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Paul Zumthor

“La epopeya”

Epopeya: género poético oral. Nuestras poéticas dan testimonio entre nosotros de
la permanencia del modelo homérico en una mitología cultural impregnada de clasicismo.
Durante el siglo XIX, las discusiones que provocó «el tema homérico» nunca rompieron
esos límites; sin embargo, en el seno del movimiento general que empujaba al
Romanticismo europeo al descubrimiento de las «poesías populares», esas discusiones
orientaron a algunos investigadores hacía el estudio de «poemas heroicos».
La concepción clásica del poema épico, tal como la impusieron entre nosotros los
comentadores de Aristóteles, inspirada por una ideología de la escritura, debe ser, de ahora
en adelante, si no recusada, al menos disociada de la noción de epopeya.
La definición de la epopeya no ofrece menor dificultad. El término ¿se refiere a
una estética, a un modo de percepción o a unas estructuras de relato? Algunos hacen que
abarque toda especie de poesía oral narrativa, especialmente de argumento histórico, sin
prejuicio de solemnidad ni de longitud. Para D. Tedlock, un género épico propiamente
dicho, caracterizado por unas reglas de versificación, sólo existe en el seno de las culturas
semiletradas; en las sociedades primariamente orales, el equivalente funcional sería el
cuento.
Epopeya y épico no son más que designaciones metafóricas de la poesía oral
basadas en la palabra griega epos..., que en Homero remite simplemente a la palabra
llevada por la voz.
Convendría distinguir la epopeya como forma poética culturalmente condicionada, por
tanto, variable, y lo épico, clase de discurso narrativo, relativamente estable, definible por
su estructura temporal, la posición del sujeto y una aptitud general para asumir una carga
mítica que le independiza con relación al acontecimiento. Sería del lado de la novela, más
que del cuento, donde encontraríamos pasarelas que nos invitaran a las acrobacias
comparatistas.
La epopeya, Relato de acción que concentra en ésta sus efectos de sentido, ya
pone en escena la agresividad viril al servicio de alguna gran empresa.
Fundamentalmente, narra un combate y separa, entre sus protagonistas, una figura fuera de
lo común que, aunque no salga siempre vencedor de la prueba, no por ello suscita menos
admiración.
Lo épico rebasa a la epopeya que los casos inciertos no son escasos. no se podría
poner en duda seriamente la existencia subyacente de un modelo común a todas las formas
de canto épico. Pero si se juzga por sus manifestaciones en el espacio y en el tiempo, uno
de los rasgos de su ordenación determina los otros, así como ciertos aspectos de su fuerza:
el volumen del discurso. En efecto, según el canto sea breve o largo, está marcado
diferentemente a varios niveles.
Brevedad y longitud, para ser unas nociones relativas, son, de hecho, muy claramente
reconocibles en el seno de las culturas y las regiones donde coexisten estos dos tipos: Por
un lado, miles de versos y, por otro, algunas decenas o centenas; epopeya de tipo homérico,
por una parte, y, por la otra, lo que aquí llamo «balada», en un sentido más restringido que
la ballad anglosajona, que designa toda especie de canción narrativa. Se trata, pues, de dos
realizaciones diferentes de la macroforma épica, sin relación probada de subordinación
mutua. Las baladas recopiladas por Lönnrot en el Kalevala tenían de cincuenta a
cuatrocientos versos. Los bylines rusos, de cien a mil, aunque en nuestros días Marga
Kryukova haya compuesto más de dos mil. Las baladas anglosajonas y las de Rumania, que
son los tipos de epopeyas breves mejor estudiados, rara vez sobrepasan los quinientos
versos. Éstos son los números comparables, comunes a unas culturas bastante diferentes, y
corresponden, puede suponerse, a una estructura profunda idéntica. Rasgos: construcción
de un relato de un único episodio, con graduación dramática o cúmulo hiperbólico de
breves episodios yuxtapuestos; personaje único, a veces colectivo (tres hermanos que
representan a una familia o a un clan), que lucha contra alguien más fuerte que él, con
frecuencia contra un grupo social, como bandido fuera de la ley, o como profeta
desconocido, o vengador solitario; este héroe puede ser femenino, pero adornado con todas
las virtudes viriles; el ambiente en el que se mueve acusa estos contrastes.
Nuestras más antiguas epopeyas medievales tenían, por lo que se ha podido
averiguar, una media de dos a cuatro mil versos. En efecto, el límite superior de las
dimensiones del género es muy elevado; únicamente las condiciones sociales de la
performance (lugar, época, periodicidad) lo determinan más o menos.
En la tradición de un pueblo, la epopeya constituye, con frecuencia, un vasto
conjunto narrativo bastante rigurosamente formalizado, pero del que cada recitador, en cada
ocasión, no comunica frecuencia más de un episodio. En ciertas etnias africanas ningún
individuo ha recitado ni oído en toda su vida la totalidad de la epopeya nacional, de la que,
sin embargo, conoce de oídas la existencia y en líneas generales el contenido.
La finalidad expresa de la epopeya, con relación a la función vital que desempeña
para el grupo humano, podría expresarse en términos de espacio: menos de espacio
geográfico que define un área de expansión, una «patria», que de extensión moral, cultivada
y fomentada por las generaciones, vivida como una relación dinámica entre el medio
natural y los modos de vida. De esta relación, la epopeya declara que es una conquista.
Como toda poesía oral, se ejerce con el seno de ese espacio, pero finge que se extiende en
un espacio más amplio aún. Para el auditorio a quien está destinada, es autobiografía, su
propia vida colectiva que él mismo se relata, en los confines del sueño y de la neurosis. la
epopeya instaura una ficción y ésta constituye inmediatamente, como tal, un bien colectivo,
un plano de referencia y la justificación de un comportamiento. No existe «edad heroica» y
el «tiempo de los mitos» no es el de la epopeya: sólo existe la incesante fluidez de lo
vivido, una integración natural del pasado al presente. La
Información que el poema transmite puede, de este modo, a lo largo de la
tradición, modificarse con las circunstancias. En la memoria sólo queda lo que es útil
socialmente. La epopeya no tiene nada de museo. No existe en ella una historia
propiamente dicha, sino una verdad perpetuamente recreada por el canto. No deja de ser
alegría de contar y de sin contar. Si instruye y conforta es por esa alegría. La epopeya niega
lo trágico. Las catástrofes sólo son una ocasión para el honor. Aunque el héroe sea
aplastado y el pueblos destruido por su desgracia, el discurso épico trasciende a la muerte
individual y colectiva. Establece un modelo de acción, designa el origen y el fin de una
ética, da a una orden la forma de los ritmos.
Sin duda, el canto épico narra el combate contra el Otro, el extranjero hostil, el
enemigo exterior al grupo —ya sea este último una nación, una clase social o una familia.
Tiende a lo «heroico», si se entiende por esta palabra la exaltación de una especie de
superego comunitario. Se ha comprobado que encuentra su terreno más favorable en las
regiones fronterizas, donde reina una hostilidad prolongada entre dos razas, dos culturas, de
las cuales ninguna domina, evidentemente, a la otra. El canto épico cristaliza la hostilidad y
compensa la incertidumbre de la competición; anuncia que todo acabará bien, por lo menos
proclama que la razón está de nuestra parte. De este modo incita poderosamente a la acción.
Si ésta es la finalidad global del género épico, su pre-texto, factor de la ordenación y
generador del relato, parece que puede reducirse a uno u otro de estos dos tipos:
«chamanístico»; y «heroico», considerando el primero como históricamente anterior al
segundo. Nada hay menos seguro y la distinción exige muchos matices. Yo prefiero oponer
«histórico» a «mítico» como términos de una doble polarización que actúan en el mismo
campo discursivo. La oposición entre profano y sagrado, pertinente en la mayoría de los
otros géneros orales, se encuentra, de este modo, más o menos neutralizada por la epopeya.
Entran en juego unas fuerzas reputadas como humanas, por una parte; representación
hiperbólicamente mimética de acciones que pertenecen al campo (muy variable según las
culturas) de la experiencia. Y, por otra parte, fuerzas reputadas como sobrehumanas, formas
figurativas y fantasmagóricas que engendran la representación de un universo sentido y
querido distinto para siempre. Pero entre uno y otro de estos tipos ideales, la frontera está
mal controlada.
Entre las epopeyas de predominancia «histórica» podríamos citar tanto la Sundiata
mandinga, el Heiké japonés, como la Canción de Roldán, en las que en menor o mayor
número de secuencias narrativas se reflejan, directa o indirectamente, acontecimientos
militares o políticos del pasado nacional. La «dosis» de historia escapa a toda medida
global. Es necesario el esclarecimiento arqueológico para leer entre líneas en la Odisea la
historia de las migraciones helénicas del primer milenio. Desde luego, el alejamiento en el
tiempo enturbia la imagen; pero no es éste el problema. La historia proporciona al poeta
épico un marco narrativo maleable, menos importante por las informaciones que contiene
que por la emoción que va a provocar. Una misma acción, de un poema a otro, de una
versión a otra puede referirse a un héroe diferente, o a la inversa: personajes de épocas
diferentes reunidos bajo un mismo techo.
Ciclos enteros transmiten durante siglos, bajo la máscara de transposiciones
sucesivas y aleatorias, las señales imborrables de un acontecimiento principal... cuya
permanencia precisamente constituye el ciclo.
La larga Ulahingan proporciona un ejemplo típico de una epopeya de fuerte
predominancia «mítica». Ninguna epopeya está totalmente desprovista de un ingrediente
histórico, cualquiera que sea la opacidad mítica de su discurso. A nuestros ojos de
occidentales, el Romancero antiguo, incluso (a pesar del personaje) las baladas inglesas de
Robin Hood, son más «históricas» que los relatos en el grupo de lenguas de los africanos
del Alto Volta sobre la princesa Yennenga. El rasgo universal de la epopeya, más aún que
su argumento guerrero, es esa interpretación de elementos, contrarios a nuestra mentalidad
moderna, pero indisociables para las civilizaciones tradicionales. El personaje quizá sea
histórico, pero la epopeya procede de una mezcla de indicios afectivos y de metáforas
alusivas, sobre un fondo oculto por éstos.
Esta «maravilla» es sólo el adorno anecdótico del «mito» y competencia de la
programación general del discurso. Pero quizá también el mito proceda, a su vez, de la
historia, en virtud de implicaciones muy remotas.
El tipo de discurso épico contiene unos rasgos virtualmente universales; otros rasgos, al
diferir según los medios culturales, permanecen estables en cada uno de ellos. En todas
partes sus estructuras y su funcionamiento han sido muy elaborados a lo largo del tiempo:
discurso tradicional eh el sentido auténtico de este término, relativamente cerrado, que
presenta a veces aspectos arcaicos, pero sobre todo rico en referencias internas, en
alusiones a sí mismo, que incrementan en gran medida su significación. Una tonalidad
general lo presida, aunque el humor, si no lo grotesco, puede contribuir a la figuración
heroica, la epopeya es fundamentalmente seria.
Aunque con frecuencia contiene monólogos y diálogos, el discurso épico es
«impersonal». EI enunciado emplea estructuras convencionales, sentidas por los usuarios
como definitorias de un género y con frecuencia especializadas en el ejercicio de una
función; introducción (del conjunto o del episodio), conclusión, descripciones
emblemáticas, modalizadas según el contexto próximo, adornando la trama del relato con
pequeños «detalles verdaderos» típicos, «impresión de realidad» que hacen de la epopeya
un género mimético.
La epopeya se «canta».
Cada poema constituye una unidad de palabra original regida por unas leyes que le son
propias; las fórmulas se insertan en él, como términos no marcados, y encuentran en y por
esta inserción su función y su sentido. El «formulismo», estado de ánimo y a la vez modo
de expresión.
La fórmula era un grupo de palabras de estructura métrica fija, que expresaban cierta idea
o imagen nuclear. El poema épico emplea un sistema de fórmulas unidas unas a otras por
relaciones bastante complejas, de equivalencia, de complementariedad, de oposición, ya
sean semánticas o funcionales. La manera por la que el poeta épico domina y explota este
sistema constituye (a sus propios ojos y a los de sus oyentes) uno de los criterios que juzgan
su arte. Al lado de las fórmulas en el sentido estricto pueden identificarse las expresiones
formularias: unas y otras manifiestan, en la superficie del discurso épico, unas estructuras
latentes que, más que cualquier apariencia verbal, forman lo propio de la epopeya.
Ciertamente que el primer coplero llegado es capaz de imitar o de adaptar en una obra
escrita un conjunto de fórmulas épicas orales; si su carácter ficticio nos sorprende entonces,
es que la escritura ha cortado las raíces de esas fórmulas y reducido al estado de truco
estilístico lo que sólo tenía sentido con relación a una concepción profunda, implícita, del
mundo.
Cada fórmula funciona como un alomorfo, no de otra fórmula, sino del modelo, y
en el conjunto de las fórmulas, en una serie jamás cerrada, teje en el texto una red resistente
y flexible entre cuyas partes circula un sentido. En efecto, el modelo entra en juego en cada
nivel (de los sonidos, de las palabras, de las configuraciones sintagmáticas y prosódicas)
por medio de un doble mecanismo: interno, con respecto a la frase formularia; externo, con
respecto al texto entero. De ello resulta que, en principio, toda fórmula se sitúa en la
encrucijada de ocho perspectivas relacionales. De hecho y con frecuencia una u otra de
éstas se desdibuja o incluso se borra por completo. Las fórmulas existen en una tradición y
no pueden disociarse de ella. La tradición colectiva —tal cultura como permanencia
histórica— retiene una cantidad más o menos considerable de fórmulas, disponibles en todo
momento para todo poeta que conoce su arte. Puede suceder que algunas de ellas, a la
manera de los rasgos dialécticos, sólo tengan un área de difusión limitado, en el seno del
territorio de que se trate; esto no altera en nada el rendimiento del sistema. Otras fórmulas,
propias de un poeta particular, que a veces las ha recibido de un maestro, dependen de una
competencia personal, a la vez durable, estable y repetitiva. Por otra parte, el estudio de los
textos medievales ha sugerido una distinción entre fórmulas «internas», que sólo aparecen
en un único poema, y «externas», que son comunes a varios poemas. Es en la fórmula y por
la fórmula que al hilo del poema se opera el reconocimiento épico: análogo quizá al efecto
que producen, en las culturas más arcaicas, las listas de nombres o los catálogos que
elaboran y conservan cuidadosamente, de los que podría proceder inicialmente la expresión
formularia. Signo y símbolo a la vez, paradigma y sintagma, la fórmula neutraliza la
oposición entre la continuidad de la lengua y la discontinuidad de los discursos.
¿Existe o no una relación entre el tipo de sociedad y la epopeya? Y ésta: ¿surge
solamente en unas condiciones sociológicas determinadas? La primera emergencia de una
epopeya ¿se produce en los grupos dominados por una casta de guerreros o de sacerdotes?
A medida que abandonaba los criterios lógicos del aristotelismo, la crítica
romántica se inclinó a ver en la epopeya la manifestación por excelencia de las sociedades
primitivas. Sabemos que esto no es así, incluso aunque se entienda por «primitivo» lo
«primero cronológicamente».
Nuestra civilización tecnológica repele a la epopeya. Quizá las comunicaciones de
masa han hecho inútil la mediación de formas poéticas especializadas y han recuperado la
función épica fundamental: la exaltación del héroe y de la excepción ejemplar. Esto puede
afirmarse, ya se trate de realizaciones cinematográficas como el western o, más
generalmente, del sistema del estrellato que rige el mercado de la canción, de la literatura y
de las artes.
En las sociedades donde las tradiciones orales han conservado algo de su antiguo
vigor existen múltiples pruebas de la extremada plasticidad de las formas épicas heredadas,
de su resistencia ante la hostilidad del medio erudito, de su capacidad para absorber
motivos nuevos, de reflejar lo vivido sin alterarse y —¡como los héroes que ellas mismas
cantan!— de no morir sin una larga lucha.

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