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Cuando Stalin alcanzó el poder en 1924, vio el nacionalismo ucraniano como una
amenaza al poder soviético, creyendo que cualquier insurrección futura podría
provenir probablemente de los kulaks. Así que decidió aplastarles utilizando los
métodos que tan exitosos habían sido en la URSS durante la política de
“liquidación como clase”. En 1929, arrestó a miles de intelectuales ucranianos bajo
falsos cargos y o bien los fusiló o bien los envió a campos de trabajo en Siberia.
Llevó a cabo la colectivización de las explotaciones ucranianas requisando todas
las tierras y el ganado privados, lo que afectó aproximadamente al 80% de la
población de Ucrania, anteriormente conocida como el granero de Europa. Declaró
a los kulaks enemigos del pueblo.
Se han estimado en diez millones de personas las que fueron desposeídas de sus
hogares y pertenencias y enviadas a Siberia en trenes de mercancías sin
calefacción, condiciones en las cuales pereció al menos un tercio de ellos. Los que
se quedaron en Ucrania lo pasaron igual de mal, si no peor. Enfrentándose a la
propaganda de guerra y a una ardua batalla, muchos kulaks se rebelaron,
volviendo a sus propiedades, e incluso matando a las autoridades soviéticas
locales.
Tan pronto como llegó a Stalin la palabra rebelión el pequeño éxito de los kulaks
se tornó breve. Los soldados del Ejército Rojo fueron enviados para ahogar la
rebelión y la policía secreta inició una campaña de terror con el objetivo de romper
el ánimo de los kulaks. En 1932, con la mayoría de las explotaciones ucranianas
colectivizadas a la fuerza, Stalin ordenó un aumento en las cuotas de producción
de comida. Lo hizo en múltiples ocasiones hasta que no quedó comida para los
ucranianos. La cosecha de trigo de 1933 se vendió en el mercado mundial a
precios por debajo del mercado. Los historiadores han calculado que dicha
cosecha podría haber alimentado a los ucranianos por dos años.
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Cuando el partido comunista ucraniano solicitó a Stalin una reducción en las
cuotas, éste respondió enviando al Ejército Rojo para exterminar el PC ucraniano
e impedir que los ciudadanos fueran a más con la creación de un inmenso campo
de concentración dentro de sus fronteras. La policía secreta aterrorizó a la
población haciendo inspecciones aleatorias de las pertenencias personales y
requisando toda la comida que encontraran, ahora considerada sagrada propiedad
del Estado. Cualquier ladrón de comida del Estado o bien era ajusticiado
inmediatamente o era enviado por lo menos por diez años a los Gulag.
En los momentos más crudos de la hambruna, morían unas 25.000 personas cada
día en Ucrania. El recuento final se sitúa entre los cinco y los ocho millones de
personas. Cuando los familiares extranjeros de los ucranianos, en Occidente,
respondieron enviando cargamentos de comida, los oficiales soviéticos
reaccionaron requisando esa ayuda. Los gobiernos occidentales ignoraron durante
mucho tiempo los informes sobre las hambrunas que periódicamente se
escapaban al Estado de terror soviético. Franklin Delano Roosevelt reconoció
formalmente al gobierno de Stalin en 1933, y la Unión Soviética fue reconocida en
la Sociedad de Naciones en 1934.
Los kulaks no tienen un museo, mucho menos un memorial. Hoy, nosotros les
recordamos.
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