el pasado y aparecen unos recuerdos incom prensibles y fugaces; un
tren que pasa cerca de unos altos hornos, un niño de tres años en un co m parti
m ento de ese tren m ira los rojos fuegos en la oscuridad y solloza; una cocina m i
serable, dos hom bres robustos traen una gran tin a de m adera y unos recipientes
llenos de agua caliente; la m adre de fam ilia (la señora Freud) los vierte en la tin a
para bañar en ella a los niños, que esperan m edio desnudos (el m ayor tiene tres
años). Jako b Freud recogiendo su go rra del arroyo de una calle. Jako b Freud en
una butaca (es un anciano) y su m ujer y sus hijas, dem acradas y enferm as (las hijas
son ya adultas), alrededor de él. Son casi fotografías. U n grabado se repite tres o
cuatro veces; representa a A m ílcar tom ando juram ento a su hijo A níbal m ientras
se oye una voz que dice: «|uro que nos vengarem os de los rom anos.» Todo este
calidoscopio term in a por detenerse en una im agen.
III
363
«Por qué tienes ese miedo? ¿Por qué quieres dar trabajo a tus biógrafos?»
El no responde. Ella —impulsiva y bastante susceptible— se impacienta por
ese silencio y le dice con un poco de mala intención:
«En primer lugar no vas a tener biógrafos. ¿Por qué habrías de tenerlos?»
El sigue sin responder. Ella se asusta:
«No necesitas ser un gran hombre.»
El responde entre dientes:
«Sí.»
1*1 Ring, en Viena. Caminan entre la gente, uno al lado del otro, muy correc
tos, sin cogerse del brazo. Un vendedor ambulante vende unos libelos contra los
judíos. En verso, lista recitando algunos pasajes. A su alrededor se ha formado
un grupo. Unos mirones se echan a reír. Algunos compran unas «Historias ju
días» o unas canciones. El rostro de I'reud se endurece. LJn hombre pasa delante
de él; acaba de comprar un pequeño libro al vendedor y lo va leyendo mientras se
ríe solo. I'reud le arranca el librito, lo rompe y esparce las hojas al viento. Estupor
del curioso, que mira a Freud con cierto miedo. Freud le dice simplemente: «¡im
bécil!» Martha tira de I reud mientras el curioso mira sin comprender las hojas es
parcidas a sus pies.
Un café en el Ring. I ’reud y Martha sentados. I reud silencioso y tenso. Mar
tha espera tranquilamente. I reud mira a los clientes. Están tranquilos, juegan a las
cartas o al ajedrez. Bruscamente empieza a hablar sin mirar a Martha: la mayoría
de estas personas tan pacíficas son enemigas. Hubieran podido comprar las can
ciones y los libros de historias judías que vendía el vendedor ambulante. ¿Com
prende ahora por qué ha quemado sus manuscritos? No hay que dejar nada detrás
de uno. Están viviendo en un país enemigo; los «goys» se apoderan de todo, de
forman todo. «Nosotros somos judíos; debemos ser circunspectos; los “goys” nos
harán pagar todo lo que descubran de nuestras vidas.» No hay que confiarse a na
die. Ni siquiera a los futuros biógrafos. lilla le sonríe dulcemente; que siga siendo
obscuro, que sea un buen medico, que viva como todo el mundo; se librará de las
miradas, lil mueve la cabeza: «Imposible. A nosotros, los judíos, se nos obliga a
probar nuestro valor.» Relata la historia del joven Aníbal que jura a su padre Amíl-
car vengarse de los romanos. Los judíos se parecen a los cartagineses; necesitan
imponerse o ser aniquilados. Y todos tenemos un padre que vengar. Ella le pre
gunta si el bondadoso Jakob I reud le ha hecho prestar juramento, como el ancia
no Amílcar a Aníbal. H1 tuerce la boca como si la pregunta le hiriera en lo más
vivo y responde simplemente: «No.»
Les interrumpe la llegada de Minna, hermana de Martha Bernays, del novio
de Minna, Schónberg, y del «primo Max», amigo íntimo y muy querido de Mar
tha. Iban a sentarse en otra mesa, pero Martha les hace una seña para que venga a la
suya. I reud furioso, le dice que es su último día: «Sólo debes ocuparte de mí.»
lilla se irrita: es su hermana. Hace de nuevo una seña. Esta vez los tres jóvenes la
ven; se acercan. Inmediatamente Freud se levanta: tiene una cita con el profesor
Meynert, un médico muy famoso que le protege. Tiene que marcharse. «Pero,
364
dice Martha, la cita es a las cinco.» El no responde, se inclina, sale del café, ciego
de ira. Vagabundea por las calles, andando con esfuerzo y respirando con dificul
tad; saca un cigarro de una cigarrera, lo enciende y empieza a fumar y a toser.
IV
En casa de Meynert. Son las cinco. Meynert tiene cincuenta años. Muy ele
gante físicamente; es un hombre de mundo, tiene modales. (Freud parece más fran
co y más brutal, pero da la sensación de que tiene miedo de Meynert y al mismo
tiempo lo admira.) Barba pelirroja, rostro surcado de profundas arrugas que con
trasta con un cuerpo aún joven. Se alegra de haber podido obtener, con la ayuda
del anciano profesor de Freud, Brücke, una beca para su alumno, beca, por otra
parte, insuficiente, pero le extraña que Freud quiera asistir a las clases de Charcot.
«Es un ingenuo, dice, o un charlatán. Dicen que sus estudiantes se divierten
recogiendo mujerzuelas y enviándoselas para que finjan que son histéricas.» De
todas maneras ahí no se pisa tierra firme. ¿No cree ya Freud en las ciencias exac
tas? ¿En la neurología? Sin embargo, ha realizado unos trabajos excelentes, el últi
mo en marzo de ese mismo año, sobre la anatomía del cerebelo. Freud responde
que está impresionado con el problema de la hipnosis y de la terapia por suges
tión. Meynert parece asqueado; eso es puro engaño. Se pone nervioso y se entre
ga a su tic favorito: tirarse del bigote y mordisquearlo mientras se golpea la parte
izquierda de la nariz con el dedo índice. Freud, hipnotizado por este tic, trata de
explicarse: le parece que ni la fisiología ni la psicología (las dos totalmente meca-
nicistas) pueden explicar lo que hay en cada uno de nosotros. Meynert lo mira
atónito, hurgándose en la barba y tirándose del bigote. Freud balbucea: «Flay en
nosotros fuerzas...» «¿Qué fuerzas?» «No sé, no consigo comprenderme. ¿Usted se
comprende totalmente?» El bigote, la barba y el índice contra la nariz. Meynert se
ríe: «No pierdo el tiempo espiándome. Por otra parte, soy muy claro a mis ojos,
transparente como el agua de un manantial.» Freud no dice nada. El tic le fascina.
Silencio. Meynert de repente se da cuenta de su tic y extiende las manos sobre su
escritorio: «No es a mí a quien quiero conocer, sino al cerebro humano. En todo
caso si tuviera la fantasía de comprender lo que pasa dentro de mí, no iría a estu
diar a unas histéricas, a unas mujeres medio neuróticas y medio simuladoras.»
Freud se pregunta, al contrario, si no sería necesario estudiar a los enfermos en
primer lugar, para comprender la conducta de los hombres normales: la enferme
dad subraya y agranda ciertos rasgos.
Meynert, irritado, cierra la discusión con una oferta: «Vaya a París, puesto
que le divierte. Pero si al volver reconoce que su gran hombre es sólo un charla
tán, y se dedica usted a la neurología, dará usted en mi lugar mis lecciones sobre
la anatomía del cerebro. Porque me siento ya demasiado viejo para enseñar los
nuevos métodos experimentales.» Silencio. Se miran. Meynert se toca la nariz y se
mordisquea el bigote.
365
Vr/z en «off» de Freud:
«Lo había querido como a un padre, pero ahora me daba miedo; quizás había
ya adivinado que ese hombre genial no estaba bien dispuesto hacia mí.»
Rompiendo el silencio, Meynert dice que no pide una respuesta inmediata y
que ya se verá cuando Freud vuelva de París. F’reud se levanta para marcharse.
Fl atardecer. Freud por las calles, fumando y tosiendo. C)ye resonar en sus oí
dos la voz de Meynert: «¡Soy claro como el agua de un manantial! ¡Soy claro
como el agua ele un manantial!» Max y Schonberg, que han salido a buscarle, lo
ti ivisan, corren hacia él y le cogen cada uno por un brazo. Schonberg está muy
cordial, Max muy desabrido. «Pero ¿que mosca te ha picado? ¿Por qué te has mar
chado sin decirnos una palabra?, etc.» Freud no rcsjx>nde, pero se deja llevar
a un pequeño café con un billar. Cafe desierto y pobre. Le interrogan de nuevo.
I'reud les responde al fin. «No leñéis tacto: no deberíais haber venido.» Y añade
mirando a Max: «Y sobre todo tú, que la cortejas a'mis espaldas.» Max está furio
so: «No la cortejo; la conozco desde que nació y mejor que tú; yo soy de la fami
lia.» Freud a su vez monta en cólera: «¡De la familia! Sólo tiene una familia; la
mía; dejará a su madre y a su hermana y mi padre será su padre. Fs mía.» Max, de
repente furioso, golpea la mesa: «¡Hs tuya y la abandonas para ir a París a hacer
no sé qué cosas! Si la haces desgraciada, te mataré.» 1'reud contesta con acritud, a
pesar de Schonberg: «¡No te metas en lo que no te importa! F,res su primo, su fe
licidad no depende de ti y no cuentas para nada.» Y el otro, de pie y furioso: «i Ah
¿no cuento para nada? Pues bien, si quisiera podría hacer que renunciara a la
boda.» Schónberg interviene para condenar la actitud de Max; finalmente, muy
avanzada la noche y después de una interminable discus ion que se nos deja sim
plemente sospechar, Max explica que quiere a Martha y se pone a llorar, Freud
emocionado, muy nervioso, llora a su vez y ios dos amigos van a reconciliarse,
pero cuando Sigmund se tía cuenta de que está llorando, endurece su actitud
bruscamente, furioso |x>r haber dado muestras de emoción y dejado ver su sensi
bilidad: «¡Maldito sea el que me hace llorar! Tú no eres de mi temple. Yo puedo
ser despiadado si te encuentro en mi camino.» Se marcha, dejando a Max estupe
facto y a Schonberg indignado por ese proceder. Freud camina en la oscuridad,
un poco trastornado, mientras la voz de Meynert resuena en sus oídos: «Soy claro
como el agua de un manantial.» (La escena de la disputa, aunque tiene que revelar
la violencia contenida de Freud, debe ser ligeramente cómica, a causa del nervio
sismo de todos, de los bruscos cambios de actitud y de la juventud de los persona
jes a pesar de las barbas.)
366
VI
U )7
cuando sea su mujer.» Y le da un sobre. Freud se queda solo antes de poder dar
las gracias a su amigo. Se dirige de nuevo hacia Martha, después de seguir a
Breuer con los ojos. Le da el sobre. «Por eso le esperaba. Es dinero. 500 guldens.
Llévaselos a mi madre, ya no tiene ni un céntimo.» Ella lo mira con ternura; ha
comprendido. El añade: «Quiero a Breuer como si fuera mi padre; viniendo de él,
no me molesta. Pero tengo veintinueve años, trabajo doce horas al día y me he
endeudado para poder vivir. Si quieres comprenderme, recuerda esto.» Se miran.
El le coge la mano y se la aprieta con todas sus fuerzas. Silbido del jefe del tren,
«tires mía.» Y en seguida autoritario: «Júrame que no volverás a ver a Max.» Ella
se irrita. Silbido del jefe de tren. Un empleado grita: «¡Viajeros al tren!» Bajo la
mirada de Freud, Martha cede: «No le volveré a ver.» Freud le coge las dos ma
nos y se las aprieta apasionadamente. El tren arranca y Freud, que llegó con hora
y media de anticipación, tiene que correr para alcanzarlo.
VII
368
camina por las calles, dominando a los transeúntes con su altura, se oye la voz en
«off» de Freud ya anciano: «Yo creía que había encontrado el camino para cono
cer a los demás y conocerme a mí mismo. Estaba seguro, por fin, de que había una
respuesta a las preguntas que me formulaba desde hacía tanto tiempo.»
VIII
369
IX
La consulta del doctor Freud. Octubre de 1886. Freud está esperando a los
pacientes que no llegan. Camina de un lado a otro. Se sienta. Le parece oír que
llaman a la puerta. Va él mismo a la puerta de entrada y abre: nadie. Se vuelve a
sentar y sueña despierto: la Asociación de Médicos, él está hablando; tumultuo
sos aplausos; está de nuevo en su consulta; un majestuoso anciano —un mi
nistro— le da las gracias: «Me ha salvado usted la vida.» Freud sonríe, el ministro
le ofrece su protección: gracias a ella, hará una carrera excepcional; sera' profesor
en la Academia de Medicina. I'oda la alta sociedad vienesa vendrá a consultarle.
«¡Considéreme como su padre!» Freud —que bruscamente se encuentra de nuevo
sentado en su escritorio— declara con énfasis: «¡No soy hombre que se deje pro
teger como un niño!» Kn realidad la consulta está desierta. (Se trata de un ensue
ño, de un «fantasma» que se desarrolla en el mundo real y conserva todas las ca
racterísticas de la realidad.)
Martha abre la puerta del fondo que comunica con las habitaciones «priva
das» y entra en la consulta de su marido. F^stc la mira con gesto de enfado, pero
ella lo besa y se echa a reír: se irá cuando llamen a la puerta. Freud se ríe; enton
ces corre el peligro de |x:rmanecer toda su vida en esa consulta. Martha venía a
enseñarle un dibujo. Ks una imagen humorística que ha encontrado en una revis
ta: un león en el desierto bostezando: «Dos horas y ni rastro de negros.» Los ne
gros son los pacientes. Freud dice que los negros ya llegarán. Después de la sesión
de esta noche en la Asociación de Médicos, donde leerá su memoria, llegarán.
370
guiar su defensa de la terapia por sugestión, si se piensa que cuando se fue usted a
París era un verdadero científico, y conocía muy bien la fisiología.» Y finalmente:
«¿til hipnotismo? Compadezco a esos colegas que, quizás por altruismo, se rebajan
hasta asumir el papel de niñeras y aburren a las personas con la sugestión, para
dormirlas.» Pone por testigo a Breuer «que es una autoridad en todo lo que con
cierne a la neuropatologia» y que podrá atestiguar que los síntomas descritos por
Freud proceden, la mayoría de las veces, de lesiones cerebrales. Freud espera an
helante una respuesta de Breuer. Todos los asistentes se vuelven a mirarle. Pero
él calla, Freud acusa el golpe. Meynert, después de un breve silencio, concluye re
cordando el valor de los métodos ya experimentados y particularmente de la elec
troterapia. Calurosos aplausos. Breuer no aplaude.
Ante la fachada de la Sociedad Médica, un poco más tarde, se ve salir a un
grupo de indignados médicos.
«¡Meynert le ha puesto en su sitio!»
«Un médico tan joven, casi un estudiante, que ha sido alumno de todos esos
hombres ilustres y que pretende aleccionarles.»
«¡Qué quieren ustedes, es un judío! ¡Oh! No tengo nada contra los judíos,
pero hay que ser israelita para ir a buscar a París unas teorías que todo el mundo
conoce en Viena y que se han abandonado hace tiempo. Esa gente no tiene pa
tria.»
Ahora todo el mundo ha abandonado la sala. La calle está desierta. Un hom
bre espera a Freud en la oscuridad. Freud sale el último. El hombre sale de las
sombras, con circunspección, y se acerca a Freud. Bis Breuer. Le pone la mano en
el hombro y le anima a perseverar: «Yo también recurrí al hipnotismo hace algu
nos años, y en algunos casos tuve éxito. I lay que seguir buscando.» Freud lo mira
con una mezcla de afecto y de desconfianza. Sin confesárselo, le guarda rencor
por no haber intervenido en la sesión. Le da las gracias fríamente. Breuer le ofre
ce su coche, que está un poco más lejos; Freud rehúsa: quiere volver a pie. Nece
sita reflexionar.
XI
Algunos días más tarde. La consulta de Freud, que está sentado ante su escri
torio con expresión sombría. IJaman a la puerta. La primera paciente, pero Freud
no demuestra ninguna alegría. La paciente entra. Sus primeras palabras son para
decir que la envía Breuer. Fixpone su caso; a medida que habla comprendemos
que se trata de uno de los casos típicos que el psicoanálisis trató con éxito más
tarde. Freud la escucha. Al cabo de un momento —es aún muy desmañado y tí
mido— prescribe su medicación: electroterapia, baños y masajes.
Martha le espera, llena de alegría, en la habitación contigua, ¡por fin un pa
ciente! Freud entra muy sombrío y dice: «Martha, alégrate, voy a sentar la cabeza.
Se terminaron las ambiciones. Yo no era el hombre adecuado.» Tratará de ser un
371
buen médico y de ganar el sustento de su familia. Vuelve a hablar con amargura
de la actitud de Breuer: «La otra noche fue un débil. Me manda pacientes pero
me ha abandonado. ¿Sabes por qué me ha enviado esta paciente? Seguramente
para decirme que renuncie a las teorías y que cumpla con mi obligación. Le obe
deceré.» Martha está abrazada a él, sonriendo y tierna, y se nota que no comparte
su desengaño e incluso que se siente aliviada. Freud mira hacia la pared, de donde
cuelgan dos cuadros: una reproducción en color que representa el Juramento de
Aníbal, y la célebre fotografía de la clase de Charcot en La Salpétriere (tal como la
vimos anteriormente) y añade (pensando, evidentemente, en su propia interpreta
ción de la conducta de Breuer): «Y sin embargo, yo tenía talento para interpre
tar.» Martha levanta la cabeza y lo mira con sorpresa.
XII
372
co.» Se ríe y añade: «Pero tenga cuidado, Martha, esa enferma es temible.» Martha
responde que no tiene miedo de nada. Freud dice riéndose que él no tiene nada
que atraiga la atención de las mujeres y que Martha es. muy tranquila. Y añade:
«Pero cuando se es la mujer de Breuer, Mathilde, hay que desconfiar: este hombre
es demasiado guapo como para no seducir a todas sus pacientes.» Todo el mundo
se ríe. Mathilde más que los demás. Martha la mira: «Mathilde ¿qué le ha pasado a
usted?» Matilde se mira una mano que le está sangrando: «iAnda! No me había
dado cuenta. He debido de cortarme con ese cuchillo.» La raja es profunda. Ma
thilde se disculpa y se levanta; Martha también se levanta y las dos mujeres salen.
Breuer mira a su mujer mientras sale. A Freud: «Un poco de neurastenia, creo,
nos gustaría tener un niño.» Y Freud, como para sí mismo: «Se ha cortado el
dedo y no se ha dado cuenta.»
XIII
37.Í
algo demasiado pesado para ella, toca la cama y luego, de repente, lanza un grito y
cae de espaldas. Breuer se precipita, la coge en sus brazos para impedirlo, la lleva
de nuevo a la tumbona y la tiende en ella. Anna tiene los ojos completamente
abiertos y respira con fuerza, pero sus brazos y sus manos vuelven a anquilosarse
como al principio. Breuer la mira con angustia y dice como para sí mismo: «Siem
pre tengo miedo de haber ido demasiado lejos.» Se inclina sobre ella, que le son
ríe. li\ se incorpora bruscamente y ella le dice con naturalidad: «Buenos días, doc
tor», y señalando a Freud: «¿Quien es?» «1 i! doctor Freud, mi mejor amigo.»
Anna inclina la cabeza. Se la creería totalmente normal si no fuera por una tos
nerviosa que la sacude con frecuencia. Pregunta lo que ha hecho y Breuer se lo
recuerda. Poco a poco va recordando que se arrodilló delante de la cama. Parece
asustada. «¿Qué he dicho?» Breuer le recuerda que no quería ir al entierro de su
padre ni encontrarse con personas que sabían cierto hecho, lilla ríe: «Debo de
mentir en sueños; usted sabe muy bien que esta parálisis me vino seis meses más
tarde. Fn cuanto al entierro, estuve allí.» «¿Y cómo le vino esta parálisis?» «No lo
sé.» « l'rate de recordar, como de costumbre.» «Ya no me acuerdo.» Parece asus
tada y reacia. Breuer pregunta: «¿Qué pasa? ¿I loy no limpiamos el cerebro?»
«No.» Breuer le habla con una dulzura totalmente desacostumbrada en él y se
vuelve casi suplicante. «Se lo ruego, estamos llegando a la meta», pero ella se obs
tina: «Quiero dormir.» Su almohadón se escurre y Breuer lo recoge y para acomo
dar a la enferma en la tumbona la coge por los hombros casi tiernamente. I rcud
ha perdido su aspecto sombrío y duro; está rejuvenecido, relajado; parece al ace
cho y contempla esta escena con extraordinaria avidez. Hstá fascinado por los dos
personajes a la vez. Como Anna se niega una vez más a hablar, Freud le pregunta
con pesar: «¿No será porque estoy yo aquí? ¿Desea que me marche?» lilla le dice
amablemente que no. Pero Breuer, volviéndose hacia Freud, le lanza una ojeada
imperiosa. I rcud sale, Permanece delante de la puerta nervioso e impaciente; se
nota que se muere de ganas de escuchar la conversación. Se aleja, por discreción,
y empieza a pasear por el pasillo yendo y viniendo. Breuer sale casi en seguida,
profundamente apenado. «No lia querido decir nada. Ocia haberme ganado su
confianza... ¿Fistá usted decepcionado?» Freud mueve la cabeza: «No.» Breuer ex
plica: «lis un caso de doble personalidad (tan pronto es caprichosa e infantil
como intelectualmente normal), acompañado de una parálisis de los dos brazos,
de trastornos de la vista y del oído, tos nerviosa, etc.» Al pasar de una personali
dad a otra, atraviesa un estado de autohipnosis durante el cual sus trastornos se
modifican, como Freud acaba de ver. 1labitualmente, cuando se encuentra en su
estado normal, se le recuerda lo que acaba de pasar (no lo olvida verdaderamente)
y cuenta las circunstancias que acompañaron a la aparición de los síntomas. Y
cada vez que habla con toda confianza, el síntoma remite; al cabo de un rato, sus
trastornos de la vista y luego los del oído acaban por desaparecer. Es tan inteli
gente que ha comprendido la importancia de esas conversaciones que ella misma
llama «cura por la palabra» y «limpieza del cerebro». Desde hace meses habla li
bremente; sólo quedan esa parálisis de los brazos y esa tos nerviosa, y la parálisis
3 74
va a desaparecer. Pero tiene miedo; hay algo ahí debajo de lo que no puede libe
rarse. Hace ya una semana que elude las preguntas. «Yo creía que hoy...» «Pero yo
estaba ahí», dice Freud. «Sí, tuve la esperanza de que fuera su presencia, pero des
pués de que usted saliera siguió empeñada en callarse. Volveré mañana por la ma
ñana y probaré con la hipnosis. Me ha dicho que puede usted volver cuando quie
ra.» Y añade con una especie de satisfacción pensativa: «Me ha dicho: puesto que
se trata de un amigo suyo.»
XIV
375
mar la palabra y le lanza una mirada aviesa. Pero Anna responde tranquilamente:
«Los que sabían...» «Los que sabían ¿qué?», pregunta Breuer recuperando su fun
ción de terapeuta. «Que mi madre nos había abandonado a los dos.» «¿Dónde es
taba su madre?» «Con su familia. No quería a mi padre.» «¿Por eso no quiso usted
hablar ayer?» «Sí, me avergonzaba de ella.» Los brazos han recobrado su lugar
contra el cuerpo, las manos están crispadas. Una espera interminable. ¿Desapare
cerá el síntoma? No. Entonces, tímidamente, con dulzura, Freud pregunta: «¿Ha
revivido usted esa escena con frecuencia?» «Casi todas las noches, durante seis
meses. Era... horrible.» «Y luego apareció el síntoma. Se quedó usted paralítica.»
«Sí.» «Pues bien, dice Freud, esta parálisis se produjo para impedirle a usted que se
levantara por la noche y reviviera la escena.» En esc instante, sin que ni siquiera
haya dado ella señales de haber oído, sus brazos y sus manos se relajan, se extien
den y cacn suavemente a lo largo de su cuerpo. Freud está resplandeciente de ale
gría; Breuer también, pero parece, asimismo, irritado por la nueva intervención
de Freud. Felicita a Anna, que mira sus manos con asombro, pero le advierte que
no albergue demasiadas esperanzas; quizás la parálisis vuelva, quizás no esté cura-
tía; las cosas no son tan sencillas, se necesita tiempo, mucho tiempo.
^uera, Breuer muestra su irritación. «¿Que ha hecho usted?, le pregunta a
Freud. ¿Qué significa todo eso?» Freud explica que, desde hacía algún tiempo, se
preguntaba si los enfermos no estarían defendiéndose, por medio de sus enfermeda
des, contra unos recuerdos, sentimientos o tentaciones. F.xisten en nosotros unas
fuerzas terribles de ataque y de defensa. Anna se defendía: puesto que el método
de Breuer era «catártico», era necesario también que Anna comprendiera esa au
todefensa. Breuer se encoge de hombros: Anna no se defendía. La histeria pro
viene de un estado es[x:cial cercano a la hipnosis; su parálisis, con los brazos que
llevan algo o a alguien, era, por el contrario, el resumen permanente de la escena vi
vida. Breuer se aleja irritado. Y la voz en «off» de i 'reud nos dice:
«Durante dos o tres meses, Breuer no me volvió a llevar a ver a Anna.»
XV
La consulta del doctor Freud. Una mujer joven y hermosa, echada en un di
ván. Voz en «off»: «Probé el método catártico con mis enfermos. Esta mujer no
se atrevía a entrar sola en las tiendas. Unos dependientes se rieron de ella cuando
tenía trece años.» Una tienda. No se ve a la chiquilla de trece años, pero se ve la
tienda como si la cámara fuera el ojo de la enferma (encuadre de una adolescente
de trece años de bastante estatura, casi como la de una adulta). Unos muchachos
se ríen entre ellos y se guiñan el ojo: «¡Qué facha!» «¡Tiene buena pinta la chavala
con esos pingos!» Risas. Voz en «off» de Freud: «La interrogué después de la hip
nosis.» El decorado no cambia, pero bruscamente los mostradores se levantan y
se les ve desde abajo. La cámara se desliza como una mirada a lo largo de los
mostradores y (mientras el sueño se convierte en el de una sola persona) descu
376
bre, entre dos tarros de caramelos (cuando primitivamente se trataba de una som
brerería) a un hombre de unos sesenta años a quien se ve desde abajo (como po
dría verlo un niño) que se está riendo bonachonamente. Sin embargo, su mirada
es terrible. Da la vuelta al mostrador y se acerca diciendo de vez en cuando: «¿Te
nemos miedo del lobo?, ¿del grande y malvado lobo?» Se sigue acercando y la voz
de la enferma dice simplemente: «Yo tenía ocho años.»
Plano de Freud y la enferma: «¿Recordaba usted esa escena?» «No, la recuer
do ahora.» «Y la otra escena ¿es verdadera?.» «¿Cuál?» «Esos dependientes que se
reían de usted cuando tenía quince años» «También es verdadera.» «¿Y era ésa la
que usted recordaba?» «Sí, porque la otra era demasiado... atroz.» «Pero la que te
nía importancia era la otra ¿no?» «No lo sé. Probablemente...» La enferma se
sienta en el diván y dice que se siente aliviada. Da las gracias a Freud con unos
ojos casi de enamorada, se levanta y, de pronto, le echa los brazos al cuello. Freud
permanece indiferente y correcto y la aparta con mucha cortesía. Ella le mira con
estupor, cómo si no le reconociera o como si no se comprendiera a sí misma. Bal
bucea algunas palabras ininteligibles mientras retrocede. Freud le dice con dulzu
ra: «No pasa nada. Es un efecto de la hipnosis. No hablemos más de ello.»
Fliess, Freud y Breuer en el despacho de Breuer. Fliess ha venido por casuali
dad. l'reud da las gracias a Breuer: el método catártico tiene un valor excepcional.
Una verdadera liberación para los enfermos; lo ha aplicado en seis casos diferen
tes: histeria, neurosis de angustia, obsesiones, y los resultados son excelentes.
Pero lo que le sorprende es la importancia que sus enfermos dan al problema se
xual. Con frecuencia se había preguntado si en la raíz de todas las neurosis no es
taría la sexualidad; el método inventado por Breuer le aporta nuevas confirmacio
nes. Con gran asombro comprueba que esas concepciones disgustan sobremanera
a Breuer. Es totalmente absurdo; ¿qué tiene que ver la sexualidad con este asunto?
I reud explica que los enfermos se defienden de los deseos sexuales, o de los re
cuerdos sexuales, y en eso radica precisamente su enfermedad. Breuer golpea la
mesa: Eso es pura novela. Por otra parte ¿cómo se explica el caso de Anna O...
con esa hipótesis? Esa muchacha no ha sentido jamás ni deseos ni trastornos se
xuales. Es totalmente fría. Recalca las últimas palabras mirando a Freud a la cara.
Fliess no dice nada, pero cuando bajan por la escalera de Breuer, detiene a Freud
en un rellano y le dice: «Freud, tiene usted razón.» Freud lo mira asombrado;
Fliess prosigue: «No se deje quebrantar ni reprender por Breuer; él no es su pa
dre. Se arriesga usted a quedarse parado en el punto de partida.» Freud responde,
muy turbado, que no está seguro de sus exposiciones: se necesitaría tiempo, mul
tiplicar las observaciones, etc., etc. Fliess no responde. Continiian bajando la esca
lera en silencio. Ya en la calle, Fliess le dice: «Continúe; tendrá usted éxito.»
Freud, subyugado, le pregunta: «¿Por qué me dice usted eso? ¿Por qué a mí?»
Fliess se lo explica: Freud es un visionario, como Fliess mismo. A los visionarios
se les puede llamar la sal de la tierra: aquellos de entre los hombres que establecen
una hipótesis antes de poseer los medios para verificarla. Freud y Fliess son de la
misma especie. Hay algo en ellos, una fuerza oculta. O quizás, añade riéndose,
377
hayan hecho un pacto con el diablo. Freud parece subyugado. Pero Fliess, con sus
graneles c imperiosos ojos, se parece al mismo diablo más que a un ángel de la
guarda. «Sus ojos me llaman la atención, dice Fliess. Ven lejos.» Y señalando los
suyos: «Al visionario se le reconoce por sus ojos.» Freud le pregunta si él tiene
también una hipótesis que defender y Fliess responde, con una expresión testaru
da y misteriosa a la vez, que tiene varias. Y declara que ha descubierto un síndro
me (jaquecas, trastornos circulatorios y digestivos, neurastenia) que puede aliviar
se con una aplicación de cocaína en el interior de la nariz y cuyo origen es, sin
duda alguna, sexual. Añade; «Adivino muchos otros misterios; hay un ritmo en
los fenómenos biológicos: 2.1-28, 23-28.» Se echa a reír y se despide de Freud
bruscamente después de añadir: «Fse ritmo es de origen cósmico.» Freud está es
tupefacto. Al quedarse solo en la calle, cerca de una tienda que tiene un gran es
pejo, se acerca a él, y 11 0 puede evitar mirarse a los ojos.
1.a misma noche. Los hijos de Freud están acostados. Freud y Martha se están
desnudando. Algunas palabras de Freud a Martha revelan su irritación: la actitud
de Breuer le disgusta, no la comprende, cl.e faltará valor? Duda siempre entre el
«sí» y el «no». Isn contraste con esa prudencia (que encuentra en todas partes:
Meynert, Breuer e incluso Charcot) alaba la inteligencia y la audacia de Fliess, ese
hombre fascinante. Martha no comparte esc entusiasmo; le gustan la calma y la
moderación de Breuer y de Mathilde. Freud sueña. Un sueño de rencor hacia
Breuer y de pasión por la libertad; quiere emanciparse. AI mismo tiempo, un
vago lemor de Fliess. (Se puede escoger en ¡ m ciencia de los Sueños. Quizás el
sueño referente al libro de lx>tánica. C) se puede inventar.)
Voz en «ott» de I reud ya anciano: «Mis sueños tenían un sentido; lo sabía des
de mi adolescencia.»
Inmediatamente después, otro sueño referente al padre de I reud. Tiene un
glaucoma en el ojo. Freud se acerca a él y dice: «Cuando te opere, serás un visio
nario.» Fl padre está acostado, primero tiene su propio rostro, después el de
I liess, que grita: «F.n lugar de operarme, delx.-s salvar a Anna O... que es ciega.»
XVI
378
responde, de una forma casi desagradable, que Anna está curada desde hace unos
quince días y que no la ha vuelto a ver. Freud, muy sorprendido, responde que ha
visto a su colega Rosenfeld que estaba en el hospital la víspera y que a su vez ha
visto a Anna O. en compañía de Breuer. ¡Qué metedura de pata1 Mathilde se le
vanta bruscamente: ¡su marido le ha mentido! La víspera aún aseguraba que no
había vuelto al hospital. ¿Qué le ha dado esa mujer? No puede separarse de ella.
Breuer, muy confuso, explica: No estaba mintiendo. Era verdad que Anna O. es
taba curada y cuando la víspera habló de ella a Mathilde no la había vuelto a ver,
pero se le ocurrió volver al hospital, que Anna abandonará próximamente, y com
probar que su curación era definitiva. Pero Mathilde no se calma en absoluto con
esas explicaciones. Los celos que ha disimulado durante tanto tiempo, estallan
bruscamente ante un Breuer estupefacto: desde hace seis meses Breuer sólo habla
de Anna, Mathilde está ya obsesionada con ella; nunca están solos, Anna está
siempre entre los dos. Hace un momento aún, Mathilde está segura, Breuer soña
ba con ella. Ya no puede soportar esa vida y si la situación no cambia se marchará
de casa, l 'reud, horrorizado por la violencia que ha desencadenado, se dirige, re
trocediendo, hacia la puerta, cuando la voz de Breuer le clava en el sitio. Es una
confusión, l;rcud tiene que quedarse a oír sus explicaciones. Se vuelve hacia Ma
thilde: está muy equivocada. Si Breuer está apasionado con el caso de Anna O. es
porque ha descubierto un nuevo método psiquiátrico. Su interés por la muchacha
es exclusivamente científico. Y ya totalmente a sus anchas se echa a reír. Tiene
pensado volver a ver a Anna O. esa misma mañana, pero para despedirse de ella.
Ksc viaje a Italia que hace tanto tiempo prometió a su mujer ¿por qué no hacerlo
en seguida? Ahora tiene algún tiempo disponible, sólo necesita tres o cuatro días
para despachar los asuntos pendientes. Mathilde puede coger los billetes para el
jueves próximo. Y en cuanto a esa última visita a Anna, se lleva a Freud con él,
para que su mujer no abrigue ninguna sospecha. Mathilde parece encantada y es
tupefacta. Breuer la mima como a un niño y cuando ya parece totalmente serena,
se despide de ella llevándose a Freud con él. En el rellano de la escalera, cuando
está seguro de que Mathilde no le oye, le dice a Freud: «¡Que el diablo me lleve!
Nunca lo hubiera sospechado... Ve usted, Freud, los celos son una neurosis.»
Kn la habitación de Anna; en efecto, parece curada y está esperando la llegada
de su madre, que vive en Graz y que viene a buscarla para instalarse con ella en
Viena. Breuer, un poco ampuloso, muy paternal, le anuncia su partida para Italia.
Anna no parece alterarse. Se despide de él y le da las gracias. En el umbral de la
puerta, en el momento de la despedida, tose varias veces. Salen. Breuer parece
muy satisfecho, se frota las manos y dice con indiferencia: «Y bien, Freud, un
hermoso caso, totalmente concluyente ¿verdad?» Freud responde simplemente:
«Sigue tosiendo.» Breuer se encoge de hombros y se lo lleva sin decir una palabra.
379
XVII
Delante del edificio de los Breuer el día de la salida para Italia. Están cargando
maletas y baúles en un camión; el cupé espera delante de la puerta; los Breuer sa
len con los Freud, que han venido a despedirse. Freud no irá a la estación, le ho
rrorizan las despedidas y sobre todo los trenes. Martha los acompañará. En el
momento en que Freud les está deseando buen viaje, una ambulancia del hospital
se detiene detrás del cupé y un enfermero sale de ella y corre hacia Breuer: «Anna
C). está en un estado muy inquietante, sufre y le llama, tiene que venir urgente
mente.» Breuer palidece, el rostro de Mathilde se endurece; Breuer se vuelve ha
cia ella como para consultarla y ella responde simplemente: «Hay otro tren para
Innsbruck dentro de tres horas.» Breuer salta a la ambulancia y Freud le sigue; la
ambulancia arranca llevando a los dos hombres. Mathilde estalla en sollozos abra
zada <le Martha.
En la escalera del hospital. Se oyen unos gritos de mujer. Grandes gritos que
comienzan en tono grave y terminan en un tono muy agudo. Freud pregunta a
un interno que pasa: «¿Quién está dando a luz?» El interno responde: «Nadie. La
que grita es Anna O. Está así desde las siete de la mañana.» Breuer, trastornado,
echa a correr.
lin la habitación de Anna, que está dando alaridos. Es un parto nervioso con
secuencia de un embarazo nervioso. Breuer, casi temblando, le dice a Freud:
«Cálmela, póngala en estado de hipnosis, yo no puedo tocarla.» Freud se acerca a
ella y la mira fijamente. Le habla con dulzura y le pone la mano sobre la frente.
Ella sigue gritando; Breuer se acerca a su vez y repite lentamente y con dulzura
una frase, siempre la misma: «Duérmase Anna, estoy aquí; duérmase, estoy aquí.»
Poco a |X)co la enferma se relaja y al fin se duerme. Breuer dice a la enfermera:
«Se acabó. Cuando se despierte estará muy tranquila.» Se vuelve hacia Freud:
«Vámonos.» Freud, indignado, sale con él. «¿La deja usted en ese estado?» «No
quiero [perder el tren. Además, está curada.» «¿Curada? Mientras que usted curaba
sus trastornos y su parálisis, se formaba en ella un embarazo nervioso, y es de us
ted de quien se creía encinta; está más enferma que nunca. Debe usted quedarse
para atenderla.» Breuer se obstina: «No la volveré a ver en mi vida, le he hecho
demasiado daño. Ese método es terrible... Se revuelve el fango.» Freud lo mira
con un aire extraño: «Sí, se levanta la tapadera y los demonios salen.» Breuer no
le oye y repite con aspecto cansado: «Soy culpable con respecto a ella, no hubiera
debido... no hubiera debido...» Freud se irrita: «Será usted culpable si se va. ¡En
el punto en el que están las cosas sólo usted puede curarla!» Pasa un coche de al
quiler, Breuer lo para y salta dentro de él sin ni siquiera preguntar a Freud si quie
re acompañarle. «iA la estación!» El coche arranca y Freud lo mira partir conster
nado.
380
XVIII
XIX
381
(irán al corriente de sus descubrimientos. Esos «congresos» se realizarán varias
veces al año en Alemania o en Austria. Fliess aconseja a Freud que abandone a
Breuer y que prosiga sus trabajos solo. Freud parece muy turbado y responde que
Breuer se ha portado siempre admirablemente con él; le recuerda que durante va
rios años Breuer le ha prestado dinero al final de cada mes. Hay que hacer un últi
mo esfuerzo. Por el mismo Breuer, que en estos últimos tiempos está atravesando
una crisis muy grave; hay que ayudarle cueste lo que cueste... Cuando un mucha
cho alcanza su mayoría de edad y se gana la vida, le corresponde a él ayudar a su
padre. Fliess escucha sin contestar. 1 reud añade que Fliess tiene que darle ánimos,
«lis usted más joven que yo y me parece que me lleva muchos años.» Bruscamen
te añade: «Deberíamos tutearnos», y Fliess responde: «Eistoy de acuerdo, pero no
deberías fumar más.» Freud parece que va a obedecerle y tirar el cigarro al agua.
Pero se contiene: «Sería un esfuerzo demasiado grande. Tengo demasiadas cosas
que hacer como para imponerme una nueva prohibición.»
XX
Otoño de I8‘J5. I.a consulta de Freud. lis de noche. La habitación, muy ilu
minada, parece desierta, Está llena de humo. Alguien —que no podemos ver—
tose de vez en cuantío. Por fin descubrimos a I reud fumando un cigarro. Muchas
colillas en el cenicero. I reud escrilie; acaba de terminar un página y la coloca so
bre un abultado manuscrito que está a su derecha. Empieza la página siguiente, se
detiene, piensa un momento, coge una hoja de papel de cartas y se pone a escribir
a Wilhelm Fliess. l ose y tira el cigarro. Una voz en «off» (la de I reud) nos recita
la carta a medida que él la escribe.
Así nos enteramos de que Breuer y Freud están escribiendo en común un li
bro sobre la histeria. La voz en «off» se calla cuando contemplamos las escenas
que descriU-, y habla de nuevo en las transiciones y para los comentarios.
Freud y Breuer en la consulta del último, discutiendo. Breuer cree que los
trastornos histéricos tienen su origen en un estado parecido al de los hipnotizados
y que él llama hipnoide. Freud, irritado, interpreta las neurosis de otra manera.
«Son mecanismos ele defensa.» Coloca la defensa del yo en el centro de las neuro
sis, y explica el caso de Anna O. como una defensa contra un recuerdo intolera
ble (la noche que pasó junto a su padre, su muerte y la necesidad de juzgar a su
madre). La parálisis era una defensa contra un recuerdo que tendía a renacer.
Para explicarlo mejor, era un compromiso entre una representación intolerable y
«los mecanismos de defensa» que rechazaban esa representación. Breuer perma
nece indiferente y bastante taciturno; lo que le molesta es, primero, esa concep
ción dinámica que muestra el psiquismo como un conjunto de fuerzas que se
oponen entre sí, pero sobre todo le contraría ver que su protegido, su «hijo espiri
tual», se opone a él con tanta convicción. Sin embargo, a pesar de su indiferencia
sombría y de su escepticismo, se le nota fascinado por la nueva autoridad de
382
Freud. Sus objeciones se basan en que si esos conflictos de fuerzas existen entre
los enfermos, habría que admitir que también existen en los hombres normales,
aunque en menor grado. Freud le responde inmediatamente que desde luego exis
ten. I lega incluso a hablar de sí mismo: sabe que hay en él algunas fuerzas salva
jes que están contenidas por potentes inhibiciones. ¿Por qué lo sabe? Por todo:
«Tengo, como todo el mundo, algunos ligeros trastornos, pero que son de origen
psíquico. Tengo tos nerviosa, palpitaciones cardíacas y trastornos intestinales que
anuncian regularmente unos períodos de depresión. Y además, mis sueños. Los
anoto desde que tengo dieciséis años.» «¿Y qué significan?» «No lo sé aún, pero
son los sueños de un culpable.» F^stá trastornado, excitado y hay en él una violen
cia contenida que termina por impresionar a Breuer. Este declara que esa concep
ción es totalmente ajena a su propia experiencia: sus sueños no significan nada,
no se siente culpable y no reprime nada. Y bruscamente, sin transición —bajo la
mirada atenta y casi burlona de Freud— añade: «He vuelto a ver a la madre de
Anna O. Viven en la calle de la Gare número 12.» «¿Anna está curada?» «No.
Mueve la cabeza: Más le valdría estar muerta.»
Freud lo mira en silencio, pero la voz en «off» violenta e insultante dice:
«¿Para quién valdría más que estuviera muerta? ¡Para él, sólo para él! ¡Y dice que
no reprime nada!» A la vez que oímos la risa en «off» de Freud, vemos un gabine
te de un piso confortable. La voz en «off»: «Era él. Lo había llamado para una
consulta.» Llaman a la puerta de entrada, una doncella abre a Breuer (chistera,
pelliza, guantes) que se quita el abrigo y el sombrero que la doncella cuelga en un
perchero. La puerta de una de las habitaciones contiguas se abre despacio: Es
Freud, que le dice a Breuer: «Es una muchacha. Está enferma desde hace seis me
ses.» «¿Qué tiene?» Freud responde: «En mi opinión, un embarazo nervioso.»
«¿Qué?», pregunta Breuer mientras le cambia la cara. «Un embarazo nervioso.»
Inmediatemente el rostro de Breuer se cubre de sudor, recoge sus guantes, el
abrigo y el sombrero y huye, mientras su voz de la víspera resuena en los oídos de
Freud: «Yo no me siento culpable y no reprimo nada.» Y cuando la puerta se cie
rra, Freud deja escapar una risita maligna antes de entrar de nuevo en la habita
ción de la enferma.
Plano de Freud escribiendo a Fliess: «Sea como fuere, he avanzado. En el co
nocimiento de mis enfermos y en el mío propio. No solamente en el de la histe
ria, sino en el de todas las neurosis. Ahora sé que son mecanismos patológicos de
defensa contra una representación intolerable que quiere imponerse en la con
ciencia. El síntoma delirante tiene la función de enmascararla. El enfermo se afe-
rra a ese síntoma y ama su delirio como se ama a sí mismo. Pero si se consigue
que descubra la representación que rechaza y la ve a plena luz, la represión ya no
tiene objeto y el síntoma desaparece.»
Enciende otro cigarro, tose, lo apaga y. añade: «Aquí, la gran noticia es la
muerte de Meynert. En cuanto a nosotros, toda la familia está bien menos yo,
que tengo la garganta en carne viva. En el próximo congreso, mi querido Wil-
helm, tendrás que examinarme; confío en ti en cuerpo y alma. Tu Sigmund »
383
Escenas que hay que rodar 1
XXI
Hl padre de Freud está enfermo. Freud va a su casa con Martha y los niños.
Freud se encuentra con su madre y la abraza apasionadamente. Permanece senta
do a la cabecera del padre, que está dormido. Martha y los niños se quedan con la
madre. Freud mira a su padre con expresión sombría y casi sorprendida. Se oyen
algunos fragmentos de conversación en la habitación contigua; la madre está ha
blando: <dis un buen enfermo... es tan dulce. No se queja nunca.» Freud rememo
ra a su padre en Freiberg, treinta años atrás: un hombre corpulento pasa a su lado
por la acera y le tira la gorra al arroyo: «Baja de la acera, judío, y vete a buscar tu
gorra.» El padre mira al hombre que se aleja, baja de la acera y recoge la gorra.
Volvemos a la habitación del enfermo, que se queja y se vuelve colocándose boca
arriba. Freud mira su rostro: es el de Breuer. Se levanta bruscamente y se dirige a
la habitación contigua. Se disculpa con su madre: tiene que volver a su consulta,
que se queden Martha y los niños. Un tranvía. Freud baja delante de la casa de
Breuer. (Una placa de esmalte en la puerta: Breuer, médico.) Parece que va a en
trar, pero después da media vuelta y se marcha.
De vuelta en su consulta. Una doncella le abre la puerta de entrada: «No, no
ha venido nadie.» Entra en su consulta. Detrás de su escritorio, en el momento
en que va a sentarse; se ve el cuadro de siempre: Amílcar toma juramento a Aní
bal. Freud se sienta, coge su manuscrito y empieza a escribir.
La voz en «off» de Freud ya anciano: «Sí, contaba con Fliess en Berlín, pero
en Viena estaba solo. Completamente solo.»
Entra una enferma (carta núm. 60 a Fliess: el diálogo se puede tomar de ahí
1 Esta hoja que se encontró fue sin d u d a añadida por S artre cuando releyó el texto m e
cano grafiad o de la sinopsis. (N. d el E.)
384
con algunos cortes2). Es una mujer de treinta años muy amanerada. Está en trata
miento desde hace algunos días. Dice, mientras se quita el sombrero: «No me im
porta decir todo lo malo que pienso de mí misma, pero quiero tener considera
ción con los demás. Tiene usted que permitirme que no nombre a nadie.» Y lue
go, mientras se tiende en el diván: «Antes no me daba cuenta de lo que era malo.
Mi tratamiento hubiera sido más fácil. Hoy veo claramente que algunas cosas son
criminales, etc. etc.» Finalmente Freud la incita a hablar sin rodeos: «Hablemos
claro. Los culpables son los parientes cercanos de la víctima. Los padres, los her
manos...» La enferma dice rápidamente: «Mi hermano no tiene nada que ver con
esto.» Y Freud: «Entonces su padre.» Ella rompe en llanto. Freud ya no la escu
cha. Está viendo a Breuer acostado en una cama (la cama de Jakob Freud) dicién-
dole a una chiquilla (que se parece a Mathilde Freud): «Ven a ver a tu papá, hijita
mía. ¿Tienes miedo de tu papá?» La chiquilla está contra la puerta, aterrorizada.
La cara de Breuer riéndose, aparece entre unos tarros de caramelos (la tienda que
describió la otra enferma). Plano de Freud —se sigue oyendo la risa de Breuer—
que se levanta, pone la mano sobre la frente de su paciente y dice con un tono
verdaderamente acerbo y lleno de malevolencia: «¿Qué más?, ¿qué hizo su respe
table padre?» Y ella empieza a contar: «Tenía nueve años...»
XXII
’ /:/ nacirtñentv del psicoanálisis , P .U .F ., un pasaje de la carta del 28 de abril de 1897, págs.
172 173. (N. del E.)
385
de alguien para escapar de mis propias críticas. Ahora, felizmente, estás tú.» Mon
ta en cólera contra Breuer y dice que su sola presencia bastaría para incitarle a
marcharse de Viena. Si pudiera tener una buena clientela en Berlín, se iría a vivir
allí, cerca de Fliess. Se levanta bruscamente y le dice a Fliess que está en plena de
presión nerviosa. Además, aunque irregularmente, tiene trastornos cardíacos:
arritmia, opresión, quemazón en la región del corazón. Exclama: «¡Qué tristeza
para un psiquiatra no saber si padece o no una depresión nerviosa!» Enciende un
cigarrillo y tose. F'liess, que ha permanecido bastante indiferente durante las con-
hdencias de Freud, se incorpora bruscamente: «¡Tira ese cigarro, desgraciado! O
acercarás la fecha de tu muerte.» Freud lo tira dócilmente. Parece subyugado:
«¡Quién podrá decirme |>or qué necesito un tirano!» I'liess le examina la garganta
ahí mismo, al aire libre. Padece una afección nasal. Un caso de intoxicación de ni
cotina. Los trastornos cardíacos, !a depresión, todo proviene de la nariz. Freud
puede fumar, pero con moderación.
Kn la estación de Merchlesgailen. I liess de mal humor. El tren para Viena
pasa dentro de tres cuartos de hora. ¿Por qué había que llegar lan pronto? A pe
sar de todo, le pregunta a I reud si ha proseguido con éxito sus investigaciones.
I reud responde: «l'.stoy a punto de descubrirlo todo.» Unos niños corren por la
estación. Un niño de cuatro años está cerca de Freud. «Estoy casi seguro de que
he encontrado la clave de la histeria y de las neurosis obsesivas.» Poco a poco su
rostro se va descomponiendo. «¿Qué te pasa?» «El tren. Eis una crisis de angustia.
Siempre he tenido fobia a los trenes. No te preocupes.» Está pálido, suda y el co
razón se le acelera. A pesar de ese estado, casi insoportable para él, expone a
Fliess su descubrimiento: «La neurosis es un choque sexual experimentado en la
infancia y cuyo recuerdo se reprime. Si el choque está acompañado de temor, de
riva en histeria; si está acompañado de placer, se transforma más tarde en un sen
timiento de culpabilidad y se sustituye por ideas obsesivas (neurosis obsesiva).»
I'liess escucha sin gran entusiasmo y dice simplemente: «Deberías investigar en
qué período se produce el choque.» I reud responde rápidamente: «No es eso lo
que me interesa. Ya lo sabré.» «Es lo más importante», dice Fliess secamente.
«No, no es lo más importante. Lo más importante es la naturaleza del choque.
Tengo mis ideas al respecto. Pero ya te las contaré más adelante.» Fliess parece
disgustado y le reprocha que abandone el campo propiamente fisiológico. Freud
dice que no lo está abandonando y que cuenta con que Fliess le proporcione más
adelante unos elementos fisiológicos sólidos. Y añade: «Por el momento tengo
una gran incertidumbre con respecto al papel del padre en la infancia. A propósi
to, ¿has interrogado a tu mujer?» Fliess pregunta: «¿Sobre qué» Freud se impa
cienta, su angustia se recrudece: «Te lo he pedido por I9 menos cinco veces, siem-1
pre lo olvidas, nadie me ayuda: tu mujer te llama gatito mío.» Se ve a Fliess que
con sus grandes y feroces ojos tiene aspecto de todo menos de un gatito.'Freud
continúa: «Alguien la llamaba así en su infancia. Te rogué que le preguntaras
quién era esa persona.» Fliess no responde. Se produce una ligera frialdad entre
los dos.
386
■
Por fin llega el tren. Freud sube a él con dificultad, ayudado por Fliess. Se
despiden «hasta el próximo congreso». Se escribirán. El tren arranca. Freud se va
tranquilizando poco a poco. Saca su cigarrera, la contempla un momento como si
quisiera abrirla y finalmente la tira por la ventanilla.
Plano de Freud sentado en un rincón del compartimento, con la mirada fija.
La voz en «off»: «Doce casos de neurosis, doce casos de incesto en la infancia. Se
habría necesitado una experiencia crucial.» Se ve de nuevo a Anna O. tratando de
izar a su padre moribundo hasta la cama de donde se acaba de caer. El padre tie
ne el rostro de Jakob Freud. La voz en «off»: «Esa muchacha adoraba a su padre.
No parecía que hubiera pasado nada entre ellos. ¿Sería verdad? Decidí volver a
ver a Anna O.»
XXIII
Una casa en los arrabales de Viena. Edificio bastante pobre. Freud entra. Lla
ma a una puerta del tercer piso. Una mujer le abre. Es la madre de Anna O. Tie
ne un aspecto austero y duro. ¿Qué desea? Freud le explica que es médico. Anna
le conoce. Breuer le ha dado sus señas. Sabe que Anna no está bien, él es psiquia
tra (enseña su tarjeta) y le gustaría tratarla. La madre no le deja entrar. «Ya no te
nemos dinero; no podemos pagar las visitas a domicilio de un médico. Por otra
parte, ya no hay nada que hacer. Y sobre todo, no quiero ni oír hablar de hipno
tismo.» Freud la tranquiliza: ha renunciado al hipnotismo. Y si ya no tienen dine
ro, atenderá a Anna gratuitamente. La madre lo mira con desconfianza. ¿Por qué
razón lo haría? Los médicos cobran. Freud responde que el caso de Anna es muy
interesante, tanto más cuanto que es excepcionalmente inteligente. Freud empuja
casi a la madre y entra en una habitación bastante pobre que sirve de comedor y
de salón al mismo tiempo. Charlan durante un rato y Freud recuerda a la madre
la noche terriMc en la que Anna está sola a la cabecera de su padre... Ella le inte
rrumpe: «¿La noche de su muerte? ¡Pero si yo estaba allí!» Freud se queda atónito.
'Los dos están estupefactos. Freud le pregunta si tuvo diferencias con su marido;
la madre jura que no. Sólo ha querido a un hombre en toda su vida y ese hombre
era su marido, el padre de Anna; murió en sus brazos. La niña ni siquiera estaba
allí; se esperaba la muerte del padre de un día a otro y, desde hacía dos noches, la
señora O. enviaba a su hija a dormir a casa de una vecina. La señora O. parece
sincera e indignada: «¿Cómo ha podido usted creer el relato de una loca? Mi po
bre hija está loca. ¡Loca de atar!» Freud dice que precisamente él no le había creí
do; era Breuer quien la creía. Indignada, la señora O. abre la puerta de la habita
ción contigua. Anna está en la cama, acurrucada, huraña. Mueve los brazos libre
mente, pero ahora tiene una pierna paralítica. La señora O. le pregunta si recono
ce a Freud. Anna asiente. La madre le pregunta: «¿Dónde estabas la noche en que
murió tu padre»? La enferma responde dócilmente: «En casa de la señora Roser-
garten» «¿Y yo?» «Estabas en casa al lado de papá » Todo esto lo contesta con un
387
tono de perfecta inocencia. La señora O. le dice «¿Qué les contaste a esos docto
res?» Anna responde, como si no diera mucha importancia a lo que dice: «¡Oh!,
era un sueño» La señora O. la acusa de no haber sido indulgente con su madre en
sus sueños. Habla con dureza y frialdad. Las dos están a punto de pelearse. Freud
las tranquiliza. Es evidente que las dos mujeres no se quieren. Anna O. mira a su
madre con una especie de odio frío. Freud pide hablar a solas con Anna. La ma
dre responde: «Haga lo que pueda.» Y se marcha dando un portazo. Freud, solo
con Anna, que le mira con desconfianza: «¡Está usted con el otro que sólo me ha
hecho daño!» Freud le habla con dulzura y le asegura que no va a hipnotizarla.
Pero su expresión no es de bondad. En sus ojos brilla una extraña curiosidad. Se
sienta en una silla, un poco retirado, de forma que Anna no pueda verlo. Ella
gime: «¿Que va usted a hacer conmigo? ¿Qut! va usted a pedirme?» Freud respon
de con mucha dulzura: «Simplemente que hable usted. Diga todo lo que le venga
a la mente. Incluso las ideas más disparatadas. Todo me interesa. Sólo le pido una
cosa: que me diga con sinceridad todo lo que piensa.» «¿A propósito de qué?» «De
lo que sea. Por ejemplo, de la muerte de su padre.» Anna se recuesta en la cama,
cierra los ojos y llora bajito. Se ve que está preparándose para hablar. Freud, de
trás de ella, se dispone a escuchar; en sus ojos sigue brillando esa chispa de curio
sidad demoníaca.
La voz en «off»: «¡Kl padre! ¡Siempre el padre! Estaba muy angustiado y no
sabía por qué. Pero quería saber a qué atenerme y estaba seguro de que esta vez
iría hasta el final.»
XXIV
I’reud en su casa. Su hija Mathilde (ahora tiene ya nueve años) juega con él.
Parece que Freud la adora. Es muy tierno con ella. Martha contempla la escena.
Mathilde se cuelga al cuello de I'reud y lo besa. Bruscamente, Freud la aparta. Fjl
gesto ha sido tan brutal que la niña lo mira con estupor y se echa a llorar. Martha
parece estupefacta. «Nunca te he visto así con los niños, ¿qué te pasa?» «No me
pasa nada. Tengo prisa, eso es todo.» Su actitud es extraña, como si tuviera una
especie de miedo. Sale de la habitación rápidamente.
Le volvemos a ver en casa de Anna. Hace ya quince días que ha empezado el
tratamiento y Freud la visita a diario. La madre lo mira con desconfianza y ani
mosidad, pero le deja a solas con su hija. Esta vez, Freud la acosa a preguntas; ya
no es el analista paciente y silencioso que escucha a la enferma; al contrario, inter
viene y la empuja hacia una dirección muy definida. Trata de que confiese que in
ventó esa caída del padre, el día de su muerte, como símbolo de otra degradación.
Anna intenta resistir pero débilmente. ¿Qué degradación?, pregunta Freud. Anna
no lo sabe: ¿quizás la fortuna? El padre se arruinó por la quiebra de un hermano
de su mujer. «Es una tontería.» «¿Qué?» «Nada.» «Dígalo. No hay nada que sea
una tontería. Todo puede servirme.» «Pensaba que cuando era pequeña me caí.»
388
«¿Qué edad tenía?» «Diez años.» Se ve a la niña que entra corriendo en un salón
que tiene una puerta de cristales que da a un jardín. Se ha hecho daño y grita. El
padre está solo en el salón. Se levanta y la coge en brazos. «Desde entonces odié
ese salón.» «Descríbalo.» Anna lo describe y a medida que lo hace, lo vamos vien
do. Hay un mueble al lado del reloj. Un mueble que no recuerda. Mientras pro
nuncia estas palabras se ve un diván en un rincón. Freud le pregunta si no sería
un diván. Anna dice con brusquedad que, efectivamente, era eso y que su padre
se echaba en ese diván para dormir la siesta. Freud le pregunta si, cuando se cayó,
su padre la llevó al diván. Ella dice que sí y se echa a llorar. Freud le explica lo
que es un recuerdo encubridor. «Hay algo detrás, ¿qué es?» Anna deja de llorar.
Parece que tiene miedo. Freud también. Sus rostros se desvanecen. Plano del de
pendiente, que está entre los dos tarros de caramelos, pero esta vez no tiene el
rostro de Breuer ni el de Jakob Freud, sino el de Sigmund Freud mismo.
XXV
389
teorías se habían verificado por sí solas. Y Breuer pregunta con voz neutra: «Y
era...?» «El padre, naturalmente.»
Breuer no ha venido sólo por ese motivo. Viene a suplicarle que no pronun
cie su conferencia sobre «La etiología de las neurosis». En efecto, Freud, a raíz del
éxito de la cura de Anna, estima que tiene la prueba de su teoría: la neurosis pro
cede de un traumatismo sexual cuyo recuerdo se reprime, ese traumatismo con
siste en la seducción del enfermo, cuando era niño, por un miembro adulto de su
familia, la mayoría de las veces por el padre.
Breuer encuentra la teoría insuficientemente fundada. Puesto que los casos de
neurosis son tan numerosos, debería haber un numero increíble de adultos «se
ductores». Ningún padre podría estar libre de toda sospecha. «Ni siquiera nues
tros propios padres...» (ion cuanta ligereza acepta I reud esa acusación que con
vierte incluso a su padre en sospechoso. Freud responde que tiene trece casos, y
Breuer dice que no es suficiente. Le recuerda a F'reud la historia de la cocaína y
éste le contesta que él no es en realidad un médico ni quiere experimentar a salto
de mata. «Yo soy un aventurero.» Las razones que invoca Breuer son: el qué di
rán y, sobre todo, ese fango que I reud está revolviendo y que sólo puede perjudi
car a la gente. Freud responde: le tiene sin cuidado el qué dirán y en cuanto al
fango no sólo lo revuelve en los demás sino también en él mismo. Tiene miedo,
rechaza las caricias de sus propios hijos, duda incluso de su propio padre; pero
mala suerte, quiere saber la verdad y la sabrá. Breuer le suplica, por último, en
nombre de sus trabajos en común, que no pronuncie su conferencia. F’reud le res
ponde: «¡Conque era eso! I'iene usted miedo.» Le critica con excesivo rigor su
falta de valor moral. Breuer le censura su ligereza. Esta vez se produce la ruptura.
Freud acusa a Breuer de abandonarle en el preciso momento en que necesita su
ayuda, cuando está en trance de descubrir una nueva psicología. «Continuare
solo», añade. Breuer muestra sus celos replicando: «¿Solo? Nada de eso. Usted
siempre trabaja bajo la influencia de alguien. Ahora estará usted bajo la influencia
de Fliess. Eso es todo.» Y sale dando un portazo. Freud se queda solo. Tira el so
bre al suelo y lo patea.
Por la noche, acostado al lado de Martha: «¡Ni siquiera puedo liberarme de
mis deudas! Estoy condenado a permanecer bajo el dominio de un Breuer que me
humilla. Los desafiaré a todos; pronunciaré esa conferencia y sé que los escandali
zaré, ¡mejor! Si es necesario haremos las maletas y nos marcharemos al extranje-
Un sueño: Fliess llega a Viena sin avisar; se encuentra con Breuer y Freud se
sienta con ellos ante una mesita. Fliess habla de su hermana: «Se murió en tres
cuartos de hora.» Como Breuer no le comprende, se vuelve hacia Freud y le dice:
«¿Qué le has contado de mí a Breuer?» En ese instante aparece Meynert y dice:
«Lo ha contado todo. ¡Todo! ¡Todo!» Freud responde: «Non vixit», para expresar
que no ha podido decirle nada a Breuer puesto que Breuer está muerto. Luego
mira a Meynert con ojos penetrantes, éste se va volviendo pálido, evanescente, y
sus ojos adquieren un enfermizo color azul. Finalmente se desvanece. Freud está
390
exultante. Se vuelve hacia Fliess y Breuer, pero también han desaparecido. Freud
declara: «Se les evoca a voluntad.»
Freud se despierta sobresaltado. Se le ve levantarse, vestirse a tientas y lo vol
vemos a ver sentado ante su escritorio, escribiendo.
La voz en «off» de Freud nos cuenta lo que escribe conforme lo va haciendo:
«El sueño es la realización de un deseo. Trata de realizar un acontecimiento
agradable o de liberarnos de acontecimientos desagradables. Funciona exacta
mente como una neurosis. Es, hablando claramente, una neurosis esquematizada.
Por medio de ese sueño, me aproveché de la muerte de Meynert, que fue mi pro
tector y mi enemigo, para imaginar que Breuer e incluso Fliess, mis protectores,
habían muerto a su vez y que al fin yo era libre y estaba solo.»
XXVI
XXVII
I.a consulta de Freud. Son las once de la noche y Freud está escribiendo a
1 1ifí.s. Ila vuelto a fumar. La voz en «off» recita la carta a medida que Freud la es-
« iibt*: «Mi querido Wilhelm, etc. etc...» Empieza por asombrarse de que Fliess le
j irmiiia fumar ahora: «Es la primera vez que te contradices.» ¿Será porque su caso
r\ <l< 1«esperado, como cuando se le permite todo a un enfermo que se sabe que
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está perdido? ¿Piensa Fliess que Freud está verdaderamente enfermo del corazón?
Podría soportar un diagnóstico de miocarditis. La muerte no le asusta; está cansa
do. Que Fliess le diga la verdad y así Freud aprovechará para organizar lo mejor
posible sus últimos años.
Suena el teléfono. Freud lo descuelga. Alguien le insulta: es «un burro y un
cerdo», dice su interlocutor. Freud cuelga riéndose y sigue escribiendo su carta.
Desde su conferencia, sus mejores amigos le dan la espalda. El escándalo se ex
tiende por toda la ciudad, por la noche le llaman por teléfono para insultarle, el
ministro de Instrucción Pública, a quien la Universidad propuso el año anterior
que concediera a Freud el título de profesor, declara que se niega a ello. El pretex
to que pone son las teorías freudianas, pero en realidad todo el mundo sabe que
es un antisemita. 1 reud aguanta la tormenta. Lo que más le afecta es que sus en
fermos, después de haber confesado las agresiones que sufrieron en su infancia,
no han vuelto. Muchas curas están interrumpidas. Los nuevos pacientes son muy
escasos.
Suena el telélono e interrumpe a la voz en «off». Esta vez l'reud se limita a
sonreír y continúa su carta. Pero el teléfono sigue sonando tan insistentemente
que ai fin descuelga. Es la madre de Anna O. Dice que desde hacía algunos días
su hija daba muestras de sufrir una sobreexcitación aguda; pretendía ser una pros
tituta. Esa misma noche decía que quería volver a su antiguo oficio y ganar dine
ro prostituyéndose. I lacia aproximadamente un cuarto de hora la madre se había
despertado sobresaltada por un ruido de pasos; la puerta de la calle se había cerra
do con cuidado. Se levantó y comprobó que su hija no estaba en su habitación.
Anna se había vestido de negro y en una nota que estaba sobre la cama decía:
«No tengas miedo. Voy a ganar mucho dinero.» Freud le pregunta a la señora O.
si tiene alguna idea del lugar adonde ha podido ir su hija. La señora O. cree que
puede ha!>er ido al Ring (la avenida más frecuentada de Viena, numerosos cafés,
teatros, etc.) porque Anna le había dicho la antevíspera: «Si vuelvo a prostituir
me, en el Ring encontraré siempre clientes.»
Freud se apresura a ponerse de nuevo el cuello postizo y la corbata, que se ha
bía quitado para estar más cómodo, y corre hacia la cochera donde suele alquilar
una vieja calesa para visitar a sus pacientes a domicilio. Tiene que dar puñetazos
en la puerta para despertar al cochero que le lleva habitualmente. El cochero se
viste apresuradamente. Freud le ordena que vaya al trote y que dé la vuelta al
Ring. Estupefacción del cochero cuando Freud le ordena que se pare delante de
un café en el Ring, el primero que encuentra, y sobre todo cuando se baja del coche
para ir a mirar la cara de las prostitutas que están esperando a los clientes. En rea
lidad, Freud se propone entrar sistemáticamente en todos los cafés del Ring. Fi
nalmente, en uno de ellos encuentra a Anna. En efecto, es una taberna llena de
prostitutas. Anna, de negro, sin maquillaje ni pintura en los labios, muy pálida, se
insinúa tanto a los clientes que las otras mujeres empiezan a molestarse. ¿De dón
de viene ésa? No tiene nada que hacer aquí. etc. Pero el aspecto de Anna es tan
trágico que los hombres tienen miedo de sus insinuaciones y se alejan de ella. Está
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sola en una mesa, guiñando el ojo a los clientes. Pero es inútil, a su alrededor se
ha hecho un vacío.
Freud se acerca. Anna le guiña un ojo sin reconocerle. Freud se sienta a su
mesa como si fuera un cliente y le dice en voz baja: «Venga conmigo.» «¿A don
de?» «A casa de su madre.» Anna le reconoce entonces, pero se resiste: «Sabe us
ted muy bien que soy una puta, pero es mi madre la que me envía a hacer la ca
rrera.» Finalmente la convence para que suba con él al coche. El será su cliente.
Irán al hotel. Estupefacción del cochero: Freud trae, sujetándola por la cintura, a
una prostituta, y la ayuda a subir a la calesa. «¿Adonde vamos?» «No lo sé», dice
Freud. «¡Vaya adonde quiera!» Freud, en e! coche, trata de convencer a Anna
para que vuelva a su casa. Ella se niega: Freud sabe muy bien que es una prostitu
ta. Freud consigue que confiese que quiere prostituirse para castigarse por haber
calumniado a su padre. El nunca la tocó, era el hombre más noble, etc. Freud,
para conseguir que vuelva a su casa, le dice que ella nunca quiso levantar esa ca
lumnia y que fue él quién la obligó a hacerlo con sus preguntas. Anna se calma un
poco pero sólo consiente en volver a su casa cuando Freud le dice que él actuaba
así con arreglo a ciertas hipótesis en las que ya no cree.
Freud vuelve a su casa en la calesa. Tiene la mirada fija, los ojos duros. El co
chero trata en vano de darle conversación. De repente Freud exclama: «No me
he equivocado. I’is necesario que no me haya equivocado.»
Ya en su casa —donde entra con precaución y de puntillas— Freud encuen
tra todas las luces encendidas. Su mujer está levantada y completamente vestida y
le informa que Jakob Freud acaba de morir.
XXVIII3
Plano del sueño del principio (la tienda y las inscripciones: «Se ruega cerrar
los ojos»).
Voz en «off» de Freud:
«¿Era realmente el simple remordimiento de los que sobreviven? ¿Tenía yo
otra clase de remordimientos? ¿Me sentía verdaderamente culpable con respectó
a mi padre?»
Se ve a Freud ya anciano, hablando a «Los Siete»: «Fue esa mañana cuando
empecé mi autoanálisis.»
Asociaciones libres a partir del sueño.
Plano de fragmentos del sueño.
La peluquería aparece otra vez como era en sueños.
Se parece a la tienda de Jakob Freud en Freiberg. La voz en «off» de Freud:
«La tienda de mi padre en Freiberg. Yo tenía menos de tres años.»
’ Palabras que Sartre añad ió de su puño y letra al prin cipio de esta página: «F liess ha ve
nido para asistir ai en tierro .» (N. del
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La habitación de los padres, la cama de matrimonio (vista desde abajo como
por un niño de tres años). El padre, Jakob Freud, salta de la cama en camisón.
Grita: «¡Sal de aquí!» No se ve al niño; se ve solamente desde el exterior la puerta
que se cierra. Se oye cerrar con llave.
1,a puerta de la peluquería se cierra detrás de Freud. Se le ve (a la edad de cua
renta años) que sale de la peluquería. Llega a la estación.
Voz en «off»: «Me iba de viaje.» Un tren; se oye a un niño de tres años llorar
en un compartimento. Afuera, unos altos hornos. Humaredas, fuegos rojizos.
«Nos han expulsado porque somos judíos.» Vuelve a ver la tina llena de agua,
los niños desnudos, la cocina miserable: «lis el piso de Viena. La miseria nos es
peraba en el.» Sus sentimientos hacia su padre están ligados a ese viaje.
Plano de 1 reud escribiendo a Wilhelm en su escritorio. «Mi querido Wilhclm.
Ya no sé donde estoy y si todo se ha perdido. Anna O. mentía. Su padre no la
tocó y sin embargo parecía sincera, ¿l ui yo quien la hizo mentir? ¿Por qué? ¿Sería
mi padre culpable? ¿() soy yo el que cree a los padres culpables porque odiaba a
mi padre?» Se levanta y camina por su despacho yendo y viniendo. La voz en
«off»: «¡'['rece casos! ¿Mentirán todos los enfermos? ¿Será necesario empezar todo
de nuevo?»
Vuelve a su escritorio y sigue escribiendo: «¿Y si mi padre hubiera abusado
de mis hermanas? ¿Y si fuera por eso por lo que yo le guardaba rencor? Cerrar los
ojos quiere decir también: haz como si no te dieras cuenta. Conviene cerrar los ojos
quiere decir: el rcs|x.to que se del>c a los muertos me obliga a cerrar los ojos a las
faltas que mi padre pudo cometer.» En ese caso, su hipótesis sería cierta. Deja
caer la pluma; el corazón le late con demasiada fuerza, se encuentra mal. ¿Tendrá
él también una neurosis de angustia? 4
XXIX
AI día siguiente, l 'reud va a casa de Anna. La calle. Ve a unos padres con sus
hijos. Sólo tiene ojos para ellos. Los mira con una especie de horror. Lina niña co
rre hacia su padre, que la coge en brazos. Freud está fascinado por ese espectácu
lo. Aparta la vista bruscamente, mientras, se oye su voz en «off» que dice: «¿Dón
de está la verdad?»
Plano de Anna O. tendida en su cama. Está esperándole. Freud quiere decirle
que renuncia a tratarla: creía haber encontrado la causa de su enfermedad, pero
ahora todo está de nuevo en tela de juicio. Quiere despedirse de ella. Anna le rue
ga que se quede un poco más. Ha tenido un sueño que la ha asustado y necesita
su ayuda. Freud le pregunta sobre la naturaleza del sueño. Anna habla de él. Aso
ciaciones libres. Ese sueño revela claramente una hostilidad flagrante hacia su
madre. Freud no le dice nada pero su rostro se ilumina.
4 P alab ras m anuscritas q ue fueron añadidas: «In suficiencia de Fliess». (TV. del E.)
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XXX
XXXI
WS
el mundo.» «¿Usted también?» «Sí, yo.» Plano del viaje desde Freiberg a Viena.
Los llantos, los altos hornos. La familia Freud, a causa de un cambio de tren, se
ha alojado en un hotel. El niño, acostado en una cama improvisada, ve cómo su
madre se lava (los hombros desnudos). Freud explica a Anna lo que ha descubier
to súbitamente: si siempre se había sentido culpable era porque había deseado a
su madre y porque aunque quería y respetaba a su padre, siempre le había repro
chado que fuera tan viejo, que no supiera ayudarlo en su carrera de médico y que
lo dejara en la miseria. Y esos reproches ocultaban sus celos y su sordo deseo de
verlo morir.
Anna lo mira, casi tranquilizada. Y Freud le explica que no hay que tener
miedo; lo que sucede en el inconsciente debe vencer todas las represiones y salir a
plena luz. 1 Entonces se puede juzgar según la verdadera moral y todos los fantas
mas se desvanecen.
Llama a la madre, que también ha cometido mucho errores y que estaba celo
sa de su hija. Las dos mujeres no se atreven a hablar, pero Anua coge tímidamen
te el brazo de su madre, un poco por encima de la muñeca, y se lo aprieta. La ma
dre se relaja un poco y finalmente se sonríe. Freud se marcha.
XXXII
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otra manera. Por fin es libre, completamente libre, ya no necesita un tutor, (raba
jará solo. A los cuarenta y dos años, empieza a vivir. De hecho ha camhi m!c>pro
fundamente, sus ojos siguen siendo duros, penetrantes y un poco recelo: . pero
anda más erguido y parece mucho más tranquilo.
Fliess se siente profundamente herido. Le acusa de atribuir a sus enfermo-- sus
propios sentimientos. I'reud sonríe sin responder. Sin embargo, I liess aprc.-aua el
paso. I reud dice: «¿Por qué corres?» lil otro responde con ironía: «Por tu tren.
Vas a tener una crisis de angustia si no llegas con anticipación.» Pero i reud le
responde, mientras modera el paso, que tiene tiempo de sobra. Lista cur; i ■el;: la
tobia a los trenes. Incluso se detiene para hablar a Fliess; lo comprendió tocio con
su autoanálisis: el primer tren que tomó, el que pasó por delante de los altos hor
nos, era el tren del exilio y de la ruptura; llevaba a Sigmund, muy niño aún, desde
Frciberg, donde vivía con desahogo, hasta Viena, donde encontraría la pobreza.
Más larde, los trenes significaron muerte y desgracia, pero eso quería decir sim
plemente: pasaje del desahogo económico a la miseria. El miedo a la muerte se
transformó más tarde en miedo a perder el tren. Mientras está habland' se oye
un silbido y se ve a lo lejos el tren que llega. Fliess dice: «¡Corramos, vas a perder
lo!» Y Freud le responde: «Mala suerte, tomaré el siguiente.»
F-n la estación. Está anocheciendo. Es Fliess quien toma el tren que le llevará
a Bcrchtcsgaden y de ahí a Munich y a Berlín. El tren para Viena pasar.! veinti
cinco minutos más tarde. Fliess se despide con bastante frialdad. Sube el ¡ren
arranca y Freud espera que Fliess se asome a la ventanilla, pero el tren desaparece
sin que Fliess haya aparecido. Freud se pasea por el andén con cierta melancolía
pero sin verdadera tristeza. Voz en «off» de I'reud: «Me daba cuenta de que todo
había terminado. Estaba solo.»
Fn ese momento, un joven médico se acerca. Freud le conoce de vista porque
asiste a sus clases. I la leído los Estudios sobre la histeria y todos sus artículos. Admi
ra profundamente a Freud, es su maestro. El joven discípulo vislumbra el camino
que los trabajos del maestro van a tomar y el extraordinario provecho que el co
nocimiento de los hombres sacará de ellos. El tren para Viena llega a la estación.
¿Podría el discípulo subir con su maestro? ¡Tiene tantas preguntas que hacerle!
Freud acepta, sin ningún entusiasmo, amablemente, pero con un gesto de ironía
en los labios. Y cuando el joven se aparta para dejarle subir al compartimento, la
voz en «off» de Freud añade: «Tenía cuarenta y un años. Me tocaba a mí interpre
tar el papel del padre.»
F IN
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