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Contents

Derechos
Sinopsis
Introducción
La muñeca
El callejón
Noviembre
La semilla arácnida
Tengo un secreto
Escalofrío
Nunca es tarde para conocer al abuelo
La casa
El Necronomicón
El Asesino
1937
Al otro lado de la verja
La fortuna de un hombre
Última lectura
El túnel
Tres alturas
Turno de noche
La nieta
Un beso de buenas noches
La doctora Kanohue
Noche de chicas
La hermana muerta
Cuchara
El último obsequio
La mala empatía
Los susurros de la noche
No cierres los ojos
El final del camino
Maldito traje
La noche de los muertos vivientes
El conjuro
El sabor de la carne
Al otro lado del lago
El sacrificio
Un abrazo es para siempre
El cuadro
Yo
Cordero de Dios
Tempestad en medio de la noche
Hermanos de tinta
Autores
©Todos los derechos reservados
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su transmisión en cualquier
forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el previo aviso y por
escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.720 y
siguientes del Código Penal)
Título: 40 Relatos de Terror
©GrupoLLEC

Sinopsis:

Cuarenta escritores se han unido para escribir los cuarenta relatos que
componen esta antología de terror publicada por el grupo literario Libros,
lectores, escritores y una taza de café (LLEC). Brujas, zombis, fantasmas,
crímenes escalofriantes, casas encantadas…
Los beneficios irán destinados a la Fundación “Hospital amic” de Sant
Joan de Déu de Barcelona para la humanización y apoyo del tratamiento de
cáncer y la leucemia infantil.
Entre ellos participan reconocidos escritores como Enrique Laso, Blanca
Miosi o Mario Escobar, muchas de sus obras han permanecido durante largos
periodos de tiempo en los rankings de los más vendidos de Amazon,
convirtiéndose en auténticos Best-sellers.
También encontraréis escritores independientes que ya se están
consolidando en el panorama literario nacional e internacional, así como otros
que han publicado con editoriales de prestigio.

Una iniciativa del equipo de LLEC.
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Introducción:

Cuando hay buen rollo, a veces las ideas geniales salen sin pensar, de una
forma espontánea, sobre todo cuando esas ideas nacen en un grupo de gente
entusiasta y creativa.
Y esto es lo que ha pasado precisamente aquí; la antología que tienes entre
manos es una iniciativa que ha surgido de la nada en el grupo de Facebook
Libros, Lectores, Escritores y una Taza de Café, como consecuencia de que
«alguien» compartió «algo» en el grupo, seguido de una breve conversación por
whatsapp unos días después y otra publicación en el Facebook.
Así, en esta antología han participado cuarenta escritores -algunos que
están empezando, otros que son bastante veteranos, y algunos que ya incluso
tienen reconocimiento a nivel mundial- que con ilusión han aportado de forma
desinteresada sus cuentos, para que tú puedas disfrutar de esta novela llena de
historias inquietantes y para que los beneficios que se obtengan con las ventas
pueda ser destinado para una buena causa: la Fundación “Hospital amic” de Sant
Joan de Déu de Barcelona.

Por eso, queremos darte las gracias por leernos y por colaborar en esta
iniciativa. Ahora ponte cómodo y disfruta.

Los Administradores de Libros, Lectores, Escritores y una Taza de Café:

Joaquim Colomer Boixés
Lorena Franco
Elisabeth Marrón
Yolanda Martínez
Enrique Vidal
Jaime Blanch

El miedo es uno de los sentimientos más profundos del ser humano.
Intenso, a veces irracional, nos acompaña durante toda nuestra vida y nos ha
hecho imaginar seres y situaciones horripilantes.


La muñeca
Por Enrique Laso

La encontró tirada en el suelo. Parecía como si alguna otra niña la hubiera
olvidado en aquella esquina. Sabía que no estaba bien coger algo que pertenecía
a otra persona, porque de alguien debía ser aquella maravillosa muñeca de
porcelana, con ese vestido negro y azul de hermosos encajes; pero en realidad no
la estaba robando… La muñeca estaba abandonada, y cualquiera podía cogerla
igualmente, o podía estropearse con la lluvia y el viento…
Llegó a su casa y lógicamente su madre le preguntó. Lamentó no haber
preparado una respuesta, y supo de inmediato que sus mejillas le delatarían si
mentía.
—¿De dónde has sacado esta muñeca?
—Me la he encontrado en el cruce de la calle M con la 10. Estaba
abandonada…
—Pero esa muñeca debe de ser de alguna niña. Es una muñeca de
porcelana, lleva un bonito vestido, y parece realmente cara…
Penny puso el gesto con el que sabía solía convencer a su madre, y como
era habitual no le falló esta vez.
—Está bien, te la puedes quedar. Pero si viene alguien preguntando por
ella, o nos enteramos de que por el barrio la andan buscando, se la devolvemos a
su dueña de inmediato.
Cathy pensó que una vez más estaba malcriando a su hija. Pero no se sentía
con fuerzas para contrariarla. Desde el divorcio se había mostrado muy sensible.
Había sido un trauma muy complicado de asimilar para una niña de tan solo
nueve años. En todo caso, si alguien aparecía preguntando por aquella
maravillosa muñeca la devolverían a su legítima dueña y asunto acabado.
Pasaron los días y pronto la muñeca se convirtió en la mejor amiga de
Penny. La llevaba consigo a todas partes: al colegio, al parque, a las
excursiones… Lo mejor de todo era que nadie había preguntado por ella, y por
tanto los temores a tener que decirle adiós se habían disipado casi por completo.
—¿Y esta muñeca? —preguntó Paul, su padre, la primera vez que la vio.
—Me la encontré en la calle. Mamá me ha dejado que me la quede.
Ninguna niña ha preguntado por ella —se apresuró a responder Penny, temerosa
de que su padre pusiera alguna pega.
—No me gusta. Parece que está como enfadada. Y además no te va, es
demasiado… cursi.
Penny miró el rostro de su muñeca y descubrió que había cambiado. Era
cierto, ahora parecía como enfadada. Pero su expresión hasta entonces le había
parecido siempre feliz y sonriente. No le prestó más atención, porque deseaba
seguir con ella.
Esa noche Cathy creyó escuchar voces que provenían de la habitación de
su hija. Estaba demasiado cansada como para levantarse, y no era la primera vez
que Penny se quedaba jugando hasta muy tarde. Pero aquella noche… Le parecía
escuchar una voz… extraña, diferente…
—¿Con quién hablabas anoche hasta tan tarde? —preguntó Cathy a su hija
a la mañana siguiente, mientras desayunaban juntas.
—Con Pat —respondió Penny sin darle mayor importancia.
—¿Con Pat? ¿Quién narices es Pat?
—Mi muñeca —replicó la pequeña, mostrándole a su madre la muñeca con
la que su hija iba a todos lados.
—¿Le has puesto Pat de nombre?
—No. Es su nombre. Me lo ha dicho ella.
Cathy se aproximó a la muñeca y la tomó entre sus manos. La miró
atentamente: parecía cambiada, distinta. De inmediato le provocó una sensación
extraña.
—Bueno, pues preferiría que no hablases con ella. Y mucho menos hasta
tan tarde.
Pero aquel mismo fin de semana volvió a escuchar que su hija hablaba con
alguien en su habitación. Esta vez no pudo conciliar el sueño. La otra voz era
muy peculiar, demasiado diferente a la de Penny como para que pudiera ser una
imitación. Qué diablos estaba sucediendo.
Sin ser capaz de resistirse a la curiosidad, se levantó de la cama y descalza
y caminando muy despacio se aproximó hasta la habitación de su hija y pegó la
oreja a la puerta. Sí, su pequeña estaba hablando con alguien, ¡pero era
imposible que esa otra voz fuera la de Penny! Habría sido capaz alguna amiga
del colegio de acercarse hasta la casa a esas horas y estar hablando con ella a
través de la ventana abierta… Inverosímil, pero no imposible. Desde luego si así
era se iban a enterar las dos. De repente escuchó algo que le hizo estremecerse:
—Tenemos que callarnos: ¡tu madre está espiando al otro lado de la puerta!
«¿Cómo diablos?», se dijo Cathy. Luego se hizo el silencio más absoluto.
Al cabo de algunos incómodos segundos, le pareció oír unos pasos que recorrían
la habitación. Por un momento, aunque pudiera parecer ridículo, Cathy se sintió
algo parecido a aterrorizada. Todo era tan extraño. Sacando fuerzas de algún
singular lugar de sus entrañas, abrió de golpe la puerta. No pudo reprimir un
grito: le pareció que la muñeca, ubicada en una cómoda frente a la cama de su
hija, giraba la cabeza justo en el instante que ella abría la puerta con decisión.
—¡Penny, qué está pasando aquí! —exclamó, fuera de sí.
Su hija le dirigió una mirada sorprendida. Parecía somnolienta, y un poco
asustada.
—Nada, mamá…
—¿No estabas hablando con nadie?
—No. Sólo estaba durmiendo.
Cathy comprobó que la ventana estaba bien cerrada y luego cogió la
muñeca, que ahora parecía un objeto inerte entre sus manos. Pero de nuevo
sintió, creyó percibir, que la expresión de la misma había vuelto a cambiar:
mostraba una mirada decidida, casi desafiante.
—No me gusta esta muñeca. Creo que deberíamos volver a dejarla en el
lugar en el que la encontraste.
—¡No, mamá! Por favor, por favor, por favor… ¡es mi amiga!
Nuevamente sintió que el peso del divorcio se le echaba encima, y que tras
la separación de sus padres no podía negarle a su pequeña, que sufría en silencio,
un objeto, aquella muñeca a la que ella estaba cogiendo manía, que al menos
parecía proporcionarle cierta felicidad a su hija.
—Está bien. Pero no quiero más conversaciones por las noches —
sentenció Cathy, convencida de que su hija sabía más o menos a lo que se estaba
refiriendo.
La semana transcurrió con cierta normalidad, aunque Cathy no podía evitar
pensar constantemente en la muñeca. En Pat. Se había convertido casi en una
obsesión. Pensaba que era una mala influencia para su hija. Y luego estaban
aquellas expresiones. Cuando llegó el fin de semana y Paul, su exmarido, le
comentó que a él tampoco le gustaba, ella vio una puerta abierta.
—Tenemos que conseguir que Penny devuelva la muñeca a su dueña, o que
al menos la deje en el lugar en el que la encontró, en el cruce de la 10 con la M.
—Me parece una idea genial. Como este fin de semana se viene a mi casa,
haremos una cosa: dejaremos aquí la muñeca, para que se vaya haciendo a la
idea —sugirió Paul.
Costó convencer a Penny, que casi se puso a llorar cuando se montó en el
coche de su padre, camino de la casa que tenían a las afueras de la ciudad,
dejando a su querida Pat en su habitación.
—Pat se va a enfadar. Se enfadará mucho con mamá, y seguramente
también contigo.
—Bueno, Penny, ya se le pasará. A fin de cuentas… ¡es sólo una muñeca!
Por la noche Penny telefoneó a su madre, para darle las buenas noches y
contarle todo lo que había hecho a lo largo del día en compañía de su padre.
—Buenas noches cariño. Nos vemos mañana —se despidió Cathy.
—¡Hasta mañana!
Cathy se metió temprano en la cama. Pero pronto se sintió incómoda: sabía
que le costaría conciliar el sueño aquella noche y pensó en tomarse un
tranquilizante. Le sucedía con frecuencia cuando Penny dormía fuera de casa,
aunque fuera en la de su exmarido. Por fin se relajó, pero ya cuando casi se había
quedado dormida le pareció escuchar que alguien susurraba desde algún punto
de la casa. En un primer momento sintió un escalofrío, pero luego se levantó
decidida a espantar al posible intruso. Se llevó consigo el teléfono inalámbrico,
por si hacía falta llamar a la policía, y una pistola de fogueo (le daba pavor tener
una de verdad). Salió de su habitación descalza, caminando lentamente por el
pasillo enmoquetado de la segunda planta. Fue en ese preciso instante cuando
descubrió que los susurros procedían de la habitación de Penny. ¿Cómo podía
ser? Llegó hasta la puerta cerrada, pero no se atrevió a abrirla.
—¿Quién anda ahí? ¡Llamaré de inmediato a la policía! —casi gritó.
Y entonces un silencio sepulcral inundó toda la casa. Esperó un par de
minutos, casi aguantando la respiración. Estaba convencida de que al otro lado
alguien aguardaba. Y afinando el oído le pareció escuchar unos débiles pasos
que recorrían la habitación muy lentamente. Decidida, abrió la puerta de golpe,
apuntando con el arma de fogueo al centro de la habitación. Allí no había nadie.
Un momento: la muñeca estaba tirada en el centro de la estancia, y ella
recordaba perfectamente haberla dejado sobre la cama esa misma tarde. ¿Quién
la había movido? Registró desesperada la habitación, mirando incluso en el
interior del armario y bajo la cama. No había nadie allí. Y de súbito una idea
descabellada se cruzó por su mente. Una idea tan ridícula como terrorífica.
Recogió la muñeca de porcelana del suelo y le miró el rostro. Efectivamente:
había cambiado de nuevo. Ahora mostraba una sonrisa malévola, en la que se
adivinaban unos dientes desiguales y afilados. ¿Estaría perdiendo el juicio?
Colérica, estrelló la muñeca contra la pared. El rostro de porcelana de Pat se
resquebrajó, y quedó marcado por una enorme cicatriz que recorría su cara,
desde la frente hasta el mentón. Cathy, satisfecha, regresó más calmada a su
habitación y se durmió enseguida.
Al día siguiente, a eso de las once, el teléfono sonó en casa de Paul. Era
realmente extraño que alguien le telefoneara en festivo, y pensó que quizá sería
su madre, que deseaba invitarles a él y a su nieta a un asado y a un delicioso
pastel de ciruelas.
—¿Quién es?
—¿Hablo con el señor Paul Rosenberg?
—Sí —contestó realmente intrigado Paul.
—Soy el sheriff del condado… Mire, lamento comunicarle que una vecina
ha encontrado, hará media hora, muerta en su cama a su exesposa. Necesitamos
que se acerque por aquí. Lo siento.
Paul trató, consternado, de obtener algo más de información, pero el sheriff
se negó a facilitársela. Dejó a Penny en casa de sus padres, sin contarle nada a la
pequeña, y se dirigió a su antiguo hogar. Estaba rodeado por una cinta amarilla,
y montones de vecinos y periodistas se amontonaban alrededor de la casa.
Preguntó por el sheriff y de inmediato unos agentes le llevaron al salón, en el
que habían improvisado una especie de despacho para la policía y los CSI.
—Paul, esto va a ser complicado. Nos gustaría que reconociese el cadáver
de su exmujer. Y no es una escena de gusto. Si lo prefiere, podemos esperar a
que acaben los CSI y hacer el reconocimiento esta tarde en el depósito…
—No, no… Deseo ayudar en la investigación. Es que no comprendo
nada… ¿la han asesinado?
—Bueno… Todavía no tenemos el informe forense, pero por el estado del
cadáver… Diría que resulta evidente.
El sheriff condujo a Paul a la planta superior, como si conociese ya la casa
perfectamente. Él arrastraba los pies, hundido, sin llegar a creer que todo aquello
pudiera estar sucediendo en realidad. Y por su mente una idea fija le atosigaba:
¿cómo explicarle a Penny que jamás volvería a ver a su madre? Pero todos los
pensamientos se diluyeron cuando el sheriff le señaló el cuerpo de Cathy,
tendido boca abajo en su cama. ¡Qué diablos era aquello! Su exmujer tenía el
cuello completamente girado, evidentemente destrozado, en sentido contrario al
del resto del cuerpo. Sus ojos inyectados en sangre parecían desbordar las órbitas
que apenas los sujetaban al rostro. Paul clavó las rodillas en el suelo y se echó a
llorar como un crío, desconsolado.
—Lo siento… Entiendo que es su exmujer —susurró el sheriff, posando
una de sus manos en el hombro derecho de Paul.
Él se limitó a asentir entre sollozos. Pensaba que iba a desmayarse cuando
de repente una imagen le sobresaltó: entre sus rodillas y el pie de la cama
descansaba la muñeca de Penny, aquella maldita muñeca. Estaba tendida de lado,
con su perfecto rostro de fina porcelana, y le dirigía una sonrisa de
satisfacción… ¡Sí, le estaba mirando a él, y se complacía por el dolor que el
crimen que había cometido le estaba causando!



El callejón
Por Joaquim Colomer

31 de octubre de 1986

El asesino en serie Jack Brooks, corría desenfrenadamente por las calles de
Londres. Dos policías le pisaban los talones tras su último homicidio: había
desmembrado a su última víctima para utilizar sus órganos en un rito de magia
negra.
El asesino se escabulló por un estrecho callejón pasando por debajo de un
arco de media luna compuesto por unas lúgubres piedras antiguas. Sin embargo,
para él sería un callejón sin salida, dos policías más le esperaban al otro lado.
—¡Detente! —gritó uno de los agentes.
Jack, al verse acorralado, cayó de rodillas y levantó las manos.
—Después de las atrocidades que has cometido solo mereces la muerte —
dijo el policía mientras se aceraba a él y le disparaba en el pecho.
Pero Jack sonrió.
—La muerte solo es temporal; juro que volveré —respondió antes de cerrar
los ojos.

31 de octubre de 2016

La sombría madrugada había caído sobre Londres. Josef regresaba con su
novia Lucy de una fiesta de Halloween y atravesaban una zona del casco
antiguo.
—¿Sabes que hace muchos años mataron a un sanguinario asesino cerca de
aquí, Josef? —Él la observó con escepticismo—. Cuentan que desde entonces,
en Halloween, aparece su alma por uno de estos callejones.
—¡Bah! Tonterías. —Sacudió la cabeza—. Ya sabes que no me dan miedo
estas leyendas urbanas, son absurdas, inventadas solo para asustar a ignorantes.
Se detuvieron ante un estrecho callejón poblado de una densa niebla que no
dejaba ver el otro lado de la calle.
—Mira, algún imbécil que está intentando asustarnos —apuntó Josef.
Lucy contuvo un grito al ver aparecer la figura de un hombre de piel
pálida. Llevaba la cabeza rapada y sus ojos oscuros, como dos pozos negros sin
vida, conjuntaban con una nariz aguileña, boca torcida y ropaje negro. Era
siniestro.
—Te estaba esperando —dijo el desconocido con la voz enronquecida y
mirando a Josef.
—¿Nos conocemos? —preguntó el aludido—. Por cierto, bonito disfraz —
soltó una risotada.
—¿Te atreves? —Con un gesto de la mano le indicó que se acercara.
—¿Atreverme?
—Sí, a cruzar el callejón del miedo. Antes te he oído decir que no temes
las leyendas. Demuéstramelo. —Mostró sus asquerosos dientes amarillos con
una desagradable mueca.
Josef inclinó la cabeza hacia Lucy y sonrió con incredulidad.
—En seguida vuelvo.
—¡No vayas! ¡Por favor! —suplicó ella asustada aferrando el brazo de
Josef.
—Es un momento. —Le apartó la mano.
Josef caminó, decidido, y entró en el callejón. Un escalofrío recorrió todo
su ser al ver que la niebla no había invadido esa zona. Contempló las lúgubres
piedras antiguas de las paredes, las telarañas campaban a sus anchas por el techo,
y nacían tétricos hierbajos bajo sus pies que se enredaban en sus zapatos. De
repente, empezó a brotar sangre de las juntas y unos perturbadores chillidos
resonaron por todo el pasaje.
—¡Qué es esto! —vociferó con el horror plasmado en su rostro.
Se volvió para regresar junto a Lucy, pero cuando intentó atravesar la
niebla que tenía delante, impactó contra algo sólido, un muro invisible.
—¡Lucy, ayúdame! —chilló, poseído por el pánico. Se dio la vuelta y
volvió a ver al extraño hombre que le había invitado a entrar—. ¿Quién
demonios eres? —Josef irguió la cabeza con agresividad y nerviosísimo.
—Me llamo Jack Brooks y hace treinta años que me asesinaron justo en
este lugar —dijo. Sacó su mugrienta lengua y se relamió—. Voy a ser benévolo y
te diré la única forma con la que cuentas para hallar una salida: solo tienes que
cruzar este terrorífico callejón y llegar al otro lado, de lo contrario, morirás.
—¿Co-como dices? —tartamudeó preso del miedo.
—¿Y ahora? —Jack se acercó más a su víctima, salivaba sangre— ¿Tienes
miedo, JOSEF? —vocalizó, moviendo los labios de forma aterradora.
Josef se puso a correr hacia el otro lado del callejón. Se topó con cuerpos
mutilados que colgaban ahorcados y le tiraban del pelo con dedos huesudos y
pálidos y lo arañaban con sus roñosas uñas negras. El suelo estaba bañado en
sangre y las carcajadas de aquellos desalmados resonaban por todo el lugar.
Entre chillidos de desesperación y golpeando cuanto se ponía en su camino,
Josef logró llegar al final. En ese momento, una ráfaga de luz impactó contra su
cuerpo.
Aturdido, Josef abrió los ojos y un gemido de espanto salió del interior de
su garganta al ver su cuerpo tumbado a su lado.
—Debo darte las gracias, Josef —dijo Jack—. Mi alma ha ocupado tu
cuerpo mortal. Pero tranquilo, tú también tendrás la oportunidad de volver a la
vida, solo tienes que esperar hasta el 31 de octubre para convencer a otro infeliz
y que cruce este callejón. Yo he tardado 30 años en salir, a ver cuánto tardas tú
—soltó una risotada—. Me voy con tu chica.
—¡Lucy, no vayas con él!
—Como te decía, cariño: leyendas absurdas para asustar a ignorantes —
comentó mientras se volvía hacia Josef y le guiñaba un ojo a su sucesor.
Jack Brooks acababa de cumplir su promesa: volver a la vida para seguir
matando.


Noviembre
Por Marah Villaverde

La ciudad se ha despojado ya del bullicio de las miles de almas que la
pisotean a diario, y solo el cadencioso claqueteo de sus tacones perturba el
silencio de las calles vacías. Atraviesa el parque con cautela, resguardándose
entre las sombras, mirando por encima del hombro a intervalos regulares como
si temiera ser descubierta. Cuando por fin adivina su silueta, a lo lejos, acelera el
paso.
No puede ocultar que está demasiado nerviosa y reconoce, con una
punzada de remordimiento, que jamás conseguirá enterrar el deseo. Los labios
rojos, los tacones cuatro centímetros más altos de lo habitual y su perfume
favorito evidencian que ni el argumento más sólido del mundo es capaz de
desunir el vínculo entre dos pieles que se llaman.
Por fin puede estar a su lado de nuevo, aunque tenga que ser así, a
escondidas, aunque nunca sea suficiente y aunque el peso helado de la culpa siga
formando una bola de plomo en su estómago cada vez que vuelven los
recuerdos.
Él ya la espera en el banco junto a la valla.
—Hola, preciosa. Me han dejado escaparme.
—Tan guapo como siempre —responde ella, con la voz medio quebrada y
una sonrisa que encierra toda la tristeza del universo.
—Eso que traes… ¿Es lo que yo creo?
—No podría olvidarlo ni en mil vidas —sonríe orgullosa alargándole el
vaso—. Es del sitio que te gusta. Doble, con nata, canela y tres de azúcar.
Él lo coge entre sus manos, retira la tapa de plástico y aspira
profundamente el aroma antes de dar el primer sorbo.
—No sabes cuánto echo de menos el café.
—¿Y a mí?
—Tonta… A ti te echo de menos más que a nada en el mundo. Como si no
lo supieras.
Él alza la vista, la mira, sonríe, se abrazan, se besan. Un beso largo, tan
profundo como para que cada uno pueda decir al otro todo lo que ya nunca se
atreverán a decirse en voz alta.
Ella mira al suelo, buscando las palabras, y se mordisquea el labio antes de
empezar a hablar.
—Escucha… tengo que decirte algo.
—No es necesario, cielo.
—Sí, sí lo es. No sabes cuánto te echo de menos… Ya sé que lo que pasó
fue culpa mía, pero cada día que pasa me arrepiento más de todo aquello. Yo te
quería, y te sigo queriendo. Si pudiera…
—No —corta él—. No se puede dar marcha atrás al tiempo. No importa,
sabes que yo también te quiero.
—No sé qué me pasó. No era yo, me dejé llevar por el miedo, tú sabes que
no soy así, que jamás…
—Lo sé. No importa, preciosa. En serio, lo entiendo. Tenías que hacer una
elección, y la hiciste. Él se quedó contigo, y todo lo demás ya no importa.
—¡Pero yo te quiero! —grita ella. Dos gruesas lágrimas ruedan por sus
mejillas—. Yo… Quiero estar contigo —dice por fin, y le abraza fuerte, tan
fuerte como un niño perdido abraza a su peluche favorito.
—No llores. No quiero que llores —dice él. La cubre de besos y entierra la
nariz en su pelo—. No lo hagas más difícil —susurra—. Estaremos juntos. Te lo
prometo.
Sus últimas palabras, suaves y reconfortantes como un bálsamo, consiguen
que sonría. El mundo a su alrededor desaparece por completo y, como si fueran
los dos únicos habitantes de un islote perdido, cálido y perfecto, hablan, ríen,
pasean, toman café y se besan como dos adolescentes, estirando hasta el infinito
los pocos minutos que el universo les concede cada demasiado tiempo.
—Preciosa, hemos de irnos. Casi es mi hora de volver, y no quiero que te
echen en falta en casa.
—¿Ya…? —dice ella, echando un vistazo a su reloj.
—Lo siento. Ya sabes que…
—Claro. Te echaré de menos —dice ella tratando de sonreír, incapaz ya de
luchar contra lo inevitable.
—Nos vemos pronto. Cuídate, ¿vale? —susurra, estrechándola entre sus
brazos—. Te quiero.
Ella le besa una última vez y, cabizbaja, da media vuelta y camina
lentamente hacia la salida. Sabe que él se quedará mirándola hasta que
desaparezca, y hace un esfuerzo para no girar la cabeza y volver a encontrarse
con sus ojos. Por un momento, quisiera poder retroceder el tiempo y cambiar las
cosas; quisiera haber sido ella quien sintió el frío de la hoja en la garganta, quien
vio con horror la traición y la cobardía en los ojos de la persona que más amaba.
Ojalá el cuerpo que siluetearon con tiza hubiera sido el suyo. Ahí habría acabado
todo, y no tendría que pasar el resto de su vida soportando la losa de la culpa en
las entrañas. «Odio las despedidas», piensa mientras, con un último y amargo
paso, cruza la puerta del cementerio que no volverá a pisar hasta el siguiente uno
de noviembre.


La semilla arácnida
Por Elisabeth M.S.

Lucas logró llevar aquella relación al siguiente nivel, algo que deseaba
desde que posó sus ojos en una preciosa mujer llamada Elena: joven, morena y
con unas caderas bien marcadas.
Llevaba días viéndose con ella y cautivándola con regalos, palabras y
alguna caricia, hasta que llegó el día en el que culminó aquel ritual. Al fin había
logrado su objetivo; su único propósito con ella.
—Ya está hecho, mi señor —pronunció con los ojos cerrados al salir del
piso de la joven.

Elena se despertó debido a un cosquilleo y quemazón bajo su vientre, sintió
movimiento dentro de su interior junto a unas náuseas que la obligaron a
levantarse de la cama y mirar la hora: solo eran las cuatro de la mañana.
Fue hacia el baño para refrescarse y mirarse al espejo para convencerse de
que todo estaba como siempre, pero el ardor empezaba a esparcirse
progresivamente; cada vez era más intenso donde empezó y se extendía por el
resto de su cuerpo. Lo mismo le sucedía con las náuseas, que se convirtieron en
unas ganas de vomitar tremendas.
Mojó su cara con agua fría durante un buen rato para aliviarse, pero sin
lograr una mejoría.
De repente un pinchazo la atravesó del ombligo a la tráquea, obligándola a
encogerse por completo en el suelo del baño. Pudo sentir como en esa sensación
espeluznante, que había experimentado segundos antes, se había instalado el
cosquilleo y ardor que se inició en su bajo vientre. El miedo, el terror y la
desesperación la bloquearon por completo, estaba totalmente paralizada por el
pánico.
Pero pronto su cuerpo se vio obligado a moverse; las ganas de devolver
fueron más intensas y tanteó el suelo del baño con sus manos para acercarse al
inodoro y vomitar. Abrió la tapa y colocó sus manos alrededor de la cerámica
para sujetarse con fuerza, apenas se mantenía en pie. Esa vez, lo que se conoce
como arcada, fue muy distinta a las otras veces que las había sufrido; el maldito
ardor y cosquilleo que estaba atravesando su cuerpo por completo había llegado
hasta su garganta para abrirse paso al exterior, y aquello sí que fue espeluznante
cuando Elena vio el líquido que había expulsado de su interior: una mezcla de
bilis amarilla con unas bolas diminutas negras que dejaban a su paso un rastro
del mismo color. ¿Qué era eso? ¿Qué había comido? Estaba claro que algo le
había sentado mal.
Tiró de la cadena y se sentó en el suelo otra vez, pero esta vez apoyándose
en la pared para poder tranquilizarse y respirar tranquila. Se convencía a sí
misma de que solo era una indigestión, nada más. A pesar de que la quemazón
seguía en su interior, logró calmarse un poco.
Sin tener los ojos cerrados del todo, tuvo la sensación de haber visto algo
moverse en el inodoro; creyó que se trataría de la vista borrosa típica de las
bajadas de tensión después de hacer tanto esfuerzo, pero al ver que persistían
unas manchas negras diminutas en el retrete fijó su turbia visión en él. Y algo se
estaba moviendo allí y se dirigían hacia ella.
Empezó a arrastrarse hacia atrás por el suelo, pero aquellas pequeñas y
aterradoras criaturas se aproximaban hacia ella a gran velocidad. Ella con los
pies intentaba apartarlas e incluso matarlas; pero lo único que consiguió fue que
se engancharan a su piel. La respiración y los gritos de la joven se agitaron, pero
más se exaltó cuando sintió como al paso de esas diminutas alimañas se le
desgarraba la piel y se formaba un reguero de sangre: la estaban devorando.
Ella, entre gritos y lágrimas, intentaba quitarse con las manos esa especie
de arañas de las piernas. Algo que fue imposible, ya que a medida que se
alimentaban de su sangre, más grandes se hacían.
Volvió a sentir el mismo pinchazo que la dejó bloqueada minutos antes,
esta vez en su bajo vientre; pero fue mucho más intenso y acompañado de un
crujido aterrador en su pelvis. ¿Qué narices estaba pasando? Se sentía totalmente
perdida y enloquecida, hasta que sintió, una a una, la salida de cada una de
aquellas diminutas arañas por su matriz, rompiendo su ropa y esparciéndose por
todo su cuerpo a medida que iban saliendo, devorándola por completo por fuera
y por dentro, hasta que no dejaron ni un trozo de carne en aquel aseo.

Lucas esperaba en un callejón fumándose un cigarrillo mientras sujetaba
una urna negra. Cuando vio a la primera araña salir por una tubería abrió el
recipiente en el suelo y, en un minuto, todas se instalaron en aquel envase. La
cerró para entregársela a su Amo y encomendar así su deuda con él: librarle de la
muerte y vivir eternamente en el mundo de los mortales como un joven atractivo
y arrebatador, pero incapaz de engendrar un ser humano, solo esparcir una
semilla arácnida que depositaba en el cuerpo de una joven cada año, para así
sacrificarla.
Caminó hasta el portal que se abría cada 31 de octubre y dejó la oscura
urna enfrente de aquella puerta lumínica y estremecedora; invocando al Señor.
Éste no tardó en aparecer, rodeado de humo negro y rojo, para hacerse con su
dádiva: una joven hermosa arrebatada del mundo de los mortales para poder
llevar a cabo sus deseos y caprichos más oscuros.
Un pacto de sangre ancestral para no arrebatar más vidas mortales; con las
que llevar a cabo sus prácticas más oscuras y temibles.

Tengo un secreto
Por Roxana Bugaiciuc

La oscuridad se acercaba a pasos agigantados, cubriendo poco a poco la
pequeña ciudad.
Ya es hora de cerrar la biblioteca pública, pensé alegre. Trabajaba aquí
como bibliotecario desde hacía muchos años, hasta la consideraba mi segunda
casa. Las horas pasaban volando entre las estanterías, y el constante flujo de
personas me mantenía ocupado lo suficiente como para no aburrirme.
Todas las luces empezaron a apagarse poco a poco cuando vislumbré un
leve movimiento al fondo de la sala. Curioso, me acerque despacio, mirando
entre las estanterías; sin embargo, la oscuridad me impedía ver más allá.
—¿Quién anda allí? —pregunté.
—Tengo un secreto, tengo un secreto.
La voz era áspera, parecía más bien un susurro que se repetía sin cesar.
—¿Esto es una broma?
Retrocedí unos pasos, inseguro. Sin darme cuenta, me choqué con alguien
que estaba detrás de mí. Di un brinco.
—Oh, lo siento mucho —soltó sonriendo mi ayudante—. Como vi que no
habías salido pensé esperarte.
—Gracias, ¿has oído eso?
—¿El qué? —Preguntó, confusa.
—No sé, me pareció escuchar a alguien hablar al fondo de la sala. —Me
rasqué la cabeza mirando en la misma dirección que antes.
—No te preocupes —replicó ella con una sonrisa extraña en el rostro.
Tengo un secreto.
—¿Cómo? —Me volví perplejo, con los ojos como platos.
—Que no te preocupes, cerraré yo la biblioteca —explicó divertida—.
Seguro que tu esposa te está esperando, ya es tarde, ¿no crees? ¿Estás bien? —
Preguntó, preocupada.
—Sí, sí, muy bien... Será el cansancio, que ya llevo unos días sin dormir
bien. Ten cuidado, ¿vale? Hay mucho pervertido por allí suelto.
Y con esas palabras salí corriendo del trabajo para coger el medio de
transporte. Aunque me encantaba ser bibliotecario, vivía un poco lejos; sería un
auténtico suplicio volver andando tanto trayecto.
Cuando por fin conseguí subir al autobús, estaba medio desmayado por la
fatiga.
El conductor me regaló la misma sonrisa extraña que mi ayudante me
había brindado anteriormente.
—Buenas noches —murmuré fatigado.
—Buenas noches —contestó el conductor—. ¿Sabe?... Tengo un secreto.
Le observé durante un largo momento.
—Señor —volvió a decir—, son 1 euro con 20. No tengo todo el día.
—Sí, claro —balbuceé confuso, sudando a mares.
El autobús estaba sumido en la penumbra, con pocos pasajeros que me
estaban observando con fijeza. Se pusieron el dedo índice en los labios, imitando
el gesto del silencio. Ladearon la cabeza y sonrieron al mismo tiempo.
Atónito, quedé paralizado, ¿qué estaba pasando? Me volví hacia el
conductor, que me estaba devolviendo la mirada exasperado.
—Señor, no puedo poner el bus en marcha si no está sentado —soltó, con
toda la paciencia que le quedaba—. ¿Está usted bien? —preguntó con falso
interés.
—Sí, perdón. Ha sido un día largo, ya me entiende.
Di la vuelta y todo parecía estar normal. Nadie me prestaba la menor
atención. Qué raro, pensé. Toqué mi frente para ver si tenía fiebre, me estaba
volviendo paranoico.
Cuando por fin llegué a casa, sentí alivio.
—Cariño, ¡ya estoy en casa! No te vas a creer el día que llevo.
Subí impaciente las escaleras, entré en el dormitorio y le di un beso. —
Pensé que me volvía loco —seguí entre risas, dándome un leve golpecito en la
frente con la mano—. Qué tonto soy. Será por culpa de la falta de sueño... No te
preocupes.
Cansado, me quité la ropa y entré rápido a la ducha. Tenía una sensación de
suciedad por todo el cuerpo. A medida que me duchaba, el gran espejo que tenía
en el baño empezó a empañarse.
Nada más salir, horrorizado, vi escritas en el espejo las mismas malditas
palabras que me habían estado persiguiendo desde antes de salir del trabajo.
Tengo un secreto.
Salí corriendo del baño para ver si mi esposa estaba bien. No había sido
ella; hice un recorrido por toda la casa acompañado de mi bate de béisbol que
tenía preparado para posibles sorpresas desagradables. Nada.
Como era de esperar, no pude pegar ojo en toda la noche, cualquier ruido
me hacía sobresaltar, como un conejo asustadizo. Así pasé la noche entera; por la
mañana, por supuesto, estaba agotado.
Una vez más, salí corriendo de casa, con el reloj avanzando en mi contra;
sin embargo, no pude llegar demasiado lejos. Susana, la mejor amiga de Claire,
mi esposa, empezó a perseguirme a gritos.
—Matt, espera, ¡quiero hablar contigo!
—Lo siento, Susana, no tengo tiempo, quizá más tarde.
—Será solo un minuto. Hace unos días que no veo a Claire, ni ha dado
ninguna señal, quiero saber si está bien —exigió.
Nunca nos habíamos gustado, acostumbrábamos a evitarnos y hablar lo
justo, por tanto, su forma brusca de abordarme me dejó desconcertado.
—Está muy ocupada con su nuevo libro. Ha estado escribiendo todos estos
días, sin prestar atención a nada más. Ya sabes cómo es —solté de mala manera,
igualando su tono.
—Me da igual —respondió, y se acercó hasta chocar su nariz con la mía—.
¡La quiero ver!
Mi mal genio amenazaba con salir a la superficie; sin embargo, intenté
calmarme. Inhalé y exhalé unas cuantas veces.
—Muy bien. Si tanto quieres hablar con ella ven a nuestra casa esta noche,
sobre las 22 horas. Antes no va a poder, como te he dicho, trabaja mucho. —
Esbocé una sonrisa forzada, a ver si así me podía librar de ella.
—Vale, allí estaré —murmuró entre dientes. Y así, sin más, se dio media
vuelta y desapareció por donde había venido.
Lamentablemente la suerte no me acompañaba, era más que evidente. No
solo llegué tarde al trabajo, si no que me tiraron café hirviendo encima. Las
mismas palabras me perseguían sin descanso.
—Oye —llamó la atención mi ayudante—, ¿has leído ese nuevo libro?
—¿Cuál? —pregunté, distraído.
—Se llama «Tengo un secreto», está muy de moda.
Me quedé parado, dejando de lado lo que estaba haciendo.
—Perdona, ¿me puedes repetir el nombre? —Esperaba no haber escuchado
bien lo que acababa de decir.
—Estás muy ido últimamente. Como te estaba diciendo, el libro se titula
«Tengo un secreto», aunque no creo que te llame demasiado la atención. Va de
un hombre de negocios que...
Dejé de escuchar su parloteo y enseguida me sentí mejor. Eso debía ser, ¡lo
había estado escuchado anunciado por varios medios!
Suspiré aliviado. Seguí trabajando, sin hacer caso a esas palabras. Como
también dejé de hacer caso al monstruo que aparecía en el espejo de mi baño
susurrando, arrastrando aquellas mismas palabras.
Estaba muy animado. Ni siquiera la presencia de Susana delante de la
puerta de mi casa consiguió borrar mi enorme sonrisa.
—Entra, querida —le dije siendo todo un caballero.
Ella se quedó sorprendida por mi actitud, pero no dijo nada al respecto.
—Claire —chilló nada más entrar.
—Ten paciencia, está encerrada arriba en el cuarto, ya sabes, trabajando.
Ahora subo y le diré que baje. Ponte cómoda en el salón. Dicho esto subí las
escaleras de dos en dos.
Poco después bajé y la encontré caminando de un lado a otro.
—Bajará en 15 minutos, dijo que quiere ducharse antes, para estar
presentable. ¿Te hago un té mientras esperas? —le sonreí con amabilidad.
—Sí, gracias. —Se sentó en el sofá, alisando su vestido casi
obsesivamente.
Volví a los 5 minutos con dos tazas humeantes. Dejé una delante de ella y
me senté en frente suya.
—¿Cómo estás? Ya sé que no somos amigos ni nada parecido —dije
dándome pequeños golpecitos en la barbilla—, pero creo que por el bien de
Claire deberíamos intentar serlo. Cambié de opinión con respeto a ti hoy, al ver
la preocupación que sentías por ella.
Dio unos cuantos sorbos al té, y se quedó reflexionando pensativa.
—Vale. Aunque antes de ir más lejos con nuestra amistad —dijo en tono
sarcástico—, me gustaría saber su opinión sobre este asunto. La verdad es que…
Intentó dejar la taza sobre la mesa pero no lo consiguió. Resbaló de sus
temblorosas manos, cayendo al suelo con un pequeño estruendo. —Yo...
No pudo terminar bien la frase. Me miró con el rostro pálido, sus
movimientos eran los típicos de un borracho.
—¿Quee meee hasss heeechooo? —consiguió arrastrar las palabras.
—Oh, no te preocupes, cielo. Verás, como mencione antes me gustaría
mejorar nuestra amistad; sin embargo, para ayudar a llevar a cabo dicho
propósito te he drogado un poco...
Silbando fui y abrí el armario, de donde saqué varias cintas adhesivas junto
con unas esposas, y cuerda.
Ella se precipitó al suelo como un peso muerto, intentando arrastrarse hacia
la salida.
—Oh cariño, no te molestes.
Le puse el pie en la espalda impidiendo su avance.
—En el fondo todo esto es culpa tuya. Le dijiste a Claire que ¡no
estábamos hechos el uno para el otro! ¡Si somos perfectos! —Reí entre dientes
—. Y, como la quiero tanto, quiero que tenga compañía mientras yo esté
trabajando para mantenernos.
Le tapé la boca con la cinta y le esposé las manos, aunque para los pies
utilice cuerda. Poco a poco la fui arrastrando hasta el dormitorio principal, donde
nos esperaba Claire.
—¡¡A que es preciosa!! —susurré con los ojos brillantes. Mi esposa yacía
en la cama vestida con un precioso vestido rojo sangre. Estaba igual de guapa
que el día que la maté.
—Tuve que embalsamarla, ya sabes —le expliqué contento—. Seguirá así
de preciosa para siempre.
Casi se me salían las lágrimas de alegría.
Susana intentó gritar, en vano, la cinta le impedía soltar más que unos
breves gruñidos histéricos.
—Y yo que pensaba que habías descubierto mi secreto. ¡Si soy el hombre
prefecto!
Me acerqué a la mesilla de noche y saqué un cuchillo grande, comprobé la
hoja, perfecta para cortar.
—Bueno cielo, ahora estaremos los tres juntos para siempre, para que veas
que en el fondo te aprecio mucho.
Luchó en vano, ya no tenía apenas fuerzas. Lentamente la cogí por los
hombros y la arrastré de nuevo, pero esta vez al baño.
—No queremos manchar el suelo, ¿verdad? —murmuré, y le di un beso en
la frente mientras cerraba poco a poco la puerta.
Lo que pasaba entre las cuatro paredes de mi casa, se quedaba aquí para
siempre.

Escalofrío
Por Eduardo Martínez-Abarca

¿Nunca habéis sentido un escalofrío en el cuello al notar algo a tu espalda
y que te hace volverte de golpe para suspirar aliviado porque es tu novia o el
vecino? A mí me ha ocurrido muchas veces. Cuando llevo mucho rato en
silencio, solo, o porque pienso cosas raras.
Lo que nunca me había pasado es notar en la nuca ese escalofrío de patas
correosas y peludas que mi mente inventa y volverme y no encontrar nada ni a
nadie. ¿El viento frío? No, no era eso. ¡A pleno sol de pleno verano y la carne de
gallina! Sigo andando por la calle vacía. Sí, está vacía. No hay nadie. Normal. A
esta hora… Otra vez esa sensación en el cuello. No voy a volverme. No soy un
idiota miedoso. No sé si oigo algo detrás de mí. Allí en la esquina que está a
pocos metros corre un líquido oscuro, casi negro. Me paro. ¿Voy a mirar? Algo
rasposo suena por ahí delante. Una leve corriente de aire en la oreja izquierda.
Como cuando alguien te susurra. Me giro, no puedo evitarlo. Nada. El sonido
rasposo es más intenso, justo al otro lado de la esquina. Sé que es una bobada
pero me doy la vuelta y camino rápido. La respiración se me atasca. Miro hacia
atrás. Nada. No ocurre nada. Soy un idiota. ¡Si alguien me viera! Casi he llegado
a la otra esquina. Me paro. Escucho. Sí. Otra vez ese sonido de tela con piedra o
hueso con tierra o carne con… ¿Y ahora? Piensa. Respira. ¡Ya sé! Cruzaré la
calle. Eso es. Por la costumbre miro a un lado y a otro aunque no pasa nadie.
Nadie aparece en las esquinas de la acera de enfrente. Ahí hay una tienda.
¿Estará abierta? ¡Sí! Una campanilla me anuncia pero nadie sale a atenderme.
Me apoyo en el mostrador. Respiro. Maldito escalofrío. Malditas patas correosas
y peludas. A mi espalda suena la campanilla y me vuelvo para suspirar aliviado
como siempre. Pero esta vez no. Esta vez se acabó.


Nunca es tarde para conocer al
abuelo
Por Jordi Bertrán

Cuando Pol recibió la noticia del fallecimiento de su abuelo paterno, un
perturbador sentimiento se apoderó de él: la indiferencia. No sentía nada.
A sus once años entendía que algo no debía funcionar bien en él. Rebuscó
en su interior, se hubiese conformado con hallar un simple remedo de emoción,
pero fue en vano. La pérdida de un abuelo debía traer consigo lágrimas y
aflicción, frustración y rabia. En cambio, él solo asintió con la cabeza a su dolido
padre y le abrazó fuerte, aunque no tanto para consolarle como para ocultar la
total inexpresividad en sus facciones.
Aquella misma noche, cuando su madre subió a darle las buenas noches y
asegurarse que ya no necesitaba un cuento para conciliar el sueño, Pol, a su
manera torpe e infantil, le transmitió sus preocupaciones. Le habló de Alberto,
un compañero de colegio que meses atrás había perdido a su abuelo, y del que
recordaba sus lágrimas, el nudo en el estómago, su mirada perdida... síntomas
que Pol creía que debía estar experimentando él también, y no era así.
Los labios de su madre esbozaron una sonrisa que no consiguió extenderse
a su mirada. Se sentó a un lado de la cama y, retirándole el mechón rebelde de la
frente a su hijo, le habló con palabras tranquilizadoras.
—Las personas lloramos la pérdida de quienes amamos, es una reacción
lógica cuando lo que tanto queremos, ya no está. Alberto lloró la muerte de su
abuelo porque, para él, era una figura cercana que dio y recibió amor. Vosotros,
tú y Mireia, no conocisteis a los padres de tu padre. A eso mismo me refiero,
cariñito. No debes preocuparte por no sentir pena por la muerte de alguien que
nunca viste, que nunca sentiste.
—Y ¿por qué nunca fuimos a verlos? No vivían tan lejos.
—No, no vivían tan lejos —reconoció su madre —Pero a veces la lejanía
no se mide en kilómetros, sino por lo que hay aquí —golpeó cariñosamente el
pecho de Pol que, no obstante, la miró con expresión rara. Ella sonrió—. Ya sé lo
que debes pensar: esta madre mía a veces habla de forma extraña.
—Mmm… a veces, a veces... diría que bastante a menudo, mami.
—¡Pero bueno!
Pol se encogió ante el ataque de cosquillas de su madre.
—¿Vas a estar bien? —preguntó ella cuando sus risas se apaciguaron.
—Sí, mami. Solo una pregunta más.
—Claro, amor.
—El abuelo... ¿era malo?
Su madre lo miró con cierta tristeza. Suspiró.
—Digamos que no era una buena persona —dijo —Pero era el padre de tu
padre, y solo por respeto a él deberíamos dejar de hablar sobre este asunto. No te
importa, ¿verdad, cielo?
Pol negó con la cabeza.
Le dio un fuerte beso a su madre en la mejilla.
—Te quiero, mami —le dijo, y fue cómo un bálsamo para ella. La dureza
en sus ojos perdió consistencia, y hasta sonrieron.
—Y ahora voy a ver a tu hermanita —le susurró con un mohín divertido en
sus labios —.Al menos ella sí querrá que le lea un cuento.
—Oh mama, me gusta mucho que me leas cuentos —Pol empezó una
parodia de protesta—, pero es que pronto cumpliré los doce. A ninguno de mis
amigos del cole les leen cuentos a los doce años.
—Eso es lo que te dicen, porque les avergüenza. Contar cuentos nunca
debe estar sujeto a la edad.
—¿Le lees cuentos a papá?
Su madre no pudo evitar reír ante semejante ocurrencia, y tuvo que darle la
razón a su hijo. Le envió un beso desde la puerta y la cerró.
El sueño se presentó pronto, y Pol le invitó a pasar con una sonrisa
bobalicona en sus labios. Pero antes de caer en el profundo pozo, un instante de
duermevela hizo emerger un recuerdo. El de la única ocasión que había hablado
por teléfono con el abuelo Elías. De aquello hacía cuatro años. Todo lo que su
abuelo le dijo había resultado desagradable, casi obsceno. Pero fue lo último que
escuchó lo que provocó que el cerebro de Pol encerrase bajo llave dicho
episodio. Y ese recuerdo estalló ahora en su memoria.
—Tú y yo nos vamos a conocer muy pronto, guapito, vaya que sí. Y ni la
zorra de tu madre podrá impedirlo.
Se durmió

El oscuro pasillo por el que avanzaba era largo. Tanto, que Pol no
alcanzaba a adivinar su final. Le pareció que se encontraba dentro de un espejo,
y el pasillo se veía reflejado hasta el infinito. Una música extraña llegaba hasta
él desde una distancia infinita, una música de gramófono.
Había alguien detrás suyo. Se detuvo. Se dio la vuelta y la vio. Era una
figura plantada en medio del pasillo, observándole.
—¿Hola? —dijo Pol tímidamente. Pero la figura no respondió. Lucía unos
cabellos blancos muy lacios que le caían sobre su pecho.
Presa de un terror indefinible, Pol apretó el paso, pero sentía cerca la
presencia de aquella aparición. Se detuvo y volvió su cabeza. La figura seguía
ahí, le pareció que a la misma distancia de él.
—No sigas —oyó que le decía.
—¿Quién eres? —preguntó Pol, aunque no estaba muy seguro de querer
averiguarlo.
—Eso no importa. No sigas. Debes despertar ahora, pequeño Pol.
—¿Despertar? ¿Estoy soñando?
—No es un sueño. Es SU sueño. No debes permitir que te atrape.
—¿De quién hablas?
—De tu abuelo.
—Tú... ¿eres mi abuela?
—Él me hizo daño —El dolor con que pronunció esas palabras estremeció
a Pol —. Me encerró. No debes mirarle a los ojos. Sus ojos tienen algo
diabólico. Te encerrará como hizo conmigo, si le miras a los ojos. ¡Debes
despertar ahora!
Una sombra cruzó junto a Pol con un suspiro helado, abalanzándose sobre
la figura de su abuela, rodeándola y arrastrándola a las tinieblas informes y
remotas.
Su abuela no emitió sonido alguno, como si hubiese esperado que aquello
ocurriera, tan solo su suplicante brazo dirigido hacia Pol. Y éste se quedó solo en
la oscuridad.
La música cobró fuerza entonces. Y ahora logró identificarla. Se trataba de
una nana que su madre le cantaba en la cuna, un entrañable recuerdo recuperado
de los entresijos de una memoria infantil que ya cedía paso a una más adulta.
Había una puerta más adelante, bajo la cual se adivinaba una luz tenue,
pero cautivadoramente atrayente, como el resplandor de la lumbre en una
desapacible noche de invierno.
Dirigió sus pasos hacia allí.
Se detuvo detrás de la puerta y escuchó aquellas tonalidades de su infancia
que un viejo gramófono iba desgranando. Inconscientemente, una sonrisa se
dibujó en los ojos de Pol.
Empujó la puerta.
Lo que vio le dejó anonadado. En el fondo, una vocecita le susurraba que
aquello no estaba bien, que la escena que sus ojos estaban contemplando
contenía una carga de demencia y maldad de la que debía huir apresuradamente,
antes que fuese demasiado tarde.
El anciano estaba de pie, frente a un gran espejo tocador, contorneando una
decrepitud que la lencería decimonónica que llevaba puesta, no lograba ocultar.
Las deslustradas bragas eran demasiado grandes para sus enjutas caderas,
asomando sus testículos por debajo, mientras que los amarillentos sujetadores
formaban bolsas huecas en un pecho hundido.
Se estaba probando un sombrero tipo pamela de exuberante color morado,
valorando el resultado positivamente. Fue entonces cuando sus vivos ojos
repararon en él y, a través del espejo, le sonrió mostrándole sus dos únicos
dientes.
—Hola —dijo con un deje de gangosidad.
—Hola —repuso tímidamente Pol, aun sin atreverse a dar un paso hacia el
interior.
—Pol, guapito Pol. Nos conocemos al fin. ¿Recuerdas que te lo prometí?
Pol asintió, intimidado.
En un rincón había una mesita, sobre la cual, una masa negra palpitaba
como un corazón gangrenoso. De ella, nacía una especie de apéndices vivos que
trepaban por las paredes y se arrastraban por el suelo. Pol observaba, entre
aterrado y fascinado.
—Oh, esto... —dijo el anciano —Es lo que me ha estado consumiendo
durante mucho tiempo, guapito Pol, devorando mis pulmones y extendiéndose
por todo mi cuerpo. Pero voy a hacerte una confidencia: Lo a-m-o. Sí, lo amo
con todas mis fuerzas, porque gracias a él estoy aquí, contigo, y podemos
conocernos al fin.
Con una serie de latidos gelatinosos, la masa amorfa, que era el Cáncer de
su abuelo, pareció querer mostrar su complacencia ante aquella muestra de
afecto del anfitrión hacia su huésped. Sus venenosas raíces se alargaron,
reptando, ganando terreno por la habitación. A Pol le recordó a un gato
desperezándose de placer ante las caricias de su amo.
—¿Por qué no pasas, guapito? —Dijo el anciano—. Me estaba cambiando
de ropa, pero ya he terminado. ¿Te gusta? —acarició la textura de su sombrero.
Pol asintió.
—¿Sólo sabes mover la cabeza, guapito? ¿No sabes hablar? ¿La zorra de tu
madre ni siquiera se tomó la molestia de enseñarte?
—Mi madre no es...
—Oh, claro que lo es —cortó el viejo, cuya sonrisa se ensanchó. Se dio la
vuelta muy despacio, haciendo que Pol retrocediera, pero no huyera—. Siempre
lo ha sido, y lo será hasta el último día, cuando los gusanos empiecen a
comérsela.
La vista de Pol no se había despegado del reflejo en el espejo, y ahora se
dio cuenta que, en él, contemplaba el trasero caído del anciano. Empezó a mover
la cabeza negativamente. De repente sentía la advertencia de su abuela latiendo
al mismo ritmo que los alocados latidos de su corazón: «¡No le mires a los
ojos!».
—Pooooool.
Pol levantó la mirada, hipnotizado por aquella voz que había pronunciado
su nombre. Entonces, unas manos huesudas se aferraron con brutalidad a sus
mejillas y le obligaron a encararse con el horror. El rostro de su abuelo.
—Mírame —su aliento apestaba a armario viejo, a polillas. Toda
resistencia era inútil—. Ya eres mío.
Pol abrió los ojos a la oscuridad de su habitación. Aunque aterrado todavía
por la onírica experiencia, sintió un indescriptible alivio al constatar que todo
había sido una pesadilla.
Cerró los ojos, pero sus párpados no se movieron. Lo intentó una segunda
vez, pero de nuevo no hubo reacción. Una tercera vez, ahora imprimiendo toda
la fuerza que pudo reunir, pero que de nada sirvió.
Entonces un empalagoso terror se apoderó de él al comprobar que tampoco
era capaz de mover sus miembros. Era como si alguien le hubiese atado mientras
él dormía, pero aquello no era posible. Sentía libre sus muñecas, sus tobillos, su
cuello... pero ninguna orden de movimiento que su cerebro mandase a su cuerpo
era respondida por una acción real.
Quiso gritar, llamar a su mamá, pero su lengua se había convertido en un
apéndice extraño, ajeno a él. Fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, solo
le permitía mover los ojos.
Y entonces lenta… muy lentamente, la puerta de su habitación se abrió.
Los asustados ojos de Pol se movieron hacia aquella dirección, esperando
encontrar la tranquilizadora figura de su madre recortada en el marco de
semioscuridad. Pero allí no había nadie.
—¿Mama? —pronunció su mente. Percibió que algo entraba gateando en
su habitación— ¡¡Mama!!
Pero no era su madre; ella no habría entrado de aquel modo.
Transcurrieron unos angustiosos segundos. Entonces, la puerta, con una
parsimoniosa lentitud, volvió a deslizarse, cerrándose con un breve pero audible
chasquido.
El anormal silencio que sobrevino a continuación resultó ensordecedor. Pol
sabía dos cosas: que ninguna corriente de aire había abierto la puerta y vuelto a
cerrarla. Y que algo estaba a punto de suceder. Y de la misma forma imprecisa
comprendía que su actual parálisis era causada por aquello, fuera lo que fuese,
que se había introducido en su habitación.
Respiraba. Escuchaba una respiración detrás de la cortina, aunque más le
pareció un jadeo ronco. La imposibilidad de mover su cabeza hizo que, solo por
el rabillo de sus ojos, intuyese el bulto oculto tras la tela. Luego este se escabulló
hasta el lateral de su cama. Y ahí se detuvo, respirando.
—Pooooool.
Un terror le atenazó las entrañas cuando creyó que aquella respiración
había modulado para pronunciar su nombre. Estaba decidido a creer que habían
sido imaginaciones suyas, cuando sintió que alguien le tocaba la mano derecha.
Primero un suave roce, casi imperceptible. Luego, dos garras se cerraron con
fuerza en torno a los dedos de su mano, despertando un dolor en él que habría
arrancado un grito a su garganta.
Algo comenzó a trepar. Pol notó el anormal hundimiento en su colchón, a
su derecha, y escuchó el crujir de las sábanas al ser retiradas parcialmente, para
que aquello que se arrastraba hasta él, se introdujese. Un frío que jamás había
experimentado, golpeó su pecho, le pellizcaba los muslos, ascendía hasta su
cuero cabelludo.
—Poooool. Mírame, guapito.
Como si aquella orden activara algo en su cerebro, Pol asistió aterrado a
cómo su cuello empezaba a girar hacia su derecha. Y con él, su cabeza y sus
ojos.
Él estaba ahí. Sus ojos eran la viva representación de un odio que no
conocía límites.
Y le sonreía.
Una grotesca lengua resbaló por aquellos labios ajados, putrefactos,
reptando por el rostro de Pol, la viscosidad de su lengua mezclándose con las
lágrimas que empañaban los ojos del pequeño, ascendiendo hasta posarse en su
oído izquierdo.
Comenzó a lamer.
Lo último que escuchó Pol antes de caer en la negra nada, fue una voz. La
de él, susurrándole:
—«Nunca es tarde para conocer al abuelo».


La casa
Por Teresa Guirado

Se sentó y puso la mano sobre el lector digital. Las luces del panel de
mandos cobraron vida. Con voz pausada y monótona indicó la primera orden:
—Cinturón on.
De inmediato se sintió arropado en pecho y cintura por su asiento. <Clic>,
<clic> y comenzó a oírse el tenue zumbido del motor. Presionó con la espalda el
respaldo y se inclinó hacia atrás hasta que se sintió cómodo.
—Ruta on. Destino casa.
El vehículo comenzó a ronronear más fuerte y accedió a los nuevos
mandatos. Se puso en camino.
—Tele on. Canal noticias.
Una amplia zona de la luna frontal se tornó opaca y comenzó a mostrar
varias secuencias de gente corriendo, con pañuelos rojos al cuello, mientras el
comentarista narraba los incidentes producidos en los Sanfermines durante la
mañana.
Suspiró y chasqueó la lengua con desdén. Como gran experto en robótica
que era las imágenes mostradas le resultaban carentes de emoción. Sabía de
sobra que esos cibertorosen ningún caso harían daño a nadie a no ser que los
corredores hicieran algo sumamente descabellado. Cumplían a la perfección la
primera ley de Asimov: «Un robot no hará daño a un ser humano o, por
inacción, permitir que un ser humano sufra daño».
—Tele on. Canal porno —ordenó.
Imágenes de cuerpos desnudos practicando sexo aparecieron ahora ante su
vista. Tampoco eso le satisfizo. Moría por llegar a casa y reencontrarse con su
pequeña y adorada Marisa. Recién casados, justo en lo mejor, y a él le envían a
ese estúpido congreso. A pesar de los siete días en ayunas la carnalidad de las
escenas le desagradó.
—Tele on. Canal naturaleza.
Árboles, riachuelos y pájaros. Eso le pareció bien. Se impulsó hacia atrás,
un poco más, decidido a relajarse. Había sido una semana tremendamente dura y
solitaria sin su Marisa.
Cerró los ojos dejándose mecer por el movimiento del vehículo y los
sonidos del bosque que emitían los altavoces. Sin darse cuenta se vio llegando a
la amplia avenida, al final de la cual, se encontraba su casa.
Desde la distancia le sorprendió la oscuridad reinante en su domicilio. El
contraste de la acera iluminada contra el vacío que se apreciaba a partir de las
vallas de altos y tupidos setos que delimitaban su propiedad.
No era normal. A esas alturas de la tarde su mujer debía llevar en casa un
par de horas al menos. Y eso tampoco era necesario. El hecho es que las luces
estaban programadas para encenderse al anochecer cuando la intensidad
lumínica descendía.
Toda la casa estaba automatizada por él para que resultara lo más cómoda
posible. Lo había controlado todo. ¿Un fallo general de la zona? No, porque el
resto de casas colindantes sí tenían luz. Si sólo era en su casa, ¿por qué no había
saltado el circuito de emergencia que también tenía previsto?
—Tele off.
La luna frontal volvió a aclararse mientras el vehículo reducía la velocidad
y entraba suavemente en su jardín. Observó con detenimiento a su alrededor. No
alumbraban ni las luces que señalaban el camino al garaje, ni las del interior de
la casa, ni las que indicaban el acceso a la entrada principal.
Se detuvo frente a la puerta del garaje que permaneció cerrada ante él. Eso
tampoco era normal. Tras unos segundos el leve zumbido del motor disminuyó
más todavía.
—Problema en fin de ruta —señaló la voz antinatural del ordenador de a
bordo.
—Ruta off. Cinturón off —le contestó él y el motor se apagó.
Bajó preocupado y dirigió sus pasos hacia la puerta principal de su hogar.
Colocó la mano sobre el lector digital el tiempo suficiente para decidir que
aquello no funcionaba. Caminó hacia la puerta de la cocina, a la derecha del
esbelto edificio blanco de dos plantas. Tampoco esa entrada cedió a sus huellas.
Llamó entonces a Marisa. Su inquietud crecía y necesitaba saber que ella
estaba bien. Habló con su reloj de muñeca para seleccionarla como receptor pero
nadie le contestó. En lugar de eso escuchó un mensaje indicándole que el
dispositivo llamado estaba apagado.
La última posibilidad era el garaje así que retrocedió sobre sus pasos para
comprobar que la puerta tampoco se abría por mucho que insistió en quitar y
poner la mano una y otra vez sobre el sensor táctil, desesperado ya, como
empezaba a estar, por poder entrar en su domicilio.
En su desquicio recordó de golpe que la puerta abatible tenía una posición
que permitía la apertura manual. Volvió al vehículo y rebuscó en la guantera
hasta encontrar la llave de emergencia. Un objeto de metal que jamás se había
visto obligado a utilizar antes, pero que siempre se preocupaba de dejar en lugar
seguro. Cuánto más conoces los entresijos de computadoras y robots, más claro
tienes los fallos y problemas con los que puedes encontrarte.
Preparó la maneta, jugó con la llave hasta que logró introducirla en el
agujero indicado y elevó la puerta lo bastante para colarse en el interior.
Tuvo que activar el modo linterna en su reloj para poder ubicarse en el
lugar. El vehículo de Marisa dormía allí, ¿dónde estaba ella entonces? Aumentó
su inquietud y su velocidad. Se dirigió rápidamente a la puerta de acceso a la
vivienda.
—¿Marisa? ¿Marisa? —gritó nervioso.
¿Una broma tal vez?, ¿una fiesta sorpresa? Por su cabeza pasaron mil ideas
para explicarse a sí mismo la situación.
Con el brazo extendido para guiarse por la luz de su reloj de muñeca
avanzó por el pasillo, accedió a la cocina, al recibidor y llegó al salón. Todo a
oscuras pero todo en calma. Fue en el salón donde algo cambió.
La pared que alojaba el dispositivo de visión parpadeó mostrando que iba a
encenderse. Eso le hizo frenar en seco su inspección. Quedó en pie frente a ella
esperando ver qué ocurría. Para su sorpresa la enorme pared comenzó a mostrar
imágenes de su mujer.
La automatizada casa tenía cámaras hasta en el baño. Marisa aparecía en la
bañera dándose un baño de espuma. Luego mostraba su espalda seleccionando
un modelito de su enorme vestidor. Frente al espejo de su tocador, poniendo
color en sus mejillas y repasando las sombras de colores de párpados y ojeras
que tanto le gustaba remarcar para estar a la última moda.
Se embelesó observándola. Admirando su pequeña figura, sus líneas casi
infantiles y ese rostro suyo tan enigmático y especial. Le asombraba su brillantez
e inteligencia. Todo en ella le resultaba admirable. La amaba con locura desde la
primera vez que la vio en aquella reunión de antiguos alumnos. La conocía de
vista del instituto, le gustaba, pero esa noche la chispa les incendió a los dos y
acabaron juntos en su pequeño apartamento.
Poco a poco logró prosperar y darle algo mejor. Esa casa era su ofrenda a
ella, todo a su gusto, todo para su amor…
Volvió en sí, a la situación que estaba viviendo, cuando en la pared vio a
Marisa recibiendo a su amigo Iván. ¿Qué hacía allí Iván, en su casa? La fecha y
hora que mostraba la parte superior derecha de las imágenes era de hacía tres
días.
Ella le toma de la mano y estira de él para animarle a entrar. Las siguientes
imágenes les muestran en la cocina, tomando vino mientras terminan de
preparar la cena. ¿Espaguetis quizás? Sí, espaguetis. En la siguiente escena están
en el salón en el que está él ahora mismo, sentados en la enorme mesa que ella
eligió, y puede observar con claridad que comen pasta y ensalada. No hay sonido
pero, por lo gestos, debe haber música ambiental y charla intrascendente.
Ambos se sientan demasiado cerca y se sonríen con excesiva facilidad.
Los besos comienzan antes siquiera del postre y juntos, de la mano,
recorren el camino hacia el dormitorio. SU habitación. La de los dos.
Allí se desnudan con rapidez y se besan con voracidad. Está más que claro
que se desean con ganas, con fuerza, que es algo cultivado desde hace tiempo y
su ausencia, su viaje de trabajo, ha sido la ocasión de hacer ese deseo realidad.
Las escenas de sexo son comparables a las del canal porno que poco antes
le ha mostrado su vehículo y le excitan y revuelven las tripas por igual. Todo se
le junta y, sin importarle lo más mínimo ensuciar la carísima alfombra a sus pies,
se dobla sobre sí mismo para vomitar. Tira el café y el bollo de la merienda y
bilis, mucha bilis, que le deja un gusto amargo en la boca.
Pero cuando se incorpora y vuelve a mirar, mientras se limpia la boca con
el envés de la mano, algo ha cambiado. Han trascurrido unas horas en las
imágenes, el sexo ha terminado y Marisa, en ropa interior, aporrea con el puño la
puerta de la habitación. Iván la aparta y comienza a mover con energía el pomo
y, al ver que no logra abrirla, a pegarle puñetazos y patadas a su vez. Discuten,
se gritan.
Prueban con una silla. Es Iván el que la levanta y golpea con ella la puerta
con tanta fuerza que se parte en cuatro pedazos, pero no logra su objetivo.
Son blindadas, ¿recuerdas, Marisa? Lo quisiste así para prevenirnos de
ladrones e incendios. Una casa acorazada.
Debe acordarse porque su rostro refleja dudas y miedo. Corre a su reloj
para solicitar una llamada pero por sus gestos se adivina que no hay
cobertura. La casa ha debido anular la conexión en la habitación. Ha cerrado la
puerta y los ha dejado aislados en su interior.
El cuarto de baño, piensan ambos a la vez porque corren hacia esa puerta
que comunica con él. Al menos tendrían agua… Pero no, también cerrada.
Ambas puertas. A cal y canto.
Sólo una cama, un tocador, una silla rota, un vestidor lleno de ropa,
complementos y zapatos caros. Todo para ella, para su amada, para su Marisa.
La fecha de la pantalla es de tres días atrás.
Ahora unas imágenes de hace dos días con Marisa e Iván en la cama. Ella
llora, él se tapa la cara con ambas manos. Marisa se levanta entre sollozos y
entra en el vestidor. Deben usarlo como excusado porque en un minuto vuelve a
salir arreglándose el pantaloncito de pijama que lleva puesto.
De ayer. Marisa en la cama está con los ojos cerrados, no se mueve. Iván
golpea sin fuerzas la puerta del baño.
La pared se oscurece y todo queda de nuevo en tinieblas.
Activa de nuevo la luz en su reloj y con él se encamina escaleras arriba
hasta la puerta de su dormitorio. Se aproxima y pone la mano sobre el pomo, un
círculo integrado en la superficie de la puerta que con un leve movimiento de
inercia la debería abrir suavemente. En ese instante todas las luces de la casa se
activan. Todo se pone en marcha. La casa le cede el control.
Reflexiona unos instantes y antes de abrir decide llamar golpeando
suavemente con los nudillos.
—¿David?, ¿David, eres tú? —Es apenas un susurro. La voz de su amada,
de Marisa. Luego unos lloros, seguro que de alegría.— ¿Has vuelto, David? —
La voz se acerca a la puerta pero sigue sonando muy débil. Su amor debe estar
en las últimas.— ¿David, estás ahí? —le implora frágilmente, con esperanza y
dolor en la voz, rompiendo a llorar de nuevo. Como si no se lo creyera, como si
no estuviese segura de que fuera una ilusión.
Él se gira y apoya la espalda en la puerta dejándose resbalar por ella hasta
que su culo toca el suelo. Toda la casa estaba automatizada por él. Lo había
controlado todo. Todo. Incluso las leyes de Asimov. A quién no pudo controlar
es a su amada Marisa.
«Tres días sin agua», piensa entre brumas, «no debe faltar mucho…».
Y sabe que nunca amará a nadie como la ha amado a ella.


El Necronomicón
Por Marta Abelló

El libro de los muertos resplandece desde el atril donde ha sido colocado.
Sus páginas amarillentas se mueven de un lado al otro para un lector invisible; se
agitan inquietas sacudidas por el viento que atraviesa el cementerio. Sus tapas
son de color pardo y están confeccionadas con piel curtida, piel humana
trabajada por las manos del diablo. Las letras que forman su título están escritas
con sangre datada de cientos de años que conserva aún ciertas características,
ciertos glóbulos de maldad.
El cielo se encapota y la lluvia hace acto de presencia; es entonces cuando
una página del libro es arrancada por el poderoso viento y, volando, va a parar al
lado de una lápida gris que aguanta impertérrita el paso de los años. En el
mármol de esa lápida puede distinguirse un nombre que no pertenece a este
mundo; los caracteres no pertenecen a ningún alfabeto de la tierra. Y en la
página azafranada las palabras son de color escarlata: el color de la sangre de los
que las han escrito. Se mueven nerviosas y dicen así: ¡Ay, del que profane el
Libro de los Muertos! ¡Ay, del que se adentre para siempre en el Libro del
Averno!

El guarda del cementerio sale de su pequeña habitación, intranquilo y
enfermo; sabe que algo anda mal ahí afuera. Bajo su paraguas camina por entre
las tumbas deseando que todo esté en orden; gritando que todo esté en orden, por
favor. Y entonces la ve. Ve la hoja arrancada del libro de los difuntos y se asusta:
Las gotas de lluvia resbalan sobre ella. Duda, vacila, pero al fin la coge y se
dirige al norte del cementerio, en donde se ha levantado una niebla espesa y
blanquecina.
La lluvia no cesa. La tarde está cargada de truenos y miedo. El guarda
puede oír entre las tumbas el rumor de los cadáveres, puede oír que quieren
abandonar su morada y celebrar. ¿Celebrar, qué? ¿Qué quieren hacer los que
están enterrados hace ya mucho, mucho tiempo?
El libro de los muertos se mueve inquieto mientras el guarda se acerca con
la hoja sujeta entre los dedos. El número de página está escrito en una esquina:
LXVI. Ahora sólo tiene que buscar el número LXV en aquel libro colocado
encima de un atril, impasible ante las inclemencias del tiempo. Siempre ha
estado ahí; al atardecer, una misteriosa mano coloca el soporte y abre el libro.
Nunca ha visto quien lo hace, pero tampoco quiere averiguarlo. Teme
entrometerse en algo que seguramente no tiene que ver nada con él ni le
incumbe, así que pone la página arrancada en el lugar que le corresponde y
cierra el libro para que el viento no se la vuelva a llevar.
El guarda tiene ahora los dedos temblorosos, ásperos y húmedos después
de tocar las páginas del libro. La neblina y su poca vista no le dejan ver que los
tiene manchados de rojo, pero se da cuenta de que la cubierta del misterioso
libro tiene un relieve y se estremece: Tres números seis entrelazados encima de
una cabeza de serpiente. Los mira de nuevo y ahora sabe que se trata del texto
sagrado más importante de los egipcios, que se remonta a una lejana dinastía.
Describe en sus tenebrosas páginas el viaje del alma que nunca muere; el viaje
del alma inmortal. Si, es el Libro de los Muertos, la Biblia de los que ya no
pertenecen a este mundo. Y ellos lo adoran, creen ciegamente en sus versos, en
sus oraciones, y siguen fielmente sus mandatos.
Dando media vuelta, no se da cuenta de que el viento ha vuelto a abrir el
Libro. Horas más tarde, cuando el astro que gobierna la noche dirija su luz hacia
una de las páginas, el guarda podría leer claramente:

«Osiris se pregunta: ¿Cuánto tiempo he de vivir?
Y se responde: Millones y millones de años.»

Camina sobre sus propios pasos incrustados en el lodoso suelo. Tiembla y
tirita de frío, pues ha empezado a nevar. Pocos metros antes de llegar a su caseta
se detiene y oye atemorizado cómo murmuran los finados bajo sus lechos,
pronto cubiertos de blanco. Entonces se alzan las lápidas al cielo y los ataúdes
caen de sus nichos derribando las losas que contienen sus nombres y las flores
que sus familiares han depositado. La necrópolis se llena de cadáveres que
avanzan hacia el Necronomicón. Uno de ellos se coloca tras el atril y empieza a
leer en voz alta, como en una plegaria:

«Homenaje a tí, Osiris,
gobernador de los que se encuentran en el Amenti,
tú que haces renacer a los mortales,
bendícenos con tus poderosos brazos
y líbranos de tu indiferencia.
Tú que nos escuchas y nos hablas
con la fuerza del tumulto,
ayúdanos a conseguir nuestros deseos.»

El guarda contempla absorto la misa negra allí oficiada y decide volver
silenciosamente a la garita. No pretende ser descubierto; no tiene ningún interés
en revelar su presencia. Una vez dentro, cierra bien la aldaba y trata de dormir
evitando pensar en la ruda voz del satánico sacerdote.
A la mañana siguiente todo aparece cubierto de nieve y el guarda se levanta
aterido de frío.
—Ya es hora de volver a casa —piensa mirando su nuevo reloj de bolsillo
—. Pronto llegará Lucas.
En efecto, a las siete en punto el guarda de día llama a la puerta.
—Buenos días, Abel. Ya estoy aquí.
Éste último asiente, recoge todas sus cosas, se pone el abrigo y sale de la
caseta.
—Voy a dejar este maldito trabajo —murmura mientras camina por la
senda nevada—. Voy a dejarlo. —Y el viento helado azota su arrugado rostro.
Lucas corre tras él con un paquete y le alcanza antes de que atraviese las
grandes puertas del cementerio.
—Feliz Navidad, Abel. Se me olvidaba darte mi regalo.
—¡Uhm, gracias, Lucas! —dice. Y se aleja a toda prisa del lugar.
Una vez en casa, Abel desenvuelve el paquete que Lucas le ha entregado.
Se trata de un libro. La cubierta es de color pardo y los tres seis entrelazados
encima de una serpiente hacen que se desmaye.

Su esposa acaba de levantarse de la cama. Bosteza y se dirige a la
desvencijada cocina para preparar el desayuno de su marido. Ya no ha de tardar,
piensa. Más tarde se sienta en el sofá del salón lamentándose porque tendrá que
calentar de nuevo la leche. De repente, se da cuenta de que hay un libro sobre la
mesita del café y lo coge con cierta aprensión.
—¿De dónde habrá salido? —se pregunta extrañada. Y lo abre por la
primera página:

«¿Queréis encontrar un corazón
que no tenga restos de sangre?
Sacrificad entonces el de los autores
del Necronomicón.
Es negro y no sufre como el de los humanos;
es pequeño y cruel y no es capaz de albergar
ni la más mínima compasión hacia nadie.
Es sanguinario y traidor; odioso, desalmado,
infame, vil,
y no merece sino sólo adoración
por parte de los habitantes
de los más hondos sepulcros.»

—¡Dios del cielo! ¿Qué es todo esto? —exclama la mujer.
Un golpe de aire que no sabe de dónde ha podido salir, agita las hojas
apergaminadas del libro hacia la derecha y hacia la izquierda. Cuando el
movimiento se detiene en la página LXV puede ver una ilustración que muestra
un montón de rostros humanos dentro de un recuadro. A un lado, el semblante
serio y grave de su esposo la mira impotente. —Estoy encerrado—, parece
decirle.

«... Y aquellos que entraron no podrán volver jamás,
porque en los espacios de nuestro mundo
existen tinieblas
que atrapan, que envuelven,
y obligan a permanecer en ellas para siempre.
Y allí conocen las más viles situaciones que nunca
sus limitadas mentes hubieran imaginado...»


El Asesino
Por Tomás Auchterlonie

Alguna vez deberé juntar fuerzas para actuar en su contra.
Cada día es más apremiante esta necesidad de hacer algo, aunque entienda
que es imposible.

Termino mi café. En el noticiero que emite el televisor del bar repasan la
lista completa (ya son ocho) de las víctimas destrozadas por el misterioso
asesino que aterra a toda la ciudad; hablan de su mente enferma, de sus posibles
motivos. Están muy lejos de encontrarle.
No saben nada.
Pongo un par de monedas sobre el mostrador y salgo a la calle, cambiando
el viciado aire de la estación subterránea por una brisa fresca. Oscurece. No
conozco el barrio y el pobre resplandor de las luces de neón, que lo tiñen de rojo
o de azul, no alcanza para mostrármelo.
Levanto la vista hasta el cielo, no hay luna, como en las otras veces que él
ha aparecido.
Busco por instinto en el bolsillo de mi abrigo reversible para constatar que
he traído mi navaja; en estas noches debo estar armado. Camino sin rumbo fijo
por las calles desiertas y me interno en un pasaje particularmente oscuro.
Espero. Luego de unos minutos de silencio se dejan oír los rítmicos
sonidos de pisadas acercándose y el corazón se me acelera.
Escucho los pasos casi encima de mí y él llega con su fuerza arrolladora: se
apodera de mi mente hasta que siento una irresistible sed de emociones
violentas; luego me maneja a su antojo. Mi cuerpo es él cuando la mujer que
venía acercándose me descubre. Saco la navaja al tiempo que salto sobre ella. Mi
mano maneja el arma a la perfección y sé, naturalmente, el modo más rápido de
darle muerte. Con un preciso y limpio movimiento cerceno su garganta
ahogando el incipiente grito con sangre. Todo ocurre en un instante. Una enorme
ola de placer recorre todo mi cuerpo mientras la mujer cae al húmedo asfalto. La
sangre refleja las luces de un modo irreal mientras forma un gran charco
brillante detrás de su cabeza. Me detengo unos segundos a contemplar mi obra y
absorber, a través de mi piel hipersensible, la vida que liberé de ese cuerpo. La
vida que ahora hice mía.
Cierro los ojos y espero a que él se vaya, que abandone mis manos y mi
cabeza; luego me quito el abrigo, y lo doy vuelta para ocultar las tibias manchas
rojas y así evitar que me vinculen con este, su nuevo crimen.
Camino con rapidez contenida hasta la entrada del subterráneo y bajo las
escaleras. Con un par de largas zancadas alcanzo el tren a punto de partir; la
puerta se cierra detrás de mí y me volteo para observar la estación que se aleja.
En el bar sigue encendido el televisor al que nadie presta atención. Mañana
deberán agregar un nombre más a su lista y la policía seguirá tratando de hallarlo
a él, sin saber que es imposible encontrar a alguien que no existe.

Alguna vez deberé juntar fuerzas para actuar en su contra.


1937
Por Daniel Guzman

En un pequeño pueblecito perdido en el desierto de Texas, una camioneta
Chevrolet, de color verde oliva traqueteaba por sus calles invadidas de
torbellinos de arena y plantas rodadoras. Tras un par de giros, el conductor
aparcó frente al gris edificio del colegio municipal. La portezuela se abrió y
bajaron dos críos, de unos seis años, una pareja de gemelos de cabello rubio y
grandes ojos azules a los que seguía una preciosa niña, de cuatro años, con dos
trenzas morenas y abrazada a sus libros.
—Adiós, pequeñajos —se despidió su padre, Brian.
Brian, que robaba coches en su adolescencia en Arkham, donde fue
miembro de la pandilla de los Finns. Que, años después, fue tendero en del First
National Grocery de Innsmouth, donde intentó robar la caja fuerte del bazar
Waite, pensando, ingenuamente, que habría un gran tesoro compuesto de
lingotes de oro y joyas, y donde sólo encontró un libro mohoso. Brian, que fue
detenido por las corruptas fuerzas del orden de la ciudad, y estuvo retenido en su
cárcel para ser sacrificado en el ritual que la Orden Esotérica de Dagon celebraba
en la noche del Samhain, esa inquietante fecha en la que desparecía mucha gente
en los alrededores del pueblo maldito. Brian, que huyó de la ciudad con ayuda de
sus viejos camaradas, los Finns, ya adultos pero igual de valientes, que se
jugaron la vida para sacarle de allí a él y al amor de su vida, Ruth.
Y ahora, Brian era un padre de familia que trabajaba de cowboy en un
rancho cercano a ese pequeño pueblecito perdido en el desierto de Texas. Muy
lejos de Innsmouth y de Y’ha N’thlei, la ciudad submarina que había en sus
costas.
Muy lejos del mar.
Del verde, oscuro y profundo mar.
—¡Warren, eres el mayor! —gritó Brian —. ¡Cuida de tus hermanos!
—¡Pero si somos gemelos! —se quejó Ezra.
—Ya, pero como nací cinco minutos antes que tú, siempre seré el mayor—
fanfarroneó Warren antes de propinarle una colleja a su hermano.
Mientras los gemelos se adentraban en el recibidor del colegio, la pequeña
niña de las trenzas se paró en seco. Se volvió y miró con sus grandes y oscuros
ojos a su padre. Correteó de vuelta hasta la camioneta.
—¡Papá, papá, papá, papá, papá!
—¿Qué te pasa, pequeña Ann-Patrice?
—¿Mamá vendrá a recogernos esta tarde?
La sonrisa de Brian se congeló en su rostro. Del muchacho que huyó de
Innsmouth, de facciones juveniles y deslumbrante sonrisa, sólo quedaba una
sombra. Estaba mucho más delgado, con unas oscuras ojeras bajo sus apagados
ojos azules, su peculiar cabello rubio estaba cada vez más quebradizo y tan
canoso como la barba de tres días que se rascaba con aire preocupado ante su
hija pequeña.
—Iré a verla esta mañana… Antes de ir al rancho… A ver cómo se
encuentra. ¿Vale, pequeña?
—¡Genial! —chilló exultante la niña, que subió al coche para propinarle un
sonoro beso en la mejilla de su padre y volvió correteando hasta el colegio.
Brian consiguió despedirse de su hija sin que le viera llorar.
Mientras volvía hasta la pequeña granja que tenían a las afueras de la
ciudad, se paró en un callejón donde explotó. Se dejó caer contra el volante, en
un llanto desgarrado, echando afuera todo el dolor que le mordía las entrañas.
Llegó a un punto en el que no podía llorar más, en el que no tenía más lágrimas,
más dolor que soltar.
Exhaló el aire de sus pulmones con bocanadas agónicas, intentando
controlarse.
Tenía que ser fuerte. Tenía que soportar todo aquello por sus hijos. Por los
gemelos Warren y Ezra. Por la pequeña Ann-Patrice…
Por Ruth.
Se limpió la cara con los faldones de su camisa a cuadros y arrancó de
nuevo la camioneta. Cuando la aparcó frente a su granja, se recompuso. Entró
por la puerta trasera que daba a la cocina, lanzó un vistazo a la pila de platos y
cacharros que debía fregar y resopló disgustado. Preparó unas gachas con leche
con mucho azúcar, como le gustaban a Ruth, y subió escaleras arriba… hacia el
ático.
La puerta del ático estaba cerrada con un monstruoso candado y a su lado
había un rifle de cerrojo del calibre 30.06. Brian suspiró, dejó las gachas en el
suelo, cogió el rifle y comprobó por enésima vez que estaba cargado. Quitó el
seguro. Sacó las llaves del bolsillo, abrió el candado y la puerta.
Ella se había quitado la mordaza.
—Hoy no voy a matarte, Brian —gorgoteó la voz de lo que una vez fue su
esposa, Ruth—. Antes destriparé a la pequeña mocosa y te obligaré a mirar
cómo lo hago.
Aún a pesar de que el brillante sol de Texas bañaba la casa con toda su
furia, la habitación estaba en penumbra porque Brian había cegado las ventanas
con ladrillos y tablones. En la cama, tumbada boca arriba, atadas sus muñecas y
tobillos con correas de cuero, estaba su mujer, Ruth, solo que ya no era la
preciosa veinteañera de grandes ojos negros que había salvado de Innsmouth. Su
piel estaba reseca, descamada. Sus delicadas manos se habían atrofiado hasta
convertirse en unas zarpas de uñas negras y dedos palmeados. Sus ojos habían
perdido los párpados y cada día, cada hora, cada minuto, la esclerótica estaba
cada vez más negra. Su boca se había ensanchado, los labios se habían encogido
y azulado, y los dientes… los dientes eran más largos, más puntiagudos, más
afilados… cómo los de una siniestra criatura abisal.
Pero lo peor era la voz. Y no se trataba de los croares que surgían de su
garganta abotargada, ni de esos chasquidos húmedos que eran imposibles
realizar por unas cuerdas vocales humanas. No, lo peor era lo que decía esa voz.
La voz de Ruth, de su mujer, de la madre de sus hijos.
—Voy a degollar a los niñitos, Brian. Voy a beberme su sangre y luego me
comeré sus entrañas. Me los comeré crudos mientras tú me ves hacerlo.
Tras el parto de los gemelos Ruth había comenzado a cambiar. Pequeños
cambios de actitud al principio, pequeñas fluctuaciones en su comportamiento.
Se pasaba el día entero riendo, feliz, era la chica pizpireta de la que se había
enamorado hasta que llegaba la noche y rompía a llorar desconsolada. Le
asaltaba en la cocina, buscando un coito rápido y apasionado pero, cuando él la
abrazaba bajo la colcha y le susurraba piropos en el oído, ella le miraba con
reproche o argumentaba que le dolía la garganta, que tenía sed. Y sí los gemelos
lloraban mucho durante la noche, estallaba en gritos y maldiciones. El médico
local, el doctor Jeremiah no lo consideró algo destacable, era habitual que
algunas mujeres desarrollaran esos cambios de actitud tras un parto. Histeria post
parto, lo llamó. Pero la llegada de la pequeña Ann-Patrice desmoronó a su mujer.
Cada día era menos Ruth. Los cambios psicológicos se acentuaron: Estallidos de
rabia, lujuria explosiva, violencia doméstica… Brian acudía al trabajo con un ojo
morado, hematomas por el torso, un arañazo en la cara, ocasionados cuando
protegía a los niños. Encontró a Ruth una noche masticando un bistec crudo. Su
mujer hablaba en sueños, soñaba con que se ahogaba, gorgoteando en una lengua
imposible, gruñía amenazas de muerte contra sus hijos.
Cada día que pasaba Ruth, era menos Ruth y más… otra cosa…
Era más un Profundo.
Brian había visto a esas cosas en Innsmouth. No antes de que le apresaran
y nunca cuando había trabajado en la tiendecita de ultramarinos de la ciudad. Por
lo visto esos monstruos sólo salían de su guarida submarina y de los túneles de
los contrabandistas para algunos rituales secretos de la Orden Esotérica de
Dagon que gobernaba en la sombra. Cuando sus amigos le rescataron, cuando les
convenció de llegar a la casa de los padres de Ruth y de llevársela con ellos en
su huida, Brian vio por primera vez a los profundos, unos monstruos
antropomórficos, un cruce entre una rana gigante y un ser humano, unos
batracios más altos que un hombre, con la piel escamosa, azul, negra, verde,
unos vientres abultados, caídos, bamboleándose ante sus deformes cuartos
traseros, con unas zarpas afiladas como cuchillas, unos enormes ojos de tiburón,
muertos, vacíos, ante unas fauces plagadas de colmillos.
—Tenderé sus cuerpecitos en un altar y los despellejaré en honor al gran
Cthulhu, ¿me oyes, Brian? —continuaba escupiendo el monstruo en el que se
convertía su mujer—. Los sacrificaré para regocijo de Dagon e Hidra. Me bañaré
en su sangre. Copularemos sobre sus cadáveres, ¿me oyes, querido? ¿Me
escuchas, mi amor? Y a ti nunca te haré daño. No. Nunca. Eres mío y yo soy
tuya. Pero a tus pequeños retoños los voy a desmembrar, pedazo a pedazo. Y te
haré mirar. Les oiremos gritar juntos, ¿me oyes? ¿¡Me oyes!? ¡ME OYES!
—Te oigo, Ruth.
Brian temblaba.
Ruth, su mujer, la madre de sus hijos, tenía sangre de los profundos de
Y’ha N’thlei corriendo por sus venas. Tenía la marca de Innsmouth. Los ojos
grandes, la amplia sonrisa, los labios carnosos. En Ruth eran detalles atractivos,
hermosos. Pero esa sangre había comenzado a corromperla, a mutarla, a
transformarla en su verdadero ser, su verdadera naturaleza.
Y sus hijos… sus hijos también tendrían la marca de Innsmouth. Las
amplias sonrisas de Warren y Ezra. Los ojos grandes de Ann-Patrice.
Algo dentro de él se rompió en pedazos con cada palabra que escupían los
labios azules de su mujer. No era capaz de dispararla. No sería capaz nunca.
Nunca. Pero se colgó el rifle al hombro y recogió el tazón de gachas del suelo.
Con mucho azúcar. Cómo a Ruth le gustaban.


Al otro lado de la verja
Por Gemma Herrero

Las gruesas verjas de hierro se cierran a mi espalda. Por un momento, me
quedo paralizada en medio de la plaza desierta, sin saber hacia dónde continuar.
Me vuelvo hacia La Alhóndiga, preguntándome si Abel me dejaría regresar si le
pido perdón y le prometo seguir sus órdenes. Puedo distinguir sus largas
vestiduras blancas tras las rejas. Seguro que está esperando que el terror me
impida avanzar y que vuelva suplicando. Ya es muy tarde para eso. No debí
rebelarme contra mi destino, y mucho menos delante de toda la congregación.
Me lo ha dejado muy claro: o soy reproductora o recolectora. No me dejará
volver si no le demuestro que puedo conseguir alimentos tan bien como
cualquiera de los hombres.
Me ajusto las correas de la mochila vacía, aprieto con fuerza el rifle que me
han prestado y comienzo a avanzar. Solo la luna en cuarto menguante ilumina
mis pasos. No puedo distinguir nada más allá de la plaza, rodeada por la
vegetación descontrolada de los jardines que forma una muralla en la que podría
esconderse cualquier cosa. Abel ha dicho que es mejor salir de noche, que,
aunque sea más difícil ver, evitas que los podridos te vean a ti. No me
tranquiliza, sé que ellos nos huelen. Avanzo hacia la salida de la plaza, temiendo
que un brazo frío y grisáceo aparezca entre la maleza para atraparme.
No sucede nada. Camino agachada por Alameda Urquijo, pegada a los
coches, con todos los sentidos alerta. El viento arrastra papeles, bolsas y latas
vacías, haciendo que me vuelva a cada momento. Toda la ciudad huele a
cementerio, a cadáveres abandonados dentro de sus casas, a cadáveres rondando
por las aceras… Vuelvo a plantearme que debería volver, reconocer que me he
equivocado y jurar que aceptaré mi lugar, pero ya he avanzado más de cincuenta
metros y me da tanto miedo darme la vuelta como seguir avanzando.
No tengo muchas esperanzas de conseguir comida en estas calles.
Llevamos más de seis meses encerrados en La Alhóndiga y los recolectores han
debido de acabar con todas las provisiones de las tiendas cercanas. Me habría
gustado hablar con alguno de ellos antes de salir para preguntarles dónde podría
ir, pero, tras mis duras palabras a Abel, toda la congregación me ha dado la
espalda, como si les hubiese traicionado. Nadie me ha dirigido la palabra en las
horas que han pasado hasta el anochecer. Ni siquiera me han mirado a los ojos,
como si cualquier contacto conmigo pudiese infectarles. Comprendo que mis
palabras supongan una amenaza al orden que nos protege y nos separa de la
muerte, pero yo no pretendo destruir nada. Sólo quiero mejorarlo.
Es imposible que Abel tenga la razón en todo, que su palabra sea ley. Nos
comportamos como un grupo de fanáticos detrás de un líder y, cuanto más le
seguimos a ciegas, más brilla en sus ojos una chispa que se parece mucho a la
locura. Sé que si compartiese en voz alta estos pensamientos, nunca podría
volver. Sólo me quedan dos posibilidades: convertirme en recolectora y ganarme
así el derecho a decidir mi destino o aceptar la orden de Abel de convertirme en
la cuarta mujer de Caleb, su lugarteniente, y comenzar a parir hijos con los que
formar un ejército y repoblar la Tierra. Esa idea es estúpida. Ya pasamos bastante
hambre siendo unos pocos. ¿Con qué piensa alimentar a un ejército? Además, no
quiero ser la esposa de Caleb. He visto cómo trata a sus mujeres, las cosas que
les hace por las noches en el barracón común. Yo no quiero que me haga eso.
Sólo tengo catorce años.
He cruzado Alameda Urquijo sin encontrarme con nadie. Me enderezo y le
echo un vistazo a la Gran Vía. La calle parece enorme, demasiado abierta, con
las entradas a los portales demasiado grandes… Voy a estar muy expuesta, no sé
dónde podría esconderme si alguno de ellos aparece, pero, en todo lo que puedo
abarcar con mi vista, no descubro a ningún podrido tambaleándose. Por un
momento me planteo que todos ellos han muerto, que el mundo vuelve a ser de
los humanos y que Abel lo sabe, pero prefiere ocultárnoslo y seguir
dominándonos. Niego con la cabeza, me estoy dejando llevar por la paranoia. Ni
siquiera Abel puede ser tan retorcido.
Me siento más tranquila, así que me adentro en la Gran Vía con aire
decidido. Después de todo, puedo correr más que cualquiera de ellos y voy
armada. No tiene por qué sucederme nada. Llenaré mi mochila, volveré como
una triunfadora y me habré ganado el derecho a decidir sobre mí misma.
Me parece escuchar algo a la espalda, un arrastrar de pasos. Un tempano
helado recorre toda mi columna, paralizándome. Sólo puedo desear que sea
algún cartón arrastrado por el viento. Entonces me llega su sonido, ese gemido
ahogado que se quedó grabado en mi cerebro desde los primeros días de la
plaga, lo último que escuché de labios de mi madre, de mi padre, de mi hermano
pequeño… Lo tengo detrás, tengo a un maldito podrido a unos diez pasos. Sigo
avanzando unos segundos, como si no me hubiese dado cuenta de su presencia,
mientras quito el seguro del rifle.
Me vuelvo y la veo, con los brazos levantados hacia mí, la cabeza ladeada
hacia la izquierda, la boca abierta lanzando ese sonido… Es una mujer joven,
con el pelo sucio tapándole la mitad del rostro. Lleva unos pantalones vaqueros
llenos de barro y sangre. Va desnuda de cintura para arriba. En lugar de su pecho
derecho hay un desgarrón cubierto de sangre coagulada. A su brazo derecho le
falta carne, puedo ver trozos de hueso a través de los agujeros. Seguro que fue
ahí donde la mordieron cuando la convirtieron, cuando hicieron que dejase de
ser una humana con familia y sentimientos para pasar a ser el monstruo
repulsivo que se alza ante mí, acercándose poco a poco. No debo pensar en esas
cosas, en eso Abel tiene razón. Son monstruos, no queda nada de humanidad en
ellos. Lo mejor que se puede hacer es matarlos.
Apunto con cuidado a la cabeza, espero a que esté lo bastante cerca como
para asegurarme de no fallar y aprieto el gatillo. Un clic apagado es la única
respuesta que recibo. Disparo una y otra vez, incapaz de creer lo que está
sucediendo. La mujer acelera un poco el paso, alzando más los brazos para
atraparme. Me vuelvo y echo a correr, sintiendo cómo sus dedos rozan mi nuca.
El gemido de la mujer crece, cada vez más alto y más alto. Se convierte en un
grito desgarrador con el que expresa toda su frustración y su hambre. Y también
se convierte en una llamada a la caza para su manada.
En mi loca carrera voy viendo por el rabillo del ojo cómo más podridos
van uniéndose a la persecución. Surgen de las negras bocas de los portales, se
levantan de los asientos de los coches, aparecen tambaleándose por las puertas
de los bares, como borrachos tras su última copa…
Avanzan lentamente, pero cada vez son más. Sus gritos se unen a los de la
mujer, llamando a más compañeros al banquete. Corro todo lo rápido que puedo,
esquivando a los que aparecen frente a mí, librándome por pocos centímetros de
su mortal abrazo, de la caricia infectada de sus largas uñas… Sólo tengo que
correr un poco más, sólo otros doscientos metros.
Escucho a mis espaldas el arrastrar de sus pasos, cada vez más numerosos.
No sé cuántos me persiguen, no quiero volverme para mirarlos, pero suenan
como un ejército. Noto que mis ojos se llenan de lágrimas. Pediré perdón
públicamente, le diré a Abel que le obedeceré para siempre, me entregaré a
Caleb como la más sumisa y abnegada de sus esposas. Lo único que quiero es
estar de nuevo a salvo, alejar de mí la pesadilla…
Me seco con la manga de la chaqueta las lágrimas que me impiden ver.
Sólo quedan cien metros. Empiezo a distinguir al fondo de la calle la silueta de
La Alhóndiga. Voy a conseguirlo, sólo tengo que correr un poco más. Un
podrido enorme, con un trozo de cuero cabelludo colgando de su cabeza, aparece
frente a mí, a un par de pasos. Está colocado en medio de la carretera con los
brazos abiertos y las rodillas flexionadas, como un jugador de fútbol americano
que intentase placarme. No me da tiempo a esquivarle, así que agarro el rifle con
todas mis fuerzas y le golpeo en la boca con la culata. El podrido cae al suelo,
pero sujeta el rifle con las manos mientras lo muerde como un perro. Intento
recuperarlo, pero es muy fuerte y, si me entretengo, me alcanzará el grupo que
me persigue, así que, en lugar de tirar, cargo todo mi peso sobre el rifle, notando
como los dientes del monstruo se rompen en pedazos. Después lo suelto y sigo
corriendo.
Quedan menos de cincuenta metros. Ni siquiera busco los escalones de
entrada al parque. Me subo de un salto y atravieso la maleza, demasiado
asustada como para pensar que alguno de ellos pueda estar escondido allí. Corro
hacia la verja y vislumbro las vestiduras blancas de Abel. Mis ojos vuelven a
llenarse de lágrimas. Estaba esperando mi vuelta, deseando perdonarme.
Me agarró a las rejas y le miró agradecida. Pero él se mantiene quieto, casi
como si no me viera. A mis espaldas oigo como el arrastrar de pies se sigue
acercando.
—Abel, ábreme —le suplico—. Tenías razón, nunca debí llevarte la
contraria. Haré todo lo que tú quieras.
—Ya es muy tarde —responde él—. Tú ya estás muerta.
Entonces lo comprendo todo. Nunca me ha dado la posibilidad de luchar
por mi destino. Por eso me envío sola a buscar provisiones, por eso es él mismo
el que está vigilando la entrada, por eso mi rifle no tenía municiones… Desde
que hablé en su contra, estaba condenada. Les dirá a los demás que no lo
conseguí y rezarán fervorosamente por mi alma. Mi muerte será un ejemplo,
acrecentará el poder de Abel y el miedo de los otros a desafiar el orden
establecido. Me agarro con fuerza a las verjas, mientras escucho los pasos cada
vez más cerca.
—Tú eres el monstruo, tú eres el podrido— grito mientras escupo entre las
rejas.
Algo me agarra desde atrás, notó unos dientes hincarse en mi hombro. Me
separan de la verja y se lanzan sobre mí. Intento no gritar y seguir mirándole,
tratando de grabar en mi cerebro su imagen. Si en la otra vida recordamos algo,
quiero que sea el recuerdo de su rostro el que alimente mi hambre.


La fortuna de un hombre
Por J.D. Martín

“La fortuna favorece al valeroso y avasalla al cobarde”. Séneca.

Fue sólo la mala fortuna la que hizo que Sergio saliese tarde del trabajo
aquella mañana de invierno. La mala fortuna de cruzarse con Israel, un
compañero del turno de mañana, siempre dispuesto a hacerle perder el tiempo
con absurdas reivindicaciones y protestas incoherentes que Sergio, como
miembro del comité de empresa, tenía que aclarar en lo posible.
Aquel día dedicó casi media hora a explicar a su torpe compañero cómo
funcionaba el cómputo global de horas y cuántos días de vacaciones le
correspondían a final de año.
Así que eran más de las seis y media de la mañana cuando por fin salió a la
calle, viéndose sumergido de golpe en una niebla espesa, húmeda y fría como
helado medio derretido. Paseó su mirada por el aparcamiento, esperando que
quizá algún compañero rezagado pudiese acercarle en coche a su casa, distante
casi a un kilómetro de la fábrica, pero por supuesto no había nadie entre los
coches alineados como una formación de fantasmas expectantes, latentes.
Se envolvió la boca y la nariz con la bufanda, subiéndose la capucha del
impermeable para detener en lo posible la cruda humedad, y echó a andar con un
suspiro resignado.
El paisaje del polígono, lleno de vida en las horas del cambio de turno, era
ahora desolado y frío, plagado de tristes luces de farolas y rótulos que apenas
intentaban horadar la oscuridad previa al amanecer.
Pasó junto al matadero, haciendo una mueca ante el apestoso olor que
envolvía el lugar como una manta vieja y polvorienta, un olor más penetrante y
real que el de la sangre y la carne muerta, un olor vacuo y triste que quizá
exudasen los animales, aterrorizados y resignados al morir allí, tan solos entre
sus iguales; un olor a desolación que le hizo pensar en su propia soledad, en la
casa lejana donde ya nadie le esperaba desde que ella, cansada quizá de la rutina
de los últimos trece años, se había marchado, dejando sólo una habitación para
los niños que se llenaba en fines de semana alternos, Navidad y dos semanas de
verano, y un hueco en la cama de matrimonio que no se llenaba nunca, pero que
nunca parecía lo suficientemente vacío como para poder, por fin, tumbarse
también en él y compensar la ausencia.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, se dijo, filosófico,
mientras salía del polígono a la larga avenida que atravesaba la pequeña ciudad.
La fortuna de un hombre, que ahora dormirá abrazándola, que quizá se esté
levantando ya para preparar cuatro desayunos, que quizá sienta ahora la tibia
humedad de sus labios.
Para Sergio no había tibieza en la humedad que lo envolvía, ni al parecer
fortuna.
Se detuvo para encender un cigarrillo, el último del paquete semanal que,
agobiado como estaba por la regulación de empleo y la necesidad, legal y
personal, de cubrir en lo posible los gastos de sus hijas, era todo lo que podía
permitirse.
Bueno, se dijo, es ya domingo por la mañana, no lo llevo mal.
Quizá Sergio podría haber encendido el cigarrillo un paso antes, o quizá un
paso después. Pero lo hizo justo allí, junto a la luz parda e intermitente de un
semáforo que aún no había empezado su jornada laboral, justo delante de la
gastada cartera negra que, como un pájaro herido con las alas abiertas y rotas,
yacía en el suelo huérfana de dueño.
La fortuna de un hombre es la desgracia de otro, pensó de nuevo. Alguien
había perdido su billetera en aquella calle desierta. Mientras se quitaba el
cigarrillo de la boca, exhalando una nube de humo que se confundió de
inmediato con la niebla, Sergio miró a su alrededor, girando por completo en
busca de un potencial dueño de aquel objeto, hasta quedar de nuevo encarado
con la cartera.
Nadie. Soledad, niebla, penumbra. Nadie. Como en su vida.
Se agachó, mirando aún por encima del hombro, como un niño que teme
ser pillado en falta. Ni por un momento pensó quedarse con la cartera, sino
llevarla a la cercana comisaría, desviándose de su camino apenas un par de
calles. Pero sí, se dijo, podría quedarme con diez euros, si los hay, y tomarme un
café con los amigos esta tarde, y comprarme una cajetilla de tabaco. Por diez
euros no se va a morir nadie.
Hasta que tocó la cartera, esa era su firme y sincera intención.
Pero aquel objeto, cuero viejo y desgastado, extrañamente tibio a pesar del
aire helado de la noche, suave y cómodo como unos zapatos usados, estaba
preñado y a punto de romper aguas, como notó por su volumen abultado y
denso. Al mirar dentro, vio que había un fajo de billetes de diez y veinte euros,
grueso como un dedo, y un escalofrío recorrió su espalda.
Miró de nuevo a su alrededor, tratando de cruzar la oscuridad. Alguien
debía estar buscando esa cartera repleta. Contó rápidamente los billetes, aunque
tuvo que repetir la operación tres veces, porque los nervios y el entumecimiento
que entorpecía sus dedos hicieron que perdiese la cuenta. Por fin, se conformó
con un cálculo aproximado, determinando que habría unos trescientos euros en
billetes pequeños.
Sin poder creer en su suerte, empezó a caminar deprisa, metiendo la cartera
en el bolsillo de su impermeable y sujetándola con fuerza con la mano derecha.
Sobre la acera quedó el cigarrillo a medio fumar, olvidado por el
nerviosismo y la emoción.
Caminó apresuradamente durante unos minutos, cruzando las calles
desiertas en dirección a su casa, olvidando toda intención de devolver la cartera.
Trataba de mirar a todas partes a la vez, temiendo que alguien le hubiese visto, y
sintiendo como si en cada espesa sombra oscura un observador aguardase para
reprocharle su vergonzosa actuación.
Se detuvo por fin, abandonando la avenida y refugiándose en el oscuro
refugio de una entrada de garaje, apoyando la espalda en la pared y retirando la
bufanda de su boca para respirar aliviado. Sin creer aún en su suerte, sacó la
cartera del bolsillo.
Durante unos segundos, prestó atención al frío y vacuo entorno, creyendo
por un instante que escuchaba pasos en la distancia. Sin embargo, no había nada.
Sergio sabía que ese espejismo de sonido, así como la sensación absurda
pero cierta de sentirse observado por una presencia expectante, ansiosa, eran
fruto de su sentimiento de culpabilidad.
Abrió la cartera, tratando de alejar aquellas sensaciones, y contó de nuevo
el dinero. Había exactamente cuatrocientos veinte euros.
Dejó escapar una risa floja, nerviosa, que tapó inmediatamente con su
mano temblorosa, temiendo que aquel sonido impulsase a actuar a quien quiera
que lo observase, y sabiendo a la vez que estaba solo.
Sin embargo, no podía dejar de pensar, de sentir, que alguien le
contemplaba en cada momento, aguardando algo, quizá su decisión final.
Miró de nuevo la cartera, fijándose entonces en el abultado compartimiento
para monedas, en el que no había reparado hasta entonces. Soltó el botón que lo
mantenía cerrado, y sacó del interior una pata de conejo, unida a una cadenita de
plata.
Acarició la suave extremidad muerta, sin sorprenderse por su acogedora
tibieza, pensando que era el calor natural que su propio cuerpo había transmitido
al objeto. La sensación de ser observado le golpeó con fuerza casi física, y
levantó de nuevo la mirada para buscar a su alrededor al incómodo espectador.
Guardando la cartera, pero con la pata de conejo aún entre sus dedos
temblorosos, salió del refugio que la cochera ofrecía, pero ni vio ni escuchó a
nadie.
Pensativo, contempló la pata de conejo. El dueño de aquella cartera, un
pobre iluso como él, creía también en la fortuna. Esperaba que fuese mejor que
la suya.
Con un suspiro que parecía reprochar su propia estupidez, guardó la pata
de conejo en el compartimiento para monedas, extrajo un billete de veinte que
metió en su propia billetera, y empezó a andar hacia la comisaría, deseando tener
un cigarrillo para el camino.
Sintió una extraña relajación, como si hubiera sostenido una cuerda tensa y
tirante entre las manos y por fin, con un gesto seco, la hubiese soltado. Como si
aquella presencia expectante soltase un aliento largamente contenido.
Llegó a la comisaría unos minutos después, y entró rápidamente, sin darse
tiempo a arrepentirse de su acción. En el mostrador de atención al público, un
policía leía unos folios, mientras del pasillo que salía hacia la derecha llegaba un
segundo agente, con dos tazas de café caliente en las manos.
Ambos saludaron a Sergio, preguntándole amablemente qué deseaba, pero
observándole con la presumible sospecha que despertaría un hombre embozado
al entrar allí a las siete de la mañana. Sergio observó que el que traía el café se
apresuraba en dejar las tazas sobre el mostrador, como si temiese necesitar las
manos libres.
Devolvió el saludo, sacando la cartera de su bolsillo, mientras con la otra
mano se quitaba la capucha y bajaba la bufanda lo suficiente como para
descubrir su rostro, y explicó a los agentes dónde y cómo había encontrado la
billetera, y su intención de restituirla al dueño, que seguramente estaría
buscándola.
La actitud de los policías cambió al recibir el objeto, hasta el punto de que
uno de ellos le ofreció un café, que Sergio, a esas alturas aterido de frío, aceptó
gustoso.
Mientras bebía el café, el agente que permanecía sentado sacó de la cartera
el fajo de billetes, contándolos y escribiendo la cantidad total y su desglose en un
formulario. Es usted un hombre honrado, dijo con sincera admiración, poca
gente encuentra esta cantidad de dinero y la devuelve. Sergio enrojeció,
sintiéndose mal consigo mismo aunque sabía que aquellos veinte euros que
había cogido poco importarían ante la cantidad que había respetado, y apuró el
ardiente café de un trago.
Bueno, es mi deber ciudadano, dijo temiendo atragantándose, espero que
encuentren al propietario, buenas noches.
Se dio la vuelta para marcharse, pero el agente del café le detuvo a dos
pasos del mostrador al preguntarle si no quería dar su nombre y señas.
Sergio preguntó si era necesario, y el agente, con una sonrisa cómplice, le
explicó que no sería mala idea hacerlo por si el legítimo dueño de la cartera
desease entregarle alguna recompensa por su restitución.
No será necesario, de verdad, dijo Sergio, y siguió caminando hacia la
puerta mientras el policía sentado sacaba la documentación y su neutra expresión
se tornaba sorprendida. Sergio le oyó murmurar algo, aunque no pudo entender
sus palabras porque el otro agente, que le acompañó hasta la puerta y en ese
momento la abría para dejarle paso, estaba hablando de alguna trivialidad.
—¡Detén a ese hombre!
El grito del agente del mostrador paralizó a Sergio, y pudo ver que el
policía situado a su lado quedaba igualmente sorprendido. Ambos se giraron
para mirar al agente del mostrador, que ya estaba desenfundando su arma
reglamentaria, con el rostro pálido sólo coloreado por dos puntos de profundo
carmesí en las mejillas.
Sobre el mostrador, junto al fajo de billetes, Sergio vio un DNI con su
nombre y fotografía, su propio carné de conducir y, salido inexplicablemente del
compartimiento para monedas, un dedo largo y delicado, rematado en ambos
extremos por una mancha carmesí; por un lado, la uña bien cuidada y pintada de
una mujer. Por el otro, una mancha de sangre aún fresca, que había salpicado la
cartera y el mostrador.


EXTRAÍDO DEL DIARIO LOCAL, AL DÍA SIGUIENTE

ASESINA A SU MUJER Y ENTREGA LAS PRUEBAS EN
COMISARIA

Un vecino de esta localidad que responde a las iniciales S.M.H, de treinta y


dos años, fue detenido ayer acusado de la muerte de su ex esposa, L.J.M, de
veintinueve años y madre de los dos hijos habidos en el matrimonio. El presunto
asesino se personó en la comisaría de la policía nacional, entregando una cartera
que afirmó haberse encontrado en la calle momentos antes. Al inventariar el
contenido de la cartera, los agentes de guardia hallaron en su
interior cuatrocientos euros, así como un dedo índice amputado, según los
primeros indicios, con un objeto cortante. Lo más curioso de este macabro
incidente es que la documentación hallada en el interior de la cartera
correspondía al sospechoso, aunque éste mantiene en su declaración que la
encontró en la vía pública. La huella dactilar del dedo mutilado llevó a la policía
hasta L.J.M, que fue hallada muerta en su domicilio con cinco cuchilladas en el
pecho, habiendo sufrido la amputación traumática de los dedos de la mano
derecha. Tras comprobar los movimientos bancarios de la finada, la policía
considera que ella retiró del banco cuatrocientos euros que, al parecer, su ex
marido robó posteriormente tras asesinarla y mutilarla.
El sospechoso continúa en las dependencias policiales, donde ha recibido
asistencia psicológica al encontrarse, según parece, en un fuerte estado de
confusión mental y defendiendo su inocencia pese a las abrumadoras evidencias.



Última lectura
Por Ramón Ferreres Castell

A Silvia nunca le gustaron los funerales. No entendía cómo iba a ayudar
ver a un ser querido encajonado y vestido con un elegante atuendo. Hubiese
deseado estar en cualquier otra parte, pero seguramente nadie hubiera
comprendido que la viuda no fuera al funeral de su propio marido. Una hilera
inacabable de personas, a algunas de las cuales no había visto jamás, intentaron
reconfortarla con palabras de ánimo. Pero ellos volverían a sus vidas después de
la ceremonia. Ella, en cambio, estaba sola. Así se sintió al llegar a casa.
En la habitación todo estaba como lo había dejado. No había motivo para
que no fuera así. Sobre la mesilla de noche de Pedro, la lámpara que le había
regalado por su treinta cumpleaños y su última lectura. La cama, aún deshecha,
la invitaba a derrumbarse sobre ella. Así lo hizo. Durante un instante, la
reconfortó sentir el olor de su marido entre las sábanas, hasta que comprendió
que aquel aroma era lo único que quedaba de él. Rompió a llorar preguntándose
por qué había sucedido todo de aquella manera, cómo aquella repentina y
fulminante enfermedad había robado toda la juventud y belleza de su amado.
Silvia tomó entre sus manos el libro que yacía sobre la mesilla. Estaba
cuidadosamente forrado, como solía hacer Pedro. Siempre la había sorprendido
aquella costumbre. Él solía decir que no quería estropear los libros, pero ella
sabía que era una forma de que nadie supiera lo que estaba leyendo. Como ávido
lector que era, le gustaba mantener el anonimato de sus lecturas. Así, evitaba
comentarios como: «Yo también lo he leído, pero el final no me gustó». Silvia
intentó recordar un solo día en que no hubiera visto a su marido leyendo, pero no
pudo. Si hasta en su viaje de bodas se había llevado un par de libros. Y volvieron
del Caribe leídos y bien leídos. En ocasiones, se enfrascaba tanto en la lectura
que acababa comportándose como algunos de los personajes de la novela en
cuestión. Recordó con una sonrisa como su suegra le había explicado que de
niño, cuando estaba leyendo Pinocho, aseguraba que le estaba creciendo la nariz.
Intrigada por cuál había sido la lectura póstuma de Pedro, abrió el libro. De él
cayó una fotografía. Solía utilizarlas como punto de libro. Silvia recordaba
aquella instantánea perfectamente. Ella misma la había hecho. Aparecía Pedro en
la playa con un bañador horroroso que le había regalado su madre. Sí, recordaba
perfectamente aquella imagen. A quien apenas reconocía era a su marido. Estaba
radiante. Se le veía lleno de vida. Parecía como si aquella fotografía se hubiese
apoderado de toda la vitalidad de Pedro. Desconcertada, y temiendo lo que
podría descubrir, comenzó a leer el último párrafo: «Al entrar se encontraron,
colgando del muro, un soberbio retrato de su amo, tal como le habían visto por
última vez, en todo el esplendor de su juventud y su belleza».
Silvia supo en aquel instante que jamás debería haberle regalado aquella
novela de Oscar Wilde.

El túnel
Por Miguel Ángel Comín

Eran felices… y quien no lo es cuando se trata de recién casados.

Íbamos de Luna de Miel y como nuestra economía no nos permitía grandes
lujos decidimos olvidarnos de países exóticos y alquilamos un pequeño
apartamento en un pueblecito de montaña.
Nuestro sueño era pasar la luna de miel en sábanas blancas durante 7 días.
Conducíamos un pequeño coche de alquiler y según el mapa no quedaban
más de 22 millas para llegar a nuestro destino. El recorrido era precioso, una
carretera tranquila sin tráfico…
Pasamos la última gasolinera que quedaba hasta llegar al final del trayecto,
el indicador de gasolina indicaba que teníamos todavía combustible suficiente
para poder llegar al pueblo, así que continuamos.
Poco antes de llegar a la gasolinera habíamos visto un letrero.

Túnel de Vielha. Longitud 5 millas.
Se recomienda repostar en la próxima gasolinera.
Se recomienda revisar las luces.
Túnel de muy poca iluminación.

Éramos jóvenes, aquello nos pareció excitante.
Había anochecido cuando llegamos al túnel y la verdad es que estaba
bastante abandonado a su suerte, enfrente nuestro, oscuridad, solo a lo lejos
pudimos percibir una pequeña luz, el primer foco del que disponía el túnel.
Empezaba a nevar.
Las luces del coche iluminaron el túnel, Peter decidió encender las luces de
largo alcance, pero una extraña neblina formada en el interior hizo que la
visibilidad fuera peor en esas condiciones, decidimos seguir con las luces de
cruce.
Vimos que en el techo se habían formado estalactitas debido a las
filtraciones de agua, parecía que lloviznaba, había que accionar el
limpiaparabrisas de vez en cuando.
Yo miré hacia atrás, vi como la boca del túnel iba desapareciendo poco a
poco, estábamos bajando. Aquello no me pareció tan excitante.
El suelo del túnel era de tierra y en algunos tramos fangoso debido a la
humedad, encontramos piedras que se habían desprendido del techo y la pared.
Peter conducía despacio por miedo a no dañar los neumáticos.
Hacía rato que ya habíamos pasado el primer foco de luz y todavía no
percibíamos el segundo, si es que había un segundo.
De pronto el coche empezó a perder potencia y a dar trompicones, al rato el
motor se paró.
Peter intentó ponerlo en marcha varias veces, pero no fue posible. Golpeó
malhumorado el volante, luego se quedo quieto muy serio, miró el indicador de
gasolina, acercó su dedo índice hacia él y golpeó el protector de plástico que lo
cubría, de repente la aguja bajó en picado, los dos nos quedamos petrificados,
aquella maldita aguja se había quedado bloqueada por alguna extraña razón y
nos había engañado, no teníamos combustible.
Empecé a perder los nervios, Peter intentó tranquilizarme, pero noté que él
también estaba nervioso.
Decidimos esperar por si pasaba alguien que nos pudiera acercar a la
gasolinera.
Dejamos el contacto puesto y las luces de posición junto con las de
emergencia para ser visibles en el caso de que pasara algún vehículo, luego Peter
fue al maletero a por una linterna y algo de abrigo, fuera hacía mucho frío y
dentro de poco en el interior del vehículo también, sin el motor en marcha no
había calefacción.
Peter me pasó el polar que me había comprado para la ocasión, me lo puse
por encima mientras él iluminaba con la linterna el túnel, no se podía ver
prácticamente nada a más de 10 metros por culpa de la niebla. Todo estaba en
silencio.
Pasaron 45 minutos y allí no pasaba nadie. Teníamos que hacer algo, no
podíamos esperar más, a estas horas ya tendríamos de haber llegado al
apartamento y todavía estábamos dentro de aquel túnel.
La batería del coche no sabíamos lo que podría aguantar dejando las luces
del coche encendidas, pero no podíamos apagarlas. En el supuesto caso de que
pasara alguien no nos vería con tiempo suficiente y podríamos ser arrollados,
pero sin batería, aunque tuviéramos gasolina no podríamos ponerlo en marcha,
todo era muy confuso, complicado.
Había que hacer algo y pronto, lo único que se nos ocurrió fue que
teníamos que volver a la gasolinera.
Yo al principio descarté la idea, pero Peter dijo que teníamos que hacer
algo ¡ya! No podíamos quedarnos de brazos cruzados y esperar, no pasaba nadie,
allí dentro hacia mucho frío, quizás estábamos a menos dos grados bajo cero,
llevábamos puestos los polares, los gorros de lana, los descansos de nieve, los
guantes y estábamos helados, si nos quedábamos aquí toda la noche podríamos
morir congelados.
Calculamos que andando hasta la gasolinera tendríamos unas 7 u 8 millas
así que tardaríamos en llegar una hora más o menos y otra hora de vuelta. Eran
las diez y media, con suerte sobre la una estaríamos de regreso. Podríamos poner
el coche en marcha y largarnos de una vez por todas de este lugar.
Pero de nuevo se nos planteó un problema.
¿Íbamos a dejar el coche allí solo? Si lo hacíamos tendríamos que apagar
las luces, pues funcionan con el contacto puesto. ¡No íbamos a dejarlo con las
llaves puestas!
Tampoco era buena idea dejar el coche totalmente a oscuras con el peligro
que eso suponía, ni dejarlo abandonado, aunque fuera momentáneamente,
teníamos todo el equipaje en el maletero, podría pasar alguien y robarlo.
«Quien podría pasar?» me dije. «¡Si llevamos más de una hora aquí dentro
y no ha pasado nadie!». Pero no me fiaba.
Alguien tendría que quedarse en el coche, era un coche de alquiler, si le
pasaba algo tendríamos de sufragar los gastos nosotros, no podíamos
arriesgarnos, además dependíamos de él para movernos y si lo dejábamos solo
no sabíamos en que condiciones podríamos encontrarlo a la vuelta.
A Peter no le hizo ninguna gracia que me quedara en el coche, ni a mí
quedarme, pero no teníamos opción.
Se despidió de mi con un beso y un te quiero y se fue rápido y con paso
firme hacia la gasolinera, lo vi alejarse a través del cristal trasero del coche, al
rato solo pude ver la luz de su linterna moverse de arriba abajo, luego todo
quedo en oscuridad.
«Solo serán dos horas». Pensé. «Dos horas y Peter ya estará de vuelta,
llenaremos el depósito y nos iremos pitando hacia el apartamento».
Que ganas tenia de que acabara esta pesadilla.
Pensé en dormir un poco, así el tiempo pasaría más rápido, Peter estaría de
vuelta casi sin enterarme, pero no pude. Estaba muy nerviosa, tenía mucho frío,
aquel túnel era tenebroso y estaba sola, completamente sola. Estuve a punto de
salir a su encuentro, la idea de quedarme en el coche ya no me parecía tan buena.
Me di cuenta de que no tenía linterna, ¿cómo me iba a ir a oscuras?
Rápidamente abrí la puerta, salí y grité su nombre, pero no recibí respuesta.
¡Dios! Dentro del coche hacia frío, pero fuera era peor, volví a gritar sin éxito y
decidí entrar de nuevo.
Tenia que hacer algo para matar el tiempo y distraerme, estaba muerta de
miedo, Peter solo hacia 20 minutos que había salido, quizás ya estuviera fuera
del túnel, recordé que cuando nos disponíamos a entrar empezaba a nevar, ojalá
ya haya parado.
Hasta ahora no me había dado cuenta, casi no podía ver nada por el
parabrisas, una estalactita situada justo encima dejaba caer gotas de agua que
resbalaban por el cristal y debido a la baja temperatura quedaban congeladas en
él, el ruido del goteo empezó a ser un poco molesto, no se como no lo había
escuchado antes.
¡Plic!, ¡Plic!, ¡Plic! …
Estuve un rato viendo caer las gotas de agua por el cristal para
entretenerme, algunas veces caían dos o tres a la vez y las seguía para ver cual
de ellas llegaba mas lejos, unas morían muy pronto y paraban en algún trozo
escarchado, otras sorteaban con gracia las otras que habían quedado congeladas
y como si de un camino se tratara recorría el cristal casi por completo. En una de
aquellas carreras me pareció ver una luz al fondo, salí rápida del vehículo
pensando que se trataba de algún coche, pero la luz no se acercaba, estaba
inmóvil, muy lejos, y pensé que quizás seria el segundo foco del túnel. ¿Cómo es
que no lo había visto antes?
Me di cuenta de que la luz desaparecía y aparecía una y otra vez, la
pequeña niebla que envolvía el túnel jugaba con mi vista.
Entré de nuevo en el coche.
55 minutos.
Peter ya tendría que haber llegado a la gasolinera, seguro que había
comprado una lata de 5 o 10 litros y estaría de vuelta, una hora más y estaría
aquí.
Yo no entendía de coches ni de mecánica ni nada por el estilo, pero me
preguntaba «Cuantas millas se podrían recorrer con 5 litros de gasoil?»
Ojalá diera para poder llegar al pueblo, aquella noche se me hacia eterna.
Una hora desde que se marchó.
Llevaba rato con ganas de poner algo de música pues tanto silencio me
ponía los pelos de punta, el coche solo disponía de radio y aunque me parecía
inútil pues sabía que aquí dentro no llegaba ninguna señal decidí entretenerme
con el sintonizador a ver si por un casual escuchaba algo, por lo menos algo
mejor que el ¡Plic!, ¡Plic! de las malditas gotas.
Empecé a mover el botón hacia la izquierda y solo pude oír aquel ruido
característico que hacen las radios cuando no hay señal.
Tffff – Shshshsh – Tffff – Shshshsh…
«Ya lo sabía». Me dije. «Pero no tengo nada mejor que hacer».
Me había traído un nuevo libro para leer, pero me lo reservaba para leer en
la cama entre revolcón y revolcón.
Moví esta vez el botón hacia la derecha y nada.
Ya había pasado una hora y veinte minutos mas o menos, estaba totalmente
agarrotada y empecé a mirar por el espejo retrovisor a ver si llegaba Peter, todo
seguía oscuro, además los cristales estaban totalmente empañados, no podía ver
absolutamente nada y tampoco tenía ningunas ganas de limpiarlos.
En uno de los giros del sintonizador de la radio, que además movía como si
de abrir una caja de caudales se tratara, me pareció oír música, subí un poco el
volumen para escuchar mejor. De repente algo sonó muy fuerte en el techo del
coche y este se tambaleo un poco, seguidamente un ruido continuo como de
golpes.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!
Primero grité asustada, luego empecé a chillar como una loca. ¿Qué
ocurría?, ¿qué era ese ruido?
Notaba que había algo en el techo, parecía como si éste quisiera hundirse y
empecé a tocar el claxon insistentemente, pensando que lo que fuera que
estuviera allá arriba saliera despavorido, pero en contra de lo previsto los golpes
eran cada vez más fuertes…
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Algo o alguien lo estaban golpeando.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Seguía chillando de desesperación, de miedo, subí el volumen de la radio
intentando en vano enmudecer aquel sonido.
TFFFF – SHSHSHSH – TFFFF – SHSHSHSH…
Fue inútil.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Empecé a llorar, ya no sabía qué hacer, no me atrevía a salir del coche,
¿que era aquello?, me acurruqué en el asiento y empecé a gritar con todas mis
fuerzas.
—¡BASTA!, ¡BASTA!, ¡BASTA!
No sé cuánto duro aquello, ¿5, 10 minutos?
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
El coche seguía tambaleándose, alcé la vista y me pareció ver unas gotas
que salpicaban el cristal delantero, pero a diferencia de las otras, éstas eran
oscuras.
Escuché ruidos de sirenas, luego enmudecieron. Luces rojas y azules
iluminaron el entorno, una voz que parecía proceder de un megáfono dijo.
—¡ATENCION LE HABLA LA POLICIA, SALGA INMEDIATAMENTE
DEL COCHE CORRA HACIA NOSOTROS Y NO MIRE HACIA ATRÁS!
¿Qué era aquello? ¿Me estaba volviendo loca? Había pasado de
encontrarme sola y a oscuras en un túnel a tener a la policía, luces por todos
lados y un montón de ruido.
TFFFF – SHSHSHSH – TFFFF – SHSHSHSH…
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
El mensaje volvió a repetirse.
—LE HABLA LA POLICIA, RAPIDO SALGA DEL COCHE CORRA
HACIA NOSOTROS Y NO MIRE HACIA ATRAS!
Decidí hacer caso a aquella orden y con gran esfuerzo abrí la puerta del
auto, caí al suelo.
Al levantarme miré hacia delante, unos focos de coches me cegaron
De nuevo escuche.
—CORRA HACIA AQUÍ, ¡RÁPIDO!
Noté como si gotas de agua salpicaran mi cara, gotas calientes. Estaba
aturdida. Empecé a correr hacia la voz con bastante dificultad, llevaba unas dos
horas dentro del vehículo y tenía las piernas entumecidas, ya de por si me
costaba andar.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
De nuevo la policía.
—¡NO MIRE HACIA ATRÁS, NO MIRE HACIA ATRÁS!
Quería mirar, sentía curiosidad por ver qué pasaba, pero estaba presa del
pánico, lo primero que deseaba era alejarme del coche lo antes posible.
En uno de los intentos por avanzar tropecé y caí al suelo, intente
levantarme, pero esta vez resbale al pisar un pequeño charco helado, me di la
vuelta y lo que vi me mató de por vida.
En el techo del vehículo pude ver a un hombre que vestía una bata blanca,
la cual muchas partes de ella estaban manchadas de rojo, los focos de los coches
de la policía le daban un aspecto fantasmagórico. El hombre se encontraba de pie
con las piernas arqueadas, parecía un Neanderthal y en su mano sujetaba algo
con lo cual golpeaba el techo del vehiculo.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Al principio no distinguí muy bien, luego me di cuenta que lo que aquel
monstruo sujetaba era…, era…, era la cabeza de Peter. La golpeaba una y otra
vez contra el techo, salpicándolo todo de sangre.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...
Gotas calientes cayeron de nuevo en mi rostro, pasé mis manos para
limpiarme y al mirarlas las vi teñidas de rojo, era sangre, la sangre de Peter. Caí
desmayada.
La noticia corrió como la pólvora.
Un loco que se había escapado del Manicomio había matado a un turista y
le había cortado la cabeza, luego con ella había golpeado repetidas veces el techo
del coche en el cual se encontraba su mujer.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...

A los tres meses de lo ocurrido me enteré de que iban a tapar el túnel e iban
a construir una carretera exterior para llegar al pueblo. Lo dieron en las noticias
de las 3 pero no pude saber más, alguien cambio de canal y nos pusieron dibujos
de Mickey Mouse y de Bugs Bunny, en el Psiquiátrico donde me encontraba no
nos dejaban ver otra cosa.
No tenía cura y la medicación que me daban no ayudaba mucho así que
decidieron trasladarme a un Manicomio de por vida.
El primer día que llegué me hice amiga de un tipo que tenia pinta de
Neanderthal.
A veces en los Manicomios también ocurren accidentes.
¡BOOM!, ¡BOOM!, ¡BOOM!...


Tres alturas
Por Jose Luis Diaz Marcos

Luis conduce por un bacheado camino, en pleno bosque. A medida que
progresa, busca algo entre los árboles. Se lleva la mano a la espalda visiblemente
dolorido, quejumbroso.
Poco después, enfila un segundo camino que pronto lo acerca hasta un
inmueble cuya añeja apariencia ha conocido tiempos mejores. Delante, un coche.
En la puerta, una mujer de aspecto urbano con un portafolios.
—¿El señor Más, Luis Más? —pregunta aquélla en cuanto él pisa, «¡Ay!»,
el suelo.
—Sí…
—Soy Eva Torres, de la inmobiliaria. —Ofrece su mano—. Siento decirle
que no voy a poder enseñarle la casa.
—¡¿Cómo?!
—Me ha surgido un imprevisto y debo irme enseguida. Pero no se
preocupe —tranquiliza—: aquí tiene la llave. Pase usted.
—¿Yo…?
—Sí. A su aire, con total confianza. Como verá, la vivienda consta de
sótano, planta baja, primera planta y desván. Tres alturas.
—Si no hay otra opción… —asume Luis cogiendo la llave, dolorido.
—Cuando termine, déjela en esa maceta de ahí: ya pasaré a recogerla. ¿Se
encuentra bien?
—Más o menos. Hace unos meses sufrí un accidente y la espalda aún me
culpa por ello.
—Ánimo entonces. ¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?
—Turismo rural. Quiero abrir mi propio negocio.
—¡Fantástico! En ese caso, ha venido al sitio ideal. Disfrute —desea Eva
camino de su coche.
—¿No teme que le robe los cubiertos? —bromea él.
—En absoluto. La casa le va a gustar tanto, que los cubiertos me los
regalará como agradecimiento por vendérsela.
Luis abre la puerta principal y lo golpea la atmósfera sólida y rancia de las
construcciones deshabitadas. El mobiliario, antiguo y polvoriento.
—¡Buf! Sus últimos inquilinos debieron ser…
En el vestíbulo, de izquierda a derecha: una puerta (cerrada con llave,
según comprueba), un estrecho pasillo, la escalera que conduce a la primera
planta y una segunda puerta, también obstruida.
Se adentra por el pasillo. Salvo el de la cocina, todos los dinteles que
encuentra están bloqueados.
—Empiezo a pensar,… ¡ay!, que me he dado la paliza del viaje para nada...
Entra en aquella, puro descuido. Descubre en el centro de la estancia, bajo
la mesa, el rectángulo abierto de una trampilla.
—El sótano, imagino…
Intenta mover el mueble y un doloroso latigazo le fustiga las lumbares. Se
agacha y gatea.
—No es la postura más elegante, pero al menos…
Encuentra una sucesión de escalones en cuyo fondo, semioculta en la
oscuridad, despunta una pala. Duda.
—Pensándolo bien, mejor dejarlo para luego...
Extenuado como un alpinista en la cumbre del Everest, Luis corona la
primera planta aferrado a la barandilla.
Más puertas. Todas cerradas.
—¡¿Así recibes a quien se interesa por ti: dándole con las puertas en las
narices?! ¡¿Quieres acabar convertida en una montaña de leña, eh?! ¡¿Es eso lo
que quieres?! —vocea a la casa, frustrado.
De improviso, como respuesta a su reproche, una segunda escalera se
despliega estrepitosa desde el techo, en el pasillo. Luis recula hasta un rincón,
temeroso.
—¡¿Ha, hay alguien ahí…?!
Sin respuesta, se acerca tímidamente:
—Y esto debe ser…
Sube a una buhardilla con techo a dos aguas también anegada por el polvo.
Enfrente, un rosetón acristalado.
—Más de lo mismo… No sé si este sitio puede tener futuro como
negocio…
Asomado al tragaluz: fuera, tres alturas más abajo, su coche.
Se dispone a bajar y queda atónito. Ahora, de repente, la trampilla ya no se
abre a la segunda planta, sino… a los escalones del sótano en cuyo fondo,
semioculta por la oscuridad, despunta una pala.
—¡¿Pero qué…?!
Se aventura, tímido, en la negrura. Uno de los peldaños, quizá podrido,
cede bajo su peso y acaba sentado de golpe.
—¡¡Aaaah!! —grita, transido por el dolor. Teme no poder levantarse.
Alcanza un interruptor al final de la pared: la mortecina luz de una sucia
bombilla ilumina un recinto cuadrangular surcado por pilares y traviesas.
Luis niega, atónito.
Apoyado en la herramienta a modo de bastón, sube, «¡Ay!», y se asoma…
¡al desván!
Ahoga una risita sintiéndose absurdo. Otea bajo el suelo-techo, frontera
que separa ambos niveles, intentando atisbar el menor rastro de los espacios
perdidos.
—¡¿Qué… qué locura es esta?! ¡¿D-dónde están la planta baja y la primera
planta, las dos alturas que… faltan?!
Agitado, suelta el apoyo y saca su móvil. Intenta encenderlo, sin éxito. Lo
estrella contra la oscuridad.
—¡Así que esto es lo que quieres! —exclama mirando a su alrededor,
sopesando de nuevo el utensilio, desafiante—. Para salir de aquí tengo que cavar
un túnel... Para eso es la pala, ¿no? ¡¿Quién eres?! ¡¿A qué juegas?! ¡¿Qué
quieres de mí?!
Tantea el piso y el muro con el metal: roca pura. La golpea y se le escapa
un doloroso gruñido. Tira la pala, furioso.
Aparece en el desván, arrastrándose.
Caída la noche, sobre las tejas empieza el golpeteo rítmico y progresivo de
lalluvia.
—Agua… —murmura, esperanzado.
Gatea hasta el rosetón: el aguacero llora sobre el cristal. Se incorpora a
regañadientes e intenta la apertura. Sin fuerzas. Insiste y la logra.
—Gracias…
Sacia la sed usando las manos como cuenco. Se deja caer, molido.
Ya de día, lo despierta un motor:
—Eva…—recuerda—. ¡Eva! ¡¡Eva!! ¡¡Socorro!!
—¡¿Luis?! —exclama la mujer. Sorprendida, desconcertada —¡¿Qué hace
ahí…desde…?! ¡¿Qué ocurre?!
—¡No puedo salir! ¡Ayúdeme!
—¡Tranquilo…! ¡La llave! ¡Tire la llave!
Luis busca entre sus ropas, ansioso.
—¡Ahí va!
Escrupulosa, Eva busca entre el barro.
—¡Ya la tengo!
—¡El sótano! ¡Suba a través del sótano!
—¡¿Qué?!
—¡Confíe en mí! ¡Vaya al sótano!
Aturdida, Eva corre hacia la casa.
—Por fin… Por fin saldré de esta pesadilla… —se confiesa él, contento.
De súbito, algo empuja la escalera y cierra la trampilla con gran violencia.
—No… ¡No! ¡¡NO!!
Renquea hasta aquella e intenta abrirla, impotente.
Eva entra en la cocina. Descubre la trampilla, cerrada. Forcejea y... Bajo la
madera, suelo puro y duro: el sótano no existe.
—¡Por todos…!
Sale al zaguán y sube a la primera planta. A la segunda trampilla, también
cerrada. Repite la maniobra y… Sobre la madera, techo puro y duro: el desván
tampoco existe.
—¡¿Có… cómo pueden desaparecer… el sótano y una altura?! ¿Qué…?
¡¡Luis!! ¡¿Luis, sigue ahí?! ¡¿Me oye?!
Silencio.
Eva corre escaleras abajo y se precipita fuera de la casa.
—¡¡Luis!! ¡¡Luis!!
—¡¡Sí!! —Se asoma al cabo— ¡¿Por qué está ahí?! ¡¿Qué pasa?!
—¡Algo extrañísimo! ¡No se lo va a creer, pero…! ¡Han desaparecido el
sótano y la altura del desván, su altura!
—¡Se equivoca! ¡Faltan la planta baja y la primera, las otras dos alturas!
Confundida, Eva saca el móvil.
—¡No funciona! ¡Voy a buscar ayuda!
—¡No tarde! ¡Por Dios bendito, no tarde! ¡Se lo ruego!
La mujer sube en su coche y se aleja a toda velocidad.
Eva conduce de vuelta. Precede la marcha de un coche policial. Ambos
vehículos se detienen. Aquélla grita de pronto y se apea. Policía y Ayudante la
imitan, boquiabiertos.
La casa se ha derrumbado quedando convertida… en una montaña de leña.
Los agentes intentan tranquilizarla. Se acercan los tres.
Aún sobrecogida, Eva grita de nuevo señalando los escombros: asoma,
inconfundible, el cadáver de Luis. Ayudante la aleja.
Policía intenta establecer comunicación con su walkie:
—Qué raro… No…
Unos metros más allá, aquél pregunta:
—¿Estaba solo? ¿Había alguien más en la casa?
—N-no… ¡Ay, Virgencita! ¡Pobre hombre…!
—Intente calmarse…
—¡Espere! ¡¿Ha oído eso?!
—¿Qué?
—Un ruido. ¡Por ahí! Donde estaba la cocina…
Se suceden varios golpes. Policía se reúne con ellos.
—¡El sótano! ¡En el sótano! —Urge de improviso, tan exacta e
inconfundible como su propia muerte, la voz de Luis Más— ¡Estoy aquí,
Eva! ¡Sácame! ¡¡Sácame pronto, Eva!!


Turno de noche
Por Benjamín Ruiz

El hospital Doctor Sagaz Zubelzu está enclavado en el monte El Neveral,
uno de los que circundan la ciudad de Jaén, que se encuentra al fondo, en el
valle. La gente lo conoce simplemente por el nombre de El Neveral. Es un
edificio vetusto, construido a 700 metros sobre el nivel del mar e inaugurado en
1935, como un sanatorio para tuberculosos. La fachada está pintada de un
amarillo desvaído, tiene cuatro plantas «aunque la última lleva muchos años
cerrada», y se encuentra rodeado de pinos por los cuatro costados. En noviembre
de 1936 sufrió un aparatoso incendio. Murieron dos enfermeras que se lanzaron
desde una de sus ventanas, huyendo de las llamas. Actualmente, es uno de los
tres hospitales que forman el Complejo Sanitario de la ciudad de Jaén.
María aparcó el Ford Fiesta en la zona reservada para los trabajadores y
corrió hacia la entrada; estaba lloviendo. Eran casi las diez, llegaba tarde y se iba
a ganar la reprimenda de su compañera cuando le diera el relevo. Saludó al
vigilante y a los celadores y enfiló el pasillo. Al fondo: una escalera descendía al
Mortuorio. A la izquierda: se encontraban los ascensores. Tomó uno y subió a su
planta, la tercera. En el puesto de enfermeras había un estimulante olor a café
recién hecho. Ayudaba a soportar la noche. Los sonidos de las habitaciones iban
cesando poco a poco; los pacientes habían cenado ya y los televisores se
apagaban. Enfermos y acompañantes se preparaban para dormir.
Su compañera, una enfermera de edad avanzada y a punto de jubilarse, le
dio el relevo malhumorada. Le regañó por haber llegado tarde y se marchó.
«Amargada», pensó María, mientras iba revisando los informes y la medicación.
«Se cree que porque tenga 107 años puede hablarme como le dé la real gana».
Esa noche solo se encontraban ella y otra compañera, auxiliar, para toda la
planta. La crisis había hecho estragos y siempre andaban bajo mínimos en
cuestión de personal. Se repartieron las habitaciones y empezaron a administrar
la medicación nocturna y a preparar los goteros del suero. Cuando terminaron,
volvieron a juntarse en su sala de estar para tomarse el café. Eran casi las doce.
—Nena —le dijo su compañera Paqui, la auxiliar—, me ha dicho la
acompañante del abuelo que hay en la once, que no dejan de oírse golpes en la
planta de arriba y no pueden dormir.
María dejó la taza de café.
—Eso es imposible. La planta de arriba está vacía. Lleva años clausurada.
¿Se lo has dicho?
—Sí, pero insiste en que arriba hay alguien. Suenan golpes, pasos y sillas
moverse. He llamado a seguridad y les he explicado el tema, pensando en la
posibilidad de que se haya colado alguien. Me han dicho que subirán a echar un
vistazo. Pero dudo mucho que lo hagan, al menos de momento. Están viendo el
fútbol: La Champions.
—Iré a hablar con la mujer.
Se terminó el café y se levantó. Cuando llegó a la habitación once no
encendió la luz para no molestar, por si se habían dormido. El paciente estaba
roncando, pero la acompañante no. Estaba sentada en su sillón con los ojos
abiertos en la oscuridad.
—Me ha dicho mi compañera que oyen ruidos de arriba —susurró la
enfermera, agachándose.
La mujer asintió. Era mayor, posiblemente la esposa del paciente. Habían
ingresado por la mañana y estaban solos en la habitación. La otra cama estaba
libre. Habló en voz baja.
—Él se ha dormido de puro cansancio. Pero yo no puedo. Me molesta
hasta el vuelo de una mosca. Y lo que se oye son golpetazos muy fuertes, y
como si arrastraran camas o sillas de ruedas.
A María le subió un escalofrío por la espalda. Negó con la cabeza.
—La planta de arriba está cerrada. No hay nadie. ¿No lo habrá imaginado?
La mujer sonrió.
—Créame, joven. Aún conservo la cabeza en mi sitio. ¡Eran golpes
clarísimos!
La enfermera no supo qué decir durante tres segundos. En ese momento se
oyó un golpe tremendo justo encima de sus cabezas. Las dos se sobresaltaron. El
enfermo continuó durmiendo.
—¿Lo ve? —susurró la mujer—. Pues así todo el rato.
—Intente descansar —respondió incorporándose—. Voy a ver qué pasa.
Salió al pasillo y, al llegar al mostrador de enfermería, le pidió a su
compañera una linterna que guardaban para emergencias. En la planta cerrada no
había luz eléctrica.
—¿Vas a subir tú sola allí arriba? —le preguntó la auxiliar, espantada—.
¿Estás loca? Avisa a los de seguridad y que hagan su trabajo, les pagan por ello.
—¿Y fastidiarles su precioso partido, Barcelona-Manchester United? —
respondió sonriendo—. No te preocupes, lo más probable es que se haya colado
algún gato desde el tejado.
La auxiliar no se quedaba tranquila.
—¿Subo contigo?
—No, quédate por si surge alguna complicación. Me llevo el móvil por si
me tienes que llamar.
Y se fue hacia el rellano.
El ascensor no llegaba a la cuarta planta, así que subió por las escaleras. A
partir del descansillo no había iluminación. Encendió la linterna y comenzó el
ascenso. Llegó hasta una puerta de doble hoja que estaba cerrada, pero no con
llave. Se abrió con un chirrido oxidado al girar el picaporte. Dentro había una
quietud absoluta. Las mujeres de la limpieza subían allí una vez al mes, para
mantener el pasillo y las habitaciones libres de polvo, así que no se veía
demasiada suciedad, pero sí que era evidente el estado de abandono de las
instalaciones. Fue mirando las habitaciones, una por una. Todas estaban a medio
desmantelar. En algunas había camas y en otras no. Había alguna en la que
habían acumulado los portasueros, o las sillas de ruedas. De pronto, le llegó un
olor a quemado muy desagradable. Al principio, era solo el tufo a plástico o
madera carbonizada, pero después vino el hedor a carne quemada y se le
erizaron los pelos de la nuca. Empezó a percibir mucho calor en el aire, algo que
era imposible, dado que la calefacción no subía a esa planta. Además los
radiadores nunca llegaban a quemar. La gente siempre se quejaba del frío que
hacía en aquel hospital.
Entonces se dio cuenta de que al final del pasillo había alguien. Era una
figura vestida como las antiguas enfermeras, mitad con hábito de monja y mitad
uniforme con cofia. Tenía una especie de babero blanco, pero el resto de la
vestimenta era negra. La linterna iluminó la silueta durante un segundo, antes de
que ésta desapareciera hacia el interior de una habitación. María soltó la linterna,
que cayó al suelo, apagándose.
Se agachó para recogerla con el corazón latiéndole deprisa en el pecho. La
localizó a tientas y probó a encenderla pero no funcionaba; algo se había roto
dentro de ella. Se la guardó en el bolsillo del uniforme y sacó el móvil. Llamó a
su compañera. Al cuarto tono, su compañera Paqui, lo cogió.
—Dime
—Paqui, hay alguien aquí —susurró con voz temblorosa—. Avisa a
seguridad. ¡Corre!
—¿…ué? —respondió la auxiliar. Su voz se oía entrecortada, como si en
vez de estar unos cuantos metros por debajo de ella, estuviera al otro lado del
mundo—. No….tien…que…ces… ¿M…yes…ía?
A pesar del calor, María sintió un sudor frío en el cuello del uniforme.
—Digo que he visto a alguien —murmuró forzando la vista en la oscuridad
—. ¡Llama a los de seguridad! ¡Que suban!
—¡Qué! —Ahora sí que oyó a su interlocutora, que susurraba también,
como si la pudieran escuchar desde abajo—. ¡Sal de ahí ahora mismo!”
Colgó el teléfono y se dio la vuelta en mitad del pasillo, dispuesta a volver
por donde había venido. Encendió la antorcha del Smartphone. Un chorro de luz
iluminó la figura que estaba justo delante de ella, impidiéndole el paso. La
monja enfermera tenía la cara quemada y sus ojos amarillos brillaban con una
maldad más antigua que el propio hospital. Su rostro era pálido, a pesar de las
quemaduras, y tenía los dientes afilados como un depredador.
María estaba tan espantada que no pudo ni chillar. El grito quedó ahogado
en su garganta. La enfermera se acercó a ella y pareció olisquearla. Cuando
habló, los dientes se hicieron más grandes.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó. Su voz era tan rasposa como el papel
de lija rozando una pared—. ¿Quién te ha dado permiso para subir a mi planta?
Si te vuelvo a ver por aquí te arrastraré del pelo por todo el pasillo. Lárgate de
mi vista. Y ponte el uniforme reglamentario. Vas vestida como una fulana.
María estaba petrificada por el horror, era incapaz de reaccionar. Estaba
inmóvil como un conejo en la carretera, deslumbrado por los faros de un coche.
—¿A qué huele? —preguntó de pronto la enfermera-monja—. Huele a
quemado.
Alzó la nariz, como un zorro en mitad del bosque, tratando de identificar el
olor. María también percibió el hedor a quemado que había olido antes, esta vez
más intenso.
—¡Se está quemando la techumbre! —gritó la monja. Su voz era de
hombre; a María no le cupo ninguna duda y el saberlo la horripiló—. ¡Esas
malditas estufas de leña, han prendido fuego!
La monja se acercó a ella, la cogió de la muñeca y le sonrió. Era la sonrisa
de alguien que no está en sus cabales.
—Tenemos que tirarnos por la ventana —dijo con toda tranquilidad, y el
timbre de su voz se volvió aún más bronco—. Es mejor morir aplastada que
abrasada.
María sintió el calor de su mano en la piel. Le apretaba tanto que le dolía y
le quemaba a la vez.
—No…yo no. Yo no me tiraré —susurró—. Esto no está pasando.
La mujer se le acercó tanto al oído que notó el aliento a putrefacción que
desprendía.
—Esto pasa todos los días. Y a todas horas.
La soltó, se metió en una de las habitaciones y saltó por la ventana,
gritando mientras caía.
María salió corriendo hacia la salida. Había recuperado su voz y gritaba sin
cesar. Cuando los vigilantes de seguridad llegaron, la encontraron desmayada,
cerca de la puerta de doble hoja que cerraba la última planta del hospital.
Semanas más tarde, pidió la excedencia. Nunca más volvió a trabajar. Su
cerebro no se recuperó jamás del trauma de ver a la monja de El Neveral.


La nieta
Por Juan Frau Castro

Me levanté a las ocho de la mañana para ordenar la ropa que el día
anterior había trasladado desde casa de mis padres hasta mi nuevo hogar. Había
pasado mi primera noche entre los muros de la casa que iba a formar parte de mi
nueva vida. Todavía resonaban en mi mente las palabras que mi madre había
pronunciado la noche anterior:
—Te vas porque quieres. ¿Dónde vas a estar mejor que aquí?
—Mamá, ya lo hemos hablado. Necesito mi espacio y no voy a depender
toda la vida de vosotros.
La despedida fue dura para ella, pero la decisión estaba tomada.
El reloj de la cocina marcaba las nueve y media de la mañana y mi
estómago empezaba a reclamar con ganas su ingesta diaria matinal. Todavía no
había realizado ninguna compra de alimentos, así que decidí bajar al bar de
enfrente y tomarme un café con leche y un croissant. Después seguiría con la
faena.
Cerré la puerta con llave y me dispuse a coger el ascensor. Pulsé el botón
de llamada, pero la luz roja de puesta en marcha no se encendió. Volví a pulsarlo
varias veces seguidas pero el efecto fue el mismo. Acerqué la oreja a la fría
puerta de hierro del ascensor para confirmar si se había puesto en movimiento,
pero no escuché nada. Parecía que el ascensor se había averiado. Era extraño
pues el día anterior funcionó perfectamente cuando subí las cajas con la ropa.
Miré la escalera y me dirigí hacia ella. Bajar cinco pisos o subirlos no sería un
problema para mí, pero todavía quedaban varios enseres que trasladar desde casa
de mis padres. Sólo esperaba que para entonces el ascensor estuviera arreglado.
Me encontré con él en la segunda planta. Estaba agachado junto a la puerta
del ascensor y murmuraba palabras que apenas lograba entender. De pronto se
puso de pie y, con movimientos torpes, se dio la vuelta y se quedó mirándome.
Era un hombre mayor. Calculé, por su apariencia, que debía tener más de
ochenta años. Debido a su extrema delgadez daba la impresión de que la ropa,
que era de una talla pequeña, le sobrara por todos lados. Todavía conservaba una
abundante cabellera blanca, peinada hacia atrás, y sus llamativos ojos azules
parecían estar a punto de llorar.
—¡Está roto! —le dije—. Parece que no funciona.
El anciano levantó lentamente la mano señalando al ascensor. Su cuerpo
parecía estar temblando de frío dando una sensación de extrema fragilidad.
—Mi nieta —dijo al fin con voz temblorosa—, se ha quedado en el
ascensor.
Me dirigí hacia él y le puse una mano sobre el hombro para calmarlo.
Enseguida noté sus delicados huesos bajo la delgada capa de ropa.
—No se preocupe la sacaremos de ahí —le aseguré
—La sacaremos de ahí —repitió él con la vista perdida.
Me acerqué al ascensor, extrañado por la forma de actuar del anciano, y
golpeé la puerta con los nudillos suavemente.
—Hola —dije con voz afectuosa—, soy Juan, tu vecino del quinto. ¿Cómo
te llamas?
Estuve esperando una respuesta que no llegó.
—¿Qué edad tiene su nieta? —pregunté al anciano.
—Seis años.
—¿Cómo se llama?
—Clara —afirmó—. ¡Ah! Y tiene seis años.
—Sí, claro —dije mirando aquellos ojos tristes.
Me acerqué de nuevo al ascensor y golpeé otra vez la puerta levemente
para no asustar a la niña.
—Clara. No te asustes. Ahora mismo te voy a sacar de ahí dentro.
Me dirigí de nuevo al anciano.
—Puede que el ascensor se haya puesto en marcha y esté parado en otra
planta. Por eso no me oye. ¡Espere usted aquí!
Bajé hasta la planta baja y toqué la puerta del ascensor llamando a la niña.
No contestó nadie. Subí hasta el primer piso y volví a llamar a Clara, obteniendo
de nuevo el silencio por respuesta. Al llegar al segundo piso el anciano seguía al
lado del ascensor.
—¡Espere aquí! Voy a comprobar las plantas de arriba.
En el tercer y cuarto piso tampoco contestó nadie. Ya sólo quedaba
comprobar en mi rellano. La respuesta también fue nula. Miré el tramo de
escaleras que subía hasta la planta de entrada a la azotea y subí por ellas. Pudiera
ser que el ascensor tuviera una salida en la última planta. Pero no fue así. Una
estructura de ladrillo cerrada guardaba el mecanismo que ponía en marcha el
ascensor. De pronto, algo llamó mi atención. Sujeta en la pared, una pequeña
caja de cristal contenía lo que parecía una llave maestra para la apertura de
puertas del ascensor. Abrí el cajetín, cogí la llave y baje los escalones de dos en
dos hasta el segundo piso. El anciano estaba de cara a la puerta del ascensor con
las dos manos apoyadas sobre la puerta.
—Tranquila, cariño —dijo el anciano—. No llores. Ya falta poco.
—¿Está aquí? —pregunté
—Sí. Me dice que tiene mucho miedo. Está asustada.
Acoplé la llave sobre el pivote de hierro, que sobresalía en la parte superior
izquierda del marco de la puerta, y giré el mecanismo hacia la derecha con
fuerza. Un sonoro «Clac» sonó en el interior y la puerta de hierro se abrió.
—¡Apártese! Por favor —le pedí.
Tras abrir la puerta exterior observé la puerta de cabina, formada por tres
hojas correderas de metal, que estaba cerrada. Al final el anciano tenía razón, el
ascensor estaba atascado en la segunda planta. Agarré la corredera con las dos
manos y tiré con fuerza para abrirlas.
—¡Ya está…! ¿Clara? —dije con asombro al comprobar que el ascensor
estaba vacío.
—¡Gracias! ¡Muchas gracias! —dijo el anciano—. Es usted muy amable.
Ahora ya no está asustada.
El corazón me dio un vuelco. Allí dentro no había nadie.
—¡Disculpe! —sonó una voz de mujer tras de mí.
Cuando me giré pude ver una chica que debía tener más o menos mi edad y
que, sin dejar de mirarme, agarró al anciano de la mano.
—¡Vamos, abuelo! Ya ha pasado todo.
—Pero… ¡Clara! —pronunció el anciano mirando hacía el ascensor,
mientras la chica le acompañaba al interior de su casa.
—Siéntate en tu sillón, abuelo. Ahora vengo. —Escuché desde el umbral
de la puerta de entrada a la vivienda, mientras la corredera de la cabina del
ascensor volvía a cerrarse.
La chica salió al rellano.
—Debe perdonar a mi abuelo —se excusó—. Me llamo Ana. Soy nieta de
Anselmo.
—Yo soy Juan. No te preocupes —la calmé—. Es sólo que me ha
sorprendido un poco todo esto.
—Verás es que… —Ana titubeó un poco—. Mi abuelo padece de
Alzheimer. Está en una fase avanzada y en poco tiempo perderá toda movilidad.
No pensé que se fuera a levantar. Lleva sufriendo está enfermedad desde hace
años.
—Lo siento —dije—, pero ¿Quién es Clara?
Ana bajo la vista pretendiendo esquivar mi pregunta.
—Perdón —me excusé—, no quería…
—¡No! No pasa nada —dijo mirándome de nuevo a los ojos—. Verás.
Clara era mi hermana mayor: murió a los seis años, antes de que yo naciera. Por
aquel tiempo mi abuelo se ocupaba de ella. Mis padres trabajaban los dos y, por
culpa del horario, no podían llevar a mi hermana a la escuela, así que mi abuelo
se ofreció a ello. Cada mañana, antes de empezar a trabajar, mis padres se la
dejaban en casa y mi abuelo se ocupaba de llevarla a la escuela y de traerla.
Comía con él y luego volvía a llevarla por la tarde y también la recogía. Él se
ocupaba de todo hasta que mis padres volvían de trabajar por la noche. Una
mañana mi hermana entró sola en el ascensor sin que mi abuelo se diera cuenta.
El destino quiso que el ascensor estuviera parado en esta planta.
«Mientras él cerraba la puerta de casa con llave, ella entró dentro y lo puso
en marcha. Por aquel tiempo los ascensores no tenían contrapuerta interior. No
disponían de la protección de hoy en día. Parece ser que Clara se asustó y metió
la mano en el hueco que quedaba entre la cabina y la pared. El ascensor le
arrancó el brazo y Clara murió desangrada. Pero su muerte no fue inmediata. Mi
abuelo intentó por todos los medios abrir el ascensor mientras mi hermana no
paraba de llamarle entre sollozos. No hubo manera de acceder al interior.
Cuando llegaron los bomberos no pudieron hacer nada por ella. Había perdido
mucha sangre. Desde el inicio de su enfermedad mi abuelo revive aquel
momento continuamente. Recuerda a su nieta, pero no lo que pasó. Es lo que
tiene el Alzheimer. La memoria se desvanece día a día y con ella tus recuerdos.
Es la manera más lenta de morir en vida. Mañana no se acordará de nada y otra
vez volverá al ascensor a buscar a mi hermana. Y yo tendré que volver a
explicárselo. Y de nuevo volverá a sufrir el dolor de perder a su nieta igual que
la primera vez.
—Lo siento —dije—. Yo… acabo de mudarme al quinto. Si alguna vez
necesitas algo…
—Gracias —me interrumpió—. Perdona. Ahora he de volver con él.
Y cerró la puerta. Me quedé un rato parado, pensando en el continuo dolor
que debía sufrir aquel pobre hombre al revivir aquel momento cada día. También
debía de ser muy doloroso para Ana tener que explicárselo cada vez. Me dirigí
hacia la escalera. El hambre me estaba royendo las entrañas. Necesitaba un
aporte rápido de hidratos. Me agarré a la barandilla, dispuesto a bajar los
escalones, cuando una dulce voz sonó tras de mí.
—¡Señor! ¿Me puede ayudar a salir del ascensor? Me he quedado
encerrada.


Un beso de buenas noches
Por Gemma Solsona Asensio

En todo pueblo pequeño existe una casa misteriosa. Un lugar abandonado
al que pocos se acercan una vez oscurece y del que los niños inventan historias
que no les dejan dormir por la noche. Aquí nada es diferente. Tenemos también
nuestra propia casa encantada, con paredes cubiertas de hiedra, puertas
chirriantes y escaleras polvorientas. Hace años que nadie vive allí pero son
muchos los que, durante la noche, han visto iluminarse alguna de sus ventanas o
admiten haber oído extraños ruidos antes de salir corriendo y no parar hasta
llegar a la cálida protección del hogar. Es gracioso que todavía piensen que hay
algo extraño en esa casa. Yo creo que jamás lo ha habido, aunque ahora sí
tendrán algo real de lo que preocuparse. Sé que ella ha venido hasta aquí. Y está
fuera, esperando, cuando el sol se esconde.
Mamá decía que yo era un chico con suerte y se las apañaba para hacerme
sentir así, único, privilegiado. Si podía, me llevaba con ella allí dónde iba y
siempre encontraba algo nuevo que contarme, algún juego con el que
entretenerme. Yo era el único chico del colegio que sabía contar hasta cien en
francés, italiano y alemán. Era capaz de cantar varias canciones en estos idiomas
y a ella le gustaba acompañarme con el viejo piano que teníamos en el salón.
Podíamos pasarnos así horas y horas. Yo era también, gracias a uno de los
amigos de mamá, el único chico de la clase que acababa todas las colecciones de
cromos y los demás miraban con envidia mis álbumes siempre completos. Una o
dos veces por semana pasábamos por el quiosco del señor Frannelli. Al vernos,
bajaba la persiana y a mí me daba, al menos, diez sobres repletos de cromos. Yo
me daba cuenta de que deslizaba alguno de los que guardaba en el cajón del
mostrador, esos que contenían los más buscados, aquellos que siempre te hacen
falta para acabar la colección. Entonces, me quedaba allí, sentado en la
penumbra, abriendo los sobres y mirando las revistas de cine y él y mamá se
metían en el trastero. Me gustaba el quiosco del señor Frannelli. Olía a libros y
se estaba caliente. Recuerdo también al hombre del bar. Íbamos algunos
domingos por la tarde, a comprar cerveza para mamá. Ese sitio siempre estaba
vacío. Me sentaba ante una de las mesas con dos dedos de polvo encima y veía
la tele, mientras el hombre ponía la caja de cervezas en la nevera, para que se
enfriaran, me decía. Colocaba el cartel de cerrado y salían con mamá a dar una
vuelta. A veces podía estar allí esperándoles una hora, pero no me importaba.
Cuando volvían mamá parecía contenta y yo la ayudaba a cargar con el cajón de
cervezas que estaba ya casi congelado.
Éramos diferentes. Ella lo sabía. Cuando íbamos a la iglesia, muy de vez
en cuando, yo sentía las miradas de todos fijas en nosotros pero a mamá le daba
igual. Ellos la miraban con la misma expresión que ponía mi amigo Lucas al
pasar por delante de la confitería. Enganchaba la nariz al inmenso escaparate y
se quedaba absorto devorando con los ojos las trufas de chocolate y los enormes
pasteles cubiertos de fresas, cerezas y manzanas, que estaban absolutamente
deliciosos. Y ellas susurraban. Siempre murmuraban a nuestras espaldas. Ahora
pienso que le tenían envidia. A mamá. A su lado, comparándolas con su pelo de
fuego y su perfume francés, ellas eran orugas grises y aburridas. Y todos lo
sabían.
No me gustaba que saliese por las noches. A veces, alguno de sus amigos
venía a buscarla y no me dejaba ir con ella. Decía que era demasiado pequeño.
Me acompañaba hasta la cama y juraba que, al volver, nadie iba a quitarme mi
beso de buenas noches. Yo no podía dormirme hasta escuchar la llave que giraba
en la puerta de casa. Sabía que, a continuación, ella entraría en la habitación, lo
inundaría todo con aquel perfume de flores almizcladas y se acercaría sigilosa,
para desearme las buenas noches, con un beso que a veces olía a vino o a
cerveza, pero a mí me daba lo mismo. En alguna ocasión, cuando bebía más de
la cuenta, se olvidaba y yo me quedaba en cama, esperando. Entonces me hacía
el enfadado y no le hablaba durante, al menos, dos días seguidos. Sé que ella se
sentía culpable, porque siempre intentaba cumplir lo que me prometía. Dijeran lo
que dijeran me quería, era una buena madre y yo lo sabía.
Aquella noche se había puesto el vestido de flores rojas que tanto le
gustaba y parecía una estrella de cine. Me dijo que volvería tarde pero me
prometió como siempre que, al llegar, me daría mi beso de buenas noches.
Esperé varias horas despierto pero supongo que al final me dormí y no desperté
en toda la noche. Al abrir los ojos miré el reloj de la mesilla y me sorprendió ver
que eran más de las doce del mediodía. Me desperezé en un santiamén. Era
miércoles y mamá se habría quedado dormida. La despertaría. Salté de la cama y
al abrir la puerta me quedé quieto. Se oían voces en el salón pero ninguna de
ellas era la de mamá. Hablaban en susurros. Me acerqué de puntillas por el
pasillo y escuché. Algo había pasado. Distinguí la voz de la señorita Dora, mi
maestra. La otra voz, masculina, me resultó desconocida. «Es una desgracia. La
han encontrado desnuda, en la carretera que lleva al cementerio. Pobre infeliz.
Algún loco quizás. Con mujeres como ella...nunca se sabe. No, nadie se merece
esto, pero bueno, no hace falta que le explique cómo era. Lo peor es el niño, qué
será ahora de él, pobre criatura...». Abrí la puerta y las palabras se quedaron
atrapadas en la boca de mi profesora. Les pregunte por mamá. La señorita Dora
vino hacía mi y me acarició la cabeza, como el que acaricia a un sucio perro
abandonado, con lástima pero con cierta aprensión.«Será mejor que te vistas.Tu
mamá ha tenido un accidente».
Me quedé en casa de Lucas y, al cabo de dos días, supe que tenía una tía de
la que mamá nunca había hablado. Vino para quedarse conmigo. Por lo que
parece, mi abuelo ya había abandonado a otra familia, antes de dejar a la abuela
y a mamá. Lina, mi tía, era su primera hija. Se hizo pronto a la vida en el pueblo.
La señorita Dora me dijo que era una buena mujer. Lo que para ella significaba
una oruga gris, piadosa y discreta. Yo estoy convencido de que a mi tía nunca le
hizo mucha gracia lo de quedarse conmigo. Pero era su obligación, «como buena
hija de Dios, cumplo mi deber» me dijo, casi sin mirarme a los ojos, la primera
vez que entró en casa. Y así, ni ella ni yo, le dimos más vueltas. Era opuesta a
mamá, en todo. Vestía siempre con colores apagados, como sus ojos, y parecía
mayor de lo que era. Jamás ponía la radio, que antes no dejaba de sonar en todo
el día con la música jazz que a mamá tanto le gustaba y, cada noche, en lugar de
un beso, me leía un capítulo del antiguo testamento. La casa se ensombreció y
nunca visité tanto la iglesia como aquellos días. Echaba de menos a mamá pero
la verdad es que las vecinas empezaron a frecuentarnos cada vez más y traían
tartas de manzana y chocolate y yo podía jugar con los niños del colegio, en mi
propia casa. «Pobre niño» le decían a tía Lina. Y me pellizcaban la mejilla o me
acariciaban el cabello como había hecho la señorita Dora el día que mamá se
fue. Todo parecía fácil, previsible. Sí, todo iba más o menos bien, hasta que
llegaron las primeras desapariciones.
El primero fue el señor Franelli. Gracias a mi amigo Lucas me enteré de
todos los detalles. Su padre trabajaba en la funeraria y para Lucas las muertes en
el pueblo no tenían ningún secreto. Seguro que también hubiera podido contarme
todo acerca de mamá, pero yo ya había escuchado demasiado. Aunque con el
señor Franelli era distinto. Quería saberlo todo. Según me dijo, lo habían
encontrado en su quiosco, en el trastero, y con las persianas bajadas. Estaba
completamente desnudo y, lo más extraño según Lucas, es que no tenía ni una
gota de sangre en el cuerpo, y la piel se le enganchaba a los huesos, como si le
hubieran succionado hasta el último aliento con una aspiradora. Él había podido
verlo mientras su padre intentaba arreglarlo para el entierro. Se ve que no hubo
manera y el ataúd tuvo que cerrarse para la ceremonia. Tal vez Lucas exageró un
poco pero, por su cara mientras lo explicaba, la última imagen del señor Franelli
no podía haber sido muy agradable.
Unos diez días más tarde desapareció la señorita Dora. La encontraron en
las mismas condiciones que al señor Franelli. Cuando, una semana después
desapareció Tomás, el dependiente de la tienda de correos, la psicosis se adueñó
del pueblo. La gente no se atrevía a salir de noche y los vecinos organizaban
rondas nocturnas para vigilar los alrededores. Formaban, noche tras noche,
grupos de media docena de hombres y salían armados con la escopeta, como si
fueran a cazar un oso. Pero la gente seguía desapareciendo. Tía Lina estaba
aterrorizada. Llenó la casa de crucifijos y se estremecía al escuchar el silbido de
una cafetera. Aunque todos se esforzaban por hacer ver que nada ocurría e
incluso había llegado una nueva profesora para substituir a la señorita Dora. Yo,
la verdad, estaba bastante tranquilo. No tenía miedo. Empecé a creer que no se
habían portado bien con mamá y quizás ahora todos pagaban por ello. Eso
pensaba. Hasta que pasó lo de Lucas. Él no podía tener la culpa de nada. Pobre
Lucas.
Habíamos estado jugando en casa toda la tarde y tía Lina llamó a sus
padres para que se quedase aquella noche con nosotros. Dormiría en mi
habitación y a mí me tocaría ir a la de la tía, a la cama grande de mamá. No pude
conciliar el sueño. Hacía viento y el ruido que provocaba me susurraba al oído,
para mantenerme despierto. Finalmente me levanté y fui a ver si Lucas estaba
dormido. La tía no iba a enterarse. Siempre decía que le costaba conciliar el
sueño pero lo cierto era que roncaba como un cerdo. Descalzo, para no hacer
ruido, fui hasta mi habitación. Al abrir la puerta me pareció oir unos extraños
gorgoteos que provenían del interior. Pensé que a Lucas no le haría ni pizca de
gracia saber que él también roncaba como tía Lina, aunque en su caso jadeaba
como el perro pequinés de su madre, al devorar los huesos que sobraban del
pavo de los domingos. Entré y entonces la ví. Estaba inclinada sobre Lucas y
sólo pude distinguir su pelo, porque el rostro permanecía oculto, mientras
hurgaba en el cuerpo de mi amigo. Sus manos agarrotadas lo mantenían preso,
aunque ya no resultaba necesario. Estaba muerto. Era ella quien hacía aquel
ruido asqueroso. De repente, se detuvo y alzó la cabeza. Era mamá, su cara, sus
ojos. Pero sus pupilas eran oblongas, como las de un gato y sus facciones
extrañamente afiladas marcaban cada uno de los rasgos que yo tan bien conocía.
La luz de las farolas, en la calle, entraba en la habitación, y yo podía verlo todo
con claridad. Ella estaba pálida, casi translúcida, pero en su interior corría una
luz rojiza, incandescente, como la de una vela. Era la vida de Lucas. Sonrió y
pude ver sus dientes, caninos, sangrantes. Se levantó. Venía hacía mí. Sus
movimientos eran ágiles, animales. Me susurraba que no tuviese miedo. Ellos la
habían apartado, la habían matado. Pero el desprecio y el dolor la habían
convertido en lo que era, ahora, y tenía el poder de vengarse eternamente de los
que nos habían hecho daño. Yo podría ser como ella. «Ven, hijo, acércate».
Estaba muy cerca, cada vez más y más cerca. «Ven con mamá, pequeño. Ven y te
daré el beso de buenas noches que te prometí...». Al inclinarse sobre mí, sentí el
aliento gélido de su boca que hacía tan poco estaba alimentándose de la vida de
Lucas. Y grité. Y ella, como una bestia acorralada, retrocedió, arqueó la espalda
como un gato y resopló, lanzándose a la ventana y desapareciendo en la
oscuridad.
Al día siguiente hicimos las maltas. Aún no sé cómo se las arregló tia Lina
para poder salir del pueblo. Ni siquiera pude despedirme de Lucas. Sus padres
estaban destrozados y la tía me dijo que era mejor que no fuera a verles. Creo
que me consideraban culpable de lo que había pasado. Todo volvía al principio.
Preferían vernos fuera de allí. Viajamos durante varios días, meses, cogiendo
autobuses que cada vez nos llevaban más y más lejos. Y así fue como llegamos
hasta aquí, donde nadie nos conoce y tía Lina dice que podremos empezar de
cero.
Hace unas semanas que ya voy al colegio. Tengo nuevos amigos y cada vez
me gusta más esto. Me han explicado la historia de la antigua casa encantada,
con sus ventanas iluminadas de forma misteriosa y sus ruidos nocturnos. A mí no
me da miedo, la casa. Aunque hace unos días desapareció un niño del colegio.
Dicen que era sonámbulo. Quizás se levantó por la noche y se dirigió al río que
atraviesa el bosque, en las afueras del pueblo. Es muy caudaloso en esta época y
será muy difícil encontrarlo. Mis amigos creen que algo tiene que ver la casa. No
se dan cuenta de que la mansión vacía ha estado siempre ahí y los rumores que
circulan sobre ella sólo son leyendas. Creo que yo sé la verdad. Y por eso tengo
miedo. Ella ha venido con nosotros. Todavía está aquí, conmigo. Y está
esperando fuera, en la oscuridad. Sé que mamá quiere cumplir su promesa y
darme mi último y sangriento beso de buenas noches.

La doctora Kanohue
Por Blanca Miosi

La doctora Kanohue era una mujer de ojos pequeños y mirada lejana;
delgada, de rostro enjuto y cuerpo sin forma definida. Debía tener unos sesenta
años, aunque nadie sabía su edad exacta. Tampoco se sabía si había sido casada,
si tenía hijos o si al menos contaba con algún amigo. De lo único que se tenía
certeza es que era profundamente religiosa, tanto, que había mandado colocar en
todas las habitaciones sin excepción un crucifijo incrustado en la pared, de
manera que sus queridos pacientes no pudiesen hacerse daño. Hacía treinta años
llevaba adelante la institución para enfermos mentales, y hacía treinta años no se
le había visto tomar vacaciones. Siempre estaba en su puesto, y si era requerida
de emergencia allí estaba ella, parecía que nunca dormía porque su presencia en
constante alerta daba esa impresión.
Sus amados pacientes, como ella los llamaba, eran los que con el tiempo
dejaban de recibir visitas. Olvidados por sus parientes como viejos muebles
guardados en un almacén, se volvían tan dependientes de ella como lo era ella de
ellos. Porque la doctora Kanohue sentía verdadera adicción por los olvidados,
solía reunirlos y conversarles aunque estuviera consciente de que no la
entendían. Sólo una línea muy delgada separaba el entendimiento de la fuerza de
la costumbre y para sus amados pacientes un día sin su charla y acercamiento
carecía de sentido aunque para ellos hacía tiempo la vida no tenía sentido.
Algunos en el hospital la comparaban con la Madre Teresa de Calcuta, y la
reverencia que le demostraban rayaba en adoración. Otros en cambio, no podían
dejar de sentir desconfianza por alguien que se mostraba tan bondadosa. Todo
tiene un precio..., solían decir, pensando que su actitud le reportaba algún
beneficio.
Cuando se presentó en el hospital aquel anciano con apariencia de santo,
algunos pensaron que había encontrado la horma de su zapato. Ella lo llevó a
una sala apartada y se dispuso a conversar con él.
—Hermana Kanohue, estoy aquí para salvarlos. Deben arrepentirse de sus
pecados, o serán enviados al infierno —dijo el hombre.
—Sí, creo que todos somos unos pecadores, pero ¿cómo puedo hacerles
entrar en razón? no lo entienden —respondió circunspecta la directora—. Si
usted pudiera hacer algo por ellos... —Ella lo miraba con fervor, parecía ser
alguien que había estado esperando.
—A todos se les ha regalado el don del libre albedrío. Yo no puedo
obligarlos a creer, ellos tienen que desearlo.
—¿Y justamente tiene que ser aquí donde están los pecadores? Creo que
afuera hay quienes pecan conscientemente, estos son sólo enfermos mentales, no
saben lo que hacen... la Santa Biblia dice que Jesús dijo: «perdónalos porque no
saben lo que hacen».
—Sí, pero Él estaba en otros tiempos. Hoy en día todo el mundo sabe lo
que hace. Y para eso he venido yo. Para castigar a los pecadores —respondió el
hombre inflexible.
—Creí que con amor y comprensión se podía llegar al cielo.
—Hace tiempo ya que la Iglesia ha recibido mensajes por medio de sus
más cercanos asesores, y el mensaje ha sido claro: «El mundo será castigado con
toda clase de calamidades, pestes, enfermedades, terremotos, inundaciones, la
bestia se hará presente, el que no se arrepienta será enviado al infierno sin
remedio, y el que crea en Él, será salvado, serán llevados al cielo rodeados por
ángeles y vivirán por siempre en su reino».
—Me parece injusto. Mis amados pacientes no pueden arrepentirse de lo
que no saben. Algunos son el producto de los errores cometidos por sus padres,
no tienen responsabilidad por ser dementes.
—La vida es injusta, ¿o te parece justo traer al mundo a seres catalogados
de pecadores desde que nacen?
La doctora Kanohue se quedó de una pieza. No era ese el razonamiento
que esperaba de un personaje como aquél. Lo quedó mirando y pudo observar
que su piel era escamosa y tenía algunas venas a punto de saltársele en el cuello.
Pudo notar que del borde de la camisa sobresalían unos pelos como si su cuerpo
fuese extremadamente velludo.
—¿Quién eres? —preguntó con voz trémula.
—Soy el que vino por ti —respondió el hombre con una sonrisa—. ¿Acaso
no me reconoces? Regresé después de treinta años, nunca pude olvidarte.
—Puedes irte, y regresar en treinta años más. No te quiero ni te necesito —
dijo ella tratando de intimidarlo.
—No es una opción. No tengo más remedio que llevarte conmigo, así que
arrepiéntete de tus pecados.
—Yo no tengo pecados —dijo con altivez la doctora.
—Entonces abre el sótano y saca de ahí a nuestros hijos. Hace treinta años
están encerrados y no están locos.
—¿Nuestros hijos? —preguntó ella sobresaltada—. ¿Qué sabes tú de eso?
—¿Recuerdas nuestra última noche? Sé que te inoculé gemelos. Ya es hora
de que conozcan a su padre, y que vean el mundo y la luz del día.
—¡No! ¡No te lo permitiré! —gritó la directora mientras corría dando
alaridos hacia el sótano, lugar al que únicamente ella tenía acceso. Unas gruesas
puertas de madera con listones de hierro cerraban la entrada; a duras penas pudo
introducir la antigua llave que siempre llevaba colgada del cuello.
Los empleados del hospital, alarmados por los gritos de la mujer, corrieron
tras ella y, cuando bajaron al sótano, se encontraron con una escena dantesca. En
medio de un olor nauseabundo y rodeados de inmundicia, dos seres desnudos
cubiertos de una capa de suciedad impregnada a lo largo de los años se
encontraban encerrados en una jaula. Sus largos cabellos y barbas eran
indicativos del descuido y falta de afecto durante años de cautiverio. No
hablaban, emitían sonidos guturales, trataban de alcanzar con unas manos que
más parecían garras a la piadosa doctora Kanohue en un vano intento de
acercase a su proveedora de alimentos.
El anciano que había aparecido en la mañana en las puertas del hospital
estaba sentado con la mirada perdida en una de las salas del manicomio. Era
mudo, unos parientes llegaron buscándolo. Se había extraviado.


Noche de chicas
Por Jaime Blanch Queral

Eba fue la última en subir a la buhardilla y cerró la puerta tras de sí. El
suelo de madera crujía bajo el peso de las cuatro muchachas. En la amplia y
polvorienta sala, llena de trastos viejos amontonados en una equina, las chicas
habían puesto sacos de dormir bajo la diminuta ventana. Una bombilla desnuda
que colgaba de un cable era la única iluminación del lugar. Afuera era noche
cerrada y el viento soplaba con fuerza, agitando los pinos del jardín.
—¡Por fin otra noche de chicas! —exclamó Gemma.
—Y encima en casa de Eba. Me encanta este sitio —añadió Lorena,
emocionada—. Es una pena que nuestros padres no nos dejen venir más a
menudo.
—La regla principal para la noche de chicas es que cada vez se celebra en
una casa distinta —recordó la anfitriona.
—Bueno, ¿y qué vamos a hacer esta noche? —Gemma se volvió hacia Eba
—. Nos has tenido toda la semana en ascuas.
—Pensaba que íbamos a ver una peli de miedo y comer palomitas —
apuntó Marah con timidez.
—Ay sí, la última película de Campanilla. —Gemma habló con una voz
exageradamente aguda para imitar a la de Marah. Esta enrojeció pero no dijo
nada.
—A veces dudo que tengas quince años —dijo Lorena, acariciando su larga
melena larga a la vez que se imaginaba posando ante una cámara. Gemma le dio
un codazo a Eba y las dos rieron por lo bajo al ver las exageradas poses que
adoptaba su amiga, algo que hacía con frecuencia, ya que soñaba con ser actriz
de televisión.
Eba les indicó que se sentaran en el suelo, dibujando en su rostro una
siniestra sonrisa.
Las tres amigas soltaron risitas nerviosas al ver la cara de la pelirroja.
—¿Qué has preparado? —insistió Gemma.
Eba sacó un mechero.
—¿Vamos a fumar porros? —aplaudió Lorena. Todas habían fumado
alguna vez y Gemma era la única fumadora habitual, pero ninguna había
probado todavía las drogas y para varias de ellas era algo pendiente en su lista de
cosas a hacer en la vida.
Eba no dijo nada y, levantándose, fue a buscar una caja de cartón. De su
interior sacó doce velas, que puso alrededor de ellas formando un círculo, de tal
manera que las muchachas quedaban dentro de él. Las encendió, apagó la luz y
se sentó. Sus amigas la observaban intrigadas.
Luego, la pelirroja metió de nuevo las manos en la caja y sacó un tablero.
—¿No me digas que vamos a jugar al parchís? —preguntó Lorena,
decepcionada—. Pensaba que íbamos a emborracharnos. El novio de Gemma es
mayor de edad y nos podría haber comprado alcohol.
—¿Con mis padres en casa? ¿Estás loca? —exclamó Eba.
—Si la liamos, aunque sea un día, se acabarán para siempre las noches de
chicas, ya lo sabéis —apuntó Marah.
—Pues habría estado bien que Benja nos hubiera conseguido unas cuantas
cervezas al menos —suspiró Lorena, tocándose de nuevo el pelo, a la vez que se
imaginaba como protagonista en un anuncio.
—Dejad ya de quejaros y de decir tonterías y mirad. —Eba les mostró el
tablero. En su superficie destacaban pintados un sol y una luna, además de las
palabras Sí y No. Debajo de estos, en un tamaño más pequeño estaban las letras
del abecedario y los números del 0 al 9.
—¿Qué es eso? —preguntó Marah con su vocecita.
—¡Una ouija! —exclamó Gemma, aplaudiendo—. Vamos a invocar a los
espíritus.
La joven colocó el tablero en medio y puso un vaso de cristal boca abajo
encima.
—Ahora todas tocaremos el vaso con un dedo y, sin soltarlo en ningún
momento, formularemos preguntas a los espíritus. Ellos moverán el vaso y nos
responderán formando palabras.
—¿Así de simple? —preguntó Marah—. ¿No hay que recitar ninguna
fórmula mágica ni nada?
Eba se encogió de hombros.
—Oh, espíritus, acudid a nuestra llamada, os lo pedimos por favor —dijo
la pelirroja con mucho dramatismo.
De nuevo risitas nerviosas.
—Empecemos —dijo la anfitriona—. ¿Quién quiere hacer la primera
pregunta?
—Yo —dijo Gemma—. Vamos a ver... ¿Marah es virgen?
El vaso se movió hacia Sí y todas menos la aludida empezaron a reír.
—No es verdad, no soy virgen. Te he visto mover el vaso, Lorena.
—Venga, confiesa —dijo la aludida.
—¡Confiesa! ¡Confiesa! —repitieron a coro las otras dos.
—Eso del sexo está sobrevalorado —replicó Marah enfadada.
—Claro, claro —dijo Eba, sin dejar de reír.
—Ahora voy yo con mi pregunta —intervino Lorena, mirándolas una a una
con una sonrisa traviesa—. ¿Conseguirá Francisco Izquierdo tirarse a Eba?
Antes de que la aludida pudiera reaccionar, el vaso se había movido hacia
el Sí y todas menos la pelirroja estaban riendo.
—¡Malditas zorras! Ni de coña me acostaré con ese feo apestoso. ¡Aunque
fuera el último bicho de la Tierra, porque a ese no lo considero ni hombre!
—Lleva todo el curso acosándote, y ya sabes que quien la sigue la
consigue —intervino Marah, que lloraba y reía a la vez.
—Bueno, vamos a ponernos serias —dijo Gemma, después de cinco largos
minutos de risas. Todas volvieron a poner el dedo en el vaso—. ¿Hay aquí algún
espíritu? ¡Manifiéstate!
El vaso se movió hacia el Sí.
Las cuatro sintieron un escalofrío, y una mezcla de miedo y emoción las
embargó. Algo había diferente ahora, y todas lo podían percibir.
—¿Eres una mujer? —preguntó Marah, algo asustada.
No.
A partir de aquí las muchachas fueron preguntando sin parar.
—¿Eres familiar de alguna de nosotras?
Sí.
—¿Moriste hace muchos años?
Sí.
—¿Te mataron?
Sí.
—¿Un asesinato?
No.
—¿En la guerra?
Sí.
—¿Cómo te llamas?
El vaso fue moviéndose por las letras, sin que las jóvenes apenas lo
tocaran.
A
N
T
O
—!Antonio! —exclamó Marah—. Mi abuelo se llamaba Antonio y lo
mataron en la Guerra Civil. ¿Eres mi abuelo?
Sí.
Las muchachas se quedaron quietas y en silencio, sin saber qué hacer.
—¡Qué pasada! —exclamó Eba, intentando disimular el miedo que sentía
—. Sigamos preguntando. A lo mejor quiere contarnos algo que se llevó a la
tumba.
Durante los siguientes veinte minutos estuvieron preguntándole cosas, y él
contestaba.
En un momento dado en que estaban pensando qué nueva pregunta hacer,
el vaso empezó a moverse, pero esta vez sin que ninguna lo tocara.
Los jóvenes contemplaron, estupefactas, cómo se desplazaba por las letras.
Poco a poco la frase se fue completando.
Estoy muy orgulloso de ti, Marah.
A la joven se le escapó una lágrima y sonrió, emocionada y agradecida de
poder hablar con alguien a quien no había conocido pero del que tanto había
oído hablar.
—Gracias.
De pronto, una corriente de aire, procedente de no se sabía dónde, invadió
la sala y apagó las velas.
Las chicas chillaron al quedarse a oscuras.
Mientras Eba tanteaba el suelo en busca de su teléfono móvil para usarlo
como linterna, sus amigas empezaron a reír.
—¡Ay! —exclamó Gemma—. ¿Quién coño me ha pellizcado el culo?
La pelirroja encontró su teléfono y, con su ayuda, se dirigió a la pared y
encendió la luz
—Creo que ha sido bastante por hoy —dijo la pelirroja—. Vamos a dejar a
los espíritus tranquilos.
—¡Cuando se lo cuente a mi madre le va a dar un patatús! —exclamó
Marah, todavía emocionada por que había ocurrido.
—¡Esto tenemos que repetirlo otro día! —exclamó Lorena.
—Pero en una casa que no sea la de Eba no molará tanto —dijo Marah.
Guardaron la ouija y Marah se levantó, mientras las otras empezaban a
hablar de cosas intrascendentes.
Caminó despacio por la sala y se acercó a la zona en la que estaban los
trastos viejos amontonados. Distinguió entre los objetos y enorme espejo con el
marco plateado y se acercó a él. La pulida superficie le devolvió su imagen.
Algo dentro de ella se revolvió y miró con curiosidad el reflejo de la joven que
tenía delante. Ojos grandes, pelo corto, cara inocente.
Una siniestra sonrisa se dibujó en el rostro de la niña. Había sido cuestión
de tiempo, y por fin lo había conseguido, gracias a la ouija. Su abuelo, menudas
estúpidas, pensó el ser que ahora habitaba en el cuerpo de la muchacha. Ahora
era libre, y no iba a permitir que nadie le echara de ahí.
—Marah, ¿qué pasa?
—Nada —dijo la joven, sobresaltándose—. Me he quedado como
traspuesta.

Nota del autor:
«El demonio, siendo mucho más inteligente que nosotros, tiene
conocimientos que nos parecen maravillosos y que los utiliza para atraparnos y
engañarnos. Puede además imitar voces y apariencias de personas que han
muerto». Padre Gabriel Amorth, exorcista de la diócesis de Roma. DEP



La hermana muerta
Por Lorena Franco

Cuenta la leyenda, que cuando uno de los hermanos gemelos muere, el
otro puede seguir viéndolo cada noche a través del espejo. El hermano gemelo
muerto, si no sabe que lo está, desea ocupar el lugar del vivo al otro lado de la
realidad que le tocó abandonar. Si es completamente consciente de lo que ha
sucedido, a menudo consigue avanzar y evolucionar hacia otra dimensión; pero
si cree que fue injusto irse antes que su otra mitad, sus deseos de arrastrarlo con
él serán más poderosos que todo el amor que existió entre ellos cuando aún
vivía.

9 de noviembre, 2014

El teléfono sonó a las dos y media de la madrugada. Chloe apenas se
inmutó; la noche había sido de lo más agitada debido a unas horribles pesadillas
que la habían acosado desde el minuto cero en el que se metió en la cama. Miró
de reojo la pantalla de su teléfono móvil. El miedo volvió a apoderarse de
ella. De nuevo una llamada, otra vez a la misma hora y el nombre de su hermana
muerta: Lea.
—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!
Chloe lanzó el teléfono contra la pared y se encerró en el cuarto de baño,
evitando en todo momento mirarse al espejo. Recordó el momento exacto en el
que le habían dicho que Lea había muerto, aunque ella lo supo horas antes de
que le dieran la fatídica noticia: un coche la había atropellado cuando volvía de
trabajar. Fue en el mismo momento en el que a Chloe le dio un vuelco el
corazón, y un nudo en la garganta se apoderó de ella durante media hora.
Había pasado un mes. Desde aquel día, su teléfono móvil no había dejado
de sonar siempre a las dos y media de la madrugada. Lea aparecía en sus sueños,
sus ojos verdes mostraban la locura de quien no entiende qué ha ocurrido, unas
venas oscuras sobresalían de su piel pálida y caminaba despacio, siempre en
busca de Chloe para atraparla. Chloe huía, pero al final, Lea siempre lograba
arrastrarla con ella hasta las profundidades del mismísimo infierno.
—Esa no es mi hermana… esa no es mi hermana —se repetía a sí misma,
sentada en el diminuto cuarto de baño, en posición fetal.
Tic tac, Tic Tac… las agujas del reloj no se detienen.
Tac. Tac. Tac. Tac. Un sonido lento y agonizante; unas gotas de sangre
caen a los pies de Chloe, que al mirar hacia arriba, ve el rostro de su hermana
desencajado y repleto de maldad. Está escupiendo sangre por la boca.
—Ven conmigo —le susurra—. Siempre juntas, siempre unidas.
—¡No! —grita Chloe, volviendo a su dormitorio.
Las luces se apagan. Por mucho que Chloe le dé al interruptor, no vuelven
a encenderse. Esta vez es distinto. No ha terminado en una pesadilla o en una
llamada telefónica, esta vez se la quiere llevar. Chloe y Lea, tan iguales y tan
distintas. Destinadas a estar juntas desde antes de nacer, siempre estuvieron
unidas por un hilo invisible que ni siquiera la muerte ha logrado romper. A Lea
siempre la acompañó el peligro y la locura; mientras que Chloe, siempre
centrada y cuerda, había llevado una vida más tranquila.
—No es justo que tú estés aquí —le dijo una voz ronca, que no parecía la
de Lea—. Yo sabía disfrutar de la vida. De cada momento. Tú lo desperdicias.
Tú, eres tú la que tendría que estar muerta.
De nuevo el miedo. Chloe, paralizada; no puede ver, no puede oír y mucho
menos hablar o gritar; ni siquiera puede levantarse de la cama y huir de su
apartamento.
De repente, su cuerpo empieza a funcionar por sí solo saliendo de la cama
y dirigiéndose al primer espejo que encuentra por el camino. Es ella. Pero no lo
es. Está muerta, pero parece muy viva. Cuatro ojos verdes idénticos se
miran. Unos ocultan el miedo; los otros, las ansias de volver a vivir.
«Déjame en paz, Lea. Tú no eres así. Siempre quisiste lo mejor para mí,
¿qué es lo que te ha pasado?», le dice Chloe mentalmente.
«Lo siento, hermana. Pero si vieras lo que hay aquí, te aseguro que tú
también querrías huir y harías lo que fuera para hacerlo», contesta Lea,
dejándose ver en el espejo.
Chloe sigue paralizada, pero a la vez es como si alguien pudiera manipular
sus movimientos. Una mano sobresale del espejo, Chloe la mira, sabe que la va a
arrastrar hasta el mismísimo lugar que su hermana muerta teme. Una fuerza
sobrehumana la empuja hacia lo desconocido; Lea desaparece y de repente,
Chloe no puede ver más que oscuridad. Almas que la acechan, que se acercan
poco a poco, susurrándole como ecos de ultratumba, palabras que no desearía
haber escuchado jamás.

10 de noviembre, 2014

—¡Chloe! Te veo diferente, qué guapa estás hoy —saluda Cristina, la
recepcionista de la oficina.
—Gracias —responde Chloe sonriendo.
Chloe se dirige hacia su despacho, dispuesta a cumplir con su día laboral
después de una noche difícil y angustiosa. Sin embargo, una fotografía hace que
se detenga un instante a reflexionar. Dos hermanas gemelas, tan idénticas como
dos gotas de agua; reflejan amor la una por la otra y se muestran radiantes de
felicidad. Ella, siempre tan bonita y responsable. Ella, que ahora duerme con el
enemigo, con los muertos que no saben que lo están, con las almas tristes y rotas
de un mundo que no las quiso y las escupió hasta ese lugar oscuro y frío que
tanto miedo da. Ella…
«Lo siento, Chloe. Pero me niego a volver ahí».
La fotografía cae al suelo. Al cogerla y recoger los trozos de cristal rotos,
la auténtica Chloe muestra una sonrisa desfigurada, los ojos tristes de quien han
conocido la maldad y el dedo índice señalando a la hermana muerta que ha
ocupado su cuerpo, como queriéndole decir: «Volverás. Y esta vez, seré yo quien
te arrastre hasta aquí».


Cuchara
Por Javi Navas

Levantó la mano y saludó al guardia a través de la mampara de seguridad.
―Identificación, por favor ―pidió con voz inexpresiva y distorsionada por
el sistema de megafonía.
―Vamos, ya me conoces, soy el de siempre.
―Lo siento, doctor, son las normas.
Con un gesto de fastidio sacó su tarjeta y la pasó por el escáner, que se
puso en verde.
―Jorobando hasta el último día ―murmuró.
―Yo no hago las normas ―respondió el guardia, franqueándole el paso.
El doctor avanzó por el pasillo hasta llegar a la celda 217. Otro guardia se
acercó y le abrió.
―¿Quiere que lo espose? ―preguntó.
El doctor miró al recluso: menudo, esmirriado, medio calvo y con ojos
inquietos detrás de sus redondas gafitas.
―No, terminaré pronto ―dijo, y pasó al interior. El guardia cerró la
puerta.
―Hola, doctor, llega tarde ―dijo con voz suave el ocupante de la 217.
―Lo siento, ¿tenías prisa por ir a algún sitio? ―rio su ocurrencia.
El recluso sonrió levemente.
―¿A seguir intentando sonsacarme información? ―preguntó
irónicamente.
―En realidad he venido a despedirme y a darme el gustazo de anunciarte
que no me importa lo que tengas que decir. Estoy harto de ti y de todos los
demás. Me da igual si te ahorcan o no. Me jubilo, y solo quiero que sepas que te
desprecio profundamente. En fin, no puedo decir que haya sido un placer
conocerte. ―Se volvió para irse.
―Vaya, doctor…, precisamente hoy estaba dispuesto a contarle cómo lo
hice.
―¿Sí, verdad? Después de todas estas semanas, hoy precisamente es
cuando te ibas a sincerar.
―Pero si prefiere que se lo cuente a su substituto… ―El doctor lo miró
durante varios segundos y, por fin, se sentó en la silla que había en el centro de la
habitación. El recluso continuó en pie.
―Vale, te escucho. Nos habíamos quedado en el arma del crimen…
―Una cuchara ―dijo en voz baja.
―¿Una cuchara? ¿Cómo que una cuchara? ―El doctor tuvo que ladear la
cabeza para mirar al recluso, que había caminado hasta su espalda y se apoyaba
contra la puerta.
―Una cuchara, una cuchara, la de comerse la sopa, esa fue el arma.
El doctor lo miró en silencio, después se carcajeó.
―Vale, agradezco tu esfuerzo por hacerme reír y, ahora, si me disculpas…
―Se puso en pie.
―No me cree. Nadie me cree cuando se lo cuento.
―¿Se lo has contado a más gente? ―El doctor sonrió―. ¿Que esas
horribles carnicerías las hiciste con la cuchara de comer la sopa? ―El doctor se
desconcertó al ver la sonrisa del recluso―. Vale, pues ilústrame, por favor, ardo
de curiosidad.
―Bueno, sacar los ojos con la cuchara es muy fácil, sobre todo si se es tan
veloz y preciso como lo soy yo. Extraer piezas dentales es más complicado, pero
con las palancas y los movimientos adecuados, también soy capaz de hacerlo
rápidamente.
―Ya, muy bueno, una cuchara siniestra, nada menos ―rió el doctor―. ¿Y
me dirás que los desgarros abdominales…?
―Si presiono con fuerza la parte trasera de la cuchara contra el ombligo y
la giro muy rápido a uno y otro lado consigo penetrar dentro del cuerpo.
Después, mis manos y mis dientes hacen el resto. ―El recluso levantó las manos
y movió los dedos, rematados con afiladas uñas, a la vez que le mostraba sus
irregulares dientes. El profesor lo miró con asco, dudando, pero enseguida rio de
nuevo.
―Vale, vale, gracias por la idea, cuando escriba mi primera novela de
terror te enviaré un ejemplar ―dijo, caminando hacia la puerta. El recluso no se
apartó.
―No me cree, ¿verdad?
―Claro que sí, yo mismo he cazado un ciervo con un tenedor este fin de
semana…, y ahora, ¿me dejas pasar, por favor?
―Tiene usted el día gracioso.
―No, lo que ocurre es que estoy harto de tus tontadas, y como ya no tengo
que guardar las formas… Ahora, por favor…
―Doctor, si usted quiere puedo demostrárselo. ―Todavía sonreía.
El doctor dudó un momento.
―Vale. Te escucho.
―Ha llegado tarde, después de la hora del almuerzo.
―Sí, de nuevo lo siento, ¿tenías que acudir a alguna reunión de psicópatas
perturbados? ―rio su ocurrencia―. ¿Y esa demostración?
El recluso sonrió de oreja a oreja.
―He robado una cuchara ―dijo con suavidad, mostrándosela. El doctor
abrió mucho los ojos.
Los gritos alertaron al guardia, que pidió refuerzos sin atreverse a entrar él
solo en la celda. Cuando, minutos más tarde, cuatro agentes acudieron a la
llamada, se encontraron al recluso sentado en su cama. Estaba completamente
cubierto de sangre y masticaba un chorreante trozo de carne alargado.
En el suelo yacía el doctor, sus ojos se encontraban un par de metros más
allá y había varios dientes esparcidos por el suelo. Vomitaba sangre y una
cuchara sobresalía de sus fosas nasales.
―Realmente tenía el don de la palabra ―dijo el recluso entre sonoros
bocados―. Ahora lo tengo yo. ―Rio y mostró a los guardias lo que quedaba de
la lengua del doctor, ofreciéndoles participar en el festín.


El último obsequio
Por J.A. Utrera

En las afueras de la ciudad, la última casa de una estirpe que se extinguió
hace medio siglo, sobrevive al desgaste, encumbrada sobre una colina gibosa;
como si fuera una deidad profana, que aguarda de sus acólitos… un sacrificio
nuevo. La chimenea destaca sobre el tejado, al igual que un dedo profético que
augura grandes males sobre los réprobos. En su proximidad, rodeada por un
puñado de buhardillas, una veleta con forma de gallo se mueve a capricho del
viento. Las ventanas parecen ojos sin párpados que miran sin mirar a quien las
mira. Al otro lado de los cristales, la oscuridad de un abismo sin fin no deja ver
nada más.
El salón es amplio y acogedor; y, aunque abundan el polvo y las telarañas,
no es difícil imaginarlo dotado de vida y elegancia. Los muebles están cubiertos
por sábanas blancas, como si fuesen cadáveres que reposan bajo la tela de un
sudario; padeciendo, con impotencia, la corrosión de sus restos. A su alrededor,
colgadas de la pared, varias pinturas que fueron creadas por artistas
decimonónicos eran testigos del deterioro. En el vestíbulo principal, un reloj de
pared todavía funciona, aunque no lo hace a diario sino cuando le apetece. En el
hogar, un montículo de cenizas es todo cuanto queda de los grandes maderos que
ardieron allí por última vez. En su proximidad, una araña elegante se movió en
su tela.
La casa persiste sobre la colina yerma, en compañía de un árbol sin hojas;
el último de un jardín que el tiempo devoró... al igual que a sus hijos, los dioses,
durante los remotos días del mito. Las ramas del árbol simulan la deformidad de
los dedos artríticos. A pesar de la ambición expansionista de los suburbios, la
casa ha sobrevivido hasta la actualidad. Al parecer, desde que sus dueños
regresaron al polvo, las agencias de bienes raíces han intentado venderla, sin
conseguirlo. De las razones de su fracaso, existen varias hipótesis que han dado
pie a un sinfín de leyendas urbanas. Algunas hablan de un asesinato, ocurrido en
condiciones extrañas; otras, de la práctica de un ritual oscuro que culminó de un
modo trágico; otros tantos aseguran que, bajo la colina jorobada, yace un
cementerio ruinoso.
Una anciana de cabellos plateados, que vive sola en el Nº 42 de la calle
Delaware, tiene una versión distinta. A su entender, la mansión está habitada por
la presencia de un fantasma; un espectro que añeja su dolor en completa soledad.
Por esta razón, el muerto se encarga de espantar a todo el mundo. Nadie
sobrevive en esa casa más de dos días con sus noches, sin perder la cabeza y el
buen juicio. El fantasma deambula a través de los corredores, usualmente, sin
hacer ruido; y, aunque puede tomar muchas formas, le gusta asumir la apariencia
walpolesca; prototipo, de todo un género literario. Su único acompañante es un
gato negro, que está emparentado con la caricatura de Toulouse, el célebre
pintor.
Aquella noche, antes del día de Navidad, el gato salió a dar un paseo. El
fantasma lo vio salir por la puerta de la cocina. En las afueras, el viento arrullaba
los copos de nieve que caían desde el cielo. Entonces, la inquietud de mil
preguntas asaltó el núcleo de su mente fallecida por enésima vez. ¿Cómo había
perdido el don de la vida? ¿Por qué estaba atrapado en esa casa moribunda, de la
que no conservaba recuerdos, o emociones? ¿Tendría un porvenir ultraterreno?
No lo sabía.
El fantasma avanzó hacia las escaleras para ascender a la planta superior,
donde atesoraba un tablero de ajedrez. Aunque podía levitar, prefería subir
andando. Además de jugar al ajedrez consigo mismo, le gustaba pintar sobre
lienzos de fábula sus fantasías más extravagantes. Otras veces, invertía días
enteros en golpear las teclas del piano con sus dedos invisibles; aunque, casi
nunca conseguía hacer música. No hay que olvidar que el alma en pena de un
difunto, no puede influir a voluntad sobre la materia.
El pobre llevaba decenas de años intentando comerse un bombón de
chocolate, sin conseguirlo. Es cierto que en una ocasión levantó uno, pero se le
escurrió entre los dedos, antes de que le fuera posible saborearlo. Sin embargo,
el ajedrez y los pinceles no le daban esa clase de problemas.
No obstante, aquella noche, todo fue muy distinto. Cuando quiso mover la
reina blanca para eliminar la torre contraria, la figura permaneció impasible
sobre el tablero. Después de varios intentos... no consiguió moverla. Lo mismo
ocurrió con los pinceles y con los viejos tubos de óleo que guardaba en el ático.
En todos sus años de alma en pena, jamás le había pasado nada parecido; porque,
si bien es verdad que el chocolate y la música se rebelaron siempre a sus deseos,
el ajedrez y los pinceles eran dóciles.
De pronto, una inquietud exógena se le metió en el alma, con la misma
brutalidad de una garrapata cuando se incrusta en la piel. Aunque ignoraba el
motivo, era evidente que ambos fenómenos estaban relacionados. ¡Entonces, lo
supo! En las afueras de la casa sucedía algo perverso y escalofriante. Cuando el
gato se puso a maullar desde el tejado y la araña retrajo sus ochos patas... el
fantasma comprendió que una gran maldad estaba a punto de beber sangre. Tal,
era el motivo que quebrantó la rigidez de su rutina melancólica.
El fantasma se aventuró hacia el mundo de los vivos, en busca de una
respuesta; al instante, dejó de nevar. A su alrededor, todo estaba en calma y en
silencio. Su alma en pena se deslizó, colina abajo, ondeando como una bandera
ante el influjo del viento. Cuando la verja oxidada que limitaba los jardines
quedó atrás, se adentró en el bosque circunvecino.
Tras un largo andar, en un paraje solitario y hostil, encontró la causa
exógena de su conmoción interna; un hombre estaba a punto de matar, por
séptima vez. La mujer que había elegido suplicaba por su vida a gritos; tiritando
de frío, bajo el cielo invernal. Al principio, el fantasma se quedó quieto;
contemplando el momento con la misma actitud de quien asiste a una cena
aburrida. Después de todo, la vida ya no significaba nada para él. ¿Qué
importaba si el asesino le rompía los huesos a la chica? No obstante, una gran
angustia se impuso. ¿Qué le estaba ocurriendo? Lo más sensato era volver a casa
para terminar la partida nocturna, en lugar de ello se mantuvo ahí, observando.
Entonces, como si el destino lo hubiera escuchado, recordó las grandes
verdades que olvidó al morir. El misterio de su pasado brotó en su memoria,
emulando la furia de la tempestad. Los momentos de su vida desfilaron a través
de su consciencia, vertiginosamente: el primer llanto, el sabor de las fresas, los
días de la escuela, los paseos en bicicleta, la delicia de los pajazos… del mismo
modo, los recuerdos oscuros que estaban sepultados en su mente regresaron,
también: el perro que mató a palos, las borracheras de su madre, sus amoríos
clandestinos, la muerte de su padre, el primer asesinato… en fin.
Al recordar, comprendió por qué se convirtió en fantasma. Después de
todo, la noche de su muerte estuvo a punto de matar. Sin embargo, ahora que
contemplaba la última escena de su vida, desde el mundo de los espíritus... todo
era muy distinto. Ya no experimentaba el perverso placer que le producía la
tortura ajena, sino un arrepentimiento infinito. ¡La chica no debía morir! ¡El
fantasma se abalanzó sobre su yo viviente para quitarle el cuchillo de las manos!
Por desgracia, carecía de influencia sobre las cosas terrenas.
La mujer volvió a suplicarle que le perdonara la vida; aún así, él se
mantuvo impasible, con los ojos rebosantes de crueldad. El fantasma lo intentó,
nuevamente, sin conseguirlo. Al instante, en su corazón cadavérico, la
desesperación se apoderó de sus fibras más íntimas. «¿Qué puedo hacer?» Tras
un momento reflexivo, que se le antojó eterno, recordó que podía volverse
visible ante un ser humano, una vez, cada año.
Aunque estaba desprovisto de ética y moral, el asesino que había sido en
vida sintió pánico, al verlo surgir en medio de la oscuridad. ¡La mujer se quedó
petrificada! ¡Los gritos no se hicieron esperar! El asesino dejó caer el cuchillo de
plata sobre la nieve blanca. Sin demora, corrió hacia el coche. A medida que una
mezcla de adrenalina y miedo tensaba sus nervios, la velocidad no dejó de
aumentar hasta que se estrelló contra un árbol, en la carretera que conduce a
Newport. ¡La muerte cayó sobre él en pocos segundos!
Además del cadáver, en el interior del vehículo la policía encontró un
sinnúmero de fotografías de varias chicas que habían desaparecido sin dejar
rastro. Cuando los perros de la brigada hallaron el rastro de la única
superviviente, los agentes cerraron el caso del asesino en serie, que mantuvo en
vilo a toda la ciudad. Aunque la policía sabía que la casa de la colina pertenecía
al asesino, omitió ese detalle a los voceros de la prensa para evitar que
pandilleros, chiflados e imitadores la convirtieran en santuario de sus
perversiones. En cuanto a la última superviviente, permaneció encerrada en una
institución mental, durante años, hasta que los psiquiatras que llevaron su caso le
dieron el alta, a finales de los ochenta. Mientras la policía acordonaba la zona, la
chica le dijo adiós con la mano, sonriéndole de un modo perturbador antes de
que los paramédicos la llevaran al hospital. ¡También ella lo había visto!
Cuando el bosque recuperó su soledad habitual, después de un largo rato de
silencio, el fantasma decidió volver a la casa en ruinas para descubrir que las
luces del salón estaban encendidas. ¿Qué estaba ocurriendo? Al cabo de unos
segundos, su aspecto walpolesco quedó atrás. Entonces, la apariencia del niño
que había sido regresó a su espíritu. Y con la apariencia, volvió la alegría de los
días perdidos. Sin pensarlo, corrió hacia la casa, como si la melancolía de la
muerte no lo hubiera poseído, jamás. A su llegada, la puerta principal se abrió,
por sí misma. El reloj del vestíbulo anunciaba el comienzo del día de Navidad.
La casa se hizo joven de nuevo; tal, y como había sido antes del estallido de la
Gran Guerra.
En medio del salón, un enorme árbol de pino, decorado con luces de
colores, cautivó sus sentidos. A su alrededor, todo era mágico y radiante. Los
objetos flotaban en el aire, danzando al compás de la música del piano. Los
bombones desfilaron ante él, como soldaditos de plomo que se preparan para
combatir el mal. ¡El sabor del chocolate embriagó su alma!
Entonces, ocurrió la cosa más fascinante de todas. El último obsequio de su
Navidad infantil apareció a los pies del árbol. El niño experimentó un gran
entusiasmo al ver la caja blanca de sus sueños más íntimos, precintada con un
lazo azul. Al instante, se arrojó sobre el obsequio. Y lo que encontró, lo llenó de
esperanza: ¡era el modelo a escala de un avión de combate! ¡El avión de su
padre! Además del objeto metálico, en el interior de la caja había una nota. Una
sonrisa radiante se propagó a través de su rostro, cuando terminó de leerla. Al
cabo de unos segundos, todo cuanto había sido se disolvió en la inmensidad para
siempre. La casa recuperó su aspecto habitual, si es que puede decirse que lo
había perdido.
En la ciudad, el único personaje que sabe lo que pasó, realmente, durante la
víspera de Navidad de 1973, es la anciana de ojos grises que vive sola en el Nº
42 de la calle Delaware. Al fin y al cabo, de no haber sido por el fantasma de un
niño muerto, su vida habría terminado sobre la nieve de un modo trágico.
Aunque los psiquiatras le hicieron creer lo contrario, ella nunca olvidó la verdad.
Sin embargo, algunas veces, dudada de sus propios recuerdos; a fin de cuentas,
la terapia de choque, lo que te imponen con ella, es difícil de refutar. Sin
embargo, le bastaba con mirar el avión de juguete que tenía sobre la mesita de
noche para saber y comprender que todo cuanto recordaba ocurrió, realmente.

La mala empatía
Por Edu Moreno

Juan estaba exento de todo sentimiento, en su corazón solo albergaba un
poco de compasión dedicada a sí mismo, los fuertes gemidos de su víctima le
hacían llegar a un grado de excitación mental que solo se puede llegar a
comprender estando dentro de su propio ser. Él sostenía una cuchilla que, para
comprobar la eficacia de esta, la llevó lentamente hacia la palma de su otra mano
a cámara lenta. Con un suspiro hundió el hierro afilado lo suficiente para liberar
un poco de ese líquido de vida fuera de su cuerpo para, acto seguido, deslizarlo
con un ligero y acurado movimiento abriendo unos cuantos milímetros la piel.
Definitivamente estaba muy afilada, ese dolor que experimentaba le hacía sentir
muy vivo, le encantaba experimentar en su carne lo mismo que infringiría, era su
forma de empatizar; con una leve sonrisa fijó su mirada en los ojos del
desquiciado que lo esperaba sentado, sin opción a escapar. Era bonito ver los
ojos saltones y los intentos de súplica debajo de la mordaza, los mocos y el sudor
dibujaban una imagen hermosa dentro de su mente. Quería hacer de ese
momento algo especial, saboreando cada segundo, acercándose sosteniendo el
arma cerca de su nariz para poder impregnarse de ese olor a hierro característico
que lo liberaría al jugar con su amigo; solo tenía que alargar la mano para
acariciar su proyecto. Cuando, de repente, un parpadeo de la luz le perturbó, el
fogonazo dejó delante de su mirada una silla vacía, el asombro lo dejó atónito,
no le dio tiempo a nada, algo le oprimía la cabeza y el dolor era inaguantable,
solo podía luchar, hasta que su cuerpo como acto de defensa le provocó un
desmayo inmediato.
Al volver en sí le dolían las muñecas, intentaba hablar pero algo se lo
impedía, por mucho que luchara era prisionero de una fuerza desconocida hasta
ese momento; al levantar la mirada se vio como en un espejo, su propio ser
avanzaba lentamente hacia él, la mordaza estaba impregnada de mocos y sudor
dándole un sabor salado, sentía miedo, agonía, unos sentimientos jamás
experimentados hasta ese mismo momento. Ahora él sabía lo que ocurriría, eso
hizo que se volviera loco y que se le pusieran los ojos como platos. Empezó a
gemir debajo de la tela que impedía el paso de las palabras llenas de suplicas por
su vida, pero él sabía muy bien que era una imagen hermosa la que ahora
proyectaba en los ojos que lo miraban, y una sonrisa se dibujó en el rostro del ser
libre.

Los susurros de la noche
Por Jose Miguel Biel

I - La novia del cementerio.

Era un joven impetuoso, poco más de un adolescente, con acné y las
hormonas encendidas por la pubertad.
Habían hecho una apuesta con los amigos. Jugando con una botella, que
colocaban entre ellos, la hacían girar, sentados en círculo.
Aquel al que señalaba la botella, con su extremo más delgado, le era
formulada un pregunta comprometida por aquel que señalaba el extremo más
ancho. Debía contestar el señalado, o aceptar el reto que le propusieran.
Y su reto había sido ir al cementerio de la localidad, pasar en él la noche y
filmarlo, como prueba de haber completado el desafío.
Con el corazón en un puño, el muchacho, que se había negado, por
vergüenza, a contestar a la pregunta de si ya había dado su primer beso, del que
la respuesta era negativa.
Llegó al cementerio, saltó el muro que lo rodeaba, con la respiración
agitada, y caminó entre las tumbas, leyendo los nombres, las fechas, ajenas,
anónimas. Hileras de nichos, con el yeso aún fresco, tumbas olvidadas, presa del
musgo y la hiedra.
Al cabo de un rato, se sentó con la espalda apoyada en una de las tumbas y
sacó la videocámara de su funda.
Empezó a grabar unos minutos, guardó la cámara, dejándola a su lado, y
respiró profundamente el aire nocturno, cerrando los ojos.
Cuando los abrió, el corazón quiso salírsele de la boca. Frente a él, había
una figura espectral, gris, de una joven muchacha, de no más de 23 o 25 años,
vestida con un vestido de novia.
El muchacho quiso gritar, quiso huir, pero las palabras, morían en sus
labios, en su garganta atenazada, enmudecida.
La dama, se inclinó hacia el muchacho, tomó su rostro entre sus espectrales
manos, cerró los ojos, y fundió sus fantasmagóricos labios, con los del
muchacho.
Aquel joven... nunca olvidaría su primer beso, esa noche, en el cementerio.
II - Te amaré en la muerte.

Él era un soldado, reclutado, llamado a levas para ir a una guerra que no
era la suya, a una guerra que nada le importaba, una guerra que ni le iba ni le
venía, como todas las guerras.
Tenía apenas 20 años, barba lampiña, sueños de ser maestro de escuela, al
que un tiro de los Nacionales segó su vida en la batalla del Ebro, allá por
mediados del pasado siglo.
Ella, era una enfermera, de un hospital de campaña. Veía la muerte cada
día. Los cuerpos sanguinolientos de jóvenes y mayores, que caían en el combate,
algunos con un parter noster en los labios, otros con una foto arrugada de la
novia o la madre, estrujada en la mano agarrotada en el rigor mortis.
Le dieron una noche la noticia de la muerte. Que una bala perdida, que ni
siquiera le era destinada, había desparramado su savia vital en la tierra madre.
Alejándose del campamento, tras agradecer la amarga noticia al malhadado
emisario, se dirigió a un árbol, yerto, retorcido, muerto en la linde de un campo
de cultivo.
Con una navaja de afeitar, segó su yugular, susurrando a los pies del árbol.
—Voy a tu encuentro, amor mío.

III - Piel fría como el hielo.

Había pasado una noche increíble junto a aquella muchacha. Se habían
conocido esa misma noche, en un pub de la localidad.
Habían conectado al momento. Habían tomado un par de copas, hablado
largo y tendido de sus vidas, incluso bailaron juntos las canciones que más les
gustaban.
Pasearon por la calles de la ciudad, besándose en cada farola con ardor,
riéndose, tomados de la mano.
Todo iba increíblemente bien, sólo había algo, algo realmente extraño. La
muchacha tenía el rostro pálido, increíblemente pálido, sin apenas color en las
mejillas
Ella afirmó tener mucho frío al poco de salir del pub, a la fría noche. Él se
quitó su chaqueta y se la colocó sobre los hombros para abrigarla, cosa que ella
le agradeció.
Se despidieron para regresar cada uno a su casa. Ella le entregó, en un
trozo de papel, la dirección de su casa, donde a la mañana siguiente podía
pasarse para restituirle su chaqueta. El joven aceptó encantado, además, era una
ocasión en bandeja de plata para poder verla de nuevo.

A la mañana siguiente el muchacho se encaminó a la dirección que le
indicaba el papel.
Cuando llegó al lugar, llamó al timbre y le recibió una mujer anciana, que
entreabrió la puerta.
Preguntó si podía ver a la joven con la que había pasado la noche anterior.
La anciana se quedó muy sorprendida por la pregunta del muchacho.
Diciéndole que se había equivocado, las lágrimas, acudieron a los ojos de la
mujer.
El muchacho insistió, describiendo a la muchacha. A medida que proseguía
la descripción, la expresión de la mujer se tornó en horror.
Dijo que la mujer que describía era su hija, que había fallecido hacía
algunos meses.
El joven, creyó que le estaba tomando el pelo. La mujer, para convencerle,
le pidió que le acompañara al cementerio, donde le llevó hasta donde estaba la
tumba.
Apoyada sobre la lápida, estaba la chaqueta que el joven le había prestado.

IV - El escritor maldito.

Carecía de talento, carecía de imaginación, y sin embargo se empecinaba
enconadamente en seguir escribiendo libros.
Nadie le leía, nadie disfrutaba con sus historias, nadie apreciaba sus textos.
Tenía un corazón negro, podrido de ciega ambición, del anhelo febril de lograr la
fama mediante la palabra escrita.
Hasta que en su desesperación, el maligno se apareció una noche al escritor
frustrado, prometiéndole que, a cambio de su alma inmortal, él le daría el talento
que anhelaba conseguir para crear una historia que jamás sería olvidada, pero
eso sí, debía seguir el escritor, a pies juntillas sus indicaciones.
El escritor aceptó el trato dando por sentado, pobre incauto, que nada tenía
que perder en aquel trato.
El diablo, le entregó una pluma, solamente una pluma estilográfica de color
encarnado, indicándole que escribiera con esa pluma sus historias, y crearía las
más maravillosas que jamás hubieran existido.
Pensando que era un trato fácil, el escritor aceptó el trato sin dudarlo ni un
sólo instante.
El diablo se fue, y el escritor, deseoso de probar su nueva pluma, se sentó a
su escritorio, sacó un manojo de folios en blanco y empezó a deslizar la pluma.
Sintió un dolor lacerante en la mano, mientras una tinta de color encarnado
escribía sobre el papel, como poseída por un anhelo febril.
Intentó soltarla, pero no pudo, no podía despegar la pluma de su mano, por
más que lo intentaba.
Contrariamente a su voluntad, la pluma seguía deslizándose, hoja tras hoja,
sobre el papel, el dolor aumentaba por momentos, pero no podía parar, mientras
una sensación de debilidad se apoderaba de él.
Entonces lo comprendió. No era tinta, era su propia sangre, con lo que
estaba escribiendo.
Pasaron las horas de la noche, el libro estaba terminado. Cuando escribió el
punto final de aquella novela, sintió su corazón detenerse súbitamente, sin ni una
gota más de sangre en sus venas, y cayó muerto, con una expresión de horror en
el rostro.



No cierres los ojos
Por Clemente Roibás

Rosa cerró los ojos muy a su pesar. Lo había intentado por todos los
medios, pero al final había cedido… Normal, tras dos días en vela. Se sumió en
un dulce sueño, pero poco a poco fue cambiando hasta convertirse en una
terrible pesadilla…
—No… no… no —gritó, mientras esos ojos brillantes e hipnotizadores se
acercaban a ella. Intentó escapar, pero sus piernas no le respondían. Esos seres
que no sabría describir se fueron acercando lentamente y con ellos un viento
gélido. Rosa sintió frío, pero ese era el menor de sus problemas. Esos extraños
seres comenzaron a recorrer su cuerpo mientras ella intentaba moverse, pero por
una extraña razón su cuerpo no le respondía.
—Fuera… fuera, dejadme malditos —gritó desesperada, mientras sentía
sus lenguas frías y ásperas sobre su cuerpo.
—Déjate hacer… Todo será más fácil —le dijo uno de ellos.
Rosa tembló al oír su voz. Sonaba lejana, pero a la vez muy dentro de ella.
Era como si estuviera dentro de su cabeza.
—No… no. He dicho que no —gritó con toda su alma mientras sentía
cómo sus lenguas y sus manos la tocaban por sitios muy delicados.
—Déjate hacer…. Todo será más fácil… No te resistas…
Rosa intentó abrir los ojos para que esa pesadilla desapareciera, pero sus
párpados no la obedecían. Los tres seres siguieron lamiéndola como si la
estuvieran limpiando. Rosa miró a uno fijamente y no pudo evitar gritar. Su cara
no tenía ojos, ni nariz. Tan solo una boca enorme con una lengua estrecha y larga
componía ese rostro fantasmal.
—No… por Dios… no —gritó con espanto mientras las lágrimas recorrían
sus mejillas cuando sintió sus asquerosas manos por dentro de su ropa interior.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas… —La voz sonó
una y otra vez en su cabeza.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis de mí? —gritó angustiada.
—A ti —contestó la voz—. Tu cuerpo. Necesitamos engendrar un hijo y tú
nos lo darás.
—Pero… —Rosa estaba desesperada—. No podéis, no sois humanos.
Dejarme, por favor.
Un ruido atronador sonó en toda la habitación y Rosa tuvo que taparse los
oídos temiendo que le explotaran los tímpanos.
—Tú nos darás un hijo y él guiará a las almas en pena hacia un lugar
mejor… No te resistas… Todo será más fácil.
Rosa hizo un gran esfuerzo para poder mover las piernas, pero lo
consiguió. Las apretó con fuerza con la intención de que no pudieran consumar
el acto, pero para su sorpresa y desesperación los sintió dentro de su sexo.
—No… no… no —gritó aterrada intentando abrir los ojos—. Esto no está
ocurriendo, esto no es verdad. Es solo una pesadilla, nada es real. Quiero
despertar, quiero despertar…
Los espíritus desaparecieron a la vez que la luz de la habitación se
encendía y una enfermera aparecía con cara de preocupación.
—Otra vez con esas pesadillas, Rosa. Al final vamos a tener que darte algo
más fuerte para dormir.
—No, por favor, no. —Rosa la agarró de las manos de forma suplicante—.
Deme algo para no dormir, para no dormir.
La enfermera la miró muy preocupada. Esa chica se estaba marchitando de
una manera alarmante en unos pocos días.
—Rosa, mañana mismo le pediré al médico que te vuelva a ver. Tienes
muchas ojeras y mírate… estás temblando.
—Vienen a por mí… y esta vez quieren dejarme embarazada. Por favor,
deme algo para no descansar. Necesito estar despierta o conseguirán su
propósito.
La enfermera negó con la cabeza.
—Otra vez esas pesadillas… Rosa, no son reales… Por favor, no digas esas
cosas. Me estás asustando.
Rosa la agarró con fuerza de las manos mientras la miraba fijamente a los
ojos.
—No quiero dormir y no estoy loca. Esos seres van a por mí… ayúdame,
por favor.
La enfermera intentó soltarse, pero no pudo.
—Suéltame, me haces daño. Ayuda… ayuda…
Dos enfermeras acudieron a su petición de auxilio y la obligaron a soltarla.
Luego la sujetaron mientras su compañera le inyectaba un tranquilizante muy
fuerte que la haría dormir profundamente.
—Rosa, hazme caso. Ahora dormirás profundamente sin sueños ni
pesadillas y mañana verás todo de otro modo.
Ella intentó protestar, pero sus ojos poco a poco se fueron cerrando. La
enfermera decidió dejarle la luz encendida. Dudaba que se despertara en las
próximas cinco horas, pero por si acaso la claridad de la habitación le ayudaría a
tranquilizarse. Las primeras dos horas no ocurrió nada, Rosa por primera vez en
esa semana conseguía dormir con tranquilidad. A la tercera hora comenzó a
soñar que estaba en un jardín paseando a su recién nacido con una sonrisa en el
rostro, feliz de haber sido madre por fin. Una señora se le aproximó y le sonrió.
Se acercó a decirle algo al pequeño y un grito de espanto salió de su garganta.
Rosa la miró sorprendida y apartó la mantita del niño por si le pasaba algo…
Casi se desmayó al comprobar que su pequeño no tenía ojos ni nariz… tan solo
una boca enorme y una larga lengua que parecía querer tocarla.
—No…no… no —gritó con pavor mientras caía al suelo inconsciente.
Abrió los ojos y se vio de nuevo en la habitación del hospital. Suspiró
aliviada, no había sido más que otra pesadilla. Desde que había ingresado por un
problema de piedras en el riñón no había dejado de tener esas horribles
pesadillas. Pediría mañana mismo el alta y se iría. Estaba claro que ese hospital
la estaba traumatizando. Se alegró de que la enfermera hubiera dejado la luz
encendida, eso ayudaba a ahuyentar esos horribles sueños. Se levantó para ir al
baño, tenía una necesidad urgente de orinar, y de repente se sintió más pesada,
más gorda, más… Bajó la vista hacia su vientre y lo comprendió todo…
—No…no…no —gritó al ver su barriga enorme—. No puede ser… no
puede ser…
De repente se oyó una voz en toda la habitación.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas…
Rosa comenzó a llorar y gritar como una loca pidiendo auxilio, pero nadie
parecía oírla. Otra vez sonó esa voz en su cabeza, esta vez con más fuerza.
—Déjate hacer… Todo será más fácil… No te resistas…
—No…no… no —gritó Rosa desafiante mientras la desesperación se
apoderaba de ella.
Un grito desgarrador sonó en su cabeza. Sus oídos comenzaron a sangrar y
Rosa se agarró la cabeza temiendo que le estallara.
—Tú… tú… tú….
—Dejadme… dejadme… dejadme, por favor. Dios mío, ayúdame —gritó
aterrada.
—Dios no está aquí… no está contigo. Eres nuestra… solo nuestra… —La
voz sonaba cada vez más fuerte en su cabeza—. Déjate hacer… Todo será más
fácil… No te resistas…
Rosa no podía con el terrible dolor que parecía estar a punto de explotarle
la cabeza. Se la agarró con fuerza y miró para todos lados, desesperada. La luz
estaba encendida y su vientre estaba hinchado… Tenía los ojos muy abiertos…
No era un sueño, no era una pesadilla. Comenzó a caminar con dificultad hacia
la ventana mientras la voz volvía a sonar con gran fuerza en su cabeza: «Eres
nuestra… eres nuestra…»
Rosa apenas podía ver, las lágrimas corrían a mares por su rostro. Miró
para la ventana y no se lo pensó… Se tiró contra ella y el cristal cedió. Su cuerpo
cayó desde un cuarto piso y la muerte fue casi instantánea. Fue catalogado como
suicidio y no hubo ni el menor indicio de lo contrario. Sus delirios, su estado
permanente de ansiedad y sus terribles pesadillas habían acabado con la poca
cordura que le quedaba.
—Señor, es la segunda mujer que se suicida en esa habitación —le
comentó preocupada la enfermera jefe al gerente del hospital una semana más
tarde.
—Sí, qué casualidad, verdad.
—Pero… también diagnosticó la autopsia que estaba embarazada. Como la
anterior y en ambos casos nosotros no teníamos constancia de ello… No sé, es
muy raro, no cree.
—Errores humanos, no le busque más explicación. Simplemente eso. ¿La
habitación ya ha sido ocupada?
—Sí —contestó la enfermera jefe—. Por una joven, de apenas 16 años.
Sonia Ramos se llama.
—Perfecto. Vuelta a la normalidad. No es bueno para el hospital la mala
prensa.
Esa noche Sonia Ramos descansaba plácidamente en su cama cuando
sintió que algo la tocaba. Un grito de terror salió de su garganta cuando vio a
esos seres sin ojos ni nariz intentando lamerla. Intentó moverse, pero no pudo
mientras una voz profunda y lejana se oía en su cabeza una y otra vez: «Déjate
hacer… Todo será más fácil… No te resistas».


El final del camino
Por Mara Urnoba

Ruidos como martillazos de botas metálicas aplastaban la tierra húmeda
por la intensa lluvia que caía con rabia. Gotas que se deslizaban por nuestras
caras y nos impedían ver los huecos libres entre las ramas de aquel bosque que
nos engullía. Avanzábamos desesperadas, dejando un río de sangre a nuestro
paso. Yo no me atrevía a mirar hacia atrás. Sentía el dolor del miedo en el pecho.
Apenas podía respirar y a pesar de eso aceleré el paso. Demasiado joven para
morir en manos de unos descerebrados. Solo pensar en lo que serían capaces de
hacer con nosotras aquellos monstruos fortalecía mi cuerpo para seguir adelante.
Pero Grace ya no podía más. Se detuvo en mitad del camino y se dejó caer,
rendida, dejando cosidas sus rodillas en la tierra enfangada.
—Por Dios, no te pares —le supliqué con los ojos vidriosos.
—No puedo más —me dijo con la voz entrecortada.
El ruido de aquellas botas se aproximaban hacia nosotras y mi corazón se
agitaba cada vez más. Olía el odio de aquellos devoradores de niños y sentía sus
afilados cuchillos en mi piel.
—Tenemos que seguir.
—Alison, no insistas. Es inútil. Vete.
—No pienso abandonarte.
—Sin mí avanzarás más rápido.
—¡¡No!! —grité totalmente alterada por las circunstancias. La agarré del
brazo. Estiré de él con desesperación, pero ella se resistía.
—Déjame.
—Juntas. Eso fue lo que me dijiste cuando decidimos escapar —le recordé.
Los ojos de Grace se convirtieron, en segundos, en mares. La miré
fijamente y me di cuenta de que ya lo había decidido. Le solté el brazo y me
senté a su lado.
—Entonces, moriremos las dos —sentencié con la mirada perdida en el
camino.
—De eso nada. Tú seguirás y lo contarás todo.
—Nadie me creería.
—La gente del pueblo tiene que saberlo. Las vidas de esos niños están en
juego.
—No pienso abandonarte por nada del mundo.
El silencio se adueñó de nuestras lenguas.
—Está bien. —Rebuscó en uno de los bolsillos de su cazadora. Sacó el
trozo de cristal con el que habíamos cortado las cuerdas que habían utilizado las
bestias para inmovilizarnos cuando nos descubrieron husmeando por la casa y
me lo enseñó.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunté angustiada.
—Ahora ya puedes continuar.
Y se lo clavó en el corazón. Intenté sacárselo pero apenas había dejado
nada en el exterior. Una ráfaga de pensamientos turbios invadió mi mente.
—Vete —me decía entre susurros.
Y con el dolor que supone abandonar a una hermana mayor, que se había
ocupado de protegerme toda su vida, fui alejándome de allí sin apartar la mirada
de su cuerpo inerte con la sensación de que yo había provocado aquel final. Mis
ojos enrojecieron por las lágrimas que surcaban mi rostro herido. Eché a correr
con desesperación. Mis pasos se hicieron largos y en cada zancada que daba veía
los ojos hambrientos de aquellos monstruos. No me dejaría atrapar. Se lo debía a
ella. Aceleré todo lo que pude hasta llegar al final del camino: un cementerio me
esperaba con los brazos abiertos. Y en décimas de segundo apareció en mi mente
toda mi vida en fotogramas. Creí que había llegado mi hora y pensé que era
preferible hacer lo mismo que Grace a dejar que aquellos perturbados me
torturasen para después acabar en sus estómagos. Fue, entonces, cuando vi aquel
grupo de personas enlutadas junto a un féretro que esperaba ser enterrado. Me
acerqué a ellos y me uní al grupo con la única intención de pasar inadvertida.
Pero mi jersey morado me traicionó. Y cuando me dirigí a ellos para pedirles
auxilio, sus miradas me taladraron y no tuve elección. Les dejé con su dolor y
me alejé. No mucho, no había perdido le esperanza de que una de esas almas
rezumase caridad cristiana y me tendiese una mano. Pero eso no sucedió.
La espesa niebla nocturna me saludó con ironía. Me restregué los ojos.
Tres días sin dormir me estaba pasando factura. En ese preciso instante el
sepulturero informaba a aquel grupo de seres deshumanizados que el personal
del cementerio se encargaría de terminar el trabajo a la mañana siguiente, que el
tiempo empeoraba por momentos y el cielo amenazaba con descargar con furia.
A mi alrededor la soledad acompañaba a todas las tumbas. Lo único que
perturbaba aquel silencio era el ruido de las gargantas de las bestias que se
aproximaban irremediablemente. En cualquier momento aparecerían ante mí,
dispuestas a poner fin a mi corta existencia. Entonces, me vino la idea. Esperé
hasta quedarme sola en la ciudad de los muertos. Y cuando eso ocurrió, me
acerqué de nuevo al ataúd medio enterrado, salté a él y abrí la tapa. No lo pensé
dos veces. Me escondí en su interior y me encerré. Noté el frío del cuerpo del
difunto en mi espalda y vomité al instante.
No tardaron en llegar. El corazón se me aceleró cuando el líder de aquella
manada de medio-hombres se detuvo en la tumba donde me hallaba. Voló hasta
ella y el impacto seco de sus garras en la tapa me hizo estremecer. Se quedó
quieto, olfateando su interior. Temí que el olor de mis propios vómitos me
delatase. De pronto, su garganta lanzó un aullido que alertó al resto. Todos
acudieron rabiosos a su llamada. Rodearon la tumba mientras gruñían ansiosos.
Y aquel devorador de niños intentó abrir la tapa con sus patas delanteras. Los
arañazos producidos por sus garras se quedaron atrapados en mis oídos y aunque
el miedo había perforado mi corazón permanecí callada, agarrándome a la
esperanza como un clavo ardiendo. Hasta que la luz empezó a colarse por el filo
y supe, entonces, que estaba perdida. La claridad se adueñaba del espacio
lentamente. Sentía que el corazón me salía del pecho, que no podría soportar
otro sobresalto. No tuve tiempo. Los colmillos de aquella bestia me cortaron el
aliento…

… Me desperté sobresaltada y empapada en sudor. Entonces me vi en el
interior de una habitación de paredes blancas, completamente vacía, y con una
cama como único mueble decorativo. Las ventanas, cerradas a cal y canto,
estaban protegidas por rejas tan blancas como los muros de mi inesperado
encierro. Y lo recordé todo. La mañana que, presa de la ira, envenené el agua de
quince botellas, las mismas que acabaron con las vidas de mis quince criaturas
en la guardería donde trabajaba.


Maldito traje
Por Antonio Caro

Capitulo 1

Un año más se acerca la noche de Halloween, todos los años tenía doble
motivo para la celebración de esta fiesta pues era el día de su cumpleaños y le
gustaba disfrazarse, desde que tenía uso de razón no había repetido disfraz y este
año no iba a ser distinto.

Como cada treinta y uno de octubre era el día propicio para recorrer las tiendas
de disfraces, rebuscar uno que le gustara y disfrutar al máximo de su noche de
difuntos, no quería desagradar a los suyos.
Entró en una nave grande del polígono en la que había de todo, en especial
disfraces, dadas las fechas que se avecinaban. Hacia la mitad de la nave estaban
los estantes con todos los tipos y tallas, empezó a pasear por pasillos mirando los
trajes cogiendo uno por aquí, otro por allá, buscando el que realmente le dijera
algo, que le llamara poderosamente la atención y,
para eso, tenía que ser único. Removió cientos de trajes de todos los modelos y
colores, ya cansado decidió dejarlo e irse a otro lado. Cuando salía por el último
pasillo pasó al lado de los probadores y al mirar hacia el interior lo vio, allí
estaba lo que buscaba, parecía que lo estaba esperando, colgado en su percha,
entró en el probador y lo cogió, miró la talla… ¡Bingo! La suya, se lo probó y
parecía hecho a medida. Salió de la tienda silbando contento con la funda y su
traje en el interior con ganas de llegar a casa y ponérselo de nuevo.

Capitulo 2

Una vez en casa se lo puso delante del espejo, quería verse de nuevo pues
le sentaba muy bien. Se colocó la peluca y se maquilló para caracterizarse.
Volvió al espejo una vez acabó y al mirarse algo raro sucedió: el reflejo le
sonrió, el brillo en los ojos de aquel payaso le hizo estremecer. En su mente oyó
una voz que le decía «esta es mi noche y tú eres mi herramienta
para completar mi obra»
Se retiró con un estremecimiento que invadió todo su cuerpo, el miedo le
recorrió la espina dorsal poniéndole los pelos de punta. ¿Qué había sido esa voz?
¿Qué le estaba pasando? Temeroso se aproximó despacio para comprobar si lo
que había sucedido había sido su imaginación o era real.
«No me temas —volvió a oír en su cabeza—, juntos haremos grandes
cosas, hablaran de nosotros, de ti, será nuestra noche salgamos a la calle y
haremos truco o trato, sin trato solo truco. Jijijijiji» Aquella risa le hacía temblar
de pánico, pero aun así la curiosidad y la fuerza de voluntad de aquel ser podían
más que la razón. Por eso se dejó convencer y, aunque intentara luchar contra él,
no podía. Su fuerza era muy superior y le tenía a su merced, por lo que cuando
quiso darse cuenta estaba en la calle.
Era ya de noche, una noche oscura sin luna, la gente iba de aquí para allá
con sus disfraces riendo y asustando a los niños que se atrevían a salir de sus
casas sin disfrazar, solo por el gusto de ver los trajes tan variopintos que llevaban
los demás, pero todo el que se cruzaba con aquel extraño payaso se quedaba
mirando e incluso algunos le decían:
—Bonito disfraz, que realista, si pareces un clown de verdad — Era un
clown. «El Clown».
Sé dirigió al parque del pueblo donde se encontró a una pareja disfrazada
de fantasmas, se acercó a ellos y dijo «truco o trato». El fantasma le contestó
«truco» y el payaso riéndose le rompió el cuello con sus propias manos.
Mientras seguía riendo con una risa estridente, le dijo a la chica.
—¿Te ha gustado el truco? —La miró con sus ojos brillantes de excitación
—. Jijjijiji.
Ella comenzó a chillar de miedo, pero él poniéndole una mano en la boca
le dijo:
—No, eso no, no chilles.
Se abalanzó hacía ella enseñándole los dientes, unos dientes puntiagudos y
negros. Se tiró sobre su cuello mordiéndola en la yugular. Un violento chorro de
sangre saltó cómo si hubiera pulsado el botón de la fuente del parque, la vena
desgarrada tardó unos pocos minutos en expulsar hasta la última gota de su
sangre, mientras el payaso saltaba como un poseso dando volteretas y riendo
como un loco.
Unos chicos que entraban en ese momento vieron toda la escena, unos se
quedaron petrificados sin saber qué hacer, otros comenzaron a correr en
dirección contraria y el resto se puso a insultar al payaso que seguía bailando
descontrolado y eufórico.

Final

Los más atrevidos, aquellos que empezaron a insultarlo, se dirigieron
hacia él cogiendo
piedras y rompiendo ramas de los árboles. Se enfrentaron al payaso que se puso
serio mirándolos y les dijo gritando:
—¿Truco o trato?
A la vez que saltaba hacía el más cercano y le clavaba los dedos en los
ojos. Solo se oían gritos de dolor y la risa del payaso.
Un policía que pasaba por el otro lado, al oír la algarabía entró en el
parque. Al ver lo que sucedía sacó su arma y comenzó a disparar a la vez que
corría hacía el grupo. Una bala le entró al payaso por el omóplato derecho e hizo
que se diera la media vuelta por el impulso, quedando de cara hacía el policía
que seguía disparándole. Otra bala se alojo entre las costillas, haciendo que
cayera al suelo mientras se miraba el agujero que le había dejado en el traje.
Al caer el policía se le echo encima y vio como el brillo de los ojos se le
apagaba. Solo
pudo abrir la boca y exclamar:
—Ha sido él, él me ha obligado.
El agente sin saber a qué se refería lo miró fijo y vio como
su sonrisa se apagaba en un rictus de dolor. El brillo de sus ojos volvió un
segundo, lo justo para que aquel ser que habitaba dentro lanzara la mano hacía el
corazón del policía, con la sonrisa otra vez en la cara, para caer sin conocimiento
al lado del payaso. El brillo de sus ojos volvió a apagarse y la sonrisa se le
congeló en un rictus.
Los servicios de emergencia llegaron en aquel momento, justo para coger
al agente, atenderlo y subirlo a una ambulancia. Cuando los primeros rayos de
luz aparecían en el horizonte el policía abrió los ojos y estos brillaron solo un
segundo, el camillero no pudo decir si lo vio o fueron imaginaciones suyas.



La noche de los muertos vivientes
Por Jose Ángel Márquez

Los chavales del barrio, capitaneados por el Chulo y su fiel escudero el
Gordo, habían adoptado la tradición anglosajona de la noche de Halloween.
Disfrazarse, hacer el ganso asustando a los parroquianos, y encima conseguir
chucherías y dinero, resultaba demasiado tentador. De hecho el 31 de octubre se
había convertido en una de las citas más esperadas.
Desde el crepúsculo rondaban las calles disfrazados de brujas, demonios,
calaveras, fantasmas y zombis. Se apiñaban en los rellanos y gritaban al unísono
«truco o trato» cuando les abrían. Escarmentados, los inquilinos respondían
«trato» y pagaban el tributo con caramelos o algunas monedas para librarse del
estruendo de petardos.
A la banda del Chulo se le había dado mejor este año, ¡dónde iba a parar!
Además de haberse currado mucho más los disfraces, la gente ya conocía de qué
iba el rollo. A media noche se estaban repartiendo el suculento botín de sus
calabazas bajo uno de los pocos faroles que lograron sobrevivir a balonazos y
pedradas. Consiguieron reunir unos cuantos euros y muchísimas chuches a pesar
de que sobre todo el Gordo había ido dando buena cuenta de ellas durante toda la
noche. Ya iban a recogerse, pero el Chulo propuso a la tétrica pandilla echar
antes unas risas a costa del viejo cascarrabias, ese que siempre les increpaba por
jugar a la pelota frente a su casa. El bravucón del Gordo, con la boca llena de
gominolas, se apresuró a dar la orden.
El portal del Viejo estaba abierto, pero no funcionaban ni la luz ni el
timbre. Se esmeraron en hacer una buena escenificación de la hueste de la
muerte mientras el Gordo aporreaba la puerta principal, que resultó estar solo
entornada. La acabó de abrir en un crujir estremecedor de bisagras. La oscuridad
y la humedad los recibió.
—¿Truco o trato? —sugirieron más que inquirieron.
Visto el prolongado mutismo el Chulo se aventuró a entrar, arengando al
grotesco bulto que se recortaba contra la penumbra amarillenta de la calle. El
Gordo no quería ser un gallina y tiró del grupo, aunque según avanzaba por el
pasillo tras la penosa luz de su mechero mientras se oían maullidos como
lamentos, casi mejor hubiese sido serlo.
Cuando llegaron al final del pasillo eran uno de pegados que iban todos. Se
sobresaltaron al ver la fantasmal imagen de zombis que les devolvió un gran
espejo y de sopetón a empujones entraron en el salón. En la oscuridad flotaba un
vapor rancio de sopa de geriátrico. De pronto, dos circulitos centelleantes
pasaron por entre sus pies profiriendo desabridos maullidos. Los chillidos y los
saltos hicieron vibrar las tulipas de la lámpara. Congestionados, avanzaron un
poco y tropezaron con algo. Acercaron los mecheros para ver de qué se trataba.
Tirado en el suelo yacía el Viejo junto a un enchufe, sosteniendo el cable de la
estufa, los pocos pelos tiesos y la dentadura postiza fuera de la boca.
Uno de los mecheros se apagó. El Chulo protestó, ¿pero que quería que
hiciera el Gordo si estaba achicharrándose el dedo? De súbito unas manos se
aferraron a sus tobillos. Sus gritos de pavor se contagiaron al instante. El muerto
había abierto los ojos e intentaba incorporarse. Empezaron todos a correr como
almas que lleva el diablo mientras el Gordo intentaba zafarse de las garras del
zombi. Por increíble que parezca, cuando ganaron la puerta y salieron a la calle,
el Gordo les había sacado varias barrigas de ventaja a los demás. Ni siquiera
escucharon al viejo ganguear que a él le iban a venir con tonterías de extranjeros
y que se fueran a dar por culo con el jalogüín ese de los cojones a otro sitio, so
gamberros.


El conjuro
Por Adriana González

El desastre sucedió en la noche de luna llena. Todo comenzó un mes antes
cuando Andrea vino a mi casa para realizar un trabajo escolar. Ella era una chica
inteligente y con grandes deseos de seguir los pasos de su padre, el profesor
Barcia, un arqueólogo destacado internacionalmente. En todo lo que él le
permitía, Andrea le ayudaba, debido a eso, a pesar de su juventud, poseía cierto
conocimiento en culturas antiguas.
Lo que ocasionó nuestra tragedia fue un códice que estaba redactado en un
idioma en desuso que el profesor Barcia llevó a su casa para estudiarlo con
detenimiento. Ella lo tomó prestado para enseñármelo; lucía bien conservado a
pesar de su antigüedad, al verlo no entendí una sola palabra; no obstante, las
imágenes dantescas que mostraba no necesitaban explicación. Según Andrea,
hablaba del culto a divinidades primitivas mesoamericanas, no la comprendí
muy bien, pero eso no impidió que sintiera escalofrío.
—No creo que sea buena idea jugar con eso —dije perturbada por las
imágenes. Instintivamente me llevé las manos al cuello. Entonces palpé el dije
con el que ella me obsequiara días antes, no sin antes explicarme su significado.
Lo único que entendí de su largo discurso sobre éste es que protegía contra
espíritus malignos, para mí sólo era un adorno ordinario; pero como de
costumbre la dejé hablar.
—Es sólo un libro con dibujitos, ¿qué puede pasar? —aclaró con
seguridad.
Su actitud de, cuidado intelectual trabajando, me tranquilizó, si alguien
sabía lo que hacía era ella y esa no era la primera vez que me enseñaba escritos
antiguos o artefactos de apariencia rara y antes, nada había pasado, esa vez no
tenía por qué ser distinta.
El dichoso códice fue el pretexto que utilizó para dejarme con la
responsabilidad de la tarea. Ella estaba absorta leyendo uno de los pasajes de
éste. De repente gritó: «¡Te gané papá!».
—Sé el conjuro exacto para invocar a una de esas divinidades. —Se acercó
a mí mientras murmuraba parte de lo que había traducido. Lo que dijo fue: «El
que haya realizado este conjuro y decida revertirlo, será condenado a
desaparecer». En ese momento no le presté atención, si lo hubiera hecho, nada
malo habría sucedido...
—A menos que sea para que nos ayude a terminar la tarea y obtener diez,
no veo el caso de que invoquemos a una divinidad —dije con sarcasmo porque
estaba molesta por su falta de ayuda.
—Lo dices porque en el fondo crees que esto son sólo tonterías —habló
con cierta malicia.
—Y así es, son sólo supersticiones de gente simple; tú mejor que nadie
debería saberlo. Desde que te conozco te la has pasado tratando de encontrar
algún artefacto mágico que abra puertas a mundos ocultos y esas cosas pero te
diré algo: la magia no existe.
—Hagamos el conjuro —dijo retadora—, y si tienes razón y nada pasa, no
te molestaré con estas cosas nunca más; pero si te equivocas y por fin encuentro
el artefacto mágico entonces tendrás que aceptar que todo lo sobrenatural es
real. Hasta el ratón de los dientes.
—Es broma, ¿verdad? —La miré con extrañeza. Pensé que con tantas
cosas raras que sabía ya se había desquiciado. Era la primera vez que me hacía
una propuesta así.
—Tienes miedo, eso me da la razón —dijo para picarme el orgullo, lo
consiguió. Me dejé llevar por sus palabras sólo para demostrar que no era una
cobarde.
Esa noche mis papás no estaban así que pudo montar todo el escenario para
llevar a cabo su conjuro. Después de enseñarme lo que tenía que recitar con ella,
dibujó extraños símbolos, que juntos formaron un hexágono, nos colocamos
frente a frente. Nos miramos, ella lucía emocionada y yo nerviosa. No creía en lo
que no pudiera ser comprobado científicamente aun así siempre estaba ese «por
si acaso mejor no lo hago».
Comenzamos a recitar el conjuro. Lo repetimos en cinco ocasiones
seguidas y francamente en la tercera yo ya estaba sugestionada. Influenciada por
las películas hollywoodescas, imaginé, que un remolino de viento nos envolvería
y que en medio de éste, un espíritu imponente emergería y nos diría «Ordene
ama» pero eso no sucedió. La desilusión en el rostro de Andrea fue evidente, un
«Te lo dije» estaba de más.
Como su semblante se tornó sombrío ya no le pedí su ayuda en la tarea.
Cuando me acosté, ella ya se había dormido.
En sueños sentí como algo subió a mi cuerpo impidiéndome hablar y
moverme. Un escalofrío me envolvió porque ese algo estrujó mi corazón como
si quisiera destrozarlo. Comencé a sofocarme.
Reaccioné cuando unas manos heladas tiraron de mis pies. Estaba sudando,
miré a Andrea, como no vi algo extraño en ella, decidí no despertarla por
tonterías.
Me levanté. Encendí la televisión que estaba en el cuarto mientras volvía a
conciliar el sueño, instintivamente abrí la cortina, estábamos en el segundo piso,
entonces un miedo profundo se apoderó de mí.
Desde la calle alguien observaba hacia la ventana. Cerré la cortina. Mis
manos temblaban. Volví a abrirla para confirmar que no había sido mi
imaginación. El extraño seguía ahí. Me oculté bajo la sábana. Cuando escuché
que una pequeña piedra se estrelló en la ventana, empecé a rezar lo poco que
tenía en mi acervo religioso. El sueño tardó en llegar.
En la madrugada al ver el rostro asustado de Andrea supe que había tenido
una pesadilla sólo que a ella le fue peor, tenía moretones y marcas de garras en el
cuello.
Luego de que entregamos el trabajo, evitamos hablar del tema. Estábamos
asustadas.
Empecé a sentir que me observaban, las noches se poblaban de extraños
ruidos y al dormir una sombra se posesionaba de mí. Cuando pensaba que ya no
podía ser peor algo más horroroso sucedió.
Estando en la escuela fui al baño. Estaba solo. Entré. Minutos después
alguien lo hizo también. Vi su sombra por debajo de la puerta. Se dirigió hasta el
retrete del fondo.
Terminé, bajé la palanca y salí. Abrí la llave para enjuagarme las manos.
Observé en el espejo el baño que estaba ocupado, me extrañé ya que no se le
veían pies pero sabía que algo estaba ahí. El alboroto de tres chicas que entraron
distrajo mi atención por unos segundos. Miré con espanto cómo una de ellas
entró al retrete del fondo.
Estaba vacío.
Mi expresión de miedo debió ser evidente porque se asustaron al verme.
Salí corriendo.
Busqué a Andrea, la pobre estaba ojerosa, obviamente le estaba sucediendo
lo mismo. Dijo:
—Mientras almorzaba alguien me hizo señas desde detrás del edificio de la
dirección. No quería ir pero debía saber de quién se trataba. En el lugar sólo
hallé este mensaje —Sacó de su bolsa un papel con caracteres similares a los del
códice. «Sus almas son mías ahora» tradujo. El terror hizo que escuchara lejano
cuando agregó: Ania tenemos que deshacer el conjuro. Sé cómo lograrlo.
Necesitamos hacerlo en un lugar que una al mundo material con el espiritual. La
luna llena nos ayudará y será mañana.
La odié cuando dijo tenemos pero era verdad, las dos nos habíamos metido
en eso.
El panteón no es el mejor lugar para alejar a un espíritu siniestro que está
en pos de tu alma, pero ahí estábamos las dos, con el maldito códice y la luna
llena como ayudante y testigo. Irónicamente, si queríamos vernos libres de eso,
teníamos que hacer una promesa de sumisión.
Andrea dibujó símbolos distintos a los de la primera vez, nos acomodamos
dentro. En esa ocasión sólo ella lo recitó. Comenzó diciendo: «Prometemos
servirte fielmente…»; algo en ese conjuro de liberación no me inspiraba
confianza y con sobrada razón.
Esta vez sí hubo los tan deseados efectos. El viento ululante, el
movimiento trepidante de las tumbas y finalmente una sombra amorfa que
pudimos distinguir, por la luz de la luna. Temblábamos de miedo, nuestros
cuerpos se paralizaron. Al escuchar un lamento de ultratumba, yo me oriné.
Andrea no pudo resistir más la presión, tiró el códice y huyó, me desconcerté al
verla correr como loca pues no atinaba a huir con ella o quedarme ahí.
Cuando volví la vista al lugar de donde provenía el lamento, me llevé la
impresión más traumatizante de mi vida: la sombra maligna se materializó
mostrando a un ser de pesadilla.
Eso me rodeó, sentí un frío sobrenatural, creí que atacaría, ya que pasó sus
garras por mi cuello, pero al ver el dije que sobre éste pendía, sólo dijo con voz
cavernosa: «Protegida», enseguida fue tras Andrea. Un grito horrible salido de la
garganta de ella rompió el silencio nocturno.

Desperté abruptamente. Había un médico y varias enfermeras, sus miradas
estaban cargadas de lástima, escuché cómo una de ellas decía al oído de otra:
—Pobre, lleva días desvariando sobre un monstruo y una amiga
imaginaria. Se confirmó con el profesor Barcia que él nunca ha tenido una hija
llamada Andrea.
Esas palabras causaron horror en mí. Sentí una opresión en el pecho, lo
toqué con una de mis manos, en éste apareció el dije que ella me regaló.
Entonces recordé todo lo sucedido: el conjuro, la maldición que había para aquel
que se atreviera a revertirlo y que alguien se apiadó de mí, creyendo que sólo era
una drogadicta delirando, y me trajo al hospital.
Me arrepentí, no sólo de la estupidez que cometimos sino de todos mis
pecados.


El sabor de la carne
Por Ramón Hernández

Todo cambió para David cuando la infección dio comienzo. Su entorno,
su modo de vida y su propia alma, que contaba con tan solo cinco años de vida.
Sus padres desaparecieron, junto con la mayoría de sus seres queridos. Sus
juguetes ahora solo eran recuerdos, y sus amigos se convirtieron en una neblina
de humo tiznada con sangre en su mente. El inicio de algo nuevo significó la
desaparición de su antiguo mundo, sencillo y bello.
A sus padres los mataron delante de sus ojos, y a él los infectados le
devoraron parte del cuero cabelludo y la cara, antes de salir corriendo sin rumbo
fijo. En ese momento pensó que se convertiría en uno de ellos, pero no fue así.
Caminó a la deriva por su ciudad natal durante días, sin saber qué hacer y
alimentándose de los cubos de basura y en supermercados que encontraba por su
camino, porque frente a todo pronóstico, él no se convirtió totalmente en un loco
come-carne. Él conservó la cordura y el libre albedrío. O por lo menos conservó
su mente de niño. Se sentía triste y solo como nunca antes en su corta vida. ¿Y si
solo él, de entre todos los muertos vivientes, era el único que no perdió la
cabeza?
Su respuesta quedó resuelta al cabo de una semana mientras vagaba por las
calles. Se encontró con Paul, un hombre de mediana edad que cuidó de él desde
ese mismo momento. Pasó a ser su padre adoptivo sin mediar palabra, y David
aceptó a aquel hombre como su nuevo papá, imaginando que nada había
cambiado. Era como él, un infectado que no sucumbió al estado tan deplorable
en el que había quedado la mayoría de la humanidad, y eso le dio esperanzas.
¿Existiría mas gente como ellos?
No tardaron mucho en encontrarse a más como él y Paul. Y al cabo de tres
meses, consiguieron reunirse más de mil doscientos en San Luis, su ciudad natal.
Se instalaron en uno de los rascacielos del centro, adecuando su interior para
vivir de forma permanente, y durante unos meses todo volvió a la normalidad.
Pero no todo dura eternamente. Los suministros que existían a su alrededor
desaparecieron con una velocidad asombrosa, y cada vez que necesitaban
conseguir comida, medicamentos o cualquier otro elemento básico para la
supervivencia debían partir más lejos, y la mayoría de los supervivientes
tomaron la decisión de irse de la ciudad. Los No Muertos les ignoraban, por lo
que podían viajar y vivir donde les diera la gana, sin temer a morir
despedazados. Al final solo quedaron unas doscientas personas en el centro de
San Luis, rebuscando entre los restos de la civilización.
Lo que no sabía David era que lo peor vendría después. La mayoría de las
personas se volvieron locas, cada uno inmerso en sus pensamientos. Hasta hubo
ataques que produjeron varias muertes. Paul, al ver qué camino estaban tomando
los últimos habitantes vivos de San Luis, creó un pequeño libro, llamado los
«Cuentos de los Muertos», en el que escribió varios relatos, incluso unos
evangelios, con el que pretendió instaurar la paz y un mismo pensamiento para
todos ellos.
Pero no salió como Paul planeó. Los habitantes del rascacielos
sucumbieron a ese libro, adoptándolo como una nueva fe, y no tuvo más remedio
que seguirlos la corriente. En un mes dejaron el rascacielos, y se instalaron en el
jardín botánico de Missouri, rodeando el Climatrón. Cada uno se montó su
propia cabaña al lado de la estructura, y de un plumazo retrocedieron por lo
menos mil años en el camino de la evolución humana. Al poco tiempo parecían
un grupo de homínidos del paleolítico. Se dieron nuevos nombres, tomaron
costumbres nuevas, y se forjaron un nuevo método de vida, muy primitivo.
David quería irse cuanto antes, pero Paul se negó. Dijo que su labor aquí no
había terminado, y por ello, se integraron en aquel grupo que parecía ahondarse
cada vez más en la locura.
El punto más álgido de aquella pesadilla se culminó un día, cuando varios
hombres atraparon a un superviviente solitario, y convocaron una reunión en el
Climatrón por la noche. Todos sin excepción acudieron, junto con algún que otro
No Muerto solitario, pues ellos pululaban sin fronteras, y el grupo se había
acostumbrado a su presencia. La estructura en su interior sufrió muchos cambios
en las últimas semanas. El cincuenta por ciento de las plantas tropicales allí
situadas las eliminaron para dejar más espacio a sus rituales, y crearon muchos
más caminos para poder moverse por el recinto. El interior del Climatrón era
sagrado, y por ello nadie podía construir su casa dentro del recinto. En el centro
dejaron una explanada limpia lo suficientemente extensa para poder alojar de pie
a la mitad de las personas del grupo, y cuando llegaron David y Paul nada más
caer la noche les costó llegar al centro. Cuando pasaron el anillo de personas, se
encontraron con los líderes del grupo junto a una gran olla, en la que había un
estofado cocinándose. El olor a comida inundaba sus fosas nasales, y de pronto
le rugió el estómago. Desde ese momento no pudo pensar en más que en comer.
—¡Hermanos, a la luz de las estrellas, del día ciento cuatro después del
levantamiento de los muertos, se nos ha concedido una revelación! —empezó a
relatar Krokatum, el líder del grupo—.¡Después de varios meses a base de
alimentarnos con latas de comida y potingues del antiguo mundo, hemos
conseguido traer algo de carne fresca a la mesa! ¡Un manjar que ha venido de
manera voluntaria a nosotros, traído por las dríades! No temáis, pues nuestro
Chamán nos dará consejo en este instante. Por favor, Akavalpa, ven conmigo.
Akavalpa era el nuevo nombre que había adoptado Paul. Para David era un
nombre más bonito que los de la mayoría. Se acercó al centro de la explanada y
comenzó a hablar en voz alta.
—Todos sabéis quienes somos. Aquellos que se fueron no lo comprendían.
Somos los bendecidos por los divinos, aquellos a los que los No Muertos
perdonan. Y por ello somos la evolución de la especie humana, el siguiente
eslabón de la cadena evolutiva. Y por lo tanto, como los No Muertos, podemos
alimentarnos de la especie anterior, los homo sapiens. —Se oyó un murmullo
entre los presentes, cuestionándose lo que decía Krokatum—. ¡Hermanos, no
tengáis atisbo de duda, pues entre nosotros está el profeta, aquél que nació del
vientre de una No Muerta! ¡Nuestro guía hacia lo más alto!
David era ese guía. Paul, en un intento de darles importancia entre el
grupo, en su libro escribió una leyenda en la que colocaba a David como un
salvador y mesías, alguien intocable. Su nuevo nombre fue Khroetuliah, el
nacido entre los muertos. Porque entre ellos no existía ningún niño, él era un
caso muy excepcional. ¿Quién se atrevería a rebatir las palabras del chamán del
grupo?
Khroetuliah se acercó al círculo y se colocó entre Akavalpa y Krokatum,
mostrándose al público. Todos miraban con fervor a los tres, como si fuesen una
luz en un túnel oscuro. Nadie parecía querer ser el primero en probar el potaje
recién preparado, y por esa razón volvió a hablar el líder de todos ellos.
—Veo que no os mostráis muy seguros. No desconfiéis. Quiero lo mejor
para vosotros, y será eso lo que os serviré, os lo aseguro. Está en juego nuestra
propia supervivencia, y el homo sapiens solo es un impedimento para llevarla a
cabo. Somos una amenaza para ellos, y solo es cuestión de tiempo que nos
ataquen. Son ellos o nosotros, no lo olvidéis. Profeta Khroetuliah, muestra ante
todos el poder de la fe. Come del puchero.
Khroetuliah miró a todos los presentes. Poco los diferenciaban de los No
Muertos. Sucios, con el cuerpo lleno de granos y pústulas sanguinolentas, los
ojos verde ciénaga... Khroetuliah hacía tiempo que perdió su infancia. Justo el
día en que le mordieron. El día que perdió a sus padres. El día que vio la muerte
por primera vez.
Toda su vida pasó ante sus ojos mientras se acercaba a la gran olla y cogía
un trozo de carne caliente. Ya no era un niño, sino una bestia, una bestia con
forma de niño. Le dio un buen mordisco a la carne y la saboreó. Todos aullaron y
se acercaron lentamente a por su parte. Y en lo más recóndito de la mente,
recordó un día de verano en el que fue con sus padres a la reserva Carlyle, donde
comió en un restaurante al pie del lago. Comió algo muy parecido, y desde
entonces fue su plato favorito. Solo pudo tener un pensamiento en su cabeza
mientras devoraba la carne: sabe a pollo.


Al otro lado del Lago
Por Antonio Asencio

La pérdida de los nervios siempre había sido un problema para Irene. Lo
único que la calmaba era meter los pies en agua muy fría.
La rutina de todos los veranos era ir con sus padres a la casa que tenían
junto a un lago, una idea fantástica si no fuese porque tan sólo había árboles y
animales salvajes en varios kilómetros a la redonda. Mecía los pies en el agua
fría del lago, mientras trataba de relajarse, intentando quitar importancia a los
dos aburridos meses que le esperaban en aquel solitario lugar. Llevaba unos
veinte minutos calmándose cuando escuchó la voz de su madre:
—¡Vamos Irene, la comida está lista! ¡Las he preparado como a ti te
gustan!
Costillas a la barbacoa. Sí que le gustaba, pero ya hacía algunos años que
no le ilusionaban, puesto que era lo que comían casi todos los días. Eso y los
conejos que cazaba su padre.
Por mucho que ella imploraba a sus padres que la dejaran con su abuela en
la ciudad, lo único que conseguía era caldear el ambiente y que su padre saliera
con que aún eres menor de edad, y mientras sea así y vivas bajo mi techo, harás
lo que se te diga. Ya tenía diecisiete años y esperaba que la hubieran liberado de
esta tortura veraniega.
Después de discutir sobre el tema en la mesa, puso algunas costillas en su
plato y se levantó para volver lo más rápido que pudo a su lugar de desahogo: el
final del muelle. Comenzó a pegar grotescos bocados a las costillas mientras sus
pies se volvían a mecer en el agua. Tenía la vista fija en el bosque del otro lado
del lago. Había perdido la noción del tiempo cuando decidió quitarse la ropa
para, de un salto, meterse en las gélidas aguas justo cuando sonó un
impresionante ¡pum!
Alterada, sacó la cabeza del agua solo para ver cómo los pájaros dejaban su
cómoda estancia en la copa de los árboles. Estaba acostumbrada a los disparos
de su padre, pero ese era extraño y diferente.
Volvió a subir al muelle por las viejas escaleras de madera, sin apartar la
mirada del otro lado del lago, intentando encontrar el origen de ese sonido.
Forzaba la vista mientras temblaba y se abrazaba para guardar el poco calor que
tenía.
—Debe ser Juan. —Volvió la cabeza y allí estaba su padre. Se acercaba
con una toalla que le puso sobre los hombros. Se la enrolló y comenzó a secarse
mientras le preguntaba sobre ese Juan.
—Aún no lo conozco, pero dicen que ha comprado la casa abandonada...
—¿Qué?
Ella lo miró, él le sonrió.
—Sí. Mañana iremos para presentarnos. —Otra noticia que la pilló
desprevenida—. Vamos, sube a ponerte algo, ya sabes que aquí refresca pronto.
La ira proveniente de dolor comenzaba a inundarla. Su abuelo solía llevarla
allí para jugar y contarle historias de miedo. Comenzó a recoger la ropa del
muelle cuando otro disparo captó su atención. Parecía una repetición del
anterior, pero esta vez, al mirar al otro lado, vio una figura que desapareció en el
bosque.
Raúl volvía de recoger leña cuando vio cómo su hija, Irene, entraba en la
casa. Pasó junto a su madre que estaba en el porche tomándose una limonada
mientras intentaba completar un enorme puzle. Se miraron, pero no hablaron.
—¿Qué le ocurre? —inquirió Verónica a su marido cuando este accedió al
porche.
—No lo sé.
—Voy a hablar con ella. —Raúl asintió con la cabeza y entró en la casa
para dejar la leña junto a la chimenea.
Toc, toc.
Sin esperar respuesta, Verónica giró el pomo y abrió la puerta. Irene estaba
sentada en la cama pasando las enormes páginas de un álbum de fotos mientras
sujetaba un pañuelo; las lágrimas hacían su aparición solo con la visión de esas
fotos. Su madre se sentó junto a ella, rodeó con su brazo a su hija y ojeó con ella
las páginas del álbum.
Los recuerdos comenzaron a aflorar, había toda una vida comprendida
entre esas páginas, toda una vida de risas, alegrías, tristeza, buenos y malos
momentos, pero en definitiva toda una vida feliz. Ya hacía tres años que su
abuelo había muerto y ella lo echaba de menos. Un accidente limpiando su
escopeta le mató.
Raúl colocó los pequeños troncos de leña con precisión milimétrica
formado un trapecio casi perfecto, después salió al porche y se quedó de pie
inmóvil justo en el linde del mismo, observaba el bosque del otro lado del lago.
—Yo también lo echo de menos. —Verónica cogió el álbum y lo cerró con
cuidado. Luego la besó en la frente.

Al día siguiente, el sol brillaba en un cielo despejado. La leve brisa fresca
movía las copas de los árboles, enviando ráfagas de aire fresco a la mesa del
porche, donde desayunaban envueltos en un calor que comenzaba a ser
sofocante.
Después de desayunar, y más rápido de lo que a Irene le hubiera gustado,
bajaron hasta el muelle y se subieron a la pequeña lancha motora. No sabía por
qué, pero la idea de volver a la vieja casa le ponía nerviosa. Al llegar al otro
lado, tomaron el camino que les adentraba en el bosque.
Hacía ya tres años que Irene no iba por allí, pero no podía evitar sonreír
levemente al recordar las veces que había estado allí con su abuelo, y los juegos
que él se inventaba para que ella se lo pasara bien.
Después de andar unos veinte minutos, llegaron al claro donde se levantaba
las deterioradas tablas que formaban la casa. Un amasijo de madera que
pretendía conservar la majestuosidad que tuvo hace muchos años. Accedieron al
porche, donde los nudillos de su padre aporrearon la puerta un par de veces. Al
no recibir respuesta, decidió asir el pomo y abrirla. La puerta cedió con el crujir
y los quejidos de la edad.
—¿¡Hola!? —gritó tímidamente su padre, introduciendo la cabeza en la
pequeña abertura de la puerta—. ¿¡Juan!?
Obtuvo silencio como respuesta.
—Vamos —les indicó a su mujer y su hija.
Abrió la puerta completamente y entraron.
—Raúl, no deberíamos entrar, la casa ya no está abandonada.
—¿¡Hola!? ¡¿Hay alguien aquí!? —Agudizó el oído unos segundos —.
¿¡Juan!?
Raúl sonrió a su familia al escuchar el crujir de maderas, y se dirigió al
origen del ruido esperando encontrar a Juan trabajando en la reforma de la casa.
Verónica le siguió, pero Irene se quedó atrás algo asustada hasta que el grito de
su madre la alertó. Echó a correr hasta donde estaban sus padres.
Irene no podía dejar de mirar al hombre decapitado que colgaba del techo
por varios hilos metálicos. Estaba desnudo, y la piel se estiraba de forma
grotesca por donde los ganchos le atravesaban para sostenerlo en el aire. Estaba
en posición horizontal sobre un charco de sangre, a un metro y medio del suelo,
en cuyo centro se encontraba un informe trozo de carne que debía ser cabeza. El
cuello aún seguía goteando sangre.
—Vámonos de aquí —ordenó un asustado Raúl mientras trataba de calmar
a su mujer.
Caminaron rápidamente hacia la puerta, pero esta se cerró de golpe,
impidiendo que salieran de allí. Un escalofrío recorrió la espalda de Irene,
mientras su padre se obligaba a reaccionar al ver reflejado en los ojos de su
mujer cómo el pánico se apoderaba de ella.
—Vamos, saldremos por una de las ventanas.
Todas y cada una de las puertas que daban a las estancias se cerraron de
golpe, dejándolos aislados en el casi oscuro pasillo de entrada. Del fondo, bajo
las escaleras, una puerta crujía al abrirse despacio dejando escapar la luz del otro
lado. Verónica, llevada por la histeria, corrió hacia allí, pero se detuvo en seco al
llegar. La sorpresa era manifiesta en su rostro. Miró a su marido implorando
ayuda con la mirada, cuando multitud de alambres similares a los que tenían
colgado el cuerpo del hombre decapitado le atravesaron la cabeza de derecha a
izquierda hasta clavarse en la pared. Aún respiraba cuando dos manos
ensangrentadas agarraron sus tobillos y tiraron de ellos hacia el interior de la
habitación.
A Raúl le fallaron las piernas, mientras la garganta de Irene daba rienda
suelta a una serie de gritos a cual más fuerte y desgarrador. Se dejó llevar por el
dolor acompañando a su padre, que la abrazaba tratando de impedir que viera
cómo el cuello de su madre se estiraba hasta ceder, dejando caer el cuerpo con
un golpe seco en el suelo, y desapareciendo después arrastrado por las manos
que tiraron de él. Los ojos sin vida de Verónica le miraban fijamente,
enmarcados en la cabeza que antes fue su mujer, y que ahora está colgando por
multitud de alambres.
Pasados unos minutos, Raúl seguía abrazando a su hija, que había dejado
de gritar para sumirse en un llanto desconsolado. Su padre la acompañaba
llorando en silencio. No podía dejar de mirar los ojos de su mujer mientras el
sonido rítmico de la sangre goteando en el suelo llegaba a sus oídos.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo a su hija en voz baja cuando notó
que casi había dejado de llorar.
Irene se apartó lentamente de él, y ambos se pusieron en pie. Se miraron
unos segundos a los ojos detectando en el otro el dolor y el miedo. Raúl besó a
su hija en la frente tratando de calmarla.
De nuevo el sonido del crujir de la madera y el quejido de las bisagras
oxidadas llamaron la atención de ambos. Esta vez era otra puerta la que se abrió.
Raúl cogió a su hija de la mano y juntos avanzaron hacia ella, atravesando el
umbral poco a poco, como si la amenaza de los alambres le esperara al otro lado.
La respiración de ambos era algo acelerada, y sus corazones golpeaban con
fuerza. Irene apretaba la mano de su padre hasta que se le pusieron los nudillos
blancos. Caminaron tratando de hacer el menor ruido posible hacia una de las
ventanas, pero cuando llegaron, el sonido de la puerta cerrándose de golpe les
detuvo, y se dieron la vuelta rápidamente. Lo que vieron les dejó petrificado. La
estancia había perdido su tétrico y descuidado aspecto para mostrar una
acogedora estancia. La luz de los candiles tintineaba, reflejándose en las paredes,
y la chimenea llenaba la estancia de un agradable calor. El mobiliario parecía
nuevo. Estaban absortos observando todo el lugar cuando la puerta se abrió. Un
hombre de muy avanzada edad entró cerrando la puerta tras él. Se dirigió al
aparentemente cómodo butacón junto a la chimenea y se sentó.
—Es hora de expiar tus pecados. —El hombre habló con voz cansada.
Raúl frunció el ceño sin saber a qué se refería. Miró a su hija indicándole
que le siguiera hasta la puerta, pero la grotesca risa del anciano les detuvo.
—No creas que te librarás de esta. Tienes que pagar por lo que hiciste.
—¡Nosotros no hemos hecho nada! —gritó Irene llevada por el miedo.
—Tú no. —Inexplicablemente, el anciano se encontraba junto a ella, pero
no lo vio al mover la cabeza—. Pero él sí. —Ahora el anciano le daba la espalda
mientras hablaba a su padre.
—¿Qué pasa? ¿No le has contado nada?
El viejo se alejó andando penosamente para volver a sentarse en su sillón.
—Tiene una mentira oculta en su corazón, y es hora de dejarla salir.
Con estas palabras la habitación volvió a su descuidado estado. Incluso el
frío golpeó sus cuerpos hasta provocarles escalofríos.
Raúl, llevado por el miedo desenfrenado, accionó el pomo de la puerta,
abriéndola de golpe sin esperarse lo que encontró al otro lado. Un alambre le
atravesó el tórax de lado a lado. Tocó el fino metal con las manos mientras se
miraba el pecho. Otros tres le atravesaron por el abdomen. Raúl miró a su hija
temeroso de lo que se avecinaba. Durante lo que a Irene le pareció una eternidad,
un alambre tras otro atravesaron el cuerpo de su padre hasta partirlo por la mitad
desde la cabeza hasta los pies. Una mitad de su cuerpo cayó hacia delante
mientras la otra mitad lo hizo hacia atrás. Irene retrocedía despacio mientras
forzaba su garganta con cada grito.
—Hora de saber la verdad.
No vio al anciano, pero sí sintió cómo dos manos le sujetaban la cabeza,
obligándola a entrar en un sueño inesperado.
Se encontraba frente al porche de la casa del lago, donde esa mañana había
desayunado. En una mecedora, su abuelo sujetaba una escopeta que estaba
limpiando mientras su padre y su madre le hablaban airados sobre un tema que
no alcanzaba a escuchar. Se acercó temerosa de que la oyeran, pero parecían
estar tan inmersos en la discusión que no se percataron de su presencia.
—¡No puedes hacer eso, nos arruinarás a todos! —le gritaba su padre
mientras su madre intentaba hacerle razonar.
—Vamos papá, lo hemos hablado mil veces, Raúl es el único que puede
hacerse cargo de la empresa.
A lo que su abuelo respondía una y otra vez:
—Ya está decidido, y a menos que me muera, la venta seguirá su curso.
En ese momento, Raúl, en un arrebato, le quitó el arma y le golpeó con ella
en la cabeza. Su abuelo se quedó conmocionado. Su madre dio muestras de
sorpresa, y su padre volvió a golpearle hasta que el anciano se quedó inmóvil.
Entendiendo lo que su marido había hecho, y a lo que les llevaría si encontraban
al hombre con marcas en la cabeza, le entregó un cartucho a su marido, quien lo
introdujo en el arma. Se agachó junto al anciano colocando su cabeza en la
trayectoria del cañón y pulsó el gatillo. El familiar sonido sobresaltó a Irene. Era
el mismo que había escuchado el día anterior y que provenía del otro lado del
lago.
—Ya sabes, niña: no hagas nada de lo que debas arrepentirte, o tendré que
venir a buscarte.
Ya no miraba con los mismos ojos los restos de su padre. Salió de la
habitación como pudo y corrió hacia la puerta para escapar de allí. Forzó sus
piernas para que la llevaran lo más rápido posible a la orilla del lago. Allí se dejó
caer de rodillas y, con su garganta rota, exhaló un grito de dolor que dejó escapar
la furia y la frustración que llevaba dentro.


El sacrificio
Por Balbina López

Tengo miedo, no sé qué hago aquí ni cómo he llegado, siento un sabor
metálico en la boca, que me da ganas de vomitar, estoy maniatada, me duele
todo el cuerpo. Aún conservo el disfraz de bruja que utilicé en la fiesta de
Halloween aunque esta hecho jirones. Me incorporo muy lentamente y recorro
las dependencias de aquella habitación. Un penetrante olor invade mis fosas
nasales, la humedad recorre aquellas gruesas paredes.
Los últimos rayos de sol penetran por unas bellas cristaleras, formando
figuras orgánicas.
Me siento mareada y me sujeto en unas de las ciento de columnas que
adornan este templo sagrado.
Estoy confusa, aturdida, intento recordar todo lo que hice ayer, para poder
entender cómo he llegado hasta aquí.
Miles de imágenes se agolpan en mi mente. Alicia y yo nos disfrazamos
para la noche de Halloween, salimos a la calle dispuestas a divertirnos y nos
dirigíamos al local de moda. De repente un joven se interpuso en nuestro
camino, iba disfrazado de diablo, con una gran sonrisa nos ofreció una entrada.
—¿Queréis pasar miedo?, la mejor fiesta de la ciudad, os lo aseguro, no la
olvidaréis jamás —dijo.
Alicia, se atusó el cabello y le sonrió, siempre hacía el mismo gesto cuando
algún chico le gustaba.
Cogimos las entradas y nos dirigimos hacia la dirección que el chico nos
había indicado.
Llegamos a una nave bastante apartada del centro, la fachada principal
estaba llena de ojos gigantes de maligno aspecto. Entregamos las entradas a un
joven fornido que franqueaba la puerta y nos dejó pasar. La entrada era una boca
bien repleta de afilados y amenazadores dientes.
La decoración era espectacular, el ambiente estaba demasiado cargado para
mi gusto, había muchos jóvenes bailando al son de la música. Nos acercamos a
la barra donde un camarero guapísimo nos atendió, tenía unos ojos verdes
penetrantes, había algo en su mirada que me intimidaba; mi amiga comenzó a
atusarse el cabello.
Pedimos un par de refrescos, el camarero no dejaba de coquetear con
Alicia, yo estaba acostumbrada a quedar siempre en segundo plano debido a mi
timidez. De repente la música cesó, las luces cegadoras se apagaron dejando
paso a una suave luz tenue. Todos se dirigieron al escenario.
Un chico disfrazado de hombre lobo comenzó a relatar una historia de
miedo, después le tocó el turno a una chica y así sucesivamente todos los que se
hallaban allí relataban historias terroríficas. Le llegó el turno al camarero de los
ojos verdes.
—Dicen que en la noche de Halloween, hay un grupo de jóvenes que
buscan con ansia a un humano virgen, para sacrificarlo como ofrenda a Belcebú.
Una vez elegida la persona, se deposita junto al altar, se encadena y luego se
invoca a Belcebú, se abre con una daga y se le saca el corazón, que es comido
por todos los presentes y después se procede a beber su sangre. Dicen que al año
siguiente en Halloween aquella misma persona regresa para poder sacrificar otro
ser humano y así obtener la vida eterna.
Me quedé sin palabras ante aquella macabra historia, mi amiga dirigió su
mirada hacia mí y me gritó:
—Yo no tendría ningún problema, dejé de ser virgen hace tiempo, en
cambio tú deberías de tener cuidado —dijo mientras reía
Todas las miradas se dirigieron hacia mí y sentí como mi cara enrojecía.
La música volvió a sonar y todos comenzaron a bailar, agradecí dejar de
ser el centro de atención. El camarero de los ojos verdes me sonrió y me ofreció
un refresco. Un chico de ojos azules cristalinos se acercó a mi amiga y le susurró
algo al oído, un rato después se marchaban juntos. Siempre se repetía la misma
historia, salíamos juntas, ella conocía a chico y desaparecían, hoy también me
tocaba volver a casa sola.
Intenté salir a la calle, sorteando cuerpos jóvenes sudorosos que bailaban la
música infernal y...
¡Ya no recuerdo nada más!
Seguramente mis padres me estarán buscando, también mi hermana
pequeña, le prometí que iríamos al campo juntas.
Al acordarme de ellos las lágrimas empezaron a fluir. De repente oigo
pasos, enmudezco. Dos hombres vienen hacia mí, son corpulentos, van con el
rostro oculto con una capucha. Grito de terror, me sujetan y me conducen hasta
el sótano.
Hay una mesa de piedra con extraños dibujos y marcas, a su alrededor una
docena de jóvenes encapuchados entonan extraños cánticos.
Me depositan en la mesa de piedra, me encadenan pies y manos, forcejeo
con violencia pero todo es en vano. Una joven me inyecta una droga y mi cuerpo
comienza a relajarse, mientras las lágrimas corren por mis mejillas.
Un encapuchado sube al altar sosteniendo una daga y se quita la capucha.
Es el camarero de ojos verdes. Eleva la daga y la hunde en mi cuerpo, no siento
nada, pero sé que este es mi fin.
La sangre me sube por los pulmones a la boca, veo la sangre salpicar
aquella mesa de piedra, me voy desmayando exhalando mi último aliento...
Hoy hace un año de mi muerte, me encuentro en la misma nave donde todo
comenzó, ahora soy yo la camarera atractiva que tiene que sacrificar un ser
humano para lograr la vida eterna. Percibo un olor dulzón que me atrae, el olor
es penetrante. Dos chicas se dirigen a mí y me piden un par de refrescos, un
momento… reconozco esos ojos ¡Es mi hermana!, no siento ningún sentimiento
fraternal hacia ella, mis ganas de pasar a la vida eterna son inmensas, así que
introduzco una pequeña dosis de droga en su bebida y se la ofrezco...
Nos encontramos en la pequeña iglesia donde perdí la vida, para ofrecer la
de mi hermana. Un compañero la agarra del brazo, la colocan en la mesa de
piedra, suenan los cánticos y hundo la daga en su cuerpo justo donde está su
corazón. Nuestras lágrimas fluyen, mientras pienso que pronto podré disfrutar de
la compañía de mi hermana, eternamente.



Un abrazo es para siempre
Por Leticia Meroño Catalina

Un fuerte ruido me despertó, abrí los ojos y agudicé mis sentidos. La
habitación estaba oscura casi por completo, entraba algo de claridad debido a las
rendijas de la persiana que habíamos dejado sin bajar, era de noche y la luz de
las farolas no era suficiente para que viera dentro del habitáculo. El sonido
parecía provenir de la planta de arriba, me daba la sensación de que arrastraban
un mueble; algo improbable pues en la parte superior no dormía nadie. Por
instinto me cubrí con la sábana hasta el cuello, así me sentía protegida.
No me atreví a levantarme para encender la luz, aunque tan solo debía dar
unos pocos pasos para alcanzarla, ya que estaba descansando sobre un colchón
que habíamos acomodado en el suelo. En la cama de al lado dormía mi mejor
amigo, y en la habitación contigua se habían alojado las otras dos amigas con las
que viajábamos.
Habíamos ido a pasar el puente de todos los santos a un antiguo caserón
situado en un pequeño pueblo de Salamanca. A pesar de que éramos cuatro,
alquilamos una casa bastante grande puesto que era la única que encontramos
libre; el precio no era muy elevado porque la casa era bastante antigua. Aunque
había varias habitaciones, era tal la angustia que nos transmitía la construcción
que decidimos distribuirnos entre dos habitaciones para que nadie durmiera solo,
y de la misma planta para estar más cerca.
Lo que fuera que chirriaba en la parte superior dejó de sonar, y a mis oídos
llegó el bullicio que montaban las termitas alimentándose de la madera. Me daba
la impresión que provenía de la cómoda situada al lado de la puerta, y que estaba
a escasos pasos de mí. Aquel susurro comenzó a causarme pavor.
Deseaba que el tiempo pasara a toda velocidad y que llegara el amanecer
para llevarse mi inquietud. Cerré los ojos para intentar dormirme de nuevo, pero
el sonido de gente hablando en la calle me impedía conciliar el sueño. Las
campanas de la iglesia empezaron a sonar.
Llamé a mi amigo y no obtuve respuesta, alcé la voz con la intención de
despertarlo, mas siguió sin responderme. Finalmente, me armé de valor y salí de
la cama para encender la luz. Me quedé paralizada al ver que estaba sola. La
cama estaba hecha y no había ni rastro de mi amigo; ni estaba él, ni estaban sus
pertenencias. Asustada me dirigí con celeridad hacia la instancia en la que
dormían mis dos amigas. El corazón se me aceleró al comprobar que ellas
tampoco estaban. Busqué en los armarios con la esperanza de, al menos, hallar
sus cosas; pero estaba todo vacío.
Se me ocurrió que quizá me estuvieran gastando una broma, aunque no
tenía ninguna gracia. Y realmente hubiese preferido que así fuera, pero bien
sabía que no era su forma de actuar.
Revisé el salón y la cocina, tampoco había nada, ni comida en la nevera, ni
las botellas y juegos que teníamos en el salón, nada. El pánico se apoderó de mí,
estaba sola en aquella casa y no entendía por qué. Las voces del exterior
consiguieron hacerme volver en sí. Me asomé con discreción por la terraza del
salón y observé cómo todo el pueblo, o gran parte de él, se encontraba en la
plaza. Las campanas no paraban de sonar. Los vecinos charlaban animadamente
y sus risas me resultaban estridentes. Permanecí, agazapada en la terraza,
contemplando la escena sin saber qué hacer.
A pesar de mantenerme quieta y de la oscuridad de la noche, intuyeron que
estaba allí. Todos al tiempo, como máquinas sincronizadas, clavaron su mirada
en mí. Tenían los ojos muy abiertos, sin expresividad y no pestañeaban; sus
labios mostraban una seriedad absoluta.
Me metí dentro de la casa cerrando tras de mí la puerta de la terraza. No
sabía hacia dónde dirigirme hasta que oí golpes en la entrada de la casa y me
encerré en el baño.
Pegué la oreja en la puerta y pude escuchar el chirriar de los muebles al
rozar contra el suelo, después un golpe seco y gente corriendo por las escaleras.
¿Habían conseguido entrar? ¿Qué querían de mí? El corazón me latía con tanta
fuerza que me costaba concentrarme en el exterior.
De repente, regresó el silencio. Dudaba si estaba despierta o dormida,
quizá estuviera viviendo una pesadilla. Intenté recordar los acontecimientos del
día anterior y no conseguí rememorar el momento en que me había acostado. ¿Y
si nos habían drogado? Habíamos comprado comida en la única tienda que tenía
el pueblo. La dependienta, de reducido tamaño y avanzada edad, con una
simpatía de las que dan escalofríos, nos generó una desconfianza irracional. Nos
había ofrecido alimentos que no habíamos solicitado y que, una vez en la casa,
descubrimos que estaban podridos.
Un caserón tan grande, con un alquiler tan barato y libre en fechas festivas,
era algo que resultaba bastante extraño. Temí por la vida de mis amigos y por la
mía.
El llanto de un bebé rompió el silencio. Acerqué un poco más el oído y me
calmé para poder atender a aquel eco. Unas uñas rasgaban desesperadas la
madera; lo que lloraba no era un niño, era un gato. Lo imaginé atrapado tras uno
de esos muebles que no paraban de moverse.
Un gran estruendo se escuchó dentro de la casa y el suelo tembló. La
valentía o el miedo se adueñaron de mí, y salí de mi encierro en busca de aquel
misterio. Corrí escaleras arriba y me detuve en el último escalón al oír gritos de
dolor. Avancé con lentitud hacia la habitación que encerraba aquel clamor, la luz
estaba encendida y las voces me resultaban familiares. Asomé la cabeza muy
despacio, no quería ser descubierta. Distinguí a mis tres amigos tirados en el
suelo llorando y gritando sin consuelo. Sus rostros estaban coloreados del rojo
que genera la rabia. No comprendía qué estaba sucediendo hasta que vi el gran
mueble caído en el suelo y lo que yacía bajo él.
Bajé a toda velocidad las escaleras y salí a la calle; entonces fui yo la que
grité, fui yo la que se llenó de rabia y de ira. Multitud de pasos se dirigían hacia
mí, las risas habían concluido y las campanas ya no repicaban. Miré las caras
blancas y demacradas que me acechaban con fijeza y lástima. Extendieron sus
brazos para acogerme; un abrazo infinito, eterno… El abrazo de la muerte.


El cuadro
Por Asier Garay

Tours estaba tranquila, como todas las tardes en esa época del año. Y yo
era una persona inquieta, curiosa, amante del arte en todas sus formas. Pero si
algo me llamaba la atención por encima de todo era la pintura. Mi maestro me
había enseñado desde pequeño que las formas sobre el lienzo no eran más que
pistas sobre un mapa, y el tesoro terminaba siendo la reacción del espectador.
Era algo que siempre había tenido en cuenta.
Pero los tiempos habían cambiado, y nuevas corrientes artísticas
aterrizaban en la nueva Francia que nacía en la década de 1880. La gente se
había vuelto loca. Los cánones se habían roto y parecía que desde ese momento
el mundo tenía que empezar a observarse al revés. Todo era distinto, pero no me
impresionaba. Me conocían como Alix Bélanger, pintor de paisajismo y crítico
de arte. Soltero. Huérfano. En definitiva, no tenía mucho que ofrecer al mundo
más que mis cuadros y mi opinión. Y cuando me faltaba la inspiración, iba a la
galería de arte de Tours.
Se trataba de un edificio antiguo, cansado, nacido en el seno del siglo
XVII. Cada vez que me plantaba ante él necesitaba unos minutos para
contemplar las ventanas sucias, la carcoma de la madera, la vegetación que
crecía por donde no debía y, en definitiva, la soledad que lo rodeaba en todo
momento. Era mi sitio, definitivamente.
No esperaba nada nuevo, ni a nadie allí. Sin embargo, esa tarde fría me
aguardaba una sorpresa. Abrí la puerta, provocando un chirrido que sobrecogería
el corazón a quien no estuviera ya acostumbrado. Mis pasos sobre los tablones
del suelo quedaban marcados en su historia con leves crujidos, y conforme
avanzaba abría el ligero mar de polvo que bañaba esas estancias. La luz era
tenue, delicada, y se arrojaba a sí misma desde las ventanas maltrechas hasta los
confines de la vieja casa. Todo estaba igual, en el mismo sitio, significando nada
para nadie.
No, todo no. Al fondo, en la pared blanca, habían colocado un nuevo
cuadro. Si es que se podía llamar así. Había oído hablar de las nuevas tendencias
que rompían todos los esquemas establecidos, pero nunca se me habría ocurrido
imaginar que un ejemplar aparecería ante mí tan pronto. Se trataba de una serie
de líneas curvas que se entrelazaban entre ellas, en diagonal, rodeando formas
azules que caían inertes como una cascada antinatural. Tenían matices verdosos,
pero a la vez mantenía uniformidad. Lo que más me llamó la atención era el
marco: liso, blanco, pulido… sobrio de toda ornamentación.
Y entonces me di cuenta de que estaba acompañado.
—No tiene nombre —dijo la anciana que me había acompañado sin avisar
—. Es un cuadro sin nombre.
—¿Debería tenerlo? —pregunté, aunque lo que más me perturbaba era no
saber de dónde había salido esa mujer.
—Todos tienen uno.
—Ah… bien, tiene usted razón. —Carraspeé un poco, por los nervios. No
estaba muy acostumbrado a la compañía—. ¿Qué nombre le pondría usted?
—«La sangría». Lo llamaría así. «La sangría».
No lo entendía. ¿Dónde veía sangre esa mujer? Todo eran formas azules,
marcadas por líneas negras. Y había verde, un poco de verde entre aquellos
dibujos planos. Pero no conseguía encontrar nada de rojo.
—Yo lo llamaría «El río». —No me atrevía a llevarle la contraria a esa
señora, pero se suponía que yo también debía aportar un nombre—. Por los…
azules.
—Así que tú lo ves azul.
No supe qué contestar, así que esperé a que la anciana se fuera para
disfrutar de nuevo de mi soledad. Busqué la etiqueta del cuadro, esperando
encontrar el nombre o, al menos, el autor de la obra. No tuve éxito. A diferencia
de las demás pinturas de la galería, esa pieza estaba huérfana. Sí, como yo, así
que me sentí identificado con ella.
Al cabo de un rato llegó un señor. A ése sí lo conocía, de vista al menos.
Era el que vendía el pan por la mañana, a dos esquinas de mi apartamento.
Nunca le había comprado nada, pero por lo visto tenía una buena reputación en
Tours. El hombre se plantó a mi lado, sin saludarme, aunque en realidad yo
tampoco lo hice. Él también miraba el cuadro, con lo que empecé a sentir
curiosidad. Tras unos minutos de silencio, me atreví a preguntarle.
—¿Qué ve usted?
Él me miró, como si acabara de enterarse de que yo también estaba allí.
—¿Acaso no es evidente?
Me quedé perplejo. Miré de nuevo la pintura. Yo había sacado mis propias
conclusiones, había decidido que lo que veía era un río. Pero había tenido que
emplear un poco mi imaginación, es decir, no era a ciencia cierta un río. Sin
embargo… tampoco era a ciencia cierta… nada. No había ninguna evidencia de
lo que pudiera mostrar. Podía ser cualquier cosa.
—Lo que trato de preguntarle es… —dije al fin, dudoso—. No sé cómo
explicarme, ¿qué le dice a usted el cuadro?
—Yo no soy un entendido —dijo, tras reírse—. Simplemente veo unas vías
un poco mal hechas. No me gustaría ser el maquinista que tuviera que llevar el
tren por ahí.
Me fui. Tal vez ni me despidiera. Todo era muy extraño.
Esa noche apenas dormí. Las ondas azules del dibujo se movían en mi
mente como si estuvieran vivas. Pero cuando tuve la oportunidad de soñar, lo
que vi fue la sangre de la anciana y las vías del señor. También se movían,
lentamente, como si fueran el agua de mi río. Era como si tratara de juntarlo todo
en mi cabeza, como si intentara darle un sentido a lo que había visto y oído.
Al día siguiente volví a la galería, y me pasé la mañana solo, mirando el
cuadro, esperando que alguien entrara por la puerta. No obstante, no fue hasta la
tarde que una niña entró por la puerta.
—Buenas tardes, señor.
Chica educada. Pero la miré intranquilo. Lo que hizo la pequeña fue dar
una vuelta por toda la habitación, mirando todas las pinturas, en lugar de ir
directamente a la de mi río. ¿A qué esperaba? Tenía que decirme lo que veía ella,
sólo así saldría de dudas. La niña siguió caminando, con alegría e inocencia,
delante de todas las escenas que, aunque bellas, habían estado siempre allí. No
eran la novedad. No, ella tenía que mirar el cuadro nuevo en algún momento.
La sorpresa que me llevé fue cuando, tras observar todas las obras del ala
oeste, pasó directamente a ver las del ala este. Ni siquiera echó un vistazo a la
pintura junto a la que estaba yo. La seguí con la mirada, todavía más inquieto.
No era posible que no le llamara la atención ni un poco. Las demás piezas
llevaban allí meses, ¿cómo era posible que no las hubiera visto antes?
—Jovencita —dije al fin.
Ella se giró, inocente. Me miró con sus grandes ojos marrones. Por un
momento tuve la certeza de que no confiaría en mí.
—¿Sí, señor?
—¿Qué ves en este cuadro?
Ella frunció el ceño y miró la pintura. Tenía curiosidad de saber qué veía
una niña de su edad en ella.
—No entiendo, señor. ¿Qué cuadro?
—¿Cómo? Este cuadro que tengo delante —insistí, señalándolo.
—Señor, es usted muy raro.
Cuando volví a quedarme solo no terminaba de salir de mi asombro. No lo
veía. La niña no veía la pintura, ni siquiera el marco. No estaba allí para ella.
Sopesé que tal vez era una pieza tan vanguardista que la jovencita ni siquiera la
había apreciado, pero no dejaba de ser extraño.
Los siguientes dos días me los pasé en la galería, pero no vino nadie. Al
tercero, decidí quedarme en la cama, pensando que debía ponerme a trabajar de
nuevo en mis propias pinturas si quería pagar el alquiler de ese mes. Bajé a la
calle a comprar materiales, y cuando pasé por delante del quiosco de prensa me
tuve que detener. Algo en la portada del diario de la mañana me había llamado la
atención, y cuando la tuve en mis manos me di cuenta: había habido un
asesinato. Conforme fui leyendo supe de qué se trataba: una anciana había sido
hallada muerta en la bañera de su casa.
Enseguida mis miedos se propagaron y fui a la dirección de la que hablaba
la noticia. Era una casa bastante señorial, con lo que deduje que la mujer era
heredera de una gran fortuna. Pude burlar el cerco policial, y entonces busqué el
baño, abriendo todas las puertas. Cuando lo localicé y llegué a la bañera, quedé
petrificado ante lo que vi: estaba llena de sangre, o al menos la sangre había
teñido de un fuerte rojo el agua. No pude quedarme mucho más, ya que los
agentes me encontraron y me sacaron de allí.
Mi siguiente objetivo era la panadería. En cuanto llegué, la encontré
abarrotada de personas. Me arrastré entre la muchedumbre hasta el mostrador,
temiéndome lo peor. Sin embargo, cuando di con él, sólo vi un cartelito. En él
decía que se había tenido que ausentar unos minutos de la tienda, pero que
volvía enseguida.
—¡Siempre hace lo mismo! —exclamó una señora—. Hace media hora que
se fue, ¡y aquí está empezando a acumularse la gente!
Salí de allí enseguida, especialmente para no ahogarme. Caminé por la
ciudad, sin ningún rumbo aparente. Pasado un tiempo alcancé a ver al final de
una calle a un hombre que no tardé en reconocer: era el panadero. Algo me hizo
correr hacia él, no sabría decir si fue instinto o simplemente miedo, duda; no lo
sabía. Cuando llegué, le grité, y él se dio la vuelta.
—¿Qué pasa chico? ¿Hay mucha gente en la tienda?
De repente caí en que nos encontrábamos en un paso a nivel. Justo a
tiempo de oír las campanas, las sirenas. El olor del humo llegó demasiado tarde.
Cuando pude reaccionar el tren ya se había llevado por delante al hombre. No
conseguí gritar, mi único impulso fue correr. Y corrí. Todo lo rápido que pude,
corrí. No había lágrimas en mis ojos, sólo miedo en mi corazón. No sabía a
dónde ir, ni lo que estaba ocurriendo. No entendía nada. Vi de reojo a la niña del
otro día, pero no le hice caso. Ella tampoco me vio, iba con sus amigas. Seguí
corriendo, hacia algún lugar. Y corrí más.
Y llegué. Era la galería de arte. Entré sin ni siquiera darme cuenta, como si
todo fuera un instinto. Entonces vi el cuadro. Me acerqué más, todavía más. Era
siempre igual, como lo había visto en un principio. Nada cambiaba, y yo no
entendía qué ocurría. Me quedé allí plantado el resto del día, hasta que la luz
arrojada por las ventanas empezó a desvanecerse y el frío penetró por las
rendijas de la madera. Me senté en el suelo y apoyé la espalda en la pared
carcomida. Tal vez me dormí.
Pero entonces escuché pisadas en la puerta. Abrí los ojos y vi una silueta
marcada por la luz de la noche. No era alguien erguido, pero estaba quieto,
expectante en la entrada de la galería. Un frío mucho mayor se apoderó de mi
cuerpo. Empecé a notar el sudor cayendo por mi frente, y noté como mis
extremidades temblaban ligeramente. La persona dio un paso, y mi primera
reacción fue levantarme, abrir una ventana y salir por ella tan rápido como pude.
—Así que tú lo ves azul —dijo una voz demasiado familiar en mi oído.
Grité. Corrí. La anciana estaba en todas partes, incluso en las sombras de
mis párpados. Quizás me volví loco. Tropecé con una raíz, y entonces me di
cuenta de que estaba huyendo por el bosque. Los árboles siguieron retrocediendo
a mi alrededor mientras yo avanzaba. Mi miedo hacía latir con fuerza mi
corazón, azotado también por los pulmones y mi rauda respiración.
—Así que tú lo ves azul.
Huía y lloraba. La voz me daba vueltas, estaba en todos lados. Empecé a
notar mi cuerpo entumecido, y las fuerzas comenzaban a fallarme. Entonces caí
de rodillas, y noté la tierra húmeda. Y justo después unas gotas salpicaron mi
cara. Quise apoyar mis manos hacia adelante, pero en lugar de eso se hundieron.
Estaba en el agua. El río. Me estaba cayendo en el río. No podía subir, no tenía
fuerzas. Mi peso me venció, y poco a poco el mundo fue subiendo, la luz se fue
yendo. Y yo me deslicé entre las ondas azules hasta lo más profundo de la
oscuridad.


Yo
Por Eva Cubas Navarro

Llevo varias noches sin dormir muy bien. Al principio creí que sería debido al nuevo cambio de
situación en mi vida. El primer año en la universidad, haciendo la carrera de arquitectura. Recuerdo cuando
jugaba a hacer casas y construcciones, con mi abuelo primero y después con los juegos de mecano. Me
había esforzado mucho para conseguir la nota necesaria y por fin lo logré.
Todo es nuevo para mí. He empezado a vivir por mi cuenta, a valerme por mí mismo sin depender
de mi madre. Pero conservo muchas cosas de mi vida anterior: a mis amigos, a mi chica; cosas que se
mezclan con las nuevas como nuevos compañeros, aficiones, preocupaciones. Aunque la mayor sorpresa de
todas, y no es buena, ha sido descubrir a Héctor. ¿Cómo era posible que continuara tan cerca de mí?, y no
solo eso, sino que, para mi desgracia, había entrado conmigo en arquitectura. La verdad es que nunca había
mencionado que le interesase la carrera, seguro que ingresó para fastidiarme.
Desde que recuerdo, su interés por mí fue maligno, toda nuestra vida hemos estado enemistados, es
más, dudo que hayamos tenido nunca una conversación normal, aunque pensándolo bien tampoco es que se
haya relacionado mucho con nadie más y no le conozco más amigos que yo y no lo soy. Siempre ha estado
detrás de mí, como al acecho, observando, juzgándome, envidioso de todo lo que me rodeaba. No me gusta
tener sentimientos adversos hacia las personas, pero a Héctor he llegado a odiarle y creo que mi vida sería
mucho más tranquila si él simplemente desapareciera o no hubiera existido nunca. ¿Desear la muerte de
alguien? No creo que llegue a tanto.

Anoche tuve una pesadilla:
Estaba en el césped del campus con algunos de mis compañeros, hablábamos de la última clase de
dibujo técnico mientras tomábamos unos refrescos. Era un día caluroso y apetecía estar allí. Alguien me
llamó, levanté la vista y vi acercarse a mi novia, que venía a estar un rato conmigo durante el descanso. Se
sentó a mi lado y me dio un beso. Al verme reflejado en sus gafas de sol me di cuenta de que algo andaba
mal, la persona que salía reflejada en ese momento no era yo: era Héctor. Pero no podía ser porque en frente
de ella solo estaba yo, pero no, era Héctor, que volvía a besar a mi novia y se reía de mí desde el reflejo de
las gafas. Grité y me desperté sobresaltado. Bebí agua y volví a dormirme, tuve el sueño inquieto el resto de
la noche, pero sin pesadillas, y no me desperté sudando de miedo de nuevo.

Sábado 7 de noviembre
El día de hoy se presenta algo extraño, tengo ansiedad, pero no consigo saber por qué, me levantaré
y aprovecharé para salir a correr y despejarme. Volveré renovado, llamaré a Silvia e iremos a comer y al
cine, no me preocuparé por el sueño.

Domingo 8 de noviembre
¡Menos mal! La noche ha sido tranquila, ya pensaba que me estaba obsesionando, al fin y al cabo,
solo fue un sueño, una pesadilla. Silvia durmió a mi lado, pero yo, aunque no tuve pesadillas, dormí algo
inquieto. Por suerte el día lo pasaremos en casa haciendo el remolón y preparando el proyecto que debo
entregar mañana en clase.

Lunes 9 de noviembre
¡Menuda mierda! ¡Ahí está de nuevo! He vuelto a tener la misma pesadilla y Héctor sigue riéndose
de mí desde el reflejo. La misma angustia extraña, la misma sensación de asfixia me invade. Me va a volver
loco y para colmo hoy lo tengo que ver en clase, las expectativas de mi día son sombrías.
Más tarde: el día, al final, fue tranquilo. Héctor no apareció por clase, es extraño pero nadie sabe por
qué.

Martes 10 de noviembre
Las clases teóricas de hoy han sido bastante aburridas. Todo el tiempo estuve dormitando, quizás
porque anoche tampoco dormí bien. Volví a soñar, pero esta vez algo cambió: Héctor se iba desvaneciendo,
estaba delante de mí, me señalaba y decía algo que no podía oír y poco a poco desaparecía. Hoy tampoco
apareció por clase, nadie sabe nada.

Miércoles 11 de noviembre
Silvia quiere que cuando acabe las clases vaya de compras con ella. Pero yo estoy cansado, sigo
durmiendo mal y esto me pasa factura. Pero al final la acompañaré.
Más tarde: ha pasado algo extraño. Mientras caminábamos por el centro, le hablé a Silvia de que
Héctor llevaba unos días sin ir a la universidad y ella se extrañó, me preguntó que qué Héctor. He decidido
no pensar en eso, ya hablaré con ella otro día.

Jueves 12 de noviembre
¿Tendrán mis sueños algo de premonición? Estoy empezando a asustarme, porque soñé que Héctor
desaparecía y llevo ya mucho sin saber de él. Quizás me pasé deseando que se evaporase de mi vida. Pero
qué voy a hacer, prefiero no verlo, así no tengo que odiarlo. Contradictorio el ser humano. Me he quitado un
peso de encima, el día se me presenta luminoso.

Viernes 13 de noviembre a las 5 de la mañana
Esta noche he tenido el peor sueño de toda mi vida: soñé que yo era Héctor. Casi me da un infarto de
la impresión. Aunque me sentía yo, físicamente era él, menuda pesadilla de mierda, ¿qué coño me está
pasando? Es absurdo sentirse culpable por nada, ¿qué coño quiere mi mente? Pasaré bien el viernes, seguro,
ya estoy harto de complicarme. Ya llega el fin de semana y descansaré, no tengo ganas de salir de casa.
Haremos maratón de cine: la saga Matrix y comeremos palomitas.

Sábado 14 de noviembre
Estoy aterrado, creo que son mejores los sueños y las pesadillas, que hasta las deseo. Es extraño
tener una noche sin imágenes oníricas; darte cuenta de que tu mente está en blanco: sin consciencia, sin
existencia inmaterial. Hay sido terrorífico.
Más tarde: me he levantado algo tarde y creo que voy a darme un baño, el agua me despejará. El
vaho empañaba el espejo y lo he limpiado con la mano. Me he quedado de piedra al ver mi reflejo: ese no
era yo. Delante de mí no estaba yo, estaban mis pesadillas. ¿Aun dormía? He golpeado el espejo con el
puño y el dolor me confirmó que estaba despierto. Mi reflejo seguía allí, mirándome; sin mis ojos verdes en
él, sino unos ojos oscuros que me taladraban; sin mi nariz alargada, sino una algo más redonda; sin mi pelo
negro, si no castaño claro. Delante de mí no estaba mi persona, sino Héctor. ¿Cómo podía ser yo él? No
puedo describir lo que sentí, la impotencia, el odio y el asco que me dio, el desconcierto… Silvia ha
llamado y yo contesté, no era tampoco mi voz, espero que no lo haya notado. Bajo ningún concepto voy a
permitir que me vea así, cómo explicárselo. Tengo que averiguar qué pasa.

Domingo 15 de noviembre
No pude evitar que Silvia se pasara por casa, estaba preocupada. Según me dijo me notó raro por
teléfono. Se quedó a comer, y sorprendentemente no ha notado nada, NADA. Corrí al espejo y seguía
siendo él, pero mi chica no lo notó. ¿No entiendo nada? Para ella sigo siendo yo. Intento creer que todo está
en mi mente, que me he obsesionado con Héctor. Pero no puedo pensar que mis momentos íntimos con
Silvia y toda mi relación, ella la hubiera creído tener con él. Sí, está en mi mente, está en mi mente, ella me
ve como soy, me ve a mí.


Lunes 16 de noviembre
He vuelto a clase aturdido, pero decidido a enfrentarme con el mundo. Mis compañeros no notaron
nada tampoco, para ellos no había ningún cambio, todo era normal y yo no quise indagar. Intenté averiguar
con mis profesores lo que pude sobre la situación de Héctor, definitivamente es como si nunca hubiera
existido, como si se lo hubiera tragado la tierra. Pero: ¿cómo iba yo a inventarme una vida entera con él?
Siempre estaba a mi alrededor, aunque no se relacionaba con nadie más, no tenía amigos, pero ¡era una vida
tan real!, recuerdo a su familia, su casa y el colegio… Pensándolo bien, quizás el que no ha existido sea yo,
no él. Ya que el que aparece en el espejo es Héctor y no yo. Me estoy volviendo loco.

Martes 17 de noviembre
«¡Descríbeme Silvia! ¿Cómo soy?»
Me quiero morir. Mi peor pesadilla: DESCRIBIÓ A HÉCTOR, NO A MÍ. ¿Ahora me he convertido
en la persona a la que más odio? Creo que no voy a poder vivir con eso. Ver cómo todos a mi alrededor lo
aceptan y lo quieren. Pero este no soy yo, no puedo. Esta noche voy a dibujar un autorretrato y veré si me
reconoce.

Miércoles 18 de noviembre
He intentado explicarle a Silvia lo de mis sueños y lo que me pasa y le he mostrado el dibujo: no
sabe quién es, dice que nunca lo había visto antes. Me miró como si estuviera loco. No sabía nada de mi
anterior yo. ¿Qué está pasando? No lo puedo aceptar. Iré a un psicólogo, es mi última opción.

Jueves 19 de noviembre
Tengo la cita para esta tarde, espero que me entienda y me dé una solución.
Más tarde: el psicólogo cree que todo está en mi mente, que es algún trauma que arrastro desde
niño. Dice que quizás tuve un amigo invisible al que no logré superar o que he mantenido una imagen falsa
de mí mismo en mi cabeza; quiere estudiarlo mejor hasta descubrir por qué me pasa esto. No recuerdo nada
de amigos invisibles en mi niñez. Igual no tiene explicación científica, he quedado poco conforme, creo que
no voy a volver. Lo tengo todo muy claro, no estoy loco ni traumatizado, esto va más allá. ¿Y si fui
poseído? Nadie me cree.

Viernes 20 de noviembre
Odio a todo el mundo, odio todo lo que me rodea. La personalidad que yo le entendía a Héctor me
engulle, ahora sí me estoy transformando en él de verdad, acabará dominándome, lo sé y no puedo hacer
nada. Todo a mi alrededor se vuelve oscuro y cada vez me alejo más del mundo. Este fin de semana no
saldré, no sé si Silvia querrá verme ya. No he vuelto a hablar con ella desde que le conté lo ocurrido, igual
está asustada. Es lógico. ¿Y si pronto dejara de existir? Quizás sería mejor perder la consciencia de mi YO y
ser él completamente, así quizás acabe mi angustia.

Sábado 21 de noviembre
Mis malos sueños e inquietudes me avisaron, pero no los escuché. Estoy perdido. Sigo tirado en la
cama, me niego a comer. Ojalá entrara en trance por el ayuno como los antiguos chamanes y todo volviera a
la normalidad. Ojalá me durmiera y al despertar fuera yo de nuevo, pero ¿quién es YO? Ojalá. Mi anterior
vida parece tan lejana, como un precioso sueño del que no hubiera querido despertar nunca. El mundo sigue
girando sin mí, nadie me echa de menos, nadie me necesita, nadie me ayuda, estoy solo, solo con él. Si yo
desapareciera, ¿lo notarían?

Domingo 22 de noviembre
¿Cuánto tiempo llevo así? Es como si fuera una eternidad y solo han pasado varias semanas. El
tiempo es una losa para mí, un abismo insondable mi alma. Voy a acabar con todo, esto ya no es vida. No
permitiré que ÉL viva en mí, que me utilice. No permitiré que viva mi vida mientras yo desaparezco. Que se
busque a otro. ¿Cuál sería la forma más rápida? ¿Veneno o somníferos?
Más tarde: he tomado una caja de pastillas que Silvia tenía aquí. Noto que poco a poco me abandona
la vida, no es tan doloroso y casi estoy feliz. A lo mejor el más allá está bien, siempre he creído en la vida
después de la muerte. Allí encontraré paz. Supongo que nadie me extrañará, estoy solo. No hay nada más
triste que no tener a alguien mientras dejas este mundo. Estoy sobre la cama y delante de mí está el espejo
del armario, por última vez miro el reflejo en el espejo para reírme de él, para maldecirlo. Vuelvo a ser
YO… ¡Qué ironía!

Domingo 8 de noviembre a las 4 de la mañana
«Cariño, despierta».
La voz de Silvia me hace reaccionar, según parece yo estaba gritando y después me quedé como
muerto. Estoy en mi cama con mi novia. ¡¿Fue todo un sueño?! Cuesta creer que así sea. Me he levantado y
he ido al espejo: cabello negro, ojos verdes…, vuelvo a ser Yo. He tenido una pesadilla tremenda y
agobiante. ¡Qué mal lo he pasado! No me queda más que tranquilizarme y disfrutar. Pero no paro de pensar:
¿Sueño o nueva oportunidad de vivir?... Qué más da…Todo acabó.


Cordero de Dios
Por Xevi Vila

La sangre empezó a caer por la esquina opuesta de la mesa de metal
oxidada explotando alborotadamente contra el viejo, sucio y agrietado suelo del
sótano. No era un plato de buen gusto tener que hacer aquello pero era su deber,
su trabajo. No hacía preguntas, no cuestionaba nada, solo obedecía las órdenes
de su señor. Le encantaba recorrer con sus dedos la precisa línea que había
trazado antes con el bisturí sobre la piel del pequeño cordero que yacía
prácticamente quieto preso de un más que justificado terror. Se sentía fuerte,
poderoso con esa diminuta vida a merced de sus atroces manos.
El hombre, de unos cincuenta años mal llevados y recogidos en una
enorme barriga que rebosaba por encima de los pantalones, tarareaba una y otra
vez la misma melodía. Un cántico oscuro, una especie de salmo que evocaba a
gestas y actos ocurridos mucho tiempo atrás, cuando los días y los años
transcurrían anónimamente sin que a la historia le importaran demasiado. Fue
después de todo aquello cuando empezamos a contar el tiempo como ahora lo
hacemos y nacieron los años, décadas y siglos, las religiones, los gobiernos y las
leyes. Fue entonces cuando nos dividimos en buenos y malos, en creyentes y
herejes, en autóctonos e inmigrantes. Fue entonces cuando todo empezó a ir mal
para muchos y demasiado bien para unos pocos.
El cordero se removió espasmódicamente y se estremeció quedando
prácticamente rígido por un instante, las ataduras de cuero resistieron a la
perfección las embestidas devolviendo a la presa a su cautiverio forzado encima
la fría mesa. Acto seguido se relajó, su pequeño cuerpo se estaba despidiendo de
la poca vida que le quedaba mientras esta se escurría por el alféizar de la mesa
en forma de diminutas gotas de un color granate oscuro casi negro que morían
olvidadas en el desagüe oxidado y lleno de pelos que remataba el desvencijado y
viejo suelo del oscuro y olvidado sótano.
—Duerme pequeño —dijo el hombre mientras recortaba el pelo rizado que
le recubría parte del rostro—. Ya no habrá más dolor.
Y efectivamente el dolor cesó. El mundo se apagó definitivamente para la
pequeña criatura. Ya no habría más amaneceres y la oscuridad sería para siempre
su mundo a partir de aquel mismo instante.
El hombre se frotó la entrepierna y notó como un pequeño bulto crecía
entre sus generosos muslos. Era horrible, un monstruo y, aunque fue durante un
solo segundo, se sintió culpable por ello. Nadie en su sano juicio podía excitarse
en esa situación. Y menos él, un sirviente de Dios. Pero ver a la pequeña criatura
muerta y desnuda encima de la mesa era superior a su capacidad de auto control.
Nadie echaría de menos al niño, nadie lloraría su pérdida. Era un huérfano,
un bastardo. Fruto de la unión de una prostituta y algún borrachuzo que
frecuentaba su alcoba. No era digno de vivir en el reino de nuestro
misericordioso señor. No hay lugar para él en los verdes pastos de la creación.
Los impíos deben ser aniquilados, esa era, es y será siempre su misión y Dios
sabe bien que haría todo lo posible para llevarla a cabo.
Con cada palabra y cada pensamiento el bulto crecía al mismo tiempo que
su respiración se aceleraba. Sus manos empezaron a recorrer el cuerpo desnudo
del chico. El bisturí surcó una vez más la piel del pequeño dibujando una cruz en
el tórax que, debido a la excitación, perforó algo más que la carne y provocó que
pequeñas esquirlas de hueso se incrustaran en su cara.
—¡Desgraciado! ¿Cómo osas? —le dijo al cuerpo inerte.
El bisturí punzante y afilado dejo paso a la sierra que quedó olvidada a un
lado manchada de sangre y restos de piel y hueso cuando el taladro entró en
acción. Le encantaba penetrar lo poco que quedaba del cuerpo del chico con la
broca metálica. El ruido era música para sus oídos y la erección era cada vez más
intensa. Finalmente, después de haberse hartado de torturar a su víctima, la
fregona se encargó de limpiarlo todo.
Se lavó la cara y las manos concienzudamente en el aseo antes de salir por
la puerta principal. Alzó la vista y le dio gracias una vez más a su señor que le
estaba observando orgulloso desde un cielo encapotado por negras nubes que
amenazaban tormenta. Se respiraba el agua en el ambiente y el viento, que a esa
hora empezaba a ser considerablemente frío, le devolvió a la vida con una
bofetada cargada de realidad. Estaba fuera y debía actuar con la pulcritud que
requería su hábito.
Empezó a caminar por el paseo, bajo la alargada sombra de los árboles,
acompañado por el crujir de hojas secas que se rompían bajo sus pies. A su
espalda quedó el viejo edificio de ventanas oscuras. Las paredes de piedra, la
puerta principal y un cartel pequeño que decía:
«Orfanato Cordero de Dios. Dónde todos los niños serán bien recibidos»



Tempestad en medio de la noche
Por Begoña Medina

Los Infiernos es un pueblo muy tranquilo de Murcia. Nada que ver con
aquel terrible cartel que habitaba al principio del pueblo. Nathalie lo sabía muy
bien, era un pueblo rural más, dónde lo más inquietante que había ocurrido había
sido el ahorcamiento del caballo de Felixin, que por no dejarse montar, se lanzó
a la batalla con la cuerda que lo tenía amarrado en el corral.
Cuando arribó a España, apenas chapurreaba cuatro palabras, así que no la
echó para detrás su peculiar nombre. Francesa de cuna, cansada de París, había
venido a aquel lugar perdido en la cartografía peninsular por un anuncio en el
que se decían buscaban mujeres de campo. Al principio le pareció una estupidez,
pero luego fantaseó con la idea de vivir tranquila con un hombre rústico y sin
preocupaciones, lejos del bullicio y la contaminación de la ciudad, y se lanzó a la
aventura. Un autobús entero las llevó a conocer a aquellos hombres de campo,
rudos y sencillos.
Alberto no estaba entre los hombres dispuesto a acabar con su soltería,
pero al verla dijo sentir un golpe en su patata (así llamaba a su viejo corazón) y
no dejó de cortejarla hasta convencerla que ese era su lugar. Sus modales eran
toscos pero tan bueno, tan tierno y con tanta paciencia para mostrarle sus
costumbres e intentar comunicarse con ella, que la conquistó en poco tiempo.
Allí habían construido su hogar, en un viejo caserío propiedad de su familia
en medio del bosque, alejado de las miradas de sus vecinos. A Alberto le gustaba
la tranquilidad de la naturaleza pero a ella esa casa nunca la gustó, y se lamentó
de aquella decisión tan inconsciente de su marido. El tiempo había pasado y ella
ya era una mujer entrada en años, había preparado las maletas, no aguantaba más
allí, mañana le abandonaría. Él ya le había dejado claro que jamás se movería de
aquel espantoso lugar.
Un rayo lejano iluminó el cielo con intensidad. Si tan solo se hubieran
podido mudar al centro del pueblo... pero él se resistía por alguna extraña razón.
—Se acerca una tormenta eléctrica —dijo para sí mientras se enfundada en
su chaqueta de lana; una brisa de viento helado se estaba levantando por
momentos. El camino estaba embarrado como consecuencia de las lluvias
torrenciales de la última semana. No le daban tregua últimamente y debía usar
botas katiuskas de goma verde, las de toda la vida. Allí no llegaban aquellas
modernas con dibujos florales y multicolores.
Un segundo rayo acompañado de unas gotas la ánimo a correr pasando
cerca de las tumbas de los antepasados de su marido. Un numeroso grupo de
claveles y un enorme castaño habían crecido alrededor de ella, proporcionando
una buena sombra en verano y calidez; hacían de sus sepulturas un magnífico
lugar para leer y para pensar. Pero ahora el aspecto que cobraba era terrorífico.
Nathalie cruzó el porche y un escalofrío la recorrió por todo el cuerpo al
sentir el frío de la lluvia. Se había empapado, estaba calada. Abrió la puerta y lo
llamó.
—¿Alberto? —después de esperar unos minutos sin respuesta supuso que
aún estaría en el bar del pueblo. Mejor. Bajó la maleta con sus enseres. Cogió un
par de troncos y los echó en la estufa. Moris, su gato ronroneó cerca de sus pies,
pero se enroscó encima del sofá con la mantita de pelo.
—Estás cómodo, ¿eh, viejo? Voy a darme una ducha para entrar en calor
—le dijo a su felino. No se acostumbraba a aquella soledad, necesitaba compartir
sus pensamientos con su mascota, al menos el gato la hacía compañía.
De camino al cuarto de baño, abrió el cajón de la alacena y se preparó un
set de velas. Pronto se quedaría a oscuras, con aquellas tormentas la electricidad
saltaba continuamente. Se preparó las sales y se metió en la bañera. Estaba muy
a gusto.
La bombilla parpadeó unos segundos antes de extinguirse por completo.
Nathalie no le dio importancia, las velas humeaban ya desde hacía rato. Pero
algo no andaba bien esa noche, algo debió inquietar a Moris, que maulló
asustado y saltó contra el cristal de la ventana. Un golpe seco, un gemido y ya no
se escuchó más. Extrañada, salió de la bañera y se arropó con la toalla. Cogió un
candelabro y alumbró el salón. Otro rayo, esta vez acompañado de un trueno.
Los cristales vibraron como nunca.
—¡Oh, Santo Cielo! —exclamó horrorizada. Su gato estaba muerto, yacía
en el suelo con el cuello partido en una postura antinatural. El cristal estaba todo
manchado con su sangre.
Se le saltaron las lágrimas. Cogió con delicadeza el cuerpo y lo envolvió en
un trapo. Luego abrió la puerta del patio trasero y lo dejó allí. Ahora ya sí que
nada la retenía en aquel lugar. Mañana por fin cogería el autobús rumbo a su
ciudad. Regresó al baño nerviosa para limpiarse las manos, pero una neblina de
vapor cubría las paredes y el espejo. Se sintió sofocada. Extrañada, tocó la
superficie del agua y esta se encontraba cálida al tacto. Al levantar la vista hacía
el espejo una sombra se movió. Aterrada, se vistió veloz y salió de nuevo al
pasillo:
—¿Hay alguien allí? —gritó. Oía su jadeo nervioso pero nada más. El
repiqueteo de las gotas de la lluvia se oían chocar con fuerza contra los cristales.
Nathalie se arrepintió de no haber echado las contraventanas. Un golpe seco
contra el cristal le hizo dar un bote. ¿Un pájaro negro? Se acercó hasta la ventana
y comprobó que allí estaba el ave, tumbada sobre el poyete con un ala extendida
y una pata encogida. Acercó su rostro un poco más cerca de la ventana para
observar al bicho. El animal pareció revivir y picoteo con fuerza el vidrio.
Aterrorizada, se alejó de la ventana y trastabilló contra el sillón de oreja. Ahogó
un grito que amenazaba con escaparse de sus labios y permaneció quieta
observando al feo pajarraco, que parecía querer atravesar los cristales, pero igual
que había venido, desapareció de su vista.
— ¿Dónde demonios te has ido bicho del carajo? —preguntó molesta la
mujer.
ÑIC, ÑAC, ÑIC, ÑAC
La puertecilla del gato que usaba para entrar se estaba moviendo con
insistencia. Nathalie corrió temblorosa y la trastabilló. Su gato no estaba vivo y
aquello que parecía querer entrar no podía ser nada bueno. Nerviosa descolgó su
celular y marcó el 112. Pero otro rayo iluminó un rostro humano pegado a la
puerta.
— Por favor, cógelo por favor —sollozó nerviosa.
—¿Diga?
—¡Ayuda!, soy Nathalie Cuget, del pueblo Los Infiernos. Están ocurriendo
sucesos extraños en mi casa ¿puede enviar a alguien?
—Un momento por favor voy a tomarla nota... ding, ding, ding. —La
llamada se cortó.
—Pero ¿qué sucede? —Volvió a descolgar pero no había línea. Nerviosa,
cogió el atizador de la chimenea y se atrevió a mirar a través de la ventana.
Fuera la tempestad caía con fuerza. Las contraventanas comenzaron a
bambolearse y ¡ZAS! El primer portazo sonó arriba, luego otro en la ventana de
la cocina. Se escondió debajo de la mesa y apagó las velas. Unos pasos se
arrastraban despacio por el piso de arriba. Sin pensárselo dos veces, echó el
cerrojo de la puerta que comunicaba con la planta de abajo y regresó a su
escondite provisional.
Cogió su celular y comprobó la línea, pero algo se acababa de reflejar en su
pantalla justo detrás de ella. Histérica, se volvió y gritó. El cadáver de una mujer
ahogada amenazaba con tocarla, su color cetrino y aquellas cuencas de ojos
sanguinolentos la provocaron repulsión y ganas de vomitar. Sin pensárselo dos
veces le atizó en la cabeza y se la separó del cuerpo. Pero la cabeza rodó cerca
con una risa diabólica.
—¿Así es como tratas a tus invitados Nathalie? —preguntó con una voz de
ultratumba. La mano del cadáver la sujetó un pie pero Nathalie la dio con el
atizador hasta verse libre entre espasmos. Corrió hacia la puerta de entrada pero
algo corría con muchas patas por la habitación. Agarró una linterna y alumbró en
su dirección.
La tarántula que tenía delante chilló deslumbrada. Nathalie trató en vano
de abrir la puerta. Con los nervios, las llaves se la cayeron al suelo.
—¿Qué demonios pasa aquí está noche? —gritó desesperada.
La ventana del salón estalló en mil pedacitos, varios cristales se la clavaron
por el cuerpo y la araña aprovechó esa distracción para moverse y amenazarla
con sus patas.
—¡Bicho asqueroso! —Se sacó una yesca y la encendió con su mechero. El
bicho correteó ahumado por la habitación chocando contra el cadáver que no
paraba de reír, hasta lanzarse por la ventana. Las cortinas se prendieron fuego y
este se extendió con asombrosa rapidez. La mujer comenzó a toser y se acercó
con el extintor de incendios para cogerlo, pero entonces vio la cabeza a su lado,
riendo. La cogió y la lanzó con rabia al exterior. El cuerpo se arrastraba a
trompicones y la alcanzó con sus manos, era demasiado fuerte, se estaba
ahogando....
******* *******
—Riinnng.
—¿En qué puedo ayudarle, agente? —preguntó un hombre mayor.
—Hemos recibido una extraña llamada de este número. Decía ser Nathalie.
—Eso es imposible. Mi mujer murió el año pasado.
—Lo sé, don Alberto, no deseo molestarle, pero quería asegurarme que
todo andaba bien por aquí.
—Como podrá comprobar todo está en orden, agente.
—Abuelo, abuelo ¿qué es esta bola de cristal tan rara? —chilló un niño.
—Deja eso. No la toques, trae mala suerte —dijo el hombre arrancándosela
de las manos al pequeño infante.
—Buenas noches, don Alberto.
—Buenas noches, agente.
El hombre mayor se volvió de frente al niño y lo sujetó firme por los
hombros:
—Escúchame bien, tu tranquilidad depende de que esa bola nunca se
rompa. Puede que ahora no lo entiendas, Robert, pero es muy importante que no
juegues con ella.
El niño le miró sin comprender pero se marchó junto al fuego a jugar con
sus coches.
—Padre, ¿crees que la mujer que le hizo vudú a Nathalie y encerró su
espíritu en esa réplica de la casa no podrá escapar nunca?
—Eso espero. Desde luego, desde que la sacrifiqué para entregársela a
aquellos espíritus malignos, no hemos vuelto a recibir la visita de ninguna
sombra. Parecía buena mujer. Es una pena que tenga que vivir una pesadilla cada
noche. Pero mejor ella que nosotros. Por fin nos hemos librado de la maldición.
****** ******
Nathalie se despertó junto a su cama sin respiración. Exhaló una bocanada
de aire y trató de tranquilizarse. La casa estaba en perfecto estado. Se levantó y
llamó a su marido.
—¿Alberto?
Pero debía haber salido ya al pueblo.
Más relajada, se acercó a la ventana pero allí no había restos de sangre.
Debía ser otra pesadilla de las muchas que tenía últimamente como cada noche
al acostarse.
Moris se acercó ronroneando con una mirada extraña en sus felinos ojos.


Hermanos de tinta
Por Mario Escobar

Casper tardó en arreglarse a pesar de que su esposa Carol no dejaba de
apremiarle. Lo último que deseaba era acudir a la entrega del premio para su
hermano Alban. Ambos eran hijos de una famosa pareja de escritores de terror,
pero sus carreras como novelistas parecían antagónicas. Mientas Alban había
triunfado con su primera novela de suspense a los dieciocho años, la trayectoria
de Casper había sido desigual. Durante los primeros cinco años ni siquiera había
podido vivir de los libros y había trabajado haciendo artículos estúpidos en
revistas del género de terror para poder pagar las facturas a fin de mes. Ahora él
y su hermano gemelo tenían casi cuarenta años, parecían casi dos gotas de agua,
pero sus carreras literarias no podían ser más dispares.
—¡Casper, vamos a llegar tarde a la entrega del premio! Para una noche al
año que salimos sin los niños, tienes que estar jodiendo. Sé que no te entusiasma
la idea de que le den un premio a tu hermano, pero al menos deberías disimular
un poco —dijo Carol desde el umbral de la puerta del baño.
A pesar de su cara aniñada con pecas y su pelo rojizo, su esposa podía ser
una verdadera bruja cuando se lo proponía. Él intentaba discutir lo menos
posible, lo único que lograba calmarle un poco era su dosis diaria de cerveza y
algo de marihuana cuando se reunía con sus viejos amigos de universidad, pero
el resto del tiempo su matrimonio era un verdadero infierno. Casper se ajustó la
pajarita y se puso la chaqueta. El esmoquin le sentaba bien. Su cuerpo se
mantenía en forma a pensar de lo poco que cuidaba de él, su hermano era mucho
más deportista y siempre cuidaba su pelo castaño claro. Ambos tenían dos hijos,
un niño y una niña, y residían a las afueras de Albany, lo suficientemente cerca
de Nueva York para continuar en contacto con el mundo editorial, pero lejos de
la presión mediática y el agobiante mundo de los agentes y las casas editoriales.
Aunque a Casper le hubiera encantado que ese tipo de acoso se hubiera dirigido
a él y no a su hermano gemelo o sus padres.
Aquella noche tendría que ver a toda la saga familiar del terror y el
suspense unidas. Sus padres podían ser muy condescendientes con él, pero se les
veía a la legua que estaban mucho más satisfechos con Alban o al menos eso era
lo que él creía.
Cuando bajaron las escaleras y dieron las últimas instrucciones a la
canguro, sus hijos ya llevaban media hora durmiendo en la planta de arriba.
Casper observó de reojo a la adolescente y después a su esposa, aunque Carol
había echado algo de caderas aún continuaba siendo una mujer muy bella, pero
un poco de carne fresca no le vendría bien, tras casi veinte años de matrimonio.
Carol se dedicaba a dirigir una revista de plantas y jardines, nada emocionante
para una periodista que había soñado en ser corresponsal en países en conflicto,
pero a veces la vida se comportaba como una verdadera cabrona. Una pareja
frustrada que culpaba al otro de su fracaso o al menos de su vulgaridad era
siempre una bomba a punto de estallar.
Tomaron el Cadillac CTS- V que estaba preparado en la rampa del garaje y
sus luces parpadeantes azuladas iluminaron la fachada blanca de madera de su
preciosa residencia en una de las zonas más exclusivas de Albany. Realmente la
urbanización la componían medio centenar de viviendas de lujo en mitad de un
hermoso bosque y junto a un lago artificial. Sus padres vivían en una de las casas
más pequeñas y su hermano en la mansión que dominaba desde una colina toda
la zona residencial. La cena se celebraba en el centro de conferencias y hotel de
Albany, debido a la petición expresa de su hermano la ceremonia del premio se
había trasladado a la aquella ciudad provinciana y asfixiante que tanto odiaba
Casper, pero Alban adoraba a la buena gente de la Albany y, sobre todo que le
trataran como uno de los hombres más importantes de la Costa Este y del
fecundo estado de Nueva York.
El coche salió como una estelación de la rampa y prácticamente voló
varios metros antes de entrar en la tranquila calle comunitaria. Las ruedas
derraparon con fuerza y el Cadillac se dirigió a toda velocidad hasta el
Downtown.
—¿Por qué tienes que ir tan deprisa? Al final te quitarán el carnet de
conducir si es que no nos matas antes —se quejó su mujer, que intentaba darse
los últimos retoques mientras se miraba al espejo del coche.
«Ya me gustaría a mí que te murieras», pensó Casper tomando la autopista,
en menos de diez minutos el coche cruzó la ciudad y aparcó frente al hotel.
Aquella era una de las pocas ventajas de vivir en un lugar mucho más pequeño
que Nueva York. Descendieron del vehículo y Casper lanzó sus llaves al
aparcacoches. Los fans de su hermano se agolpaban al otro lado de las vallas
metálicas, pero cuando vieron que los que llegaban eran su esposa y él, nadie se
acercó a pedirle un autógrafo. El escritor continuó su camino cabizbajo, ya era
suficiente humillación ir a la entrega del mejor premio de la literatura de terror
para su hermano, para que además ni un solo lector se aproximara para que le
firmara un ejemplar de su última novela «El asesino de su sombra», pero «así era
la vida de un jodido autor de segunda», pensó Casper.
La ceremonia era en el bello y versallesco salón del hotel. Muy pocos
lugareños iban a la ópera en aquel pueblo, pero el hermoso teatro de estilo
francés era el centro de reunión para todo tipo de eventos.
Entraron al gran recibidor y observaron con indiferencia la bellísima doble
escalera de mármol que se unía en la parte superior, la amplia sala estaba vacía
lo que indicaba, que como le había advertido su esposa, el acto ya había
comenzado.
Carol le miró con el ceño fruncido durante unos segundos, ahora ambos
tendrían que atravesar el salón hasta la primera mesa junto al estrado, mientras
los ojos de todo el mundo se clavaban sobre ellos. Todo el mundo vería que
llegaban tarde a uno de los actos más importantes del año y del que el hermano
de Casper era el protagonista.
Mientras su esposo dejaba los abrigos en el ropero, ella se dirigió con la
rapidez que le permitían sus tacones de aguja hasta la puerta. Uno de los
camareros le abrió y entró sin esperar a su esposo.
El acto ya había comenzado. Uno de los veteranos del sindicato de
escritores estaba en el estrado elogiando los libros de Alban, cuando ella intentó
rodear las mesas y llegar a su sitio sin llamar en exceso la atención.
Cuando Casper vio que su esposa ya había entrado en la sala, resopló y
después con gesto hosco atravesó el amplia salón por en medio de las mesas.
Antes de llegar a su sitio chocó con un par de sillas y tropezó con las faldas de la
mesa justo al lado de la presidencial. Su esposa le hizo un gesto para que se
sentara, mientras que sus padres le sonreían con benevolencia. No estaba seguro
de que era lo que más odiaba, si el desprecio de su esposa o la misericordia
compresión de sus progenitores.
Las luces enfocaron en ese momento el rostro de su hermano, que de
espaldas a él miraba al estrado.
—Alban King es uno de los escritores más respetados de nuestro tiempo.
Su estilo sencillo pero certero le han consagrado como la nueva voz de la
literatura de terror, siguiendo la estela que sus padres han marcado durante los
últimos treinta años. Por favor, demos la bienvenida a Alban King.
Su hermano gemelo se puso en pie, se giró para saludar al público y por
unos segundos cruzó la mirada con Casper. Después besó a su esposa, una de la
mujeres más bellas de los Estados Unidos. Con sus dos gigantescos ojos verdes y
su pelo moreno había encandilado a varias generaciones de espectadores en las
diferentes series televisivas en la que había sido protagonista.
—¡Gracias, Papá y Mamá! —gritó a sus progenitores que estaban sentados
al otro lado de la mesa, junto a su esposa—, vosotros nos habéis hecho como
somos.
Alban guiñó un ojo y apuntó a sus padres con su dedo índice como si les
disparase con el cañón de una pistola.
Hermanito eres el mejor y un día no muy lejano estarás en mi lugar.
Aquel comentario le sentó a Casper como una verdadera puñalada por la
espalda. Lo último que necesitaba aquella noche era que le mostraran lástima, ya
era suficientemente desgraciado como para que su «exitoso» hermano se lo
restregara por la cara. Intentó disimular, puso su mejor sonrisa y después se
bebió su copa de vino de un trago.
Una hora más tarde había ingerido más de una botella de vino tinto, cuatro
copas de champan y tres vasos colmados de whisky con hielo. Cuando su
hermano se cansó de recibir adulaciones y se acercó hasta su mesa, Casper ya
estaba en condiciones de hablar con él sin necesidad de mandarle directamente a
la mierda.
—Hermanito. Ven un momento, quiero que veas algo —dijo sonriente.
Uno al lado del otro realmente parecían dos gotas de agua. Lo único que les
diferenciaba era la perilla rubia de Casper, su pelo algo más largo y el traje
barato que vestía aquella noche.
Alban le llevó hasta el aparcamiento del hotel. Se aproximó a un
impresionante Lamborghini Reventon de color negro. Sus característicos faros
triangulares y sus líneas definidas le hacían inconfundible. Casper sabía que
aquel vehículo costaba más de un millón y medio de dólares. Una cifra casi
inalcanzable para él. De alguna manera en aquel momento supo con certeza que
nunca estaría a la altura de su hermano.
Mientras Alban pasaba la mano sobre el capó, él se dedicó a mirar si había
alguna cámara cerca, después tomó un pequeño expositor metálico que guardaba
periódicos y se lo estampó en la cabeza. Afortunadamente la mayor parte de la
sangre cayó sobre el coche, lo que le permitió tumbarlo sobre el capó. Después
se limitó a sacar de sus bolsillos la documentación. Abrió el coche y dejó a su
hermano aún vivo en la parte trasera. Había fantaseado con aquel momento
muchas veces, pero ahora que estaba perpetrando su primer asesinato, supo que
había algo emocionante y orgásmico en el crimen.
Se sentó enfrente del imponente cuadro de mandos del Lamborghini
Reventon y pisó despacio el acelerador. El vehículo salió a toda velocidad,
dejando que sus ruedas chirriaran sobre el asfalto. Ascendió dos plantas antes de
salir a la calle principal, Casper sabía que tenía muy poco tiempo. La gente no
tardaría mucho en echarles de menos y preguntar dónde estaban.
Dejó el coche a un par de calles. Se percató que no hubiera nadie cerca y
caminó con paso apresurado hasta el hotel. Notaba el aire fresco de la
madrugada y su sudor pegajoso de la camisa, le enfriaba el cuerpo poco a poco.
Fue directamente al guardacoches y le pidió su vehículo. Intentó mostrar ante el
joven negro que estaba muy borracho, para que se acordara bien de su cara y su
nombre. Después salió quemando rueda, lo que permitía que el resto de las
personas que estaban en la entrada del hotel vieran como se iba de la fiesta.
Aparcó justo detrás del coche de su hermano. Cuando se asomó a la parte
trasera del Lamborghini Reventon comprobó que su hermano aún respiraba y
con un ojo abierto, el otro lo tenía cubierto de sangre reseca, le suplicaba por su
vida, pero para Casper el tiempo de la compasión ya había pasado. Se limitó a
desnudarlo, ponerles después su traje y montarlo en su automóvil. Después le
colocó en asiento del conductor y se puso el cinturón. Gobernó el coche desde el
puesto del copiloto y lo estrelló con fuerza contra una farola. El coche partió el
pie de hierro y terminó incrustándose en una pared. Alban, que no llevaba
cinturón, salió literalmente volando y se estrelló contra el parabrisas. Casper se
quedó por unos segundos aturdido, después salió del vehículo, abrió el depósito
del combustible, metió un trapo, se encendió un cigarrillo y lanzó la cerilla al
trapo sucio, mientras se alejaba a toda prisa.
Un instante más tarde el coche explotó y comenzó arder.
Casper miró las llamas. En el último segundo su hermano se despertó y
comenzó a golpear el cristal de su ventanilla, pero las llamas se extendieron
rápidamente por todo el coche y el pobre hombre se abrasó vivo en mitad de
terribles dolores.
Él no sitió la más mínima emoción. De alguna manera había decidido que
el cadáver calcinado de su Cadillac era el suyo y únicamente contemplaba su
trágico final.
Se sentó en el coche de su hermano, miró en la guantera y localizó el
pequeño set de afeitado que su hermano guardaba para sus viajes de promoción.
Se afeitó la barba sin espuma, intentando no cortarse, aunque notaba como le
temblaba el pulso. La adrenalina parecía golpear sus sienes, al fin se había
atrevido a hacer lo que tanto deseaba y se había convertido en Alban King, uno
de los escritores de éxito más importantes del mundo. Todos los gemelos
guardan ese afán oculto de ser únicos, aunque muy pocos se atreven a dar aquel
paso de terminar con la vida de su otra mitad.
Después aferró el volante con ambas manos y pisó el acelerador. Regresó
de nuevo al aparcamiento y dejó el vehículo para unirse a la fiesta.
La primera que se le acercó en cuanto entró en la sala fue Carol, la muy
furcia se le insinuó y le dijo que le esperaba al día siguiente en la misma
habitación del Hilton que todas las semanas. Intentó disimular su enfado y pasó
su mano por las caderas de su esposa. Sus padres no tardaron en aparecer, le
abrazaron y después le comentaron que debían regresar a casa y descansar un
poco, en unos días comenzarían su campaña promocional.
Una hora más tarde Sally, su «nueva» esposa le pidió que se retirasen a
dormir. No vivían muy lejos, pero habían tomado una habitación en el hotel para
no tener que conducir de madrugada.
Sally era una bellísima sureña de piel blanca, ojos verdes y pelo negro. Ella
siempre comentaba que parte de la familia de su madre provenía de una de las
tribus indias desplazadas tras el avance de los ingleses por el norte, puede que
fuera su sangre mestiza la que hacía mucho más amable y simpática que su
propia mujer. Por eso la siguió con gusto y cierta excitación.
Casper se tumbó en la cama del hotel vestido. Tenía el smoking con
manchas de alcohol y un ligero olor a humo, apenas tardó unos segundos en
cerrar los ojos y caer en un profundo sueño.
Aquella mañana era como otra cualquiera. Tenía una fuerte resaca, la boca
seca, un agudo dolor de cabeza y muy pocas ganas de escribir. Cuando al final
logró sentarse en la cama y contempló sobre su mano izquierda el reloj de
pulsera de su hermano se acordó de todo. Al principio se le había pasado por la
cabeza que lo sucedido la noche anterior era fruto de su imaginación o de sus
delirios alcohólicos, pero en aquel momento fue consciente de que sus deseos se
habían hecho realidad, una sensación que le inquieto más que alegrarle.
Sally apareció por el pasillo completamente desnuda. Salía de darse una
ducha y frunció el ceño al ver a su marido aún vestido con la ropa de la noche
anterior y con la expresión de borracho aturdido que tenía todas las mañanas.
—Tienes que irte en media hora. Después de la firma de las 12, deber
participar en dos mesas redondas y conceder una entrevista esta noche en la
CNN.
La voz chillona de Sally le penetró por los tímpanos, tuvo deseos de
estrangularla, pero se contuvo, miró en la maleta de su hermano y se vistió con
unos pantalones de pinzas, unos mocasines marrones y un polo azul claro.
Después se dirigió hasta la mesa donde les habían dejado el desayuno los
camareros y se limitó a tomar un zumo de naranja y un poco de café muy negro.
—Tienes firma en cinco estados los próximos días. No tienes que cagarla
como la última vez. Tu editor no puede estar disculpando tus ausencias. La
última novela ha sido un fiasco y de las críticas del New York Times mejor no
hablar.
—Ok, cariño. Me podré las pilas —contestó Casper a su esposa mientras
ojeaba su iPad, buscando noticias sobre la muerte de su hermano o el accidente
del coche.
—No olvides que en un mes debes entregar el manuscrito de la nueva
novela. Ya sabes te han pedido más sexo, más sangre y más violencia. Ya no
puedes conformarte con escribir esas historias para sesentonas con la lágrima
fácil.
El hombre apuró el café y se dirigió a la puerta después de ponerse una
chaqueta ligera de color beis. Salió al recibidor y llamó al ascensor y, mientras
miraba desde la gran pared de cristal el paisaje mañanero de Albany, su teléfono
se puso a sonar. Lo buscó entre los bolsillos de la chaqueta y miró la pantalla, se
trataba de su padre.
—Hijo, siento decirte que tu hermano Casper ha muerto.
Las palabras de su padre le produjeron un fuerte impacto. Nunca había
pensado que alguien le anunciaría su propia muerte, pero intentó parecer
compungido por la noticia.
Las siguientes veinticuatro horas fueron un verdadero infierno. Casper se
convirtió en el centro de atención de todos los familiares y amigos, todo el
mundo parecía amarle y admirarle ahora que ya no estaba entre los vivos,
aunque él era consciente de las falsedades que se decían sobre los muertos, le
extrañó recibir tantas muestras de afecto por sus amigos, familiares y lectores.
El momento más duro del segundo día fue la ceremonia conmemorativa.
Tuvo que dar el panegírico en la capilla de su ciudad natal. Se sentía destrozado,
el peso de la culpa comenzó a apoderarse de él. Por primera vez fue consciente
tras cuarenta y ocho horas de duelo de que le había robado la vida a su hermano.
Era un maldito asesino.
Al terminar el acto conmemorativo su antigua mujer Carol se abrazó a él.
Parecía muy afectada y mientras le llenaba de mocos la chaqueta le dijo con la
voz entrecortada:
—¿Puedes creerte que esta mañana llegó una carta de Penguin Random
House ofreciendo al pobre de Casper un contrato por diez millones de dólares
por su nuevo manuscrito?
—¡Qué! —gritó el hombre separándose de Carol.
—Sí, mañana firmaré como única representante legal de su obra —
comentó la mujer con los ojos anegados de lágrimas.
—¡Dios mío! —dijo él sin poder creerse que en aquel preciso momento su
vida comenzaba a enderezarse, pero él ya no era él.
Al día siguiente se levantó en la exclusiva habitación de la residencia que
su hermano tenía en mitad del bosque, en la misma urbanización que él, se
preparó un café expreso en la cafetera de diseño italiano y se dirigió con la bata
abierta hasta el despacho. Levantó la vista y contempló el hermoso bosque
repleto de vida que se mostraba ante sus ojos. Una ardilla saltó al árbol de
enfrente, mientras él parecía ensimismado por la bellísima naturaleza. Por fin
parecía sentirse en paz. Era el momento de comenzar con su nueva vida.
Abrió el correo electrónico y seleccionó los emails más importantes. El
primero fue el de su agente Mark Prince, el tiburón más fiero del mundo
editorial en los Estados Unidos.
«Estamos jodidos Alban, la editorial ha rescindido tu contrato. El apellido
King parece dar con más fuerza con la novela de tu difunto hermano, que con la
tuya. Su viuda me ha rogado que la represente y no me he podido negar. Dos
escritores King son demasiados en mi agencia. Con este correo doy por zanjada
nuestra relación profesional. Han sido unos jodidos buenos tiempos, pero en la
vida todo se acaba».
El hombre releyó el correo tres veces antes de aceptar que aquel escueto
mensaje significaba que la carrera literaria de su hermano Alban comenzaba a
declinar.
El segundo correo era de su «antigua» esposa Carol. Le contaba que ahora
que estaba muerto Casper, la editorial Harpercollins había comprado todos los
libros anteriores y qué además daba por zanjada la relación entre ambos. No le
parecía correcto que siendo viuda de su hermano continuaran viéndose y
acostándose juntos.
—¡Maldita zorra! —gritó Casper golpeando la mesa con el puño. El café se
vertió por el suelo de madera y le salpicó las zapatillas de estar en casa.
Se puso en pie e intentó relajarse. Mientras pasaba una servilleta de papel
por el escritorio, pensó que escribiría una nueva obra literaria, sería muy feliz
con Sally y disfrutaría de todas las comodidades conseguidas por su hermano en
los últimos años. Ahora era dueño de todo aquello.
Se sentó de nuevo frente al ordenador y comenzó a mirar las cuentas
corrientes de Alban. Tras media hora revisando todos los ingresos y gastos de su
hermano, Casper comprobó horrorizado que el muy cabrón vivía al día. De no
firmar el nuevo contrato con la editorial, antes de un mes perdería su casa, el
apartamento en Florida y los tres coches.
Casper comenzó a sudar copiosamente. Ahora era consciente de que hasta
qué punto había sido un estúpido despreciando su propia vida. Ya no podía
volver atrás. Agachó la cabeza y la atrapó entre sus manos frías y sudorosas,
cuando escuchó el timbre de la puerta.
Caminó cabizbajo hasta la entrada. Abrió la puerta y vio a dos hombres,
uno blanco de mediana edad y bigote ridículo, el otro grande, musculoso y de tez
oscura.
—¿Es usted Alban King? —preguntó el agente de forma rutinaria.
—Sí, soy yo —respondió aún confuso por la situación.
—Queda detenido por el asesinato de su hermano Casper King. Por favor,
acompáñenos a comisaría.
Mientras el agente grandullón le ponía las esposas por la espalda, Casper
levantó la vista y contempló el bosque iluminado por el sol del mediodía.
Después caminó con la bata entreabierta hasta el coche de los agentes y entró
con cierta dificultad en el vehículo. Mientras el vehículo arrancaba pensó en su
«hermano de tinta», sin duda Alban debía estar riéndose desde el Más Allá,
viéndole en aquella situación de novela barata de principiante. Era consciente de
que su destino era pasar el resto de su vida entre rejas o que le frieran en la silla
eléctrica. Entonces recordó las palabras de su abuelo paterno y lamentó no
haberle hecho caso: «La hierba siempre parece más verde en el jardín del
vecino»


Obras de los autores
Enrique Laso:

Los Crímenes Azules (Ethan Bush nº 1), Los cadáveres no sueñan (Ethan
Bush nº 2), Libélulas azules (Ethan Bush nº 3), Crímenes Diabólicos: Un caso
para Ethan Bush y el padre Salas, Niños sin ojos: Un aterrador caso para Ethan
Bush. Página web.

Joaquim Colomer:

El protector: El poder está en la mente.

Marah Villaverde:

She Was So Bad (Ed. Aloha, 2016).

Elisabeth M.S.:

Trilogía Generación: No me olvides (G#1), Jamás te olvidaré (G#2) y No
puedo olvidarte (G#3). Página web.

Eduardo Martínez-Abarca:

Andrea y los masticadores.

Teresa Guirado:

Jodidamente especial.

Marta Abelló:

Como un dios, Tilak el Sabio y Los hijos de Enoc.

Tomás Auchterlonie:

Creador y Director de la página sobre literatura Escrilia.



Daniel Guzmán:
Máscaras de Carcosa (Mayo 2016).

Gemma Herrero Virto:

La red de Caronte, Ojo de gato, Trilogía Viajes a Eilean y Zhilan (El hombre
confuso, el chino muerto y los gatos parlantes).

J.D. Martín:

De ilusión también se muere, Vivir en el intento, A corazón abierto.

Ramón Ferreres Castell:

Acoso escolar, Diario 2023, Mi avestruz de colores.

Miguel Angel Comin:

Belladona.

Jose Luis Diaz Marcos:

Página web.

Benjamín Ruiz:

Memento Mori, Habitaciones vacías: once relatos desde el manicomio.

Juan Frau:

Puerto rojo: La conjura del Mal.

Gemma Solsona Asensio:

Valguamar: cuentos de lugares, amores y difuntos, Maullidos.

Blanca Miosi:

La búsqueda, El legado, El cóndor de la pluma dorada, El rastreador, El
manuscrito. Blog

Jaime Blanch Queral:

Saga Luminion, Los Años Oscuros, La Guarida, Dentro de mi: Emmo.
Lorena Franco:

La viajera del tiempo (Finalista concurso indie Amazon 2016), Las horas
perdidas, Lo que el tiempo olvidó, La vida que no elegí, Sucedió en la Toscana.
Página Web.
Javi Navas:

La Torre de Sabiduría. El libro de Mikel, Abuelos y nietos contra los


extraterrestres, Mascotas y fieras, Nair de Morton, Los jinetes blancos.

J.A. Utrera:

Scarecrow, El Enigma de los Inentendibles, Un nuevo comienzo: microrrelato
publicado en el libro colectivo.

Edu Moreno:

La hora de mi mente.

Jose Miguel Biel:

Cor Draconis, Los cuentos a mi amor.

Clemente Roibás:

Un halo de esperanza, Deudas de sangre.

Mara Urnoba:

Cuando los ángeles dejen de serlo, El aroma de las azucenas en la oscuridad.

Antonio Caro:

Desde mi mente para tu alma.

Jose Ángel Márquez:

Los espolones de la suerte.

Adriana González:

Sinfonía del Mar, Sinfonía de las Mareas, Sinfonía del Océano
(próximamente).

Ramón Hernández:

Extinción - El Accidente (Cronicas de myrildiar nº 1).

Antonio Asencio:

Viajero de las arenas (Trilogía de los Viajeros, Libro I).

Leticia Meroño:

El reflejo de Alessia, Corazones desangelados, Más allá del camino, Más allá
del camino II.

Asier Garay:

Metropol: Ciudad Cero.

Eva Cubas:

La travesía del escriba Génesis y Vínculo de Sangre: Legado.

Xevi Vila:

Alerta z: Ébola.

Y Mario Escobar:

El círculo , Bienvenidos a Clayton Lake, Crímenes Imperfectos, Gernika y
Desaparecida.

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