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EDUARDO GALEANO

latifundistas norteamericanos que han comprado o usurpado la mi-


tad de las tierras al norte del río Negro y también a la United States
Steel Co., que recibió de manos del general Garrastazú Médici los
enormes yacimientos de hierro y manganeso de la Amazonia55.

EL CICLO DEL CAUCHO: CARUSO INAUGURA UN TEATRO


MONUMENTAL EN MEDIO DE LA SELVA

Algunos autores estiman que no menos de medio millón de


nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tubercu-
losis o el beriberi en la época del auge de la goma. «Este siniestro
osario fue el precio de la industria del caucho.»56 Sin ninguna reserva
de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo
viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos
seringales, la fiebre. Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en
tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar; anticipa-
ban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embar-
carse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil
se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo
llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la en-
fermedad, en los caminos del sertão o en los suburbios de Fortaleza57.
Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de
cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado.
No sólo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de
trabajo bastante parecido a la esclavitud. El trabajo se pagaba en espe-
cies –carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente– hasta
que el seringueiro saldaba sus deudas, milagro que rara vez ocurría.
Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obre-
ros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en
las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se

55 Paulo Schilling, Un nuevo genocidio, en Marcha, número 1.501, Montevi-


deo, julio 10 de 1970. En octubre de 1970, los obispos de Pará denunciaron
ante el presidente de Brasil la explotación brutal de los trabajadores nordestinos
por parte de las empresas que están construyendo la carretera
transamazónica. El gobierno la llama «la obra del siglo».
56 Aurélio Pinheiro, A margem do Amazonas, San Pablo, 1937.
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Rodolfo Teófilo, op. cit.

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sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador


desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de traba-
jo, machete, cuchillo, tazones, y como el trabajador comía, y sobre
todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto
mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda por él
acumulada. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases
de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para
borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles
Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el pro-
cedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo
tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se reves-
tían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo, surgió la
industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació
el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mun-
dial de caucho creció verticalmente. El árbol de la goma proporcionaba
a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones;
veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las
ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia
1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción
de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil
había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar58.
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las
reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la
cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los
disfrutaban, por cierto, aunque eran ellos quienes salían cada madru-
gada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las
espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigan-
tescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en
las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex,
jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas.
A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían
luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente
del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del

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Bolivia fue mutilada en casi doscientos mil kilómetros cuadrados. En 1902
recibió una indemnización de dos millones de libras esterlinas y una línea
férrea que le abriría el acceso a los ríos Madeira y Amazonas.

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comercio del producto. En 1849, Manaus tenía cinco mil habitantes;


en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del
caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y
plenas de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, co-
lumnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los
nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde
Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y
vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El
teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el
símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principios de siglo:
el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la
inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar
el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar
de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho
brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines
tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900, el Oriente sólo
había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914, las plantacio-
nes de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al
mercado mundial, y cinco años más tarde, sus exportaciones ya esta-
ban arañando las cuatrocientas mil toneladas. En 1919, Brasil, que
había disfrutado del virtual monopolio del caucho, sólo abastecía la
octava parte del consumo mundial. Medio siglo después, Brasil compra
en el extranjero más de la mitad de caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés
que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus
manías de botánico, había enviado dibujos y hojas del árbol de la
goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de
obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que el hevea
brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de
contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de se-
millas, y no era fácil: las autoridades revisaban, con pelos y señales,
los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line
se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de
Brasil. Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes.
Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a
secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausu-
rado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el

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EL REY AZÚCAR Y OTROS MONARCAS AGRÍCOLAS

aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del
barco iba vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río,
Wickham invitó a las autoridades a un gran banquete. El inglés tenía
fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba
orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una
serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran
plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete hermética-
mente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban
las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liver-
pool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado
mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racional-
mente organizadas a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron
sin dificultad la producción extractiva de Brasil.
La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse
sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras co-
marcas; el lujoso campamento se desintegró. Quedaron, sí, sobrevi-
viendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde
muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, inclu-
so, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a
los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin
participar en lo más mínimo en el verdadero negocio del caucho: la
financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución.Y
la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la Segunda Guerra Mun-
dial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje tran-
sitorio. Los japoneses habían ocupado la Malasia y las potencias aliadas
necesitaban desesperadamente abastecerse de goma. También la selva
peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del
caucho59. En Brasil, la llamada «batalla del caucho» movilizó nueva-
mente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada
en el Congreso cuando la «batalla» terminó, esta vez fueron cincuenta
mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron
pudriéndose entre los seringales.

59 A principios de siglo, las montañas con bosques de caucho también habían


ofrecido a Perú las promesas de un nuevo Eldorado. Francisco García Cal-
derón escribía en El Perú contemporáneo, hacia 1908, que el caucho era la
gran riqueza del porvenir. En su novela La casa verde (Barcelona, 1966),
Mario Vargas Llosa reconstruye la atmósfera febril en Iquitos y en la selva,
donde los aventureros despojaban a los indios y se despojaban entre sí. La
naturaleza se vengaba; disponía de la lepra y otras armas.

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