El machismo, en su grado superlativo, es de constitución autoerótica, en lugar de, como
creen algunos, marcadamente heterosexual o de homosexualidad enclosetada. La prueba de
ello es el denominado “cacorro”: el hombre que, a pesar de su muy marcada tendencia a penetrar hombres, no se le toma por “maricón”. De esto se infiere que el cacorro puede taladrar cuanto se le antoje sin perder su estatus de varón, siempre y cuando no pierda la posición dominadora, la posición de ser dador de verga (el regalo); es decir, es una activofília porque lo que desea no son las características del portador del hoyo, sino su propia posición dentro del acto, la satisfacción de la pulsión de apoderamiento, por lo general con un grado superior a la media de sadismo. Comprendiendo lo anterior se entiende por qué la máxima figura del falocentrismo es Prometeo, que etimológicamente es “perforador”, “taladrador”. Como se sabe, cuando se dice que Prometeo dio el fuego a los hombres, este supuesto “fuego” es en realidad muchas cosas: la ciencia, la habilidad para la adivinación, la técnica para labrar la tierra, el arte, etcétera. Prometeo es el dadivoso, el que otorga. Se entiende que en la mentalidad prometeica el sentirse “dador del fuego” es lo que determina “el hincharse como titán”, o lo que es lo mismo, la parola, la tumescencia, tenerlo como roca, como la roca a la que está encadenada el héroe. En el cine, dos famosos activofílicos pueden ser el yupie con fantasías sádicas de Psicópata americano, por la escena en que se mira al espejo mientras folla con dos prostitutas, y Oswaldo Mosley de Peaky blinders, que repite el gesto y folla rabioso mientras se mira la cara, con tenaz fijeza, en otro espejo. También podría mencionarse la película El faro, solo que en esta sí tomaron la inclinación prometeica como homosexual (en este caso, una homosexualidad reprimida).
¿Por qué razón a Jesús siempre se le representa con la complexión de un marihuano o de un
hippie gringo mochilero de esos que reparten tarjetas que dicen “di no al comunismo”? Me parece raro, sobre todo, porque Jesús era de buen comer. Se decía de él que “comía como descosido y bebía como cosaco”. Algunos incluso cuestionaban que no se sometiera a los mismos rigores dietéticos que Juan el Bautista, el loco del desierto. Al segundo sí se le puede entender su físico de vagabundo, ¿pero a Jesús? ¿No cabría la posibilidad de ciertos cachetes y ciertos rollos? ¿Unas tetas marcadas en la túnica sin costuras? ¿Al menos una panza de flaco, como la mía? Esta iconografía desgalamida es tan rara para mí como este otro hecho: que la ofrenda de las eucaristías sea esa minúscula hostia de fino pan valemierda, en lugar de un señor mogollón de mil pesos, o algo así. Ni hablar del vino escatimado que reemplazan con el cunchoebabas del sacerdote. ¿En qué momento pasaron de ser “la sal de la vida” a la religión del hambre? Esta inclinación anoréxica, a la que Nietzsche llamaba nihilismo, no puede más que incomodar a todo el que no es cristiano, como en esa escena de Charlie Chaplin en la que una devota se le sienta al lado y él se siente profundamente fastidiado por el sonido de sus tripas.