Está en la página 1de 97

Bentancor, Martín

La lluvia sobre el muladar


1a ed.: xxxxxxx de 2017
192 p.; 12 x 19 cm
isbn: 978-9974-720-70-1

© 2017, Martín Bentancor


© 2017, Estuario editora
Montevideo, Uruguay
www.estuarioeditora.com
estuarioeditora@gmail.com

Diseño de maqueta: Juan Carve / Raúl Burguez


Diseño de cubierta: Lucía Boiani
Retrato de solapa: Matías Bergara
Corrección: Ana Karina Puga

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta y sola-


pas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por
ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de
fotocopia, sin permiso previo del editor.
Noticia sobre estos cuentos

Estos cuentos fueron escritos a lo largo de quince años, en


medio de las más variadas circunstancias, bajo la sombra
fragmentada de unos eucaliptos o en la pieza húmeda de
una casa alquilada; en el silencio nocturno del campo o a la
mesa de un bar del Paso Molino, que ahora demolieron para
levantar monoambientes.
Publicados en suplementos culturales, revistas, antologías
de concursos y en libritos que ya no existen, estos cuentos
reflejan el puñado de inquietudes que ha acompañado mi es-
critura, conformando —al menos así me gusta verlo— algo
parecido a un estilo.
Los cuentos “Dominación”, “Permanencia” y “Las brujas de
Las Brujas” fueron escritos mientras me adentraba en los terre-
nos ominosos de la Tercera Sección, cuyo rastro ha ido dejan-
do atrás algunas novelas. Esos tres cuentos, ubicados también
en la Tercera Sección, tienen para mí un carácter fundacional
por delimitar el terreno en el que, desde entonces, chapotean
mis personajes; esto es, la zona comprendida entre Paso de los
Botes y Guadalupe, desde la verde región de Las Brujas hasta
los Campos del Inglés.
Los cuentos “El último lancero” y “Permanencia” no ha-
bían sido publicados hasta ahora. He dejado para la legión
de exégetas del futuro, el establecimiento del orden temporal
de escritura de estos cuentos, prefiriendo la publicación de
manera aleatoria, por aquello de que en el camino los za-
pallos se acomodan en el fondo del carro y de que, al final,
como dijo Martín Fierro, el tiempo solo es tardanza de lo
que está por venir.
M. B.

~5~
Para Ricardo Marquisio,
en la Torre de la Canción
Montevideo

La primera noche duermen cerca de un arroyo.


Tendido sobre el recado, contempla las brasas que se
van apagando y cómo allá arriba, en el negro cielo de mar-
zo, estrellas brotan entre los mantos de nubes. De a poco
deja que los oídos lo trasladen al universo de la corriente
cercana e identifica el desparejo croar de las ranas entre las
hierbas de la orilla. También escucha grillos y, de a ratos,
el salto de algún pez que quiebra el murmullo líquido,
chapoteando en el agua barrosa.
Calcula que durmió un cuarto de hora. En un rato, el
teniente le pateará una bota para que se levante y comien-
ce la guardia. Tiene el fusil recostado a su izquierda y,
del otro lado, sobre una pequeña elevación del terreno,
descansa el sable de reglamento. Junto al sable aún humea
el jarro con un resto de mate cocido.
Tal vez no pasaron quince minutos desde que me dor-
mí, piensa. Tal vez ni diez.
Detrás escucha los ronquidos del prisionero que per-
manece atado a un ñandubay. Parece que algo anida en
su garganta. Un pájaro o un roedor. El aire atravesado por
los sonidos del campo es indiferente a aquel barullo. Se
vuelve apenas y descubre los pies descalzos del prisionero.
Tiene las manos esposadas encima de la barriga, el som-
brero caído sobre los ojos y el pañuelo blanco desatado
alrededor del cuello.
A esta hora, Luisiana ya habrá acostado a los hermanos
y recorrerá la casa inspeccionando las ventanas. La llama
de un candil que se mueve es el único destello que se ve
desde la calle. Las gallinas ya dormirán encaramadas sobre

~9~
los gruesos palos del gallinero y el perro barcino, que era hedía a remedios y a transpiración. El viejo no dejaba que
de su padre, estará echado bajo las acacias o junto al pozo. nadie se le acercara. Ni siquiera sus hijos. Pasaba los días
Después de besar en la frente a los hermanos dormidos, contemplando el techo y escupiendo sangre. Dormía de
Luisiana caminará hacia su habitación. Colocará el candil a ratos. A veces, el dolor lo hacía gritar tan fuerte que los
sobre la pequeña mesa de luz y se persignará ante el Cristo alaridos se escuchaban desde el destacamento. Al sentirlo,
de bronce que cuelga encima de la cama. Luego, se quita- las lavanderas se persignaban e invocaban a algún santo.
rá el vestido y se pondrá el camisón. Siéntese ahí, le dijo el viejo señalando una silla de ma-
Al girarse hacia la derecha, descubre el recado del te- dera con respaldo de paja. Siéntese y escuche lo que le voy
niente desparramado junto a unas piedras. Vuelve a con- a decir.
templar al prisionero dormido y luego mira hacia el arro- Se atoró y escupió, pero esta vez, por deferencia al visi-
yo. Podría dormir otros minutos. tante, lo hizo hacia el otro extremo de la cama, por sobre
¿Despierto, cabo?, pregunta el teniente. el sitio que ocupara la difunta.
Ha aparecido desde la nada como materializado por la Como verá, dijo, me estoy muriendo. No me he pegado
fronda o llovido, de golpe, por una nube. un tiro porque no puedo levantarme. Y ninguno de estos
Se apoya en las manos y queda sentado sobre el recado. desagradecidos quiere arrimarme el revolver.
El teniente sonríe, fusil en mano. Se movió inquieto y el respaldar de la vieja silla crujió.
Voy a dormir un par de horas, dice. Hágase cargo. Tranquilo, siguió el viejo. No lo llamé para que me
Sí, mi teniente. mate ni para pedirle el arma. Sé muy bien quién es usted.
El teniente se recuesta sobre el recado con gesto de can- Conocí a su padre.
sancio. Él lo ha visto despierto días enteros, como si el Asintió en silencio.
sueño fuera un lujo o una quimera. Lo ha visto despierto Varias veces le compré ganado y una vez tropié con él
en el destacamento, en las batidas y en las largas horas de para La Tablada.
guardia en la frontera. Lo ha visto despierto en el pueblo, Volvió a asentir.
en esas noches de jarana de los soldados cuando uno cree- Sé de qué sangre están hechos ustedes. Por eso lo he
ría que a sus años las tabas deberían pesarle. llamado.
Ahora lo ve cansado, abatido. Lo ve recostar la cabeza No volvió a asentir, aunque algo parecido a una sonrisa
calva sobre el cuero doblado en el recado. Lo ve quedarse se forjó en la comisura de su boca.
dormido. Sé que ha venido hablando con la Luisiana, dijo el viejo
Se levanta, toma el sable y se lo calza al cinto. Luego aga- tras un estertor.
rra el fusil y se lo echa al hombro. Camina unos pasos. Es verdad, respondió en voz baja.
Su finada madre soñaba con verla vestida de blanco.
Cuando el tumor que lo estaba matando comenzó a dejarlo Ya sabe cómo son las mujeres. Vestido, cura y todas esas
sin habla, el viejo Muñoz lo mandó llamar. La habitación cosas.

~10~ ~11~
Entiendo. Cuando finalmente lo atraparon, Penco Quintano dejó
El viejo lo miró como si creyera que le respondía por de ser leyenda para volverse hombre de carne y hueso.
simple conmiseración. Estuvo todo un día atado al palenque frente al almacén
No le pido que se case usted con ella, dijo. Eso ya lo de Rosas hasta que llegó la partida del ejército. Durante
verán los dos. Lo que sí le pido es que se haga cargo de la la mañana, los vecinos se habían acercado para ver al fa-
casa. No tengo más familia en el pueblo. moso matrero. Los milicos que lo apresaron andaban por
Guardó silencio. allí dándose aires. Que había desafiado mucho tiempo a
Por la plata no se preocupe. He acopiado mucho pen- la autoridad. Que tenía siete muertos en la espalda. Que
sando en este momento. se había cansado de robar caballos y vacas en las estancias
Mire, don Muñoz... del norte. Que la banda que comandaba había cruzado la
No me lo responda ahora, dijo el viejo levantando una frontera rumbo a Brasil, abandonándolo. Que para atra-
mano con dificultad. Piénselo. Un hombre debe sentirse parlo recurrieron a la astucia.
a la altura de sus responsabilidades. Así es cómo se cono- Penco Quintano, atado al palenque, descalzo, con el
ce. Piénselo, pero tampoco se demore. Use esas horas de brazo derecho sangrando por el pinchazo de la daga de
guardia en el destacamento para pensar sobre lo que le he uno de los milicos, contemplaba al grupo en silencio.
ofrecido. Parece indio, dijo un viejo.
Asintió en silencio y se puso de pie. Es fiero como el diablo, dijo una comadrona.
¿Van a ahorcarlo o qué?, preguntó un borracho que sa-
Se ha acercado al arroyo con paso lento y al rozar el yuyal lía del almacén de Rosas.
ha sentido cómo el concierto nocturno se detiene. Solo Hay que esperar a la partida del ejército, dijo uno de los
un grillo, encaramado en algún junco, sigue adelante con milicos que lo habían atrapado.
su letanía. Contempla la débil corriente en el barro y a Qué ejército ni qué mierdas, dijo el viejo de antes. Hay
algunas estrellas que se reflejan sobre el agua. Arma un que achurarlo acá mismo.
cigarro y vuelve hacia el fogón ahora apagado. Sofrenate, viejo, dijo el comisario sin levantarse del cajón
El teniente sigue durmiendo en la misma posición, al donde se había sentado, a un par de metros del prisionero.
igual que el prisionero. Detrás del árbol y del hombre ata- Penco Quintano va a ser juzgado en Montevideo. Lo van a
do, los tres caballos permanecen parados como estatuas que pasear como a un mono por 18 de Julio. Le van a poner un
hubieran crecido de golpe, bajo la noche estrellada. traje y hasta una moña. Después lo van a juzgar al aire libre.
Toma el cuero del recado y lo coloca sobre una piedra. ¿Y después?, preguntó alguien del grupo.
Se sienta y atraviesa el fusil sobre las rodillas. Contempla El comisario escupió.
el chorro de humo azul que lanza hacia el cielo negro y Después le van a quebrar el cogote delante de todo el
luego observa al hombre dormido atado al ñandubay. mundo. Para que todos vean qué pasa con los gauchos
forajidos, dijo.

~12~ ~13~
Todos guardaron silencio. Penco Quintano parecía En un rato despertará el teniente. En un rato le tocará
dormido. dormir.
Al atardecer llegó la partida. El capitán al mando fue
hasta la celda donde dormía Penco Quintano, lo despertó Después del mediodía se han cruzado con unos troperos.
y le habló de un juicio justo. Arreaban unas reses flacas que parecían querer caerse a
No se le va a quitar la vida como usted hizo con tanta cada paso. Primero escucharon unos gritos al otro lado de
gente, le dijo. las sierras. Después vieron aparecer a un perro y detrás a
Muchas gracias, dijo Quintano. las vacas y los terneros. Los troperos eran dos viejos que
Esa misma madrugada, él y el teniente salen del pueblo saludaron con la mano.
rumbo a Montevideo con el prisionero. Esposado a la es- Mire que se le han vuelto charque, les gritó Penco
palda, con los pies descalzos apenas rozando los estribos y Quintano, intentando hacer un gesto con las manos que
montando el caballo más viejo que hallaron en el destaca- las esposas impidieron.
mento, va Penco Quintano. Uno de los troperos sonrió y se llevó una mano al
La consigna es evitar los poblados y los caminos nacio- sombrero.
nales, no sea cosa que algún compadre del bandido quiera Silencio, pidió el teniente.
salvarlo de la ley. ¿Pero no ves, coronel? ¿No ves esos bichos?, le preguntó
Penco Quintano.
Una vez terminado el cigarro, se ha acercado al prisionero. Él pensó que el asombro del bandido era genuino. El
Contempla los pies descalzos que, abiertos en un ángulo teniente no respondió. Siguieron marchando.
obtuso, permanecen indiferentes al leve movimiento del
hombre dormido. Las plantas están llenas de arañazos y A esta hora Luisiana estará llegando a lo de los Soria. Re-
de marcas de piedras. Las uñas grises, alargadas, parecen correrá las enormes habitaciones de la casa limpiando los
pequeños filos adosados a los dedos. pisos, abrirá luego las ventanas blancas y dejará que el
Penco Quintano, en sueños, nombra a una mujer. Le sol de la tarde llegue a cada rincón. Limpiará los vidrios,
pide que no lo deje solo. Que le hable. ordenará la losa en la cocina y barrerá el frente de la casa.
Decime cosas, susurra, contame. Acompañará a doña Encarnación al cementerio y le ayu-
Se aleja con paso sigiloso para no despertarlo. Allá lejos, dará a poner flores en la tumba del finado. Después toma-
en el bajo, al otro lado del arroyo, ladra un perro. rá el té junto a la vieja en un comedor tan grande como
Se sienta sobre el recado y observa las estrellas arraci- toda la casa de Muñoz.
madas en el cielo. De a ratos, siente un sopor que quiere Doña Encarnación me quiere como a una hija, le ha
vencerlo, pero le basta con deslizar la mano hacia el frío dicho. Este vestido me lo regaló ella y también estos za-
caño del fusil para volver en sí. patos. ¿Te gustan?
Por supuesto, le dijo él rodeándola por la cintura.

~14~ ~15~
Los senos de Luisiana han crecido. Los vestidos que le Esta noche, dice el prisionero, cuando esté durmiendo
regala la viuda realzan su talle y hacen que los hombres se de madrugada, voy a matar a ese hijo de puta.
vuelvan en la calle para mirarla. Al decirlo, contempla al teniente, que, detenido en mi-
tad del camino, mira alrededor como si buscara algo per-
Se han detenido junto a un ombú que se alza solitario desa- dido entre los pastos.
fiando a la serranía. Desmonta con agilidad y ayuda a Penco Como no habla, el bandido se vuelve hacia él.
Quintano a bajar. Pese a los golpes de los milicos, los días Te aconsejo que te vayas ni bien caiga la noche, dice
que lleva atado y las manos esposadas, el bandido conserva Penco Quintano. Ha recuperado la voz pese a la sangre
cierta agilidad. Lo recuesta contra el tronco del ombú. que aún le corre por el rostro. Si no te vas, tendré que
El teniente se acerca y lo empuja apenas con la mano. matarte a vos también.
Penco Quintano contempla al teniente con una sonrisa. No le responde. Mira al bandido a los ojos e intenta
El teniente le cruza la cara con el rebenque y el bandido sostenerle la mirada todo lo que puede.
grita. Vuelve a golpearlo. Tres, cuatro, cinco veces. Pen- El teniente regresa junto al ombú. En la mano lleva un
co Quintano atina a recular, pero choca contra la gruesa puñado de macachines.
copa del ombú. Tiene el rostro bañado en sangre. La piel Lávele la cara a ese hombre, cabo, le dice, no sea cosa
de una mejilla se ha abierto y revela un fragmento de car- que se le infecte y llegue a Montevideo como un leproso.
ne sanguinolento.
Cuando te digo que te callés, te callás, dice el teniente. La segunda noche duermen junto a un monte de eucaliptos.
Penco Quintano va resbalando contra el tronco del ombú. Altos, desflecados, atiborrados de hojas y de nidos de
Congelado en el sitio, él ve cómo el teniente se aleja cotorras, los árboles se mecen con suavidad. Producen, al
caminando hacia el sendero y entonces se inclina sobre frotarse los gajos entre sí, un murmullo apagado.
Penco Quintano. Penco Quintano está atado al grueso tronco de un eu-
El bandido tiene los ojos abiertos. calipto.
¿Está bien?, dice y se da cuenta, al hacerlo, de que ha Cuando lo ataba, el bandido le pidió otra vez que se
preguntado una estupidez. fuera.
Penco Quintano, debajo de la espesa barba, de los jiro- Vuelve a ignorarlo y comprueba la tranca de las esposas.
nes de piel y la sangre que chorrea, sonríe. El metal se ha hundido en las gruesas muñecas del bandi-
¿Alguna vez ha matado a un hombre, soldado?, le pre- do, produciéndole laceraciones. Una costra de sangre seca
gunta con un hilo de voz. rodea a las argollas.
No, señor. Al comenzar la primera guardia, Penco Quintano se
El bandido lo mira con un gesto de sorpresa que él no duerme. Los ronquidos del bandido, esta vez, parecen
logra discernir si es por haberle llamado señor o por no más nerviosos. El aire surge de su nariz como empujado
tener muertes en su espalda. con dificultad.

~16~ ~17~
Se inclina para comprobar las ataduras, pero entiende, Hace rato escuchó a una lechuza y, por un resabio cam-
al hacerlo, que el teniente es implacable en este punto. pesino, se persignó. La ha sentido chistar muy cerca de
Nada le ha dicho de las palabras del bandido. Porque donde están y también le pareció que sobrevoló el campa-
no las cree ciertas y porque, si las dijera, se sentiría un mento. Los viejos dicen que anuncia a la Muerte.
cobarde. Detrás de él, al otro lado del fogón que se consume, ha
visto al teniente moverse en su lecho e incorporarse apenas.
Cuando vio a Luisiana desnuda por primera vez, comen- Cuando se recuesta para dormir sobre el recado, piensa
zó a sudar. Fue en el invierno pasado, el mismo día que que puede ser este su último sueño. Vistas las cosas, no
enterraron al viejo Muñoz. Sentado en el catre de tien- estaría nada mal, después de todo. Decide invocar la ima-
tos, con la camisa del uniforme a medio desabrochar, ha gen de Luisiana para dormirse con ella. Baja del caballo
sentido calor en una tarde de duro invierno. Ha sudado en el patio de Muñoz, le silba al perro barcino que está
cuando afuera helaba. junto al pozo y atraviesa el patio con paso decidido. Una
Él mismo condujo el carro que llevó a Luisiana y a sus gallina corre apresurada. De la ventana de la cocina sale
hermanos desde el cementerio hasta la vieja casa de adobe un débil aroma a estofado. El sol, al filtrarse por la enra-
y piedra. El perro barcino del muerto contempló a los que mada, dibuja pequeños círculos de luz sobre el piso de
entraban en la casa con expectativa. Cuando descubrió tierra. Abre la puerta y se queda dormido.
que la persona que quería ver no estaba allí, volvió a su
sitio junto al pozo. El lucero ha caído sobre el monte de eucaliptos cuando se
Luisiana acostó a los hermanos y apagó el candil en la aprontan para partir. El teniente quiere ganar unas horas,
sala. Después fue a la habitación donde él la esperaba. por eso esta vez saldrán de madrugada.
Soy tu mujer, le dijo. En el suelo, una brasa solitaria, agonizante, está cercada
Bueno, dijo él. por un manto de cenizas.
Soy tu mujer, repitió ella. Y después se desnudó. El teniente ensilla el overo con celeridad. Penco Quin-
Al pálido resplandor que llegaba de la sala, el cuerpo tano aún duerme, cobijado por sus ronquidos.
de Luisiana aparecía lejano, como un recuerdo que no Él ata la caldera con un tiento a las alforjas y comprueba
terminaba de concretarse o como un aparecido. Desde la tirantez de la cincha.
el catre, él veía un hombro blanco, el nacimiento de los Se ha despertado pensando que al llegar a Montevideo
senos y nada más. buscará una joyería y le comprará un collar a Luisiana. Será
algo barato, ya que no es mucha la plata que tiene. Tal vez
Sentado en el recado, con el fusil cruzado sobre las pier- no le alcance para un collar y compre un anillo. Tal vez no
nas, contempla el monte de eucaliptos que, bajo la pálida le alcance para un anillo y compre unas caravanas.
luz lunar, parece un enorme muro que se prolonga hasta Traiga al prisionero, cabo, le ordena el teniente.
el infinito. Deja las riendas en el suelo y avanza hacia el viejo eucalipto.

~18~ ~19~
Le acomoda el sombrero a Penco Quintano sobre la ca- Antes de que descargue el golpe, él dispara.
beza y le toca un hombro. Los ronquidos se detienen. Penco Quintano se inclina, abandona el sable y se deja caer.
Nos vamos, le dice al prisionero. A él, el olor de la pólvora le envuelve la cara. Se apoya
Penco Quintano abre los ojos y bosteza. en el fusil y se pone de pie.
Es de noche, dice. Penco Quintano ha rodado un par de metros y se ha
Él no responde. Afloja el nudo de la cuerda y luego levantado. Huye hacia el monte. Él comienza a correr de-
la enrolla con rapidez. Toma el brazo derecho de Penco trás mientras carga otro cartucho.
Quintano y lo ayuda a ponerse de pie. Las articulaciones Entra en el monte y escucha los pasos del bandido pisan-
del bandido estrellan como ramas secas al ser pisadas. do ramas y cáscaras secas allá adelante. Vuelve a disparar.
Ya estoy viejo, dice Penco Quintano. Si regreso con vida, piensa, tendré que contar esto mu-
Sonríe. chas veces.
El teniente trae al caballo viejo de las riendas y lo ubica El monte se va volviendo más oscuro a medida que
junto a los otros. Comprueba el estado de la cincha y el avanza. De vez en cuando, alguna estrella se deja ver allá
cinchón y luego pasa una rienda sobre el anca del animal. arriba, esquivando las altas copas de los eucaliptos. Un
Él le da un pequeño empujón a Penco Quintano para aroma dulzón, como de miel silvestre, se le cuela en la
que se cuadre junto al caballo ensillado. Se inclina para nariz. Ya no escucha los pasos de Penco Quintano. Quizás
ayudarlo a montar. Ahueca las manos para que el bandido esté detrás de él. Quizás él también esté muerto.
coloque el pie, pero no lo hace. Las manos esposadas de
Penco Quintano se inclinan hacia él y se apoderan del El círculo rojo y anaranjado aparece con desgano al costa-
sable. De un tirón lo saca de la vaina. do de los eucaliptos.
Sobresaltado, da un paso atrás, tropieza y cae al tiempo que Los tres caballos pastan cerca del hombre muerto.
el bandido se gira hacia el teniente. Un zumbido seco, rápi- Un río de hormigas pequeñas, diminutas, ha rodeado el
do, corta el aire. El filo atraviesa el cuello del teniente y un cuello del teniente. La sangre ha formado una costra que
borbotón surge del espacio que hay entre chaleco y mentón. el rocío intenta, sin suerte, disolver.
Penco Quintano, visto desde el suelo, parece ahora un A esta hora Luisiana estará cocinando el pan en el hor-
gigante. Empuñando el sable con las manos esposadas no de barro, piensa mientras tira de los tres pares de rien-
da un paso hacia él mientras reacomoda los dedos en la das. Un pan blanco, redondo, abrazado por el calor de las
empuñadura. negras y macizas paredes. Crece de a poco en la caliente
La tierra bajo su espalda está fría. El roce del pasto atra- oscuridad mientras ella, en la cocina, prepara el desayuno
viesa la tela del chaleco y le cosquillea la piel. para los hermanos.
Desesperado, estira la mano y toma el fusil. Penco El perro barcino, recostado contra el pozo, le hace fies-
Quintano se detiene y eleva las manos todo lo que le per- tas al aire fresco de la mañana.
miten las ataduras.

~20~ ~21~
Pequeño bardo En uno de los pocos vidrios que permanecen intactos, hay
un cartón pegado con cinta adhesiva en el que figuran los
horarios de los trenes. Alguien ha agregado la esvástica
nazi al conjunto, y quizás el mismo escriba ha registrado
Los tres llegamos a la estación al mismo tiempo. Payana para la posteridad la frase “Son todos putos”, enunciado
viste el mameluco que usa en el taller y Pirio Cabrera ha que puede estar destinado a los pasajeros que utilizan el
venido cargando varios cuadernos que pretende corregir servicio de afe, a los eventuales consultores de la tabla de
durante la espera. Yo crucé el predio abandonado junto horarios o a la población canaria en su conjunto.
a la estación con la bicicleta de tiro, contemplando los Cuando llego a la estación, Payana está contemplando
racimos de margaritas rojas que crecen entre los yuyos y el cartón de los horarios con particular detenimiento. A
pensando en lo efímero de su vida durante la primavera, un par de metros, Pirio Cabrera, sentado sobre su porta-
la disposición simétrica que ocupan en el terreno y la in- folio, se rasca una pierna mientras observa las vías. Apoyo
diferencia absoluta de los peatones que pasan junto a ellas. la bicicleta contra una columna de hormigón y camino
La visión de las margaritas me disparó hacia la infancia y hacia ellos pensando que quizás no fue buena idea invi-
a un campo extenso, cercado por un sauzal y bordeado tarlos, que debí haber venido solo a recibir al pequeño
por un débil arroyo. A lo lejos se escucha el mugir de las bardo, guardándome para mí aquel momento único.
vacas. El sol cae de plano sobre el cuadro que construye el Los trenes nunca llegan en hora, dice Payana como
recuerdo y puedo sentir una acumulación de aromas que quien dicta una sentencia. Por eso nunca voy a entender
nada tiene que ver con este barrio suburbano: el néctar la meticulosidad de los horarios. Doce y cincuenta y tres.
de las margaritas, la fragancia de los retoños frutales y el Ocho y cuarenta y nueve. ¿Quién carajo los controla?
aroma del pan casero que se cocina en el horno. En la humanidad de Payana ha vencido la marca de la
La estación de Canelones es una aberración arquitectó- Escuela Industrial. El aceite negro en las manos, las man-
nica que recicla décadas de desidia estatal. Ventanales con chas grises en el mameluco, las palabras vulgares salpi-
vidrios astillados y malezas que crecen entre los cimientos, cándole la conversación; nada de eso delata al joven que
inscripciones en las que un autor anónimo destila furia e recitaba a Rubén Darío en la Peña Literaria Clepsidra o
impotencia contra presidentes, equipos de fútbol y mu- que escribía críticas teatrales en La Columna Canaria. Los
jeres que se fueron con otros. La plataforma es una acu- años y los hijos le destrozaron los anhelos, una hipoteca
mulación de basura; colillas, envoltorios, resabios de vó- lo ató por siempre al taller y una esposa medicada termi-
mitos, condones y hasta manchas de sangre se encuentran nó de amputarle los sueños. Viéndolo ahora, pienso que
en confusa compañía. Los oscuros trenes que atraviesan ya no hay relación entre este Payana y el que traté veinte
la ciudad depositan en la plataforma a personas que no años atrás. Tal vez él piense lo mismo cuando me visita en
reparan en esos detalles y que, si lo hacen, lo incorporan mi casa, cuando observa mis intentos por pedirle al brazo
a un sentimiento general de desazón por las instituciones. tullido un esfuerzo que no podrá darme o cuando, cada

~22~ ~23~
Carnaval, me ve pasar por la calle principal, disfrazado de El maestro Pirio Cabrera se ha puesto de pie, abandonan-
lubolo y mezclado en la comparsa. A veces me pregunto do la pila de cuadernos junto a un hormiguero. Se quita
qué nos pasó. ¿Cómo pudimos dejarnos vencer de esta for- los lentes con un profundo gesto de abatimiento mientras
ma, nosotros, los que todo pretendíamos cambiar? Y ahora vuelve a consultar el reloj en un movimiento que no está
me respondo que, de algún modo, la llegada de Barreto dedicado a conocer la hora exacta —ya que sería imposible
viene a ofrecernos una respuesta: alguien logró escapar de que detectara la posición de las agujas sin la ayuda de las
esta miseria y cosechar un triunfo, una victoria que corona gafas—, sino a mostrarnos su fastidio ante la espera. Otra
una vida de sueños perdidos, un salto sobre las movedizas razón más para arrepentirme por la invitación. Cuando una
arenas del olvido. Una forma de redención. semana atrás lo visité en su casa solitaria —mucho más so-
Fue Pirio Cabrera quien lo apodó Pequeño Bardo. El litaria desde que la madre murió— para contarle la buena
mote no tenía nada que ver con su constitución física —Ba- noticia, Pirio Cabrera me contempló con indiferencia; la
rreto era el más alto de los cuatro—, sino con la forma de taza de té de manzanilla imperturbable entre las manos, el
dar a conocer sus creaciones, con una mezcla de vergüenza cabello revuelto y los ojos pequeños por demasiada lectura
y temor al rechazo, un miedo pasmoso al ridículo y a la bajo una luz defectuosa.
exposición excesiva. Desde la época del liceo, sabíamos que Vengo a invitarte para ir con Payana a recibirlo a la
Barreto escribía. Espíritu sensible en demasía, sus versos sa- estación. Llega el miércoles a las cuatro de la tarde, le
lían a la luz cada vez que un cielo de abril teñía de ocre los dije, moderando mi emoción ante lo imperturbable de
árboles de la plaza o cuando, cautivado por la belleza de sus sentimientos.
alguna compañera de grado, se detenía más de la cuenta No sé. No lo he visto en más de veinte años. No tendría
en la contemplación de su perfil mirando hacia el pizarrón. nada para hablar con él. Debería fingir y, te soy sincero,
Su obra poética —aunque en aquel momento nadie la lla- no tengo ganas de escenificar una comedia. Además, qué
maba así— nos era desconocida, aunque presentíamos su sentido tiene invitar a Payana. Es un mecánico que solo
existencia. Barreto era el más ágil en la destreza verbal; sus lee la factura de la luz para ir a quejarse a la ute porque
ocasionales insultos constituían elaborados exabruptos del le cobran el arancel comercial. Nuestra presencia en la
idioma. Cuando cursábamos cuarto año, el padre de Barre- estación sería muy bizarra. Creo que Barreto se asustaría
to abandonó a la familia y él debió dejar los estudios por la en vez de alegrarse.
más mundana ocupación de empleado en una carpintería. No me dejé vencer. Aquella lógica pesimista era un rasgo
Solía aparecer en la plazoleta cercana al liceo para conversar del carácter de Pirio Cabrera, una coraza ante cada hecho
con nosotros, para fumar un rápido cigarrillo o para con- de la existencia; como si negando todo acontecimiento
templar otra vez la belleza de nuestras compañeras, bellezas pudiera dominar las leyes más básicas del cosmos y hasta
que se mantenían esquivas y desinteresadas por nuestro aire el propio decurso del tiempo. Solo era feliz en el salón de
humanista y dirigían su atención a los jóvenes policías que clases. Allí dentro, entre cuatro paredes, con el amplio
esperaban el ómnibus en la parada cercana. pizarrón a la espalda y las filas de pupitres ocupadas por

~24~ ~25~
sucesivas generaciones de alumnos, Pirio Cabrera revela- Ahora Payana ha bajado desde la plataforma hacia la
ba su verdadera naturaleza, la de un individuo sensible y vía y se entretiene desenterrando una pequeña piedra de
comprometido con la realidad educativa. Hurgué en un entre los rieles.
bolsillo de la campera hasta dar con el pequeño volumen ¿Qué tal el libro?, me pregunta.
que Barreto me había enviado por correo. Si bien no se preocupó por pedírmelo para leer, ni si-
Publicó este libro. Después de tantos años por fin ha quiera para sopesarlo como hiciera Pirio Cabrera, descu-
dado a conocer su obra, le dije tendiéndole el ejemplar. bro que el interés de Payana es genuino. Como también
Pirio Cabrera sopesó el tomo como quien busca la fecha lo es mi respuesta y el juicio literario que esbozo.
de vencimiento en un pote de margarina. Las imágenes son muy fuertes, digo. Leyendo algu-
No es mucho para tanto tiempo, dijo devolviéndome el nos poemas pensaba en la labor de un documentalista
libro sin haberlo ojeado. registrando momentos diversos de una existencia con la
Eso es injusto, le dije. Lo mismo podría decir él de tu objetividad de un profesional de la cámara. Pero luego
vida. También vos soñabas con convertirte en escritor, hay pasajes devastadores, versos que estremecen hasta el
con revelar las secretas verdades de la existencia para que tuétano.
tu vida no pasara desapercibida. Pirio Cabrera sonríe con desprecio.
Pirio Cabrera sonrió. Y aquello intensificó mi malestar. Ni en mis peores artículos usé tantos lugares comunes,
Solo te convertiste en un pobre maestro que da clases en dice.
una escuela suburbana, un solterón que se divierte dán- Ese es tu problema, le digo. Y siendo el único que se
doles de comer a las palomas en la plaza y escribiendo esa tomó el trabajo de leer el libro, sospecho que es mi opi-
columna que nadie lee en el Hoy Canelones, dije mirando nión lo único que cuenta acá.
el suelo. En el silencio que sigue a mis palabras pienso en el so-
La sonrisa se le congeló en los labios y la taza de té de bre que me llegó la semana pasada con el volumen y la
manzanilla le tembló entre las manos. carta de Barreto. Casi nunca recibo correspondencia, ex-
Es curioso que me digas eso, me respondió. Justamente vos. ceptuando el recibo con el que cobro la pensión y alguna
Lo veo evaluar la posibilidad de atacarme, pero opta postal navideña que me envían los parientes de Buenos
por no hacerlo; algo que le resultaría muy fácil, por otra Aires. Por eso, la llegada del sobre se constituyó en un
parte. Deja la taza sobre el borde de la mesa y mira hacia auténtico acontecimiento en la rutinaria mañana. Mi
la puerta. Cuando salgo a la calle, luego de atravesar el nombre aparecía escrito en una esmerada letra imprenta
patio repleto de malvones, sé que voy a verlo el día de que me reveló, ni bien la contemplé, a su autor a pesar
la cita en la estación. Porque ¿qué otra cosa es una vieja del tiempo transcurrido. En la carta, muy breve y con la
amistad sino el perfecto dominio de los sentimientos del misma elaborada caligrafía, Barreto anunciaba su visita,
otro revelados en gestos mínimos y en años de aceptación detallaba el sistema de horarios y escalas que le permi-
y conocimiento? tiría llegar a Canelones y, por último, me adelantaba la

~26~ ~27~
existencia de un nuevo manuscrito que nadie conocía y tigas para encontrarlo, pero nuestras limitaciones econó-
que revelaría ante nosotros como símbolo de reencuen- micas no nos permitieron llevar adelante la empresa.
tro y pertenencia a la ciudad y a los condiscípulos que ¿Te dedicó el libro?, me pregunta Payana mientras in-
lo habían cobijado. “Mis nuevos poemas son tan íntimos tenta subir a la plataforma sosteniéndose en la pequeña
que aún no he osado mostrárselos a nadie. Espero que piedra.
ustedes, sabios jueces de mis bocetos de antaño, emitan Busco el ejemplar en el bolsillo y lo abro con orgullo.
el juicio certero que los eleve o los condene”, escribía sin A mi buen amigo y condiscípulo. Con el cariño refor-
acusar el paso de los años. Barreto había dejado Canelo- zado por el tiempo transcurrido, este esfuerzo de un pe-
nes a los veinte y por mucho tiempo se dedicó a recorrer queño bardo, leo.
el país sin un objetivo determinado ni un derrotero esta- Ayudame, me pide Payana mientras deja caer la piedra
blecido. De vez en cuando, nos llegaban noticias de su e intenta asirse a la baranda de la plataforma.
estancia en algún pequeño pueblo del litoral o del norte; Guardo el libro y me acerco a él, pero, en el intento
en Durazno trabajó un tiempo como empleado en una por no caerse, Payana se sujeta de mi brazo malo. Con el
estación de servicio y, en San Gregorio de Polanco, aten- impulso, me arrastra hacia la baranda de metal y a punto
dió la barra de una whiskería. Después, por muchos años, está de hacerme caer a su lado, pero, a último momento,
desapareció. Cuando lo evocábamos en la antigua Peña logra abrazarse de una de las columnas y, manteniendo
Literaria Clepsidra —rebautizada Club Social y Deporti- el equilibrio, se impulsa y queda de pie sobre la platafor-
vo Amanecer—, su figura emergía rodeada por un halo de ma. Todo ha transcurrido en un par de segundos y Pi-
misterio. Pirio Cabrera sostenía que se dedicaba al contra- rio Cabrera, de espaldas a nosotros, no ha reparado en
bando en la frontera con Brasil; Payana lo imaginaba esta- el episodio. Sin embargo, aquello basta para que el brazo
blecido en Montevideo, convertido en estudiante eterno marchito me haga estremecer de dolor.
de la Facultad de Humanidades y rechazando todo lo que ¿Te sentís bien?, me pregunta Payana.
tuviera que ver con su Canelones natal. Yo, por mi parte, Le digo que sí mientras unas lágrimas me caen por las
le adjudicaba un destino más heroico. Lo veía muriendo mejillas. Camino hacia la pared lateral y me recuesto con-
en un duelo durante una calurosa madrugada de enero, tra las piedras, que aún permanecen calientes por el sol
defendiendo el honor de una de las chicas del quilombo. que las bañó hace un rato. El libro de Barreto sobresale
Y un día, de golpe, tuvimos noticias de él. Alguien que en el bolsillo de mi campera como un minúsculo polizón
había viajado a Artigas lo encontró trabajando en una im- que evalúa su travesía. Nuevas lágrimas me recorren la
prenta de la capital del departamento. cara y ahora entiendo que no lloro por el esfuerzo y el
Está mucho más gordo. Se casó con una brasilera y des- dolor al que me acaba de someter Payana, sino por un
pués se separó, nos dijo nuestro informante, un corredor sentimiento más humano y mezquino, una mezcla de res-
de artículos de limpieza, antiguo compañero del liceo. peto y envidia por el amigo que logró evadir el silencio
Durante cierto tiempo, acariciamos la idea de viajar a Ar- para forjar su sueño.

~28~ ~29~
Una noche, muchos años atrás, me desperté bañado en ligero cosquilleo, una mínima punzada que no llegaba a
sudor, presa de una extraña convulsión. Al sentarme en doler, pero que era lo suficientemente intensa como para
la cama descubrí que mi brazo derecho estaba paralizado advertirme que su tiempo también estaba contado. La po-
por completo. Como si la muerte lo hubiese sorprendido sibilidad de perder la movilidad en ambos brazos hacía que
antes que al resto del cuerpo, perdió toda movilidad y, a el intento por atrapar las palabras fuera más vehemente
partir de aquel día, me convertí en el tullido del barrio; el y, por ende, más desesperado.Una tarde, cuando creí que
tipo al que los vecinos que antes ignoraban ahora saludan el brazo sano estaba agonizando, crucé una piola por el
y con el que se detienen a conversar las viejas con batones tirante del techo de la cocina e hice un nudo corredizo
que barren las veredas. para ahorcarme. Ya había subido a la silla y manipulaba el
Después de aquel día no volví a escribir. No porque no lazo cuando la puerta se abrió y apareció Payana. Venía a
pudiese —tampoco había escrito demasiado antes del ata- visitarme, preocupado por mi prolongada ausencia en el
que—, sino porque la inspiración pareció abandonarme club. Al descubrirme sobre la silla y con la piola al cue-
junto con la movilidad del brazo. Desde entonces, sen- llo, comenzó a reír. Por alguna razón, no creía que aquello
tarme frente a la hoja en blanco fue la peor tortura a la fuera verdad y la escena no era, para él, otra cosa que una
que me podía someter. Veía a las palabras pasar frente a simple escenificación, como las que solemos hacer a veces
mí como si navegaran por la mansa corriente de un río; con los muchachos de la comparsa. Con cuidado, me qui-
algunas, de a ratos, se acercaban a la orilla y se mostra- té la piola del cuello, bajé de la silla y estreché la mano de
ban tentadoras y obedientes a mi impulso, pero cuando Payana con una sonrisa. A continuación, puse la caldera a
la punta de la lapicera contactaba a la hoja, se desvanecían hervir y preparé el mate. Payana no paraba de reír y, en su
o se ahogaban en el propio lecho al que habían aparcado. gesto, se evidenciaba un sentido de la realidad tan limitado
Durante horas permanecía contemplando la pequeña ven- como excluyente: no podía imaginar que alguien cercano
tana de mi habitación y, a través de ella, el enorme muro a él pudiera suicidarse; en su visión del mundo, ese gesto
de bloques que me separa de la casa del vecino. Algunas solo le pertenecía a gente lejana. Nunca más comentamos
tardes, las palabras se proyectaban sobre el muro y me el episodio con Payana y estoy seguro de que él ya lo ha
tentaban con sus movimientos lúbricos para que las hicie- olvidado o lo ha relegado a ese conjunto de anécdotas pe-
ra mías, para que fornicara con ellas en la majestuosidad queñas que colocamos en el cuarto trastero de la memoria
del silencio blanco del que provenían y al que me estaban y que, ante un destello repentino, se nos ofrecen en su
empujando. A veces, no salía de casa por días; intentaba total y detallada realidad.
no escuchar ninguna voz humana, ningún sonido que pu- Creo que viene, dice Pirio Cabrera atisbando en la leja-
diera alterar el intento por comulgar con las palabras. En nía el humo de la locomotora.
trance recorría las habitaciones, iba al baño, me preparaba El maestro ha tomado el portafolio en una mano mien-
un refuerzo en la cocina y volvía a mi pieza para continuar tras con la otra intenta colocar la pila de cuadernos deba-
la cacería. Por momentos, sentía en mi brazo izquierdo un jo del brazo. Algunas personas se han acercado a nuestro

~30~ ~31~
grupo ante la inminente llegada del tren. Una señora, Déjenme a mí. Yo me encargo de la oratoria, dice Pirio
conocida del barrio, nos contempla en silencio desde la Cabrera, al tiempo que vemos el tren entrar en la platafor-
delgada sombra que proyecta el techo de zinc. Cuando ma y aminorar la marcha para detenerse frente al puesto
me doy vuelta, descubro que observa mi brazo como si de de control.
un estigma se tratara. Sus gordas manos, cerradas sobre las Avanzamos hacia los vagones, confundiéndonos con los
asas de un bolso de tejido donde alcanzo a entrever varios nuevos pasajeros mientras las puertas se abren. Percibo un
quesos caseros en desordenadas pilas, se mueven como débil temblor en el brazo malo al contemplar a los cuer-
pasando las cuentas de un rosario. ¿Qué mirás, vieja de pos que se van poniendo de pie en el interior.
mierda? ¿No creerías que de este hombre pudo salir un ¿Lo ves?, me pregunta Payana.
día la página perfecta, un hilo de palabras y sentido que Niego con la cabeza mientras atisbo por entre las pe-
elevara tu existencia hacia un mundo más hermoso, que queñas ventanillas y las cubiertas de tejido para descubrir
te hiciera olvidar todas tus penas, tus dolores, tus deudas, al visitante. A medida que van bajando, los pasajeros se
los problemas con tus hijos, tu miseria diaria?, pienso. dispersan por el fondo de la plataforma y la pequeña ca-
¿Cómo le va, doña Clara? ¿Esperando al hijo de la capi- lle lateral, por lo que cada vez son menos los viajantes
tal?, le pregunto con una sonrisa. visibles. Pirio Cabrera se ha desplazado unos metros para
La mujer sonríe y asiente, algo confundida. contemplar los últimos vagones mientras que Payana y yo
El ruido de la locomotora es ahora más intenso y los rieles observamos el resto, pero de Barreto no hay señales. Me
tiemblan ante la cercanía de la pesada máquina. A mi lado, vuelvo de golpe para estudiar los rostros de los que acaban
Payana se ha quitado la gorra mugrienta y se alisa el cabello de bajar, y ninguno me revela a nuestro poeta.
con nerviosismo. Junto a él, el maestro se muestra imper- Barreto, grita Payana por entre el gentío y la confu-
turbable; si su carga le permitiera consultar el reloj otra vez, sión de voces y saludos de la plataforma. Algunas de las
lo haría. Extraña comitiva la que formamos, pienso. El poe- personas que están subiendo al tren se giran intrigadas e
ta que vuelve al pago después de décadas de ausencia solo es incluso un policía inicia el gesto de acercarse al forzudo
recibido por tres condiscípulos del liceo; no hay comisión mecánico.
de honor de la Junta Local, ni Asociación de Damas para Debe haberlo perdido, dice Payana cuando escucha el
el Desarrollo y Difusión de la Creación Literaria; solo un sonido de la locomotora al ponerse en marcha otra vez.
maestro titulado, un mecánico y un tullido. Entonces nos llega la voz de Pirio Cabrera. El maestro
¿Pensaste en decir algunas palabras?, me pregunta Payana. está detenido frente al último vagón, observando por una
Lo contemplo extrañado ante la sugerencia. de las ventanillas. Ha dejado el portafolio y los cuadernos
No es mala idea, pero creo que este no es el contexto. en el piso y, tras su llamado, se acerca aun más a la má-
Pensaba invitarlos a todos a la vieja Peña y brindar por el quina. Payana y yo corremos hacia él notando cómo todas
reencuentro, le digo. las miradas se posan en nosotros. Llegamos a su lado y
Payana dice que sí, pero se muestra desilusionado. contemplamos el interior del último vagón. Allí está el

~32~ ~33~
pequeño bardo, sentado en uno de los viejos asientos del Frente a nosotros, Barreto sigue contemplando por la
tren estatal, con un portafolio en la falda, observando ha- ventana una Canelones que ya no ve, inmerso en un aire
cia el exterior por la ventanilla opuesta. que ya no siente en sus pulmones y escuchando voces y
Barreto, grita Payana, pero el poeta no se vuelve. sonidos que solía percibir muchos años atrás, cuando re-
No te oye, dice Pirio Cabrera. Hasta ese momento, es el corría con nosotros las desparejas calles del barrio, cuando
único que ha notado que el viajero está muerto. caminaba desde su casa a la carpintería o cuando, desde la
De la confusión que sigue solo recuerdo la mirada deso- plazoleta cercana al liceo, estudiaba el rostro de las com-
ladora de Pirio Cabrera, a Payana corriendo hacia el policía pañeras de clase que se mostraban esquivas.
que está en la plataforma y al propio maquinista caminan- Ya vengo, me dice Pirio Cabrera. Voy a buscar los cua-
do por el andén. El tiempo parece fijado con tachuelas en dernos que dejé en el andén.
la magnitud del paisaje. En un momento se abre la puerta Lo oigo cruzar junto a Payana y salir al terraplén con el
del vagón y el policía avanza hacia Barreto con gesto de ex- paso sereno del que sabe que cualquier prisa ya no tiene
trañeza, demostrando que, a diferencia de lo que se espera sentido. Solo en el vagón, me acerco un poco más a Barreto
de él, aquella situación lo supera. Se vuelve hacia nosotros y descubro las sutiles venas azules que le atraviesan el rostro,
tres y parece cuestionarnos con la mirada. Pirio Cabrera, un rostro al que ya empieza a cubrir la palidez de la muer-
mucho más expeditivo, se acerca a nuestro antiguo condis- te. Está mucho más gordo. Y también más viejo. Pero eso
cípulo y tras tomarle el pulso confirma su estado. también debería haberlo pensado él al vernos parados en la
No toquen nada, nos pide el agente. Voy a llamar desde la plataforma de la estación. Entonces lo descubro. Sobresale
centralita y, por favor, no dejen que nadie suba al vagón. del bolsillo interno del saco, como queriendo escapar de la
A medida que vemos al policía caminar por el andén ha- inmovilidad eterna a la que su autor fue arrojado. Son va-
cia la oficina de la estación, varios curiosos descienden del rias hojas enrolladas como un pergamino y sujetas por una
tren y se acercan hacia el sitio donde advierten la razón goma elástica. Sin leerlo, sé que aquel es su manuscrito; la
de todo aquel retraso. Ni Payana, ni Pirio Cabrera, ni yo personalísima obra en que trabajó durante años y que, con
hemos hablado, mudos como estamos ante el giro que ha él, ha recorrido centenares de kilómetros para someterse a
tomado nuestra ceremonia de recepción. Cuando descubre nuestro veredicto. Me vuelvo para comprobar que nadie
que algunos curiosos se asoman a la puerta entreabierta del ha subido al vagón, tomo el manuscrito y lo guardo en el
vagón, Payana decide actuar y cortarles el paso. bolsillo interior de la campera. Como es de esperar, Barreto
Deje subir, le escuchamos decir a una señora. permanece imperturbable, sereno en su forma de llegar ante
Respeto, carajo, respeto, grita Payana. la eternidad y cruzar ese silencio del que no se puede dar
Esto ha excedido todas mis expectativas, dice Pirio Ca- noticias al volver porque el propio regreso no existe. Vuelvo
brera. Hay que reconocer que la vuelta de Barreto ha teni- a contemplar su rostro y, en un último gesto de humanidad
do un tono dramático que no desentona con su biografía. y de vergüenza, le cierro los ojos con la mano sana.

~34~ ~35~
Procesión cidido tomar asiento sobre los gajos de los sauces para
seguir la conversación entre los hombres. El overo volvió
a bajar la cabeza y detuvo el movimiento de la cola. Allá
lejos, en el bañado, un ternero le lanzó a la tarde su mu-
Va llover, dijo Airala, oteando el pesado cielo de agosto gido de miedo y orfandad. Unos teros lo secundaron y
con la mirada del que sabe que lo que dice es verdad. un relincho cercano hizo que el overo volviera a alzar la
El Tuerto no lo escuchó o, si lo hizo, poca atención le cabeza tensando las orejas en un solo movimiento.
prestó al vaticinio del viejo. Estaba ocupado en calmar al El que llega es don Martín, dijo el Tuerto mirando ha-
overo que, desde la mañana, se mostraba nervioso, hin- cia el patio.
chando más de la cuenta los ollares y moviendo las orejas a Es la hora, pues, confirmó Airala.
intervalos regulares, con una predisposición mecánica ante El tercer hombre dirigió el tordillo que montaba ha-
el peligro. El animal ensillado se rebelaba contra el aire car- cia los otros. No saludó ni dijo palabra. Solo esperó que
gado de tormenta a través de un complejo sistema de seña- montaran para dar media vuelta, cruzar el patio y tomar
les en el cuerpo. Las orejas, las patas y la cola eran los indica- el camino hacia el pueblo.
dores evidentes del desajuste entre caballo y naturaleza. Como un poncho invisible e inmenso, el viento cubrió
Sofrenate, le dijo el Tuerto tirando bruscamente de las el paso de los tres jinetes por la llanura.
riendas. ¿Nunca viste relampaguiar, hijunagransiete?
Dejalo desahogarse, le recomendó Airala. El matungo El padre Cristóbal atravesó la nave de la iglesia con el paso
sabe que nos espera un trote largo. Además, ¿te creés que más rápido que podía exigirles a sus viejas piernas. Un re-
se encorcova por los truenos y los relámpagos?, preguntó lámpago colosal intensificó el apacible rostro de San Pedro,
pasando suavemente una mano por la frente del overo. detenido eternamente camino de la hoguera. La tembloro-
El animal bajó la cabeza para volver a alzarla con mayor sa luz pareció dispersarse por debajo de los bancos de ma-
ímpetu. dera hasta llegar al altar y a la pequeña puerta que llevaba
¿Y por qué otra cosa va a ser, viejo?, preguntó el Tuerto a la sacristía. Al final del pasillo, ajeno a la tempestad que
con una sonrisa que destacaba aun más el vacío que le comenzaba a descargarse sobre los campos, estaba el ataúd.
había hecho ganar el mote. Le habían quitado las flores con que lo cubrieron durante
Airala sonrió, revelando una boca desdentada entre la el velorio. Al verlo, solitario entre los bancos, el padre Cris-
trinchera de la espesa barba blanca. tóbal no pensó en lo que su presencia significaba para los
El animal siente el tufo de la muerte. Lo palpa en el aire cristianos, sino en su concreta función de mueble. Como
y lo masca con el freno. Sabe muy bien que va a tener que el armario donde guardaba el vino de la misa y las velas de
cargar a un muerto, dijo. la liturgia, el ataúd era un utilitario recipiente que permitía
El Tuerto amagó un comentario, pero se arrepintió. De colocar bultos para que no estorbaran en otros sitios. Se
pronto, el viento pareció calmarse, como si hubiera de- persignó ante tamaño pensamiento y avanzó hacia la puer-

~36~ ~37~
ta que permanecía entornada. El sonido de la lluvia crecía adiós al almacenero huraño que nunca reía y que hablaba
sobre el techo de la iglesia. Afuera, la electricidad le había lo indispensable. Después de que el padre Cristóbal pro-
cedido paso al agua. El padre Cristóbal empujó lentamente nunció la misa, los dolientes se apresuraron hacia la salida
la puerta y se asomó al exterior. Los tres jinetes detenidos como corderos asustados. La tormenta que se acercaba
frente a la casa de Dios parecían haber emergido del Libro hacía vibrar los ventanales y los toscos bancos de madera.
de los Jueces. Inmutables bajo la lluvia, contemplaban al Alguien dijo que el ataúd se había movido unos centíme-
sacerdote con indiferencia. tros cuando el padre recitaba el “Tú, Señor, eres nuestra
¿Está pronto?, preguntó el que estaba en el centro. vida y nuestra resurrección”.
El padre Cristóbal asintió y avanzó un paso, temeroso Cada vez que un vecino de San Miguel fallecía, don Mar-
de que no lo escucharan. tín y el viejo Airala se encargaban de transportar al difunto
Está pronto, dijo. Esperó que los tres desmontaran para hacia su última morada en el cementerio municipal. Reco-
preguntar. ¿No será mejor esperar que escampe? rrían los veinte kilómetros con el ataúd sostenido entre los
Nadie le respondió. El más viejo de los tres, junto al que dos caballos, de forma tal que, al verlos avanzar, se tenía la
llamaban Tuerto, se coló en la iglesia. El sacerdote quedó extraña sensación de que hombres y animales formaban un
solo frente al que había hablado primero. Don Martín lo solo cuerpo. Unos meses atrás, el Tuerto se había unido al
contemplaba en silencio. Se quitó el sombrero y lo acercó grupo para suplantar a Airala en algunos trechos. Al viejo
a su pecho. capataz de la estancia La Perdida comenzaban a pesarle los
Es una locura salir con esta tormenta, dijo el padre años. Un ligero temblor en las manos callosas, los ojos que
Cristóbal. se esforzaban demasiado para ver entre dos luces y los es-
Es nuestro trabajo. Antes que sea otro día, don Ve- tertores que lanzaba cada vez que montaba llevaron a don
nancio va a tener cristiana sepultura, le respondió don Martín a incorporar al Tuerto a la procesión.
Martín. Luego, tras un breve movimiento con la cabeza, Cuando los tres hombres partieron de la iglesia de San Mi-
también él se adentró en la iglesia. guel Arcángel, cargando los restos de don Venancio, el cielo
parecía desplomarse sobre los campos. Una cortina de lluvia
Don Venancio Italabertia tuvo la mala suerte de morir oscura y densa abrazaba todas las cosas, imposibilitando la
una semana antes de que se inaugurara el cementerio de visión y dificultando el paso. El padre Cristóbal volvió a in-
San Miguel. Si el corazón le hubiese aguantado unas vuel- sistir en que se quedaran mientras don Martín y el Tuerto
tas más, su flamante cadáver habría inaugurado el campo- acomodaban el ataúd sobre los recados. Ante la indiferencia
santo por el que el pueblo esperó tantos años. Empujaba de los callados hombres, el sacerdote apeló a Airala, buscan-
la barrica de yerba hacia el mostrador para pesarle un kilo do en el anciano un mínimo de lucidez ante aquella locura.
a doña Encarnación cuando le dio el ataque. Como a to- Usted, usted, le dijo al viejo que pitaba un grueso ciga-
dos los muertos del pueblo, lo habían velado en la igle- rro bajo el ala del sombrero. Deténgalos. ¿No se da cuenta
sia. Clientes, vecinos y deudores pasaron a darle el último cómo llueve?

~38~ ~39~
Airala exhaló lentamente el humo y observó cómo el ron regresar. Avanzando a paso lento, sin exigirles a los ca-
extremo del pucho desprendía un manto de cenizas sobre ballos más de lo que podían ofrecer, don Martín, Airala y
el malezal de sus barbas. El cura esperó inútilmente la res- el Tuerto tomaron el camino de las tropas sin pronunciar
puesta. Cuando vio que los otros estaban prontos, Airala palabra. El propio ruido de la lluvia dificultaba la conver-
pasó una rienda sobre el cuello del caballo y montó. sación. El agua, al deslizarse sobre el ataúd, intensificaba
El sacerdote apeló al lamento como último recurso. el brillo de la lustrosa madera como un servicio especial
¡Qué barbaridad! ¿Por qué mojarse de esta manera? ¡Por de los cielos para con el difunto.
Nuestro Señor Jesucristo! El Blanquillo no debe dar paso, don Martín, dijo el
Al escucharlo, don Martín, con una mano en las rien- Tuerto de golpe. Aunque faltaba un rato para cruzar el
das y otra en el extremo más ancho del ataúd, se volvió y arroyo, la preocupación comenzaba a hacerse evidente.
habló con una voz tan apagada que se confundía con el Lo limitado de su visión le hacía ser muy precavido.
ruido de la lluvia sobre la madera: No te preocupés, le dijo don Martín. Si seguimos has-
¿Acaso se quejó él cuando lo lancearon y se repartieron ta lo de Luceno, podemos pasar por el viejo puente de
las ropas? ¿Alguien lo escuchó quejarse cuando comenzó Cardozo.
a llover y todos se fueron del Gólgota?, dijo. La mención de aquel nombre en boca de don Martín le
El padre Cristóbal reculó y se persignó. No pudo distin- provocó al Tuerto un escalofrío. Sofrenó a medias al overo
guir si el temor venía de la particular versión del Evangelio y el ataúd estuvo a punto de irse al suelo.
de don Martín o de su enigmática sonrisa. Ya partían los Serás chambón, le gritó Airala desde atrás, mientras el
otros dos, cuando Airala volvió su caballo y se enfrentó Tuerto reacomodaba la carga.
con el padre Cristóbal. No podemos pasar por ahí, don Martín. Ese paso está
Disculpe, padre, dijo el viejo. Ya sabe que con don Mar- maldito.
tín no hay caso... no hay tiempo ni Dios que puedan sa- Don Martín se giró para mirarlo. Las crecientes penum-
carle algo que se le metió en la cabeza. bras de la tarde hicieron que el Tuerto tomara por sonrisa
Lo último que vio el sacerdote, antes de correr la puerta lo que se dibujó en el rostro del otro. No me digás que
de la iglesia, fue a los tres jinetes engullidos por las fauces creés en esas cosas, dijo don Martín.
líquidas y blancas de aquel diluvio. El Tuerto se volvió hacia Airala, que asistía al intercam-
bio desde la retaguardia.
Si era cierto lo que decían los viejos, aquella lluvia segui- Pero dicen que en ese puente... El ánima, el ánima del
ría por días anegando la tierra, espantando las manadas y gurisito...
desbordando los angostos arroyitos que serpenteaban por ¿Ahora le tenés miedo al fantasma de un gurí?, pregun-
los campos. Los tres hombres que viajaban al cementerio tó Airala en medio de un carraspeo que precedía al ataque
municipal eran conscientes de las proporciones del tem- de tos.
poral que los rodeaba y en ningún momento se plantea- El Tuerto justificó su temor.

~40~ ~41~
Pero dicen que de noche se escuchan sus gritos... los para el paisanaje que comentaba su existencia, un pedi-
alaridos del pobrecito, que no encuentra consuelo... Hay do de justicia para un crimen que nadie había castigado.
gente que lo ha visto parado en la mitad del puente... Por eso, desde la protección que les brindaba la gruesa
Dejate de zonceras, Tuerto, lo calmó Airala. Ánima o pared de adobe, don Martín y Airala, para pavor de su
cristiano no va a cortarnos el paso. ¿No ves que somos del tembloroso compañero, se dedicaron a reflexionar sobre
mismo bando? el crimen de la estancia Luceno.
Don Martín se volvió con una sonrisa y el viejo le dedicó Yo me había conchabado en lo de Pereira cuando supe
otro arranque de tos. El Tuerto los contempló confundido, de aquella muerte, dijo Airala con gesto pensativo. La
intentando descifrar la complicidad entre los otros. evocación de aquellos años perdidos era mucho más que
Vamos a guarecernos en esa tapera, dijo don Martín, un viaje a su desolado pasado personal: traía consigo una
señalando un derruido casco de estancia. Y de paso des- carga de sufrimiento y desdicha que se evidenciaba en la
cansás un rato, Genaro. El viejo agarra tu lugar y vos nos voz. A su lado, don Martín propiciaba el relato del viejo
cubrís las espaldas. con preguntas destinadas a pulir la historia y hacerla pre-
sentable a los oídos del auditorio más joven, representado
La leyenda del fantasma del puente de Cardozo se había por el Tuerto.
desparramado por el pago como una manga de langostas ¿Conocías a Luceno?, preguntó don Martín, mientras
en un maizal. Se la mentaba en las pulperías, la evocaban se llevaba un puñado de tabaco a la boca. Con esmerada
los payadores y la repartían los mercachifles que cruzaban precaución, corrió algunas hebras marrones que se desli-
la zona en viejos caballos que tiraban de algún carro des- zaron sobre el ataúd, sin dejar de observar el macilento
mantelado. El fantasma del gurisito, como decían en San rostro del Tuerto.
Miguel, parecía una realidad tan palpable como las pare- Lo curioso, dijo Airala, es que Luceno siempre fue un
des de terrón o los quinchos de paja. Bajo la luz espectral buen hombre. Blanco como costilla de bagual, buen deci-
de algún candil, no faltaba la madre fatigada que evocaba dor de versos y vecino servicial pa’ lo que guste mandar.
aquella historia para hacer dormir a un hijo inquieto, no Eso no te priva de que un día achurés a alguien, re-
sin antes asegurar los postigos de las ventanas. Algún tro- flexionó don Martín.
pero que había cruzado por lo de Luceno, a su regreso ¿Pero a una criatura?, preguntó Airala. El mocito apare-
de La Tablada o buscando el rancherío de San Miguel ció por la estancia en época de esquila. Muy desnutrido,
para descansar entre los suyos, había jurado ver, en medio descalzo y acalambrado a picotones de lechiguana, de se-
del puente de Cardozo, una fosforescencia pequeñita que guro por algún rastro de miel que venía siguiendo. Nadie
parecía crecer de golpe y envolver el viejo paso de madera supo si vino tras la cuadrilla de esquiladores o si apareció
y piedra. Aquella luz mala sobre el puente, aquel fantas- solo, cruzando los campos y esquivando las embestidas
ma solitario que proyectaba su claridad nocturna como del ganado pampa que tenía Luceno.
evidente mensaje del reino de los muertos, parecía ser, ¿Cuántos años tenía?, preguntó don Martín.

~42~ ~43~
No más de diez, seguro, dijo el otro. Luceno le dio co- las luces del narrador. Una decena de hombres, encabe-
mida y ropa; hasta lo llevó a lo del finao don Venancio a zados por el capataz de la estancia, vieron cómo Fermín
comprarle unas botas. Le preparó una piecita que tenía al Luceno, su patrón, hombre sencillo y servicial, capaz de
lado del barrancón de los piones y lo llevaba con él cuan- montar un potro con insolente maestría o de bajar un
do salía a recorrer los potreros. costillar como quien traza una línea con el facón en el
Como un hijo, terció el Tuerto, que había superado su aire, se arrodillaba ante el cadáver deshecho del niño. Lo
temor inicial por el encanto que le provocaba la historia que en principio parecía una señal de ayuda se desdibujó
en la voz del viejo Airala. al instante cuando los hombres vieron erguirse a Luceno,
El narrador lo ignoró, aunque aprovechó la pausa para puñal en mano, con el pecho y el rostro bañados en san-
darle fuego al cigarro, que, desde el momento en que se gre. Durante unos instantes, nadie atinó a moverse. Para-
detuvieron, había permanecido marchito entre sus dientes. lizados en aquella escena fantasmal, hombres y caballos
Comenzó a trabajar en las faenas con los piones. Siem- parecían una funesta pintura que un desquiciado artista
pre se lo veía trajinar en los fogones, cebando el mate hubiera fijado en mitad del campo. Cuando, compuestos
y avivando el fuego. Pucha, que me parece verlo aquella del horror inicial, el capataz y algunos de los que lo se-
vez que cayó con don Luceno en lo de Pereira. Tenía diez guían avanzaron hacia el matador y su víctima, Luceno
años, pero parecía hombre grande. Luceno lo presentaba echó a correr hacia el extremo opuesto del puente, donde
como el entenao. tenía atado el caballo. Nadie supo a ciencia cierta cómo
Hijo de mil putas, dijo don Martín por lo bajo. pudo escapar. Es cierto que sus empleados perdieron un
Fue después de una feria, cuando el capataz y la peonada tiempo valioso en trasladar el cadáver hacia tierra segura
de Luceno volvieron a la estancia, con una manada flaque- y que, a pesar de que algún valiente se aventuró con su
rona que no habían podido colocar. Era de tardecita. Había caballo por lo hondo de aquel paso traicionero, Luceno
luz en la casona de Luceno, pero los perros no salieron, se perdió en la noche como evaporado en el aire. Durante
como hacían siempre. El capataz debió adivinar algo raro días lo buscaron por la zona. Vinieron policías de la ca-
en el tufo del aire o en lo callao de la cosa —Airala compro- pital, hombres altos y silenciosos enfundados en negras
bó que el cigarro se había vuelto a apagar, pero esta vez no gabardinas que se desparramaron por los campos como
le acercó el yesquero—. No había signos de vida en todas abejas tras patearse una colmena. Varios meses después,
las poblaciones. Buscaron por todos lados y no dieron con cuando el capataz y la peonada se repartieron la hacienda
naides. Entonces, uno del montón sintió un relincho pro- ante la ausencia de parientes o acreedores que la recla-
veniente del puente de Cardozo. Y para allí fueron todos, maran y cuando ya no quedaba en el pago ninguno de
como estampida de novillos asustaos. Y lo encontraron... aquellos hombres de la ley que nada habían descubierto,
Lo que los hombres descubrieron sobre el viejo puente alguien le prendió fuego al casco de la estancia. Más o
de madera y piedra era una escena pavorosa, que luego el menos por esa época, se comenzó a ver al fantasma del
tiempo intensificó, agregándole variantes y detalles según niño parado en mitad del puente.

~44~ ~45~
Como en toda reconstrucción de un suceso que se ha nadie. El vehículo estaba vacío, solo una tabla despareja
vuelto leyenda, don Martín y Airala adornaron el relato permanecía atravesada sobre la caja a modo de asiento.
con suposiciones y agregados que, al margen de su valor Es el carro de Isaías, dijo don Martín.
real, intensificaron la historia ante los oídos del Tuerto. El mismísimo, confirmó Airala.
Te has quedao como de piedra, dijo Airala al ver la pa- ¿Y dónde está el viejo?, preguntó el Tuerto.
lidez del más joven. Desde tiempo inmemorial, el viejo Isaías recorría aque-
El Tuerto no dijo nada. Se movió inquieto sobre el re- llos toscos caminos rurales en su carro, negociando la
cado para disimular el ligero temblor que le atenazaba las mercancía en los ranchos y en los poblados, trasmitiendo
piernas, subiendo por la ingle hacia el vientre. Sus compa- mensajes y trascendidos de un paraje a otro; convirtién-
ñeros no lo juzgaron y se envolvieron en un mutismo tan dose, con el paso de los años y de las mañas, en una figura
cerrado como la cortina de lluvia. El tropel de tinieblas legendaria. Cuando la noche lo atrapaba, llegaba al ran-
que avanzaba por el campo volvía más inquietante el lu- cho más cercano, desprendía el caballo de los arreos y se
gar, por lo que, apiadándose del temor del compañero o acostaba bajo la protección del propio carro o, si la noche
por pura cuestión de mando, don Martín les indicó a los era de lluvia, helada o viento, tendía cama en la cocina del
otros que debían seguir viaje. anfitrión que lo recibía. A la mañana siguiente, al desper-
tarse el dueño de casa, solía encontrar junto al fogón un
El bulto surgió de la masa de lluvia como escupido por paquete con yerba, media docena de velas o un pañuelo
las entrañas de la tormenta. Los tres jinetes presintieron de mano envuelto en una cinta.
la cercanía del carro como los perros presienten al intruso Se debe haber caído, dijo el Tuerto ante la ausencia de
que merodea por las poblaciones. Por esa razón no choca- respuesta.
ron. Don Martín tiró de las riendas al ver aparecer aquello Don Martín y Airala permanecían en su sitio, el ataúd
desde un punto indefinido del cerco de agua y Airala lo terciado sobre sus monturas, contemplando la desolado-
imitó al instante como si fuera su sombra. El ataúd per- ra imagen del carro. Conocían a su dueño desde mucho
maneció en su sitio. tiempo atrás, al punto de considerarlo parte integrante
El caballo que tiraba del carro se detuvo junto a sus pares del vehículo. Por eso, su ausencia los había silenciado.
como si intentara entablar una conversación. Evidenciaba Atalo a ese sauce, dijo don Martín señalando hacia su
signos de cansancio y las orejas permanecían atentas, en- izquierda. Si se cayó y el matungo se le disparó, lo debe
hiestas sobre la estructura que las rodeaba y que parecía venir siguiendo.
presionarle la cabeza como un torno. Los arreos estaban El Tuerto desmontó y cumplió con celeridad la orden.
flojos. La persona que los había prendido sabía muy poco Cuando hubo montado, don Martín realizó un movi-
del asunto o el animal había recorrido un largo trecho miento con la cabeza y la procesión volvió a marchar. El
al galope bajo la lluvia. Los hombres repararon en todos batallón de oscuras nubes que los venía siguiendo pare-
estos detalles antes de descubrir que en el carro no viajaba ció fusionarse con la llovizna en que se convertía ahora

~46~ ~47~
la lluvia temprana. Sobre el horizonte, una sucesión de Cállense la boca, ordenó don Martín. Y apuren el paso
delgados relámpagos arremetió contra el cielo para herirlo que aún nos queda pegar la vuelta.
y desplomarlo.
El caballo se le debe haber asustado, dijo Airala cuando Tal como había previsto el Tuerto, el Blanquillo no daba
volvieron a marchar. paso. Veloces remolinos de agua turbia y espumosa forma-
Es raro, che, dijo don Martín, al tiempo que reacomo- ban un nudo harto peligroso en su centro. Aventurarse por
daba su peso sobre el recado y escupía una bola de tabaco. allí era una tarea que ningún baquiano se animaría a lle-
Isaías conoce estos parajes como la palma de la mano. Y var adelante por mayor que fuera su pericia o su urgencia.
ese mancarrón es muy manso pa’ que se asuste tan fácil. Cuando se acercaron a la corriente, los tres caballos pararon
El Tuerto, que seguía la conversación en silencio, lanzó las orejas en señal de alerta e iniciaron una serie de retozos
su propia conjetura sobre los hechos, suposición que le entrecortados destinados a advertir algo que para los jinetes
parecía tan lógica que no se explicaba cómo los otros no que los montaban tenía que ser una palpable realidad.
se habían dado cuenta. El Tuerto adelantó al overo, que comenzó a sacudir la
Seguro que se tiró a cruzar por el puente de Cardozo, cabeza y a resoplar cuando se sintió taloneado. El jinete
dijo. se colocó una mano sobre la frente, a suerte de visera, y
Como sus compañeros no contestaron, repitió su razo- contempló los remolinos en busca de un posible paso.
namiento. Es inútil, dijo don Martín a sus espaldas. No te cansés
Sí. Seguro que lo cruzó, nomás... mirando, que no nos va a dejar pasar.
Y no me digás que se le apareció el ánima del gurisito, El Tuerto lo ignoró y siguió observando la correntada.
lo desafió Airala. Cuando se volvió, los otros avanzaban con la carga por el
Delo por hecho, dijo el Tuerto. sendero que corría paralelo al arroyo. Los alcanzó en un
¿Y qué clase de luz mala se aparece a media tarde, me trote corto y el overo recuperó la calma al verse alejado
querés decir, abombao? del peligro.
El Tuerto no estaba dispuesto a ceder ante los argumen- El puente de Cardozo, dijo como quien acaba de descu-
tos del viejo. Taloneó el caballo y se puso a la altura de brir una verdad incuestionable.
los otros; si lo iban a ignorar o a tratarlo de idiota, por lo ¿Te querés volver?, le preguntó don Martín.
menos quería verles las caras. El Tuerto no respondió. Su ojo marchito pareció in-
¿A esto le llama media tarde, viejo? ¿No ve la tormenta tensificarse de pronto como si exigiera más espacio en el
que hay? Si parece noche cerrada. La gran siete. Nunca rostro y sus manos apretaron con fuerzas las riendas.
debimos haber salido. El puente de Cardozo, repitió.
¡Ah, maula! Airala contuvo el brote de tos para reírse del Contempló el rostro de don Martín, que permanecía
temor del otro. impasible, con los ojos fijos en el sendero. A sus espal-
Si fuera por mí, nos volvemos, dijo el Tuerto por lo bajo. das, un trueno particularmente ensordecedor precedió al

~48~ ~49~
consabido relámpago. El overo volvió a sacudir las ore- morían en el horizonte cuando los tres hombres llegaron
jas y el Tuerto aflojó levemente las riendas para cederle la junto al puente. Quiso la Providencia que en aquel preci-
marcha. so momento la lluvia se intensificara. Tronó nuevamente
Crié a nueve hijos, dijo entonces don Martín, perdí a y vibraron las piedras de acceso al paso.
mi madre cuando nací, crucé bajo fuego las filas de Apa- Parece cosa de Mandinga, dijo Airala con una sonrisa
ricio en Masoller, me he peleado con varios hombres y he burlona.
tratado con cuanto cristiano o animal se me ha parado Hay que tener cuidado con este paso, dijo don Martín.
adelante. ¿Te pensás que me va a asustar una luz que se Vamos despacio y a paso lento. El tirón más grande ya lo
aparece arriba de un puente? hicimos. ¿Estás pronto, Airala?
El Tuerto no respondió. Cuando se giró hacia sus com- Pronto como el que más, respondió el viejo, terciándose
pañeros, vio a don Martín ensimismado en los recuerdos, el ala del sombrero sobre la frente.
contemplando un punto indefinido delante de él. A su ¿Y vos, Genaro? Don Martín contempló el huraño ros-
lado, Airala avanzaba en silencio, lanzando algún ocasio- tro del Tuerto, quien al momento de detenerse avanzó
nal carraspeo. La propia lluvia había mermado, volviendo hasta llegar junto a él. Lejos del temor que lo había apre-
a ser una fina llovizna, se percató el Tuerto. Solo el ruido sado toda la tarde, permanecía firme en su posición, con-
de los doce cascos sobre el suelo encharcado le devolvió el templando las barandas del puente y sujetando las riendas
eco de sus confusos pensamientos. con determinación.
Al no recibir respuesta, don Martín se volvió hacia Ai-
El monte silvestre había avanzado en los antiguos campos rala, que asistía a la escena extrañado. El viejo se rascaba
de Luceno, convirtiéndolos en una enmarañada selva que la espesa barba con el mango del rebenque y don Martín
dificultaba el paso. Talas, molles y espinillos en anárquica procedía a llevarse un puñado de tabaco a la boca, cuando
formación se desparramaban por los potreros como au- el Tuerto respondió.
ténticos propietarios de la zona. La prolongada ausencia Voy a abrir la marcha, dijo, al tiempo que se volvía ha-
de ganado hacía que el pasto en aquel lugar fuera muy cia sus compañeros.
alto, y que su propia invasión hubiera borrado los sende- Ante el silencio de los otros, echó a andar. Taloneó al
ros que otrora comunicaban la estancia. overo, que avanzó con paso seguro sobre la plataforma
El puente de Cardozo era una construcción de madera de piedra que precedía al puente. Tras él, don Martín y
y piedra que hizo edificar uno de los primeros pobladores Airala lo imitaron.
de la zona para permitir el paso del ganado hacia la capital Pese a la lluvia que les daba de lleno en el rostro, los
del departamento. La sólida estructura parecía inalterable hombres mantenían los ojos fijos en el extremo final del
al paso del tiempo, como si los materiales empleados en puente, unos veinte metros por delante. El Tuerto avan-
su diseño no se corrompieran con los años, a diferencia de zaba con lentitud, volviéndose en ocasiones hacia la co-
los hombres y los animales. Las últimas luces de la tarde rriente. Entonces lo vieron. Surgió desde los espinillos

~50~ ~51~
que rodeaban los pilares al final del cruce como expulsado El Tuerto permanecía inclinado sobre el cadáver del vie-
por la propia fronda. Se detuvo en la salida del paso, unos jo Isaías. Un grueso hilo de sangre manaba de la frente
diez metros por delante de los jinetes, y comenzó a agitar del mercachifle. El Tuerto sollozaba débilmente, mientras
convulsivamente los brazos. sostenía una de las marchitas manos del viejo. Inclinado
¿Qué está...?, comenzó a decir Airala, girándose hacia sobre el pequeño cuerpo sin vida, parecía un hijo en el
don Martín. acto de velar al padre.
Lo que ocurrió a continuación fue tan rápido que los Don Martín desmontó lentamente, cuidando la esta-
dos hombres que llevaban el ataúd no atinaron a actuar. bilidad del ataúd sobre los recados. Avanzó hacia los dos
Un par de metros por delante de ellos, el Tuerto tiró de las hombres y se inclinó ante el cuerpo del viejo. Cuando
riendas al ver la aparición. Don Martín y Airala sofrena- comprobó que estaba muerto, se puso de pie y se quitó el
ron los caballos al mismo tiempo. El ataúd estuvo a punto sombrero, que colocó sobre su pecho.
de irse al suelo. Atónitos, los hombres presenciaron cómo Dios todopoderoso, por la muerte de Jesucristo, tu hijo,
el Tuerto taloneaba al overo y se lanzaba a galope tendido destruiste nuestra muerte; por su reposo en el sepulcro
rumbo a la salida. Don Martín solía contar después cómo santificaste las tumbas y por su gloriosa resurrección nos
lo había visto echar mano al facón, en el mismo momen- restituiste la vida a la inmortalidad, dijo.
to en que los talones se cerraron sobre los costados del Amén, dijo Airala a sus espaldas.
overo. El grito que salió de la boca del Tuerto atravesó el La escena quedó congelada. El muerto tendido en el
sonido de la naturaleza descontrolada como el alarido de suelo, el matador inclinado a su lado, el hombre detenido
un animal salvaje que se lanza al ataque. Al llegar al final en el acto de persignarse y el viejo sobre el caballo cargan-
del puente, arremetió contra el que les cortaba el paso, do el ataúd. El relincho del overo quebró la calma que
topándolo con su caballo y desapareciendo de la vista de siguió al incidente. Cuando se volvieron para mirarlo,
don Martín y de Airala como tragado por los matorrales pastaba indiferente a las penas de los hombres.
del otro lado.
Apurá, dijo don Martín.
Cuando llegaron al final del puente, solo vieron al ove-
ro, que permanecía parado bajo un espinillo particular-
mente frondoso. Desde algún punto indeterminado por
el monte y las penumbras, les llegaba un sonido apagado,
como un susurro.
Parece el llanto de un gurí, dijo Airala, asustado.
Don Martín se volvió hacia la izquierda y descubrió la
escena bajo un pequeño cerco de molles. Con un gesto
de la cabeza, le indicó a Airala que avanzara junto a él.

~52~ ~53~
Hola. Soy Eduardo Galeano El campesino tiró al suelo una cáscara de banana y ob-
servó al negro con mirada inquisidora. El negro dio un
paso adelante y tomó las maletas. El padre Almada, que
A la memoria de Graham Greene había permanecido relegado, llegó a mi lado y dejó que su
mano, casi centenaria, se deslizara por mi rostro.
Vaya, vaya con el escritor. Te hacía mucho más viejo,
Estábamos cercados por un ejército de mosquitos. Con hijo.
un zumbido intenso, cuerpos alargados y aguijones pun- Sonreí y la mujer del comandante me imitó.
zantes, sobrevolaban las chabolas bajo el intenso calor Debemos partir, dijo mirando el cielo. Lloverá dentro
tropical. Pronto iba a llover, pero sería una lluvia triste, de poco.
desganada, demasiado leve para barrer el hedor que venía Iniciamos la marcha en silencio. De vez en cuando, Hil-
de las canaletas de la aldea. da Vernarello se volvía para comentarme el pasaje de algu-
La delegación llegó a las cinco. Eran cuatro y venían en- no de mis libros o contarme en qué momento particular
cabezados por una mujer. Hilda Vernarello, la compañera de la lucha había podido leerlos. Se reveló como una gran
del comandante Alcides. Los cabellos sucios y cobrizos conocedora de mis escritos. Habló mucho del sistema ca-
invadían el rostro quemado por el sol. Llevaba un rifle pitalista y de toda la basura que llega de Estados Unidos.
terciado sobre la espalda y un vestido andrajoso que de- Se refirió a la cuestión indígena en América Latina y, por
bió ser azul cuando salió del puesto del mercado. Detrás último, llegamos a lo que tanto temía: me preguntó qué
venía un negro de constitución ovina, ancho de espaldas estaba escribiendo.
y con una nariz que parecía partida por un sable. Junto a Le respondí que trabajaba en una novela.
él, caminaba un campesino que cargaba un saco lleno de ¿Usted escribiendo una novela?
bananas y, cerrando la marcha, venía el padre Almada, el Sí. Es una alegoría sobre el Tercer Mundo y se centra en
cura subversivo que se había unido a la causa. la figura de los grandes medios de comunicación como
Se detuvieron frente a la chabola y me miraron con in- agentes de control.
diferencia. Repararon en las maletas sin desempacar sobre Llegamos a los dominios del comandante Alcides junto
el rústico piso de madera. Ante su infranqueable silencio, con la noche. Era un conjunto de chozas mal construidas,
me presenté: que parecían tiradas más que edificadas en un claro de la
Hola. Soy Eduardo Galeano. selva. El propio comandante, junto a un pequeño séquito,
Aquellas palabras actuaron como una llave sobre el can- salió a recibirnos. Se detuvo frente a mí y me estudió con
dado de sus emociones. La guerrillera avanzó un par de detenimiento.
pasos para estrecharme la mano. Hola. Soy Eduardo Galeano, me presenté.
Cuánto ansiaba conocerlo, camarada, dijo con una sonrisa El comandante me abrazó. Sus axilas despedían un olor
que reveló los huecos oscuros que poblaban su dentadura. intenso, una mezcla violenta de alcohol y sudor.

~54~ ~55~
Caminamos hacia su chabola particular, una construc- Me pregunté si los tiradores serían aquellos sujetos des-
ción que se diferenciaba del resto por un pequeño ester- calzos, desnutridos, con enormes sombreros de paja que
colero del que brotaban algunas plantas, la disposición de habían salido a recibirnos. Hilda Vernarello terció en la
un mosquitero en la entrada y una ampliación del Che conversación.
Guevara en una de las paredes de caña. Usted mismo, en uno de sus libros, afirma algo sobre el
Amadeo, llamó el comandante al negro enorme, tráe- número de revolucionarios y sus resultados, ¿no es así?
nos el licor. Es verdad, le dije. En Las venas desiertas de América Latina.
El negro volvió al momento con una botella mediada Las venas abiertas, hijo.
de un líquido ambarino. Hilda Vernarello nos acercó dos Cierto. Disculpen, es el calor. Es que me cuesta adap-
vasos y el comandante sirvió. tarme al clima. Deben saber que en Montevideo nunca
Afuera, la población se había congregado para ver qué superamos los treinta grados.
pasaba en el interior. Un par de niños, desnutridos y con Hubo un silbido de asombro por parte del comandante.
los rostros picados por la viruela, se había acercado a la Luego siguió contando el plan de acción.
ventana y observaba la escena fijamente. El comandante Estamos en contacto con la guerrilla de Tembuco y
los descubrió y se enfureció. Se dirigió al campesino de las Santa Bernardina. Allá tienen una secuencia de radio que
bananas y le ordenó que los mandara a todos a dormir. El transmite información revolucionaria todo el día.
hombre salió de la habitación a grandes pasos. Un rifle Interesante, dije ahogando un bostezo.
tronó en la distancia y el silencio se restituyó en el claro Veo que está cansado, Eduardo, observó el comandan-
de selva. te. ¿No quiere recostarse un rato?
El padre Almada encendió el cabo de una vela y la dé- Señaló un catre en un rincón de la pieza.
bil llama iluminó la estancia. Permanecíamos sentados Asentí complacido y, a continuación, Hilda Vernare-
alrededor de la mesa, el comandante Alcides, su mujer, el llo tendió con rapidez las sábanas y acomodó una tosca
negro Amadeo, el padre Almada y yo. almohada.
El comandante bebió un trago antes de comentar: Me recosté vestido. Desde aquella posición pude ver
Habrá visto que avanzamos hacia la capital. Creemos que cómo la mujer del comandante y el negro Amadeo salían
en cuestión de dos semanas tomaremos el poder central. de la choza. Alcides y el cura Almada, en cambio, conti-
¿Cuenta con más gente o solo con los que están asenta- nuaron bebiendo aquel extraño licor, Al rato encendieron
dos acá?, pregunté. una radio a batería. La aflautada voz de un locutor co-
El guerrillero me miró confundido. No me respondió menzó a proclamar una diatriba que mezclaba a Lenin,
él, sino el padre Almada. Reagan, Rigoberta Menchú y Stroessner. Luego me pa-
Hijo, me dijo, revoluciones más grandes se hicieron con reció escuchar un discurso entrecortado de Fidel Castro
menos hombres. Nuestra célula cuenta con veinticinco y una voz femenina, que podía ser la de Mercedes Sosa,
tiradores adiestrados. cantando algo muy triste. Y, por último, ocurrió el desas-

~56~ ~57~
tre. La cantante dejó paso a un boletín informativo. Entre Afuera, la lluvia golpeaba con fuerza el rústico techo de
las noticias, el locutor dijo: la choza, repiqueteando sobre el muladar, y el aire de la
El escritor uruguayo Eduardo Galeano se presentó hoy selva traía un extraño aroma a frutos maduros.
en la Feria del Libro de Ciudad de México y, a esta hora,
se encuentra firmando ejemplares de sus obras en el stand
de su editorial.
El comandante Alcides se puso de pie en el acto y avan-
zó a los tumbos hacia el catre. El padre Almada no se dio
cuenta de nada, porque roncaba.
El guerrillero llegó junto a mí y me apuntó con una
pistola que parecía ridícula en sus manos.
Cabrón, ¿quién eres tú?
Fingí despertarme de golpe y estar aún bajo los efectos
del sueño.
¿Qué pasa?, pregunté confundido.
La radio dijo que Galeano está en México. ¿Quién eres,
jodido impostor?
Soy Eduardo Galeano.
Mientes.
Negué con una sonrisa. Las brumas del alcohol nubla-
ban la visión del guerrillero y me decidí a actuar cuanto
antes para que no me matara.
El Galeano que está en México es un actor contratado
por mi agente. Nadie debe saber que yo vine a visitarlos.
Aquello pareció calmarlo. Bajó un poco el arma y le
dedicó una mirada al viejo cura, que dormía con la cabeza
colgando del respaldo de la silla.
¿Cómo no me di cuenta?, se preguntó. Claro, es lógico.
Imagínese lo que pasaría si lo descubrieran acá.
Lanzó una carcajada y guardó el arma. Fue hasta la mesa
y volvió con la botella casi vacía. El muy hijo de puta no
paraba de reír.

~58~ ~59~
Los huesos esta afición por saber las señas y coordenadas de nuestro
pasado personal —rastrear la historia de un apellido, bu-
cear en censos y registros migratorios, consultar bibliora-
tos amarillentos— viene de nuestra inseguridad y nuestro
Voy a comenzar la historia explicándote quién era Sara- más temeroso sentido de pérdida de la individualidad,
gosita. Lo demás es accesorio, al menos por el momento. constante de este fin de siglo. Como sea: en aquel año de
Basta con saber que ocurrió a orillas del Ayuí, hace ya Nuestro Señor de Mil Ochocientos Once, nadie —y mu-
muchos años. Saragosita era parte importante del grupo, cho menos Saragosita— se preocupaba por establecer las
con esa importancia que en la muchedumbre adquiere el líneas de su origen y el mapa de su estirpe. Eran tiempos
baquiano, el conocedor. Hombre de campo, rostro ain- de cambios, de pólvora, de unión.
diado, buen jinete y mejor tirador, Saragosita era el ideal Todo empezó cuando el Pueblo Oriental acampó en el
del gaucho nuevo que surgía desde el punto más recón- Ayuí.
dito del campo para correr por las praderas de la Historia Exacto. No hay registro de ningún tipo que especifique
—que aún no habían sido alambradas— y servir de pasto las condiciones climáticas, ni la hora exacta del arribo, ni
a las leyendas. Podría haber sido el legendario símbolo los preparativos propios de un asentamiento en tales lares.
campero, ícono de fogón y protagonista de alguna déci- En determinado momento, Saragosita hizo una seña y el
ma, pero no alcanzaba a completar una verdadera estam- conductor tiró de las riendas que sofrenaron el vehículo;
pa heroica. Era rengo de nacimiento, tenía la vista torcida el padre Figueredo bajó del carretón y se persignó cuando
—la miopía suele generar superstición en algunos seres— sus pies tocaron la tierra. Tierra firme. La tierra en rea-
y su lenguaje era una mezcla del español primitivo con un lidad los venía acompañando desde varios días atrás: en
portugués de frontera y un indefinido resabio indígena los caminos, en el lomo de los caballos, en los arreos, en
que debía de provenir —acá especulo sin pruebas— de los techos de las carretas, en las ropas, en los sombreros.
la sangre de su madre, muerta cuando él nació. Su mote La tierra era parte fundamental del cuadro, con una in-
era harto dudoso. Saragosita era un claro diminutivo de tensidad tanto o más fuerte que la oscuridad de la noche.
Saragosa. ¿Saragosa? No hay registro de ningún Saragosa Porque la noche desaparece cuando surge el día, pero la
en los documentos de la época. Ningún Saragosa entre tierra, irremediablemente, sigue. Sigue, aunque adquiera
los españoles que secundaban al demonio Elío, ningún la forma de barro cuando llueve, sigue pegada a los cascos
Saragosa entre los hombres que venían de las provincias, de los caballos y a los tamangos y las botas de los hom-
ningún Saragosa conchabado en las estancias ni en las bres. La tierra es un ente omnipresente, y mucho más en
milicias, ningún Saragosa en los cementerios. ¿De dónde aquellos días sin rutas ni pavimento. Estaba diciendo que
surgió, entonces, Saragosita? Imposible saberlo cuando el el padre Figueredo se bajó del carretón, se persignó y echó
propio Saragosita lo ignoraba. A todas luces, no era algo a andar hacia el hombre que montaba el caballo blanco
que le quitara el sueño al mentado. En realidad, creo que (según Hércules Peñalosa, mi antiguo condiscípulo, ami-

~60~ ~61~
go, colega y ahora, justo es decirlo, mi rival académico, el la amistad de los poderosos, sean estos encumbrados reyes
caballo no era blanco; era un tostado, me dijo rotunda- capaces de fulminarte con un dedo o líderes sin rumbo que
mente). El jinete contemplaba a hombres, mujeres y niños guían a su pueblo hacia una Tierra Desconocida.
cargando sus trastos a lo largo del arroyo. El caballo reso- No comparto.
plaba, el agua corría, un viejo cantaba. El padre Figueredo No me interesa. La historia es mía por derecho propio
—que en un principio había intentado equiparar el éxodo y no voy a aceptar modificaciones ni cuestionamientos.
a aquel otro éxodo de Moisés y su pueblo por el desierto, Mi único contrincante —el profesor Hércules Peñalosa,
pero que había desistido cuando comprobó la brutalidad desde la Academia o desde las páginas de El Nacional—
de su parroquia y la tosquedad con que se referían a Dios sabe cuál es mi acero y mi verdad y es el único preparado
o a cualquier otro principio celestial— llegó ante el hom- para enfrentarlos.
bre que montaba el caballo blanco y tomó las riendas con Prosiga.
manos temblorosas. El prócer miró al sacerdote con un Estamos en que el padre Figueredo llega ante Artigas,
gesto de preocupación que decía mucho más que lo es- que sigue montado, nervioso, cansado, con la mejilla de-
trictamente dibujado en la cara. El verdadero rostro de recha hinchada y la cara desfigurada por el dolor. Detrás
Artigas, que ningún óleo ha captado a la perfección, esta- del sacerdote, el baquiano Saragosita asiste a la escena con
ba quemado por la continua exposición al sol y ostentaba su rostro impasible. De pronto, uno de los tres personajes
una barba de varios días. Algunas canas comenzaban a escupe. Artigas no; tiene el rostro tomado por la hincha-
manchar el negro de los pelos faciales. La nariz no era tan zón y no puede exigirle a su boca ese esfuerzo de succión
grande como nos aseguran los historiadores, aunque, en y expulsión que requiere salivar. El padre Figueredo tam-
este preciso momento, queda bastante desdibujada por la poco; hombre de la Iglesia Católica practica la doctrina
severa hinchazón que ostenta el semblante y que, permí- milenaria de tragarse las faltas de su orgullo junto con la
taseme decirlo ahora, es el nudo principal de este relato. saliva. El que escupe es el baquiano Saragosita. Lo hace
¿Te sientes bien, hijo?, le preguntó el sacerdote. con fuerza, decidido, con cierta elegancia primitiva que
¿Lo tuteaba? llama la atención de los otros dos. En el suelo, húmedo
Supongo que sí. ¿Qué razón puede haber para que no por la cercanía de la corriente natural pero ya marcado
lo hiciera? Acordate que el padre Figueredo era una figura por las pisadas recientes de los que viajan, se evapora una
eclesiástica, casi santa, sobredimensionada en aquellas tie- mancha circular de saliva y trozos triturados de tabaco.
rras bárbaras, donde el trato con los campesinos le adjudi- Esa es una licencia asquerosa.
caba un estatus superior. ¿Por qué no iba a tutear a Artigas? Ignoraré ese comentario. El asunto es que el prócer y el
El líder del Pueblo Oriental debía consultarlo de vez en cura miran al baquiano. Un niño llora a lo lejos (¿Ham-
cuando y pedirle alguna oración de bienaventuranza. Ha- bre?, ¿sueño?, ¿las primeras esquirlas de la Patria que nace
bía una confianza mutua que destilaba compañerismo y ca- marcando la carne joven, la carne de un infante que cre-
maradería. Recuerda que el clero siempre ha sabido buscar cerá y que seguirá a Rivera a las Misiones, cargando luego

~62~ ~63~
contra los brasileros, disparándoles a los que avanzan en cimo de gente hambrienta, cansada y sucia, trajinaba con
la oscuridad desde la parte más alta de una ciudad amu- sus petates, engrosando la superficie del campamento.
rallada?) y el sacerdote se vuelve, tratando de localizar su Algunos intentaban pescar en las aguas del Ayuí, otros
ubicación. Luego vuelve a mirar a Saragosita, que ahora dormían recostados contra las carretas o a campo travie-
habla. Habla muy bajo. No le entiendo, dice Artigas. Esa sa y otros consideraban la posibilidad de volver. Pero ¿a
muela, mi General. dónde volver? Lo que quedaba atrás era tierra perdida:
Instintivamente, el líder se lleva la mano a la mejilla poblaciones incendiadas, ganado muerto; sueños que se
inflamada. El contacto debe aumentar el dolor, porque habían ahogado, perdido, absorbido y que se condensa-
la retira de inmediato. El rostro hinchado parece adquirir ban ahora en la figura extraña del hombre que montaba el
un azul tenue, como el de la piel de ciertos ahogados. caballo blanco. Ese hombre que sufría por una muela que
Es un color espantoso, concuerdan para sí el cura y el se estaba pudriendo.
baquiano.
Hay un hombre por estos pagos, dice Saragosita, con Saragosita remontó el arroyo, atravesó cerros y hondona-
una voz que tiembla, como si pasara entre las fauces de das, cruzó una peligrosa cañada y, luego de sortear con
pequeñas hélices accionadas a toda velocidad. dificultad un cerco de monte silvestre de dos metros de
Habla fuerte, hijo. altura, avistó el hogar de Mandalá. Me gustaría creer que
Le digo que conozco a un hombre que puede curarlo. se trataba de una construcción de piedra, con un techo en
¿Viaja con nosotros? forma de bóveda y un patio de acceso sostenido en dos co-
El baquiano le dice que no. lumnas de granito, pero me veo obligado a afirmar que era
El padre Figueredo mira a Artigas con un gesto de pre- un rancho de adobe y paja que se sostenía gracias al natu-
ocupación. El otro está a punto de desmayarse; ha cedido ral cobijo de los cerros cercanos. Un perro flaco anunció la
la presión de las riendas y el caballo blanco baja la cabeza llegada del baquiano. Saragosita tiró de las riendas y llamó.
para probar el pasto que bordea el arroyo. Desde el fondo del rancho apareció Mandalá.
¿Dónde está? Caminaba apoyándose en dos bastones, la columna
A una tarde de caballo, más o menos, remontando el combada formando una suerte de ángulo agudo y los ojos
Mandisoví. contemplando el piso como si la propia visión se le hu-
Nueva mirada entre el sacerdote y el prócer. biera escabullido entre los pastos. Aquel viejo curandero
¿Es de confiar?, pregunta el padre. debía andar por los cien años cuando el baquiano Sarago-
Curó a mi compadre de un balazo en la barriga. Tenía el sita lo fue a buscar.
cuero reventado y se le estaba saliendo todo el triperío. ¿Era indio?
No hables más. Ve a buscarlo, dijo el cura. ¿Cómo saberlo? Mandalá era mudo de nacimiento. Al
Alrededor de los tres hombres, lo que luego se llamó menos nadie lo había escuchado hablar; claro que muy
Pueblo Oriental, pero que en aquel momento era un ra- pocas personas lo trataban, y quienes lo hacían no eran

~64~ ~65~
proclives al diálogo, mucho menos a la cuestión de dirimir corvada posición, el dueño de casa debió entrever el asco
si el viejo era en verdad mudo, si la mudez le venía desde y el temor reflejados en el rostro del baquiano y le hizo un
la primera hora o si, simplemente, callaba por cansancio gesto con una de sus manos abastonadas.
o sabiduría. Saragosita desmontó cuando el perro, tras un La pared lateral del rancho comunicaba con un pequeño
rápido movimiento de los bastones del viejo, retrocedió. pasillo, por el que el viejo curandero se internó y por el
El baquiano se presentó y el viejo curandero, mediante que, tapándose con el poncho y respirando lo indispensa-
señas, le dio a entender que se acordaba de él. El rostro de ble, también se aventuró Saragosita. Las paredes de barro
Mandalá parecía un cuero reseco que ha sufrido las incle- parecían estrecharse y el olor a descomposición aumentaba;
mencias del sol, la lluvia y el viento de forma constante, a punto estuvo el baquiano de perder el conocimiento.
además de la propia, imborrable, marca de la centuria. ¿Qué era, Santo Dios?
En pocas palabras explicó el baquiano el motivo de su En el patio interno del destartalado rancho del curande-
viaje. No hizo una exposición detallada de los pormeno- ro, descansaban los restos de lo que en vida había sido una
res del Éxodo del Pueblo Oriental, no se extendió sobre vaca. Un ejército de moscas gordas y ruidosas elevó vuelo
los godos y su poder tirano ni comentó los sórdidos deta- ante la llegada de los dos hombres. Otras, más confiadas,
lles de aquella travesía descabellada. Se refirió con respeto siguieron con su labor, esto es, explorar la putrefacta ma-
y devoción a la figura que necesitaba el auxilio de Man- teria que componía los restos del animal. Pese a la conmo-
dalá. Dijo que era un hombre colocado al frente de una ción y el pánico que lo embargaban, el baquiano no pudo
gran misión y que mucha gente dependía de él. Explicó dejar de advertir el círculo de una materia parecida a la sal
que padecía un fuerte dolor de muelas y que su rostro que rodeaba el cadáver sobre el piso. Descubrió, además,
estaba muy hinchado. Necesita, concluyó, curarse lo an- que el pobre animal había sido despojado del cuero, por
tes posible. Mientras lo escuchaba, el viejo se dedicaba a lo que ofrecía un aspecto mucho más lamentable aun.
apisonar la tierra con los bastones. Por más que quisiera, Esta historia está llena de asquerosidades...
no podía mirar a los ojos a su interlocutor. Cuando Sa- La historia con mayúsculas, Bentancor, está llena de
ragosita terminó, el curandero le dio a entender que le asquerosidades. Esa versión edulcorada, santificada, bien-
era imposible trasladarse hacia el sitio donde se hallaba el hechora que los historiadores nos cuentan —y sobre todo
enfermo —contingencia que el baquiano ya debía haber los historiadores locales, entre los que repta esa culebra
advertido— y lo invitó a que lo siguiera al rancho. académica apellidada Peñalosa— es solo la punta del ice-
En el interior reinaba un aire denso; un tenue olor a po- berg, la cúpula de la almena, el punto final de la madeja.
drido se filtraba desde algún lugar. Una mesa y un tronco No entiendo a dónde va a parar todo esto. ¿Qué intenta
de ñandubay eran el único mobiliario. Al fondo, cubierto demostrar?
por unos trapos, se adivinaba la figura de un catre. Sara- Nada en absoluto. Solo refiero hechos. Este es un re-
gosita tosió y reculó hacia la puerta. El hedor aumentaba gistro de hechos, hechos históricos, actos anónimos que
a medida que avanzaba dentro del rancho. Desde su en- labran la trama. Limítese a oír y déjeme terminar.

~66~ ~67~
Bien. vasija y otra vez al viejo. Le pregunta algo así como qué
El asunto es que el viejo curandero Mandalá se incli- se debe o cuánto sale aquello y el viejo niega con la mano
na ante los restos putrefactos de la vaca y pronuncia una libre, que se apronta para tomar de nuevo el bastón. Sa-
oración o lo que, en aquellos tiempos, se conocía como ragosita insiste y el viejo vuelve a negar. Por último, los
santiguado. La mano derecha se sumerge entre los restos dos hombres salen al patio. Saragosita advierte que el sol
descompuestos y atraviesa músculos y tejidos que se ras- comienza a perderse entre los cerros. Mandalá lo apremia
gan como débil papel maché. Unas costillas blancas emer- a que se marche. Sus gestos se pierden en una maraña de
gen a la superficie como tímidos polizones descubiertos in movimientos de la que Saragosita nada entiende. Palmea
fraganti. La mano del viejo hurga entre la materia, avan- el hombro curvado del viejo y monta a caballo. El perro
zando dentro de la cavidad torácica del animal. En deter- cursiento lo despide con un ladrido ronco, desganado, y
minado momento da con lo que busca y su mano aparece, el baquiano vuelve a hundirse en los cerros rumbo al cam-
de golpe, portando un pequeño trozo de carne negra que pamento sobre el Ayuí.
se desintegra entre sus dedos. A todo esto, Saragosita está
a punto de vomitar. Temprano, a la mañana siguiente, el padre Figueredo
Es comprensible. celebró una misa al aire libre. Un viejo cencerro fue la
El viejo rodea el cadáver, cruza frente a Saragosita y le campana que llamó a los feligreses. Tuvo duras palabras
indica que lo siga. El baquiano se apresura y los dos hom- para con aquellos que se habían animado a cuestionar la
bres se encuentran de nuevo en el rancho. El viejo coloca conducción de José Gervasio Artigas y que abrigaban la
el trozo de carne dentro de una pequeña vasija de barro. posibilidad de desertar. Equiparó los paisajes desolados
Luego, se la extiende a Saragosita. que dejaron atrás con las regiones más áridas del Infierno,
¿Qué hago con esto?, pregunta el baquiano. y dijo que los que pensaban volverse eran como Judas Is-
El viejo levanta la cabeza generando una postura casi cariote traicionando a Jesús y que ya debían saber cómo
imposible con el cuello y el torso, apoya uno de los bas- había terminado aquel. Luego, comparó a Artigas con la
tones en la pared y, con la mano libre, introduce su dedo bienaventurada figura de Cristo, habló del Gólgota y del
índice en la boca, estira la comisura de los labios y hace la Calvario y mencionó, como de pasada, la cuestión de la
señal de depositar algo allí dentro. vida eterna. Cuando vio que su parroquia comenzaba a
¿Tiene que comerse esto? congelarse en una mezcla de miedo y pena infinita, los
El viejo niega con la cabeza. Repite el gesto, pero perfec- hizo cantar un salmo y rezar un Padrenuestro.
cionándolo, de tal forma que Saragosita entiende que el ¿Y Artigas?
prócer debe colocarse aquel trozo de carne descompuesta Andaba por allí, a la vuelta, recuperado de la inhuma-
sobre la muela y esperar por una pronta sanación. Las na infección molar y ofreciendo una sonrisa mucho más
señas del viejo parecen indicar que la cura será inmedia- convincente que la diatriba del padre Figueredo. Excep-
ta. Saragosita vuelve a mirar el inmundo contenido de la tuando a tres personas (entre las que se contaba el propio

~68~ ~69~
Artigas), nadie supo que fue curado por los restos des- Dominación
compuestos de una vaca. El hecho fue silenciado o, lo
que es mejor, ignorado e integrado a la dinámica de aquel
periplo increíble.
¿Y Saragosita? Todo empezó con el mate.
Esto no es una película basada en hechos reales. No voy Como todas las mañanas, Lidoro se levantó mucho an-
a contarle qué hizo cada personaje con su vida después tes de que saliera el sol, encendió el fogón de la cocina
de lo que acabo de referir. El baquiano se entreveró en la campera, puso el agua a hervir en la caldera de lata y salió
multitud, seguramente desertó al poco tiempo y se inter- al patio. Atravesó la franja de pastos y yuyos cubierta por
nó en los campos, en la ominosa pradera de la Historia el rocío, entró al corral y dejó salir al malacara que, como
Nacional. Vaya uno a saber. Y, por ahora, no le voy a con- todas las mañanas, retozó delante del dueño y buscó luego
tar nada más. el fondo del campo, perdiéndose en la hondonada. Des-
pués, Lidoro volvió a cruzar el patio a la inversa y entró
al rancho. El agua hervía sobre la trébedes, encima de los
trafogueros cruzados. Una vez más, el dueño de casa bajó
el tarro de yerba de la alacena y, al disponerlo sobre la me-
sada, reparó en que el mate no estaba donde debía estar.
No estaba en la mesada, ni sobre la plancha de la cocina,
ni en la alacena. Molesto, encendió el candil y comenzó a
buscar el mate en el comedor, pero no había rastros. Sin
conciliar la molestia, fue hacia el dormitorio y se inclinó
ante Rosa. La mujer, entredormida, le respondió que lo
había dejado sobre la mesada, la noche anterior. Pues no
está, dijo Lidoro. ¿Lo buscaste bien?, preguntó ella entre-
abriendo los ojos. Él no respondió. Salió a grandes zan-
cadas del cuarto y entró a la habitación de sus hijos. Un
hilo de luz dorada se filtraba por un hueco en la ventana.
Lidoro se movió con cuidado, pasó junto a la cuna donde
dormía Albita y se detuvo ante la cama de Juan Pedro.
Su hijo estaba boca abajo, con los brazos envolviendo un
extremo de la almohada, y algo destapado. Iba a desper-
tarlo cuando la cortina se movió detrás de él y, al girarse,
descubrió a Rosa. No lo despiertes, le pidió en voz baja.

~70~ ~71~
Él se volvió hacia el niño dormido y levantó la manta para estás poniendo viejo y sonso, dijo Atanasio en medio de
cubrirle la espalda desnuda. Luego, con extremo sigilo, una carcajada que le hizo bailar los dientes postizos en la
salió de la habitación. Cuando entró a la cocina, su esposa boca, cargada de capón asado. No se rían, pidió doña En-
trajinaba con una cacerola sobre la mesada. Qué miste- carnación, que bien pudo ser cosa del demonio. Aquella
rio, dijo volviéndose. Pero él no le respondió. Se calzó el palabra acabó con las risas. Ni Dios lo permita, comadre,
sombrero hasta la mitad de la frente, salió al patio y fue a dijo Rosa persignándose. Y a continuación, se puso de pie
buscar al malacara. y le pidió a Juan Pedro que le ayudara a buscar el helado.
El asunto del mate se resolvió por la tarde cuando Rosa, La tarde se fue estirando de a poco, como aburrida, con
que juntaba los huevos de las ponedoras en el cerco de las mujeres sentadas a la sombra de los transparentes y los
transparentes junto al corral, lo descubrió encima de un hombres alrededor de la mesa de piedra bajo el alero. La
poste. El mate estaba boca abajo, un poco corrido sobre damajuana se fue vaciando hasta que solo quedó un resa-
un costado, casi a punto de caerse. Hablaron del asunto bio sólido adherido al fondo, como pintado en el propio
por la noche, después de que Lidoro volvió del campo y vidrio. Fue Macías el que sacó el tema de Andueza. La
se sentó con sus hijos a cenar. Alguien debió entrar de frente de Lidoro se llenó de arrugas al escuchar el apellido.
noche por la ventana, dijo Juan Pedro. Lidoro miró a su Movió el vaso unos centímetros sobre la piedra, aplastan-
hijo de nueve años con falso enojo. ¿Y a santo de qué, do a una mosca que reptaba por la humedad. Estuvo el fin
me querés decir? Rosa colocó una fuente sobre la mesa y de semana, dijo. ¿Y qué quiere?, preguntó Atanasio, que
sirvió. Cuando lo agarré estaba calentito por el sol, dijo, parecía a punto de dormirse, recostado sobre la pared de
se ve que estuvo todo el día ahí. barro. Y qué va a querer, dijo Lidoro, que nos vayamos.
Al día siguiente tuvieron visitas. Por el camino real vino Lidoro había heredado aquel campo de su padre, que,
primero el carro de los Macías, después el de Cernada y, a su vez, lo había recibido del Gobierno el mismo año
cerca ya del mediodía, el sulky de Atanasio partió el silen- en que el siglo comenzaba. Al poco tiempo de morir su
cio de la hora apareciendo a todo trapo por el sendero de padre, y cuando Rosa estaba a punto de dar a luz a Albita,
los cerros. Lidoro había vendido un lote de vaquillonas y los visitó por primera vez Francisco Andueza. Llegó en un
cobrado una buena plata, por lo que el asunto era motivo auto negro, enorme, conducido por un chofer de librea
para festejar. Macías trajo la guitarra, doña Encarnación y gorra gris. Dijo ser el auténtico dueño de la propiedad,
un salpicón de pollo, el rengo Cernada aportó una dama- que el Gobierno se la había expropiado a su familia de
juana de vino y Atanasio y Ramona, siempre tan adelan- forma arbitraria y que venía a pedirle por las buenas que
tados a los lujos de la zona, trajeron un tarro de helado de se fuera y se la entregara. Lidoro lo había escuchado sin
cinco litros, que Lidoro se apresuró a envolver y a bajar al interrumpirlo, mirando alternativamente al tal Andue-
fondo del pozo. za, al chofer uniformado y a aquella máquina roncadora
Durante la comida se habló del episodio del mate. No que había aparecido levantando tierra por el camino real.
faltaron las bromas que tuvieron como centro a Lidoro. Te Al despedirse, Andueza le entregó una tarjeta con su di-

~72~ ~73~
rección en la capital y le pidió que lo buscara cuando se el carro a pasar el día a la casa de mis suegros y, cuan-
fuera. No lo voy a dejar en la estacada, le dijo. Soy un do volvimos, los encontramos esperándonos acá mismo,
hombre influyente y le buscaré un buen lugar para usted y bajo el alero. ¿A quiénes?, preguntó Atanasio elevando la
su familia. Perplejo pero no abatido, Lidoro decidió viajar voz. A Andueza y al sobrino, dijo Lidoro, aunque para
al pueblo y consultar con el escribano Ramírez. El notario ser sobrino estaba bastante castigado; parecía de la misma
hizo unas pesquisas en Catastro, mandó un par de cartas edad que el tío. O mayor. ¿Y para qué trajo a ese sobrino?,
a Montevideo, le pidió un dinero por cuestión de timbres preguntó Macías. Era el que manejaba, respondió Lidoro.
y, un par de semanas después, lo mandó llamar a su des- Esta vez Andueza vino en un camioncito destartalado que
pacho. Le explicó que Andueza tenía razón al decir que el estacionaron en la vuelta del camino. Luego Lidoro les
Gobierno le había quitado la tierra a su familia, pero no contó lo que hablaron y cómo, ante su negativa, Andueza
al considerarse su verdadero propietario. ¿Y qué hago?, le había perdido la compostura. El sobrino lo contuvo y se
había preguntado Lidoro a Ramírez. Nada, mi amigo, le lo llevó casi a rastras hasta el camión. No se preocupe, le
dijo el profesional. Ignórelo y punto. dijo el hombre a Lidoro mientras acomodaba a su tío en
Albita ya gateaba sobre el piso de tierra de la cocina el asiento del acompañante, no nos va a ver más. Lidoro
cuando Francisco Andueza los volvió a visitar. Esta vez no se lo había comentado a Rosa, pero les confesó ahora
no vino en auto con chofer, sino que se hizo traer por un a sus amigos que había algo en el tono que usó el sobrino
mercachifle que recorría la zona en un carro cargado de de Andueza que le congeló la sangre. ¿Qué era?, preguntó
ropas y comestibles. Según Lidoro, que lo atendió desde Cernada. No sé explicarte, pero parecía muy seguro, como
la portera, el hombre lucía desmejorado. Estaba ojeroso, si dijera que no nos íbamos a ver más no porque ellos no
desgreñado y había adelgazado varios kilos desde la últi- volverían, sino porque nosotros nos iríamos de acá.
ma vez que lo viera. Insistió con la cantinela de la pro- El vino se había terminado y la sombra del alero se ha-
piedad y Lidoro le habló sobre las pesquisas de Ramírez. bía ido corriendo, por lo que los cuatro hombres se pusie-
Andueza parecía no entrar en razón y empezó a levantar la ron de pie y salieron al patio. Las mujeres los imitaron y,
voz. Váyase o lo voy a tener que sacar a trompadas, le dijo al encontrarse, comenzó la ceremonia de las despedidas. Y
Lidoro entonces, y el otro, asustado y confundido, dio fue entonces cuando ocurrió lo de la ropa.
medio vuelta y echó a andar por el camino real. Lidoro Rosa entró al rancho a buscar los abrigos de las visitas y,
lo estuvo observando hasta que se perdió en una vuelta pasados unos instantes, gritó de tal forma que a los hom-
entre los cerros. bres pareció írseles la borrachera en el acto. Lidoro corrió
Ahora vino con un sobrino, les dijo Lidoro a los tres hacia el rancho seguido por los demás. Al entrar, descu-
hombres. Los rostros de Macías, Cernada y Atanasio, en- brieron a Rosa junto a la mesa del comedor, contemplan-
vueltos por los efluvios del vino y el sopor propio de la do las diversas prendas que colgaban de un rústico per-
tarde, reflejaban asombro y auténticas ganas de conocer chero hecho con una horqueta. Los sacos, las camperas,
cómo habían ocurrido los hechos. El sábado fuimos en los chales y hasta el sombrero panza de burro de Macías

~74~ ~75~
estaban hechos jirones, convertidos en una superposición Albita en brazos y se la entregó a Rosa. Quédense aquí, les
de flecos y trozos de tela y lana deshilachados. ¿Qué rayo?, pidió. Luego volvió a su cuarto y salió de inmediato con el
dijo Cernada acercándose a la mesa. Doña Encarnación se caronero. ¿Qué vas a hacer?, preguntó Rosa aterrada. Ca-
persignó y Ramona se encaró con Rosa. ¿Qué es esto, me llada, mujer, dijo él entrando a la cocina. Allí dentro todo
querés decir? Mirá cómo me dejaron la chalina. estaba a oscuras y en silencio. Lidoro se acomodó el arma
Rosa sollozaba en voz baja. Comenzó a decir algo, pero en el calzoncillo y manipuló el candil hasta encenderlo.
las lágrimas se lo impidieron. Lidoro, dijo Ramona vol- Cuando la luz barrió las penumbras, el hombre descubrió
viéndose, me querés decir qué hizo tu mujer. Lidoro no le el caos de cosas rotas en que se había convertido la cocina.
respondió; dio media vuelta, salió al alero y caminó hacia Ollas, platos, fuentes, vasos y bandejas aparecían mistu-
los fondos del rancho. Se detuvo y dejó vagar la vista por rados en un desorden de vidrios rotos y muebles caídos.
la hondonada. Luego llamó a sus hijos. Juan Pedro y Albi- Las sillas y la mesa estaban patas para arriba y los tarros
ta, que habían permanecido jugando en los transparentes, de la alacena volcados sobre la mesada. ¿Qué pasa, Lido-
vinieron corriendo. Lidoro les preguntó si habían visto a ro?, sintió que le preguntaba Rosa desde la habitación. No
alguien llegar al rancho por el fondo y los niños, asusta- vengas, le pidió él acercándose a la puerta. Comprobó que
dos, le dijeron que no. Cuando regresó al frente, Rosa y la tranca seguía en su sitio, por lo que nadie había entrado
los demás habían salido y permanecían silenciosos bajo por allí, y, al avanzar hacia un costado, descubrió que lo
el alero. No sé qué decirles, dijo, la verdad, la mesmita mismo pasaba con la ventana. Al correr un postigo, pudo
verdad, no sé qué decirles. ver parte del patio bañado por la intensa luz de la luna y
Esa noche a Lidoro le costó dormirse. Recorrió varias al malacara quietito, en mitad del corral.
veces el patio, revisando los postigos de las ventanas y las Temprano en la mañana, Lidoro ensilló el caballo y se
trancas de las puertas. Se sentó bajo el alero a contemplar fue al pueblo. Volvió al rato. Acababa de llegar cuando
las sombras que hacía aparecer la luna al esconderse entre aparecieron el comisario Lestido y el milico Genaro en
las nubes por sobre el camino real. Cuando sintió que el la patrulla. Lestido saludó a Rosa con una inclinación de
sueño lo estaba venciendo, decidió acostarse. Fue a eso cabeza y pasó junto a los niños rumbo al comedor. El mi-
de las tres cuando sintió el estrépito. Parecía que el ran- lico se quedó bajo el alero. Lidoro los invitó a entrar. Los
cho se venía abajo, sacudido por un ruido de cosas que se tres hombres contemplaron el tendal de cosas deshechas.
quebraban y se volvían a quebrar. Entredormido, Lidoro ¿Y decís que nadie entró?, preguntó el comisario. Nadie.
se sentó en la cama y observó a Rosa, que, a su vez, lo ¿Qué te parece, Genaro? El milico se quitó la gorra, ner-
contemplaba aterrada. Cuando sintió que Albita lloraba vioso, se aclaró la voz y, cuando parecía a punto de decir
en la habitación de al lado, se puso de pie y salió corrien- algo, se calló. Mirá, Lidoro, dijo el comisario saliendo al
do del cuarto. Entró a la pieza de los niños y descubrió a alero, si no hay revoltoso, no hay delito. ¿Y cómo explica
Juan Pedro, que se estaba incorporando, y a la niña, que esto?, preguntó el dueño de casa. El comisario pareció no
sollozaba, abrazada a los barrotes de la cuna. Levantó a escucharlo. Se acomodó el revolver de reglamento en el

~76~ ~77~
cinto y avanzó hacia el fondo del rancho. Lidoro lo si- La niña, contagiada por el llanto de los otros, también
guió de lejos. Lestido pasó junto al corral y caminó por el se largó a llorar. Rosa la tomó entre los brazos y corrió
sendero que llevaba al cerco de transparentes. Luego, de hacia el rancho. Juan Pedro, que hacía un esfuerzo sobre-
espaldas al rancho, procedió a echar una meada. Cuando humano para lagrimear en silencio, no soportó más y se
volvió al alero, le hizo una seña al milico para que lo si- abrazó a las piernas del padre. Lidoro le acarició la cabeza
guiera. Hacete una lista con las cosas que se rompieron, le y se limpió sus propias lágrimas. Ya pasó, le dijo, ya pasó.
dijo a Lidoro, y arrimámela a la comisaría. Estaba diciendo eso cuando vio aparecer el carro de los
Aquel día almorzaron bajo el alero. Después, mientras Macías. Doña Encarnación se bajó para abrir la portera,
los niños dormían la siesta, Rosa limpió la cocina. Lidoro Macías apuró el caballo para cruzar y luego lo detuvo.
la miraba hacer. No habían intercambiado palabra desde La pareja avanzó en silencio hacia donde se encontraban
que se fueron el comisario y el milico. De pronto, se puso Lidoro y Juan Pedro. Supimos lo que pasó por el comi-
de pie y avanzó hacia el corral. ¿A dónde vas?, preguntó sario, dijo Macías, y, al decirlo, descubrió que algo más
ella. Voy a rejuntar la tropa, le respondió. Avanzó hacia grave que unos platos rotos había ocurrido en la casa de
el corral, sacó de tiro al malacara y comenzó a ensillarlo. Lidoro.
Estaba por montar cuando sintió los gritos de Rosa, que Ya bajo el alero, Lidoro y Rosa, que no dejaba de llorar,
lo llamaba por su nombre. Corrió hacia el frente del ran- les contaron a Macías y a su esposa lo que había ocurri-
cho y se paralizó cuando vio lo que ocurría. Albita estaba do. Doña Encarnación se persignó varias veces y, cuando
sentada en el brocal del pozo, de espaldas al rancho y con Lidoro terminó de hablar, se puso de pie. Dio un par de
los pies hacia adentro. Rosa y Juan Pedro se acercaban vueltas por el patio hasta que se encaró con Lidoro. Está
despacio, por detrás. La niña parecía ignorarlos. Lidoro clarísimo lo que pasa, dijo, les están haciendo un daño.
llegó ante su esposa y su hijo y les indicó con señas que se Mujer, dijo Macías. Doña Encarnación lo ignoró. El mate
detuvieran. Rosa estaba pálida y temblorosa, a punto de que desapareció, la ropa cortada, las cosas rotas, enumeró
desmayarse. El niño lloraba en voz baja. Lidoro calculó la mujer, y ahora lo de la niña. Es un daño, concluyó.
que estaba a unos diez metros del pozo. Diez pasos. Si ¿Un daño?, dijo Rosa extrañada, ¿Pero quién va a querer
los recorría de apuro y en silencio, salvaría a su hija. No hacernos un daño? Lidoro cerró los ojos y el rostro del
lo dudó y comenzó a avanzar. Faltaban un par de metros sobrino de Francisco Andueza se le apareció tan nítido
para llegar cuando Albita se volvió con una sonrisa. Li- como si estuviera con ellos, allí mismo, bajo el alero. No
doro saltó en el aire como impulsado por algún mecanis- se preocupe, que no nos va a ver más, había dicho. ¿En
mo bajo la tierra. Sus brazos atenazaron el abdomen de la qué pensás, Lidoro?, le preguntó Macías para detener un
niña y ambos se fueron al piso en un único movimiento. nuevo discurso que preparaba su mujer. Lidoro no res-
Cayó de espaldas con Albita sobre su estómago al tiempo pondió. Contempló a Rosa, encorvada sobre Albita, a
que sentía el empujón de la rondana y cómo el balde de su hijo Juan Pedro, que lo miraba extrañado, y luego se
lata se estrellaba contra el agua. volvió hacia doña Encarnación. ¿Y cómo hacemos para

~78~ ~79~
terminar con ese daño? Doña Encarnación miró hacia el Cruzó al galope los Campos del Inglés, que, como los
patio, como si la pregunta la comprometiera. No me vas a conocía a la perfección por haber arriado tropa mil veces
decir que creés en esas cosas, Lidoro, dijo Macías quitán- allí, no significaron escollo alguno para el malacara. Cuan-
dose el sombrero e intentando forzar una sonrisa. ¿Cómo do dejó atrás la última portera del último potrero, era ya
terminamos con el daño, Encarnación?, volvió a pregun- de noche. Se encontraba en la agreste región de Paso de los
tar Lidoro. La mujer se aclaró la voz antes de responder. Botes. De pronto, los montes se le antojaron demasiado
Hay un curandero en la costa, mismo donde termina la oscuros y siniestros, como si la fronda se estuviera cerrando
arenera, dijo. Un tal Avellanes. Vive en una casilla junto al poco a poco sobre él. Los bichos de luz habían desapareci-
delta. Capaz que él puede ayudarte... si vive todavía. Voy do y los mosquitos y los jejenes zumbadores comenzaron
a buscarlo, dijo Lidoro. ¿Estás loco?, preguntó Macías to- a ensañarse con el anca del caballo, que, de vez en cuando,
mándolo de un brazo. Eso está como a veinte kilómetros. movía la cola para espantarlos. Lidoro estaba por entrar en
¿Vas a dejar a tu familia sola? Lidoro dudó. Nosotros nos la región de los juncales cuando, por detrás del monte de
quedamos acá, dijo doña Encarnación y, antes de que su eucaliptos, vio aparecer la luna. Gigantesca y anaranjada,
marido la interrumpiera, dio un paso hacia Lidoro. Andá, con requiebres grises y blancos desparramados por la su-
dijo, andá cuanto antes y traelo. perficie como llagas, ascendía sobre los campos falsamente
Las últimas luces de la tarde comenzaban a fundirse con dormidos. Era hora, pensó Lidoro. Y, casi enseguida, olfa-
las primeras sombras del ocaso cuando Lidoro enfiló al teó en el aire el olor del agua barrosa del río.
malacara por el camino real. No quiso volverse para ver a La arenera era una franja gruesa y blanca de arena que
Rosa y a sus hijos bajo el alero ni para enfrentar otra vez se extendía por varios kilómetros hasta el mismo delta.
el rostro contrariado de Macías. Taloneó al caballo, que De a trechos desaparecía engullida por el agua para reapa-
respondió con un trote rápido y parejo. Llegado al cami- recer unos metros más adelante. Lidoro enfiló el malacara
no de las tropas, Lidoro dio un pequeño rodeo para evi- por la arena y lo hizo avanzar despacio, consciente de lo
tar el rancho de Cernada. No quería demorarse y, mucho traicionero que podía ser aquel terreno. En la orilla, oca-
menos, contar otra vez los sucesos de las últimas horas. sionales zambullidas de ranas y de peces acompañaban la
Después de cruzar el arroyo Toscas, enfiló por el sendero marcha del hombre y el caballo. Unos perros, o tal vez
desparejo que llevaba a las viñas de Jiménez y, al salir otra uno solo con su eco, ladraron al otro lado del río, en la
vez al camino, vio venir el sulky de Atanasio allá adelante. enmarañada zona virgen de talas y espinillos. Cimarrones,
Sofrenó al malacara y lo hizo meterse entre los viñedos al pensó Lidoro. No sabía cuánto tiempo había pasado des-
tiempo que sentía la estridente voz de Ramona gritándo- de que dejara el rancho; tal vez un par de horas o acaso
le. Cuando dejó las filas de viñas atrás, se introdujo por más. A medida que se acercaba a la desembocadura, Lido-
el bañado y contempló, con indiferencia, cómo la bola ro comenzó a reflexionar sobre lo que estaba haciendo. La
anaranjada en que se había convertido el sol era tragada esperanza de defender a los suyos lo había hecho alejarse
por la tierra azul y ensombrecida. de ellos; la esperanza era un hombre al que no conocía,

~80~ ~81~
un curandero que bien podía no estar más allí, muerto o ción estaba descendiendo en ese preciso momento sobre
desaparecido entre las piedras y los montes de la costa. Un su rancho. Lo veía como una nube negra de caranchos
tal Avellanes, había dicho doña Encarnación. que, en lugar de lluvia, descargaba un torrente de san-
Lidoro fue siguiendo la estela plateada de la luna sobre gre sobre los suyos. Ante la nube no había gualicho, ni
la superficie del agua hasta que descubrió, en una especie conjuro, ni champurreado que valiera: solo la resignación
de saliente del río, una construcción de troncos y tablo- de sentirse perdido para siempre. Y entonces lo vio. El
nes. Taloneó al malacara y rumbeó hacia la casilla. Varias hombre estaba sentado sobre una piedra, a unos veinte
lenguas de agua ruidosa lamían la base de madera. Algu- metros de la casilla, río abajo. Si no lo descubrió al lle-
nos de los tablones estaban desencajados, como si alguien gar fue porque parecía mimetizado con la fronda de la
hubiera intentado llevarse la choza, pero hubiese desistido costa, como una planta silvestre surgida desde tiempos
al comprobar el esfuerzo que significaba. Después, Lidoro inmemoriales. Al acercarse, descubrió que el otro estaba
dedujo que la misma fuerza de la corriente debía haber pescando; la caña formaba un ángulo recto con la línea
provocado aquellos desniveles en las paredes. Buenas y sobre el agua. Buenas noches, dijo Lidoro. El hombre no
santas, gritó cuando se detuvo frente a la construcción, y respondió. Apenas un movimiento de la mano sobre la
el eco de sus palabras se prolongó por la costa como los caña reveló que no estaba dormido o petrificado. Desde el
ladridos cimarrones un rato antes. Lidoro desmontó y, sin agua llegó un zumbido, como una suerte de tos proferida
soltar las riendas, se acercó a la puerta. Todo estaba a os- desde lo más profundo. Un bagre cantor, dijo entonces el
curas y en silencio. Empujó apenas el tablón que cerraba que pescaba. La voz era ronca y medida como del que ha-
la entrada y la puerta se abrió un par de metros. La luna, bla poco por costumbre o por necesidad. ¿Avellanes?, pre-
al filtrarse por el espacio abierto, reveló que dentro de la guntó Lidoro. Servidor, respondió la voz. Lidoro dio un
casilla no había signos de vida. Tampoco había muebles, paso y le tendió la mano al tiempo que se presentaba. El
ni trastos, ni ropa. Lidoro se inclinó en la entrada y palpó otro permaneció imperturbable, como si el visitante fuera
el piso. El movimiento de la mano lo llevó hacia el centro una masa de aire dentro del aire o uno de los pequeños
de la casilla, donde, de golpe, percibió una sensación de juncales que brotaban en la arena. Lidoro descubrió que
calor. Un pequeño brasero estaba en la mitad de la pieza. Avellanes no era tan viejo como se lo había imaginado.
Bajo las cenizas, aún ardían algunas brasas pequeñas. Tie- Tenía el rostro cubierto por una barba tupida y el cabello
ne que estar cerca, pensó. revuelto parecía un nido de espineros. Le adjudicó su mis-
El malacara resopló con fuerza cuando una ola estalló ma edad: cuarenta y cinco años. Si se allegó hasta aquí y a
entre sus patas y luego, al aflojarle las riendas el dueño, se esta hora, debe ser porque me anda precisando de apuro,
inclinó a beber en la corriente. Al volver a contemplar el dijo Avellanes. Lidoro asintió y, de golpe, se vio contán-
río que se deslizaba a su lado, Lidoro comenzó a cuestio- dole al otro todo lo que había ocurrido desde la mañana
narse la razón de aquel viaje precipitado. De pronto tuvo que se levantó y no encontró el mate. El curandero lo
la certeza de que el daño del que hablara doña Encarna- escuchó en silencio, sin levantar la vista del agua ni mover

~82~ ~83~
las manos de la caña; de vez en cuando asentía, aunque con una vara de cinacina. Por lo que me contaste, el brujo
el gesto, le pareció a Lidoro, bien podía ser un tic o una que te está dominando el rancho hizo las cosas muy bien.
mera impresión suya. Dominación, dijo cuando Lidoro Lidoro asintió sintiéndose un imbécil. ¿Y qué es eso de la
terminó de hablar. ¿Qué es eso?, preguntó Lidoro con ex- dominación?, preguntó. Controla la voluntad de una per-
trañeza, pero el otro volvió a llamarse a silencio. Lidoro ya sona como si fuera un esclavo o un fantoche, dijo Avella-
pensaba que el curandero no volvería a hablarle, cuando nes. No entiendo, dijo Lidoro casi en un grito. El curan-
Avellanes levantó la caña de un zumbido, provocando un dero volvió a callar y ya no habló hasta cuando enfilaron
nuevo resoplido del malacara. Hay una vara de cinacina por el camino real. Pronto va a salir el sol, dijo entonces.
que está dominando el rancho, dijo. ¿Una vara?, pregun- Y Lidoro asintió mientras descubría, allá adelante, la par-
tó Lidoro mientras Avellanes se ponía de pie. El otro no te de sus poblaciones que le dejaban ver los cerros.
respondió y Lidoro lo siguió rumbo a la casilla. ¿Vive lejos Los dos hombres detuvieron a los caballos frente a la
de acá?, preguntó el curandero mientras se calzaba unas portera y, en el preciso momento en que se bajaba para
botas que sacó de algún sitio impreciso junto a la casilla. abrir, Lidoro supo que algo malo había pasado. El silencio
Pasando el Romerillo, dijo Lidoro, a legua y media de San era tan profundo que parecía no haber vida en kilóme-
Miguel. Como respuesta, Avellanes se llevó los dedos ín- tros a la redonda. Avellanes debió presentir algo parecido,
dices a la boca y lanzó un silbido que se multiplicó por la porque se apeó con agilidad y, decidido, echó a andar ha-
costa como un rato antes el ladrido de los perros y la voz cia el rancho. Entonces se abrió la puerta y salió Macías.
de Lidoro. De inmediato apareció un caballo tordillo des- Tenía el rostro desencajado por el cansancio y la vigilia.
de la fronda, que, con trote elegante y medido, se detuvo Contempló a los dos hombres que se acercaban como si
mansamente ante Avellanes. Mientras Lidoro se extasiaba viera a dos demonios. ¿Qué pasa, compadre?, preguntó
ante la estampa del animal, el curandero le calzó un freno Lidoro, y, al escuchar la voz conocida, Macías pareció re-
y lo montó en pelo. Vamos, dijo. Y, de inmediato, Lidoro accionar. Abandonó la protección del alero y avanzó hacia
estribó y subió al malacara. el encuentro de Lidoro y Avellanes con paso renqueante.
Por esa regla universal de todos los viajeros, a Lidoro No hay derecho, dijo, nadie tiene derecho a hacerme esto.
le pareció más rápido y sencillo el camino de regreso que El dueño de casa y el curandero cruzaron una rápida mi-
el de ida. Claro que operaba sobre él la necesidad de ver rada. ¿Qué pasó?, preguntó Lidoro. Y Macías, en vez de
pronto a Rosa, Albita y Juan Pedro, y la esperanza renova- responder, señaló con mano temblorosa hacia un costado
da de que aquel sujeto hosco y barbudo, que vivía como del rancho, junto a los transparentes. Fue entonces cuando
un linyera en la costa del río, venciera a la fuerza que Lidoro y Avellanes vieron al caballo muerto. El animal es-
se había cebado con su rancho y con los suyos. Cuando taba tendido junto a los árboles. Cuando Lidoro lo rodeó,
dejaron atrás el tupido monte de eucaliptos de Paso de descubrió la gruesa herida que le rodeaba el cuello. Me
los Botes, Avellanes, que se había rezagado varios metros, había quedado dormido en la cocina, dijo Macías sin mo-
alcanzó a Lidoro y le habló. La dominación, dijo, se logra verse del lugar, cuando sentí unos pasos alrededor del ran-

~84~ ~85~
cho. Me levanté y lo vi al pobre retorciéndose, atado como los dedos y fue a dar al suelo. No la agarre, gritó Avellanes
estaba. Entonces fui a buscar el revólver y lo maté. Aunque cuando Lidoro se inclinó a recogerla. Aunque no llegó a
Lidoro no podía contemplarse, sabía que estaba tan pálido tocarla, Lidoro sintió una corriente de calor que subía del
como debió estar Macías al enfrentarse al caballo muerto. piso, como si aquel pequeño trozo de madera estuviera
Iba a decir algo, pero se contuvo. A grandes pasos atravesó ardiendo desde muchos años atrás. Manténganse alejado,
el patio, pasó junto a Macías y entró al rancho. Se paró en pidió Avellanes mientras bajaba del techo.
la puerta de la habitación y sintió la respiración tranquila Una vez en el suelo, el curandero trazó unos signos con
de sus hijos. Se estaba volviendo cuando escuchó cómo se la mano derecha sobre la vara. Ante los gestos de extra-
movían unas cobijas. ¿Papá?, preguntó Juan Pedro. Sí, dijo ñeza de los otros, Avellanes comenzó a correr en círculos
él, seguí durmiendo. Luego atisbó en su propio cuarto y alrededor de la causante de los males que aquejaban a la
descubrió a Rosa, que comenzaba a levantarse, y a doña familia de Lidoro; las vueltas se hicieron cada vez más
Encarnación profundamente dormida. Por fin llegaste, le estrechas hasta que, de golpe, se detuvo y cayó de rodillas.
dijo su esposa en voz baja. Lidoro la besó en la frente. ¿Lo Mirá como suda, le dijo Juan Pedro a su madre en voz
trajiste?, preguntó ella. El asintió y salió al alero. baja, y Rosa, asustada por lo que veía, le indicó a su hijo
El sol comenzaba a bañar el frente del rancho cuando que guardara silencio y después se persignó. Albita co-
Avellanes se arremangó la camisa y comenzó a palpar el menzó a sollozar y su madre se apresuró a tomarla en bra-
quincho. Macías y Lidoro lo contemplaban en silencio zos. Inclinado frente a la vara, Avellanes murmuraba algo,
desde el alero. Enseguida se sumaron Rosa y doña Encar- una letanía que prolongaba algunas vocales y convertía
nación y, por último, salieron los niños, que observaron las frases en sonidos desarticulados. Y de pronto, las seis
asombrados los extraños movimientos de aquel hombre personas que rodeaban al curandero desaliñado pudieron
barbudo. Con una agilidad que ninguno de los presentes ver cómo la vara de cinacina se elevaba unos centímetros
le hubiera adjudicado, Avellanes trepó por la abertura de del suelo, giraba apenas en el aire y se partía por el centro
una ventana hacia el techo y, tras echarse boca abajo, co- antes de volver a caer. Avellanes se incorporó con difi-
menzó a palpar la paja y la fajina con extremada lentitud. cultad y se giró hacia los que permanecían bajo el alero.
¿Qué está haciendo?, le preguntó Macías a Lidoro. El due- Tenía los ojos blancos y el sudor le escurría de la cabeza
ño de casa se encogió de hombros sin quitar los ojos de a chorros, como si acabara de salir del centro mismo del
las maniobras del curandero. Fue así como vio a Avellanes río. Virgen María Purísima, dijo entonces doña Encarna-
llegar hasta un extremo del rancho y detenerse, confun- ción, y Macías, que estaba petrificado a su lado, estiró un
dido o desilusionado. Luego lo vio introducir la mano brazo y ciñó a su mujer por los hombros. Muy despacio,
derecha en un pequeño hueco entre la paja quinchada y como si los pies estuvieran pegados a la tierra, Avellanes
retirarla con una vara. El trozo de madera se movía entre avanzó hacia el grupo de personas que comenzaban a pa-
las manos del curandero como si estuviera vivo. Eran tales sar del asombro al miedo ante aquel espectáculo. Rosa
las sacudidas de la vara que de golpe se le escapó de entre dio un paso atrás mientras Albita intensificaba el llanto, y

~86~ ~87~
Lidoro, que era el que estaba más cerca del curandero, se referírsela a terceros. Otros se persignaban cuando veían
cuadró como un muro delante de los suyos. pasar al niño de la mano de su madre, e incluso muchos
Lo que ocurrió fue tan rápido que, si bien estuvo confor- años después, cuando, ya hombre hecho y derecho, volvía
mado por varias acciones, pareció un único movimiento al pago a visitar la casa paterna. El rancho, ya sin techo
en un solo segundo. Lidoro sintió que algo le rozaba la y con las paredes de adobe resquebrajadas, aún permane-
cintura y, al volverse, descubrió cómo Juan Pedro le había ce de pie. Sigue allí, solitario y resentido con el paso del
quitado el caronero de la cintura. La sorpresa al ver el arma tiempo, ese animal traicionero que se alimenta de miste-
en manos de su hijo se intensificó al descubrirle los ojos in- rios y que va dejando a su paso un sendero de silencio.
yectados en sangre. Juan Pedro, con el facón entre las ma-
nos y apuntando hacia adelante, comenzó a correr hacia
Avellanes. Entre los llantos de Albita y los gritos de Rosa y
doña Encarnación, Lidoro creyó escuchar una especie de
quejido proferido por su hijo. Lo corrió de atrás y lo tomó
de la espalda cuando Juan Pedro se encontraba a menos de
un metro de Avellanes. El curandero, por su parte, seguía
avanzando en trance, sin que pareciera haberse percatado
de lo que pasaba. Ayúdeme, compadre, gritó Lidoro cuan-
do vio que la fuerza no le alcanzaba para contener a su hijo
entre los brazos. Macías avanzó temeroso hacia Lidoro y
Juan Pedro y, cuando estaba por alcanzarlos, Avellanes se
detuvo, elevó los brazos y, en el acto, el facón salió dispa-
rado de entre las manos del niño. El arma cruzó el aire
como una piedra y fue a caer varios metros adelante, en
el patio. A continuación, el curandero se arrodilló junto a
Lidoro, que seguía sosteniendo a su hijo entre los brazos.
Los demás se acercaron en silencio, como si lo que acababa
de ocurrir invalidara la acción de las palabras y el sentido.
Se terminó, dijo el curandero con una mueca en los labios
que, supuso Lidoro, era una sonrisa.
La historia se desparramó por el pago con la misma ce-
leridad de una centella que recorriera el campo bajo la
más cruel de las tormentas. Algunos de los que la oyeron
por primera vez le agregaron datos de su propia cosecha al

~88~ ~89~
La muerte de Solís en el set. Los gritos de Migliano llegaron hasta acá arriba.
¿Qué hacían con un celular en el set? ¿Pensaba aparecer
con él ante la cámara? ¿Tenía su taparrabos una funda
Para Robert Umpiérrez especial para guardarlo? Vista desde el remolque, la escena
era muy graciosa: el indio buscando el teléfono en el agua
barrosa de la orilla, el director gritando a voz en cuello y
1. Sí, sigue con el ruido. Dice que es parte fundamental los demás actores caracterizados de charrúas tratando de
de la preparación para el papel. Sin él, mi personaje no contener la risa.
termina de delinearse. Es como salir en una murga sin
maquillaje, dijo. Hace un rato el sonido se apaciguó, pero 2. La primera versión de La muerte de Solís estaba pensada
ahora ha vuelto a adoptar un in crescendo que amenaza para ser una performance callejera. Un amigo me había su-
con desparramarse por toda la costa del río. Sobre los ac- gerido montarla en la peatonal Sarandí, entre las estatuas
tores y sus métodos mejor no hablar, me dice Migliano. vivientes y los vendedores de bijouterie. Pero fue Migliano
Comprender su sistema de trabajo es una tarea imposible el responsable de convertirla en un guion. Esto tiene que
para los que no estamos en el rubro. El método rige por ser filmado. De alguna manera tengo que darle vida, mo-
completo la tarea de cada uno. Para algunos es una más- vimiento, existencia a esta pintura, dijo. La escritura del
cara que se pone y se quita. Para otros, en cambio, es una guion duró un par de semanas. A veces, Migliano se dejaba
especie de mitosis entre personaje y circunstancia. Mito- caer por mi casa con el firme propósito de ayudarme. Otras
sis. Eso fue lo que dijo. Para Migliano es fácil decirlo. Su veces mandaba a Sonia, su asistente. Era una chica alta y
remolque no está pegado al de nuestro actor estrella y, por espigada, recién egresada de Ciencias de la Comunicación
otra parte, me he dado cuenta de que se mantiene alejado y que solía acompañarse siempre por su laptop. Es una pro-
de él. Claro que, es sabido, Migliano nunca se ha llevado longación de mí misma, me dijo una tarde, la compré una
bien con sus actores. Los problemas han ido desde sim- semana antes de egresar. Desde entonces, no funciono sin
ples discusiones hasta peleas a trompadas. ella. Le pregunté cómo había hecho, entonces, durante los
A las doce se filmará la primera secuencia. Se trata de un veintiséis años anteriores y cómo alguien podía adoptar
panorama general de la tribu acampada a orillas del río. una simple computadora como una prolongación de su
Según el guion técnico, la toma no debería durar más de cuerpo de la noche a la mañana. Al principio le ofendió mi
treinta segundos, pero, tratándose de Migliano, todos sa- pregunta. Después lo tomó a risa. Sos de otra época, dijo
bemos que el registro puede llevarnos la tarde entera. Los mirando los estantes de mi biblioteca, en plena era digital
extras que interpretan a los charrúas ya andan posando seguís escribiendo en una Olivetti. Estoy segura de que no
sobre la arena del Santa Lucía. El asistente de dirección ha leés libros electrónicos, remató, tomando entre sus manos
ensayado diversas posturas. Recién, a uno de los charrúas mi preciada edición de Ismael. En Oxford hay un acadé-
se le cayó el celular al agua y hubo un pequeño revuelo mico uruguayo que prepara una edición virtual de varios

~90~ ~91~
textos de Acevedo Díaz. Ismael y El combate de la tapera concepto de un largometraje en relación con el navegante
en versión siglo xxi, me informó. Qué horror, le respondí. portugues. Insistía en preguntarme en qué revista saldría
Sonrió con desprecio. Era evidente que aquella sociedad de publicado el texto y cuáles eran mis méritos académicos.
escritura no iba a funcionar. Se lo dije a Migliano a la tarde Por fin, logré trazarle un panorama bastante completo y
siguiente. Escribilo solo, entonces, dijo, pero mirá que So- entendible de la situación: la película sobre Solís se inscri-
nia es eficiente en serio. Después de aquella tarde, las visitas bía dentro de un proyecto, avalado por el Ministerio de
de Sonia se hicieron más esporádicas y decidí cambiar la Educación y Cultura, acerca de los orígenes de Uruguay.
intención de coescribir el guion por el más mundano inte- Migliano, el director, era un artista reconocido en el país
rés de acostarme con ella. Lo logré a la segunda semana. A y en el exterior que llevaría a cabo el rodaje. Yo era el
partir de ahora ya no trabajaremos juntos, dijo mientras se encargado de escribir el guion y lo que estaba haciendo,
vestía, acabo de destrozar la más elemental de las normas al entrevistarlo, era parte del proceso de documentación
de convivencia laboral. Todos mis intentos posteriores por sobre el personaje y su época.
acercarme a ella en la productora fueron inútiles. Sonia se Solís es un mito, dijo Peñalosa apoyando su espalda en la
mostró inflexible y no volvió a acostarse conmigo. Tampo- pared de biblioratos, que no lograban cubrir la imponente
co volvió a dirigirme la palabra. humedad del revoque. Un mito que nada tiene que ver con
La escritura en solitario me despertó un profundo com- el surgimiento de Uruguay como país ni, mucho menos,
promiso con el proyecto. Además de la lectura compulsiva con el nacimiento de una conciencia histórica nacional. So-
de textos sobre el período, consulté a varios especialistas. lís no fue más que un pobre desgraciado. En procura de la
Todos coincidían en lo mismo: la reconstrucción de la gloria y de mejores horizontes, tuvo la mala suerte de que
llegada de Solís a las costas uruguayas no estaría completa las corrientes lo llevaran al sitio equivocado. Solís nunca
hasta consultar a una auténtica autoridad en la materia: debió haber llegado a las costas de lo que hoy conocemos
el profesor Hércules Peñalosa. Este académico veterano como República Oriental del Uruguay. Su tarea debió ha-
se había convertido en una oscura eminencia dentro de ber sido ejecutada muchos años después por gente más ex-
los recovecos de la historia nacional. Trabajaba —y algu- peditiva, mercenaria. En definitiva, Solís fue un infeliz.
nos sostenían que habitaba— en una buhardilla de la Fa- Aquello no servía. La vehemencia de Peñalosa no tenía
cultad de Humanidades. Pactar una entrevista con él me nada que ver con lo que sus jóvenes colegas me habían
sumergió en una compleja red burocrática que involucró adelantado. ¿Dónde estaba su erudición sobre el tema?
la gestión de una bibliotecaria, dos bedeles, un profesor ¿Cómo me iba a ayudar aquel viejo resentido? Debió leer
adjunto y un mozo de la cafetería de la facultad. Final- algo de eso en mi rostro, porque, tras una pausa, sonrió
mente, logré entrevistarme con Peñalosa en un pequeño y me dijo: Venga a verme mañana a esta misma hora. Le
salón que oficiaba como depósito de papeles diversos. traeré mi manuscrito. Exceptuando a un colega que lle-
Al principio, Peñalosa no entendía mi interés por Juan va veinte años muerto, nadie más lo ha leído. Tal vez le
Díaz de Solís. El historiador parecía no comprender el interese.

~92~ ~93~
Al otro día, el profesor Peñalosa me entregó una su- de Juan Díaz de Solís poco antes de morir. De mi guion
perposición de hojas, cuidadosamente tipeadas, dentro de original solo quedaba un pálido esqueleto, un par de cari-
una bolsa de nailon. Al recibirla, mis ojos chocaron con el llas borroneadas por el propio Migliano con la vehemencia
título en el primer folio: Solís y sus prolegómenos. de un escolar enfurecido con la maestra. Lo que sobrevivía,
Le hice una copia, me dijo. Léalo, pero nunca, bajo pese a todo, era el ímpetu, la imagen primigenia, aquella
ningún concepto, me haga saber su opinión. Tampoco de Juan Díaz de Solís desembarcando en la costa. Su poder
aceptaré más preguntas ni, mucho menos, una invitación trasciende el hecho cinematográfico, me decía Migliano,
para el estreno de la película. esa única imagen es, en sí misma, la película.
¿Por qué no ha publicado este trabajo, profesor? Aún Convengamos, ahora que estamos en materia, que ese
sin leerlo, presumo que debe ser muy importante, le dije. ha sido el sistema de trabajo de Migliano en todas sus
Peñalosa se quitó los pesados lentes en un gesto de aba- películas. René y la ceniza (1994) pretendió contar la his-
timiento tan contundente que me produjo un escalofrío. toria de un extupamaro en los primeros años del regreso
Porque el destino del texto es el mismo que el de Juan a la democracia y terminó siendo una obra cargada de re-
Díaz de Solís, dijo. Cada generación canibaliza a su an- ferencias cinematográficas innecesarias, música estridente
tecesora. Cada texto muta en otro cuando la dinámica y esa inexplicable escena de sexo final, que enfureció a
de la creación se pone en movimiento. El destino de mi un montón de espectadores. Artigas el labrador (1998) se
trabajo es el mismo que el del navegante que nos ocupa: proponía contar los últimos años del prócer en suelo pa-
absorbido y digerido, cobrará vida en una nueva forma en raguayo, pero fue irremediablemente arruinada por dos
el futuro. Solís fue sacrificado y comido por los indios y elementos: la tozuda elección del propio Migliano para
el abono en que se convirtió supo fertilizar este suelo que interpretar a Artigas y ese epílogo en off de marcado tinte
hoy usted y yo estamos pisando. Buenas tardes. fascista. Nadie entendió la broma, me solía decir el direc-
tor. Es que sospecho que ni vos mismo la entendiste, le
3. No es mi intención aburrir al lector con el relato de los retruqué en una ocasión.
percances que padeció la preproducción de La muerte de Desde mi papel lateral de escritor en rodaje, asistí al
Solís. La productora de Migliano había logrado que una desmembramiento de mi guion con la pasividad propia
empresa farmacéutica invirtiera una fuerte suma en el pro- del oficio, respaldado por algo así como una férrea amis-
yecto, pero, a última hora, los directivos desistieron. A la tad con Migliano. Da gusto laburar contigo, me decía,
manera de un Herzog tercermundista, Migliano había pla- sos un escritor muy abierto, que entiende el lenguaje ci-
neado una superproducción costosa y difícil de filmar. Su nematográfico. Esa supuesta apertura que veía Migliano
proyecto involucraba la fabricación y posterior puesta en tendía a convertirse, en el caso de La muerte de Solís, en
marcha de tres embarcaciones de la época, la movilización una completa anulación.
de un centenar de extras y la construcción de una enorme
cruz que representaría una visión mística que se apoderaba

~94~ ~95~
4. Cerré la puerta y salí al espacio común que compartían to que estaba destrozándome el sistema nervioso. Cuando
los remolques de la productora. Al otro lado del río eran golpeé, se detuvo en el acto. Escuché una tos ahogada y el
visibles los campamentos de los turistas, así como el gigan- sonido de un mueble que era arrastrado con brusquedad.
tesco depósito de agua construido por el destacamento mi- Luego, la puerta se abrió. Leblanc solo llevaba puesto un
litar. Encendí el único cigarrillo del día, aprovechando el calzoncillo y tenía el pelo revuelto, como si acabara de salir
extraño silencio del lugar propiciado por la filmación de la de un combate o del sueño. O de ambas cosas. Con una
secuencia de los charrúas. La sucesión de remolques parecía mano en el marco de la puerta, me estudió. No pedí nada,
el campamento de un circo abandonado; persistía en el aire me dijo. Tampoco te traigo nada, le respondí. Ya que estás
el bullicio de la gente, los papeles de las golosinas al ser aquí, entonces, aprovecho para pedirte un agua mineral y
desenvueltas y el eco final de los acordes que despedían a un par de vasos, me dijo el primer actor. Al moverse en
los payasos. Aspiré el humo y cerré los ojos sintiendo cómo su sitio, permitió que la puerta se abriera un par de cen-
la nicotina y el alquitrán se apoderaban del sistema respira- tímetros, y entonces la descubrí. Sonia, mi antigua socia
torio, impregnaban las paredes de los conductos internos y en la escritura, estaba detrás de Leblanc abrochándose rá-
generaban ese breve estremecimiento de placer que parecía pidamente los botones de la camisa. También ella me des-
durar una eternidad. Entonces, volvió el ruido. Penetrante, cubrió, y esbozó una sonrisa maquinal. Veo que has vuelto
denso, con la fuerza de una usina manejada por un maqui- a romper la norma de convivencia laboral, le dije a modo
nista demente, me envolvió de lleno y colapsó, en el acto, de saludo. A Leblanc le costó darse cuenta de que no le ha-
mis minutos de placer con el cigarrillo. La puta madre que blaba a él. ¿Cómo decís?, me preguntó. No hablo contigo,
te parió, pensé, y avancé hacia el remolque del primer actor salame. Le hablo a la mujer que está detrás tuyo y que, al
con paso decidido. A diferencia del resto del equipo, Sebas- parecer, tiene el firme propósito de acostarse con cada tipo
tián Leblanc había llegado por la mañana, trasladado en un que circule por esta película, le dije. Imbécil, me dijo So-
remise desde el aeropuerto, adonde acababa de arribar, a su nia. Al escuchar aquello, Leblanc comenzó a reír. Empujó
vez, proveniente de Buenos Aires. Leblanc había cosecha- la puerta hacia atrás para que Sonia fuera completamente
do cierto renombre en el país vecino; unitarios televisivos, visible. ¿Qué es lo que te provoca tanta gracia?, le preguntó
telenovelas y el posterior pasaje al cine jalonaban una ca- al primer actor. Con evidente dificultad, Leblanc hizo una
rrera en franca expansión. La elección de Leblanc para el pausa para decir: Me rio de ustedes, los uruguayos. Son
personaje de Juan Díaz de Solís correspondió, como todo tan pueblerinos. Sonia pasó a su lado, empujándolo. Andá
en aquel rodaje, a Migliano. Dicen que se mete cocaína a a cagar, le dijo. Y luego, mirándome: Váyanse los dos a la
baldazos y que es un puto de cuidado, pero cómo actúa, mierda. Aquello intensificó la risa de Leblanc, que aun así
dijo. De esa forma había abreviado Migliano una carrera se las ingenió para gritarle a la enfurecida asistente de Mi-
actoral de casi treinta años. gliano: Nena, acuérdate de traerme el agua mineral.
Cuando llegué frente a su puerta, no pensé en todo aque-
llo. Solo pretendía pedirle que acabara con el ruido moles-

~96~ ~97~
5. En el capítulo seis de su tratado sobre Solís, el profesor abandona la vida— es la de una enorme cruz de made-
Peñalosa escribe: “A finales del Año de Gracia de 1508, ra erigida en aquellas playas solitarias. ¡Oh, Jesús, que has
don Juan Díaz de Solís tuvo una conversación, aparente- visto sufrir tanto a tu Madre!; ayúdame a comprender que,
mente anodina, con Vicente Yánez Pinzón. Su embarca- cuando sufro, no dejas de amarme. No te importa que sufran
ción, La Magdalena, estaba varada frente a las costas de los que tú amas si unen su dolor al tuyo y sirve para salvar al
Yucatán y tiendo a creer que en Yánez Pinzón ya germina- mundo. Después viene lo sabido: los salvajes despojan de
ban las semillas del odio que le haría acusar, y luego encar- sus ropas a los muertos y, ante la atónita mirada de la tri-
celar, a Solís a su regreso a España. En esa conversación de pulación, que no osa bajar a tierra, Solís y sus exploradores
dos curtidos marineros en mitad de la calma chicha, Yánez son descuartizados y comidos hasta los huesos. Nadie, ex-
Pinzón habló de la Santa Cruz. Tuvo o tenía una imagen ceptuando a nuestro navegante, vio la Santa Cruz. Y nadie
recurrente que, con el tiempo, se volvería contundente comulgó de tal forma con el suelo del Plata. La República
verdad: la conquista, por parte de la Iglesia Católica, de Oriental del Uruguay, que, como todas las naciones ame-
aquel extenso y virgen continente. El largo brazo de Dios ricanas, guarda en su entrañas un osario inmemorial, debe
atravesaría las ignotas selvas, cruzaría ríos y lagunas, esca- saber que fue Juan Díaz de Solís el que bautizó estas costas
laría las montañas y se introduciría en las lúgubres caver- perdidas y determinó, con su muerte, el inicio de este do-
nas donde habitaba el Misterio Primigenio del continente. loroso y eterno vía crucis”.
Todo caerá bajo el dominio de la Cruz, dijo Yáñez Pinzón. Sin ser un entendido en historia, no necesitaba muchos
Y también: Nuestros huesos sólo serán una sombra en al- argumentos para determinar que el texto de Peñalosa era
guna húmeda gruta y los ejércitos del Papa, victoriosos, una concatenación de ideales e imágenes novelescas más
seguirán avanzando. No le quepa la menor duda, capitán. que un fidedigno manual en la materia. Aun así, la ima-
Cuando, varios años después, Juan Díaz de Solís descubre gen de la enorme cruz erigida en las blancas arenas del Río
el Mar Dulce y se aventura en su botecito a entrevistarse de la Plata se me presentó varias veces mientras escribía
con los indígenas, no piensa en la fortuna que le espera, el guion, hasta que, por último, decidí incluir la imagen
ni en el favor de los reyes, ni en su familia, que le aguarda en el texto y aprontarme para defenderla ante Migliano.
en la lejana España. Mientras la costa se acerca cada vez Nuestro director, sin embargo, se mostró maravillado con
más y lo único audible son los gemidos de sus hombres la secuencia. Le dará un tono místico. Como una especie
impulsando los remos, Juan Díaz de Solís evoca aquella de redención del propio Solís por sus pecados de piratería
conversación con el piloto Vicente Yáñez Pinzón. Cuando en la juventud, aseguró. No pensaba en eso precisamente,
pone el pie en las arenas del Plata, palpita en su retina la le respondí, la cruz debe representar el último refugio al
imagen de la Cruz. Cuando avanza hacia los salvajes que que vuelve el navegante. No debe ser una redención, sino
lo observan con una ambigua mirada, sigue pensando en una constatación. Migliano pareció estudiar mi frase con
la Cruz. Y al sentir en su carne el impulso de la flecha particular concentración para terminar diciendo: Vos in-
que le atraviesa el corazón, la última imagen —con la que cluí la secuencia. Después, la polisemia hará su trabajo.

~98~ ~99~
6. La elección del río Santa Lucía como escenario sustitu- entendido, capitán. El punto, ahora, es saber cuánto voy
to del Río de la Plata obedeció a una serie de factores ad- a cobrar por mis servicios.
ministrativos y legales que tampoco describiré acá. Baste La tarde previa al inicio de la filmación, Pintado nos
decir que, en el proceso de preproducción, se hizo vital el esperó con una enorme hoguera encendida. En una pa-
aporte de un baquiano de la zona, un callado persona- rrilla colosal, se doraba un asado con cuero. Ni el caballo
je que moraba en la mismísima costa del río. El sujeto, ni los perros del baquiano estaban a la vista, por lo que
que obedecía al único mote de Pintado, había construido Migliano, mientras los remolques se ubicaban en círculo,
su vivienda en una zona inhóspita, una bifurcación en la bromeó sobre el verdadero origen de aquel asado. Actores,
ribera rodeada de monte silvestre y enormes dunas. Su técnicos y extras rodearon la parrilla con una suerte de
propia leyenda promocional sostenía que nadie conocía veneración mística. Desde su muralla de humo y de silen-
mejor la historia del río Santa Lucía, sus misterios y zonas cio, Pintado contemplaba al tropel de gente maniobrando
de interés, así como la ubicación de los mejores sitios de las brasas debajo del animal sacrificado. A última hora de
pesca y las escasas playas que podían visitarse. Unas sema- la tarde, llegó la cruz. Su confección había sido encomen-
nas antes del inicio de la filmación, acompañé a Migliano dada a una barraca del cercano pueblo de Los Cerrillos;
a visitar al tal Pintado. El baquiano nos estaba esperando se habían empleado para ello cientos de kilos de la mejor
en el camino de acceso al sector de la costa elegido para madera. Cuando, tras el complejo sistema utilizado para
la filmación, a unos quince kilómetros de Parador Tajes. bajar la cruz del camión, el chofer de la barraca le entregó
Montaba un caballo blanco y era seguido por una dece- la factura a Migliano, no dejé de reparar en un curioso
na de perros famélicos, que no dejaron de ladrar duran- detalle. El administrativo encargado de registrar la ven-
te toda la entrevista. Migliano utilizó sus mejores artes ta en el documento había colocado en la descripción del
para ilustrarle las pretensiones de la película. Su discurso, artículo, previo al precio, la expresión Santa Cruz. Un es-
insultante para con la gente del campo, se me presentó píritu sensible hubiera leído la escena nocturna —treinta
como el diálogo de un conquistador con un indio en el personas convocadas alrededor del fogón mientras una
proceso de intercambio de oro por espejitos de colores. gigantesca cruz de madera permanecía recostada sobre la
Pintado observaba a nuestro director con el rostro indi- arena— como una representación nítida de aquella anti-
ferente; exceptuando los labios, que, ocasionalmente, se gua reunión en el huerto de Getsemaní.
movían para cambiar de sitio el cigarro apagado, ningún
músculo de la cara reflejaba el menor dinamismo. Frente 7. Contra todos mis pronósticos, la toma del campamen-
a él, Migliano decía cosas como: Es todo mentira. Está to charrúa apostado sobre la ribera del Plata le llevó a
claro que no son charrúas de verdad, sino actores disfraza- Migliano poco tiempo de filmación. En un prolongadísi-
dos. Nadie se va a enfrentar. Todo es una fantasía. Cuando mo plano secuencia, veíamos a los indios entrar en escena
aquel lamentable discurso llegó a su fin, Pintado escupió desde distintos sitios, portando todos ellos lanzas, arcos
con fuerza el pucho y, aclarándose la voz, dijo: Está todo y flechas. La grúa se había deslizado hacia el centro del

~100~ ~101~
río, por lo que la visión que teníamos de los charrúas era es un levante descarado de lo que hacen otros. La dejé ha-
la que debían haber tenido Solís y sus hombres cuando blar, la dejé desahogarse. La cercanía y lo despechado del
se acercaron a la costa. En un momento de la secuencia, tono la volvían más hermosa; detrás del velo de odio en su
veíamos a los indios con semblantes preocupados, con- mirada se escondía un ser indefenso que pedía a gritos ser
sultándose entre ellos y haciéndose visera con la mano: las querido. Cuando terminó, la tomé por los hombros y la
embarcaciones ya estaban a la vista. Luego, los veíamos besé. Como si hubiera recibido una descarga de doscien-
replegarse hacia los arbustos cercanos para aguardar la lle- tos veinte voltios, saltó en el sitio desprendiéndose de mí.
gada de los extraños. ¿Pero qué hacés, tarado?, preguntó con evidente sorpresa
Migliano felicitó a todo el equipo por la labor realiza- en vez de furia. No tuve tiempo de responderle. Algo se
da y otorgó una hora de descanso para continuar con la materializó de golpe junto a nosotros, como expulsado
filmación. Junto a él, Sonia se movía con soltura, portan- por la copiosa fronda que cercaba aquella parte del río.
do el traje de profesionalismo que solía calzar. Durante ¿El señor se está haciendo el vivo?, le preguntó Pintado
la pausa, volví a cruzarme con ella en un sitio apartado a Sonia. Mi antigua socia, más asustada por la sorpresiva
del set. Varios extras pululaban por allí, vestidos aún de aparición del baquiano que por mi arrebato pasional, se
charrúas. Mi antigua socia en la escritura consultaba su apresuró a decir que estaba todo bien. Pintado le dedicó
laptop con particular interés, por lo que no reparó en mi una sonrisa y luego se volvió hacia mí. Visto de cerca,
presencia hasta que estuve a su lado. Fingí indiferencia su rostro lucía mucho más viejo y macilento, como si el
mientras me servía un vaso de agua. Entonces, de golpe y sol, al apresurarse hacia la noche, le barnizara la piel con
contra todas mis expectativas, me habló. Algún día vas a particular desgano. Siempre vigilo, dijo, siempre los estoy
entender quién soy en realidad, me dijo. El aire de senten- vigilando. Luego, le dedicó una reverencia a Sonia y vol-
cia junto con su disposición física —sin levantar la vista vió a perderse entre las plantas.
de la máquina— la asemejaba a una autómata. Intenté
entenderte una vez, pero no me diste demasiado margen. 8. En su libro sobre el Río de la Plata, El río sin orillas,
De hecho, me retiraste la palabra y comenzaste a huirme Juan José Saer escribe: “Su forma verdadera, como tantas
como a la peste, le respondí. Finalmente, entendí, tras el otras cosas en este mundo, difiere de su apariencia empí-
vergonzoso incidente con Leblanc, el muro de indiferen- rica y, tal como podemos verificarlo en cualquier mapa, se
cia se había derribado. Sonia cerró la computadora y me avecina mucho a la del escorpión, con la bahía de Sambo-
encaró. Con una sonrisa, dio un paso hasta quedar a unos rombón y la bahía de Montevideo que forman las pinzas,
veinte centímetros de mí. El vaso con agua me tembló en y el último tramo del río Uruguay formando la cola. Si
la mano. Si supieras lo insignificante que me resultás... muchos viajeros que en estas tierras encontraron, para de-
He leído tus libros y me dan pena. Tus artículos en las cirlo con un eufemismo, destino —particularmente Juan
revistas no hacen más que mostrar la chatura de tu pensa- Díaz de Solís, su descubridor, el más terrible de todos—,
miento. Bah... ¿qué digo pensamiento? Si lo que escribís hubiesen tenido alguna idea de la forma que dormitaba

~102~ ~103~
en los confines del océano Atlántico, tal vez no se hu- gigantesca cola de un escorpión y, cuando observaba el
biesen aventurado con tanta desenvoltura por esta región sitio donde debía estar la cabeza del animal, lo que des-
desconocida, para ponerse a la merced de tan decididas cubría era más atroz aun: el rostro de la gigantesca cria-
tenazas”. tura era humano. No se trataba de un rostro específico,
Cuando encontré la imagen del escorpión, pensé utili- sino que parecía una superposición de facciones. Sonia,
zarla para reforzar la noción de la trampa en que caía Solís Migliano, Pintado, Leblanc, yo mismo. Tras ese fatal des-
al adentrarse en los confines del Plata. Pero Migliano, que cubrimiento, mi espalda era penetrada por una especie de
no entendió o pretendió no entender, había desechado la torno gigantesco que me hacía vibrar, quemándome vivo.
idea diciendo que se trataba de “demasiada abstracción”. La punta de la cola asomaba unos centímetros por mi
Y, de golpe, varios meses después, la imagen volvió a mí estómago para desaparecer a continuación. Yo había leído
bajo la forma de una de las peores pesadillas que recuerdo. que el veneno de los escorpiones demora varias horas en
En mi sueño, yo remontaba el río a bordo de un pequeño hacer efecto y aquel pensamiento en situación tan adversa
bote. Las aguas permanecían extrañamente calmas y, de me reconfortaba. Despacio, muy despacio, caía de rodi-
vez en cuando, algún pez emergía en un salto hacia la llas sobre la base del bote contemplando el impertérrito
superficie. Recuerdo que me sentía feliz, o sea, no eviden- rostro humano del escorpión. Entonces comprendía. No
ciaba felicidad en mis gestos o mis acciones, sino que una era una máscara formada por una acumulación de rostros
sensación de profunda dicha parecía llenarme. Durante de allegados y conocidos la que me contemplaba. El ros-
un momento del viaje, descubría que aquel sentimien- tro del escorpión era el de Juan Díaz de Solís, tal como lo
to prodigioso no podía ser real y que, indefectiblemen- reproducen algunos grabados. Y, con ese descubrimiento,
te, algo horrible iba a ocurrir. A continuación, el cielo se desperté.
ensombrecía, pero no con nubes, sino con una enorme Me senté en la cama bañado en sudor. Me puse de pie
cantidad de patos que volaban en ordenadas filas. Delante y avancé a los tropezones por el estrecho espacio del re-
de mí, la costa se volvía difusa como una imagen fuera de molque. Me acerqué a la ventana sin cortinas y observé el
foco a través del empañado lente de una cámara. Asus- paisaje nocturno. La tranquila costa del río Santa Lucía
tado, bajaba los ojos hacia el agua y descubría que la co- estaba bañada por una luna gigantesca, brillante, una luna
rriente se había convertido en una superficie dura, como que ni Cuneo hubiera imaginado. El campamento de re-
un caparazón o una cáscara. Tras el pasaje de los patos, el molques permanecía silencioso. Al otro lado del río, en
cielo volvía a descubrirse, pero sin recuperar la anterior la orilla, alguien había encendido una hoguera. Volví a la
claridad. Detenido en mitad de aquel mar sólido, optaba cama, quité las sábanas y me acosté sobre el colchón. En
por tomar el remo como una lanza y clavarlo en la costra algún momento de la noche volví a conciliar el sueño.
negruzca sobre la que estaba estacionado. Y, al hacerlo,
una nueva oscuridad proveniente del extremo posterior
se apoderaba del cielo. Al levantar la vista, descubría la

~104~ ~105~
9. Las visiones de la Santa Cruz que se apoderaban de la arena, apenas clavada en el suelo y sostenida por iz-
Juan Díaz de Solís, ante su inminente llegada al Río de la quierda y derecha en dos enormes maromas manipuladas
Plata, serían rodadas en el segundo día. La primera visión por varios operarios del equipo técnico. Quiero que la
le llegaba en la cubierta del barco, tras avistar la costa vir- contemplación final de la cruz la hagas como en tran-
gen. La segunda ocurría poco antes de descender del bote ce, no quiero una mirada de beatitud, le dijo Migliano a
que lo llevaba a tierra. La última visión de la cruz —con Leblanc. El actor se acarició el imponente mostacho que
la que abandonaba la vida— lo alcanzaba tras el ataque lucía su Solís y dijo: No debo entregarme plenamente al
indígena. Con la flecha clavada en el pecho, Juan Díaz de Señor. Debo aceptar la muerte con resignación, pero sin
Solís caía de rodillas en la arena y elevaba la vista al cie- ceder al componente místico, irracional. El director asin-
lo. La imponente cruz de madera, plantada delante de él tió con una sonrisa. Probemos matarte y vemos, dijo. Mi-
como el árbol en el cuento del niño y los frijoles mágicos, gliano dispuso la colocación de la cámara que tomaría el
se perdía en las alturas del firmamento. errático avance de Solís herido de muerte y pidió silencio
La caracterización de Leblanc como el navegante era a los presentes. Ubicado detrás del director, me coloqué
notable. La gente de vestuario había demostrado su arte los lentes de sol, dispuesto a observar el arte de Leblanc,
en cada detalle: el casco gris que lanzaba fugaces destellos el delicado histrionismo al que le debía su fama. A un par
bajo el inclemente sol de enero, la blusa azul cruzada por de metros de donde me encontraba, Sonia observaba el
una faja que dividía el abdomen en dos, las anchas calzas escenario con la mirada perdida. Cuando la descubrí, me
rematadas en unos suecos de color negro. Cuando Le- volví para buscar con los ojos a Pintado, el rústico protec-
blanc emergió del remolque de vestuario y avanzó por el tor del honor de las mujeres indefensas. Alejado del grupo
camino de las dunas hacia la playa, quienes lo observamos de técnicos y actores, el baquiano, montado en su caballo
nos sentimos impresionados por su estampa. Como parte blanco, observaba la escena de la playa con expectación.
de la preparación para su papel, el actor estrella ensayó Jinete y animal, parados sobre una duna con la fronda
una serie de posturas y flexiones que, según sus palabras, a sus espaldas, se asemejaban a una estatua ecuestre en
“desentumecen el cuerpo para la gran batalla”. No espe- alguna plaza olvidada.
cificó cuál era la contienda, si el frustrado enfrentamien- Acción, gritó Migliano y todos vimos a Leblanc avanzar
to con los indios o la lucha con el genio actoral que le por la playa despoblada hacia los arbustos cercanos. Sus
permitiría dar todo de sí para que su Solís fuera creíble. manos rodeaban la flecha que le atravesaba el pecho y su
Tampoco reincidió en los ruidos guturales que le había andar se volvía cada vez más tortuoso. Así, así, lo alentaba
escuchado proferir el día anterior. Migliano, ahora caés de rodillas. A la señal del director,
Según el caótico plan de rodaje de Migliano, la primera Leblanc perdía pie y terminaba arrodillado mirando ha-
escena que filmaría Leblanc sería, casualmente, la última cia las alturas. Corten, gritó nuestro director, y hubo un
de la película: su visión final de la Santa Cruz y su inme- aplauso general para celebrar la escena y masajear el ego
diato deceso. La cruz de madera había sido erigida sobre de Leblanc. A continuación, el actor principal se movió

~106~ ~107~
unos metros y quedó de rodillas frente a la cruz. Migliano los que estábamos cerca, varias cosas ocurrieron: Leblanc
volvió a pedir silencio y, tomando una cámara de mano, gritó con todas sus fuerzas, más asustado por el imprevisto
avanzó hacia el extremo derecho para registrar la postrera viaje a caballo que por haber escapado de las garras de la
mirada de Juan Díaz de Solís. Y fue ahí cuando ocurrió el muerte; Migliano dejó caer la cámara y se cubrió los ojos
desastre. El Destino, el aire caliente de enero, los espíritus con ambas manos, y Sonia, dándose vuelta asustada, me
del monte que acechaban la labor en la playa o, simple- abrazó. Como si de un pequeño animal herido se trata-
mente, la fatalidad provocó el accidente. Una de las ma- ra, la estreché en mis brazos y suspiré con fuerza. Delan-
romas que sostenían la Santa Cruz de pacotilla se rompió te de nosotros, la escenificación del desembarco se había
y, a su impulso, el armatoste de madera se tambaleó. Fue convertido en un naufragio. Cuando las ondas del peligro
una milésima de segundo, un instante imposible de captar se diluyeron, escuchamos a Leblanc increpar a Migliano.
para el ojo humano, que, en su evidente concreción, hizo Parado frente a la gran estrella, nuestro director asistía en
que los operarios que sostenían la otra maroma cedieran la silencio a sus reproches, aunque alguien más observador
presión. Se produjo una exclamación general de asombro podía percibir que estaba a punto de largar la carcajada.
ante la inminencia del peligro. Al analizar la escena con la En un momento de su diatriba, Leblanc comenzó a llorar.
distancia que da el tiempo, puedo forjar ahora una imagen La contemplación de aquel hombre, caracterizado como
única, un gran plano secuencia que abarca todo el deco- Juan Díaz de Solís, llorando a lágrima viva en las blancas
rado: Migliano posicionándose con la cámara en la arena, arenas del río era una imagen tan patética como la mismí-
el grupo de técnicos y mirones parados en el extremo pos- sima muerte del descubridor de estas costas. Aquella mis-
terior de la playa, los sujetos que sostenían las maromas ma noche, Sebastián Leblanc regresó a Buenos Aires con
dispuestos en los extremos del cuadro y, por último, el fal- los nervios destrozados.
so navegante inclinado delante de la gigantesca cruz. Sin
embargo, el cuadro que mi recuerdo elabora y que anun- 10. En el capítulo final de Solís y sus prolegómenos, el pro-
cia el peligro se ve interrumpido por una presencia que fesor Peñalosa escribe: “Todos nosotros, habitantes de este
modifica los hechos. Desde un lugar impreciso o desde la espejismo legalizado, esta tierra ilusoria conocida como
mismísima nada, el baquiano que solo obedecía al nombre República Oriental del Uruguay, le debemos algo a aquel
de Pintado, montando su caballo blanco y a una velocidad buen hombre que, con su muerte, bautizó nuestro sue-
que nunca creí posible en un equino, atravesó la playa y, lo. Esa deuda, que no está asentada en ningún libro, la
sin sofrenar su montura, se llevó consigo al actor princi- pagamos día a día. Como si cada uno de nosotros, desig-
pal. Leblanc simplemente desapareció del suelo, como si nados genéricamente como orientales, fuera en sí mismo
el caballo se lo hubiera tragado. A continuación, como Juan Díaz de Solís, entregamos nuestra existencia a una
ocurre en las películas, la cruz se vino al suelo en el exacto causa que creemos noble, forjamos nuestros anhelos en
sitio donde había estado Leblanc. Mientras la pesada cruz una tierra prometida y terminamos reducidos a ceniza y
chocaba con la arena, salpicando con minúsculos granos a borrados de la faz de la tierra”.

~108~ ~109~
Cada vez que llego a una playa, contemplo el mar en El Despenador
procura de las embarcaciones que se acercan. Acecho el
horizonte esperando que surjan de la nada como sólidos
fantasmas. En mi fuero interno, late la intención de ha- Poi mostrerà il beduino
cerles una señal, una advertencia de peligro para que sigan dalla sabbia scoprendo
de largo y no se acerquen a la costa. Luego, doy media frugando col bastone
vuelta y me enfrento a la fronda en procura de la más un ossame bianchissimo
certera de las flechas. Giuseppe Ungaretti

Luisito Ruiz, que atendía parcialmente el mostrador del


bar Orión, silencioso y parco como pocos, más entusiasta
de la vida en familia que del intercambio fragmentado y
variopinto que suele haber en todo despacho de bebidas
y, por eso mismo, más adepto a jugar con los hijos en el
patio de su casa que a escuchar historias de mamados y
llevar la cuenta de las vueltas solicitadas con las manos
o con inequívocos movimientos de cabeza; Luisito Ruiz,
digo, que no había sabido decirle no al vasco Irazábal
cuando este le pidió, con esa certeza inquebrantable de
todos los vascos, que le atendiera el mostrador por unos
días mientras él viajaba a Tacuarembó a solucionar unos
asuntos de familia, y que, irremediablemente, había visto
cómo los cuatro o cinco días se habían convertido en dos
semanas ya, fue el que presenció la conversación por la
que se enteró de la existencia de aquel ser oscuro al que los
dos hombres se refirieron como el asesino, Juan Álzaga y
el Despenador. Como habían entrado al bar hablando so-
bre el asunto, Luisito Ruiz se perdió parte del relato, por
lo que le costó, al principio, delimitar el tiempo histórico,
identificar claramente a cada personaje y formarse una
idea cabal de la situación, que, por momentos, se ofrecía
oscura como el fondo de uno de esos toneles de vino que

~110~ ~111~
llevan años sin uso y que, aun así, permiten adivinar un cisco Acuña de Figueroa compuso la primera versión del
resabio impalpable, una costra formada por borras inme- Himno Nacional bajo el influjo del éter o que Artigas
moriales y polvo ambiente que, en su propia constitución, acampó en el Ayuí con una muela cariada que comba-
ofrece la clave de la oscuridad que trepa por las paredes y tió comiendo carne podrida. ¿Me entendés lo que quiero
que no deja divisar el contorno del piso. decir cuando digo que no es difícil destronarlo? Pero que
El más viejo de los dos entró al bar negando. Su inter- venga ese mamarracho a atacar mi estudio sobre el Des-
locutor le abrió la puerta y le cedió el paso con un gesto penador y que algunos, como fanáticos religiosos, le den
que, al principio, Luisito Ruiz asoció con la cobardía o cabida me resulta inaudito.
con el miedo, pero que, al avanzar la conversación junto Luisito Ruiz dice que fue el más joven el primero en be-
con la tarde, pudo identificar como de admiración. ber y que, al hacerlo, adoptó una pose estudiada, la pose
No, no y no, decía el viejo, y a cada monosílabo le del bebedor inveterado que se apronta a enfrentar una
agregaba un movimiento de cabeza destinado a reforzar larga jornada de copas. Como el bar estaba vacío a aquella
el concepto y, al mismo tiempo y sin pretenderlo, a des- hora de la tarde y él, en su rol de proveedor de tragos,
ordenar aun más los escasos y largos cabellos que se des- no debía representar más que un accesorio equiparable al
perdigaban por su calva. Solo un imbécil como Marinelli resto del mobiliario, Luisito Ruiz asegura que aquel gesto
puede largarse a refutar un hecho sin pruebas, dijo. Su del bebedor inexperto pasando por experto estaba dedica-
técnica es propia de los diletantes y de los soberbios. Me do, en su plenitud, al viejo. Este, por su parte, no tocó la
corrijo: de los que se creen soberbios, porque la soberbia copa por un rato; dejó reposar la grapamiel en el lecho de
puede convertirse en un don cuando va precedida por la su cauce sólido para acabarla, al rato, de un solo trago. Y
inteligencia. De otra forma, no es más que una pose que entonces volvió a hablar.
desenmascara al portador a las primeras de cambio. Como bien sabés, dijo, Martín de Álzaga fue un indi-
Dos grapamiel, le dijo el más joven a Luisito Ruiz, es- viduo muy inteligente, con un olfato maravilloso para los
perando, como con la puerta, a que el viejo se apoyara negocios. Supo mezclar a la perfección las dotes para el
primero en el mostrador, saludara con la cabeza al que comercio con el servilismo a la Corona Española. Diga-
atendía y, en medio de sus palabras, se sonara la nariz con mos que, a principios del siglo diecinueve, la doble moral
un pañuelo azul, que se apresuró a guardar en el bolsillo y la villanía hacían el amor en estas costas del Plata. De
trasero del pantalón. Álzaga interponía un recurso en el Cabildo para salvar
Desde que entré a la Academia, Marinelli ha elucubra- a un pobre que robó un pan por la mañana, ordenaba
do las tesis más estúpidas e incoherentes sobre la Historia el envío de una partida de armas a un funcionario del
Nacional. Entenderás que para mí no ha sido difícil ha- virreinato por la tarde y se cogía a una negra esclava por
cerle morder el polvo y bajarlo del pedestal con la misma la noche. Todo eso con un rostro indiferente y con el con-
precisión de una patada en el culo. Ha llegado a decir, y, vencimiento de que las monedas de oro casi todo lo pue-
lo que es peor, a publicar, barbaridades como que Fran- den y de que, para aquello que no logran alcanzar, está

~112~ ~113~
la violencia como palpable alternativa. En mi tesis, que ante la reacción del más joven, que, con un silbido de
el imbécil de Marinelli se empeña en refutar, el sujeto al asombro, acabó con el aparente temor que le había mos-
que muchos años después se conocería como Despenador trado al viejo.
nació del vientre de una de las esclavas pasadas a verga por Peñalosa, le dijo, eso que está diciendo linda con la
Martín de Álzaga. xenofobia.
Luisito Ruiz dice que el bebedor joven se mostró per- El viejo lanzó una carcajada.
plejo ante los dichos del viejo, perplejidad que se eviden- Digamos que, más que lindar, la atraviesa completa-
ció en un extraño movimiento de la cabeza que culminó mente, aclaró.
en pregunta. Luego, le indicó con un movimiento de cabeza a Luisi-
¿Pero cómo pudo ese asesino, si nació de una esclava, to Ruiz que le llenara la copa.
llevar el apellido de su verdadero padre?, preguntó. Como sea, nuestro hombre no era un negro, pero tam-
El viejo se quitó los pesados lentes de armazón negro poco era del todo mulato. Digamos que un observador
y, bajando levemente la cabeza, procedió a restregarse los atento podía entrever una pizca de sangre africana des-
ojos mientras dejaba escapar una ligera risa. parramada por su rostro. Claro está que don Martín de
Adelante, dijo. Operá como Marinelli. Convertite en Álzaga nunca reparó en su paternidad no deseada, en el
su acólito. Como él, observá solo el aspecto técnico de la fruto de una noche de calentura y, si en algún momento
cuestión y no te preocupés del resto. se detuvo en la contemplación de aquel niño que se cria-
El otro se mostró más confundido aun ante la sorna del ba entre sus esclavos, fue para encomendarle alguna tarea
viejo, que, pasados unos instantes, retomó su relato. más delicada, algún mandado que prefería que no hicie-
Nuestro protagonista no era un hombre de piel negra, ran los otros. Como también sabrás, uno de los principa-
aunque se adivinaban en sus facciones los rasgos grotescos les errores de don Martín de Álzaga fue confiar demasiado
del mulato. Porque el negro es una cosa, obedece a un en las autoridades españolas. En su intento por defender
patrón físico estandarizado y fiel a una raíz común; pero los intereses de la Corona, cuidando su propio tesoro, De
el mulato es otra cosa muy diferente. En el mulato dos Álzaga se convirtió en blanco de los revolucionarios. Su
razas entraron en batalla y ninguna venció. En el mulato fortuna era una de las más sólidas del Plata y, esto ya lo
rige la anarquía étnica; una frente delicada se disuelve en he dicho en algún artículo, al querer prolongar el domi-
una nariz chata que se desparrama por el resto del rostro. nio de la Corona cuando los vientos de cambio soplaban
Una aberración. sobre el Plata, se cavó su propia tumba.
Llegado a este punto, Luisito Ruiz, que había seguido Y lo mataron, dijo el más joven con un tono que, siem-
atentamente la conversación desde el inicio y que disimu- pre siguiendo a Luisito Ruiz, pretendió ser un golpe de
laba su intromisión pasiva fregando con un trapo la pileta efecto. El viejo asintió en silencio.
que el vasco Irazábal había hecho construir, en época re- Los manuales de historia dicen que murió en julio de
ciente, con el objetivo de enjuagar los vasos, se sorprendió 1812, en Buenos Aires. Gracias al sadismo de algún re-

~114~ ~115~
dactor asalariado, nos enteramos de que, junto con otros segunda copa. Cuando los despojos de De Álzaga decoran
defensores de la Corona, don Martín de Álzaga fue colo- a la sangrienta Buenos Aires, nadie repara en el gurisito
cado contra un paredón y ajusticiado a balazos en un acto que durante los tres días llega a la plaza y, confundido
que las fórmulas consignan como fusilamiento. En reali- entre viandantes y pregoneros, contempla el cadáver de
dad, al pobre don De Álzaga se lo cargaron unos patanes su padre. En un momento, se acerca al ahorcado y obser-
borrachos que no sabían muy bien a quién le disparaban. va las facciones pálidas y el cabello revuelto, intentando
Como si aquello no alcanzara, y para que al pueblo le encontrar en aquella imagen señales de su propio rostro.
quedara bien claro lo que significaba apoyar a España y Hace poco, un esclavo viejo le reveló que ese hombre
contradecir a las nuevas autoridades patriotas, su cadáver que ahora cuelga de un árbol en la plaza es su verdadero
fue colgado en la Plaza de la Victoria, en una exhibición progenitor. Al verlo mecerse suavemente por la brisa que
comparable a un actual reality show. Durante tres días con atraviesa los árboles, no piensa en el lazo de sangre que lo
sus noches, don Martín de Álzaga, que había llegado po- ata al cadáver ni en lo que significa, en verdad, conocer
bre a estas costas, que había sabido granjearse la amistad el auténtico origen, el impulso de vida del que surgió y
del gobernador Elío, que había enfrentado a los ingleses por el que ahora respira, observa, siente. El niño, en reali-
en su intento por conquistar Montevideo, que había leído dad, piensa en la muerte. No te voy a decir que se planta
el Quijote de la Mancha en la lujosa edición de don Joa- ante aquella escena como ante una revelación, ni mucho
quín de Ibarra, obra que había encargado a España y que menos, pero sí puedo decirte que, en aquel momento,
durante meses esperó, rezando para que los cuatro volu- el niño se convierte en Álzaga, a secas. Cuando muchos
menes encerrados en un cofre y depositados en la bodega años después se registre en el ejército dará el nombre de
del barco que cruzaba el Atlántico llegaran sanos y salvos; Juan Álzaga, eliminando la preposición original, como un
ese mismo hombre, tan pulcro y tan práctico, tan valiente resabio nominal de aquel cadáver que ahora contempla.
y tan mezquino, tan bravo y tan déspota, estuvo colgando Luisito Ruiz confiesa que, a esta altura, estaba un poco
de una soga para escarmiento y comentario de viejas mi- confundido. Como entrometerse en la conversación era
ronas e indios asentados en la ciudad colonial. una posibilidad tan alejada de sus sólidos principios de ur-
Luisito Ruiz se percató de que el viejo lo estaba obser- banidad y buen gusto y, reconociendo al mismo tiempo
vando unos segundos después de que paró de hablar. Ha- que una puesta a punto mental de todo lo escuchado era
bía interrumpido la labor de enjuagar un vaso para que el imposible ante la continuidad del diálogo, que, más que
ruido del agua enjabonada no interfiriera en su audición diálogo, ya era un monólogo del bebedor más viejo, Luisito
y, seguramente, al viejo le extrañó la postura paralizada Ruiz confió en la función receptiva, casi de alumno, que
del cantinero, algo encorvado sobre la mesada. ¿Y dónde parecía haber asumido el bebedor joven. El viejo volvió a
entra nuestro hombre?, pregunta, entonces, el bebedor hablar. Como la propia historia del virreinato del Río de la
joven, sin reparar en el efímero contacto visual entre su Plata, dijo, de la Banda Oriental y de Buenos Aires en las
interlocutor y Luisito Ruiz. El viejo carraspea y liquida la primeras décadas del siglo diecinueve está cubierta por in-

~116~ ~117~
tensos mantos de niebla, nubarrones opacos que encubren bien era la primera vez que se veían, hizo un movimiento
torrentes de violencia, confusos flujos patrióticos, tiranías y con los hombros hacia el sitio por donde se había ido el
rencillas, matanzas y proclamas, próceres y villanos, no es otro. Qué ficha, dijo. Y Luisito Ruiz dice que asintió con
de extrañar que aquel pequeño mulato que mira el cadáver una sonrisa, aunque no tenía ganas de asentir ni de sonreír.
de su padre, ojeroso y desnutrido, sucio y con una legión Luego, el bebedor joven metió una mano en el bolsillo de
de piojos caminándole por las motas, se nos pierda de vis- la campera y sacó un celular con el que comenzó a redac-
ta. Debemos usar acá ese recurso cinematográfico que, a la tar un mensaje. Tras la operación, lo guardó y se volvió,
hora de contar toda una vida, y para evitar largos y poco quizás preocupado por la prolongada ausencia del viejo,
interesantes años en la biografía del protagonista, funde su pero unos segundos más tarde este apareció, sorteando las
rostro joven con su rostro adulto interpretado por otro ac- mesas vacías, para ocupar su sitio en el mostrador. Bebió
tor. Nuestro pequeño mulato, ya cercano a los treinta años, un trago corto y habló. Desde un tiempo a esta parte, dijo,
aparece en la Montevideo gobernada por don Fructuoso cada vez que voy a mear, pienso que estoy realizando el
Rivera y firma como Juan Álzaga la solicitud para confor- acto más importante de toda mi vida. Cada vez que me
mar la guardia militar del primer presidente de este suelo paro ante el water, se me ocurre que lo que estoy haciendo
que hoy pisamos, cuna del pericón, la payada de contra- es lo que verdaderamente me diferencia del resto de mis
punto, la torta frita, el saguaipé, el batllismo y esta grapa- semejantes. Ni mis libros, ni mis ideas, ni mis recibos de
miel que estamos tomando y de la que ya le voy pidiendo a sueldo me hacen tan único como individuo como ese ges-
nuestro despachante que me sirva otro vaso. to repetido e infalible que significa la meada. Ese acto que
Luisito Ruiz dice que sonrió al verse incluido en el ma- realizamos, tan maquinalmente, rige un montón de as-
remoto verbal del viejo —así lo definió— y se apresuró a pectos de nuestra vida, si no la totalidad. Nuestros ritmos
llenar los vasos de los dos hombres diciendo: Esta va por corporales, nuestros encuentros, nuestro propio dominio
la casa. El viejo agradeció con la cabeza y envolvió el vaso del tiempo están pautados por las pausas, variadas y nunca
con la mano, pero no tomó, sino que se dedicó a arras- predecibles, que van de una meada a otra.
trarlo suavemente sobre el mostrador, provocando que Tras el silencio del viejo, Luisito Ruiz dice que el bebe-
la humedad generada formara un pequeño listón sobre dor joven lo miró a él, a Luisito Ruiz, con un lejano gesto
la madera lustrada. Su interlocutor, al parecer, no quería de asombro, que el viejo se encargó de eliminar retoman-
pausas extensas en la historia. No entiendo. ¿Se hizo solda- do el relato que tan atrapados tenía a los otros.
do así nomás, de un día para el otro?, preguntó, y acabó la Me preguntabas cómo el mulato Juan Álzaga se convir-
copa de un trago. Te lo cuento cuando venga del baño, le tió en soldado del presidente Rivera, dijo. Su interlocutor
dijo el viejo mirando a Luisito Ruiz y esperando de este la asintió. Antes de convertirse en el primer serial killer de la
orientación pertinente. Luisito Ruiz se lo señaló, y cuenta República Oriental del Uruguay, dijo el viejo, Juan Álzaga
que, al salir el viejo rumbo al sanitario, el bebedor joven participó en ese episodio que algunos han visto como un
lo miró a él, a Luisito Ruiz, y, como viejos conocidos, si holocausto y otros como una purificación y que ha pasa-

~118~ ~119~
do a los manuales con el nombre de Salsipuedes. Luisito pulsión de la sangre palpitando en sus venas hacen que Ál-
Ruiz dice que el bebedor joven abrió los ojos como el dos zaga se fije en una india joven que viene con el grupo, una
de oro —lo estoy citando— ante la afirmación del viejo. mujer que avanza entre los compañeros de cautiverio con
Como lo escuchás, dijo el viejo, Juan Álzaga integró el las manos atadas, los brazos rasgados y los pies descalzos,
contingente que don Fructuoso y su hermano Bernabé aguantando los empujones y las ocasionales escupidas de
dirigieron contra esos sujetos cobrizos que, en plena épo- los soldados con el estoicismo propio de aquella raza. Una
ca constitucional, seguían vistiendo taparrabos. noche, cuando el grupo acampa cerca de un afluente del
En este punto, Luisito Ruiz jura que no pudo distinguir río Santa Lucía, Juan Álzaga le desata las manos, la lleva a
en la voz del viejo si este empleaba la ironía para señalar la un monte cercano y mantiene relaciones con ella, aunque
supuesta brutalidad genocida de Rivera o si su descripción este eufemismo no creo que sirva de mucho para describir
de los indios contribuía a presentarlos como un estorbo y lo que ocurrió o cómo sucedió. Llegados a Montevideo
un peligro para el naciente país. Nuestro hombre avanzó y licenciados por unos días los soldados en espera de un
con su caballo contra los indígenas, continuó, y en el fra- nuevo destino, los indios cautivos son, según algún ma-
gor de la batalla probó sus dotes guerreras en la destreza nual escolar, insertados en la sociedad. De solo pensar en
con el sable y supo beber gotas de sangre de los enemigos la cara de las viejas que encargaban sus sedas a Europa o las
y de sus compañeros de ataque. Fructuoso Rivera debió de los doctores de levita que recorrían tomados del brazo
pensar en él cuando elogió el valor de sus hombres en la actual Ciudad Vieja, se me ocurre que ese proceso de in-
la acción de Salsipuedes, aunque no se valió de nombres serción no debe haber sido fácil, ni mucho menos natural.
propios para destacar la hazaña y... Y ahí tenemos a Juan Álzaga, conviviendo con la india ya
El estridente sonido del celular del bebedor joven que- no cautiva, en un rancho de adobe y terrón levantado por
bró el relato y pareció sobredimensionarse en la tranquili- él mismo, en un sitio cercano a donde actualmente limi-
dad ambiente del bar, solo herida por el ocasional paso de tan San José y Montevideo; un sitio por demás tranquilo
algún vehículo en la calle cercana. Un segundo, pidió el pero también peligroso. Y es allí, en ese rancho pequeño
bebedor joven mientras volvía a sacar el celular de su cam- alzado sobre las costas del Santa Lucía, donde la india ad-
pera; luego, leyó el mensaje, sonrió y volvió a guardarlo. quiere hábitos más sedentarios: lava la ropa del soldado, le
Mis disculpas. Continúe, por favor. Y el viejo continuó. cocina y mantiene el rancho limpio. Sé que esta imagen
Tras la campaña de Salsipuedes, dijo, Juan Álzaga vuel- estilizada no parece muy real y suena a arranque bucólico
ve a Montevideo con una escisión del ejército de Rivera. de novelista de tercera, pero, ante la ausencia de datos pre-
Junto a la tropa, como trofeos malolientes y castigados cisos del período, prefiero exponerla.
a rebencazos, entreverados con los caballos de repuesto y El otro asiente.
algún ternero con el que se habían alzado en el camino, Además, contándolo así, sigue el viejo, adquiere mayor
vienen varios indios prisioneros. Tal vez su soledad, el ha- fuerza el misterio con el que un día se encuentra Juan
berse sentido siempre excluido entre blancos o la simple Álzaga. Al volver al rancho, tras dos meses acantonado

~120~ ~121~
en el norte, la india ha desaparecido. No encuentra, ni Luisito Ruiz dice que atravesó el salón con pasos estira-
jamás encontrará, señales de ella. Su rastro se ha perdido dos, que se colocó detrás el mostrador y que preparó los
completamente. capuchinos, “por los que me deberían dar algún premio;
Hasta el día de hoy, Luisito Ruiz, hombre silencioso y no por su calidad, sino por el tiempo record que me lle-
nada dado a la violencia ni al rencor, antiguo contable en varon”. Cuenta Luisito Ruiz que, mientras efectuaba la
una empresa de productos de limpieza, hincha moderado tarea, el bebedor viejo ahora hablaba de la Guerra Gran-
del Club Nacional de Fútbol, oyente riguroso de la obra de y de la conocida rivalidad entre Fructuoso Rivera y
de Alfredo Zitarrosa y enamorado, aunque conocedor de Manuel Oribe. También cuenta que, mientras avanzaba
que este término es muy flexible y permite distintas lec- con la bandeja hacia la mesa del fondo, llegó a pensar
turas, de su esposa, Graciela; Luisito Ruiz, digo, recuerda que quizás la historia del tal Juan Álzaga había llegado
hasta el día de hoy el malestar que despertó en él, y que, a su fin. Al ubicarse otra vez en su sitio, Luisito Ruiz era
de acuerdo con su carácter, se encargó de no evidenciar, consciente de que la expectación se hacía evidente en su
una pareja que entró al bar y ocupó la mesa más alejada rostro o, mejor dicho, en la tensión que debían reflejar los
del mostrador. Cuenta Luisito Ruiz que, en aquel mo- músculos de su rostro. Sirva otra vuelta, dijo el bebedor
mento de la tarde y del relato del bebedor viejo, sopesó joven. Ahora me toca descargar a mí.
dos opciones: demorar el viaje hasta la mesa ocupada por Luisito Ruiz asegura que, mientras veía al otro caminar
los recién llegados para seguir oyendo un poco más la his- hacia el baño y buscaba la botella de grapamiel, estuvo
toria que lo tenía cautivado o, de lo contrario, realizar la tentado a interrogar al viejo para hacerlo volver al punto
caminata, la recepción de la orden, el regreso y el nuevo del relato donde él se había perdido. Pero no lo hizo. El
viaje con la solicitud en una corrida para perder la menor viejo parecía encontrarse a kilómetros de allí; los ojos de-
cantidad de información. También dice que optó por la trás de los cristales se habían empequeñecido y parecían
segunda posibilidad y que hacia allá arrancó con la vista observar alguna de las baldosas del piso. Por un momento
fija en la mesa del fondo y el oído atento a las palabras del pensé que se había dormido, dice Luisito Ruiz. Cuando el
viejo, palabras que, al llegar ante los nuevos clientes, se bebedor joven volvió, bebió un trago de grapamiel, tam-
convirtieron en un susurro lejano. Dos capuchinos, dijo borileó rápidamente con los dedos sobre el mostrador y, a
el hombre sin quitar los ojos de la mujer. Me gustaría co- continuación, instó al viejo, con un gesto y luego con una
mer algo dulce, dijo ella observando a Luisito Ruiz, que, frase, a seguir hablando.
sin pausas, recitó las opciones que en la materia podía Como dijo el bardo, retomó el viejo, vamos dentrando
ofrecerle el bar Orión, que redujo a dos para que la elec- recién a la parte más sentida. Y, al escuchar esto, Luisito
ción fuera más rápida. Tenemos postre chajá y massini, Ruiz dice que suspiró por dentro e, imperceptiblemente,
dijo. El postre chajá es con durazno, ¿no?, quiso saber ella. acomodó mejor los brazos sobre el mostrador. Cuando en-
Sí, informó Luisito Ruiz. No, dijo entonces ella, está bien señaba sobre la Guerra Grande en el liceo y también en
así. Tráiganos los dos capuchinos. un seminario que di en la Facultad de Humanidades, solía

~122~ ~123~
hablar de aquel período como de una gigantesca colcha de los primeros momentos de la batalla, supo fustigar a las
retazos formada por recortes de las divisas que entraron en fuerzas federales. La crónica de un soldado rosista que
conflicto y por la sangre de todos los que cayeron en ba- cayó herido en los primeros momentos del conflicto es
talla. La Guerra Grande está teñida por el ego y las ansias lo que algunos han utilizado como base para solventar
de poder de un montón de tiranuelos que, por efecto del la imagen del carnicero Juan Álzaga. Cuenta ese soldado
bronce y la evocación histórica, hoy dan nombre a plazas, anónimo que cuando la caballería del coronel Vega se vio
calles y departamentos. Blancos y colorados y federales y rodeada por la carga de Ángel Pacheco, la superioridad
unitarios son distintas formas del mismo fenómeno; tras numérica se hizo evidente y la posibilidad de una masacre
esos conceptos late la tiranía, el afán depredatorio de po- más palpable aun. Los unitarios optaron por una rápida
der y la certeza de que las armas pueden escribir en un retirada que les permitiera conservar con vida a la mayor
rato lo que a la pluma le lleva años, décadas enteras. Sirva, cantidad posible de hombres y caballos. La escena que
por favor. Luisito Ruiz dice que el viejo esperó a que el describe el soldado anónimo se produce en ese instante,
vaso estuviera lleno para retomar el relato. Como hombre un mínimo fragmento de tiempo en que el clarín y las
afín a don Fructuoso Rivera, dijo entonces, Juan Álzaga se voces de los oficiales unitarios ordenan pegar la vuelta y
pierde en el albor de la cronología de la Guerra Grande. salvar el pellejo. Acordate que el soldado que contó esto
Sabemos que integró el ejército de don Frutos en la batalla había sido herido, seguramente tenía el rostro bañado en
de Yucutujá, en la que demostró sus dotes de buen jinete sangre, sudor, mierda de caballo y hasta fragmentos del
y mejor lancero. En la batalla del Palmar recibió una he- cuerpo de algún compañero caído. Cuenta ese soldado,
rida en el brazo y en la del Yi, según supo contar alguien cuyo nombre se ha perdido en la noche de los tiempos y
muchos años después, cuando la leyenda del Despenador en el manoseo amarillento de tantas páginas de libros de
se había desparramado como una olla de leche hervida por historia, que vio a un salvaje unitario destazar a cuatro
todo el Uruguay, estuvo a punto de desmontar al mismísi- soldados federales con la celeridad de una máquina. Lo
mo Ignacio Oribe, hermano del principal enemigo de don de la máquina lo pongo yo, no el soldado rosista. Dice
Frutos. En algún momento de 1840, Juan Álzaga cruza el este buen hombre que aquel unitario que había sido des-
río Uruguay con una delegación enviada por Rivera para montado antes de que su tropa emprendiera la retirada
unirse a las tropas del general unitario Juan Lavalle. Y es en se levantó de entre el tendal de muertos y enfrentó, solo
Córdoba, durante la batalla de Quebracho Herrado, don- con su sable, a los cuatro jinetes enemigos que lo cerca-
de nuestro protagonista asiste al inicio de la metamorfosis ron. Como una tromba, dice nuestro herido rosista, el
que lo convierte, como diría algún torpe prosista, en una soldado de Lavalle levantó el arma y la fue hundiendo en
bestia sedienta de sangre. los abdómenes de los contrincantes, en una secuencia tan
El viejo se aclaró la voz antes de seguir. rápida que, mucho tiempo después, el testigo quiso acha-
Juan Álzaga integraba la caballería dirigida por el coro- cársela a la fiebre o a la cercanía de su propia muerte, que
nel Niceto Vega; una formación compacta que, durante sentía palpable. Luego de aquella masacre perdida entre

~124~ ~125~
el humo, los gritos de los que avanzaban y los alaridos de probar cada dato, verificar cada testimonio, bucear en los
los que huían, el soldado montó el caballo de una de sus rincones más ocultos de bibliotecas y museos; sitios don-
víctimas y se perdió en el revoltijo. de ni Marinelli ni sus secuaces osarían meter nunca las
Luisito Ruiz dice que fue el viejo, ahora, el encargado narices. Pero creeme que entiendo tu punto. Es más fácil
de dar el golpe de efecto, al liquidar de un trago la gra- recurrir a la letra impresa institucionalizada que adentrar-
pamiel y apoyar rápidamente el vaso sobre el mostrador. se en otra versión de los sucesos. La comodidad del que
Su interlocutor se sobresaltó y él mismo, Luisito Ruiz, presencia en detrimento de la verdad del que se sumerge.
dice que se movió ligeramente en su sitio ante la rapidez Otra vuelta, por favor.
y la sorpresa del gesto. Después, el bebedor joven pareció Luisito Ruiz dice que las palabras finales del viejo sona-
componerse, bebió a su vez y, tras aclararse la voz, pre- ron envueltas por un manto de tristeza, como si la con-
guntó: ¿Cuánto hay de verdad en eso que me cuenta? ¿No tundencia con la que hablaba evidenciara, al mismo tiem-
suena a leyenda, sobredimensionada a la luz de lo que po, la infinita soledad en que se encontraba. Luisito Ruiz
después se supo del Despenador? llenó los vasos y asegura que, en este punto de la tarde,
Luisito Ruiz asegura que el viejo largó una breve carca- del relato y del beberaje, había perdido la cuenta de las
jada, lo miró a él, a Luisito Ruiz, y luego se acomodó los vueltas que llevaba servidas. Estaba aprovechando la pau-
lentes, que, durante la última parte del relato, se habían sa del viejo para iniciar el conteo cuando la evocación fue
deslizado lentamente sobre la meseta de su nariz. Des- interrumpida por la voz del narrador, que, con el mismo
pués, habló. ¿Quién te mandó un mensaje por ese aparati- tono que había utilizado hasta acá, retomó la historia.
to recién? ¿Fue Marinelli? ¿Cuál es el juego? Como antes, Acompañando al desmembrado ejército de Juan La-
a Luisito Ruiz se le escapó, al principio, el tono de sorna valle, nuestro protagonista avanzó hacia el norte. Formó
y llegó a pensar que verdaderamente el viejo estaba eno- parte de esa soldadesca pálida y castigada por el rigor del
jándose con su interlocutor. El otro sonrió, también algo clima y de los ataques enemigos, pero que, pese a todo,
confundido, y negó varias veces antes de encontrarse con mantenía la confianza en su líder, el odio a Rosas incrus-
la sonrisa del viejo, que zanjó, de aquella forma, su falsa tado en las entrañas y la certeza de que la vida es un con-
acusación. Vos me hablás de leyendas, de hechos increí- cepto tan efímero como el movimiento de un dedo sobre
bles, dijo, y yo solo te tiro datos. El otro volvió a aclarar un gatillo o el mínimo impulso de aire que se necesita
la voz. Datos que no figuran en los libros de Historia, para vocalizar la palabra patria. En la batalla de Famaillá,
seamos justos, dijo. El viejo ya no sonreía. ¿Y a mí qué me esa misma soldadesca asistió a su desintegración y a la
importa?, dijo. ¿Te importa a vos? ¿Quién dice que hay corroboración de aquel final prolongado en ascensiones
una historia con mayúsculas, una única línea donde desfi- a montañas ariscas, pasos traicioneros por arroyos que se
lan esos instantes de bronce, los héroes que saludamos, los volvían ríos y en la visión del rostro de aquel antiguo go-
días que no trabajamos en respeto a su memoria? Todo lo bernador de Buenos Aires que los guiaba, un rostro que se
que te cuento fue investigado. Yo mismo me encargué de iba volviendo macilento, como un candil que se consume

~126~ ~127~
inexorablemente. En Famaillá, Manuel Oribe, que, como el celular sobre el mostrador, y no en su sitio original, la
entrenado sabueso, les venía siguiendo los talones a los campera, situación que evidenciaba, según Luisito Ruiz,
castigados unitarios... que, en breve, esperaba una nueva llamada o mensaje.
El viejo se detuvo cuando la palabra cruzó la estancia Cuando el viejo volvió, retomó el relato.
como una certera saeta. Jefe, dice Luisito Ruiz que gritó el El fin de Juan Lavalle vos lo conocés, dijo tras otro tra-
tipo de la mesa del fondo, y allá fue con su mejor paso, es- go. Como con Martín de Álzaga, Santiago de Liniers,
cuchando a sus espaldas cómo el viejo retomaba el relato Manuel Dorrego y tantos otros nombres de la historia
tras la brevísima interrupción. Cuenta Luisito Ruiz que, de estas costas del Plata, los redactores de manuales no se
esta vez, no se cuidó de ocultar su fastidio ante la presen- han privado de narrar los detalles de sus muertes violentas
cia de la pareja que tomaba los capuchinos. ¿Sabe qué? Al con la precisión de una persecución automovilística o un
final le vamos a pedir los postres chajá, dijo el sujeto, otra tiroteo en cualquier película de Hollywood. Lo que los
vez sin mirar a Luisito Ruiz a la cara y perdiéndose, por lo redactores olvidan al contarnos esas muertes, y lo que los
tanto, la mirada que le estaba dedicando. Enseguida, dice lectores parecen ignorar al leer sobre ellas, es que los fu-
Luisito Ruiz que le respondió, al tiempo que regresaba silamientos, los degollamientos y los ahorcamientos eran
al mostrador y preparaba la orden, sin dejar de atender moneda corriente en aquellos días. Es un grave error ana-
la conversación de los hombres en el mostrador. Cuenta lizar los episodios en cuestión en una clave humanitaria,
también que, por casualidad, providencia, sentido tem- teñida por nuestros actuales conceptos de sentido del bien
poral del relato o vaya a saber por qué, volvió a sonar el y amor al prójimo. Como sea, en el caso de la muerte
celular del bebedor joven. Cuando su interlocutor proce- de Juan Lavalle todo esto se maximiza, se distorsiona, se
dió a atender la llamada, el viejo aprovechó para realizar vuelve caótico; una mezcla de carnaval con Maupassant,
un nuevo viaje al baño. Cuenta Luisito Ruiz que suspi- una comedia del arte actuada por caníbales o, como es-
ró aliviado, liberando la tensión que lo había absorbido cribí alguna vez, un acto fúnebre escenificado en la carpa
en menos de dos minutos. Entregó la orden en la mesa de un circo.
del fondo, acomodó dos sillas en el camino de regreso Luisito Ruiz asegura que, en este punto del relato, los
al mostrador e, incluso, tuvo tiempo de abrir el freezer ojos del viejo habían adquirido un extraño brillo, un
—que el vasco Irazábal había comprado recientemente y brillo que él, Luisito Ruiz, como quedó dicho, hombre
colocado entre el mostrador y la pared del fondo—, y, metódico y formado en las ciencias exactas, no logra pre-
por insistencia de su dueño, insistencia que demostraba cisar. Al principio pensó que se trataba de los efectos de
una marcada desconfianza en todos los electrodomésticos la grapamiel, pero rechazó la hipótesis por considerarla
comprados en época de ofertas, revisó que el proceso de demasiado elemental. Era como si detrás de los ojos el
congelamiento funcionara correctamente. Luego, volvió viejo tuviera dos bujías que ardieran, pero no con una lla-
a ocupar su posición tras el mostrador y esperó el regreso ma que se desparramara por el espacio, sino con un fuego
del viejo. El bebedor joven, por su parte, había colocado controlado, como esculpido, dice.

~128~ ~129~
El viejo había terminado su ración de grapamiel, pero pués, cerca de la medianoche, se acuesta. Duerme varias
no volvió a pedir la vuelta. Durante unos segundos, con- horas de un tirón hasta que lo despiertan unos disparos en
templó el vaso vacío sobre el mostrador. Luego volvió a ha- el frente de la casa. Se levanta aturdido por el sueño y la
blar. Ahora es cuando vuelve a entrar en escena el mulato fiebre y observa, por la pequeña ventana del cuarto, unas
Juan Álzaga, dijo. Habrás leído, supongo, que, tras la ba- sombras que cruzan el patio. Carga el arma y abre la puer-
talla de Famaillá, Juan Lavalle enfermó. El término es algo ta. Un disparo le da en un brazo y otro en la garganta. Cae
impreciso para definir el verdadero estado del general. Al- sobre la cama ya muerto. Dicen que el soldado federal que
gunos dicen que su probada valentía, su actitud guerrera, lo mató no supo que había acabado con la vida de Juan
sus dotes de estratega y su odio sostenido a Juan Manuel Lavalle, sino que creyó disparar sobre uno de los criados
de Rosas colapsaron con el poderío de Manuel de Oribe y del dueño de casa, el verdadero objetivo de la refriega.
la sucesión de derrotas a que este lo sometió. Otros leen la El viejo se quitó los lentes, pero el bebedor joven no le
muerte de Juan Lavalle como un suicidio, un final busca- dio tiempo a restregarse los ojos. No entiendo, dijo. ¿Es-
do por un militar con un honor de hierro pero incapaz de taba Juan Álzaga junto a Lavalle? ¿Cómo escapó?, cuenta
llevarse un arma a la boca y volarse los sesos. La cuestión Luisito Ruiz que preguntó con la voz ligeramente desen-
es que en la huida hacia el norte, con Oribe siguiéndole el cajada. El viejo, en cambio, mantuvo su monótono tim-
rastro, Juan Lavalle y un centenar de soldados llegaron a bre para responderle.
Jujuy. Como bien adivinaste, aunque, para ser justo con Juan Álzaga llega al rato, como parte de una patrulla en-
tu atención y tu tiempo, más que adivinar supongo que viada a relevar a la escolta de Lavalle. Cuando acceden a la
ya lo debés saber, nuestro hombre, el hijo ilegítimo de don casa, entre el tendal de cadáveres, encuentran el de Lavalle
Martín de Álzaga, antiguo soldado de Fructuoso Rivera, y, lejos de tributarle los honores del caso, derramar una lá-
diestro lanceador y mejor tirador, integra el grupo. Lavalle grima por el coloso abatido o, lisa y llanamente, maldecir
deja a la tropa asentada a la salida de la ciudad, forma una a los federales que lo ultimaron, optan por un gesto más
pequeña escolta y se dirige a la casa de un conocido para pragmático: lo envuelven en una sábana y lo cargan sobre
pasar la noche. Hace rato que viene escupiendo sangre y uno de los caballos.
la palidez del rostro, si bien ya no preocupa a sus hom- Luisito Ruiz cuenta que el rostro del bebedor joven ha-
bres, porque la vienen contemplando desde varias semanas bía ido cambiando mientras el viejo desgranaba la última
atrás, se ha intensificado hasta volverse de un blanco casi parte del relato. Al narrador tampoco le pasó desapercibi-
inmaculado. En Jujuy, Lavalle cena en silencio a la fúnebre da aquella reacción. ¿Te extrañás por lo que cuento? ¿No
luz de un candelabro. Frente a él, su huésped desgrana un encaja lo que estás escuchando con lo que leíste?, preguntó
discurso contra Rosas en el que lo equipara a un monstruo el viejo. Y dice Luisito Ruiz que el otro se apresuró a negar
del Apocalipsis, un monstruo que sube de la tierra con dos con un gesto que restablecía el nerviosismo que demostra-
cuernos de cordero y voz de dragón. Juan Lavalle asiente ra al llegar al bar. No es eso. Sigo sin entender el papel que
en silencio y traga otro bocado de carne de oveja. Des- juega Juan Álzaga en todo esto, respondió, según Luisito

~130~ ~131~
Ruiz, gesticulando demasiado, como si su duda fuera a Fue entonces, siguió el viejo, cuando uno de los oficiales
molestar de tal forma al viejo que este, indefectiblemente, de Lavalle propuso llevar el cadáver hacia el norte y darle
no fuera a hablar más. El otro, por el contrario, volvió a sepultura lejos de allí. Observó a la tropa disminuida y
sonreír con aquella sonrisa ambigua que tanto podía tras- eligió a nueve hombres entre los que parecían contar con
lucir desprecio como auténtica simpatía. mejores condiciones para cabalgar durante varias horas.
Cuando los soldados que llevan el cadáver de Lavalle se Al resto los licenció o les ordenó que volvieran a sus pue-
encuentran con el resto de la tropa, dijo, tras alguna frase blos o que se escondieran en los montes. Luego, llevando
solemne y algún juramento apagado, reina la confusión. él mismo al caballo que cargaba el cadáver de tiro, em-
Muchos hombres estaban desnutridos, algunos apenas po- prendió el viaje hacia el norte seguido por los nueve sol-
dían permanecer en pie debido al sueño y al rigor de aquella dados. Como ya lo estás barruntando, en el grupo va Juan
campaña desastrosa; unos pocos, nomás, evidenciaban cier- Álzaga, afrontando aquella misión con el mismo ímpetu
to espíritu de lucha. Y fue entre ellos donde se encendió la que demostró en Quebracho Herrado y, diez años atrás, al
voz de alarma. Su muerte no les preocupaba, porque ya se ensartar indios con la lanza en Salsipuedes; contemplan-
sentían muertos desde varias semanas atrás; si alguien los do, con cierto desprecio, a los famélicos compañeros de
había mantenido con vida, era aquel cadáver envuelto en marcha y avizorando, en la mancha gigantesca en que se
una sábana, cuya sangre había formado una costra roja y ha convertido la mortaja de Juan Lavalle, la misma señal
dura sobre la tela. Sabían aquellos hombres que, desde la que observó ante el cadáver colgante de Martín de Álzaga.
época de Cartago hasta ahora, nada desmoraliza más a un Muerte. La única y contundente verdad en la existencia
soldado que la visión del comandante muerto. Pero tam- de los hombres; el fuego divino al que son empujados
bién, y esto creo que es anterior a Cartago, no hay mejor los ricos y los pobres, los poderosos y los mendicantes,
trofeo para el enemigo que la cabeza del principal contrin- los hermosos y los feos, los triunfantes y los derrotados.
cante. Estaba claro para ellos que a Lavalle lo habían matado Muerte, muerte y más muerte.
por error, pero, cuando corriera la voz de su muerte, hordas Cuenta Luisito Ruiz que el bebedor joven se aclaró la
de federales llegarían a Jujuy y revolverían cielo y tierra has- garganta como para hablar, pero que abortó la intención
ta dar con sus despojos. Entre ellos, te imaginarás, el más en el acto. El viejo lo ignoró.
interesado era nuestro expresidente don Manuel Oribe, que Al llegar a los alrededores de Tilcara, dijo, la comitiva
había enfrentado a Lavalle en varias contiendas y que no se con los restos de Lavalle debió desviarse hacia el oeste,
sentiría plenamente realizado mientras no pudiera enviarle, pues conocieron, por boca de un baquiano, que una tro-
con alguna frase de ocasión, la cabeza del general unitario al pa federal se había hecho fuerte en las poblaciones. Les
mismísimo Juan Manuel de Rosas. Sirva, compañero. llevó casi un día alcanzar la Quebrada de Humahuaca,
Luisito Ruiz dice que cumplió la orden del viejo y que un día particularmente penoso, no solo por el cansancio
estuvo tentado a servirse una copa para combatir la expec- de los hombres y los caballos, sino también por el pro-
tativa que había generado el relato. blema del calor. El sol, al dar de lleno sobre el grupo que

~132~ ~133~
marchaba, además de volver dificultosa la peregrinación, en un retazo de tela que extrajo de entre los aperos. Lue-
contribuyó a acelerar la descomposición del cadáver de go, enterró la carne descompuesta, lavó la mortaja en las
Lavalle. Cuando acamparon junto al arroyo Huacalera, aguas del arroyo y envolvió con ella el puñado de huesos
el hedor era insoportable, tanto que los caballos comen- en que se había convertido el otrora esbelto cuerpo del
zaron a patearse entre ellos y a mostrarse ariscos con sus general Juan Lavalle. Con el paquete en la mano, avan-
jinetes. La mayoría de los soldados sugirió enterrar los zó hacia el resto de la tropa y procedió a entregárselo al
restos de Lavalle junto al arroyo, marcando con una cruz oficial a cargo, que, a esta altura, estaba poseído por una
de palos el sitio donde descansaría para la eternidad el mezcla de miedo, vergüenza y genuina locura.
general caído. Pero el oficial a cargo se negó. Insistió en Es verdaderamente estremecedor, dijo el bebedor joven,
que debían llegar a Bolivia y entregarlo a las autoridades encandilado, según Luisito Ruiz, por aquella frase que
eclesiásticas. De los soldados, solo Juan Álzaga secundó apenas describía la acción narrada, pero que, en su misma
la opinión del oficial y fue él, también, quien propuso la generalidad, abarcaba un universo de sensaciones donde el
solución. No hubo votación ni honores militares, mucho propio hecho se desvanecía. Luisito Ruiz dice que volvió a
menos religiosos. Juan Álzaga desmontó el cadáver de La- llenar los vasos por determinación propia. “Para cortar la
valle, abrió la mortaja y, ante los rostros azorados de los tensión”, asegura que dijo, y que, al terminar de vocalizar,
otros, desenvolvió los restos. Luego, tomó el facón y pro- cayó en la cuenta de que se podía haber entendido “Para
cedió a descarnar al cadáver, apilando los huesos que iban cortar la atención”. El viejo sonrió y movió la cabeza len-
quedando limpios sobre un costado y la carne putrefacta tamente, en señal de aprobación. El otro, en cambio, no
por otro lado. Hasta el oficial al mando tuvo que retirar dejó que la grapamiel calmara el último vaivén en el vaso
la vista ante tamaño espectáculo. Varios de los soldados cuando la acabó de un solo trago. Luisito Ruiz no puede
vomitaron; uno, incluso, se desmayó. asegurarlo pero tiene la sospecha que el paso del tiempo
Asegura Luisito Ruiz que el bebedor joven lo miró en un ha convertido en una duda más en la reconstrucción del
intento de compartir con él, con Luisito Ruiz, el malestar episodio, de que el bebedor joven temblaba sutilmente.
que sentía ante los detalles que contaba el viejo. Luisito Sospecha también, duda ahora, que el viejo era consciente
Ruiz cuenta que le devolvió una mirada cargada de indi- de aquel imperceptible movimiento en los músculos de su
ferencia, una mirada que ocultaba el propio asco que le interlocutor. Siguió hablando.
despertaba la detallada narración y que pretendía mostrar, El destino de los hombres que llevaron los despojos de
en realidad, la intención de seguir escuchando aquello. El Lavalle hacia Bolivia se nos ha perdido, y, justo es decirlo,
viejo ignoró el cruce de miradas y, tras un breve trago de solo nos interesa el de Juan Álzaga. Aun así, seguir su de-
grapamiel, retomó la historia. rrotero inmediatamente posterior a la llegada a Potosí es
Descarnado el cadáver, dijo, Juan Álzaga procedió a se- muy difícil, por la ausencia de cualquier tipo de registro
parar la cabeza de la osamenta y, con el cuidado de un documentado. La hipótesis más firme, quizás la única que
coleccionista ante la mejor pieza de su tesoro, la envolvió tenemos sobre aquel período de su vida, es que, desde Bo-

~134~ ~135~
livia, vuelve a Uruguay atravesando Paraguay. La determi- país, presidía el fundador de Partido Nacional, don Ma-
nación de no volver a pisar suelo argentino es la misma que nuel Oribe. En medio de ambos, una difusa no man’s land
lo lleva a buscar su regreso al ejército de Fructuoso Rivera. donde crecen abrojos, se oxidan esquirlas de balas y se
En mi tesis, el fracaso de la campaña unitaria, los centena- pisotean los pedazos de una Constitución jurada unos
res de cadáveres que lo habían acompañado durante aquel años atrás pero prostituida por una horda de hombrecitos
tiempo y su propia supervivencia en una época en la que hambrientos de poder.
lo más común era caer en el campo de batalla convirtieron Luisito Ruiz dice que, para ejemplificar lo que acababa
a Juan Álzaga en una suerte de autómata, un ser gris y de decir, el viejo levantó en el aire su vaso y lo volvió a
sin alma que había asimilado a la muerte como estandarte colocar sobre la mesa, alejado de la mancha de humedad
particular. Que quede claro: aún no se ha convertido en el que el continuo movimiento había generado. Acá el Go-
Despenador, pero su baño de sangre en las contiendas y bierno de la Defensa, dijo, impartiendo justicia y propug-
fuera de ellas ha forjado su espíritu para serlo. nando leyes para los doctores, los inmigrantes de alcurnia
Cuenta Luisito Ruiz que el bebedor joven, cuyo rostro y los comerciantes establecidos en la ciudad amurallada.
había adoptado una serie de máscaras cambiantes para Luego, el viejo tomó el vaso del bebedor joven, lo alzó y lo
evidenciar los sentimientos que despertaban en él las pa- colocó frente al otro, dejándolo también fuera de la man-
labras del viejo y que, en distintos momentos de la tarde, cha de humedad. Y aquí el Gobierno del Cerrito. Con
pareció a punto de saltar sobre el otro para golpearlo o, Manuel Oribe gobernando para el resto del país; hectá-
eventualmente, abrazarlo, lanzó de pronto un suspiro tan reas y más hectáreas que aún no habían sido alambradas
fuerte que, en la mesa del fondo, la pareja se volvió con y donde un pálido campesinado comenzaba a forjar sus
esa mirada poco disimulada del que observa un accidente sueños de grandeza con unas vaquitas.
en la ruta desde el interior de un coche que circula. El Cuenta Luisito Ruiz que fue ahora el bebedor joven
viejo retomó el relato en el estertor del suspiro del otro. quien se restregó los ojos. ¿Dónde entra Juan Álzaga en
La primera víctima del Despenador, dijo, se pierde en este cuadro?, preguntó.
la inexistente pero evidente crónica roja de un país divi- Juan Álzaga retoma su lugar en la obra al aparecer la
dido por dos gobiernos, un reino para dos reyes déspotas primera víctima del Despenador, dijo el viejo. En enero
y salvajes, las dos caras de una moneda forjada en la de- de 1844, un soldado del Cerrito fue hallado muerto en las
mocracia pero teñida en la tiranía. Estoy hablando, por cercanías de Montevideo. Aquella muerte no causa alarma
si no te diste cuenta, de lo que te enseñaron en el liceo por su propia concreción, pues al fin y al cabo aún esta-
como el Sitio Grande o, para ilustrarlo torpemente, como mos en guerra, sino por el extraño detalle de que al sujeto
buen profesor de Secundaria, del Gobierno de la Defen- le falta el corazón. Alguien le abrió el pecho y le arrancó
sa y el Gobierno del Cerrito. En la ciudad amurallada, de cuajo su órgano más preciado. La noticia corrió a lo
fundada por el bueno de Zabala, gobernaba don Joaquín largo de Montevideo y aledaños; algunos dijeron que se
Suárez, hombre apacible y buen cristiano; en el resto del trataba de la obra de un desconocido animal cimarrón y

~136~ ~137~
otros hablaron de una manifestación de Belcebú. Para un ¿Está Marinelli haciéndote señas por la ventana? ¿Es
bando, Belcebú no era otro que Manuel Oribe, al que, todo esto una trampa? ¿Es nuestro cantinero parte del
simulados en su ordenado peinado, se le adivinaban los complot? ¿Me trajiste a este bar para cebarme con grapa-
cuernos y también, cuando lo usaba, el azufre bajo el pon- miel y burlarte de mis conocimientos?, dijo.
cho. Para la otra facción, Belcebú no era Joaquín Suárez El bebedor joven se apresuró a negar y el viejo no le dio
quien, en aquella limitada iconografía infernal, ocupaba sosiego.
el lugar de alguna de las bestias menores del Apocalipsis Si has accedido a las catacumbas del reino del saber,
o, quizás, de un monstruo ni siquiera imaginado por San dijo, del saber con mayúsculas, debés respetar sus leyes
Juan; para los campesinos que oraban en silencio al caer la internas. No podés preguntarme muy campante por qué
noche, que dejaban las alpargatas en cruz al acostarse para mató Juan Álzaga a aquel soldado como quien pregunta
espantar almas en pena y que se persignaban al ver una qué hora es.
lechuza en la cumbrera del rancho, para ellos, Belcebú no Cuenta Luisito Ruiz que las orejas del bebedor joven
era otro que Fructuoso Rivera. Para los partidarios del go- cambiaron de color, adquiriendo de pronto un tono ro-
bierno del Cerrito, el descorazonamiento de aquel solda- jizo, casi violeta. Cuenta también que nunca, como en
do, si me permitís el término, no podía ser otra cosa que aquel momento de la tarde, se le había hecho tan palpable
la obra del mismísimo Rivera. Con aquel gesto, don Fru- la posibilidad de que el viejo interrumpiera el relato para
tos le enviaba un mensaje a su archienemigo: un gobierno siempre.
liderado por Oribe no es otra cosa que la gestión de un Entiéndame, Hércules, dice Luisito Ruiz que dijo el
hombre muerto, ergo, este cadáver sin corazón representa bebedor joven mientras las orejas volvían, lentamente, a
por sí mismo la gestión del caudillo blanco. Como verás, adquirir el color original, pero es que lo que cuenta me ha
la contundencia de los símbolos trasciende las épocas más tenido atrapado desde hace rato largo y, sinceramente, no
oscuras y las mentalidades más estrechas. logro medir mi expectación.
Cuenta Luisito Ruiz que el bebedor joven asintió y que, El viejo, sostiene Luisito Ruiz, forzó algo parecido a una
al hacerlo, pareció recuperar la calma con que había segui- sonrisa. Adelante, dijo. La condescendencia no te hace
do el relato. ¿Por qué mató Juan Álzaga a aquel soldado?, libre, pero te vuelve indefenso. Esa máxima, supongo, la
preguntó. debés haber aprendido en alguna clase de Marinelli. No
El viejo sonrió y se volvió hacia la puerta; dio un paso te cuestiono, entendeme, pero que quede claro que, para
hacia el centro de la estancia y contempló la calle tranqui- enfrentar ciertas verdades, no se puede ser débil ni evi-
la, el puesto de diarios en la esquina de enfrente y, supone denciar fragilidad. En muchos casos, ni siquiera valen el
Luisito Ruiz, el muro semiderruido en el que alguien, re- pudor y el respeto.
cientemente, había escrito el nombre Laura con pintura Cuenta Luisito Ruiz que un prolongado silencio siguió
roja. Luego, respondió a la pregunta de su interlocutor a las palabras del viejo. Desde el fondo de la estancia, lle-
con una propia tanda de interrogantes. gó la risa equina del tipo que bebía el capuchino frente a

~138~ ~139~
la mujer. Él mismo, Luisito Ruiz, asegura que dirigió su batallas y que, cuando lo hacían, escapaban sin un rasgu-
mirada hacia el extremo inferior de la barra, en un intento ño entre la turbamulta. Fue en aquel momento, cuando
por evadir la sensación de incomodidad que flotaba en el miedo y la vergüenza cundieron entre los soldados de
el ambiente. La pausa fue tan extensa que descubrió el ambos bandos, que se empezó a hablar del Despenador.
armazón de un viejo televisor que el vasco Irazábal había El mote, seguramente, se lo puso algún doctor del Gobier-
colocado debajo del mostrador y en el que no había re- no de la Defensa, uno de esos leguleyos que acariciaban
parado desde que comenzara a atender el Orión. Y, como sus propios sueños de poder en tiempos de conflicto, un
si aquella tensión no hubiera existido o, simplemente, se antecesor inmediato de esta clase política que tenemos y
hubiera evaporado en solo un par de segundos, el viejo padecemos por seña y gracia de la democracia.
retomó el relato tras acabar la grapamiel. Cuenta Luisito Ruiz que el bebedor joven estuvo a pun-
Al primer cadáver no demoró en seguirle un segundo, to de decir algo, pero que se contuvo. El gesto pasó des-
dijo. Y un tercero. Y un cuarto. El patrón era el mismo: apercibido para el viejo, que, tras indicarle que volviera a
soldados del Cerrito asesinados con una certera cuchilla- llenar los vasos, siguió hablando.
da que les abría el pecho como quien rasga un papel. A Se empezó a hablar del Despenador como quien refiere
todos, claro está, les faltaba el corazón. Los muertos eran la leyenda del lobizón, la aparición de una luz mala en
hombres que circulaban solos, a caballo, centinelas de la un paraje o el rastro de Santos Vega. Un autor anónimo
guardia de Oribe establecidos cerca de la ciudad amura- escribió el Cielito del Despenador, una composición que
llada. En ningún caso se encontraron señales de lucha. El entonaban los cantores de la Defensa y que constituyó
asesino parecía haberse materializado frente a ellos, de gol- un temprano hit del cancionero nacional. Decía más o
pe, y ejecutado su tarea con una rapidez y una precisión menos así...
que turbaba a quienes, más tarde, debían enfrentarse a los Cuenta Lusito Ruiz que el viejo bebió un trago de gra-
cadáveres. Cuando apareció el quinto difunto, el presiden- pamiel, se aclaró la voz y, utilizando alguna palma ocasio-
te Joaquín Suárez decidió reunirse con su par Oribe para nal para marcar el ritmo, cantó:
conferenciar sobre aquel fenómeno y eximir de cualquier
responsabilidad a su ejército. Suárez se comprometió a re- Cielito, cielo que sí,
forzar la guardia y a realizar batidas en las cercanías de cielo del Despenador
las murallas para encontrar al culpable. Oribe, por su par- que no lo chuza la lanza,
te, estableció una recompensa para quien cazara a aquella la bola o el maniador.
bestia cuya obra estaba comenzando a desmoralizar a una
parte de la tropa y a hacer que el resto se cuestionara si va- Cielito, cielo que no,
lía la pena seguir enfrascados en aquella contienda eterna, de Oribe la rendición,
una campaña prolongada por el orgullo y el ansia de poder pa’ quitar penas a tajos
de sujetos que, generalmente, no se veían envueltos en las solo hace falta el facón.

~140~ ~141~
Cielito, cielo que sí, Vieja, era una especie de grafiti que decía: “El Despena-
si hay cielo pa’l luchador dor limpia con sangre lo que el Gobierno enchastra con
que guarde lugar San Pedro leyes”. Una mujer sostenía haber sido embarazada por el
pa’l bravo Despenador. Despenador y se hablaba de su inminente alumbramien-
to como de la llegada del Anticristo. Se llegó a decir que
Cielito, cielo que no, el escritor Wilkie Collins, por aquellos tiempos joven
de Oribe la rendición, empleado en una firma de té inglesa, aprovechó un viaje
divisa del hombre muerto, comercial al Río de la Plata para arribar a Montevideo y
sin patria ni corazón. seguir de cerca el caso. La llegada de su barco coincidió
con el establecimiento de la flota del almirante Brown
Luisito Ruiz cuenta que, cuando el viejo comenzó a en el puerto de Montevideo, por lo que Collins debió
cantar, la pareja de los capuchinos se volvió hacia los tres desembarcar en Buenos Aires y cruzar a la ciudad del Des-
hombres con una mirada que mutó de gracia en extraña- penador vía el río Uruguay. Se habla también, aunque acá
miento, pasando por algo que, siempre siguiendo a Lui- las fuentes se oscurecen y la ausencia de registro en algún
sito Ruiz, puede definirse como vergüenza ajena, aunque, diario personal o en sus posteriores memorias nos hace
es consciente, este sentimiento es difícil de captar y de dudar al respecto, de que unos bandidos asaltaron a Wil-
precisar en la particular configuración de un rostro. El kie Collins al desembarcar en la costa uruguaya y de que
viejo ignoró todas aquellas reacciones y, tras aclararse la el pobre aspirante a escritor, enfurecido o desilusionado,
voz, que, durante su canto, se había contagiado de una regresó a Buenos Aires y posteriormente a Inglaterra, sin
débil ronquera, retomó su monólogo. haber llegado nunca a Montevideo.
Como Jack el Destripador, el Petiso Orejudo o Pablo Cuenta Luisito Ruiz que el rostro del bebedor joven,
Goncálvez, dijo, la obra del Despenador generó un aba- en este punto del relato, había adquirido una dureza de
nico de reacciones en eso que los estadígrafos y la prensa mármol; solo sus ojos revelaban vida; solo en ellos podía
llaman opinión pública y que se compone, en realidad, de constatarse que la atención seguía ardiendo.
una serie de mentalidades tan diversas como cambiantes, Juan Álzaga, el Despenador, dijo el viejo, el autor de
y, por eso mismo, imposible de reducir a un número, una aquellos crímenes tan horribles en su ejecución como si-
gráfica o un concepto generalizado. El propio Cielito del métricos en su constitución y de aparente vacío en sus
Despenador es una muestra de lo que te digo. Por más propósitos, también se forjó su Némesis, el puño desti-
que Joaquín Suárez se empeñara en prohibir la tonada nado a asestarle la estocada final y retribuir la justicia.
y en castigar a los eventuales cantores, otras reacciones La Némesis del Despenador no tenía un rostro agraciado
afines al asesino comenzaron a extenderse dentro de la ni alas en la espalda, como la diosa original, ni, mucho
ciudad amurallada. Una de las más notorias, que hasta los menos, un sentido particularmente claro de la justicia re-
años cincuenta aún podía leerse en un muro de la Ciudad tributiva o del castigo a la desmesura. Se llamaba Tadeo

~142~ ~143~
Cruz y supo ser teniente de Fructuoso Rivera en la Ba- ría. Yo tiendo a suponer que, al arrancarle el corazón, no
talla de Carpintería. Una bala le destrozó un brazo, por estaba pensando en una seña particular para rubricar su
lo que, licenciado del ejército y con una suerte de jubila- obra, sino que se dejó llevar por un resabio primitivo de
ción de por vida, firmada por el mismísimo caudillo, vivía bestia salvaje, una evolución natural de la animalización
sus últimos años en una modesta casa cercana al puerto. que venía sufriendo desde que contempló el cadáver de su
Tadeo Cruz solía caminar por la rambla, adivinando en padre, colgado durante tres días en una plaza pública.
las aguas revueltas la forma de inconmensurables batallas Luisito Ruiz asegura que, tras la pausa del viejo para
marinas, conflictos gloriosos en los que nunca participa- beber un nuevo trago, observó el rostro del bebedor jo-
ría, pero en los que le hubiera gustado lucirse. La ausen- ven esperando, como lo había hecho antes, a que reali-
cia del brazo derecho, una tos convulsa que los vientos zara las preguntas de rigor, las preguntas que él mismo,
costeros intensificaban y la omnipresente cercanía de la Luisito Ruiz, le gustaría efectuar. El viejo depositó el vaso
muerte como manto definitivo para una vida que sentía sobre el mostrador, paladeó el trago con lentitud y volvió
breve y no demasiado heroica habían hecho del antiguo a acomodarse los lentes, que se deslizaban sobre su nariz.
teniente Cruz un hombre amargado. Solía hablar con su Pareció atisbar, él mismo, el silencio del otro y, ante su
vecino, el soldado Juan Álzaga, sobre estrategia militar, aparente solidez, cuenta Luisito Ruiz que afrontó el tra-
las campañas de Napoleón Bonaparte y la marina inglesa. mo final de su relato.
Juan Álzaga, no sé si te lo conté, formaba parte del ejér- Mas nadie se crea ofendido; pues a ninguno incomodo;
cito estable del Gobierno de la Defensa. Desde el estable- y si canto de este modo por encontrarlo oportuno, no
cimiento del Sitio Grande, había participado en alguna es para mal de ninguno, sino para bien de todos, dijo.
escaramuza contra los batallones que Manuel Oribe des- Como te decía, la aparente ausencia de motivos de Juan
plazaba por las cercanías de Montevideo, pero, la mayor Álzaga para arrancarle el corazón a su primera víctima es
parte del tiempo, la pasaba patrullando las murallas de la la misma que lo llevó a repetir el gesto con los siguientes
ciudad. Sus incursiones solitarias a tierra enemiga comen- cadáveres. Hace muchos años, un criminalista argentino
zaron de forma anodina, casi sin pensarlo. La elección de sostuvo que el Despenador se comía el corazón de sus víc-
su primera víctima obedeció a un acto repentino más que timas. Hablaba, este hombre, de una variante particular
al plan meticuloso de un homicida. Era la última hora de de la licantropía mezclada con una ancestral costumbre
la tarde, y por alguna razón había demorado su regreso a indígena. Su tesis lo llevó a dar varias conferencias y a
la ciudad fortificada, cuando vio venir a un jinete a paso publicar un simpático folleto con más supuestos que he-
lento. El color de su casaca le reveló que se trataba de un chos probados. Otros investigadores han visto en la obra
enemigo. En silencio, desenvainó el facón caronero que del Despenador una manifestación de ciertos ritos africa-
solía llevar como adminículo extra a su uniforme y, oculto nos, particularmente el ritual de purificación de los kisisi.
tras unos matorrales, esperó el paso del soldado. El gesto El estudioso de la religión Antonio Palcinini compara al
fue tan sorpresivo que el otro no se dio cuenta de que mo- Despenador con el general turco Sirin Orhan, que, en las

~144~ ~145~
postrimerías del siglo dieciséis, se comió los hígados de verdad se le hizo tan evidente como el vacío que llevaba
dos prisioneros políticos. Pero basta de teoría; es hora de desde hacía años junto al cuerpo, Cruz supo que había
que vuelva mis pasos hacia el viejo teniente Tadeo Cruz sido llamado a cumplir una misión suprema. La juven-
y te cuente de qué forma descubrió y enfrentó al Despe- tud perdida, la gloria que nunca llegara y la vejez que lo
nador. No vayas a creer que todo fue el resultado de una cercaba como el viento a los arbolitos de Joaquín Suárez,
sesuda investigación del antiguo oficial de Rivera ni de entendió Cruz, habían sido desvíos en el destino que le
un proceso deductivo digno de la novela policial ingle- estaba reservado. Solo matando al Despenador elevaría su
sa. La verdad le llegó por simple y pura casualidad. La pellejo del ostracismo y la miseria, solo así, pensó, alcan-
tos, la vejez o la costumbre adquirida durante sus años zaría un estado superior de dignidad y respeto ante sus
en los campamentos militares hacían que el viejo Cruz semejantes. Con mucho cuidado, volvió a su casa y esperó
se levantara muy temprano. Muchas veces, si el clima era la claridad del día, que llegó con la noticia de un nuevo
propicio, recorría las solitarias calles de la ciudad colonial cadáver, el decimosegundo, hallado en las cercanías de la
con paso cansino e indiferente, observando las sombras muralla oeste. Como el Despenador, aparentemente, ata-
que la luna proyectaba sobre las blancas paredes y auxi- caba de noche, Tadeo Cruz se propuso no perderle pisada
liándose con un bastón que le permitía, además de un a su vecino, seguirlo a sol y a sombra, particularmente a la
paso seguro, defenderse de algún perro traicionero que sombra, teniendo el recaudo de ser muy precavido. Sabía
acechara en un portal. Si hacía frío, lo que ocurrió el día que, para verlo obrar y enfrentarlo, debería sumergirse en
que supo que Juan Álzaga y el Despenador eran la misma tierra enemiga, una tierra peligrosa donde el Despenador
persona, Cruz encendía un brasero en su cuarto y tomaba parecía moverse como un fantasma; de otra forma no se
mate en silencio, escuchando cómo el viento se ensañaba explicaba que los soldados del Cerrito, que desde el inicio
con los pequeños árboles que el mismísimo Joaquín Suá- de la secuencia de crímenes habían estrechado los cuida-
rez había hecho plantar en la costanera. La mañana que dos, siguieran cayendo como moscas entre sus garras. A
te digo, Cruz descubrió que su provisión de leña estaba a partir del día que descubrió la verdad, Tadeo Cruz dedicó
punto de desaparecer, y decidió cruzar la calle para pedirle todas sus horas al Despenador. Cada noche, abandonaba
un poco al soldado Juan Álzaga, al que sabía madrugador en silencio su casa y seguía los pasos de Juan Álzaga hacia
por razones de trabajo. Llegado ante la casa de su vecino, el destacamento de la guardia militar; escondido en sitios
la luz de un candil que se escapaba por la ventana del incómodos, con una visión fragmentada, particularmente
fondo lo motivó a dirigirse hacia allí para darle el saludo cuidadoso en no ser descubierto. Álzaga realizaba su tra-
sin tener que golpear las manos en la entrada. Imaginate bajo en silencio, acataba las órdenes de su superior directo
la sorpresa del viejo Cruz cuando, al otear por la ventana, y recorría los puestos de guardia con su arma al hombro,
descubrió a Juan Álzaga manipulando un trozo de carne saludando ocasionalmente a algún camarada de servicio
dentro de un bollón. Seguramente, le llevó un momento con un gesto; no silbaba, no tarareaba ninguna tonada
descubrir que se trataba de un corazón, pero, cuando la ni hablaba consigo mismo. Durante un par de semanas,

~146~ ~147~
Tadeo Cruz espió la marcha de su vecino hasta que, una luces del alba empezaron a caer sobre los campos dormi-
noche, lo vio saltar el muro de la fortaleza y perderse en la dos, se dio cuenta de que no estaba persiguiendo a nadie.
oscuridad del campo, en territorio enemigo. Juan Álzaga, el soldado de la Defensa, su vecino de calle,
Luisito Ruiz, cuya memoria prodigiosa ha permitido el Despenador, había desaparecido. La noche lo había de-
esta reconstrucción, no logra determinar si fue en aquel vorado y con él se había llevado aquel sueño de grandeza
preciso momento del relato en que volvió a sonar el ce- para sus últimos años de vida. Cuando logró regresar a la
lular del bebedor joven. Es probable que no; es proba- ciudad amurallada, Cruz tuvo la certeza de que el Des-
ble que haya sonado un poco antes o un poco después, penador ya no volvería a atacar. Algún tiempo después,
pero no en el instante mismo en que el viejo alcanzaba cuando se asoció la desaparición del soldado Juan Álza-
aquel punto de tensión. Como sea, el bebedor joven, que ga con el fin de los crímenes del Despenador, el teniente
permanecía silencioso desde un buen rato atrás, estiró la Cruz se animó a contar su historia. El presidente Suárez lo
mano, sin quitar los ojos del viejo, tomó el celular y lo convocó a la sede de Gobierno y hablaron sobre campañas
apagó, acabando con aquel ruido molesto y anticlimático. militares y lejanas batallas marinas. Después, algún día de
El viejo, por su parte, bebió un nuevo trago, ahogó una invierno o de verano, lo mismo da, Tadeo Cruz se murió y
sonrisa y continuó. fue enterrado sin honores y sin discursos.
Cuando algún tiempo después, dijo, Tadeo Cruz recons- Cuenta Luisito Ruiz que las palabras finales del viejo se
truyó la secuencia de sucesos que conformaron aquella fundieron con su último trago de tal forma que, al presen-
noche, no supo precisar de qué forma se las ingenió para ciar el gesto, el vaso pareció absorbido por la voz, como si
avanzar entre las malezas y los yuyos sin que el otro se diera el propio objeto formara parte del discurso. Luego, se hizo
cuenta. Invocó su pasado como rastreador en las campañas el silencio; un silencio incómodo, como una nube invisible
libertadoras, pero eso había ocurrido veinte años antes; en que flotara entre los tres hombres, una nube posada sobre
los tiempos del Despenador, la visión de Cruz se había re- el mostrador, el celular apagado, las manchas de hume-
ducido sensiblemente, la ausencia de su brazo le obligaba a dad, un vaso vacío y otro a medio llenar. Cuenta Luisito
ser muy cuidadoso con las caídas, y a eso hay que sumarle Ruiz que el bebedor joven dejó salir del fondo del pecho
la contrariedad de avanzar en noche cerrada por un terre- un estertor ronco, casi un bramido, un sonido destinado
no desconocido, donde, al eventual ataque del Despena- a liberar la tensión acumulada durante el monólogo del
dor al ser descubierto, se agregaba la guardia del Cerrito, viejo. Pero no habló. Asintió levemente, sin dejar de mirar
las fieras salvajes y los peligros propios, topográficos, del al otro a los ojos, pero, según Luisito Ruiz, sin exteriorizar
terreno. Siempre al acecho, con su única mano sobre el la pregunta que lo estaba carcomiendo por dentro y que
arma, lista para aparecer y hacer fuego, avanzó Tadeo Cruz el suspiro prolongado no lograba acallar. Entonces, ante
entre malezas, chircales, montes de espinillos y talares; el su silencio, fue él mismo, Luisito Ruiz, el testigo callado,
viejo teniente vadeó un par de arroyos, se escondió de una el proveedor de la inmunda grapamiel que, sospechaba,
guardia militar que cruzó frente a él y, cuando las primeras solo sospechaba, el vasco Irazábal alargaba para mayor

~148~ ~149~
rendimiento de la botella, el hombre metódico y respetuo- Instalaciones
so, incapaz de dejarse dominar por la ira o cualquier otro
sentimiento capaz de trastocar sus costumbres sedentarias,
fue Luisito Ruiz, digo, quien, sin mirar al viejo, hizo la Para Alfredo Fressia
pregunta. “¿Y qué pasó con el Despenador?”.
El viejo, lejos de molestarse por la intromisión o de
asombrarse por el cambio de interlocutor, se quitó los len- Lo conocí en un pasillo de Ciencias de la Comunicación.
tes, se restregó los ojos y, volviéndose hacia el cantinero Al principio lo confundí con un bichicome que había
para mirarlo a la cara por primera vez en toda la tarde, le buscado cobijo ante los estragos de un junio muy frío.
respondió. Estaba recostado en el piso de baldosas, cerca de un ra-
Como todas las leyendas, dijo, su final no fue único diador, con la cabeza sobre un bolso. La campera, la ca-
sino múltiple. ¿Qué lo llevó a acuchillar a aquellos hom- misa y el pantalon eran una superposición de andrajos, el
bres para arrancarles el corazón? ¿Por qué decidió, sorpre- resultado notorio del ataque de una feroz jauría. Los pies
sivamente, dejar de matar? ¿Por qué se perdió en tierra eran dos muñones envueltos en bolsas de nailon, debajo
enemiga? Sus huesos descansan en alguna ruta musgosa de los restos de las medias se adivinaban unas extremi-
y olvidada; su carne, pasto de alimañas, abona las raíces dades laceradas, miembros que solo podían mantenerse
de algún árbol centenario. Como la vida de cada hombre, en pie por una extraordinaria fuerza de voluntad o por
o como su muerte, la existencia del Despenador es un pura inercia.
misterio pero también una certeza; la certeza de nuestra Al principio no me extrañó su presencia allí, habituado
mortalidad, de nuestra maldad y de nuestro propio y, por como estaba a las particularidades de una fauna variopin-
suerte, palpable desconocimiento. ¿Cuánto le debo? ta que solía recorrer, al igual que yo, pasillos y salones
Cuenta Luisito Ruiz que, como epílogo a las palabras de la facultad. Algunos de mis condiscípulos pasaban a
del viejo, una abrupta carcajada del sujeto en la mesa del su lado con una notable indiferencia, como si caminaran
fondo se dispersó por la estancia como un grotesco, bes- junto a un muro o a una planta pequeña. Otros, en cam-
tial, aullido de muerte. bio, se habían congregado a su alrededor y lo observaban
con atención, intercambiando alguna frase por lo bajo y
señalando, como peritos, algún detalle de la vestimenta.
Me acerqué al grupo y le pregunté a una gordita de len-
tes quién era el tipo. Me miró como seguro debió ver el
César los muros de la ciudad incendiada y me respondió:
“Damián C, el poeta visual”. Y a continuación se alejó un
par de pasos, dejándome solo con mi ignorancia. Fue al

~150~ ~151~
abrirme paso entre el escaso público cuando descubrí un perturbable y compacto que suele presenciar los estragos
pequeño cartel escrito en tinta negra y colocado sobre el de un accidente de tránsito o a los hábiles ejecutantes del
piso, por debajo del abdomen del durmiente. juego de la mosqueta. Un par de policías que recorría la
zona se detuvo a contemplar la escena con una mezcla de
Tercer mundo. Las sobras del banquete sorpresa y genuino desconocimiento del procedimiento a
seguir. Cuando el Cristo comprobó que había congrega-
*** do a una multitud bastante considerable —teniendo en
cuenta la hora y el intenso frío que venía del mar y que,
Por aquellos días, Gianni Vattimo visitó Montevideo. de seguro, sentía en sus extremidades desnudas— extrajo
Arropado por cierto sector de la intelectualidad local, el de algún sitio un cartel que exhibió ante la multitud con
pensador italiano ofreció algunas conferencias, gozó de un movimiento pausado, dándoles tiempo a todos para
las virtudes de un buen asado en el Mercado del Puerto y que lo leyeran.
paseó su anonimato, para la gran mayoría de la población,
por la rambla, cerca del Parque Rodó. En su última noche La trinidad ha sido violada
en Montevideo, cuando se retiraba al hotel luego de una El vino fue trocado por semen
larga jornada de entrevistas y reuniones académicas, un
enorme Cristo negro se le apareció delante como un fan- Justo cuando los dos policías echaban a andar hacia él
tasma. Al principio, el filósofo y sus acompañantes lo to- y Gianni Vattimo se volvía hacia sus compañeros con evi-
maron como una celebración, un ritual folklórico de este dente preocupación, Damián C se colocó el cartel debajo
pequeño país que, les habían contado, era muy proclive del brazo y se fue corriendo rumbo a la rambla.
a las bromas en la vía pública y a la alegría permanen-
te, representada por un carnaval al que definían como el ***
más largo del mundo. El Cristo que se le apareció aquella
noche al intelectual no parecía estar imbuido en los valo- Al poco tiempo de los sucesos que acabo de contar, asistí
res de hermandad y amor al prójimo, sino que mostraba a una conversación entre una compañera del grupo de
una actitud beligerante. Pasada la confusión inicial, me di Semiótica y otra estudiante que no sé a ciencia cierta qué
cuenta de que su genitive mentis colapsaba hacia la locura; estudiaba y que solía recorrer los salones en una suerte de
sus ojos estaban inyectados en sangre, diría Vattimo a uno búsqueda eterna. Fue ella quien le preguntó a mi compa-
de los periodistas que lo abordaron al otro día, poco antes ñera: “¿Vas a ir a la despedida de Damián C?”. La otra se
de que partiera hacia el aeropuerto. golpeó la frente en señal de que había olvidado el evento
La extraña irrupción del Cristo negro en medio de la y asintió con particular énfasis. ¿Vos creés que se retira de
calle iluminada acaparó de inmediato la atención de un verdad o será una performance, nomás?, le preguntó a la
público necesitado de entretenimiento, ese público im- estudiante difusa. La única forma de saberlo es estar ahí.

~152~ ~153~
Me da la impresión de que será una noche memorable. Como hacía algún tiempo escribía para La República,
Vamos a ser testigos de la verdadera muerte del arte, dijo consideraba incluir a Damián C en una nota que estaba
la otra. preparando sobre los nuevos representantes del arte urba-
Motivado por aquellas palabras, me dejé caer por el pub no. Comenzaría con la explosión posdictadura y terminaría
Ántrax, un oscuro local que, visto desde la calle, parecía con las voces de los más jóvenes; Damián C ocuparía un
un veinticuatro horas abandonado o un club político me- recuadro como una curiosidad o una extensa nota al pie.
ses después de haber perdido las elecciones el candidato. El La rubia subió a la tarima y pidió silencio. El poeta ya
interior tampoco era muy alentador. Una tenue luz blanca está aquí, dijo con una solemnidad fingida que arrancó
solo permitía adivinar las formas de las personas y del mobi- una ovación. Y luego las luces, la música y las voces se
liario. En el fondo, se ubicaba una tarima casi al ras del piso. apagaron por completo. El silencio era tal que pude es-
Cuando entré, por los parlantes sonaba Wish you were here. cuchar un ómnibus que pasaba por la avenida cercana.
Ocupé un sitio en la barra y pedí una cerveza. Atisbé Nadie hablaba; percibí la agitada respiración del barman,
entre las tinieblas y descubrí a varios compañeros de la que, al igual que yo, debía estar extrañado por aquel es-
facultad y, en una mesa cercana a la tarima, al escritor pectáculo. Pasados unos minutos, volvió la luz. La clari-
Mario Levrero conversando con el periodista Gabriel Pe- dad repentina nos descubrió a todos una trágica realidad:
veroni y el poeta Leandro Costas. Hice un saludo levan- Damián C colgaba de una piola sin que sus pies tocaran
tando el vaso, pero ninguno de los tres pareció reparar en la tarima; el desgraciado se movía en medio de los ester-
mí. Me volví hacia la derecha y entonces apareció Matías, tores de la muerte con la desesperación propia de quien
un compañero del Taller de Publicidad. Vestía una remera no puede recibir oxígeno. Hubo gritos en la multitud y,
ajustada con una imitación de lentejuelas y unos panta- muy cerca de donde me encontraba, una chica se desma-
lones Oxford. ¿Vos por acá? No te hacía en estos eventos yó en brazos de su novio. Algunos se abalanzaron para
tan posmodernos, me saludó mirando de refilón la botella prestar ayuda, pero, desde la nada, apareció un grupo de
de cerveza y el vaso solitario. Quiero escribir un artículo mujeres vestidas con túnicas blancas que formó una ce-
sobre Damián C. Hace poco que lo descubrí, dije en voz rrada coraza delante de la tarima, al tiempo que entonaba
baja. Matías me contempló con asombro y acompañó el un extraño canto y ejecutaba un baile más raro aun. Este
gesto con un movimiento de la mano destinado a aliviar hijo de puta se está matando, me dijo el barman, muy
un presunto sofocamiento. Tarde, tarde, querido. Hoy alarmado, pero sin moverse de su sitio. Yo asistía al espec-
vamos a asistir a su muerte. La muerte de la poesía, dijo. táculo en silencio, con la consternación propia del caso,
Otra vez. ¿Era mi impresión o todos los seguidores de pero intentando no hacerla demasiado evidente. Desde
Damián C lo habían convertido en una suerte de mártir? mi lugar descubrí varias cosas: que muchos de los que
No será para tanto, dije, pero Matías no me escuchó, por- estaban entre el público se reían mientras observaban al
que se abalanzó hacia una rubia que lo llamaba desde una poeta visual balancearse en el aire, que una de las mujeres
puerta pegada a la tarima que conducía a los camerinos. que custodiaban la escena era mi compañero Matías con

~154~ ~155~
una enorme peluca roja y que Mario Levrero se puso de bailable. Un excompañero aseguraba haberlo visto leer El
pie y comenzó a aplaudir. Su gesto fue imitado de inme- maestro y Margarita en el sector de ropería de una discote-
diato por el resto de los concurrentes, que, con certeza ca, mientras el resto bailaba en la pista. Nunca hablaba de
o subliminalmente, habían entendido que todo aquello otro tema que no fuera la literatura y si, por alguna razón,
era una performance. Mientras los aplausos persistían y debía participar en conversaciones sobre fútbol, televisión
Damián C continuaba bamboleándose, cada una de las o trabajo, buscaba cualquier excusa para irse. Los que co-
mujeres de la guardia, incluido Matías, extrajo un cartel nocieron su casa, su habitación, muestran asombro por
de sus vestiduras y lo colocó sobre su cabeza formando la esmerada disposición y cuidado de su biblioteca; los
una frase: centenares de libros ordenados de forma simétrica, lomo
con lomo, todos forrados de blanco. Si alguien iniciaba
La muerte es resistencia el gesto de tomar un volumen, él se encargaba de hacerlo
Pero también transformación desistir con una monserga que mezclaba conceptos como
lo efímera que podía llegar a ser una amistad, la “vida se-
Hubo gritos, silbidos de satisfacción y más aplausos. So- creta” de los libros y la propia higiene del interlocutor. No
berbio, le escuché decir a una chica que estaba a mi lado, es de sorprender que muchos de sus compañeros se fueran
mientras se quitaba los lentes para limpiarse las lágrimas. distanciando con el tiempo y le dedicaran un sentimiento
Es un genio, me dijo cuando me descubrió observándola. de pena y de vergüenza ante su actitud.
Estamos viendo la pureza misma, el silencio blanco del El verano que siguió al final de su bachillerato (opción
que tanto habló. Asentí en silencio y consulté el reloj. Derecho, aprobado con excelentes calificaciones) sor-
Sobre la tarima, Damián C seguía muriendo. prendió a todos en el barrio al acabar de manera drástica
con su amor por los libros. La mañana del dos de enero,
*** los vecinos que se despertaron con un intenso olor a papel
quemado descubrieron al hijo del escribano Casas deteni-
Había nacido en Minas y era hijo de un escribano y una do en mitad del patio, revolviendo con un palo la pira que
profesora de Idioma Español, por lo que creció rodeado formaba su enorme biblioteca. Cuentan que no se salvó
de libros. Sus compañeros del Liceo Número 1 lo recuer- ni un volumen y que fue en ese preciso momento cuando
dan como un muchacho tranquilo, de hábitos sedenta- decidió volverse ágrafo.
rios, más preocupado por charlar con los docentes en los Ignoro cómo hizo para completar el formulario de ins-
recreos que con sus condiscípulos. Siempre iba acompa- cripción en la facultad si ya no escribía, pero sospecho
ñado por un libro y aprovechaba cualquier momento para que le pidió el favor a alguien, exagerando su aire de estu-
leer: los tiempos muertos en la cantina, las horas libres por diante del interior recién llegado a la capital. En las clases
ausencia de un docente y, lo que era considerado el colmo nunca tomaba notas y seguía las palabras de los profeso-
de su afición, durante las salidas nocturnas a algún centro res con un interés fingido, como si pretendiera ganarse

~156~ ~157~
el afecto de los docentes, actitud que generaba no pocos Aquel mediodía perdido en la cronología de la gran
comentarios de burla. Una estudiante que trabajaba en ciudad, ocurrió el nacimiento editorial de Damián C, el
la biblioteca, y que fue compañera en su primer y úni- poeta visual.
co año académico, asegura que en aquel momento ya se ***
había convertido en Damián C. Cuando nos reuníamos
en el patio para tomar un mate o fumar un cigarrillo, me Pasaron dos años desde la falsa muerte de Damián C. Su
contó la bibliotecaria, Damián seguía las conversaciones nombre fue cayendo en el olvido, aunque conservaba un
con interés, pero hablaba muy poco. Cuando lo hacía, compacto grupo de seguidores. Poco después de su última
era con breves sentencias, como si fuera un oráculo o la actuación, emprendí la redacción de un artículo sobre su
mismísima Esfinge. La corregí, le dije que la Esfinge solo vida y obra que me obligó a viajar a su Minas natal y a en-
pronunciaba acertijos, no sentencias, y la bibliotecaria me trevistar a varias personas que lo conocían. El texto resul-
dijo que, muchas veces, lo que Damián hablaba era como tante me dejó muy satisfecho, pero fue rechazado, en este
una adivinanza. Muchos días después nos caía la ficha y orden, por La República, El País Cultural, El Observador,
entendíamos qué había querido decir, dijo. Brecha, Búsqueda, Posdata, Mate Amargo, La Juventud, la
Su primer poema visual fue escenificado en una de separata del Socio Espectacular y hasta por la propia revista
las entradas de Montevideo Shopping y acabó con una de mis ex compañeros de Ciencias de la Comunicación,
intervención policial y una nota bastante jocosa en que alegaron que no contenía nada de la problemática
la edición central de Telenoche 4. Damián C se aper- estudiantil y el movimiento gremial. Solo la revista Tres
sonó un mediodía en una de las rampas de acceso al se interesó por la publicación y llegamos a pautar una re-
centro comercial munido con una hoz y un martillo, unión para fijar aspectos de estilo y la forma de pago,
caracterizado —fruto de sus lecturas de Tolstoi y Turge- pero, a la semana siguiente, el medio cerró.
niev— como un mujik. Vestido de tal forma, se dedicó El propio Damián C, después de su falso ahorcamiento,
a pasearse ante la puerta automática, pero sin cruzarla, pareció desaparecer de la faz de la tierra. Nadie volvió a
generando risas y comentarios entre la gente que pasaba, verlo en su versión ciudadana ni como texto de uno de
además del hecho de que la puerta se abriera y se cerrara sus poemas. Cierto día, al poco tiempo de recibirme de
continuamente. Cerca de allí, en el sitio donde había licenciado y comenzar a trabajar como vendedor telefóni-
dejado sus alforjas, un cartel escrito con grandes letras co, me encontré con Matías, mi antiguo compañero del
en imprenta (que, al igual que los demás, debió pedirle Taller de Publicidad, y lo invité a tomar una cerveza en
a alguien que le escribiera) decía: un bar de 18. Hablamos sobre diversos temas, y cuando
mencioné a Damián C y las peripecias de aquella noche
La revolución parió monstruos lejana en que asistimos a la representación de su muerte,
El sistema los volvió templos mi excompañero sonrió y pareció sumirse en la recorda-
ción de un pasado remoto, como si hubiera presenciado

~158~ ~159~
los hechos en el marco de otra existencia. ¿Qué pasó des- ojos como un meteorito. Una poesía performativa.
pués?, le pregunté. Vos estabas ahí, hasta formaste una Una poesía sin rastros de poeta.
muralla para dejarlo morir tranquilo. Matías bebió un Cuarto: Tras la poesía visual vendrá la nada de la for-
trago largo de cerveza y volvió a sonreír. No te puedo ma. La Musa se ahogará en el silencio blanco del que
decir nada, porque nada sé. A mí me llamó Carina, la surgen todas las cosas. Después primará la técnica,
chica que lo presentó, para que ocupara el lugar de una pero, para entonces, el Arte habrá muerto.
de las sacerdotisas de Damián. Después de que acabó la Cinco: Instalaciones.
función, hubo una reunión o una fiesta, pero a mí no me
invitaron, dijo. Aquello no me ayudaba. ¿Y esa Carina ***
quién es? ¿Dónde la puedo encontrar?, le pregunté. La
vehemencia de mis preguntas sobresaltó a Matías, que me De todas las personas que entrevisté en mi viaje a Mi-
respondió sonriendo. Se casó y tiene un hijo. Vive en el nas, fue una maestra jubilada la que me contó —de for-
Prado. Dejame buscar su dirección, dijo. ma consciente o no— el auténtico germen de Damián
C. Al parecer, la maestra de sexto año les pidió un día
*** a sus alumnos, como tarea domiciliaria, la redacción de
un pequeño texto en el que contaran quién era su “máxi-
Manifiesto de la poesía visual mo ídolo, la persona a la que consideran una referencia y
Primero: La formas escritas están muertas. El verso un ejemplo de vida”. Al otro día, mientras cada alumno
está muerto. leía su texto y surgían nombres como Sylvester Stallone,
Segundo: Los Padres de la Patria suenan a sarcófa- Xuxa, Aníbal Smith y José Artigas, Damián Casas dejó
go. Herrera y Reissig es el enemigo. Juana de Ibar- caer el nombre de Abenalarif. Ante el desconcierto de sus
bourou es el enemigo. Líber Falco es el enemigo. compañeros y de la propia maestra, que me confesó que
Humberto Megget es el enemigo. Enrique Fierro es desconocía a la fecha aquel nombre, Damián les contó
el enemigo. Hugo Achugar es el enemigo. Ida Vi- que se trataba de un poeta sufí del siglo xii, nacido en
tale es el enemigo. Jorge Arbeleche es el enemigo. Almería y largo tiempo reverenciado por su obra escrita
Washington Benavides es el enemigo. Idea Vilariño y por las leyendas que se tejieron en torno a él. En 1141,
es el enemigo. Rafael Courtoisie es el enemigo. Ro- enviado por el sultán de Marrakesh en un largo viaje por
berto Echavarren es el enemigo. Roberto Appratto su reino, fue detenido por la tribu de los ulemas, acusado
es el enemigo. Miguel Ángel Olivera es el enemigo. de conspiración y asesinado en la vía pública. Al morir,
Eduardo Milán es el enemigo. Elder Silva es el ene- me dijo la maestra que leyó Damián en clase, su cuerpo se
migo. Juan Cunha es el enemigo. reprodujo en el lugar como una sucesión de hologramas
Tercero: Se impone una poesía de la forma. Una y los sicarios tuvieron la sensación de estar asesinando a
poesía repentina. Una poesía que se plante ante los una legión. Ante el silencio rotundo de la clase, el futuro

~160~ ~161~
poeta visual cerró el cuaderno, acomodó un leve doblez ***
de su túnica y tomó asiento.
La primera instalación de Damián C tuvo como escenario
*** a la plaza Independencia y fue realizada, según los apun-
tes que acompañaban a las fotos y que supuse eran de la
La mujer que me abrió la puerta con un niño en brazos propia Carina, “a través de una noche demencial, de fiebre
poco tenía que ver con aquella rubia que había presenta- y brisa oceánica”. Una madrugada de setiembre, Damián
do la muerte de Damián C, dos años atrás. El niño no de- C dispuso una enorme red de hilo transparente como si
jaba de moverse y un rastro de vómito reciente decoraba de una titánica araña se tratase. La red atravesaba la plaza
la parte superior del buzo de su madre. Era evidente que y estaba sujeta a los troncos de diversos árboles; era casi
no había llegado en el mejor momento. Entre los berridos invisible para los transeúntes. El método del que se valió
y una radio a todo volumen allá en el fondo, le expliqué a Damián para su estrambótica puesta en escena consistió
Carina quién era y las razones que me habían llevado has- en la rápida gestión de una suerte de guardia de corps
ta su casa. ¿Sos periodista?, me preguntó. Digamos que —equivalente de las sacerdotisas que velaron su muerte—,
algo así, respondí. Me invitó a pasar y, tras depositar al que, en cuestión de minutos, llevó a cabo la labor. Al otro
niño en un cuna, me guió hacia un destartalado escritorio día, varias personas al atravesar la plaza fueron atrapadas
repleto de carpetas y biblioratos. Después de buscar un por la red, lo que generó desconcierto y risas en los testi-
buen rato dio con su objetivo: un grueso álbum fotográ- gos y genuino malestar en quienes se habían convertido
fico completado de forma descuidada. Tras soplarlo para en momentáneas víctimas. Las fotos mostraban a varios
disipar el polvo acumulado lo puso en mis manos. peatones —un policía, un sujeto con pinta de ejecutivo,
Esta es la biografía artística de Damián C. Tras la poesía una anciana— en el intento por zafarse del tejido que “fue
visual, comenzó el ciclo de las instalaciones. Pero, de golpe, untado con una especie de melaza para hacer más efectiva
fueron interrumpidas. Hace seis meses que no sé nada de él, la cacería”. Según la crónica, una división de bomberos se
me dijo con la mirada perdida en los ventanales del fondo. hizo presente en el lugar y hasta el mismísimo intendente
¿Me prestás este material?, le pregunté. Mariano Arana concurrió al sitio, pero sin descender del
¿Estás loco?, me preguntó a su vez. Podés consultarlo vehículo oficial. Por último, una cuadrilla de empleados
acá, pero nada de llevártelo. municipales desmanteló la pegajosa red y el episodio se
Y, a continuación, acercó una silla al escritorio y me convirtió en una anécdota pintoresca, desmenuzada por
invitó a tomar asiento. De esa forma, entre los llantos en- los programas de televisión matutinos.
trecortados de un niño y el altísimo volumen de X FM, La segunda instalación fue realizada un par de meses des-
me enteré de cómo había sido la vida y la obra del antiguo pués y se ubicó en las cercanías del Parque Rodó. Al igual
poeta visual después de su muerte virtual. que la anterior, también fue ejecutada de noche por la mis-
teriosa guardia de corps con la estricta supervisión del poeta

~162~ ~163~
convertido en instalador. Según la crónica, “Damián C se No respondí y me volví hacia la contemplación de la
propuso trabajar la idea especular de Conrad Veremuth, tercera instalación, que, esta vez, abandonaba los exterio-
pero pasándola por el filtro de Damien Hirst”, lo que quería res y era llevada a cabo en un espacio cerrado. Simulan-
decir que el antiguo poeta visual se propuso construir una do ser un estudiante avanzado de Bellas Artes, Damián
réplica exacta de un elemento con pura materia fecal. El C había convencido a las autoridades de la Cinemateca
modelo elegido fue la estatua de Confucio que se encuentra para realizar una exposición de pinturas en el subsuelo de
en el extremo sur del Parque Rodó, muy cerca de la ram- la sala ubicada en la calle Lorenzo Carnelli. Las pinturas
bla. “Durante una cálida noche veraniega, actuando con la “eran un caballo de Troya destinado a patear el tablero del
velocidad de unos duendes encantados y portando sendas arte pictórico como mero espectáculo de observación y a
mascarillas, Damián y su grupo confeccionan un auténtico despertar el impulso auténtico del ser”, escribe la biógra-
Confucio de mierda”, dice el álbum. Las fotos eran muy fa. Damián C, junto con algún miembro de su guardia
ilustrativas y en ellas podía verse a los rápidos ayudantes ma- de corps, había decorado el ancho pasillo que conecta
niobrar enormes recipientes y darle forma al filósofo chino, la entrada del edificio con la Sala Dos y las oficinas de
ubicado frente al monumento original. Luego viene el des- los fondos con una colección de pinturas rupestres. Si-
concierto de los vecinos y los paseantes nocturnos, el olor de luetas de hombres portando armas, contornos de bestias
las heces fermentándose al creciente sol estival y una nueva antediluvianas, piedras de extrañas formas y amenazantes
cuadrilla de la Intendencia desmembrando la instalación. hachas eran algunos de los motivos representados con en-
Al llegar a este punto de la biografía artística de Damián vidiable esmero en las enormes láminas que el instalador
C, cierta sensación de desconcierto se había apoderado de y los suyos dispusieron en la galería. Durante la tarde de la
mis actos, lo que me llevó a derramar el contenido de un presentación, Damián C, “muy bien caracterizado como
lapicero que estaba sobre el escritorio. ¿Te sentís bien?, me un anciano más de los muchos que frecuentan la institu-
preguntó Carina mientras alimentaba con papilla al niño. ción”, redacta Carina, “se confundió entre los asistentes
Asentí mientras me quitaba los lentes. ¿Cuál es el objetivo que contemplaban las obras y accionó un mecanismo que
de todo esto?, le pregunté, ¿qué persigue Damián C con descubrió el contenido secreto de las pinturas. Caverní-
estas obras? ¿Cómo hay que interpretarlo? colas, piedras y hachas mutaron en imágenes de enormes
La carcajada de Carina atravesó el aire viciado de la ha- penes erectos que segregaban semen, sangre y variadas
bitación, superponiéndose a la música de la radio y pro- viscosidades”. Hubo confusión, gritos de alarma y hasta
vocando que el niño detuviera el proceso de masticación una anciana desmayada que aparecía en una de las fotos
y observara a su madre con asombro. Que ingenuidad, en un primerísimo primer plano. La secuencia fotográfi-
dijo, dedicándome una mirada que mezclaba desprecio ca mostraba, además, detalles de las obras que revolvían
con vergüenza ajena. El objetivo es el arte por el arte. La el estómago: muchos de los órganos estaban lacerados,
genuina captación de un momento estético. La respuesta ofreciendo la sensación de carne tumefacta. No hubo
definitiva a la tozudez de las palabras. ¿No lo entendés? cuadrilla municipal esta vez, pero sí la pronta gestión de

~164~ ~165~
funcionarios de la misma Cinemateca, que desmantela- que se cuentan en medio de un asado o en una ronda de
ron aquella atrocidad. amigos. Pero algo me detuvo en el sitio. La necesidad impe-
La cuarta y última instalación, tras la cual Damián C riosa de un final, el misterio eterno del ‘continuará’. Carina
desapareció, había sido ejecutada seis meses atrás y tuvo emergió de una habitación lateral y, por primera vez en la
como escenario el viaducto de la avenida Agraciada. Era tarde, la vi sonreír. ¿Te vas?, me preguntó. Le dije que sí. Te
la irrupción artística más desconcertante y la que más se dejo mi tarjeta. Si sabés algo de él, lo que sea, avisame.
apartaba de la línea anterior, si es posible señalar una con- Carina tomó el pequeño papel y lo contempló con in-
tinuidad en aquellos actos. Debajo del puente de piedra diferencia.
y metal, cerca del sitio donde se cruzan varias vías férreas,
Damián C y su grupo colocaron una inmensa esfera de ***
cemento. Las fotos mostraban el momento de la instala-
ción. En plena noche, el objeto era bajado de un camión Poco antes de ir hacia la terminal de Minas y tomar el
ante la mirada azorada de varios indigentes que detenían ómnibus que me llevaría de regreso a Montevideo, visi-
la vista “en la perfección de aquella figura que se atrevía té la casa natal de Damián C. El matrimonio Casas ha-
a desafiar el principio de líneas y rectas que rigen la geo- bía vuelto esa tarde a la ciudad, luego de un viaje a las
metría”. Ignorada por las autoridades y por el ocasional Termas del Daymán, y accedió a recibirme cuando los
público, que solía reparar en ella con la misma indiferen- llamé por teléfono desde el hotel. El escribano Casas me
cia con que se contemplan las pútridas aguas del arroyo abrió la puerta y me flanqueó el paso con una mirada de
Miguelete o los eternos rosedales del Prado, la esfera de desconcierto. En el amplio living, su esposa miraba una
cemento fue descubierta por un inspector de tránsito que telenovela brasileña. Ni siquiera se volvió cuando crucé el
lo reportó en la Intendencia y, un par de semanas después, umbral. Le expliqué al escribano cuáles eran las razones
una cuadrilla de empleados procedió a retirarla. de mi presencia allí, tratando de mostrarle mi aprecio ha-
Cuando cerré el álbum, suspiré con fuerza y me restregué cia su hijo y el modo de vida que había elegido. Aunque
los ojos. Un manto de penumbras se había colado en la el hombre asentía en silencio, parecía no entender ni una
habitación y pugnaba por llevarse los últimos restos de cla- palabra. ¿Quiere fotos? No hay, me dijo de forma cortante
ridad. Me puse de pie y contemplé la amplia estancia, pero y volviéndose hacia su esposa. ¿Quiere recuerdos fami-
no descubrí a Carina. El niño dormía en la cuna. Podría liares? Tampoco tenemos. ¿Quiere cuadernos de cuando
irme ahora y olvidar todo esto como se olvida una mala iba a la escuela? No los conservamos. ¿Quiere el acta de
película o una conversación casual, pensé. Como dato ane- nacimiento? Teresa podría buscarla.
cdótico, incluso, podría tomar el álbum bajo el brazo, cru- Negué con una sonrisa de circunstancias. La habitación,
zar la puerta, bajar por las escaleras y perderme por las calles le dije, déjeme ver su cuarto.
de la ciudad somnolienta y gris, olvidar mi intento de ‘atra- Seguí al escribano Casas por una escalera que conducía
par’ a Damián C y relegar su vida y su obra a esas vivencias al oscuro piso superior. Al ascender, la perspectiva del li-

~166~ ~167~
ving se volvió más inquietante, al revelarme las verdaderas Hace una semana, Carina me llamó por teléfono y me
proporciones de la estancia, una habitación gigantesca citó para las nueve de la noche en un bar cercano a la ram-
donde los muebles parecían modelos en miniatura. Una bla. Lo encontré, me dijo. No sonaba demasiado excitada
casa tomada por la soledad, concluí. ante la posibilidad de reencontrarse con el poeta visual
El escribano abrió una de las puertas al final de la esca- autosilenciado, por lo que traté de contener mi propio
lera y me invitó a pasar. La luz descubrió, en su más com- ímpetu ante la noticia.
pleta desnudez, la antigua habitación de Damián C. La Llegué al lugar a las nueve en punto. Carina me aguar-
cama estaba intacta, prolijamente tendida. Una mesa de daba junto a la puerta de entrada. Esta vez, su vestimenta
luz con un velador encima, un cajón repleto de calzado y la acercaba más a la que luciera aquella noche lejana en
el escritorio con la silla y la papelera al lado permanecían que Damián C escenificó su muerte que a la de ama de
en el sitio original. Nunca tocamos nada, me confirmó casa que escuchaba X FM con un niño lloroso en brazos.
Casas. Aún conservamos la esperanza de que vuelva, agre- Está adentro, me dijo a modo de saludo. Entremos, en-
gó casi en un susurro, y ahí descubrí que seguía conside- tonces, propuse. La iluminación del local era difusa y una
rando al poeta visual su verdadero hijo. música de violines sonaba muy bajo, como si la estuvieran
Al volverme hacia la derecha descubrí la enorme bi- ejecutando desde la casa de al lado o desde la despensa.
blioteca vacía. Los estantes desnudos reflejaban el aban- Cada mesa estaba alumbrada por una pequeña vela que,
dono y la aniquilación que el dueño había hecho de sus junto con el tono anaranjado de las paredes, le daba al
bienes más preciados. La madera lustrosa, mantenida ambiente un aire de inquietante atardecer, de jornada a
con esmero por sucesivas limpiezas, parecía clamar por punto de ser engullida por las penumbras. El público era
la existencia de todos aquellos volúmenes blancos que numeroso y no logré identificar a Damián C en ninguna
fueron destruidos en el patio trasero. La sensación de va- de las mesas. Sentémonos aquí, dijo Carina acomodándo-
cío era tan grande que, de pronto, me sentí perdido en la se en una silla. ¿Nos está esperando?, le pregunté. Carina
habitación, en Minas, en todo el territorio de la repúbli- no respondió. El mozo se acercó y nos entregó la carta.
ca y en el mismísimo universo. Parado allí, entendí que Miré por arriba la lista de precios, cuya grafía destacaba
Damián Casas, Damián C o como diablos se llamara a la luz de las velas como un cartel de neón, y me decidí
ahora había cruzado una puerta que no permitía ningún por una cerveza. Levanté la vista y descubrí que Carina
tipo de retorno. Genio o locura, estupidez o grandeza. no miraba la carta. Sus ojos estaban clavados en el mozo,
O quizás, pensé mientras caminaba hacia la terminal de que, lo supe en el acto, no era otro que Damián C. No
Minas, una forma de trascender nuestra propia, eviden- recuerdo qué dije, pero supongo que era genuina mi mi-
te, insignificancia. rada de asombro. ¿Qué hacés acá?, le preguntó Carina.
Damián C no respondió y se dedicó a recoger las cartas de
*** encima de la mesa. ¿Estás loco?, insistió Carina, expresión
que ante la carrera artística del ex poeta visual no sona-

~168~ ~169~
ba a un gesto de sorpresa. El mutismo de Damián C era El último lancero
tan compacto que ninguna emoción cruzó su rostro. Una
cerveza y un Martini, dijo con voz pausada. Enseguida
estoy de vuelta.
Lo vimos avanzar entre las mesas, ordenar unos vasos Por las noches sueña con ellos. Tienen barbas largas como
recién enjuagados sobre el mostrador y colocar la orden la suya; manos callosas como las suyas. Ponchos deshila-
en la bandeja con una habilidad que revelaba destreza en chados que han sido blancos y que ahora son grises. Som-
el oficio. Cuando ensartó la cuenta en el pincho, Carina le breros llenos de polvo. Barbijos que se hunden entre las
tomó la mano con fuerza, en un intento desesperado por barbas y se ciñen a las mandíbulas. Por momentos son tan
captar su atención y hacerlo partícipe de nuestro asom- viejos como él y, como él, doloridos en las espaldas, en las
bro. Damián C no se resistió al contacto, pero le dedicó piernas, en las axilas. Marchan en caravana por los cerros
una mirada fría, gestada en las regiones donde duermen con las lanzas en las manos.
los rencores y los olvidos. Carina deslizó su mano y liberó Los ve escalar el último cerro siguiendo al general. Ese
por completo la de Damián C. Después, lo vimos volver a viejo que los guía se está muriendo. Por la mañana lo vio
la barra, bromear con uno de sus compañeros y, una hora escupir sangre y tapar el gargajo con la bota cuando al-
más tarde, por los amplios ventanales del bar, observamos guien se acercaba. El general los guía por el cerro más alto
cómo caminaba con un bolso al hombro rumbo a la cer- de la región porque ha sentido el zumbido de las naves al
cana parada de ómnibus. otro lado del Río Negro. Vuelan bajo, dijo taloneando al
lobuno. Y hacia allí han subido. Comienza a anochecer.
Han alcanzado la cima cuando aparecen los aviones. Ve
el terror ante la cercanía de las naves. Ve a los lanceros
aprontarse. Ve a la primera columna apoyando las rodillas
en tierra y apuntando. El viejo sonríe y levanta el sable y
grita no sé qué cosas del partido y del Gobierno. Los avio-
nes abren fuego sobre los gauchos con lanzas y los matan
a casi todos. El general se tira al suelo y se esconde entre
las ancas del lobuno muerto. De la primera columna no
queda nadie. De los lanceros, dos o tres.
Se despierta con el grito de muerte del general. Las bra-
sas ya se apagaron entre las piedras. Las cenizas aún están
calientes. Las botas están cubiertas de rocío. El doradillo
lo contempla desde debajo de los talas. Calcula una hora
para que salga el sol.

~170~ ~171~
Desde el último enfrentamiento carga un fusil sin mu- humo surgiendo de la tierra revuelta, fracturada. Hom-
niciones. El revólver que lleva atravesado en la faja tam- bres y caballos cayendo bajo la metralla. Colas de aviones
poco tiene carga. Solo puede pelear con la lanza. Y con la clavadas en el suelo como estandartes. El sol de la media
astucia, como decía el general. De nada le valió la astucia, tarde reflejándose en los metales de las lanzas y en las alas
piensa, cuando lo encontró la muerte escondido entre las y el fuselaje.
patas del lobuno. El viejo estaba arrollado, como rezando. Ha acechado los movimientos del piloto durante días y
Se inclinó sobre él, le cerró los ojos y le quitó el pañuelo en silencio. Escondido entre los talas, con la única com-
para enseñarlo en la pulpería cuando volviera al pago. pañía del doradillo, le ha dado vueltas al plan. Esa luna
Ensilla al doradillo y acomoda las alforjas. Después, lechosa que devuelve su misterio en las negras aguas del
apoyándose en la lanza y en las ancas del caballo, monta. río lo ha inspirado. El salto de los peces en la orilla, que-
Cantan los boyeros y las calandrias cuando cruza el arroyo brando la calma del agua barrosa, le ha servido de idea.
al otro lado del talar. Un tatú mulita atraviesa como saeta En su cabeza melenuda y añosa, la sangre del guerrero le
el sendero y se pierde entre los abrojos. Un hilo de saliva ha dado forma a la estrategia. Escalar el cerro y ser pa-
le corre entre la barba al imaginarlo dorándose ensartado ciente. Después, la destreza. La lanza llega a las costillas.
en un palo. La punta toca el hueso y le trasmite a la mano del lancero
Las noches que ha pasado durmiendo en los cerros ya una vibración silenciosa, el punto final de la existencia.
no cuentan. Pinchazos y rasguños de talas y espinillos le Asciende, asciende.
marcan la espalda como cicatrices de guerra. Él, el más Desde la cima del cerro se ve el campo. Un río flaque-
viejo de los gauchos de avanzada que han seguido al ge- rón atraviesa la nada hacia otra nada que se presiente más
neral, es, cosa extraña, el único que está vivo entre tanto grande, más acuosa. Talas, molles y espinillos. Cerros des-
muerto. Murieron los miliquitos desertores, los troperos perdigados por todo el horizonte. Una columna de humo
sin tropa, los lanceros llegados del Brasil, los ladrones re- lejano revela a un cuartel de campaña. A media mañana,
clutados. El general está muerto, al igual que su lobuno. los milicos cocinan una olla podrida mientras les tiran a
Nadie queda ya de la tropa, excepto él. Al pensar que es el los tatús que cruzan el monte silvestre.
último lancero de avanzada le crece la risa en el estómago Una pausa para que el doradillo respire en mitad del ca-
y le tiembla entre las costillas como un cascabel o como mino. Su estrategia requiere, además de paciencia, un sitio
cuero de víbora enganchado en una rama, flameando al donde guarecerse hasta que aparezca el enemigo. Durante
viento. Aquellos gruñidos de alegría y de sorpresa se des- días ha seguido el chorro de humo del avión hasta darse
parraman por la costa reseca y se vuelven eco en las hon- cuenta de que la ruta era siempre la misma. Puede cruzar
donadas arenosas al otro lado del Río Negro. el río un poco más abajo, sobrevolando los islotes que se
El general decía que cuando en la capital se escribieran forman para el lado de la frontera, pero está cantado que
los nuevos libros de historia usarían acuarelas para con- va a pasar encima de este cerro. El cristiano es animal de
tar la lucha de lanceros contra aviones. Blancas estelas de costumbre, piensa y talonea.

~172~ ~173~
Cincuenta metros para la cima. Ya ve la piedra de már- El lancero, en cambio, no parpadea. La mano derecha
mol que sirve de mojón y de almena. Se ha quitado el se eleva con la lanza y el brazo traza un espiral sobre la
sombrero para enjugarse el sudor de la frente y acomodar- cabeza del doradillo. La tacuara se desliza entre sus dedos
se el trapo miserable que antaño era blanco. Soy el últi- arañando las rispideces propias de la palma, los nervios,
mo lancero de avanzada con su general y sus compañeros los tendones, las pequeñas venas desparramadas. Ve la
muertos. Ya los caranchos se ensañaron hace días con los lanza volar en un segundo y, aunque no ve cómo atraviesa
cuerpos resecos cuando una sucesión de soles propició la al piloto, siente el grito del otro. El avión se abre hacia la
podredumbre. Un solo hombre en pie y un montón de izquierda como si quisiera dar vuelta y, cuando parece a
muertos, piensa. punto de ascender, cae.
Mucho más allá de la estela del Río Negro, siente un Alerones, metales, plásticos, alambres, remaches, cla-
zumbido apenas de motor, como un mangangá que atra- vos, tornillos, arandelas, municiones y un hombre muer-
viesa el aire en las siestas de la frontera. La mano aferra to caen con estrépito en mitad de un revoltijo de explo-
la lanza con firmeza. Un rictus de placer atraviesa la boca siones y de humo.
martirizada del último lancero. Santa Virgen de la Misericordia, dice el último lancero.
La nave se acerca. Un tono gris en las alas y una franja Valió la pena la espera de tantos días entre talares y espini-
blanca como un zorrillo. Ese filo negro que asoma por llos, entre nubes de jejenes zumbadores. Se quita el som-
la cabina es la metralla; ese hilo blanco que se sacude al brero y se acomoda la vincha. En la mano derecha siente
viento es la bufanda del aviador. aún el contacto caliente de la tacuara como siente los pies
El avión está muy cerca. Tan cerca que el último lancero en los estribos o la curva del caballo debajo del recado.
parece sentirlo adentro de la cabeza. El doradillo no se Comienza a bajar del cerro.
mueve. El avión coletea y da un salto entre las masas de
aire como esquivando a un enjambre de mosquitos. Se
inclina apenas hacia la derecha y sube unos metros para
volver a descender. Parece dispuesto a aterrizar sobre la
piedra de mármol en la cima. Diez metros sobre la cima.
Seis. Cuatro.
El lancero talonea al doradillo y hombre y caballo se
materializan junto a la roca. El piloto no los ve, aunque
le parece divisar una especie de sombra junto a la piedra
que está en la cima. Sus reflexiones no interesan, porque
va a morir en breve y todo es tan rápido y confuso que
al pobre hombre apenas le da el tiempo para apretar las
manos sobre los mandos.

~174~ ~175~
Persistencia sin ver las tribulaciones del pescador, la mirada taimada y
cruel del hombrecito que había ido por combustible para
el farol y se había encontrado con el ahorcado.
El pescador era un tipo observador; largos días y noches
Enquistada en el organismo reseco y yerto de la zona, en las costas del río Santa Lucía le habían permitido desa-
como un bulto sin significado en perpetuo cambio y ex- rrollar la percepción para adaptarse a los accidentes de las
pansión, la frase se nos ha prendido a todos como un sig- orillas y al devenir de los animales acuáticos y las plantas
no de pertenencia y de color local. Con los años, con las traicioneras. Por eso, como al descuido, observó que el ca-
décadas, con el desplazamiento tenaz que las generaciones dáver que colgaba había padecido un largo martirio antes
les van otorgando a las costumbres y a las cosas, la frase de convertirse propiamente en finado. Cuando el cuerpo
sigue viva en toda la Tercera Sección; a veces adopta va- giraba hacia la derecha del punto donde se había detenido
riantes particulares y caprichosas que no logran alejarla de el pescador, podía apreciarse un rastro de sangre que iba
aquella emisión original. Jóvenes y viejos, hacendados y desde la frente hasta el mentón. Al acercarse, detenién-
peones, monteadores y amas de casa, todos, en algún mo- dose a pocos centímetros, el hombre descubrió lo que las
mento, para describir una circunstancia que nos excede o sombras de los gajos ocultaban: el rastro de sangre cubría
asombra, o como simple fórmula para subrayar la parti- un amasijo de carne y de piel destrozada y algunas mos-
cularidad de un acontecimiento, hemos pronunciado las cas, lerdas y zumbonas, recorrían los restos de la mejilla y
palabras con los matices propios de cada voz. la quijada. En simétrica formación, alzaron vuelo cuando
Persistente como Barragán. la mano del intruso abrazó las piernas del muerto.
El adjetivo, como se ha dicho, puede cambiar y la línea El pescador, que procuró la ayuda del vecino más cerca-
original puede ser escuchada en variantes como: ‘Duro no para descolgar el cadáver y que recibió, del comisario
como Barragán’, ‘Caprichoso como Barragán’ y ‘Tozudo Lestido, una reprimenda que casi termina en calabozo, no
como Barragán’. conoció los detalles de la persistencia y la agonía de Marti-
Algunos dicen que fue el mismo tipo que lo bajó del riano Barragán, aunque es probable que poco le importara
árbol, un pescador con rostro aindiado que se acercó al el asunto, una vez regresado a su mundo silencioso de cha-
rancho a pedir un poco de kerosén, el que acuñó la frase, poteos fugaces y largas esperas en el castigado botecito.
pero en el pueblo tenemos dudas al respecto; para empe- Fue a la noche siguiente, cuentan, en una de las mesas
zar, el sujeto nunca lo había visto hasta el momento en más apartadas del bar Encarnación —entonces propiedad
que cruzó el alambrado y, disponiéndose a golpear las ma- del finado Juvencio Aldao—, bajo una desteñida luz ana-
nos en el patio, lo descubrió colgado del gajo más grueso ranjada, administrando los maníes y las aceitunas de los
del centenario eucalipto. pequeños platitos, cuando el doctor Francisco Echezza-
Meciéndose suavemente, con la lengua violeta segre- re y el funebrero Carlos Baumeister, tomando coñac el
gando aún un fino rastro de saliva, Barragán contemplaba primero y whisky con agua el segundo, reconstruyeron,

~176~ ~177~
como un juego inofensivo y banal, las últimas horas de La impaciencia del trámite, dijo Baumeister. Hasta los
Martiriano Barragán, el pequeño dios de los suicidas por suicidas tienen que esperar turno para morir.
venir y el protagonista universal de la frase por todos co- El doctor Echezzare levantó el platito de aceitunas, lo
nocida, repetida y versionada en la región. agitó en el aire y se lo mostró a Juvencio. El bolichero,
Echezzare y Baumeister habían tenido oportunidad de que parecía haber estado esperando el gesto toda la noche,
contemplar largamente el cadáver horizontal, luego de apoyado sobre el mostrador, contemplando a través de los
que los hombres de Lestido lo trasladaran al fondo de la dos únicos clientes el ventanal deslucido que daba hacia
comisaría. Recostado sobre la rústica cama de una celda la calle principal y a una parte de la plaza, asintió con la
vacía, con las manos cruzadas sobre el abdomen duro e cabeza; manoteó el bollón de la aceitunas y, de camino,
hinchado, y a pesar de la ausencia de una parte considera- con la mano libre, enganchó los cuellos de las tres bote-
ble de la cara, el difunto lucía despreocupado y apacible, llas, impulsando con un golpe seco la hielera, de tal forma
indiferente a los movimientos de aquellos dos seres deste- que, como el más diestro equilibrista, atravesó el salón
ñidos y ridículos. con el recipiente de espuma plast bamboleándose sobre
El veneno fue primero, dijo el doctor. Calculo que, el bollón. Una vez junto a la mesa, distribuyó, diligente y
después de almorzar, echó dos cucharadas soperas en un huraño, aceitunas, hielos y bebidas.
vaso de clarete, revolvió y lo mandó a depósito. Después, Si Barragán hubiera esperado un par de horas, quizás, solo
como quien espera una carta o una sentencia, se sentó quizás, se habría desvanecido en mitad de un vómito, dijo
debajo del eucalipto. ¿Estamos de acuerdo? el doctor Echezzare alineando el platito de aceitunas con el
Baumeister asintió. Su teoría inicial, de que el disparo de los maníes, prácticamente intocado. Eso sí: los gritos se
fue el que inauguró el asunto, se había desvanecido un par podrían haber escuchado al otro lado de Las Brujas.
de horas atrás, ante el análisis garabateado que le mostró Baumeister asintió. Vio al hombre avanzar a los tumbos
la secretaria de Echezzare. El papel era claro y conclu- en el patio, abandonando la cercanía del pozo manantial
yente y determinaba, como un dictamen firmado por un y el galpón de las vacas, y a las gallinas batarazas contem-
Concejo de Notables, la precisión que podía alcanzar el plando las eses sobre los yuyos. Sintió la pesadumbre de
funcionamiento intestinal de un ser humano. los miembros y la constatación del inevitable fracaso.
Sobre cuánto tiempo pasó entre el vaso de clarete y el En algún momento de la aceptación de los hechos, dijo
balazo, tengo algunas dudas, dijo el doctor escupiendo el doctor paladeando el coñac, Barragán entró a la casa,
un minúsculo carozo en la palma derecha. Dos horas o abrió la mesa de luz, cargó el revólver, se sentó en la cama
tres. Tal vez cuatro. Lo cierto es que deben de haber sido y se pegó un tiro. Que estaba sentado en la cama es segu-
horas eternas para él, sintiendo cómo el veneno le recorría ro, porque Lestido, o uno de sus milicos, encontró frag-
las entrañas, le provocaba temblores y sudores fríos y le mentos de piel y rastros de sangre en la pared y sobre la
congelaba las plantas de los pies. almohada.

~178~ ~179~
¿Desvió el arma a último momento?, preguntó el fu- das y desparejas, recubiertas por minúsculos granos de sal
nebrero. y filamentos de cáscaras de tonalidad violeta. Me cuentan
Creo que no, dijo el doctor. Por más precisión que nos que lo tuvo desde potrillo y que le conocía todas las ma-
quieran infundir, los derroteros de las balas siempre son ñas, así que, supongo, no debió extrañarle que su dueño
imprecisos, caprichosos. El proyectil debía atravesarle el pa- se acercara lamentándose ni segregando un olor persisten-
ladar y alojarse en el cerebro, pero, en cambio, se desvió por te a sangre y a carne y a piel quemada.
el maxilar y le arrancó limpita la parte inferior de la oreja. En silencio, los dos hombres siguieron con la vista el
¿No perdió el conocimiento? lento desplazamiento del bolichero a través de la estancia,
No me consta. Y supongo, además, que esta vez no es- un movimiento errático y azaroso entre las sillas vacías y
peró tanto cuando vio por la ventana, entre la bruma del desordenadas que terminó, como sucedía cada noche, con
veneno y la sangre en los ojos, al bayo ensillado. Juvencio manipulando la caja de llaves junto a la puerta.
A Baumeister, hombre esencialmente citadino que, por Un foco de luz lechosa barrió las penumbras del porche y
un cúmulo de circunstancias, había terminado abriendo alcanzó una parte de acera, al otro lado de la calle, donde
una humilde empresa de pompas fúnebres en la Tercera crecían unos pálidos arbustos enanos.
Sección, callado y servicial pero alejado de las manías y cos- ¿De dónde sacó fuerzas para montar?, preguntó Baumeister.
tumbres de aquella región bárbara, todavía primitiva, y que El doctor Echezzare no respondió de inmediato. Su mi-
nunca, jamás, en sus treinta y cinco años de vida, había rada estaba perdida en el regreso de Juvencio Aldao hacia
tenido la oportunidad, ni la necesidad, ni las ganas de su- el mostrador. Acá estamos especulando, pero es probable
birse a un caballo, le costaba imaginar el avance del suicida que, por conocerlo desde varias décadas atrás o por defor-
por la estancia en penumbras, con una parte importante de mación profesional, el doctor haya visto en aquel preci-
la cara desaparecida, con el veneno taladrándole el triperío so momento, en los hombros caídos del bolichero, en el
y con los ojos bañados en llanto, en miedo, en impoten- penoso arrastrar de los pies y en el ligero temblor de las
cia; le costaba imaginar a Barragán saliendo al patio a los callosas manos, algunos de los indicios que harían que el
tumbos y avanzando hacia el caballo ensillado, atado bajo casi octogenario dueño del bar Encarnación fuera a rezar-
el eucalipto. Las batarazas habían salido de escena tras el le al pequeño dios Barragán algunos meses más tarde.
disparo, por lo que el patio aparecía desierto, mientras en A esa altura de los acontecimientos, la fuerza se la debe
algún punto de la costa, del otro lado del embarcadero de haber arrancado al odio, dijo Echezzare. Odio por la vida
El Portezuelo, en una saliente arenosa donde se da muy que se empeñaba en mantenerlo acá abajo, atado a la geo-
bien el bagre patí, el pescador de rostro aindiado descubría grafía de la Tercera Sección como lo están los juncos de la
que el farol no tenía una gota de kerosén. costa, los eucaliptos australianos y esos arbustos espanto-
El bayo de Barragán es un animal manso, dijo el doctor sos que hicieron plantar ahí adelante.
sumergiendo sus dedos finos y blancos en el plato de ma- Pasarían algunas semanas, meses tal vez, para que Carlos
níes para elevarlos con un puñado de pepitas amarrona- Baumeister comprendiera y se maravillara ante la sencillez

~180~ ~181~
y la eficacia de un lazo trenzado. Bastaba con atravesar el que al final la Muerte lo había alcanzado, ahogándose por
extremo más alejado de aquella rústica lonja de cuero por un par de segundos o de minutos eternos que dejaron
la argolla para formar una traba corrediza de asombrosa lugar al tenue balanceo que anunciaba la calma.
precisión. El lazo con el que se ahorcó Martiniano Barra- Si no estuviéramos tan apartados del centro del uni-
gán iba a estar varios meses colgado en el depósito de la verso, en esta periferia desolada que nos legaron los in-
comisaría, juntando polvo y telas de araña, resecándose. migrantes, los cartógrafos y los funcionarios de turno, el
Un día, somnoliento y entumecido, harto de esperar que caso de Barragán debería estar en todas las secciones de
alguien más se muriera para permitirle desplegar su oficio sucesos extraordinarios de los grandes diarios internacio-
de algodones, sedas y flores, Baumeister cerraría por un nales, dijo el doctor Echezzare liquidando el coñac.
rato la oficina y caminaría hacia la comisaría, saludaría El funebrero Carlos Baumeister apuró el último trago
con un apretón de manos al comisario Lestido y, luego de y asintió. Más allá de las penumbras que el ventanal del
hablar del tiempo y de bueyes perdidos, le pediría a aquel bar Encarnación encuadraban, más allá de la plaza, de su
rústico representante de la justicia terrena que le dejara propia oficina, de los confusos límites del pueblo, de los
ver el lazo. Campos del Inglés, de las resecas cañadas, los juncales,
Con una mezcla de desconfianza y de resentimiento ha- las costas del río Santa Lucía y las minúsculas islas que
cia el extranjero pero sabedor, al mismo tiempo, de que las corrientes y las bajantes sepultaban y volvían a des-
era probable que aquel mustio alemán fuera el encargado cubrir, más allá de aquel ínfimo universo conocido por
de enterrarlo en algún día impreciso del futuro, Lestido el que deambulábamos como ratones asustados, un cono
accedería a cumplir con la solicitud del funebrero. de sombra pertinente y tenaz, formado por el dolor y por
Mientras Baumeister contemplaba el lazo reseco, el co- el miedo de todos nosotros, pequeñas criaturas ciegas y
misario lo instruyó. Es de cuero de potro y de ocho tientos rastreras, avanzaba como un ciclón a campo traviesa, vivo
y, como verá, la vuelta es redonda. Le está haciendo falta y palpitante, devorándolo todo a su paso.
una buena mano de grasa, dijo ahogando un bostezo.
Aullando de dolor por la porción de rostro que le faltaba
y por el lento accionar del veneno en los intestinos, Mar-
tiriano Barragán había montado con dificultad al bayo,
desenrollando el lazo trenzado mientras dirigía al animal
para ubicarlo bajo el eucalipto. La confección de la horca
le costó unos cuantos intentos de tiros al aire y falsos nu-
dos hasta que, con la última sonrisa que se permitiría en
vida, comprobó que esta vez no iba a fallar. Luego taloneó
con fuerza al caballo, que emprendió el trote por el patio,
dejando al hombre pataleando en el vacío, y comprendió

~182~ ~183~
Las brujas de Las Brujas agua, criaturas sin rostro y sin sustancia, si ha de creérsele al
hombre que contó luego, infinidad de veces, cómo podía
verse la corriente deslizarse por entre las entrañas de lo que
To Lady Midnight fuera aquello. Las formas sobre el agua no avanzaron hacia
el tropero y los animales, sino que trazaron algunos círculos
sobre los camalotes, asustadas quizás por la intrusión de los
¿No hay algo perturbador en el silencioso crecimiento de los otros, para perderse entre los juncales de la orilla.
árboles de Las Brujas, entre las barrancas de El Portezuelo y Algunos días después, también a la hora del crepúsculo,
el pasaje del muelle viejo, allí donde conviven en anárquica cuando el ganado buscaba en los potreros el abrigo de los
disposición la anacahuita con la espina amarilla, el camboa- talares para pasar la noche, los pobladores escucharon un
tá con el algarrobo, el ñandubay con la oreja de negro, la pi- balerío creciente, un coro desesperado de voces de vacas
tanga con el tala trepador, el quebracho con el sauce blanco, y ovejas que por varios minutos se extendió por el aire
la acacia de bañado con la coronilla? ¿Produciría ese verde sereno de las hondonadas, convirtiendo la calma del atar-
en expansión la misma inquietud aquella mañana de abril decer en una perturbadora sinfonía. La suma de balidos
del Año del Señor de Mil Ochocientos Ochenta y Nueve, y mugidos se apagó de golpe, de igual forma a como se
cuando las hermanas Amalia y María Inés (o María Esther) iniciara, dejando en el aire atravesado por el romerillo un
Muns (o Munz) llegaron a la zona en una diligencia de la silencio más inquietante que el de antes, que ni los grillos
Compañía Mensajerías Orientales, para ocupar un rancho parecían animarse a quebrar.
de dos piezas, cocina, alero y baño afuera, a unos cincuenta El tercer fenómeno que alteró la impasible rutina de
metros de la costa del río Santa Lucía? los lugareños fue la aparición de un animal demasiado
Aunque nadie las vio llegar, la noticia de su presencia en grande para ser gato y demasiado pequeño para ser consi-
la zona se extendió de forma rápida por los rancheríos; no derado puma, de pelaje negro agrisado, que empezó a ser
faltó luego quien las viera trajinar, aquella misma maña- visto rondando las poblaciones a última hora de la tarde.
na de abril, con los bártulos por el camino de las tropas, Al tranco, pero siempre alerta, se acercaba a una distancia
rumbo al rancho en la costa, desmelenadas y polvorientas prudencial de los ranchos, parecía contemplar los alrede-
por la travesía en los caminos de tierra, parcas entre sí y dores y emprendía una rápida retirada cuando se descu-
silenciosas como el aire estancado que rumbea hacia el bría observado. Un zafral de la estancia de Radesca que lo
mediodía. siguió una tarde a caballo por el enmarañado paso de la
Y a los pocos días de su llegada comenzaron las apariciones. arenera, remontando el río, perdiendo y encontrando el
Un tropero que cruzaba el río con un lote de vaquillo- rastro entre los pajonales, descubrió que su destino no era
nas entre dos luces, a esa hora en que el sol comienza a otro que el rancho de las hermanas Muns (o Munz).
convertirse en una franja violeta y anaranjada en el hori- Cuando el terror se hizo verba desatada en la misa do-
zonte, descubrió unas extrañas formas que sobrevolaban el minical de la Parroquia del Portezuelo, el padre Inocencio

~184~ ~185~
Eguiguren, un vasco alto de ojos saltones que más que sa- pesa selva poblada por las más fantásticas criaturas —bo-
cerdote parecía un forzudo de circo, altanero y mal arrea- yeros tricéfalos, búhos rapaces, gallinas descabezadas que
do, que había sido destinado a aquel recóndito reducto correteaban entre el ramerío caído y murciélagos de medio
rural de la Iglesia Católica para desperdigar la palabra de metro de largo que oscurecían con su vuelo sobre los cam-
Dios entre chacareros, tamberos y peones de estancia de pos el brillo intenso de la luna—; y la zona misma, incrus-
la Tercera Sección, se calzó unas alpargatas destalonadas, tada contra el río como un brazo de tierra y pasto surgido
ensilló el tordillo panzón que le habían enviado de la Cu- de entre el agua que bajaba, se hizo agreste e intransitable.
ria, metió una biblia en las alforjas y rumbeó hacia el río, No pases por lo de las brujas, le advertían a algún tropero
para visitar a aquellas extrañas mujeres a las que tantos que debía cruzar con ganado por las inmediaciones; co-
portentos se les estaban achacando. menzando a rubricar así el nombre con el que aquel lugar
Tres o cuatro días después, unos pescadores que cru- de la Tercera Sección pasaría a ser conocido.
zaban en un botecito por el paso de El Portezuelo hacia Y una mañana de agosto o de setiembre del Año del Se-
el delta encontraron al padre Eguiguren sentado en un ñor de Mil Novecientos Noventa y Cinco, alguien le pegó
promontorio de la costa, contemplando sin ver el agua fuego al rancho de las hermanas Amalia y María Inés (o
barrosa mientras el tordillo pastaba a su lado. Les costó María Esther) Muns (o Munz). La quemazón pudo ver-
un rato hacerlo volver en sí. Cuando finalmente el vas- se desde varios kilómetros a la redonda; una columna de
co reaccionó, se abalanzó sobre los pescadores como una humo intenso al principio y un embrollo de llamas ama-
criatura poseída, gritando no se sabe qué asuntos sobre el rronadas luego, alimentadas por el ramaje seco del monte
castigo de los cielos. Cuando se serenó, acomodó el recado silvestre y contenidas en uno de sus extremos por el río.
y montó en el tordillo para regresar a la parroquia, donde Cuando una delegación del Cuerpo de Bomberos llegó a
se sumió en el más cerrado mutismo sobre el episodio. la media tarde desde Montevideo, la peonada de la estancia
A partir de ese momento, las dos hermanas Muns (o de Radesca y los milicos del destacamento de El Portezuelo
Munz) perdieron la escasa consistencia humana que algu- habían logrado contener las llamas, pero ardía aún un sedi-
na vez tuvieron —eran muy pocos los que las habían visto mento de palos y yuyos sobre el suelo calcinado.
desde su llegada a la zona— para convertirse en manifesta- Del rancho de las hermanas Muns (o Munz) no había
ción máxima de lo inquietante, una conjunción de terro- quedado nada, ni los cimientos. Cuando el fuego se apa-
res ocultos que era empleada para dormir a los niños por gó, no se encontró ni siquiera un fragmento de pared de
las noches o para ahuyentar a los forasteros mal encarados adobe chamuscada, ni el resto de una viga, ni el pestillo de
que cruzaban el pago. El gato-puma de pelaje agrisado se una puerta. Al jefe de la delegación de bomberos le costó
convirtió en monstruo que asolaba los rebaños, destrozaba creer que allí, donde le indicaban los gestos aparatosos de
el terneraje y acechaba el juego de la gurisada en los patios los lugareños, había existido alguna vez una vivienda. En
de los ranchos; el monte silvestre, frondoso y achaparrado, el parte del siniestro que redactó para sus superiores no
que rodeaba la vivienda de las dos hermanas, se volvió es- consignó el dato; describió una extensión de flora arra-

~186~ ~187~
sada sin rastros de edificaciones y señaló, como probable
causa del incendio, alguna fogata encendida por uno de
los tantos linyeras que cruzaban la zona.
Como las hermanas Muns (o Munz) desaparecieron
con el rancho y el monte silvestre y no quedó de ellas
ni un hueso quemado entre los residuos, no faltó en los
días siguientes quien afirmara haberlas visto cruzar el río
cuando el fuego comenzaba, en un vuelo bajo, casi rasero,
sobre dos escobas de chircas. Y algunos meses después,
unos cazadores de liebres que atravesaban a pie la zona
rumbo a Paso de los Botes mataron a chumbazos al tigre-
puma agrisado cuando se les apareció de golpe en mitad
de un descampado. Una vez colgado de un sauce y abierto
en canal, los hombres procedieron a despellejar al animal
y a llevarse aquella piel lisa y plateada como moneda que
luego cambiarían por yerba y tabaco.
Ahora, más de un siglo después de los sucesos acá con-
tados, cuando el padre Inocencio Eguiguren es solo una
foto desteñida pegada a una urna de lata en el retablo de
la Parroquia del Portezuelo, cuando la estancia de Radesca
se ha convertido en un maelstrom de chacras alambradas
y del muelle viejo solo queda un bifurcado paso de piedra
sobre el río, a merced de las corrientes y los temporales,
el viajero que llega a la zona y se enfrenta a esa formación
caótica de anacahuitas y espinas amarillas, de camboatás
y algarrobos, de pitangas y talas trepadores, de acacias de
bañado y coronillas, de quebrachos y sauces blancos, pue-
de percibir, si afina el oído y logra aislarse de su propia
contingencia, el silencio perturbador del crecimiento, un
flujo primitivo que todo lo ensombrece y que, como la
historia de quienes le dieron el nombre al lugar, se esta-
bleció entre sus márgenes para quedarse.

~188~
Orden del libro

Noticia sobre estos cuentos / p. 5

Montevideo / p. 9

Pequeño bardo / p. 22

Procesión / p. 36

Hola. Soy Eduardo Galeano / p. 54

Los huesos / p. 60

Dominación / p. 71

La muerte de Solís / p. 90

El despenador / p. 111

Instalaciones / p. 151

El último lancero / p. 171

Persistencia / p. 176

Las brujas de Las Brujas / p. 184


Esta edición de
La lluvia sobre el muladar
se terminó de imprimir
en el mes de xxxxxx de 2017
en Mastergraf srl
Gral. Pagola 1823 - T. 2203 4760
Montevideo - Uruguay

Depósito Legal xxxxxx - Comisión del Papel


Edición Amparada en el Decreto 218/96

También podría gustarte