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Dalguerre de Paiva
28 LUNESSEP 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, LITERATURA, PASCO
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Cerro de Pasco, Folklore de Pasco, Leyendas de Pasco
La autora que presentamos a continuación, es la esposa del doctor Paiva, Juez de Primera
Instancia en el Cerro de Pasco y madre de la primera reina de belleza de nuestro Colegio
Nacional Daniel A. Carrión, que durante su estada en el primer lustro de los cincuenta,
recoge ésta y otras historias que ha publicado en varios medios de difusión. Nos es grato
considerar este relato porque viene a constituir una hermosa variante a la historia vieja que
nuestros abuelos nos narraron.
El gran
hundimiento que se nota al costado derecho de la bajada de Santa Rosa, en el Cerro de Pasco,
era un enorme cerro del mismo nombre, que tenía como particularidad estar cubierto de abundante
pasto que se extendía hasta los cerros aledaños.
Este campo era la ambición de los pastores de ganados de la región, en especial los del pueblo de
Pasco, que en la época de sequía o de continuas heladas tenían que emigrar a otros lugares,
arreando sus rebaños, en busca de mejores pastos. Pero quienes pretendían cruzar los límites del
cerro Santa Rosa se atemorizaban por el riesgo de perder la vida ante la feroz embestida de tres
enormes toros de filudas astas; uno de color rojo anaranjado, otro de blanco nieve y un tercero
negro carbón. Cual centinelas alertas salían los tres toros a merodear por las faldas del cerro en
espera de todo ser humano o animal que se aproximara, los que eran despedazados y después
consumidos por las aves de rapiña, quedando sólo osamentas en el campo.
La noticia se había propalado por comarcas vecinas. La misteriosa existencia de estos animales,
era una continua amenaza para los que caminaban por dicho lugar y para los pastores que se
aproximaban a sus inmediaciones. Crecía al mismo tiempo la codicia por al posesión del indicado
cerro, que los toros vigilaban, porque el pasto de Santa Rosa podía remediar la situación penosa
de los rebaños en las épocas de sequía.
Estas circunstancias hicieron que los principales de los pueblos de la región se dieran cita y
acordaran hacer el “chaku” (cacería) de los toros. En efecto, al amanecer del día convenido se
alistaron treinta jóvenes de a caballo, armados de lanzas y lazos, capitaneados por hombres de
experiencia, y otros treinta peones provistos de hondas y garrotes, seguidos también de muchos
perros. Todos se encaminaron al cerro Santa Rosa, guiándose por otros que iban llevando
trompetas hechas de cuerno de vaca y tambores. El sol era quemante, eran los meses de verano.
Por fin, después de una fatigosa caminata, pudieron llegar a un pequeño cerro de donde se podía
divisar a distancia, como puntos, a los tres toros y por las cimas revoloteaban cóndores oteando
alguna presa. Se acordó hacer el alto con el fin de que los caballos tomasen un poco de pasto,
sacando también los jóvenes jinetes y los de a pie su “chuspa” (bolso de lana tejida) un poco de
coca para “chakchar”, así como el tabaco que portaban en taleguitas para envolverlo en pancas de
maíz y fumarlo, libando a la vez la tradicional “chakta” (aguardiente de caña), que algunos llevaban
en sus cuernos de vaca.
Después de algún tiempo de reposo y llenos los carrillos de “pikchu” (bolo de coca), se pusieron a
embozalar a los caballos y, prosiguieron la caminata a paso ligero, siendo divisados a una distancia
de tres millas por los tres animales. Los toros levantaron la cabeza y enroscaron los rabos sobre
las ancas, en señal de rabia, para acometer en seguida; pero el sonar de las trompetas, tambores y
clarines, el ladrido y la embestida de los perros y los impactos de los hondazos lanzados por los de
a pie, pusieron en fuga a los toros, que en desesperada carrera subían el cerro. En ese momento
cargaron los de a caballo con las lanzas listas para infligirles heridas mortales. Jadeantes
ascendían los caballos tras los toros. Cuando éstos ya habían llegado a la cima volvieron a huir los
cornúpetas de la presencia de los lanceros. Pero al llegar a unos peñascos, el de color rojo
apartándose de los otros dos, se había introducido a una cueva, llegando también a los pocos
instantes sus perseguidores. Estos se situaron a los costados de la entrada y otros entraron a
provocar la salida y esperaron al toro, que no fue encontrado. La cueva estaba vacía y al penetrar
en ella sólo vieron un polvillo rojo con chispitas brillantes que se veían a la luz del sol, notándose
también un olor asfixiante y apestoso a metal. Salieron de allí los hombres con una tosesita seca
de tísicos.
Los peatones, que subían fatigados, vieron de pronto que por otra falda del cerro corrían
velozmente dos de los toros perseguidos y, creyendo que había sido cogido el rojo, aceleraron la
subida, encontrándose a poca distancia con sus compañeros, por quienes fueron informados de la
extraña desaparición del animal. Prosiguieron en la persecución de los toros, que habían llegado a
la laguna de Patarcocha. Estos toros volvieron a emprender veloz carrera hasta llegar a la laguna
de Quiulacocha donde se separaron el uno del otro. El negro se dirigió hacia Goyllar y el blanco
hacia Colquijirca, tomando la dirección de la laguna de Yanamate. En persecución del toro blanco
fueron una parte de los de a caballo y peatones, alejándose más y más el animal, que a la
distancia se veía como un punto blanco. Principiando la bajada hacia Colquijirca, se había
desencadenado una tempestad de rayos y granizos, cubriéndose la pampa de nubecillas blancas
que impedían ver al animal. Fue entonces cuando Quilco (Gregorio), el mayor de los hombres que
perseguía a los toros, dirigiéndose a su compañero Lauli (Laurencio), le dijo: Mala seña. El “pachap
suyo” (nubes de tierra) se ha interpuesto. Todo está perdido y no nos queda sino ir rastreando por
la “chiura” (fangal) los pasos del toro. En efecto, en medio de la niebla, atinaban a seguir los rastros
que los perros husmeaban, llegando por fin a una lagunita donde desaparecían las huellas,
notándose cerca del borde turbia el agua, como si alguien hubiera removido el lodo hacia el fondo.
Algo semejante sucedía con los hombres del otro grupo, pues cuando llegaron a la actual
población de Goyllar, en cuya dirección se encaminaba el toro negro, fueron sorprendidos por
vientos huracanados que hacían caer las piedras de los cerros, apareciendo igualmente una densa
humareda negra que se levantaba como un incendio, por lo que atemorizados por esos extraños
fenómenos tuvieron que volver en precipitada fuga.
Al día siguiente, todos los indios que intervinieron en el “chaco” se habían buscado para contarse lo
que sucedió. Acordaron en la reunión volver al cerro Santa Rosa para ver si habían vuelto los toros
huidos; pero, cuando llegaron a los hermosos pastales ya no fueron hallados ninguno de los tres
toros.
Desde el día siguiente, los indios echaron sus rebaños de carneros, llamas, y otros animales al
cerro de Santa Rosa. Empezaron también los pastores a construir sus chozas, poblándose así la
región.
Transcurridos algunos años, fueron descubiertas las grandes vetas de oro y cobre en el Cerro
Santa Rosa, las de plata en Colquijirca y el carbón de piedra en Goyllar. Los tres toros, eran el
ánima de estos fabulosos yacimientos.
20 JUEVESAGO 2015
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Cerro de Pasco, Folklore pasqueño, Leyendas de Pasco
A la vera del
viejo camino carretero que unía al Cerro de Pasco con la hermosa ciudad de los Caballeros de
León de Huánuco existía un puente que cruzaba el bullente Huallaga justo donde el camino
entraba en un recodo estrecho y peligroso. Aquí acaeció, en tanto tuvo vigencia, muchos
accidentes fatales. En la parte alta de esta fatídica curva rocosa, se podía ver muy claramente, a
un zorro petrificado colgando del cuello. La tradición oral se encargó de ir transmitiendo,
generación tras generación, la siguiente leyenda para explicar su extraña formación.
Aseguran que mucho tiempo atrás, sobre el farallón por donde se extendía el viejo puente, existía
un pueblecito pintoresco y pacífico cuyos habitantes vivían de la generosa producción de sus
chacras y la atención de su abundante ganado. Sus vidas, libres de apremios y problemas,
transcurrían en medio de una apacible quietud. Las gentes muy sencillas, creyentes y trabajadoras,
se trataban unas a otras con una conmovedora y estrecha familiaridad. Todo transcurría feliz y
plácidamente hasta que un día, ante su asombro, apareció un grotesco personaje que fue a vivir
como un demonio -heraldo de la maldad- en una sombría caverna de las alturas desde donde
podía dominar ampliamente el panorama de aquel pueblo pequeño.
Su rostro fiero, sanguíneo y anguloso, tenía la viva similitud con un zorro rapaz, su pelambre rubia
y completamente erizada, hacia más terrible su faz torva y tumefacta. De cuello de buey y amplias
espaldas, tenía un andar simiesco con el bamboleo de sus grandes brazos y gigantescas manos.
La indumentaria que cubría su cuerpo descomunal era de un negro grasiento y repugnante
Muy pronto el miedo de la gente indefensa se trocó en terror cerval. Este monstruoso engendro,
aprovechando la oscuridad de la noche, efectuaba rápidas incursiones en el pueblo para llevarse
las ovejas más gordas y las gallinas más grandes. Como la multitud pacífica no podía hacer nada
para evitar sus tropelías, la osadía del personaje creció amenazadoramente hasta llegar sus
latrocinios a plena luz del día. Por su enorme parecido físico y su costumbre de hurtar animales
-ignorantes de su verdadero nombre- terminaron por denominarlo ATOJ (zorro).
¡ATOJ MISHICAMUN! (¡El zorro viene¡)- era el grito que cualquier campesino largaba al
ver el inicio de las correrías del misterioso personaje. En ese momento lo abandonaban todo y
se encerraban en sus viviendas presas de un terror indescriptible. Los hombres, claro, se
encontraban trabajando en el campo.
Entre los más asustados habitantes del lugar, había un matrimonio que tenía una preciosa hija de
dieciocho años de hermosos ojos negros y grácil caminar, llamada Herminia. A la sola mención de
Atoj la pobre muchacha enmudecía y se llenaba de pavor temblando como una hoja.
Sucedió que un día que Herminia se encontraba sola en su vivienda atareada en la preparación de
los alimentos, horrorizada vio aparecer la figura del Atoj en el quicio de su puerta. Sus ojos como
las moras se abrieron espantados en tanto su rostro capulí se tornaba lívido. Sus manos
trepidantes cubrieron instintivamente sus labios carnosos y el torno armónico de sus piernas
comenzó a perder fortaleza. Sin embargo, impulsada por la grave situación en la que se
encontraba, reunió las pocas energías que le quedaban para propinar un empellón al monstruo y
salir huyendo a campo traviesa. No fue muy lejos. Impelido por una torva y apremiante lujuria, el
Atoj le dio alcance. Cuando el monstruo comenzó arrancarle las telas de su corpiño y hacer jirones
sus vestiduras, Herminia se desmayó.
Cuando despertó, claramente, se dio cuenta de su desgracia. El atoj dormía a su lado muy rendido.
Ni siquiera lloró la muchacha. Sintiendo todo el peso de su deshonor, rápidamente tramó su
venganza. Abrazó fuertemente al atoj y se impulsó de tal manera que ambos rodaron pendiente
abajo. El cuerpo de ella cayó desde la altura rompiendo la quietud de las aguas del Huallaga. El
atoj sorprendido, en todo momento trató de salvarse, pero no pudo. La hierba de la que se trataba
de sujetarse fue enredándose en el cuello y, cuando terminó el abismo, quedó colgando ahorcado.
De ahí su nombre: Atoj huarco
Aseguran que Dios, para castigar su maldad, lo convirtió en piedra en tanto ella, yace en un mundo
de paz dentro del agua; por eso cuando se mira detenidamente el discurrir del agua desde el
puente, se ve aparecer la imagen de Hermicha, rodeado de una aureola de espuma, semejante a
una corona de rosas blancas.
LA LEYENDA DE LA
VIRGEN TAPEÑA
14 VIERNESAGO 2015
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Cerro de Pasco,costumbres de Pasco,Leyendas de Pasco,Tápuc
Es el barrio Inga, donde hace muchos años vivía un matrimonio de apellido INKA, constituido por
un noble creyente y trabajador campesino, su laboriosa mujer y una única hija, alegría y contento
del hogar.
La niña de muy corta edad, piadosa y esforzada como pocas, ayudaba a su madre en la delicada
atención de los sembríos y los animales de la casa, en la recolección de la leña para el hogar y,
sobre todo, en el cotidiano acopio de agua para las necesidades diarias. Esta obligación la cumplía
puntual y cotidianamente con los primeros rayos del alba, cuando pajarillos y gallos con sus trinos y
cantos estrepitosos, saludaba a la mañana.
Un día en que aparecía el sol por el oriente, alegre y retozona, partió a cumplir su tarea diaria. Al
prepararse para llenar su porongo en el puquial, quedó conmovida al oír un coro de dulces voces
juveniles cantando himnos muy hermosos. En el mismo instante, una luz brillante y cegadora, fue
envolviendo el ambiente. Cuando levantó los ojos, vio a una bellísima mujer, todavía joven, que
flotando ingrávida por los aires, la contemplaba sonriente.
Blondos cabellos sueltos enmarcaban el atractivo rostro agareno y ovalado de cejas finas y
arqueadas que guarnecían los ojos claros y muy vivos. Nariz delicada, labios delgados y
encarnados, entreabiertos en una dulce sonrisa. Vestía una túnica blanquísima sobre la que
flameaba un manto celeste como el cielo. Con las delicadas manos de dedos finos y alargados
sobre el pecho, un pie sobre una luna de plata en cuarto menguante, aprisionaba fuertemente una
serpiente que agónica efectuaba movimientos de estertor sin poder librarse de las sandalias de oro
que la presionaban. La bella dama, circundada de un halo rutilante de esplendor, estaba rodeado
de seis ángeles en figura de párvulos alados que portaban en sus manos, crisantemos, rosas,
camelias, claveles, azucenas, jazmines, nardos, magnolias, azaleas, begonias, gladiolos, amapolas
que emanaban aromas embriagadores. Sobre su cabeza una corona de doce refulgentes estrellas
y, más arriba, manteniéndose en los aires, el Espíritu Santo en forma de paloma, lanzando
exhalaciones de luz que alumbraban el cuerpo de la maravillosa aparición.
Sabe, hija mía –dijo con dulce acento la encantadora visión- yo soy María Virgen, madre
de Dios verdadero. Quiero que aquí me construyan mi casa donde me mostraré piadosa madre
contigo, con los tuyos y con mis devotos. Ve a tu casa y en mi nombre dile a tu padre que
tengo particular deseo que me edifiquen un templo sobre este puquial. Cuéntale todo lo que
has visto y oído y ve segura que agradecida te pagaré el cuidado y solicitud que pusieres…
Diciendo esto, la Madre de Dios, se elevó lentamente hacia los cielos perdiéndose más tarde entre
extrañas nubes de arrebol y conmovedora música celestial.
Después de salir del éxtasis, dejando su porongo sumergido en el agua, la niña fue corriendo a su
casa y emocionada relató a su padre todo lo que le había acontecido, poniendo especial énfasis en
el mensaje.
Inicialmente no le creyó una sola palabra, pero fue tanta la insistencia y unción que puso la niña
que emocionado porque la Virgen le hubiera elegido a él, decidió acatar la orden. Durante todo el
día se ocupó de convocar a los vecinos y aquella misma noche, unidos todos en derredor del
puquial de Tauripampa, rezando en devoto recogimiento, masticando coca y bebiendo sendos
vasos de chichas de jora, esperaron la medianoche.
Justo en el minuto en que muere un día y nace el siguiente, unos fulgores arcanos fueron bajando
lentamente del cielo iluminando como potentes reflectores los totorales del puquial. Invisibles coros
de sublimes voces inundaban el ambiente justamente con la fragancia de miles de flores exóticas y
bellas. Extasiados los tapeños, vieron la excelsa visión de la Reina de los Cielos aparecer
fugazmente nimbada por una luz de extrañas transparencias y, luego de unos segundos, elevarse
hacia el firmamento. De rodillas y conmovidos, hombres, mujeres y niños oraron reverentes con los
ojos gachos y humedecidos. Cuando volvieron la mirada, vieron que la aparición se había
materializado en una bella estatua entre los totorales.
Al día siguiente, con la claridad del día, hombres y mujeres, llevando flores y velas, fueron a visitar
a la Virgen a la ermita donde la habían dejado el día anterior. No la encontraron. Intrigados por la
desaparición, se echaron a buscar con mucho empeño. No dejaron ni un resquicio sin escudriñar.
Subieron a los cerros más agrestes y bajaron a los llanos más calientes sin encontrarla. La mañana
siguiente fue hallada por la niña en los totorales de Tauripampa. En la suposición de que algunas
personas pudieran haberla trasladado en la noche, la regresaron a su ermita. Y por segunda vez,
aprovechando la oscuridad, la Virgen volvió al lugar donde había sido hallada. Cuando por tercera
vez, la hicieron regresar a su capilla, juzgando que la Santa Madre era caprichosa al exigir la
construcción de una ermita en el puquial; la inmaculada volvió a presentarse a la niña.
A partir de entonces. Ella es la matrona del pueblo de Tápuc, mismo que con gran fe celebra la
fiesta patronal el 8 de diciembre de cada año.
Desde aquellos tiempos, todos lo saben, los niños cerreños amamantaron con la leche materna,
esta dolorosa verdad que nadie podrá negarla: La justicia jamás existió. El abuso siempre fue una
tenebrosa constante.
Las innumerables cartas del fraile caritativo y valiente jamás fueron contestadas. Cuando
finalmente le remitieron una comunicación fue para decirle que la superioridad había recibido una
grave denuncia de hombres “notables” que se quejaban de su conducta inconveniente y por lo
tanto, debía hacerse presente de inmediato a su monasterio donde sería ejemplarmente
sancionado.
El fraile, no podía dar crédito a sus ojos. No alcanzaba a entender la indiferencia de sus superiores,
menos aún, la iniquidad de respaldar a los asesinos explotadores. Pasaron algunos días y,
obediente como era, determinó presentarse en su convento pero, simultáneamente, decidió plantar
una cruz, símbolo del amor infinito del cristianismo, cerca de donde especulaban los abusivos.
Reunió a los japiris, barreteros, capacheros, y pallaqueros, con sus mujeres e hijos, para pedirles
con mucho amor que unidos construyeran una sólida cruz que vieran los asesinos explotadores;
que su presencia fuera un constante reproche a sus abusos. Les habló con tanto celo y emoción
que, unánimemente, decidieron apoyarlo.
Guiados por el santo misionero, iluminados por mortecinas velas de sebo, hombres y mujeres,
auxiliados por rudimentarias herramientas, fabricaron la hermosa cruz de la Pasión. Sólida como la
hermandad que los unía; enorme como la fe que los hacían esperanzados. Para que el símbolo
santo fuera obra de todos, los niños pallaqueros la pintaron de verde. Completaron la obra tallando
un redondo disco amarillo sobre el que pintaron una sonriente cara regordeta que colocaron sobre
el brazo derecho de la cruz: era el sol; sobre el izquierdo, una pálida luna en cuarto menguante.
Del brazo izquierdo hasta el medio del soporte central, la lanza con el que Longinos atravesó el
costado derecho del Salvador del Mundo; simétricamente, del derecho, un largo listón circular, en
cuyo extremo superior estaba la esponja, que mojada en hiel y vinagre, se le acercara al
Crucificado cuando manifestó tener sed; las dos escaleras que sirvieron para descender el bendito
cuerpo después de su muerte, oblicuamente pendientes de ambos brazos hasta el centro del
soporte central; las tres sólidas escarpias de acero con los que se fijó el cuerpo; el martillo con el
que se lo clavó triturando palmas y empeines; las tenazas, con las que se extrajeron los clavos; en
un cartelito blanco las letras S.P.Q.R.S. que en latín dice: SENATUS POPULUS QUORUM
ROMANUS y en castellano se traduce como: “El Senado y el Pueblo de Roma”. En la parte más
alta del cuerpo central la sigla INRI, que como burla sangrienta al hijo de Dios, proclamaba: “Rey
de los Judíos”. En la cúspide, al gallo; elemento indispensable en las representaciones de la
Pasión de Cristo que simboliza la encarnizada negación de Pedro. En la intersección del cuerpo
central, el paño de la Verónica con el rostro de Cristo doliente. La corona de espinas que se le
colocara a Jesús como burla al momento de la flagelación, sobre el lienzo de la Verónica.
Inmediatamente después, la túnica que el Salvador vestía en la crucifixión. Fueron añadidos: los
cinco dados usados por los soldados romanos para jugarse las vestiduras del Salvador, un largo
sudario usado por Nicodemo, José de Arimatea y sus ayudantes para descender el cuerpo; la
trompeta del juicio final; la balanza en la que habrán de pesarse las almas en el juicio final; el cáliz
de la última cena y la bolsa conteniendo las treinta monedas, símbolo de la traición de Judas.
Después de noches de intenso trabajo fue terminada la hermosa cruz recargada de símbolos y
esperanzas. Los sacrificados hombres mujeres y niños de la mina la habían tallado con amor y
dedicación. Finalmente la pintaron de verde, símbolo de la Santa Inquisición, para recordarles sus
pecados.
La víspera del viaje de Fray Buenaventura, los humildes laboreros de la mina con sus mujeres e
hijos llevaron el símbolo santo al lugar previamente escogido. Era la hora del Angelus, cuando las
campanas llamaban a oración y la plantaron fijamente en la parte más alta de aquel barrio cerreño,
frente a la oficina donde realizaban sus millonarias transacciones los opulentos plutócratas.
Con los primeros rayos del alba del día siguiente, cuando los laboreros entraban en los tétricos
socavones, partía acongojado Fray Francisco Buenaventura, para no retornar jamás al Cerro de
Pasco. Indignada la superioridad virreinal lo castigó a dura penitencia, cumplida la cual, fue
expulsado del país… ¡A perpetuidad!…. Pero allí, donde la había plantado, quedaba la sagrada
cruz de los mineros. Sin embargo, la fe y la esperanza inquebrantables que había sembrado en sus
corazones estuvieron a punto de desmoronarse cuando se enteraron del aciago destino del santo
misionero franciscano. No podían creer que semejante noticia fuera cierta. Como las plantas
mueren cuando falta la mano que las riegue, fue declinando la fe y la esperanza de los corazones.
Ahora estaban ciertos que no llegaría la justicia por la que tanto habían rogado y esperado. Muy
pocos hombres y escasísimas mujeres guardaban en un recodo del corazón aquel amor
inclaudicable que había sembrado el santo misionero. Sin embargo, como un milagro nuevo,
comenzaron a renovar su fe y su esperanza. En las noches, cuando exhaustos pasaban por la cruz
verde, de rodillas elevaban su oración por aquel que les había enseñado a orar y esperar. Pedían
por ellos y su familia.
Los años fueron transcurriendo implacables, silenciosos, cruelmente rutinarios. Las inclementes
lluvias de los inviernos, el granizo, la nieve, los rayos y truenos, la cellisca, así como los rigurosos
soles y vientos de los meses secos, fueron trabajando sobre aquel monumento a la fe minera.
Primeramente empalideció el verde brillante de la cruz, haciéndose mustio y sombrío; después,
fueron trazándose unas resquebrajaduras agrandando cada vez más sus intersticios. Los años
fueron pasando. Los que la confeccionaron fueron muriendo en cumplimiento de su destino, los
hijos heredaron con fe una tradición que fue haciéndose añosa.
Un día, una mujer desesperada, arrancó el largo sudario de Cristo, asegurando que si envolvía
con él a su marido descalabrado en la mina, sanaría. Otro día se llevaron la túnica; otro, la corona
de espinas; otro el gallo… Así fue perdiéndose cada uno de los símbolos que las gentes llevaban
como sacros amuletos. Cuando ya no quedaba ninguna réplica, comenzaron a astillar el cuerpo de
la cruz. Cada japiri debía tener en su poder, siquiera una astilla. El pedazo de madero lo amparaba
de los riesgos de la mina. Todos aseveraban que la cruz los protegía. Aseguraban que quien
tuviera en su poder un pedazo del santo madero, estaba resguardado por la presencia de Cristo.
Testificaban muchos milagros ocurridos en las negras oquedades Finalmente, quedó convertida
en un despojo esquelético y deforme, hasta que la noche aquella fue llevada al cielo en la forma
que vimos al comienzo. Ese día acababa de morir en España, solo, escarnecido y desengañado, el
misionero Fray Francisco Buenaventura de Salinas y Córdova.
De aquel hermoso símbolo que la fe minera había mantenido por muchos años, quedaba el
nombre, sólo el nombre: CRUZ VERDE.
23 JUEVESJUL 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco, La cruz verde, Leyendas de Pasco
A través de los años esta historia ha ido pasando de padres a hijos en continuidad todavía
vigente. Habla de una milagrosa cruz de mineros que andando el tiempo le dio nombre a un
populoso barrio. Un barrio querido que como toda en la tierra expoliada ha desaparecido bajo el
estruendo de las explosiones y el rugido de las maquinarias.
La
leyenda cuenta que una antiquísima noche, cuando los tenues rayos de luna reverberaban la nieve
en albura vaporosa, ocurrió un milagro extraordinario. Todo el ámbito ocupado de casas, chozas y
rancherías mineras, se inundó de una melodía conmovedoramente celestial interpretada por coros
infantiles, acompañada por violines, chelos y arpas. Las personas como hipnotizadas asomaron a
sus ventanas desde donde pudieron verlo todo.
De una esquina de la plaza, como transportado por una fuerza invisible, un enteco y barbado
misionero franciscano se desplazaba suavemente por los aires sin que sus pies hollaran la nieve;
detrás de él, en la misma forma, iba una multitud de hombres cubiertos con túnicas blancas en
ordenada levitación. Eran los braceros que habían muerto en las minas. Todos, formando una
tropa, se arrodillaron delante de la cruz verde y pasado buen tiempo de oración, extrajeron el
símbolo clavado en el suelo y, rodeados de nubes vaporosamente brillantes, la elevaron al cielo en
medio de una conmovedora sinfonía celestial.
Este acontecimiento extraordinario quedó grabado en la memoria del pueblo minero con indelebles
signos mágicos. Pero… ¿De dónde apareció aquella cruz?… ¿Quién la puso allí?… ¿Qué
significaba aquel símbolo sacro en ese barrio cerreño?.
Ésta es su historia.
Cuando por hundimiento desaparecieron las fabulosas minas de la Villa Imperial de Potosí al
comenzar el siglo XVII, dejó de contarse con las alucinantes cantidades de plata que servían para
sustento económico de la metrópoli. En ese momento, sumamente preocupados por la desgracia,
los españoles descubren con asombro, el yacimiento argentífero de San Esteban de Yauricocha.
Al nuevo emporio se le comienza a llamar: El nuevo Potosí (1626). Su explotación se hace
monstruosamente incesante. Los querubines y milagros de las iglesias, las coronas y ex votos de
los santos, los avíos de montar, los utensilios de uso casero, hasta las tintineantes espuelas
nazarenas de los jinetes cerreños, estaban fabricados con el blanco metal.
A sus frías calles en formación comenzaron a llegar hombres de diferentes nacionalidades guiados
por la brújula de su avidez. Los más numerosos: los españoles. Admirado de la prodigalidad de sus
socavones, como una distinción especial el Rey de España lo nombra: Ciudad Real de Minas
(1639). La fama del nuevo emporio minero trasciende fronteras. Al transponer los umbrales de
aquel paraje temporal -el fantástico siglo XVIII- se produce una aguda crisis minera en América
Hispánica. Muchas minas se cierran por la escasez de mercurio: Huancavelica se ha derrumbado
y clausurado. En otros casos la inundación de los frontones hace desaparecer las vetas bajo el
agua: Guanajuato, Real del Monte, Zacatecas. Las únicas minas que en ese momento están
productivas y boyantes, son las del Cerro de Pasco. Entonces, con el fin de alimentar sus arcas, el
rey de España estimula la explotación minera y comienza a legitimar bastardías vendiendo los
hábitos de caballeros y títulos nobiliarios de condes y marqueses. La novedad se hace costumbre.
Muchos españoles de oscuro origen, residentes en el Cerro de Pasco, se avienen a la compra de
estas regias mercedes pagando significativas cargas de plata. Para ello, olvidando los más
elementales principios de caridad cristiana, exceden los límites de un genocidio dantesco
explotando cruelmente a los pobres indios. El inicuo abuso comenzaba con el tiempo que los
tenían trabajando enclaustrados. Cuando las luces aurorales asomaban entraban a sepultarse en
esos antros asfixiantes y oscuros de donde no salían sino a la oscuridad de la noche. En lugar de
alimentos que repararan sus fuerzas les daban hojas de coca con las que los estimulaban para el
esfuerzo, hasta que cadavéricos, mortalmente pálidos y sin fuerzas, caían muertos, víctimas de la
anemia asesina. El consumo de la coca fue utilizado para someter a nuestro aborigen como los
ingleses utilizaron el opio para someter al pueblo chino o el alcohol por el colono norteamericano
para combatir al piel roja, a los suecos para domar a los lapones y los franceses a los negros del
África. Quienes no finaban por la opilación, la neumoconiosis o los accidentes fatales, morían
sepultados por terribles derrumbes. A estos hombres ni siquiera se preocupaban en rescatarlos.
Eran considerados mucho menos que animales. Así sucedió en una mina. Trescientos hombres
fueron sepultados vivos. Nadie movió un solo dedo por rescatar sus restos. En ese lugar quedó
una tétrica cicatriz de la tierra asesina que fue bautizada con un nombre que lo dice todo:
MATAGENTE.
Todos los títulos nobiliarios comprados, todas las riquezas que solucionaron las urgencias
económicas de España, se sustentaban en la explotación del humilde hombre del pueblo que con
sus lágrimas, sudor y sangre, amasó toda esa monstruosa fortuna. La Casa de Contratación
informó que “sólo entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla 185 mil kilos de oro y 16 millones
de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio, excedía tres
veces el total de todas las reservas europeas. Y estas cifras cortas no incluyen el contrabando”.
Por aquellos años de dantesco genocidio, llega al Cerro de Pasco, como enviado por Dios, un fraile
franciscano, -alto, cenceño, tez agarena y mirada beatífica pero penetrante-: Fray Buenaventura de
Salinas y Córdova. Con el fin de conocer su realidad y alentar con sus palabras a los esforzados
laboreros, fue a visitar una mina cerreña. ¡Quedó estremecido de dolor! Gruesas lágrimas
enturbiaron sus ojos claros cuando presenció las primeras escenas del teatro del horror. Seres
cadavéricos y desmedrados como espectros de otros mundos, sacando y subiendo pesados
costales de cuero a las espaldas; silenciosos, resignados, autómatas; extrayendo los minerales
que enriquecían a sus verdugos. Reverentes y de rodillas, los japiris besaron sayal, cordón y
crucifijo. Los ojos, casi sin vida, eran un ruego implorante, una súplica suprema. Fray
Buenaventura, venciendo el imperioso mandato de su corazón, de abrazarlos y echarse a llorar,
los bendijo con amor, y a partir de ese momento decidió denunciar estos abusos a la superioridad
eclesiástica y virreinal. Programó sus piadosas visitas diarias al humilde aposento de los pobres,
buscó toda la ayuda material posible para alcanzarles, pero sobre todo, les llevó su palabra de
consuelo y comprensión; unió con el sagrado lazo del matrimonio a los amancebados, bautizó
amorosamente a los niños habidos en estas uniones y les enseño a confiar en el supremo auxilio
de Dios.
Después de recoger estas fatídicas vivencias, escribió una extensa denuncia a la superioridad de
su convento. Este documento testifica la monstruosa inhumanidad de los explotadores. En uno de
los párrafos decía: “…es lástima ver a los indios de cincuenta en cincuenta, y de ciento en ciento,
ensartados como malhechores en ramales y argolletas de hierro; y las mujeres, los hijuelos y
parientes que los despiden, dando alaridos al cielo, desgreñándose los cabellos, cantando en su
lengua endechas tristes y lamentaciones lúgubres, despidiéndose de ellos, sin esperanza de
volverlos a recobrar por que allí se quedan y mueren infelizmente en los socavones. Aquí se ven
las ventas de las mulas, los empeños de los vestidos y todo lo que tienen; y lo que es más de
sentir, por este tiempo, es que empeñan y alquilan a sus hijas y mujeres a los mineros, a los
soldados y mestizos a cincuenta y sesenta pesos, por verse libres del trabajo de las minas. Y
ahora escribe un clérigo sacerdote y cura, que habiéndole sacado un soldado de la iglesia, a
donde se había venido a recoger una india muy hermosa de diez y seis años, fue a pedir al cura
auxilio de justicia, y decía: Señor Corregidor, Isabel (que así se llamaba la india) está empeñada
en setenta pesos que tengo de su padre que libré de la mina y hasta que la saquen y devuelvan mi
plata, no la tengo que entregar, sino servirme de ella. Y así la dejó llevar el corregidor a su
albedrío, llorando la india, diciendo que aquel español quería por la fuerza estar amancebado con
ella; que como no le valía la iglesia y habiendo nacido libre en su tierra, la hacían esclava del
pecado”. Conmocionado de dolor y cargado de esperanzas por encontrar comprensión y apoyo de
sus superiores, el fraile siguió escribiendo: “Habiendo llegado un indio que volvía de la mina a ver
a su mujer y sus hijos y descansar en su tierra, halló muerta a su mujer, y a los hijuelos de edad de
cuatro a seis años en la casa de una tía suya. Llegó tras él, el curaca, y queriéndolo llevar otra vez
a la mina, le dijo “Bien sé que te hago agravio, pues acabas de salir del socavón y te hallas viudo,
y con dos hijos que sustentar; flaco y consumido del trabajo que has pasado; pero no puedo más;
porque no hallo indios para la mita, y si no cumplo el número, me quemarán, azotarán y beberán
mi sangre; duélete de mí y volvamos a la mina”. Respondióle el indio a su curaca: “Tú eres el que
no te dueles de tu sangre, pues habiéndome tocado el polvillo ya no puedo respirar y hallo muerta
a mi mujer, y con dos hijuelos que sustentar y ropa que vestirles, me haces el agravio”. Y no
surtiendo ningún efecto en el curaca la razón y la justicia de este indio; cogió a sus dos hijuelos y
los sacó a una legua del pueblo, y abrazándolos y besándolos tiernamente, diciéndoles que les
quería librar de trabajos que él pasaba, sacando dos cordeles, se los puso en las gargantas y
hecho verdugo de sus propios hijos, los ahorcó de un árbol y cuando llegó el cura con el curaca, un
cuchillo de cocinero, se lo clavó en la garganta, entregando su alma a los demonios por verse libre
de la opresión de las minas. Y lo mismo hacen las madres, porque pariendo varones, los
ahogan”. La carta tiene muchas páginas de denuncias dramáticas. En otra dice refiriéndose al
trabajo en las oquedades: “Bajan al interior de la mina por estrechísimas galerías que siguen a las
vetas por donde éstas fueran. Son galerías horrendas, húmedas y pestilentes, sin ventilación
alguna, inundadas por el aire corrupto del aliento y sudor de tantos cuerpos que allí trabajan, del
polvillo picante de los metales; el espeso y acre humo de las velas de sebo que utilizan. A estos
estrechos socavones bajan por medio de toscas graderías trabajadas con quinuales o piedras por
donde los hombres casi agónicos discurren de rodillas”.“Cada grupo que trabaja en una mina, está
integrado por doce hombres. Delante van dos barreteros provistos de sólidas pértigas de hierro de
18 pulgadas de largo y 25 libras de peso, y un pesado martillo de plomo de 25 libras. Estos
hombres quiebran las rocas a pulso y son los que siguen a las vetas. Una vez fracturadas las
piedras al interior de la mina, entran los fleteros llamados capacheros, quienes siguiendo
penosamente por todas las tortuosidades de la mina, salen por las medias barretas con sus
capachos llenos de mineral a las espaldas, apoyándose en una cuerda tendida en las paredes o de
palos de forma de estacas clavadas en las paredes de la mina”. “El Japiri, llamado capachero,
tiene por atuendo un grueso gorro de cuero en el que va atado una vela de sebo para alumbrarse
el socavón. Chompa y manguillas de lana de llama. En las piernas, gruesas rodilleras de cuero de
carnero, que les permite trabajar de rodillas –como si fueran condenados a trabajos forzados-
llenando y transportando las bolsas de cuero de una capacidad de cien libras de promedio,
llamados capachos. Los minerales se llenan utilizando las paletas de las mulas muertas, a guisa
de palas”. “Mientras los hombres realizan su trabajo, son estrechamente vigilados por el
sanguinario capataz que, premunido de un largo zurriago, acelera a golpes el avance de los
trabajos. A la puerta de la mina hace estallar soberbio, una y otra vez, como tétrico reloj de
abominación, el largo zumbador que no pocas veces se tiñe de sangre inocente de los indios”.
PATARCOCHA (Leyenda)
09 JUEVESABR 2015
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Cerro de Pasco, laguna de Patarcocha,Leyendas de Pasco
Muy arriba
del macizo andino del Perú, a casi cinco mil metros, donde el viento aúlla en el gélido imperio de
las nieves en el que actualmente se halla enclavada la capital minera del Perú, vivió el venerable
cacique Patar, jefe de la tribu de los Yauricochas, alternando el pastoreo con la caza y la incipiente
minería.
La vida de su gente ha quedado grabada para siempre en los anales de la historia peruana; no sólo
en los nombres que perviven en los pueblos, ríos, aldeas, ventisqueros, lagunas y numerosísimas
minas, sino también en las memorables tradiciones de su noble e inextinguible raza.
Aquellos tiempos, cuando el brillo del imperio incaico declinaba, Patar, el patriarcal curaca, cargado
de años y experiencias, sintió el acecho de la muerte en silencioso merodeo por su choza.
Temeroso de que la parca lo sorprendiera en posesión de sus agüeros y sus sueños, convocó a
toda su gente y con gran parsimonia las preparó para darles una dolorosa noticia. Su rostro,
surcado por profundas arrugas, se contrajo en un rictus de odio y dolor. Su mirada era triste, su
voz grave, y en aquel momento de íntima comunicación, comenzó diciendo:
Voy a morir siguiendo la marcha inexorable del sol de la vida. Siento que nuestros
antepasados me llaman y yo tendré que obedecer. Sólo las piedras son eternas. Por esta
razón los he reunido para mostrarles las profundas heridas de mi corazón. Escuchen estas que
son mis postreras palabras para ustedes.
Aspiró con fuerza los escasos átomos de oxígeno del ambiente y aclarándose la voz cascada,
continuó diciendo:
No olviden que nuestra “llacta” está rodeada de encarnizados rivales. Siempre será así. Al
levante están los Panataguas ocupando la sofocante y misteriosa región del Rupa-Rupa; al
poniente están los Huancho; al norte, los Yachas y los Chupachos; por el sur los
Chinchaycochas; pero sobre todo –se mordió el labio inferior, reseco y bordeado de
pobladísimas arrugas, con una ira intensa que por un momento le impidió hablar; luego,
blandiendo su lanza adornada de flecos y colorines, tronó- ¡De allá del poniente, vendrán unos
seres extraños y barbados que cegados por la codicia, abusarán de nuestra gente y se
apoderarán de nuestras riquezas!. Ustedes conocen esos metales, uno como el sol, el ccori
(oro), el otro como la nieve, ccolque (plata); las que enviamos a las lejanas tierras del inca.
Esas riquezas se dan pródigas en nuestra “llacta”, lejos de hacernos felices labrarán nuestra
desgracia y postración.
Los cansados ojos del cacique se inundaron de lágrimas de frustración.
Hubo de inmediato un prolongado silencio. Los hombres, estremecidos por la aciaga premonición,
sólo atinaron a mirarlo transfigurado de dolor.
Nuestros hijos, nietos, y los nietos de nuestros nietos, serán como esclavos de estos
extraños, por nevadas de nevadas, hasta que la noche de los tiempos nos cubra a todos.
Mudos de asombro, los hombres accediendo a su implorante pedido, dejaron solo al anciano.
Éste, en su solitario encierro y a la espera liberadora de la muerte, se puso a llorar
inconsolablemente de día y de noche, por la suerte que habrían de correr sus tierras y sus
hombres. Tan copiosas fueron sus lágrimas, que llegaron a formar dos lagunas enormes. Estas
lagunas, una para beber y otra para lavar, ubicadas en el corazón del Cerro de Pasco, llevan el
nombre de Patarcocha, que quiere decir laguna de Patar.
05 DOMINGOABR 2015
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Cerro de Pasco,LEYENDAS
Del impacto que causó en el cura la llegada de una hermosa mujer, dama de compañía, de la
esposa del flamante Corregidor de estas tierras.
Todo iba
muy bien para Diego de Albornoz hasta que aconteció algo que cambió el curso de su vida. Por
aquellos días, el desbocado comentario de los corros llegó a convertir a la plaza Chaupimarca en
un avispero. No era para menos. Con un gran despliegue de carretones, servidores y personas
comedidas, subían y bajaban muebles, vajillas, alfombras, adornos, instrumentos musicales, libros
y santos. Estrenaban la mansión con tres portadas, gran patio embaldosado de arcadas dispuestas
en sus dos pisos y pilares octogonales de ascendencia mudéjar en la planta alta, cubierta con
balcón corrido de resistente madera de pino. En consideración a los valiosos aportes a la Corona,
no obstante su reciente denuncio, el Virrey Toledo nombró Corregidor de la naciente ciudad San
Esteban de Yauricocha, a don Alonso de Malpartida y Zúñiga. Su teniente sería don Francisco
Goñi, y su Contador, don Iñaqui Otaegui, ambos ciudadanos vascos de reconocida trayectoria en
su lugar de origen. El primer caballero venía a aposentarse en la residencia de la plaza cerreña,
con él su esposa, y una lindísima mujer –flor de belleza morena- que fungía de acompañante de la
hermosa dama.
Una mañana que el cura se aprestaba a decir la misa dominical, hizo su aparición la joven
española. Ondulante como palmera, imponente como una diosa; parecía el sortilegio de un
encantamiento. El moreno embrujo de su rostro de niña que se convertía en mujer, estaba
iluminado por negrísimos bucles, labios carnosos, entreabiertos en sonrisa provocativa de dientes
parejos y brillantes, cuerpo magistral cubierto con mantón de encajes que dejaba apreciar un
busto poderosamente mórbido. Claro, ella no iba sola; acompañaba a su dama y al noble español.
El cura quedó mudo de asombro. Todo fue que la vio y sus aletargados bríos varoniles despertaron
tórridos de su adormecida abstinencia. La misa la dijo con un marcado rubor en las mejillas y un
acentuado temblor en las manos sudorosas que hacían audibles los tintineos de las vinajeras.
Luchaba para que sus ojos no siguieran prendidos de aquel bello rostro y, presa de indescriptible
emoción, sus labios tartajearon la homilía.
Desde entonces las horas transcurrieron con aterradora lentitud para el cura que se debatía en un
torbellino de sentimientos inquietantes y obsesivos. Ya no sabía ni el día que era, su nerviosismo
activado por un redivivo deseo carnal le quemaba las entrañas. Veía a la bellísima mujer en todos
los rincones de la iglesia. En los ojos inmóviles de las vírgenes de los altares, en las perfumadas
nubes del incienso, en las formas sagradas, en todo; especialmente en sus sueños. Despertaba
con los labios resecos y el corazón desbocado. Nunca le había ocurrido nada parecido. No fue una
ni dos noches que su febril alucinación lo arrebatara. Fueron todas las noches que siguieron. Lo
encerraron en la vorágine de un mundo de loca esperanza. Desde entonces ya no conoció la
tranquilidad. No sabía ni cómo se llamaba aquella divina aparición; seguramente –pensaba- tenía
el nombre de una virgen; porque para él, era eso: una virgen.
En nuestra ciudad minera los hombres no hablaban de otra cosa. Era natural. Aquella mujer de
excelentes prendas de hermosura no iba pasar inadvertida en un lugar donde lo que faltaban era
precisamente mujeres. De diez personas, sólo una era mujer. No sólo los mozos sino también los
viejos comenzaron a admirarla en secreto. Así se enteraron que su nombre era, Amparo. Sus
apellidos, Donostiaga y Rivero. Sus pasos y actitudes, desde entonces, fueron seguidos
meticulosamente por los aspirantes a su cariño. El cura era el más obcecado.
Por aquellos días, en cumplimiento de una añeja promesa, la piadosa dama frecuentaba la iglesia
a rezar muy contrita; pero no iba sola, la acompañaba la garbosa y joven mujer que tenía sorbidos
los sesos al cura. Éste, ofuscado y olvidando su promesa de castidad y obediencia, destinó todos
sus empeños en conquistar el corazón de aquella maravillosa visión. Lánguido por interminables
horas sin sueño ni alimentos se dedicó a buscarla, a espiarla, a acosarla. No dejó ni un momento
de hacerlo con una pertinacia extrema. Los suspiros y miradas cada vez más atrevidas, las misivas
escuetas pero profundas, y finalmente, las furtivas palabras en el confesionario dichas con calor y
ternura, llegaron a doblegar el corazón de la damisela que se rindió al joven sacerdote. Por fin
había conseguido hacer bullir aquel corazón con la arrolladora intensidad que a él lo estaba
agobiando.
Desde que escuchara aquellas frases intencionalmente dichas, la flor morena sintió la necesidad
perentoria de verse desnuda, de explorar su cuerpo que despertaba con avasallante impetuosidad
al llamado del amor; quería descubrir los insospechados mundos del placer que el cura le ofrecía.
Sobre su cama de mullido colchón de lana y abrigadoras sábanas de bayeta, se dedicaba a
explorar todos los recovecos de su cuerpo febril. Despojándose de su ropa interior, miraba la luz
del candil, sus senos grandes y firmes con pezones como garbanzos; las curvas agresivas de sus
muslos y caderas, acariciándolas con manos temblorosas; su vello crespo y enredado en el pubis,
la cavidad de las axilas; tocaba su cuello acariciándose suavemente, el arco de las cejas, la línea
de sus labios, el interior de su boca. Pasaba las manos por las nalgas para aprender sus formas y,
soñando que el fraile lo hacía, las acariciaba y estrujaba con ardor, con frenesí. Abría sus muslos y
tocaba la misteriosa hendidura de su sexo y el capullo encendido del centro mismo de sus deseos
arrebatados y, en ese momento, aparecía la imagen del sacerdote, enhiesto, sobre ella, como un
desenfrenado macho cabrío, poseyéndola y fundiéndola en su carne pecadora. Quedaba rendida,
exhausta. Después, confundida, al oler sus dedos, quedaba maravillada con ese poderoso olor de
sal y frutas marinas que emanaban de su cuerpo.
Para que no fuera dolorosa la ceremonia de la desfloración –maestro del amor- el cura la deleitaba
con besos y arrumacos juguetones, susurros suplicantes y diestros manoseos; ella respondió
plenamente emocionada; entonces se mordieron, se lamieron, se hurgaron desaforados en la
marisma del amor, toda la tarde, sin reparar en la hora que era ni en el frío que reinaba. Sólo ellos
existían en el mundo. Tanta fue la eficacia de la ceremonia de provocación que la beldad morena
sintió que se abría plenamente como una flor carnívora para atraer al cura como un insecto,
tragárselo plenamente y sentir en sus entrañas sus arremetidas inacabables. Estaba
completamente desnuda bajo la luz dorada que se filtraba por las hendijas de la puerta. Diego
sintió que la sangre se le convertía en fuego impetuoso y alargó sus manos temblorosas hasta
colocarlas sobre su largo cuello lúbrico. Dominada por una desconocida energía poderosa que la
ahogaba, ella no sintió ningún dolor en la penetración, más bien sí una insuperable delicia al sentir
el licor de vida en sus entrañas. Este fue el día más memorable de sus existencias. Ambos lo
recordarían en sus ínfimos detalles.
Desde entonces, aquel amor prohibido se convirtió en irrefrenable entrega pasional, desbocada y
monstruosa, que ya no conoció límites. Los mozos del pueblo que seguían los pasos de la joven
descubrieron sus citas y urdieron una historia fantasiosa que ha quedado como leyenda en el
imaginario del pueblo minero. Dice: “Una noche, desde su escondite fabricado ex profeso, los
jóvenes la vieron llegar sigilosamente para abandonarse a los ávidos brazos del cura, su amante,
para una brutal y satánica confrontación de deseos desbocados y abyectos. Desnuda ya, con las
carnes palpitantes y tentadoras, acometida de transpiraciones y temblorosos ahogos, se entregaba
lasciva y febril a los dictados carnales del cura que respondía agresivamente, apoderándose de
aquel racimo de carne lujuriosa que bajo él palpitaba incontenible. En estas circunstancias –la
mirada desorbitada y babeante de deseo de los curiosos – vieron que a la mujer le emergían
orejas y cola, en tanto su cuerpo se cubría de espesa pelambre blanca. ¡Se había convertido en
briosa mula blanca…!. El cura se cubrió totalmente de pelambre negra, un rabo y dos cuernos en
la frente. Sudoroso, infatigable y lúbrico, montaba a la mula que, encabritada, trataba de echar por
los suelos a su jinete. Tal parecía que aquello no terminaría nunca. A medianoche, los ojos
relampagueantes y los belfos babeantes de lujuria, el cura abrió la puerta e hincó las espuelas en
los ijares de la mula que, en desenfrenado galope se echó a correr por los empedrados de
Chaupimarca, las alturas de Matadería, los oconales del Misti, las faldas de Shuco, las lejanas
estribaciones de Paragsha. Sólo con el sonoro canto del gallo terminó aquel satánico aquelarre.
A partir de entonces, todos los días, a la medianoche se repitió el hecho.
Con el tiempo el cura no sólo fue perdiendo fuerzas y color, sino también feligreses. La joven
mujer, lánguida y con las carnes flácidas, ayer erectas y frescas, era evitada por las gentes del
pueblo.
Una noche de luna, apesadumbrados por su pecado del que ya nunca pudieron renunciar, se
entregaron a un desenfrenado torneo de equitación, afiebrado y loco, recorriendo jadeantes las
desiguales calles cerreñas y en el clímax de la desesperación, frenéticos y desesperados, se
introdujeron en la laguna de Patarcocha de donde nunca más salieron. Aseguran, que a partir de
entonces -como castigo divino- toda mujer soltera que convive con un cura, se convierte en mula
blanca; si fuese casada, en mula negra. Eso es lo que asegura el pueblo”.
La verdad, es otra.
Avergonzados de tanta barbaridad carnal, cura y amante, decidieron huir del pueblo a un lugar
donde nadie los conociera. Por esos años, los ricos mineros buscaban conquistar la selva para
traer sus productos que compensen las necesidades de sus obreros. Aprovecharon la oportunidad.
Disfrazados y separados uno del otro -cada uno por su lado- se embarcaron en las caravanas que
iban a oriente. No les fue difícil. Allá, en las enmarañadas selvas, se encontraron. Fray Sancho,
conocedor de las debilidades humanas, jamás se pronunció al respecto.
fin
04 SÁBADOABR 2015
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Cerro de Pasco,LEYENDAS
La llegada
de un joven cura para ayudar a fray Sancho en nuestra primera iglesia y los enredos
amorosos en los que se vio envuelto para hacer nacer en el imaginario del pueblo minero la
leyenda de la Mula Blanca de Santa Rosa.
Un día se presentó con su mezquino atadillo de ropas y un envoltorio de libros. Dijo llamarse Diego
de Albornoz. Alto, guapo, con risa abierta y sonora voz de tenor, perfecta para animar misas y
predicar la palabra del Señor; espaldas de labriego, oscuro pelo rizado, nariz romana y ojos de
gato que le dotaban de un enorme atractivo. Venía a ponerse a órdenes del fraile franciscano a
quien explicó que cumpliendo lo ofrecido el arzobispo Toribio de Mogrovejo lo enviaba como
ayudante en la flamante iglesia de Santa Rosa. Bien lo necesitaba fray Sancho de Córdova. Tenían
que batallar en una ciudad donde abundaban las casas de juego y los bares decorados con
imágenes de sicalípticas hembras calatas. Los comercios vendían dagas, puñales y demás armas,
como pan caliente. La propiedad de la mina era mucho más valiosa que la vida. Diariamente se
recogían cadáveres cosidos a puñaladas y no eran pocos los días en que nos se registraran
gigantescas bataholas con muertos y heridos. Con el correr de los días fueron sentando sus reales
los especuladores, leguleyos, predicadores, jugadores profesionales, bandoleros y emperifolladas
madamas con sus pintarrajeadas niñas de vida alegre. Había mucho que hacer en la ciudad minera
donde las calles trazadas al desgaire, sin ninguna planificación, eran producto de la improvisación;
mezquinas y estrechas, que subían y bajaban por caprichosas sinuosidades del terreno; algunas
tan abruptas y llenas de barro que ni las mulas podían treparlas. Estaban delimitadas por recios
muros como fortalezas infranqueables que resguardaban las minas. Las lluvias frecuentes las
habían convertido en un pantano cubiertas de basura, botellas rotas y demás desperdicios que
atascaban los carretones, donde se requerían de tablones para cruzarlas. El clima era tan
inconstante que tras las lluvias, granizadas o nevazos, soplaba un agresivo viento que, limpiaba las
nubes del cielo que comenzaba a verse azul en su más pura intensidad. La heterogénea multitud
de mineros pululaba presa de una frenética actividad, tropezando con materiales de construcción,
barriles de dinamita, carretones o con enormes piaras de llamas que venían de las “quebradas”
trayendo las cosechas en medio del agudo silbo de sus arrieros. Por el centro se levantaban
algunos sólidos edificios, pero eran muy pocos; el resto era un amasijo de viviendas provisionales,
casuchas de paredes de barro y techo de paja. No existían acequias ni alcantarillas. El agua para
beber la sacaban de la laguna de Patarcocha. Tanta era la plata que los querubines, ángeles,
arcángeles y milagros de los oratorios, avíos de montar, cubiertos y utensilios de uso casero, hasta
las tintineantes espuelas nazarenas de los jinetes cerreños, eran fabricados con el blanco metal.
Los plateros eran incontables. En cincuenta y tres años de proficua saca, al nuevo emporio se le
comenzó a llamar: El nuevo Potosí. El siglo siguiente se van sumar más de doscientos “agujeros
de plata”. Los “aviadores” –proveedores de dinero y avíos mineros- aprovechan la coyuntura
económica, solventando gastos de arriesgados buscadores y bajo la garantía de sus denuncios, se
adueñan de innumerables pertenencias. A medida que crecía la ciudad iba tomando una fisonomía
de notables contrastes. Todo aquí era extremo. La riqueza fantástica y la pobreza extrema. Había
palacetes o rancherías. No había término medio. El insoportable orgullo de la aristocracia europea
y criolla alta y la rendida sumisión de un pueblo mayoritariamente pobre al que la dura férula
española había humillado hasta convertirla a la dolorosa condición de esclavo. En las noches, en
garitos misteriosos y cómplices, los mineros, hacendados y comerciantes, juegan no sólo dinero,
sino también propiedades, haciendas, mujeres y honras. El trabajo es implacable para los japiris,
pero la borrachera también lo es; tras el cobro de sus salarios los sábados por la tarde, acuden en
masa a las chinganas, bebederos populares en las que se emborrachan hasta encender dormidos
ánimos de reyerta y libertinaje; luego salen a las calles gritando y buscando pendencia con los
trabajadores de otras minas. Los enfrentamientos son infinitos y escandalosos con mucha sangre
de por medio, con uno o varios muertos cada semana. La mayoría termina la borrachera en los
burdeles, continuándola el domingo; el lunes por la tarde, se rendía y, descansaba. El martes
retornaba al trabajo como si nada. Un poeta popular dijo entonces.
CONTINÚA…..
EL PISHTACO
19 JUEVESMAR 2015
POSTED BY PUEBLO MÁRTIR IN LEYENDAS, PASCO
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Cerro de Pasco, el pishtaco
Este fue un aterrador personaje que asoló hace muchísimos años el ámbito de nuestro
Quienes lo habían visto aseguraban que se trataba de un gigante. Una bestia enorme que poseía
una fuerza sobrehumana a la que nadie podía vencer ni siquiera enfrentarse para competir con
ella. Que era sobrecogedor su aspecto terrorífico de gringo mofletudo, colorado, de ojos claros y
greñas rubias que caían sobre sus hombros en desordenadas guedejas como melena de león.
Bastaba con mirarle a los ojos sanguinolentos y legañosos, rodeados de espesas y rojizas barbas
hirsutas para quedar inmóvil, pegado al suelo, sumido en un terror paralizante. Tal el pavor que
producía. Además de sus ojos terroríficos lo que más impresionaba era su cuerpo ciclópeo de
enormes proporciones con los que Dios podía haber hecho varias personas normales. Nunca se
había visto nada igual en el pueblo minero. Sus manazas eran descomunales, provistas de una
uñas negruzcas, como garfios poderosos. Sus espaldas enormes como lomo de buey. Sus piernas
patizambas abiertas y cansinas que le daban una apariencia simiesca. Iba vestido con ropa minera.
Los únicos que vivieron para describir su fatídico aspecto lo habían visto protegidos por las
sombras de la noche en que deambulaba en busca de sus presas.
Se aseguraba que había aparecido aquella época en que los mineros extranjeros estaban
desesperados por las inundaciones de sus minas. Ingleses, franceses, croatas, italianos, húngaros,
polacos, ya habían hecho todo lo posible para evitar estos aniegos internos pero ningún
procedimiento lo evitó. La desesperación cundió hasta obligar a muchos a pignorar sus minas a
precios irrisorios ante los “aviadores” italianos que en un santiamén se adueñaron de ellas
enriqueciéndose notablemente.
Aseguraban los aterrorizados testigos de sus andanzas que el modo de actuar del “pishtaco” era el
siguiente: Esperaba, aprovechando las sombras de la noche o la soledad de los parajes solitarios
durante el día, a hombres o mujeres que se aventuraran a desplazarse solas para atacarlas sin
piedad. Las aprisionaba con sus brazos descomunales inmovilizándolos hasta dejarlos sin resuello,
luego, de un solo tirón les quebraba el cuello. Una vez muertos transportaba el cadáver sobre sus
hombros hasta una cueva de las alturas de “Shuco”. Allí utilizando sogas y resistentes tablones,
colgaba el cuerpo atado de las piernas. Inmediatamente, debajo del cuerpo encendía una gran
cantidad de velones y cirios que, por su número, originaba un sofocante calor que conseguía, tras
largo tiempo, la caída de un fino aceite que caía sobre unos recipientes debidamente colocados
debajo del cadáver. Ese era el motivo del crimen. Conseguir ese aceite, que a decir de los
entendidos, no sólo era muy fino sino el único que podía hacer funcionar a la perfección cualquier
tipo de máquinas, especialmente las traídas por un inglés para desaguar las minas cerreñas.
Se
aseguraba, para dar más patetismo a los relatos, que después de embotellar el aceite que no era
poco, el “pishtaco” se comía los restos del cadáver como única manera de conseguir impunidad.
Con especial fruición le extraía los ojos, la lengua y el corazón para que no delate a los brujos el
lugar del sacrificio, enmudeciéndole para que no rebele donde había muerto, ni dónde ni quién era.
De esa manera conseguía la impunidad.
A partir de entonces, la historia del “pishtaco”, viajó por gran parte de nuestro territorio llevado por
los obreros que habían trabajado en nuestras minas. Se extendió desde la zona de Conchucos
hasta Huancavelica y una parte de la selva, zona de influencia de las nuestras minas. En aquellos
lugares las gentes ya no caminaban de noche por las solitarias calles por el terror de lo que se
contaba.
EL ILLA
12 MIÉRCOLESNOV 2014
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Cerro de Pasco, Cesar Perez Arauco, Folclore de Pasco, mitos y tradiciones
“En la brumosa hora que fluctúa entre la culminación de la noche y mágico instante del amanecer,
aparece el illa. Los manantiales constituyen su escenario preferido. Los animales le ven
claramente –los únicos que están facultados para ello- por eso el mugido de una vaca o el balido
de una oveja, anuncian que está llegando”
“Es en ese momento propicio –dice le tradición– uno debe ir silenciosa y respetuosamente
llevando un poco de sal en la mano izquierda para arrojarla sobre el manantial en el momento
oportuno. En ese brevísimo instante, quieras o no, tú sentirás una fuerza de poder milagroso que,
entrando por tu cabeza, se apodera de todo tu cuerpo, de tu “Yachag” o poder interior. Es el Illa”. -
Afirma el “Garashipo”, código ancestral que contiene la sabiduría de nuestra raza-. Continúa con su
explicación y remata: “Es la energía mágica que nos llega del cosmos para aumentar nuestra
capacidad. Irrumpe en nuestra vida desde la oscuridad de la noche para ser la luz del día astral
que nos iluminará poderosamente. Es el momento del nacimiento en que se sale de la paccarina
o fuente matriz hacia la luz. Eso lo saben los viejos aunque no lo digan. Son madrugadores
porque saben que el Illa llega con el Punchao, primeros rayos de sol que irrumpen en el momento
que la noche deja su espacio al día. Esta es la razón porque nuestros viejos, para poder recibirlo,
se levantan antes que el Punchao haga su aparición. Esa energía cósmica ayuda a reflexionar y
captar mejor las enseñanzas del mundo. Por eso es que nuestros antepasados lo veneraron y
ahora son los viejos los que guardan este culto”.
“Se recomienda -como hace milenios- que hay que esperar los primeros rayos con la mirada
dirigida a las montañas donde emerge el sol. Cuando hace su aparición, se debe inclinar la
cabeza, reverente. Por la parte superior del cráneo entrará una ráfaga de luminiscencia inigualable
mediante la cual se obtendrá el conocimiento que es la iluminación, el saber. Es el Illa. Este es un
ritual espiritual que nos enseña la humildad y el respeto a la vez”.
“Ese instante es sagrado. Al comienzo de la jornada, como una luz resplandeciente colmada de
magníficos colores, alegrará nuestro espíritu en la mejor de las formas. Nuestras ideas serán más
claras, nuestros proyectos más fáciles de realizar y nuestro entusiasmo se hará abrumador. Por
eso el hecho de entrar en meditación es conocido con el nombre de, Illay, en quechua. En todo
caso, el Illa debe sentir que tú lo estás recibiendo con afecto para que sea tu compañía y no tu
prisionero”.
“La fuerza del Illay tiene tal magnitud, que todo lo que hagas estará coronado por el éxito. La
ganadería se hará próspera y las enfermedades jamás visitaran a tus animales. Esos colosales
poderes lograrán que tus animales estén protegidos por fuerzas vigorosas y desconocidas. Los
ladrones jamás podrán arrebatarte tus pertenencias. Habrá mucha felicidad en tu casa. El Illa ha
levantado una mágica coraza indestructible que hay que saber mantener con las buenas acciones
diarias”.