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Milman Parry oye voces

Homero en los Balcanes

Por Juan Forn

Ni siquiera el descubrimiento de Troya por Schliemann ayudó a los


helenistas a resolver La Cuestión Homérica, a saber: ¿existió alguien
llamado Homero? ¿Fue el único autor de la Ilíada y la Odisea? ¿Las
compuso por escrito o las confió a la memoria de sus discípulos? Las
referencias más antiguas a Homero dicen que fue un poeta ciego,
nacido en la isla de Chios o en Esmirna, y poco más. Platón lo llamaba
“el más excelso”. La primera frase que aprendían a escribir los futuros
copistas en la Grecia clásica decía: “Homero no fue un hombre sino un
dios”. Sin embargo, según Cicerón, recién en tiempos de Pisístrato se
acomodó la obra de Homero en el orden que conocemos.

Pisístrato era un tirano, pero admiraba la poesía, y ofrecía recompensa


a quienes pudieran recitarle los fragmentos más largos de la Ilíada o la
Odisea: pagaba por línea, consideró canónicos los versos más
repetidos y mandó transcribir esa versión a un copista. Zenodoto, el
primer bibliotecario de Alejandría, dedicó su vida a desentrañar los
versos originales de Homero de las rémoras que se le habían adherido
en aquel relevamiento de Pisístrato. Fue el primero de una larga
tradición de fieles insomnes, aunque ya eran cada vez menos los que
creían que Homero había compuesto por escrito su magna obra (el
historiador Josefo ya decía que Homero no sabía escribir ni su propio
nombre).

Los helenistas habían hecho carne la imagen del viejo poeta ciego
recitando esos versos pulidos por él mismo en incontables recitados a lo
largo de los años, hasta que un fraile del 1700, el Abad d’Aubignac, se
preguntó hasta cuándo íbamos a creer que el individuo llamado Homero
había existido, en lugar de ver que la Ilíada y la Odisea eran un conjunto
de rapsodias acopladas y alargadas por sus sucesivos intérpretes, esos
rapsodas que el propio Ulises llama “zurcidores de canciones” en la
Odisea. Cien años después, un alemán llamado Wolf apoyó la tesis del
origen oral de los poemas homéricos, y opinó que quiza fuera un
exceso de romanticismo creer que eran obra de un autor único solo
porque eran geniales (y el genio es único, ¿no?). Pero por entonces ya
se asociaba la palabra escrita con el avance de la civilización, y sólo se
veía repetición y estereotipos en la poesía oral, relegada al terreno del
folklore. La Ilíada y la Odisea podían ser de origen oral sólo si eran obra
de un solo poeta irrepetible.

Hacia 1930, el viejo juego lógico de descubrir inconsistencias en


Homero había virado progresivamente a un entretenimiento estético:
justificar cada una de esas oscuridades, con los argumentos más
bizantinos. Y entonces entró en escena un jovencito californiano
llamado Milman Parry, que acababa de doctorarse en la Sorbona con
una tesis sobre “epítetos tradicionales en Homero”, en la que sostenía
que la estructura interna de los poemas homéricos se basaba en esas
innumerables frases hechas, tan características, que en realidad
funcionaban como reglas mnemotécnicas para el rapsoda en su
recitado. La cuestión homérica no era la pregunta: los rapsodas eran la
verdadera cadena de producción de la épica, según Parry.

Su tutor en la Sorbona, el lingüista Meillet, le hizo conocer la poesía oral


de los guslari de Yugoslavia, rapsodas iletrados e itinerantes que
recitaban gestas históricas de pueblo en pueblo por la península
balcánica desde tiempos inmemoriales. El joven Parry enloqueció: logró
que Harvard le financiara un fonógrafo especial que permitía grabar en
cilindros de aluminio y se podía conectar a la batería de un auto, y
partió a Yugoslavia en busca de esos Homeros vivientes, con su
flamante esposa, su Ford T y su fiel asistente Albert Lord.

Instaló a su esposa en una villa frente al mar en Dubrovnik y se pasó los


tres años siguientes de pueblo en pueblo en el Ford T, con el fonógrafo,
los cilindros de aluminio y el fiel Lord. Pagaba, como Pisístrato, cuanto
más extensa era la oda. Había guslari capaces de recitar odas de doce
horas: como bebían vasos y vasos de café, interrumpían de pronto para
mear. Esas interrupciones le sirvieron a Parry para explicar los cortes
inexplicables y abruptos que hay en la obra de Homero. Otro truco
habitual que usaba era pedir al guslari, ya avanzado en el recitado, si
podía empezar de vuelta porque no había podido grabar. Era mentira;
hacía eso para comparar versiones.

Volvió de Yugoslavia con tres mil discos de aluminio que contenían más
de setecientas mil líneas de odas balcánicas. Bela Bartok colaboraría
decisivamente en la transcripción, y el descubrimiento cambiaría los
estudios homéricos para siempre, pero Parry no llegó a enterarse: de
Yugoslavia había vuelto a su país, la madre de su esposa los había
convocado a California. El día que llegaron al hotel en Los Angeles,
Parry se puso a vaciar su valija mientras su esposa pasaba al baño y
oía desde allí un disparo. Al salir, encontró a Parry en el piso, muerto de
un balazo en el pecho. Tenía treinta y dos años.
Según el informe policial, el arma pertenecía al propio Parry, era la
misma que llevaba en Yugoslavia (por consejo de sus
admirados guslari) y se le había disparado accidentalmente cuando
removió la ropa de su valija. Parry fue cremado sin autopsia, el caso se
dio por cerrado y casi enseguida comenzaron los rumores. Mientras el
fiel Albert Lord daba a conocer al mundo académico los formidables
hallazgos de su maestro y la reputación de Parry crecía, su muerte se
hacía más desesperante y enigmática, y comenzaron a correr los
relatos orales: Parry había pasado por Harvard antes de ir a Los
Angeles y estaba deprimido porque le habían negado una cátedra allí;
Parry estaba en Los Angeles porque su acaudalada suegra estaba en
un aprieto de gigolós; Parry tenía un matrimonio miserable y quería
divorciarse; Parry se había suicidado por depresión; Parry había
forcejeado con su esposa y el arma se disparó; Parry había sido
fríamente asesinado por ella; la hija de Parry le retiró el saludo para
siempre a su madre después del hecho. El informe policial (“clásica
fatalidad de científico distraído”) sonaba tan absurdo que había que
encontrar algo fatídico, algo trágico en esa muerte, que estuviera a la
épica altura de la vida de Parry.

Hasta el día de hoy, en los pasillos de la academia se habla en voz baja


de su muerte. Se lo considera el Darwin de los estudios homéricos, el
Alejandro Magno del helenismo, el hombre que revalorizó para el
mundo la épica oral, pero se termina siempre hablando de su muerte. A
tal punto que uno de sus discípulos llamado Steve Reece se tomó el
trabajo antropológico de relevar y someter a escrutinio, línea por línea,
la suma de esos rumores, no como un “caso” sino como si fuese una
pieza oral colectiva, uno de esos zurcidos de canciones a los que su
maestro había dedicado su breve vida. Lo tituló “El mito de la muerte de
Milman Parry”. Deberían pedirle a algún guslari, si queda, que lo grabe
en un cilindro de aluminio y sumarlo al formidable Archivo Parry, que
está en la Biblioteca Widener de Harvard y es de libre acceso en la web.

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