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La teoría social hoy

Anthony Giddens
Jonathan Turner
y otros
Editorial Alianza

1ª ed., Buenos Aires, 1995

Colección: Alianza
Estudio, 24

Título original: Social


Theory Today
© Polity Press, 1987

Traductor: Alborés Rey,


Jesús

ISBN 950-40-0127-0

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE

Introducción,
Anthony Giddens y Jonathan H. Turner ................................................................................................. 9

La centralidad de los clásicos,


Jeffrey C. Alexander ............................................................................................................................. 22

El conductismo y después del conductismo,


George C. Homans ............................................................................................................................... 81

Interaccionismo simbólico,
Hans Joas ........................................................................................................................................... 112

Teoría parsoniana actual: en busca de una nueva síntesis,


Richard Münch ................................................................................................................................... 155

Teorizar analítico,
Jonathan H. Turner ............................................................................................................................ 205

El estructuralismo, el post-estructuralismo y la producción de la cultura,


Anthony Giddens ................................................................................................................................ 254

Etnometodología,
John C. Heritage ................................................................................................................................ 290

Teoría de la estructuración y Praxis social,


Ira J. Cohen ........................................................................................................................................ 351

Análisis de los sistemas mundiales,


Immanuel Wallerstein ......................................................................................................................... 398

Análisis de clases,
Ralph Miliband ................................................................................................................................... 418

Teoría crítica,
Axel Honneth ...................................................................................................................................... 445

La sociología y el método matemático,


Thomas P. Wilson ............................................................................................................................... 489

Índice analítico .................................................................................................................................. 515

2
EL CONDUCTISMO Y DESPUES DEL CONDUCTISMO

George C. Homans

I
Hubo un tiempo en el que el conductismo, tal como lo formulara por vez primera J. B. Watson y
desarrollara con mayor rigor B. F. Skinner, fue tratado como el paria de la psicología y el resto de las
ciencias sociales. Sigue siendo un paria en la medida en que Skinner ha continuado manifestando
pretensiones exageradas sobre las posibilidades que ofrece el conductismo para crear una cultura mejor
(Skinner: 1971). Pero la verdad de una ciencia y su aplicabilidad son dos cosas distintas; como verdad
aceptada, el conductismo ha dejado de ser un paria: por el contrario, ahora forma parte de la corriente central
de la psicología y, por consiguiente, me referiré a él como «psicología conductista». Por otra parte, no toda la
psicología conductista moderna deriva directamente de Skinner; pienso, en particular, en las importantes
contribuciones de Albert Bandura (1969; 1973).
La intuición fundamental del conductismo fue de tipo estratégico: en lugar de tratar de analizar la
conciencia y los estados mentales, los investigadores podrían hacer mayores progresos en psicología
atendiendo a las acciones de hombres y mujeres y a los estados observables de los individuos y su entorno
que es posible relacionar legalmente con tales acciones; este principio no solo es aplicable a hombres y
mujeres, pues las proposiciones de la psicología conductista se experimentaron primero con otros animales
superiores. Los conductistas confiaban en que los neurólogos y otros especialistas llegarían a descubrir las
propiedades del sistema nervioso central que daban validez a las proposiciones conductistas. A veces se
establece una distinción entre la psicología conductista y la psicología cognitiva, que se ocupa del
pensamiento y la percepción. No puede trazarse entre ambas una línea de distinción tajante, puesto que
acción y percepción son inseparables. En efecto, la percepción es una acción. Pero aquí me centraré en el
extremo del espectro que se refiere a la conducta.
El presente ensayo se ocupa de las aplicaciones de la psicología conductista a la sociología. Pero
muchos sociólogos, incluyendo a aquellos que la rechazan sin más, aun no comprenden cuáles son los
principios fundamentales de esta corriente. No dispongo aquí de espacio para escribir un tratado de
psicología. Debo simplificar groseramente, y remitir a quienes deseen profundizar a un buen tratado. 1
En primer lugar, he de hacer una distinción útil, aunque no absoluta, entre conducta respondente
(refleja) y lo que Skinner fue el primero en denominar conducta operante. La conducta respondente puede
producirse automáticamente aplicando un estímulo al sujeto. Ejemplos de este tipo de conducta son el
conocido reflejo rotular y la salivación de los perros de Pavlov al percibir la comida. El origen de esta
conducta es genético, resultado de la selección natural, aunque, por supuesto, puede ser condicionada a un
estímulo anteriormente neutro, como mostró Pavlov. Es obvio que la conducta respondente tiene la mayor
importancia. Un esfuerzo atlético eficaz, por ejemplo, sería imposible sin ella. Pero para la sociología tiene
menos interés que la conducta operante, si exceptuamos el caso mixto de conducta emocional.
En la conducta operante un estímulo no produce inmediatamente un tipo específico de acción. Los
animales superiores, hombre incluido, se encuentran dominados por impulsos [drives] que les impelen a
obtener agua o alimentos de diversas clases (apetitos), impulsos sexuales, impulsos que les empujan a huir de
o a evitar circunstancias que puedan dañarles, y muchos otros tipos de impulsos: de hecho, no sabemos
cuántos. La fuerza de los impulsos difiere de unas especies a otras, de un individuo a otro y, en un individuo,
de una situación a otra. Mientras que uno de sus impulsos no haya sido satisfecho, el animal mostrará en
primer lugar un gran aumento de su actividad; lo que se manifestará en idas y venidas, en la exploración e
investigación de su entorno. La propia actividad puede ser un impulso. Igual que las conductas de respuesta,
los impulsos tienen un origen genético, y por lo general, aunque no siempre (pensemos en el tabaco), son
producto de una selección que le ayuda al animal a vivir y a reproducirse.
En condiciones naturales, y con algo de suerte, este aumento de la actividad le ayudará al animal a
dar con alguna acción que será seguida de una reducción del impulso. Dicho en el lenguaje de Skinner, esta
acción ha sido reforzada. Tal acción es lo que se llama acción operante. En condiciones no naturales, tales
como una jaula de laboratorio, un animal hambriento pero sin adiestramiento previo, como una paloma,
explorará su jaula y antes o después dará con el pico en el resorte que el psicólogo ha dispuesto de modo tal
que deje caer una bolita de comida con el picotazo. En este punto debo formular la primera proposición de la

1
Por ejemplo, Rachlin (1976) o Reynolds (1968).

3
psicología conductista, llamada por su descubridor científico, E. L. Thorndike, «ley del efecto».
Intuitivamente, la humanidad la ha conocido durante toda su historia. Se enuncia así: si la acción de un
animal (o de una persona) es seguida de un refuerzo, es probable que el sujeto repita esa acción u otra
similar. El efecto del refuerzo, impulsar a la persona a repetir la acción, nos autoriza a afirmar que la acción
ha sido reforzada. Como, en cierto sentido, la persona ha aprendido la acción, a menudo se llama a la
psicología conductista teoría del aprendizaje. De hecho, esto no solo se aplica al aprendizaje, pues el
reforzamiento tiende a mantener una conducta largo tiempo después de que se haya aprendido. Nótese que es
probable que la persona repita cualquier acción que vaya seguida del refuerzo, incluso si el nexo entre ambas
es puramente fortuito, lo que deja un amplio margen a la conducta supersticiosa. Ciertos animales pueden
aprender también por imitación. Si uno de estos observa que otro emprende una acción mediante la que
obtiene algo que él cree reforzante, es probable que este emprenda a su vez la acción. Naturalmente, no
seguirá haciéndolo así si, en su caso, la acción no va seguida del refuerzo. Nótese que a todo esto subyace un
supuesto fundamental de la psicología conductista: las acciones presentes producen un efecto de
«retroalimentación» y afectan a las acciones futuras. La psicología conductista es una ciencia
fundamentalmente histórica. Esta «retroalimentación» a menudo les produce a los observadores la impresión
de que los animales y los seres humanos tienen propósitos. Y, sin duda, los tienen. Nada importa que
empleemos esta palabra, toda vez que reconozcamos que «propósito» en este sentido no es una cuestión de
teleología sino de cibernética.
La mayor parte de la investigación en este campo se ha llevado a cabo con refuerzos fungibles, como
comida, pero no debemos olvidar cuántos refuerzos que no se consumen son, por así decirlo, reforzantes por
sí mismos. El sexo es un buen ejemplo. Los psicólogos también hablan de refuerzos negativos. Muchas
acciones no van seguidas de refuerzos sino de castigos. En estos casos, cualquier acción que le permita al
animal escapar o evitar el castigo se convierte en un refuerzo. Por otra parte, suprimir un refuerzo es
punitivo, o, en la jerga de Skinner, aversivo.
Introduciré a continuación lo que por conveniencia considero la segunda proposición general de la
psicología conductista. Si se repiten circunstancias similares a las que acompañaron a la acción previamente
reforzada, es probable que quien la llevó a cabo repita dicha acción. A estas circunstancias concurrentes
generalmente se les denomina estímulos. Los factores que determinan la eficacia de un estímulo son
diversos. Algunos pueden ser innatos, es decir, formar parte de la herencia genética de la persona. La eficacia
de otros puede depender de la capacidad de la persona para reconocer los estímulos o la conexión entre el
estímulo y él refuerzo: el estímulo influirá mejor a la persona cuanto menor sea el intervalo temporal entre
este y el refuerzo. A menudo se le denomina al propio refuerzo «estímulo reforzante».
Por último, los refuerzos pueden ser adquiridos, no nativos. Un estímulo que ha acompañado
repetidamente a una acción reforzada puede convertirse él mismo en un refuerzo y tener el mismo tipo de
efecto que el refuerzo original. De esta forma, un animal puede aprender a menudo una larga serie de
acciones que le conduzcan a un refuerzo final. Parece que los seres humanos pueden retener cadenas de este
tipo más largas que las de otros animales.
Algunos científicos sociales parecen creer que la psicología conductista terminó con Skinner; sin
embargo, como todas las ciencias que marchan bien, ha estado progresando a rachas, y algunos de sus
desarrollos le han ido dando una mayor relevancia para la comprensión de la conducta humana.
Mencionaremos aquí uno de estos desarrollos, bastante reciente. En la jaula experimental de Skinner las
palomas solo podían accionar un único resorte, y el investigador variaba la frecuencia de los refuerzos que se
seguían de accionarlo y los intervalos o proporciones aleatorias en que las palomas obtenían el refuerzo.
Skinner observó entonces los efectos de estas variables en la proporción de respuesta (picotazos) de las
palomas. No trató de controlar su conducta mientras no estaban picoteando: las palomas podían pasearse por
la jaula, arreglarse las plumas, etc. Richard Herrnstein, un discípulo de Skinner, introdujo una variante
crucial. Puso en la jaula no uno, sino al menos dos resortes, que reforzaban según promedios diferentes, pero
de forma aleatoria. Es decir, los resortes estaban programados para soltar un promedio diferente de bolitas de
comida por unidad de tiempo. Herrstein descubrió que, aunque necesitaron algún tiempo para alcanzar un
equilibrio estable, las palomas se acostumbraban a dedicar a cada resorte un número de picotazos
proporcional al refuerzo relativo que proporcionaba (Herrstein: 1971). En palabras de Herrstein: «Si [la
paloma] recibe el 20% de sus refuerzos del disco (resorte) izquierdo, dará allí el 20% de los picotazos. Si
recibe el 50%, también dará allí la mitad de los picotazos» (Brown y Herrstein: 1975, p. 80). Herrstein
mostró que la proporción se mantenía con más de dos resortes. Y, lo que es más importante para mis
propósitos, también se ha demostrado que se cumple con seres humanos, quienes, naturalmente, emplean
acciones distintas a los picotazos. Herrstein denomina a este fenómeno «ley de proporciones» [matching
law], y ahora, en vez de hablar de la «ley del efecto», habla de la «ley del efecto relativo». Esta ley es de la

4
mayor importancia para la comprensión de la conducta humana, dado que muchas ciencias, de forma
destacada la economía, se ocupan de elecciones entre acciones alternativas y sus refuerzos. Las elecciones no
tienen por qué ser conscientes.
La ley de proporciones tiene interés no solo por sí misma, sino también porque me permite introducir
una nueva variable crucial. Basta el momento me he ocupado del grado de éxito que alcanza un animal al
obtener un refuerzo, midiendo el éxito por la frecuencia con que se refuerza una acción repetida. He
mencionado también algunos de los diversos tipos de refuerzos, pero no los diferentes grados de
reforzamiento que proporciona una unidad determinada. Doy a esta variable el nombre de valor. En los
experimentos originales que condujeron al descubrimiento de la ley de proporciones, todas las condiciones se
mantenían idénticas, a excepción de las diferentes proporciones en que los dos resortes reforzaban la acción.
Consideremos ahora un experimento con ratas que accionan una palanca para obtener comida. Ambas
palancas refuerzan la acción en proporción diferente, las en este caso a las ratas les resulta más fácil accionar
una de las dos palancas, pues el experimentador ha hecho más pesada la otra. Las ratas presionan la palanca
más ligera con mayor frecuencia de lo que la ley de proporciones hubiera previsto en otras circunstancias.
Sin embargo, puede encontrarse un factor correctivo que vuelva a dar validez a la ley de proporciones.
Nótese que el presionar la palanca más pesada representa para las ratas un estimulo comparativamente
aversivo, y que el evitar un factor aversivo es reforzante. En suma, el factor correctivo permite medir el valor
que tiene evitar la aversión. El mismo descubrimiento es válido para dos palancas que ofrecen tipos de
refuerzos diferentes, como dosis de agua o bolitas de comida. También aquí puede encontrarse un coeficiente
que mantiene la validez de la ley de proporciones (Brown y Herrstein: 1975, pp. 81-3).
Estos resultados significan que, prescindiendo de los estímulos, existen dos tipos de factores que
determinan con qué frecuencia un animal efectuará una acción y no otra al elegir entre alternativas. El
primero es la frecuencia relativa con que las alternativas son reforzadas; Esto, en el supuesto de que el
refuerzo sea mayor que cero, es lo que llamaré principio del éxito. El segundo es el valor relativo de un
refuerzo en comparación con otro. Las diferencias de valor dependen del estado del animal; por ejemplo, de
que tenga más hambre o más sed. Considerando un período largo, los valores pueden tener un origen
genético; también pueden ser aprendidos por un individuo mediante su experiencia personal, o le pueden ser
enseñados por otros miembros de su sociedad.
En ocasiones, una acción va seguida tanto de un refuerzo como de un castigo, lo que me hace volver
al ejemplo de las ratas que eligen entre la palanca más pesada y la menos pesada. Estos animales tienden a
pulsar la palanca más pesada con menor frecuencia de lo que supondría la ley de proporciones. Pero, ¿por
qué la pulsan? La pulsan porque, después de todo, obtienen comida de esa forma. Pero esto les causa fatiga,
y la fatiga es aversiva. Al presionar la palanca más pesada renuncian al refuerzo de evitar la fatiga.
Utilizando el argot económico, denominaré coste al refuerzo al que se ha renunciado y diré que la
probabilidad de que un animal (personas incluidas) emprenda una acción varía en proporción al refuerzo neto
que obtenga: el refuerzo positivo menos el coste (refuerzo al que se ha renunciado). Obsérvese cuánto se
parece lo que llevo dicho a lo que los teóricos del cálculo de decisiones humano han llamado principio de
elección racional: al elegir entre acciones alternativas una persona tenderá a elegir aquella en la que percibe
que es mayor la probabilidad de obtener un refuerzo determinado, multiplicado por el valor de la unidad de
refuerzo. (Sin embargo, no estoy seguro de que ni en el caso de las ratas ni en el de los seres humanos la
proposición conserve su validez en los valores extremos de las variables). La percepción de una persona
depende de sus experiencias pasadas de las acciones y de las circunstancias concurrentes presentes y
pasadas. Volveré más tarde sobre este principio de elección racional, pero creo que denominarlo «raciona»
no añade nada a su significado, en el supuesto de que nos ocupemos únicamente de cómo se comportan de
hecho las personas. «Racional» es un término normativo, usado para persuadir a la gente de que se comporte
de cierta manera.

II

Considero que los tres principios anteriormente denominados «principio del éxito», «principio del
estímulo» y «principio del valor» son las proposiciones principales de la psicología conductista. Existen
numerosas matizaciones de las proposiciones principales y, sin duda, quedan otros principios por descubrir.
En este momento introduciré únicamente dos principios secundarios; principios que un sociólogo deberá
situar junto a los otros tres en su instrumental conceptual si quiere entender la conducta humana. Los
denomino secundarios porque ambos ejercen su influencia más sobre el factor «valor» que sobre el factor
«éxito» de la conducta.

5
Ya me he referido implícitamente al primero. Lo denominaré principio de privación/saciedad. Si la
acción de una persona es reforzada en una proporción mayor que cierta proporción umbral, decrecerá el valor
reforzante de la acción, y por tanto, en virtud del principio del valor, es probable que decrezca la frecuencia
con que ejecuta la acción, y que aumente la frecuencia con que ejecuta una acción alternativa. De este modo,
no es probable que una persona alimentada hasta el hartazgo emprenda durante algún tiempo ninguna acción
para obtener comida. Igualmente, si una persona ha recibido un refuerzo inferior a cierta proporción umbral,
es probable que aumente la frecuencia de la acción que le pueda procurar ese refuerzo. Obsérvese que los
psicólogos que experimentan con animales tratan de controlar esta variable y mantienen a los animales
permanentemente motivados reforzando siempre la conducta en una proporción tal que no produzca
saciedad. En efecto, los animales siempre están hambrientos –como se desprende de la medición de su peso–
o privados de otros refuerzos. Puede que el principio de privación/saciedad no se cumpla en el caso de lo que
se llama refuerzos generales, es decir, refuerzos aprendidos que pueden a su vez emplearse para obtener una
amplia variedad de refuerzos más específicos. El dinero es un buen ejemplo. Para la mayoría de nosotros es
difícil quedar saciados de dinero a no ser que primero nos hayamos saciado de todas las cosas que pueden
comprarse con él.
El segundo principio general suele llamarse principio de frustración-agresión. Describe una de las
formas de conducta emocional; por razones que veremos posteriormente, no examinaré ahora con detalle este
tipo de conducta, aunque tiene la mayor importancia con respecto a la conducta social humana. Si un animal,
incluido el hombre, recibe un castigo que no esperaba o no recibe un refuerzo esperado, puede desarrollar lo
que en términos antropomórficos se denomina ira y mostrar una conducta agresiva, definida por Brown y
Herrstein como «cualquier conducta que pueda causar daño o dolor físico o psicológico» (Brown y
Herrstein: 1975, p. 202). Aquello que «espera» el animal está al menos parcialmente determinado por su
experiencia pasada, pero también parcialmente determinado por su historia genética: así, la mayoría de las
hembras están preparadas para defender a sus crías. La agresión suele dirigirse hacia lo que haya causado la
frustración, como al dar una patada a la puerta que no se abre cuando tendría que hacerlo; pero ante un
pellizco casi cualquier persona o animal reaccionará con una conducta agresiva. Es peligroso atacar muchos
de los objetos de agresión potenciales porque pueden responder con una contraagresión que produzca aún
más daño. En tal caso, una persona puede, como suele decirse, «desahogarse» con un objeto algo menos
amenazante, es decir, «desplazar» su agresión. El valor de los resultados de la conducta agresiva puede
medirse por el grado en que el agresor está dispuesto a sufrir algún daño a condición de poder perjudicar a su
objetivo; el grado hasta el cual, para usar de nuevo una expresión coloquial, está dispuesto a «dar coces
contra el aguijón». En mi opinión, la conducta emocional, como la agresión, participa de las características
de la conducta de respuesta y de la conducta operante. Por una parte, puede ser automáticamente
desencadenado por una situación de frustración; por otra, una persona puede aprender a usar una acción
agresiva como cualquier otra acción operante que es seguida de un refuerzo. El refuerzo puede ser dinero,
rango o cualquier otra cosa. Puede existir también una conducta exactamente opuesta a la agresión,
producida cuando una persona obtiene un refuerzo que no esperaba o no recibe el castigo esperado.
Estas cinco proposiciones, que no son, lo admito, más que aproximadas, deben considerarse como
sistema de ecuaciones simultáneas, cada una de las cuales modifica los efectos de las demás de acuerdo con
las circunstancias.

III

Otros desarrollos han modificado posteriormente la posición de Skinner en la psicología conductista.


Con frecuencia, dichos desarrollos han renovado el interés por las relaciones entre la conducta genéticamente
determinada que ha evolucionado mediante la selección natural y la conducta adquirida, es decir, la conducta
operante y su condicionamiento. Naturalmente, las características del sistema nervioso de los animales que
posibilitan el condicionamiento operante de estos evolucionaron a través de la selección natural. Pero las
cuestiones a estudiar son más específicas. Estudiando unos pocos impulsos característicos, con los que fue
posible relacionar, utilizando el condicionamiento, un gran número de conductas operantes específicas,
Skinner dio inconscientemente la impresión de que estaba defendiendo un punto de vista sobre la conducta
que más tarde se ha denominado «conducta como tabula rasa». Según esta metáfora, el psiquismo de un
animal es una pizarra en blanco (tabula rasa) en la cual el condicionamiento puede grabar con casi idéntica
facilidad cualquier tipo de conducta. Y, ciertamente, los animales pueden aprender algunas acciones
sorprendentes que no ha ejecutado anteriormente ningún otro miembro de su especie. Sin embargo, hay cosas
ahora no parecen tan simples como pretendía la perspectiva de la tabula rasa. La primera gran obra de

6
Skinner, The Behavior of Organisms (1938) fue seguida mucho después por un artículo de los Breland
humorísticamente titulado «The Misbehavior of Organisms» (1961). Los Breland, discípulos de Skinner, se
convirtieron en adiestradores profesionales de animales, y descubrieron que el condicionamiento operante no
siempre actuaba como Skinner afirmaba que tenía que hacerlo. Por ejemplo, descubrieron que «cuando se
reforzaba con comida la conducta de recoger monedas» de los mapaches, animales sumamente inteligentes,
estos «parecían determinados a lavar estas, cosa que, como no disponían de agua, carecía de sentido»
(Herrstein: 1977, p. 599). De acuerdo con la hipótesis de la tabula rasa, los mapaches no hubieran perdido el
tiempo lavando monedas antes de cambiarlas por comida. Pero obsérvese que los mapaches en libertad
suelen lavar sus comidas predilectas, como los peces. Parece que el lavar la comida es un impulso
específicamente genético, impulso que a su vez puede reforzarse, como también puede reforzarse algún
impulso similar. La investigación ha revelado algunos otros impulsos más específicos de lo que, según
suponían los psicólogos, implicaba la posición de Skinner. Digo «suponían» porque no he sido capaz de
encontrar dónde formuló Skinner explícitamente una posición semejante. Estos descubrimientos no han
socavado los principios generales del conductismo, pero han complicado la tarea de utilizarlos para explicar
la conducta.
Queda abierta la cuestión de si esa diversidad y especificidad de los impulsos que se ha puesto de
manifiesto es también característica del hombre. Herrstein se pregunta, por ejemplo, si el concepto de
«camaradería masculina» de Lionel Tiger (1969) puede constituir un ejemplo de tales impulsos. Tiger
«atribuye el elemento genético a fuerzas evolutivas que favorecieron la asociación masculina para fines de
agresión colectiva frente a los intrusos, la caza, y otros aspectos de la organización social que llegaron a
depender principalmente de los machos de la especie» (Herrstein: 1977, p. 597). Estoy dispuesto a admitir
esa posibilidad, pero no veo forma de demostrar la verdad de tal hipótesis. Únicamente puedo tener certeza
de que los seres humanos han de tener un impulso de tipo general –genéticamente determinado pero cuya
fuerza difiere de individuo a individuo– que les predispone a ser reforzados en condiciones ordinarias por su
interacción con otros seres humanos. Si no existiera semejante impulso, sería difícil entender cómo puede
adquirirse o mantenerse la conducta «social». Sin duda, desde hace muchísimo tiempo el hombre ha sido un
animal «social» que, en este sentido, es más similar a los lobos que a los chacales, entre los cánidos.
Una vez más, en cierto conflicto con la hipótesis de la tabula rasa, se ha puesto de manifiesto que los
animales, incluyendo a los humanos, pueden aprender muchos tipos de conducta pero no todos ellos con
igual facilidad; y que las diferencias en la facilidad para el aprendizaje pueden tener un origen genético. Es
posible que muchos estos descubrimientos no sean tan recientes; es posible que los psicólogos fueran
conscientes de ellos pero que los relegaran a un segundo plano en su interés por obtener otros
descubrimientos. Su trabajo ha sido muy estimulado por el de biólogos como E. O. Wilson, expuesto en
obras como Sociobiology (1975) y On Human Nature (1978). Tiene especial importancia el énfasis de
Wilson en la idea de que la antigua distinción entre naturaleza (genética) y educación (aprendizaje) como
explicación de la conducta es una falsa dicotomía. Lo que importa es la forma en que interaccionan la
naturaleza y la educación. Algunos sociólogos se han mostrado muy críticos hacia la sociobiología, igual que
hacia el conductismo, por temor a que estas disciplinas quitaran a la sociología parte de su objeto de estudio.
Si los sociólogos siguen rechazando los descubrimientos llevados a cabo en estos campos producirán el
resultado que desean evitar. Los científicos de otras disciplinas se apropiarán de su material, y los sociólogos
perderán mucho de lo que les ayudaría a entender la conducta humana. Están defendiendo una causa perdida.

IV

He creído necesario exponer, aunque groseramente, los supuestos y principios de la psicología


conductista. Sin embargo, muchos científicos sociales que emplean el conductismo no se dan cuenta de que
lo hacen. Lo llaman utilitarismo o teoría de la elección racional. Ya he tratado de mostrar cómo la teoría de
la elección racional –y creo que puede hacer lo mismo con la teoría utilitarista– usa de hecho las
proposiciones de la psicología conductista. Tales científicos sociales son como el monsieur Jourdain de
Molière, quien descubrió que llevaba cuarenta años hablando en prosa 2 . Las teorías utilitaristas o de la
elección racional pueden usarse para explicar buena parte de la conducta humana, pero dejan fuera mucho de
lo que abarca el conductismo. De acuerdo con esa idea, me referiré a ellas como versiones «incompletas» del
conductismo. A menudo dan por supuestos los valores (propósitos) de una persona, lo que no importa
cuando los valores en cuestión se hayan muy extendidos. Pero cuando estos valores son, al menos, inusuales,

2
Molière, El Burgeois gentilhomme, acto II, escena 5.

7
no se preguntan cómo los ha adquirido esa persona, si genéticamente, mediante aprendizaje, o mediante una
combinación de ambos factores. Los valores no les caen del cielo a los seres humanos. Dichas teorías
tampoco toman del todo en consideración la retroalimentación que los resultados de las acciones de una
persona ejercen sobre su conducta futura: no captan el decisivo carácter histórico de la conducta humana;
histórica tanto si se trata de individuos como de grupos. Finalmente, ni la teoría utilitarista ni la teoría de la
elección racional prestan mucha atención a la conducta emocional, como la agresión. Los intentos de
explicar la acción humana no pueden permitirse ignorar tales cuestiones.
Y, lo que en ciertos aspectos es peor, muchos científicos sociales consideran que el conductismo es
«mero sentido común». Es cierto que una persona normal no expresa una gran sorpresa cuando oye que
alguien cuya acción ha sido reforzada está dispuesta a repetirla en circunstancias similares. Ni tendría por
qué estarlo, pues los seres humanos están familiarizados con su propia conducta, que se ha estudiado durante
milenios; algo tendrán que saber sobre ella. Grosso modo, las características generales de su propia conducta
son lo que mejor conocen, a diferencia de lo que ocurre con las características de las ciencias físicas, que
conocen peor. O, más bien, sí están familiarizados con algunas de las aplicaciones comunes de las ciencias
físicas, como la palanca, aunque no con sus principios generales. Sólo cuando se sobrepasa el mero sentido
común, especialmente mediante métodos experimentales, se manifiestan las verdaderas complejidades de la
conducta. Además, lo que es «mero sentido común» puede ser verdadero e importante. La gravedad de dar
por supuesto o que es de sentido común se hace particularmente evidente cuando el científico social no
formula sus propias proposiciones generales. En este caso, sus explicaciones se convierten en lo que los
lógicos llaman entimemas: no se formulan las premisas mayores. En estas condiciones, no se reconocen las
verdaderas similitudes de tipos de explicación aparentemente diferentes.

Al explicar la conducta individual o social, la psicología conductista o sus «versiones incompletas»


suelen estar apoyadas y creo que deben estarlo, por otras dos doctrinas; una es la que en ocasiones se llama
«individualismo metodológico» 3 , y la otra es la denominada teoría de la «ley de subsunción».
Considerémoslas en este orden. Los principios de la psicología conductista se refieren a lo que tienen en
común las conductas de los miembros individuales de una especie; en el caso del homo sapiens, son
proposiciones relativas a la naturaleza humana. Esto no significa que la conducta de un individuo sea
idéntica a la de cualquier otro. Debido a su herencia genética o a sus diversas experiencias pasadas –cuyos
efectos pueden a menudo explicarse psicológicamente–, las personas se conforman en distinto grado a los
principios generales. En el lenguaje de las matemáticas, diríamos que las ecuaciones siguen siendo las
mismas, aunque hay ciertas diferencias en los parámetros. Además, y esto es lo más importante para mis
propósitos actuales, los principios conductuales permanecen invariables, sean reforzadas o castigadas las
acciones de una persona por el entorno natural o por alguna o algunas personas. Naturalmente, aparecen
nuevos fenómenos cuando una persona interactúa con otra en lugar de actuar aisladamente, pero no se
requieren principios nuevos para dar cuenta de tales fenómenos, a excepción, es obvio, de la nueva condición
introducida: que el comportamiento es social. Lo social no es «más que la suma» de sus partes individuales–
si es que esta famosa expresión tiene algún sentido. Es cierto que la palabra «suma» es confundente. Como
he tenido ocasión de experimentar, a muchos de mis colegas no hay principio que les moleste más que este.
Pero antes o después tendrán que aprender a vivir con él. Dicho principio no implica que en otras ciencias no
puedan darse auténticos fenómenos emergentes, sino que no existen en la ciencia social. La proposición no
sólo es válida para la interacción entre dos personas, sino también en caso de grupos numerosos.
Aunque sin duda no le hayan dado ese nombre, creo que la posición del «individualismo
metodológico» es la que han sostenido durante siglos la mayor parte de quienes han pensado sobre esta
cuestión. John Stuart Mill, en su A System of Logic, ofrece una buena formulación, clara y bastante temprana
de esta perspectiva:

Las leyes de los fenómenos sociales no son ni pueden ser otra cosa que las leyes de las acciones y pasiones de los
seres humanos unidos en el estado social. Los hombres siguen siendo hombres en un estado de sociedad; sus
acciones y pasiones obedecen a las leyes de la naturaleza humana individual. Cuando se reúnen, los hombres no se
convierten en otro tipo de substancia con propiedades diferentes, igual que el oxígeno y el hidrógeno son diferentes
del agua... Los seres humanos en sociedad no tienen más propiedades que las derivadas de (y reductibles a) las

3
Vid. en especial Watkins: 1959.

8
leyes de la naturaleza del hombre individual. En los fenómenos sociales la Composición de las Causas es la ley
universal.

(Mill, A System of Logic)

Con «Composición de las Causas» Mill se refería al hecho de que los fenómenos sociales son el
producto resultante –no la mera adición–, complejo y a menudo no deseado, de las acciones de muchos
individuos, cuya conducta frecuentemente se debe a una confluencia de propósitos. Nótese que la
formulación de Mill es simplemente programática; pues no intentó formular «las leyes de la naturaleza
humana individual». Yo pienso que son las leyes de la psicología, pero en la época de Mill la psicología aun
no se había convertido en una ciencia observacional y experimental. El principal oponente del
individualismo metodológico era, al menos en uno de sus aspectos, el gran sociólogo francés Emile
Durkheim, quien sostenía que los fenómenos sociales eran sui generis, irreductibles a la psicología
(Durkheim: 1927, p. 12). Hubo un tiempo en el que su doctrina tuvo una validez casi universal en la
sociología. Algunos sociólogos comienzan ahora a apartarse de ella, incluso sociólogos franceses, que tan a
menudo conservan una fidelidad desmedida hacia sus grandes hombres. Por ejemplo, Raymond Boudon
escribe en su obra La Place du désordre: «un principio fundamental de las sociologías de la acción es que el
cambio social debe ser analizado como el resultado de una combinación [ensemble] de acciones
individuales» (Boudon: 1984, p. 12). Esta norma no se aplica sólo al cambio social.
Si la conducta de los seres humanos, su historia y sus instituciones pueden ser analizadas sin residuo
en las acciones de los individuos, debería parecer obvio, como le parecía a Mill, que los principios que
explican sus acciones han de referirse a la naturaleza humana individual, es decir, han de ser principios
psicológicos. (Permítaseme que admita ahora que, si bien el análisis podría en principio llevarse a cabo, rara
vez ocurre así en la práctica, y cuando ocurre es solo de manera muy aproximada.) Pero existen sociólogos e
incluso filósofos que aceptan el individualismo metodológico, aunque niegan que implique lo que ellos
llaman psicologismo. Para Karl Popper, por ejemplo, la psicología se limitaría a las consecuencias deseadas
de las acciones humanas. Popper ofrece el siguiente ejemplo: «aunque algunos pretendan que el gusto por las
montañas y la soledad puede ser explicado psicológicamente, el hecho de que si a demasiada gente le gustan
las montañas no puedan disfrutar allí de la soledad no es un hecho psicológico; este tipo de problema toca el
núcleo de la teoría social» (Popper: 1964, p. 158). No veo razón por la que el disfrute o la falta de disfrute no
sea un hecho psicológico, pero estoy de acuerdo en que este tipo de problema toca el núcleo de la teoría
social. Veamos cómo ha de explicarse el fenómeno.
De acuerdo con los principios conductistas del éxito y del estímulo, dos o más personas pueden
emprender acciones cuyos resultados esperan encontrar reforzantes. En este caso, tales personas encuentran
reforzante la soledad, y esperan encontrarla en las montañas: por consiguiente, van allí. Es obvio que Popper
da por supuesto que ellos actúan así al mismo tiempo y sin conocer las acciones de los demás. Por tanto,
todos ellos legan juntos a las montañas; por definición, no pueden encontrar allí la soledad. Por tanto, todos
ellos resultan castigados, no reforzados, y ninguno de ellos deseaba que fuera ese el resultado. Este ejemplo
de las consecuencias no deseadas de la acción humana ha sido explicado por un argumento que usa
principios psicológicos como premisas mayores. Así, la tesis popperiana de que la psicología está limitada a
la explicación de las consecuencias deseadas de la acción es, sin más, errónea.
W. G. Runciman propone un débil compromiso al afirmar que la sociología no es reluctible a la
psicología pero «depende» de ella (Runciman: 1983, p. 29). Por desgracia, no ofrece una clara distinción
entre dependencia reductibilidad. Como ya he señalado, hay quien evita el problema hablando simplemente
de utilitarismo o elección racional en vez de usar la palabra «psicología». Pero de hecho no dejan de usar la
psicología.

VI

El conductismo tal como se aplica en sociología está estrechamente relacionado con una particular
visión de la naturaleza de la «teoría». En la sociología no hay palabra que se emplee más que esta, en parte
porque la teoría, comparada con el «mero registro de datos», proporciona un gran prestigio. Por consiguiente,
es tanto más sorprendente que pocos sociólogos hayan dedicado algún tiempo a definir qué es una teoría. Es
cierto que «teoría» no es más que una palabra, y un investigador puede definirla como desee con tal de que
se mantenga fiel a la definición elegida. Pero pocos sociólogos llegan siquiera a eso. La mayoría parece
usarla aproximadamente en el sentido de «generalización» pero, como quiera que sea definida, tiene que ser

9
más que eso. La concepción de teoría adoptada aquí parece corresponder con la que es aceptada en las
ciencias físicas clásicas, lo que no quiere decir que el contenido de una teoría, en la medida en que difiera de
la forma, sea el mismo en la ciencia lírica y en la nuestra.
La concepción adoptada suele conocerse como teoría de la «ley de subsunción», aunque más bien
debería enunciarse en plural, como «leyes de subsunción» 4 . Una teoría acerca de un fenómeno es una
explicación de este, pero «explicación» tampoco es más que una palabra. La explicación de un fenómeno
consiste en un sistema deductivo. Este sistema es un conjunto de proposiciones que constatan una relación
entre dos o más variables. No se afirma que exista una relación sino, al menos en una primera aproximación,
cuál es la naturaleza de la relación: por ejemplo, x es una función positiva de y. En ocasiones, ninguna de las
variables puede tomar más de dos valores: presente o ausente. Por ejemplo, si x está presente también lo está
y. Al menos una de las proposiciones es la proposición que ha de explicarse, el explicandum. Otras
proposiciones pueden tener un carácter más general, y en la cumbre del sistema hay proposiciones que por el
momento, aunque este momento puede durar largo tiempo, son las más generales de todas; «más generales»
significa simplemente que no pueden derivarse del conjunto. Estas son las proposiciones que le valen a esta
concepción de la teoría su nombre de «sistema de leyes de subsunción». Otras proposiciones formulan, como
en el sistema euclídeo, las condiciones dadas (condiciones límite, parámetros) a las que han de aplicarse las
proposiciones generales. A su vez, a menudo es posible explicar estas condiciones dadas. Se dice que las
proposiciones de rango más bajo, o explicanda, quedan explicadas cuando puede mostrarse que se siguen
lógicamente de las otras proposiciones del conjunto. Las proposiciones de las matemáticas, que proceden de
teorías no contingentes, pueden utilizarse para efectuar las deducciones, pero ninguna teoría científica puede
componerse exclusivamente de proposiciones no contingentes. Una proposición contingente es aquella para
cuya aceptación son relevantes los datos, los lechos, las pruebas, etc.
La mayor parte de las teorías no tienen un único explicandum sino muchos explicanda a deducir de
las leyes de subsunción bajo diferentes condiciones dadas. Hablando llanamente, juzgamos que una teoría es
poderosa cuando un gran número de proposiciones empíricas puede explicarse a partir de unas pocas leyes
subsuntivas. Quede claro que lo anterior es una descripción del aspecto que debería tener una teoría una vez
acabada; y ninguna teoría está nunca más que provisionalmente acabada. No se trata de una descripción de
cómo se construye una teoría, cosa que puede hacerse por muchos procedimientos distintos y en la que no
voy a entrar ahora 5 .
Mis propios esfuerzos por explicar los descubrimientos que he hecho al leer e investigar acerca de la
conducta en pequeños grupos me han llevado a la conclusión de que las leyes de subsunción más útiles son
las de la psicología conductista. A diferencia de los grandes científicos, yo no he tenido que inventar mis
propias leyes de subsunción: puedo tomarlas de las obras de los demás. Además, no creo que mi conclusión
se limite a la sociología. Las leyes de subsunción de todas las ciencias sociales son las de la psicología
conductista. Es fácil, por ejemplo, derivar de ellas las sedicentes leyes económicas de la oferta y la demanda.
Mi tesis no implica en absoluto que la sociología vaya a diluirse en una ciencia social indiferenciada, aunque
sin duda existirán solapamientos. Algunas ciencias sociales aplicarán la psicología conductista a condiciones
diferentes de las condiciones a leas que la aplicarán otras. Por ejemplo, las condiciones que se supone que
existen en el mercado clásico –en el que ningún participante está obligado a tener relaciones regulares con
ningún otro participante– son obviamente diferentes de las que existen en un grupo de trabajo industrial,
donde, al menos durante cierto tiempo, lo normal será que exista una interacción regular entre sus miembros.
Por consiguiente, los tipos de proposiciones empíricas que puede explicar la microeconomía serán algo
diferentes a los de la microsociología.
Cuando puede mostrarse que las proposiciones de cierta ciencia se siguen en determinadas
condiciones de las proposiciones de otra se dice que las primeras han sido reducidas a las de la segunda. Por
tanto, el programa conductista en tanto que aplicado a la sociología se denomina frecuentemente
reduccionismo psicológico, y con ese nombre provoca las iras de numerosos sociólogos. Una vez más, su
preocupación es preservar su identidad. Sin embargo, otras ciencias han sido sometidas a reducción sin que
parezcan haber sufrido perjuicio alguno. Supongo que buena parte de la química puede hoy reducirse a la
física, y sin embargo aquella es una ciencia vigorosa. A menudo son problemas de tipo práctico los que
evitan que la reducción produzca una fusión de ciencias. Por ejemplo, la termodinámica puede reducirse a la
mecánica estadística, pero seguimos usando la termodinámica para diseñar motores térmicos. Y continuamos
enviando cohetes a la Luna usando la mecánica de Newton, supuestamente superada. Los cálculos son más

4
Vid. en especial Braithwaite: 1953; Hempel: 1965; Nagel: 1961.
5
No obstante, vid. Holton: 1973.

10
simples que los requeridos en la teoría de la relatividad, y, en cualquier caso, dentro del inevitable margen de
error el resultado es satisfactorio.
El programa del conductismo aplicado a la sociología consiste, por tanto, en tres sistemas de ideas
relacionados entre sí: los principios de la propia psicología conductista, la doctrina del individualismo
metodológico y la concepción de la teoría como sistema de leyes subsuntivas. Es un programa y –que no se
asuste nadie– el programa nunca puede llevarse plenamente a término; habrá muchos fenómenos que nunca
podrá explicar, pero tampoco los explicará ningún programa alternativo.

VII

Consideremos ahora las dificultades con que tropieza el programa, qué estrategias de investigación
sugiere, cuáles son sus logros y qué ventajas ulteriores ofrecerá si se adopta más plenamente.
Trataré primero una ambigüedad menor que elimina de la sociología la adopción de la perspectiva
presentada aquí, si bien admito que se trata de un mero cambio terminológico. Hubo una época en la que se
afirmaba que la posición teórica dominante en la sociología era el funcionalismo. Aunque rara vez se dieran
cuenta de ello los funcionalistas, siempre existieron dos tipos principales de-funcionalismo, a los que
denominaré funcionalismo social y funcionalismo individualista. El funcionalismo social trataba de explicar
las instituciones sociales por las contribuciones que hacen a la supervivencia o al equilibrio del sistema
social del cual forman parte. En otro lugar he diagnosticado la debilidad de esta teoría 6 ; no volveré sobre esto
aquí, y me limitaré al funcionalismo individualista. El funcionalismo individualista explicaba muchos tipos
de conductas institucionales y otras clases de conductas por referencia a las funciones que desempeñaban
para los individuos; a menudo para muchos individuos, pero siempre tomados como tales individuos. La
explicación de la confianza que proporcionaba la magia es un ejemplo. La teoría implicaba que lo que era
funcional para alguien es lo que era «bueno» para él. Un examen más detenido mostraba que ciertas cosas
que él creía que eran «buenas» para él no lo eran de hecho: por ejemplo, el tabaco y otras drogas. Si no eran
funcionales en el sentido de que eran buenas, lo eran, sin duda, en el sentido de que eran reforzantes: la
acción mediante la que se obtenían probablemente se repetiría. Brevemente, para el funcionalismo
individualista la palabra «función» podía sustituirse por la palabra «refuerzo» sin pérdida alguna de
significado. Con este cambio terminológico muchas de las explicaciones funcionalistas se convertirían
inmediatamente en explicaciones individualistas y psicológicas. Un ejemplo es el célebre «paradigma
funcional» de Robert Merton, que mostraba, entre otras cosas, cómo a finales del siglo XIX y principios del
XX el sistema que unía a los inmigrantes urbanos y a los jefes de distrito electoral [ward-bosses], a los
políticos y a los hombres de negocios que trataban de obtener favores del gobierno se mantuvo porque todas
las partes implicadas obtenían refuerzos de sus conductas. La explicación no es especialmente
«funcionalista», sino claramente conductista (Merton: 1968, pp. 104-36).
En mi opinión, la mejor forma, por el momento, de aplicar la psicología conductista a la sociología
es la de explicar características de la estructura social que aparecen repetidamente en grupos pequeños de
todo el mundo, características que pueden observarse directamente cuando se hacen estudios de campo de
nuevos grupos: normas, cohesión, competición, status, poder, liderazgo, justicia distributiva y el desarrollo
de canales de comunicación regulares. El mero número de tales grupos le obliga al investigador a centrar su
atención en características comunes que, por tanto, son las que más urge explicar. Creo que en mi libro
Social Behavior: Its Elementary Forms (1961) he mostrado, al menos grosso modo, cómo podemos explicar
estas características según los principios conductistas. Los diversos grupos poseen en grado diferente tales
características, pero todos, incluso los mayores, las poseen. Por lo general, los descubrimientos que tratamos
de explicar solo son estadísticamente verdaderos, debido a que no conocemos lo suficiente las características
de los miembros individuales. Podemos explicar, por ejemplo, por qué han de surgir líderes, pero no
sabemos por qué han de serlo determinados individuos. Cuando sí lo sabemos tomamos en consideración
estos datos, por supuesto. Yo suscribo esta estrategia no porque haya calculado en abstracto que sea buena,
sino porque tengo mucha experiencia, directa e indirecta, con grupos pequeños. Como sociólogos haríamos
bien en limitarnos al estudio de estas características de los grupos pequeños antes de ocuparnos de las
características únicas de las grandes sociedades. Tal es mi esperanza, pero no creo en absoluto que vaya a
cumplirse, pues los científicos continuarán ocupándose de lo que les interesa, incluso en detrimento de una
buena estrategia. Y no estoy seguro de que no hagan bien, pues lo que pierden en estrategia lo ganan en
motivación.

6
Por ejemplo, vid. las referencias a «función» en el índice de Homans: 1984.

11
En el nivel de lo que llamo conducta social elemental, la deducción de las proposiciones empíricas a
partir de los principios generales de la psicología conductista (o, si se prefiere, la reducción de las primeras a
las últimas) es a menudo directa. Hace mucho tiempo Festinger, Schachter y Back, estudiando grupos que
vivían en viviendas similares contrastaron la proposición de que cuanto más cohesivo era un grupo, más
probable era que sus miembros se conformaran a sus normas, fuesen las que fuesen (Festinger, Schachter y
Back: 1950, pp. 61-150). Se midió cada variable con un sencillo cuestionario. La cohesión fue definida como
la proporción de oportunidades de entablar amistad que los miembros de un grupo ofrecían a otros miembros
del grupo con preferencia a personas ajenas a este, y la conformidad como el número de miembros del grupo
que expresaba su acuerdo con normas importantes. El resultado podía explicarse por el hecho de que la gente
a menudo encuentra reforzante el acuerdo con sus propias opiniones, y que el refuerzo a menudo produce
sentimientos favorables entre los que son reforzados y los que refuerzan. O, formulando lo que quizá no sea
una explicación diferente, sino simplemente la otra cara de la primera, para mucha gente es reforzante la
amistad y punitiva la pérdida de esa amistad. El primer castigo que los miembros de un grupo imponen a
quienes violan sus normas es el retirarles su amistad. Pero en grupos cohesivos hay más amistad que perder
que en los menos cohesivos, y por tanto es posible que haya menos disconformidad en los primeros. En esta
explicación he usado tácitamente el «principio del valor» y el «principio de frustración-agresión». Los
autores de este estudio, aunque eran todos psicólogos sociales, no mencionaban el hecho de que estuvieran
aplicando la psicología conductista a su explicación. Suponían que estaban usando el sentido común.
Desearía que los investigadores reconocieran más a menudo que el sentido común es, con frecuencia, buena
psicología conductista, aunque algunas de las implicaciones de la psicología conductista van mucho más allá
del sentido común.

VIII

Ya en la explicación de las características de los grupos pequeños aparece un problema que tiene
consecuencias mucho más amplias. Cuando hablo de estructuras sociales me refiero a cualesquiera
características de los grupos que persisten durante cierto periodo de tiempo, aunque es posible que el periodo
no sea largo. No voy a intentar, ni necesito hacerlo, proponer una definición más elaborada. Una vez que la
estructura de un grupo se ha formado y se mantiene por las acciones de sus miembros, esa misma estructura
ofrece posibilidades para que sus miembros desarrollen su conducta, que puede consolidar la estructura
existente o dar origen a una nueva. Por ejemplo, una vez que un grupo ha establecido y mantiene un sistema
jerárquico, un miembro individual que se encuentra en el extremo inferior del sistema no puede caer más
bajo. Su «caída» en el pasado fue generalmente causada por su «mala conducta», mala no en un sentido
absoluto, quizá, sino según las normas del grupo. Pero si ya se encuentra en lo más bajo, la mala conducta no
le origina coste alguno –no tiene nada más que perder–, y se inclinará a llevar a cabo una conducta que puede
ser reforzante pero que no tiene ningún coste. Sin embargo, si lleva a cabo esta conducta, consolida su
posición en lo más bajo del grupo. Este tipo de fenómeno puede explicar la aparición de una clase deprimida
o Lumpenproletariat.
El problema da origen a una obvia de importante diferencia entre los sociólogos, diferencia que está
bien estudiada, además de otras cuestiones, en Die zwei Soziologien (1975), de Viktor Vanberg. Hay
sociólogos que, como yo mismo, están más interesados en el problema de cómo crean los individuos las
estructuras sociales, estructuras entre las que se cuentan (por citar las más elaboradas) las instituciones de
una sociedad en su totalidad, como los sistemas legales y políticos; y hay sociólogos que se preguntan cómo
afectan esas instituciones a la conducta de los individuos o de los grupos. Los estructuralistas siempre me
indican que los pequeños grupos que estudio son generalmente partes de estructuras mayores, y las
características de unidad más pequeña están parcialmente determinadas por las características de la unidad
mayor. Qué duda cabe de que es así. Pero las explicaciones de ambas sociologías, la que estudia la influencia
de los individuos en la creación de estructuras, y la que se ocupa de la influencia de las estructuras en la
conducta de los individuos, requieren los mismos principios de la psicología conductista. Confieso que
debido a la falta de la información necesaria puede ser difícil explicar la creación de instituciones, que con
frecuencia tienen un largo pasado. No obstante, cuando se puede observar cómo se produce la historia
siempre es posible ver que actúan los principios conductistas. Sin duda, es evidente que la psicología trabaja
más frecuentemente en esta dirección que en la otra. Es fácil observar cómo los seres humanos crean
estructuras en el nivel de los grupos pequeños y, frecuentemente, también en el de los grupos más grandes.
Pero muchas veces no es tan fácil observar cómo las estructuras afectan la conducta de los individuos, ya que
el proceso a menudo parece automático, y no lo es. Cuando se enciende una luz roja en un cruce detenemos

12
el coche; no nos paramos a pensar que nuestra conducta es el resultado de principios psicológicos. La luz
roja es una estructura social.
El no comprender esto es otro de los errores que comete Karl Popper cuando sostiene que el
individualismo metodológico no implica psicologismo. Popper escribe: «En efecto, la psicología no puede
constituir la base de la ciencia social. En primer lugar porque ella misma es una de las ciencias sociales: la
«naturaleza humana» varía considerablemente con las instituciones sociales, y su comprensión presupone por
tanto la comprensión de estas instituciones» (Popper: 1964, p. 158). Me he tomado algún trabajo para refutar
el primer argumento. La psicología no es simplemente una de las ciencias sociales: es aquella a partir de
cuyos principios generales pueden derivarse las proposiciones empíricas de las otras. Por lo que respecta a la
tesis institucional, yo le daría la vuelta. La comprensión de las instituciones presupone la comprensión de la
naturaleza humana, es decir, de los principios de la psicología, aunque las instituciones, una vez creadas,
actúan a su vez sobre la conducta humana. Pero la propia actuación de las instituciones se produce de
acuerdo con las características de la naturaleza humana.

IX

Una de las dificultades principales de la aplicación de las doctrinas de la psicología conductista a la


explicación de la conducta social es que es una ciencia histórica: la conducta de una persona está
determinada por sus pasadas experiencias en interacción con sus circunstancias presentes. Con frecuencia
conocemos bastante bien estas últimas, pero nuestro conocimiento del pasado de un individuo raras veces
alcanza más que para explicar muy groseramente sus acciones presentes. En ocasiones tenemos suficiente
información para hacer alguna valoración, sobre todo en el caso de individuos históricamente relevantes,
cuyas vidas suelen ser registradas. Al explicar por qué Guillermo el Conquistador invadió Inglaterra
enfrentándose a formidables dificultades, seguramente es importante saber que durante varias décadas había
tenido éxitos en la guerra. De acuerdo con el principio del éxito, tuvo que ser fuerte su convicción de que era
probable que volviera a conocer el éxito. Sin embargo, dudo de que alguna vez podamos explicar de forma
convincente por qué invadió Inglaterra y por qué ganó la batalla de Hastings.
Este tipo de dificultad es más relevante para las predicciones que las «postdicciones», aunque incluso
en el caso estas plantean multitud de problemas. Generalmente nos resulta más fácil explicar lo que ha
sucedido o lo que está sucediendo que predecir lo que sucederá. Los sociólogos, en lucha con nuestros
sentimientos de inferioridad, olvidamos que ciencias más respetables que la nuestra tropiezan con las mismas
dificultades: la geología, por ejemplo, o la teoría de la evolución darwiniana. No creo que el darwinismo
pueda predecir cuándo va a aparecer una nueva especie, pero estoy seguro de que cuando surge una podrá
explicar por qué ha ocurrido. Ciertos científicos solían afirmar que una ciencia incapaz de hacer predicciones
no era una verdadera ciencia. Pero, ¿quién discutiría el carácter científico del darwinismo? No podemos
descartar una ciencia porque no pueda predecir con exactitud, ni siquiera porque no pueda predecir en
absoluto. Bastante hará si puede explicar.
En ocasiones, esto produce la impresión de que aplicar rigurosamente la psicología conductista a la
explicación supone que es preciso conocer la historia pasada de cada individuo en cuestión. Sin embargo, la
psicología también puede aplicarse cuando hay que ocuparse de un número relativamente grande de
individuos, quienes, para los propósitos de la explicación, podemos considerar que albergan valores más o
menos similares. Pongamos otro ejemplo histórico. Si deseo explicar el florecimiento de la industria textil de
la lana en la Inglaterra del siglo XIV, mencionaré en primer lugar la necesidad del gobierno inglés, a cuya
cabeza se encontraba Eduardo I, de recaudar más dinero de sus súbditos. Esta parece una necesidad universal
de los gobiernos, y se manifestó con especial agudeza a finales del siglo XIII a causa de la inflación; por otro
lado, Eduardo albergaba propósitos bélicos, es decir, costosos.
En época de Eduardo la más importante de las exportaciones inglesas, tanto en volumen como en
valor, era la lana virgen, que en su mayor parte tenía como destino Flandes, donde se transformaba en
tejidos. Hasta entonces no estaba sometida a impuestos. Persuadido por sus consejeros, Eduardo impuso un
tributo (unos derechos de aduana) sobre la exportación de lana, y nombró funcionarios para que recaudaran
dicho tributo. El impuesto sobre la lana tenía probabilidades de obtener éxito como medio para recaudar
dinero, pues las balas de lana son voluminosas con relación a su valor y no es fácil pasarlas de contrabando.
El impuesto elevó los costes de la manufactura textil de Flandes, dado que los mercaderes flamencos
no pudieron encontrar un adecuado abastecimiento alternativo de lana. La principal posibilidad era la lana
española, pero los costes del transporte hasta Flandes eran elevados y el abastecimiento quizá no fuera
suficiente. Inglaterra tenía una pequeña industria textil propia para cubrir las necesidades locales. El aumento

13
de los costes de las manufacturas de Flandes redujo los costes relativos de las manufacturas inglesas. No
hacen falta grandes conocimientos de economía –que es una rama de la teoría de la utilidad– para explicar lo
que ocurrió, y afortunadamente tenemos suficientes registros aduaneros del siglo XIV para documentarlo. La
manufactura textil inglesa creció respecto a la flamenca hasta que Inglaterra se convirtió en un exportador
neto de tejidos, y no de lana. No hay razón alguna para pensar que Eduardo I deseaba que su impuesto
tuviera ese efecto: únicamente pretendía recaudar más dinero y encontró en la lana una fuente de impuestos
fácil de explotar.
La explicación depende de que yo suponga que existía cierto número de mercaderes, flamencos,
ingleses, y otros, que se ocupaban del comercio de los tejidos de lana y que, fueran cuales fueran sus
diferencias en otros aspectos, compartían esencialmente el mismo tipo de valores o al menos muchos de ellos
lo hacían; de tal modo, aunque la teoría es individualista, no preciso tomar en consideración cada individuo
por separado.
No he expuesto la explicación en todos sus detalles, pero ciertamente he supuesto tácitamente que
los actores, del rey para abajo, se comportaban de acuerdo con lo que ellos percibían que podía tener éxito
para aumentar sus refuerzos. Esta cuestión es de tipo económico; pero el florecimiento de la industria textil
de la lana inglesa tuvo amplísimas repercusiones sociales y políticas. Sentó las bases del liderazgo británico
durante la revolución industrial. He de decir que en modo alguno pretendo que esta explicación de cuenta por
sí sola de la manufactura de la lana inglesa. Nótese que, para llevar a cabo la explicación, los principios
generales tácitos del reforzamiento y del éxito han de aplicarse a condiciones iniciales dadas: que Inglaterra
era al principio un gran exportador de lana; que Inglaterra poseía una institución, la monarquía, con el poder
efectivo e imponer tributos; etc. Estas condiciones iniciales pueden a su vez someterse a una prolongada
explicación, pero alguna vez, por falta de información, o simplemente por conveniencia, debe detenerse la
regresión en el universo.
La explicación de los resultados de la conducta de Eduardo I y los comerciantes de lana es
relativamente directa, incluso aunque sea grande el número de mercaderes. Es igual de directa que la
explicación de algunas de las características comunes de los grupos pequeños. Por este motivo, dudo si
procede trazar una distinción nítida basada en el volumen de población entre la microsociología y la
macrosociología. Prefiero usar el criterio de complejidad explicativa.
Mucho más complejo que los ejemplos previos es un estudio como el expuesto por Raymond
Boudon en su libro Effets pervers et ordre social (1977, pp. 17-130). En esta obra se incluye un estudio de
las relaciones entre un nuevo orden institucional, las elecciones resultantes hechas a lo largo del tiempo por
un número muy grande de individuos y grupos familiares sin comunicación sistemática entre ellos (menos,
probablemente, que la existente entre los mercaderes de Eduardo I), y los efectos globales de estas
elecciones. El nuevo orden institucional era la organización de una educación superior gratuita para todos los
ciudadanos y ciudadanas franceses aptos. En lugar de tener el efecto deseado, la disminución del grado de
estratificación social, tuvo el efecto opuesto –en términos de Boudon, un efecto perverso. La explicación de
este resultado requiere un dominio mucho mayor de métodos estadísticos complejos que el que precisa la del
efecto del impuesto sobre la lana establecido por Eduardo I, o la de la relación entre cohesión y conformidad
en grupos pequeños. Pero no es preciso introducir nuevos principios conductistas. El explicandum sigue
siendo un agregado de conductas individuales. Sospecho que un número cada vez mayor de investigaciones
sociológicas serán de este tipo.
Es todavía más difícil explicar detalladamente las proposiciones acerca de las relaciones entre
instituciones, como la afirmación, que yo creo verdadera, de que las naciones con instituciones democráticas
y representativas también poseen un poder judicial relativamente independiente. La explicación tendría que
ser de tipo histórico, abarcaría quizá varios siglos, y requeriría un estudio de cada una de las dos instituciones
y de las relaciones cambiantes entre estas. Reducir explícitamente la explicación a los principios conductistas
precisaría una continuada reiteración de estos en las diferentes fases del proceso histórico, lo que sería
monótono y aburrido, y ya aburrimos bastante. Nadie va a emprender este tipo de explicación. Utilizaremos,
como ya lo hemos hecho en el pasado, todo tipo de atajos. Sin embargo, incluso en este caso creo que sería
útil formular los principios conductistas al menos una vez. Estos principios indicarían las hipótesis, a
menudo tácitas, que guían la explicación. Nos recordarían que el cambio histórico no es el resultado de
fuerzas «impersonales», tales como el «progreso», la «diferenciación creciente», o «el desarrollo de las
fuerzas productivas». Son las personas quienes llevan a cabo los cambios, aunque con frecuencia puedan
resumirse los agregados de sus elecciones en frases como esas. Naturalmente, las personas en cuestión
pueden ver limitadas sus posibilidades de acción por condiciones que no son en modo alguno «sociales»,
sino características físicas del entorno. Piénsese en la importancia que ha tenido en la historia de Inglaterra el
hecho de que sea una isla.

14
Toda la tesis expuesta aquí viene a significar que no existen leyes generales per se para la historia,
aunque muchos historiadores las hayan buscado. Existen numerosas generalizaciones históricas, a menudo
muy importantes, que son válidas dentro de determinadas condiciones, aunque solo dentro de estas, y no de
forma universal. Las únicas proposiciones históricas plenamente generales son las relativas a la conducta de
los seres humanos en cuanto miembros de una especie. Para una buena discusión de este extremo véase el
libro de Raymond Boudon, La Place du désordre (1984), y anteriormente, Die Probleme der
Geschichtsphilosophie (1907), de Simrnel, aunque este autor se encontraba en situación de desventaja al no
disponer de una psicología adecuada. Creo a veces que la psicología conductista manifiesta su utilidad tanto
como modelo general de la naturaleza explicativa de las ciencias sociales como proporcionando las premisas
mayores explícitas de la explicación propiamente dicha.

El punto de vista y la praxis aquí expuestos tienen una importancia creciente, como se muestra en el
número cada vez mayor de investigadores que los adoptan. Es cierto que pocos utilizan todo el instrumental
de la psicología conductista, pero sí su «versión incompleta», que a menudo no reconocen como tal y a la
que con frecuencia denominan utilitarismo o teoría de la elección racional. De todos modos, quienes así
actúan admiten al menos que utilizan una metodología individualista, lo que hubiera sido impensable incluso
hace pocos años.
Para hablar únicamente por el momento de los sociólogos norteamericanos, llamaré la atención sobre
las siguientes obras: gran parte de la obra de Robert Hamblin 7 y John H. Kunkel 8 , el libro de John F. Scott,
The Internalizacion of Norms (1971), que no ha recibido la atención que merece, la colección de artículos
Behavioral Theory in Sociology (Hamblin y Kunkel: 1977) y, más recientemente, el libro editado por
Michael Hechter, The Microfoundations of Macrosociology (1983). Aunque en ocasiones lo encuentro
confuso, creo que Arthur Stinchcombe llega al fondo del asunto. Al menos en su Theoretical Methods in
Social History está dispuesto a afirmar: «Las fuerzas causales que producen el cambio social sistemático son
las personas que se plantean qué es lo que hay que hacer» (Stinchcombe: 1978, p. 36). Estoy seguro de que el
difunto Richard Emerson era uno de los nuestros, aunque no empleara nuestro lenguaje 9 .
En Inglaterra, como ya he dicho, W. G. Runciman (1983) admite que la sociología «depende» de la
psicología. Yo recomendaría, aunque no siempre esté de acuerdo con él, la obra de Anthony Heath Rational
Choice and Social Exchange (1976). Sin duda muchos de estos hombres han sabido desde siempre lo que
ahora están dispuestos a reconocer abiertamente. En el pasado puede que les disuadiera el temor a decir
cosas «de puro sentido común». En la actualidad, él sentido común aplicado a la conducta humana se ha
convertido en una ciencia sumamente desarrollada, en la corriente más importante de la psicología, que tiene
en su haber mucho trabajo experimental cuidadoso realizado sobre seres humanos y animales. El sentido
común se ha hecho más sostenible cuando ha llegado a ser mucho más que mero sentido común.
Por razones que no me resultan del todo claras, el programa esbozado arriba ha sido adoptado hasta
cierto punto por más sociólogos europeos que americanos. Creo que el primero en hacerlo fue mi querido
amigo Andrzej Malewski con su libro Verhalten und Interaktion (1967). Por desgracia, Malewski se suicidó,
creo que desesperado por el futuro de su país, Polonia. Los alemanes occidentales han contribuido más que
otros americanos o europeos. En primer lugar situaría al Dr. Karl-Dieter Opp, profesor de sociología en la
Universidad de Hamburgo, por toda una serie de libros que, algunos de forma más directa que otros, están
relacionados con el programa (Opp: 1970; 1972; 1976; 1978; 1979; 1983; Opp y Humell: 1973). Añadiría a
la obra de Opp la de Enno Schwanenberg Soziales Handel (1970), la de Werner Raub y Thomas Voss:
Individuelles Handel und gesellschaftliche Folgen (1981), la de Werner Raub: Rationale Akteure,
institutionelle Regelungen und Interdependenzen (1984), y varios artículos de Siegwart Lindenberg 10 . En
otra categoría, aunque importante, situaría la ya citada Die Zwei Soziologien (1975), de Viktor Vanberg, obra
que me puso en claro sobre las relaciones entre la sociología individualista y lo que puede llamarse
sociología colectiva; en realidad, las relaciones entre el individualismo y el estructuralismo.
La contribución de los sociólogos franceses es menos voluminosa pero de idéntica calidad. La figura
preeminente, a quien ya he citado anteriormente, es Raymond Boudon, en especial sus dos obras Effets

7
Por ejemplo, Hamblin et al.: 1971
8
Por ejemplo, Kunkel: 1975
9
Vid. en especial Emerson: 1962.
10
Debidamente citados en la bibliografía de Raub (1984).

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pervers et ordre social (1977) y La Place du désordre: critiques des théories de changement social (1984).
Como la mayor parte de los sociólogos americanos (igual que la mayoría de los americanos) no han
aprendido a leer idiomas extranjeros con fluidez –sufren uno de los grandes defectos de la educación
americana– generalmente desconocen estas obras, para desgracia suya.
Hasta el momento he hablado de sociólogos, tanto americanos como extranjeros. Pero en los últimos
años científicos sociales ajenos a la sociología han comenzado a usar modelos de elección racional en la
economía y en la ciencia política para explicar fenómenos que no suelen abordarse en sus disciplinas.
(Naturalmente, la misma economía clásica emplea un modelo de elección racional). Pienso sobre todo en
libros como los que ahora cito, y en su influencia potencial en la sociología: A. Downns, An Economic
Theory of Democracy (1957), Mancur Olson, The Logic of Collective Action (1965), H. Eylau, Micro-Macro
Political Analysis (1969), A. O. Hirschman, Exit, Voice and Loyalty (1970), B. Barry, Sociologists,
Economists and Bureaucracy (1970), T. Schelling, Micromotives and Macrobehavior (1978), y H.
Leibenstein, Beyond Economic Man: a New Foundations for Microeconomics (1976). Este último no llega a
ser lo que pretende ser, pues sigue aplicando una teoría de la elección racional, cosa que siempre hizo la
microeconomía. Pero investiga ciertos tipos de influencias que afectan la elección económica y que el
análisis económico corriente no siempre toma en consideración. Si los sociólogos no prestan atención a estos
nuevos, desarrollos y al tipo de teoría que se emplea en ellos, correrán el riesgo de ceder algunas de las áreas
de su campo con mayor interés potencial a otras disciplinas de la ciencia social. Creo que este riesgo –si es
que se trata de un riesgo– es mayor que el peligro que amenaza desde la psicología, mucho más ampliamente
reconocido. Por mi parte, no creo que lo último constituya en absoluto un peligro.

XI

Terminaré refiriéndome al estado interno de la sociología en la actualidad. Desafortunadamente, se


encuentra dividida en cierto número de escuelas diferentes: interaccionismo simbólico, estructuralismo,
etnometodología, teoría del conflicto, dramaturgia (Goffmann) y muchas otras, cada una de las cuales afirma
enfáticamente su originalidad y su independencia respecto al resto. Todas ellas cuentan en su haber con
cierto número de hallazgos empíricos valiosos. Pero aunque no haya palabra que usen más a menudo que
«teoría», son teóricamente débiles; ninguna, con la posible excepción de mi propia perspectiva, nos dice qué
es una teoría. Al no poseer una doctrina sobre lo que es una teoría no explicitan sus leyes de subsunción, lo
que hace difícil determinar si las escuelas son tan distintas unas de otras como pretenden serlo. Mi opinión es
que no son ni mucho menos tan distintas. Consideremos la descripción de Mitchell del método de Goffman:
«un actor eficaz, por tanto, no es solo aquél que es recompensado por sus buenas actuaciones mediante la
aceptación de su audiencia, sino también aquél que llega a ver una continuidad de esencias en sus
actuaciones y se considera más que una mera apariencia» (Mitchell: 1978, p. 112); Esta explicación de lo que
hace un buen actor incorpora una premisa mayor no formulada, y esa premisa es una de las proposiciones
generales de la psicología conductista: la de que una persona que emprende una acción seguida de un
refuerzo probablemente repetirá dicha acción. Tomemos otro ejemplo, la descripción de Mitchell de la obra
de Harold Garfinkel: «Los problemas de la etnometodología son los problemas de la interacción
comunicativa en la medida en que la investigación etnometodológica se refiere a los procesos comunicativos
que producen el sentimiento de entendimiento común entre la gente» (Mitchell: 1978, p. 148). Pero, como he
señalado en otro sitio, «el entendimiento común refuerza a la gente: la vida social es imposible sin él»
(Homans: 1982, p. 290). Por consiguiente, la etnometodología también incorpora en sus premisas mayores
tácitas el principio del éxito y el principio del valor de la psicología conductista. Y así podría seguir con las
restantes escuelas.
Una ventaja que obtendríamos todos si aceptáramos la concepción de la teoría como sistema de leyes
subsuntivas y actuáramos de acuerdo con ella es que las diferentes escuelas tendrían que preguntarse qué
leyes subsuntivas utilizarían en caso de que formalizaran sus teorías. No pretendo que hagan esto cada vez
que tratan de explicar algo; como he dicho, esto sería repetitivo y aburrido. Pero sí pretendo que lo hagan al
menos una vez. Pienso que todas las escuelas descubrirían que aplican los principios de la psicología
conductista, bien en lo que he llamado su «versión incompleta», bien en una forma que integra más
plenamente los hallazgos experimentales que continúan desarrollándose. Sería posible reconocer las
afinidades de las teorías por sus leyes de subsunción.
La búsqueda de las leyes subsuntivas que tienen en común no impediría en lo más mínimo que las
diversas escuelas se dedicaran a diferentes áreas de la investigación empírica. Y es concebible que la
investigación pudiera ayudar a restablecer una unidad intelectual –o, mejor, a crearla, pues no creo que haya

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existido nunca– en nuestra ciencia, e impulsarnos a hacer realidad la tantas veces expresada esperanza de que
nuestros hallazgos sean acumulativos. A excepción de este único aspecto, no creo que mi programa requiera
que los sociólogos hagan algo que no estén haciendo ya. Y he dicho que es concebible porque, por el
momento, los miembros de las diferentes escuelas parece que han puesto en distinguirse unos de otros un
amor propio al que son incapaces de renunciar.

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