Una extensa historia de desencuentros ha signado la relación de los
hispanohablantes y Maitre Francois Rabelais (¿1483 o 1494?). El médico, clérigo franciscano y luego benedictino que transmutó en ficción las preocupaciones centrales del Humanismo y el legado de la cultura cómica tradicional, en el ciclo de sus cuatro (o cinco) libros de gigantes, obra cumbre de la literatura europea del renacimiento. La primera versión de Gargantúa en nuestro idioma fue publicada en 1905 y la de los cinco libros, en 1923. Los motivos son largos y complejos. Durante los siglos XVI y XVII, traducir a rabelais al castellano era una empresa de alto riesgo: complejidad y riqueza de su lengua, la censura re la inquisición, y la francofobia que desató en las clases dominantes y las elites intelectuales españolas, la tensa relación entre Francia y España, que llevó a ambas naciones tantas veces al enfrentamiento armado. Dificultad lingüística, intransigencia religiosa y enfrentamiento política son los elementos que confluyeron en este primer desencuentro. Fuera de las áridas páginas de los Índex librum Prohibitorum madrileños de 1620, 1640 y 1667, que prohíben a Maitre Francois y lo clasifican como uno de los libros más perniciosos, solo hay tres menciones de Rabelais en el Siglo de Oro, y curiosamente las tres relacionadas con Quevedo, quien tiene la pluma más afilada de la época. Al llegar a España, estos elementos se replantearon. El triunfo del franquismo, por supuesto, no favoreció la difusión de la obra de Rabelais en España, sino solo por su contenido y los prejuicios contra el autor, sino también por la firma de su traductor, actvo republicanista de izquierda, fusilado en 1939. Luego, no sería reeditada con su nombre en España hasta 1967, sino que hasta la década del 70 tampoco aparecería allí ninguna otra traducción de Rabelais. Durante ese intervalo, pasarían por Latinoamérica y >Argentina, donde el interés por sus libros había llegado en 1909, de la mano de otro que entraría en las páginas del Índex: Anatole France, que dictó en Buenos Aires cinc conferencias sobre Rabelais, luego reproducidas en el diario La Nación. Ese inicio promisorio no bastó par cimentar un estudio sistemático: aún en la actualidad, pese a la curiosidad que despertó la aparición de la tesis de Bajtín, existe una severa carencia bibliográfica a la hora de acceder. Los avatares políticos hacen pensar que estos libros encierran algo muy poderoso, capaz de seguir encendiendo las hogueras de la polémica, más de cuatro siglos después de publicados. Poco importa discutir la exactitud o el anacronismo de las lecturas que hicieron de Rabelais un clérigo libertino y bebedor, un ateo, un librepensador cuasi anarquista o, ya más cerca de estos días, el fiel intérprete de la cultura carnavalesca, o un erudito humanista empeñado en marcar el distanciamiento de las clases altas respecto de la cultura popular. La obra no solo cuestionó la relación del hombre con las principales instituciones sociales, como la educación, la justicia y el gobierno, sino sobre todo los límites del sentido, los riesgos de la interpretación. Nos sigue convocando a reírnos de los estudiantes presuntuosos que creían “pindarizar” el latín, lo despellejaron, y sobre todo de los falsos eruditos cuyos discursos pomposos sólo tratan de enmascarar la ignorancia, la vacuidad y el autoritarismo.