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ÍNDICE

Pág.
Prólogo .......................................................................................................................................... 2
Reconocimientos .......................................................................................................................... 6
Introducción: cómo empezó todo ............................................................................................7 - 11
Primera parte
LOS SÍNTOMAS DE LA CODEPENDENCIA
1. Haciendo frente a la codependencia ..................................................................................12 - 14
2. Los cinco síntomas nucleares de la codependencia .......................................................15 - 37
3. Cómo los síntomas sabotean nuestras vidas ...................................................................38 - 46
Segunda parte
LA NATURALEZA DEL NIÑO
4. Un niño precioso en una familia funcional ........................................................................ 47- 54
5. Un niño precioso en una familia disfuncional ...................................................................55 - 64
6. El daño emocional del abuso ..............................................................................................65 - 76
7. De generación en generación .............................................................................................77 - 81
Tercera parte
LAS RAÍCES DE LA CODEPENDENCIA
8. Cómo afrontar el abuso .......................................................................................................82 - 85
9. Las defensas contra el reconocimiento del abuso ...........................................................86 - 94
10. El abuso físico .................................................................................................................. 95 - 101
11. El abuso sexual ............................................................................................................... 102 - 114
12. El abuso emocional ......................................................................................................... 115 - 119
13. El abuso intelectual ......................................................................................................... 120 - 122
14. El abuso espiritual........................................................................................................... 123 - 130
Cuarta parte
HACIA LA RECUPERACIÓN
15. La recuperación personal ............................................................................................... 131 - 137
Apéndice. Una breve historia de la codependencia
y una mirada a la literatura psicológica .............................................................................. 138 - 144
Referencias bibliográficas ......................................................................................................... 145

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PRÓLOGO
En ciertos hombres y mujeres, sentimientos humanos normales tales como la
vergüenza, el temor, el dolor y la ira aparecen tan magnificados que esas personas se
encuentran casi siempre en un estado emocional marcado por la angustia y por la sensación
de ser irracionales, disfuncionales y/o «locas». También piensan que deben hacer felices a
quienes las rodean, y cuando no pueden, les parece que en algún sentido valen «menos
que» los otros.

Estas personas suelen reaccionar con exceso a los acontecimientos cotidianos,


experimentando sentimientos mucho más intensos que los adecuados. Por ejemplo, cuando
sucede algo alarmante, en lugar de miedo normal, ellas experimentan crisis de pánico o
angustia. Esas crisis también pueden producirse sin ninguna razón que las justifique. Cuando
surge en su camino alguno de los dolores normales de la vida, quizá reaccionen con una
desesperación profunda, sensación de desamparo o incluso con conducta o pensamientos
suicidas. Ante una situación que de ordinario provocaría una cierta cólera auténtica y
adecuada, esos individuos tienen a veces estallidos volcánicos de ira. En el transcurso de
esas experiencias emocionales extremas, piensan, por ejemplo, «¿Por qué me trata él de
este modo? ¿No sabe lo doloroso que me resulta?». Pero no pueden controlar la explosión
emocional, y quedan frustradas.

Esas reacciones intensas suelen ser suscitadas por experiencias muy poco
dramáticas, como, por ejemplo, un desacuerdo con el cónyuge acerca de qué película ir a
ver o dónde pasar las vacaciones. La desesperación o la ira pueden ser desencadenadas
por la decepción de no conseguir un empleo después de haber sido entrevistado o por el
hecho de que un buen amigo se mude a otra ciudad, o de que el perro del vecino haya
pisoteado las flores del jardín. Cualquiera de estas situaciones puede provocar reacciones
emocionales mucho más que moderadas, que van desde sentimientos explosivos hasta una
blanda mansedumbre y una falta total de expresión emocional. Pero todas estas reacciones
aparentemente incontrolables sabotean por igual la vida y las relaciones de esas personas.

En la actualidad, ya hay muchas pruebas documentadas de que la tensión física de


vivir con sentimientos reprimidos o explosivos contribuye a provocar trastornos físicos tales
como la alta tensión sanguínea, las cardiopatías, la artritis, los dolores de cabeza, el cáncer y
otras enfermedades. El factor emocional de la codependencia puede sabotear tanto nuestra
salud como nuestras relaciones.

No obstante, estos hombres y mujeres actúan como si, para calmar los sentimientos
desmesurados, incontrolables e irracionales que los tiranizan, el único recurso fuera ser
perfectos en todo lo que hacen o complacer a quienes los rodean. Tienen la idea ilusoria de
que esos malos sentimientos (que a veces resultan abrumadores) se pueden sofocar
«haciendo mejor las cosas» u obteniendo la aprobación de ciertas personas importantes de
sus vidas. Con esta actitud, dejan que su propia felicidad dependa de esas personas
importantes y de su aprobación. Cuando aquellos a quienes tratan de agradar «no aprecian
lo que se está haciendo por ellos» y no brindan su aprobación esencial, los individuos
tiranizados emocionalmente se enfurecen. Pero como la buena opinión de quienes deben
aprobarlos es demasiado importante, esa ira tiene que ser reprimida. Y aunque no se la
despliega de modo directo puede surgir de modo lateral, en sarcasmos, olvidos, chistes
hostiles u otras conductas pasivo-agresivas.

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A menudo, estos hombres y mujeres parecen amables y serviciales. Sin embargo, un
examen más atento revela en ellos una poderosa necesidad de controlar, manipular y
conseguir la aprobación que creen necesaria en su lucha con ciertos sentimientos
abrumadores. A largo plazo, todos sus esfuerzos son inútiles, porque nadie puede liberarlos
de ese aspecto abrumador. Llegan a creer que para ellos no hay esperanza.

Por otra parte, en algunos individuos con antecedentes similares sucede algo
muy distinto: las emociones humanas normales aparecen tan minimizadas, que ellos
no experimentan casi ningún sentimiento — ningún temor, dolor, ira ni vergüenza, y
tampoco goce, placer ni contento — . Pasan toda su vida en un estado de apatía.

En realidad, han sido las familias de los alcohólicos, y de otros dependientes de


drogas, las que hicieron que los terapeutas de los centros de tratamiento prestaran atención
a estos dos grupos de síntomas. Todos los miembros de esas familias parecían padecer
sentimientos intensificados de vergüenza, miedo, ira y dolor en sus relaciones con el
alcohólico o el adicto que ocupaba el foco de la vida familiar. Pero a menudo no podían
expresar esos sentimientos de un modo sano, debido a la compulsión de agradar y cuidar al
adicto.

En apariencia, sus esfuerzos tendían a lograr que el dependiente se mantuviera sobrio


o no consumiera drogas. Pero en esta relación entre la familia y el alcohólico había también
algunos aspectos irracionales. Por ejemplo, la mayor parte de los miembros de la familia
tenían la expectativa delirante de que si ellos eran perfectos en su «relación» con el
alcohólico y en la «ayuda» a él, éste permanecería sobrio — y ellos, los miembros de la
familia, se librarían de su terrible vergüenza, dolor, miedo e ira.

Esta estrategia nunca daba resultado. Incluso cuando el alcohólico permanecía sobrio,
la familia solía seguir enferma, y en realidad parecía experimentar resentimiento por esa
sobriedad. A veces la saboteaba. Era como si la familia necesitara que el adicto siguiera
enfermo y dependiente de los otros miembros para que éstos pudieran seguir dependiendo
de él, y explicando de tal modo sus malos sentimientos exagerados.

En cierto sentido, el alcohólico maltrataba directa o indirectamente a los miembros de


la familia con su conducta egocéntrica. A veces, el adicto era tan abusivo en términos físicos,
sexuales o emocionales, que cualquier persona normal habría cortado la relación con él. Y
éste es el segundo aspecto irracional de la relación de estas familias con la persona adicta:
no se apartan, y parecen estar bloqueadas en una enfermedad conjunta con el adicto.

El hecho de que los miembros de la familia persistieran en la relación a pesar de sus


consecuencias perjudiciales (abusos), corría paralelo con la insistencia del alcohólico en
beber, también a pesar de las consecuencias perjudiciales. Resultó claro que, así como el
alcohólico dependía del alcohol para manejar sus sentimientos abrumadores o su
enfermedad, la familia dependía del alcohólico de un modo enfermizo y análogamente
adictivo. En otras palabras, el alcohólico y el codependiente trataban de resolver los
síntomas básicos idénticos de una misma enfermedad: el adicto que recurría al alcohol o a
las drogas, y el codependiente que persistía en la relación adictiva.

Esta dependencia de un adicto llevó a los terapeutas a tomar conciencia de que


estaba actuando una enfermedad penosa y discapacitante, una enfermedad que más tarde

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comprendieron que también afectaba a incontables familias de Estados Unidos en las que no
había ningún miembro dependiente de sustancias químicas.

Creemos que estas personas que sufren están en las garras de una seria enfermedad
subyacente denominada «codependencia. Y sólo unas pocas saben que existe una cura
para los síntomas discapacitantes que hemos descrito. Pero quienes padecen
codependencia suelen terminar en la desesperación, y a veces mueren realmente a causa
de sus efectos. Los certificados de defunción nunca mencionan esta enfermedad por su
nombre. Las historias de las víctimas hablan de desvalimiento, suicidio, «accidente»,
problemas cardiovasculares y enfermedades malignas relacionadas con el estrés, el
abandono personal y la ira reprimida, con su depresión correlativa.

Esta enfermedad es muy difícil de ver desde afuera, porque quienes la padecen llevan
una máscara de adecuación y éxito, destinada a lograr esa aprobación más importante que
nada. Pero estos esclavos de sentimientos compulsivos poderosos y aparentemente
infundados están condenados a recorrer de modo incesante un círculo de fracaso personal y
experiencias intensificadas de vergüenza, dolor, miedo e ira reprimida.

De hecho, muchas personas, en sus esfuerzos tendientes a huir de esos sentimientos


abrumadores, recurren a sustancias químicas para adormecer su malestar. Van en camino
de convertirse en alcohólicos o adictos de otro tipo. Creemos que la codependencia subyace
a todas estas adicciones y las nutre. Cuando un alcohólico o cualquiera otro adicto se libera
del agente químico o la conducta adictivos, en el camino a la recuperación a menudo tendrá
que hacer frente a la consecuencia y los síntomas de la codependencia.

Durante los últimos ocho años, Pía Mellody ha desarrollado una terapia para la
codependencia en The Meadows, un centro de tratamiento de las adicciones de Wickenburg
(Arizona). Ha llevado personalmente a la recuperación y la integridad a centenares de
personas que padecían las agonías de la codependencia. El propósito de este libro no
consiste en proporcionar una historia detallada del desarrollo del concepto de
codependencia, ni argumentos relacionados con sus status de auténtica enfermedad, sino
describir el trastorno tal como Pia Mellody lo ha visto: desde dentro, en cientos de vidas de
pacientes, incluso en la suya propia. (Aunque en el texto siempre se emplea la primera per-
sona del singular, todos los autores hemos participado en la redacción.)

Los conceptos, los métodos y el enfoque ecléctico de la terapia se vierten en un


lenguaje elaborado en el curso de la lucha de Pía Mellody contra la enfermedad, de modo
que su base no es sólo teórica. De hecho, aquí no se intenta en absoluto idear o defender
una concepción teórica. Los autores pretenden: 1) describir la estructura de la
codependencia según ella opera en la vida y las relaciones cotidianas, y 2) indicar un modelo
práctico que da resultado para curar a las personas que padecen los síntomas. Para quienes
se interesen en la historia y el desarrollo de la noción de codependencia en la literatura
psicológica, hemos incluido un breve apéndice final.

Muchos de los conceptos de este libro (como la relación de la codependencia con el


maltrato a los niños y la descripción de los límites internos y externos) fueron formulados y
aplicados por primera vez por Pia Mellody hace ya años. El hecho de que algunas de estas
ideas se hayan difundido y sean aplicadas por terapeutas y codependientes de todas partes,
gracias a las conferencias y cintas grabadas de la autora, constituye un homenaje a la

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penetración psicológica de Pia, y nos resultó grato trabajar en este proyecto, que presenta en
un texto organizado las opiniones de ella y las nuestras acerca de este tema.

Tenemos la esperanza de que la lectura de estas páginas permita a quienes padecen


la enfermedad afrontarla y recuperarse; el hecho mismo de enfrentarse a la codependencia e
ir más allá de la negación ha sido el inicio de la esperanza y la recuperación en nuestras
vidas.

ANDREA WELLS MILLER J. KEITH MILLER

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RECONOCIMIENTOS
Deseo hacer mención de las contribuciones de mi esposo, Pat, quien
desempeñó una parte importante en el desarrollo de estas Ideas. El concepto de
«límite» proviene de discusiones que hemos tenido sobre sugerencias de la madre de
él acerca del modo como podía defenderse. El hecho de que Pat se enfrentara al
proceso de mi enfermedad fue importante para mi propia comprensión de este
material. Y como director de The Meadows, él me permitió elaborar estas ideas
mediante la conversación con otros codependientes en tratamiento, y la enseñanza de
aquéllas en In institución.

También deseo agradecer a centenares de compañeros codependientes que me


contaron sus historias y pusieron a prueba estos conceptos mientras estaban en
desarrollo, después de lo cual me contaron sus penurias y sus éxitos. La cooperación,
el aliento y los eventuales signos de recuperación de estas personas me han motivado
e inspirado en mi propio recorrido.

De la codependencia no es posible recuperarse a solas. En los linimientos


sombríos en que me siento privada del apoyo de otros seres humanos, tengo una
profunda conciencia de la presencia de un poder superior que me sostiene, sin el cual
tengo la seguridad de que estaría perdida

PÍA MELLODY

Los autores desean expresar su gratitud a las siguientes personas: Roy Carlisle,
que advirtió el alcance de este proyecto y nos alentó a realizarlo; Thomas Grady, cuya
orientación en relación con la estructura fue inestimable; Valerie Bullock, Arlene
Cárter, Richard D. Grant (hijo), Carolyn Huffman, Charles Huffman y Kay Sexton, que
leyeron los primeros borradores y cuyos comentarios nos ayudaron a clarificar estos
conceptos. También deseamos agradecer a David Greene, que nos ayudó con la
referencia a la teoría del circuito eléctrico en el examen de la vergüenza transportada.
Como la decisión final en cuanto a la redacción y compaginación quedó en manos de
Pia Mellody y las nuestras, aquellas personas no son responsables de cualquier error
o confusión que pueda subsistir en el texto.

ANDREA WELLS MILLER J. KEITH MILLER

INTRODUCCIÓN: COMO EMPEZÓ TODO

Hace unos años, en 1977, me enfrentaba a un número creciente de problemas


en mi relación con personas importantes para mí. La relación que tenía conmigo
misma era también dolorosa y difícil; estaba perturbada, y experimentaba mucha ira y
miedo.

Me atareaba tanto tratando de ser una esposa, madre, enfermera y amiga de


primer orden, que estaba agotada. Y nadie parecía percibir el hecho de que me
estuviera matando. Yo era una «agradadora» secreta, y experimentaba una ira creciente
por ello , pero en apariencia no podía cambiar ni dejar de preocuparme. Estaba llena de
miedo, y me sentía muy incapaz, aunque trataba de hacerlo todo a la perfección. Cada

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vez tenía más vergüenza, porque aparentemente no lograba ser perfecta. Por fin, mi
caparazón exterior, de aspecto adecuado, comenzó a agrietarse y estallar en ataques
de ira, que nos asustaban a mí misma y a quienes me rodeaban. Las cosas
empeoraron. La angustia y la presión interior se volvieron constantes.

Mi vida parecía estar quedando fuera de control. De modo que busqué ayuda, y
finalmente me dirigí a un centro de tratamiento, en 1979, para ser atendida por un
conjunto de síntomas que ahora llamo «codependencia».

Encontré que la comunidad profesional a la que me había dirigido no sabía


cómo ayudarme. Era como si yo hablara inglés y ellos oyeran griego. No parecían
comprender la naturaleza ni la seriedad de mis síntomas, y el tratamiento que
ofrecían no estaba relacionado con lo que yo experimentaba. Traté de comunicar lo que
me sucedía, pero con la sensación de no ser comprendida o de no ser tomada muy en
serio. Me parecía que el personal me culpaba de lo que me pasaba. Desde mi
perspectiva, todo lo que hacían era mirarme como si fuera una creadora de
problemas irracional, no cooperativa. Era extremadamente frustrante, y yo estaba
muy enojada. Sabía que probablemente yo era irracional, pero también sabía que las
personas del centro no comprendían lo que me pasaba.

En esa época yo trabajaba en The Meadows, un centro de Wickenburg


(Arizona), para el tratamiento del alcoholismo, el consumo de drogas y problemas
relacionados. En razón de mi empleo, podía darme cuenta de que mis terapeutas no
sabían cómo tratarme. Tuve miedo y pensé: «Si recurro a profesionales que se supone
que saben lo que hacen, les digo lo que marcha mal y ellos se limitan a mirarme
como a una loca, ¡estoy realmente perdida!».

Al volver a The Meadows, donde trabajaba, estaba más confundida y


disfuncional que antes. Cualquier minucia me provocaba un estallido de ira. Aún
recuerdo que un día, poco tiempo después, el director ejecutivo de la institución me
dijo: «Pía, si no dejas de enfurecerte en las reuniones del personal, no podrás volver a
ellas». Sabía que eso significaba «Vas a perder tu empleo», lo que me aterró. En ese
momento comprendí que mi vida se había vuelto ingobernable, y que tenía que hacer
algo para salir de la situación en la que me encontraba.

Debido a ambas experiencias (el hecho de que no me ayudara el tratamiento y la


posibilidad de perder mi empleo por mis reacciones coléricas), emprendí mi propio
viaje de descubrimiento. En realidad no estaba tan madura. Cierto día, otro ataque
de cólera en el trabajo me catapultó a la aventura del descubrimiento Me hallaba
en la oficina del director, hablando con él y otro consejero que permanecía de pie junto a
la puerta. Yo quería que dos hombres muy importantes en mi vida supieran hasta
que punto me perturbaba que nadie pareciera «oírme» cuando les hablaba de mi
malestar. Mientras me explayaba, ¡me di cuenta de que tampoco esos dos profesionales
tan inteligentes podían comprenderme! Ese recuerdo todavía me hace daño hoy en día.

Se limitaron a mirarme, y uno de ellos me dijo: «Bien, ¿por qué no busca usted
misma el modo de tratar eso, sea lo que fuere?» Me sentí tan furiosa que quería
golpearlos a los dos. Empecé a caminar de un lado a otro, y al final me fui, mientras
ellos me observaban como si pensaran que estaba loca.

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Después de salir de la oficina, mientras me iba calmando en el pasillo, recuerdo
haberme dicho a mí misma: «Si yo misma debo encontrar el tratamiento, todos los que
tenemos estos problemas estamos desahuciados. ¿Cómo puedo hacerlo?». Me sentía
muy incapaz. Incluso tratar de identificar los problemas me confundía. Mientras luchaba
con mi ira y mi pánico, me pregunté cómo podría discriminar y ordenar los síntomas
de mi dolor y crear un plan de tratamiento para mí misma.

Entonces, mientras daba la vuelta a la esquina del edificio, me sucedió algo. En


ese momento fue como si toda mi confusión hubiera desaparecido y mis pensamientos
se hubieran concentrado en un punto. Una única y simple idea ocupaba mi mente, en
la forma de un interrogante: « ¿Cómo iniciaron su recuperación los primeros
miembros de Alcohólicos Anónimos? ». Desde algún lugar de dentro de mí surgió la
respuesta: «Esas personas compartieron sus experiencias, su fuerza y su esperanza.
Al hacerlo, aprendieron en qué consistía su enfermedad, y a partir de ese principio
sucedió todo lo demás».

A continuación pensé otra cosa: «Mis síntomas podrían estar relacionados con el
hecho de que he sido objeto de maltrato en l a n i ñ e z ». En efecto, en mi niñez había
tenido algunas experiencias profundamente traumáticas, y de pronto recordé que
algunas otras personas que yo conocía y presentaban síntomas similares a los
míos también habían sido objeto de abusos en su niñez. ¡Quizás ése era el caso
de muchas! ¡Quizás ése fuera el caso de todas! Yo tenía bastantes conocimientos
de psicología y terapia, y suficiente recuperación en Alcohólicos Anónimos, como
para saber que las experiencias dolorosas de la niñez eran un nido de víboras
común en las familias adictivas y en otros tipos de familias disfuncionales. Me dije
que entrevistaría a todas las personas con antecedentes de maltrato que llegaran a
The Meadows en busca de tratamiento; les hablaría específicamente de abuso en
la infancia y sus problemas presentes, y trataría de discernir de qué modo habían
sido afectadas. Por otra parte, ya estábamos realizando algún trabajo básico
sobre el maltrato a niños. Comencé pidiéndoles a los consejeros que enviaran a
mi tratamiento a las personas que habían sido objeto de maltrato. En mi trabajo
con los pacientes en The Meadows había llegado a darme cuenta de que los
términos «maltrato» o «abuso» son mucho más amplios que lo que piensa la
mayoría de las personas. Incluye más que la paliza física abierta, las lesiones, el
incesto o el abuso sexual que comúnmente asociamos con esas palabras. El
abuso también asume formas emocionales, intelectuales y espirituales. De hecho,
cuando hablo de abuso incluyo ahora a cualquier experiencia de la infancia (desde
el nacimiento hasta los 17 años) que sea «menos-que-nutricia». En mis confe-
rencias, a menudo utilizo de modo intercambiable con la palabra «abuso» las
expresiones «disfuncional» y «menos-que-nutricio». Cuando estas víctimas del
abuso infantil llegaron a mi consultorio y me contaron sus experiencias, comencé a
ver las conexiones que existían entre el maltrato que habían padecido y sus
síntomas adultos intensos y aparentemente irracionales, similares a los míos. Al
cabo de cierto tiempo, se perfiló con claridad un cuadro común de lo que sucedía
con estas personas diferentes. Aunque yo ya sabía que los distintos tipos de
abuso en la niñez creaban diferentes clases de problemas en los adultos, en ese
momento pude ver con claridad que quienes habían sido víctimas de maItrato
presentaban una sintomatología común en la vida adulta. Todos nosotros teníamos los

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síntomas de lo que ahora entendemos en general por «codependencia». (En la
primera parte describiré en detalle estos síntomas específicos.)

Cuando hablaba con estas personas sobre sus problemas, ellas y yo nos
exaltábamos. Nos comprendíamos. De algún modo éramos una misma clase de
personas que hablaban el mismo idioma. Lo que ellas me decían estaba muy claro
para mí, y de ningún modo me parecía griego.

Después de hablar un poco, solían preguntarme: « ¿Qué podemos hacer con


estos sentimientos disparatados, Pía?».

Yo les respondía: «No lo sé, pero dejadme que lo piense». Después pensaba en
algo en que pudiera ayudar a aliviar ciertos síntomas que esas personas
experimentaban, y les decía: «Intentad eso, yo también lo haré». No creo poder
darle un consejo a nadie si yo misma no estoy dispuesta a ponerlo en práctica.

Empecé sugiriendo experimentos conductuales para ayudar a los pacientes a


abordar los sentimientos y las acciones irracionales que volvían sus vidas tan
disfuncionales y autodestructivas. Y mientras yo misma hacía lo que les indicaba
a ellos, empecé a sentirme mejor. ¡Comprendí que por fin había comenzado mi
propio proceso de estar bien! Tuve la ventaja de poder compartir estas experiencias
con centenares de personas que en el curso de los meses y años siguientes se
internaron en el centro d e tratamiento durante períodos que iban de un mes a
seis semanas. Ellas probaron lo que yo les sugería, y me proporcionaron feed-back
inmediato y sostenido.

Los consejeros empezaron a decirme que, después de pasar algún tiempo en mi


consultorio, en conversación individual sobre sus problemas de abuso infantil, los
pacientes parecían obtener mejores resultados en el resto del tratamiento.
Aparentemente se serenaban y comprendían mejor lo que les sucedía. De modo que
comencé a registrar por escrito mis sugerencias y los efectos de ellas en los
pacientes.

Más tarde comprendí que, si bien los codependientes solemos ser muy
sensibles a los problemas de quienes nos rodean y tenemos una perspicacia
inusual para encontrar modos de ayudarlos, con frecuencia andamos a tientas en la
oscuridad cuando se trata de diagnosticarnos y ayudarnos a nosotros mismos en
relación con los problemas de la codependencia. Creo que sólo me ayudé a mí
misma al sugerir procedimientos a otras personas y ponerlos en práctica yo
misma.

En la comunidad de The Meadows comenzó a circular la noticia de que este


nuevo enfoque era eficaz para aislar y tratar los síntomas de la codependencia.
Sin que yo misma lo advirtiera, me estaban enviando más pacientes al consultorio.
Como en esa época yo era jefa de enfermeras y no estaba trabajando como
terapeuta, la situación me abrumó. De modo que le pregunté al director del centro
si podría crear un taller en el cual les hablaría al mismo tiempo a todos los
supervivientes de abuso infantil sobre la relación entre ese maltrato en la niñez
y sus síntomas adultos de codependencia.

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Ése fue el inicio del taller sobre el abuso infantil y la codependencia, que
desde entonces he estado dirigiendo en The Meadows y en diferentes ciudades de
todo el país. La respuesta positiva que suscitó me ha resultado sorprendente.

Los conceptos de este libro y el modelo para la terapia y la recuperación de


la codependencia que yo empleo provienen de varios años de entrevistas con
pacientes en The Meadows, y del asesoramiento psicológico desarrollado a partir
de las entrevistas iniciales. Abordo este tema como una mensajera con algunas
palabras de esperanza, y no como un erudito investigador que ha escudriñado
todas las publicaciones académicas. Sé personalmente lo que es vivir con la
enfermedad de la codependencia. Ella casi me destruye; hace algunos años,
llegué a considerar seriamente la posibilidad de suicidarme. Pero en el trabajo
con la enfermedad que afectaba las vidas de centenares de pacientes, y con la ayuda
de ellos, del director y los otros consejeros de The Meadows he descubierto un modo
de tratarla que nos ha sorprendido y alentado a todos.

La mayoría de los codependientes no comprenden mucho de qué modo


interviene esta enfermedad en sus vidas, y cómo afecta a sus relaciones, su felicidad
y su autoestima. Aunque extremadamente difundida en nuestra cultura, el arte de
curarla se encuentra aún en una etapa inicial y primitiva, hasta el punto de que
muchos terapeutas no saben qué decir de ella. No tienen una idea muy clara sobre
la causa ni sobre el mejor enfoque. Muchos terapeutas y comunicadores han
dedicado un tiempo considerable a discernir y definir los síntomas psicológicos, lo
que ha sido de gran valor, pero hasta la fecha no conozco exámenes útiles de los
problemas causales subyacentes, y el modo como esos problemas, que se originan en
la niñez, siguen vivos en los síntomas del codependiente adulto.

Nuestro propósito es describir los síntomas en términos simplificados.


Mostraremos de qué modo influyen en la vida y las relaciones adultas, y cómo
crean dificultades y nos separan de nosotros mismos, de los otros y de un poder
superior. También q u e r e m o s señalar y clarificar las experiencias menos-que-
nutricias de la niñez que llevan a los síntomas adultos de la codependencia.

Es posible que el estudioso sutil de la psicología tenga alguna reserva inicial


respecto de algunos de los conceptos que siguen, como el de «sentimiento
transportado» o «inducido» y el de «núcleo de vergüenza». No inicio un debate, sino
que me limito a presentar una descripción de base clínica de la enfermedad y de las
comprensiones que ya han ayudado a centenares de personas a ponerse en marcha
hacia su recuperación.

Este libro abarca los siguientes aspectos clave de la enfermedad como yo la


veo:

 El modo como la codependencia afecta al paciente adulto: los cinco síntomas


primarios y sus consecuencias incontrolables.
 Una visión general de la enfermedad y sus efectos, que incluye su origen,
su desarrollo, el modo como sabotea nuestras vidas y como los
codependientes la transmiten sus hijos.

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 Una descripción de la naturaleza básica del niño y del modo como, según
que éste reciba un cuidado parental funcional o disfuncional, se convierte en
un adulto maduro funcional o en un adulto codependiente.
 Una discusión del modo como la experiencia del abuso infantil instila en el
niño los sentimientos inapropiados (indebidamente dolorosos, exagerados
o congelados) que conducen a las conductas anormales responsables de
las relaciones difíciles.
 Una consideración profunda de las diversas conductas parentales
disfuncionales (a las que yo también denomino «abuso infantil») que
producen adultos codependientes.
 Información sobre las vías de recuperación ahora al alcance de los
codependientes que quieran hacer algo para superar su penosa enfermedad,
que amenaza la vida.
Afrontar la codependencia exige coraje. A diferencia de las víctimas del abuso
de alcohol o drogas, los codependientes son a menudo recompensados por la
enorme cantidad de «agradadores» con los que ellos se comprometen como
resultado de su enfermedad. Pero el miedo, la ira, el dolor, la vergüenza y la
desesperación abrumadores nos han mantenido a muchos de nosotros, durante
años, en un estado de desdicha. Y el único modo que he encontrado de tratar la
codependencia con eficacia consiste en alentar a la gente a iniciar con valor el
proceso descrito en este libro. A todos los pacientes que trato les digo lo mismo:
«El secreto de tu recuperación es que aprendas a asumir tu propia historia. Mírala, toma
conciencia de ella y experimenta tus sentimientos respecto de los hechos menos-que-
nutricios de tu pasado. Porque si no lo haces, los problemas de tu historia
permanecerán en un estado de minimización, negación y engaño, y verdaderamente
seguirán detrás de ti como demonios de los que no eres consciente. Esta situación
seguirá haciéndote desdichado a través de tus propias conductas disfuncionales».
También empleo palabras más directas: «Abraza a tus demonios o te morderán el
trasero». En otros términos, «si no abrazas lo que es disfuncional, estás condenado a
repetirlo y permanecer en el dolor».

Este libro trata sobre el coraje de hacer frente a nuestra propia realidad, y
sobre el camino a la libertad.

PÍA MELLODY

I PARTE
I – LOS SÍNTOMAS DE LA CODEPENDENCIA

1. HACIENDO FRENTE A LA CODEPENDENCIA


Los ejemplos presentados en este libro se basan en casos verdaderos, pero se
han modificado los nombres y los detalles identificatorios, para proteger la
identidad de las personas involucradas.

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Una cantidad creciente de personas se han reconocido en los síntomas descritos en
las páginas que siguen. Han empezado a desear el cambio, a clarificar las distorsiones y a
curarse de las secuelas penosas de la experiencia de la niñez en una familia disfuncional.

Si el lector es una de estas personas, quiero decirle que existen muchas esperanzas.
El primer paso importante en el cambio y la clarificación de estas distorsiones requiere que
afronte el hecho de que padece esta enfermedad. Uno de los propósitos de este libro es
describir los síntomas, su origen y el modo como sabotea nuestras vidas, para que el
codependiente aprenda a reconocer el trastorno en él mismo.

Esta enfermedad y sus vínculos con las diversas formas de abuso infantil es un tema
complejo. Debido a las experiencias disfuncionales de la niñez, el adulto codependiente
carece de capacidad para ser una persona madura y vivir una existencia plena y válida. La
codependencia se refleja en dos áreas clave de la vida: la relación con uno mismo y la
relación con los otros. Creo que la relación con uno mismo es la más importante, porque
cuando uno tiene una relación respetuosa, afirmativa, consigo mismo, las relaciones con los
otros se vuelven automáticamente menos disfuncionales y más respetuosas y
afirmativas.

Mucho se ha escrito sobre la codependencia en los ultime años, y se han


identificado muchos síntomas y características. De mi propio trabajo infiero que el núcleo
de la enfermedad está formado por cinco síntomas. La organización del examen de la
codependencia en torno de esos cinco síntomas parece facilitar la captación del modo
como se desarrolla la enfermedad. A los codependientes les resulta difícil:

1. Experimentar niveles adecuados de autoestima.


2. Establecer límites funcionales.
3. Asumir y expresar su propia realidad.
4. Ocuparse de sus necesidades y deseos de adultos.
5. Experimentar y expresar su realidad con moderación.

El origen de la enfermedad

He llegado a estar persuadida de que los sistemas familiares abusivos,


disfuncionales, menos-que-nutricios, crean niños que se convierten en adultos
codependientes. La creencia intrínseca de nuestra cultura de que hay un cierto tipo de
cuidado parental «normal» contribuye a que sea más difícil enfrentarse a la
codependencia. Un examen más atento de las técnicas del cuidado parental «normal»
revela que entre ellas se cuentan ciertas prácticas que en realidad perjudican el
crecimiento y el desarrollo del niño, y conducen a la codependencia. En realidad, lo que
tendemos a denominar «cuidado parental normal» muy a menudo no es sano para el
desarrollo del niño; es un cuidado parental «menos-que-nutricio» o abusivo.

Por ejemplo, muchas personas creen que la gama del cuidado parental normal
incluye pegarle al niño con un cinturón, abofetearlo, gritarle, ponerle apodos que lo
ridiculizan, llevarlo a dormir a la cama de los adultos o mostrarse desnudo ante él
cuando ya tiene más de 3 o 4 años. Quizá crean que es aceptable exigir a los niños
pequeños que resuelvan por sí mismos las dificultades y situaciones de la vida, en lugar
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de proporcionarles un conjunto concreto de reglas de conducta social y algunas técnicas
básicas para la resolución de problemas. Algunos progenitores no enseñan siquiera
las técnicas higiénicas básicas, como bañarse, peinarse, usar desodorantes,
limpiarse los dientes, mantener ropa libre de polvo, suciedad y olor corporal, además de
coserla cuando está rota: esperan que el niño lo sepa todo por sí mismo.

Ciertos padres creen que, si no se le imponen al niño reglas rígidas y castigos


severos y rápidos por violarlas, se convertirá en un delincuente juvenil, en una madre
soltera adolescente o un drogadicto. Algunos, después de castigar a un niño inocente
por error — ya que se apresuraron a hacerlo cuando aún cuando no estaban claros los
hechos —, nunca se disculpan con el niño por ese error. Estos padres creen que disculparse
equivaldría a demostrar «debilidad», y que por ello podría socavar la autoridad

Hay quienes creen, quizás inconscientemente, que los pensamientos y


sentimientos de los niños tienen poca validez, porque las criaturas son inmaduras y
necesitan formación. Esos progenitores responden a los pensamientos y sentimientos del
niño diciéndole: «No debes sentir eso» o «No me importa que no quieras ir a la cama: vas a ir
porque es bueno para ti», y suponen une de ese modo brindan una educación funcional.

Otros padres se pasan al extremo opuesto y protegen en exceso a las criaturas,


no permitiendo que éstas hagan frente a las consecuencias de su propia conducta abusiva
y disfuncional. Estos progenitores suelen mantener relaciones muy íntimas con los hijos,
los usan como confidentes y comparten con ellos secretos que están más allá del nivel de
desarrollo del niño. Esto también es abusivo.

Muchos de nosotros, educados en hogares donde esta clase de conducta era común,
crecimos con la idea ilusoria de que lo que nos sucedía era «normal» y apropiado. Nuestros
cuidadores nos indujeron a creer que teníamos problemas porque nosotros no
respondíamos de modo adecuado. Y muchos llegamos a la adultez llenos de sentimientos
frustrantes y con un modo distorsionado de ver lo que sucedía en nuestra familia de origen.
Creemos que era correcta la manera como nuestra familia se comportaba con nosotros, y
que nuestros cuidadores fueron buenos. Par nuestra percepción inconsciente, como
nosotros no éramos felices o no nos sentíamos cómodos, tampoco éramos «buenos». Además
se diría que no podíamos agradar a nuestros padres siendo lo que éramos de forma
natural. Esta idea errónea de que el abuso era normal, y que lo malo estaba en nosotros,
nos encierra en Ia enfermedad de la codependencia, sin dejarnos salida.

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Empezando a mirar

Para iniciar este recorrido hacia la recuperación, cada uno debe considerar los cinco
síntomas primarios de la codependencia y sus consecuencias incontroladas resultantes en
nuestras vidas; debemos construir la historia individual de su origen. El proceso de afrontar
e identificar estas cuestiones parece ser el único modo como los codependientes podemos
empezar a cambiar algunos de los pensamientos, emociones y conductas que han
saboteado nuestras vidas.

La mayoría de las personas, cuando reconocen los síntomas de la codependencia en


sí mismas, pasan por un período de confusión y decepción penosa. Esta parte dolorosa de
la recuperación no es eterna, pero debemos superarla para encontrar la paz y la serenidad
en una vida más sana. Tenemos que dejar de negar el hecho de la codependencia, y
asumir la responsabilidad de hacerle frente. Después de cierto tiempo, asumir y afrontar
codependencia se vuelve menos abrumador y confuso, cuando superamos la primera etapa del
reconocimiento de la enfermedad, para trabajar activamente en la curación de los efectos
devastadores de nuestra niñez y de la vida como codependientes adultos.

El capítulo siguiente trata sobre lo que yo creo que son los orígenes de los cinco
síntomas nucleares de la codependencia, y sobre el modo como se ve actuar a esos síntomas
en la vida del codependiente adulto

2.- LOS CINCO SÍNTOMAS NUCLEARES DE LA CODEPENDENCIA


Síntoma nuclear 1: la dificultad para experimentar niveles
apropiados de autoestima

La autoestima sana es la experiencia interna de que uno tiene valor como


persona. Proviene de dentro y pasa al exterior en las relaciones. Las personas sanas
saben que son valiosas aunque cometan un error, alguien se encolerice con ellas, se
las estafe, se les mienta o las rechace un amante, un amigo, un progenitor, un hijo o un
jefe. Continúan experimentando esa sensación de la propia valía incluso cuando un
peluquero les corta el pelo demasiado corto, aunque tengan sobrepeso, se arruinen,
pierdan un partido de tenis o hayan sido insultadas u objeto de murmuraciones. En
esas circunstancias, los individuos sanos quizá sientan otras emociones (por
ejemplo, culpa, miedo, ira y dolor), pero su autoestima permanece intacta.
Los codependientes tienen dificultades con la autoestima en uno o los dos
extremos del espectro. En un extremo, la autoestima es baja o inexistente: se piensa
que uno vale menos que los otros. En el extremo opuesto hay arrogancia y
grandiosidad: se piensa que uno es alguien especial y superior a las otras personas

El origen de la autoestima baja

Los niños empiezan por aprender la autoestima de sus principales cuidadores.


Pero los cuidadores disfuncionales transmiten el mensaje verbal o no verbal de que el
niño es «menos que» persona. Estos mensajes del tipo «menos que», emitidos por los
cuidadores, pasan a formar parte de la opinión que el niño tiene de sí mismo. Cuando
llega a la adultez, es casi imposible que estas personas criadas con mensajes de
«menos que» sean capaces de generar desde dentro el sentimiento de que tienen
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valor.

El origen de la arrogancia y la grandiosidad

Las conductas arrogantes y grandiosas surgen de una de dos situaciones


distintas. En la primera, el sistema familiar les enseña a los niños a encontrar
defectos en los otros. El niño aprende a considerar que los otros son inferiores a
él. Estos niños pueden ser criticados y avergonzados excesivamente por los
cuidadores, pero por lo general superan la sensación resultante de ser «menos que»
juzgando y criticando a los otros.
Por otro lado, algunos sistemas familiares disfuncionales les enseñan a los
niños que ellos son superiores a las otras personas, con lo cual les inculcan una
sensación de poder. No se les ayuda a ver y corregir sus errores; tampoco se los lleva
a reconocer su propia imperfección y hacerse responsable de ella. Este tipo de trato
se denomina abuso de «la entrega de poder»; estos niños se crían con una falsa
sensación de superioridad sobre los otros en lo relativo al valor o al mérito, y esa
sensación sabotea sus relaciones en igual medida que el mensaje de ser menos que
los otros.

La estima exterior

Si los codependientes tienen algún tipo de estima, no es autoestima, sino lo que yo


llamo «estima exterior» (other-esteem). La estima exterior se basa en cosas externas,
entre las cuales se cuentan las siguientes:
 Su apariencia.
 El dinero que ganan.
 Sus conocidos.
 El coche que tienen.
 El empleo que tienen.
 El desempeño de sus hijos.
 Lo poderoso e importante o atractivo que es el cónyuge.
 Los títulos que han obtenido.
 Lo bien que realizan actividades en las cuales los otros valoran la
excelencia.
No está mal que con estas cosas se disfrute o se obtengan satisfacciones, pero
esto no es autoestima. La estima exterior se basa en el propio desempeño (lo que se
logra o no se logra), o en la opinión y la conducta de otras personas. El problema
consiste en que la fuente de la estima exterior está fuera de uno mismo, y por lo tanto
es vulnerable a cambios que están más allá del propio control. Uno puede perder esta
fuente exterior de estima en cualquier momento, de modo que se trata de algo frágil y
poco confiable.
Yo tengo cuatro hijos. Si alguno de ellos empieza a «fracasar» en una tarea,
proyecto o relación, mi vida se puede volver rápidamente ingobernable. Si baso mi
autoestima en sus niveles de éxito, sólo experimento estima exterior. Y no obstante, la
estima exterior es la única que muchos de nosotros tenemos.

Cómo se ve en acción la dificultad para

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experimentar niveles apropiados de autoestima

Frank es un arquitecto muy rico de 45 años que nunca desarrolló


autoestima, nunca aprendió a valorarse desde dentro. En consecuencia cosechó
estima en el exterior, basándola sobre todo en el hecho de que tenía mucho dinero
e influencia. Cuando Frank perdió su fortuna en una baja repentina e inevitable
del mercado inmobiliario, quedó privado de toda sensación de estima y propio
merecimiento. Entró en tratamiento profundamente deprimido, creyendo que
carecía por completo de valor porque no tenía el dinero y el poder de antes. Como
carecía de experiencia con la verdadera autoestima, se sentía incapaz y
desorientado.
James, un abogado pudiente que estaba en tratamiento cuando llegó
Frank, no había perdido su dinero. Aunque él creía tener verdadera autoestima, en
realidad su estima también si basaba en la fortuna que poseía. James me oyó decir
que la autoestima verdadera se experimenta desde dentro. Expliqué que en su
origen la autoestima surge de dentro por haber sido queridos por nuestros padres
en razón de lo que éramos, y no de lo que hacíamos. Pero él aún no comprendía
que la estima que experimentaba era estima exterior, y no autoestima, porque el
dinero no le permitía discernir su procedencia. La posición de James era mucho
más difícil que la de Frank, quien sufría las consecuencias de su falta de
autoestima y estaba en condiciones de reconocerla. Como James conservaba su
dinero, ignoraba que tenía un problema o que su autoestima era baja o inexistente.
Pero los efectos de su baja autoestima ignorada irrumpían inconscientemente en
sus relaciones íntimas.
Tener dinero es una de las experiencias «desde afuera hacia adentro» más
poderosas entre las que enmascaran la inseguridad y la falta de autoestima
personales. Es muy improbable que James realice un verdadero progreso en su
recuperación. Sin embargo, su vida es desdichada, porque es adicto al alcohol y a
controlar a las personas; lo han obligado a reconocer esto su jefe y su familia, a
quienes no puede controlar. Pero no ve la falta de autoestima una como un problema,
por lo cual no está en condiciones de enfrentarse a su propia codependencia.
Liza es una madre de 42 años que se estima a sí misma según lo que
hagan los hijos. Cuando uno de ellos tiene problemas pierde su sensación de estima.
Buddy, el hijo de 20 años fue detenido por vender drogas y lo hirieron en la cárcel.
La reacción de Liza fue una cólera extrema; Buddy la había privado de «respeto».
Ahora se ve a sí misma como la madre de «un presidiario». En el centro de
tratamiento se nos presenta como «i n ú t i l » porque su hijo tiene problemas.

Síntoma nuclear 2: dificultad para establecer


límites funcionales

Los sistemas de límites son «vallas» invisibles y simbólicas que tienen tres
propósitos: a) impedir que la gente penetre en nuestro espacio y abuse de nosotros;
b) impedirnos a nosotros entrar en el espacio de otras personas y abusar de ellas, y c)
proporcionarnos un modo de materializar nuestro sentido de «quiénes somos». Los
sistemas de límites tienen dos partes: la externa y la interna. Nuestro límite
externo nos permite escoger la distancia respecto de las otras personas, y

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autorizarles o negarles autorización para que se nos acerquen. El límite externo
también impide que con nuestro cuerpo le hagamos daño al cuerpo de otro. Está a
su vez dividido en otras dos partes: la física y la sexual. La parte física de nuestro
límite externo controla la proximidad con respecto a nosotros que les consentimos a
las personas, y el hecho de que puedan tocarnos o no. Asimismo, si tenemos límites
externos intactos, sabemos pedir permiso para tocar a los otros, y no nos
acercamos demasiado a ellos para no causarles malestar. De modo análogo,
nuestro límite sexual controla la distancia y contacto sexuales.
El límite interno protege nuestros pensamientos, sentimientos y conductas, y
los mantiene funcionales. Cuando utilizamos nuestro límite interno, podemos
asumir la responsabilidad por nuestros pensamientos, sentimientos y conductas:
no los confundimos con los de otras personas, y dejamos de culparlas a ellas por
lo que pensamos, sentimos y hacemos nosotros. El límite interno también permite
no sentirse responsable por los pensamientos, sentimientos y conductas de los
otros, con lo cual también dejamos de manipular y controlar a quienes nos rodean.
Yo visualizo mi límite externo como un receptáculo que me recubre. Su superficie
se expande o se contrae mientras controlo l a distancia o el contacto con los
otros. Al límite interno lo visualizo como un chaleco antibalas, con pequeñas
puertas que sólo se abren hacia el interior. Soy yo quien controla que estén
abiertas o se mantengan cerradas. Y visualizando esos límites, puedo protegerme
conscientemente de las conductas, las palabras o los sentimientos abusivos de
los otros.
Una persona sin límites no advierte los límites de los otros ni es sensible a
ellos. Esa persona que transgrede los límites del los otros y se aprovecha de
éstos se denomina «ofensor». Un «ofensor grave» es un abusador flagrante, como
quienes golpean o atacan sexualmente a la esposa, los hijos o los amigos.
Con límites externos e internos intactos y flexibles, las personas pueden tener
relaciones íntimas en sus vidas cuando así lo deciden, pero están protegidas
contra el abuso físico, sexual, emocional, intelectual o espiritual (a menos que
enfrenten a un ofensor grave que tenga más fuerza que ellas). El diagrama
siguiente representa un sistema de límites intacto. Los casos de maltrato por
ofensores graves son muy fáciles de reconocer, por lo menos para la víctima y los
testigos, pero otros casos de trasgresión no grave de los límites pueden no ser tan
claros.
Sistema de límites intacto


Protección y vulnerabilidad
Por ejemplo, Marión se dirige a pie a la iglesia, y Josie se precipita a ella
con los brazos abiertos, para darle un gran abrazo. Marion retrocede, tiende la
mano indicando que prefiere un apretón y dice: «Encantada de verte, Josie». Pero
Josie ignora la mano tendida de Marión y su paso atrás; le da un abrazo sin
pedir permiso, y exclama: « ¡Marión, qué contenta estoy de verte! ». Josie acaba

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de avasallar el límite externo de Marion.
En otro ejemplo, Charlotte vuelve a su casa del trabajo, cansada y colérica por
una situación en la oficina, y ve a Janice mirando la televisión en bata, en la sala de
estar. Charlotte dice: ¡Demonios Janice, no me gusta que estés en nuestra sala de
estar sin vestirte! ¡Me disgusta terriblemente que estés aquí en bata. Charlotte
acaba de demostrar una falta de límites internos al culpar a Janice por la cólera que
siente.
E n t r e l a s conductas ofensivas que demuestran una falta de límites externos
se cuenta la insistencia en tener relaciones sexuales c u a n d o el compañero ya
ha dicho que no, y tocar a los otros de algún modo, sin que ellos lo autoricen. Entre
los actos ofensivos que demuestran falta de límites internos están el sarcasmo para
herir y menospreciar a otra persona, culpar a otro por lo que .sentimos, pensamos y
hacemos o no hacemos nosotros, y creernos responsables de «conseguir» que
alguien piense, sienta o haga algo. Desde luego, hay muchos actos descorteses, y
por lo tanto ofensivos, que se inmiscuyen en el sentido que tienen otras personas
de lo que ellas son y de lo que hacen y no hacen.

Los límites deben enseñarse

Los niños muy pequeños no tienen límites, ningún modo interno de


protegerse del abuso de los otros, o de ser abusivos con ellos. Los padres tienen
que proteger al hijo del maltrato (en especial, del maltrato al que pueden
someterlo los propios padres). Asimismo, y sin dejar de respetarlo, los
progenitores tienen que hacerle ver al niño su propia conducta abusiva, esta
protección y este señalamiento por parte de los padres que permite que el niño,
cuando llegue a la adultez, tenga límites sanos y firmes, pero flexibles.
Las personas que han crecido en hogares disfuncionales suelen padecer
distintos tipos de deterioro de los límites, y no están suficientemente protegidas
o bien están protegidas en exceso. Del cuidado parental menos-que-nutricio
resultan cuatro tipos básicos de deterioro: a) ausencia total de límites; b) límites
dañados; c) muros en lugar de límites, y d) oscilaciones entre muros y ausencia
de límites.

Límites inexistentes


------------

Ninguna protección

Las personas con límites inexistentes no advierten en absoluto que están


siendo objeto de un abuso o que ellas mismas son abusivas. Les cuesta decir que no
o protegerse. Permiten que los otros se aprovechen de ellas en términos físicos,
sexuales, emocionales o intelectuales, sin un claro conocimiento de que tienen derecho
a decir «Basta, no quiero que me toquen» o bien «Yo no s oy re sponsa ble de tus
sentimientos, pensamientos o conductas».

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Un codependiente sin límites no sólo carece de protección, s i n o q u e
t a m p o c o puede reconocer el derecho de otra persona a tener límites con él.
Entonces traspasa los límites de las otras personas sin advertir que está
haciendo algo inadecuado.
Tanto la víctima como el codependiente ofensor padecen el mis m o
pr oble ma , salvo que la víctima soporta el abuso, mientras que el ofensor lo realiza. A
largo plazo, ni una ni otro pueden cambiar por simple fuerza de voluntad. Como
quienes tienen límites intactos o sanos no imaginan que haya adultos «maduros»
incapaces de de no comportarse como abusadores o víctimas, e x p e r i m e n t a n
poca simpatía por las personas atrapadas en la codependencia.
Un sistema de límites dañados presenta «agujeros». A veces, con ciertos
individuos, las personas con límites dañados pueden decir que no, establecer límites
y cuidar de sí mismas. En otros momentos, o con otras personas, les resulta
imposible hacerlo. Tales hombres y mujeres sólo tienen protección durante parte
de tiempo. Por ejemplo, alguien es capaz de establecer límites c o n
c u a l q u i e r a que no sea una figura de autoridad, o su cónyuge o sus hijos. O bien el
individuo establece límites por lo general pero no cuando está cansado, enfermo o
asustado.

Sistema de límites dañado


Protección parcial

Además, las personas con límites dañados sólo se dan cuenta en parte de
que los otros tienen límites. Con ciertos individuos, o en ciertas circunstancias, se
vuelven ofensores, entran en la vida del otro y tratan de controlarla y manipularla.
Por ejemplo, una mujer puede empezar a controlar la boda de su sobrina, pues cree
que la madre de la novia no maneja las cosas «adecuadamente», mientras que esa
misma mujer ni soñaría con tratar de controlar la boda de la hija de su mejor amiga.
Los límites dañados pueden determinar que una persona asuma responsabilidad por
los sentimientos, los pensamientos o la conducta de otros, como cuando una esposa
experimenta vergüenza y culpa porque el marido insulta a alguien en una fiesta, o
quizás en ciertas circunstancias — cuando está cansada enferma o asustada
— ocurre que fallan los límites de una persona en otras condiciones sanas. Por
ejemplo, una madre que habitualmente se relaciona con su hija de 17 años con
buen límites internos, permitiéndole tomar sus propias decisiones asumir las
consecuencias. Pero después de una semana agotadora de maestra suplente, de
preparar bizcochos para la fiesta de la iglesia y de llevarle comida a los vecinos que
sufrieron una muerte en la familia, esa mujer se acusa a sí misma por que la hija
de 24 años haya decidido romper con el novio y por el sufrimiento consiguiente.
Muros en lugar de límites

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Cólera Miedo Silencio Palabras

   
Protección completa pero sin intimidad
Un sistema de muro pretende reemplazar los límites intactos, y suele estar
constituido por cólera o miedo. Las personas que usan un muro de cólera comunican,
de modo verbal y no verbal, el mensaje de que «Si te acercas a mí o dices algo sobre
esto o aquello explotaré! Quizá te golpee o te grite, de modo que, ¡cuidado! » Otros
temen acercarse y desencadenar esa cólera.
Quienes emplean un muro de miedo se apartan de los otros para estar a buen
recaudo. No concurren a fiestas, y después de las reuniones formales no se quedan
conversando. Si se ven obligadas a participar en un grupo, emiten un campo energético
de miedo del que se desprende el mensaje: «No te acerques a mí, o me desmoronaré.
Soy tan frágil que no puedo manejar el contacto con nadie». Los otros codependientes
que comparten los sentimientos de la víctima comprenden este mensaje y se
mantienen apartados. Lamentablemente, esta clase de persona atrae al ofensor con
tanta seguridad como una capa roja al toro de lidia, de tal manera que el muro de
miedo no constituye un método para protegerse de los ofensores.
L a s dos clases de muro son el muro de silencio y el muro de palabras. La
persona que emplea un muro de silencio se queda callada, y no emite un campo
energético de emociones como el individuo que emplea el miedo o la cólera. Trata de
pasar i n a d v e r t i d a , y comienza a observar lo que sucede, en lugar de participar. Por
otra parte, quienes emplean un muro de palabras a menudo hablan sin detenerse,
incluso cuando alguien intenta intervenir educadamente en la conversación,
realizando algún comentario o cambiando de tema.
También es muy común que una persona pase, en cualquier momento, de un
tipo de muro a otro, de la cólera al miedo, las palabras o el silencio, aunque siempre
manteniéndose invulnerable detrás de las paredes

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Ida y vuelta entre los límites inexistentes y los muros

 
Ida y vuelta entre la protección completa y ninguna protección

El movimiento de ida y vuelta entre un muro y límites inexistentes, por lo


general, se produce primero cuando un codependiente que utiliza muros se
arriesga a salir y ser vulnerable. Entonces, esa persona comprende de pronto que
está demasiado indefensa, porque no tiene límites. No tener límites constituye una
experiencia penosa cuando encontramos un verdadero ofensor o alguien que sólo
asume la responsabilidad por su propia vida (y que a alguien sin límites le puede
parecer frío o no cooperativo). El codependiente expuesto siente este malestar y
rápidamente se repliega de nuevo, amparándose en el muro o los muros que le
proporcionan protección: la cólera, el miedo, al silencio o las palabras. Lo
lamentable de los muros es que aunque brindan un amparo sólido, no permiten
la intimidad, dejan al codependiente aun más aislado y solitario.

El origen de los límites disfuncionales

Conociendo al codependiente se puede saber qué sistema un límites tienen


sus padres. Si los límites de los padres son inexistentes, el hijo por lo general
tampoco desarrolla límites. Si los padres tienen límites dañados, el hijo siempre
presenta sistemas de límites dañados del mismo modo. Por ejemplo, si una mujer no
tiene buenos límites en torno al esposo, es muy probable que su hijo o hija carezca
de límites funcionales intactos entre ella y la persona con la que se case. Si un
progenitor tiene muros y el otro límites inexistentes, los hijos bien pueden
convertirse en adultos que oscilan entre ambas alternativas.

Como se ve en acción la dificultad para establecer límites funcionales

La descripción anterior de Josie cuando abraza a Marión, aunque esta había


indicado que prefería un apretón de manos, constituye un ejemplo de falta de límites
físicos externos (por parte de Josie)
Frank que no tiene límites internos, está confundido. Hace una semana la
esposa le pidió que la llevara a ella y a los hijos a un picnic en un parque de la
zona, con familias vecinas, para pasar un día de fiesta. Dos días después, la madre lo
invitó a que fuera con toda la familia a comer a la casa de ella, situada a unos 150 Km.
distancia; la abuela quería ver a los niños. Ninguna de las dos mujeres tenía la
menor idea de la invitación de la otra.
Como carece totalmente de límites internos, Frank es incapaz de asumir la
responsabilidad de lo que él mismo preferiría hacer. Está enojado y asustado, y culpa
a la mujer y a la madre por ponerlo en esa situación, aunque ambas ignoran por
completo el problema. Cree que, sea cual fuere su decisión, una de las dos se le

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enojará y se enfadará con él. Durante toda una semana experimenta un intenso
malestar interior y no puede decidir qué hará. Finalmente, la mañana del día de fiesta,
le pide a la mujer que vaya con el y con los hijos a la casa de la madre a comer,
dando por sentado que ella lo comprenderá y estará de acuerdo. Pero la esposa se
enoja, porque durante toda la semana pensó en ir al picnic, y ya había comprado
y preparado la comida. Los hijos pensaban que iban a estar con sus amigos, y el
cambio de último minuto creará la tensión adicional de ayudarlos a aceptar su
decepción. Frank se siente culpable, pero en lugar de reconocer y admitir que su
indecisión y su conducta de último minut o fueron lo que creó el problema entre
él y la esposa, la culpa a ella y piensa que si la mujer fuera más flexible y
cooperativa no tendrían necesidad de pelear. La falta de límites internos de Frank
significa que no puede ver cuál es en realidad su responsabilidad y cuál la de los
otros. Cuando tiene que asumir una responsabilidad, a menudo cae en la confusión
y culpa a los otros; también se culpa a sí mismo o asume irracionalmente la
responsabilidad por cosas que él no ha provocado o no puede hacer. Por ejemplo,
se considera responsable por el supuesto malestar y la cólera que podría haber
«provocado» en la esposa o la madre si les hubiera dicho a las dos lo que quería
hacer él mismo.
Don tiene un límite sexual dañado. Salvo con la esposa, Brenda, su
conducta sexual es adecuada. Pero con Brenda fallan sus límites sexuales, y a
menudo insiste en tener relaciones cuando ella ya ha dicho que no. Continúa
abrazándola, arrimándose, intentando caricias íntimas e ignorando las protestas de
la mujer; después discute y queda de mal humor, sin comprender que Brenda
tiene derecho a decir que no esa noche, y que será totalmente natural que se enoje
y se sienta herida por el hecho de que él no lo acepte. Si Brenda tampoco tuviera
límites probablemente se tragaría su cólera y admitiría el acto sexual, aunque
sintiéndose usada y no amada. Si ella tiene buenos límites y los defiende, quizá
Don reaccione castigándola de algún modo, con enfurruñamiento, silencio u
hostilidad. En nuestra cultura, acciones como las de Don no son por lo común
consideradas «ofensivas» o abusivas, pero representan los actos de un ofensor
codependiente que tiene límites dañados con la esposa y por lo tanto poca
capacidad para reconocer la existencia de los límites de ella.
Jill tiene límites internos dañados en torno a los hombres con los que sale. Con
las mujeres y los hombres de su trabajo, en la familia y con los amigos con los que
no sale, sus límites internos son funcionales; sabe lo que piensa y siente, y toma sus
propias decisiones respecto de lo que hará y lo que no hará. Pero en una cita con un
hombre, pierde «misteriosamente» esa capacidad y n e c e s i t a q u e el pretendiente
apruebe sus opiniones, sus sentimientos y sus conductas. Para agradarlo acepta
hacer cosas que no le gustan. Por ejemplo, pasa un sábado en un rodeo caluroso y
polvoriento, gritando con entusiasmo en cada número del espectáculo, aunque
en realidad está aburrida y detesta el olor, el calor y eI polvo. Si el pretendiente
parece irritado o deprimido, de inmediato ella se culpa a sí misma, preguntándose
frenéticamente qué ha podido decir o hacer para molestarlo . Debido a sus límites
dañados, salir con un pretendiente es una experiencia desdichada y frustrante
para esta mujer en otros sentidos funcional.
Maureen es una importante empleada bancaria. Se trata de una mujer
atractiva, pero la expresión ruda y vehemente de su rostro hace que la mayoría
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de las personas que se le acercan vean en ella una cólera furiosa. La secretaria
tiembla cuando Maurreen la llama a su despacho, y trata de hablar lo menos posible
para poder salir cuanto antes. Cuando Maureen entra majestuosamente en la
sala donde va a celebrarse una reunión, n a d i e l a s a l u d a ni le pregunta cómo
está. Los otros la perciben como una persona muy irritable y a la que es difícil de
agradar. D i r i g e s u oficina con eficiencia y realiza un trabajo brillante, pero tiene
muy pocos amigos en el banco. Es soltera y nunca sale con hombres. Su pasatiempo
es ver vídeos de películas clásicas en su casa, ir sola a conciertos de la orquesta
sinfónica local y dar largas caminatas solitarias por la orilla del río en la finca de
los padres, fuera de la ciudad. Maureen usa un muro de cólera, en lugar de
límites externos intactos, para mantener a las personas a una distancia física y
emocional, para que su secretaria no «pierda tiempo» con charlas triviales, para
mantenerse al margen de las intrigas políticas en el trabajo y para no correr el riesgo
de salir herida de algún romance. Aunque muy pocas veces la gente llega a lastimarla
en una relación, está aislada y sola.
Kitty, una joven delgada y pálida, trabaja de cocinera un restaurante de comidas
rápidas. Es extremadamente nerviosa tímida. A veces va al cine con su amiga Fran. A
Kitty le agrada Fran, pero da respuestas muy breves a los comentarios de su amiga,
casi nunca la mira a los ojos ni toma la iniciativa en la conversación. Cuando Fran
le dice que está muy bonita con su vestido nuevo, ella se sonroja y se queda muda.
Una noche, a la salida del cine, Fran quiere hablar de un problema que tiene le
propone que vayan a tomar algo. Kitty piensa en seguida «¡Oh, no! ¿Qué voy a
decir? ¿Y si no puedo ayudarla? ¡Nunca se qué decir! No comprendo lo que encuentra
Fran en nuestra relación». Continúa preocupada y temerosa por su propio
desempeño, y en realidad no escucha a Fran, que habla de sus ideas y de sus
sentimientos. Al final de la noche, como estaba asustada y no podía escuchar, Kitty no
ha retenido nada nuevo de las palabras de su amiga. Fran se siente frustrada y se
calla. Kitty un muro de miedo, en lugar de un límite interno, para mantener a Fran a
una distancia emocional e intelectual «segura».
Quienes han erigido muros de miedo suelen preferir quedarse en su casa
solos, y no estar con las personas que les gustan. Rechazan invitaciones a
fiestas, o incluso propuestas de matrimonio de personas que aman, y lo hacen porque
temen que los otros atraviesen su muro de defensa y abusen de ellos. Los rechazos
pueden expresarse en términos coléricos, bruscos ó antipáticos que enemistan a
la gente y son frustrantes para ambas partes.
Es posible usar muros de cólera, miedo, silencio o palabras, en lugar de los
límites externos, para controlar la distancia física y sexual y el contacto con los otros.
También pueden usarse esos muros en lugar de límites internos, para no hacer saber a
otras personas quiénes somos, y no escucharlas cuando nos dicen quiénes son ellas.

Síntoma nuclear 3: la dificultad para asumir la propia


realidad

Los codependientes manifiestan a menudo que no saben quiénes son.


Creo que esa queja está directamente relacionada con la dificultad para asumir y
poder experimentar lo que yo llamo la propia «realidad». Para experimentarnos a
nosotros mismos, debemos poder tomar conciencia de nuestra realidad y reconocerla.

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Esta «realidad» tal como yo la defino, tiene cuatro componentes:
 El cuerpo: lo que parecemos, y cómo funcionan nuestros cuerpos.
 El pensamiento: cómo damos sentido a los datos recogidos.
 Los sentimientos: nuestras emociones.
 La conducta: lo que hacemos o no hacemos.
Estas cuatro partes de nuestras vidas conforman la «realidad», según la
definición que le doy al término. Cuando experimentamos nuestros cuerpos,
nuestros pensamientos, nuestras emociones o nuestras conductas, todo esto
constituye lo real desde nuestra perspectiva, aunque no sea lo que otros
experimentarían en la misma situación. Esto es lo que hace de una persona el ser
singular que ella es, y representa la «realidad» de la persona que lo experimenta.
A los codependientes nos cuesta asumir todas o algunas partes de estos
componentes, en los términos siguientes:
El cuerpo: tenemos dificultad para «ver» con exactitud nuestro aspecto, o para
tomar conciencia de cómo funcionan nuestros cuerpos.
El pensamiento: nos cuesta reconocer nuestros pensamientos y, si lo
hacemos, no sabemos comunicarlos. También interpretamos de modo falaz los
datos recogidos.
Los sentimientos: nos resulta difícil reconocer lo que sentimos, o
experimentar emociones abrumadoras.
La conducta: tenemos dificultad para tomar conciencia de lo que hacemos o
no hacemos, o bien, si somos conscientes, dificultad para asumir nuestra conducta y
sus consecuencias sobre los otros.
El hecho de no poder asumir la propia realidad se experimenta en dos
niveles: el nivel A y el nivel B. El nivel A, el menos disfuncional, es el siguiente: Sé
cuál es mi realidad, pero no diré. Oculto mi realidad a otras personas, por miedo a
ser inaceptable.
El nivel B, más disfuncional, es el siguiente: No sé cuál es mi realidad. La vida
en el nivel B es un delirio, puesto que no hay ninguna experiencia sólida de lo que
mi realidad es realmente. Debo construirme o «hacer» una identidad y una
realidad personales, a partir de lo que creo que yo quizá podría estar pensando o
sintiendo, o bien guardar silencio y no decir nada, o tratar de reflejar los
sentimientos y pensamientos de los otros sobre mí, tal y como pueda advertirlos.

El origen de la dificultad para asumir la propia realidad

Los niños que viven en sistemas familiares donde son ignorados, atacados o
abandonados por su realidad, aprenden que no es adecuado o seguro expresarla. Es
probable que, como adultos codependientes tengan más tarde dificultades para
experimentar y asumir su realidad.
Joe recuerda un incidente de cuando tenía 4 o 5 años. Lloraba y se acercó a
su madre, que estaba de pie junto a la pileta de la cocina. Aunque él se aferró a
su falda, la mujer siguió lavando los platos, ignorándolo. Cuando Joe se dirigió al
24
padre, éste reaccionó dándole una bofetada: un ataque físico. Ya de adulto, a Joe
le resulta muy difícil asumir o comunicar el hecho de que experimenta dolor.
Una a mi ga mí a me ha dicho que cuando ella y sus hermanos necesitaban
algo y lo expresaban, a menudo llorando, la madre se iba al tiempo que decía: «No
te soporto. Me estás volviendo loca. Me voy a ir de casa, y será tu culpa, porque
lloras continuamente» Mi amiga aprendió que expresar su realidad provocaba
abandono. Existen versiones emocionales más sutiles del abandono que generan
los mismos resultados disfuncionales.
Creo que la peor experiencia de un niño es que le nieguen su realidad. Por
ejemplo, Fred y Cindy tienen una terrible pelea a gritos. Fred llama «perra» a Cindy,
y ella le arroja un jarrón de cristal. El jarrón estalla contra la pared; Molly, la hija de
8 años, despertada por el ruido, observa desde la puerta de la sala de estar. En el
silencio que sigue, la niña dice con voz llorosa: «Esto es terrible y tengo miedo.
Papá, tú le gritas palabras feas a mamá, y mamá tú has roto ese jarrón de cristal
con el que me dijiste que tuviera mucho cuidado».
Cindy se vuelve a Molly y le responde: «Estás loca, Molly. Papá no me ha
dicho nada malo. No hay nada de qué asustarse. Y ese jarrón no era nada especial.
Si crees que esto es horrible, te equivocas. Sólo tenemos una discusión normal».
Entonces Fred agrega: «Es cierto, Molly. Ahora deja de espiarnos y vuelve
a la cama. No debes estar levantada a estas horas».
Y M o l l y piensa: «A mí me parece que fue horrible, y ellos dicen que todo
estuvo bien. Debo de estar loca». A mi juicio, éste es un abuso grave, y puede hacer
que Molly se sienta insegura acerca de su realidad en otras zonas.
Cuando se repiten las experiencias de este tipo, Molly y Joe pierden
confianza en sus percepciones, y/o dejan de expresar su realidad. Están en el
nivel A: conocen su realidad pero no la comunican. A medida que el abuso
continúa y adquiere formas más extremas y abrumadoras, Molly y Joe se
separan de su propia realidad, sobre todo de sus sentimientos: dejan incluso de
experimentar el miedo y el dolor, para que esas emociones no los abrumen. Han
pasado al nivel B, han empezado a perder el contacto con su propia realidad,
porque ésta les resulta intolerable. Y ya como adultos codependientes,
continúan reprimiendo esas y otras situaciones penosas.
Las personas que están en el nivel B suelen presentar la arrogancia y
grandiosidad que hemos mencionado antes. En nuestra cultura, a los casos
extremos se los llama a menudo «sociópatas», pero algunos de ellos no lo son.
Simplemente, ya no experimentan la vergüenza asociada con la baja autoestima.
Son lo que yo denomino personas «sin vergüenza», que han tomado distancia
respecto de su propia realidad emocional (sobre todo de la vergüenza) para
sobrevivir al abuso abrumador que padecieron en sus años de infancia. Esas
personas están estructuradas para ofender y victimizar a otros, y es sumamente
probable que lo hagan.

Cómo se ve en acción la dificultad para asumir


la propia realidad

25
El cuerpo: nuestra realidad física es el aspecto personal (nuestro
atractivo, el tamaño del cuerpo, el aseo), y el modo como actúa el cuerpo. En el
nivel A, sé que cierto vestido me queda bien, pero no lo admito. Cuando me
pongo ese vestido, quizás alguien me felicite. Pero aunque yo pienso que me
veo bonita, niego que me haya vestido bien, ignoro a la persona que me halaga,
cambio de tema o señalo todos los defectos de mi aspecto. En el nivel B, no tengo
en la mente una imagen clara de si estoy guapa o no, de modo que, después de
oír el cumplido, me miro en el espejo y digo: «¿Por qué esa persona ha pensado
esto?».
Emily, una mujer codependiente que tiene también un trastorno de la
alimentación denominado anorexia, pesa poco más de 36 kilos y mide 1 metro 78
centímetros. Está al borde de la inanición, pero cuando se mira en el espejo se ve
gorda. Emily está en el nivel B, y no reconoce su aspecto, aunque se mire en el
espejo.
Hace algún tiempo, mi esposo Pat, que es director de The Meadows, me
llamó y me dijo: «Te envío a un hombre con un trastorno de la alimentación, que
quiero que diagnostiques. Es obeso».
Le pregunté: «¿Por qué tengo que diagnosticarlo? Si es obeso, ¿no puede él
mismo decir que tiene un trastorno de la alimentación?».
Pat respondió: «No te lo puedo explicar. Diagnostícalo, Pía».
Unos minutos más tarde entraba en mi consultorio un hombre de 1
metro 80 centímetros de alto y 120 kilos de peso. Yo no sabía que era la persona
enviada por mi esposo, de modo que le pregunté: « ¿En qué puedo servirle?».
«Tiene que diagnosticarme» —me respondió.
« ¿Diagnosticarle qué?»
«Un trastorno de la alimentación.»
Entonces me di cuenta de la maniobra de Pat. Le pregunté al hombre:
« ¿Tiene conciencia de que es obeso?».
« ¿Qué quiere decir con eso?»
« ¿Cuánto cree usted que debe pesar?»
«Estoy muy bien con 120 kilos, soy robusto y fuerte.»
No se daba cuenta en absoluto de que era obeso. El fue una de mis
primeras experiencias con una persona en el nivel B en cuanto a su realidad
física. No tenía la menor idea del tamaño de su cuerpo, del mismo modo que Emily
no la tenía de lo delgado que era el suyo. Éste es un problema muy serio.
Algunos codependientes que están en el nivel B se miran en el espejo y no
pueden enfocar con claridad su propio rostro. Quizá crean que se parecen a algún
otro, o ni siquiera puedan ver sus rostros o cuerpos.
Yo misma oscilo entre los niveles A y B, y estoy en el nivel B en cuanto a mi
aspecto durante la mitad del tiempo. Cuando me encuentro en el nivel B y me miro en
el espejo, veo el rostro de mi padre, pero no el mío. Si esto sucede, no sé cómo es la

26
realidad, y detesto lo que veo. Pero cuando me reconozco y puedo ver mi propio
rostro, me gusta mi aspecto.
Muchas de las personas que he atendido, entre las que experimentan este
síntoma en el nivel B, han sido objeto de abuso sexual. El trastorno se expresa a
menudo como una experiencia de ser una cabeza flotante, sin cuerpo. A veces, ésta
es la primera indicación para el terapeuta de que se encuentra ante una persona que
quizá sea superviviente de un incesto o de un abuso deshonesto, y conserva el
recuerdo del incidente o los incidentes enterrado en algún lugar de la mente
inconsciente.
El pensamiento: pensar es darles sentido a los datos recogidos. Estos datos
llegan a la mente desde los sentidos, de modo que todo lo que vemos, oímos, olemos,
gustamos y tocamos se considera dato recogido. En el nivel A tengo conciencia de lo que
pienso acerca de cierto tema, pero no lo diré si me lo preguntan, y mucho menos por
propia iniciativa. En el nivel B, no sé lo que pienso, y cuando me lo preguntan, mi mente
queda en blanco o me confundo y no puedo decir nada.
Jerry y Sylvia van al cine con el compañero de habitación del muchacho en el
college, John. El fuerte olor corporal de John, que llena el coche, es hediondo, pero
Jerry y Sylvia conversan educadamente con él. Cuando llegan al cine, John va al
servicio, y Jerry le pregunta a Sylvia: «¿Te gusta mi compinche, Sylvia?». La joven
piensa: «No me gusta, hiede. Preferiría no tener que pasar estas horas con él, y estaré
contenta cuando esto termine». Pero, sabiendo que los dos muchachos son viejos
amigos, no puede decir lo que piensa, por temor a herir a Jerry. Entonces comenta:
«Oh, es magnífico. Es una suerte que haya venido con nosotros esta noche». Sylvia está
en el nivel A con su pensamiento.
Los sentimientos: en el aspecto de los sentimientos, nuestra realidad está
constituida por las emociones. En el nivel A tengo conciencia de las emociones que
surgen en mi cuerpo, pero cuando alguien me pregunta qué siento, no se lo digo.
Miento, y menciono un sentimiento distinto, o niego experimentar cualquier
sentimiento, sabiendo que no es así. Por ejemplo, cuando estoy realmente colérico por
algo que alguien dijo, pero no quiero admitir ese sentimiento, quizá le diga a la persona
de que se trata: «Me entristece lo que has dicho, pero no estoy enojado».
En el nivel B, no sé cuáles son mis sentimientos, porque no experimento las
emociones. Las personas en este nivel suelen decir: «Estoy confundido», o «Cuando
trato de sentir algo, no sucede nada». Esto no es sano, y constituye un síntoma muy
serio de codependencia.
La conducta: lo que hemos hecho o no hecho constituye nuestra realidad
conductual. En el nivel A, recuerdo mi conducta con claridad, pero cuando se me
interroga acerca de ella, respondo otra cosa o digo que no recuerdo. Por ejemplo, soy
yo quien les da de comer a los gatos de la casa. Una noche olvidé hacerlo, y a la
mañana siguiente todos estaban en la puerta de atrás, maullando y andando de aquí
para allá. Mi esposo me preguntó: «Pia, ¿les diste de comer a los gatos anoche?».
Ese día yo estaba en el nivel A en cuanto a mi conducta, y le respondí: «No lo
recuerdo. Creo que sí. ¿Por qué?». Sabía que esto era una mentira, sabía que lo había
olvidado, pero no quería reconocerlo. Otro modo de ocultar ese olvido habría sido dar
una respuesta complicada y vaga para que Pat no pudiera comprender lo que sucedió.

27
Si yo hubiera estado en el nivel B, no habría tenido ninguna conciencia de lo que había
o no había hecho (es decir, realmente no recordaría si les había dado de comer a los
gatos o no).
El siguiente es otro ejemplo de conducta de nivel B. En The Meadows, una
mañana llegó a mis manos un informe sobre Dave, un paciente en tratamiento, que
había llamado «perra» a Rebecca, la enfermera nocturna. Rebecca había entregado el
informe al terminar su turno. Yo lo pasé al consejero del paciente, quien esa
mañana le planteó el tema a Dave en la reunión de grupo. Dijo entonces: «Me han
informado que anoche llamaste perra a Rebecca. ¿Quieres hablar sobre esto?». Dave
pareció sorprendido y respondió: «No lo recuerdo, no sé de qué se trata». Como
estaba en el nivel B, era sincero.
El hecho de que el paciente ha estado en el nivel B en cuanto a su conducta
también suele surgir durante la Semana que pasa con la familia, cuando ésta le dice
cómo se ha comportado. Entonces se ve que estos pacientes tienen ideas delirantes
y ni siquiera saben que han hecho ciertas cosas. Las han reprimido, tenían la mente
en blanco o simplemente no pueden reconocer que ese modo de actuar sea parte del
problema. Necesitan que la familia los observe para liberarse de la negación y el
delirio. Estar en el nivel B es un síntoma grave.

Síntoma nuclear 4: dificultad para reconocer y


satisfacer las propias necesidades y deseos

Todos tenemos necesidades básicas y deseos individuales que es nuestra


responsabilidad satisfacer. Llamo necesidades a lo requerido para sobrevivir. Todas
las personas, tanto los niños como los adultos, tenemos «necesidades con
dependencia». La diferencia entre las necesidades con dependencia del niño y las del
adulto consiste en que el primero obtiene inicialmente su satisfacción gracias al
cuidador principal, y en el curso del crecimiento se le va enseñando a atenderlas por
sí mismo. Un adulto ya tiene la responsabilidad de saber cómo abordar cada
necesidad y de pedir ayuda cuando es preciso que la tenga.
Las necesidades con dependencia en las que yo me concentro con los adultos son
la comida, la casa, la ropa, la atención médica y odontológica, la nutrición física, la
nutrición emocional (tiempo, atención y orientación de los otros), el sexo y los recursos
económicos (ganar, ahorrar, gastar, presupuestar e invertir el dinero).
Hay algunas necesidades que sólo pueden satisfacerse interactuando con otra
persona, como, por ejemplo, la nutrición física o emocional.*1 Pero deben enseñarnos
que reconocer esas necesidades y pedirle a alguien apropiado que las satisfaga es
una responsabilidad nuestra. Por otro lado, también nosotros debemos aprender a
satisfacer las necesidades de otras personas, en el momento adecuado, en las
circunstancias correctas. Esto se denomina «interdependencia».
Divido los deseos en dos categorías: los pequeños y los grandes Los deseos
pequeños son en realidad preferencias. Se trata de cosas que no son imprescindibles,
pero nos brindan placer. Por ejemplo, Sherry pensaba que quería un albornoz de toalla.
Que lo quisiera o no realmente, dependía de si le podría proporcionar placer. Aunque ya
1
* Por «nutrir» debe entenderse, en sentido amplio, «atender las necesidades y deseos sanos, cuidar, estimular y alentar o promover el
nutrición» (nurture) y «nutricio»
desarrollo». Con esta connotación se emplean las palabras « (nurturing). [T.]

28
tenía otros dos albornoces, y sin duda no necesitaba ningún otro, por alguna razón el
albornoz de toalla la atraía. Cuando se lo compró, descubrió que con él obtenía un
gran placer. Le encantaba ponérselo. Cuando lo usaba se sentía maravillosa. La bata
era realmente un deseo, porque le brindaba goce.
Los grandes deseos le dan a nuestra vida una dirección general y nos aportan
realización. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, «quiero casarme con esta persona»,
«quiero ser médico», «quiero desarrollar esta empresa», «quiero tener un hijo».

Las cuatro categorías de la dificultad para


reconocer y satisfacer nuestros deseos y
necesidades

Hemos perdido el contacto con nuestras necesidades y deseos de uno de


cuatro modos posibles, según hayan sido las experiencias que tuvimos en la niñez.
 Soy demasiado dependiente. Conozco mis necesidades o deseos, pero
espero que los otros se hagan cargo de ellos en mi lugar, y aguardo, confiando en que
lo harán y yo mismo no tendré que ocuparme.
 Soy anti-dependiente. Reconozco que tengo necesidades y deseos, pero
trato de satisfacerlos por mí mismo, y soy incapaz de aceptar la ayuda o la orientación
de algún otro. Prefiero carecer de las cosas necesarias o deseadas, antes que ser
vulnerable y pedir ayuda.
 No percibo deseos ni necesidades. Aunque tengo necesidades y deseos,
no soy consciente de ellos.
 Confundo deseos con necesidades. Sé lo que quiero, y lo obtengo,
pero no sé qué es lo que necesito. Por ejemplo, intento satisfacer necesidades de las
que no soy consciente, comprando todo lo que quiero. Quizá necesite nutrición física,
pero me compro ropa.
Cada persona experimenta necesidades y deseos según una pauta diferente. Por
ejemplo, quizá yo no tenga conciencia de ningún deseo, no se me ocurra nada que
pueda desear. Al mismo tiempo, es posible que sea demasiado dependiente en cuanto
a mis necesidades: que sepa lo que necesito, pero aguarde a que algún otro se ocupe
de procurármelo.
El hecho de que no se atienda adecuadamente a los propios deseos y
necesidades suele estar vinculado a una sensación de baja autoestima (vergüenza).
Siempre que el «niño adulto» siente que necesita algo o tiene un deseo, en el inicio de esa
experiencia fulgura la vergüenza. Esta vergüenza proviene de experiencias infantiles,
cuando a la expresión de una necesidad o deseo la seguía la satisfacción abusiva
proporcionada por un cuidador, aunque ese abuso ya no sea consciente, se haya
«olvidado» mucho tiempo antes. El adulto codependiente siente que es terriblemente
egoísta por necesitar o querer algo, aunque tenga todo el derecho.

El origen de la dificultad para reconocer y


satisfacer las propias necesidades y deseos

Cuando los padres han atendido todos los deseos y necesidades del niño, en
lugar de enseñarle a procurar por sí mismo la satisfacción de esos deseos y
29
necesidades de manera adecuada, en la adultez esa persona es demasiado
dependiente. Al hacerse cargo por completo del niño, sin explicarle nada ni esperar
nada de él, el progenitor queda enredado con la criatura.
Por otro lado, los niños que al expresar deseos y necesidades se vieron atacados
por un progenitor, se convierten por lo general en anti-dependientes al llegar a la
adultez. Por ejemplo, la pequeña Sandy le dice a la madre: «Quiero tomar algo», o
«Quiero una galleta». La madre le responde: «Déjame en paz, malcriada. Me molestas
demasiado. ¿No ves que estoy viendo la televisión?». Quizá también la empuje o le dé
una palmada en la pierna. Sandy aprende a ser anti-dependiente. Puede identificar
sus necesidades y deseos, pero muy pronto advierte que, si pide ayuda, el resultado
puede ser el maltrato. Cuando sea adulta, ya no pedirá ayuda, sino que procurará
encontrar las satisfacciones por sí misma. Y como nadie le enseñó a hacer las cosas a
menudo realizará intentos inadecuados que la dejarán frustrada. Puesto que no pide
ayuda a nadie, quedan insatisfechas las necesidades que requieren la presencia de
otra persona, como, por ejemplo, la nutrición física y emocional. Su posición es: «Si no
puedo hacerlo yo misma, más vale que lo olvide. Prefiero no tenerlo, antes que pedir
ayuda».
Los niños cuyas necesidades y deseos fueron ignorados o desatendidos por
sus cuidadores, al llegar a la adultez, por lo general, se sienten carentes de
necesidades y deseos. Ni siquiera tuvieron conciencia de estas necesidades, nunca
identificadas. De adultos, a menudo trabajan con empeño para atender a otros, sin
prestarse la menor atención a sí mismos. Ocasionalmente, en algún nivel, estos
codependientes esperan que los otros procedan con reciprocidad y cuiden de ellos.
Después suelen enojarse cuando esto no sucede. Pero muchas veces ignoran hasta
tal punto sus propias necesidades y deseos que ni siquiera tienen conciencia de esa
expectativa. Si les sobrevienen necesidades, a menudo sigue la culpa. Tienen una idea
delirante sobre toda la cuestión de lo que pueden necesitar o querer, y sobre la
manera de satisfacer directamente esas necesidades y deseos.
Los niños que consiguen todo lo que quieren pero casi nada de lo que
necesitan terminan confundiendo las necesidades con los deseos. A menudo son hijos
de familias pudientes, en las que los padres no satisfacen las necesidades infantiles de
interacción (por ejemplo, nutrición física y emocional). Pero esos niños tienen todas las
cosas materiales que puedan querer o que expresen el deseo de conseguir. Como
adultos codependientes, suelen carecer de conciencia de las necesidades.
Únicamente experimentan deseos. Y continúan consintiéndose sus deseos e
ignorando sus necesidades.
Por ejemplo, una mujer puede gastar dinero compulsivamente en ropa,
automóviles, viajes y tratamientos de belleza, adquiriendo todo lo que desea. Pero
ignora sus necesidades, ingiere una dieta muy desequilibrada, nunca hace ejercicio ni
se somete a controles físicos. Quizá trate de satisfacer la necesidad de nutrición
emocional (pasar tiempo con otros y obtener su atención) gastando cantidades
desmesuradas de dinero en ropa nueva o en un maquillaje, con el solo objeto de que la
vendedora de la tienda y la maquilladora interactúen con ella.
La terapia de nuestros pacientes adultos de esta categoría es extremadamente
difícil, porque ellos no tienen la menor idea acerca de cómo atender sus propias
necesidades. Yo solía realizar rondas de inspección en el edificio del centro y las

30
habitaciones de los pacientes. Los dormitorios de los que confundían necesidades con
deseos parecían albergar a criaturas de 5 años; daba la impresión de que por allí
hubiera pasado un ciclón. Esas personas no sabían cuidarse a sí mismas. Lo único
que sabían era tratar de manipular para conseguir lo que querían.
Una persona que confunde las necesidades con deseos no es como otra que no
percibe sus necesidades (no sabe lo que necesita), pero tiene deseos sanos, y en
apariencia los conoce y los atiende. Por el contrario, en la satisfacción de sus deseos
estos individuos suelen perder el control, y caen en el juego o el gasto compulsivo, la
adicción al sexo, la ingesta excesiva, la bebida o las drogas. No satisfacen sus deseos
de un modo sano, sino que se consienten en exceso. Piensan: «Quiero lo que quiero, y no
me importa el costo ni lo que necesito», «Necesito dejar de beber, darme una ducha e
irme a la cama, pero quiero una copa más, así que voy a tomarla», «Quiero esta droga
y la voy a tomar porque la quiero», «Tengo que dejar de comer azúcar porque soy
diabético, pero quiero un postre. No me importan mis necesidades». En otros casos, ni
siquiera piensan en lo que pueden necesitar.

Cómo se ve en acción la dificultad para


reconocer y satisfacer las propias necesidades y
deseos
Yo tuve que aprender por mí misma a darme cuenta de cuándo tenía una
necesidad, para a continuación atenderla.
Cuando inicié mi programa de recuperación, vivía sola e ignoraba mi propia
necesidad de comida. La consecuencia fue que sufrí un ataque de hipoglucemia.
Estaba perdiendo peso y entrando en la anorexia. Después de 36 horas sin comer,
terminé en la sala de enfermería de The Meadows, donde trabajaba, quejándome de
languidez y vértigos. La enfermera de turno me preguntó: «¿Cuándo comiste por última
vez?».
«Oh, hace unas 36 horas.»
«Pia —dijo la enfermera—, necesitas comer. Te daré un vaso de jugo de naranja,
pero tú sabes que necesitas empezar a comer.»
« ¿Cómo?», pregunté yo. « ¿Realmente lo sé?» No podía «oírla», aunque yo era la
jefa de enfermería y de inmediato advertía el carácter enfermizo de esa conducta en
cualquiera otra persona. No experimentaba necesidades ni deseos respecto de la
comida; no tenía conciencia ni siquiera de esa necesidad básica.
Otras personas que no perciben necesidades ni deseos respecto de la comida
quizá no se tomen tiempo para comer cuando tienen hambre. O bien no saben escoger
una alimentación nutritiva y equilibrada.
Otra necesidad que yo descuidaba era el vestir. No tenía conciencia de que
necesitaba ropa. Había muy pocas prendas en mi armario. Mi «madre adoptiva» me
estaba enseñando a sintonizar mis necesidades de dependencia. Un día, mientras me
ayudaba " a instalarme en un apartamento, me hizo ver el hecho de que no tenía ropa.
«Pia, ¿dónde está tu ropa?», me preguntó.
«En el armario, Jane», respondí.

31
«No, allí no está.»
«Ve a mirar, la colgué hace cinco minutos.»
Jane volvió e insistió: «Pia, allí no hay ropa».
Finalmente, yo misma me dirigí a la habitación, abrí el armario y le señalé las
prendas: «Jane, ésos son mis vaqueros, ésta es mi camisa de mangas cortas, ésta es
mi única blusa buena, éstos son mis pantalones anchos y éstos mis cinco
uniformes». (Siempre he tenido una buena cantidad de uniformes de enfermera.)
Jane observó: «Pero Pia, esto no basta...».
« ¿Qué quieres decir? Es suficiente para mí.» Sinceramente, no sabía cuáles
eran mis necesidades. Finalmente me volví demasiado dependiente: sabía que
necesitaba ropa pero no la compraba. Ahora la compro, aunque periódicamente tengo
que obligarme a pensar en la cuestión de si es o no el momento de adquirir algunas
prendas nuevas. También tengo dificultades con mi necesidad de nutrición física. Al
principio, tampoco en este aspecto percibía necesidades ni deseos, pero mi esposo Pat
me hizo tomar conciencia de ello. Yo estaba en la cocina y él en el sofá, resolviendo
crucigramas, jugando con el loro y mirando televisión. Lo mismo que todas las noches
de los últimos meses, aparecí en la puerta de la sala de estar para pelearme con él. Esa
vez Pat me dijo: « ¿Por qué no vienes a sentarte en el sofá, y te daré un abrazo?».
No sé por qué, pero respondí «Está bien»; me senté junto a él, me dio un abrazo y
me sentí mejor. Volví a la cocina muy confundida por sentirme mejor sin comprender qué
había ocurrido.
Junto a la cocina, de pronto me di cuenta de que me peleaba con él porque
necesitaba un abrazo y quería sentirme más importante que el loro, la televisión o
las palabras cruzadas. Quería que Pat me proporcionara nutrición física para compro-
bar mi importancia. Como no tenía conciencia de esa necesidad, iniciaba disputas a fin
de conseguir el abrazo cuando hacíamos las paces. Esta conducta «sin necesidades»
creaba mucho caos en nuestra relación.
El último ejemplo de mi propia vida tiene que ver con las necesidades médicas.
Unos pocos días después de que me abrieran un absceso en el pie, tuve que realizar
mi taller de un día completo. Llevaba un vendaje, pero permanecí de pie y caminando
durante ocho horas. En el momento de dirigirme al aeropuerto ya cojeaba, pero no me
daba cuenta del dolor. Quienes me llevaban a tomar el avión advirtieron mi cojera y
sugirieron que utilizara una silla de ruedas; yo me negué. «No necesito eso», les dije.
Cuando tomé un analgésico, ya era demasiado tarde. Poco después el dolor se
volvió tan intenso que me impedía caminar. Sólo entonces advertí cuánto me dolía el
pie. No tuve conciencia de mi necesidad de cuidar el pie durante el período de recupe-
ración de la cirugía, no tuve conciencia de lo que era realmente una necesidad muy
importante.

Síntoma nuclear 5: dificultad para experimentar y


expresar nuestra realidad con moderación

Es posible que no saber ser moderado sea el síntoma más visible de la


codependencia con otra persona. Y tratar con alguien que continuamente presenta

32
conductas extremas es muy difícil para quienes intentan relacionarse con ese
codependiente en el seno del hogar. En otras palabras, los codependientes sen-
cillamente no parecen comprender lo que es la moderación. Están totalmente
comprometidos o totalmente desapegados, son totalmente felices o absolutamente
desdichados, etc. El codependiente cree que una respuesta moderada a las
situaciones «no basta». Sólo basta lo excesivo. Este síntoma tiene manifestaciones en
los cuatro ámbitos de la realidad.
El cuerpo: muchos codependientes se visten sin mesura. En un extremo están
los que ocultan su cuerpo con ropa abolsada, desde la garganta hasta los pies, o
llevando prendas tan impersonales que nadie repara en ellos. Este parece ser
especialmente el caso de los individuos que han sido víctimas de abuso sexual, los
supervivientes del incesto o del acoso sexual.
En el otro extremo están los codependientes que visten de un modo tan llamativo
que atraen la atención de todo el mundo, o bien usan prendas tan ajustadas que
revelan el cuerpo con toda claridad. También he encontrado esta costumbre entre los
codependientes que han sido víctimas de acoso sexual.
Otros extremos físicos tienen que ver con la delgadez o la obesidad, el esmero o
la dejadez en el cuidado personal.
El pensamiento: los codependientes piensan en términos de blanco o negro,
correcto o incorrecto, bueno o malo; reconocen muy pocas zonas grises. Les cuesta
advertir las opciones de la vida: para ellos hay sólo una respuesta adecuada. En las
relaciones, suelen basarse en la creencia de que «si no estás completamente de acuerdo
conmigo, estás totalmente contra mí».
Solucionan los problemas de un modo extremo. Por ejemplo, si George se queja a
Sam por algo que este último ha hecho y que lo ha molestado, la solución de Sam bien
puede ser la de no volver a ver a su amigo nunca más, para evitar fastidiarlo.
Los sentimientos: el corazón y el alma de la codependencia residen en la
dificultad que tienen los codependientes para saber cuáles son sus sentimientos y
cómo comunicarlos. Les cuesta muchísimo experimentarlos con moderación; sus
emociones son débiles o inexistentes, o bien presentan un carácter explosivo o
angustioso.
Los codependientes podemos experimentar cuatro distintos tipos de realidad
emocional. Y, aunque reconozcamos esas cuatro clases de sentimientos y sus
respectivos orígenes, eso no basta: nuestra vida puede ser muy confusa y
desconcertante.
1. La realidad de los sentimientos adultos
La realidad de los sentimientos adultos es una respuesta emocional auténtica y
madura al propio pensamiento. No es disfuncional ni codependiente. Estos sentimientos
son por lo general moderados y determinan que uno se sienta centrado dentro de sí
mismo. Los crea el pensamiento presente sobre nuestra vida de hoy; esta experiencia
es una actuación desplegada por el adulto que hay en nosotros.
2. La realidad de los sentimientos inducidos por otro adulto
En las personas funcionales, los sentimientos inducidos por otro adulto

33
resultan de un proceso denominado «empatía». Como adultos sanos, podemos ser
empáticos con alguien que nos comunica sus sentimientos, porque hasta cierto
punto lo acompañamos en su experiencia. Todos podemos absorber los sentimientos
de otra persona. Por ejemplo, si una amiga que está sentada cerca de nosotros nos
habla de una situación penosa de su vida y la siente con mucha intensidad, nosotros,
que somos asimismo adultos, también podemos sentirla y ser empáticos. Esto puede
incluso suceder si ella niega que su dolor sea algo anómalo, pero en su rostro
advertimos lo contrario, o si «no se hace cargo» de lo que experimenta (porque lo
reprime y lo ignora). No obstante, el problema se plantea cuando hacemos nuestro el
excesivo dolor de nuestra amiga, y quedamos abrumados por sus sentimientos, lo que
les sucede a menudo a los codependientes, cuyo límite interno es inexistente o está
dañado.
De modo que, siempre que estamos físicamente cerca de otro adulto que: a)
siente con mucha intensidad; b) niega que sus sentimientos lo perturben, o c) no se
hace cargo de ellos, podemos absorber demasiada emoción de esa persona y expe-
rimentar estos «sentimientos inducidos por otro adulto». Tales emociones
abrumadoras por lo general hacen que nos sintamos «locos»; no tienen sentido para
nosotros porque no son nuestras. En consecuencia, sólo somos funcionales y
razonablemente empáticos si experimentamos los sentimientos de que se trata como
empatía de un nivel bajo, no abrumador.
3. Sentimientos congelados de la niñez
Experimentar muy poca emoción, o ninguna, sólo brinda una seguridad aparente.
Una razón de que se produzca esta insensibilización es que los sentimientos
suscitados en un niño durante su maltrato son tan abrumadores y desdichados que
la criatura acalla o «congela» por completo su mundo emocional para poder sobrevivir.
Otra razón posible es que el niño haya sufrido ataques físicos, verbales o de
ambos tipos, por tener sentimientos o exteriorizarlos. Stewart recibía frecuentes
palizas de su padre. Cuando lo veía llorar, el padre lo golpeaba más, diciéndole: «
¡Basta! Los hombres no lloran ». Stewart aprendió entonces a soportar los golpes
desconectándose de sus emociones, para evitar una paliza peor. Los sentimientos
involucrados son por lo general la cólera, el dolor o el miedo.
Cuando un terapeuta ayuda a un adulto que experimentó este proceso de
congelamiento a abrirse camino a través de la minimización, la negación y el delirio, la
persona de la que se trata a menudo llega a los sentimientos de la niñez, congelados
desde mucho tiempo antes, y se produce un deshielo de esos sentimientos, que
parecen derramarse en lágrimas — al principio, sólo algo de brillo en los ojos —. Ésta
es una experiencia emocional muy poderosa, casi abrumadora, y diferente de otros
sentimientos adultos, porque cuando las emociones congeladas se deshielan, la
persona se siente extremadamente vulnerable e infantil. Los sentimientos parecen
ser muy antiguos, y el individuo quiere resistirse a experimentarlos. Los acompaña un
mensaje que llega de la niñez: «No puedo sentir esto, porque si lo hago moriré».
4. Sentimientos transportados de niño a adulto
Los niños también absorben sentimientos tales como la vergüenza, la ira, el
miedo y el dolor del adulto que los maltrata. Estos sentimientos permanecen dentro
del individuo hasta la adultez, y se les denomina sentimientos «transportados»,

34
porque se carga con ellos desde la infancia. En el capítulo 6 se explica el proceso en
virtud del cual los niños hacen suyos determinados sentimientos durante el abuso.
Quien tiene esta forma de realidad codependiente de los sentimientos se siente
abrumado y fuera de control.
Como en un adulto codependiente hay cuatro tipos de experiencias
emocionales, aprender a reconocer la diferencia es un factor importante de la
recuperación. Es posible que uno experimente mucho dolor, pero que no sea dolor
adulto, procedente de los pensamientos del día, sino dolor inducido por un adulto
próximo a nosotros, dolor infantil congelado, o sentimientos transportados desde la
niñez. Aprender a evaluar si nos experimentamos como centrados, locos, vulnera-
bles e infantiles, o abrumados y fuera de control, nos ayuda a identificar cuál de
estas cuatro experiencias estamos atravesando.
La conducta: entre las conductas extremas de los codependientes se cuenta
el confiar en todos o en nadie, y el permitir que todos se les acerquen o no
permitírselo a nadie. Puede que los padres codependientes disciplinen a los hijos
con severidad, o no los disciplinen en absoluto.

El origen de la dificultad para experimentar y


expresar nuestra realidad con moderación

Mi experiencia me lleva a creer que el hecho de operar en los extremos puede


originarse en por lo menos dos situaciones, y quizás en más. Una fuente posible es
la conducta de cuidadores que también se mueven en extremos; el niño observa
ese comportamiento y reacciona a él. La otra fuente es la experiencia de «no ser
oído» o de sentirse invisible en la familia.
Cuando los niños ven que sus cuidadores son inmoderados en materia de
vestimenta, en sus actitudes respecto del cuerpo, en el modo como piensan y
resuelven los problemas, en la expresión de sus emociones y en su conducta,
modelan sus propias reacciones siguiendo esos ejemplos. Algunos codependientes a
los que no les gusta lo que hacen mamá y papá, optan por la alternativa opuesta,
pero como de todos modos reaccionan contra hechos extremos, su «solución», la
conducta opuesta, también tiene un carácter extremista.
Por ejemplo, Clare creció en una familia en la cual la golpeaban por cualquier
minucia que no les gustara a los padres. Ya de adulta se dijo: «Yo no voy a hacer
eso». Pero en lugar de disciplinar a sus hijos con moderación, no los disciplina en
absoluto, y todos sus niños son desmandados e incontrolables, porque ella no los
hace seguir ninguna regla familiar.
En algunas familias disfuncionales, las necesidades de dependencia de los
niños son ignoradas, a menos que ellos se comporten de una manera extrema para
llamar la atención. Sólo entonces los cuidadores responden a las necesidades de las
criaturas. Como adultos codependientes, esos individuos se expresan de modo exa-
gerado, pensando que sólo así serán oídos y advertidos.
Según lo ve mi esposo, para que él comprenda y responda en un nivel
moderado, procedo como si yo tuviera que explicarle las cosas con un nivel de
intensidad alto. Entonces él, en reacción a mi exageración, le resta un 30 % a todo
lo que le digo, para equilibrar mi extremismo.
35
Cómo se ve en acción la dificultad para
experimentar y expresar nuestra realidad con
moderación

Al expresar mis sentimientos ante cualquier persona, yo advertía mi propia


falta de moderación. La llamé «quisquillosidad» porque siempre tenía una de dos
reacciones emocionales. Si temía la confrontación, me sentía una persona no
valiosa, y lloraba. Si me parecía que era más fuerte que la persona a la que me iba a
enfrentar, pasaba al otro extremo, y le gritaba.
Hubo una época, en que Pat, mi esposo, era también mi jefe en el trabajo.
Siempre que entraba en su oficina para discutir asuntos de mi departamento, lo
encontraba sentado a su escritorio, que es muy grande, y casi agazapado, como para
resistir a mi embate. Por sus experiencias anteriores, él sabía que yo podría llorar
histéricamente o mirarlo como a punto de saltar, tomar el cable del teléfono,
enrollárselo en el cuello y golpearlo con el auricular — todo dependía del extremo en el
que yo me encontraba ese día.
También tomé conciencia de la realidad de mi pensamiento extremo al
reflexionar sobre soluciones que había encontrado en mi matrimonio con Pat. Poco
después de que nos casamos, Pat me dijo que no le gustaba que yo le retirara la taza
de café para lavarla antes de que él hubiera terminado. Lo primero que pensé, y que
dije, fue: « ¿Cuándo nos divorciamos? ».
—No estoy hablando de divorcio —dijo Pat—. Sólo te menciono algo que me
gustaría. ¿No podrías retirarme la taza después de que yo haya terminado el café?
Por extravagante que parezca, en mi estilo extremista de solución de
problemas, yo pensé que si la dificultad consistía en que lavaba la taza demasiado
pronto, lo mejor era terminar con la relación para que no ocurriera de nuevo.
Unos años más tarde, una noche comencé a recuperarme un tanto de esas
conductas polarizadas. Pat me dijo que yo dejaba demasiadas luces encendidas en la
casa. Mi primera reacción ante esta crítica fue hundirme en una intensa sensación de
falta de valía, y empezar a llorar y sentir pena por mí misma. Él salió y se fue a la parte
de atrás de la casa. Me dirigí al baño, que está en la parte delantera, y mientras
caminaba fui apagando cuidadosamente todas las luces. Pensaba: «Ya que no estoy
en estas habitaciones, no necesito luces encendidas». Y no encendí la luz del baño,
porque temía olvidarme de apagarla después, y tener problemas. Además, ¿quién
necesita luz para hacer lo que yo iba a hacer?
Al cabo de unos minutos, oí que Pat aparecía en el corredor, tropezando en la
oscuridad. Me daba cuenta de que estaba enojado, pero yo no sabía por qué, aunque
advertí que iba encendiendo algunas luces. Pronto me encontró en el baño a oscuras.
Obviamente irritado, refunfuñó: « ¿Qué estás haciendo? ».
Yo, con mi estilo beligerante de codependiente, le respondí:
—- Voy al baño. ¿Qué es lo que crees?
— ¿Por qué a oscuras?
— No hace falta luz para ir al baño.
— Así eres tú, Pia; no tienes sentido de la medida. Estás totalmente desatada o
totalmente hundida. ¿No sabes lo que es la moderación?
36
Volví a la sala de estar, a acurrucarme en el sillón. Entonces tuve una idea
brillante. Calculé lo que sería una cantidad moderada de lámparas encendidas,
contando el total y dividiéndolo por tres. Decidí que, para mí, el número de luces
encendidas sería moderado si no excedía de ese tercio. Y no me importaría en absoluto
que a Pat le gustara o no le gustara mi decisión. Mientras aprendía a ser moderada,
finalmente asumía mi propia realidad de pensamiento.
Otra noche, Pat se volvió a quejar por las luces. Yo lo miré, no caí en mi habitual
sensación de falta de valía, y le dije: «Hay ocho lámparas encendidas, y eso está bien
para mí. Si no te gusta, ¿por qué no apagas tú mismo algunas de ellas?».
El se limitó a mirarme y sonreír. Le conté cómo había tomado la decisión sobre el
número de lámparas encendidas, que para mí constituyó un paso hacia la
recuperación.
Después de esto, algunas de mis decisiones siguieron siendo sin duda un tanto
extrañas, pero ya estaba aprendiendo a no precipitarme a los extremos en todos los
momentos del día. Como por lo común los codependientes no tenemos un sentido
natural de lo que es un cambio moderado, para lograr esa percepción es posible que
haya que recurrir a medios un tanto inusuales, pero creativos.

La palabra «normal» es engañosa

En mi opinión, utilizar la palabra «normal» para describir la recuperación es


impreciso. Normal significa «lo que hace la mayoría de la gente» y muchas personas
tienen en realidad pensamientos, sentimientos y conductas que no son sanos. A
menudo, lo que en nuestra cultura se considera un quehacer parental normal es
mucho menos que nutricio para nuestros niños. De modo que en lugar de «conducta
normal y conducta anormal» yo me refiero a «conducta funcional y conducta disfun-
cional». La conducta funcional es sana.
Las personas que se pasan al polo opuesto de una determinada conducta
disfuncional terminan invariablemente decepcionadas. Esto se debe a que el extremo
opuesto de una conducta disfuncional es otra conducta disfuncional, y no
recuperación. La conducta funcional está más bien cerca del punto intermedio entre
los dos extremos.
Cuando se comienza a experimentar la recuperación y a actuar
moderadamente, durante mucho tiempo a uno le parece que no está haciendo bien
las cosas. De hecho, en lugar de emplear la palabra «funcional» cuando trabajo con
este particular aspecto de la recuperación, yo uso el término «moderado». Sabemos
que si un alcohólico no bebe, ésta es por lo menos una forma de recuperación. De
modo análogo, cuando un codependiente expresa la realidad con moderación, pone de
manifiesto algún grado de recuperación.

3. CÓMO LOS SÍNTOMAS SABOTEAN NUESTRAS VIDAS


Durante mi proceso de recuperación, comprendí que los cinco síntomas nucleares
examinados en el capítulo anterior estaban saboteando mi relación con los otros y
conmigo misma. Los tipos de sabotaje que identifiqué son:
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• Control negativo: nos damos permiso para determinar la realidad de otro,
poniéndola al servicio de nuestra propia comodidad.
• Resentimiento: tenemos necesidad de devolver los golpes o castigar a
alguien por las heridas percibidas en nuestra autoestima que nos hacen
avergonzarnos de nosotros mismos.
• Espiritualidad distorsionada o inexistente: nos cuesta experimentar
nuestra conexión con un poder más grande que nosotros mismos.
• Evitación de la realidad: empleamos adicciones, enfermedades físicas o
mentales para no hacer frente a lo que nos sucede a nosotros y a otras personas
importantes de nuestra vida.
• Deterioro de la capacidad para sostener la intimidad: nos cuesta
comunicar a otros lo que somos, y escucharlos cuando ellos nos comunican lo que
son, sin obstaculizar su comunicación ni interferir en el contenido de ésta.
Me referiré a estos ámbitos de sabotaje como «síntomas secundarios» de la
codependencia, puesto que cada uno resulta de uno o más de los síntomas primarios
o nucleares de la enfermedad. Mientras que los síntomas primarios afectan «interna-
mente» al codependiente, los síntomas secundarios inciden en su «relación con los
otros».

Control negativo

Estoy persuadido de que nuestra frustración y confusión como


codependientes provienen primariamente de nuestros intentos de controlar la
realidad de otras personas, y de permitir que la realidad de ellas nos controle a
nosotros. Recordemos que la realidad de una persona está constituida por el cuerpo,
los pensamientos, los sentimientos y la conducta. Hay «control positivo» cuando yo
determino mi propia realidad con independencia de la de los otros. Con el control
positivo, establezco para mí misma lo que parezco, pienso, siento, hago y no hago.
Como persona sana, «controlo» mi realidad, y sé lo que ésta es, abarcándola y
expresándola cuando con ello sirvo a mis mejores intereses. El control positivo es
recuperación —lo opuesto del control negativo.
Hay control negativo de la realidad siempre que me permito determinar cuál será
el aspecto de otra persona (incluso su ropa y las dimensiones de su cuerpo) o lo que
ella piensa, siente, hace o no hace.
Por otra parte, permitir que otro me controle a mí es también un factor del
problema del control negativo. Cuando yo no determino por mí mismo cuáles serán mi
aspecto, mis pensamientos, mis sentimientos y mi conducta, y dejo que otro controle
estas cosas por mí, estoy participando en un control negativo.
Por ejemplo, el vecino de Jack estaba enfermo y no podía realizar trabajo físico,
de modo que Jack se ofreció a ayudarlo. Empezó a cargar estiércol y barro en una
carretilla, para llevarlo al pie de un árbol. El vecino se acercó y le dijo: « Jack, no te
apures tanto. Vas a cansarte trabajando así, y no podrás terminar ». En ese momento,
el vecino trataba de ejercer un control negativo sobre la conducta de Jack, diciéndole
con qué ritmo tenía que palear.

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Jack sonrió y dijo: «No te preocupes, es un buen ritmo para mí. Ésta es una
forma de ejercicio aeróbico, y lo estoy disfrutando. Estoy seguro de poder terminar el
trabajo». Jack empleó su límite interno para responder con un control positivo, deter-
minando su propio pensamiento, su propia respuesta emocional, y su propia conducta
en cuanto al ritmo de su actividad. Pudo evitar que lo controlaran, mientras cortés y
animosamente le transmitía su realidad al vecino.
Si Jack no hubiera tenido límites internos, no podría haber asumido su
pensamiento ni haberlo comunicado al vecino con tanta calma. Quizás habría
empleado un muro de cólera, dando una mala contestación, o habría empezado a
trabajar con más lentitud, permitiendo que el vecino lo controlara, sintiendo cólera pero
sin expresarla. En uno u otro caso, Jack habría participado en un control negativo al
permitir que el vecino decidiera cómo debía comportarse.

El control negativo y los síntomas nucleares

Niveles inadecuados de autoestima: siempre que tengo problemas para


estimarme a mí misma y alguien alberga una opinión sobre mí que me molesta, trato de
controlar lo que esta persona piensa, para poder sentirme bien conmigo misma (o sea,
estimarme a mí misma). Lo hago discutiendo, racionalizando o negando que haya
pruebas de la opinión del otro.
Límites dañados: cuando no tengo buenos límites, no puedo decir dónde
termina mi realidad y empieza la realidad del otro. Mi realidad se mezcla con la de la
otra persona, y pienso que puedo decirle a ella cómo debe pensar, sentir y
comportarse, puesto que no es más que una extensión mía. Esto puede ser muy
irritante para la otra parte. Además, es posible que yo me crea capaz de leer los
pensamientos y sentimientos de esa persona, y escoja así mi conducta basándome en
mi percepción de la opinión que tiene de mí, con lo cual yo quedo controlado por
ella. En las zonas en que no tengo límites es sumamente probable que yo no vea
ningún problema en controlar la realidad del otro. Si mi límite externo es inexistente o
está dañado, me concedo el derecho de manosear a alguien física o sexualmente. Por
ejemplo, lo toco como quiero, o conservo mi distancia tal como lo deseo, sin tener en
cuenta su comodidad, pensando solamente en la mía. En el otro extremo, omito
cuidarme a mí misma, no pongo en claro cuan cerca puede estar el otro, y si puede
tocarme o no. Hay control negativo cuando determino lo que puedo hacer físicamente
con el otro sin permiso de él, o le doy permiso para que él decida qué hacer
físicamente conmigo cuando esto no constituye mi máximo interés.
Si tengo un límite interno dañado o inexistente, también hay dos extremos: me
permito decirle al otro qué debe pensar, sentir, hacer o no hacer, o bien creo que debo
permitirle que me diga qué he de pensar, sentir o hacer yo mismo.
Dificultad para asumir la realidad: cuando no sé quién soy, es posible que
espere que mi esposo lo determine por mí sin tener conciencia de que lo hace. Al
mismo tiempo, tengo que controlar lo que él piensa de mí, para satisfacer sus
expectativas y no obstante seguir siendo quien creo que quiero ser. Parece algo loco,
pero muchos de nosotros tratamos de convencer a alguien de que somos un cierto
tipo de persona para poder creerlo nosotros mismos.
Dificultad para satisfacer necesidades y deseos: si me cuesta atender mis

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necesidades y deseos, trataré de controlar la conducta del otro, para obligarlo a que
me lea el pensamiento, se ponga en mi lugar y procure mi satisfacción. Me enojo
habitualmente con el otro, o le reprocho que «no piense lo bastante en mí» como para
leerme el pensamiento y atender mis necesidades.
Hay tres excepciones a esta definición general del control negativo. Primero,
los padres deben influir en la realidad de sus hijos. Cuando un niño presenta modos
disfuncionales de vestir, pensar, sentir ó comportarse, el progenitor debe ayudarlo a
expresarse de un modo más funcional. En la superficie, esto "puede parecer un
control negativo, pero cuando se realiza con respeto, moderación y buenas razones,
forma parte del rol funcional de los padres.
Segundo, cuando le pagamos a un terapeuta, en realidad compramos la
capacidad de ese terapeuta para influir en nuestra realidad. La tarea del terapeuta
consiste en decirnos si, a su juicio, nuestro aspecto corporal, nuestros pensamientos,
nuestros sentimientos o nuestra conducta presentan algún tipo de distorsión. En ese
momento el terapeuta tiene que influir en la realidad del cliente. Quizá parezca control
negativo, pero como constituye el propósito indudable de la terapia, está excluido de
la categoría del control negativo enfermizo (a menos, desde luego, que el terapeuta
practique algún tipo de conducta abusiva u ofensiva).
Y tercero, cuando le pedimos a alguien una opinión sobre nuestra realidad
(por ejemplo, a un amigo) esa persona tiene nuestra autorización para influir en
nuestra realidad, y su respuesta no constituye un control negativo.

El resentimiento

El resentimiento consiste en obstinarse en la cólera que alguien nos ha


provocado, en aferrarse a la necesidad de que esa persona sea herida o castigada en
compensación por el sufrimiento que pensamos que nos ha causado. La persona con la
que estoy resentido se convierte en mi poder superior, en cuanto pienso
obsesivamente en lo que me hizo y en el modo de desquitarme, recreando sin cesar en
mi mente el episodio vergonzoso o doloroso.
Pero en cuanto intento alcanzar mi objetivo de vengarme o castigar, consigo
exactamente lo contrario. La intensidad de mi cólera y mi necesidad de vengarme o
castigar no sólo me alejan de la persona que ha provocado mi vergüenza, mi dolor y
mi cólera, sino también de aquellos cuya proximidad deseo. Esto me crea una
sensación aún mayor de aislamiento, que a su vez genera más vergüenza, dolor y
cólera. A mi juicio, la necesidad de vengarse o castigar proviene de la creencia de
que, si puedo infligir un escarmiento adecuado a quien me ha hecho daño evitaré que
la experiencia dolorosa vuelva a sucederme. Este modo de pensar inmaduro se
desarrolla en la infancia, cuando somos incapaces de protegernos. Pero de adultos
sabemos hacerlo. Debemos descartar el pensamiento inmaduro y la fantasía de
venganza, reemplazándolos por una consideración más racional de lo que ha ocurrido.
Toda persona trata de hacer en su vida lo que percibe que es bueno para ella. A
menudo alguien nos produce un daño, no porque desee herirnos, sino por su propia
necesidad de cuidarse. Esa persona suele no tener conciencia de que cuida de sí
misma de un modo ofensivo e inadecuado. Pero nosotros, en razón de nuestro
pensamiento inmaduro, creemos que sí tiene conciencia, y que intenta dañarnos

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deliberadamente. A medida que maduramos, poco a poco vamos aceptando el concepto
de que no somos siempre la causa y el centro de la conducta y el pensamiento de las
otras personas. En lugar de defendernos con una venganza o un castigo,
comprendemos que a menudo quienes nos hacen daño sólo intentan protegerse a sí
mismos.
Con sentido de nuestra propia realidad (pensamientos, sentimientos, conducta)
y límites, también nosotros podemos cuidarnos, actuando al servicio de nuestros
mejores intereses cuando estamos con esas personas. Por ejemplo, si ellas han sido
abusivas o violaron nuestros límites — por la razón que fuere — podemos dejar de
proporcionarles información, mantenerlas fuera de nuestra vida y no pasar tanto
tiempo con ellas.
Perdonar a una persona que me ha herido significa que renuncio a la
venganza o el castigo, para sentirme bien en mi interior. No significa que debo
mantener a esa persona en mi vida, recibiendo golpes y luchando constantemente por
protegerme. No significa que apruebe sus acciones. Sólo significa que reconozco mis
sentimientos, dejo de pensar con insistencia en el hecho y renuncio a la idea de
vengarme o castigar.

El resentimiento y los síntomas nucleares

Niveles inadecuados de autoestima: si percibo que una persona me ha


ofendido (sea la ofensa real o imaginaria), siento un golpe en mi autoestima, que me
hace avergonzarme de mí misma. Esto se debe a que creo ser tratada como si
careciera de valor. Entonces tengo una gran necesidad de castigar a esa persona, para
recobrar mi sensación de valía. Puesto que me cuesta sentirme valiosa desde dentro,
recurro a «devolver el golpe» o desvalorizar a quien me ha atacado, para recuperar la
autoestima que me ha sido sustraída.
Si actúo desde una posición de «mejor que» y alguien me ofende de algún modo,
me creo con derecho a enojarme y devolver la ofensa para enmendar el entuerto.
Límites dañados: cuando no tengo límites es posible que me ofendan con
frecuencia, porque carezco de poder para impedirlo. Si siento que se han violado mis
límites, experimento cólera, miedo y dolor. En esos momentos puede aparecer el
resentimiento: la necesidad de desquite. Experimentaré resentimiento con más
frecuencia que si tuviera límites funcionales y pudiera protegerme de las ofensas.
Desde luego, incluso cuando tengo límites sanos un ofensor más poderoso
que yo puede de todas maneras atravesarlos. Quizá yo sienta dolor, miedo y
cólera. Pero el resentimiento no es lo mismo que el dolor, la cólera o el miedo, y si
estoy en recuperación puedo evitar ese deseo de castigar o desquitarme.
Dificultad para asumir la realidad: este síntoma puede contribuir por lo menos
de tres modos a que experimentemos resentimiento. Primero, como codependiente, a
menudo tengo pensamientos inexactos o distorsionados; es muy probable que
interprete mal algo que sucede entre otra persona y yo, y piense que he sido
agraviada o insultada aunque ése no sea el caso. El pensamiento distorsionado
crea más oportunidades para el resentimiento. Es tan probable que tenga un
resentimiento infundado como que lo tenga por haber sido realmente insultada o
injuriada.
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Segundo, cuando me cuesta darme cuenta de lo que pienso o siento, o tengo
dificultades para manifestarlo incluso cuando sé de qué se trata, no puedo
reconocer completamente el efecto que tiene sobre mí la conducta de otra persona.
Quizás experimente dolor, miedo o cólera por mi percepción de que he sido
insultada o injuriada, pero soy incapaz de reconocer o expresar esos sentimientos
de un modo sano. Mi pensamiento inconsciente o no reconocido puede ser que esa
persona, «merece» ser castigada, o que yo «merezco» un desquite. Si no tomo
conciencia de que estoy pensando en términos de resentimiento (porque no me doy
cuenta de lo que pienso), pueden aparecer pensamientos, sentimientos y conductas
frustrantes, irracionales y hostiles respecto del ofensor percibido.
Y tercero, cuando no puedo asumir mi propio pensamiento sobre mí misma,
utilizo para definirme la opinión que creo que los otros tienen de mí. Cuando otra
persona no piensa lo que yo quiero que piense de mí, quizá yo quede resentida. Por
ejemplo, supongamos que tengo un nuevo corte de pelo. Como no puedo asumir mi
propio pensamiento (en cuanto a que ese corte es maravilloso), tampoco lo
disfruto, a menos que le guste a mi esposo. Pero es posible que él me diga que no le
agrada, con lo cual socava mi concepto de mí misma, que depende de su opinión.
Tal vez en adelante permanezca al acecho, aguardando la oportunidad de
desquitarme, criticándolo o menospreciándolo a él porque ha «echado a perder» mi
satisfacción con el nuevo corte de cabello, al decirme que no le gustaba. De tal modo,
permito que mi dificultad para asumir mi propia realidad sabotee mi satisfacción
con mi nuevo «aspecto», y también mi relación con mi esposo.

Espiritualidad distorsionada o inexistente

La espiritualidad es la experiencia de estar en relación con un poder externo a


uno mismo y mayor que uno mismo, que proporciona aceptación, guía, solaz y
serenidad. Los seres humanos no fuimos creados como criaturas perfectas, pero
muchos de nosotros recibimos el mensaje de que debemos serlo y de que la
imperfección nos hace defectuosos o inferiores. Cuando reconocemos y abrazamos
el concepto de que somos imperfectos y eso es lo que se espera que seamos, nos
convertimos en lo que yo describo como «perfectamente imperfectos».
Creo que la experiencia de ser «perfectamente imperfectos» se siente como un
dolor lleno de gozo o un gozo lleno de dolor, que surgen del hecho de comunicar
nuestra imperfección a otros y de prestarnos a que otros nos comuniquen sus
imperfecciones. En el momento del gozo-dolor hay una sensación de estar conectado
con la otra persona y con un poder mayor que uno mismo, que trasciende la
comprensión.
En cuanto a la espiritualidad, nuestras vidas son saboteadas de dos modos
específicos: a) me cuesta experimentar un poder mayor que yo misma y b) me resulta
difícil comunicarles a otros quién soy yo, o escuchar quiénes son ellos. Estas dos
dificultades se entremezclan como sigue.
Cuando puedo asumir mis imperfecciones, comunicarlas a otro ser humano y
aceptarme como soy — alguien perfectamente imperfecto —, estoy abierto a la
sensación de conexión con mi poder superior. Aunque tengo plena conciencia de mis
imperfecciones y problemas, puedo pedirle ayuda y guía a ese poder.

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Conocer yo misma mi imperfección significa que puedo admitir que tengo valía
(aunque piense que soy imperfecta) y alegrarme por ello, pero también experimentar
dolor cuando sé que mi imperfección me causa problemas o perturba a quienes están
en relación conmigo.
En cambio, cuando no puedo aceptarme como una persona «perfectamente
imperfecta», sino que estoy convencida de que en la imperfección tengo defectos, no
estoy abierta a la espiritualidad. Creo que soy perfecta (o niego ser imperfecta), lo que
me lleva a actuar como mi propio poder superior. O bien me siento anormalmente
imperfecta, de lo que resulta que no sea capaz de tolerar la comunicación a otra
persona de mis imperfecciones, porque me parecen tan horribles que supongo que si
alguien las conoce me abandonará — incluso podría abandonarme mi poder superior.

La espiritualidad distorsionada o inexistente, y


los síntomas nucleares

Niveles inadecuados de autoestima: si nos creemos carentes de valor y «menos


que», tal vez sintamos que no tenemos méritos para relacionarnos con los otros o con
un poder superior; tampoco soportamos la vergüenza extrema que aparece cuando reco-
nocemos nuestra imperfección y tratamos de comunicarla; esa sensación extrema de
vergüenza nos hace sentir alienados de los otros y del poder superior. Por otra parte,
si somos arrogantes y ostentosos, nos convertimos en nuestro propio poder superior,
y no necesitamos un poder superior externo. De ambos modos saboteamos nuestras
esperanzas de recuperación espiritual.
Dificultad para asumir la realidad: para tener una experiencia espiritual, debemos
poder comunicar nuestra imperfección y falibilidad, y escuchar a los otros cuando
nos hablan de las suyas. Si no hemos aprendido a asumir nuestra realidad, es casi
imposible que establezcamos una relación espiritual nutricia con un poder superior
capaz de ayudarnos a abordar las imperfecciones, porque tenemos una visión
distorsionada de ésta o no podemos tomar contacto con ellas en absoluto.

Evitación de la realidad

Cuando hemos sido objeto de abuso en la niñez, consumimos mucha energía en la


vida adulta tratando de no reencontrar la realidad insoportable del pasado. Pero la
realidad desagradable está de todos modos dentro de nosotros. En un nivel sabemos y
sentimos algo respecto de ella, y también antes lo hemos hecho, aunque
conscientemente no podamos afrontarla y describirla. La presencia de esa realidad
reprimida hace que tendamos a evitar los sentimientos desagradables en el presente.
Como codependientes, somos personas inmaduras en cuerpos de adultos.
Nuestro cuerpo físico es adulto, pero nuestros sentimientos y pensamientos son
inmaduros, temerosos y confusos. La diferencia entre nuestro aspecto externo y
nuestra realidad interna genera una tensión y un dolor con los que es difícil tratar.
Los codependientes suelen derivar hacia una adicción, una enfermedad física o una
enfermedad mental, para ahogar o suprimir esos sentimientos penosos.

Las adicciones

Creo que, en algunas personas, la adicción deriva de los síntomas nucleares


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de la codependencia. Cualquier proceso que alivia una realidad insoportable puede
volverse adictivo. Las sustancias o conductas que reducen nuestro malestar
adquieren prioridad en nuestra vida, sustrayéndonos cada vez más tiempo y
atención. Finalmente, esa sustancia o conducta puede tener consecuencias dañinas
que a menudo preferimos ignorar, puesto que no queremos renunciar a tales
«analgésicos». Aprendemos a ahogar o tapar nuestra realidad indeseada con uno o
más procesos adictivos, que se convierten en fuerzas destructivas con vida propia.
El alcoholismo, la dependencia de otras sustancias químicas, la ingesta
excesiva de comida y otras adicciones son enfermedades en sí mismas, pero también
resultados de una codependencia básica. Creo que a veces los codependientes
empiezan a usar el alcohol, la droga, la comida y otras compulsiones para tapar esa
realidad penosa adicional que la mayoría de los no codependientes no experimentan.
Más tarde, los codependientes pueden volverse adictos a las sustancias que
utilizan para ahogar el dolor y la vergüenza generados por sus problemas de
codependencia.
Siempre insisto mucho en que los hombres y mujeres en recuperación de
una dependencia a sustancias químicas examinen si son o no codependientes
además de adictos. Si una persona adicta es codependiente e ignora los rasgos de
codependencia que hay en su vida, y por lo tanto la necesidad que tiene de
recuperarse de ellos, es difícil que pueda dar los pasos requeridos para superar su
adicción o sus adicciones. Al alcohólico o adicto que logra permanecer sobrio, la
vida puede resultarle muy dura y quizá muy desdichada, a menos que también se
recupere de la dependencia, y no sólo de la adicción química. No obstante, para el
proceso de recuperación es vital llegar primero a la sobriedad o la abstinencia, que
permite que los sentimientos «anestesiados» surjan, sean asumidos y reconocidos.

La enfermedad física

Si, por alguna razón, no condescendemos en buscar alivio en una adicción,


nuestros sentimientos no reconocidos ni ahogados muy probablemente se
expresarán de alguna forma menos consciente y más difícil de encontrar. El
Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM) denomina «trastornos
somatoformes» a estas expresiones físicas del estrés. Se trata de síntomas
crónicos persistentes que los médicos no pueden curar. Muchas personas padecen
una enfermedad de este tipo tras otra. A mi juicio, lo que produce muchos de estos
síntomas es la tensión de evitar el dolor de asumir nuestra propia realidad, y de no
aprender a experimentar y expresar nuestros sentimientos.

La enfermedad mental

La realidad de lo que nos sucedió en la infancia puede ser horrible y


extremadamente traumática. Para sobrevivir, algunas personas tienen que
abstenerse por completo de conocer y experimentar sus sentimientos acerca de
esa realidad. En algún nivel, estos individuos temen tanto que esa realidad tan
penosa surja en su vida consciente, que inconscientemente «reestructuran» su
mundo mental de un modo muy distorsionado, para evitar el dolor de encarar lo
que ha sido o aún es. Y esta «reestructuración» se manifiesta como enfermedad
mental o conducta psicótica. La idea de este proceso de reestructuración es: si
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puedo vivir fuera de la realidad normalmente aceptada, las cosas horribles que soy
incapaz de afrontar y que me sucedieron en el pasado simplemente dejan de existir
para mí; si sucedieron, ya no me importan.

La evitación de la realidad y los síntomas nucleares

Niveles inadecuados de autoestima: el proceso adictivo se puede utilizar


para tapar el dolor de sentirse «menos que» otras personas. Por otra parte, el abusador
arrogante, ostentoso, quizá se vuelva adicto a evitar el dolor de la soledad y la vergüenza
que amenazan con emerger y asestar un golpe a su imagen de superioridad.
Dificultad para asumir mi realidad: cuando no quiero conocer o sentir emociones
respecto de lo que fue o es, y neutralizo mis sentimientos, mi cuerpo los expresa a
través de una enfermedad física, o me aparto mentalmente de ciertos aspectos de la
realidad.

Capacidad deteriorada para mantener relaciones íntimas

Una de las características propias de los codependientes es la dificultad de


relacionarnos con otras personas (y también con nosotros mismos y con un poder
superior). Intimidad significa que puedo decirte quién soy, y permitirte que me lo
digas, sin que ninguno de los dos trate de cambiar al otro. La intimidad también
supone un intercambio. Una persona da y la otra recibe. A veces las dos cosas ocurren
al mismo tiempo. Cuando le digo a alguien « ¿Puedo darte un abrazo?», me aproximo
a él y lo nutro. Cuando pregunto « ¿Me darías un abrazo?», le pido al otro que se me
acerque e intime conmigo. Durante un abrazo, los dos intimamos físicamente el uno con
el otro, pero uno de nosotros da y el otro recibe, según lo que cada cual haya pedido.
La intimidad con otra persona puede experimentarse en todos los ámbitos de
la realidad: podemos intercambiar contacto, tanto sexual como afectuoso, en un nivel
físico. Podemos dar a conocer nuestros pensamientos y sentimientos, y podemos
hablar de nuestra conducta, reconociendo con el otro lo que hemos hecho y lo que
no hemos hecho.

Una capacidad deteriorada para mantener la


intimidad y los síntomas nucleares

Niveles inadecuados de autoestima: si yo estoy en la posición de «menos que»,


creo que el otro es más importante que yo. Cuando me comparo con él, no estoy a su
altura, de modo que no puedo comunicarme con franqueza y de un modo íntimo,
porque temo que descubra lo incapaz que soy. Si mi posición es de «mejor que», a
menudo envío mensajes indicativos de que juzgo y condeno, de modo que para el otro
resulta inseguro ser quien es, y arriesgarse a la intimidad conmigo.
Límites deteriorados: cuando en una relación me muestro victimizada u ofensiva, la
intimidad queda bloqueada. Sin un límite interno, no puedo escuchar lo que el otro dice
que es, ni lo que piensa que soy yo, y decirle quién soy.
Dificultad para asumir la realidad: si no sé reconocer lo que pienso, siento o hago,
no puedo comunicarle al otro quién soy. Y si necesito que el otro sea quien me defina,
trataré de cambiar lo que piensa, siente o hace, para que me defina como yo quiero.

45
Obviamente, esta conducta poco honrada y manipuladora no permite el desarrollo de
una verdadera intimidad.
Dificultad para satisfacer las necesidades y los deseos: si me apoyo demasiado en
el otro para satisfacer mis necesidades y deseos, la intimidad se empantana, porque el
otro se convierte en mi cuidador, y yo me vuelvo dependiente e infantil. Entonces
nuestra relación se asemeja a la de madre e hijo, y no podemos vincularnos en un nivel
adulto.
Si yo soy una antidependiente y nunca pido ayuda, la intimidad también está
bloqueada, porque no puedo decirle al otro lo que quiero o necesito. Si no percibo mis
necesidades y deseos, no cuido de mí misma. No estoy en contacto con lo que soy, y
cada vez es menor la parte de mi realidad que puedo dar a conocer a los otros.
Dificultad para experimentar y expresar la realidad con moderación: si avasallo
al otro con mis emociones intensas, lo expongo a mis soluciones extremas o lo amenazo
con mis conductas extravagantes, la intimidad no puede florecer. Incluso cuando
comunico quién soy, lo hago de modo enfático y aterrador, lo que indica que estoy
tratando de cambiar al otro, conducta ésta incompatible con la verdadera intimidad.
Y a esa persona, el estrés de relacionarse conmigo cuando soy así le resulta abru-
mador, por lo cual la intimidad se vuelve sumamente improbable. Por otro lado, si la
aburro o le cierro la puerta con la frialdad de mis emociones, la intimidad también muere.
Si pienso, siento y actúo en un nivel inmaduro, una relación amorosa puede convertirse
en un remedo de la relación entre madre e hijo o padre e hija, haciendo que la
intimidad adulta sea imposible. Si actúo, pienso y siento en un nivel maduro en la
superficie, pero controlador, la relación amorosa también puede convertirse en un
remedo de una relación entre adulto y niño. La verdadera intimidad entre adultos se
basa en la espontaneidad, la alegría, la responsabilidad, el respeto y muchos otros
factores que es difícil que coexistan con una vida vivida en los extremos

¿De qué punto de nuestra historia provienen


estos síntomas saboteadores?

Para recuperarse de la codependencia es necesario ver la fuente de estos


síntomas, a fin de comprender el poder que tienen en nuestra vida. Muchos
codependientes creen que sus reacciones excesivas o sus sentimientos congelados
son sencillamente características personales, y buscan técnicas o procuran aprender
habilidades sociales que los ayuden a superar esas peculiaridades. Pero, a mi
juicio, lo que nos libera del ciclo de sabotaje que hace nuestras vidas tan
ingobernables y tan dolorosas es ver nuestra historia, identificando los incidentes
específicos que suscitaron inicialmente los sentimientos abrumadores y encontrando un
modo de asumir y expresarlos.
La segunda parte del libro explora la naturaleza del niño, y describe el modo
como las familias funcionales y disfuncionales inciden en el proceso de la maduración
infantil. En las páginas siguientes el lector podrá comenzar a indagar en sus propias
experiencias de la infancia, buscando los incidentes que lo llevaron a convertirse en
un adulto codependiente, y no en un adulto maduro.

46
II PARTE

LA NATURALEZA DEL NIÑO

4.-U N N IÑ O PR E CIO S O EN U N A FA MIL IA FUN C ION AL

Cuando los niños nacen, tienen cinco características naturales que hacen de
ellos auténticos seres humanos: son valiosos, vulnerables, imperfectos, dependientes
e inmaduros.
Tabla I. Desarrollo de las características naturales
del niño como características del adulto maduro

Características naturales
Características del adulto maduro
del niño

Valioso Autoestima de fuente interior

Vulnerable Vulnerable, con protección (límites funcionales)

Responsable de las imperfecciones, y espiritual.


Imperfecto Capaz de pedir ayuda a un poder superior para
superar las imperfecciones

Dependiente (tiene Interdependiente y capaz de satisfacer


necesidades y deseos) adecuadamente necesidades y deseos

Inmaduro Maduro para su nivel de edad

Todos los niños nacen con estos atributos. Los progenitores funcionales los
ayudan a desarrollar adecuadamente cada uno de estos rasgos para que lleguen a
la adultez como personas maduras y funcionales que se sientan bien consigo
mismas.
Además, los niños tienen otras tres cualidades que les permiten madurar
adecuadamente o sobrevivir y desenvolverse con éxito, aunque padezcan abusos
notables: a) tienen que centrarse en sí mismos para su desarrollo interno; b) cuentan
con la energía ilimitada que les permite realizar el muy duro trabajo del
crecimiento, y c) son adaptables, de modo que atraviesan con facilidad el proceso
de la maduración, que requiere ajuste y cambio constantes. Una familia funcional
acepta estos rasgos del niño, y lo respalda mientras pasa por las sucesivas etapas
del desarrollo.
Un niño es valioso
Una familia funcional no valora a ningún miembro ni a ningún elemento
ajeno más que a sus niños, y éstos son valiosos para ella simplemente porque han

47
nacido. No es necesario que hagan nada para que la familia les reconozca valor.
Pero esta familia tampoco valora al niño más que a cualquier otro miembro. Todos
los miembros son igualmente valiosos.
Al principio de sus vidas, los niños no tienen ningún autoconcepto, y son como
pizarras en blanco sobre las que se escribirán las lecciones de «cómo vivir». El
desarrollo de la personalidad no contiene implícita ninguna pauta de conducta.
Habitualmente, ellos aprenden interactuando, primero con la madre y después con
la madre y el padre. Absorben la estima en que los tienen los progenitores, y esta
estima de los padres, internalizada, se convierte en la base de la autoestima. Los
niños sanos pueden estimarse tal y cómo los estiman los padres, sobre la base de
su sencilla existencia, y no por lo que hagan o dejen de hacer. Saben que nacieron
preciosos, que bastan por sí mismos, y se sienten fuertes.
De qué modo una familia funcional respalda la valía de los niños
Bobby nació en un sistema familiar funcional. Sus padres lo trataron como a
algo precioso, y ya en la adultez aprendió a generar su propia sensación de que era
precioso, su propio sentido intrínseco de valor. Sabrá hacerlo gracias al
entrenamiento parental funcional.
Por ejemplo, una noche la madre de Bobby le dijo con un tono tranquilo pero
firme: «Son las ocho y media, y es hora de que vayas a dormir».
Bobby respondió: «No quiero ir a dormir».
«Comprendo que no quieras ir a la cama», dijo la madre, «pero tienes que ir
porque sólo tienes ocho años y es necesario que duermas mucho. Mañana será un
gran día. Sé que esto es lo mejor para ti, aunque comprendo que no quieras hacerlo.
No está mal que no quieras hacerlo. Pero puedes ir a la cama de diferentes modos, y
elegir el que más te guste» (es decir, puedes ir por ti mismo o con mi ayuda).
A esto lo llamo «compartir poder con el niño». El progenitor evita la postura
disfuncional de decirle que no y decirse sí a sí mismo, lo que para el niño equivale a
«sólo puedes hacer lo que yo quiero que hagas, no lo que tú mismo quieres» se le
concede al niño cierta libertad de elección, en el seno de una estructura nutricia (es
nutritivo dormir lo suficiente), lo cual representa un enfoque de poder compartido
para abordar el conflicto entre el progenitor y el hijo.
En esta familia funcional, la respuesta de la madre es respetuosa, por
distintas razones:
• Ella reconoce haber oído lo que el niño dijo acerca de lo que él quería y sentía.
• Le explica al niño la regla y su razón.
• Le dice cómo lo ayudará a cumplir con esa regla, ofreciéndole opciones para
irse a dormir.
• Hace lo que le dijo a Bobby que haría y es físicamente firme con él, pero sin
dañarlo. Lo alza y lo lleva, o le da la mano y lo acompaña a su habitación,
donde insiste en que se acueste.
• Si Bobby no respondiera de modo positivo cuando le dicen que es la hora de
acostarse, podría tener algunas consecuencias desagradables al día
siguiente, por haberse acostado tarde y no dormir lo suficiente. Esas
consecuencias corresponderán a lo que haya hecho o no hecho con res-

48
pecto a la regla de la familia. Por ejemplo una consecuencia podría ser que no
hiciera algo después de clase, por no haber descansado lo suficiente la
noche anterior.
Como la regla es moderada, tiene sentido y existe una razón para ella, el
progenitor realiza un buen cuidado parental o, en otras palabras, insiste en que el
niño se cuide a sí mismo. La madre de Bobby lo trata de este modo respetuoso pero
estructurado, reconociendo su valor, y Bobby empieza a estimarse desde dentro,
comienza a desarrollar autoestima.
Además, el niño aprende que ante los problemas de la vida hay distintas
opciones. Muchos codependientes han perdido de vista el concepto de elección, y
piensan que en ciertas cuestiones «no tienen alternativas». Además, el niño toma
contacto con el concepto de que el poder se puede compartir con otro. Más adelante, si
Bobby se casa y él y la esposa disienten acerca de algo, podrán negociar opciones
para compartir el poder o buscar una «solución de transacción» al respecto.
Un niño es vulnerable
Los niños no tienen sistemas de límites completamente desarrollados, y deben
confiar en que sus padres los protejan. Son vulnerables en extremo, y necesitan la
protección de los cuidadores en los ámbitos físico, sexual, emocional, intelectual y
espiritual. Aprenden a protegerse a sí mismos y escogen momentos seguros para ser
vulnerables en las relaciones, experimentando la protección y la vulnerabilidad de los
cuidadores funcionales. Por protección entiendo que los cuidadores reconocen y
respetan los derechos del niño a su propio cuerpo, sus propios pensamientos, sus
propios sentimientos y su propia conducta, incluso mientras los progenitores los guían
hacia una realidad más funcional; también entiendo que cuando alguien (por ejemplo,
un vecino, un maestro, un niño mayor) se comporta de un modo abusivo con la criatura,
los cuidadores intervienen y brindan protección. Nunca toman partido por el ofensor
y contra el niño.
Además, el niño verá que también los progenitores son vulnerables y se
comunican, y aprenderá cuáles son los momentos adecuados para la intimidad con
límites funcionales.
De qué modo una familia funcional protege la
vulnerabilidad de los hijos
Los padres de Susan son adultos funcionales con sistemas de límites que les
permiten actuar de forma adecuada con la niña. Los límites protegen todas las partes
de la realidad de Susan, Sus cuidadores no la atacan y se comportan con ella de un
modo adecuado en términos físicos, sexuales, intelectuales, emocionales y
conductuales. Cada uno de los progenitores se esfuerza por demostrar un sistema de
límites propio, para que también Susan desarrolle uno que la proteja. Un signo de la
familia funcional es que los niños están protegidos — no excesiva ni insuficiente
mente protegidos — de las conductas abusivas, mientras se los ayuda a construir
límites fuertes pero flexibles. Susan creció teniendo como modelos esos sistemas
de límites completos de los padres, de modo que desarrolló uno propio que le
permite ser vulnerable a otras personas cuando hace falta, pero también le brinda
protección contra el abuso.
El sistema de límites también impide que Susan ofenda a otros. Sus padres
49
le enseñaron que ella puede tener sobre otras personas una influencia positiva o
negativa. Ha aprendido a ser sensible y oportuna cuando da a conocer su realidad;
sabe que, así como ella tiene derecho a una realidad protegida, lo mismo ocurre
con todos los demás.

50
El niño es imperfecto
Es absolutamente esencial que se tome en cuenta la característica de la
imperfección de la criatura. Los niños son falibles: mientras aprenden y crecen
cometen errores constantemente. Son más imperfectos que los adultos. No tienen
un tiempo de vida ni una experiencia que les permitan hacer frente a algunas de
sus imperfecciones y hacer mejor las cosas.
Pero quiero subrayar lo siguiente: en una familia funcional, los miembros
saben que todos somos imperfectos. Ser imperfecto es la naturaleza del ser
humano.
Cómo apoya al niño imperfecto la familia funcional
En una familia funcional, todos saben que ningún miembro es perfecto, y que
en especial no lo son los padres. Los padres funcionales aceptan que pueden
cometer errores, y no pretenden establecerse como el dios y la diosa de la familia.
Admiten que deben rendir cuentas por sus acciones inadecuadas. Cuando se
equivocan (como sin duda lo harán, porque son imperfectos), y ese error afecta a
algún niño de modo adverso, enmiendan lo que ha sucedido, del mismo modo que los
adultos funcionales rectifican ante los otros adultos a los que puedan haber
perjudicado. A mí misma me resulta necesario, de vez en cuando, admitir mis errores,
disculparme y reparar lo que sea con mis hijos. Los padres ejemplifican con acierto
el hecho de que la imperfección de las personas es universal, de modo que tampoco
ellos esperan que los niños sean perfectos. Cuando los hijos cometen errores o les
hacen daño a otros, se les enseña a reparar la falta. Por ejemplo, recuerdo cierto
incidente en el que uno de mis hijos atacó físicamente a su hermano y le expliqué
que golpear, dar patadas y tener otras conductas abusivas no eran aceptables en
nuestro hogar, pero todo ello sin dejar de brindarle apoyo, para que supiera que él
era un miembro valorado de la familia. A continuación le dije que debía disculparse
con su hermano y comprometerse a no reincidir en ningún ataque físico. No estaba
aún dispuesto a disculparse, y le di tiempo para que tomara la decisión. Finalmente
se disculpó, y ha estado trabajando en el desarrollo de sus límites físicos para
abstenerse de ser agresivo.
Los padres funcionales también tienen que ser lo bastante observadores
como para no pedirle a un niño que rectifique cuando esto no corresponde; tienen
que estar verdaderamente seguros de que el niño debe una disculpa. A veces el niño
siente que no ha ofendido a la otra criatura, y que el progenitor no comprende lo que
ha sucedido. Y como todos los niños son a veces manipuladores, el niño «ofendido»
podría haber falseado los hechos, en cuyo caso no procedería ninguna disculpa. Por
ejemplo, la pequeña Jody es un tanto retraída y reservada, y su hermana, Tracy,
muy agresiva y extrovertida. Cuando Jody está enojada con Tracy quizá no sepa
expresarlo de un modo directo, pero lo hace de un modo indirecto y encubierto, por
ejemplo «olvidando» dónde puso el juguete que su hermana le había prestado. Sabe
que cuando hace esto, Tracy se descontrola y tiene una rabieta. Cuando Tracy
pierde los estribos, ataca a Jody, gritando por ejemplo, «Mejor que me devuelvas
mi osito, o ya verás» mientras la golpea en el brazo. Entonces la pequeña Jody,
retraída, tímida, pone cara de ofendida, inocente y herida. Es necesario que los
padres conozcan a cada niña lo suficiente como para que por lo menos verifiquen
cuál ha sido la conducta de ambas. Si Tracy dice «No, no me disculparé, Jody fue

51
quien empezó», el progenitor funcional la escucha. Una vez concluido el episodio,
los padres hacen que las hermanas se disculpen recíprocamente cuando es
necesario. A Tracy se la orienta hacia modos de expresar la cólera más aceptables
que gritar y golpear, y a Jody se le enseña que ocultar o «perder» las pertenencias
de otra persona a propósito es un modo tan impropio de expresar el enfado como
dar golpes.
No pretendo que éstas sean situaciones fáciles cuando se trata de niños
reales, vivos, imperfectos, pero digo que el proceso de abordar de modo justo y
directo la cuestión de las imperfecciones de los niños y de la importancia de reparar
es en sí mismo funcional, aunque ningún padre pueda realizar ese proceso a la
perfección.
Además de aprender a tratar con las imperfecciones propias y de los otros, a
Jody y Tracy se les enseña a cumplir con las reglas, y lo que deben hacer cuando
los otros las incumplen. Pero a estas niñas nunca se las ataca «en lo que son»,
aunque no respeten esas reglas, y el mensaje es que, a pesar de su conducta
imperfecta, ellas son personas maravillosas, preciosas. Su valía y su mérito nunca
se discuten, ni se las avergüenza exageradamente por sus imperfecciones.
No se trata de que no tengan que cumplir con las reglas: desde luego, deben
rendir cuentas. Si Jody pierde el juguete de Tracy se le enseña a buscarlo, o
reemplazarlo en el caso de que no lo encuentre. Si derrama la leche, se le enseña a
limpiar la mesa. Si Tracy se exaspera y enoja con la hermana, se le enseña a
expresar su cólera sin golpes. Si rompe la ventana del vecino con la pelota, se le
dice que se disculpe y que reponga el vidrio. De este modo, Jody y Tracy aprenden a
ser adultos que tienen autoestima y pueden asumir su propia imperfección sin dejar
de experimentar desde dentro que son algo precioso. Sin que medie ninguna
discusión interior, saben que son seres humanos maravillosos — falibles pero
maravillosos.
Creo que tener modelos vivos del modo adecuado de abordar la imperfección
es extremadamente importante, porque parece que el niño sólo aprende a ser
responsable y espiritual como adulto cuando sus padres reconocen sus propias
imperfecciones, las asumen y demuestran que son culpables y que tienen la
vulnerabilidad de disculparse con el mismo niño y con los otros adultos de la
familia. Hablo de aprendizaje de la espiritualidad, porque sólo si nadie es un dios o
una diosa en la familia queda un lugar en la vida del niño para el espíritu y un poder
superior que trascienda al núcleo familiar. Al rendir cuentas por sus
imperfecciones, y pedir ayuda a un poder superior para remediarlas, los padres le
indican al hijo el camino hacia ese poder. Cuando los padres no admiten sus errores
ni rinden cuentas de ellos, asumen el papel de poder superior ante el niño, bloqueando
de ese modo la senda hacia el poder superior verdadero.
El niño es dependiente (tiene necesidades y deseos)
Los niños dependen de otras personas para satisfacer sus necesidades primarias
de supervivencia. También necesitan de otros para satisfacer sus deseos. A fin de no
complicar las cosas, abordo sólo unas pocas necesidades con dependencia
fundamentales:
 Comida

52
 Ropa
 Casa
 Nutrición física
 Nutrición emocional (tiempo, atención y orientación)
 Atención médica y odontológica
 Información y orientación sexuales
 Información y orientación económicas
Éstas son importantes necesidades con dependencia de toda persona. Una
familia funcional las satisface, y mientras el niño crece, los padres le enseñan a
atenderlas por sí mismo. Las primeras son evidentes de por sí, pero quiero examinar
de modo más detallado la nutrición emocional, la información y la orientación
sexuales, y la información y orientación económicas.
Creo que la necesidad de nutrición emocional es quizá la más importante del
niño, una vez satisfechas las necesidades de comida, ropa, casa y atención médica y
odontológica. La necesidad de nutrición emocional se refiere al tiempo y la atención que
es preciso que los otros le dediquen al niño, para que éste sepa que importa y se
sienta «oído» y visible. Para satisfacer esta necesidad también se requieren dos tipos
de información: primero, información sobre quiénes somos, y segundo, sobre cómo
hacer las cosas — acerca de todo lo que hay que hacer en la vida (por ejemplo, ganar
amigos, vestirse, mantenerse limpio, ser varón o mujer).
Los niños que reciben una nutrición emocional suficiente desarrollan un
sentido de quiénes son, un sentido interior de identidad. Esto ocurre de dos modos.
Primero, el niño se convierte en quien los padres le dicen que es, en razón de las accio-
nes y palabras de los progenitores respecto de él. Segundo, el niño adquiere un
sentido de identidad observando al progenitor y porque éste le dice quién es él (el
progenitor).
Por ejemplo, una madre repite con frecuencia: «Creo que decir la verdad es
siempre lo mejor, aunque cueste». Los hijos recuerdan que a veces ella dijo la verdad
cuando era difícil. A menudo les dice lo que realmente piensa, y ha sido consecuente
con su conducta hasta el final. Los niños absorben este valor por sí mismos.
La información y la orientación sexuales son también una necesidad importante
de los niños. Primordialmente necesitan apoyo e información con respecto a su propio
desarrollo sexual, físico y emocional. El medio familiar tiene que permitir que el niño
explore y aprenda sobre sí mismo y sobre las partes sexuales de su cuerpo. Por
ejemplo, los niños se desarrollan sexualmente cuando aprenden el hecho de que
tocarse ciertas partes del cuerpo es agradable. Tiene mucha importancia que se les
permita ese desarrollo sexual de un modo moderado, sin que nadie los avergüence
desmesuradamente. También necesitan información sobre qué es el desarrollo sexual.
También es necesario informarles sobre el valor del dinero: cómo trabajar para
ganarlo, cómo ahorrarlo, cómo gastarlo, cómo invertirlo, cómo se pagan las cosas. Creo
que el niño debe tener, en algún momento, una cuenta bancaria. También creo que debe
participar en algunas decisiones familiares relacionadas con la economía. Por ejemplo,
los padres podrían convocar a una «reunión de familia» con los hijos, y decir algo así
como: «Vamos a ir de vacaciones el mes que viene. Tenemos tanto dinero, y nos hemos
reunido para ver cómo vamos a administrarlo».

53
Los niños nacen con un manual metafórico de «aptitudes para la vida» que tiene
todas sus páginas en blanco. Adquieren los conocimientos básicos acerca del ser y el
hacer mediante el intercambio directo y la comunicación específica entre ellos y los
padres.
Mediante el método del ensayo y el error, aprendemos qué «deseos» nos brindan
placer en la vida. Los niños desean cosas no necesarias para la supervivencia, tales
como los juguetes, los helados, cierto tipo de calzado para ir a la escuela, etc. Cuando
se satisfacen esos deseos, el niño se da cuenta de si son realmente importantes o no;
la magnitud del placer o la satisfacción que experimentan les da la clave. Y así
desarrollan preferencias por ciertas marcas de bebidas sin alcohol, de cereales para el
desayuno, por ciertas ropas, ciertas películas, etc. Más tarde aplican este mismo
procedimiento a los grandes deseos que pueden cambiar la totalidad de su
vida e impulsarlos en una dirección diferente: los relacionados con la
carrera, el matrimonio, la paternidad o la maternidad, etcétera.
De qué modo la familia funcional satisface los
deseos y las necesidades del niño
Johnny nace en una familia funcional; los padres no sólo responden a
sus necesidades básicas sino que se adelantan a ellas, y están preparados
para satisfacerlas, especialmente cuando es muy pequeño. A medida que
crece, la vigilancia de los progenitores puede reducirse. Y cuando aprende a
hablar, los padres ya no tienen que observarlo tan atentamente, porque el
propio niño les dice qué es lo que quiere.
Un ambiente familiar de este tipo alienta el desarrollo de adultos
interdependientes, que pueden reconocer sus propias necesidades y
deseos, responder a ellos y atenderlos; cuando la necesidad o el deseo
requieren la ayuda de otros, no vacilan en dirigirse a las personas seguras y
apropiadas.
En una familia funcional suceden dos cosas. En primer lugar, los adultos
saben identificar sus propias necesidades y deseos. En segundo término,
también reconocen cuándo surgen una necesidad o un deseo legítimos que
no pueden atender por sí mismos, ante lo cual piden ayuda a otras personas
seguras. Esta satisfacción recíproca de las necesidades y los deseos se
denomina interdependencia.
Por ejemplo, yo no puedo abrazarme a mí misma. Por lo general,
solamente el abrazo de otra persona satisface mi necesidad de nutrición
física. Ni siquiera darse un baño de inmersión con burbujas satisface la
necesidad de ser abrazado. Es mucho mejor y más satisfactorio que me
abrace mi esposo o una amiga. Cuando sé que necesito un abrazo, lo pido.
El niño es inmaduro
Los niños se meten los dedos en la nariz en el supermercado, les gritan malas
palabras a sus hermanos y hermanas frente al cura que visita a la familia, y discuten
y hablan en voz alta en restaurantes formales y silenciosos. Se pelean en el asiento
trasero durante un largo viaje; tienen necesidad de ir al baño cuando acabamos de
dejar atrás una estación de servicio y no habrá otra en los próximos ciento
cincuenta kilómetros. Un padre o una madre que se sienten sorprendidos, enfadados o
54
preocupados porque su hijito de ocho años «se porta como un niño» no toman en
cuenta esta característica natural básica de la inmadurez.
De qué modo una familia funcional atiende la
inmadurez del niño
Las familias funcionales reconocen que esta inmadurez es natural. Los padres o
cuidadores funcionales saben qué corresponde esperar en cada nivel de edad, desde
que el niño es bebé hasta que atraviesa la adolescencia, y le permiten ser niño; no
esperan que sea un pequeño adulto perfecto. No esperan que el niño actúe con más
madurez que la propia de su edad, ni que se comporte o asuma responsabilidades de un
modo que es sólo adecuado en chicos mayores, ni tampoco consienten conductas
propías de criaturas más pequeñas. Cuando un niño se comporta de un modo que está
claramente por «debajo» de su nivel de edad, los padres lo ayudan funcionalmente a
volver a actuar como corresponde.
Si Janie, de ocho años, tiene una rabieta y permanece tendida en el piso de la
sala de estar, los padres no le pegan ni la atacan verbalmente por ello. Afrontan el
estallido, intervienen y la ayudan a encontrar una solución a su problema. Uno de
ellos se acerca a la niña y le dice, más o menos: «Dime qué te sucede, por qué estás
tendida en el piso, y gritas, lloras y haces todo este alboroto». La cólera y la conducta
de la niña no son ignoradas, y a Janie le ayudan a volver a actuar como corresponde
a su edad.
Por lo general me sorprende lo bien que mis hijos responden a este enfoque. En
cambio, no reaccionan bien si los ataco y les digo « ¡Basta con ese modo estúpido,
infantil, de comportarse! ». Pero cuando les pregunto severamente qué les sucede, es
notable la forma como termina todo el episodio. Creo que eso es en realidad lo que ellos
buscan.
En una familia funcional, a Janie la ayudarán a actuar como corresponde a su
edad, pero no como si fuera mayor. Los padres no esperan que, cuando tenga un
problema, se dirija a ellos sin llorar, se siente y explique lo que la perturba de fin modo
racional y bien articulado. Ella actúa como corresponde a su edad. Y así logra tener
una infancia.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando sobre estas cinco características naturales de
todos los niños incide un quehacer parental disfuncional? ¿De qué modo estas
características derivan hacia los síntomas de la codependencia, en lugar de
convertirse en rasgos adultos maduros?

5.- EL NIÑO PRECIOSO EN UNA FAMILIA DISFUNCIONAL


En nuestra sociedad hay muchos valores culturales inconscientes contrarios al
niño, y quienes nos consideramos buenos padres a menudo nos comportamos de
manera disfuncional con nuestros hijos, aunque les digamos que lo hacemos «por su
propio bien».
Incluso cuando, como codependientes en recuperación, examinamos nuestras
propias historias e intentamos comprenderlas, quizá tengamos que cambiar algunos
de nuestros valores culturales heredados concernientes a lo que es un quehacer

55
parental aceptable o inaceptable.
Los tres atributos de los niños que he mencionado en el capítulo anterior (están
centrados en sí mismos, tienen una energía interminable y son adaptables) forman
parte de la dotación de todo niño para vivir su proceso madurativo. En las familias
disfuncionales, esas tres herramientas vitales se utilizan contra el niño. Los
progenitores disfuncionales suelen atacarlo diciéndole que es anormal por estar
centrado en sí mismo. Los padres disfuncionales quieren que sus hijos se centren en
los progenitores, que pretenden satisfacer sus propias necesidades. No obstante, para
que se desarrolle de un modo funcional, es esencial que el niño esté centrado en sí
mismo de un modo sano. Y cuando los niños luchan por adaptarse a lo que quieren
los padres, su desarrollo sano se retarda.
El proceso del abuso agota la energía con la que el niño tiene que contar para el
trabajo del crecimiento. Cuando a un niño no se le permite ser lo que es en verdad, la
aptitud sana para adaptarse y cambiar se orienta de un modo incorrecto, y se le fuerza
a iniciar el enorme proceso de adaptación a la codependencia.
De adultos ya no estamos centrados en nosotros mismos, no contamos con la
energía interminable y la adaptabilidad de la niñez. Esto es así para todos los adultos,
pero en los adultos funcionales esos atributos han cumplido con su función en el
proceso del crecimiento normal, y ya no se los necesita tanto.
La recuperación de la codependencia se parece mucho a un proceso de
crecimiento: tenemos que aprender a hacer lo que nuestros progenitores
disfuncionales no nos enseñaron, es decir, apreciarnos adecuadamente a nosotros
mismos, establecer límites funcionales, tomar conciencia de nuestra realidad y
reconocerla, atender nuestras necesidades y deseos adultos, y experimentar nuestra
realidad con moderación. Para estimarnos y tomar conciencia de nuestra realidad,
necesitamos estar centrados en nosotros de un modo saludable; pero cuando
comenzamos a desarrollar algún auto-centramiento quizá suframos el ataque de otras
personas de nuestra vida, que pueden interpretarlo como «egoísmo». Se necesita
una gran energía para establecer límites funcionales y atender nuestras necesidades y
deseos; al tratar de hacerlo, nos daremos cuenta de que ya no contamos con toda esa
energía necesaria. También se necesita adaptabilidad para cambiar nuestras antiguas
pautas codependientes y aprender nuevos modos de vivir, pero quizá descubramos
que nos cuesta mucho modificar nuestra manera de pensar y de expresar los
sentimientos. Como los atributos infantiles del auto-centramiento, la energía
abundante y la adaptabilidad han perdido parte de su fuerza, ya no podemos aplicarlo
a nuestros esfuerzos de crecimiento, lo cual dificulta la recuperación de la codepen-
dencia.
Además de orientar de modo incorrecto esas tres aptitudes, los cuidadores
disfuncionales no responden adecuadamente a las cinco características naturales de
los niños: el valor, la vulnerabilidad, la imperfección, la dependencia y la inmadurez. En
lugar de ello, estos cuidadores ignoran o atacan al niño en la esencia de lo que es,
creándole una intensa experiencia de vergüenza. Cuando el niño pierde contacto con
la sensación interior de que tiene capacidad y valor, a pesar de sus errores, sus
necesidades o su inmadurez, experimenta una vergüenza desmesurada.
Por ejemplo, Paul, de cinco años, comete un error en el picnic de la empresa del

56
padre, y derrama su bebida sobre los zapatos de alguien. Sam, el padre, basa su
autoestima en la conducta del niño en público, y se siente avergonzado porque Paul no
ha sido perfecto, de modo que le grita, le dice que es estúpido, torpe, por haber
derramado su vaso. Cree que está utilizando técnicas aceptables de quehacer
parental para enseñarle a su hijo a ser más cuidadoso en público, confiando en que de
este modo, de adulto, será un ciudadano mejor.
Pero después de esto, el pequeño Paul se derrumba emocionalmente, siente una
vergüenza intensa y pierde contacto con cualquier sensación de propio valor. No se le
ha enseñado a disculparse por el error. Se identifica con la vergüenza del padre: «Si
papá está tan avergonzado y enojado, seguramente yo no valgo nada».

El vínculo entre las características naturales del


niño y los síntomas de la codependencia

Los niños son por naturaleza inocentes, inexpertos ingenuos, y creen que sus
cuidadores «no pueden equivocarse». Pero en realidad los cuidadores a menudo atacan
o maltratan al niño por tener los rasgos normales de la imperfección, la dependencia y
la inmadurez. Como resultado, el niño pierde su propia sensación de ser valioso
(puesto que no ve que la falta está en el cuidador). Además, el hecho de que haya
abuso significa que los progenitores no están mostrando que tienen límites, por lo
cual el niño no puede desarrollar adecuadamente los suyos propios. Cuando los
cuidadores ignoran o atacan las características naturales del niño, éste desarrolla
rasgos disfuncionales de supervivencia para no desmoronarse y seguir creyendo que
los cuidadores siempre tienen razón. Adaptan y reforman su mundo mental para que no
los anonaden los sentimientos de falta de valía y vergüenza que genera en ellos el
abuso. Los rasgos disfuncionales de supervivencia hacia los que se han extraviado sus
características naturales se convierten en los síntomas nucleares de la codependencia
cuando el niño llega a la adultez. Y yo creo que es así como se establece la
codependencia. La tabla II presenta los rasgos de supervivencia específicos que en la
adultez se convierten en los síntomas de la codependencia.

57
Tabla II: El efecto del quehacer parental disfuncional
sobre las características naturales del niño

Rasgos
Características Cuando hay
disfuncionales Que se Síntomas nucleares de
naturales del abuso pasan a
de convierte en la codependencia
niño ser
supervivencia

Dificultad para
Valioso Menos-que o mejor-que experimentar niveles
adecuados de autoestima

Demasiado vulnerable o Dificultad para establecer


Vulnerable
invulnerable límites funcionales

Dificultad para asumir y


Malo/rebelde o
Imperfecto expresar la propia realidad
bueno/perfecto
e imperfección

Demasiado dependiente
Dificultad para atender las
Dependiente: con o antidependiente. No
propias necesidades y
necesidades y deseos percibe
deseos adultos
necesidades/deseos

Extremadamente Dificultad para


inmaduro (caótico) o experimentar y expresar
Inmaduro
maduro en exceso la propia realidad con
(controlador) moderación

El valor del niño en una familia disfuncional

Una familia disfuncional es incapaz de respaldar el valor del niño. El mensaje que
se le envía por ser natural (vulnerable, imperfecto, dependiente e inmaduro) dice: «Hay
algo malo en ti. Haz lo que se espera de ti. El hecho de que no seas una persona
perfecta significa que eres un incapaz y vales menos que el resto de nosotros, que no
actuamos como niños. Este es tu problema». O bien, «Tú necesitas que yo haga tanto
por ti porque yo soy mejor que tú. Más vale que te rectifiques». Y la familia trata de
obligar al niño a hacer las cosas a la perfección, o por lo menos como la familia quiere
que las haga. A menudo lo presiona para que niegue sus propias necesidades y deseos
de tipo dependiente, a fin de que no moleste a los padres. Y no lo ayudan a actuar
como corresponde a su edad, sea porque lo empujan a comportarse como mayor o
porque le permiten hacerlo como si fuera menor.
Debido a estas actitudes, es posible que el niño nunca tenga la sensación de su
valía intrínseca, y que se sienta menos valioso que otros (en especial, que los
cuidadores principales y las ulteriores figuras de autoridad). Quizás aprenda a
valorarse sobre la base de la calidad percibida de su «hacer» o su desempeño, y no de

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su existencia. Estos niños creen que la estima proviene de cosas externas, como, por
ejemplo, las notas en la escuela, los premios que puedan obtener (en deportes o
estudios), la ropa que usan, lo bellos que son, la aprobación de los otros por sus logros
o su conducta, el novio o la novia que tienen, y así sucesivamente. Esto es estima
externa, basada en cosas que están fuera de uno mismo.
En algunos niños no parece haber baja autoestima, sino que por el contrario, se
muestran muy arrogantes y ostentosos. Esto suele deberse a un sistema familiar que
les enseña a desdeñar a otras personas, o quizás al modelo de los padres, que se
consideraban superiores. «No lo olvides nunca, nosotros somos Wilson (o Feldman,
o McAdams, o lo que sea). Somos mejores que los otros.» Entonces, aunque en esta
situación los niños pueden ser criticados y avergonzados desmesuradamente por los
padres, terminan aprendiendo a recoger estima externa ubicándose por encima de las
otras personas para encubrir sus propios sentimientos de falta de valía. Estas
personas actúan sobre la base del rasgo ostentoso, «mejor-que», arrogante, de la
tabla II.
Algunos niños desarrollan un rasgo «mejor-que» cuando sus familias los tratan
como si realmente tuvieran más valor que los otros niños de la familia, y quizás
incluso que los padres. Estos niños están en un pedestal; su imperfección es
minimizada o ignorada, y no se les enseña que todas las personas valen lo mismo.
Ellos no experimentan una baja autoestima que tengan que ocultar actuando con
arrogancia. Verdaderamente creen que son mejores. Esta entrega de poder, que es una
forma de abuso, resulta muy difícil de tratar, y puede llevar a relaciones personales
desastrosas.
A Billy, que nació en una familia disfuncional, su madre le ha dicho que es hora
de que se vaya a dormir. Él responde: «No quiero irme a la cama». La madre lo toma
del brazo, lo sacude e intenta llevarlo por la fuerza al dormitorio, mientras grita: « ¡A mí
no me hables así! Es hora de que te vayas a dormir, y no me importa lo que quieras o
no quieras ». La respuesta de esta madre indica que no respeta el hecho de que Billy
tiene valor, aunque no quiera irse a dormir. El mensaje es que no está bien para la
madre que él tenga sus propios sentimientos sinceros. Y Billy desarrolla la creencia
de que tiene muy poco o ningún valor cuando expresa su malestar por algo que no
quiere hacer.
La madre de Billy dice también: «Está bien, como no quieres irte a dormir cuando
yo te lo mando, no saldrás a jugar durante una semana». Ésta es una consecuencia
exagerada, que ignora el hecho de que ese día el niño no tiene sueño y se basa en otros
criterios que no guardan proporción con la conducta que se quiere corregir.
Billy se muestra sensible ante la idea de que es su conducta lo que determina lo
que él vale para los padres, y cree que lo que él es (un niño que no quiere irse a la
cama) carece de valía. Piensa que no es «nada bueno», porque no pudo «querer» irse
a acostar cuando se lo ordenaron. Asimismo, pronto descubre que cuando se va a la
cama animosamente y sin dilación (aunque para ello tenga que ocultar su malestar y
fingir que está contento), aparentemente sí tiene mérito y valor (de hecho, ésta es
estima externa, basada en el hacer y no en el ser). Su propia realidad de malestar queda
sin reconocer, y al niño se le enseña estima externa. Tal vez Billy desarrolle el rasgo de
supervivencia del empeño en agradar a la gente, porque no sabe estimarse a sí
mismo.

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La característica correspondiente en el adulto codependiente

Cuando el valor del niño está expuesto a un cuidado parental disfuncional que le
crea vergüenza o le entrega poder, el rasgo resultante de supervivencia está en uno
de dos extremos: se siente «menos-que» las otras personas, o adopta la actitud de ser
mejor que ellas. Ambos rasgos dan origen al síntoma nuclear adulto de la dificultad
para experimentar niveles adecuados de autoestima. Tanto la baja autoestima como la
respuesta ostentosa y arrogante al cuidado parental disfuncional surgen del mismo
problema: la falta de conciencia del propio valor.
Algunas personas experimentan este síntoma en sólo un extremo del
espectro, sea el de la autoestima baja o inexistente o el de la posición arrogante de
«mejor-que», pero otras oscilan continuamente entre ambos polos.

La vulnerabilidad del niño en una familia disfuncional

Los niños desarrollan el mismo sistema de límites que tienen los padres. Si
un progenitor es disfuncional y carece de un sistema de límites adecuadamente
desarrollado, el hijo no crea límites o sólo llega a tener límites dañados — se vuelve
«demasiado vulnerable» —. Se mete en situaciones peligrosas, sin siquiera darse
cuenta de que existe el peligro. Confía demasiado, y continúa exponiéndose a los
progenitores, a otros cuidadores e incluso a extraños que, actuando sin límites,
abusan de él. Cuando los niños imitan los muros que ven usar a sus padres,
desarrollan el rasgo de la invulnerabilidad. Estos niños se protegen del abuso
replegándose a una fortaleza de miedo o silencio, o erigen agresivamente muros de
cólera o palabras.
Una familia disfuncional abusa de la vulnerabilidad del niño al no protegerlo ni
enseñarle a evitar a los otros ofensores. Como los niños son vulnerables por naturaleza,
no han desarrollado los límites propios con los que más tarde podrían protegerse y
evitar agredir a otros.
Por ejemplo, Patsy, de diez años, un día decidió cortar camino entre la parada del
transporte escolar y su casa, pasando por el jardín de un vecino, y pisó algunas
flores. Ese vecino, el señor Henley, apareció enarbolando un rastrillo y gritándole: «
¡Vete de aquí, pequeña, antes de que te sacuda el polvo! ». Patsy salió corriendo
frenéticamente, y al llegar a su hogar le contó a la madre lo que había hecho el señor
Henley. La madre la puso como un trapo y le dijo que merecía lo que le había pasado,
por pisar las flores. En realidad, tanto el señor Henley como la madre de Patsy
trataron de modo inadecuado la imperfección de la niña.
Si bien es indudable que Patsy cometió un error, no merece que le griten ni la
amenacen con un rastrillo. Su propia falta de límites la llevó a pensar que era
perfectamente aceptable atravesar el jardín del vecino, y su falta de cuidado hizo que
estropeara las flores. Lo que Patsy necesita es que se le enseñe a respetar la propiedad
ajena. Pero los padres también tienen que defender a la niña de la respuesta abusiva
del señor Henley. Primero, no deben decirle a Patsy que mereció la amenaza, y
segundo, podrían pensar en ir con la niña a la casa del señor Henley y ayudarla a
disculparse con él, asegurándole que le enseñarán a la pequeña a que no pase por su
jardín, pero diciéndole también que no aprueban el hecho de que la amenazara a
gritos con un rastrillo. Así, acompañarían a su hija a disculparse para protegerla de
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cualquier otro posible abuso del señor Henley.

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La característica correspondiente en el adulto codependiente

Cuando la vulnerabilidad del niño está expuesta a una familia disfuncional, la


criatura adquiere el mismo sistema disfuncional de límites que tienen los padres. Por
ejemplo, si los límites de los progenitores son inexistentes o dañados, el niño es
demasiado vulnerable. Ya de adulto, continúa sintiéndose demasiado vulnerable, y
también actúa con límites inexistentes o dañados. Este adulto no puede protegerse
adecuadamente en las relaciones, ni dejar de ser ofensivo con los otros.
Si los progenitores utilizan algún tipo de muro, también el niño lo adopta,
haciéndose invulnerable. Cuando este niño invulnerable se convierte en un
codependiente adulto, ha aprendido a protegerse, no con límites sanos sino con
muros. Estos adultos se protegen del abuso de otros, pero a ellos mismos nada les
impide abusar. Además están aislados y solos, y les falta la intimidad que pueden
proporcionar las relaciones sanas.
Si un progenitor tiene límites inexistentes o dañados y el otro emplea muros,
quizás el niño oscile entre la invulnerabilidad y la vulnerabilidad excesivas. Como
codependientes adultos, estas personas continúan oscilando entre límites inexistentes
o dañados y muros, entre ser demasiado vulnerables e invulnerables, sin encontrar
un modo cómodo de relacionarse con la gente. Cualquiera de estas tres respuestas
conduce a conductas y relaciones adultas disfuncionales.

El derecho del niño a ser imperfecto en una familia disfuncional

Las familias disfuncionales no reconocen ni respetan el hecho de que los niños,


como cualquier ser humano, son imperfectos. A veces se los ataca por esta
imperfección, y reciben el mensaje de que ser imperfecto es anormal. Para responder a
esa exigencia parental de perfección tienen dos opciones posibles. Una consiste en
tratar de satisfacer el requerimiento, obedeciendo y convirtiéndose en personas
buenas y perfeccionistas. La otra alternativa es que el niño, abrumado por las
exigencias parentales imposibles de satisfacer, se rebela, negándose a cooperar y
esforzándose activamente por ser lo opuesto de lo que los padres quieren. A estos
niños, los progenitores los llaman «rebeldes» o «malos».
Por un lado, es posible que la imperfección del niño sea ignorada, con lo cual
éste nunca se enterará de que tiene imperfecciones, o de que es responsable y
debe rendir cuentas de su conducta cuando ésta es imperfecta y afecta a otras
personas de un modo adverso. La sociedad considera que estos niños también son
«rebeldes» y «malcriados». No advierten que su imperfección perjudica o causa
inconvenientes a otros, lo que los hace responsables en la medida en que aquella
pueda ser abusiva.
Mary, de cuatro años, derrama la leche porque aún no coordina bien sus
movimientos. Pero la madre la ataca, diciéndole: « ¡Qué vergüenza! Has derramado la
leche. Eres una niñita mala. Las niñitas buenas no derraman la leche. No vuelvas a
hacerlo ». La madre de Mary ataca lo que es normal e imperfecto en una niña de su
edad, y le exige algo antinatural. Si Mary es cooperadora, se esforzará por no volver a
derramar nada, e incluso tratará de hacer cualquiera otra cosa a la perfección. Si a
Mary la abruma la exigencia, puede rebelarse y derramar todas las bebidas

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empeñándose activamente en hacer lo contrario de lo que su madre le pide.
Kerry es un niño de doce años con una familia disfuncional. Tropieza en la
escalera, y le da un golpe a una maceta. La madre grita: « ¡Eh, aquí viene Pies de
Elefante! ». Además le dice que los chicos buenos saben andar por la casa sin
destrozarla. Después, él se enfada con su hermano, le dice malas palabras y lo saca a
empujones de su habitación, con tanta rudeza que lo hace caer. Entonces el padre
pega a Kerry con un cinturón, sin preguntar qué había hecho el hermano para
provocarlo. Desde luego, Kerry necesita que le enseñen a expresar su cólera de un
modo que no le haga daño a nadie, pero la burla de la madre y el requerimiento
exagerado de que fuera «bueno» y no «destrozara la casa» lo avergonzaron sin tener en
cuenta la torpeza normal de los jovencitos de su edad. El hecho de que el padre le
pegara fue un acto de abuso físico que no enseñaba nada, ni a Kerry ni a su hermano,
sobre el modo de zanjar los desacuerdos. Los padres aprovecharon la imperfección de
Kerry como pretexto para avergonzarlo y maltratarlo.
Ya de adulto, mientras trataba de comprender su propia historia, Kerry me dijo
que había sufrido mucho maltrato físico. Pero cuando le pregunté « ¿Por qué te
maltrataban? ¿Por qué tu papá tomaba el cinturón y te pegaba así? ¿Qué habías
hecho? », él movió la cabeza y me respondió: « No lo sé ».
Atiendo a muchos pacientes que no saben por qué fueron objeto de abuso, y
por lo general les digo lo mismo que a Kerry: «Quizá sólo estabas actuando como un
niño, y por esto no lo puedes recordar».
La mayoría de las personas que recuerdan un castigo específico que recibieron
de niños también pueden recordar la razón. Quizá quemaron el árbol del jardín trasero,
y se ganaron unos azotes. La razón de los azotes era clara, aunque fuera abusiva.
Otros niños se limitan a derramar la leche, gritar en su dormitorio, ponerle apodos al
hermano o la hermana, y pelearse. Pero en la adultez muy pocas veces recuerdan lo que
sucedió o por qué fueron castigados por este tipo de cosas. Fueron castigados
sencillamente por ser lo que eran, pues los padres no comprendían que un niño es
imperfecto. Kerry, como muchos otros chicos que tienen esta experiencia, se convirtió
en un perfeccionista.
Por otra parte, en algunos sistemas familiares disfuncionales, cuando el niño
demuestra imperfección no se le pide cuentas por las consecuencias de aquélla. No se
le castiga ni tampoco recibe ninguna información sobre lo que debería haber hecho,
ninguna instrucción sobre cómo hacer mejor las cosas. Estos niños terminan siendo
«rebeldes» o «malos».
Los progenitores que tratan de un modo disfuncional la imperfección de los
hijos suelen no reconocer tampoco su propia imperfección. Mi experiencia clínica me
indica que estos padres por lo general no tienen un buen concepto operativo de la
espiritualidad, aunque quizá parezcan extremadamente religiosos. La espiritualidad
práctica tiene que ver con una relación con un poder superior al de cualquier persona
de la familia, incluso los padres. En la tercera parte consideraremos con mayor
atención esta idea de la espiritualidad.

La característica correspondiente en el adulto codependiente

Muchos niños agredidos por cometer errores se convierten en adultos


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perfeccionistas que son también muy controladores. Por otro lado, los niños que no
rinden cuentas por los errores o que renuncian a tratar de ser perfectos y se resisten a
las exigencias de los padres, bien pueden convertirse de adultos en codependientes
rebeldes, con muy poco y a veces ningún control de sí mismos. A los adultos educados
como perfeccionistas o rebeldes «malcriados» les cuesta asumir y expresar su propia
realidad y expresión. Estos adultos no saben reconocerse con realismo como seres
humanos normalmente imperfectos, sin que al mismo tiempo aparezcan mucho
miedo, dolor o cólera. En estas condiciones resulta difícil identificar lo que se siente, lo
que se piensa, lo que se hace o lo que se parece, porque la reacción emocional a
cualquier imperfección es sumamente penosa. El miedo al fracaso en cualquier test de
aptitudes es especialmente intenso en estos casos.

La dependencia del niño en una familia disfuncional

Al principio, los niños dependen de sus cuidadores para satisfacer todas sus
necesidades y deseos; más adelante, en las familias funcionales, los cuidadores les van
enseñando gradualmente a obtener por sí mismos esa satisfacción, y a pedir ayuda a la
persona adecuada cuando sea necesario, sin sentir vergüenza o culpa. Cuando la
dependencia del niño es atendida por los progenitores de una manera disfuncional,
la criatura se vuelve demasiado dependiente, muy llena de necesidades y deseos; bien
antidependiente, o no percibe sus propias necesidades y deseos. Hay tres situaciones
primarias de abuso por las que pasan la mayoría de los niños con progenitores
disfuncionales, relacionadas con sus necesidades y deseos: 1) el progenitor interviene
en todo y lo soluciona todo, no permitiendo nunca que el niño haga las cosas por sí
mismo; 2) el niño es atacado, o 3) el niño es ignorado.
En el primer caso, cuando el progenitor se hace cargo de todo, sin permitir que el
niño aprenda a hacer las cosas por sí mismo, éste se vuelve demasiado dependiente
simplemente porque carece de aptitud para cuidarse, y espera que lo cuiden los otros.
Por ejemplo, David, un niño de ocho años, tiene hambre y pide que le den de comer. La
madre le prepara de inmediato un bocadillo, pero no se toma la molestia de enseñarle a
hacérselo él mismo la próxima vez. Sigue haciéndole bocadillos cuando tiene doce años
y cuando tiene dieciséis, y por lo tanto él nunca aprende a preparárselos.
En el segundo caso, cuando el niño experimenta una necesidad, los padres lo
atacan; entonces él aprende que es inseguro expresar sus necesidades o deseos.
Sammy tiene hambre y pide algo de comer. La madre le dice: «Eres un comilón
egoísta, Sammy. Es demasiado temprano, y tendría que dejar de planchar para
prepararte algo. Espera la cena, como todos los demás». Entonces el niño hace lo
que puede para prepararse él solo el bocadillo después de haber aprendido que es
inseguro pedirle a alguien que le dé de comer. «Cuando tenga hambre, tendré que
prepararme la comida yo solo.»
En el tercer caso, los padres ignoran prácticamente todas las necesidades y los
deseos de los hijos, casi desde el nacimiento. Cuando la pequeña Sherry tenía
hambre y lo decía, a menudo la madre no le respondía en absoluto. En lugar de
aprender a hacerse un bocadillo, la niña se volvió insensible a su propia sensación de
hambre.

La característica correspondiente en el adulto

64
codependiente

Sean demasiado dependientes, antidependientes, o insensibles a sus


necesidades y deseos, los adultos codependientes experimentan como síntoma una
dificultad para reconocer y atender sus propias necesidades y deseos adultos. Los
adultos demasiado dependientes, que nunca aprendieron a satisfacer sus necesidades
y deseos, tienen conciencia de ellos, pero gastan mucha energía tratando de que algún
otro se encargue de satisfacerlos; recurren al lloriqueo o alguna otra forma de
manipulación. Por ejemplo, David, ya adulto, se da cuenta de que tiene hambre, pero
espera que su esposa le prepare algo de comer y se queja si la cena se demora.
Cuando la esposa se va de la ciudad durante una semana para cuidar de la hija y su
nuevo bebé, le deja la nevera llena de cacerolas, y además detalladas instrucciones
escritas sobre cómo calentar la comida, porque sabe que David no va a prepararse
nada por sí mismo. Pero él opta a menudo por ir a cenar a la cafetería cercana,
porque incluso calentar la comida le resulta abrumador.
Los adultos antidependientes que han aprendido que pedir ayuda para
satisfacer una necesidad o un deseo probablemente invite al abuso, se dan perfecta
cuenta de lo que les hace falta, pero sólo satisfacen aquello que pueden obtener por sí
mismos. En cuanto a sus otras necesidades y deseos, no pueden pedir ayuda a otros.
Un codependiente antidependiente prefiere que su necesidad quede insatisfecha
antes que pedir ayuda.
Por ejemplo, el pequeño Sammy es ya un adulto que muy pocas veces le pide
algo a alguien, y experimenta mucha vergüenza cuando se ve obligado a hacerlo. A los
veintiocho años se accidentó esquiando, y tuvo que pasar algún tiempo en una habi-
tación de hospital con la pierna inmovilizada. Un día se despertó de la siesta con mucha
sed, por la medicación analgésica, y vio que su jarra de agua estaba vacía. Él no podía
levantarse para llenarla, de modo que esperó a la enfermera. Cuando ésta llegó,
Sammy empezó a decirle que quería agua, pero de pronto tuvo vergüenza y cambió de
opinión. La enfermera no se dio cuenta de que la jarra estaba vacía. Tuvo que esperar
otra hora, hasta que llegó la asistenta con la cena y llenó la jarra. Durante dos horas
Sammy estuvo, sediento, pero prefería eso a tener que pedirle a alguien que le
llenara la jarra de agua.
Los adultos que no perciben lo que a ellos mismos les falta fueron de niños
ignorados casi completamente. Estas personas advierten muy poco o nada que tienen
necesidades o deseos. Por ejemplo. Sherry, ya de adulta, casi no advierte sus
necesidades de comida, ropa, casa, atención médica y odontológica, nutrición física,
nutrición emocional, etcétera, del mismo modo que su madre no había demostrado
tener la menor conciencia de que a Sherry le hacían falta estas cosas cuando era niña.
Como resultado, Sherry no come lo que corresponde, tiene ropa inadecuada, dolores de
muelas y una vida personal árida, porque no percibe sus propias necesidades y, en
consecuencia, no hace nada para satisfacerlas.
Otro ejemplo es el de Sally, que ignora su propia necesidad de nutrición física.
Sally no sabe que necesita que la toquen, que la abracen, que le tomen la mano,
etcétera. Pero como ésta es una necesidad humana básica, la privación que sufre
afecta su capacidad para mantener relaciones funcionales.
Un modo de actuar que es posible que Sally adopte consiste en tocar de modo

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inconveniente y sofocar a otras personas, creyendo conscientemente que satisface
las necesidades de ellas, cuando en realidad atiende a su propia necesidad no
percibida. Al hacerlo quizá no advierta que los otros consideran inapropiado ese
contacto físico, lo que los lleva a apartarse de ella.
En el otro extremo, Sally podría no ser demostrativa en absoluto, y rehuír todo
abrazo o contacto. Tocarla o abrazarla les resultaría embarazoso a las personas que
están en relación con ella, y que también desean demostraciones físicas de afecto.
Lamentablemente, los codependientes insensibles a sus propias necesidades y
deseos ni siquiera saben que sus íntimos necesitan y desean esas demostraciones.

La inmadurez del niño en una familia disfuncional

Cuando los padres de los niños inmaduros actúan de manera disfuncional, éstos
se vuelven caóticos o controladores. Una familia disfuncional espera que los niños
actúen de un modo más maduro que el que corresponde a la edad que tienen, o los
consiente y les permite una conducta inmadura para su edad. Sarah y Donna son
hermanas criadas en una familia disfuncional. A Sarah se le pidió que fuera más
madura de lo que podía ser. A los cuatro años los padres esperaban que ella actuara
como si tuviera ocho o nueve; que se sentara en silencio durante todo el servicio
religioso y se comportara con corrección en los restaurantes. Cuando Sarah tenía ocho
años, empezó a cuidar de su hermana menor, Donna, mientras la madre hacía algún
recado durante algunas horas por la tarde. En aquel entonces, Donna tenía tres
años, y a Sarah la abrumaba el miedo de que llegara a lastimarse si no la vigilaba con
suficiente atención. También sabía que, en tal caso, la iban a castigar. Y la irritaba
tener que quedarse en la casa cuidando a Donna, en lugar de salir en bicicleta con las
otras chicas de su edad. Sarah se convirtió en una hermana mayor mandona,
entremetida, resentida. Al ser empujada a asumir la conducta y las actitudes de una
niña de más edad, nunca tuvo la oportunidad de experimentar su propia infancia.
Por otro lado, a la hermana menor de Sarah, Donna, se la consentía y se le
permitía actuar como una niña mucho más pequeña. A los ocho años se le aceptaban
las rabietas como si tuviera dos años. Era tolerada e incluso recompensada, Donna
obtenía tanta atención, simpatía y consuelo por sus rabietas, que nunca
aprendió lo que se esperaba de ella a los ocho años e incluso más tarde.
En algunos casos, los niños experimentan estos dos tratamientos
disfuncionales opuestos, en diferentes momentos, o por parte de uno y otro
progenitor.

La característica correspondiente en el adulto


codependiente

En la adultez, cualquiera de los dos efectos de la inmadurez infantil mal


manejada (ser caótico o ser controlador) da por resultado una dificultad
para experimentar y expresar la propia realidad con moderación. Como
adulta codependiente, Sarah probablemente se convertirá en una persona
controladora, asentada en exceso. Donna, en cambio, con toda probabilidad
seguirá siendo inmadura, y su vida y sus relaciones adultas serán caóticas.
Ninguna de las dos hermanas tuvo la oportunidad de actuar como

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correspondía a su respectiva edad mientras ambas estaban creciendo; se les
dedicó demasiado poco tiempo, atención y orientación acerca de cómo vivir
adecuadamente.

6.- EL DAÑO EMOCIONAL DEL ABUSO


El cuidado parental disfuncional nos daña de numerosos modos. Puede
marcar nuestros cuerpos y privarlos de salud, llevarnos al sobrepeso o a una
excesiva delgadez, impedirnos una vida sexual sana, distorsionar nuestros
pensamientos, incluso a menudo nuestra vida espiritual, y generar conductas
extravagantes o erráticas. Pero yo creo que es el daño emocional que sufrimos lo
que sabotea más profundamente nuestras vidas como adultos codependientes.
Nuestras emociones tienen a menudo un carácter abrumador y aparentemente
irracional, o bien estamos tan desconectados de ellas que somos afectivamente
insensibles. A mi juicio, la naturaleza de este daño emocional es la clave para
comprender de qué modo actúa la codependencia en los adultos.
Sentir emociones sanas es una experiencia positiva. Ninguna emoción tiene
nada de malo, siempre y cuando se la exprese de un modo sano, funcional y no
abusivo. Como parte de la dotación que necesitamos para vivir la vida plena y
funcionalmente, cada una de nuestras emociones tiene un propósito específico.
La cólera nos proporciona la fuerza necesaria para cuidarnos. Nos permite
afirmarnos y ser quienes somos. Podemos poner la cólera sana al servicio de
nuestro mejor interés mirándola de frente y expresándola de modo no abusivo
(para nosotros mismos o para otros).
El miedo nos ayuda a protegernos. Cuando sentimos miedo, estamos alerta ante
los peligros posibles. El miedo sano hace que nos abstengamos de entrar en situaciones
y establecer relaciones que no estarían al servicio de nuestro mejor interés.
El dolor nos motiva para madurar. Las vidas sanas normales están llenas de
problemas que generan dolor, y experimentar ese dolor ayuda al desarrollo personal. A
muchos nos han dicho, en nuestras familias de origen, que las personas maduras no
tienen problemas ni dolor, por lo cual llegamos a pensar que hay algo malo en
nosotros, que sí los tenemos.
Como consecuencia de los problemas y dificultades rutinarios de la vida, todos
experimentaremos dolor de vez en cuando. Una persona funcional aprovecha el dolor
como medio para elaborar los problemas, remediar sus efectos, obtener sabiduría
que procuran las situaciones dolorosas, y continuar el proceso de la maduración. La
represión del dolor, no afrontarlo o ahogarlo de algún modo, hace que en nosotros
subsistan el daño y la inmadurez.
La culpa es un sistema sano de advertencia; nos dice que hemos transgredido
un valor que consideramos importante. Sentir culpa nos ayuda a cambiar nuestra
conducta y a volver a vivir a la altura de nuestros valores.
La vergüenza nos da una humildad que nos permite saber que no somos el
poder superior. La vergüenza sana nos recuerda que somos falibles y que tenemos que
aprender a ser responsables y rendir cuentas. También nos ayuda a corregir

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nuestras zonas de falibilidad que inciden adversamente en la sociedad y en los otros.
Este proceso contribuye a que aceptemos el resto de nuestra imperfección como parte
de nuestra humanidad normal y sana. También nos permite relacionarnos de un modo
sano con un poder superior, relación ésta necesaria para vivir como adultos maduros
y responsables. Experimentamos vergüenza siempre que advertimos que hemos
cometido un error o somos imperfectos.
Aunque todo el mundo es imperfecto, los niños lo son más que los adultos,
porque aún no se les ha enseñado a corregir parte de su imperfección, para que se
sepan comportar mejor en sociedad. Ante la falibilidad del niño, el progenitor debe
corregir áreas muy importantes que, en caso contrario, afectarán negativamente al
niño o a la sociedad.
A mi juicio, la vergüenza sana no surge naturalmente desde dentro como la
cólera, el dolor, el miedo y la alegría. Creo que la vergüenza se trasmite de generación
a generación en el proceso de corrección de los niños por parte de los adultos.
La corrección sana, con apoyo y respeto, inicia el desarrollo de la vergüenza
natural. Digamos que un niño se mete los dedos en la nariz en la galería de compras, y
que la madre quiere enseñarle que no lo debe hacer, pero sin avergonzarlo
desmesuradamente. Entonces se acerca a él, para que pueda escucharla sin
necesidad de levantar la voz, y le dice: «Stan, no hay que meterse los dedos en la nariz, y
quiero que dejes de hacerlo. Toma un pañuelo de papel. Si la nariz te molesta,
suénate». Este enfoque es adecuado cuando el niño ya tiene edad como para prestar
atención y responder, no cuando es demasiado pequeño y no comprende. Stan puede
experimentar algo de turbación mientras esta corrección desarrolla su propia
vergüenza sana.
Cuando los cuidadores corrigen a un niño de un modo humillante, coercitivo, sin
respeto, la criatura no sólo se siente turbada, sino también «menos-que», incapaz,
carente de valía. En este mismo capítulo veremos más adelante cómo sucede.
En una familia que nunca lo corrige, el niño no desarrolla vergüenza en
absoluto, ni siquiera vergüenza sana. En una persona así, encuentro sentimientos de
cólera, dolor, miedo y alegría, pero no vergüenza, razón por la cual creo que esta
última no tiene su fuente en nuestro interior, sino que el niño la adquiere en el
proceso de ser corregido por la persona que cuida de él. Estos niños tienen muy poca
o ninguna vergüenza sana que les haga tomar nota de su propia falibilidad, y por lo
general presentan pomposidad y arrogancia; piensan que todo lo que hacen es
automáticamente aceptable. Si alguien les objeta algo, se consideran incomprendidos
o mal interpretados, o bien piensan que la persona que los critica comete un error.

Lo que nuestra sociedad dice de los sentimientos

Para nuestra cultura, los sentimientos son de dos tipos: «buenos y malos». La
cólera, el dolor, el miedo, la culpa y la vergüenza se consideran malos o negativos.
Entendemos que la alegría es buena o positiva. Lamentablemente, este tipo de
categorización en «blanco o negro» es errónea y disfuncional. Un mensaje
disfuncional que recibimos de nuestra cultura es que casi nunca resulta aceptable
experimentar los «malos» sentimientos que acabamos de enumerar. El mensaje al
niño es que las personas adultas maduras, controladas y que tienen éxito son

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«racionales» en todo momento, lo que significa no tener sentimientos «malos». Cuando
uno es adulto, el mensaje suele ser: «Si eres realmente maduro, no tienes por qué
experimentar sentimientos 'malos'».
En paralelo con este mensaje hay otro, según el cual es inmadura toda persona
que asume y expresa cualquiera de estas emociones. Si los sentimientos tienen una
intensidad moderada, a esa persona se la denomina «emotiva» (en tanto opuesta a
«racional»). Y si sus sentimientos son extremadamente intensos, ha ingresado en el
reino de la locura. Como uno de los síntomas más importantes de la codependencia es
«sentirse loco» debido a que nuestras emociones parecen estar casi fuera de control,
nosotros, los codependientes, sentimos en nuestra cultura mucha culpa y vergüenza
por ser quienes somos.
Otro mensaje cultural es que aunque nuestra familia y nuestros amigos acepten
que nosotros tengamos ciertos sentimientos, hay algunos otros que no nos están
permitidos. Por ejemplo, en nuestra sociedad los hombres no deben tener miedo. Si
un hombre tiene miedo, es un cobarde. Es aceptable que tenga miedo una mujer,
porque se la supone débil y vulnerable. Pero las mujeres no deben enfurecerse. Si una
mujer se enfurece, es una bruja. En cambio la cólera del hombre es su derecho de
varón; él se limita a ejercer su poder.
El dolor no es aceptable en ninguno de los sexos. El mensaje es: «Tienes derecho
a no sentir dolor, de modo que toma lo que necesites para anestesiarlo». Como la
sabiduría y la madurez provienen de afrontar el dolor y aprender de él, creo que Estados
Unidos es un país de personas muy inmaduras, no dispuestas a experimentar el
sentimiento que las llevaría a una auténtica sabiduría. No hemos aprendido a tolerar
el dolor y a tratar con él como un agente del cambio positivo.

La vergüenza y la culpa

Otra emoción regulada por nuestra sociedad es la vergüenza. Según nuestra


cultura, podemos sentir vergüenza, pero no se supone que hablaremos de ella. Como
consecuencia de ello, muchos de nosotros hemos perdido contacto con el hecho de
que nuestras vidas están llenas de experiencias de vergüenza. Esto es
particularmente lamentable para los codependientes, porque, como veremos en este
capítulo, la codependencia es una enfermedad basada en la vergüenza, y resulta difícil
la recuperación cuando aquello de lo que necesitamos hablar es algo que se supone
que no se revela ni se discute. A los codependientes que han reaccionado al maltrato
padecido en su infancia con una postura arrogante y ostentosa, esto les cuesta mucho,
porque han reprimido casi totalmente su vergüenza o nunca la desarrollaron en su
niñez.
La vergüenza es una emoción como la culpa, el dolor o la alegría, pero se
singulariza porque afecta a nuestra sensación de valía al hacernos saber que somos
imperfectos, que no somos el poder superior, por lo cual nos obliga a reconocernos y a
relacionarnos con un poder más grande que nosotros mismos. De modo que la
vergüenza influye primordialmente en el sentimiento de «quiénes somos».
Esta emoción es extremadamente poderosa. Muchas personas piensan que la
emoción más poderosa es la cólera, pero a mi juicio lo es la vergüenza. Los pacientes
que se han vuelto capaces de identificar sus propias experiencias de vergüenza me

69
dicen que también para ellos esas experiencias son más poderosas que la cólera.
La vergüenza natural (es decir, la vergüenza sana) nos dice que somos
imperfectos y que no somos Dios. La experimentamos como una turbación entre leve y
moderada cuando nos sorprendemos cometiendo un error o siendo imperfectos:
«Después de todo, soy solamente humano». Aunque llegue a ser fuerte, su intensidad
no es nunca abrumadora. La vergüenza nos alerta ante el hecho de que podríamos
estar ofendiendo a alguien o a nosotros mismos. «Avisa» a nuestra mente consciente
que hemos cometido un error, y que debemos corregirlo o interrumpir lo que estamos
haciendo, porque no es lo apropiado.
Cuando podemos sentir nuestra vergüenza natural, contamos con dos ayudas
vitales para la vida. Primero, tomar conciencia de que no somos perfectos nos hace
saber que debemos rendir cuentas y nos permite relacionarnos íntimamente con otras
personas, no desde una posición presuntamente superior. Segundo, ser conscientes
de cuando nuestra vergüenza natural nos dice que no somos el poder superior nos
permite ser lo bastante espirituales y humildes como para recibir ayuda del poder
superior verdadero. La vergüenza es un regulador incorporado que controla la
infatuación por nuestras capacidades, e impide que olvidemos nuestra condición de
seres creados, que no son el Creador. La aptitud para abordar nuestra propia
vergüenza nos permite convertirnos en seres espirituales sensibles y libres. En mi
opinión, el contacto con la propia espiritualidad es esencial para la recuperación con
un programa de doce pasos. En primer lugar, todos estos pasos tienen que ver con la
responsabilidad o con la espiritualidad. Pero, más allá de ello, la espiritualidad
auténtica se refiere a ser aceptado, amado y valorado en una relación con la realidad
última: nuestro valor y autoaceptación se verifican en la experiencia cuando nos
relacionamos con la verdad en sí.
La culpa es una sensación incómoda o un retortijón en el abdomen por una
acción o pensamiento que transgrede nuestros sistemas de valores, mientras también
sentimos que algo ha ido mal. A menudo la culpa se confunde con la vergüenza
natural, que se experimenta como embarazo, turbación y quizá rubor en el rostro,
acompañados por una sensación de falibilidad.
Por ejemplo, siento culpa y experimento ese retortijón en el abdomen cuando
digo una mentira, porque entre mis valores se cuenta el de decir la verdad. Siento
vergüenza o turbación si alguien me ve tropezar cuando bajo las escaleras. No he
transgredido en este caso un valor, sino que sólo he cometido un error advertido por
otro. Si alguien se da cuenta de que he mentido y además me lo dice, no sólo
experimentaré culpa por la mentira, sino también vergüenza porque alguien ha
advertido mi imperfección.
Un codependiente no conoce muy bien la diferencia entre la vergüenza sana y la
culpa, y a menudo cree que tiene sentimientos de culpa cuando en realidad
experimenta vergüenza. Pero, como hemos visto en este capítulo, estas dos
emociones nos llevan a ser humildes y a rendir cuentas, lo cual es importante para la
vida. Cada emoción es una parte vital de la gama completa de las emociones sanas y
funcionales. Cuando el lector no está seguro de si experimenta vergüenza o culpa, le
sugiero que se haga la siguiente pregunta: « ¿He violado mis propias reglas, o sólo me
estoy dando cuenta (o alguien se da cuenta) de que he cometido un error?»

70
Sentimientos inducidos o transportados

Cuando comencé a trabajar con pacientes que habían tenido experiencias


significativas de abuso infantil, advertí en ellos la presencia de una vergüenza
inusualmente intensa, y de otros sentimientos abrumadores. Las víctimas del abuso
infantil parecían experimentar la vergüenza, el dolor, el miedo y la cólera con una fuerza
que excedía en mucho la aparentemente apropiada para la situación adulta, no
abusiva. Esos sentimientos tenían que estar necesariamente conectados con las
anteriores experiencias de abuso infantil. De las historias de los pacientes empezó a
surgir la impresión de que, de niños, ellos habían «recogido» los mismos sentimientos
fuertes de los abusadores durante la experiencia de maltrato, como si el abusador de
algún modo «indujera» los sentimientos en el niño. Después, éste «transportaba» los
sentimientos inducidos hasta su propia adultez.
He llegado a creer que, cuando el cuidador abusa de un niño, no tiene contacto
con su propia vergüenza sana. Esto se debe probablemente a que él mismo padece
una vergüenza abrumadora, transportada de sus propias experiencias de maltrato
en la infancia. Si el cuidador pudiera sentir vergüenza sana, dejaría de maltratar al
niño. Como consecuencia de haber sido maltratado por un progenitor lleno de
vergüenza pero desconectado de ella, el niño desarrolla de algún modo un núcleo de
vergüenza inducido por ese progenitor durante el abuso.
La teoría de los circuitos eléctricos nos proporciona una analogía útil. Cuando
la corriente alterna pasa por una bobina, induce otra corriente en una segunda
bobina que se encuentre próxima. De manera similar, los sentimientos intensos que
se agitan en un cuidador abusivo inducen esos mismos sentimientos en el niño
víctima, y se convierten en un núcleo de la realidad emocional. Este proceso parece
producirse especialmente con el sentimiento de vergüenza, pero también se da con la
cólera, el miedo y el dolor.
Cuando las personas experimentan sentimientos, emiten una energía que los
otros pueden percibir. He notado que cuando estoy a menos de 45 centímetros de
ciertas personas, no es necesario que ellas me digan lo que sienten. Puedo percibir su
cólera, s\i dolor o su alegría. Es probable que nuestros sentimientos incidan en nosotros
mismos y en otras personas con más poder que cualquiera otra parte de nuestra
realidad, y sin que tengamos conciencia de que lo hacen.
En todo caso, mi experiencia clínica indica que estos sentimientos poderosos
son originalmente inducidos en el niño en el curso del abuso. Más tarde, cuando los
individuos supervivientes del abuso ya son adultos, reaparecen los mismos
sentimientos que absorbieron en la infancia pero sin que sean reconocidos como
tales; parecen manifestarse como reacciones emocionales abrumadoras a los
acontecimientos del presente. La inducción de sentimientos en el niño puede
producirse cuando el cuidador comete un abuso pasivo (por ejemplo, abandono y
desatención) o un abuso activo (por ejemplo, una paliza física o un ataque verbal).

La realidad de los sentimientos transportados:


una experiencia abrumadora

Una diferencia entre los sentimientos transportados y los sentimientos sanos


consiste en que los primeros son abrumadores, mientras que nuestros propios
71
sentimientos, no inducidos, nunca lo son, a pesar de su posible intensidad. Cuando
experimentamos cólera transportada, estamos furibundos; cuando experimentamos
miedo transportado, tenemos crisis de angustia y ataque de paranoia; cuando
experimentamos dolor transportado o inducido, caemos en una depresión
desamparada y profunda, y quizá nos acosen pensamientos suicidas. La vergüenza
transportada nos dice que «valemos menos».
Los dependientes de sustancias químicas llegan a morir como consecuencia de
su adicción, si antes no se interviene. Los codependientes mueren por suicidio, por
«accidente», por auto-abandono físico o médico, o por la terrible experiencia de no
vivir realmente nunca la propia vida, lo cual es una forma de muerte. Los
codependientes deprimidos no cuidan de sí mismos cuando aparecen síntomas de
enfermedad física, o se vuelven «descuidados» y tienen accidentes que pueden ser
fatales.
En la tabla III vemos los sentimientos sanos, y los sentimientos transportados
o inducidos.
Tabla III: Experiencia de los sentimientos sanos y
los sentimientos transportados

Experiencia de los
Experiencia de los Realidad de los
sentimientos inducidos o
propios sentimientos sentimientos
transportados

Sensación de poder y
Cólera Furia
energía

Sensación de
Miedo Pánico o paranoia
protección y
sabiduría
Conciencia del
Dolor Desamparo y depresión
crecimiento y
curación
Humildad y Sensación de ser
conciencia de la Vergüenza menos que los otros, de
propia falibilidad no valer nada

La experiencia de la vergüenza transportada

Considero que la vergüenza puede ser un don de Dios o una herencia del
abuso. Cuando es un don de Dios, nuestra vergüenza natural nos hace tomar
conciencia de que somos falibles. Pero como herencia del abuso, tiene que ver con
la experiencia devastadora y discapacitante de la vergüenza transportada e
inducida, porque esta vergüenza reduce nuestra sensación de valor intrínseco, nos
hace sentir menos que los otros.
No es sólo una cuestión de sentirse imperfecto y responsable (como en el caso

72
de la vergüenza natural). Tenemos una experiencia mucho más profunda de «menos-
que». Quizá nos sintamos mortificados, indignos y horribles. Cuando experimentamos
vergüenza inducida o transportada, no queremos ver a nadie, ni que nadie nos vea.
No podemos mirar a la gente a los ojos, ni hablarle sin sentir una vergüenza agónica.
A veces nos sentimos «extraviados», y a menudo «locos» cuando nos hundimos en
esas experiencias de vergüenza transportada.
Al encuentro con la vergüenza transportada yo lo llamo «ataque de
vergüenza». En un ataque de vergüenza uno siente que su cuerpo se empequeñece.
Quizá se ruborice, quiera desaparecer, huir o meterse debajo de la silla. Tenemos la
impresión de que todos nos miran. También son comunes las náuseas, el vértigo u
otras sensaciones extrañas. Es posible que se comience a hablar con una pequeña
voz infantil. Y aparece la tendencia a «repetir la escena» mentalmente, con lo cual la
vergüenza será mayor la próxima vez. En general, el ataque de vergüenza es una
horrible sensación de incapacidad.

Cómo se inducen los sentimientos en el niño

Aprendemos a experimentar una realidad emocional inducida como resultado


del maltrato. El principio es el siguiente: Siempre que un cuidador principal abusa
de un niño mientras NIEGA o NO SE HACE CARGO de su propia realidad emocional,
es muy probable que esta realidad sea inducida en el niño, que queda abrumado por
ella. Lo único capaz de detener esta transferencia de sentimientos sería que el niño
tuviera un sistema de límites internos adecuado; ahora bien: los límites ínternos de
los niños no están completamente desarrollados ni pueden impedir que éstos
absorban los sentimientos del ofensor adulto.
En un hogar abusivo, los cuidadores actúan de forma irresponsable y reiterada
con sus sentimientos o los niegan. Entonces éstos fluyen hacia el niño y se convierten
en parte de su núcleo emocional.
La vergüenza es el sentimiento primario transmitido al niño. Creo esto porque
abusar de un niño indefenso es «desvergonzado». Una persona sin vergüenza niega
su propia vergüenza, que pasa directamente al niño. La vergüenza propia de la cria-
tura genera en ella una sensación de falibilidad, pero cuando se suma la vergüenza del
progenitor, aparece una abrumadora sensación de falta de valor, de «maldad» e
incapacidad.
En un sistema familiar, aunque sea funcional, los padres no siempre hacen lo
mejor para los hijos. Ningún progenitor es perfecto, y es probable que cualquier padre,
madre o cuidador sea menos que nutricio en ciertos momentos. Pero en un sistema
funcional, los padres rinden cuentas por no actuar en beneficio del hijo. Experimentan
su imperfección — y su vergüenza natura — y se disculpan ante el niño, liberándolo de
la vergüenza abrumadora y de la sensación de falta de valía.
En cambio, cuando los padres de un sistema disfuncional niegan repetidamente
sus propios sentimientos de vergüenza o no se hacen cargo de ellos, el niño se
avergüenza cada vez más desmesuradamente. Desarrolla un núcleo de vergüenza
inducida (que yo llamo «núcleo de vergüenza») que constantemente le dice al niño (y más
tarde al adulto) que él vale menos que las otras personas.
Este mensaje — «vales menos que los otros» — constituye la base del primer
73
síntoma de la dependencia, la dificultad para experimentar niveles adecuados de
autoestima, y es a mi juicio el corazón de la codependencia. Por tal razón, a la
codependencia se la denomina enfermedad basada en la vergüenza.

74
El abuso reiterado crea el núcleo de vergüenza en el niño

Cuidador
principal
(sin
vergüenza)
Niño
valioso
Vergüenza, cólera,
miedo, dolor núcleo
transportado de
vergüenz
a

La condición emocional del cuidador abusivo

Los cuidadores disfuncionales son personas con una base de vergüenza. No


pueden sentir su propia vergüenza natural porque está reprimida y es encubierta por
el núcleo de vergüenza que indujeron en ellos sus propios cuidadores. Una persona
controlada por un núcleo de vergüenza transportada es menos que nutricia con sus
propios hijos.
Estos cuidadores tratan constantemente de recoger estima externa en el
ambiente, para contrarrestar la sensación de falta de valía generada por el núcleo de
vergüenza inducida. Cuando un niño comete un error en público, por ejemplo, el padre
sufre un ataque de vergüenza por la conducta de su hijo, y esto desencadena la
reacción abusiva con el niño.
En mi opinión, los padres basados en la vergüenza muy pocas veces son
progenitores adecuados. Maltratan al hijo, ya sea con ataques directos o mediante la
desatención y el abandono.

Cómo se pueden transmitir otros sentimientos


durante el abuso

El niño puede absorber más sentimientos en el núcleo de vergüenza, si el


cuidador los niega o no los asume. Cuando la pequeña Glenda derrama la leche sobre
la mesa, el papá se enfurece. La castiga en ese momento, mientras aún está encoleri-
zado; le grita, de modo que la niña recibe una buena dosis de la furia del padre,
además de la vergüenza. Si ésta fue una experiencia recurrente en su niñez, el
psicólogo de la Glenda adulta podría encontrar que ella carga aún con mucha cólera
en su núcleo de vergüenza.
También es posible inducir dolor. Por ejemplo, la madre ve enfurecido al padre
porque Glenda derramó la leche. En un nivel, la madre comprende que esto le resulta
inaceptable. Ella misma tiene mucho dolor y miedos propios, pero en lugar de
aprovechar esos sentimientos para proteger a su hija, los reprime, de modo que no
75
se hace cargo de ellos. Si Glenda está cerca de la madre y se da cuenta de que la mujer
no va a protegerla, absorbe el miedo y el dolor que su mamá no asume, además de la
cólera y la vergüenza que recibe del padre. Espero que vaya resultando claro por qué
los sentimientos exagerados de los codependientes en el presente son tan
desconcertantes y desmesurados en relación con lo que sucede en torno a ellos.
Advierto que no hay modo de demostrarlo, pero en la terapia muchos
codependientes dicen experimentar sentimientos que se adecuan a esta descripción.
He observado que es útil sacar a la luz el modo como estaban involucrados en el abuso
los dos progenitores.
En otro ejemplo de transferencia del dolor, una mujer se queja continuamente a la
hija, entre llantos y gemidos, de lo sinvergüenza que es el padre de la niña, y de lo
penosa que a ella le resulta la vida. Después de quejarse, inexplicablemente, la madre se
siente mejor. Pero, al mismo tiempo, la hija comienza a experimentar el dolor de la vida
infeliz de su progenitora. Cuando crece, transporta dentro de su núcleo de vergüenza
un dolor irracional, y no tiene la menor idea de qué es lo que la hace sufrir. Antes de
iniciar su terapia, ésta hija dedicaba mucho tiempo a tratar de remedir el dolor, el
miedo y la cólera de otras personas, con la esperanza de aquietar esos sentimientos en
sí misma.
Un progenitor que no percibe su temor a abusar del niño, puede inducir miedo
en la criatura. La madre de una de mis clientes la había golpeado desde muy
pequeñita, hasta más o menos los cuatro años. Después dejó de hacerlo, sólo por la
oposición firme de la familia. Cuando la niña creció y recurrió a la terapia,
experimentaba un miedo terrible durante gran parte del tiempo. Finalmente, pude ver
que había absorbido el miedo que tenía la madre a dañarla mientras la golpeaba, un
sentimiento con el que la propia mujer no tenía contacto.
He observado que puedo inducir sentimientos en mis propios hijos. Recuerdo que
un día yo estaba junto al fregadero de la cocina, enfurecida porque mi esposo, Pat,
acababa de comprar otro coche usado que estacionó junto al jardín. No me gustaba.
Entonces entró uno de mis hijos, y después de mirarme me preguntó: «Mamá,
¿estás enfadada?».
«No, no estoy enfadada, hijo», le contesté.
Insistió varias veces, y yo le repetí la misma respuesta. Ahora bien, como yo
negaba mi cólera, ¿a quién se la contagié? A mi hijo. Unos diez minutos más tarde
empezó a pelearse con su hermano, con la cólera que yo no afrontaba. Siempre que
niego mi realidad emocional, mis hijos la recogen si están cerca.
Lo que yo tendría que haberle dicho es: «Sí, estoy enojada, pero no es por ti.
Estoy enojada por el coche usado estacionado al lado del jardín». De ese modo habría
reconocido mis sentimientos, y él podría haber seguido jugando, aliviado de su
preocupación por mí.
Si los niños son objeto de abusos reiterados de diferentes personas, la vergüenza
les puede ser transmitida por más de un cuidador. O bien, en un único acto de abuso
el niño puede estar abrumado por varios sentimientos (como le sucedía a Glenda). Si
los incidentes de abuso se repiten, el núcleo de vergüenza adquiere grandes
dimensiones, y los sentimientos del codependiente adulto pueden quedar casi

76
completamente dominados por la realidad de los sentimientos transportados o
inducidos. De esto resulta una sensación de estar loco, y un grado de codependencia
que es muy difícil tratar. La existencia de abusadores múltiples, una alta frecuencia
del abuso y la inducción de varios sentimientos al mismo tiempo, son factores que
complican por igual la tarea terapéutica de separar los sentimientos y pensamientos
distorsionados.

¿Qué es lo que genera los sentimientos?

Existen varios modelos explicativos del origen de nuestras emociones, pero


uno de ellos resulta muy útil para examinar un factor que acentúa el daño de nuestra
realidad emocional. Además de que en el presente cargamos con sentimientos
inducidos en nosotros durante la niñez, el hecho de que nuestras emociones son
generadas por nuestros pensamientos también influye en nuestra realidad emocional
dañada y exagerada. Este proceso de la generación de los sentimientos, a partir del
modo como interpretamos los hechos que se producen a nuestro alrededor,
automáticamente le crea problemas al codependiente, que tiene un modo de pensar
deteriorado por la experiencia del maltrato infantil. El proceso de atribuir significado a
los hechos de nuestra vida se distorsiona y las conclusiones que a menudo extraemos
son inexactas, pero nosotros creemos que n uestros pensamientos son
correctos. En realidad, a las otras personas les parece que respondemos a sus
acciones de un modo extravagante.
En el proceso de generar los pensamientos, en primer lugar llevamos a nuestro
mundo interior algunos datos recogidos por los sentidos. Por ejemplo, oímos una
observación o percibimos la mirada de alguien. Para procesar estos datos,
comenzamos a pensar. Extraemos conclusiones, realizamos interpretaciones y le
damos sentido a lo que hemos escuchado o visto (o tocado, olido o gustado).
Como consecuencia de lo que pensamos, surgen nuestras emociones. Y como
resultado de tales emociones, escogemos una conducta. Si yo interpreto como una
crítica la observación que he oído, quizá me enoje y replique a mi vez con un
comentario sarcástico, o tal vez tenga miedo y me aleje de la relación con la persona de
que se trata. Si interpreto que la mirada de alguien significa que me desaprueba, quizá
sienta vergüenza y empiece a tratar de agradar a esa persona. En ambos casos yo,
como codependiente, siento dolor o pena debido a mi interpretación, que percibe una
crítica personal. Pero supongamos que interpreto la misma observación como un
cumplido, en forma de broma, que me dirige alguien que me quiere. Esa
interpretación de la observación me llevará a reír o a sentir alegría en lugar de
dolor; las emociones han cambiado porque se ha modificado mi pensamiento.

77
Tabla IV: De qué modo el pensamiento afecta a los
sentimientos y a la conducta

Datos Pensamientos Sentimientos Conducta

Observación Crítica Cólera Respuesta


sarcástica
La misma Crítica Miedo Repliegue
observación
La misma Amistad cordial Alegría Risa
observación

Mirada Desaprobación Vergüenza Agradar a la gente

No podemos anular nuestras emociones. Sentimos lo que sentimos. De hecho,


es disfuncional tratar de no estar enfadado o no tener miedo, cuando es esto lo que
sentimos. Para tratar con una emoción debemos reconocer que la experimentamos
y aprender a expresarla adecuadamente. Pero podemos examinar el pensamiento
que nos lleva a sentir esa emoción.
Desde luego, me doy cuenta de que, después de haber experimentado un
sentimiento, a menudo podemos escoger una conducta diferente. Por ejemplo,
aunque sienta cólera por la observación que me han hecho, me puedo callar la boca
y no maltratar al otro con mi sarcasmo. Pero dentro de mí quedará una gran
cantidad de cólera, que no experimentaría si mi pensamiento hubiera sido exacto y
yo hubiera comprendido que la observación no era una crítica sino un cumplido. Me
parece que, para reducir la intensidad de las emociones, examinar el pensamiento
es mucho más eficaz que cambiar nuestra conducta. No obstante, tengo la firme
creencia de que también debemos tratar de expresar las emociones con conductas
sanas y no abusivas, sea lo que fuere lo que las desencadena.
Lo que pocas veces comprendo como codependiente es que, debido al abuso
que padecí en la infancia, tiendo a dar una interpretación negativa a los datos,
incluso cuando la interpretación positiva puede ser mucho más exacta. Mi esposo
ha descrito de modo sucinto el modo como mi pensamiento distorsionado me lleva
a estallidos afectivos irracionales. (En realidad, según él no es exactamente esto lo
que dijo, pero es lo que yo oí.) «Pia, tú puedes recoger datos buenos, pero después
de atravesar tu proceso mental, de ningún modo reflejan la realidad. No sé cómo le
atribuyes este significado a lo que acabo de decir y hacer.»
Yo «transformo» los datos al hacerlos pasar por el filtro de mi pasado de niña
que ha sufrido maltrato. En mi mente les doy a las percepciones un significado
muy distinto del que les atribuiría una persona funcional. Por ejemplo, cuando
alguien me hace un cumplido auténtico, debido a mi historia de abuso yo puedo
convertirlo en un insulto sutil, rotulando la observación como un sarcasmo. Para
colmo de desgracias, no tengo la menor idea de que hago eso; creo que mi cerebro
está funcionando perfectamente. Pienso que fue realmente un sarcasmo, por lo
menos hasta que haya pruebas abrumadoras en sentido contrario.

78
Si además tenemos en cuenta el hecho de que actuamos a partir de esa
realidad emocional basada en un pensamiento distorsionado, es fácil advertir que
los codependientes automáticamente nos creamos problemas y al mismo tiempo no
nos damos cuenta de que los tenemos. Creemos estar obrando con toda normalidad.
En consecuencia, nuestra relación con una persona más funcional puede ser caótica
para esa persona y para nosotros. Y para colmo, nos parece que es «el otro» quien
actúa de modo extraño, o es irrazonable o hipercrítico.

Los codependientes estamos estructurados para


abusar de nuestros hijos contra nuestra voluntad

El núcleo de vergüenza, nuestra carga de sentimientos transportados y


nuestro pensamiento distorsionado, determinan que experimentemos mucho dolor y
confusión, aislamiento y soledad en nuestras vidas adultas de codependientes. Así
como el núcleo de vergüenza, la carga de sentimientos transportados y el pen-
samiento distorsionado de nuestros cuidadores disfuncionales les impidió actuar
para nuestro bien y respaldarnos en nuestro desarrollo infantil, está claro que,
casi con total seguridad, tampoco podremos cuidar como progenitores a nuestros
hijos de un modo funcional y brindándoles apoyo hasta que nos enfrentemos a nuestra
propia codependencia y empecemos la recuperación Por furiosos que estemos por lo
que nos sucedió a nosotros, por más que deseemos brindar a nuestros hijos el apoyo
afectuoso que nunca tuvimos, somos prácticamente impotentes p ara hacerlo si
continuamos negando nuestros síntomas y su efecto sobre los otros. El capítulo
siguiente describe la manera corno es probable que transmitamos la codependencia a
nuestros propios hijos.

7 - DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN
Si bien las raíces de la codependencia están en las experiencias infantiles de
abuso, lo que perpetúa la enfermedad de generación en generación es el núcleo de
vergüenza. Cada vez que el núcleo de vergüenza emite el mensaje de que se es «menos
que», la persona que lo recibe piensa, siente y se comporta automáticamente como un
codependiente.
Un ataque de vergüenza afecta a un progenitor, y su consecuencia es el abuso
infligido a un niño, con lo cual se induce en éste la vergüenza del padre. Después, el
niño crece y tiene el mismo problema. De modo que el progenitor con una base de ver-
güenza crea un hijo con una base de vergüenza, que crece y a su vez engendra otra
criatura cuya estructura se basará en la vergüenza. Y el proceso continúa. Para hacer
las cosas más complejas y graves, cuando los dos progenitores tienen una base de ver-
güenza el niño recibe una carga doble. Creo que ésta es la razón por la cual las
sucesivas generaciones sufren cada vez más angustias y estrés, en tanto
experimentan síntomas mezclados de codependencia.
El diagrama siguiente ilustra el modo como las «raíces» (el abuso padecido en la
infancia) alimentan al «generador» del trastorno (el núcleo de vergüenza), que a su vez
impulsa la codependencia (a través de los cinco síntomas nucleares); finalmente, el
adulto codependiente planta en sus hijos las raíces de la enfermedad (otra vez abuso

79
infantil).
Cada síntoma de la codependencia conduce a formas específicas del quehacer
parental disfuncional.
Tabla V: De qué modo el núcleo de vergüenza se
convierte en el generador que impulsa la
enfermedad de la codependencia

q d
a de la
que
limen- generador raíces de la
Raíces de la impuls la codepen- que
tan al de la enfermedad
enfermedad a dencia resulta
enfermedad en los hijos
n

q d
c que de los
abuso crea el núcleo de estruc- síntomas que más abuso
infantil vergüenza tura nucleares resulta infantil

• Cuando no podemos experimentar autoestima desde dentro y la


recogemos en el exterior, también somos inca paces de estimar como corresponde a
nuestros niños por el solo hecho de que sean quienes son. En lugar de ello, les
enseñamos a tener estima externa y los elogiamos por su desempeño, su aspecto, sus
notas, etcétera. También estamos estructurados para avergonzarlos por sus errores,
sus imperfecciones y sus otros rasgos infantiles normales, puesto que en ellos y
en su desempeño basamos nuestra propia estima.
• Cuando no tenemos límites apropiados, es muy probable que no tomemos en
cuenta la vulnerabilidad de nuestros hijos (que no tienen ningún límite) y que
abusemos de ellos. Tampoco les enseñamos a desarrollar límites — ellos imitan y
después introyectan nuestros sistemas de límites, lo que no es sano —. Con nuestro
control nos constituimos en el dios o la diosa de la familia, y obstaculizamos la relación
del niño con un poder mayor que nosotros. O bien consideramos a algún otro miembro
de la familia (un cónyuge o un hijo) como nuestro propio poder superior, lo cual también
distorsiona la relación del niño con un poder superior y su capacidad para tener
experiencias espirituales.
• Cuando no podemos asumir y expresar nuestra propia rea lidad física,
nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestra conducta, tampoco sabemos
permitir que nues tros hijos tengan sentimientos, pensamientos, conducta y realidad
física propios. Si bien tenemos la responsabilidad de guiarlos hacia modos sanos de

80
pensar, es disfuncional decirles que «no pueden» o «no deben» sentir lo que sienten o
pensar lo que piensan. Es disfuncional avergonzarlos desmesuradamente o, abusar de
ellos por el aspecto que quieren tener, por la forma como quieren vestir o comportarse.
Los progenitores sanos afrontan lo que es inapropiado de modo firme, pero sin dejar
de brindar apoyo, respetando la dignidad del niño.
• Cuando nos cuesta atender nuestras necesidades y deseos adultos, también
tenemos poca capacidad para nutrir adecuadamente a nuestros hijos. Los
progenitores demasiado dependientes a menudo terminan enseñándoles a los hijos a
satisfacer las necesidades que tienen ellos (los padres) en lugar de nutrirlos. El
modelo que presentan los padres antidependientes sugiere que pedir ayuda es
vergonzoso. A menudo estos progenitores no le enseñan al niño a satisfacer de modo
adecuado sus necesidades, sobre todo las que requieren la ayuda de otra persona. Y
los progenitores que no perciben sus propias necesidades y deseos suelen terminar
asfixiando al niño, haciéndolo todo en lugar de él, en un esfuerzo encubierto por
satisfacer sus propias necesidades y sus propios deseos adultos (de los que no
tienen conciencia).
• Cuando tenemos dificultades para experimentar y expresar nuestra propia
realidad con moderación porque somos explosivos o bien fríos, no sabemos
proporcionarle al niño un ambiente estable. Tanto cuando somos caóticos como
cuando controlamos en exceso, nuestros hijos no experimentan un ambiente
hogareño estable en el que puedan madurar. Es posible que tampoco sepamos qué
cabe esperar del niño a cada edad, y que por lo tanto no respondamos cuando
necesite ayuda para actuar como corresponde a la edad que tiene.
La tabla VI resume estos efectos.

Los secretos de la familia se repiten

La codependencia del adulto también puede afectar a sus hijos de otro modo:
los hijos expresan cualquier «Secreto» o cuestión no abordada de la experiencia de
abuso de los padres. Por ejemplo, si una madre fue objeto de abuso sexual a los 15
años, quedó embarazada y tuvo que abortar, pero nunca habló con nadie ni abordó
con quienes la rodeaban su trama emocional, la hija puede terminar también
embarazada y tratando de abortar subrepticiamente, como para indicarle al mundo
que «en esta familia hay un problema de abuso sexual». Es posible que un muchacho
se convierta en el voyeur o «mirón» del vecindario, como reflejo del hecho de que el
padre nunca se enfrentó a su experiencia infantil de abuso sexual. Esto puede parecer
extraño, pero en mi práctica lo veo a menudo. En esta enfermedad hay muchos
secretos sexuales.
Creo que este fenómeno sorprendente pero común está relacionado con los
límites deteriorados. No se trata de que el niño pueda de un modo mágico y consciente
comprender y representar el secreto del progenitor. Pero como ni el niño ni el progenitor
han desarrollado límites, el primero ve o siente que el segundo, de algún modo
encubierto, se comporta de una manera inapropiada en cuanto a su sexualidad
(debido a que nunca ha elaborado su experiencia de abuso). El niño repite una
conducta similar, al principio con poca o ninguna idea de que esa conducta (por
ejemplo, mirar por las ventanas de los dormitorios del barrio) es inadecuada, o bien
llevado por un impulso interior inexplicable, que lo empuja a ignorar las reglas de la
81
familia y a realizar el acto sexual a pesar de todo (una niña que se acuesta con su novio
o con un adulto «amigo»). Otras veces, el hecho de que el niño tenga una relación
sexual secreta de este tipo no se debe a que ignore cuál es la conducta apropiada, ni a
un impulso interior misterioso, sino a que el progenitor sigue siendo una víctima. Un
niño pequeño puede ser objeto del abuso de una baby-sitter escogida por el padre y
que tiene la confianza de éste; ocurre que ese padre, en su propia infancia, también
había sido objeto del abuso sexual de una baby-sitter.
Tabla VI. De qué modo los síntomas nucleares
ocasionan un quehacer parental menos que
nutricio

Síntomas nucleares de la codependencia Efectos sobre nuestros hijos

Dificultad para experimentar niveles Incapacidad para valorar adecuadamente


adecuados de autoestima a nuestros niños

Dificultad para establecer límites Incapacidad para no violar los límites de


funcionales nuestros hijos

Incapacidad para permitir que nuestros


Dificultad para asumir y expresar nuestra
hijos tengan su realidad y sean
propia realidad e imperfección
imperfectos

Incapacidad para nutrir adecuadamente


Dificultad para atender nuestras
a nuestros hijos y enseñarles a satisfacer
necesidades y deseos adultos
sus propias necesidades y deseos

Dificultad para experimentar y expresar Incapacidad para proporcionarles a


nuestra realidad con moderación nuestros hijos un ambiente estable

El secreto de la familia puede ser de otro tipo (por ejemplo, robo, alcoholismo o
vandalismo), pero de todos modos aflora una y otra vez en la historia familiar. Y aunque
la razón se revela y nos dice que no podemos dar por seguro cómo se produce este
fenómeno, sino sólo que aparece a menudo, creo que la experiencia de abuso no
afrontada y la falta de límites tienen una relación profunda con la transmisión
inconsciente de los secretos de la familia que se repiten generación tras generación.

¿Qué constituye las experiencias «menos-que-nutricias»?

Hasta ahora, hemos hablado en términos generales sobre el quehacer parental


disfuncional y las experiencias «menos-que-nutricias» o abusivas. El abuso físico, el
abuso sexual, el abuso emocional, el abuso intelectual y el abuso espiritual pueden por
igual activar el proceso de crear vergüenza en el niño, lo que genera la
codependencia del adulto. La tercera parte contiene una descripción detallada de
cada una de estas formas de maltrato.
Al final de este capítulo, la tabla VII resume el desarrollo completo de la

82
codependencia a partir de las características naturales del niño, pasando por los
rasgos de supervivencia y los síntomas nucleares; se incluye asimismo el modo como
la codependencia afecta a los adultos que la padecemos y a los niños que criamos los
codependientes.

Los rasgos codependientes de supervivencia


tolerados por la sociedad

Es importante observar que los rasgos de supervivencia que se desarrollan en


los niños están en uno u otro de dos extremos opuestos, lo mismo que los síntomas
adultos de la codependencia. Nuestra sociedad cree que las personas que presentan
las características de uno de los extremos — arrogancia, invulnerabilidad,
perfeccionismo, antidependencia y autocontrol — son adultos sanos, bien adaptados.
No obstante, el dolor que hay en sus vidas como consecuencia de sus relaciones y
carreras insatisfactorias, de la depresión y de otros problemas, indicaría que no son
adultos funcionales. Yo creo que las personas que presentan rasgos de supervivencia
en cualquiera de los dos extremos, padecen codependencia por igual.

83
Tabla VII: Visión general de la codependencia

Sentido distorsionado Quehacer parental


Características Rasgos de supervivencia Síntomas nucleares de la
del sí-mismo y disfuncional con
naturales del niño disfuncionales codependencia adulta
relaciones nuestros hijos
disfuncionales**

Dificultad para experi- Control negativo Incapacidad para


«Menos-que» o «mejor- mentar niveles (controlar la realidad de apreciar
Valioso
que»* adecuados de los otros para nuestra adecuadamente a
autoestima propia conveniencia) nuestros hijos

Resentimiento
Incapacidad para no
Demasiado vulnerable o Dificultad para establecer (necesidad de castigar a
Vulnerable violar los límites de
invulnerable* límites funcionales los otros por maldades
nuestros hijos
que, según percibimos,
nos han hecho)
Espiritualidad Incapacidad para
Dificultad para asumir y distorsionada o permitir que nuestros
Malo/rebelde o
Imperfecto expresar nuestra propia inexistente (dificultad hijos tengan su
bueno/perfecto*
realidad e imperfección para experimentar la realidad y sean
conexión con un poder imperfectos
más grande que el
propio)
Evitación de la realidad
Demasiado dependiente Incapacidad para
Dependiente: tiene Dificultad para atender (empleo de adicciones,
o antidependiente, o nutrir
necesidades y las necesidades y enfermedades físicas o
insensible a sus adecuadamente a
deseos deseos adultos mentales para evitar
necesidades y deseos nuestros hijos
nuestra realidad)

Intimidad deteriorada
Extremadamente in- Dificultad para experi- (dificultad para Incapacidad para
maduro (caótico) o mentar y expresar nues- comunicar a los otros proporcionar a
Inmaduro
maduro en exceso tra realidad con modera- quién soy y para nuestros niños un
(controlador)* ción escucharlos cuando ellos ambiente estable
me lo dicen)

* Nuestra cultura cree que la persona» mejor-que», invulnerable, perfeccionista, antidependiente y controladora
es sana. Pero en realidad éstas son características de codependencia, mucho más difíciles de tratar que las del otro extremo
del espectro (-menos-que», demasiado vulnerable, rebelde, demasiado dependiente y caótico). -

** En esta columna la falta de divisiones horizontales indica que estos elementos no están relacionados uno a uno
con las distintas franjas horizontales, sino que resultan de cualquier combinación de los síntomas nucleares y conducen a
cualquiera de los componentes disfuncionales del quehacer parental.

84
85
III – PARTE
LAS RAICES DE LA CODEPENDENCIA

8.- C Ó M O A FR O NTA R E L A B US O

Puesto que la codependencia es el resultado de un talante parental


disfuncional que abusa de las características normales del niño con acciones
dañinas o por medio de la desatención, la recuperación supone pasar revista al
propio pasado para identificar las experiencias formativas de la vida temprana
que fueron «menos-que-nutricias» o abusivas. Entender bien nuestra historia es el
segundo paso vital en el proceso de la recuperación de la codependencia — encarar
su existencia en nuestra vida es el primero.
Mientras recorremos nuestras experiencias tempranas, debemos recordar la
definición amplia que hemos dado del abuso: cualquier experiencia «menos-que-
nutricia» o que nos avergonzó. El solo hecho de que cierta conducta parental sea
considerada culturalmente aceptable no significa que en realidad nutra al niño. Si
uno siente que cierto incidente lo avergonzó de un modo desmesurado, aunque se
deba a un tipo de conducta practicada por «la mayoría de los padres»,
probablemente se trató en verdad de una situación abusiva.

Algunas orientaciones para evaluar la propia historia

Las siguientes son orientaciones que ayudan a comprender la propia historia.


1. Considere el lector cada año de su vida desde el nacimiento hasta los
diecisiete años.
2. Mientras recuerda su historia, identifique los actos que le crearon
vergüenza, y quién los realizó. Quienes más a menudo tienen poder sobre
una criatura y la posibilidad de abusar de ella son los principales cuidadores
(progenitores, progenitores sustitutos, progenitores adoptivos o políticos).
También pudo tratarse de abuelos, abuelos adoptivos y políticos. Pero los
autores del abuso son a veces hermanos mayores, tíos, tías, primos y otros
miembros de la familia. El abusador puede ser un sacerdote, una monja, una
canguro, un responsable de boy-scouts, un maestro, un instructor de la
escuela dominical o un entrenador deportivo. Algunos de los incidentes más
groseros de abuso sexual que los hombres han revelado en la terapia fueron
perpetrados, precisamente, por entrenadores en los vestuarios. El niño
puede ser también objeto del abuso de extraños.
3. Es muy importante no concentrarse en el hecho de si la persona que
cometió el abuso tenía la intención de hacer un daño o no. Cuando se trata de
comprender la propia historia, no es la intención lo que cuenta. Según mi
experiencia, la mayoría de los cuidadores principales que abusan de

86
niños no tienen la intención de hacerlo. Al considerar si un cuidador tuvo o
no tuvo la intención de hacer daño, uno puede estar tratando de negar o mini-
mizar el abuso del que ha sido víctima. Es probable que no ponga por escrito
esos incidentes «dudosos» ni hable sobre ellos. Pero el abuso es el abuso.
Cualquier abuso, deliberado o no, tiene efectos negativos en el niño. Por lo
general, los adultos son más conscientes del abuso que ellos saben que fue
intencional; el abuso no intencional es más difícil de sacar a la luz y asumir
como parte de nuestra historia. De modo que, cuando recorremos nuestro
pasado para identificar los incidentes abusivos, olvidémonos de la
intención.
4. Responsabilice a su abusador, pero no lo culpe. El propósito del
reconocimiento de lo que le sucedió realmente es poner fin a la conspiración
inconsciente que pretende ocultar en su familia la conducta abusiva. La
meta es hacer mentalmente responsables a los cuidadores principales, para
separar el abuso del niño valioso que lo experimentó. Responsabilizar a los
cuidadores no significa acusarlos de nada. Sólo significa asumir la propia
percepción respecto de lo ocurrido, y tomar contacto con la realidad
emocional que siguió a los hechos «menos-que-nutricios».
Una mentalidad acusatoria nos conduce al proceso de la inculpación. Culpar
significa que uno cree que su problema se debe a que alguien le hizo algo,
y allí termina todo. Es como si dijéramos: «Soy quien soy a causa de lo que tú
me hiciste, y no puedo cambiar. Es culpa tuya. Me voy a concentrar en lo que
me hiciste, y no voy a salir de ello». Al echar la culpa nos atamos a la persona
que abusó de nosotros, y esto nos hace seguir dependiendo de que ella
cambie para que nosotros podarnos recuperarnos. Así se le da poder al
ofensor y queda desamparada la víctima, incapaz de protegerse o cambiar. Es
probable que quien echa la culpa quede pegado a la enfermedad e incluso la
empeore.
Responsabilizar significa que uno reconoce lo que sucedió y quién lo hizo,
pero que está en condiciones de protegerse y realizar los cambios
necesarios para recuperarse del abuso pasado. Este proceso nos permite
iniciar la recuperación y crear herramientas para enfrentarse a la vida, tanto
si el ofensor cambia como si no.
5. Evite comparar su historia con la de otro. Estas comparaciones pueden
llevar rápidamente a la minimización y a la negación del problema. Wendy
compara la lista de Janet con la suya y dice: «Janet fue terriblemente mal-
tratada. Yo ni siquiera voy a hablar de lo que me sucedió a mí. No puede
compararse». Sea lo que fuere lo que le sucedió a usted, es importante. Si le
da vergüenza, escríbalo. Y recuerde que existe una fuerte tendencia a mini-
mizar todas las cosas vergonzosas que puedan haber hecho nuestros
progenitores.
6. Cuando narre su historia, excluya cuatro palabras de su vocabulario: bueno,
malo, correcto, incorrecto. Estas palabras implican juicios, y cuando se las
emplea en este con texto, hacen que resulte difícil responsabilizar a los otros
por lo que hicieron. Tememos juzgarlos como personas «malas» que hacen
cosas «incorrectas».

87
En lugar de «malo» o «incorrecto», al describir la conducta dolorosa, vergonzosa
y opuesta al bien del niño, conviene emplear el término «disfuncional». Y para
referirnos a las conductas que nos resultaron útiles en la niñez, que fueron
nutricias y que nos ayudaron a sentirnos bien con nosotros mismos,
empleemos el vocablo «funcional», en vez de «correcto» o «bueno».
7. Concéntrese en sus cuidadores, y no en usted mismo como cuidador. Aunque
usted también tiene que asumir la responsabilidad por su propia actitud
parental disfuncional, en este momento llevar la atención hacia su conducta
respecto de sus hijos puede obstaculizar la recuperación, porque al pensar
tanto en «lo horrible que soy» es posible que pase por alto sus
experiencias de maltrato de la niñez. Y es el encuentro con esas
experiencias lo que lo llevará a la recuperación como persona y como
progenitor. Cuando alguien adopta la postura de «yo soy la causa de todos
estos problemas de mis hijos», queda «pegado» a la enfermedad y continúa
activando la vergüenza que los progenitores vertieron sobre él durante el
abuso. Los cuidadores suelen culpar al niño, diciéndole, por ejemplo, en el
curso del maltrato: «Me obligas a que te golpee (a que abuse de ti). Si no
hubieras llegado tarde de la escuela, yo no tendría que hacer esto». Cuando
el progenitor (sin sentir vergüenza) culpa al niño por su propia conducta
abusiva, éste probablemente cree que es el responsable, y experimenta
también la vergüenza del adulto como una abrumadora sensación de
incapacidad. Puede haber culpa por haber violado una regla considerada
valiosa por los padres, pero la vergüenza abrumadora proviene del hecho de
que el progenitor se aprovecha de la falibilidad del niño para avergonzarlo.
Entonces, después de haber crecido y empezado a tratar de recuperar la
propia historia, uno puede sentir esa vergüenza transportada y apartarse
de lo que le han hecho los cuidadores, para considerar qué tipo de cuidador
ha sido uno mismo y continuar culpándose como lo habían inculpado de niño.
A una criatura se la avergüenza en exceso cuando se reduce su propio
sentido de lo que vale como ser humano, y creo que todo lo que se experimente
como «ser avergonzado inmoderadamente» es abuso, tanto si se considera
así como si no, desde un punto de vista cultural. A los adultos les resulta
difícil afrontar el sentimiento de la vergüenza transportada, pero éste los
conduce a menudo a incidentes de su historia que resultan ser experiencias
específicas de abuso. Y el reconocimiento del abuso es vital para recuperarse
de la codependencia.
8. Al pasar revista a las cinco categorías del abuso cometido por los
cuidadores principales que se detallan en el capítulo siguiente (abuso físico,
sexual, emocional, intelectual y espiritual), tenga presente el hecho de que
también puede haber abuso cuando los niños son avergonzados por sus
compañeros o por la sociedad.
Primero, un niño que ha nacido con un rasgo físico inusual o un defecto es
víctima a menudo del abuso de los otros niños. Ese rasgo puede consistir
en tener las orejas o los pies grandes, ser dentón, muy alto y delgado o bajo
y gordo, o presentar alguna desventaja física, como, por ejemplo, una gran
marca de nacimiento en el rostro, una mano deforme o una enfermedad que
obliga a emplear bastones o una silla de ruedas. Este tipo de vergüenza
88
relacionada con el cuerpo puede obstaculizar la sexualidad en la adultez.
Segundo, un niño que pertenece a una minoría racial (sea negro, árabe,
sudamericano, gitano, etcétera: cualquier raza minoritaria en el ambiente
social en el que la criatura crece) puede ser atacado y avergonzado por
ese hecho.
Una tercera característica que puede hacer que el niño se convierta en
blanco del abuso de sus compañeros (y ésta también se escapa de su
control) es su toma de conciencia, en una edad temprana, de que tiene
una orientación o preferencia sexual diferente de la mayoritaria, y que es
homosexual. Algunas personas me han dicho que desde una edad muy
temprana sabían que eran homosexuales, aunque no conocían esta
palabra. Se sentían muy diferentes. Cuando finalmente identificaron esta
«diferencia» y percibieron el juicio negativo general que en nuestra cultura
suscita la homosexualidad, la «sociedad» las avergonzó, aunque no se lo
hubiera propuesto.

Repasar nuestra historia es un requisito para la recuperación

Hay por lo menos tres razones por las cuales examinar nuestro pasado es
vitalmente necesario para la recuperación, y para que quien no lo hace no pueda
curarse. Una razón es que al traer a colación esos incidentes de la infancia y
recordarlos, se puede empezar a ver de qué modo específico nos ha afectado la
acción parental de que fuimos objeto. Una segunda razón es que, para
recuperarnos, tenemos que purgar de nuestro cuerpo la realidad de los
sentimientos infantiles suscitados por el hecho de que fuimos maltratados. El único
modo de conectar la realidad de los sentimientos con lo que sucedió, es saber lo que
sucedió. Finalmente, la tercera razón es que una de las características bien
documentadas de las personas criadas en familias disfuncionales consiste en que,
de adultos, a menudo escogemos relacionarnos con personas que crean la misma
atmósfera emocional de nuestra familia de origen. Si no retrocedemos y
consideramos lo que sucedió, será prácticamente imposible que podamos percibir
la dinámica disfuncional que se despliega en nuestra familia presente.
Pero la mayoría de las personas no pueden recordar toda su historia, ya
veces tropiezan con lagunas que abarcan ciertos años. ¿Qué significa tener esas
lagunas en la memoria?

9 - LAS DEFENSAS CONTRA EL RECONOCIMIENTO DEL ABUSO


Algunos pacientes vienen a tratarse y comprenden que en su memoria hay zonas
en blanco relacionadas con ciertos años de su infancia. Quizá no puedan recordar
nada anterior a los seis años o lo que les ocurrió entre los cinco y los siete, pero sí los
hechos anteriores y posteriores. Como veremos, uno de los modos que tienen los niños
de defenderse de las experiencias abrumadoras consiste en edulcorar los recuerdos,
para que sean más agradables, o expulsarlos de la conciencia, empleando una mul-
titud de recursos protectores denominados mecanismos de defensa

89
Los mecanismos de defensa

Los mecanismos de defensa son los métodos que tiene una mente sana para no
ser abrumada por experiencias dolorosas o amenazantes. Un ejemplo es el estupor
temporal que bloquea nuestros sentimientos después de la muerte inesperada de un
ser querido. En condiciones normales, el mecanismo de defensa dejará de actuar en el
momento oportuno, permitiendo que la persona en duelo experimente sus propias
emociones. Pero cuando distorsiona u oculta los sentimientos de modo permanente,
resulta difícil que el individuo vea y experimente la realidad de su historia.
Quienes hemos crecido en familias disfuncionales, para sobrevivir y llegar a la
adultez tuvimos que utilizar esas defensas, a fin de bloquear experiencias abusivas y
demasiado penosas. Esas defensas podrían haber funcionado muy bien cuando
éramos niños, y probablemente a ellas les debemos haber conservado la cordura, la
estabilidad emocional o incluso la vida, mientras estábamos creciendo. Sin ellas
podríamos habernos suicidado, caído en una enfermedad mental o quizá no haber
sobrevivido siquiera a nuestra infancia, de uno u otro modo. Pero ya de adultos, esas
defensas útiles y salvadoras de la vida a menudo sobrepasan la función necesaria de
protección y se vuelven barricadas rígidas que nos impiden ver los síntomas adultos
de la codependencia que amenazan nuestro yo.
Un claro conocimiento de lo que sucede en nuestra vida y la posibilidad de
hablar sobre ello son esenciales para encarar la codependencia y entrar en la
recuperación. Por lo tanto, tenemos que conocer esos mecanismos de defensa y el
modo como sabotean el conocimiento claro de nuestras vidas actuales.
En este libro examinaré seis mecanismos de defensa psicológica. Los primeros
tres (la represión, la supresión y la defensa más profunda de la disociación) se
comienzan a usar primordial-mente en la niñez, cuando tenemos experiencias
abrumadoras. No obstante, si siguen operando en la adultez anulan gran parte de
nuestra historia en la mente consciente. Las defensas de la minimización, la negación
del problema y el autoengaño son las que aparentemente enturbian más las aguas
en el presente cuando, como adultos codependientes, intentamos evaluar nuestra
codependencia y retroceder a recuerdos del pasado para reconstruir nuestra
historia.

Causas de la conducta que crea confusión o malestar

Cuando los mecanismos de defensa bloquean los recuerdos relacionados con la


familia abusiva de origen, es posible que al crecer nos casemos con alguien muy
parecido al progenitor del sexo opuesto que abusó de nosotros — pero no nos damos
cuenta de que esto es así —. Si hemos distorsionado o bloqueado algunos o todos los
recuerdos del crecimiento, seremos ciegos a cualquier semejanza entre un cónyuge en
perspectiva y el progenitor abusivo. En razón de la acción de los mecanismos de
defensa, no advertimos que nos hemos casado con alguien que nos ayuda a
reproducir, en todo o en parte, el sistema familiar abusivo en el que nos hemos criado.
Además, como no percibimos la realidad de nuestros propios pensamientos,
sentimientos y conductas de adultos inmersos en una relación abusiva, el
mecanismo de defensa tampoco nos permite comprender y actuar sobre la base de
que tenemos a nuestro alcance distintas respuestas a las situaciones

90
aparentemente empantanadas. En cambio, creemos estar locos; ésta es la queja
principal que la mayoría de los codependientes presentan cuando por primera vez
solicitan ayuda. «Siento que estoy loco. Algo está desconectado.» Los mecanismos de
defensa nos desconectan de la realidad de nuestras vidas.
La falta de acceso a nuestra historia o una versión distorsionada de ella
contribuyen a generar esa sensación de locura. Para comenzar a liberarse de esta
sensación y de la impresión de que somos controlados por nuestro pasado, es útil
tener un cuadro claro de nuestra historia. Conocer estos mecanismos de defensa
puede ayudarnos a identificarlos y advertir de qué modo impiden que veamos no sólo
nuestra historia sino también nuestros síntomas y nuestra indocilidad presentes.

La represión, la supresión y la disociación

La represión, la supresión y la disociación son mecanismos que los niños


aplican a sus experiencias traumáticas de abuso. Estos mecanismos excluyen de la
memoria consciente una experiencia que de otro modo abrumaría al niño. Tales
experiencias traumáticas, de no sufrir este proceso, originarían tanto miedo y temor
en el niño que ha recibido el maltrato, que éste no podría soportarlas. Si tenemos
espacios en blanco en nuestra historia, es posible que hayamos tenido que recurrir a
alguno de estos tres mecanismos para protegernos.
La represión es el olvido automático e inconsciente de cosas demasiado
dolorosas para recordarlas. La supresión es la decisión consciente de olvidar. La
disociación supone que el niño, durante el acto abusivo, separa psicológicamente de
su cuerpo a «la persona que es», y lleva ese sí-mismo interior a algún lugar desde el
cual el abuso no puede verse, oírse, tocarse ni experimentarse de ningún modo. Por
lo común, los niños reservan la disociación para sobrevivir a un abuso que ellos
sienten que amenaza su vida. En situaciones tales como el incesto, el abuso
deshonesto o la paliza grave, la criatura teme que se destruirá «lo que es», o su
cuerpo.
En la represión, los recuerdos dolorosos y temibles pasan automáticamente a
la mente inconsciente, en la que prácticamente se pierden. Ya de adulta, la persona
que ha reprimido un incidente no puede recobrar este material mediante un acto de
voluntad consciente; simplemente, no tiene acceso a él. Por otra parte, el material
suprimido a menudo puede recordarse, puesto que el acto de supresión es en mayor
medida el resultado de una intención consciente.
Por ejemplo, de niño, Brad ve al padre golpear a la madre, que queda tendida en
el piso con el rostro ensangrentado. Si en esta situación emplea la represión, más
tarde no podrá recordar la paliza. Por otro lado, si suprime la misma escena, se dice a
sí mismo: «Esto es demasiado terrible para recordarlo, y lo voy a olvidar». Y así lo hace.
En ambos casos, el niño no perdió la conciencia cognitiva durante el abuso, y tuvo la
experiencia completa: vio, supo lo que sentía al respecto, y pensó algo.
En ambos casos la información sobre la escena entra en la mente inconsciente,
pero si Brad emplea la represión, el material desaparece sin que él lo sepa, y ya no
puede recordarlo aunque quiera (en la niñez o de adulto). En cambio, el material supri-
mido a menudo puede recordarse por medio de un esfuerzo consciente, o cuando se leen
textos sobre el abuso y se comprende que los síntomas adultos indican que algo

91
abusivo sucedió en la niñez, ante lo cual se piensa detenidamente en ello.
Cuando Brad llega a la terapia, como «niño adulto», se presenta de un modo que
demuestra que aún emplea esas defensas de la represión y la supresión. El indicio
está en que, cuando le pido que me hable de su infancia o bien no tiene ninguna histo-
ria infantil o bien es una historia muy fragmentada. No recuerda algunos años, algunos
períodos, algunas cosas relacionadas con cierta persona, o dice algo así como: «No
recuerdo nada, Pia. ¿Cómo te puedo contar mi historia, si no tengo historia?».
Pero, cuando yo le hablo de los diferentes tipos de abuso, quizá Brad de
pronto experimente el retorno de un recuerdo suprimido, y exclame: « ¡Dios mío, lo
mismo me sucedió a mí! ¡Lo había olvidado por completo! ». De modo que, si recibe
alguna ayuda exterior, por ejemplo al asistir a una conferencia, leer un libro sobre el
abuso infantil o estar en un grupo con alguien que tuvo experiencias semejantes, la
mente inconsciente de Brad puede empezar a entregarle su propia historia
suprimida.
La disociación excluye un acontecimiento de la mente consciente del niño tan
completamente como lo hace la represión, y se produce cuando el cuerpo de la
criatura sigue donde está y continúa recibiendo el abuso, pero emocional y
mentalmente el niño «se va». Aunque experimenta el dolor físico y su cuerpo sigue
siendo objeto de maltrato, emocional y mentalmente el niño está ausente y no
«siente» nada. En cambio, en la represión y la supresión, el pequeño continúa
experimentando toda la fuerza del maltrato, tal como incide en la zona física, la zona
mental y la zona emocional.
Durante una experiencia disociativa, la mente del niño por lo general realiza uno
de al menos tres desplazamientos posibles (podría haber más). Cada uno ellos pone a
la criatura más a resguardo, en un lugar más difícil de alcanzar que el anterior. El
primer desplazamiento consiste en moverse horizontalmente y quedar tendido,
sentado o de pie junto al propio cuerpo, observando un poco lo que sucede pero sin
sentir nada. En el segundo desplazamiento, la criatura se mueve verticalmente y flota
sobre la escena; la mira pero tampoco siente nada. En el tercero, el pequeño
desaparece dentro de sí mismo, aislándose de toda sensación visual, táctil o auditiva.
Los pacientes dicen a menudo que es como estar en un agujero negro. Si el niño ha
realizado este tercer desplazamiento, en la terapia posterior resulta muy difícil
recuperar el recuerdo. Creo que este tercer recurso se reserva para las formas
extremas de abuso.
En tanto adulto que pide terapia, la persona que tuvo una experiencia
disociativa se parece mucho a la que empleó la represión. Hay lagunas en el
recuerdo de su historia. Pero el «niño adulto» puede recuperar el recuerdo de una
experiencia abusiva de la infancia a través de una regresión espontánea.
Sería muy raro que alguien tuviera una regresión espontánea mientras lee lo que
decimos en este libro sobre el abuso, pero describiré de qué se trata, para que el lector
lo sepa. Una regresión espontánea es un proceso que permite recuperar los recuerdos
perdidos en la disociación. Casi siempre se produce en una situación terapéutica, con
la guía de un consejero. Podría suceder en un escenario de terapia grupal cuando el
contenido de la sesión activa en alguien un recuerdo disociado, en la forma implícita
en la palabra «espontánea». Pero lo más común es que sea una experiencia que se

92
realiza con la guía de un consejero que emplea técnicas terapéuticas.
Durante una regresión espontánea, el individuo es de algún modo trasladado a
su historia pasada, para que vuelva a experimentar dramáticamente un
acontecimiento traumático infantil. En el intercambio común de la recuperación
terapéutica, la recuperación de los recuerdos reprimidos o suprimidos puede ser una
experiencia mental más independiente, pero las personas que experimentan una
regresión espontánea, mientras están sentadas con los ojos cerrados, tienen la
sensación de revivir el hecho, con los mismos sentimientos intensos de la situación ori-
ginal, y el cuerpo contorsionado en movimientos casi idénticos a los que hacían de
niños al tratar de evitar el dolor. Como la mente inconsciente no tiene ningún sentido
del tiempo cronológico, al retornar el recuerdo del abuso el paciente se traslada
mentalmente al momento en que sucedió. De tal modo, la curación del dolor producido
por el hecho del pasado puede realizarse en el contexto en que ese hecho ocurrió. El
paciente experimenta de nuevo el hecho abusivo como si en el presente tuviera la
misma edad que en aquel momento. Después, el niño retorna a su edad adulta en el
consultorio.
A veces los individuos vuelven a disociar durante la regresión, pero la diferencia
entre la disociación original y la que se realiza en el curso de una regresión terapéutica
consiste en que esta última cuenta con el respaldo y la ayuda del terapeuta, y
después se podrá recordar lo que sucedió, aunque se hayan perdido algunos de los
hechos.
Desde luego, como el paciente percibe el abuso con los sentidos (la vista, el oído,
el olfato, etc.) de la niñez, los detalles específicos pueden aparecer confundidos o
distorsionados. Pero lo importante para la terapia es que hubo algún tipo de abuso
que llenó al niño de sentimientos inducidos que aún lo discapacitan en la adultez.
Tratar de recuperar recuerdos disociados con un «padrino» o un amigo sin
formación profesional es peligroso y debe evitarse. Aunque una regresión inducida
terapéuticamente es una experiencia que asusta, también constituye un proceso
terapéutico maravilloso para recuperar recuerdos tabú, cargados de miedo, dolor,
cólera y vergüenza discapacitantes.

La minimización, la negación del problema y el autoengaño

En la terapia encontramos a menudo material que amenaza al yo o a la adicción;


este material «desaparece» y no podemos recordarlo, incluso durante una
confrontación específica. Las defensas de la minimización, la negación del problema y
el autoengaño pueden llevarnos a distorsionar la opinión que tenemos de nuestra
conducta presente, y no sólo de nuestra historia.
La minimización significa que reduzco la importancia de lo que hago, pienso o
siento, para que parezca menos grave o significativo que si fuera otro quien hiciera,
pensara o sintiera lo mismo. Por ejemplo, me digo que estar abrumado de responsa-
bilidades, siempre cansado e irritable porque me he comprometido en exceso, en
realidad no es demasiado malo. Me digo que en cuanto me organice podré manejar la
situación. Pero si escucho que mi amiga Wanda se queja de lo mismo, de no tener
tiempo para ella, de estar agotada y malhumorada con sus hijos, sus compañeros de
trabajo, su esposo y sus amigas, porque se ha comprometido en exceso, de inmediato

93
pienso: «Bien, ¿no se da cuenta de que está comprometida en exceso? ¿Por qué no se
desprende de algunas de sus responsabilidades? ¡Va a sufrir un ataque de nervios!».
Reconozco mi propio compromiso excesivo, pero me persuado de que debo aceptar los
estragos que provoca en mi vida y lo inmanejable en que ésta se ha convertido. «Mini-
mizo» el problema.
En la niñez, la minimización funciona como sigue. Terry ve que el padre golpea a
la madre. Se siente conmovida y horrorizada pero minimiza el hecho, diciéndose a sí
misma: «Bien, esto sucedió, y realmente me ha dolido, pero después de todo no es tan
malo». El recuerdo del hecho subsiste en su mente consciente. Terry puede hablar de
él, describirlo, y sabe qué sucedió. Pero se persuade de que no experimenta el efecto
completo de sus emociones, aunque se da cuenta vagamente de que «algo está mal» en
lo que siente respecto de la paliza.
Más tarde, cuando ya de adulta recurre a la terapia y asiste a mi conferencia
sobre el abuso infantil, aún es probable que Terry utilice la minimización y reduzca la
gravedad del efecto de ver que el padre golpea a la madre. Lo advierto cuando me dice:
«He oído que es abusivo que un niño vea a su padre golpear a su madre; esto me ha
sucedido a mí, pero en mi caso no fue tan grave».
Tenemos otro ejemplo común de minimización cuando alguien acusa a un
alcohólico de estar bebido. El acusado puede sostener y creer realmente que sólo
tomó «un par de copas» (cuando en realidad bebió un litro de whisky). Esa persona
está usando la minimización.
Pero cuando niego el problema, me digo que en mi estado de compromiso
excesivo no hay nada malo, aunque sí sería un error en el caso de otra persona.
Sencillamente, la vida es así, y debo sacar el mejor partido de ella. Mi agenda no está
demasiado llena; todos tienen mucho que hacer. Tengo perfecta conciencia de lo que
debo realizar cada día, pero no advierto mi propia sensación de estar abrumado por la
cólera, el miedo y el dolor que acompañan a esa inmensa carga de trabajo. Niego mi
propio estado extravagante de compromiso exagerado. No obstante, veo con claridad
que la vida de Wanda está fuera de control debido a ese mismo problema.
En la niñez, la negación del problema por parte de Terry es como sigue. Ve que el
padre golpea a la madre, tiene la experiencia del abuso, y se dice: «En realidad no hay
nada malo en esta discusión entre mis padres». Tiene una conciencia cognitiva de la
paliza, pero no experimenta ningún sentimiento, porque «niega» la seriedad de los
hechos. Y cuando llega a la adultez, continúa utilizando la negación del problema
como defensa contra el dolor de ese abuso. Escucha mi charla sobre el maltrato a los
niños. Podría presentar el ejemplo de una niña, a la que llamo Cindy, que vio a su
padre golpear a su madre. Cuando le digo a Terry que es muy abusivo que se le
permita a un niño ver a un progenitor que golpea al otro, quizá me responda algo así:
«Pia, estoy de acuerdo en que ver los golpes fue abusivo con Cindy, pero en mi caso
no lo fue en absoluto».
Cuando niega el problema, un alcohólico acusado de estar borracho quizá
sostenga que beber un litro de whisky puede emborrachar a otros, pero no a él.
«Aguanto mucho más que eso, ¡y no estoy bebido!». La negación del problema aparece
cuando vemos y captamos ciertas realidades en las vidas de otras personas, pero no
las advertimos en las nuestras propias.

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El proceso del autoengaño es más profundo y serio. Significa que creemos algo a
pesar de que existen hechos claros en sentido contrario, de modo que percibimos los
hechos, pero no les atribuimos el significado correcto. Por ejemplo, un amigo mío, en su
niñez, fue víctima evidente de un abuso sexual de la madre. Pero se negaba a creerlo
porque ella «no era ese tipo de mujer». Su autoengaño acerca del carácter de la madre
era más fuerte para él que los hechos del abuso sexual del que había sido objeto en la
realidad.
En la adultez, cuando me engaño a mí misma, creo que mi estado crónico de
compromiso excesivo y la velocidad constantemente alta de mi ritmo de trabajo son
normales y sanos. Si alguien señala que es muy patológico someterse a tanto estrés
y agrega que debemos tener tiempo de descanso, de ocio, de diversión, me digo que
no es cierto, que eso es imposible para una persona real que lleva una vida real. Sería
magnífico, pero no es realista. Y quizá le comente esto mismo a mi amiga Wanda:
« ¡Vamos, chica! En la vida hay que hacer todas estas cosas. No tiene nada de
malo. Quizá te sientas cansada e irritable porque te deprime el resfriado. Lo único que
necesitas es una mejor actitud». Mi ilusión de que el trabajo constante es normal y
sano tiene mucha fuerza, e incluso se expande para incluir a otros.
Como terapeuta, reconocería un autoengaño en Terry si después de escuchar mi
conferencia sobre Cindy (que vio al padre golpear a la madre), ella me dijera: «Pia, te
he escuchado decirme que lo que vio Cindy fue abusivo para ella, pero no es así. Los
padres sólo tenían una pelea normal. Nadie le hizo daño a Cindy. Si dos personas
quieren pelearse, a mí no me parece mal». Su autoengaño consiste en creer que a un
niño no le hace daño que los padres se ataquen físicamente en su presencia.
Pero el hecho es que realmente se abusa del niño cuando se le permite ver que
uno de los dos cuidadores más importantes y necesarios de su vida golpea al otro.
Una persona que se auto-engaña «ve los hechos» pero no los acepta como verdaderos,
y actúa como si la terrible realidad fuera distinta.
La codependencia está llena de autoengaño, de modo que reconocerla en
nosotros mismos es importante. En nuestras vidas adultas experimentamos
síntomas de codependencia que tienen dolorosas consecuencias emocionales para
nosotros mismos y para nuestros seres queridos, pero tenemos la ilusión engañosa de
que, al cabo de cierto tiempo, «las cosas irán bien». Y aunque en nuestras vidas y en
nuestras relaciones se producen a menudo hechos horrendos, nuestro engaño de
codependientes nos hace creer que no son ni dolorosos ni terribles. A veces
prolongamos situaciones y relaciones muy abusivas, sin afrontar la realidad de que se
nos está maltratando gravemente.
Lo mismo que los otros mecanismos de defensa, el autoengaño es invisible para
nosotros, lo que constituye un problema: no sabemos que estamos siendo ilusos.
Vivimos en un mundo irreal basado en nuestras ideas engañosas, pero vemos ese
mundo irreal como la realidad. Puesto que no podemos permitirnos ver los hechos de
nuestra vida como realmente son, a menudo nos enojamos con las personas que
intentan señalarnos las falacias de nuestro delirio. Esta posición nos vuelve muy vul-
nerables, ya que la realidad en sí, o cualquier persona que tenga un fuerte sentido de
realidad, amenaza por su simple existencia la idea que tenemos de nuestro mundo.
Las personas con ideas ilusorias tienden a aislarse de quienes podrían revelarles

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la verdad de sus vidas.
En la terapia, la resistencia del paciente a enfrentarse a la idea de autoengaño
que yo le señalo suele derivar del hecho de que está repitiendo con sus propios hijos
la misma conducta disfuncional que sus progenitores tuvieron con él cuando era niño,
y no quiere reconocerla como disfuncional. Las personas que se encuentran en esta
situación no perciben su propia resistencia a cambiar sus percepciones. Se adhieren
a los «hechos» distorsionados de su propio autoengaño.
Para recuperarse de la codependencia es esencial saber en qué consisten los
mecanismos de defensa y cómo intervienen en nuestra vida. Aceptar los hechos
siguientes puede ser de gran ayuda para la recuperación:
• Los mecanismos de defensa siguen funcionando en los codependientes
adultos.
• Nuestras propias defensas son, por lo general, invisibles para nosotros.
• Para recuperarnos, debemos permitir que otras personas en las que
confiamos hagan frente a esas defensas, diciéndonos cuándo piensan que las
estamos empleando.
• Aunque sea difícil, y quizás experimentemos miedo o cólera en el momento,
debemos escuchar lo que se nos dice, para quebrar esas defensas e iniciar la
recuperación.
Es posible que en las descripciones de los síntomas de la codependencia y el
abuso que presentamos en este libro, el lector o la lectora reconozcan algunas de estas
resistencias a afrontar su propia realidad.

Los recuerdos corporales y los recuerdos emocionales

Hay dos tipos de indicadores útiles que, si se les presta atención, a menudo
conducen a la recuperación de la historia perdida: los recuerdos corporales y los
recuerdos emocionales. Se asemejan a contraseñas o claves de seguridad para
introducir en un programa informático cuidadosamente guardado. De modo similar, en
cuanto una persona reconoce un recuerdo emocional o corporal temible o doloroso,
puede rastrearlo y de tal modo tener acceso a datos de la mente inconsciente
relacionados con el abuso terrible o doloroso que fue reprimido o disociado desde el
momento mismo en que se produjo. Con la ayuda de un terapeuta hábil, estos datos
valiosos pueden llevarse a la mente consciente del paciente, para que elabore todos
los sentimientos relacionados con ese recuerdo y comience a curarse de ellos.
Un recuerdo corporal es un síntoma físico súbito que no parece estar
relacionado con ninguna causa material presente en ese momento. Por ejemplo,
alguien podría estar cómodamente sentado leyendo este libro, y de pronto caer presa
de un agudo dolor de cabeza, vértigos o náuseas. Quizá sienta como si alguien le pateara
el brazo o intentara estrangularlo. Tal vez le parezca que le han dado un pellizco en la
nuca o experimente dolor en la ingle. Estas sensaciones son recuerdos corporales.
Un recuerdo emocional es una experiencia afectiva súbita y abrumadora, que no
puede atribuirse a nada que esté presente en ese mismo momento. Los recuerdos
emocionales emergen principalmente en la forma de cuatro emociones primarias: la

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cólera, el miedo, el dolor y la vergüenza. A estos recuerdos también los denomino
«ataques emocionales», porque aparecen de pronto, sin que nadie los haya invitado,
no se sabe desde dónde. Si el ataque emocional tiene la forma de cólera lo
denomino i «ataque de ira», y si tiene la forma de miedo, «ataque de pánico» o
«ataque de paranoia». Un recuerdo emocional de dolor es una súbita y abrumadora
sensación de desamparo, a menudo seguida por la idea del suicidio o por la
convicción de que ese intenso sufrimiento nos llevará a la muerte. Un «ataque de
vergüenza» es una sensación súbita, profunda, abrumadora, de ser «menos que»,
falto de valor, incapaz, malo, estúpido o feo (en el transcurso de estos ataques
suelen pasar por nuestra mente palabras despectivas que nos aplicamos a
nosotros mismos).
Los recuerdos corporales y emocionales me indican que, aunque nuestras
mentes tienen poder como para enterrar recuerdos en el inconsciente y «saber
pero no saber», el cuerpo nunca olvida la experiencia dolorosa del abuso, e insiste
en hacernos ver la verdad de nosotros mismos.
Por ejemplo, en mis conferencias dedicadas a este tema suele ocurrir que
alguien que me está escuchando dice: «Pía, en este mismo momento tengo uno de
esos recuerdos. Siento una mano en la nuca, y estoy muy asustado». La experiencia
de la mano en la nuca es un recuerdo corporal, y el miedo que la acompaña es un
recuerdo emocional.
El recuerdo emocional se experimenta siempre como un sentimiento
abrumador. Supongamos que una mujer que escucha mi conferencia en un grupo de
terapia tiene de pronto un recuerdo emocional de miedo. Entonces entra en un
estado próximo al pánico y dice algo así como: « ¡No sé lo que sucede, Pía, pero estoy
muy asustada y querría salir corriendo de esta habitación! ».
Entonces yo le pregunto: « ¿Podrías decirme qué ocurría cuando
empezaste a sentir el pánico? ¿De qué estaba hablando yo? ».
La respuesta puede ser: «Cuando empezaste a hablar de una niña penetrada
sexualmente por el padre, caí en tal pánico que casi me voy corriendo».
Yo indago: « ¿Es posible que alguien haya abusado sexualmente de ti? ». En
ese momento, esta pregunta bien puede provocar el retorno de un recuerdo
perdido.
Muchas veces, estos recuerdos emocionales y corporales son utilizables como
vías de acceso al recuerdo de lo que realmente sucedió en la infancia, con lo cual se
recuperan hechos reprimidos durante mucho tiempo. En el capítulo siguiente nos
referiremos a los distintos tipos de abuso; conviene que el lector o la lectora presten
atención a los recuerdos corporales y emocionales que esas páginas puedan
suscitarle.

Cómo afrontar las propias defensas

Es posible que, durante su infancia, el codependiente haya necesitado


protegerse con uno de los seis mecanismos de defensa que he descrito. En los
codependientes casi siempre hay minimización, negación del problema, autoengaño,
represión, supresión y disociación, porque nos permiten sobrevivir a encuentros que

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nos enloquecerían o abrumarían de algún modo. Por lo tanto, si la lectora o el lector
es codependiente, mientras avanza en el libro debe tener conciencia de que es muy
probable que estos mecanismos aún permanezcan en ella o él; no deje de tenerlos en
cuenta.
Nuestra sociedad respalda técnicas de actitud parental que ahora sabemos
que son «menos-que-nutricias» para el niño. Los hijos de familias disfuncionales
pueden parecer que son adaptados, bien educados y tienen éxitos, o bien que son
malcriados, tiránicos, caóticos y destructivos. Como hemos visto, ambos conjuntos
de características pueden reflejar los ajustes internos que tales niños realizaron
para poder sobrevivir en esas familias disfuncionales. Ahora sabemos que esas
adaptaciones conducen a la codependencia en la adultez. Las páginas siguientes
incluyen descripciones de prácticas «menos-que-nutricias» o abusivas de los
cuidadores.

10 - EL ABUSO FÍSICO
Todas las formas del abuso (físico, sexual, emocional, intelectual, espiritual)
pueden ser evidentes o encubiertas. El abuso puede entregar o quitar poder a la
víctima.

Abuso evidente y abuso encubierto

El abuso evidente está a la luz del día. Todos pueden verlo; el niño realmente lo
conoce, porque su realidad es muy clara. El abuso encubierto es oculto, tortuoso o
indirecto. Lo constituyen hechos más sugeridos que visibles. Tiene más que ver con la
manipulación que con el control directo. También incluye ciertos tipos de desatención
parental, como la que se produce cuando no se satisfacen las necesidades de nutrición
emocional o física de la criatura. Como a la persona que lo ha padecido le cuesta
mucho identificarlo, es más difícil recuperarse de los efectos del abuso encubierto. No
resulta fácil reconocer que se nos ha hecho un daño, si éste resulta de experiencias
«barridas bajo la alfombra», puesto que nunca se ha visto el abuso «a plena luz». Un
ejemplo de abuso encubierto es el de la madre que retira su amor y aprobación
(abandona emocionalmente al hijo) a menos que éste se someta al control de ella.

El abuso que entrega o quita poder

El abuso entrega poder o lo quita. Cuando quita poder avergüenza al niño, lo


priva de valía y lo convierte en una persona «menos-que».
El abuso que entrega poder le enseña incorrectamente al niño que él es
mejor que los otros. Como todos valemos lo mismo, enseñarle a alguien que es
superior resulta erróneo y disfuncional.
El niño que sólo ha tenido experiencias de entrega de poder se convierte en
un adulto ofensor o victimario. Si en cambio fue objeto de los dos tipos de abuso
(entrega y retiro de poder), es posible que oscile entre las creencias de «ser menos
que» y «ser mejor que»; la cantidad de tiempo que pasa encada posición depende
de la magnitud de cada tipo de abuso. Resulta fácil el tratamiento de las personas

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que han sufrido una mezcla de estas dos clases de abuso.
Los niños a los que siempre se les entrega poder y nunca se les quita, suelen
encontrarse en una posición difícil, en cuanto se «desmandan por propia voluntad»
y controlan a la gente con una conducta abusiva que se les va de las manos. A
menudo son muy ofensivos y creen tener derecho a usar a los otros y sacarles
cosas.

Abuso físico

Que haya habido o no abuso físico depende del modo como los cuidadores
principales han tratado el cuerpo del niño. ¿La persona física del niño ha sido
tratada con respeto o bien atacada o ignorada? Hay abuso físico siempre que un
cuidador ataca el cuerpo del niño de algún modo, golpeándolo con un objeto,
abofeteándolo, pellizcándolo, tirándole del pelo o golpeándole la cabeza. La
criatura experimenta un contacto doloroso, pierde su autoestima y absorbe la
vergüenza del cuidador. Por ejemplo, si un padre maltrata físicamente a un hijo, la
experiencia que éste tiene del ataque le dice que su cuerpo no merece ser
respetado (que es un objeto vergonzoso) y que él no tiene ningún derecho a estar a
salvo de contactos dolorosos; tampoco tiene derecho a controlar lo que le sucede a
su cuerpo. En efecto, el padre asume el control del cuerpo de la criatura y dice: «Yo
puedo hacer lo que quiera con tu cuerpo».

El abuso disfrazado de disciplina

Muchas veces el abuso físico se disfraza de disciplina. A mi juicio, en el seno


de la familia, el castigo disciplinario al niño no puede ir más allá de una palmada
aplicada en el trasero cubierto, de tal modo que el niño no sea magullado, no le
queden marcas rojas ni se conmueva su pequeño cerebro, y el progenitor no le
induzca, como consecuencia, a una vergüenza desmesurada. El uso de la palma de
la mano permite que el propio progenitor sepa si pega demasiado fuerte, porque en
tal caso también le dolerá a él. El trasero cubierto significa que el niño no será
desnudado, expuesto o avergonzado sexualmente bajándole los pantalones.
Asimismo, creo que cuando los niños son muy pequeños, es una disciplina
apropiada pegarles levemente en las manos cuando tocan cosas que uno no quiere
que toquen.
Esta disciplina física funcional es más una llamada de atención que un
castigo. Cuando el progenitor le señala su imperfección, desencadena la vergüenza
natural del niño, pero la disciplina funcional supone además darle a la criatura la
seguridad de que lo que hay que cambiar es la conducta; el niño en sí es una
persona preciosa, maravillosa, que sólo necesita tomar nota de su imperfección y
ver de remediarla cuando conduce a conductas dañinas o antisociales.
En mi opinión, más o menos hacia los seis años ya no es tampoco apropiada la
palmada en el trasero cubierto. En lugar de ella, el padre o la madre le pueden explicar
al niño qué es lo inaceptable en lo que está haciendo, señalarle lo que tiene que cambiar
y cuáles serán las consecuencias si no lo cambia. En el caso de que no respete esas
orientaciones, los padres lo pueden controlar y hacerle sentir las consecuencias de
ello. Por ejemplo, si un hijo adolescente vuelve muy tarde a casa, no hay que gol-

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pearlo sino decirle, por ejemplo: «Mañana por la noche no saldrás».
Es importante comprender la diferencia entre «conducta y consecuencias», por
un lado, y «crimen y castigo», por el otro. Las consecuencias, si es posible, deben ser
una continuación razonable relacionada con lo que ha sucedido, y tener en la mente
del niño un «peso» análogo al de la conducta transgredirá. Por ejemplo, al adolescente
se le puede prohibir que salga una noche por haber llegado una vez tarde, pero no
retenerlo en la casa durante dos semanas.
El siguiente es un ejemplo útil tomado del libro de Virginia Satir titulado People
making, en el cual esta autora puntualiza la diferencia entre consecuencias y castigo.
Digamos que un niño se olvida todos los días la comida para el almuerzo en la escuela.
Después llama por teléfono a la madre, y ella tiene que llevársela. A fin de detener
esta pauta conductual, la madre se sienta junto a él y le dice: «Mira, Charlie, la
consecuencia normal de que no te lleves el almuerzo es que pasarás hambre». Cuando
al día siguiente, el niño vuelve a olvidarse la comida y llama a la madre, ésta le
responde: «Lo lamento. Ya hablamos sobre esto anoche. La consecuencia normal de
que no te hayas llevado la comida es que tendrás hambre. No te voy a llevar el
almuerzo».
La consecuencia tiene que ser lo más parecida posible a lo que sucedería si
ningún miembro de la familia interviniera en la conducta del niño. Por ejemplo, si una
persona fuera destructiva en un lugar público, sería detenida y encarcelada. Si alguien
fuera destructivo en un cine, el acomodador tendría que sacarlo de la sala. Entonces,
si un niño es destructivo en el hogar mientras todos quieren ver televisión, lo
apropiado es sacarlo de esa habitación para que no moleste y llevarlo a otra: por
ejemplo, la suya propia. Se le explica que su conducta destructiva no es aceptable
para la familia, y que tendrá que mantenerse apartado hasta que cambie su modo de
comportarse.
La actitud parental funcional no incluye la agresión física al niño. Sin duda, no
defiendo la anarquía en la familia, pero afirmo enfáticamente que lo funcional es
cuidar al niño. El cuerpo del niño es como un jarrón de 25.000 dólares. No hay que
sacudirlo, abofetearlo, patearlo o golpearlo, porque es demasiado valioso y se podría
deteriorar. Con este tipo de abuso, un progenitor puede quebrar el espíritu y la
sensación de valía del niño, así como un jarrón valioso puede romperse si se lo
manipula de un modo intencionalmente abusivo o descuidado.

Abuso físico abyecto

El abuso abyecto, que la mayoría de las personas reconocen como perjudicial e


ilegal, incluye formas de maltrato extremo, tales como quemar o escaldar al niño
deliberadamente, amputarle las manos, aplicarle en los genitales la brasa de un ciga-
rrillo, fracturarle el cráneo o lastimarle los órganos internos con golpes de castigo. Si
bien está claro que en estos casos la actitud del progenitor respecto del cuerpo de la
criatura no es precisamente respetuosa, hay otras formas de abuso físico que pueden
tener consecuencias dañinas para el niño porque lo llenan de vergüenza.

Empleo de instrumentos

Algunas personas golpean a sus hijos con instrumentos tales como un cinturón,

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un cepillo de pelo, una silla, una paleta, una pata de piano, una vara de arbusto, un
zapato, una cuchara de madera o un matamoscas. En todos estos casos es muy
probable que haya abuso. Al niño lo avergüenza mucho que lo ataquen con un
instrumento, y el progenitor no tiene idea del dolor que inflige, porque no siente en
sus propias manos la intensidad del golpe.
A medida que el niño crece, la disciplina física da cada vez menos resultado con
él. Alguna vez alguien me dijo: «Mi chico de diez años ya no responde al castigo. Tengo
que golpearlo realmente fuerte para que lo tenga en cuenta». Los niños se van vol-
viendo cada vez más capaces de soportar y resistir. Cuando tienen trece o catorce
años, y si son tan altos como el propio progenitor, quizá comiencen a atacarlo, porque
eso es lo que se les ha enseñado a hacer con el castigo físico severo.

Otras formas de ataque físico

La bofetada, aunque es uno de los tipos más comunes de abuso físico,


avergüenza especialmente al niño. Creo que tal vez constituye uno de los peores tipos
de abuso físico no abyecto, porque el rostro es un símbolo muy visible y reconocible
de la identidad personal.
También es abusivo golpear la cabeza, tirar del pelo o las orejas, pellizcar o
sacudir al niño, porque en estos casos su cuerpo no es tratado con respeto, ni
siquiera con seguridad. El cerebro de un niño es muy delicado. Cuando uno toma esa
preciosa cabecita y la golpea contra la pared, o la hace chocar con otra, puede
provocarle una contusión cerebral.
Para darnos cuenta de hasta qué punto estas acciones son abusivas, basta
imaginar a un adulto golpeando a otro adulto o tirándole del pelo. Una persona puede
haberme dicho lo que sea, pero para mí es inaceptable tomarla de los cabellos, golpearle
la cabeza contra la pared, tirarle de las orejas, abofetearla o sacudirla. Eso supondría
una muy grave falta de respeto a su cuerpo. En nuestra cultura comprendemos que
tratar a otro adulto de ese modo está mal, y lo sancionamos con disposiciones legales.
Cualquier persona que sufra este trato puede hacer que la otra sea detenida por la
policía. Pero la misma idea de respeto al cuerpo del otro debe considerarse válida
cuando se trata de un niño.

Abuso físico-sexual

Algunas personas abusan físicamente de sus hijos (los «disciplinan») para


estimularse sexualmente a sí mismas. Algunas palizas físicas son en realidad físico-
sexuales, y constituyen una forma de abuso físico-sexual, porque el padre o la madre se
excitan sexualmente en ese contacto con el niño. Por lo general estas palizas se
ritualizan, y al niño le parece que en ellas hay algo misterioso y aterrador. Desde el
punto de vista del pequeño, son muy sistemáticas, estructuradas, repetitivas, abiertas,
agresivas e impredecibles en cuanto al momento en que ocurrirán.

Las cosquillas que llevan al niño a la histeria

Ciertas clases de cosquillas son físicamente abusivas. No me refiero a las


caricias bajo la barbilla que solemos hacerles a los bebés. Pienso, por ejemplo, en las
cosquillas que el padre le impone a la hija hasta llevarla a la histeria, haciéndola reír
101
o gritar sin control, totalmente incapaz de manejar su propio cuerpo. A veces
incluso la niña se orina encima. Desde luego, los niños varones también pueden ser
objeto de este abuso, y el que lo realiza puede ser cualquier miembro de la familia:
un hermano mayor, tías o tíos, etc. La persona que hace las cosquillas se apropia
del cuerpo del niño y lo trata como un objeto. El mensaje es: «Yo soy tu papá (o tu
mamá). Puedo hacer lo que quiera con tu cuerpo, ya que soy el dios o la diosa de la
familia. Voy a tenderte en el suelo y a hacerte cosquillas hasta que estés histérica,
y tengo derecho a ello». Esto es inadecuado, y para la niña o el niño puede ser una
experiencia penosa y vergonzosa.
A veces esas cosquillas pueden ser una forma encubierta de abuso físico-
sexual. Es posible que pasen de la categoría de abuso físico (en el cual el adulto
sólo descarga mucha cólera desplazada) a la categoría de abuso sexual, cuando se
progenitor se excita sexualmente al realizar esa acción

Nutrición física insuficiente o excesiva

La nutrición física adecuada es una de las necesidades básicas con


dependencia, esencial sobre todo en los primeros años de vida. A medida que
crece, se le debe permitir a la criatura asumir más control en cuanto a quién lo toca
y a cuándo lo tocan. Si no hay nutrición física al principio, o esta nutrición no se
reduce más tarde, los resultados son negativos.
La nutrición física del niño pequeño supone abrazarlo, sostenerlo, tocarlo,
acunarlo, estar cerca de él, caminar junto a él. Esto le da al niño la impresión de
que es grato tocarlo, de que su cuerpecito es precioso, y de que el adulto sabe
sosegarlo físicamente. Esta nutrición física es tan importante que los bebés de
menos de un año pueden morir si no la tienen en grado suficiente.
La falta de nutrición física apropiada es una experiencia de abuso físico; el
mensaje que envía el cuidador es: «No quiero tocarte. No me toques. Todos somos
fríos y no se espera que nadie toque a otro».
Una persona que ha tenido demasiado poco contacto físico en la niñez, se
enfrenta de adulto al mismo problema que el individuo que fue abofeteado, pateado
o golpeado. Pero al niño que no ha sido tocado, que lo toquen también le resulta
doloroso (emocionalmente doloroso). Y como no está familiarizado y le resulta
temible tener contacto físico con cualquier persona, siempre lo rehuye con temor. Las
razones para no desear ser tocado son distintas (dolor emocional, en un caso; dolor
físico, en otro), pero los efectos conductuales resultan muy semejantes.
En el otro extremo, el contacto excesivo, el excesivo sostén, la excesiva
trabazón física (sobre todo en los años posteriores), sofocan y abruman a la criatura.
Ya de adulto, para poder sentirse amado y seguro, el individuo quizás exija más
contacto físico y más abrazos que los que a su cónyuge o a los miembros de su
familia les resultan satisfactorio brindarle.

La reducción gradual de la nutrición física

Al principio los niños necesitan mucha nutrición física, pero a medida que se
desarrollan se vuelven más autónomos y esa necesidad disminuye. Si el progenitor

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no reduce la nutrición intensa inicial, la trabazón física que subsiste abruma a la
criatura. Un niño que soporta una nutrición física abrumadora suele pensar: « ¡Oh,
Dios mío! Aquí viene mamá. ¡Ahora va a besarme ¡Huyamos! Es demasiado para mí».
Por ejemplo, cuando la pequeña Ginny aún no hablaba, necesitaba mucha
nutrición física muy directa. Había que sostenerla, abrazarla, acariciarla y acunarla
mucho mientras estaba despierta. Pero al crecer dejó de desear esa proximidad. Se
despertó su curiosidad acerca del resto del mundo. Cuando la madre la alzaba y la
abrazaba, el pensamiento que tenía la niña era «Bueno, ya está bien», y quería que
la soltaran para ir a jugar.
Cuando Ginny comienza a caminar, la madre, si es funcional, se retira un tanto,
permitiendo que sea la niña quien se acerque a ella cuando lo desee, y no tanto a la
inversa. Cuando la niña es algo mayor y ya sabe hablar, aprende a dirigirse a la
madre "y decirle, en esencia: «Me duele. ¿Quieres abrazarme?». De este modo la madre
deja de ser quien siempre inicia directamente el contacto físico y poco a poco lo
reduce, permitiendo que sea la propia Ginny quien le diga cuándo quiere nutrición y
cuándo ya no la necesita.
Pero, por otro lado, la vigilancia de los padres no cesa hasta que el niño tiene
entre diez o doce años. Hasta esa edad, es preciso que se observen con atención las
necesidades de nutrición física que pueda experimentar. Quizás esté dolorido y
necesite del progenitor, pero no sepa pedir ayuda. Entonces los padres deben
acercarse y decirle, por ejemplo, « ¿Qué te sucede? ¿Te molesta si te toco?
¿Necesitas un abrazo?». Al principio los padres abrazan y tocan mucho sin pedir
permiso. A medida que el niño crece, los progenitores deben ir permitiéndole que sea él
quien determine la intensidad de la nutrición. Y cuando llega a una edad aproximada
de entre diez y doce años, por lo general pasa a la actitud de «quiero ser yo quien os
diga cuándo deseo un abrazo. No me toquéis sin mi autorización».
Yo todavía me aproximo a mi hijo de once años y lo nutro físicamente sin mucha
autorización y sin que él me lo pida, aunque estoy comenzando a replegarme. A veces
me acerco y le pongo la mano en el hombro. Tengo otro chico de dieciséis años al que
ni se me ocurriría tocarlo sin que medie algún tipo de negociación, como, por ejemplo,
«¿Quieres un abrazo?». Por lo general permito que sea él quien venga a mí, pero lo
observo y lo tengo muy en cuenta. A veces le pregunto si quiere venir y recibir un
abrazo, pero nunca me acerco para tocarlo automáticamente. A mi hijo de veinte años
siempre le permito negociar el contacto físico entre nosotros. Es posible que lo
observe y le diga algo, pero es a él a quien le corresponde pedir nutrición física, si la
desea.
Desde luego, hay diferencias individuales en las necesidades de proximidad que
experimentan los distintos niños; yo he tratado de delinear un enfoque general de este
aspecto. En las familias donde la nutrición física más temprana ha sido insuficiente o
enfermiza, es posible que los codependientes tengan que examinar en el núcleo
familiar todos los cambios que han aprendido que deben realizar en su conducta, para
que los allegados no los experimenten como un abuso (por ejemplo, si la madre no
explica por qué ha decidido de pronto dejar de prestarle a su hijo una atención
incesante, él podría preguntarse «qué es lo que hizo mal», o por qué la mamá «ya no
lo quiere»).

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Mirar el abuso físico infligido a otro

Ser testigo de que otra persona está siendo objeto de abuso es a la vez
profundamente abusivo. Una niña pudo haber tenido una conducta de «pequeña
adulta perfecta», mientras al hermano le pegaban regularmente por rebelarse. Quizá
tuvo que escuchar los golpes y los gritos, o incluso ver lo que ocurría, porque el
padre ponía a todo el mundo en fila y obligaba a presenciar la paliza. A menudo los
niños que han tenido este tipo de experiencia de observadores sienten en sí mismos
el efecto total del abuso, en lo relativo al dolor emocional. El mensaje a ellos es: «Esto
puede sucederte también a ti. Ten cuidado». Este mensaje suele generar mucho miedo.
Uno de los casos más difíciles con los que he tenido que trabajar fue el de una
mujer cuya madre había optado por excluirse emocionalmente de la familia; ignoraba
todo lo que sucedía y dejaba a su bebé de dieciocho meses al cuidado de mi cliente
cuando ésta sólo tenía seis años. Además, desde esa misma edad esta paciente había
sido víctima de reiteradas relaciones vaginales con el padre. Durante el mismo lapso, el
padre agredió físicamente al bebé de dieciocho meses.
Cuando fue objeto de una agresión sexual a los seis años esta niña se desligó
de todo, se desplazó mentalmente a otro lugar, de modo que no sentía lo que le
estaba sucediendo. Pero cuando era maltratado el hermanito, no podía hacer lo
mismo porque era la cuidadora principal del bebé. De modo que observaba y
aguardaba a que el padre dejara a la criatura, para tomarla y atenderla.
En su trabajo terapéutico de indagación y reducción de la vergüenza, me
sorprendió descubrir que su propio incesto le resultaba mucho más fácil de elaborar
que la experiencia de haber visto golpear al hermanito.

La desatención y el abandono de las necesidades


físicas con dependencia

Es más frecuente que la desatención y el abandono tengan que ver con las
necesidades de nutrición física (como acabamos de ver) y de nutrición emocional
(que examinaremos en el capítulo 12). Pero también hay abuso físico cuando no se
satisfacen las necesidades físicas con dependencia, como, por ejemplo, la de buena
alimentación, ropa adecuada, casa segura y limpia y atención médica y odontológica.
La desatención significa que el progenitor intenta satisfacer esas necesidades
pero no sabe hacerlo, o no lo hace lo bastante bien como para no avergonzar al niño.
Quizás haya comida sobre la mesa, pero insuficiente, o tal vez no sea equilibrada y
nutritiva, de modo que el niño pasa hambre, es demasiado delgado u obeso o bien tiene
numerosos problemas odontológicos. Quizás en la casa o departamento vivan
demasiadas personas y no haya una adecuada intimidad, o bien esa vivienda se
encuentra en un barrio peligroso o necesita reformas. Es posible que el papel de las
paredes esté muy manchado y desprendido en algunos lugares, o que la puerta del
baño no cierre bien y nunca la arreglen. Quizás al niño no se le ha enseñado a
limpiarse los dientes, y después tenga que soportar una atención bucal dolorosa. Tal
vez no lo llevaron a la sala de emergencia cuando se cortó accidentalmente, de modo
que la herida ha dejado una cicatriz muy notoria o bien se infectó y hubo que
hospitalizar al niño, con peligro de que perdiera un brazo o una pierna.

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El abandono significa que se ha hecho muy poco o nada por satisfacer las
necesidades físicas del niño. Es posible que ninguno de los progenitores cocinara, y los
hijos tuvieran que sobrevivir con pizzas o comidas preparadas que calentaban ellos
mismos; hay casos en que los niños habrían caído en la inanición de no ser por lo que se
les servía en la escuela. Quizá los progenitores no tenían un lugar para vivir, y la familia
iba a la deriva, compartiendo la casa de parientes hasta que les pedían que se fueran.
Una amiga mía sufrió abandono respecto a sus necesidades de cuidado odontológico.
Nunca se le enseñó a cuidar sus dientes ni la llevaron a un dentista: antes de los
treinta años tuvo que empezar a usar una dentadura postiza.
Como hemos visto, sea que los cuidadores del niño lo ataquen con contactos
penosos o que ignoren su necesidad de contacto físico, los resultados son
experiencias que provocan en la criatura una vergüenza desmedida, obstaculizando
su evolución hacia una adultez madura.

11 - EL ABUSO SEXUAL
Aunque el niño tiene una capacidad natural para responder a la estimulación
sexual de un modo infantil, siempre que un adulto tiene una conducta sexual con él la
experiencia es abusiva para la criatura. Esto se debe a que ella experimenta cosas que
en su nivel de edad exceden la capacidad de control emocional.
El abuso sexual puede ser físico (con contacto corporal real entre el abusador y
el niño) o no-físico. Hay una forma no-física especial de abuso sexual emocional
cuando un progenitor tiene con un hijo del sexo opuesto una relación que para él es
más importante que la que mantiene con su cónyuge.

Abuso sexual físico

Se considera abuso sexual físico a una actividad sexual corporal o a


tocamientos de tipo sexual con un niño. Esto incluye la cópula, el sexo oral, el sexo
anal, la masturbación del niño por el adulto o del adulto por el niño y los abrazos, los
besos y las caricias sexuales. Cuando el adulto responsable de estas conductas es un
miembro de la familia, este abuso se denomina «incesto»; cuando quien lo realiza no
es un miembro de la familia, se llama «abuso deshonesto».

El encuentro sexual, ¿es abusivo aunque no haya hecho daño?

Como «animales humanos» respondemos a la estimulación sexual desde el


nacimiento. Y algunas formas de abuso sexual en realidad son muy agradables
para el niño. Por ejemplo, si es acariciado, ello no le causará dolor; quizá le parezca
maravilloso. El hecho de que las caricias le gusten, o incluso de que las pida, no
significa que el niño sea responsable de tener actitudes sexuales con un adulto. Es el
adulto quien está fuera de control. De hecho, cuando trato con un adulto que ha
sido victimizado por un acto de abuso sexual que le gustaba, la terapia de esta
persona es más difícil si quiere asumir la responsabilidad por haber permitido que
dicha actividad se iniciara o continuara.
Los niños pequeños no buscan de modo natural encuentros sexuales, más

105
allá de lo normal para sus niveles de edad. Los niños que no han sido objeto de
abuso casi nunca tienen con oíros de aproximadamente su misma edad (de hasta
cuatro años en más o en menos) ninguna conducta sexual que esté fuera de la
gama normal para esa edad, y que pueda ser experimentada como traumática (por
ejemplo, exhibir recíprocamente los genitales y hacerse preguntas sobre la forma
como defecan). Pero si uno de los niños ha estado expuesto a una conducta sexual
de tipo más adulto y la repite con la otra criatura, esto se convierte en abuso sexual.
También es posible que un niño abuse de otro de mayor edad. He trabajado con
un hombre al que nadie le había dicho esto. Pasó mucho tiempo antes de que
saliera a la luz la historia del abuso, pero resultó que había sido objeto de la
iniciativa incestuosa de sus dos hermanas menores cuando él tenía diez años, y
ellas ocho y menos de ocho. Estas niñas eran muy grandes y pesaban más que él.
El paciente llevaba una carga adicional de angustia porque pensaba que, por ser
mayor que sus hermanas, él era de algún modo el abusador.

¿Es alguna vez el niño el que provoca su propio abuso sexual?

Un niño no es nunca la parte responsable de un abuso sexual. En estas


situaciones hay muchas dinámicas subyacentes, y todas tienen que ver con la falta
de control del adulto ofensor.
El niño es en primer lugar atacado o iniciado en conductas sexuales por un
adulto u otro chico de más edad, de modo que todo lo que sabe de cualquier
conducta sexual que esté más allá de su nivel de edad lo ha aprendido en relaciones
inadecuadas. Más tarde, si ha sido objeto de un abuso muy grave, puede parecer que
él instiga ese abuso, pero incluso esa conducta la ha aprendido en experiencias
anteriores, y, por lo tanto, no es el culpable.
Por ejemplo, algunos niños reciben muy poca o ninguna nutrición física
adecuada de su cuidador. Si uno de estos niños es objeto de un abuso sexual que
le agrada y con el que experimenta el contacto físico que tanto necesita, es posible
que, precisamente en razón de esa necesidad, busque los tocamientos sexuales. El
niño tiene en realidad hambre de atención física y no busca el contacto sexual por
razones sexuales, sino debido a que, por esa profunda necesidad de contacto físico,
está dispuesto a cualquier cosa para conseguirlo. Es impulsado por su necesidad
interna de un contacto físico nutricio, que sustituye por un contacto sexual. En la
superficie, este niño parece realizar una actividad sexual con un adulto, pero la
realidad no es ésta: el niño sólo intenta satisfacer su necesidad de nutrición
física. Como nunca tuvo la experiencia de una nutrición física adecuada, no sabe
que hay otros modos de dar satisfacción a esa necesidad.
Cuando pienso en el incesto múltiple, siempre recuerdo a una mujer que
llamaré Celeste. Esta paciente fue víctima de la práctica incestuosa de quince
varones antes de haber cumplido los ocho años, todos ellos adultos mayores de la
familia. Los dos progenitores eran bebedores, y abusadores flagrantes en ámbitos no
sexuales. La paciente no podía contar con comida, ropa ni casa segura, y en cierto
sentido era una presa sin protección, día tras día. Pero, desde que tenía ocho años, el
tío Harry iba a verla todas las noches, la masturbaba y se hacía masturbar por ella.
Para Celeste, esto era maravilloso. El tío Harry era su amigo y la hacía sentir bien.

106
En esa época aprendió a confundir la nutrición física con las experiencias
sexuales. Más tarde confundió la nutrición emocional e intelectual con el sexo. Celeste
aprendió que cuando se sentía sola y necesitaba nutrición, en su mundo el único
modo de lograr esa proximidad era participando en actos sexuales. Y no pasó mucho
antes de que se convirtiera en adicta al sexo. Parte de la terapia consistió en
enseñarle que su actividad sexual compulsiva no satisfaría las necesidades de
nutrición física y emocional.
Era muy difícil ayudar a Celeste, porque ella «amaba» mucho al tío Harry, y las
experiencias sexuales con él habían sido especialmente buenas, precisamente por lo
que le faltaba de nutrición apropiada. Nosotros le enseñamos que la nutrición física
atendería parte de sus necesidades, la nutrición emocional satisfaría otras, y la nutrición
intelectual algunas más. Le enseñamos a buscar, recibir y proporcionar estos tipos de
nutrición, en lugar de procurar sólo estimulación e intimidad sexuales cuando se
sentía aislada y careciente.
Hubo que enseñarle a buscar estos diversos tipos de nutrición no sexual en
otras personas apropiadas y seguras. Parte de la terapia consistió en que aprendiera a
pedir abrazos a personas seguras, en lugar de ser sexual con todo el mundo. Tuvo
que aprender a ser física, pero no necesariamente sexual, a comunicarse
recíprocamente los sentimientos con otras personas, para llegar con ellas a la
intimidad emocional y obtener nutrición de este tipo.
Todo adulto que aprovecha la necesidad de contacto físico que tiene el niño para
arrastrarlo a encuentros sexuales, ofrece una nutrición física inadecuada y está
abusando de la criatura. Como he dicho antes, esto es así aunque el propio niño
busque y parezca disfrutar de esos encuentros.
En la terapia suele ocurrir que los pacientes no dicen que han disfrutado con
el sexo abusivo, hasta que transcurre un tiempo considerable y confían realmente en
el terapeuta. Cuando por fin abordan eHerna, suelen experimentar una profunda ver-
güenza y culpa. Esa culpa se debe a que sienten un intenso impulso «positivo»
hacia la persona que abusó de ellos, un impulso que es sólo el resultado de que no
hayan experimentado ninguna nutrición física adecuada. Cuando un cliente se resiste
mucho a examinar el abuso sexual, yo busco este tipo de fenómeno.
Mi máxima es la siguiente: siempre que un adulto tiene actitudes sexuales con
un niño, este niño es víctima de un abuso sexual. En última instancia, nunca se
produce por iniciativa de la criatura. El abuso sexual es siempre responsabilidad
del adulto, y tiene que ver con su adicción al sexo o con su falta de límites sexuales.
Es triste para mí tener que decir que muchos terapeutas aún tienden a culpar al
niño objeto del abuso si se ha prestado al contacto sexual o acaso lo ha instigado. Hace
poco, mientras yo presentaba un taller, un terapeuta me habló de modo culpabilizador
de «una niña que permite que suceda el abuso» y «lo provoca». Esto es lo que yo llamo
«una declaración del ofensor».: la declaración de un adulto que culpa al niño por el
abuso del que él lo hizo objeto. El niño no tiene límites desarrollados y necesita pro-
tección, no que los adultos lo culpen. A quien está acudiendo un terapeuta que le
formula este tipo de declaraciones inculpatorias, le aconsejo que se busque otro
profesional. Muy probablemente, ese terapeuta no sabe tratar el abuso sexual.

¿Juego o abuso sexual?


107
Quien comete el abuso sexual es casi siempre un niño de más edad que la
víctima, o un adulto. Pero, a veces, otro niño de la misma edad, o incluso .más
pequeño, que ha sido agredido sexualmente por alguien mayor, puede a su vez
actuar de la misma manera abusiva con otro niño.
Una regla práctica para distinguir el juego sexual-normal del abuso es la
siguiente: si un niño participa en experiencias sexuales por iniciativa de otro que
tiene cuatro o más años que él, o que ha aprendido conductas sexuales que
exceden su nivel de edad, es probable que haya abuso sexual.

Cuando el abuso sexual físico entrega poder

El abuso sexual físico que no lastima puede otorgar mucho poder; excita al
niño, y en la excitación sexual y el orgasmo, si se produce, su cuerpo experimenta
un flujo de energía exultante. Cuando un progenitor comete incesto con el niño y le
enseña que satisface las necesidades sexuales del ofensor mucho mejor que su
pareja, implícitamente le dice a la criatura que ella es mejor y más potente en
términos sexuales que el más importante adulto del mismo sexo de la vida del
niño.
La forma más típica de este abuso se denomina «niñita de papá». El padre le
dice a la hija que la madre no quiere tener relaciones sexuales con él. Después
abusa sexualmente de la niña, sin lastimarla; la niña se excita y se siente muy
bien. Entonces tiene la idea de que es mejor que la madre, porque es sexual con el
papá. Piensa: «Soy maravillosa. Soy magnífica».
La experiencia del flujo físico de energía, de hacer que el padre se sienta
realmente bien y de ser tan importante para el progenitor, les procura a estas
víctimas del incesto una sensación de tremendo poder y superioridad, aunque desde
luego es falsa puesto que no son superiores, sino que valen lo mismo que cualquier
otra persona. En tales casos, el hecho de que estas experiencias sexuales sean
abusivas está enmascarado por la circunstancia de que no lastiman.

Abuso sexual evidente no-físico

El abuso sexual abierto no-físico puede afectar a una persona tan


profundamente como los tocamientos físicos directos, e involucra dos tipos
diferentes de conducta sexual: el voyeurismo y el exhibicionismo. El voyeurismo o
exhibicionismo de los miembros de la familia a veces daña mucho más al niño que
esas mismas actitudes en personas que no son parientes.
Hay voyeurismo en la familia cuando uno de sus miembros se estimula
sexualmente viendo a otro. (Desde luego, esto no incluye la relación sexual
adecuada entre marido y mujer.) Existe exhibicionismo en la familia cuando un
miembro se estimula sexualmente exponiendo sus partes sexuales al niño. Hace
unos años, el exhibicionismo era considerado muy divertido, y los cómicos sacaban
mucho partido de él. Pero tanto el exhibicionismo como el voyeurismo están
asociados con lo que Patrick Carnes llama «el nivel dos de la adicción sexua l». 2*

2
* Patrick Carnes, Out of the Shadows: Understanding Sexual Addiction (Minneapolis. MN Cmp.Care,
1983), págs. 37-45.

108
Nuestra cultura se encarga de hacernos llegar el mensaje de que no hay que
hablar de la adicción al sexo, pero ésta es más flagrante y mucho más común de lo
que se piensa. Cuando en torno de nosotros surgen ejemplos de adicción al sexo,
tendemos a reírnos y a pensar que son divertidos o normales. Sus resultados no
son divertidos.
Cuando le pregunto a una persona si ha pasado por experiencias de
voyeurismo o exhibicionismo, le sugiero que haga memo ría de su vida tanto fuera
como dentro de la familia. Me parece que es más fácil comprender la naturaleza
abusiva de la conducta de un varón adulto cualquiera, que se acerca a una niña en su
automóvil, le dice «mira pequeña» y le muestra sus genitales, o el comportamiento de
un mirón desconocido, que espía a través de la ventana del baño o del dormitorio que
da a la calle. Pero, cuando estas cosas ocurren dentro de la familia, a menudo no se las
identifica como abusivas. Cuando hay voyeurismo o exhibicionismo por parte de los
miembros mayores de la familia, esas personas se están estimulando sexualmente a
expensas del bienestar emocional/sexual de la criatura. Esto constituye un abuso
sexual grave, aunque no haya tocamientos directos ni ningún intento consciente del
adulto de «dañar» al niño.
En estas familias, las personas suelen estar desnudas en presencia de otras, y
los distintos miembros ven sus cuerpos desnudos de modo habitual. Esta actitud le hace
llegar al niño un mensaje que podría formularse más o menos como sigue: «Nadie debe
tener privacidad. Si pretendes privacidad, eres un remilgado. No hay que cerrar la puerta
del baño ni del dormitorio. Todos tienen que ver a todos. Y si sientes vergüenza y no te
gusta esto, ello significa que tú tienes un problema. No significa que yo esté fuera de
control».
El factor que diferencia al exhibicionismo y el voyeurismo de la falta de límites
sexuales es la intención del ofensor de obtener excitación sexual. En otras familias
puede haber un mismo grado de desnudez habitual, pero se trata de que los adultos
son descuidados en cuanto a los límites sexuales, lo cual, como veremos un poco más
adelante, también puede ser sexualmente abusivo/jara el niño.
Las personas que en su niñez pasaron por situaciones de voyeurismo o
exhibicionismo suelen no estar seguras de si esos actos se produjeron o no en la
familia. Al tratar de recordarlas, estas situaciones pueden tomar el aspecto siguiente.
Christine es una adulta en terapia. Cuando yo le hablé del voyeurismo y el
exhibicionismo, ella, aunque no estaba segura, tuvo la sensación de que esas
conductas podrían haberse producido. Le pareció recordar que no se sentía segura al
vestirse o desvestirse, ir al baño o tomar una ducha, o en la intimidad de su
dormitorio. Temía que entrara el padre, para mirarla o mostrarse ante ella. Recordaba
haber tenido pensamientos del tipo: «Oh, aquí viene papá. No quiero verlo desnudo».
Era como si el padre emitiera alguna energía que se experimentaba como inusual y
abrumadora. Pero Christine no advertía en esa época ningún rasgo objetable en la
conducta del padre, porque los niños no comprenden ese tipo de energía sexual o
conducta sexual descontrolada. A veces se trata sólo de una sensación incómoda de
tener que ver a los padres desnudos, o de ser visto por ellos desnudo o sólo
parcialmente vestido.

Abuso sexual no-físico encubierto

109
El abuso sexual encubierto es indirecto, rnanipulativo y oculto; el ofensor no
tiene por lo general el propósito de estimularse sexualmente. Un tipo de abuso sexual
encubierto es verbal, y el otro se relaciona con los límites.

El abuso sexual verbal

Una expresión del abuso sexual verbal son las conversaciones sexuales
inadecuadas en la familia: las insinuaciones sexuales, las bromas sexuales, los
apodos sexuales y el acoso a los chicos después de una cita para que cuenten lo que
ocurrió. A veces el padre gasta bromas sexuales que están más allá del desarrollo
sexual del niño, y en todo caso no son adecuadas en la relación con un hijo o una hija.
O bien el padre se encoleriza, y llama «puta» a la niña.
Cuando los progenitores acosan al adolescente después de una cita, para
informarse de la naturaleza específica de su con- duela sexual (que es que no les
concierne), lo avergüenzan., aunque en esa cita no haya ocurrido nada de naturaleza
sexual. La educación sexual adecuada es una parte natural de la educación para la
vida, pero tratar de indagar «lo que sucedió» después del hecho, violentando la
intimidad de la hija o el hijo, es una conducta que genera vergüenza. En las familias
más funcionales hay una relación de confianza y el terna del sexo no se vergonzoso,
de modo que los hijos aprovechan sus primeras citas para hacer preguntas que el
padre o la madre pueden responder de un modo sano y sin carga emocional.
También hay abuso sexual verbal cuando un progenitor actúa como sí le
gustara tener una relación romántica con el hijo o la hija. Quizás el padre le diga a la
hija que, si él fuera joven, le encantaría salir con ella. Tal vez le comente que su
cuerpo es muy bonito y que él querría que «le correspondiera un poquito». Es posible
que haga observaciones groseras acerca de, por ejemplo, los senos de la jovencita. La
madre, por su parte, podría hacer comentarios con connotaciones sexuales sobre los
músculos o los genitales del hijo, y así sucesivamente.
Otro aspecto del abuso sexual verbal tiene que ver con la información sexual.
En primer lugar, creo que todos los niños necesitan información sobre la sexualidad.
La sexualidad es un impulso muy fuerte, y la reproducción que permite la subsistencia
de la raza humana depende de que nazcan bebés en familias donde se los cuide.
Pero algunas criaturas son concebidas en circunstancias trágicas, por madres muy
jóvenes e inexpertas, que no están preparadas para atenderlas. Una de las
principales razones de que esto ocurra es la falta de información sexual adecuada.
El impulso sexual es extremadamente poderoso. Nuestros hijos necesitan
información sobre su desarrollo sexual, sobre el impulso sexual y sobre cuales son las
conductas y expectativas sexuales adecuadas, no sólo para evitar embarazos
indeseados sino también para protegerse de los posibles traumas emocionales que
suelen rodear este ámbito tan sensible e intenso de nuestra vida.
En un extremo» es abusivo no proporcionar a los niños ninguna información
respecto del sexo, esperando que la obtengan de sus iguales o en la escuela. Yo
apoyo los programas escolares de educación sexual, pero como la gama de actitudes
respecto de la sexualidad apropiada es muy amplia, también los padres, y no sólo
los maestros, los compañeros y los amigos deben proporcionar información sobre la
conducta sexual.

110
En el otro extremo, es abusivo proporcionarle al niño una información sexual
excesiva o precoz. También constituye un abuso imponer información sexual
abrumadora, distorsionada o falsa: por ejemplo, decir que una niña quedará
embarazada si besa a un chico en la boca, que los adolescentes tienen granos
porque se masturban o que la masturbación es mala y pecaminosa.
La masturbación forma parte del desarrollo normal. De ese mantenemos
conectado nuestro cerebro (que es la glándula sexual maestra) con los genitales (que
son uno de los principales lugares donde experimentamos la estimulación sexual). La
masturbación ayuda al niño a convertirse en un adulto sexualmente funcional. Es por
completo inadecuado decirle al niño que masturbarse es anormal. El padre funcional
sólo se preocupa si el niño se masturba obsesiva y compulsivamente, o si se hace
daño o se angustia. Cuando esto no ocurre, a nadie debe importarle que el niño se
masturbe o no. De hecho, necesita tanto intimidad como el conocimiento de que la
masturbación es una parte del desarrollo sexual normal. Decirle al niño que no debe
masturbarse puede hacer que se obsesione con este tema. Si alguien nos conmina a
no pensar en monos durante los próximos diez minutos, ¿podremos evitar hacerlo?
Mientras tratemos de no pensar en monos, continuamente nos concentraremos en
ellos y desde luego en este caso no hay ninguna fuerza vital primordial os
predisponga a pensar en monos.
Nunca olvidaré una situación horrible de mi vida, provocad por mí propia falta
de información sexual Cuando estaba en cuarto grado, algunas amigas nos
reuníamos a la salida de la escuela. Una de las chicas había estado hurgando en el
dormitorio de los padres y había encontrado algunos preservativos; trató de
explicarnos a todos para qué servían. Cuando ella dejó e hablar, yo estaba
petrificada. En primer lugar, mis padres nunca me habían hablado del sexo. Lo que
mi amiga había dicho me resultaba totalmente repulsivo y lo siguió siendo hasta que
llegué a la escuela media.

Los límites sexuales

Cuando los niños crecen en un sistema familiar disfuncional n el que los padres
no tienen límites sexuales adecuados, tampoco los desarrollan ellos mismos,
aunque no exista ninguna atención de abuso. Los padres con límites inadecuados
tienen relaciones sexuales sin cerrar la puerta, de modo que los hijos oyen o ven lo
que ocurre, o bien cierran la puerta pero hacen tanto ruido durante la relación
sexual que se los puede oír desde fuera. Se entregan a un beso francés en la cocina,
y se acarician recíprocamente en el sofá de la sala de estar. Éstos no son ejemplos
de exhibicionismo, porque la pareja no necesita de la atención de los hijos para sentir
excitación sexual. Se trata sólo de que estos progenitores no tienen el cuidado de
resguardar su intimidad física y proteger a los niños de su sexualidad de adultos.
Es probable que este tipo de padres también se muestren en ropa interior o
desnudos frente al niño. Esto no es exhibicionismo, porque no se pretende una
estimulación sexual; sólo se trata de descuido en cuanto a la necesidad de
proteger al niño de la desnudez del adulto. Quizás un progenitor entre en el baño
cuando la criatura toma una ducha: no es un voyeur, pero no respeta el derecho del
niño a la privacidad
En estas situaciones no se tiene ninguna intención de dañar, pero de ese
111
modo no se le enseña a la criatura a desarrollar límites sexuales intactos. Una parte
de la tragedia de los sistemas familiares disfuncionales consiste en que se
reproducen en las generaciones sucesivas, a menos que haya alguna clase de inte-
rrupción gracias a un proceso de recuperación.
Si los dos progenitores tienen límites sexuales disfuncionales de diferente tipo,
el hijo, al convertirse en adulto, quizás oscile entre uno y otro sistema. Por ejemplo,
Gary crece en un hogar en el que la madre levanta un muro de miedo. Evita el sexo
ocultando su cuerpo y manteniéndose a distancia del marido. Pero el padre de Gary
carece totalmente de límites sexuales. Habla de sexo de modo muy abierto, hace
bromas sexuales y anda desnudo por la casa; irrumpe en el dormitorio de la
hermana de Gary y la mira cuando se viste. Ya de adulto, Gary oscila entre
conductas sexuales transgresoras, y ocultar y evitar totalmente el sexo, por temor.
En una familia funcional se establecen límites sexuales adecuados a partir de
la demostración por los progenitores de sus propios sistemas de límites. Se le
enseña al hijo a no entrar en el dormitorio de los padres o al baño mientras ellos se
están vistiendo o utilizando el cuarto de baño. Y también se le enseña a cuidar su
propia privacidad cuando emplea el lavabo, se baña o se viste. Desde luego, al
principio la criatura necesita ayuda para aprender a ir al baño, bañarse y vestirse.
Pero en cuanto puede hacer todo esto por sí misma hay que dejar de acompañarla,
aunque aún deje la puerta abierta. Más tarde se le pide que cierre la puerta y, al
cabo de cierto tiempo, que además eche el pestillo. En adelante el niño sabrá que
eso es lo adecuado.
Después de que el niño haya llegado a cierta edad, los padres funcionales no
andan desnudos o en ropa interior por la casa. Personalmente creo que se llega a este
límite de edad cuando la criatura ya se percata con claridad de las diferencias
sexuales entre la madre y el padre — más o menos a los cuatro o cinco años —. Los
padres funcionales tampoco permiten que los hijos duerman con ellos.
No digo que la desnudez en sí sea algo malo, Cuando hablo de proteger de ella
a los niños, quiero decir que, a partir de cierta edad, ellos advierten que el padre y la
madre son distintos, y empiezan a prestar atención a esas diferencias sexuales,
Los adultos olvidan con facilidad que cuando el niño es pequeño mira al papá y la
mamá, y todo le parece mucho más grande de lo que realmente es, Al niño o la niña,
comparar los genitales y los senos adultos con su propio cuerpecito puede resultarle
temible, abrumador y vergonzoso.
Desde luego, si un niño entra accidentalmente en una habitación donde uno de
sus progenitores está desnudo, no es adecuado que éste se enoje y se esconda
detrás de un espejo, como si en su cuerpo desnudo hubiera algo radicalmente malo. Lo
que sí puede hacer es cubrirse y pedirle a la criatura que aguarde fuera de la
habitación hasta que esté vestido.
Además, cuando el niño crece y su cuerpo empieza a producir hormonas, el sexo
y la sexualidad pasan a interesarle directamente. Si los padres continúan
andando desnudos por la casa, es muy posible que de ese modo lo exciten
sexualmente.
Por ejemplo, Douglas, de doce años, ha empezado a tener erecciones,
masturbarse, pensar mucho en las chicas, hacer bromas sexuales en la escuela, y

112
así sucesivamente. La madre, sentada en la bañera, lo llama: «Eh, Doug, ven aquí.
Quiero hablar contigo». Su deseo es verdaderamente hablarle (no exhibirse), pero, de
hecho, expone su cuerpo desnudo. Douglas entra y se sienta sobre la tapa del
inodoro, mira a la madre en la bañera, ve sus senos y comienza a tener una
erección. La madre no ha pretendido excitarlo, pero llamarlo al baño mientras ella
está desnuda es inadecuado y el resultado es altamente abusivo. Un niño muy
pequeño puede ser fácilmente abrumado por el tamaño del cuerpo de su progenitor
del mismo sexo; cuando crece, ya no es necesario preocuparse tanto por estas
situaciones. Si un hijo ya mayor se está desarrollando físicamente y se siente
proporcionado, y sí tenemos una buena relación con él, por lo general no es
negativo que madre e hija, o padre e hijo, se vean ropa interior, se vistan en la
misma habitación o hablen en el baño mientras uno de ellos está en la ducha. Los
progenitores tienen que basarse en su buen juicio en estas situaciones. Por
ejemplo, yo tengo una hija de veinticuatro años, y este tipo de familiaridad no me
preocupa. Podemos vestirnos en la misma habitación sin sentirnos violentas. Pero
con ninguno de hijos varones (el menor tiene once años) me mostraría sin ropa o
en la bañera.
Comprendo que para estos casos no hay «reglas generales», y que algunas de
las opiniones que he expuesto pueden considerarse arbitrarias. Estoy tratando de
señalar que, en algunas familias; las prácticas sexualmente abusivas se han
transmitido de generación en generación durante tanto tiempo, que los progenitores
y los hijos las consideran «normales», Mi experiencia clínica índica que un exceso de
desnudez y falta de cuidado con respecto a los límites sexuales genera vergüenza y
abuso, y conduce a la disfunción en la vida adulta.

113
El Abuso Sexual Emocional

El desarrollo sexual del niño abarca la identidad sexual, las fuentes preferidas
de afecto y la preferencia sexual. La identidad sexual supone aprender qué significa
ser varón o mujer. Una mujer aprende a ser femenina y un varón a ser masculino.
El niño también aprende a preferir a hombres o mujeres como fuentes de afecto o
nutrición física no-sexual. Más tarde, un varón quizá prefiera rodearse de hombres, o
de mujeres nutricias. Una mujer puede preferir a hombres nutricios o a otras
mujeres que la abracen, la sostengan o la toquen de un modo no sexual. La
preferencia sexual supone aprender qué género nos resulta sexualmente
estimulante, y asumir esa predilección.
El tipo de abuso que voy a describir constituye un maltrato emocional porque
intenta forzar al niño a ser adulto. Es sexualmente abusivo porque crea mucha
confusión en cuanto a la identidad sexual, las fuentes preferidas de afecto y la
conducta sexual directa.
Uno de los criterios fundamentales que permiten diferenciar un sistema familiar
disfuncional de otro funcional es que, en este último, los adultos participan como
progenitores para satisfacer las necesidades de los hijos. En una familia
disfuncional, en cambio, los niños tienen la función de satisfacer las necesidades le
los adultos. El abuso sexual emocional es uno de los ejemplos más notorios del
empleo de los niños para satisfacer las necesidades de los progenitores.
En una familia funcional hay un límite entre ambos padres por una parte, y
todos los hijos por la otra. Este límite exterior e interno protege a los niños de los
detalles íntimos de la relación entre los padres. Los niños sólo necesitan saber más o
menos el ochenta por ciento de lo que sucede entre los padres. El resto no es de su
incumbencia.
En el siguiente diagrama de una familia funcional, la X representa a los
padres, la línea indica el límite y las O son los hijos. Los padres se relacionan
íntimamente entre si, pero trazan un límite adecuado entre la relación de ellos y los
hijos.
Una familia funcional

X  X
O O O

Los progenitores se relacionan entre sí; el límite protege a los hijos

Hay abuso sexual emocional cuando uno de los progenitores tiene con uno de
los hijos una relación más importante que la que lo une a su cónyuge. En efecto, el niño
es atraído para que cruce el límite, y ubicado entre los padres en el mundo íntimo de
estos últimos.
El progenitor que ha entrado en este tipo de relación con un hijo le pide
(consciente o inconscientemente) que satisfaga sus propias necesidades
emocionales de afecto o de vinculación romántica con una persona del sexo opuesto;
114
en una familia funcional, es el otro cónyuge quien satisface tales necesidades. Este
tipo de relación abusiva por lo general se debe a que los progenitores tienen
dificultades para intimar y satisfacer sus necesidades recíprocas. Dos progenitores
codependientes, que han sido ellos mismos objeto de abuso, por lo general no saben
ser íntimos en una relación adulta. Es posible que uno de ellos intente responder a
esta falta de capacidad entrando en una relación estrecha con un hijo, en lugar de ser
íntimo con el otro cónyuge. Este progenitor llega a una intimidad emocional
inadecuada con un hijo.
Una familia disfuncional
los hijos son atraídos al mundo íntimo de los padres

X OX XOOX XOX


________ ________ _____  ____ A
O O O OO O
Un progenitor se Ambos progenitores se Ambos progenitores se
me
relaciona relacionan primordialmente relacionan primordialmente
primordialmente con un con dos hijos diferentes nud
con el mismo hijo
hijo o
en este tipo de relación el progenitor le comunica al
niño muchos o todos los detalles íntimos de la relación matrimonial, de lo mala que es,
del hecho de que no funciona y de lo insoportable que es el otro cónyuge. El hijo se
convierte en un vertedero emocional de los sentimientos que el progenitor quiere
sacarse de encima. Este tipo de relación también daña la vinculación del niño con su
otro progenitor. Y, a este niño, la idea del matrimonio en general puede abrumarlo de
dolor y vergüenza.
Este abuso es extremadamente común cuando en la familia hay un adicto. Por
ejemplo, el padre es adicto, y la madre una codependiente identificada. Papá es
alcohólico (a menudo se embriaga), adicto al trabajo (trabaja casi todo el tiempo) o
quizás adicto al sexo (tiene muchas aventuras con otras mujeres). Sea cual fuere la
adicción, hace algo lejos de la familia, y no está casi nunca en el hogar para intimar
con mamá. Entonces ésta termina intimando emocionalmente con uno de sus hijos,
utilizándolo como compañero íntimo adulto. La situación puede darse con más de un
hijo. En otro caso, la madre es la adicta, y tiene una relación especial con un hijo que
cuida del padre y sus hermanitos.
A veces la dinámica es un poco distinta. Pueden ser dos los hijos arrastrados a
la relación entre los padres (véase el ejemplo B del diagrama), pero el padre se lleva a
uno, y la madre al otro. Cuando esto sucede, la relación entre estos hermanos es como
la Tercera Guerra Mundial, porque los problemas emocionales que los progenitores
no abordan directamente a menudo se dirimen entre los chicos.
A veces dos progenitores codependientes tienen ese tipo «especial» de
relación con un solo hijo (ejemplo C). Esto saca de quicio al niño, pero también hace
que se sienta poderoso. Él o ella es la figura central y confidente de la familia, a
menudo «un agente doble» en el drama familiar.
Cuando esta experiencia «especial» vincula a la madre y una hija, esta última
es la confidente de mamá, la cuidadora de mamá o la cuidadora de la familia en
sustitución de mamá. Si esta relación se establece entre madre e hijo, el es el
hombrecito de mamá, el esposo sustituto de mamá o el muchachito de mamá.

115
Cuando la pareja se constituye entre padre e hija, ella es la niñita de papá, la
princesita de papá o su esposa sustituta. Si esta relación es entre padre e hijo, el hijo
es el confidente de papá, el cuidador de papá o el cuidador de la familia en lugar de
papá.
El caso de la relación padre-hijo es muy poco frecuente. Lo que sucede a
menudo es que ambos progenitores se relacionan con el hijo varón (como en el
ejemplo C). Ese hijo satisface las necesidades del padre al cuidar de él y de mamá, El
mensaje del padre es: «Cuida de mí , reemplazándome. Trabajo mucho (es adicto al
trabajo) y no tengo tiempo. Cuida a la familia mientras yo no estoy».
No corresponde a los niños el cuidado de la familia o de sus hermanos. Ésa es
la obligación de los padres. Se espera que los niños se apliquen a las tareas del
desarrollo que corresponden a sus niveles de edad, o que «se dediquen a ser
niños». Cuando un progenitor espera que el hijo se haga cargo de la familia (o de
una persona de la familia), ese niño no llegará a tener una niñez.
Como terapeuta, he encontrado que quienes han sufrido este, tipo de abuso
suelen estar confundidos de adultos en cuanto a su identidad sexual, sus
preferencias afectivas y sus preferencias sexuales. No obstante, es más frecuente
que las preferencias sexuales se desdibujen como consecuencia de un abuso sexual
físico. Por ejemplo, si un chico es objeto de un abuso sexual por parte de su
entrenador, quizá piense: «Puesto que atraje a un hombre para que abusara de mí,
quizá yo sea homosexual». En realidad, no lo es, Fue la preferencia del entrenador
lo que lo llevó a elegir al chico como víctima, y no a la inversa, pero la consecuencia es
que el jovencito se confunde.
Cuando un progenitor le pide una intimidad adulta a un hijo, es frecuente que el
otro progenitor odie a ese niño que tiene la relación con su cónyuge. También
puede ocurrir que si la madre le ha estado comentando constantemente a la hija que
papá es horrible, terrible y que no se puede confiar en él, a esa niña, de adulta, le
costará relajarse y permitir que la abrace un hombre (cualquier hombre). No sería
seguro. Aunque su energía sexual la impulse en la adultez a comportarse de modo
sexual con un hombre, el abuso sexual emocional que padeció en la infancia puede
llevarla a preferir una nutrición física no sexual y ofrecida exclusivamente por mujeres.
Por otra parte, es probable que a esta niña le cueste simpatizar con el padre (que
según mamá es tan «despreciable»), y esto se reflejará en su conducta, de modo que
tampoco papá simpatizará con ella. De uno u otro modo, la niña se ve privada del
amor del padre, y esto puede afectar sus relaciones adultas con los hombres.
Mi madre abusó sexualmente de mí de este modo. Ella era adicta a sustancias
químicas, y mi papá, emocionalmente ausente y agresivo, De niña, yo pensaba que la
ausencia emocional y las agresiones de papá eran un problema exclusivo de él, no de
mí madre. Me engañaba en cuanto a la drogadicción de mamá. De modo que me
quedaba en casa y la cuidaba. Mí papá emitía el mensaje de que yo era incapaz y
carente de valor. Ese mensaje decía que el hecho de que yo fuera mujer significaba que
valía menos y que, cuando hacía algo femenino, me desmerecía. Esto generó un cierto
grado de confusión en mí acerca de mi identidad como mujer.
Cuando crecí, no podía demostrar mi propia feminidad. Vestía con desaliño y
en mi corte de pelo no había nada femenino; nadie podía fijarse en mí. Más tarde me

116
costó aprender a vestirme y ser femenina. Pensaba que poner de manifiesto rasgos
femeninos era estúpido, y que yo tenía demasiada inteligencia como para pretender
vestir de modo femenino. No me daba cuenta en absoluto de que estaba siendo muy
disfuncional.
Uno de los problemas que tengo que resolver en mi recuperación es aprender a
ser mujer. En primer lugar, estoy trabajando en parecer mujer. Me resultó
extremadamente penoso aprender a ir de compras. Fue un milagro que me
atreviera a utilizar grandes pendientes, porque sé que atraen la atención hacia mi
rostro. Antes no quería que nadie me mirara. De modo que, para mí, y para miles de
otras personas, el abuso sexual emocional ha sido muy perjudicial, y en la
recuperación presenta obstáculos serios.
Creo que una de las situaciones más difíciles de abuso sexual es la de «niñita de
papá». Aunque esto está cambiando, los hombres son por lo general más poderosos
que las mujeres, y ser la niñita de papá, alguien más importante para él que
mamá, es probablemente la experiencia más seductora de nuestra cultura. Este tipo
de mujer compara con el padre a todos los hombres con los que está y por lo común
no encuentra ninguno capaz de ser para ella lo que en su momento fue el
progenitor. Además, le cuesta mucho crecer, y a veces sigue siendo una «niñita»
durante toda su vida desde el punto de vista afectivo. Es su conducta de niña lo que
seduce a los hombres, y ella continúa esperando que los hombres de su vida
reaccionen como lo hacía su padre. Un hombre sano no lo hace, aunque quizá se
vuelva loco tratando de que esa mujer sostenga la relación y «esté allí» para él como
lo estaría una adulta.
Resulta especialmente trágico que una niñita de papá se case con un hombre
incestuoso. Ella tiene hijos, él seduce a la hija y la madre vive entonces toda la
situación desde el otro lado. Su hija participa en una relación incestuosa con su
cónyuge y la madre la termina odiando, al igual que había sido objeto del odio de su
propia madre. Y esto continúa. ¿Por qué? Porque es lo único que esta mujer
conoce. Ella no tiene un límite sexual que le indique que esa conducta es
disfuncional, aunque en un nivel sienta cólera o incluso horror por la injusticia de lo
que sucede.

Un abuso sexual emocional puede entregar o quitar poder

El abuso sexual emocional quita poder cuando el niño se da cuenta de que no


puede satisfacer las expectativas del progenitor de que se haga cargo de él en esta
relación especial.
No obstante, abuso a menudo entrega poder. La «niñita de papá» o el
«hombrecito de mamá» empiezan a «citarse» con el progenitor del sexo opuesto, por
ejemplo para ir al cine o a cenar; entonces comienza a creer que es el centro de la
atención del padre o la madre, y que es mejor que el otro progenitor. No hay nada
malo en que un padre le preste atención a su hija y la lleve a cenar o al cine (lo mismo
vale cuando se trata de la madre y hijo), pero si estas acciones son acompañadas por
mensajes verbales que caracterizan al hijo o la hija como más divertido que mamá o
papá, o mejor que ellos — en síntesis, cuando está claro para el niño que ese
progenitor lo prefiere a él, y no a su cónyuge —, hay abuso de entrega de poder.
Esto ocurre cuando un progenitor separado o viudo prefiere compañía de su hijo o
117
hija a la de un adulto del sexo opuesto, y además se lo dice al niño. Se supone que las
necesidades sexuales y la necesidad de compañía del sexo opuesto se satisfacen en
un nivel adulto. Cuando un progenitor pretende y consigue que esas necesidades
sean satisfechas por un niño, con contactos sexuales físicos o sin ellos, ese adulto
está abusando del niño.
Cuando se produce una situación potencialmente capaz de entregar poder
(abuso sexual físico directo, como en el caso del incesto, o abuso sexual emocional) y
el otro progenitor la afronta, incluso enojándose con el niño o avergonzándolo, éste es
privado poder. Pero con mayor frecuencia el «cónyuge abandonado» es gran medida
una víctima, no advierte el abuso o, en todo caso, no sabe enfrentarse a él.
Hay otra posibilidad, cuando el cónyuge convalida el abuso con su propia
conducta disfuncional. Quizá la madre no tenga interés por el esposo, lo rechace o lo
tema, y esté conforme con que la hija la reemplace. En esta situación, a ambos
progenitores les complace que la hija desempeñe ese papel en la familia. Pero el efecto
sobre la niña sigue siendo abusivo.
Este abuso de la entrega de poder en la infancia crea adultos ofensores que
creen tener derecho a apropiarse de las cosas de otros. No existe ninguna
experiencia del núcleo de vergüenza, porque nunca fueron avergonzados.
Como hemos visto, el abuso sexual es mucho amplio y complejo de lo que creen la
mayoría de las personas. Y, años después de que se produzca, sus efectos en este
ámbito de la vida familiar hacen más difícil el trayecto del codependiente hacia su
recuperación.

12 - El abuso emocional
El abuso emocional es probablemente el tipo más frecuente de abuso. Toma la
forma de abuso verbal, abuso social y desatención o abandono de las necesidades
con dependencia.

Abuso verbal

Hay abuso verbal cuando el progenitor ataca verbalmente al niño, gritándole,


dirigiéndole calificativos insultantes o despectivos, o ridiculizándolo y recurriendo al
sarcasmo. Ésta es probablemente una de las formas más intensas de abuso
emocional.
Cuando los padres les gritan a sus hijos, agreden sus delicados oídos. La
mayoría de los niños quieren escuchar a sus padres, pero no cuando les gritan.
Cuando un progenitor empieza a gritar, a menudo el niño desconecta su audición y
no puede oír; éste es un mecanismo natural de supervivencia, Recuérdese que
para los niños pequeños los progenitores son enormes y poderosos, y oírlos gritar
les resulta aterrador. En una familia disfuncional, lo que suele haber a continuación
de los gritos es un ataque físico al niño por «no estar escuchando».
Sumados a los gritos, los calificativos insultantes hacen incluso más
perjudicial el abuso verbal. Mi nombre es Pía. No es «tarada», no es «gorda», ni

118
tampoco «puta» o «estúpida». Es Pía, Cuando alguien me llama por mi nombre y me
trata con respeto, tengo la sensación de que soy algo valioso. Cuando escucho un
apodo peyorativo, no la tengo.
La ridiculización o burla es una conducta de progenitores que descargan su
cólera de un modo indirecto. El niño ridiculizado no tiene defensa, ningún modo de
evitar sentirse mal consigo mismo, especialmente cuando es muy pequeño.
Ser testigo de que algún otro es víctima de abuso verbal puede resultar tan
abusivo como presenciar el abuso sexual o físico al que es sometido un tercero.
Los niños no tienen límites bien desarrollados. Aunque «saben» que la diatriba
no se dirige a ellos, los afecta casi tanto como si lo hiciera.
En The Meadows hay algunas habitaciones «a prueba de ruidos» en las que
se reúnen los grupos terapéuticos. Esas habitaciones están aisladas mediante un
grueso recubrimiento para que desde fuera no se escuche a la gente en las sesiones
de Gestalt y reducción de la vergüenza, en las que a veces se grita, se llora, y se
hacen otros ruidos fuertes. Ese aislamiento se instaló porque algunos pacientes que
habían, sido objeto de abuso verbal en la niñez se sentían extremadamente
perturbados e incluso tenían ataques de vergüenza o experimentaban
regresiones espontáneas al oír los sonidos que llegaban de esos salones. Esa
vergüenza se puede deber a que en la infancia se escuchó a un progenitor gritarle a
otro miembro de la familia.

Abuso social

En las primeras etapas de la vida, los niños aprenden quiénes son y cómo se
hacen las cosas (por ejemplo, vestirse, llamar por teléfono, etc.); son los
progenitores quienes les enseñan. Entre los cuatro y seis años, los amigos se
vuelven extremadamente importantes, porque de ellos también se aprende mucho
sobre quién se es, cómo hacer lo que hacen los chicos en ese nivel de edad y como
portarse en las relaciones con otros niños. Hay abuso social cuando los padres
obstaculizan directa o indirecta mente el contacto del niño con sus compañeros.
Esta interferencia puede realizarse de modo directo, diciendo por
ejemplo: «En esta familia hay secretos, y aquí no va a entrar nadie a descubrirlos».
O bien: «No vamos a lavar nuestra ropa sucia en público. Deja de tener amigos.
Con los ajenos no hay seguridad, Quédate con nosotros. No necesitas otra cosa, Y
no, no puedes ir a la casa de nadie». Hay abuso indirecto cuando el niño no tiene
libertad para invitar a sus amigos a casa. Esto ocurre, por ejemplo, cuando los
progenitores están tan descontrolados con sus propias adicciones que una niña debe
quedarse en la casa, cocinar y limpiar, y no tiene tiempo para estar con sus
compañeros, Y aunque los padres no digan «No traigas a otros chicos», esa niña se
abstendrá de invitar amigos, por lo que pudiera pasar. Quizás el padre sea un
alcohólico, y la hija no sabe sí lo encontrarán bebido sobre el sofá de la sala de estar. Sí
el padre es un adicto al sexo, quizás intente acariciar a las amiguitas, Es posible
que sea mamá la que intente seducir a los amigos de la hija, O bien, el padre es un
adicto a la ira, y los hijos no están seguros de que no va a darles un golpe o una
bofetada o a ridiculizarlos verbalmente, lo que a veces hace delante de otras
personas.

119
Alguna discapacidad inusual o una enfermedad física o mental pueden
también causar un problema. Por ejemplo, si mamá está en una silla de ruedas es
posible que envíe el mensaje indirecto (o directo) de «No me hagas pasar vergüenza
trayendo a tus amigos a casa». En una familia funcional, al niño se le ayuda, a
adaptarse a la discapacidad física de la madre, y se le hace saber que a ella le gusta
ver en la casa a sus amigos (si esto realmente es así). Además se le explica qué debe
decirles a sus amigos acerca de la situación de su mamá.

Desatención y abandono

Entre todos los tipos de abuso, la desatención y el abandono quizá sean los
que más hay que tener en cuenta en nuestra cultura, sobre todo cuando se trata
de codependientes a los que les cuesta armar el rompecabezas de su propia
historia.
Yo contemplo la desatención y el abandono desde dos perspectivas. Una
consiste en descubrir hasta qué punto se satisficieron en la niñez las
necesidades con dependencia del paciente. Desde la otra perspectiva, se buscan
las adicciones que podrían haber padecido los cuidadores principales, y el rol de
tales adicciones en la desatención y/o abandono del paciente en la niñez.

120
Entre estas necesidades con dependencia se cuentan las de:

 Comida  Nutrición Física

 Ropa  Nutrición Emocional

 Casa  (tiempo atención y orientación)

 Atención médica y odontológica  Orientación e información sexual

 Orientación e información
económica

Cuando cualquiera de estas necesidades con dependencia se desatiende o


ignora, el niño es objeto de un abuso. La nutrición emocional tiene una importancia
especial para el desarrollo que lleva a la madurez. Cuando los progenitores satisfacen
las necesidades de nutrición emocional, el niño aprende quién es de un modo
positivo. Los padres funcionales le hacen saber al hijo, de forma implícita y no verbal,
que es alguien que tiene valía. La nutrición emocional también le enseña al niño a
«hacer las cosas» a la manera de la familia. El niño necesita orientación acerca de
como se procesa la información y se afrontan las tareas de la vida; esta información y
este conocimiento son esenciales. En cuanto hemos advertido que el daño
emocional es la base del resto del estado codependiente, resulta fácil ver también
que la satisfacción de esta necesidad es absolutamente crucial para el niño.
La desatención significa que estas necesidades de nutrición emocional no
fueron suficientemente satisfechas, y que el niño fue avergonzado. Por ejemplo, si el
padre no le enseñó a ser hombre y a hacer las cosas que se supone que hacen los
hombres en cuanto al trabajo, el dinero, la ropa y las relaciones con otros hombres y
con las mujeres, el hijo se siente incapaz y se avergüenza por su ignorancia
respecto de estas cuestiones. En la mayoría de los casos de desatención se intentó
hasta cierto punto proporcionar nutrición emocional al niño, sólo que no se hizo en el
grado suficiente.
En el abandono, estas necesidades de nutrición emocional no se satisficieron en
absoluto. Hay abandono cuando la criatura no tiene acceso a uno o a los dos
progenitores. Quizás el padre, la madre o ambos estén físicamente distantes del hogar,
o bien físicamente presentes, pero alejados en términos emocionales. Se abandona al
niño cuando se lo ignora porque los progenitores están preocupados por otras cosas
o personas.
El abandono puede ser una consecuencia del divorcio. Uno de los
progenitores se va de la casa y quizá realice visitas periódicas y envíe dinero por correo
para comida, ropa, vivienda y atención médica, pero no está allí para nutrir
físicamente o brindarle al niño tiempo, atención y orientación.
A veces los progenitores se sienten abrumados por la tarea de cuidar a sus
hijos, sensación que puede ser consciente o inconsciente. Tal vez piensen que la
solución sería meterlos en un internado. Pero alejar al niño del hogar cuando aún es

121
muy pequeño puede ser «menos que nutricio», sea cual fuere la intención de los
padres, porque de ese modo la criatura no obtiene tiempo, atención y orientación de
sus propios padres, salvo en breves visitas al hogar.
El abandono puede deberse a una muerte debida a enfermedad o accidente. El
niño se enfrenta también a un profundo problema de abandono cuando uno de los
progenitores se suicida, amenaza con hacerlo o intenta suicidarse. Además puede
haber abandono del hogar en sentido literal: los niños se levantan una mañana, y el
padre o la madre ha desaparecido. También es posible que haya abandonos
reiterados, por parte de uno u otro de los progenitores.
Una buena amiga mía que tiene varios hermanos me contó que la madre de
ellos los abandonaba periódicamente. Cuando cualquiera de los hijos manifestaba la
necesidad de atención y cuidado de la mujer, ella perdía el control y lo golpeaba,
sobre todo con un zapato de tacón alto. Y cuando las cosas no marchaban como a ella
le parecía que debían hacerlo, hacía las maletas y se iba, y sólo volvía al cabo de dos
o tres días. Los niños quedaban solos mientras el padre estaba en el trabajo.

Las adicciones pueden llevar al abandono y la desatención

Los progenitores pueden abandonar o desatender al niño por problemas tales


como la dependencia de sustancias químicas (drogadicción o alcoholismo), la
adicción al sexo, el juego compulsivo, la adicción a la religión, ciertos trastornos de la
alimentación, el gasto compulsivo, la adicción al trabajo y la adicción al amor.
La adicción al amor se basa en la necesidad de un interés positivo
(denominado «amor») de un «otro» significativo para poder sentirse bien y
«equilibrado». El adicto al amor está dispuesto a hacer cualquier cosa, por
perjudicial o humillante que sea para él mismo, con el objeto de lograr ese interés
positivo, y experimenta un estado penoso, desequilibrado, de «separación», cuando
ese interés positivo no aparece en el horizonte. Una persona puede ser adicta al
amor de otro adulto, de un progenitor o de un hijo. Sí uno de los padres es adicto al
amor de alguien, es posible que la atención obsesiva que concentra en esa persona lo
lleve a desatender y abandonar a sus hijos. Incluso cuando un hijo es el objeto de
esta adicción, en razón de ella se pasan por alto las verdaderas necesidades y
deseos del niño.
La adicción al trabajo (estar «demasiado atareado» con proyectos laborales o
vinculados a la casa, algún hobby, reparaciones, etcétera, como para relacionarse con
los otros) es tan ofensiva y destructiva para el desarrollo del niño como cualquiera de
estas otras adicciones, pero resulta más difícil de tratar, porque nuestra cultura le
brinda apoyo. No obstante, si el padre o la madre es adicto al trabajo, las
necesidades de nutrición emocional de los niños quedan sin satisfacer.
Algunos trastornos de la alimentación pueden llevar a que un progenitor
desatienda o abandone a sus hijos. Cuando una madre bulímica está vomitando en
el baño, los hijos no tienen acceso a ella. O, sí se purga haciendo ejercicio, quizá
dedique todo su tiempo a atender su cuerpo.
La obesidad suele provocar apatía, y por ello hace que el progenitor no juegue
físicamente con sus hijos. Además, el aspecto del progenitor obeso (lo mismo que
cualquiera otra anomalía física) puede avergonzar al niño. En estas situaciones, es
122
necesario que algún adulto aconseje al pequeño; no se debe esperar que él mismo
las resuelva como pueda.
Por otro lado, si la madre tiene un trastorno alimentario y se considera gorda
aunque en realidad no lo sea (la verdad es que «no sabe» cómo se ve su cuerpo),
también es muy posible que considere gordos a sus hijos y los fastidie imponiéndoles
dietas y controlándoles el peso, aunque sean normales. Algunas personas con
trastornos alimentarios en la adultez dicen que en su infancia se las consideraba
gordas. Cuando se les piden fotos de aquella época, muchas se sorprenden al verse, y
dicen: « ¡Yo no era un chico gordo en absoluto! ¿De qué hablaba mí mamá?».

La enfermedad física y mental de los progenitores

Aunque las enfermedades físicas y mentales no son adicciones, su efecto sobre


la familia puede ser el mismo. Si un progenitor tiene una enfermedad mental (ha
perdido contacto con la realidad) o una enfermedad física, ese padre es
emocionalmente inaccesible, tanto si se encuentra en el hogar como si no.
Tampoco en este caso importa cuál es la intención del progenitor. La mayoría
de las personas no quieren estar enfermas. Pero la enfermedad puede crear en la
vida del niño problemas idénticos a los provocados por otras formas de abuso,
cuando el progenitor está tan afectado que no se puede contar con él para el
cuidado de los hijos.

La codependencia parental

Como hemos visto en el capítulo 3, los progenitores codependientes pueden ser


presa de adicciones, enfermedades físicas o mentales, para evitar la realidad,
porque no toleran el dolor, Acabamos de ver los problemas de desatención y
abandono que todo esto puede provocar.
También la codependencia parental puede generar la desatención o el
abandono de los hijos, como vimos en el capítulo 7. El progenitor codependiente ha
sido él mismo objeto de abuso, y hasta que inicie su recuperación no sabe nutrir a
los hijos de un modo que realmente satisfaga las necesidades de éstos, Sigue su
propia senda de conducta disfuncional, y sólo atina a recoger estima externa
«sirviendo» y cuidando a los otros, a menudo fuera de la familia. Esto puede
llevarlo a dispersarse e impedirle la nutrición de sus propios hijos. Se agota
«tratando de cuidar a todos». Finalmente, el fatigado codependiente quizá tenga un
estallido de cólera y frustración, se repliegue hasta el agotamiento emocional o
mental, el aislamiento y la rabieta. Cualquiera de estas reacciones puede terminar
en desatención o abandono de los hijos.

13 - El abuso intelectual
¿Cómo realizan la nutrición intelectual de sus hijos las familias funcionales? Creo
que hacen dos cosas importantes: respaldan el propio pensamiento del niño y le
proporcionan un método de resolución de problemas y una filosofía de vida.

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Re sp a ld o p a ra e l pe n sam ie nt o d e l n iño

Hay abuso intelectual siempre que se ridiculiza o ataca el pensamiento del niño,
no se le permite pensar por sí mismo o no se lo apoya cuando, acerca de cualquier
punto, tiene ideas distintas de las de los padres. Esto suele ocurrir cuando un proge-
nitor es tan rígido que no deja cabida a las ideas del hijo.
Una familia funcional respalda el pensamiento del niño con el mensaje de que su
propia capacidad para pensar es sana y completa, aunque a la criatura le falte mucho
por aprender. Se permite que el niño indague el pensamiento y las ideas de los
adultos, y sus preguntas son tratadas con respeto, Esto no significa que los padres
estén siempre de acuerdo con lo piensa el niño, o viceversa. Significa que cada
individuo de la familia puede pensar por su propia cuenta, y que será alentado a
hacerlo.
Cuando el niño piensa algo que se opone a una regla valorada por la familia,
ésta no lo discute atacando la valía intrínseca del pequeño. El niño recibe el mensaje
claro de que no es imperfecto porque su pensamiento sea limitado y sus conclusiones
resulten a veces incorrectas, debido a que le falta conocimiento. Se trata sólo de que
sus ideas necesitan algún refinamiento en ciertos puntos.
Yo permito que las ideas de mis hijos difieran de las mías, pero aún tienen que
obedecer mis reglas relacionadas con su salud y seguridad, y con el cuidado y
mantenimiento de la vida en el hogar. Recuerdo que un día yo debía ir a comprar
comida, y nadie podía quedarse en casa con mi hijo de ocho años. Pero el no quería
acompañarme; quería quedarse viendo dibujos animados. Reconocí que estábamos
difiriendo, y que esto estaba bien, de modo que le dije: «Me dices que quieres
quedarte a ver dibujos animados, pero eres demasiado pequeño para estar solo, de
modo que voy a llevarte al mercado conmigo, lo quieras o no», Y lo llevé, pero sin
atacarlo ni tratarlo como si fuera insoportable por no pensar en ese momento lo
mismo que yo.

Una filosofía de vida y un método para la resolución de problemas

También hay abuso intelectual cuando no se le enseña al niño que tener


problemas es normal, así como la manera de resolverlos, Recuerdo la conmoción
que representó para mí afrontar finalmente la realidad de que la vida estaba llena de
problemas que yo no estaba preparada para resolver y que no terminaban nunca. El
mensaje que yo había recibido era; «Tú ya sabes resolver este problema (sea cual
fuere), así que, ¿por qué habría de molestarme en explicártelo? Si estás bien, no
necesitas ayuda». Yo solía pensar que si entraba en recuperación y comenzaba a ser
funcional, dejaría de tener problemas. Pero en cierto sentido mis problemas
empeoraron, porque tomé más conciencia de ellos. En algunos momentos pensaba:
«Ojala estuviera tan engañada como antes. No me daría cuenta de lo terrible que es
esto». Pero a veces la vida es realmente tan mala como parece, 3 * (Digo esto
irónicamente, porque para mí los beneficios de la recuperación exceden en mucho a la
«desventaja» de la nueva conciencia que tengo y de los poderosos sentimientos
que ahora salen a la superficie.)

3
* De Sheldon Kopp, What Took You So Long (Palo Alto, CA,, Science and Behavioral Publications, 1979).
124
Yo no aprendí a resolver problemas hasta que Pat, mi esposo, me enseñó a
hacerlo. Probablemente él trataba de poner a salvo su propia cordura, y fue una
experiencia horrible para los dos. Pero yo estaba tan contenta de que él supiera,
que finalmente aprendí.
En nuestra cultura, no sólo se supone que los adultos conservamos la calma y
estamos «por encima de todo», sino también que las personas buenas, listas y
triunfadoras no tienen problemas en absoluto, Además de decirle al niño que tener
problemas es normal, la familia funcional le proporciona un sistema de resolución
para encararlos y resolverlos.
En una familia disfuncional, los progenitores se entremeten en el proceso de
toma de decisiones del niño y deciden directamente por él, o se apartan por
completo y dejan que la criatura aplique las soluciones inmaduras e incompletas
que ella misma puede encontrar. Cuando a los niños no se les enseñan técnicas
funcionales de resolución de problemas, o las que se les enseñan son antisociales o
distorsionadas, se puede decir que son objeto de un abuso intelectual. Si al niño se
le enseña que el modo de resolver un problema consiste en «imponerse» a los otros,
a propósito de lo que fuere, aunque haya que mentir, hacer trampas y robar, de
hecho se lo forma para que sea antisocial, y es probable que en la adultez
encuentre muchas dificultades.
Una de mis máximas filosóficas es: «Creo que la vida no siempre es justa».
De modo que cuando mis hijos empiezan a quejarse de que «la vida no es justa», yo
les digo: «Sí, ciertamente no lo es», Y hablamos de la injusticia de la vida en ese
momento.
O bien se me acercan y, respecto de alguna situación personal o social en la que
se encuentran, me dicen: «Esto es horrible, no puedo soportarlo».
Yo les contesto: «Sí, puedes soportarlo. Después de todo, es sólo dolor, y tú
puedes soportar tu propio dolor».
Entonces me miran y admiten: «Bien, sí, eso es verdad».
Y yo agrego: «Además de esto, a veces las cosas realmente son tan malas
como parecen. Éste es uno de casos. Estoy de acuerdo, es terrible. Y, ¿sabes qué? En
ciertas oportunidades no hay ninguna solución para un problema. Lo único que se
puede hacer es dejar que pase cuidándose uno mismo lo mejor que pueda. Hay
algunas cosas que puedes hacer para cuidarte». Y entonces les puntualizo algunos
cuidados que están a su alcance.
Considero que esto es enseñarles adecuadamente a mis hijos a aplicar mi propia
filosofía de vida. Quizá no todos estén de acuerdo con ella pero, como madre, debo
ofrecerles a mis hijos lo mejor que he descubierto para mí misma. Y considero que los
progenitores tienen que dialogar con sus hijos, hablarles sobre la vida y sobre las
dificultades a que ellos se enfrentan.

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No hablarle al niño de las dudas

También hay abuso intelectual cuando los padres no les dan a conocer a sus
hijos las dudas que ellos mismos tienen respecto de sus propias ideas y creencias.
Cuando los padres no comunican ni sus dudas ni sus creencias, el niño no tiene la
menor idea de que los adultos dudan o cuestionan sus propias creencias. Piensan
que todas las ideas de los adultos han sido exhaustivamente analizadas, y que ellos
no tienen ninguna duda acerca de lo que creen. Esto se convierte en abuso
espiritual, que es el tema del capítulo siguiente, cuando los padres no comunican sus
dudas acerca de Dios y de su fe. Cuando estos niños tengan dudas normales,
experimentarán sentimientos de culpa o tendrán la sensación de que están locos o
carecen de valía.
A veces es muy tenue la línea divisoria, entre la declaración fáctica de que se
duda y el hecho de volcar sobre el niño los miedos de los progenitores, lo cual no
es funcional. Pero lo que yo digo es que resulta intelectualmente abusivo que un
padre se pr es e nte a nte e l ni ño como perfecto, como alguien que no tiene ninguna
duda o incertidumbre y que lo sabe todo.

14 - El abuso espiritual
El abuso espiritual abarca las experiencias que distorsionan, retardan u
obstaculizan de otro modo el desarrollo espiritual del niño. Hay por lo menos tres
situaciones en las que el niño puede experimentar un abuso espiritual: cuando un
progenitor reemplaza al poder superior de la criatura (lo cual sucede, como veremos en
este capítulo, en el curso de cualquier tipo de abuso, además de los que tienen
consecuencias espirituales específicas); cuando uno o ambos progenitores son
adictos a la religión, y cuando de algún modo abusa del niño un representante de la
religión (ministro, cura, rabino, diácono, maestro de escuela dominical o director de
coro).

Cuando un progenitor reemplaza al poder


superior del niño

En el momento en que el recién nacido ingresa en una familia, los padres son su
primera experiencia de un poder superior: la criatura depende enteramente de ellos
para su supervivencia. Desde luego, nosotros somos seres humanos falibles, y el
poder superior no lo es. Los progenitores funcionales aceptan su propia falibilidad y se
hacen responsables de ella. Les comunican a los hijos la aceptación de esa
imperfección, asumen su responsabilidad cuando por ser falibles perjudican al niño,
y de tal modo dejan de ser para éste su poder superior. Estos padres funcionales
señalan el camino hacia un poder superior válido en el que ellos confían. Para que se
produzca un desarrollo espiritual sano, la única entidad que tiene que reconocerse
como un ser todopoderoso y perfecto es un poder superior no-humano, no-parental.
El vínculo entre las formas física, sexual, emocional e intelectual del abuso,
por un lado, y el abuso espiritual por el otro, reside en el mensaje que el niño recibe
en todos estos casos. El abusador comunica: «Yo soy más poderoso que tú. Puedo

126
hacerte lo que quiera. Soy Dios. Voy a imponer mi voluntad en lo que sea, y abusaré de
ti para que lo comprendas». Cuando los progenitores abusivos ocupan el lugar del
poder superior en la vida del niño, éste los toma como modelos de un Dios
castigador, egocéntrico y abusivo.
Todo abuso grave (golpes, abuso sexual físico, gritos, ridiculización, abandono,
control excesivo y exigencia de perfección) es también un abuso espiritual, porque
socava la confianza del niño en un poder superior. Por ejemplo, muchas personas
nunca llegan a sentirse cómodas con Dios como «padre», debido a la conducta
abusiva del padre que realmente tuvieron. A los codependientes les defino el poder
superior como «un poder más grande que tú mismo y también más grande que tus
padres».
Cuando un progenitor se convierte en el poder superior del niño por medio del
abuso, la criatura comienza a odiar o a rendir culto a ese padre, según se le entregue
o se le quite poder. El niño desarrolla odio sí la experiencia del abuso es negadora,
no afirmativa, violenta, rechazante, juzgadora o inculpadora. Este odio continúa en
la adultez, y obstaculiza considerablemente cualquier relación con el verdadero
poder superior, hasta que ese sentimiento cesa. Además, en la niñez si se quita
abusivamente poder se genera vergüenza y un sentido muy negativo de uno mismo,
por lo cual al pequeño le resulta muy difícil creer que es una criatura de Dios,
preciosa y susceptible de ser querida.
Cuando el abuso entrega poder, el niño rinde culto al progenitor involucrado, A
las personas que han sufrido abuso por entrega de poder les cuesta mucho afrontar
el hecho de que ese progenitor fue abusivo. Les cuesta llegar a percibir que lo que
sucedió entre ellos fue «menos-que-nutricio». Esto es así porgue tales personas —
incluso en la adultez — necesitan proteger a ese progenitor que las hizo sentir tan
maravillosas, tan «mejores que». Esta devoción suele ocultar por igual el abuso
cometido con el niño y las imperfecciones del padre o la madre. Estos niños nunca
perciben el hecho de que su progenitor actuaba como sí fuera el poder superior.
En el abuso de la entrega de poder, el niño adquiere una sensación falsa de ser
mejor que los otros. Cuando llega a la adultez, se ha convertido en su propio poder
superior. Aunque muy pocas veces consciente, la actitud del niño al que se le
entrega poder es: «Yo soy un poder superior (―mejor-que-los-otros‖). Puedo hacer lo que
quiero. Tengo derecho a tomar cosas de los demás, a usarlos, a actuar sin vergüenza
para hacer mi voluntad». Cuando el niño se convierte en su propio poder superior y
cree que tiene derecho a ofender y avergonzar a los otros, queda gravemente
segregado de toda experiencia espiritual.
A veces los niños se encolerizan con la idea que tiene la familia del poder superior,
y lo odian, por haber permitido que un progenitor abusara de ellos. La cuestión no es
que ese poder superior haya permitido que sucediera algo, sino que el ofensor fue
abusivo. Pero los niños culpan a ese poder para no enfrentarse a la realidad
inaceptable y penosa de que el adulto ofensor (en quien reposa su seguridad) es el
que los ha dañado. Esta situación puede generar en la criatura una fuerte negación
del problema de la conducta abusiva del progenitor, y a veces a un profundo auto-
engaño. Desde luego, esta acusación a Dios puede crear una enorme resistencia a
la entrega ulterior a un poder superior.

127
Algunos ejemplos no demasiado obvios

Control excesivo. El niño recién nacido no sabe quién es ni cómo hacer las
cosas. Comienza a adquirir un sentido de quién es y de cómo se hacen las cosas
observando lo que hacen los padres y lo que los padres son.
En algún momento entre los dieciocho meses y los tres años, el niño empieza a
querer hacer las cosas a su manera. Si los padres no le permiten iniciar este
proceso de separación y lo posponen hasta la adultez del hijo, éste está siendo objeto
de un control excesivo.
Si el progenitor exige que el niño haga o crea exactamente lo mismo que el
padre, porque cualquiera otra cosa es inaceptable, es posible que la criatura nunca
pase por el proceso evolutivo que la lleva a aprender a sentirse bien por hacer las
cosas a su manera. Si esta paralización de la libertad del niño para convertirse en
un individuo único se lleva al extremo, el pequeño pierde contacto con cualquier
sentido de su propio camino. Tanto en la niñez como ya de adultas, cuando hacen
frente a cualquier hecho o tarea nuevos, estas personas necesitan que otras les
digan lo que tienen que hacer. También les cuesta ser espontáneas o creativas, y se
limitan a respuestas predecibles y limitadas.
Cuando estos niños llegan a la adultez, tienen que hacerlo todo
laboriosamente, a partir de un conjunto rígido de reglas, Algunos buscan un
matrimonio o una iglesia que los obligue a seguir reglas estrictas.
Reglas inhumanas. Una familia funcional brinda un conjunto de reglas que al
niño le resulta humanamente posible seguir, y que los progenitores efectivamente
siguen. Después esas reglas se convierten en el cimiento del sistema de valores del
individuo. Los dos requerimientos más importantes de las reglas funcionales y sanas
son que sean claras y que los seres humanos puedan seguirlas. Las reglas
inhumanas son reglas que nadie puede cumplir. En relación con el abuso infantil, el
contenido de las reglas no es tan importante como el hecho de que el niño tenga algún
modo de saber en qué consisten y las perciba como realizables, porque los otros
miembros de la familia también se atienen a ellas. No estoy diciendo que «cualquier
regla vale» sino que sostengo la necesidad de que las reglas sean claras, realizables y
funcionales.
Una familia disfuncional no le brinda al niño ninguna regla, o sus reglas son tan
vagas o contradictorias que la vida resulta caótica. O bien, cuando existen reglas
razonables que los progenitores esperan que el niño siga, ellos mismos no las
cumplen. Dicen, en efecto: «Haz lo que decimos, pero no lo que hacemos. Nosotros
no tenemos que cumplir las reglas. Estamos encima de ellas. Nosotros somos el
dios y la diosa de la familia». Por ejemplo, un progenitor fuma, pero les dice a los
chicos: «No fuméis nunca».
Si las reglas y los valores son inhumanos, los niños continuamente tratan de
lograr algo imposible de alcanzar, y por lo tanto constantemente fracasan y se
avergüenzan. Llegan a creer que Dios espera que ellos cumplan con reglas que no
pueden seguir, y tienen la sensación de que no son «lo bastante buenos» como para
que Dios los ame, los honre o los ayude.
Exigir perfección. Como hemos visto en el capítulo 4, los niños son seres

128
imperfectos. Les hace daño que les enseñen que ser perfecto es lo normal. Quizás
esto no se les diga claramente, pero resulta obvio que los progenitores esperan que
el niño nunca cometa un error, traiga una nota baja de la escuela o pierda algún
objeto; el efecto abusivo es el mismo. Cuando los niños viven en familias que
esperan la perfección, aprenden a mentir (para evitar el dolor y la vergüenza del
fracaso frecuente) o a reprimir el hecho de que son imperfectos. De adultos, no
podrán ser responsables y espirituales, porque no toleran ver los errores y la
conducta saboteadora en su propia vida.
Es disfuncional esperar que los niños sean como adultos, su misma
naturaleza es infantil. Esperar que un niño sea un adulto es casi tan insensato
como esperar que un gusano vuele como una mariposa. Algunos niños ponen
mucho empeño en ser perfectos y parecer adultos, pero suelen quedar trauma-
tizados, porque es inevitable que no logren hacerlo todo «correctamente». De adultos se
vuelven perfeccionistas o incluso adictos al trabajo, y son desdichados, fracasan a
menudo, pocas veces son capaces de disfrutar con sus éxitos y se odian de
modo incesante por no ser perfectos.
Han crecido con la sensación distorsionada pero fuerte de que siempre fracasan,
pues no alcanzan la meta imposible e ilusoria que tienen ante sus ojos durante toda
la vida como un espejismo en el desierto. Y, en la adultez, ese niño que ha crecido se
avergüenza de conductas que son simplemente propias de los seres humanos.
El perfeccionismo es disfuncional. Como a mí me había abrumado el mensaje de
que tenía que «hacerlo todo a la perfección», hace unos años creé un lema que me
ayuda a no insistir en hacer las cosas perfectamente: «Si vale la pena hacerlo, no
importa que se haga mal; vale la pena que esté hecho».
Abandono. El abandono genera abuso espiritual, El niño abandonado tiene
que ser su propio padre o madre. Como le falta la orientación de los adultos, su
pensamiento idealista puede llevarlo a creer que es perfecto, y que puede ser su
propio poder superior, lo cual bloquea su espiritualidad. Quienes se ven a sí
mismos como seres perfectos se colocan en la posición de «mejor-que», en la cual es
casi imposible experimentar un poder superior.
Hay otra razón por la cual el abandono es espiritualmente abusivo: la mayoría
de los niños abandonados no captan el concepto de un poder superior que
participará activamente en sus vidas, puesto que ningún cuidador ha interactuado
con ellos. Creen que no existe ningún poder superior, o bien no confían en que el
poder superior los apoyará y ayudará.
Ninguna información sobre la verdadera espiritualidad. Un sistema familiar
disfuncional no le brinda información al niño sobre lo que es la espiritualidad
verdadera. Los niños aprenden de sus padres lo que es la espiritualidad. Los padres
funcionales pueden empezar explicando de qué modo funciona para ellos la
espiritualidad o la fe.
LOS progenitores se niegan a admitir que cometen errores. La mayoría de los
padres disfuncionales se niegan a disculparse o a corregirse cuando comenten un
error — aunque se trate de un error obvio —, Los padres que se niegan a asumir su
propia vergüenza y a responsabilizarse, le enseñan al niño que se puede ofender a
los demás sin experimentar una vergüenza natural. Como la vergüenza natural es la

129
emoción que genera la responsabilidad, quienes reprimen su vergüenza natural
encuentran difícil experimentar la espiritualidad, que sólo es posible cuando se
acepta que uno debe rendir cuentas.

Cuando los progenitores son adictos a la religión

Una adicción es un proceso compulsivo destinado a distraer al sujeto de una


realidad intolerable. Sea cual fuere la adicción, como tiene el poder de enmascarar el
dolor de la vida se convierte en la más alta prioridad, y sustrae tiempo y atención a
otras obligaciones: por ejemplo, la de cuidar a los hijos. Estos adictos utilizan la
religión o a Dios corno una droga, para obtener poder, controlar su entorno y aliviar
una realidad insoportable (de sentimientos, pensamientos, atributos físicos o
dolores).
Puesto que ninguna adicción, aunque sea a la religión o a Dios, alivia el dolor,
estas personas caen en el exceso, La adicción a la religión gana poder sobre ellas, y
sustrae tiempo y atención a otras obligaciones, incluso la de atender a los hijos, de
modo que los adictos a la religión casi siempre abusan de sus niños, por no
brindarles el tiempo, la atención, la orientación y el amor de padres que las
criaturas necesitan.
Los adictos a la religión abusan de hijos sobre todo por la vía de la
desatención. Pueden convertirse en «adictos al trabajo religioso» y alejarse de la
familia para realizar tareas en la iglesia, estudiar libros o la Biblia, hablar o enseñar,
hacer servicio social voluntario con los necesitados, mientras no advierten la
necesidad que tienen sus propios hijos de contar con ellos.
En segundo lugar, los adictos a la religión suelen utilizar el concepto de Dios
para asustar y amenazar a los niños. El miedo del niño al castigo divino lo fuerza a
hacer lo que los padres quieren que haga. Estos padres ejercen un control excesivo
sobre el niño, y éste aprende a temer a Dios. El proceso puede complicarse cuando
los progenitores hablan de que Dios «se hace cargo», cuando lo que el niño
experimenta en la realidad es que sus padres siempre tratan de salirse con la suya.
En tercer término, muchos adictos a la religión eluden la resolución real de
problemas verdaderos, citándoles a los hijos versículos de la Biblia. Este no es un
comentario peyorativo sobre la costumbre de citar versículos de la Escritura, Yo leo
la Biblia, y encuentro en ella consuelo y una maravillosa riqueza espiritual. Pero
cuando los padres son adictos, lo más frecuente es que estén vacíos y asustados, y
tengan un carácter infantil. Estos padres no tienen nada que enseñarles a los hijos
sobre la vida, que se base en la experiencia de ellos mismos. En lugar de
proporcionar a los hijos una solidez basada en reglas e información que puedan
entender, se limitan a citar textos que los niños no comprenden. La mente inmadura
del niño aún no capta ciertos conceptos éticos y religiosos demasiado profundos.
Pero se citan palabras sin dar ninguna explicación de lo que podrían significar para la
criatura en esa etapa de su desarrollo. Cuando la Biblia se cita de este modo, el niño
recibe el mensaje subyacente de que «Si fueras competente, comprenderías lo que digo
y lo que Dios quiere que hagas». En esa experiencia el niño queda confundido, colérico
y avergonzado, porque no entiende lo que el progenitor trata de decirle.
Muchos adictos a la religión demuestran ser irresponsables con los hijos, en

130
tanto remiten todo a Dios, pero ellos mismos no «sudan la camiseta». La actitud que
describo supone pensar, más o menos: «Yo soy desvalido y no tengo ninguna
responsabilidad para emprender acciones en mí vida. Todo está en las manos de
Dios». Creo que tiene sentido dirigir preocupaciones a un poder superior. Pero
junto con ese acto, y a menudo antes de él, yo misma tengo que esforzarme mucho.
Los niños necesitan ver en qué consiste la responsabilidad humana — incluso la de
quienes dependen de un poder superior —, para aprender a resolver problemas y
vivir sus vidas con eficacia. Cuando los padres se limitan á transferir los problemas,
sin hacer ellos mismos nada, el niño no aprende a enfrentarse a las dificultades de
la vida. Después crece y está mal equipado para afrontar la vida en los términos de
la propia vida.
Muchos adictos a la religión tienen otra idea disfuncional: dicen que sus hijos
y otras personas padecen problemas porque no «se portan bien» con Dios. El niño,
que es inmaduro, no sabe que esta idea es incorrecta, y se culpa por todo lo malo
que le ocurre, que a menudo incluye la conducta abusiva de los padres, Cree que sus
problemas y el abuso que sufre se deben a que no se porta bien con Dios. En
consecuencia para los niños de estas familias Dios se convierte en un símbolo del
castigo. Además de ver a Dios como «castigador», muy a menudo estos niños también
aprenden a ser muy críticos con los demás y pierden su capacidad para la
espiritualidad.
Las personas que se portan bien con Dios también tienen problemas… y
además una relación espiritual con un poder superior que las guía a través de las
dificultades. La vida real está llena de problemas.
Yo solía pensar que en la recuperación no tendría más problemas: no volvería a
tener celos, ni accesos de ira, ni me pelearía más con mi ex esposo. Prevendría de
antemano todo lo que podría ser disfuncional, establecería un plan y lo seguiría, y la
vida funcionaría suavemente. Descubrí que la realidad era todo lo contrario: ahora
tengo más problemas. Desde luego, no se trata de esto, sino de una mayor
conciencia de la realidad, y por lo tanto de los problemas de la vida. También estoy
tomando contacto con una mayor alegría, mayor valentía y muchos sentimientos
buenos respecto de mí misma. Los padres adictos a la religión suelen enseñarle al
hijo que Dios es un ser castigador, estricto, exigente, que espera una sumisión
rígida a un conjunto de reglas. De este modo, también le enseñan que acerca de
ciertas cuestiones hay un solo modo de pensar, porque es «lo que Dios nos dijo que
pensemos». Si el niño tiene alguna idea distinta de la de los padres, no es
espiritualmente aceptable, y Dios lo castigará.
Cuando uno o ambos progenitores son adictos a la religión, al niño le resulta
muy difícil poner en entredicho cualquier cosa que ellos digan o hagan, y con la que
él no esté de acuerdo. Tienen la sensación de que enfrentar al progenitor adicto a la
religión equivale a estar en desacuerdo con Dios y a quejarse de Él. A las personas
que han sido objeto de abuso espiritual les cuesta muchísimo enfrentar al
progenitor adicto a la religión, enojarse con él y advertir que está enfermo, por el
hecho mismo de que hay en juego ideas relacionadas con la divinidad.
Las descripciones que un paciente víctima de abuso espiritual da de su
progenitor me permiten decir si éste ha sido un adicto religioso. La resistencia del
paciente a enfrentarse a esta cuestión suele ser tan fuerte y tormentosa porque le

131
resulta terrible admitir lo penoso y abusivo que era en realidad lo que en el hogar
todos consideraban muy espiritual.
Es cualquier programa de doce pasos, la espiritualidad es una clave de la
recuperación, satisfactoria. Si un individuo no siente la existencia de un poder que lo
apoya y lo cuida, que es más grande que él y más grande que sus padres, a menudo
le cuesta mucho iniciar la recuperación. Y como yo creo que para recuperarse de la
codependencia es indispensable un programa de doce pasos, afrontar la cuestión
del abuso espiritual puede tener una importancia crucial para un tratamiento que
tenga éxito.

El abuso físico, sexual o emocional de un


representante de la religión

Al niño le crea un malestar extremo ser objeto del abuso físico, sexual o
emocional de un representante de la religión. Entre los pacientes que recurren a
The Meadows para tratar su adicción a sustancias químicas, a la comida y/o la
codependencia, una cantidad significativa manifiesta haber sido objeto de un abuso
sexual perpetrado por algún líder espiritual o religioso, varón o mujer. Este tipo de
abuso también puede ser llevado a cabo por médicos, consejeros, terapeutas y otras
personas de las profesiones asistenciales.
Los líderes religiosos no son inmunes a la adicción al sexo. Además, creo que
esta adicción se puede ocultar con más facilidad en un contexto religioso, porque
son muchas las personas muy vulnerables que se dirigen privadamente a
profesionales de la religión en busca de atención y orientación espiritual. Con esas
personas necesitadas, el líder religioso puede expresar su propia adicción al sexo
con relativa seguridad y secreto, porque nadie pensaría atribuir ese tipo de
inclinaciones a un profesional de la religión. Las víctimas tienen una gran resistencia
a denunciar a estos ofensores sexuales. A veces, aunque la persona maltratada
intenta hablarle a alguien de lo que le ocurrió, suele suceder que no se le cree.
En contraste con el abuso espiritual consumado por un progenitor, el
profesional de la religión no suele convertirse en el poder superior del niño. Pero
como ese líder espiritual es un representante de Dios, es más frecuente que el
niño odie o se encolerice con Dios por haber permitido el abuso. O bien se asusta,
y piensa que «estar conectado con el poder superior significa que voy a ser herido a
causa de lo que sucedió, y temo al poder superior porque permitió que eso me
sucediera».
Ser objeto del abuso sexual de un representante de la religión es
especialmente destructivo. Después de haber tratado a muchas personas que
padecieron este tipo de ofensa, creo que siempre constituye un acto de perversión
profunda. He observado que, en algún punto de la recuperación, muchas de las víc-
timas de este abuso luchan con un interrogante: « ¿Voy a tomar la decisión de vivir o
de suicidarme? ». No es que constantemente se planteen en el nivel consciente la
idea del suicidio, pero es obvio que, ante su propia historia, la cuestión que tienen
entre manos ha adquirido una magnitud de vida o muerte.
En el tratamiento, en cuanto emergen, los recuerdos del abuso sexual,
estos pacientes suelen experimentar un trauma y un dolor intensos. Es difícil

132
asumir la realidad de que un representante de Dios haya hecho algo tan
vergonzoso y abusivo. La mera experiencia de «saberlo todo en sus detalles» hace
que estos pacientes sientan un gran malestar. Pero no deben detenerse; es
preciso que acepten el conocimiento de que realmente fueron violados por alguien
que se suponía que era una persona segura y representaba a un poder tan inmenso
como lo es Dios. La mayoría de las personas quedan devastadas y se enfurecen.
Pero enojarse con Dios contraría tantas admoniciones y provoca tantos miedos, que
resulta difícil permitirse experimentar esa cólera. La mayoría de los pacientes la
vuelven hacia sí mismos, por lo cual se convierten en deprimidos y suicidas. Es muy
difícil ayudarlos a que no pongan ninguna traba a la expresión de sus sentimientos y
decirles lo que le tienen que decir a su poder supremo o Dios para liberarse de los
enormes sentimientos residuales. La decisión interior de afrontar y abordar las
emociones que rodean este tipo de abuso sexual representa una verdadera crisis
espiritual. Pero mientras no se venza esa resistencia, no son posibles la recuperación
ni la verdadera espiritualidad.
Yo sé que si en mi recuperación no hubiera tenido espiritualidad,
probablemente me habría suicidado. Más que cualquiera otra cosa, la recuperación
tiene que ver con el desarrollo de una espiritualidad auténtica, que es algo
maravilloso. Pero si una persona ha sido objeto de abuso por parte de un líder
espiritual, la posibilidad de recurrir en el programa a los dones espirituales se retarda
mucho. No se confía en un poder superior, y resulta muy difícil soltarse o
abandonarse y dar los pasos sucesivos. Tengo una amiga que piensa
constantemente en el suicidio. No puede reconciliarse con los hechos horribles que
le sucedieron corno consecuencia de algunos abusos sexuales muy serios cometidos
por un sacerdote. Debido a toda la cólera y el dolor que subsisten entre ella y el poder
superior, no puede hacer uso en el programa de sus dones espirituales. En mi
opinión, que se basa en experiencias con muchos supervivientes, el abuso físico, emo-
cional y espiritual consumado por un líder espiritual tiene consecuencias sumamente
graves de negación del problema, auto- engaño y represión. Pero cuando esa
persona ha cometido un abuso sexual, el trastorno resultante es incluso más
grave y difícil de tratar.

La codependencia: qué es, de dónde proviene,


cómo sabotea nuestras vidas

Como hemos visto, las técnicas de cuidado parental «menos-que-nutricias» o


disfuncionales crean niños que sufren abuso, que se adaptan como adultos
codependientes. El abuso puede haber sido flagrante y obvio o más sutil y oculto,
pero sus efectos son reales y destructivos para nuestra vida y nuestras relaciones.
Ya señalamos que la aceptación por la sociedad de ciertas prácticas de crianza es
una norma pobre para juzgar si cual quiera de ellas resulta beneficiosa para el niño.
Nuestra propia recuperación respecto de las experiencias de abuso padecidas
en nuestras familias de origen mejora la calidad de nuestras vidas y también de las de
nuestros niños. El efecto curativo sobre los chicos y chicas con los que trabajemos en
cualquier lugar (la escuela, las organizaciones de exploradores, la iglesia o la
guardería) se puede reforzar muchísimo. Podemos aprender a prestar más atención
al modo como influimos sobre esas personas valiosas, vulnerables, imperfectas,

133
dependientes e inmaduras. Pero el cambio positivo del codependiente sólo se inicia
cuando se desprende de la negación del problema y del autoengaño sobre su propio
estado y su propia historia, y en primer lugar se trata a sí mismo. A medida que nos
recuperamos, adquirimos capacidad para proporcionar más nutrición y cuidado
adecuado a los niños, y para lograr una mayor intimidad con quienes nos rodean.
Hemos desplegado un cuadro general de la codependencia, de su origen en
nuestras experiencias infantiles y del modo como opera en nuestra vida adulta.
Aunque está claro que no somos nosotros quienes nos «causamos» este trastorno,
muchos tenemos una actitud de autodesprecio y disgusto por parecer tan
«inmaduros y estúpidos». Para mí, parte de la recuperación consistió en reconocer
que estamos enfermos y que no tuvimos ningún control sobre las circunstancias de
la infancia que nos llevaron a nuestro presente malestar adulto.
Para iniciar una nueva vida hay que conocer la enfermedad, y después asumir
la responsabilidad de nuestra propia recuperación. Mirar de frente la codependencia
es el primer gran paso, pero ¿cómo podemos comenzar a curar esas heridas de la
infancia y madurar como adultos funcionales?

IV – HACIA LA RECUPERACIÓN
15 - L A RECUPERACIÓN PERSO N A L

Para mí es importante hacer algo que describir la codependencia y el modo


como aparentemente se desarrolla a partir del abuso infantil. Pero debido a la
naturaleza compleja de la enfermedad y a su conexión con el abuso en la infancia, en
este libro me he concentrado en un examen completo de las raíces y los síntomas del
trastorno. En esta última parte quiero delinear el proceso de la recuperación, un
proceso que he examinado detenidamente en un libro de ejercicios escrito en
colaboración con Andrea Wells Miller y titulado Breaking Free: A Recovery Workbook for
Facing Codependence.
Me doy cuenta de que leer la descripción de la enfermedad y comprender que
uno la padece puede resultar una experiencia abrumadora. Pero son muchas las
posibilidades y esperanzas de que los codependientes podamos desarrollar relaciones
funciona les y gratificantes. Cada vez se sabe más de la enfermedad y del modo de
tratarla. Ahora son más los terapeutas experimentados que trabajan con los
codependientes. Hay muchas personas en recuperación que demuestran la fuerza
del proceso terapéutico y el modo de avanzar en él. Yo recomiendo con énfasis que
se consulte a un terapeuta y se ingrese en un grupo de doce pasos, como, por
ejemplo, Codependientes Anónimos, para familiarizarse con los modos como el
trastorno influye en nuestras vidas y con las sendas sanas a la recuperación.

Cómo afrontar la codependencia

Para enfrentarse a la codependencia, el primer paso consiste en ver y reconocer


sus síntomas en nuestra vida. Cuando empezamos a analizarlos y a tratar de cambiar
las conductas de nuestro pasado, encontramos una resistencia poderosa y
sentimientos irracionales. Esto forma parte de la recuperación. Pero el primer paso

134
consiste en comparar los síntomas con nuestra propia conducta. Corno hemos visto,
los síntomas primarios de la codependencia se experimentan en polos opuestos. Los
resumimos a continuación:

Autoestima baja o O Una postura arrogante y


inexistente ostentosa

Ser demasiado vulnerable O Ser invulnerable

Ser malo / rebelde O Ser bueno / perfecto

Ser demasiado dependiente O Ser antidependiente ó no


percibir necesidades y
deseos

Ser caótico O Ser controlador

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Las características de los codependientes en recuperación

Sea cual fuere la columna que resume nuestras características, a medida que
entramos en recuperación nos parece que ingresamos en la columna opuesta. Al
pasar de una autoestima baja o inexistente a valorarnos a nosotros mismos de un
modo sano, se nos ocurre que quizás estemos siendo arrogantes. Al pasar de
una excesiva vulnerabilidad a establecer límites adecuados, quizá pensemos que
nos estamos volviendo invulnerables y distantes. Al abandonar un enfoque rebelde
de la vida tememos convertirnos en demasiado perfectos. Cuando dejamos de ser
pegajosos y dependientes, tal vez sintamos que nos convertimos en
antidependientes. Y al reemplazar el caos por el orden y la responsabilidad, puede
parecemos que nos volvemos demasiado controladores.
A quienes parten del extremo opuesto, salir de la arrogancia les parece caer en
la autoestima baja o inexistente. Sienten que dejar de ser invulnerables y
arriesgarse a la vulnerabilidad representa una vulnerabilidad «excesiva», porque es
desacostumbrada (y muy incómoda), Dejar de ser «bueno y perfecto» parece
convertirse en rebelde y «malo», y reducir el control puede generar experiencias de
aspecto caótico.
Es útil observar que, aunque la recuperación nos produce la impresión de que
nos estamos alejando demasiado en una dirección opuesta, lo probable es que esto
no ocurra. Una mujer perfeccionista que deja los platos sin lavar en la pileta de la
cocina durante la noche quizá se sienta caótica, pero en realidad no lo es. La
recuperación se siente extrema porque la conducta funcional nos resulta muy
desacostumbrada, después de años de codependencia, sea cual fuere el polo del que
partamos. Y estas experiencias de «no saber lo que es normal" son partes necesarias
de la recuperación, mientras realizamos nuestro aprendizaje escuchando y
participando en reuniones.
Cuando el codependiente se va enfrentando a cada uno de los síntomas
nucleares, comienzan a aparecer ciertas características de persona sana. Algunas de
ellas son:
 Tiene autoestima de fuente interior.
 Es vulnerable, pero con protección.
 Rinde cuenta de sus imperfecciones y es espiritual; sabe pedirle a un poder
superior que la ayude con sus imperfecciones.
 Es independiente.
 Experimenta la realidad con moderación

La recuperación comienza con el dolor

Sin algún tipo de consecuencias dolorosas provocadas por nuestras


conductas disfuncionales, por lo general no se nos ocurre que necesitamos
cambiar. No se trata de que un buen día el codependiente se levante y diga: «Creo que
debo conseguir la madurez y la salud mental». Por ejemplo, mantenerse en una
posición arrogante y aislada quizá no le cree problemas al propio sujeto, en cuyo caso
él no verá ninguna razón para modificar nada. Si convivir con él le resulta
enloquecedor a la familia, o si él mismo no puede establecer relaciones estrechas con
otras personas, el individuo arrogante da por sentado que el problema es de la
136
familia o los otros y que su propio comportamiento es impecable.
La confrontación generada por una intervención o un tratamiento satisfactorio
saca al codependiente del conjunto de síntomas arrogantes y lo deja expuesto al
dolor. Un miedo y un dolor intensos son las consecuencias de que se advierta que
las conductas arrogantes, invulnerables, perfeccionistas, antidependientes y
controladoras son adaptaciones disfuncionales. Pero las que tienen tipo de dolor
están dispuestas a realizar el trabajo necesario para comenzar su recuperación. La
fase dolorosa de una recuperación no es un modo de vida permanente. Para
prolongar el proceso de la recuperación y seguir adelante, los codependientes
necesitan coraje y una relación con un poder superior, hasta llegar a una posición
de mayor bienestar.
Esto plantea otra cuestión, de interés sobre todo para quienes aún no han
entrado en recuperación y vacilan en iniciar un tratamiento: es probable que
durante más o menos un año el proceso les resulte muy penoso. Se tendrá la
experiencia paradójica de estar contento por la recuperación, mientras al mismo
tiempo uno se siente peor.
He descubierto nosotros, los codependientes, somos muy difíciles de tratar. Yo
me resistía a hacer cualquier cosa que me sugirieran para acelerar el inicio de la
recuperación. No puse a prueba ninguna sugerencia hasta que experimenté
suficiente dolor como para estar dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de cambiar.
Lo menciono porque, en mi caso no hubo nadie que me dijera que, de las primeras
etapas del tratamiento, cuando se dejan de eludir los temores y sentimientos y se mira
de frente la codependencia, surge mucho dolor. Me resultó desconcertante
experimentar al mismo tiempo alegría y dolor, Yo realicé por mí misma gran parte de
mi propia recuperación. Las únicas personas que sabían que yo trabajaba en tal
sentido eran los pacientes con los que hablaba, porque al principio no pretendía
comportarme con ellos como una profesional. Me limitaba a ser quien era, una
compañera codependiente que sufría e intentaba estar bien. Advertí que cuando
empezaba a hacer las cosas necesarias para mejorar, cada vez me sentía peor, aunque
con una alegría y una esperanza increíbles, porque al final esperaba comprender lo
que me había sucedido en todos esos años.

Miedos e incertidumbres inesperados

Acompañando al dolor y la alegría, aparecieron algunos miedos e


incertidumbres con los cuales yo no había contado. Por ejemplo, yo era perfeccionista,
madura en exceso y controladora. Me sentía vieja y gastada. Era como si a los treinta
y seis estuviera por cumplir ochenta. Cuando dejé de ser controladora me volví
como una niña muy inmadura, caótica, que gimoteaba como un bebé todo el tiempo y
caía en conductas sorprendentemente inmaduras de las que nunca me había
imaginado que sería capaz. Eran conductas que yo nunca había tenido antes
porque nunca había sido una niña.
Pero me engañaba, tenía una idea equivocada acerca de esas conductas y no
veía que eran infantiles y egocéntricas. La idea de que yo podía escoger no ser
como siempre había sido me resultó muy temeraria. Pero de vez en cuando me
abría camino a través de esa idea ilusa, porque mi esposo o mi «madre sustituta» me

137
hacían ver la realidad. Por ejemplo, ella me decía: «Es muy difícil la relación contigo,
porque eres muy egocéntrica. Nunca me llamas por teléfono. Siempre tengo que
llamarte yo». Esto me resultaba realmente doloroso, porque yo la quería mucho.
Quizá la experiencia más dolorosa e insegura para mí consistió en empezar a
experimentar mis propias necesidades. Por primera vez tomé conciencia de ellas, y
también de que eran muy pocas las que sabía atender — casi ninguna —. Me resultó
muy penoso incluso admitir que yo tenía necesidades, y ni qué decir el tratar de
satisfacerlas. Cuando comencé a ser más vulnerable, mi impresión era que estaba
desprotegida y que todo podría destruirme.
Por fortuna las cosas mejoraron — mejoraron mucho —. Después de seis años
de iniciado el proceso de recuperación, gran parte de mi vida presenta las
características de la recuperación que hemos enumerado en este mismo capítulo. El
dolor y la vergüenza por el pasado, y el miedo a no llegar nunca a estar bien, han sido
sustituidos por una serenidad cuya base es la esperanza que experimento. Descubro
esperanza gracias a mí poder superior, a los instrumentos de la recuperación
incluidos en los doce pasos y a mis amigos del tratamiento. Pero, desde luego, no se
trata de un estado permanente.
Para mí, la recuperación significa que se vive con sus características más que
con las características de la codependencia. No conozco a nadie que trabaje en un
programa de recuperación y tenga una recuperación perfecta. De hecho, cuando
trato de obtener una recuperación perfecta quedo enredada de nuevo en la
enfermedad. Periódicamente me deslizo a mi trastorno, pero la diferencia reside en
que estos episodios ya no duran tanto como antes. Ahora, cuando actúo de un
modo codependiente experimento un dolor rápido y agudo, de modo que salgo de la
situación lo antes posible.

La codependencia no se irá sola

Como dije al principio, en los grupos que dirijo y con los codependientes que
conozco a menudo digo: «Abracen a sus demonios o ellos les morderán el trasero».
Para llegar a sentirnos bien debemos afrontar la codependencia en nuestras vidas
y hacer algo con nuestros propios demonios dependientes. Si esperamos que otra
persona (aunque sea un buen terapeuta) logre nuestra recuperación por nosotros,
seguiremos inmovilizados, perdidos y enfermos. Nadie puede hacer este trabajo en
lugar de nosotros, ni nadie está destinado a hacerlo. Aunque nuestros progenitores
debieron habernos ayudado rodeándonos de una realidad funcional y de un cuidado
respetuoso, en el día de hoy no hay ninguna necesidad de culparlos. Una vez
realizado el daño, nuestros padres ya no pueden remediarlo o recomponernos.
Tenemos que aprender a recuperarnos nosotros mismos.
Lo que yo espero es que al comenzar a reconocer los síntomas nucleares en
nosotros mismos (y creo que corresponde empezar por allí) y a advertir sus
perjudiciales consecuencias en nuestras vidas, podamos hacer dos cosas. Primero,
procurar aprender a intervenir en la enfermedad: a tratarnos con más respeto, a
desarrollar límites, a asumir nuestra realidad, a hacernos cargo de nuestras propias
necesidades y deseos, y a encarar la vida con moderación. Segundo, podemos
aprender a ser mejores cuidadores de nuestros hijos: a valorarlos adecuadamente, a
no someterlos a abusos y a enseñarles a tener límites intactos, a permitirles asumir
138
su propia realidad y a guiarlos hacia una mayor madurez, a nutrirlos como
corresponde y a proporcionarles un ambiente estable mientras evolucionan hacia la
adultez.
Sí los hijos ya son adultos, la segunda tarea del codependiente consiste en
aprender a actuar por su cuenta en la relación en recuperación. A menudo he oído
algo en lo que creo mucho; lo mejor que podemos hacer por nuestros hijos adultos
es entrar en recuperación nosotros mismos, y dejar que ellos encuentren libremente
su propio camino hacia la cura. Nosotros podemos vivir en recuperación y presentar
ese modelo, pero cuando los hijos son adultos deben tener la libertad de vivir sus
propias vidas. Quizá debamos asumir que hemos causado la codependencia de ellos,
pero no podemos ser los responsables de su cura, pues no podemos obligarlos a
hacer lo necesario para recuperarse. Será un signo de nuestra propia recuperación
el hecho de que sepamos reconocer la diferencia que existe entre presentar el
modelo de una vida recuperada, compartir nuestra propia fuerza y esperanza, por
un lado, y por el otro, atravesar los límites de nuestros hijos adultos y pretender que
vivan a nuestro modo, aunque la nuestra sea una vida de recuperación. Así como
nuestros padres no pueden hacerse cargo de nuestra cura, nosotros no podemos
«hacer» que nuestros hijos se sientan bien, ni «darles» una parte de nuestra propia
recuperación,

Reuniones de doce pasos

En primer lugar, piense en asistir a reuniones de doce pasos, donde se


encontrará con personas que hablan de la enfermedad y de la recuperación.
Codependientes Anónimos es un programa de doce pasos basado en los mismos
doce pasos de Alcohólicos Anónimos. Mientras escribo esto, en muchas partes de
Estados Unidos se están organizando nuevos grupos.
Quiero subrayar la importancia de que se hable no sólo de la enfermedad y del
modo como influye en nuestra vida sino también de cómo es la recuperación cuando
uno la experimenta. No resulta eficaz hablar sólo de la enfermedad y del modo como
hace ingobernable la vida. Hablar de los hechos positivos que se producen cuando
uno vislumbra la recuperación ayuda a tomar conciencia del progreso y la mejoría, así
como a proporcionar experiencias, fuerza y esperanza valiosas para los otros.
También es muy importante aprender a trabajar con los doce pasos para lograr la
recuperación.

El paso uno por escrito

Una segunda cosa que ayuda a muchos codependientes a recuperarse a


través del proceso de doce pasos es un «paso uno por escrito». El paso uno,
adaptado para codependientes, dice lo siguiente: «Admitimos que no tenemos poder
sobre los otros, y que nuestras vidas se han vuelto Ingobernables».
El propósito del paso uno es ayudarnos a ver la enfermedad en acción en
nosotros mismos. Mientras no la veamos actuando en nuestras vidas y en nuestras
relaciones, es casi imposible hacer algo respecto de ella. Este paso tiene dos
partes: a) describir por escrito cómo experimentamos cada síntoma nuclear
explicado en el capítulo 2 nos permite ver el modo específico como en nuestra vida

139
nos sentimos impotentes de la codependencia; b) escribir lo que sucede como resultado
— los cinco tipos de sabotaje examinados en el capítulo 3 — nos permite comprender
en qué son incontrolables nuestras vidas. Esta tarea puede tomar algún tiempo,
pero nos ayuda mucho a descubrir nuestras pautas particulares de codependencia. En
el libro Breaking Free: A Recovery Workbook for Facing Codependence hay más detalles
acerca de cómo sugiero dar este y el resto de los pasos.

Un «padrino» de codependencia

El tercer paso que se puede dar es escoger un padrino de codependencia.


Sugiero recurrir a alguien que haya pasado algún tiempo en recuperación y
demuestre tener una conducta funcional con respecto a alguno de sus síntomas de
codependencia. Cumplidas estas condiciones, lo más importante de un buen padrino
es que pueda brindarnos actividad parental y nutrirnos, sea sincero y nos haga
afrontar la realidad, y esté dispuesto a decirnos cómo se nos ve, y también a repetir
una y otra vez las mismas ideas hasta que las captemos, La enfermedad nos hace
«olvidar» mucho de lo que se nos dice sobre nosotros mismos. De modo que esa
persona tiene que ser paciente y nutricia, y cuidarnos como un progenitor. Mí
recomendación es que sea del mismo sexo del codependiente, a menos que este
último sea homosexual.
En realidad, yo pongo énfasis en que no se intente realizar trabajo con un
padrino del sexo opuesto. Los dos pueden terminar dando un «décimo tercer paso»;
entrar en una relación romántica o sexual, lo que es inadecuado y disfuncional para
la recuperación de ambos.

Hacer frente a cada uno de los síntomas

En cuarto lugar, enfrentar dentro de sí cada uno de los síntomas que he


descrito al principio del libro: la autoestima baja o inexistente, los límites
deteriorados, no asumir la propia realidad, no satisfacer las propias necesidades y
deseos, y actuar de un modo extremo. No obstante, a menos que se haya dado el
paso uno por escrito, resulta muy difícil reconocer y tener presentes todos los
problemas.
La codependencia es una enfermedad insidiosa y sutil. A quien no pueda dar
los pasos que he sugerido, quizá le convenga hablar con un consejero que trabaje con
codependientes. (Muchos terapeutas no están familiarizados la enfermedad como
tal, ni con las técnicas de recuperación que se han descubierto en los últimos años.)
Tal vez se pueda ubicar a un buen terapeuta o consejero consultando en un centro
de tratamiento de dependencia a sustancias químicas. Muchos de estos centros
tienen ahora programas de tratamiento de la codependencia, con internación o sin
ella que pueden ser muy útiles para personas que aspiran con seriedad a
recuperarse de esta enfermedad.
A lo largo de todo este libro hemos caracterizado la codependencia como una
«enfermedad», aunque no es como una gripe o una neumonía, que se curan y
desaparecen. La recuperación de la codependencia se parece más a la remisión de
un trastorno como la diabetes. Mientras el diabético sigue el tratamiento prescrito de
dieta, ejercicio y quizás una dosis de insulina, está en condiciones de llevar una vida

140
tan activa como la de una persona sana. Pero si no sigue su régimen, en cualquier
momento puede producirse una recaída. De modo análogo, mientras sigamos un
programa de recuperación, los codependientes podemos llevar vidas más sanas y
funcionales. Pero si empezamos a pensar que estamos «bien» y ya no necesitamos
trabajar con un programa de recuperación, estamos expuestos a recaídas.
Sea cual fuere el rumbo que tome, exhorto al lector o la lectora a comenzar
desde ahora mismo a hacer frente a la codependencia. En el momento en que escribo
estas palabras, hay cientos de personas en recuperación. Éramos hombres y mujeres
asustados, solos, resentidos y desalentados, incapaces de poner en orden nuestras
vidas y relaciones. Muchos casi habíamos perdido las esperanzas de llegar a ser
felices. Y ahora, aunque parece milagroso, nos estamos poniendo bien. ¡Únase a
nosotros!

APÉNDICE
Una breve historia de la codependencia y una
mirada a la literatura psicológica

Como dijimos en el prólogo, la comprensión de los síntomas de lo que ahora


llamamos codependencia se inició sobre todo en el campo de la dependencia de
sustancias químicas, al intentarse el tratamiento de las familias de los alcohólicos. Si
bien, nadie sabe con total certidumbre de dónde proviene la palabra
«codependencia», en general se cree que deriva del término «coalcohólico» empleado
cuando se comenzó a denominar «dependencia de sustancias químicas» al alcoholismo
y a otras drogadicciones, en conjunto.
Al principio se creyó que los síntomas de la codependencia se debían a la
tensión de vivir con un adicto. La vergüenza, el temor, el dolor y la cólera exagerados
de los miembros de la familia se consideraron reacciones a un hombre o una mujer
muy enfermo, que estaba fuera de control debido a su adicción.
Pero cuando los alcohólicos lograban mantenerse sobrios, las conductas
codependientes de sus familiares solían continuar, y a veces incluso empeoraban.
Resultó claro que en los miembros de la familia había una enfermedad independiente.
Los terapeutas comprendieron pronto que las causas ocultas de tras torno bien
podrían haber sido anteriores a la aparición de los síntomas del alcohólico.
Cuando allegados de los dependientes recurrieron a la terapia y revelaron
las historias de familias de origen, resultó claro que muchos de los cónyuges
codependientes habían tenido uno o dos progenitores alcohólicos, y más tarde,
cuando adultos, parecían haber elegido inconscientemente corno pareja a un
alcohólico o adicto (algunos incluso habían realizado esta elección en serie, en
varios matrimonios). Parecía que en la pauta abusiva de conducta del alcohólico (o
de la pareja que iba a volverse alcohólica) había algo familiar que le permitía al
cónyuge codependiente reconstituir una situación abusiva de su niñez, quizá
reprimida. Aunque todo sucedía en un nivel inconsciente, era como sí al reconstituir
la situación abusiva anterior el cónyuge codependiente pudiera obtener, además de
la seguridad de lo familiar, otra oportunidad de ser «perfecto» o «agradar» lo bastante

141
como para liberarse de la vergüenza, el miedo el dolor y la cólera exagerados que
transportaba desde la niñez. Se vio que estos sentimientos habían coloreado y
desbaratado muchas de las relaciones de los codependientes durante toda su vida.
Cuando estas personas comenzaron a comenzaron a abordar sus síntomas de
codependencia en centros de tratamientos, conferencias y sesiones de terapia, se
volvieron irrefutables las pruebas de que para que apareciera la enfermedad, no era
necesario que en la niñez o en la vida adulta del paciente hubiera habido un
dependiente de sustancias químicas. Bastaba con que hubiera existido un cuidador
abusivo en la niñez del paciente. En este libro hemos tratado de descubrir la
conexión que existe entre ese abuso infantil y los síntomas adultos de la
codependencia.

La codependencia como enfermedad

A diferencia de la mayoría de los «descubrimientos» de nuevas


enfermedades, la codependencia salió a la luz en el campo de la dependencia de
sustancias químicas, y se está filtrando lentamente de nuevo en el resto del ámbito
de la salud mental, del que suelen provenir estos descubrimientos. Los profesionales
del campo de la dependencia de sustancias químicas se han concentrado en los
enfoques básicos y prácticos de la terapia, para no identificarse demasiado con los
programas de investigación de orientación académica o teórica. Debido a este centro
de atención en la práctica, ha habido pocos esfuerzos tendientes a formular las
comprensiones, las conceptualizaciones y la metodología relacionadas con la
codependencia, en el lenguaje o la estructura de la psicología académica.

U n a mirada a la li te ra tu ra p si col ógi ca :


Resúmenes

Para la redacción de este libro, los autores buscaron datos básicos en los
resúmenes psicológicos en un disco informático compacto. Estos resúmenes
pertenecen a artículos de todo tipo tomados de periódicos especializados que
representan la vanguardia de la investigación y los nuevos desarrollos psicológicos.
Como la codependencia es un fenómeno nuevo, que ha emergido con este nombre
sólo en los últimos años, pasamos revista a los resúmenes y artículos pertinentes
desde enero de 1983 hasta septiembre de 1988 (inclusive). Esto nos llevó a descubrir
que la literatura psicológica tradicional sólo contiene unas pocas referencias a la
enfermedad de la codependencia, por lo menos mencionada con este nombre.
Los siguientes ocho artículos relacionados con la «codependencia» fueron
publicados después de 1985.
Lans Lesater y otros (1985) examinaron problemas sociales y familiares de
clientes de una clínica comunitaria, entre ellos pautas de empleo de sustancias
químicas. La encuesta, que comparó pacientes circunstanciales con los que recibían
atención psicológica, indica que el 39 por ciento de estos últimos tenían un pariente
que consumía drogas en un nivel «circunstancial-situacional», mientras que sólo lo
hacía el treinta por ciento del grupo clínico total. Los autores llegan a la conclusión de
que el consumo de sustancias químicas y los problemas asociados — por ejemplo, la
codependencia — son factores significativos que afectan a la familia.

142
Sydney Walter (1986) presenta un caso en el que la esposa de un alcohólico
aprendió a independizarse de la adicción del marido.
Jean Caldwell (1986) propone orientaciones para trabajar con familias
codependientes y prepararlas para la intervención. El autor subraya que la conducta
disfuncional de un alcohólico sólo puede cuestionarse cuando al mismo tiempo se
apoya su conducta sana.
Neil M, Rothberg (1986) afronta el alcoholismo desde la teoría sistémica de la
familia; examina la dinámica que se produce en los subsistemas maritales, tres
modelos orientados hacia la familia, y el tratamiento y las metas posibles. Se
demuestra que ambos cónyuges contribuyen a crear el problema del alcohólico, y
que los dos son afectados por él.
Gierymski y Williams (1986) sostienen que las esposas, y probablemente otros
integrantes de las familias en las que hay un miembro alcohólico, padecen
problemas emocionales con más probabilidad que en las familias de no-alcohólicos,
aunque el grado y la forma exactos de trastorno emocional varían, y no ha surgido
ninguna entidad nítida que corresponda con precisión al concepto de codependencia.
En síntesis, los autores se manifiestan escépticos con respecto a la validez del
concepto de codependencia.
Timmon Cermak, en el Journal of Psychoactive Drugs (1986), sostiene que la
codependencia puede definirse con los criterios del DSM-III para el trastorno mixto de
la personalidad. Propone cinco criterios diagnósticos, en el estilo del DSM-III.
Según Cermak
- entre los rasgos esenciales de la codependencia se cuentan: a) una continua
fundamentación de la autoestima en la capacidad para influir/controlar los
sentimientos y las conductas de uno mismo y de los otros, frente a las obvias
consecuencias adversas de esta actitud; b) se asume la responsabilidad de
satisfacer las necesidades de otro, hasta el punto de excluir el reconocimiento
de las propias necesidades; e) angustia y distorsión de los límites en las
situaciones de intimidad y separación; d) trabazón en relaciones con
individuos que presentan trastornos de la personalidad, son
drogodependientes e impulsivos, y e) hay (en cualquier combinación de tres o
más de estas características) constricción de las emociones con o sin estallidos
dramáticos, depresión, hiper-vigilancia, compulsiones, angustia, recurso
excesivo a la renegación, abuso de sustancias químicas, abuso recurrente
físico o sexual, enfermedad médica relacionada con el estrés y/o una relación
primaria con un abusador activo de sustancias químicas por lo menos durante
dos años, sin búsqueda de apoyo externo.
Cermak examina de qué modo cada uno de estos puntos se relacionan con
enfermedades definidas por el DSM (por ejemplo, el trastorno de la personalidad por
dependencia, el trastorno límite de la personalidad, el trastorno isocrónico de la
personalidad). En la literatura psicológica revisada, Cermak es el único que intenta
describir la codependencia y que sostiene que merece una consideración seria como
enfermedad.
Sondra Smalley (1987) ha examinado la cuestión de la dependencia en las
relaciones lesbianas. Aunque el libro no es particularmente útil como descripción

143
del trastorno, la autora propone un modelo que se centra en la intervención de la
cliente en sus propias pautas de relación codependiente.
Frederich A. Prezioso (1987) examina la espiritualidad en cuanto se relaciona
con el tratamiento de los dependientes de sustancias químicas y los codependientes
en un escenario de tratamiento con internación durante un período de 21 a 28 días. El
autor sugiere que se encaren las cuestiones espirituales con sesiones de
entrenamiento y grupos semanales del personal, conferencias y grupos de discusión
con pacientes, presentaciones familiares y planes de tratamientos individualizados.
Para tratar de determinar qué investigaciones se habían realizado bajo otros
encabezamientos sobre el conjunto de síntomas que denominamos codependencia,
consultamos el Thesaurus of Psychological Index Terms (1985). Este libro de
referencia (que contiene todos los encabezamientos bajo los cuales se enumeran los
artículos en los resúmenes psicológicos) no incluye ninguna referencia a la
«codependencia». El repaso de todos los artículos registrados en los resúmenes bajo el
encabezamiento de «dependencia (personalidad)» y «abuso de niños» (éstas eran las
entradas más relacionadas con lo que describimos aquí), correspondientes al período
de enero de 1983 a septiembre da 1988, reveló que era muy poco lo que se consideró
digno de inclusión, relacionado con el diagnóstico identificable del trastorno y los
síntomas que llamamos codependencia, y en su conexión con el abuso infantil.
En toda la literatura psicológica que aparece en la base de datos Psych-Lit
del período comprendido entre enero de 1983 y septiembre de 1988, sólo parece
existir el trabajo de una persona (utilizado como referencia por varios autores) que ve
en la categoría de la «dependencia (personalidad)» algo próximo a lo que nosotros
consideramos al hablar de la codependencia. De hecho, las referencias que
relacionaban la «dependencia» con los síntomas que constituyen lo que nosotros
denominamos codependencia citaban el mismo libro, Neurosis in Human Growth, de
la psiquiatra Karen Horney (1950). Algunas de sus ideas y descripciones de los
síntomas son análogas a las de este libro, pero evidentemente nunca se
desarrollaron o ampliaron en la literatura ulterior en la misma dirección en que lo
hacemos nosotros.
Para Horney, los adultos sanos son en gran medida autónomos, pero ella creía
que en última instancia a todas las personas les resulta difícil sobrevivir sin la
presencia física y emocional, el apoyo y el cuidado de los otros. Esa interdependencia
nos permite crecer y prosperar, y es necesaria para la realización de la
individualidad.
No obstante, la neurosis lleva a buscar en otras personas la satisfacción y un
sentido de uno mismo. Relacionarse con otros se vuelve una necesidad cada vez
más compulsiva, y puede tomar la forma de dependencia ciega, rebelión, obsesión
de sobresalir o evitación del compromiso a cualquier precio, De todos modos, el
neurótico demuestra la importancia que los otros tienen para él.
Esta dependencia se caracteriza habitualmente por la inflexibilidad en las
relaciones, el abandono de la responsabilidad por la propia vida, la intolerancia, la
depresión, la ira y la actitud vengativa cuando los otros no satisfacen las exigencias
que uno les formula, el sacrificio indiscriminado de los propios intereses y una
creencia mágica en que a través de los demás se encontrará la respuesta a la vida.

144
La dependencia puede verse como un modo de experimentar a los otros y de
relacionarse con ellos, que forma parte de la estructura caracterológica que Horney
denomina «la solución de borrarse a sí mismo» (en el capítulo 9 del libro citado).
El neurótico cree que sólo gracias a la fuerza y el cuidado de los otros puede
obtener seguridad, una vida con significado y un sentido de sí mismo. Ese impulso
hacía los otros puede llegar al punto de que desee perderse y fundirse totalmente con
otra persona. En consecuencia estas personas cultivan y glorifican la actitud de ser
simpático, desvalido pequeño, y de borrarse a sí mismo. La fuerza y la autonomía se
buscan en un protector, pero son eludidas y reprimidas en uno misino. La auto
evaluación se basa en que el individuo sienta que puede recibir amor; el amor,
sobre todo el amor erótico, brinda la promesa de la realización suprema. La parte de
uno mismo sometida y desamparada se experimenta como la verdadera esencia, y la
posibilidad de ser querido, el sacrificio por amor y sobre todo el sufrimiento, toman el
carácter de justificaciones para exigir a cambio una devoción total.
Lo que en la mayoría de las personas normales es un deseo de ser amadas, en
este tipo de neuróticos se convierte en un impulso y un reclamo desesperados. A la
etapa final del autoborramiento, que incluye estos síntomas, Horney la llama
dependencia morbosa.
Pero, hasta hace muy poco tiempo, las ideas de esta autora sobre la
dependencia (y las referencias posteriores a ella) constituían en las publicaciones
psicológicas el único vínculo con lo que nosotros conocemos como «codependencia», y
aparentemente estas ideas no fueron desarrolladas en la dirección que hemos
tomado nosotros.

145
Libros sobre referencias antenotas a las pautas
de la personalidad dependiente
Theodore Millón dice en la Encyclopedia of Psychology, vol, I (1984):
A pesar de la difusión y de los rasgos bien conocidos de este patrón de
personalidad (la personalidad dependiente), en las nosologías oficiales
publicadas antes de la tercera edición, de 1980, del Diagnostic and
Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-III), sólo se hacían al respecto
referencias de pasada. Para el DSMIII, este desorden es un trastorno
importante e independiente, y su rasgo central consiste en una conducta
pasiva que les permite a los otros asumir toda la responsabilidad por las
actividades vitales significativas del sujeto, una característica que se
puede encontrar hasta en la falta de auto-confianza y las dudas respecto
de la propia capacidad para funcionar con independencia.
Como señala Millón, ya Emil Kraepelin (1913), en la octava edición de su
Psychiatrie, había subrayado la «voluntad irresoluta» de estos pacientes
dependientes y la facilidad con que podían ser «seducidos» por otros
Karl Abraham (1924) observó su creencia típica de que «siempre habrá
alguien [...] que los cuide y les proporcione todo lo que necesitan».
A continuación tenemos la descripción (ya citada) de Horney, que es lo más
cercano a lo que nosotros describimos como codependencia, aunque enfoca el tema
desde una perspectiva diferente y no lo vincula al abuso infantil.
Más tarde, Erich Fromm presentó una caracterización similar a la de Horney en
Man for Himself (l947). Refiriéndose a las personas que tienen lo que él denominó la
«orientación receptiva», Fromm señala que «No sólo son dependientes de las
autoridades, sino [...] de cualquier tipo de apoyo. Se sienten perdidos cuando están
solos porque sienten que no pueden hacer nada sin ayuda».
Empleando una teoría biosocial del aprendizaje para deducir tipos de
personalidad, Theodore Millón enumera en Disorders of Personality (1981) los
siguientes criterios diagnósticos para las personalidades dependientes: a) son
característicamente dóciles y no competitivas, y evitan la tensión y los conflictos
sociales (Millón llama a esto «temperamento pacífico»); b) necesitan una figura
nutricia más fuerte, y si no la tienen se sienten angustiosamente desvalidas; son a
menudo conciliadoras, apaciguadoras y proclives al auto-sacrificio («sumisión
interpersonal»); e) se perciben a sí mismas como débiles, frágiles e ineficaces; carecen
de confianza en sí mismas, pues menosprecian sus propias aptitudes y capacidades
(«auto imagen inadecuada»); d) su actitud respecto de las dificultades interpersonales
es ingenua o benévola; suavizan los acontecimientos perturbadores («estilo
cognitivo extremadamente optimista»); e) prefieren un estilo de vida sometido, plácido
y pasivo, evitan la autoafirmación y rechazan responsabilidades autónomas («déficit
de iniciativa»).
Está claro que ya hace años se realizaron observaciones de personas
debilitadas por los síntomas de la codependencia. Pero es también evidente que,
después de la primera nota de Kraepelin en 1913, hubo poco seguimiento de! tema
Parece que incluso el término «dependencia» perdió el favor de los

146
especialistas. Era demasiado «inclusivo» y no adaptable a los métodos de medición
más precisos que los investigadores en psicología estaban tratando de desarrollar.
Como dice John C. Masters en The International Encydopedia of Psychiatry,
Psychology and Neurology (1977).
Más recientemente, ha habido una tendencia creciente a evitar el empleo
del concepto global de «dependencia», debido a que es excesivamente
inclusivo y resulta poco útil para describir y analizar la conducta de
adultos y niños de más de dos o tres años.
Creo que esto basta para indicar que la corriente principal de la psicología
académica no ha realizado un trabajo extenso sobre la «dependencia» como trastorno
identificable de la personalidad, por lo menos en sus canales habituales de
comunicación. Y sólo cuando este angustiosa conjunto de síntomas emergió a la
superficie y se multiplicó en el campo de la dependencia de sustancias químicas,
algunos terapeutas pudieron recoger una información amplia que les permitió
captar el alcance y las ramificaciones del trastorno. Pero ahora muchos
entendemos que la codependencia continúa siendo un problema doloroso y casi
ubicuo de ciertos grupos de nuestra sociedad. Se diría que estamos en la frontera
de un territorio aún inexplorado, que es el de este grave trastorno de la
personalidad.

Pero, ¿es una «enfermedad»?

¿Es una enfermedad la codependencia? Como lo señala el psiquiatra Timmen


Cermak en Diagnosing and Treating Codependence (1986), «Los terapeutas con
enfoques tradicionales de la salud mental han intentado tratar (por separado) los
síntomas de la codependencia, diagnosticándolos como trastornos de angustia,
depresión, trastornos histéricos de la personalidad o de la personalidad por
dependencia, para citar sólo unos pocos». Cermak dice también que:
En cuanto aceptamos que la existencia de la codependencia corre
pareja a la de otros trastornos de la personalidad, como el trastorno
límite, el trastorno narcisista o el trastorno por dependencia, debe
quedar claro que merece ser tratado con el mismo nivel de
refinamiento.
Pero como el lenguaje y los criterios utilizados para describir la codependencia
no son congruentes ni están organizados en un marco firme y aceptado en general
por los especialistas, no ha sido posible realizar la investigación necesaria para dar
validez científica a la concepción de que es un «trastorno» legítimo de la personalidad.
Mientras esta investigación no se realice, las reglas de la comunidad psicológica
vetan la inclusión de la codependencia en la nomenclatura de las enfermedades.
Entre tanto, quienes tratamos a personas que padecen los síntomas
compulsivos de la codependencia no esperamos para actuar que haya un rótulo
oficial. Sea lo que fuere la codependencia, sin duda opera como una enfermedad. Y
según observa Cermak (pág. 100), «de acuerdo con lo que hemos aprendido,
parecería por lo menos corresponder a las descripciones usuales de lo que es una
enfermedad (con síntomas discernibles que se pueden predecir, y son progresivos y
debilitantes)», Cualquier bibliografía contemporánea sobre la codependencia (por

147
ejemplo, la del libro de Cermak, que se refiere casi exclusivamente al campo de la
dependencia de sustancias químicas) sugiere que muchos terapeutas luchan por
dar forma y estructura al mar de datos sobre este trastorno y sus síntomas, que lleva
a rebosar los bancos de los centros de tratamiento de la dependencia de sustancias
químicas y penetra en los otros campos de la salud mental
Tenemos la esperanza de que este libro ayude a clarificar algunas cuestiones
de esta búsqueda creciente de la curación, en tanto ella se relaciona con la
codependencia.

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Wolman, B.B. (comp.): The International Encyclopedia of Psychiatry, Psychology,
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