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RESUMEN EL HIPOCAMPO DE ORO

La historia sucede en una aldea de pescadores, donde vivía la señora Glicina, la única mujer blanca
entre pobladores indígenas. Era todavía joven, bella y llena de vida, pero estéril. Vivía acompañada
de una tortuga obesa. Un día recibió la visita de un navegante con apariencia de gallardo caballero,
con quien tuvo un idilio fugaz que duró solo una noche, pues a la mañana siguiente aquel partió
raudo en su nave. Desde entonces Glicina era conocida como la viuda de la aldea.
Pasaron tres años, tres meses, tres semanas y tres días y al cumplir este tiempo Glicina se
encaminó por la orilla hacia el sur. Se encontró con un pescador de perlas quien le recomendó que
no siga porque en esa época, al caer la noche, salía el Hipocampo de oro en busca de su copa de
sangre, dejando huellas fosforescentes en la arena. Después encontró a un pescador de corales,
quien le previno que a esa hora salía el Hipocampo en busca de ojos; le indicó también que un
silbido estridente precedía a su aparición. Más adelante encontró a un niño pescador de carpas y
éste le contó que el Hipocampo de oro salía en busca de azahares de durazno de las dos
almendras, y que un pez con alas luminosas precedía su aparición.
Todo lo que habían advertido los pescadores se cumplió: al caer la noche apareció el Hipocampo
de oro, quien se puso a llorar desconsoladamente llamándose rey desdichado. Glicina, que le había
esperado sentada a la orilla del mar, le preguntó por qué era desdichado siendo rey. El Hipocampo
le respondió que, aunque sus súbditos le daban todo lo que tenían, incluso la vida, no podían darle
una total felicidad, pues debido a su extraña conformación orgánica tenía que proveerse de nuevos
ojos cada luna, los cuales debían ser muy bellos. También necesitaba de una nueva copa de
sangre, que era lo que le daba brillantez a su cuerpo. Otra cosa que precisaba era azahar de
durazno de las dos almendras, que era lo que le daba el poder de la sabiduría. De otro modo sería
el último de los peces pues carecería de belleza y elocuencia. Por eso es que su vida era una
sucesión de dolor y felicidad. De no obtener esos tres dones no podría volver a su reino y moriría
irremediablemente, no bien saliera el sol.
Glicina le preguntó al Hipocampo qué daría a cambio de las tres cosas que necesitaba. El
Hipocampo le respondió que cualquier cosa, incluso el secreto de la felicidad. Para Glicina la
felicidad consistía en el amor que trae consigo un hijo. Le contó entonces al hipocampo su historia,
cómo en una sola noche amó a un caballero que parecía un príncipe rutilante, quien al despedirse
le dijo que en el plazo de tres años, tres meses y tres días fuera hacia el sur, por la orilla del mar y
nacería entonces el fruto del amor de ambos. Así lo había hecho, y ahora estaba dispuesta a dar
sus ojos, llenar la copa de sangre e ir a buscar el durazno de las dos almendras, con tal que naciera
el fruto de su amor. El Hipocampo se alegró y le prometió que su hijo nacería, pero que antes
debería viajar hacia el oriente, cruzar un bosque y un río caudaloso, donde para llegar a la otra orilla
solo tenía que decir que «la flor de durazno de las dos almendras, la copa de sangre y las pupilas
mías son para el Hipocampo de oro». Lo demás llegaría solo.
Glicina partió de inmediato y tras cruzar el río se sentó bajo un árbol, muy cansada. Dijo en voz alta
que dónde estaría el durazno de las dos almendras; de pronto escuchó una voz que preguntaba
quién lo buscaba. Era el mismo Durazno, que informado del motivo del viaje de Glicina, entregó su
azahar de tres pétalos, que era lo más preciado que tenía; lo hacía, según dijo, porque el
Hipocampo había sido bueno una vez con él.
Glicina volvió donde el Hipocampo, cuando ya estaba a punto de salir el sol. El Hipocampo, que lo
esperaba lleno de angustia, le pidió la copa de sangre; ella se abrió el pecho y se cortó una arteria,
llenando con su sangre la copa que el Hipocampo bebió de un sorbo. Luego, ella le entregó el
azahar de durazno de las dos almendras, que el Hipocampo guardó en el corazón de una perla.
Acto seguido, Glicina se arrancó los ojos y los entregó al Hipocampo, el cual se los colocó en sus
cuencas ya vacías. Cumplida su parte, Glicina le pidió el hijo prometido. El Hipocampo le dijo que se
llevara el tallo del cual había arrancado los tres pétalos y que su hijo nacería en la mañana
siguiente. Le ofreció también duplicar la virtud que desease para su hijo y ella pidió que fuera la del
amor. El Hipocampo le concedió su deseo, pero le advirtió que moriría después que naciera su hijo.
Ella le agradeció de todos modos, pues valía la pena morir por lo que siempre había deseado: un
hijo. El Hipocampo se fue hacia su reino, en las profundidades del mar.

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