Lago Atitlán
Guatemala
La magia de Atitlán
D ecía Aldous Huxley que el lago Atitlán constituye uno de
los más bellos paisajes del mundo. Para quien disfrutó de
un atardecer a sus orillas en Panajachel, es indiscutible.
Pero este lago del altiplano de Guatemala, a más de 1500 m
de altitud, esconde también tesoros menos evidentes. A su
belleza natural hay que agregar el paisaje mítico que han
tejido sus pobladores, de origen maya, durante siglos. El
investigador catalán Miguel G. Aracil, dice que es uno de los
pocos lugares del planeta en que los cuatro elementos,
tierra, agua, aire y fuego se conjugan armoniosamente para
crear un centro de poder fácilmente perceptible.
Sus aguas cubren un antiguo cráter volcánico, custodiado
por tres grandes volcanes, Atitlán, Tolimán y San Pedro,
todos de más de 3.000 m de altura. Si bien se le adjudica
una profundidad de 350 m, ésta es siempre variable y en
algunos puntos desconocida. Como en el Titicaca,
algunos sostienen que está conectado con el Océano por
un río subterráneo.
Atitlán en nahuátl significa “entre aguas” y evoca fuerte-
mente el mito de la Atlántida. Una de sus leyendas dice que
bajo las aguas del lago se ocultan los tesoros de una antigua
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ciudad sumergida. De hecho, en 1996 se descubrió al pie
del Cerro de Oro, a 35 m de profundidad, los restos de una
antigua ciudad maya, hundida por las misteriosas varia-
ciones seculares del nivel de las aguas del lago. En la
actualidad ya se está desarrollando un creciente turismo
subacuático en esta legendaria ciudad, fechada hacia el
siglo III d.C., que han llamado Samabaj.
Doce pueblos rodean al lago que los lugareños asocian
con los doce apóstoles. En uno de ellos, Santiago de
Atitlán, se rinde culto a un personaje ancestral: Maximón.
Según una de las tantas leyendas de la zona, es un muñe-
co de madera, tamaño natural, al que los antiguos sabios
del pueblo dieron vida y poderes para que protegiera a sus
habitantes. Pero terminó contagiándose de los vicios
humanos hasta llegar incluso a embarazar a las doncellas
de Santiago. Los sabios mutilaron entonces a la estatua
para que no volviera a movilizarse por sí sola. Con la lle-
gada del cristianismo se lo asoció con Judas por su
traición, pero se le siguió rindiendo culto. Reducido hoy
casi a mera atracción turística, Maximón sigue recibiendo
sus ofrendas diarias de licor y cigarros en casas que se
rotan para beneficiarse de su presencia.
 Cerro de Oro
Don Feliciano Temazcal
Como otros lagos del mundo, las aguas del Atitlán son hábi-
tat para una bestia mítica, a la que llaman Ximoc, que pone
en peligro a las frágiles embarcaciones de los pescadores,
que también deben cuidarse de un viento arremolinado que
se levanta hacia el mediodía, llamado Xochimil, “el que
recoge los pecados”.
Extrañas luces, también, se ven entrando y saliendo del lago.
Algunos las asocian con el fenómeno OVNI. Para la geobiología,
como en otros lugares sagrados, se trata de esferas de plas-
ma propias de zonas de fuerte actividad sísmica. En otras
épocas seguramente habrán sido interpretadas como mani-
festaciones de espíritus de los antepasados, guardianes de la
naturaleza o los mismos dioses que animan los volcanes.
Como en el mundo andino, mitos y leyendas explican el
paisaje y a su vez sus accidentes sirven de imagen
mnemotécnica para recordar aquéllos. Así los volcanes están
unidos por invisibles lazos afectivos o de parentesco.
Panajachel está construida sobre un antiguo poblado maya y
fue meca de los hippies de los ’60 y ’70. Además de benéfi-
cas aguas termales, allí está el temazcal, el ancestral baño de
Atardecer Panajachel
Comal maya
sudación, que además de purificar el cuerpo depura las
emociones y sutiliza la mente.
En San Pedro La Laguna, como hace más de mil de años,
una mujer prepara tortillitas de maíz sobre el sagrado
comal, un gran plato de cerámica puesto al fuego sobre tres
piedras, que representan los tres astros de la constelación
de Orión que rodean al mundo de origen de los ancestros.
Sobre las transparentes aguas del lago se ve flotar lo que
parece ser espuma. En realidad se trata de una especie de
piedra pómez blanca, de origen volcánico, que los artesanos
saben esculpir hábilmente. Don Feliciano, un artesano de 85
años, sopla el dinero que le dieron a cambio de una imagen
de cisne, símbolo del lago. “Para sacarle el mal que se le
pudo haber pegado”, dice con una sonrisa.
Texto y fotos: Claudio Ardohain - Geobiólogo
CEIBA
Centro de Estudio e Investigación en BioArquitectura
Buenos Aires - Argentina
www.geoambientar.com.ar
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