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Leones o Vencejos PDF
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¿Leones o vencejos?
Un alegato sobre dos metáforas
Por Anita de Hoyos
En uno de sus versos, Rubén Darío se refiere a Colombia como “tierra de leones”. En otro
poema, el iconoclasta Tuerto López llama a sus paisanos “una caterva de vencejos”.
¿Cuánto hay de cierto en cada metáfora?
Un león manda sobre un grupo de hembras que caza para él. Autoritario y malgeniado,
devora a sus propios hijos y pasa el tiempo acicalándose, echándose largos polvos con las
integrantes de su harén y vigilando las fronteras de su territorio. Una vida violenta, llena de
peleas con machos rivales, festines con carne gratis y tiernos zarpazos para disciplinar a las
leonas rebeldes. El sueño de cualquier colombiano machista. Por eso, Rubén Darío –que era
un tipo inteligente– escogió esta imagen para adularnos, seguro de que la íbamos a
comprar. Y como buenos inseguros, la compramos. Al menos yo, cuando tenía siete años,
me aprendí el poema de memoria y lo recitaba con entusiasmo: Colombia es una tierra de
leones / el esplendor del cielo es su oriflama / tiene un trueno peremne el Tequendama / y un
Olimpo divino: sus canciones.
Cincuenta años después, el espejo me devuelve una cara de Colombia menos majestuosa.
En primer lugar, porque somos unos ineptos defendiendo nuestras fronteras. Los
colombianos hemos perdido más de la mitad del territorio de la patria en manos de los
machos vecinos. Se fueron Costa de Oro, Panamá, la mitad de la Amazonía, parte apreciable
de la Orinoquía, la costa de La Guajira y el mar de San Andrés. Nos han quitado tierra y mar
Nicaragua, Costa Rica, los gringos, Venezuela, Brasil, Perú y hasta los pacíficos ecuatorianos.
Consultemos los primeros mapas de la Nueva Granada, comparemos con lo que tenemos en
este momento y lloremos como mujeres lo que no fuimos capaces de defender como
hombres. O como leones, para seguir con la metáfora.
Sin embargo, no hay que arrugarse, zafémonos la autocompasión. Seamos fuertes, como los
leones que pretendemos ser. Lo perdido, perdido está y lamentarlo es de amarguetas. Igual,
seguimos teniendo un país amplio, fértil y bello, una tierra buena como decía Castellanos,
un paraíso rebosante de recursos y hembras magníficas. El problema es que estas
maravillas no son nuestras, porque las hemos regalado o nos las hemos dejado quitar sin
oponer mayor resistencia. El petróleo, el carbón, el níquel, le dicen adiós al país dejando
tras ellos huecos siniestros y contaminación. Pesqueros de todo el mundo piratean nuestro
mar saqueando los bancos de peces que deberían alimentarnos. Hasta las hembras nos
abandonan. Es de no creerlo. ¿Si somos los duros, por qué nuestras mujeres sueñan casarse
con extranjeros?
Caterva de vencejos, sí. Una parvada de pájaros oscuros que volamos espantados, unos
medrosos que no somos capaces de enfrentar la dificultad y tratamos de acomodarnos con
lo que buenamente nos dejan.
Como es duro, lo diré cortico: Colombia es un país de tímidos. La falta de osadía es nuestro
rasgo nacional. Un alma compasiva nos definiría como “prudentes”. Aquí todo lo hacemos
en tono menor, como quien no quiere la cosa, por debajo de la ruana. Por eso, nunca
enfrentamos una tarea seria: ni la conformación de un Estado, ni la afirmación de una
conciencia histórica, ni la construcción de una infraestructura física. Un metro para Bogotá,
separar la Iglesia del Estado, organizar una justicia que funcione, son tareas que quedan a
medio hacer porque nos falta seguridad para terminarlas. Nuestro manejo de la economía
es timorato, lejos de nosotros los excesos de otros países que han tenido inflaciones del
500% en un año o han entrado en default. Colombia es el territorio de la medianía, aquí
todo se hace en chiquito, con cara de yo no fui. Hasta nuestra “guerra” –con todos sus
horrores– es un ejercicio discreto: sesenta años de “conflicto de baja intensidad”, torpes
masacres y emboscadas menores donde no podemos mencionar una sola batalla. Se mata,
sí, pero se mata a traición, sin arriesgar, sobre seguro. Los asesinos son los más temerosos.
Aceptemos que gran parte del país –los más pobres– tienen razón en vivir asustados. Llevan
siglos corriendo de un lado a otro, perseguidos por los españoles, por los centralistas, por
los federalistas, por los godos, por los liberales, por el ejército nacional, por la guerrilla, por
los paras y por la delincuencia común. Con tanta gente armada de fusiles y motosierras
detrás de uno y sin una justicia que proteja, es lógico terminar hablando pasito. El problema
es que a los ricos les pasa lo mismo. Dueños de un país que no aman ni entienden, los
hacendados, los industriales, los comerciantes y los banqueros malviven en gallineros
electrificados, rodeados de escoltas y recelosos con las hordas de indios desnutridos que
amenazan quitarles lo que tienen. Ellos, los potentados, también tienen miedo y como
buenos tímidos han optado por gastar con disimulo y no dar papaya.
La diferencia entre liberales y godos es tan superficial que espanta. Cobijados por el mismo
rasgo nacional de la timidez, los dos partidos solo se diferencian en la manera de manejar
su miedo. Los godos lo asumen con rebeldía y pretenden curarlo asesinando a los pobres.
Los liberales lo aceptan con vergüenza y deciden esconderse detrás de una fachada legal
alambicada que les alivie el sentimiento de culpa. Los dos bandos saben que habitan una
realidad insostenible, pero se mueren del susto con la idea de cambiar algo porque sienten
que un paso en cualquier dirección los puede arrojar al abismo. Como protagonistas de una
novela de Lampedusa, creen que estar igual que ayer es mejorar y han condenado al país a
una decadencia que es ridícula en una sociedad que jamás tuvo un apogeo. Hasta la misma
crítica se ha vuelto un arma que nos aniquila. Cuando alguien tiene un breve rapto de
lucidez y se atreve a decir que vamos mal, o lo matan por mamerto o –peor aún– están de
acuerdo con él y nos condenan a la desesperación. En cualquier caso, no hay salida. O el
problema no existe, o no tiene solución.
Como buenos tímidos hemos aprendido a olvidar con rapidez, a perdonar todas las ofensas,
a pasar de agache. Lo que sea para no comprometernos, para que no nos puedan echar la
culpa de nada. Vivimos en negación: eso que nos incomoda no existe, aquí no pasó nada,
somos felices, podemos vivir sin lo que nos quitaron. Disculparán que llueva sobre mojado,
pero para aterrizar este texto daré algunos ejemplos de la timidez que nos agobia. Uno: se
propone que las parejas gays puedan adoptar y la respuesta de la Corte es sí, pero no. Dos:
los campesinos hacen un paro que detiene al país y el presidente cierra los ojos y dice que
no existe. Tres: las torres Space se caen, nadie es capaz de hacer valer su derecho y nadie
responde. Cuatro: se robaron InterBolsa, ¿pasó algo con eso? Cinco: en Buenaventura
despresan gente con motosierras y ya nadie se acuerda. No es raro, porque... Seis: alguna
vez, no hace mucho, hubo cuatro millones de desplazados y hoy estamos felices porque
tenemos el desempleo en un dígito.
Anita de Hoyos
Colombia, 1950
Escritor
Luis González es guionista de televisión:
Utiliza el seudónimo Anita de Hoyos
para escribir piezas literarias. 'El Paraíso
es para todos' es su primera novela y
está inédita.