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Grietas y burbujas

Fernando D’Adario

Desde que arrancó la pandemia, el sonido del timbre del portero


eléctrico ya no anuncia la llegada de amigos. Tampoco somos de pedir
comida a través de esas aplicaciones tipo Glovo o Rappi y ahora las
boletas de servicios lastiman sin aviso, vía internet. Así que cuando nos
sobresalta ese ruido chillón y desagradable –que aún hoy, después de
tantos años, desencadena la huida inmediata de las dos gatas de la
casa, por las dudas–solo caben dos posibilidades: o vienen a traer
libros de una editorial o alguna mujer anda pidiendo ropa.

Pocas cosas me predisponen mejor que la expectativa de recibir libros.


Se traduce en un cosquilleo breve pero intenso, parecido al que me
invadía hasta hace unos años cuando llegaban a la redacción enormes
sobres con CD enviados por las compañías discográficas (imágenes de
un tiempo que no volverá). Muchas veces, la ansiedad impide que el
paquete atraviese intacto el viaje de nueve pisos por ascensor, y entro a
casa con el envoltorio todo roto y los libros que se me caen de las
manos. Ahora mismo, por ejemplo, estoy esperando una antología de
Mariátegui.

Frente a esta opción, cuando lo que transmite el portero eléctrico es una


voz que dice “¿tiene ropa para dar?” siento una especie de desilusión.
El mismo cosquilleo, pero en sentido negativo. No lo puedo manejar: es
orgánico. Uno de los efectos colaterales de ser un progre de clase
media.

Un progre de clase media con un agravante para estas ocasiones:


prácticamente no tengo ropa. No me compro. Uso lo mismo que hace
veinte años, cosas que me fueron regalando, y para colmo me encariño
con remeras de equipos de fútbol de Irán o de China, o del ascenso
argentino, ya totalmente gastadas e inservibles para cualquier otro ser
humano. Así que siempre tengo que contestar que no, que no tengo
nada, que lo lamento (por suerte con mi novia les va mejor), y luego
sigo con lo mío, a la espera de que el próximo timbre anuncie el nombre
de alguna de mis editoriales favoritas.

Pero ayer pasó algo: se ve que las mujeres que vienen a pedir tocan
veinte timbres al mismo tiempo. Esta vez, después de contestar
mecánicamente “no tengo nada, señora” dejé descolgado sin querer el
tubo del portero eléctrico. Escuché primero que de otro piso salía un:
“¡Ya te di el mes pasado!”. Entonces paré el oído. Mezcla de curiosidad
y de instinto para la sociología barata, limitada –cuarentena mediante–
a los comportamientos de un consorcio medio pelo porteño. El “¿tiene
ropa para dar?” se repetía como una letanía, sin confianza, como
entregado a una rutina burocrática que seguía a un “holaaa” casi
siempre desganado (más desganado que el mío, que al menos
esperaba libros).

Los diálogos de esta mujer con mis vecinos se encimaban, pero llegué
a individualizar algunos:

1) –Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Dejame de hinchar las pelotas, ¿te pensás que estoy al pedo?

2)–Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Andá a laburar, negra de mierda.

3)–Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Ya te dije que no…

Traté de identificar las voces, pero no pude. El tono era incompatible


con el de cualquiera de esos saludos impersonales que intercambiamos
cada tanto en el pasillo de entrada, o con el “buenos días, parece que
va a llover hoy, ¿no?” amable y mecánico que nos permitimos cruzar
con el encargado del edificio. Las respuestas contenían, creo yo, un
resentimiento que excedía el simple disgusto por un llamado
molesto. Era (me extralimito en las conclusiones, tal vez) la extensión
verbal del sonido de las cacerolas, en este caso con un destinatario
concreto, aunque sin nombre, apenas portador de un estigma social.

Sin nada para ofrecer, solo para que los vecinos más rezagados
escucharan, volví sobre el portero eléctrico y dije: “señora, si puede
esperarme cinco minutos, le bajo algo de ropa”.

Lo que siguió inmediatamente fluctuó entre el altruismo berreta y


la torpeza mal gestionada. De una bolsa etiquetada como “museo de
ropa” saqué cinco remeras de equipos de fútbol –una de Sacachispas,
otra del San Pablo de Brasil, que de milagro estaban limpias–, no pude
encontrar ningún jean “digno”, agarré un buzo que me acompañaba
desde tiempos indefinidos, metí todo en una bolsa negra de consorcio
que se rompió en el camino y bajé lo más rápido que pude.

Para mí sorpresa la voz del “¿tiene ropa para dar?” no pertenecía a una
señora mayor sino a una chica de menos de treinta años, a cargo de
tres chiquitos que revoloteaban y corrían por la vereda ajenos a la
buena o mala fortuna de su madre. Le pregunté a la chica de dónde
venían: de Derqui. Los varones más grandes de la familia –contó-
estaban a la vuelta, juntando cartones.

Sin mucho más para decir, ya me estaba volviendo cuando otra vecina
–una de esas a las que sin necesidad de hablar, uno no imagina
encontrar en las marchas del 24 de marzo– bajó con dos enormes
bolsas de ropa. Miró con una sonrisa a la madre y después a la nena
más chiquita; sacó un vestidito y le dijo: “esto era de mi nieta menor,
le puede ir bien a una muñeca hermosa como vos”. La nenita la
agarró, contenta, y se la midió a ojo, muy dispuesta a que le quedara
bárbaro (mi remera de Sacachispas no podía competir en igualdad de
condiciones…). La madre le contestó a mi vecina: “muchas gracias
señora, y si no le va, a alguien le va a ir, porque repartimos la ropa
en el barrio, hay mucha gente que necesita”.

Nos despedimos de nuestros visitantes casi al mismo tiempo, entramos


y subimos al ascensor. Quizás a la abuela –en dos segundos había
superado el para mí insulso status de “vecina”– también se le había
hecho un nudo en la garganta. Pero no la miré. Tampoco le pregunté.
¿Para qué desmerecer con un comentario ese breve, acaso irrepetible,
instante de empatía? Cada cual –la familia de Derqui, los vecinos que
colgaban con furia el portero eléctrico, la señora y yo– volvió a su
burbuja, social y epidemiológicamente hablando.   

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