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Sobre la pintura al fresco y Julián

Astelarra
DIS CU SI ÓN

Nicolás Pontón

La pintura al fresco tiene la virtud de contar con una gran resistencia al paso


del tiempo. Para realizar un buon fresco, el primer paso es aplicar una capa
rugosa de arena y cal llamada arriccio a toda el área de la pared o techo a
pintar, y luego dejar secar durante algunos días. Muchos artistas esbozaban
sus composiciones sobre esta capa base, que nunca sería vista, con un
pigmento rojo llamado sinopia, nombre que también terminó utilizándose
para referirse a estas pinturas preliminares y efímeras. Sólo en algunos casos
en que la concreción de la obra se vio truncada se conservan ejemplares de
sinopias. El arriccio era luego cubierto por una capa más fina de yeso,
el intonaco, sobre la que se pintaba la versión final de la obra.

Las pinturas y dibujos que cubren las paredes y techos de las cuevas de
Lascaux fueron descubiertas en 1940 cuando Marcel Ravidat, un adolescente
francés de diecisiete años, siguió a su perro (llamado Robot) hacia el interior
de un pequeño y profundo agujero que resultó ser la entrada al ahora famoso
sitio arqueológico. La cueva está repleta de representaciones de múltiples
animales que habitaron la zona, como también de misteriosas abstracciones
que se repiten una y otra vez: conjuntos de puntos, líneas, rectángulos y
grafismos que podrían ser cicatrices o heridas. También se encuentra un
número relativamente pequeño de estarcidos en negativo de manos humanas.

Muchas teorías intentan dar cuenta de las razones por las que hace alrededor
de diecinueve mil años eses humanes primitives se tomaron el tiempo (hay
evidencias de que estas pinturas fueron hechas a través de distintas
generaciones) y el trabajo (para alcanzar muchas de las áreas más altas de
paredes y techos debe haber sido necesaria la construcción de andamiajes,
como también la utilización de lámparas a base de grasa animal para iluminar
el oscuro interior de las cuevas) de realizarlas. La principal fuente de alimento
de sus autores (un antepasado de los renos de la actualidad) está ausente en
casi todas sus representaciones, y sólo una de las de alrededor de seis mil
figuras es antropomórfica. Podemos suponer que no cumplían una función
práctica o meramente documental.

Después de las técnicas utilizadas en Lascaux y otros sitios donde se


conservan pinturas paleolíticas, la más longeva técnica pictórica es la
del fresco, que a pesar de su nombre no es una invención italiana, sino que fue
utilizada primero por los egipcios y luego por varias civilizaciones más de la
antigüedad (como los antiguos griegos, los antiguos indios, los antiguos
esrilanqueses, los antiguos toltecas, etcétera).

Algo que tienen en común todos esos frescos, y también las pinturas de
Lascaux, es que ocupaban principalmente paredes y techos, y estaban, como
todo arte premoderno, estrechamente ligados a la vida religiosa o espiritual de
esas sociedades.

En Olor a pintura podrida, su muestra en Acéfala Galería (Buenos Aires), Julián


Astelarra presenta una instalación que se concentra en las superficies del
espacio de la galería. O, al menos, en la superficie del piso de la sala, que se
transforma en protagonista y pieza central de la muestra. Sobre este se
extiende una capa de yeso blanco, una especie de fresco (aunque no
exactamente a la manera tradicional) que lo cubre casi por completo, y con
distintos pigmentos, pero principalmente con ferrite rojo (es decir, óxido de
hierro), despliega texturas y manchas entre las que esporádicamente aparecen
destellos de figuración; algunos animales o criaturas, lo que podrían ser
piedras (u objetos tallados en piedra, o quizás moldeados en arcilla), y una y
otra vez la representación de pequeños nichos (o más precisamente,
hornacinas). Hornacinas dobles, o quizás hornacinas con su reflejo, o quizás
con su sombra. Todas las hornacinas están vacías. Sobre la superficie del
fresco, y casi saliendo desde debajo de este, aparecen pequeños montículos
de despojos difíciles de identificar, materiales orgánicos resecos y deformados
por su propia descomposición, que quizás en algún momento podrían haber
sido parte de una vanitas de algún pintor barroco del siglo XVII. Bajando las
escaleras, al fondo de la sala principal, llegamos a una segunda sala, más
pequeña, en cuyas paredes cuelgan o se apoyan paneles de fresco en las que
la pintura de Astelarra continúa. También encontramos, en un pequeño nicho
de madera y yeso, una calavera, pieza que completa la vanitas deconstruida
que emerge a pedazos en distintos puntos de la muestra.

En 1968, la cueva de Lascaux fue cerrada al público de forma definitiva. El


aliento y la transpiración de los visitantes habían roto el delicado equilibrio
atmosférico que por miles de años había protegido esas obras prehistóricas,
que entonces comenzaban a ser destruidas por el crecimiento de líquenes y
hongos. En su lugar, a doscientos metros de la original, se construyó Lascaux
II, una réplica parcial, hecha de plástico y pinturas sintéticas a prueba de la
respiración de visitantes y de líquenes y hongos. Años más tarde se sumarían
Lascaux III y Lascaux IV. Estas copias, algunas más fieles y completas que otras,
intentan capturar la significancia desconocida pero evidente que se oculta
detrás de esas pinturas, y preservar algún tipo de acceso a ellas.

La muestra de Astelarra no pretende esconder los artificios detrás de la


realización de las piezas, como la aggiornada técnica de pintura al fresco, o las
placas de fenólico que sostienen las obras de la segunda sala, o el nylon que
protege el piso de la sala principal. Pintando con óxido de hierro, el mismo que
se utilizaba hace cientos de años en los frescos renacentistas y que llamaban
sinopia, y que varios miles de años antes utilizaron también les autores
anónimes en las cuevas de Lascaux, Astelarra configura su instalación como un
artefacto que evoca intermitentemente distintas temporalidades y referencias
históricas, ligadas al paso del tiempo y la muerte. A diferencia de las pinturas
de Lascaux o de los frescos renacentistas (y en contradicción con la técnica en
que fue realizada), esta obra no responde a un impulso de preservación, es
esencialmente efímera y la mayor parte será destruida cuando termine la
exhibición. Tampoco es una obra que fugue hacia afuera, no se abre paso
desde la oscuridad de una caverna ni se proyecta hacia el cielo desde la cúpula
de una catedral. En cambio, genera un palimpsesto que va decantando sobre
el piso de la sala, que es imposible de abarcar desde un solo punto de vista y
que nos hace recorrerlo con la cabeza gacha. El carácter efímero de la obra
también puede ser entendido como una especie de envejecimiento acelerado,
como la réplica de una cueva prehistórica donde se intenta capturar las
huellas de un tiempo que nunca pasó ni existió. El gesto responde quizás al
mismo imperativo de asir algo incomprensible, de preservar y capturar lo que
en definitiva nunca puede serlo del todo. La vida no puede habitar la muerte.

Según Wikipedia, “vanitas es un término latino (vanĭtas) que significa vanidad


(de vanus, ‘vacío’), entendida no como soberbia u orgullo sino en el sentido de
futilidad, insignificancia, fragilidad de la vida, brevedad de la existencia”. En la
pequeña sala de debajo de la Galería Acéfala hay un fresco que, en el centro (o
casi), tiene una especie de rajadura o abertura. Pero no se ve nada a través de
esa abertura, nada se esconde detrás más que el nylon negro en el que se
apoya la capa de yeso. Es como otro nicho vacío, y parece también una herida.

Publicado en www.otraparte.com

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