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Letras Libres (reportaje)

“las vidas de Arthur Koestler” (por Daniel Gascón)

Arthur Koestler (1905-1983) fue una figura polémica, contradictoria, admirable en numerosos
aspectos, exasperante en muchos y perturbadora en otros. Tony Judt lo definió como un
intelectual ejemplar; Christopher Hitchens lo describió como un fanático. Alguien señalaba que
tenía la facultad de defender sus posiciones de la manera más irritante para su interlocutor. La
poeta Regina Ullmann le dijo: “Pareces tan convencido de tus ideas que eres incapaz de
comprender a quienes no las comparten”. Se definió como un “Casanova de las causas”: entre las
que defendió en su vida está el sionismo, pero también la idea de que los judíos actuales no
descienden de Israel; fue proselitista del comunismo antes de convertirse en uno de los críticos
más convincentes; fue periodista y divulgador científico y acabó defendiendo la parapsicología.
También pidió la abolición de la pena de muerte y de la cuarentena de los perros antes de entrar
en el Reino Unido. “Como a cualquiera que habla de ética todo el día -le dijo sobre Koestler Cyril
Connolly al crítico Edmund Wilson-, no se te ocurriría dejarlo solo con tu mujer media hora.”

En uno de sus libros de memorias, La escritura invisible, Koestler utilizaba una cita de Dylan
Thomas: “Cuando uno quema sus puentes, qué hermoso es el fuego que hace”. Su vida fue
apasionante. Bebedor, mujeriego, escribió una treintena de libros de diversos géneros. Judío
nacido en Budapest, vivió el fin del Imperio austrohúngaro, la llegada del gobierno de Karólyi, el
régimen comunista de Béla Kun y la dictadura de derecha de Horthy. Vivió el antisemitismo; viajó a
Palestina para construir un hogar judío y enseguida se hartó de los trabajos manuales que se le
exigían. Se convirtió en un periodista de éxito (engañó a Albert Einstein para entrevistarlo, viajó en
un dirigible hacia el Polo Norte) y un propagandista comunista, que recorrió buena parte de la
Unión Soviética (y que en el viaje se encontró con Langston Hughes, pasó por alto la hambruna de
Ucrania y denunció a una novia en un arranque de paranoia). Fue testigo de la caída de Málaga y
de la de París, prisionero en un campo de concentración en Francia, miembro del Congreso por la
Libertad de la Cultura (la CIA, que financiaba, tenía que reprimir y no aumentar los ardores
anticomunistas de algunos de los participantes). A mediados de los cincuenta perdió la pasión por
la política y se dedicó a escribir libros de divulgación científica a menudo excéntricos. Enfermo de
leucemia y parkinson, se suicidó en 1983 con su mujer, a la que llevaba varias décadas y que
estaba bien de salud.

Una de las experiencias más decisivas fue su tiempo como prisionero y condenado a muerte por
las tropas franquistas en la Guerra Civil española. Y ese es el tema central de Arthur Koestler.
Nuestro hombre en España (Al revés), de Jorge Freire (Madrid, 1985), que hace dos años publicó
una biografía de Edith Wharton. Con una prosa erudita, flexible y lúdica, Freire combina
hábilmente la historia del cautiverio (contada por el propio Koestler en Diálogo con la muerte) y
del periodo entre 1937 y 1940 con una biografía sintética, que se mueve entre el relato de
aventuras y la novela de espías, el retrato de un personaje y el ensayo sobre una era ideológica.
En Koestler siempre abundan las paradojas: en El testamento español se preguntaba cómo se
podía conciliar su afición por los presagios con la creencia en el materialismo histórico, y le
gustaba presumir de su enorme complejo de inferioridad. Era el ejemplo del “cosmopolita sin
raíces” según Louis Menand; también ahora nos parece un arquetipo del intelectual
centroeuropeo. Freire señala que fue cobarde en algunos momentos de la guerra (por ejemplo, se
marchó de Madrid cuando pensó que caería). Sin embargo, vivió una experiencia más extrema que
otros periodistas más valientes, al permanecer por razones nunca del todo claras en Málaga tras
su conquista por los franquistas, y al caer en manos de un hombre que había prometido matarlo,
enfadado por una entrevista que le había hecho a su superior, Queipo de Llano. Koestler era
corresponsal; también, como sospechaban algunos de sus captores, era un agente comunista cuyo
objetivo era mostrar el apoyo nazi a Franco.

En ese tiempo en la cárcel, donde oía las quejas de los condenados y veía a los presos
ensangrentados, meditó sobre la condena a muerte pero también sobre su propio compromiso
político y sobre los parecidos entre el comunismo y el fascismo. La causa de su liberación motivó
una de las primeras grandes campañas de derechos humanos, que fue en buena medida
impulsada por su esposa en ese momento, Dorothee. (Cuando salió, Koestler informó a sus padres
y al partido, no mandó ningún telegrama a su Dorothee, de quien se separaría poco después.)

Esa experiencia le ayudó también para escribir su novela más famosa, El cero y el infinito, que fue
un gran éxito en Estados Unidos cuando salió en 1940, contribuyó a la derrota del Partido
Comunista en Francia en 1946 y nunca ha dejado de reeditarse. La novela -cuyo manuscrito tiene
una historia rocambolesca que Freire incluye en su libro- cuenta el arresto, interrogatorio y
condena a un líder comunista (una mezcla de varios reales) acusado de traición: es, sobre todo, la
descripción de un proceso de anulación y convencimiento que lo lleva a admitir crímenes e
intenciones que nunca cometió ni tuvo. Aunque en muchos casos se empleaba la tortura para
extraer las confesiones, en otras ocasiones se utilizaban las técnicas descritas por Koestler: largos
interrogatorios, extrema privación del sueño. Como dice Jorge Freire, es llamativo que en esta
denuncia del comunismo se queden fuera la opresión, las hambrunas o la violencia: es más una
crítica a una forma de pensar, a su imposición psicológica. La narración, cuya influencia se deja
sentir en 1984, se inspiraba en los procesos de Moscú, donde el autor empleó el relato de los
padecimientos de su amiga Eva Striker. Striker, que había sido decisiva en el giro hacia la izquierda
de Koestler, fue sometida a interrogatorios durante dieciocho meses, estuvo en aislamiento parte
de ese tiempo y fue expulsada de la Unión Soviética cuando su propio examinador fue arrestado y
encarcelado.

Algunas de las posiciones de Koestler son difíciles de seguir: aunque su crítica al comunismo,
basada en la idea de que el fin no justifica los medios, fue muy influyente, y aunque se opuso al
fascismo, la pena de muerte o el antisemitismo y reivindicó la independencia de pensamiento,
también fue sectario y adoptó muchas posturas extravagantes, como por ejemplo en la ciencia.
Michael Scammell, autor de la biografía más documentada, no cree que una acusación de
violación que Jill Craggie le imputó (y que popularizó una biografía anterior de David Cesarini) sea
cierta. Pero trataba a sus parejas con aspereza, y esperaba que fueran sus cocineras y secretarias.

Trató a muchos de los grandes intelectuales de su tiempo: sintió complicidad con Orwell (que le
reprochaba su tendencia al hedonismo y que pidió matrimonio a la hermana gemela de su esposa
Mamaine) y con Camus. Admiraba a Malraux, discutió con Sartre y tuvo una aventura con Simone
de Beauvoir, que lo leyó y retrató el encuentro en una novela en clave. Walter Benjamin le dio la
mitad de las pastillas que tenía para suicidarse si lo hacían preso; al parecer, Koestler, un suicida
frustrado en serie, las tomó pero no le hicieron efecto. Algunos de sus mejores libros son
autobiográficos, como Diálogo con la muerte. Un testamento español (Amaranto) y sus Memorias
(Lumen).

Arthur Koestler. Nuestro hombre en España es un acercamiento singular y novedoso a un


personaje fascinante: según Freire, un paria, un superviviente, un vagabundo, un hombre dotado
de la infatigable y tempestuosa fe del converso, y también alguien que se colocaba siempre en la
posición menos ventajosa.

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