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23/5/2019 ::: ARGENTINA HISTÓRICA - la historia argentina :::

obras generales

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Héctor B. Petrocelli

CAPITULO 8 | 1. La generación del 80

Sumario: La generación del 80. Su filosofía. La educación. La familia. Conflictos con la Iglesia. La
integración nacional - Extensión de las fronteras. Problemas limítrofes. Con Bolivia. Con Brasil. Con Chile.
Con Uruguay. Organización de los territorios nacionales. Consolidación del gobierno nacional.

La República está cumpliendo el centenario de una época en que sus


destinos fueron conducidos por un grupo de dirigentes que integran lo que
comúnmente denominamos como «la generación del 80». Corresponde que
señalemos, en primer término, cuáles fueron los más encumbrados e influyentes
conductores de aquella Argentina que hacia fines de 1880 terminaba de resolver
tres grandes aspectos de su problemática circunstancial: el problema del indio,
aunque no plenamente, el de la fijación definitiva de su capital y el de la sucesión
presidencial del Dr. Nicolás Avellaneda, motivo de encarnizada lucha entre
tejedoristas y roquistas.

Roca será justamente la figura líder del grupo, acompañado por su


concuñado el Dr. Miguel Juárez Celman, coetáneamente gobernador de la
provincia de Córdoba y su sucesor en la presidencia de la Nación. Ambos fueron
los máximos responsables políticos, pero señalaremos algunos otros hombres
claves. El Dr. Eduardo Wilde, ministro de justicia e instrucción pública con Roca,
y del interior de Juarez Celman, cuyo pensamiento y cuya acción tanta
gravitación tuvieron en esa década. El Dr. Carlos Pellegrini, ministro de guerra y
marina de Roca, y que acompañara como vicepresidente a Juárez Celman.
Norberto Quirno Costa, Antonio del Viso, Wenceslao Pacheco, Dardo Rocha,
Victorino de la Plaza, Onésimo Leguizamón, Marcos Juárez, Ramón J. Cárcano.
Máximo Paz, son otras figuras de peso.

Hombres como Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, José Manuel


Estrada, Pedro Goyena, Miguel Navarro Viola y otros, no menos destacados,
debieran ser considerados integrantes de esta generación. Pero, ya sea por su
discrepancia con aspectos esenciales de la filosofía que sustentaran los
mencionados primeramente, que le dio tono y estilo a la época, ya sea porque en
la mayoría de los casos no detentaron el poder en la medida que permita
señalarlos como responsables del acontecer político-institucional y económico-
social en que estuvieron inmersos, sus nombres no resultaron tan
representativos de la época mencionada. Por el contrario, en aspectos esenciales
aparecen como opositores de principios y conductas, apotegmas y actitudes que
normalmente se atribuyen a su generación, que enjuiciaron severamente.

Su filosofía

Sarmiento, cuyos escritos tanto pesaran en los exponentes humanos del


‘80, refiriéndose a Herbert Spencer, le afirmaba en carta a Francisco P. Moreno,
de abril de 1883: «Bien rastrea usted las ideas evolucionistas de Spencer que he
proclamado abiertamente en materia social... Con Spencer me entiendo, porque
andamos el mismo camino»639.
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Eduardo Wilde, por su parte expresaba: «Las ideas spencerianas hicieron


su aparición en el gobierno de Roca, en la memoria del ministro de Instrucción
Pública, Justicia y Culto y más que por su novedad, por su justicia, fueron
favorablemente recibidas e hicieron camino... Herbert Spencer, ahora, la
potencia intelectual más grande en el mundo y el cerebro más erudito de la
tierra!»640.

Spencer (1820-1904), ejerció decisivo imperio en la mente de los hombres


del ’80. El positivismo básico de su esquema filosófico lo adquirió de su
predecesor, el francés Augusto Comte (1798-1857)641, otra de las luminarias de
esos políticos argentinos 642.

Comte afirma esencialmente que el único objeto de la ciencia es lo positivo,


esto es, lo real y útil, cierto y preciso, relativo y orgánico; en una palabra,
exclusivamente lo que cae bajo la percepción de nuestros sentidos 643. Desecha
por lo tanto la edad teológica o religiosa, y consiguientemente la revelación como
fuente del conocimiento. Rechaza asimismo la edad metafísica negando que el
hombre pueda explicarse los fenómenos cósmicos a través de entidades
abstractas: almas, causas, potencias, etc., con lo que impugna la propia
posibilidad de una metafísica. La edad positiva es la única científica; en ella el
hombre alcanza el conocimiento a través de la experiencia, consignando con
precisión matemática las relaciones entre unos hechos sensibles y otros hechos
sensibles, llamando a dichas relaciones leyes naturales. No hay Dios, no hay
alma, no hay trascendencia, no hay teología ni metafísica válida. Hay solamente
ciencias experimentales, y entre las mismas la sociología es la que aspira a
mejorar la vida comunitaria. Ella estudia las condiciones generales de la vida del
hombre en convivencia con los demás: la estática social; y las leyes de la
evolución o progreso de la sociedad humana: la dinámica social.

Es precisamente este elemento de la filosofía comtiana, la evolución, el


progreso, el que impresiona vivamente a Spencer. Confirmando el cerrado
positivismo de Comte, concibe el origen del cosmos como la condensación de la
nebulosa primitiva, constituyéndose así el sistema solar. En éste, la combinación
mecánica de los átomos simples origina moléculas compuestas, y la
concentración y complicación de éstas forman las primeras células. Y así, en un
proceso de creciente complejidad y perfeccionamiento, aparecen las neuronas, la
sensación, la materia mental, y luego la percepción, la imagen, el concepto, el
juicio, el raciocinio 644. Surgen subsiguientemente formas de vida cada vez más
complejas: planta, animal, hombre, en lucha contra el medio ambiente para
adaptarse a él, y en lucha entre sí para poder subsistir: la lucha por la existencia.
El hecho de que el más fuerte prevalezca sobre el más débil, aparece como
conveniente, porque en ello le va al cosmos su mejoramiento.

Esta concepción spenceriana relativa a la evolución de la sociedad posee los


siguientes caracteres: 1°) La evolución o progreso es un factor necesario; 2°) Es
meramente biológico, temporal y natural, y en consecuencia, sólo provoca mero
dominio del hombre sobre la naturaleza; y 3°) la concepción en sí es optimista. El
progreso es necesario, en cuanto no lo determina la voluntad libre del hombre,
sino que está impulsado por leyes de cumplimiento ciego e inexorable que
estimulan la constante transformación social. Es meramente biológico natural y
temporal, dado que no existiendo finalidad trascendente y espiritual, todo se
reduce en el hombre a una ascendente perfección somática que se da solamente
en el tiempo sin ninguna aspiración sobrenatural; no hay planos verticales sino
chata horizontalidad.

El progreso ineludible de las ciencias exactas, permite, por otra parte, un


creciente dominio de la naturaleza, fruto de la técnica. Unido este fenómeno al
permanente y automático desarrollo biológico cada vez más perfecto del ser
humano, se avizora una edad de oro para los habitantes de este mundo. De allí el

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optimismo exultante, que fue una de las características sobresalientes de


Occidente en la última etapa del siglo pasado y primera del presente.

Spencer no explicará cómo lo más perfecto puede ser causado por lo menos
perfecto, cómo el proceso puede moverse sin que nadie lo impulse, cómo pueden
existir leyes portentosas sin legislador inteligente. Pero su filosofía se adaptaba al
liberalismo exigido por las fuerzas del mercado, para superar resabios de
conciencia que no querían admitir que los endebles pudieran quedar a merced de
los poderosos.

Su esquema mental se ajustaba al espectáculo de la física, la química, la


mecánica, la patología, la etiología, todo el ámbito de la ciencia, modificando las
condiciones de la vida humana y la propia faz del planeta, creando una atmósfera
de ingenuo y soberbio convencimiento de que el dolor humano producto de la
guerra, la pobreza, la enfermedad e incluso la muerte, serían a breve plazo sólo
un triste recuerdo.

Los apotegmas spencerianos se acomodaban a la tendencia a liquidar


valores tradicionales, que aparecían corno criminales tijeras que pretendían
cortar las alas del hombre en su vuelo hacia un futuro, donde campearían
soberanos la lucidez, el placer, la seguridad. Se conciliaban con la euforia
ambiente, convencida de que el hombre-dios acabaría con el mismo Dios,
enredado y exánime en las redes de ese progreso matemático indefinido,
irrefrenable. Con esta ideología como herramienta de trabajo, se comprende el
por qué del quehacer de nuestra dirigencia política del ‘80.

La educación

En el pensamiento comtiano, las edades teológica y metafísica estaban


superadas, y según Spencer, las inflexibles leyes del progreso no tenían una
finalidad trascendente, cuyo motor pudiera ser el amor practicado por el hombre
libre en tránsito hacia su destino superior, como es básico para nuestra cultura
de signo cristiano. Para estos positivistas, el progreso persigue un objetivo
inmanente al propio sistema que sirve: un mero perfeccionamiento biológico y
mental del hombre en un plano terráqueo, cosa que se logra mediante la lucha
por la existencia, idea que en Carlos Darwin (1809-1882), otro de los paradigmas
de la generación del ‘80, adquiere primordial significación 645.

Dentro de esta composición de lugar, si Argentina había sido introducida al


mundo greco-romano-cristiano por la Iglesia Católica, alma y nervio de la cultura
española y por ende de la hispano-criolla, resultaba presupuesto elemental para
que actuaran libremente esas leyes inexorables del progreso sin límites, hacia un
hombre más racional y una sociedad más civilizada, eliminar el obstáculo que
representaba la identificación existente de la sociedad vernácula con el dogma y
las normas de vida del catolicismo.

Los hombres de la generación del 80 bebieron en las aguas del pensamiento


de Echeverría, para quien, como vimos, el papado era el Anticristo, y en los
países católicos la conciencia era esclava 646; y en las de Sarmiento, que
acompañó decididamente a esa progenie en sus proyectos y realizaciones en
materia cultural y de instrucción pública, y que tanto pesó intelectualmente en
ella. Sus escritos contienen pasajes de extrema dureza respecto de la institución
que pusiera en funcionamiento en nuestras tierras valores y entes que aun hoy
nos son vertebrales. El sanjuanino consideraba a Córdoba «la provincia más
atrasada, más ignorante, como resultado de tres siglos de educación jesuítica,
franciscana, conventual», porque consideraba que «la educación clerical,
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monacal, de monjas y frailes mata la inteligencia y la estorba desenvolver su


capacidad»647, y elucubraba protestantinizar a la Argentina, para hacerla salir del
catolicismo: «Para que los pueblos salgan de la vieja Iglesia Romana no hay
como hacerlos entrar en las viejas ideas de la Reforma», porque había observado
en Europa, que «las sectas protestantes son las mil puertas para salir del
cristianismo»648.

Con este mentor no es raro, que Roca, tan prudente en sus expresiones, en
cartas a Enrique B. Moreno, de junio de 1884, dejara estampados estos
conceptos: «Los jacobinos de sotana pretenden gobernar a los pueblos con el
hisopo y la hoguera en plena luz del siglo XIX. ¡Bárbaros!»649. Su mano derecha
en el campo de la instrucción pública, Eduardo Wilde, usaría conceptos aún más
contundentes y directos: «¿Que es la religión? Un cúmulo de necedades con olor
a incienso»650.

Juárez Celman también tiene frases que descubren su transitar por los
mismos caminos. Así, en pleno Senado de la Nación –con motivo de las medidas
tomadas en 1884 contra el Vicario Clara– explicaba que «el Poder Ejecutivo ha
procedido dentro de sus propias y exclusivas facultades defendiendo la
civilización contra el fanatismo, la libertad de conciencia contra el exclusivismo
de las sectas, la soberanía nacional en fin, contra las invasiones de un poder
extraño, que no por carecer de cañones es menos peligroso»651.

Podrían multiplicarse las citas que demuestran la posición mental de los


responsables políticos en la década del ‘80 respecto de una temática tan crucial.
Pero conviene ahora que hagamos referencia al haz de medidas que aquellos
responsables, toman en materia tan delicada como la de reorientar las pautas
culturales de la República.

La más importante de todas, la que más honda huella dejó en el ser


nacional, fue sin lugar a dudas la implantación del laicismo en la enseñanza, con
la sanción de la ley nacional no 1.420 en el curso del año 1884. No haciéndose
eco del llamado que imperaba de las entrañas espirituales de la tierra, de
fidelidad a las líneas maestras de sus esencias históricas, a la cultura propia, sino
respondiendo a las exigencias del cosmopolitismo que nos invadía, se plagió una
ley extranjera dictada en Francia en 1880.

Fue obra del ministro de Instrucción Pública, Julio Ferry, bajo el acicate de
las logias secretas francesas cuyo Gran Oriente, en 1877, había decidido suprimir
toda mención del Gran Arquitecto en sus documentos 652. La ley n� 1.420
desterró la enseñanza del dogma y la moral católicos en las escuelas del Estado
nacional dentro del horario de clases. Dejaba dicha enseñanza de ser asignatura
de promoción, pretendiéndose paliar la crudeza de la determinación, con el
permiso para que ella se dictara antes o después de las horas de clase por
ministros autorizados de los distintos cultos.

La ilustración en los principios cristianos dada en los colegios, que tanto


encarecieron Belgrano, San Martín y demás próceres fundadores de la
nacionalidad, ahora sólo podría brindarse fuera del horario escolar sabiéndose de
antemano de la impracticabilidad de la permisión, además de que no existían
ministros en cantidad suficiente para impartirla.

Lo sustancial para la formación humana de nuestros niños se soslayaba.


Ellos conocerían el mundo de los números, de las letras, de los animales, de las
plantas, de los astros. Harían incursiones en el pasado de las sociedades
humanas, se internarían fugazmente en los vericuetos de la química; la anatomía
o la higiene. Se asomarían a la comprensión de las lenguas extranjeras y
aprenderían a manejar las cartas geográficas. Pero se los sentenciaba a ignorar su
propia identidad humana, el significado de su existencia: origen del hombre,
sentido del peregrinar en esta vida, finalidad trascendente, normas que regulan
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ese peregrinar y que permiten la obtención de una convivencia justa y pacífica,


todos presupuestos indispensables para la obtención de la felicidad.

Se condenaba a nuestros párvulos y adolescentes al desconocimiento de los


elementos fundamentales que hicieron la cultura hispano-criolla, hija de la gran
cultura greco-romana-cristiana. ¿Cómo habrían de inteligir e interpretar los
fundamentos de dicha cultura, que era la propia, si se les escamoteaba el
conocimiento de la trayectoria histórica, misión y enseñanzas de la iglesia
Católica, verdadera protagonista del proceso que la fundara? ¿Cómo habrían de
explicarse el pasado nacional los hijos de esta tierra, sin nociones sobre los
principios fundadores –enseñados desde 1536, con la primera fundación de
Buenos Aires, hasta 1884, en todos los institutos educativos de todos los niveles–
que fueron piedra basal de la convivencia humana civilizada en el Río de la Plata?

Cuando los más conspicuos representantes de la generación directiva del


‘80 dentro del Congreso de la Nación, Eduardo Wilde, Onésimo Leguizamón,
Luis Lagos García, Delfín Gallo, Emilio Civit, y fuera del parlamento, Domingo F.
Sarmiento y Bartolomé Mitre, éste a través de su diario «La Nación», se
convertían en abanderados del laicismo escolar, estaban preparando sin
sospecharlo la época en que multitudes formadas en la escuela sin Dios y sin
enseñanza moral, habrían de preceder sus manifestaciones por la bandera roja
en sustitución de la bandera de Belgrano, y habrían de entonar en sus
concentraciones la «Internacional» en lugar del Himno Patrio. Estaban dándole
posibilidad impensadamente al cuadro que Estanislao S. Zeballos, uno de los
diputados que en 1884 votara la enseñanza laica, presenciaba en 1919 con motivo
de la «semana trágica»: «Uno de los espectáculos más graves y dolorosos de
estos sucesos ha sido la presencia de grandes masas de niños entre 12 y 14 años, y
algunos de mayor edad, que formaban los elementos más numerosos y activos
del desorden y del delito, dirigidos por grupos de huelguistas adultos. Estos niños
iniciaban el asalto a los automóviles, a los tranvías, a los conventos, a las
armerías, a los vehículos y a las mismas autoridades armadas... El fenómeno no
ha sido aislado, se ha producido en todos los barrios de la ciudad, de modo que es
desconsolador saber que esos millares de niños serán los ciudadanos del futuro...
La mayor parte de estos niños han concurrido o concurren a las escuelas del
Estado y el hecho comprueba una vez más el fracaso de nuestro sistema de
educación»653. ¿Qué no hubiese escrito Zeballos en nuestros días, con el auge que
está tomando la violencia, la drogadicción, las violaciones y el delito entre
nuestros menores?

Paradójicamente, la génesis del dictado de la ley n� 1.420 comenzó con la


designación, por el presidente Roca, de Manuel D. Pizarro, católico ejemplar,
como ministro de justicia, culto e instrucción pública. La labor educativa de
Pizarro fue eficiente: abogó por la instauración de la enseñanza técnica, propició
la creación del Consejo Nacional de Educación.

Fue también de su iniciativa la reunión de una asamblea de profesores,


maestros y peritos en educación, llamado Congreso Pedagógico, que habría de
estudiar el estado de la educación en la República y de la legislación respectiva en
vigencia. Desde las primeras sesiones se tuvo la certeza de que se asistía a un
enfrentamiento entre dos tendencias opuestas en lo educativo: la liberal y la
católica. Unos, los primeros, apoyando el laicismo en la educación, esto es,
excluyendo de ella la enseñanza religiosa, y los segundos propiciando no se
innovara en lo que era la tradición más enraizada y lejana, esto es, la enseñanza
del dogma y la moral del catolicismo en las escuelas públicas. Para evitar el
fracaso del Congreso, se aprobó eliminar de los debates la cuestión de la
enseñanza laica y de la enseñanza religiosa. Al no ser respetada esta decisión por
el sector laicista, numerosos congresales católicos se retiraron del Congreso.

Un esos días, el ministro Pizarro fue sustituido por Eduardo Wilde, notorio
anticlerical, incrédulo, y por ende, laicista.
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En las sesiones del año 1883, la Cámara de Diputados debió abordar la


sanción de una ley sobre educación común que rigiera en Buenos Aires, ciudad
que ahora era capital de la República y sobre la que ejercía jurisdicción el
Congreso. Esta Cámara tenía en carpeta el texto de un proyecto aprobado en el
Senado, que había presentado Pizarro, en el que la religión se hallaba entre las
asignaturas de curso obligatorio, menos para los niños cuyos padres así lo
decidieran. Pero la comisión respectiva de la Cámara propició una enmienda al
proyecto de Pizarro, que eliminaba la enseñanza de la religión durante las horas
de clase y como materia de promoción. Ardorosamente debatida, fue aprobada.

El Senado consiguió rechazar la reforma. Al año siguiente, el proyecto


volvió a la Cámara de Diputados quien insistió con la enmienda. Como el Senado
no logró obtener los votos necesarios para oponerse nuevamente, el 8 de julio de
1884 quedó sancionada la ley de educación común no 1.420.

Los periódicos católicos «La Unión» y «La Voz de la Iglesia», encabezaron


la protesta ante este atentado cultural. Los católicos se movilizaron en todo el
país, antes y con posterioridad al dictado de la ley, para hacer oír sus puntos de
vista defensores de la enseñanza tradicional, que ahora se avasallaba,
conjuntamente con el precepto constitucional que asegura a los argentinos la
libertad de enseñanza. Estrada, líder de la resistencia católica, fue destituido de
sus cátedras en el Colegio Nacional y de su cargo de rector en el mismo
establecimiento.

En el debate de la ley, el argumento principal de los partidarios de su


implantación, fue la necesidad de no crearle problemas a la inmigración
disidente, flojo argumento de Onésimo Leguizamón, en tanto podría haberse
establecido el carácter optativo de la enseñanza religiosa, como lo había hecho la
ley de la provincia de Buenos Aires de 1875. También se fundó en que no se le
podía exigir a los maestros enseñaran una religión con la que no comulgaran.
Otra objeción fácilmente rebatible, en cuanto en esos casos podía apelarse a los
servicios de un maestro especial de religión, para dictar esta materia solamente.

Los argumentos de los católicos se apoyaron en los postulados de la


Constitución Nacional: sostenimiento del culto católico, libertad de enseñanza
del artículo 14, etc. En relación con el problema de los inmigrantes no católicos,
E. de Alvear dijo, que si bien el país ofrecía sus tierras a los inmigrantes para que
las trabajaran, esto no autorizaba una colonización o extranjerización de nuestra
cultura, en vez de bregar porque el extranjero se asimilara a ésta. En tanto, seguir
el criterio liberal, llevaría a suprimir, además de la enseñanza religiosa, todos los
rasgos característicos de la nacionalidad: instituciones, lengua, estilo peculiar de
vida y de pensamiento. La actitud de los inmigrantes era distinta: abrir sus
escuelas y sus templos, y conservar su historia, mientras «nosotros hijos
pródigos, tiramos a pedazos todo lo que forma en todos los países del mundo, lo
que se llama nacionalidad y patriotismo»654. Si éramos democráticos, cosa que
debíamos a nuestros antecesores católicos, era preciso respetar la mayoría
religiosa argentina y su tradición católica, según dijera el diputado Tristán
Achával Rodríguez; que lo que el país quería ser, debía buscarse en lo que el país
había sido, y en lo que en ese momento era. No se podía educar silenciando
categorías trascendentes y fundamentales para la República, ni aceptar la
intolerancia de desconocer la conciencia del educando y el derecho de los padres
655.

Veamos otros aspectos de la ley. El ámbito de aplicación de la ley n� 1.420


fue la Capital Federal y los territorios nacionales. El objetivo de la enseñanza
primaria era «favorecer y dirigir simultáneamente el desarrollo moral, intelectual
y físico de todo niño de 6 a 14 años de edad» (artículo 1°). En el artículo 4° se
especifican los caracteres de la enseñanza, que sería obligatoria, gratuita y
gradual. La obligatoriedad admitía que la enseñanza elemental se pudiera dar en
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tres ámbitos: las escuelas públicas, las escuelas particulares y el hogar de los
niños. La gratuidad no sería absoluta: se fijó un derecho de matrícula que no se
cobraría a los indigentes. Con relación a las escuelas particulares, la ley impone
una serie de requisitos que ellas deben llenar: indicar el lugar y condiciones del
edificio y tipo de enseñanza a brindar, aceptar las inspecciones sobre higiene y
moralidad, dar el mínimo de enseñanza obligatoria establecido oficialmente, etc.

La ley organizaba el gobierno escolar con el Consejo Nacional de Educación


y con los Consejos Escolares de Distrito. El poder ejecutivo nacional nombraba
directamente los vocales del primero, requiriendo el acuerdo del Senado para
designar al presidente del organismo. Entre las funciones del Consejo, estaba
dirigir la instrucción dada en todas las escuelas primarias de su jurisdicción,
proponer el nombramiento de su personal, expedir los títulos de los maestros;
etc. En cada distrito escolar funcionaría un Consejo Escolar de Distrito, integrado
por cinco padres de familia designados por el Consejo Nacional de Educación;
eran sus atribuciones el cuidado de la higiene y moralidad en las escuelas,
proponer el nombramiento de directores, subdirectores y ayudantes, el manejo
de los derechos de matrícula, recaudación de rentas, etc. La ley creaba un fondo
permanente para sostener el presupuesto escolar, que así era desvinculado de
cualquier eventualidad económica o política. Integraban ese fondo distintas
fuentes de ingresos que la ley determinaba taxativamente. Se exigía que los
integrantes del personal docente poseyeran diplomas expedidos por las
autoridades competentes.

Otros aspectos denotaban el afán de precipitar la ruptura cultural a la que


nos hemos referido. Durante el ministerio de Wilde, en la primera presidencia de
Roca, se suprimió la enseñanza del latín y del griego en las escuelas de nivel
secundario. Al eliminar el último, se impuso el estudio del alemán. Wilde
explicaría: «Es el idioma de la ciencia, de las verdades vivas del laboratorio. El
griego es para nosotros pesado e inútil, como un lujo asiático. Nuestro primer
deber es civilizarnos»656. Mientras tanto se iba imponiendo el aprendizaje de una
historia europea, especialmente la medieval, americana y argentina,
distorsionada. A ello se refirió Ernesto Palacio al escribir: «Sin historia, sin
catecismo y sin enseñanza clásica, la ruptura con la tradición resultaba así
completa»657.

La familia

No fue solamente la educación la que sufriera el ataque de los ilustrados


miembros de la generación del ‘80, imbuidos hasta la médula de positivismo
progresista. La familia fue el segundo gran frente abierto en la lucha contra las
instituciones básicas.

El preludio fue la sustracción a la iglesia de su secular misión de inscripción


de los actos fundamentales de la vida humana, que iba acompañada con la
administración de la vida de la gracia a través de sacramentos específicos en cada
caso. Por ley no 1.565, dictada durante el año 1884, se creaba el Registro Civil de
la Capital Federal y territorios nacionales, medida que se extendió sucesivamente
a las provincias por decisión subsiguiente de sus respectivos gobiernos.

En 1888, por iniciativa del ministro del interior Eduardo Wilde, se sancionó
la ley 2.393, que únicamente aceptaba como matrimonio válido el contraído ante
un funcionario público. El Estado nacional, que de acuerdo a la Constitución de
la República debe sostener el culto católico, controlar que el presidente de la
Nación pertenezca a esta confesión y promover la conversión de los indios a ese
credo, con esta ley niega legitimidad al matrimonio celebrado por los católicos

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ante un ministro de su culto. Esa desacralización oficial del acto fundador de la


célula de la sociedad argentina, que de sacramento se convierte en un ordinario
acto burocrático, implicó colocar bajo jurisdicción civil cuestiones como el
divorcio y la nulidad del acto matrimonial. Sin embargo, esa ley respetaba
todavía dos caracteres fundamentales de la institución familiar: la monogamia y
la indisolubilidad del vínculo.

El ataque a fondo contra esta última calidad fundamental, se llevaría a cabo


durante la segunda presidencia del general Roca. El diputado nacional Carlos
Olivera 658, prominente figura de la generación del ‘80, miembro conspicuo del
círculo áulico de Roca y Juárez Celman, fue quien presentó el proyecto de
divorcio ad-vinculum, contemplando en su texto vastas causales que habrían de
permitir con amplitud y comodidad la disolución de la familia argentina.

Al defender su proyecto, la pieza que produjo se diluyó en un mero exordio


anticlerical, sin que fundamentara la conveniencia de la adopción de la novedad
que propugnaba. Después de las exposiciones de Barroetaveña, que llegó a decir
que dicho proyecto terminaría «de una vez por todas con los cánones del Concilio
de Trento y dado un paso más hacia la civilización»659, y de otros oradores, que
se pronunciaron en pro o en contra del mismo, le cupo al joven diputado
tucumano Ernesto E. Padilla convencer a la mayoría de los integrantes de su
Cámara, de los graves inconvenientes que el divorcio vincular provoca. Apeló a la
fibra patriótica de sus pares expresando: «Queremos una nación, algo que sea
propio, algo que sea argentino como es el territorio, algo que tenga significado en
nuestra tradición, su traducción en nuestra historia... Por eso debemos cuidar la
familia, como el crisol donde se funden las ideas y se unifican las tendencias,
manteniendo en ella la fuerza de las propias tradiciones, de las propias ideas, que
se imponen y que triunfan, imprimiendo color y forma a la masa. Es allí donde se
forja el carácter nacional, es allí donde, si puedo decirlo, late la esperanza de la
patria»660.

El rechazo de la iniciativa por apenas cincuenta votos contra cuarenta y


ocho, permitió que en ese aspecto de la familia, se viera entorpecida la corriente
que llevaba a la ruptura del cordón umbilical que nos mantenía aun unidos a la
vida de la cultura que acunó nuestra infancia comunitaria.

Conflictos con la Iglesia

La implantación del laicismo fue uno de los motivos de grave


enfrentamiento con la Iglesia durante el primer gobierno del general Roca. Pero
hubo otros. En 1880 llegó al gobierno de la provincia de Córdoba Miguel Juárez
Celman. Creó el registro civil y entró en conflicto con el vicario, Mons.
Castellano. La prensa liberal insultó a este, y entonces, Castellano prohibió su
lectura. El nuevo obispo, fray Mamerto Esquiú, logró que el entredicho no se
agravara.

Roca elevó las aulas de teología del Seminario de Córdoba al rango de


facultad dentro de la Universidad de la misma ciudad. Como los profesores que
Esquiú propuso fueron rechazados por el Consejo de la Universidad, negándole
al obispo facultades al efecto, éste dispuso que el Seminario se separara de la
Universidad.

Al morir Esquiú en 1883, el Cabildo Eclesiástico nombró vicario al deán


Jerónimo Clara, quien en una pastoral especificó que ningún padre católico
podía enviar sus hijos a la Escuela Normal, dado que en ella enseñaban docentes
protestantes. Además condenó la tesis doctoral de Ramón J. Cárcano, que
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proponía igualar los derechos civiles de los hijos naturales, adulterinos,


incestuosos y sacrílegos, y finalmente prohibió la lectura de periódicos que
atacaban a la Iglesia. El gobierno declaró a Clara suspenso en el gobierno del
obispado, y destituyo a tres profesores católicos que se solidarizaron con él. El
obispo de Salta, Mons. Risso Patrón, también fue suspendido por adherir a Clara
y prohibir a los católicos enviar sus hijos a escuelas cuyos maestros fuesen
protestantes.

Estando el Delegado Apostólico de la Santa Sede, Mons. Luis Matera, en


Córdoba, un grupo de señoras católicas acompañadas por la directora de la
Escuela Normal, Francisca de Armstrong, lo entrevistaron rogándole levantara el
anatema que pesaba sobre dicha Escuela. El prelado indicó que se dirigieran al
gobierno tratando de obtener: 1°) una declaración de que las escuelas no se
fundaban para hacer proselitismo protestante; 2°) una ratificación de
declaraciones de Roca, en el sentido de que no había ningún inconveniente para
que se enseñase religión en dicha Escuela; 3°) que se permitiese al Obispo visitar
a ésta para convencerse de que se cumplía lo establecido en el punto anterior. Al
dirigirse la señora de Armstrong al gobierno, el ministro reaccionó contra la
directora por haberse excedido en sus atribuciones. El ministro de relaciones
exteriores pidió explicaciones a Matera. Este envió una carta a Roca explicando
que su conversación con las señoras de Córdoba había sido meramente privada.
Dos días después, Matera recibía del presidente los pasaportes y la notificación
de que debía abandonar el país en veinticuatro horas. Fue así como las relaciones
diplomáticas quedaron interrumpidas con el Vaticano hasta reanudarse durante
la segunda presidencia de Roca 661.

La integración nacional - Extensión de las fronteras

La conquista del desierto no terminó en 1879. Continuó por largos años,


por el sur y por el norte. Desértica no era solamente la Patagonia, sino toda la
región del Chaco que nos había correspondido, desde el norte santafesino hasta
el río Pilcomayo.

En una larga etapa, que duró décadas, Argentina fue incorporando algo así
como cerca de la mitad de su actual territorio, en una gesta en la que participaron
militares, civiles y religiosos que merecen el reconocimiento de la Patria.

En el sur, a mediados de 1879, se había llegado al río Negro y al río


Neuquén. En 1881, durante la primera presidencia de Roca, el teniente coronel
Clodomiro Villar, aventó los últimos malones en la zona de La Pampa central. El
coronel Conrado Villegas, ese año, fue mandado a ocupar el territorio
comprendido entre los ríos Limay y Neuquén, y la cordillera –espacio hoy
perteneciente a la provincia de Neuquén– además del sudoeste de Río Negro y
noroeste de Chubut. Namuncurá, que había sido derrotado, se rindió al ejército
argentino y Roca le permitió establecerse con sus indios en Aluminé.

Hacia 1883 se había completado la ocupación de Neuquén y la zona del lago


Nahuel Huapi 662. Enviado por el gobernador del territorio nacional de la
Patagonia, coronel Lorenzo Winter, el teniente coronel Lino de Roa se impuso a
tehuelches y araucanos, ocupando ese territorio hasta los ríos Deseado y Santa
Cruz.

Entre 1884 y 1888, el capitán Jorge Fontana, a pedido de los colonos


galeses de Chubut, recorrió y reconoció lo que es hoy la provincia, fundando la
colonia 16 de Octubre.

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En 1890 el capitán C. Moyano reconoció la cordillera en la zona patagónica,


determinando la línea de las más altas cumbres que Argentina sostenía, debía ser
nuestro límite con Chile.

De Santa Cruz sólo se conocía el litoral atlántico. En 1883 el mismo Moyano


había recorrido zonas de este territorio descubriendo, entre otras cosas, las
minas de carbón de Río Turbio, explorando también el Lago Argentino.

Entre 1881 y 1885 el comandante Santiago Bove y el comodoro Augusto


Lasserre reconocieron las costas de Tierra del Fuego 663. El interior lo fue por
Ramón Lista, en 1886. Junto a las fuerzas armadas realizó gran labor asistencial,
educativa, científica y cultural en la Patagonia la congregación salesiana 664. Los
salesianos acompañaron a Roca en la conquista del desierto, oportunidad en que
desarrollaron su actividad apostólica con los indios. En 1880 se establecieron en
Carmen de Patagones presididos por el padre José Fagnano, fundando colegios,
iglesia, observatorio meteorológico, sociedad de socorros mutuos con hospital; y
recorrieron el río Negro hasta Nahuel Huapi. El padre Domingo Milanesio, entre
otros, se destacó por su gran labor misionera, logrando, inclusive, que el cacique
Namuncurá se sometiera al ejército nacional. Los salesianos fueron educadores
del hijo de Namuncurá, Ceferino, el «santito de la toldería» (1888-1905), cuyos
restos están sepultados en Fortín Mercedes.

La acción apostólica de estos esforzados varones se extendió hasta las zonas


más sureñas: Santa Cruz, Tierra del Fuego y Malvinas. Hubo trece casas de
religiosos, ocho de hermanas de María Auxiliadora, oratorios festivos, capillas,
colegios primarios y secundarios, escuelas agrícolas, de artes y oficios, etc.
Estrada, desde la Cámara de Diputados, acompañaba esta acción oponiéndose a
la cesión de ocho leguas al Rvdo. Tomás Bridge, pastor protestante, para que
desarrollase su acción proselitista entre los indios onas, argumentando que era
expreso mandato constitucional la conversión de los indios al catolicismo, y
poniendo en guardia al gobierno ante la posibilidad de la penetración inglesa en
el lejano sur.

La presencia argentina en la Antártida e islas del Atlántico Sur, se inició en


1902 con la fundación de un observatorio meteorológico en la Isla Año Nuevo,
próxima a la isla de los Estados. En 1903, la corbeta argentina Uruguay realizó el
salvataje de la expedición científica sueca presidida por el profesor Nordenskjold
en la Antártida. Argentina tuvo observatorio meteorológico en las Islas Oreadas
del Sur a partir de 1904. De aquí en más, nuestra Nación detentó una presencia
constante en la zona 665.

En el ámbito chaqueño existía una línea de fortines a la altura de Malabrigo


y Sunchales, en Santa Fe, destinada a contener las invasiones de los bravos
abipones y tobas. Hacia 1870, se fundó la colonia San Jerónimo, al norte de
Malabrigo, que no resistió el ataque aborigen. En cambio, la establecida frente a
Corrientes, entre 1875 y 1876, pudo hacerlo, y por ello se llamó Resistencia. En
1872 el gobernador santafesino, Simón de Iriondo, estableció la colonia
Reconquista, y poco después, en 1879, el capitán Luis Fontana fundaba Villa
Formosa, entre los ríos Bermejo y Pilcomayo, en la margen derecha del río
Paraguay.

Durante la gestión de Roca, el ministro de guerra Benjamín Victorica


condujo una expedición, durante 1884, con el objeto de ocupar la actual
provincia de Formosa, pero sólo con éxito parcial, pues aunque se establecieron
algunos fortines, la indiada no pudo ser reducida, facilitados sus movimientos
por la naturaleza selvática del área, se refugiaron al norte del río Bermejo. En
este río se estableció una «línea militar», desde su desembocadura en el río
Paraguay hacia el este, con una longitud de cerca de 400 km., que comprendía 13
fortines.

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En 1888 esa línea llegaba a la provincia de Salta. Lorenzo Winter,


gobernador del Chaco, en 1899, realizó una expedición contra los indios tobas y
mocovíes quienes, refugiados en Formosa, asolaban el territorio de su mando. La
expedición fue un éxito, pero no completo.

Entre 1907 y 1908, al coronel Teófilo O’Donell se le encomendó una nueva


campaña contra esos indios, con instrucciones de actuar primero pacíficamente,
con el objeto de atraerlos al amparo del gobierno nacional y facilitarles el
mejoramiento de su situación, debiendo usar de las armas en caso contrario. Los
resultados de la misión de este coronel permitieron el retroceso de los aborígenes
hasta el río Pilcomayo.

Entre 1911 y 1912 el coronel Rostagno continuó la tarea de toma de posesión


de Formosa: ocupó 3.200 leguas cuadradas, redujo pacíficamente 8.000 indios y
construyó caminos, precarios puentes, telégrafos y fortines. En 1917 el ejército
había concluido prácticamente su labor en el Chaco y Formosa. Sin embargo, la
resistencia aborigen, aunque ya muy débil, se prolongaría con incursiones de los
pilagás, entre 1930 y 1933 666. Los franciscanos continuaron desarrollando su
tarea misional en estas regiones, que habían iniciado en la etapa hispánica 667.

Problemas limítrofes

En el período correspondiente a este capítulo, 1880-1916, la República


resolvió casi todos sus problemas limítrofes: con Bolivia, con Brasil, con Chile y
con Uruguay, en general mostrando displicencia por defender los derechos de la
Nación, como dignos herederos, los integrantes de la generación del ‘80, de
quienes habían escrito que «la patria no es el suelo»668, o que «el mal que aqueja
a la República es la extensión»669.

Con Bolivia

El arreglo de límites con Bolivia, efectuado por un tratado firmado por


nuestro canciller Quirno Costa en 1889, le significó a la República la pérdida de
extensos territorios. Resuelta por los círculos rivadavianos la aceptación de la
independencia de esa Nación, y por ende la pérdida de un millón de kilómetros
cuadrados. No obstante, de lo que no quedaban dudas era que la región de Tarija,
que en 1810 dependía de la gobernación intendencia de Salta, era de nuestra
pertenencia, a tal punto que Bolívar así lo comprendió 670. No respetaron esta
tesitura los bolivianos que la tenían ocupada, y también en 1889, Quirno Costa
aceptó cederla definitivamente al país hermano a cambio del distrito de Atacama,
que según Moreno Quintana, nos pertenecía en virtud del principio del uti
possidetis juris de 1810 671. Pero esta área estaba ocupada por Chile, como uno de
los hechos producidos debido a la guerra del Pacífico entre este país y la coalición
peruano-boliviana, por tanto tuvimos que discutir con la nación trasandina
derechos sobre una zona, debiendo, incluso, sostener la pertenencia argentina
antes que Bolivia la «cediera».

Por un tratado del 2 de noviembre de 1898, ya en la segunda presidencia de


Roca, deferimos al arbitraje la solución del litigio, y al año siguiente el ministro
de los Estados Unidos en Buenos Aires, William I. Buchanan, dividió
salomónicamente la extensa región, de 73.000 km2, en dos zonas de similar
superficie, y adjudicó una a cada uno de los países en conflicto. A cambio de una
zona que nos pertenecía, rica e importante como Tarija, «obtuvimos» la mitad
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del páramo que era Atacama, que también nos pertenecía, debido a la división
que hubimos de soportar con intervención de un tercero.

Con Brasil

Con Brasil arrastrábamos una vieja cuestión limítrofe, la última de todas.


Como las anteriores se habían perdido, computando las existentes otrora, entre
España y Portugal, era de esperar esta vez una mejor suerte. El territorio en
cuestión es un hermoso cuadrilátero que linda al norte con el río Iguazú, al sur
con el río Uruguay, al este con los ríos San Antonio y Pepirí Guazú, que los
brasileños mañosamente denominaban Chopin y Chapecó respectivamente, y al
oeste con los ríos que hoy son denominados como San Antonio y Pepirí Guazú.
Una zona de superficie aproximada a la provincia de Tucumán en la que, en
1980, si nos atenemos a las noticias periodísticas, se descubrieron napas
petrolíferas.

Por el tratado de San Ildefonso, firmado por España y Portugal en 1777, los
ríos San Antonio y Pepirí Guazú eran en esa región los que por el este nos
separaban de los lusitanos. Pero puestas las comisiones demarcadoras a la tarea
de precisar cuáles eran esas corrientes fluviales, en una zona muy abundante en
ellas, no hubo acuerdo, pretendiendo los portugueses ubicarlas más hacia el
occidente de donde efectivamente se hallaban, con el evidente propósito de ganar
la superficie cuadrilátera que hemos deslindado 672. Así quedaron las cosas hasta
la presidencia de Nicolás Avellaneda, en que Brasil estableció colonias militares
en la zona litigiosa.

En 1882 nuestro gobierno creó el territorio nacional de Misiones


comprendiéndola, y tras gestiones de arreglo diplomático de la cuestión
suscitada, que incluyó el reconocimiento del terreno por una comisión mixta,
cuya sede fue la ciudad de Montevideo, nuestro canciller, Quirno Costa, firmó un
tratado en septiembre de 1889. Por sus cláusulas, Argentina y Brasil se
comprometían a intentar llegar a un acuerdo definitivo respecto del litigio, en un
plazo perentorio de noventa días. Pasado dicho plazo, si no había avenimiento,
arbitraría en el litigio el presidente de los Estados Unidos, nación que en esos
momentos «era en verdad un aliado directo del Brasil, al tiempo que competidor
económico y adversario de la Argentina»673.

Como consecuencia de lo pactado, el 30 de enero de 1890, ambas partes


firmaban otro tratado, llamado de Montevideo, por haber sido signado en esta
ciudad, por el cual Argentina y Brasil se repartían en partes, más o menos
iguales, el territorio en disputa. Pero hete aquí que en Brasil se alzó
virulentamente la opinión pública contra esta solución, a pesar que ella
entregaba a ese país un área que pertenecía a la Argentina. Finalmente, el
Congreso en Río de Janeiro rechazó lo acordado, con lo que, habiéndose vencido
el plazo de noventa días estipulado, automáticamente se abrió la instancia
arbitral.

Mal defendida Argentina ante el arbitro, como lo ha demostrado Scenna,


suficientemente 674, el presidente de los Estados Unidos, Grover Cleveland, falló,
en 1895, concediendo a nuestro adversario en la emergencia, toda el área
litigiosa. Años después, el historiador Emilio Ravignani se sorprendió al
encontrar en el archivo de nuestra cancillería, un gran acopio documental, que
demostraba fehacientemente los derechos intergiversables de Argentina sobre
ese territorio precioso definitivamente perdido. Ravignani narró que sus ojos se
llenaron de lágrimas al advertir que ese legajo no había sido ni siquiera leído, y
por ende mucho menos utilizado, por los encargados de defender los derechos

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sagrados de la Nación 675. Es que quizás otros perjuicios podrán ser reparados,
pero ante éste, a la posteridad sólo le queda el recurso plañidero.

Con Chile

La solución fue mucho más trabajosa y larga, y aun hoy, zanjado


perdidosamente el problema del Beagle, subsisten algunas diferencias.

Si como expresa Ernesto Quesada: «El principio del utí possidetis juris ha
sido aplicado en las controversias de límites entre todas las naciones americanas
de origen español: fue adoptado como regla del derecho positivo desde el primer
tratado, reconocido e incorporado al derecho internacional por los congresos de
plenipotenciarios americanos»676, Chile debió haber quedado reducido a ser lo
que era la Capitanía General de Chile: el río Salado al norte, el río Bío Bío al sur,
la cordillera de los Andes al este y el océano Pacífico al oeste 677. Esto es, menos
de la mitad del área territorial que posee actualmente. Especialmente en el sur,
Chile creció a expensas de Argentina.

El tratado de 1881 significó precisamente la concreción de un gran


sacrificio territorial argentino, con la pérdida de los derechos a discutir el
territorio al sur del Bío Bío, más el estrecho de Magallanes que nos pertenecía, la
mitad de Tierra del Fuego e islas adyacentes en el Pacífico, y al sur del canal de
Beagle, que también nos pertenecían. Es que durante la etapa del Virreinato,
toda la zona aledaña al Estrecho fue gobernada desde Buenos Aires.

El propio ministro de relaciones exteriores de Roca, Bernardo de Irigoyen,


protagonista de la solución arbitrada, reconoció: «Las concesiones que hicimos
fueron deliberadamente acordadas en favor de la paz y de los intereses
comerciales de esta parte del mundo. En la región sobre la que admitieron el
debate los gobiernos anteriores al que tuve el honor de representar, fue que se
estipuló la transacción de 1881, conservando esta República una parte, y
reconociendo la otra a Chile»678. El diario «El Nacional» opinó: «el tratado
consagra un triunfo pleno y completo de la diplomacia de Chile», haciendo lo
propio «La Nación»: «en realidad, Chile gana su pleito, aun más allá de lo que
pretendió en su origen». Vicente G. Quesada manifestó: «la verdad es
desconsoladora: de todas las desmembraciones territoriales que ha
experimentado el distrito que fuera el antiguo Virreinato del Río de la Plata,
ninguna se ha hecho en condiciones más tranquilas, ni con mayor estoicismo...
La República compra la paz al caro precio de sus fronteras arcifinias y de la
pérdida del Estrecho».

Irigoyen reconoció que, incluso, actuó sin conocimientos precisos sobre la


zona objeto del conflicto; en carta de 1876 confesaba al presidente Avellaneda,
del que era a la sazón ministro de relaciones exteriores: «Le declaro que me
encuentro en una posición difícil, por no decir desairada, cuando tengo que tratar
las cuestiones internacionales... Hoy tenemos las dificultades con Chile y estamos
sin más datos que los de la época colonial: no tenemos un informe científico, un
viaje, un reconocimiento siquiera al que podamos dar pleno crédito». Y en 1892,
el ministro de relaciones exteriores admitía: «lo que guardan las montañas
argentinas y la gran cordillera que debe separarnos de Chile, es en mucha parte
menos conocida de nosotros que las montañas lunares que el telescopio nos
revela»679.

Es debido a esta falta de nociones e información, que el artículo 1° del


tratado de 1881 entre Argentina y Chile especificaba: «El límite entre Chile y la
República Argentina es de Norte a Sur hasta el paralelo cincuenta y dos de
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latitud, la cordillera de los Andes. La línea fronteriza correrá en esa extensión por
las cumbres más elevadas de dichas cordilleras, que dividen las aguas, y pasará
por entre las vertientes que se desprenden a un lado y a otro. Las dificultades que
pudieran suscitarse por la existencia de ciertos valles, formados por bifurcaciones
de la cordillera y en que no sea clara la línea divisoria de las aguas, serán
resueltas amistosamente por dos peritos nombrados uno por cada parte».

Se estableció que el Estrecho de Magallanes sería chileno, salvo el extremo


oriental, pero quedaría neutralizado, no pudiendo Chile artillarlo, mientras que
la costa atlántica de la Patagonia sería argentina. La isla de Tierra del Fuego se la
dividiría en dos partes por el meridiano de 68° 34' al oeste de Greenwich hasta
tocar el canal de Beagle: la parte oriental sería argentina, y la occidental chilena.
La isla de los Estados y demás islas bañadas por el Atlántico pertenecerían a
Argentina, mientras que las islas al sur del canal de Beagle serían chilenas hasta
el cabo de Hornos, como las que estuvieran al oeste de éstas.

El trazado concreto de los límites en la cordillera, originó serios problemas.


Hasta Tierra del Fuego el límite eran las altas cumbres que dividían las aguas,
pero resulta que a partir del paralelo de 40°, no siempre las altas cumbres
dividían las aguas. Cuando en 1888 se nombraron las comisiones demarcadoras,
Argentina insistió en que el límite tradicional eran las altas cumbres, y Chile el
«divortium acquarum». Las diferencias involucraban la posesión de un extenso
territorio de 94.000 km2.

En marzo de 1893 se firmó un protocolo adicional al tratado de 1881, por el


cual se declaró que Chile no podía pretender punto alguno sobre el océano
Atlántico ni Argentina sobre el Pacífico. Pero en la parte cordillerana subsistieron
serias diferencias entre el perito argentino Francisco P. Moreno y el chileno
Diego Barros Arana, el primero aferrado a las altas cumbres, que había sido la
divisoria tradicional, y el segundo a la división de las aguas.

En 1896 se acordó entre ambos países deferir al arbitraje de la reina de


Inglaterra el litigio, si los peritos persistían en no entenderse 680. No obstante el
acuerdo, en previsión de un posible conflicto armado con Chile, que estaba en
condiciones técnicas superiores para afrontar tal evento, pues poseía una
escuadra con siete acorazados y un ejército fogueado en la guerra del Pacífico, el
presidente José E. Uriburu ordenó la compra de nuestros primeros acorazados,
la construcción de un puerto militar en las inmediaciones de Bahía Blanca y el
trazado de un ferrocarril que llegara a Neuquén. Además fueron convocados
1.800 oficiales y 20.000 conscriptos para realizar entrenamientos bélicos en
Curamalal. Todo esto entre 1895 y 1898.

Los belicistas chilenos incitaban a una pronta guerra para evitar que
Argentina lograra su rearme; pero el presidente Federico Errázuriz, todo un
prudente patriota, no escuchó esas voces. Al terminar su presidencia en 1898,
Uriburu, había logrado cierta paridad en materia de armamentos y escuadra de
guerra. Su sucesor, el general Roca, elegido entre otras cosas por su pericia
militar, ante la eventualidad de un conflicto con Chile, decidió reunirse con su
similar chileno, Errázuriz, encuentro que se produjo en Punta Arenas en 1899.
Ambos presidentes produjeron el hecho conocido como «abrazo del Estrecho».

Pero había otra cuestión. La guerra del Pacífico había terminado con la
firma del Tratado de Ancón, entre Chile y Perú, y el de Tregua, entre Chile y
Bolivia. Chile, vencedor en la guerra, por esos tratados, se había quedado por
diez años con el litoral boliviano sobre el Pacífico, lo que enclaustró a dicho país,
y con los distritos peruanos de Tacna y Arica. Se comprometió a los diez años a
realizar plebiscitos en ambas zonas, para resolver en definitiva la suerte de esas
áreas. El plazo había vencido en 1893, y Chile no había cumplido con su
compromiso. A partir de allí, especialmente entre 1900 y 1901, la opinión pública
argentina acompañaba con calor a los dos países hermanos en su demanda frente
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al expansionismo chileno. La prensa trasandina y la argentina se pusieron


belicosas. Los chilenos acusaron a Argentina de supuestas actividades en la zona
disputada del lago Lacar. Hubo actos de adhesión y homenajes a Perú y Bolivia
en Buenos Aires.

En 1901 se reunió en Méjico la II Conferencia Panamericana, y se intentó


forzar a Chile a aceptar el arbitraje obligatorio respecto de las zonas disputadas
con Bolivia y Perú. Pero hábilmente, la diplomacia chilena evitó que se la llevara
a tal solución. Lo que aceptaba en el problema de límites con Argentina, no lo
admitía en relación con las cuestiones similares con Perú y Bolivia.

Hacia mediados de 1901, fuerzas militares chilenas construían caminos en


la zona disputada con Argentina. Nuestro ministro de relaciones exteriores,
Amancio Alcorta, protestó airadamente, y el peligro de la guerra se hizo de aquí
en más, inminente. Ambos contendientes intensificaron su compra de
armamentos. Argentina convocó sus reservas, y el 10 de diciembre se sancionó la
ley de servicio militar obligatorio. La Unión Cívica Radical suspendió
patrióticamente sus actividades partidarias. La excepción es el partido Socialista,
constituido en 1896, que el 15 de diciembre hace un mitin pacifista.

La opinión pública, mayoritariamente, sigue la opinión de Zeballos, quien


afirma en una conferencia: «La República de Chile ha inaugurado en Sur-
América desde 1843 la guerra de conquista como su única y grande industria
salvadora y se apodera por todos los medios de los territorios de sus vecinos y
transforma los recursos que ellos producen en cañones y fusiles, para humillar a
los vencidos, con temeridad de provocar a los fuertes. En este momento, como lo
veréis más tarde, Chile se mueve de nuevo sobre el Perú y Bolivia pretendiendo la
absorción de aquellos dos pueblos hermanos y si se adueña de las riquezas de
ambas nacionalidades, aumentará su osadía, hasta decidir medirse con la
República Argentina». «Hay que hacer una política internacional franca y
categórica. Hay que hacerle saber a la República de Chile que la República
Argentina está decidida a impedir que se engrandezca más, porque es un peligro
para la paz sudamericana»681. Lo acompañaban Vicente Fidel López, Roque
Sáenz Peña, Indalecio Gómez, Carlos Rodríguez Larreta, Victorino de la Plaza,
etc.

En ese diciembre de 1901, la guerra parecía inevitable. El 24 de ese mes,


nuestro representante en Chile, Epifanio Portela, abandonó la legación argentina
en Santiago, y el 25 el ministro de guerra Pablo Ricchieri hizo firmar al
presidente Roca el decreto de movilización general.

Según Indalecio Gómez y Victorino de la Plaza, la presión de la diplomacia


inglesa, acompañada por la actitud del mitrismo, ahora bajo la conducción de
Emilio Mitre, desde las páginas de «La Nación», logró que Roca tomara el
camino de la negociación. Precisamente un mitrista, José Antonio Ferry, fue
enviado a Santiago en sustitución de Portela. Como muriera Amancio Alcorta, se
lo sustituyó por el maleable Joaquín V. González. Argentina se desentendió del
problema peruano-boliviano.

En los famosos «Pactos de Mayo», que firmara con Chile en mayo de 1902,
Argentina se comprometió a «respetar en su latitud la soberanía de las demás
naciones sin inmiscuirse en sus asuntos internos ni en sus cuestiones externas».
Con lo que aceptábamos tácitamente la expansión chilena en relación con sus
avances territoriales sobre Bolivia y Perú. En contraposición, Chile prometía no
expandirse territorialmente, salvo «el cumplimiento de los tratados vigentes»,
haciendo alusión a los de Ancón y Tregua. Además, ambas naciones convinieron
aceptar el arbitraje británico en la controversia limítrofe, y a limitar sus
armamentos, renunciando por cinco años a comprar o construir buques de
guerra, que para peor, nos descolocaba frente a Brasil.

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El juicio de Palacio es lapidario: «Si bien los ‘pactos de mayo’ tuvieron la


virtud de impedir una guerra para la que no había a la sazón motivo suficiente,
no hay duda que la extensión de los compromisos que por ellos adquirimos
significaron una disminución de nuestra personalidad internacional, de acuerdo
con la más genuina tradición del régimen»682. Personalidades notables
condenaron los Pactos: a las ya mencionadas favorables a apoyar a Bolivia y
Perú, agregaremos las de Mariano Demaría, José Nicolás Matienzo, Vicente
Gallo, Matías Sánchez Sorondo, Lisandro de la Torre, Lucio V. López. Pero el
Congreso los aprobó.

En noviembre de ese año 1902, se conoció el arbitraje británico: de


los94.000 Km, 40.000, serían para Argentina y el resto para Chile. Sin embargo,
algunos problemas subsistieron, como la posesión de las islas Nueva, Picton y
Lennox, que para Chile estaban al sur del canal de Beagle y para nosotros no. En
realidad, lo que buscaba Chile era proyectarse sobre el Atlántico con la posesión
de dichas islas 683.

Con Uruguay

El problema fue la soberanía sobre el río de la Plata. Hacia 1907, este país
aspiraba que fuese la línea media del río la demarcatoria de ambas soberanías.
Argentina sostenía la tesis de que el límite debía pasar por el tallweg, la parte
más profunda del río, pues de lo contrario nuestro país quedaría sin salida al
océano. El tallweg o canal de acceso se aproxima en el último tramo a la costa
uruguaya.

En 1907 hubo incidentes. Zeballos, a la sazón nuestro canciller, veía la


mano de Brasil detrás de Uruguay. La misión de Roque Sáenz Peña a Montevideo
en 1910, logró la firma de un protocolo que dejaba librado al futuro el arreglo de
la cuestión.

Organización de los territorios nacionales

En 1862, por ley no 28, se estableció que el Congreso fijaría los límites de
cada provincia; se determinó que las tierras fuera de ellas serían nacionales.

En 1869 el senador Oroño proyectó la creación de cinco territorios


nacionales: La Pampa, Misiones, Chaco, Andes (la puna de Atacama) y Los
Llanos (en La Rioja).

En 1878, ante el reclamo de algunas provincias que habían avanzado


ocupando con habitantes el «despoblado» respectivo, se decidió prolongar la
provincia de Buenos Aires en 2.000 leguas, Mendoza en 1.600, Córdoba en
1.600, San Luis en 400 y Santa Fe en 300. En ese mismo año se creó el territorio
nacional de la Patagonia y en 1881 el de Misiones.

En 1884, durante la primera presidencia de Roca, por ley n° 1.532 se


dividieron los «despoblados» en nueve gobernaciones: La Pampa, Neuquén, Río
Negro, Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego. Chaco, Formosa, Misiones. Salvo
Chubut, con la colonia galesa, y Misiones, que tenía como capital a Posadas, los
demás territorios nacionales continuaban prácticamente deshabitados.

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Aquella ley también organizaba los territorios nacionales. Al frente de cada


uno de ellos se colocó a un gobernador, nombrado por el poder ejecutivo
nacional con acuerdo del Senado, que duraba 3 años, pudiendo ser reelecto. No
tenía independencia administrativa y menos política: era un funcionario que
dependía del ministerio del interior, que dictaba reglamentos y ordenanzas para
el fomento y seguridad del territorio, bajo la supervisión de ese ministerio,
haciendo cumplir las leyes nacionales. Era jefe de la policía y su sede sería la
capital del territorio. Cuando éstos llegaran a los 30.000 habitantes, podían tener
legislatura, con limitadas atribuciones. En la práctica, al llegar a esa población,
los territorios nunca instrumentaron ese organismo. En pueblos con más de
1.000 habitantes, habría consejos municipales elegidos por el pueblo, que
recaudarían los impuestos. En cada capital existiría un juzgado letrado, y en los
distritos con más de 1.000 habitantes, un juzgado de paz.

Así se irían preparando los territorios para cuando les llegara la


oportunidad de convertirse en provincias, cosa que ocurriría al llega a los 60.000
habitantes, previa decisión del Congreso de la Nación (artículo 13 de la
Constitución Nacional).

Consolidación del gobierno nacional

A partir de 1880 cesa la larga lucha civil que asoló a nuestra República
prácticamente desde sus albores. El proceso de consolidación de las instituciones
mucho tuvo que ver con la figura del general Roca, militar y político consumado,
que inauguró su período de gobierno bajo el lema «paz y administración».

La ciudadanía, en la década de 1880 a 1890, vivió entregada en parte al


trabajo fecundo, y en parte a la especulación más desenfrenada, en paz
efectivamente, alejada del trajinar político partidista y de las reivindicaciones por
la vía de la violencia. El gobierno nacional, especialmente por la acción del poder
ejecutivo, afirmó su autoridad y no tuvo necesidad de apelar al estado de sitio ni
a la intervención a las provincias, salvo la de Santiago del Estero en 1883,
durante la gestión de Roca. Con excepción del enfrentamiento entre católicos y
liberales, una calma octaviana llenó esa presidencia y la correspondiente a Juárez
Celman, hasta 1889.

El clima de progreso material que se vivió en la época, en ciertos aspectos


ficticio, como se verá, contribuyó a que la autoridad nacional se afirmara.
Pesaron también otros factores: la llegada del aluvión inmigratorio de italianos y
españoles, que venían a trabajar duro sin importarles la brega cívica; la extensión
de las vías ferroviarias, que fue conectando a las fuerzas de seguridad con rapidez
hasta los lugares más alejados de la Capital Federal; la proliferación del telégrafo,
medio que permitía la comunicación inmediata con el área donde pudiese surgir
un foco sedicioso; la adopción de la unidad monetaria, que dio seguridad a las
transacciones; el perfeccionamiento del armamento de las fuerzas de seguridad.
Pero creemos que no hubo elementos más gravitantes en el afianzamiento de las
instituciones, que la superioridad que alcanzaron las fuerzas armadas nacionales
en relación con las milicias provinciales, hasta 1880, cuando comenzó la
desaparición de éstas.

En el próximo capítulo haremos un rápido recuento del avance del ejército


en cuanto a organización, capacidad operativa y alta técnica a partir de la
fundación del Colegio Militar en 1870, lo que posibilitó que se convirtiera en
agente que, como ninguno, contribuyó a mantener una disciplina social
avanzada, con el consiguiente fortalecimiento del poder político.

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