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El cementerio del pequeño pueblo de

Quito, está como todos los campos santos.


Alexa y Roxana son dos niñas muy especiales e imaginativas. Alexa tiene nueve
años y Roxana diez.
Su distracción es ir al cementerio y jugar entre las tumbas. Se van andando en los
días primaverales, cogen flores silvestres por el camino, que luego ponen en las
tumbas de sus familiares y en las tumbas que ven que no tienen ninguna flor.
Se saben todos los nombres de las lápidas y se juegan entre ellas.
El Día de los Difuntos, ese gran día cuando la mayoría de los familiares se
acuerdan de que tienen un muerto en el cementerio como si no hubiera más días
para visitarlos llegó Carmen, una tía de las niñas, a lavar la lápida y poner flores
frescas. Se quedaron sorprendidas al ver que, en todas las tumbas de sus seres
queridos, había un lirio de plástico sucio y muy feo.
— ¿Quién lo habrá puesto? —comentó a su hija María que le acompañaba.
—No sé, mamá, pero es muy raro. Estas flores no tienen ya color y están muy
feas.
Las dos niñas estaban detrás de una tumba escuchando todo lo que  hablaban su
tía y su prima. Se dieron cuenta, y les dijeron las dos:
—Sepan que las estamos escuchando. Solamente hemos puesto una flor a
nuestra familia.
Carmen y María, se partían de la risa con la ocurrencia de las dos niñas.
En el invierno, suelen ir al cementerio manejando sus bicicletas y se pasan horas
en el.
Un día en el alto del cementerio oyeron un chirrido de puertas oxidadas y se
escondieron detrás de una gran cruz de piedra para ver sin ser vistas. Se
quedaron perplejas.
Un rayo de sol iluminaba la puerta y vieron como salía de ella una sombra blanca
transparente, que se dirigía hacia ellas. Efectos de los rayos del sol, parecía un
fantasma.
Era un niño más o menos de su edad. Pálido como la luna, muy delgado y
envuelto en una humilde sábana. En la mano llevaba un pequeño cuaderno y un
lápiz.
Salieron de su escondite y le preguntaron:
— Tú, ¿qué haces en este cementerio? No te hemos visto nunca y venimos muy a
menudo.
—Vivo aquí, en la cripta.
—Ja, ja, y nosotras vivimos en una estrella.
— ¿Cuántos años tienes? ¿Cómo te llamas?
—Me madre me llama José.
— ¡Que no sabes cuántos años tienes!
Yo tengo nueve y me llamo Alexa, y mi prima se llama Roxana y tiene dies. ¿Por
qué llevas un cuaderno y un lápiz?
—Copio las letras de las lápidas.
— ¿No sabes leer ni escribir?
—No.
— ¿Nos dejas que te ayudemos? Nosotras sabemos, leer y escribir muy bien.
En primer momento José sintió el impulso de negarse —eran sus lápidas ¿no? —
pero enseguida se dio cuenta de que era una tontería y pensó que hay cosas que
pueden ser divertidas sí se hacen a la luz del día y con unas amigas mejor. Así
que contestó.
—Vale.
—Nosotras te enseñaremos. — ofreció Ángela con una de sus mejores sonrisas.
Se pusieron a copiar los nombres que habían en las lápidas y le enseñaron a
juntar
las letras para formar una palabra y a pronunciarlas correctamente.
—Ahora nos tenemos que ir, se hace tarde volveremos otro día.
—No queréis oír mi historia. Me la ha contado mi madre adoptiva.
—Nos gustaría mucho, pero te hemos dicho que es tarde, y si no llegamos a la
hora, saldrán nuestros padres a buscarnos.
—Qué pena. ¿Me prometéis que volveréis? Me gustaría mucho jugar con
vosotras, hace tanto tiempo que no lo hago. Recuerdo que me gustaba mucho el
escondite.
Ángela y Blanca se quedaron un poco triste al ver la cara suplicante de aquel niño.
Pero estaba oscureciendo y tenían que irse a casa. Aunque  volverían, de eso
estaban seguras.
—Adiós, Martín, hasta pronto. —dijeron las dos niñas.
Cuando llegaron a sus casas, las niñas contaron que tenían un amigo que vivía en
el cementerio. Como tienen tanta fantasía, no se lo creyeron los padres.
 Pensaron que sería un amigo imaginario.
Tardaron en volver al pueblo, ya que las niñas vivían en la ciudad y tenían que ir al
colegio. Pero pronto serían las vacaciones de Semana Santa y las pasaban
siempre en el pequeño pueblo.
Estaban deseando ir al cementerio a ver si Martín seguía allí, o había sido una
jugarreta de su imaginación.
En cuanto llegaron, cogieron las bicicletas y se fueron derechitas al campo santo.
El día estaba un poco gris, amenazaba lluvia.
Empezaron a llamar a Martín a gritos, pero al niño no se le veía por ninguna parte.
Se acercaron a la cripta y, le llamaron a través de la puerta. Oyeron una voz de
mujer que les dijo que Martín había salido hacía un rato.
Las niñas no se lo podían creer, se miraron un poco extrañadas.
— ¿Has oído Ángela? ¡Nos ha contestado una muerta!
—No digas tonterías, esto tiene que tener una explicación. Los muertos no hablan.
Martín apareció detrás de un nicho, muy sonriente.
—¡Hola! Creí que no volveríais más, pensé que os había asustado.
—Ja, ja, a nosotras no nos asusta nada ni nadie. —le contestó Ángela.
—Te hemos ido a buscar a la cripta y nos ha contestado la voz de una mujer.
—Sí, es mi madre adoptiva. Os quiero presentar a unos amigos míos. Mirad, este
es Juan y esta es Aurora.
—Ahí no hay nadie ¿te quieres reír de nosotras? —comentó Blanca con mal
genio.
 —Perdonad, es que son invisibles. Ellos sí están muertos.
— ¿Y tú cómo los puedes ver?
—Llevo tanto tiempo viviendo con ellos que he desarrollado muchos más sentidos
que los cinco que dicen que son los normales.
Los amigos de Martín querían jugar con las niñas y no se les ocurrió otra cosa que
tirarles del pelo.
— Pero ¡qué hacéis! ¡Estáis locos!
Cuando os podamos ver, os vais a enterar de lo qué vale un peine. ¡Serán frescos!
—les dijo Blanca muy, pero muy enfadada.
—Discúlpalos, hace mucho tiempo que no ven a otros niños vivos, solamente a
mí.
—Y tú, más que un niño, pareces un zombi. Vamos a hacer una cosa, mañana
vamos a traer sábanas o trapos, lo que encontremos de colores, para que se lo
pongan tus amigos y así por lo menos sabremos dónde están. ¿Qué te parece
Martín? —comentó Blanca.
—Me parece una buena idea.
Al día siguiente aparecieron las dos niñas con trozos de tela que habían
encontrado, uno era rojo, otro verde y otro amarillo. Cuando salió Martín con sus
amigos les puso los trozos de tela y ¡voila! se podía ver dónde estaban. Eran
como medios fantasmas. A los niños invisibles, bueno más bien a los espíritus,
porque eso es lo que eran, les gustó mucho, por fin tenían un traje a medida. Así
que Blanca, Ángela, Martín el medio espíritu, Juan y Aurora espíritus completos
empezaron a jugar, aunque primero las niñas le tomaron la lección a Martín, el
cual había avanzado mucho en la escritura y la lectura.
Blanca y Ángela le habían llevado varios cuentos para que los leyera y a Martín le
habían gustado mucho. Cuando se los devolvió olían a humedad y flores. Después
de ver los logros del niño, se pusieron a jugar al escondite.
En la oscuridad, un espíritu maligno acechaba los jugadores.
Aurora empezó a contar… ronda, ronda quien no se haya escondido que se
esconda.
Martín empezó a contar:
Mis padres eran dos personas muy buenas, trataban de ayudar a todas las que lo
necesitaran. Eran curanderos, o magos, no lo sé muy bien. Un día les llevaron a
una niña que estaba desahuciada por los médicos. Mis padres dijeron que no
podían hacer nada por ella, solamente rezar. Entonces, los padres de la niña se
enfadaron mucho en su dolor y empezaron a correr el bulo de que a su hija la
habían matado mis padres. Y una noche que estábamos durmiendo, prendieron
fuego a mi casa con todos nosotros adentro.
Yo por entonces tenía cuatro años. Me acuerdo porque el día anterior celebré mi
cumpleaños. Me desperté con el ruido de las llamas y salí corriendo. No sabía a
dónde ir y terminé durmiendo en el cementerio. La gente del pueblo había
enloquecido, querían terminar con toda la familia. Estuve sin comer muchos días,
pero no quería salir de aquí por miedo a que me cogieran. Del susto perdí la
memoria.
Gracias a mi madre adoptiva y a sus amigos, he podido ir recuperando algunos
recuerdos.
Por las noches se reúnen todos los muertos, bueno, no todos a charlar de sus
cosas, y un día me vieron allí dormido. Mis padres adoptivos habían muerto los
dos en un accidente de coche. No habían tenido la suerte de tener hijos. Cuando
desperté note un suave calor que me envolvía y me sentí por primera vez que algo
superior me protegía. Lo supe después. Era mi madre adoptiva que me miraba
llena de cariño.  Estuvieron días discutiendo si me adoptaban. Era un humano y no
podía vivir con ellos. Al final como siempre pudo ella y cómo vivían en la cripta que
es muy espaciosa, me llevaron con ellos.
El principio fue duro, pues yo no los podía ver ni oír, solamente notaba su
presencia. Pero con el tiempo y la ayuda de la mayoría de los muertos, aprendí
cómo hablar con ellos y verlos.
Un día bajé por la noche al pueblo para no encontrarme con nadie, a ver lo que
había quedado de mi casa. Era una ruina estaba calcinada y mis padres
convertidos en polvo. No pude recoger nada de nada de mi vida.
Subí llorando, y no quise saber nada de los humanos. Aquí me tratan muy bien y
tengo todo lo que necesito.
— ¿Y qué comes? —preguntó Ángela.
—Todos los días viene una anciana y deja una cesta de comida.
— ¿Cómo es eso? Ella sabe que tú estás aquí.
—Supongo que sí, era una amiga de mi madre. Siempre viene al atardecer para
que no la vean. También deja algo de ropa que tengo guardada. Con la sábana
me encuentro muy cómodo.
Tengo una agradable habitación, me quieren mucho y me cuidan mis padres
adoptivos. Yo también los quiero mucho a ellos también.
Me gustaría aprender a leer y a escribir para algún día poder bajar al pueblo e ir a
la escuela. Ya no me conocerá nadie y podré labrarme un porvenir. Esa es mi idea
y me ayudan muchos mis amigos. Aurora es la niña que murió en brazos de mi
madre. Nos llevamos muy bien. Ella no tiene la culpa de lo que hicieron sus
padres, estaban locos de dolor.
— ¿Qué tal si seguimos jugando al escondite? Pero tened más cuidado humanas.
Ja, ja. Jugaron un rato más, hasta que a Blanca y Ángela se les hizo la hora que
volver a su casa.
—Hasta pronto, volveremos.
Se despidieron de sus nuevos amigos. Qué aventura más espeluznante habían
vivido las dos. Bajaron al pueblo muy contentas. Tenían un gran secreto que
guardar, alguna vez lo contarán porque son unas charlatanas, otra cosa es que las
crean.

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