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No fue un vendaval de tres días; en realidad, Pierre duró cuatro. A veces el viento y la lluvia
amainaban, y después el temporal cobraba fuerza de nuevo. A veces caía un árbol, pero ninguno
tan cerca como el que había aplastado el cobertizo. Esa parte no había sido un sueño; lo había
visto con sus propios ojos. Y aunque el árbol —un pino viejo y enorme— apenas había tocado el
Suburban, había caído lo bastante cerca para arrancar el retrovisor exterior del lado del
acompañante.
Drew apenas se fijó en todo eso. Escribía, comía, dormía por la tarde, volvía a escribir. De vez
en cuando, tenía un ataque de estornudos, y de vez en cuando pensaba en Lucy y los niños,
mientras esperaba, inquieto, que se le ocurriera alguna palabra. En general no pensaba en ellos.
Eso era egoísta, y lo sabía y le traía sin cuidado. Ahora vivía en Bitter River.
De vez en cuando debía interrumpirse hasta que acudía a su mente la palabra adecuada (como
mensajes flotando en la ventana de la Bola Mágica-8 que tenía de niño), y de vez en cuando se
veía obligado a levantarse y pasear por el salón para pensar cómo realizar una transición fluida de
una escena a la siguiente, pero no sentía pánico. Ni frustración. Sabía que las palabras acudirían, y
así era. Encestaba desde toda la cancha, encestaba triples desde su campo.
Ahora escribía con la máquina de su padre, aporreaba las teclas hasta que le dolían los dedos.
Eso también le traía sin cuidado. Había llevado en su interior ese libro, esa idea surgida de la
nada mientras esperaba en una esquina; ahora el libro lo llevaba a él.
Vaya un magnífico viaje.

25

Se hallaban sentados en el sótano húmedo sin más luz que la lámpara de queroseno que el sheriff había encontrado arriba,
Jim Averill a un lado y Andy Prescott al otro. Al resplandor rojo anaranjado de la lámpara, el chico no aparentaba más de
catorce años. Desde luego, no parecía el joven matón medio borracho y medio loco que había volado la cabeza a aquella
chica. Averill pensó que la maldad era una cosa muy extraña. Extra ña y taimada. Encontraba el camino de entrada, como una
rata encuentra el camino de entrada a una casa, se come todo aquello que uno, por estupidez o pereza, no ha guardado y,
cuando acaba, desaparece con la tripa llena. ¿Y qué había quedado dentro de Prescott cuando la rata-asesina lo abandonó?
Eso. Un muchacho asustado que colgaría de una soga por un crimen que, según él, ni siquiera recordaba. Afirmaba que te nía
amnesia, y Averill lo creía.
—¿Qué hora es? —preguntó Prescott.
Averill consultó su reloj de bolsillo.
—Casi las seis. Cinco minutos más que la última vez que me lo has preguntado.
—¿Y la diligencia llega a las ocho?
—Sí. Cuando esté poco más o menos a kilómetro y medio del pueblo, uno de mis ayudantes

Drew se interrumpió y fijó la mirada en la página colocada en la máquina de escribir. Un rayo


de sol acababa de iluminarla. Se puso en pie y se acercó a la ventana. En el cielo asomaba algo de
azul. Un retazo de azul que bastaba para hacer un par de monos de trabajo, habría dicho su padre,
pero iba en aumento. Y oyó algo, leve pero inconfundible: el rrrrrr de una sierra de cadena.
Se puso la cazadora mohosa y salió. El sonido era aún un poco lejano. Cruzó el jardín, que
estaba salpicado de ramas, hasta los escombros del cobertizo de las herramientas. La tronzadera
de su padre se encontraba debajo de parte de una pared caída, y Drew consiguió sacarla. Tenía

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