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Stefan Zweig.

Las primeras horas de la guerra de Europa 1

El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que mitad de un compás. No sabía qué pieza estaba tocando la banda en aquel momento,
descendió sobre �erra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuber- sólo noté que la melodía había cesado de golpe. Ins�n�vamente levanté los ojos del
ante, hermoso y casi diría... veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, libro. La mul�tud, que como una sola masa de colores claros paseaba entre los árbo-
dulce y sensual; los prados, fragantes y cálidos; los bosques, oscuros y frondosos, con les, también daba la impresión de que había sufrido un cambio: de repente había
su joven verdor; todavía hoy, al pronunciar la palabra «verano», automá�camente detenido sus evoluciones. Algo debía de haber pasado. Me levanté y vi que los músi-
me vienen a la memoria aquellos radiantes días de julio que pasé en Baden, cerca de cos abandonaban el quiosco de la orquesta. También eso era extraño, pues el conci-
Viena. Me había re�rado a esa pequeña y román�ca ciudad que con tanta frecuencia erto solía durar una hora o más. Algo debía de haber causado aquella brusca inter-
había escogido Beethoven como residencia veraniega, para concentrarme durante rupción; mientras me acercaba, observé que la gente se agolpaba en agitados grupos
todo el mes en el trabajo y luego pasar el resto del verano con mi venerado amigo ante el quiosco de música, alrededor de un comunicado que, evidentemente, acaba-
Verhaeren en una villa de Bélgica. En Baden no hace falta salir del núcleo urbano para ban de colgar allí. Tal como supe al cabo de unos minutos, se trataba de un telegrama
disfrutar del paisaje. El hermoso bosque quebrado por colinas se interna impercep- anunciando que Su Alteza Imperial, el heredero del trono y su esposa, que habían ido
�blemente entre las casas bajas es�lo biedermeier que han conservado la sencillez y a Bosnia para asis�r a unas maniobras militares, habían caído víc�mas de un vil aten-
el encanto de los �empos de Beethoven. Uno se puede sentar en las terrazas de cafés tado polí�co.
y restaurantes que abundan por doquier, y siempre que quiera se puede mezclar con Cada vez se reunía más gente alrededor del anuncio. La inesperada no�cia pasaba de
la alegre clientela de los balnearios que desfila en sus carruajes por el parque o se boca en boca. Pero hay que decir en honor a la verdad que en los rostros no se adiv-
pierde por caminos solitarios. inaba ninguna emoción o irritación porque el heredero del trono nunca había sido un
En la víspera de aquel 29 de junio, que la católica Austria celebraba siempre como la personaje querido. Todavía recuerdo, de cuando era niño, aquel otro día en que
fes�vidad de San Pedro y San Pablo, habían llegado muchos clientes de Viena. encontraron en Meyerling al príncipe heredero Rudolf, hijo único del emperador,
Ataviada con ropas claras de verano, alegre y despreocupada, la mul�tud se agitaba muerto de un disparo. En aquella ocasión la ciudad entera se alborotó, presa de una
en el parque ante la banda de música. Hacía un �empo espléndido; el cielo sin nubes gran agitación; un gen�o enorme se había congregado para ver la capilla ardiente y
se extendía sobre los grandes castaños y era un día para sen�rse realmente feliz. Se había expresado de manera abrumadora su pésame al emperador y el horror por la
acercaban las vacaciones para pequeños y mayores y, en aquella primera fiesta muerte, en la flor de la vida, de su único hijo y heredero, en quien todos habían
es�val, los veraneantes, con el olvido de sus preocupaciones diarias, an�cipaban en puesto sus mayores esperanzas, porque era un Habsburgo progresista y extraordi-
cierto modo la estación entera del aire radiante y el verdor intenso. Yo estaba sentado nariamente simpá�co como persona. A Francisco Fernando le faltaba lo más impor-
lejos de la mul�tud del parque, leyendo un libro (todavía recuerdo cuál: Tolstói y tante para ser realmente popular en Austria: afabilidad personal, encanto humano y
Dostoievski de Merezhkovski); lo leía con atención e interés. Pero también era consci- buenas maneras en el trato social. Yo lo había observado a menudo en el teatro.
ente del viento entre los árboles, de los trinos de los pájaros y de la música que Permanecía sentado en su palco, imponente y repan�ngado, con sus ojos de mirada
llegaba a mis oídos desde el parque a oleadas. Oía claramente las melodías, sin que fija y fría, sin dirigirlos hacia el público ni una sola vez con simpa�a ni animar a los
me molestaran, puesto que nuestro oído es tan adaptable, que un ruido con�nuado, actores con afectuosos aplausos. Nunca nadie le había visto sonreír, no exis�a
una calle estre¬pitosa o un riachuelo susurrante al cabo de pocos minutos se amo- ninguna fotogra�a suya donde apareciese con ademán distendido. No tenía afición
ldan completamente a nuestra conciencia y, al contrario, una interrupción inesperada por la música ni sen�do del humor, y la mirada de su esposa encerraba la misma
del ritmo nos obliga a aguzar los oídos. displicencia. Un aire gélido rodeaba a esa pareja; se sabía que no tenían amigos, que
Y fue así como interrumpí sin querer la lectura: cuando, de repente, la música paró en el viejo emperador odiaba al príncipe de todo corazón, porque éste era incapaz de
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disimular con tacto su impaciencia de heredero por subir al trono. Mi presen�miento, porque la gente los vitoreaba, a ellos, los hombrecitos de cada día, en quienes nadie
casi visionario, de que aquel hombre de nuca de buldog y ojos fríos e inexorables se había fijado nunca y a quienes nadie había agasajado jamás.
sería la causa de alguna desgracia no era, pues, tan sólo personal, sino que lo com- En honor a la verdad debo confesar que en aquella primera salida a la calle de las
par�a toda la nación; por esta razón la no�cia de su asesinato no despertó ningún masas había algo grandioso, arrebatador, incluso cau�vador, a lo que era di�cil
sen�miento profundo. Al cabo de dos horas ya no se observaba señal alguna de sustraerse. Y, a pesar del odio y la aversión a la guerra, no quisiera verme privado del
autén�ca aflicción. La gente charlaba y reía, y por la noche la música volvió a sonar en recuerdo de aquellos primeros días durante el resto de mi vida: miles, cientos de
todos los locales. Aquel día hubo en Austria muchas personas que, a escondidas, miles de hombres sen�an como nunca lo que más les hubiera valido sen�r en �em-
respiraron aliviadas, porque se había eliminado al heredero del viejo emperador en pos de paz: que formaban un todo. Una ciudad de dos millones y un país de casi
beneficio del joven archiduque Carlos, mucho más popular. (...) cincuenta sen�an en aquel momento que par�cipaban en la Historia Universal, que
Unas semanas más y el nombre y la figura de Francisco Fernando habrían desapare- vivían una hora irrepe�ble y que todos estaban llamados a arrojar su insignificante
cido para siempre de la historia. «yo» dentro de aquella masa ardiente para purificarse de todo egoísmo. Por unos
Pero luego, aproximadamente al cabo de una semana, de repente empezó a aparecer momentos todas las diferencias de posición, lengua, raza y religión se vieron anega-
en los periódicos una serie de escaramuzas, en un crescendo demasiado simultáneo das por el torrencial sen�miento de fraternidad. Los extraños se hablaban por la
como para ser del todo casual. Se acusaba al gobierno serbio de anuencia con el aten- calle, personas que durante años se habían evitado entre sí ahora se daban la mano,
tado y se insinuaba con medias palabras que Austria no podía dejar impune el ases- por doquier se veían rostros animados. Todos los individuos experimentaron una
inato de su príncipe heredero, al parecer tan querido. Era imposible sustraerse a la intensificación de su yo, ya no eran los seres aislados de antes, sino que se sen�an
impresión de que se estaba preparando algún �po de acción a través de los periódi- parte de la masa, eran pueblo, y su «yo», que de ordinario pasaba inadver�do,
cos, pero nadie pensaba en la guerra. Ni los bancos ni las empresas ni los par�culares adquiría un sen�do ahora. El pequeño funcionario de correos que solía clasificar
cambiaron sus planes. (...) cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el
Pero luego vinieron los úl�mos días crí�cos de julio y, de hora en hora, cada nueva zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más
no�cia contradecía la anterior; los telegramas del emperador Guillermo al zar y del román�ca: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que
zar al emperador Guillermo, la declaración de guerra a Serbia por parte de Austria, el llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de ante-
asesinato de Jaurès. Daba la sensación de que iba en serio. (....) mano con este román�co nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba
por encima de la vida co�diana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en
¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones habían pegado
aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sen�mien-
carteles anunciando la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién
tos por lo demás muy naturales. Tal vez, empero, intervenía también en aquella
alistados, ondeaban las banderas, retumbaba la música y en Viena encontré toda la
embriaguez una fuerza más profunda y misteriosa. Aquella marejada irrumpió en la
ciudad inmersa en un delirio. El primer espectro de esa guerra que nadie quería, ni la
humanidad tan de repente y con tanta fuerza, que, desbordando la superficie, sacó a
gente ni el gobierno, aquella guerra con la que los diplomá�cos habían jugado y faro-
flor de piel los impulsos y los ins�ntos más primi�vos e inconscientes de la bes�a
leado y que después, por chapuceros, se les había escurrido entre los dedos en contra
humana: lo que Freud llamó con clarividencia «desgana de cultura», el deseo de
de sus propósitos, había desembocado en un repen�no entusiasmo. Se formaban
evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués y liberar los viejos ins�ntos de
manifestaciones en las calles, de pronto flameaban banderas y por doquier se oían
sangre. Quizás esas fuerzas oscuras también tuvieran algo que ver con la frené�ca
bandas de música, los reclutas desfilaban triunfantes, con los rostros iluminados,
embriaguez en la que todo se había mezclado, espíritu de sacrificio y alcohol, espíritu
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de aventura y pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrió�- banderas, por eso gritaban y cantaban en los trenes que los llevaban al matadero, la
cos: la inquietante embriaguez de millones de seres, di�cil de describir con palabras, roja oleada de sangre corría impetuosa y delirante por la venas de todo el imperio.
que por un momento dio un fuerte impulso, casi arrebatador, al mayor crimen de (....)
nuestra época. (....) El hecho de que yo no sucumbiera a esta repen�na embriaguez de patrio�smo no se
Por aquel entonces la gente aún confiaba a pies jun�llas en sus autoridades; en debió a ninguna sobriedad o clarividencia especiales, sino a la forma de vida que
Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de la patria, el había llevado hasta entonces. Dos días antes me encontraba aún en «�erra enemiga»
emperador Francisco José, a sus ochenta y cuatro años pudiera haber llamado a su y así había podido convencerme de que las grandes masas belgas eran tan pacíficas y
pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una fuerza mayor, ni que le estaban tan desprevenidas como nuestro pueblo. Además, había llevado una vida
hubiera pedido un sacrificio cruento, si no fuera porque enemigos malvados, pérfidos cosmopolita durante demasiado �empo como para poder odiar de la noche a la
y criminales amenazaban la paz del imperio. Los alemanes, a su vez, habían leído los mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre. Desde hacía �empo
telegramas de su emperador al zar en los que su monarca luchaba por la paz; un gran desconfiaba de la polí�ca y, precisamente en los úl�mos años, en innumerables conv-
respeto hacia los «superiores», los ministros, los diplomá�cos y hacia su juicio y hon- ersaciones con amigos franceses e italianos, había discu�do lo absurdo de la posibili-
radez, animaba todavía al hombre de la calle. Si había guerra, por fuerza tenía que ser dad de una guerra. En cierto modo, pues, mi desconfianza me había vacunado contra
contra la voluntad de sus gobernantes; ellos no podían tener la culpa, nadie del país una infección de entusiasmo patrió�co y, preparado como estaba contra el ataque
la tenía. Por lo tanto, los criminales, los ins�gadores de la guerra tenían que ser los febril de las primeras horas, me mantuve firme y decidido a no permi�r que una
del otro país; era legí�ma defensa alzarse en armas, legí�ma defensa contra un guerra fratricida, provocada por torpes diplomá�cos y brutales industrias bélicas
enemigo pérfido y ruin que, sin mo�vo alguno, «atacaba» a las pacíficas Austria y hiciera tambalear mi convicción y fe en la necesaria unidad de Europa.(...)
Alemania. Con poca formación europea, viviendo en un horizonte plenamente alemán, la may-
Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas oría de nuestros escritores creía que su mejor contribución consis�a en alimentar el
de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y entusiasmo de las masas y en cimentar la presunta belleza de la guerra con llamadas
precisamente la distancia la había conver�do en algo heroico y román�co. Seguían poé�cas o ideologías cien�ficas. Casi todos los escritores alemanes, con Hauptmann
viéndola desde la perspec�va de los libros de texto y de los cuadros de los museos: y Dehmel a la cabeza, se creían obligados, como los bardos en épocas protogermáni-
espectaculares cargas de caballería con flamantes uniformes; el balazo mortal siem- cas, a enardecer a los guerreros con canciones e himnos rúnicos para que entregaran
pre disparado noblemente en medio del corazón; la campaña militar entera era una sus vidas con entusiasmo. Llovían en abundancia los poemas que rimaban krieg
clamorosa marcha triunfal. «Por Navidad volveremos todos a casa», gritaban a sus (guerra) con sieg (victoria) y not (penuria) con tod (muerte). Los escritores juraron
madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y solemnemente que jamás volverían a tener relación cultural con ningún francés ni
ciudades, recordaba la guerra «de verdad»? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 inglés, y más aún: de la noche a la mañana negaron que hubiera exis�do nunca una
habían comba�do contra Prusia, el país aliado de aquel momento, ¡y vaya una guerra cultura inglesa y una cultura francesa. Todo aquello era inferior y fú�l comparado con
más rápida, incruenta y lejana!: una campaña de tres semanas que terminó sin la esencia alemana, el arte alemán y el modo de ser alemán. Los eruditos fueron aún
muchas víc�mas y antes de haber tomado aliento siquiera. Una veloz excursión al más severos. De repente, los filósofos no conocían otra sabiduría que la de explicar la
roman�cismo, una aventura alocada y varonil: he aquí cómo se imaginaba la guerra guerra como un benéfico «baño de aguas ferruginosas» que guardaba del decai-
el hombre sencillo de 1914, y los jó¬venes incluso temían que les faltara este maravil- miento a las fuerzas de los pueblos. Los apoyaban los médicos, los cuales elogiaban
loso y apasionante episodio en su vida; por eso corrieron fogosos a agruparse bajo las tanto sus prótesis, que uno casi tenía ganas de amputarse una pierna sana y sus�tu-
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irla por otra ar�ficial. Los sacerdotes de todas las confesiones tampoco querían cómoda. Los letreros franceses e ingleses tuvieron que desaparecer de los comercios,
quedar rezagados y se unían al coro; a veces era como oír a una horda de poseídos, incluso un convento que se llamaba «La doncella inglesa» tuvo que cambiar de
pero en realidad eran los mismos a los que, una semana o un mes antes, nombre, porque irritaba a la gente, ignorante del hecho de que aquí «inglés» se
admirábamos por su sen�do común, su fuerte personalidad y su ac�tud humana. (...) refería a «ángel» y no a «anglosajón». Comerciantes probos y honrados sellaban o
En 1914 todos los países beligerantes se encontraban ya de por sí en un tremendo �mbraban sus cartas con la frase «Dios cas�gue a Inglaterra» y damas de la alta socie-
estado de sobrexcitación; el peor rumor en seguida se conver�a en verdad y la calum- dad juraban (y lo escribían en cartas a los periódicos) que mientras vivieran, nunca
nia más absurda era creída a pies jun�llas. Docenas de personas juraban en Alemania más pronunciarían una frase en francés. Shakespeare fue proscrito de los escenarios
que justo antes de estallar la guerra habían visto con sus propios ojos automóviles alemanes; Mozart y Wagner, de las salas de conciertos franceses e ingleses; los profe-
cargados de oro que iban de Francia a Rusia; las historias sobre ojos vaciados y manos sores alemanes explicaban que Dante era germánico; los franceses, que Beethoven
cortadas, que en todas las guerras empiezan a circular puntualmente al tercer o era belga; sin escrúpulos requisaban los bienes culturales de los países enemigos, del
cuarto día, llenaban los periódicos. Ah, los ignorantes que difundían tales men�ras no mismo modo que los cereales y los minerales. No bastaba con que todos los días
sabían que la técnica de culpar a los soldados enemigos de todas las crueldades imag- miles de ciudadanos pacíficos de aquellos países se matasen mutuamente en el
inables forma parte del material bélico tanto como la munición y los aviones, y que se frente: en la retaguardia se insultaba y difamaba a los grandes muertos de los países
sacan regularmente de los arsenales en todas las guerras. No se puede armonizar la enemigos que desde hacía siglos reposaban mudos en sus tumbas. La confusión
guerra con la razón y el sen�miento de jus�cia. La guerra, que necesita de un estado mental se volvía cada vez más absurda. La cocinera ante los fogones, que nunca había
de exaltación sen�mental, exige entusiasmo por la causa propia y el odio al enemigo. salido de su ciudad ni había abierto un atlas desde que iba a la escuela, creía que
Ahora bien, es propio de la naturaleza humana que los sen�mientos arrojados no se Austria no podía vivir sin el «Sandchack» (pequeño distrito fronterizo en algún lugar
prolonguen hasta el infinito, ni en el individuo ni en el pueblo, cosa que sabe de Bosnia). Los cocheros discu�an en la calle qué indemnización de guerra se debía
perfectamente la organización militar. Por eso le hace falta un es�mulo ar�ficial, un imponer a Francia: si cincuenta mil o cien mil millones, sin saber de qué cifras habla-
dopping constante de excitación, y esta labor de incitación les correspondía a los ban. No hubo una sola ciudad ni un solo grupo que no cayera en esa espantosa histe-
intelectuales, los poetas, los escritores y los periodistas (con buena o mala concien- ria del odio. Los curas lo predicaban desde los altares y los socialdemócratas, que un
cia, llevados por su honradez o por ru�na profesional). Habían hecho redoblar el mes antes habían es�gma�zado el militarismo como el peor de los crímenes, ahora
tambor del odio con fuerza, hasta penetrar en el oído de los más imparciales y alborotaban más que nadie para no parecer «sujetos sin patria», según palabras del
estremecerles el corazón. Casi todos servían obedientemente a la «propaganda de emperador Guillermo. Era la guerra de una generación desprevenida, y su mayor
guerra» en Alemania, Francia, Italia, Rusia y Bélgica y, por lo tanto, al delirio y el odio peligro radicaba precisamente en la fe intacta de los pueblos en la jus�cia unilateral
colec�vos de la guerra, en vez de comba�rla. de su causa.
Las consecuencias fueron catastróficas. En aquella época, cuando la propaganda En aquellas primeras semanas de guerra 1914 se hacía cada vez más di�cil mantener
nunca se había u�lizado en �empos de paz, los pueblos creían a pies jun�llas —a una conversación sensata con alguien. Los más pacíficos, los más benévolos, estaban
pesar de los mil desengaños— todo cuanto salía impreso. Y así, el entusiasmo puro, como ebrios por los vapores de sangre. Amigos que había conocido desde siempre
bello y abnegado de los primeros días se fue convir�endo poco a poco en una orgía como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se
de sen�mientos de lo más estúpida y perniciosa. Se «comba�a» a Francia e Inglaterra habían conver�do de la noche a la mañana en patriotas faná�cos y, de patriotas, en
en Viena y en Berlín, en la Ringstrasse y en la Friedrichstrasse, cosa mucho más anexionistas insaciables. Todas las conversaciones acababan en frases estúpidas
como: «Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de veras», o en rudas
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sospechas. Camaradas con los que no había discu�do en años me acusaban grosera- Stefan Zweig
mente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica.
Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opinio-
Stefan Zweig nació en Viena, el 28 de noviembre de 1881 en el seno de una familia
nes como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défai�stes (esta bella
judía acomodada: su padre fue Moritz Zweig, un acaudalado fabricante tex�l; y su
palabra acababa de ser inventada en Francia) eran los peores criminales contra la
madre Ida Bre�auer Zweig, hija de una familia de banqueros italianos. Estudió en la
patria.
Universidad de Viena en la que obtuvo el �tulo de doctor en filoso�a.
Sólo había una salida: recogerse en sí mismo y callar mientras los demás delirasen y
En 1910 visitó la India y en 1912, Norteamérica. En 1913 se estableció en Salzburgo,
vociferasen. No era fácil, porque ni siquiera vivir en el exilio —y yo lo he conocido
donde viviría durante casi veinte años. Durante la Primera Guerra Mundial, y luego de
hasta la saciedad— es tan malo como vivir solo en la patria.
haber servido en el ejército austriaco por algún �empo (como empleado de la Oficina
de Guerra, pues había sido declarado como no apto para el combate) tuvo que exilia-
Stefan Zweig El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, El Acantilado, rse a Zúrich a causa de sus convicciones an�belicistas resultado de la influencia de su
2001. amigo, el pacifista francés Romain Rolland. Este fue uno de los primeros intelectuales
europeos, con el pres�gio añadido de haber recibido el premio Nobel de literatura,
que en sus escritos se mostró claramente en contra de la fascinación que en general
se había extendido por Europa a favor de la guerra. Rolland se dirigió directamente a
Zweig pidiéndole que intercediera por la paz:"Usted es realmente ese espíritu univer-
sal y noble de que está necesitado nuestro �empo."
En 1919, Zweig regresó a una Austria destruida y desmoralizada con la esperanza de
convencer a sus compatriotas de la necesidad de crear una Europa nueva y en paz:).
Se instaló con su mujer en Salzburgo, en un pequeño cas�llo comprado durante la
guerra. Durante los quince años que vivió en esa residencia recibió visitas de los
intelectuales y músicos más importantes de su �empo.
En 1933, con la llegada de los nacionalsocialistas al poder en Alemania, sus libros
fueron quemados. En 1934 la policía registra su casa en Salzburgo y decide aban-
donar Austria para radicarse en Londres, su mujer, que no comparte el pesimismo
polí�co de Zweig. se negó a exiliarse.
Los primeros cuatro años en Gran Bretaña, el escritor conservó su nacionalidad
austriaca y gozó de absoluta libertad personal durante ese �empo visitó regular-
mente a su mujer y su familia. Aunque le preocupaba la peligrosa evolución del
fascismo, como se puede comprobar leyendo sus cartas, evitó en todo momento
pronunciarse públicamente en lo referente a la polí�ca o par�cipar en actos an�fas-
cistas en los que tomaron parte otros intelectuales exiliados. En lugar de eso Zweig
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dedicó su trabajo literario al estudio de personalidades que lucharon por la libertad


espiritual, escribió las biogra�as de Erasmo de Ro�erdam y de Castellio, contrario a
Calvino.
Al iniciarse la guerra, obtuvo la ciudadanía británica. En 1941 se mudó a Brasil donde
se suicidó junto a su segunda esposa, desesperados ante el oscuros que va�cinaban
para el futuro de Europa y su cultura Después de la caída de Singapur ambos creyeron
que el nazismo se extendería a todo el planeta. Su autobiogra�a El mundo de ayer
que fue publicada en 1944, es un panegírico a la cultura europea que consideraba
perdida para siempre
Escribió antes de morir:

Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento, y lúcido, me urge cumplir con un
último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofre-
ció a mí y a mi trabajo una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar
más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi
vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desapare-
cido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma. Pero después de los
sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están
agotadas después de tantos años de andar sin patria. De esta manera considero lo
mejor, concluir a tiempo y con integridad una vida, cuya mayor alegría era el trabajo
espiritual, y cuyo más preciado bien en esta tierra era la libertad personal. Saludo a
mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo,
demasiado impaciente, me les adelanto.

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