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CUMPLIR CON EL SEÑOR

Sebastián Argumedo llegó a Cruz del Eje en el cochemotor de las 16, en plena siesta. Sin
embargo, a pesar del calor, no se quitó la corbata ni el saco. Parado en el andén, se secó la
transpiración con un pañuelo y se dirigió a la salida. Era la primera vez que venía al pueblo, y
supo, apenas puso un pie en la calle polvorienta, que no formaría parte de los lugares que
extrañaría cuando viviera solamente de recuerdos. Algo había podido intuir durante el viaje
cuando escuchó hablar a los de la “Típica”, que esa noche tenían función en el Club
Independiente.
Eran un octeto, pero en los viajes al interior reducían la formación a cuarteto. Habían llegado
a la estación en un rastrojero con todos los instrumentos a cuestas. Cuando se despidieron del
chofer, el coche se perdió por Lavalleja rumbo al Parque Las Heras.
No viajaba mucha gente esa mañana, así que a la altura de La –falda, ¨Sebastián Argumedo ya
jugaba al truco con los músicos, teniendo de compañero al violín. Entre envido y cale cuatro,
escuchó al bandoneón decir que “La Jazz” había dejado de viajar porque no tenían público. Un
pueblo sin “La Jazz”, pensó Sebastián Argumedo, justo después de que sus dos pies se
asentaran en el andén.
Se dirigió al hotel más cercano, un edificio viejo, como el pueblo, y derruido. Nada cambió al
atravesar la puerta. Adentro lo recibió un hombre adormilado que no se tomaba muy en serio
su trabajo de conserje. Le tomó los datos y cuando Sebastián Argumedo se alejó por el pasillo,
lo detuvo con la pregunta que tantas veces había visto en las películas y que nunca había
podido realizar.

- ¿Cuál es el motivo de su viaje?


- Negocios – Contestó Argumedo.
- Hum ... negocios – repitió el conserje, ya metido en el personaje . ¿Acá?
- Sí, acá; siempre se pueden hacer negocios. En cualquier lugar, y agregó mientras se alejaba: a los
negocios los hace uno, no el lugar.

Se fue por el pasillo y entró en la habitación número 7. Dejó el maletín en la mesita que había
en un rincón y se tiró en la cama. Entonces vio el ventilador colgado del techo, tres aspas
mugrientas, con tela araña. Se imaginó una mosca gigante prendida del cielorraso; una mosca
voraz cuyas patas eran filosas cuchillas con las que lo desollaba vivo en un instante, tan
rápido que sus movimientos desesperados no alcanzaban a deshacer la cama. Luego, el
conserje entraría a la habitación y se apoderaría del maletín, lo abriría y descubriría que lo
único que llevaba era un puñal y un colt 32 corto, con el tambor lleno. Con el mismo puñal
destruiría el maletín para quemarlo y después entraría a otra habitación, tal vez la de al lado,
para dejar el revolver y el puñal junto a las pertenencias de otros viajeros, solitarios como él,
que habían perdido la vida bajo las patas de la mosca asesina. Se sobresaltó, miró de nuevo al
ventilador y tuvo el impulso de irse sin realizar su trabajo.
Pensó que lo mejor sería darse una ducha; seguramente el calor le había jugado una mala
pasada. Alguna vez, en alguno de los tantos paradores perdidos en la noche donde había
apurado un Cusenier mariposa, había escuchado que el calor ponía loca a la gente, que se
empezaban a ver cosas que no eran.
Un rápido pestañeo y todo estaba en su lugar otra vez, el ventilador no era otra cosa que un
objeto mugroso, que no había sido utilizado en vaya a saber uno cuanto tiempo.
Como no había toalla, volvió sobre el camino andado con un cierto temor, la imagen de la
mosca cayendo sobre él desde el techo todavía viajaba por sus pupilas; se acercó con
desconfianza, le pidió la toalla y descubrió que el hombre era solamente un hombre aburrido,
que no era ningún perverso de cine clase B y aguantó el asedio con resignación,
comprendiendo en el fondo, su tedio.
- Para hacer negocios hay que estar limpio, le dijo el conserje, con un tono de complicidad tomado
de los doblajes centroamericanos.
- Y sí, imagínese, respondió, mientras se iba con la toalla al hombro.
Miró nuevamente el ventilador, la idea de que pudiera ser una mosca gigante le resultó tan
absurda que se desconoció; con lo cual se fortaleció la teoría de los efectos desorganizadores
del calor. Giró la perilla y después de un quejido del motor, típico de quien ha estado dormido
por mucho tiempo y es despertado, vio a las aspas moverse perezosas, empujarse unas a otras,
hasta que sus límites se volvieron borrosos; la forma precisa de los cuatro rectángulos se
diluyó en un círculo semitransparente. El fenómeno empezó a extenderse y alcanzó a
Sebastián Argumedo; hubo un momento en que ya no podía diferenciarse, su propio límite se
escurría hacia su padre, su madre y hasta al hijo que nunca tuvo con gran esfuerzo, utilizando
las últimas técnicas de condicionamiento de la reflexología, volvió a establecer su eje. Con
pasos lentos se desplazó por el espacio blando que era la habitación número 7 y abrió la
ducha; bajo el agua, que hacía todo más blando, se dejó llevar por los pensamientos, por esos
pensamientos que se repetían siempre de la misma manera, aunque a veces se presentaran
diferentes. A veces, el pensamiento era directo, corto, seco, empezaba con su nombre y movía
la cabeza como negando; otras, su nombre lo llevaba lejos, muy lejos, o mejor dicho, su
nombre asociado a otros nombres, los nombres que hubiera querido para él.
Bajo la ducha de la habitación número 7 del Hotel Cristal de la ciudad de Cruz del Eje, con el
cuerpo enjabonado y la mirada ausente, Sebastián Argunedo puso en funcionamiento la
maquinaria: no debería llamarme Sebastián Argumedo, no para este trabajo, quien va a
creerme, en cambio, si me llamara Marco Lusardi, o John Mc´Rea, eso sería otra cosa.
Tal vez, el conserje del hotel y Sebastián Argumedo vieran las mismas películas, tal vez no
fuera tan malo que ellos dos se encontraran nuevamente, en otro espacio, en otro lugar. En el
desierto americano, por ejemplo, el mismo hotel rodeado de nada, y él, Marco Lusardi
entrando y pidiendo una habitación.
Se tiró en la cama, desnudo, y el aire del ventilador llegó hasta él. El calor era insoportable en
el desierto americano. El conserje, cuando lo vio entrar lo miró con desconfianza. Nadie
llegaba a ese lugar apartado del mundo con buenas intenciones, y menos si se llamaba Marco
Lusardi, o John Mc´Rea. El conserje le tomó los datos y no dejó de escudriñarlo. El conserje
no supo por qué lo hizo, si por curiosidad o por el placer de poder hacer algo tan inusual como
la palabra escudriñar. El conserje se sentía orgulloso de hacer algo tan complicado de decir.
Marco Lusardi le contestó como se debe contestar en el desierto americano cada vez que un
fisgón husmea donde no debe.
- Por qué no se mete en sus asuntos.
El conserje supo escuchar la voz de la amenaza en esas palabras y logró controlar su pasión
por
el fisgoneo. Temeroso, bajó la vista sobre el libro de huéspedes y terminó de escribir; luego le
pasó el libro a John Mc´Rea para que lo firmara.
El conserje no pudo menos que preguntarse lo que se preguntaría cualquier conserje del
desierto americano en una situación como esa ¿de que huye? O también ¿qué busca? Pero
Marco Lusardi, tal vez conocido como John Mc´Rea, ya se había perdido en las escaleras.
Sebastián Argumedo pensó, mientras seguía con la mirada el giro de las aspas del ventilador
tratando de establecer su límite, que le hubiera gustado ser Marco Lusardi. Apenas entrar y
que ya se supiera, que le temieran, que sintieran el miedo, el olor de la muerte llegando al
pueblo. Pero, reflexionaba, llamarse Argumedo tenía sus ventajas, y la principal era que
nunca había sido sospechoso de nada, lo que le ha permitido realizar su trabajo con éxito y sin
contratiempos. Su sólo nombre lo había catapultado a la extraña fama del anonimato. Ser un
hombre como cualquier otro, que realiza su trabajo como cualquier otro, lo ha convertido, más
que en un asesino, en un fantasma. Cuando piensa que puede caminar entre los hombres sin
que nadie lo mire de costado, que puede saludar al policía de la esquina sin temor alguno, se
reconcilia con su nombre y abandona, en este pueblo inmundo, a Marco Lusardi y John Mc
´Rea cons sus nombres asesinos, que siempre despiertan la sospecha de conserjes aburridos, de
la misma manera que el viento, en el desierto americano siempre hay, levanta papeles
abandonados a la orilla de una ruta también abandonada de la memoria de los viajantes.
Cuando estuvo seguro de que Marco Lusardi había entrado en su habitación, el conserje llamó
a la policía, pero cuando ésta llegó, John Mc´Rea ya había salido. Salió a buscarlo por el
desierto americano, pero sólo encontró polvo y más papeles traídos por el viento. Pero la
policía era una policía del desierto y conocía todos sus rincones. Empezó a recorrerlos
mientras el conserje retomaba su actividad de escudriñador.
Finalmente, la policía encontró a Marco Lusardi en la vieja destilería; se había sacado la
camisa y su torso desnudo brilló en los ojos de la policía, que de tanto andar por el desierto se
había olvidado de lo que era un hombre. Fue amor a primera vista, pero John Mc´Rea, con la
astucia de un gato irlandés, desconfió del amor de una policía que traía el desierto en sus ojos;
y hacía bien en desconfiar, porque por más que se sacara la camisa ella también, y se
entregara, desnuda, bajo el ardiente sol del desierto americano, a un desconocido con nombre
de asesino a sueldo, no dejaba de ser policía, y si había llegado hasta allí, no era buscando
amor.
Sebastián Argumedo pensó que se estaba mejor con ese nombre, por lo menos en este pueblo,
que no era el desierto americano, y se despidió de Marco Lusardi después de que matara a la
policía con la sevillana que siempre llevaba en el bolsillo, y se durmió con la música de fondo
de la “Típica”, que llegaba a través de las persianas. Al llegar al pueblo, los de la orquesta lo
invitaron a que se diera una vuelta por el club; sabiendo que no iría, sabiendo que una vez
llegado al hotel sólo saldría para realizar su trabajo y desaparecer, dijo que tal vez.
Qué haría John Mc´Rea ahora que lo había abandonado, ya no era cosa de él, era cosa del
conserje, porque solamente un hombre arrastrado por el hastío podía haber llamado a la
policía; era pues del conserje, que Marco Lusardi hubiera matado a una persona que no
estaba en sus planes.
Al despertar, supo que en el desierto americano yacían tres muertos: la policía, el conserje, y
el muerto que había venido a buscar. Argumedo entró nuevamente en la ducha para quitarse el
olor de los muertos y el calor eterno del pueblo serrano.
Al salir, lo vio al conserje y no pudo menos que apiadarse de él, si seguía vivo era solamente
porque su nombre era Sebastián Argumedo, y no Marco Lusardi o John Mc´Rea.
Salió del hotel y, mirando por encima de los techos, vio la cúpula de la iglesia. Al entrar se
dirigió al confesionario. Le contó al cura la historia de Marco Lusardi o John Mc´Rea. El cura
lo absolvió porque fantasías peores había tenido él y eso no le impedía realizar su trabajo para
el Señor. Sebastián Argumedo meneó la cabeza y se dijo que todo estaba en orden. Salió del
confesionario y fue al encuentro del hombre que estaba buscando. Se encontraba ahí,
arrodillado en la tercera fila, rezando. Quien sabe, se dijo Sebastián Argumedo, por cuántas
cosas estará pidiendo perdón. Pero él no debía pensar en eso, en todo caso, debía concentrarse
en Marco Lusardi, que después de matar al muerto que buscaba, había subido a su auto y se
había perdido, en silencio, en la vastedad del desierto americano. En eso pensó para no pensar
en nada, se sentó en la cuarta fila, detrás de su hombre, y se arrodilló también. Sin que nadie
se diera cuenta, sacó el puñal que llevaba en su portafolio, y cuando John Mc´Rea puso la
primera y el coche, un pontiac azul, se mimetizó con el asfalto desde la mirada del águila
americana, hundió el arma en la espalda de su hombre, entre la tercera y cuarta vértebra, tal
cual se lo habían enseñado de joven. El muerto no se movió, continuó inclinado sobre el
pupitre, rezando, viajando hacia lo alto, o lo bajo, cuestión que sólo sabría el cura, si es que el
hombre se confesaba.
Sebastián Argumedo sacó el puñal y lo limpió con el saco del muerto. Un trabajo limpio,
prolijo; un trabajo que llevaba su sello: anónimo. Cuando la concurrencia a misa se diera
cuenta de que había un muerto rezando, algunos exclamarían que se trataba de un milagro y
otros se desmayarían por la impresión. El cura mandaría a buscar a la policía porque nunca
estaban en misa, y Sebastián Argumedo ya estaría lejos, como lejos estaba Marco Lusardi, en
su pontiac azul, fundido con el asfalto interminable del desierto americano.
Al salir de la iglesia, un hombre vestido con traje de lino, en evidente estado de ebriedad se le
acercó a Sebastián Argumedo simplemente porque estaba en la línea de su trayecto:
- Oiga, amigo, ¿viene de cumplir con el Señor?

Sebastián Argumedo, antes de contestar, se acordó de las palabras del cura, y con una media
sonrisa ladeada, como su sombrero, y sin detenerse, le dijo que sí, y siguió camino a la
estación, con el puñal todavía tibio en su maletín.

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