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Los helenistas habían hecho carne la imagen del viejo poeta ciego
recitando esos versos pulidos por él mismo en incontables recitados a lo
largo de los años, hasta que un fraile del 1700, el Abad d’Aubignac, se
preguntó hasta cuándo íbamos a creer que el individuo llamado Homero
había existido, en lugar de ver que la Ilíada y la Odisea eran un conjunto
de rapsodias acopladas y alargadas por sus sucesivos intérpretes, esos
rapsodas que el propio Ulises llama “zurcidores de canciones” en la
Odisea. Cien años después, un alemán llamado Wolf apoyó la tesis del
origen oral de los poemas homéricos, y opinó que quiza fuera un
exceso de romanticismo creer que eran obra de un autor único solo
porque eran geniales (y el genio es único, ¿no?). Pero por entonces ya
se asociaba la palabra escrita con el avance de la civilización, y sólo se
veía repetición y estereotipos en la poesía oral, relegada al terreno del
folklore. La Ilíada y la Odisea podían ser de origen oral sólo si eran obra
de un solo poeta irrepetible.
Volvió de Yugoslavia con tres mil discos de aluminio que contenían más
de setecientas mil líneas de odas balcánicas. Bela Bartok colaboraría
decisivamente en la transcripción, y el descubrimiento cambiaría los
estudios homéricos para siempre, pero Parry no llegó a enterarse: de
Yugoslavia había vuelto a su país, la madre de su esposa los había
convocado a California. El día que llegaron al hotel en Los Angeles,
Parry se puso a vaciar su valija mientras su esposa pasaba al baño y
oía desde allí un disparo. Al salir, encontró a Parry en el piso, muerto de
un balazo en el pecho. Tenía treinta y dos años.
Según el informe policial, el arma pertenecía al propio Parry, era la
misma que llevaba en Yugoslavia (por consejo de sus
admirados guslari) y se le había disparado accidentalmente cuando
removió la ropa de su valija. Parry fue cremado sin autopsia, el caso se
dio por cerrado y casi enseguida comenzaron los rumores. Mientras el
fiel Albert Lord daba a conocer al mundo académico los formidables
hallazgos de su maestro y la reputación de Parry crecía, su muerte se
hacía más desesperante y enigmática, y comenzaron a correr los
relatos orales: Parry había pasado por Harvard antes de ir a Los
Angeles y estaba deprimido porque le habían negado una cátedra allí;
Parry estaba en Los Angeles porque su acaudalada suegra estaba en
un aprieto de gigolós; Parry tenía un matrimonio miserable y quería
divorciarse; Parry se había suicidado por depresión; Parry había
forcejeado con su esposa y el arma se disparó; Parry había sido
fríamente asesinado por ella; la hija de Parry le retiró el saludo para
siempre a su madre después del hecho. El informe policial (“clásica
fatalidad de científico distraído”) sonaba tan absurdo que había que
encontrar algo fatídico, algo trágico en esa muerte, que estuviera a la
épica altura de la vida de Parry.