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Toque de reyes

LUY

París, 1137
No quería usar la daga, pero...
Me incorporé dentro del barreño de sal. Había quedado tan negra que yo mismo me asusté.
Nunca antes había sucedido así, nunca antes los granos de sal blanca habían absorbido de aquella
manera la oscuridad de mi alma.
El remedio me lo había procurado el buen Suger años atrás, cuando regresé de mi homenaje
como heredero en Reims, con el pesado anillo real en el dedo, impuesto a la fuerza. Bien sabía yo
que no iba a poder con aquel lastre. Aquella noche no dormí, ya de vuelta en la abadía de San
Denís. Temblé sobre mi catre, los dientes me castañetearon hasta que Suger entró en mi celda.
Omitió que era un antiguo remedio de los paganos: la sal de la tierra absorbía los peores terrores.
El diminuto abad me introdujo en la tina de madera y mi huesudo cuerpo se calmó. Todo quedó
allí, el dolor de la renuncia de cuanto amaba: el silencio y la paz dentro de los muros del que
siempre quise que fuera mi pequeño mundo.
He aquí mi vergonzoso secreto: las personas me aturdían. Cualquiera de los cinco sentidos, si
era intenso, me debilitaba. El griterío de las masas en presencia de mi padre, la excesiva claridad
del sol, los olores picantes y los ambientes tensos. Suger me conocía, nunca supe a cuál de los dos
amaba más, si a mi segundo padre, el hacedor de Capetos, o a mi padre, el rey, al que me disponía
a convencer de frenar aquel absurdo.
Padre era un hombre preclaro, siempre procuró mi paz y mi bien. Sabiéndome diferente a su
primogénito, mi combativo hermano Felipe, permitió que Suger me llevase con él tras mi destete.
Desde mis primeros años, el clérigo me formó como su sucesor, el que un día sería abad de San
Denís, mi silencioso reino.
La sal me traía calma. En sus menudas entrañas de piedra quedaban el exceso de los sonidos,
los colores, los olores, los sabores, las rugosas texturas de las paredes y de los toscos paños que
herían mi piel, reactiva a todo.
Me vestí con el hábito gastado, tan hecho a mí como yo a él, y abrí el arcón que contenía mis
pocas pertenencias. Cogí la daga y me la guardé en el bolsillo oculto entre los pliegues. También
portaba un gallipavo, una piedra de color de cristal extraída del vientre de un gallo sacrificado a
los ocho meses. Solo cuando el primer huevo de una gallina era macho sucedía el portento.
Aquel guijarro fue el primero que madre dejó en mi celda para que me quitara los miedos y las
tristezas. Después vendrían más piedras protectoras y algunos contravenenos. Jamás hicimos

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