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La Psicología comunitaria es una disciplina reciente, surgida en el último

tercio del siglo XX en Estados Unidos y rápidamente diseminada,


adaptada y, a menudo, transformada tanto en Europa como en
Latinoamérica. Es una disciplina que refleja y respeta las diferentes
formas de hacer Psicología en distintas culturas y sociedades. En este
sentido, rara vez una disciplina en Psicología se ha preocupado por
remarcar esta circunstancia con tanta intensidad e, incluso, ha hecho de
ello una de sus principales señas de identidad como la Psicología
comunitaria.

Y es que no es sólo una cuestión de diferencia práctica, sino, como se


verá a lo largo de este trimestre, de una distinta forma de hacer teoría y
práctica. Seguramente, respetando las prioridades de cada sociedad y
guiada por los valores de cada cultura, lo que obligaría, por tanto, a
hablar no de una sino de varias psicologías comunitarias. Aunque el
desarrollo de esta disciplina está condicionado en parte a las situaciones
socio-económicas y políticas por las que atraviesan las comunidades en
las que se aplica, existe un sustrato teórico común que, con algunas
matizaciones, se ha venido aplicando tanto en Europa (y el mundo
anglosajón) como en Latinoamérica. Este sustrato común es el que ha
sido, principalmente, el objeto de este material, cuya exposición
pensamos que puede ser un buen referente para la formación del
profesional del trabajo comunitario, así como parte fundamental del que
hacer de todo profesional de la psicología.

Orígenes de la Psicología Comunitaria


Los primeros antecedentes de la Psicología comunitaria en Estados
Unidos pueden situarse en los estudios epidemiológicos realizados a
finales del siglo XIX y principios del siglo XX, realizados principalmente
por sociólogos de la Escuela de Chicago, y en los que se relaciona el
desorden mental con factores sociales tales como una falta de
integración social. En este lado del Atlántico no se puede olvidar la figura
de Durkheim, cuyas ideas sobre los problemas generados por la
emigración mantienen hoy la vigencia de hace cien años. No obstante,
cuando se trata de situar un momento concreto y decisivo en el origen de
la disciplina, se alude, de forma reiterada, a la Conferencia celebrada en
Swampscott (Boston) en 1965. De hecho, es en esta conferencia,
organizada con la finalidad de analizar la formación de los psicólogos que
trabajan en la comunidad, donde se utiliza por primera vez el término
psicología comunitaria y donde se sitúan las bases de esta disciplina en
Estados Unidos. En la Conferencia de Swampscott se reúnen psicólogos
y profesionales de la salud mental que ya trabajan en la comunidad,
como consecuencia de la creación en 1963 de los centros de salud
mental comunitaria. La decisión política de crear estos centros tuvo
mucho que ver con el origen de la disciplina y da cuenta de la importante
conexión existente entre la Psicología comunitaria y su entorno social. La
decisión de su creación es, a su vez, consecuencia de ciertos
acontecimientos previos y del espíritu de esta época. Así, el desarrollo y
las conclusiones de esta Conferencia son, también, en términos más
amplios, fruto del movimiento social existente en los años sesenta en
Estados Unidos. Durante la década de los sesenta, la sociedad
norteamericana se encuentra más receptiva a nuevas orientaciones y
parece más consciente de las profundas desigualdades existentes entre
la población (desigualdades tanto económicas como en el acceso a los
recursos sanitarios, asistenciales y educativos).

Igualmente, es relevante el cambio que se produce en la concepción de


la salud, que ya no se define como la ausencia de enfermedad, sino
como un estado de bienestar físico, psicológico y social. Las alusiones a
este momento histórico y a los factores que lo originan son frecuentes y,
en cierto modo, obligados, al analizar el origen de esta disciplina, al
menos en el ámbito norteamericano. En este contexto social comienza a
gestarse entre los profesionales de la salud mental una insatisfacción con
el modelo médico tradicional, que atribuye al paciente un rol pasivo en la
interacción y al profesional una actitud de espera ante los problemas de
salud mental. Este modelo tradicional defiende un acercamiento
individual que desatiende la influencia que en el origen y desarrollo de
estos problemas tienen los factores sociales y ambientales. Un
acercamiento que, por otra parte, se muestra insuficiente para alcanzar a
toda la población que requiere de algún tipo de tratamiento o
intervención. Esta insatisfacción cristaliza en Swampscott en una
búsqueda de un acercamiento más social a la salud mental y, como
hemos indicado, en la creación de la Psicología comunitaria como
disciplina, que representaría este acercamiento. Así, en un primer
momento, psicología comunitaria y salud mental comunitaria son
términos similares en Estados Unidos.
Esta vinculación inicial de la Psicología comunitaria con la salud mental
se refleja en las primeras investigaciones que se realizan. Aunque
existen raíces y precedentes, la Psicología comunitaria cristaliza
institucional y académicamente en Estados Unidos, en la década 1960-
70, ligada al campo de salud mental. La historia y prehistoria del
movimiento comunitario estadounidense está suficientemente detallada
en varios libros (como el de Levine, 1981), lo que nos exonera de su
relato mas detallado de el porqué del surgimiento de la Psicología
comunitaria. Por citar algunas fechas, 1963 y 1965 son dos a destacar.
En 1963 la Administración Kennedy aprueba la creación del Instituto
mental comunitario, núcleos básicos e iniciales del movimiento
comunitario. En 1965 se reúne en un barrio de Boston un grupo de
psicólogos, profesionales de la salud mental que ya trabajaban en la
comunidad, para discutir la formación en ese ámbito. Acaban, sin
embargo, con una propuesta mucho más amplia y cuasi-revolucionaria
que asigna al psicólogo el papel de agente de cambio social y
conceptualizador participante en las transformaciones comunitarias y que
es apropiadamente denominada Psicología Comunitaria. En el
surgimiento de la Psicología Comunitaria, vienen a concurrir una serie de
fuerzas y factores (técnicos, profesionales y sociopolíticos) que habían
ido madurando dentro del contexto de la aplicación de la Psicología,
posterior a la Segunda Guerra Mundial, y del activismo e
intervencionismo de los científicos sociales auspiciados por el momento
histórico de ebullición y apertura al cambio social de los años sesenta.
Por un lado, se vivencia la insuficiencia del modelo médico-clínico de
enfermedad y del hospital, su eje maestro, para entender y solucionar no
sólo muchos de los problemas de salud mental, sino las nuevas
patologías psicosociales (drogas, marginación, violencia, desintegración
familiar, etc.) resultantes de las profundas dislocaciones y desintegración
social acompañantes de los cambios tecnológicos y sociales en curso.
Añádanse el desencanto de la psicoterapia para cumplir las expectativas
generadas inicialmente y la imposibilidad de alcanzar por ese método a
todos los necesitados de ayuda psicológica (especialmente a los más
marginados: la psicoterapia ha sido siempre un valor y práctica de las
clases medio-altas). El rol del psicólogo es replanteado, no sólo para
trascender los estrechos límites fijados por la jerarquía médica en los
hospitales psiquiátricos, sino también para definir su participación en la
crisis y cambios sociopolíticos en marcha dentro de los diversos ámbitos
en que trabaja: salud, educación, justicia, bienestar social, etc. Esto,
unido al creciente intervencionismo de la profesión psicológica, la
demanda creciente de la calidad de vida y la necesidad de reconocer los
problemas sociales emergentes, prevenirlos y darles solución sobre el
terreno en vez de estudiarlos y hablar de ellos en arcanas cátedras y
laboratorios, produce un acercamiento a la comunidad y un
replanteamiento de las estrategias tradicionales del trabajo psicológico.
En latinoamericana suele situarse a principios de los años setenta,
aunque durante los años cincuenta y sesenta se llevaron a cabo
numerosas intervenciones en diferentes comunidades. Estas primeras
intervenciones tuvieron como principales referentes teóricos la pedagogía
del oprimido de Paulo Freiré (1979) y los escritos del sociólogo
colombiano Orlando Fals Borda (1959) sobre la investigación-acción. La
Psicología comunitaria en Latinoamérica, al igual que comentábamos
respecto del contexto anglosajón, o quizás todavía más en este caso,
surge estrechamente vinculada a la realidad social y política de los
diversos países que la integran. En este sentido, si bien es cierto que
existen importantes similitudes entre estos países, también lo es que nos
estamos refiriendo a más de veinte países distintos, que, sin duda,
comparten características significativas tales como la existencia de
profundas desigualdades sociales, grandes bolsas de pobreza, o el
sinsentido de intentar realizar intervenciones dirigidas a facilitar el acceso
a recursos sanitarios, sociales o educativos a la población más
desfavorecida cuando en estos países, con demasiada frecuencia, estos
recursos son sumamente precarios, o incluso inexistentes. No obstante,
cada uno de estos países plantea, a su vez, ciertas necesidades sociales
que le son propias, una trayectoria política particular, y un desarrollo de
la Psicología, en general, y de la Psicología comunitaria, en particular,
que en ocasiones es bastante divergente. Así, por ejemplo, la Psicología
comunitaria ha tenido un importante desarrollo en Brasil, mientras que en
Argentina éste ha sido mucho menor. Este hecho se debe, en parte, a la
ruptura que la dictadura impuso a ciertas iniciativas comunitarias que
estaban surgiendo en este país y, en parte, a la fuerte influencia del
psicoanálisis en Argentina. No obstante, también en Argentina existen
algunas universidades, como la Nacional de Córdoba, en las que se
están iniciando investigaciones con marcado carácter comunitario.
(Barrault y Vázquez (1999). En todo caso, y a pesar de reconocer la
existencia de importantes diferencias entre los distintos países
latinoamericanos, durante los años setenta se produce, en general, una
agudización de las situaciones de pobreza y miseria, y en muchos de
estos países se instauran regímenes totalitarios. Ante esta situación,
gran número de profesionales, incluidos psicólogos comienzan a
acercarse a las comunidades más desfavorecidas. (Serrano-García y
Vargas-Molina (1992), Freitas (1996, 1998). En un primer momento, la
presión de la realidad social conduce más a la acción que a la reflexión y
a generarse una preocupación por una necesaria reflexión teórica acerca
del quehacer cotidiano de las y los psicólogos que trabajan en la
comunidad. Según Sánchez (1998) y su equipo, un momento relevante
en la Psicología comunitaria latinoamericana es el XVII Congreso
Interamericano de Psicología celebrado en Perú en 1979. En este
Congreso se reunieron psicólogos y psicólogas de diversos países
latinoamericanos que descubrieron que estaban trabajando con modelos
comunitarios similares, aunque sin tener conocimiento de ello. En este
sentido, cabe señalar que uno de los obstáculos para el desarrollo de
una Psicología social comunitaria en Latinoamérica lo constituyen las
grandes dificultades existentes para transmitir experiencias de un país a
otro, como consecuencia de las grandes distancias e importantes
dificultades en la comunicación.

Gracias a Internet se contribuye en gran medida a facilitar el intercambio


y la comunicación. La reciente creación de la Redepsi agrupa a
psicólogos comunitarios de diferentes países de América Latina y
España. Actualmente, la Psicología comunitaria en Latinoamérica,
después de una primera fase eminentemente activa, se encuentra
inmersa en el proceso de intentar desarrollar modelos teóricos propios,
proceso más evidente en países como Venezuela, Brasil o Puerto Rico.
Se trata, en general, de una disciplina que tiene cada vez mayor
presencia en las distintas universidades y en las que comienzan a ser
reconocidas importantes figuras como, por ejemplo, Maritza Montero,
Fátima Quintal de Freitas, Silvia Lañe, Israel Brandao o Irma Serrano-
García entre muchos otros (20 Montero (1987a; 1987b; 1991; 1994),
Quintal de Freitas (1996; 1998a, 1998b), Lañe (1991). Por otra parte, al
hablar de la Psicología comunitaria en Latinoamérica es necesario
señalar la coexistencia de una Psicología social comunitaria, más ligada
a los procesos de autogestión, desarrollo comunitario y participación
social, y una Psicología comunitaria más próxima a la salud mental. En
países como Argentina y Chile, la Psicología comunitaria vinculada a la
Salud Mental predomina, aunque no de forma exclusiva (Olave y
Zambrano, 1993) mientras que en Venezuela la Psicología Comunitaria
se encuentra más cercana a planteamientos ideológicos, políticos y de
concientización (Montero, 1987b; 1991). De hecho, en este país se ha
dedicado un gran esfuerzo al análisis de las relaciones existentes entre la
ideología y el desarrollo de procesos de acción y cambio social.
Igualmente, el concepto de comunidad ha merecido una considerable
atención por parte de los psicólogos comunitarios venezolanos.

Próximos a la Psicología comunitaria venezolana, en el sentido de


compartir como referente teórico la Psicología social crítica y el
construccionismo social, se encuentran los psicólogos comunitarios
puertorriqueños (Serrano-García y Vargas Molina, 1992). Por otra parte,
en Colombia son numerosas las intervenciones comunitarias
relacionadas con los procesos de participación y de investigación-acción
(Aguedelo, 1993; Arango, 1993). Asimismo, y como ya hemos
comentado anteriormente, el desarrollo de la Psicología social
comunitaria en Brasil es muy significativo.
Freitas (1996, 1998) realiza un excelente recorrido por el devenir
histórico de esta disciplina en su país, desde sus comienzos casi
clandestinos y centrados en la movilización de comunidades altamente
desfavorecidas durante los años sesenta y setenta, hasta el momento
actual. Las primeras intervenciones se centraban, básicamente, en el
desarrollo de una conciencia crítica en la población y se sitúan, sobre
todo, en la zona nordeste del país. En los años ochenta comenzará la
preocupación por sistematizar y reflexionar sobre estas intervenciones y
sobre el trabajo de los psicólogos comunitarios. A finales de los ochenta
y principios de los noventa, el desarrollo de esta disciplina ha sido muy
importante subrayando la diferencia entre la Psicología comunitaria,
próxima a la Salud Mental, y la Psicología social comunitaria con
referentes teóricos de la Psicología social crítica y dialéctica. Esta última
se sitúa, principalmente, en la Universidad Católica de Sao Paulo.

Actualmente, la Psicología social comunitaria existe como disciplina en la


mayor parte de las universidades brasileñas. A pesar de la diversidad
que estamos señalando, estos países comparten algunos elementos
comunes. Se trata, básicamente, de rasgos similares en la mayor parte
de ellos, que además se hacen más visibles al compararlos con el
contexto anglosajón. La Psicología social comunitaria en Latinoamérica
se ha centrado, de manera fundamental y casi exclusiva, en la acción. De
este modo, el desarrollo de referentes teóricos propios ha quedado
relegado a un segundo plano. Hoy, sin embargo, este desplazamiento de
los referentes teóricos es objeto de preocupación de numerosos
investigadores comunitarios en América Latina. En cuanto a los aspectos
metodológicos, la Psicología social comunitaria en Latinoamérica difiere,
en gran medida, de la desarrollada en el contexto anglosajón, puesto que
la investigación-acción participativa -IAP- es el modelo metodológico
predominante. En este sentido, es importante la influencia de Fals Borda
(1959) y su modelo de investigación-activa. Igualmente, la metodología
etnográfica y cualitativa (entrevistas, observación participante) es mucho
mejor acogida en este contexto que en el anglosajón, donde se las
considera atractivas y sugerentes pero poco científicas. Por último,
también el objeto de sus intervenciones es diferente, ya que el proceso
más estudiado e investigado por la Psicología social comunitaria en
Latinoamérica es la participación. Ésta hace referencia a la implicación
activa de la gente en la planificación y desarrollo de las etapas de
solución de un problema que les afecta. Asimismo, son relevantes los
procesos de concienciación y desarrollo del sentimiento de comunidad.
Se trata, por tanto, de un enfoque mucho más social y comunitario que el
existente en el contexto anglosajón.
Estas diferencias podrían explicarse, al menos en parte, por diferencias
culturales y de valores entre estos dos contextos. Por otro lado, es
probable que la realidad social tan acuciante de los países
latinoamericanos exija este tipo de intervenciones que, sin duda, difieren
en su referente teórico, en sus objetivos y en su metodología. Además, a
diferencia de la Psicología comunitaria surgida en el contexto anglosajón,
su origen no está vinculado a la salud mental comunitaria, como
erróneamente se nos transmite en numerosas ocasiones. Finalmente, no
hay que olvidar la contribución que movimientos como el de la Teología
de la Liberación han tenido en el desarrollo de la Psicología comunitaria
latinoamericana. En concreto, el movimiento de la Teología de la
Liberación surge a finales de los sesenta, y su labor principal se
desarrolla en las comunidades eclesiásticas de base. Sus ideas
fundamentales son recogidas en los trabajos de Cámara, Sobrino,
Ellacuría y Martín-Baró, cuyos textos han ejercido y ejercen una fuerte
influencia en la Psicología Social Comunitaria de América Latina y,
creemos, también en España. Cámara (1970; 1972), Sobrino (1984),
Ellacuría (1984) y Martín-Baró (1987).

Objeto de estudio
La delimitación del objeto de estudio de una disciplina es una tarea
compleja, y en el caso particular de la Psicología comunitaria esta labor
resulta especialmente difícil. Por este motivo, es frecuente que su
definición se acompañe de alguna alusión a sus orígenes y, sobre todo,
que ésta sea sustituida por su descripción. De esta forma, resulta
habitual la enumeración de sus principales características: su
acercamiento ecológico al análisis de la realidad, los procesos sociales y
los individuos; el hecho de ser una disciplina más centrada en desarrollar
recursos o potencialidades que en subsanar déficits; su orientación
eminentemente aplicada; y su clara vocación preventiva. También se
alude a sus ámbitos de aplicación para intentar ofrecer una imagen más
precisa de "qué es la Psicología comunitaria".

Ahora bien, ¿por qué resulta tan difícil su definición? Sin duda, intentar
dar respuesta a esta pregunta obliga a considerar varias causas.
Probablemente, las más significativas sean su juventud, la amplitud de
campos de aplicación que incluye y la carencia de modelos teóricos
propios. A estas razones podríamos añadir una cuarta: el hecho de que
esta disciplina se encuentra fuertemente enraizada en la realidad
sociopolítica del país en el que se desarrolla, lo que explica, en parte, su
diversidad de enfoques y supuestos. La psicología comunitaria surge a
partir de las demandas y déficits específicos de una realidad social,
política y cultural concreta que impregna todos sus espacios teóricos,
metodológicos, de intervención y, obviamente, ideológicos. Esto implica
que lo que los psicólogos comunitarios entienden por Psicología
comunitaria, sus referentes teóricos y, especialmente, el tipo de
intervenciones que llevan a cabo no sean coincidentes e, incluso, que
discrepen radicalmente en contextos como el anglosajón o el
latinoamericano. Es más, dentro de este último podemos también
constatar la existencia de diferencias entre Brasil y Argentina, y
especialmente en Venezuela, por mencionar algunos ejemplos.

La capacidad que tiene la Psicología comunitaria de adaptarse a cada


realidad concreta, o quizás la capacidad de la realidad de cada país para
desarrollar un determinado tipo de Psicología comunitaria, es
probablemente una de las mayores riquezas de esta disciplina. Por tanto,
aunque es importante que ésta busque modelos teóricos propios y
capaces de dar coherencia y unidad a la gran diversidad de
intervenciones y aplicaciones prácticas que incluye, también debe
considerar las particularidades de cada realidad social, e incorporarlas a
su desarrollo teórico y metodológico. La Psicología comunitaria es una
disciplina que podría concebirse metafóricamente como "cuasi
camaleónica", en el sentido de que se adapta y se transforma en función
de la realidad sociopolítica.

Por otra parte, esta necesaria adaptación a la realidad más cercana


tampoco debe hacer caer a la disciplina en la autarquía. Nada resulta tan
enriquecedor como conocer y relacionar los desarrollos teóricos, las
aplicaciones prácticas y las realidades sociales de diferentes ámbitos
culturales. Precisamente, en el gran espacio de la globalización es
importante conjugar hábilmente los elementos generales y la continua
transferencia de información entre ámbitos culturales muy diversos con la
capacidad de concretar y operar la realidad más próxima. Con la finalidad
de articular estos componentes, describiremos a continuación el
desarrollo de la Psicología comunitaria en los contextos anglosajón,
latinoamericano y español.
Psicología Comunitaria: Modelos teóricos
Indudablemente hablar de modelos teóricos habría que reseñar a tres de
los teóricos más relevantes como John Dewey y George Herbert Mead
del pragmatismo norteamericano y Kurt Lewis de la escuela de Chicago.
Interaccionismo simbólico En el primer capítulo hemos señalado que el
interaccionismo simbólico hunde sus raíces en el pragmatismo
norteamericano, y se desarrolla con la escuela de Chicago. Una
contribución esencial es el pionero trabajo de George Herbert Mead
(1863-1931) que será, con posterioridad, sistematizado por un alumno
suyo llamado Herbert Blumer. De hecho, en 1937, Blumer acuñará con el
nombre de interaccionismo simbólico a esta nueva orientación. El
interaccionismo simbólico, como realza el propio Mead, se basa en la
idea de que la interacción humana está mediatizada por el uso de
símbolos y por la interpretación del significado de las acciones de los
demás (Musitu, Román y Gracia, 1988; Baron y Byrne, 2005). Y si de
fuentes hablamos prácticamente hay una, casi la única, de obligada
referencia, la teoría de George Herbert Mead, en quien lo psicosocial va
a hacer acto de presencia casi como una manera de ser y no sólo como
una manera de investigar; es decir, Mead elabora una teoría de la propia
naturaleza humana que se acerca decididamente a una concepción
psicosocial del individuo.

Una fuente antecedente en el propio pensamiento psicosocial de Mead, y


por consiguiente, en el emergente interaccionismo simbólico, se sitúa en
las ideas de Charles Horton Cooley (1864-1929). El punto de partida de
Cooley (1902) es postular la interrelación entre el individuo y la sociedad.
Esta interrelación se refleja con la metáfora del espejo que postula que el
sí mismo se desarrolla a partir de las reacciones de los demás (Musitu et
al.,1988; Cava y Musitu, 2000). La retroalimentación subjetivamente
interpretada es la principal fuente de datos para la construcción del self;
lo que el individuo cree que los demás significantes piensan de él. Cooley
considera tres fases en el desarrollo del self: (1) imaginación de lo que mi
apariencia representa para los demás; (2) imaginación del juicio
valorativo que los demás hacen de mi apariencia y, (3) algún sentimiento
resultante de sí mismo (Musitu et al., 1988). El self-espejo o
autoconcepto surge, por tanto, según la concepción de Cooley a partir de
la interacción simbólica que emerge principalmente entre el individuo y
los grupos primarios. La familia, los grupos de juego o los vecinos son
grupos primarios esenciales en la construcción de ese self que, además,
tienen la virtud de desplazar la preocupación egocéntrica del Yo a un
sentimiento más inclusivo del Nosotros. Esta identificación con los demás
se produce por la vinculación afectiva y la cooperación mutua que
caracteriza este tipo de grupos, que creados espontáneamente y sin
fines instrumentales, es en definitiva, uno de los rasgos que lo diferencia
del grupo secundario (Cooley, 1902; Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001).
En esta línea de pensamiento, Georges Herbert Mead (1934) concibe su
amplia teoría psicosocial insistiendo como Cooley lo hacía, en la
interrelación entre sociedad y persona. De hecho, su obra póstuma,
compilada y editada por el lingüista Morris, denota ya en el título,
Espíritu, persona y sociedad (1934) la importancia de esta premisa. Para
Mead, los símbolos significantes permiten al individuo no sólo recibir
información acerca de sí mismo a partir de los otros, sino anticipar a
través de la internalización de la sociedad cómo reaccionan los demás
frente a la conducta.

Por ello, se hace necesario un proceso de socialización en dos estadios


principales (Musitu et al., 1988). En un primer estadio -role-taking (play
game)- el niño adopta con el juego simbólico diferentes papeles
individuales que le permiten aprender la conducta adecuada al rol que
representa. En el siguiente estadio, la fase de juego socializado (game
stage), el niño tiene, ahora, la capacidad de representar simultáneamente
varios roles, habiendo adquirido una internalización del otro generalizado.
La visión concreta que caracteriza la primera fase cuando el niño es
capaz de adoptar el punto de vista de los otros significativos (sistema
convencional de valores y representaciones de su grupo de referencia),
se transforma en el segundo estadio con la internalización del otro
generalizado en una visión más abstracta y totalizante (totalidad social).
Tanto Mead como Cooley resaltan la importancia de los símbolos -del
lenguaje- como uno de los aspectos clave de la interacción social entre
los miembros de la comunidad, entendiendo que no puede existir un
individuo sin relaciones sociales (Collier et al., 1996). El individuo, el
grupo y la sociedad están inmersos en un mundo de objetos y de
relaciones cuyo significado emana fundamentalmente del modo en que
han sido definidos por aquellos con quienes se ha interactuado. En
Mead, el lenguaje es, por tanto, un producto social que adquirido a través
de la interacción social, influye en el modo en que se percibe y organiza
la realidad. Lo que no se expresa con el lenguaje concluye Mead, no se
experimenta conscientemente y, por tanto, carece de significado (Musitu
et al., 1991). La idea de que la acción humana no puede entenderse sin
tener en cuenta las interpretaciones subjetivas que se confieren a las
situaciones y que una misma cosa puede tener significados diferentes
para personas distintas, es propugnada por esta misma época por
Thomas y Thomas (1928) en su reconocido axioma de la definición de la
situación. Con este principio psicosocial se postula que lo que los seres
humanos definen como real es real en sus consecuencias. La relación
entre cómo se percibe (define) la realidad y el modo en que se actúa
hacia ésta, constituye un presupuesto que subrayado por Mead, forma
parte del cuerpo teórico del interaccionismo simbólico y de la psicología
comunitaria. Un impulso sistemático en la configuración de la orientación
teórica que esboza Mead, se produce, como hemos indicado con
anterioridad, en el año 1937 cuando Herbert Blumer acuña este enfoque
con el nombre de interaccionismo simbólico. A pesar de la confrontación
que se produce desde el inicio entre las distintas escuelas del
interaccionismo simbólico (escuela de Chicago con Blumer, escuela de
Iowa con Kuhn y escuela de Minnesota con Rose y Stone), esta
orientación comparte unos supuestos generales que sirven como marco
orientativo para los distintos enfoques y trabajos ligados a esta corriente
de pensamiento. Como hemos visto, uno de estos supuestos es defender
la idea de que la característica distintiva de la interacción humana reside
en la interpretación o definición que se hace de las acciones de los
demás y no en su respuesta mecánica ó automática (Blumer,
1969/1982).

Este principio básico implica que la conducta no es una consecuencia


directa de las acciones de los demás sino que depende del significado
que se atribuye a las conducta del otro. Por ello, la interacción está
mediatizada por el uso de símbolos; por la interpretación o comprensión
del significado de las acciones de los demás (Douglas, 2005).

De acuerdo con Blumer (1969/1982), el interaccionismo simbólico


descansa sobre tres premisas básicas, que son a su vez, defendidas por
la psicología comunitaria: 1) El ser humano orienta sus actos hacia las
cosas, -entendiendo por cosas todo aquello que se puede percibir tanto
en el mundo externo como interno- en función del significado que tienen
estas cosas para él. 2) El significado de estas cosas u objetos se deriva
de, o surge como, consecuencia de la interacción social. 3) Los
significados se elaboran, reelaboran y modifican mediante un proceso
interpretativo construido por la persona al enfrentarse con las cosas con
las que se encuentra. De acuerdo con estos supuestos, cada persona
define y orienta su conducta a partir de las acciones de los demás, de
modo que la vida en grupo, en sociedad, implica un proceso continuo de
definición. Este proceso consiste por una parte, en definir al otro lo que
tiene qué hacer y por otra, en interpretar las definiciones formuladas por
los demás. La actividad colectiva e individual se forma dentro y a través
de este proceso continuo de interacción simbólica en la que el lenguaje
tiene una importancia capital (Blumer, 1969/1982; Douglas, 2005).
En este sentido, puede hablarse como destaca Mead, de construcción
social de la realidad. Sólo a través de la implicación en grupos de
referencia que proporcionan de forma consistente y ordenada un
conjunto de símbolos, el individuo puede adquirir los elementos
imprescindibles para aprehender la realidad. En esta línea, la propia
investigación social es entendida por Blumer (1969/1982) como un
proceso de interacción simbólica. Se evidencia la necesidad de
comprender el mundo subjetivo del grupo para entender su conducta
social. En este sentido, más allá de lo observable, de la supuesta
conducta social objetiva, Blumer opuesto a Kuhn, defiende la utilización
de una metodología cualitativa basada en procedimientos naturalistas.
Este tipo de metodología, fraguada como hemos visto por Thomas y
Znaniecki, y por Lewin, busca la interpretación y descubrimiento de
significados. La experiencia cotidiana ha de ser entendida desde la
perspectiva del grupo que se está estudiando, y no, desde la perspectiva
del investigador. La utilización de la metodología cualitativa implica,
según Blumer, una etapa de exploración seguida de otra de inspección.
En la fase de exploración se recoge por medio de numerosos
procedimientos naturalistas -observación directa, entrevistas, diarios,
historias de vida, cartas o búsqueda de informes públicos- informaciones
sobre el grupo que se quiere investigar. En la etapa de inspección, esta
información es ampliada y contrastada en grupos de discusión.

En la línea de Blumer, la psicología comunitaria propugna, como hemos


visto con Lewin, la utilización de una metodología cualitativa para
comprender la conducta humana a partir del marco de referencia de los
actores implicados. El investigador no sólo debe estudiar la subjetividad
de los demás, sino que debe reconocer el peso de su propia subjetividad
durante el proceso de investigación. En definitiva, el interaccionismo
simbólico plantea un conjunto de supuestos teóricos y metodológicos de
los que se hace, ampliamente eco, la psicología comunitaria.

Escuela de Frankfurt: teoría crítica


Otro enfoque influyente en la psicología comunitaria es la teoría crítica
que se gesta en la escuela de Frankfurt y que tiene en la actualidad, su
continuidad en Jürgen Habermas. Esta escuela, creada en 1923 por Felix
Weil y liderada desde 1930 hasta su muerte en 1973 por Max
Horkheimer, es la primera institución en declararse abiertamente
marxista. Formarán parte de este movimiento filosófico y social
intelectuales tan reconocidos como Teodor Adorno, Erich Fromm,
Herbert Marcuse, Leo Loewenthal o Wilhem Reich. Una preocupación
constante en los distintos autores de la escuela de Frankfurt se sitúa en
el estudio del fenómeno del autoritarismo en la sociedad moderna.

Según los teóricos sociales, el autoritarismo es un fenómeno cultural


global que busca la disolución de la subjetividad humana, es decir, la
instrumentalización del yo (Ball, 2004). Los medios utilizados en las
sociedades democráticas para anular la racionalidad autónoma no son
como en las sociedades fascistas el terror o la aniquilación de los
enemigos, sino la cultura de masa y los medios de comunicación
(Horkheimer, 1946/1978). Para Horkheimer, la instrumentalización de los
mass-media en la cultura Norteamérica se manifiesta claramente con la
glorificación de la imagen de la potencia americana, con la degradación
del debate público centrado en cuestiones superficiales y espectaculares
y con la doctrina del falso sueño americano (Attalah, 1994; Ball, 2004).
Precisamente, la característica propia de la sociedad americana es la de
crear una sociedad utópica basada en la american way of life decretado
como estado actual de vida. La propuesta reiterada e insulsa de
satisfacciones transitorias, ilusorias y secundarias expresadas por la
industria de la cultura consigue desviar la atención de la persona de las
condiciones reales de su existencia, y con ello, reprimir los deseos de
transformación social. El aparato del capitalismo constituido por un
conjunto de organismos gigantescos -prensa, cine, televisión, radio-
representa, por tanto, para la teoría crítica, el instrumento privilegiado
para anular la racionalidad autónoma (Adorno y Horkheimer, 1947/1970).
Y a partir de ahí, para arribar a lo que Marcuse (1964/1983) llama
sociedad unidimensional; una organización social en la cual las metas
son las mismas para todos y el mensaje es: vivimos en el mejor de los
mundos.

La denuncia del carácter envilecedor de las sociedades modernas que


utilizan la razón instrumental para aniquilar la razón positiva fuente de
toda reflexión crítica y ética, revoluciona en la primera mitad del siglo XX
el pensamiento intelectual de la izquierda. Desde entonces, la escuela de
Frankfurt constituye una referencia obligatoria de todo pensamiento
crítico, siendo actualmente Una de las aportaciones más conocida de
Habermas (1981/1999) es su interesante y compleja teoría de la acción
comunicativa. El interés como sus predecesores por la razón positiva
lleva a Habermas a estudiar con profusión la racionalidad social. Este
tipo de razón, según arguye el autor, se manifiesta más por la forma en
que las personas utilizan y argumentan sus manifestaciones simbólicas
en el contexto social, que por los conocimientos que tienen.

En la acción comunicativa orientada al entendimiento, el hablante, sobre


la base del reconocimiento de la validez de lo manifestado, busca con el
otro el acuerdo. Para Habermas, la acción comunicativa libre y racional
orientada al entendimiento es la que caracteriza la convivencia
democrática y el desarrollo personal. Sin embargo, en grandes colectivos
o sociedades este tipo de comunicación totalmente libre de coerciones es
puramente ilusorio. Por ello, apunta Habermas, el esfuerzo debe dirigirse
a crear pequeños entornos de interacción personal en los cuales se
potencie la acción comunicativa libre de coerciones y restricciones. La
atención a los contextos más inmediatos en los que se desarrolla la
persona es de hecho el interés primordial de la psicología comunitaria.
Por otra parte, un problema de la acción comunicativa en la sociedad
moderna tiene que ver con la colonización del mundo de las ideas por
parte del Estado que penetra con medios económicos y burocráticos en
la reproducción simbólica del mundo de la vida. Este intervencionismo de
los expertos en la vida cotidiana lleva a sustituir el entendimiento
lingüístico por la acción estratégica.

Esta instrumentalización, según denuncia Habermas, tiende a investir


todos los aspectos de la vida social siendo la fuente de conflictos y
paradojas de las sociedades tardo-capitalistas. En esta línea, la
psicología comunitaria se opone al tecnocratismo y al cambio social
planificado de arriba-abajo (Arango, 1995; Musitu y Buelga, 2004).
Rechazado el modelo de experto y el de ayuda paternalista, la disciplina
aboga por un modelo de colaboración basado, entre otros, en el
entendimiento lingüístico. El acuerdo intersubjetivamente compartido
entre el profesional y los miembros de la comunidad en el cual se
desarrollan criterios mutuos para la definición del contexto, constituye
una de las características de este modelo relacional. Además, como
afirma Freire (1970/1987), en el diálogo está el mundo de encuentro que
posibilita la transformación social.

Teoría de sistemas: una sugerente orientación


La teoría de sistemas con un alcance muy importante y significativo en
las ciencias sociales tiene un origen múltiple y diversificado. Sus raíces
se remontan a los trabajos antropológicos de Bateson en la década de
los años treinta; y una década después, a la influencia de la cibernética
de Wiener y de la teoría general de sistemas de Ludwing von Bertalanffy.
Esta última teoría, lógicamente primordial en la configuración de la teoría
de sistemas, pretende superar la tradición reduccionista-mecanicista de
la ciencia.

La explicación de los hechos y procesos individuales mediante cadenas


lineales de causa y efecto resulta insuficiente para explicar una gran
cantidad de fenómenos naturales (Bertalanffy, 1947/1981) y para dar
cuenta de la coordinación entre los elementos y sus procesos (Buelga,
1993; Skyttner, 2006). Por ello, la teoría general de sistemas de
Bertanlaffy (1947) postula que todos los seres vivos desde una célula, a
un individuo, a un grupo o a una organización social son sistemas
abiertos con un orden dinámico de partes y procesos entre los que se
ejercen interacciones recíprocas. Estos sistemas se caracterizan por tres
propiedades fundamentales: totalidad, autorganización y equifinalidad
(Buelga,1993; Gracia y Musitu, 2000, Musitu, Buelga, Lila y Cava, 2001).
Las propiedades de los sistemas abiertos son tres: 1.- Totalidad: El todo
es mayor que la suma de las partes. Los componentes y propiedades de
un sistema sólo pueden comprenderse como funciones del sistema total.
El sistema trasciende con amplitud las características individuales de los
miembros que lo componen. No se trata de una sumatoria de
componentes sino que cada sistema tiene una complejidad, una
organización y una originalidad propia. Todo cambio en una de las partes
afecta a todas las demás, influye sobre ellas y hace que todo el sistema
pase a ser diferente de lo que era antes. 2.- Autoorganización: Los
sistemas tienen capacidad para modificar sus estructuras cuando se
producen cambios en su medio. Con ello, se suele alcanzar un nivel más
alto de complejidad lo que aumenta de este modo las probabilidades de
supervivencia. 3.- Equifinalidad: Las modificaciones que se producen
dentro de un sistema al sucederse en el tiempo son totalmente
independientes de las condiciones iniciales. Derivan más bien de los
procesos internos del sistema y de las pautas interactivas. Cuando se
observa un sistema, estructura o función, no puede hacerse una
inferencia con respecto a su estado pasado o futuro a partir de su estado
actual, porque las mismas condiciones iniciales no producen
necesariamente los mismos efectos. Idénticos resultados pueden tener
orígenes distintos. Mientras que Bertalanffy presenta la teoría general de
sistemas, un matemático llamado Wiener revoluciona también, a finales
de los cuarenta, el campo del saber con una nueva ciencia a la que
denomina cibernética. El principio de feedback o retroacción, introducido
en 1914 por Armstrong, se convierte en la estructura clave de control,
común a los diversos sistemas capaces de comportamientos dirigidos
hacia un objetivo. Con ello, la explicación lineal tradicional queda
obsoleta: todo efecto retroactúa sobre su causa, todo proceso debe
considerarse de modo circular: A actúa sobre B, B sobre C y C sobre A.
La retroacción puede ser de naturaleza positiva o negativa, para lo cual
son necesarios ambos tipos de retroalimentación en los sistemas
abiertos (Skyttener, 2006). Así, la retroalimentación negativa desempeña
un papel importante en el logro y mantenimiento de los patrones de
relaciones presentes en el sistema (homeostasis), mientras que la
retroalimentación positiva relacionada con la pérdida de estabilidad o
equilibrio permite el cambio en el sistema. A este respecto, una
propuesta innovadora procede del Mental Research Institute (MRI). En
este instituto, Watzlawick, Weakland y Fish (1974/1983) estudian desde
una perspectiva sistémica los tipos de cambios que ocurren en un
sistema. Distinguen entre dos tipos de cambios; un cambio de primer
orden (cambio 1) y un cambio de segundo orden (cambio 2). El “cambio
1” implica una variación continua de los parámetros individuales sin una
alteración verdadera de la estructura del sistema. Se trata de la idea de
cuánto más cambian las cosas, más siguen permaneciendo igual
(Watzlawick et al., 1974/1983). Un cambio de primer orden implica, por lo
tanto, una sucesión de cambios internos dentro de un sistema, que en sí,
permanece invariable. Algo que no ocurre con el “cambio 2”, que se
caracteriza por un cambio cualitativo y discontinuo en el sistema
(Watzlawick et al., 1974/1983). Se produce una variación en el conjunto
de reglas que rigen la estructura u orden interno del sistema.

El sistema se transforma en otro, por lo que su funcionamiento actual no


puede comprenderse desde sus pautas anteriores, tal y como postula
con el principio de equifinalidad. En definitiva, el cambio de segundo
orden es un cambio de cambio (Watzlawick et al., 1974/1983). Este tipo
de cambio es el que pretende la psicología comunitaria con la
transformación real de los sistemas en los que participa la persona. Los
principios básicos de la teoría de sistemas son seis: 1.- Cualquier
sistema es un todo organizado y los elementos del sistema son
necesariamente interdependientes. 2.- Las influencias entre los
elementos de un sistema son circulares más que lineales.

Dentro de un sistema específico en dónde ocurren una serie de


fenómenos A, B, C, y D, el fenómeno D vuelve a condicionar a A. 3.- Los
sistemas tienen aspectos homeostáticos que mantienen la estabilidad de
sus comportamientos. 4.- La evolución y el cambio se dan de forma
inherente en los sistemas abiertos. 5.- Los sistemas complejos están
compuestos por subsistemas. 6.- Los subsistemas dentro de un sistema
más amplio, están perfectamente delimitados, y las interacciones entre
compartimentos están gobernadas por conductas y reglas implícitas.
Cada subsistema tiene su propia integridad, definida metafóricamente
por los límites que le separan de los otros subsistemas. En este sentido,
la psicología comunitaria se basa en los principios básicos de la teoría de
sistemas para comprender como indican Musitu y Buelga (2004) las
complejas interrelaciones que se establecen entre los individuos y los
sistemas ambientales, y todo ello, para favorecer el cambio social.
Además, como veremos en otro capítulo, la orientación ecológica que se
fundamenta en presupuestos sistémicos representa en la actualidad una
perspectiva primordial de la psicología comunitaria.

Características iniciales de la psicología


comunitaria desarrollada en América latina
Como hemos visto, el inicio de la psicología comunitaria se caracteriza
en la mayoría de los países latinoamericanos por definirse más como una
práctica que como una nueva rama de la psicología. Se hacía psicología
comunitaria sin saberlo, al menos durante la mayor parte de la década
del setenta. No obstante, la ausencia de un nombre propio, la carencia
de un nicho académico y el no preocuparse de inmediato por obtener un
reconocimiento social no fueron obstáculos para que desde sus inicios
desarrollase ciertas características que la marcan. Algunos de esos
rasgos se transformarán con el tiempo; otros se acentuarán y se
desarrollarán aún más, y otros tantos desaparecerán para dar lugar a
nuevas expresiones. Los aspectos que marcaron a la psicología
comunitaria en sus inicios (Montero, 1994b; 1994d) son: 1. La búsqueda
de teorías, métodos y prácticas que permitiesen hacer una psicología
que contribuyese no sólo a estudiar, sino, principalmente, a aportar
soluciones a los problemas urgentes que afectaban a las sociedades
latinoamericanas. En este sentido, se la plantea como una de las
posibles respuestas a la crisis de la psicología social. 2. De lo anterior
deriva otro rasgo característico: la redefinición de la psicología social, a la
vez que se va más allá del objeto de esa rama de la psicología. 3. La
carencia de una definición.
Las primeras definiciones producidas en América latina aparecen a
inicios de los ochenta (Montero, 1980; 1982). 4. Y debido a la ausencia
de definición y a su orientación marcadamente psicosocial (Silva y
Undurraga, 1990; Chinkes, Lapalma y Nicenboim, 1991; Saforcada,
1992; Almeida, 1996), también careció de un lugar académico y
profesional propio hasta bien entrada la década del ochenta. Ese nexo
psicosocial va a ser la marca predominante, lo cual además se refleja en
el hecho de que muchas explicaciones teóricas provienen de la
psicología social y muchos recursos metodológicos han sido tomados de
ella (así como de otras ciencias sociales, como la sociología y la
antropología). 5. Orientación hacia la transformación social (Escovar,
1977, 1980; Serrano García e Irizarry, 1979; Serrano-García, López y
Rivera-Medina, 1992; Arango, 1992). El norte de esta rama de la
psicología es el cambio social, muchas veces definido en función de la
noción de desarrollo -redefinido ad hoc1 en el sentido de quitarle su
carácter de avance hacia la prosperidad económica, para ubicarlo dentro
de los parámetros que para una comunidad significan mejor calidad de
vida, mayor satisfacción vital, más posibilidades de expresión y control
sobre sus circunstancias de vida-. 6. La certeza del carácter histórico de
la psicología como ciencia, de la comunidad como grupo social y del
sujeto humano. Esto es, comprender que surgen y son parte de un
espacio y de un tiempo y se dan en relaciones construidas cada día,
colectivamente, en procesos dialécticos de mutua influencia. 7. La
búsqueda de modelos teóricos y metodológicos que ayudasen a
entender y explicar los fenómenos con los cuales se trabajaba (véase
supra). Y esto hizo que en sus inicios apelase a muy diversas mentes,
bien porque algunas suministraban descripciones conductuales certeras
y el modo de producirlas, bien porque otras aportaban categorías de
análisis y explicaciones socioeconómicas o políticas de largo alcance.
Esta característica le aportó además una amplia perspectiva
multidisciplinaria, ya que ante las pocas respuestas y el corto alcance de
las mismas que presentaba la psicología, se acudió a campos tan
variados como la educación popular, la filosofía, la sociología y la
antropología. 8. La concepción, desde el inicio muy clara, de que el
llamado "sujeto de investigación" es una persona no sujeta a la voluntad
y los designios de quien investiga. Es alguien dinámico, activo, que
construye su realidad (Montero, 1982), actor social cuya voz forma parte
de la polifonía de la vida social y que al ser parte de la acción y de la
investigación que se realizan con su comunidad tiene derechos y tiene
deberes que lo relacionan con ambas tareas. 9. La necesidad de redefinir
el rol de los profesionales de la psicología social, que, debido a todo lo
anterior, no podía sostener una práctica marcada por una separación o
distancia "antiséptica" ni por una auto-definición basada en una
"experticia" a la cual evidentemente le faltaba el conocimiento de la
comunidad producido desde ella (Montero, 1980, 1982; Perdomo, 1988).
Resumiendo, la psicología comunitaria nace de una práctica
transformadora, enfrentada en situación, que apela a una pluralidad de
fuentes teóricas para intentar luego -a partir de la revisión crítica de las
mentes y la profundización en algunas, descartando otras y también
innovando- elaborar modelos teóricos propios que respondan a las
realidades con las que se trabaja, responsables a su vez del surgimiento
de esta psicología. Asimismo, busca generar una metodología basada en
la acción y la participación, que sea una respuesta alternativa a los
modos convencionales de estudiar esos grupos sociales específicos que
son las comunidades. Se la planteó entonces como una psicología de la
acción para la transformación, en la cual investigadores y sujetos están
del mismo lado en la relación de estudio, pues ambos forman parte de la
misma situación (Montero, 1984a). En el cuadro 1 se puede ver cómo el
énfasis puesto en los primeros años del desarrollo latinoamericano en la
praxis y los modos de llevarla a cabo se va luego equilibrando al surgir
desarrollos teóricos de la reflexión sobre esa praxis.
Es interesante observar que esa producción teórica ha sido rápidamente
naturalizada en el sentido de haber sido aceptada, pero no reconocida,
llegándose incluso a negarla o disminuirla. Quizás ello se deba al hecho
de que no ha recibido un nombre. No ha sido denominada y etiquetada a
la manera tradicional, por lo cual, al ser revisada superficialmente, no se
advierte la discusión conceptual y epistemológica que conlleva. Otra
razón posible es una hipótesis: no se acostumbra a reconocer, en
nuestra parte del continente, la capacidad creativa y sus productos; por lo
tanto, se nos etiqueta y nos autoetiquetamos como ateóricos. Los datos
citados en el cuadro 1 (se incluyen sólo trabajos pioneros) muestran que
las cosas son diferentes y deberían ayudar a romper con los estereotipos
debilitantes y negativos.

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