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COMPENDIO DE PLAN LECTOR

4TO DE SECUNDARIA
1ER BIMESTRE
Selección de cuentos
peruanos

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La venganza del cóndor
Por Ventura García Calderón

Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. En un puerto del Perú, el capitán Gonzales
quiso enseñarme esta triste habilidad.

El indio dormía a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto
del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si bajo el castigo miran con ira o con
acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo, de su dolor cotidiano, el
militar le rasgo la frente de un latigazo. El indio y yo nos estre¬mecimos; él por la sangre que
goteaba en su rostro con lágrimas: yo porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios
sentimentales de bachiller en leyes. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evité la segunda
hemorragia.

- Hacemos junto el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito - me dijo guardando el látigo -

Ya verá usted como se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene
comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de
mandármelo para que sea mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!

- ¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras vas a probar cosa rica.

- Ya trayendo, taita.

El indio ingresó al pesebre en busca del pellón, pero no vino jamás.

Por lo cual el capitán Gonzales se marchó solo, anunciando para su regreso castigos y desastres.

- "No se vaya con el capitán. Es un bárbaro", me había aconsejado el posadero; y demore mi


partida pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega,
un pellejo de camero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza
despeinada que murmuró:

- Si quieres voy contigo, taita.

¡Vaya si quería! Era el indio castigado y perdido. Asentí sin fijar precio.

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Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes,
trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, un poco de chicha refrigerante o el maíz
reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada.

Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero
se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo
noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban
atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada.

¡Pero quien puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces
el guía salió de su mutismo para contarme esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos
ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la
montaña andina.

Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los andes son en la tarde extraños
montes grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me estremecía
como una melancolía visible.

Una hora de marcha así pone los nervios al desnudo y el viento afilado en las rocas parece
aconsejar el vértigo. Ya los cóndores, familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí,
que el aire desplazado por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.

Llegábamos a un estrecho desfiladero.

- Tu esperando, taita - murmuró de pronto el guía y se alejó rápidamente. Le aguarde en vano,


con la carne erizada.

Un ruido profundo retembló en la montaña; algo rodaba de la altura. De pronto a quince metros
pasó un vuelo oblícuo de cóndores. Vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una
masa oscura, un hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las penas hasta
teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, espere; mientras las montañas enviaron
cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal.

Más agachado que' nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, el guía cogió a mi
mula del cabestro y murmuró con voz doliente, como si suspirara:

- ¿Tú viendo, taita, al capitán?

- ¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y
como si yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que, a veces, los
insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipicio. Se pierde el equilibrio
y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán Gonzales.

-¡Pobrecito, ayayay!

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Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad.

Yo no pregunte más, porque estos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben
explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto oscuro para vengarse
de los intrusos que somos nosotros... Y parte de ese pacto, podría ser el tratar de equilibrar un
poco la balanza de la justicia.

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LA PIEL DE UN INDIO NO CUESTA CARA

Por Julio Ramón Ribeyro

—¿PIENSAS QUEDARTE CON él? —preguntó Dora a su marido. Miguel, en lugar de


responder, se levantó de la perezosa donde tomaba el sol y haciendo bocina con las
manos gritó hacia el jardín:
—¡Pancho!
Un muchacho que se entretenía sacando la yerba mala volteó la cabeza, se puso de
pie y echó a correr. A los pocos segundos estuvo frente a ellos.
—A ver, Pancho, dile a la señora cuanto es ocho más ocho.
—Dieciséis.
—¿Y dieciocho más treinta?
—Cuarentaiocho.
—¿Y siete por siete?
Pancho pensó un momento.
—Cuarentainueve.
Miguel se volvió hacia su mujer:
—Eso se lo he enseñado ayer. Se lo hice repetir toda la tarde pero se le ha grabado
para toda la vida.
Dora bostezó.
—Guárdalo entonces contigo. Te puede ser útil.
—Por supuesto. ¿No es verdad Pancho que trabajarás en mi taller?
—Sí, señor.
A Dora que se desperezaba:
—En Lima lo mandaré a la escuela nocturna. Algo podemos hacer por este
muchacho. Me cae simpático.
—Me caigo de sueño —dijo Dora.
Miguel despidió a Pancho y volvió a extenderse en su perezosa. Todo el vallecito de
Yangas se desplegaba ante su vista. El modesto río Chillón regaba huertos de manzanos
y chacras de panllevar. Desde el techo de la casa se podía ver el mar, al fondo del valle, y
los barcos surtos en el Callao.
—Es una suerte tener una casa acá —dijo Miguel—. Sólo a una hora de Lima. ¿No,
Dora?
Pero ya Dora se había retirado a dormir la siesta. Miguel observó un rato a Pancho

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que merodeaba por el jardín persiguiendo mariposas, moscardones; miró el cielo, los
cerros, las plantas cercanas y se quedó profundamente dormido.
Un griterío juvenil lo despertó. Mariella y Víctor, los hijos del presidente del club,
entraban al jardín. Llevaba cada cual una escopeta de perdigones.
—Pancho, ¿Vienes con nosotros? —decían—. Vamos a cazar al cerro.
Pancho desde lejos, buscó la mirada de Miguel, esperando su aprobación.
—¡Anda no más! —gritó—, ¡y fíjate bien que estos muchachos no hagan
barbaridades!
Los hijos del presidente salieron por el camino del cerro, escoltados por Pancho.
Miguel se levantó, miró un momento las instalaciones del club que asomaban a lo lejos,
tras un seto de jóvenes pinos, y fue a la cocina a servirse una cerveza. Cuando bebía el
primer sorbo, sintió unas pisadas en la terraza.
—¿Hay alguien aquí? —preguntaba una voz.
Miguel salió: era el presidente del club.
—Estuvimos esperándolos en el almuerzo —dijo—. Hemos tenido cerca de sesenta
personas.
Miguel se excusó:
—Usted sabe que Dora no se divierte mucho en las reuniones. Prefiere quedarse
aquí leyendo.
—De todos modos —añadió el presidente— hay que alternar un poco con los
demás socios. La unión hace la fuerza. ¿No saben acaso que celebramos el primer
aniversario de nuestra institución? Además no se podrán quejar del elemento que he
reunido en torno mío. Toda gente chic, de posición, de influencia. Tú, que eres un joven
arquitecto...
Para cortar el discurso que se avecinaba, Miguel aludió a los chicos:
—Mariella y Víctor pasaron por acá. Iban al cerro. He hecho que Pancho los
acompañe.
—¿Pancho?
—Un muchacho que me va a ayudar en mi oficina de Lima. Tiene sólo catorce
años. Es del Cuzco.
—¡Que se diviertan, entonces!
Dora apareció en bata, despeinada, con un libro en la mano.
—Traigo buenas noticias para tu marido —dijo el presidente—. Ahora, durante el
almuerzo, hemos decidido construir un nuevo bar, al lado de la piscina. Los socios
quieren algo moderno, ¿Sabes? Hemos acordado que Miguel haga los planos. Pero tiene
que darse prisa. En quince días necesitamos los bocetos.

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—Los tendrán —dijo Dora.
—Gracias —dijo Miguel—. ¿No quiere servirse un trago?
—Por supuesto. Tengo además otros proyectos de más envergadura. Miguel tiene
que ayudarnos. ¿No te molesta que hablemos de negocios en día domingo?
El presidente y Miguel se sentaron en la terraza a conversar, mientras Dora recorría
el jardín lentamente, bebía el sol, se dejaba despeinar por el viento.
—¿Dónde está Pancho? —preguntó.
—¡En el cerro! —gritó Miguel—. ¿Necesitas algo?
—No; pregunto solamente.
Dora continuó paseándose por el jardín, mirando los cerros, el esplendor dominical.
Cuando regresó a la terraza, el presidente se levantaba.
—Acordado, ¿no es verdad? Pasa mañana por mi oficina. Tengo que ir ahora a ver a
mis invitados. ¿Saben que habrá baile esta noche? Al menos pasarán un rato para
tomarse un cóctel.
Miguel y Dora quedaron solos.
—Simpático tu tío —dijo Miguel—. Un poco hablador.
—Mientras te consiga contratos —comentó Dora.
—Gracias a él hemos conseguido este terreno casi regalado —Miguel miró a su
alrededor—. ¡Pero habría que arreglar esta casa un poco mejor! Con los cuatro muebles
que tenemos sólo está bien para venir a pasar el week-end.
Dora se había dejado caer en una perezosa y hojeaba nuevamente su libro. Miguel la
contempló un momento.
—¿Has traído algún traje decente? Creo que debemos ir al club esta noche.
Dora le echó una mirada maliciosa:
—¿Algún proyecto entre manos?
Pero ya Miguel, encendiendo un cigarrillo, iba hacia el garaje para revisar su
automóvil. Destapando el motor se puso a ajustar tornillos, sin motivo alguno, sólo por
el placer de ocupar sus manos en algo. Cuando medía el aceite, Dora apareció a sus
espaldas.
—¿Qué haces? He sentido un grito en el cerro.
Miguel volvió la cabeza. Dora estaba muy pálida. Se aprestaba a tranquilizarla,
cuando se escuchó cuesta arriba el ruido de unas pisadas precipitadas. Luego unos gritos
infantiles. De inmediato salieron al jardín. Alguien bajaba por el camino de pedregullo.
Pronto Mariella y Víctor entraron sofocados.
—¡Pancho se ha caído! —decían—. Está tirado en el suelo y no se puede levantar.
—¡Está negro! —repetía Mariella. Miguel los miró. Los chicos estaban

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transformados: tenían rostros de adultos.
—¡Vamos allí! —dijo y abandonó la casa, guiado por los muchachos.
Comenzó a subir por la pendiente de piedras, orillada de cactus y de maleza.
—¿Dónde es? —preguntaba.
—¡Más arriba!
Durante un cuarto de hora siguió subiendo. Al fin llegó hasta los postes que traían la
corriente eléctrica al club. Los muchachos se detuvieron.
—Allí está —dijeron, señalando al suelo.
Miguel se aproximó. Pancho estaba contorsionado, enredado en uno de los
alambres que servían para sostener los postes. Estaba inmóvil, con la boca abierta y el
rostro azul. Al volver la cara vio que los hijos del presidente seguían allí, espiando,
asustados, el espectáculo.
—¡Fuera! —les gritó—. ¡Regresen al club ¡No quiero verlos por acá!
Los chicos se fueron a la carrera. Miguel se inclinó sobre el cuerpo de Pancho. Por
momentos le parecía que respiraba. Miró el alambre ennegrecido, el poste, luego los
cables de alta tensión que descendían del cerro y poniéndose de pie se lanzó hacia la
casa.
Dora estaba en medio del jardín, con una margarita entre los dedos.
—¿Qué pasa?
—¿Dónde está la llave del depósito?
—Está colgada en la cocina. ¡Qué cara tienes!
Miguel hurgó entre los instrumentos de jardinería hasta encontrar la tijera de podar,
que tenía mangos de madera.
—¿Qué le ha pasado a ese muchacho? —insistía Dora.
Pero ya Miguel había partido nuevamente a la carrera. Dora vio su figura saltando
por la pañolería, cada vez más pequeña. Cuando desapareció en la falda del cerro, se
encogió de hombros, aspiró la margarita y continuó deambulando por el jardín.
Miguel llegó ahogándose al lado de Pancho y con las tijeras cortó el alambre
aislándolo del poste y volvió a cortar aislándolo de la tierra. Luego se inclinó sobre el
muchacho y lo tocó por primera vez. Estaba rígido. No respiraba. El alambre le había
quemado la ropa y se le había incrustado en la piel. En vano trató Miguel de arrancarlo.
En vano miró también a su alrededor, buscando ayuda. En ese momento, al lado de ese
cuerpo inerte, supo lo que era la soledad.
Sentándose sobre él, trató de hacerle respiración artificial, como viera alguna vez en
la playa, con los ahogados. Luego lo auscultó. Algo se escuchaba dentro de ese pecho,
algo que podría ser muy bien la propia sangre de Miguel batiendo en sus tímpanos.

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Haciendo un esfuerzo, lo puso de pie y se lo echó al hombro. Antes de iniciar el
descenso miró a su alrededor, tratando de identificar el lugar. Ese poste se encontraba
dentro de los terrenos del club.
Dora se había sentado en la terraza. Cuando lo vio aparecer con el cuerpo del
muchacho, se levantó.
—¿Se ha caído?
Miguel, sin responder, lo condujo al garaje y lo depositó en el asiento del automóvil.
Dora lo seguía.
—Estás todo despeinado. Deberías lavarte la cara.
Miguel puso el carro en marcha.
—¿A dónde vas?
—¡A Canta! —gritó Miguel, destrozando, al arrancador, los tres únicos lirios que
adornaban el jardín.
El médico de la Asistencia Pública de Canta miró al muchacho.
—Me trae usted un cadáver.
Luego lo palpó, lo observó con atención.
—¿Electrocutado, no?
—¿No se puede hacer algo? —insistió Miguel—. El accidente ha ocurrido hace
cerca de una hora.
—No vale la pena. Probaremos, en fin, si usted lo quiere.
Primero le inyectó adrenalina en las venas. Luego le puso una inyección directa en el
corazón.
—Inútil —dijo—. Mejor es que pase usted por la comisaría para que los agentes
constaten la defunción.
Miguel salió de la Asistencia Pública y fue a la comisaría. Luego emprendió el
retorno a la casa. Cuando llegó, atardecía.
Dora estaba vistiéndose para ir al club.
—Vino el presidente —dijo—. Está molesto porque Mariella ha vomitado. Han
tenido que meterla a la cama. Dice que qué cosa ha pasado en el cerro con ese
muchacho.
—¿Para qué te vistes? —preguntó Miguel—. No iremos al club esta noche. No irás
tú en todo caso. Iré yo solo.
—Tú me has dicho que me arregle. A mí me da lo mismo.
—Pancho ha muerto electrocutado en los terrenos del club. No estoy de humor
para fiestas.
—¿Muerto? —preguntó Dora—. Es una lástima. ¡Pobre muchacho!

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Miguel se dirigió al baño para lavarse.
—Debe ser horrible morir así —continuó Dora—. ¿Piensas decírselo a mi tío?
—Naturalmente.
Miguel se puso una camisa limpia y se dirigió caminando al club. Antes de atravesar
la verja se escuchaba ya la música de la orquesta. En el jardín había lagunas parejas
bailando. Los hombres se habían puesto sombreritos de cartón pintado. Circulaban los
mozos con azafates cargados de whisky, gin con gin y jugo de tomate.
Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un
vaso en la mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.
—¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos están alborotados. A Mariella hemos
tenido que acostarla.
—Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocutado en los terrenos del club. Por un
defecto de instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.
El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.
—¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que
dices?
—Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.
El presidente había palidecido.
—¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubieran cogido el alambre! Te juro que yo...
—¿Qué cosa?
—No sé... Habría habido alguna carnicería…
—Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.
—Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a conversar detenidamente del asunto. Estoy
seguro de que las instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En
fin, tantas cosas suceden en los cerros. ¿No hay testigos?
—Yo soy el único testigo.
—¿Quieres un whisky?
—No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con
Dora. Veré a los padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán
después lo que hacen.
—Pero Miguel, estérate, tengo que enseñarte donde haremos el nuevo bar.
—¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.
Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa.
Sin haberse cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadisco portátil.
—Estoy un poco nerviosa —dijo.
Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.

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—Procura comer lo antes posible —dijo—. A las diez regresaremos a Lima.
—¿Por qué hoy? —preguntó Dora.
Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras
Dora andaba por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las
casitas iluminadas de los otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento
traía compases de música, rumor de conversación o alguna risa estridente que rebotaba
en los cerros.
Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje,
pasó delante de la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de
advertirlo: era el carro del presidente.
—Acaba de pasar tu tío —dijo, entrando a la cocina. Dora comía desganadamente
una ensalada.
—¿Adónde va?
—¡Qué sé yo!
—Debe estar preocupado por el accidente.
—Está más preocupado por su fiesta.
Dora lo miró:
—¿Estás verdaderamente molesto?
Miguel se encogió de hombros y fue al dormitorio para hacer las maletas. Más tarde
fue al jardín y guardó en el depósito los objetos dispersos. Luego se sentó en el living,
esperando que Dora se arreglara para la partida. Pasaban los minutos. Dora tarareaba
frente al espejo. Volvió a sentirse el ruido de un automóvil. Miguel salió a la terraza. Era
el carro del presidente que se detenía a cierta distancia de la casa: dos hombres bajaron
de su interior y tomaron el camino del cerro. Luego el carro avanzó un poco más, hasta
detenerse frente a la puerta.
—¿Viene alguien? —preguntó Dora, asomando a la terraza—. Ya estoy lista.
El presidente apareció en el jardín y avanzó hacia la terraza. Estaba sonriendo.
—He batido un récord de velocidad —dijo. Vengo de Canta. ¿Nos sentamos un
rato?
—Partimos para Lima en este momento —dijo Miguel.
—Solamente cinco minutos —en seguida sacó unos papeles del bolsillo—. ¿Qué
cuento es ese del muchacho electrocutado? Mira.
Miguel cogió los papeles. Uno era un certificado de defunción extendido por el
médico de la Asistencia Pública de Canta. No aludía para nada el accidente. Declaraba
que el muchacho había muerto de una “deficiencia cardiaca”. El otro era un parte
policial redactado en los mismos términos.

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Miguel devolvió los papeles.
—Esto me parece una infamia —dijo.
El presidente guardó los papeles.
—En estos asuntos lo que valen son las pruebas escritas —dijo—. No pretenderás
además saber más que un médico. Parece que el muchacho tenía, en efecto, algo al
corazón y que hizo demasiado ejercicio.
—El cerro está bastante alto —acotó Dora.
—Digan lo que digan esos papeles, yo estoy convencido de que Pancho ha muerto
electrocutado. Y en los terrenos del club.
—Tú puedes pensar lo que quieras —añadió el presidente—. Pero oficialmente éste
es un asunto ya archivado.
Miguel quedó silencioso.
—¿Por qué no vienen conmigo al club? La fiesta durará hasta media noche.
Además, insisto en que veas el lugar donde construiremos el bar.
—¿Por qué no vamos un rato? —preguntó Dora.
—No. Partimos a Lima en este momento.
—De todas maneras, los espero.
El presidente se levantó. Miguel lo vio partir. Dora se acercó a él y le pasó un brazo
por el hombro.
—No te hagas mala sangre —le susurró al oído—. A ver, pon cara de gente
decente.
Miguel la miró: algo en sus rasgos le recordó el rostro del presidente. Detrás de su
cabellera se veía la masa oscura del cerro. Arriba brillaba una luz.
—¿Tiene pilas la linterna? —preguntó.
—¿Qué piensas hacer?
Miguel buscó la linterna: todavía alumbraba. Sin decir una palabra se encaminó por
la pendiente riscosa. Trepaba entre cantos de grillos e infinitas estrellas. Pronto divisó la
luz de un farol. Cerca del poste, dos hombres reparaban la instalación defectuosa. Los
contempló un momento, en silencio, y luego emprendió el retorno.
Dora lo esperaba con un sobre en la mano.
—Fíjate. Mi tío mandó esto.
Miguel abrió el sobre. Había un cheque al portador por cinco mil soles y un papel
con unas cuantas líneas: “La dirección del club ha hecho esta colecta para enterrar al
muchacho. ¿Podrías entregarle la suma a su familia?”.
Miguel cogió el cheque con la punta de los dedos y cuando lo iba a rasgar, se
contuvo. Dora lo miraba. Miguel guardó el cheque en el bolsillo y dándole la espalda a su

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mujer quedó mirando al valle de Yangas. Del accidente no quedaba ni un solo rastro, ni
un alambre fuera de lugar, ni siquiera el eco de un grito.
—¿En qué piensas? —preguntó Dora—. ¿Regresamos a Lima o vamos al club?
—Vamos al club —suspiró Miguel.

Yacu Mama

Ventura García Calderón

En una choza amazónica, a orillas del sonoro Ucayali, rodeado de espesa vegetación, Jenaro
Valdivián vio con sorpresa que las provisiones y las balas se acababan. ¿Cómo dejar solo a su
hijo de siete años? Pensó en Yacu – Mama. Junto al río silbo largo rato. Un remolino pareció
responderle, pero la querida boa no quiso moverse. Para consuelo y paz dióle al partir una vela
y un cartucho de hormigas tostadas que son golosinas de los niños salvajes a su pequeño hijo
diciéndole que no salga y que ya regresaba.

Ya lejos y al zanjar un árbol de caucho le pareció advertir que el tigre le estaba espiando en la
espesura.

En canoa, río abajo, Jenaro pensó que era preferible no alejarse mucho.

El niño devoró las hormigas tostadas y la sed comenzaba atormentarle y sacudió la puerta
enérgicamente. Quería salir al río a bañarse en el remanso de la orilla como los niños del país;

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pero Jenaro Valdivián había asegurado la cancela de cañas con la caparazón de una inmensa
tortuga muerta.

El Hércules de siete años gritó en lenguaje conivo:

– “¡Yacu-Mama, Yacu – Mama!”

Poco a poco el cuerpo de la boa fue surgiendo en la orilla con un suave remolino de hojas.

El niño batió palmas y gritó alborozado cuando la espléndida bestia vino a su llamado retozando
como un perro doméstico pues es en realidad el can y la criada de los niños salvajes.
De un coletazo la bestia ramponte disparó la concha de la puerta y entró meneándose con garbo
de bailarina campa.

Jenarito gritó riendo: – “¡Upa!” Era preciso tener oídos de boa para percibir el tal estruendo el
leve rasguño de unas garras.

El tigre de la selva entró de un salto, se agazapó batiéndose rabiosamente los ijares con la cola
nerviosa. Como una madre bárbara, la boa preservó primero al niño derribándole delicadamente
en un rincón polvoriento de la cabaña. Cuando, seis horas más tarde, volvió Jenaro Valdivián y
comprendió de una mirada lo pasado, abrazó al chiquillo al- borozadamente; pero en seguida,
acariciando con la mano las fauces muertas de su boa familiar, de su riada bárbara murmuraba y
gemía con la extraña ternura: “¡Yacu Mama, pobre Yacu – Mama!”

Las chicas de la yogurtería


Por Pilar Dughi

—En esta ciudad no se puede ser alegre y bonita —rezongó Lucha—, porque la gente murmura.

La mujer pareció no entenderla.

—Olvídelo, estaba pensando en voz alta —continuó.

—¿Usted la conoce? —preguntó la mujer.

—Bueno, la he visto en la yogurtería.

—Ah, Luchita, mejor no se junte con ella —afirmó sentenciosa la mujer, que era una empleada
de la municipalidad, muy habladora y conocedora de los chismes de la localidad. Le gustaba
comentárselos a Lucha cada vez que la veía. Lucha sonrió débilmente y se despidió. La mujer le
hacía perder tiempo.

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Desde que llegó a Ayacucho, hizo algunas amistades sin mucho esfuerzo. Tenía cinco meses en
la ciudad y ya era conocida como administradora de un proyecto de desarrollo rural. Se había
presentado ante las autoridades locales con las que tenía que coordinar por razones de trabajo:
profesores de la universidad, directores de instituciones afines y hasta con el obispo auxiliar. El
proyecto era de cierta envergadura y le habían aconsejado en Lima que estableciera buenas
relaciones con el gobierno regional.

Un día, a las pocas semanas de su arribo, se encontró con una antigua conocida, una psicóloga
que, le explicó, vivía hacía un año en Ayacucho. Era originaria del lugar y, como ella, desde que
la zona se estaba pacificando muchos habían regresado a establecerse de nuevo. El turismo se
había incrementado, se abrían nuevos negocios y hostales.

—Mi marido ha puesto un restaurante en la Cámara de Comercio, ¿por qué no vienes? —le
propuso la mujer.

Le daba pereza cocinar todos los días y se acostumbró a ir a almorzar al local de la Cámara de
Comercio. Como el lugar estaba regularmente vacío a partir de las dos de la tarde, entonces ella
se compraba el periódico e iba a comer tranquilamente. Por las tardes, cuando estaba libre, daba
una vuelta por la ciudad. Luego hacía un paseo por las inmediaciones de la plaza central, tratando
de conocer las tiendas, las farmacias y los restaurantes. Así fue que encontró un pequeño
comercio donde se expedían productos lácteos y hierbas naturales, pero la especialidad de la casa
era un yogur natural que se preparaba con plantas aromáticas, a pedido de los clientes. La dueña,
una mujer de unos treinta años, que atendía detrás del mostrador, tenía el cabello largo y
ondulado, teñido de rubio. Sus ojos vivaces, acentuados con lápiz delineador de color negro,
animaban el rostro redondo de piel sonrosada[1]. Desde el principio fue muy amable.

—Tú no eres de aquí—le dijo con convicción.

Lucha se presentó como estaba habituada a hacerlo. Pensaba que en una ciudad donde la mayor
parte de gente se conocía, una debía ser cordial. La tendera se llamaba Charito y conocía bastante
de productos naturales. Le habló del germen de trigo y le mostró con orgullo una colección de
infusiones medicinales empaquetadas, semejantes a las que se vendían en el mercado.

—La diferencia es que yo selecciono las mejores hierbas —le explicó Charito—, y, si no conoces
su uso, es mejor que compres los productos ya escogidos.

Hablaron de dietas y de cómo conservar mejor la piel en el clima serrano. El frío helado de la
ciudad le había resecado a Lucha el cutis y los labios[2]. En ocasiones había sufrido de gastritis y
reacciones alérgicas de causa desconocida.

—Lo mejor para tu estómago son las flores de azahar —y le alcanzó una bolsa de hojas y flores
secas—. Lo preparas en infusión y bebes una taza diaria[3].

Lucha agradeció.

—Si lo mezclas con cáscaras de naranja, es bueno para el mal aliento —añadió Charito con
picardía.

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Desde entonces, Lucha se convirtió en una compradora asidua. El yogur natural era lo único que
tomaba durante el día cuando tenía apetito. La comida serrana le producía gases y la digestión se
le hacía pesada.

Cuando caminaba por las calles, la gente la saludaba. Ella a veces no recordaba bien los rostros
o los nombres, pero siempre respondía con una sonrisa. Poco a poco la fueron invitando a fiestas
y reuniones. Conoció a músicos notables y participó en festejos y pachamancas. Alquiló una
pequeña casita en Dos de Mayo, una calle colonial que serpenteaba cerca del río. Tenía un alto
portón de madera, un pequeño jardín sembrado con jacarandás, tunas, girasoles y retamas. A
veces llegaban bandadas de palomas que se posaban en los techos vecinos. Ella les dejaba
pedacitos de pan que los animales picoteaban sin ninguna timidez. Como se sentía un poco sola,
compró un televisor pequeño que mantenía generalmente encendido para escuchar el noticiero
nocturno.

En la sala de entrada habilitó una oficina para recibir a la gente del trabajo. Colocó algunos
taburetes sobre los cuales distribuyó publicaciones y documentos que el público podía consultar.
Instaló un teléfono en el dormitorio y amplió las conexiones de luz. Cuando necesitaba a un
carpintero o gasfitero, consultaba a los conocidos con los que se encontraba en las calles. El agua
escaseaba, así que a partir de las once de la mañana guardaba el líquido en grandes recipientes
para poder lavar y asearse. Ese era un problema antiguo de la ciudad. La gente decía que la
población aumentaba tanto, que ya las cañerías no se abastecerían hasta que culminara la
construcción de una nueva represa[4], que era el sueño de toda la región.

A veces se aburría, así que adquirió una bicicleta, y por las tardes se dedicó a pasear a lo largo de
la calle. Se vestía con unas mallas de gimnasia y hacía invariablemente el mismo recorrido. Bajaba
por la avenida hasta el río y volvía remontando la pendiente. Notó que al atardecer un grupo de
vecinos solía sentarse en la vereda y conversar hasta caer la noche. Bebían cerveza y la miraban
pasar. Uno de ellos, de unos cincuenta años de edad, con nariz prominente y piel enrojecida, la
contemplaba fijamente cada vez que ella regresaba exhausta de su recorrido.

—Qué rica hembrita, mueve tu culito —le decía cuando pasaba.

Lucha le devolvía una mirada furiosa.

—Muévete, muévete —le contestaba el tipo.

Los otros tipos se reían y Lucha trataba de evitarlos, pero se sentaban muy cerca de su portón y
era imposible.

—¿No quieres chupármela? —le dijo un día el tipo.

Lucha se le acercó.

—¡Huevón! ¡Cállate! —le contestó.

El hombre se puso rígido.

—¡Déjala! ¡Déjala! —le gritaron los otros. Uno le cogió el brazo y lo jaló hacia ellos.

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—Puta de mierda —masculló el hombre.

Desde entonces, Lucha redujo sus horas de deporte. Supo que el tipo vivía en la casa de al lado.
No había reparado antes en él, pero ahora lo veía con frecuencia en la bodega y en el horno
donde compraba el pan. El hombre parecía mirarla con rabia. Lucha dejó de saludar
indistintamente a los vecinos, porque ya no sabía cuáles eran los groseros que podían tener
amistad con aquel. Cuando lo veía, evitaba su rostro y lo esquivaba cuando lo cruzaba por la
calle.

Para entretenerse, acudía a la biblioteca de la universidad. Ahí se encontró con un profesor


bastante gentil, con cierta autoridad fundada en sus largos años de docencia. Intercambiaron
libros y luego se encontraron en algunas reuniones. Conoció a su esposa, una mujer joven y
pálida que la saludaba con cortesía. Una vez el profesor le prometió un libro que supuso sería
muy útil para Lucha. Ella lo fue a buscar varias veces a su oficina, pero no lo encontró. Una
noche, el profesor tocó la puerta de su casa. Ella lo recibió con alegría y lo hizo pasar a la sala.
El hombre parecía algo nervioso. Lucha no supo qué hacer y le invitó un café.

—Te has acostumbrado bastante bien —le dijo él.

—Más o menos —contestó ella—. La falta de agua me molesta. Es penoso tener que recolectarla
todos los días.

A Lucha le complacía tener relación con la gente de la universidad. Sentía que podía conversar
sobre las reflexiones que le despertaba su trabajo, las noticias locales y los libros que leía. La
principal forma de enterarse de lo que pasaba en la ciudad era intercambiando opiniones con
ellos. Ya que no había un periódico regional, la radio y los encuentros personales eran una forma
de estar informada.

—¿Y qué te parecemos los ayacuchanos?

—Oh, han sido muy hospitalarios conmigo. Lo único que no me gusta es que beben mucho en
las reuniones y, si una no quiere hacerlo, se molestan. Lo consideran una afrenta.

—Ah, eso es en toda la sierra —exclamó él—. El campesino bebe en sus fiestas patronales
durante días. La comunidad entera, hombres y mujeres, hasta perder el sentido.

—Sí, ya lo sé, pero es excesivo.

—Es un pretexto para poder llorar —comentó él—, sin tener vergüenza.

Y a continuación contempló el techo alto de la sala.

—Esta casa es muy antigua, tiene techos de bóveda —señaló.

—Es muy fresca cuando hace calor.

—¿Puedo ver la casa? —inquirió él.

—Sí, claro —respondió ella.

18
Él se levantó y se dirigió hacia la cocina, que daba al patio.

—Bonita casa —dijo, y luego se acercó hacia el cuarto que estaba al lado de la sala. Era el
dormitorio de Lucha.

—Tienes una cama matrimonial —le dijo.

Y la miró con curiosidad. Lucha se sintió incómoda.

—¿No tienes frío? —le dijo él y trató de rodearle los hombros. Lucha se apartó rápidamente.

—No —contestó irritada.

—Es una cama muy grande para ti —respondió él, tratando de abrazarla de nuevo.

Lucha salió inmediatamente del dormitorio.

—Ya es muy tarde —le dijo—. Es mejor que te vayas.

El hombre salió detrás de ella y se puso la casaca que había dejado sobre la silla del comedor.

—Anda a buscarme a la universidad cuando quieras —subrayó mientras Lucha le abría la puerta.

Lo despidió de un portazo. Estúpido, pensó. ¿Qué se ha creído ese cirio? Se preparó un mate de
coca y antes de acostarse ajustó los cerrojos de las puertas.

La época de lluvias había llegado y el clima se volvió húmedo. Por las mañanas se levantaba con
la nariz congestionada y comenzó a toser en forma intermitente. Se encontró con Charito, que
conversaba con dos amigas en uno de los portales de la plaza.

—Yo creo que debes tomar canchalagua —le recetó Charito—. Además de ser buena planta
para el resfriado, facilita la digestión y la puedes preparar con limón como refresco.

La presentó a sus acompañantes. Eran dos chicas altas, algo gorditas, no pasaban de treinta años
y lucían bastante guapas. Tenían el cabello largo, ondulado y suelto sobre los hombros.

—Son mis amigas —le dijo Charito—. Cuando quieras, podemos hacer jogging[5] hasta el
aeropuerto los domingos por la mañana.

Se había convertido una costumbre en la ciudad correr a lo largo de la carretera los fines de
semana desde horas muy tempranas. El camino hacia el aeropuerto era la distancia preferida por
los deportistas. Jóvenes y adultos de ambos sexos, enfundados en buzos de colores, practicaban
el deporte los domingos. Lucha aceptó la invitación, pero no quedaron en nada concreto.
Caminó hacia el mercado para comprar algunos quesos de cabra y enviar a Lima. En la calle
distinguió al mayor de policía, un hombre canoso y fortachón, muy conocido entre los
ayacuchanos. Cruzaron algunas palabras de simpatía. Lucha le estaba agradecida porque siempre
le resolvía algunos problemas que no faltaban en el trabajo, como los permisos que a veces tenía
que recabar para que los promotores del proyecto pudiesen viajar a la zona de la selva ayacuchana

19
con algunos productos, como el querosene, que estaban restringidos por la presencia del
narcotráfico en la región.

—Te he visto conversando en la plaza —le dijo el mayor.

—Ah, sí, con Charito y sus amigas.

—No es una buena compañía, Luchita —le contestó.

—¿Por qué? —objetó sorprendida.

—Yo sé lo que te digo, Luchita —insistió el mayor.

—¿Pero no era tu amiga? Yo también te he visto conversando con ella.

—Por eso mismo, Luchita, yo la conozco —respondió él, moviendo la cabeza con cierto tono
de censura.

Lucha se quedó callada. Se despidió de él y continuó caminando. Sintió que le invadía la cólera.
¿Y ahora de qué se trata? Es porque son bonitas y, si son alegres, peor, se dijo. Estuvo
reflexionando en ello los días siguientes y rememoró algunas escenas. Recordaba haber visto a
las chicas en la yogurtería por las tardes, platicando entretenidamente con algunos parroquianos
a la hora en que la gente salía a pasear por la plaza. Era un trío que no dejaba de ser llamativo en
la esquina de la tienda.

Aquella semana llovió intensamente y el muro de adobes que rodeaba parte del patio interior de
su casa se desplomó con la lluvia torrencial. Tuvo que hablar con la dueña y contratar a un par
de albañiles para que le reconstruyeran la pared. Una noche en que se encontraba cocinando,
descubrió que se habían robado la ropa colgada en el cordel.

Asustada y provista de una linterna, revisó sus pertenencias y vio que además se habían llevado
varias cajas con medicinas y alimentos. Como todavía no estaba reparada la pared derruida, tuvo
miedo. Se dio cuenta de que era muy fácil entrar a la casa desde la calle. Llamó a la policía.
Cuando llegaron los agentes, recorrieron las calles laterales y los vecinos se alarmaron. Lucha les
explicó que le habían robado. Uno de los muchachos vecinos se ofreció a subirse a los techos a
revisar si había huecos. Era el hijo del hombre grosero que le hacía comentarios vulgares cuando
ella paseaba en bicicleta. Al poco tiempo llegó el tipo furioso.

—Esa mujer es una loca —les gritó a los policías señalando a Lucha—, se ha peleado con todos
los vecinos.

Y llamó a su hijo dando alaridos.

—Oiga, ¡déjelo! —protestó Lucha—. Él me está ayudando.

El hombre cogió del brazo a su hijo y lo arrastró dándole empellones hacia su casa. Los policías
tranquilizaron a Lucha.

—Ese tipo es un malcriado —les dijo indignada—. Es un descarado.

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Una vecina le explicó confidencialmente a Lucha que ese hombre era un antiguo policía que
había sido dado de baja por comportamiento violento. Le pegaba a su mujer y a sus hijos y era
un borracho. Lucha se despidió de la gente y se encerró en su casa. Inspeccionó los seguros de
las puertas y ventanas y decidió comprarse candados grandes para instalarlos al día siguiente. La
imagen del tipo exaltado alardeando en medio de la calle le molestó. Resolvió tener más cuidado.
Los vecinos no eran todos de fiar.

Al atardecer del día siguiente, cuando regresaba de hacer las compras de la semana, vio a un
grupo de chicos jugando en la acera de su casa. Entre ellos distinguió al hijo del vecino, el
muchacho que había intentado ayudarla la noche anterior.

—Por culpa de esa, mi papá me ha agarrado a latigazos anoche[6] —exclamó el chico, lanzándole
una mirada cargada de violencia. Los otros la miraron también. Lucha se sintió desnudada.
Ingresó inmediatamente a la casa y cerró con fuerza el portón.

La habían invitado a una reunión por la noche y pensó que le convenía salir para despejarse un
poco. Casi no había podido trabajar en la oficina, apurando a los albañiles para que terminaran
la construcción y buscando a un cerrajero que le reemplazara las bisagras oxidadas de las
puertas[7]. Siendo día de semana prefería acostarse temprano, pero la inseguridad de la casa
producida por los desmanes del aguacero le generaba una cierta inquietud y temía no poder
dormir[8]. Se preparó una infusión de azahar muy cargada y se fue a la fiesta. Era un grupo
pequeño, gente que trabajaba en algunas instituciones con las que se relacionaba y había también
algunos desconocidos. Uno de los asistentes la enlazó por la cintura[9].

—¿Qué hace una mujer solita en Ayacucho? —le preguntó mientras bailaban.

—¿Me conoces de algún sitio? —respondió inquieta.

—Aquí todos nos conocemos —contestó él desdeñosamente.

Alguien bromeó y dijo que Lucha no estaba sola sino que era amiga de los visitantes asiduos de
la Cámara de Comercio. La gente estaba ya borracha y reía. ¿Cómo iba a estar sola Luchita?,
repetían. Siempre estaba bien acompañada, decían jocosamente. Lucha comenzó a inquietarse[10].
¿Sabían dónde vivía? ¿Que estaba sola? El resto de la noche permaneció ensimismada y pidió a
una de las mujeres que la acompañara a tomar un taxi en la plaza. Una pareja de esposos se
ofreció a llevarla. Las calles estaban bastante oscuras y la iluminación era muy débil. Al llegar a
su casa abrió el portón y cruzó raudamente el jardín. Cerró las puertas y las aseguró con
candados. Tengo que poner más luces afuera, pensó. Revisó su linterna y notó que le faltaba una
pila. No sirve para nada, razonó, y la arrojó sobre la mesa. Recolectó velas y fósforos y los puso
sobre la mesa de noche. Trató de dormir, pero escuchaba ruidos en el techo. Las paredes eran
de quincha, al estilo de las construcciones antiguas, de caña empastada con barro, y crujían
permanentemente. Era imposible distinguir pasos humanos o pisadas de gatos. Al menor ruido,
llamo a la policía, pensó. La puerta del patio era de listones de madera y de consistencia muy
frágil. De una patada la pueden destrozar, se dijo. Pero ella escucharía los ruidos y correría hacia
la calle. ¿Tendría tiempo de cruzar el jardín? Dio vueltas en la cama durante la noche sin poder
conciliar el sueño. Se levantó en la madrugada al escuchar las campanadas de la iglesia vecina.
Por primera vez desde que había llegado a la ciudad sintió que era una foránea. Aquel día decidió

21
no comprar yogur a pesar de que se le había acabado. No quería pasar por la tienda y que la
vieran conversando con Charito y sus amigas.

Cuando iba a la municipalidad a recoger unos documentos, se encontró con una señora
integrante de una antigua familia ayacuchana y que trabajaba como directora de una institución.

—Ay, Luchita —le dijo afligida—. No sé si ya sabes lo que ha pasado. Una desgracia, una
verdadera tragedia.

—No, no sé nada —contestó Lucha.

—Quién lo iba a decir, aquí, en la ciudad, ya ha llegado la plaga.

—¿Qué ha pasado?

—La gente está comentando en todos los sitios, hijita. La semana pasada un paciente murió de
sida.

—¿Cómo?

—Sí, de sida, imagínate.

—¿Cómo ha sabido usted?

—Me lo comentaron en el consultorio del doctor Capuñay.

Era el dentista del hospital.

—Me lo ha dicho también la señora Rojas, la obstetriz —exclamó compungida la mujer—.


Tenemos que hacer algo por nuestra juventud.

—Bueno, es una pena, así ocurre en todo el país.

—Pero tenemos que detenerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Tanta corrupción, tanto
alcohol —continuaba la mujer— hay mucha vida indecente, demasiada inmoralidad.

Aquel día en la Cámara de Comercio, cuando Lucha fue a almorzar, la dueña se acercó a
conversar con ella.

—Dicen que van a hacer campañas preventivas en los colegios —le explicó a Lucha—. Ha
estado aquí el director de salud de la región con otros médicos y con el mayor de la policía. Van
a hacer un despistaje.

—¿Un despistaje? Pero tendrían que hacérselo a toda la población.

—No, pues —alegó la mujer—, nada más a los sospechosos.

—¿Y cómo van a saber quiénes son sospechosos? Es imposible.

—Luchita, se sabe, eso aquí se sabe —afirmó la mujer con seguridad.

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Lucha rio.

—Están locos.

La mujer la miró desconcertada.

—Pero el mal recién ha comenzado. Además, en la ciudad nos conocemos muy bien y eso facilita
la intervención, eso lo dicen los médicos —continuó.

Ella se alzó de hombros y pidió un menú. Comió sin mucho apetito pensando en el trabajo que
tenía atrasado. Aquí son unos chismosos, caviló mientras intentaba pasar algunas cucharadas de
sopa de verduras. De segundo había un estofado de pollo que se veía muy grasiento, así que
apenas pudo comerse el arroz con un poco de zanahorias guisadas, apartando cuidadosamente
la carne y la salsa del resto del plato.

A los tres días fue a una de las bodegas más surtidas de la calle principal, que quedaba al lado de
los portales de la plaza. Se encontró con uno de los abogados que trabajaban en el juzgado.

—¿Ha sabido ya, Luchita? —le preguntó él.

—¿Qué?

—Lo del sida.

—Sí, ya me han contado.

—Han detenido a varios sospechosos.

—¿Pero cómo van a hacer eso?

—Yo sé de nueve personas a las que se han llevado al hospital a hacerles análisis.

—Pero no puede ser —exclamó Lucha asombrada.

El abogado continuó distraídamente.

—Qué tal castigo. Es como la sífilis antiguamente, de noche con Venus y de día con arsénico.
Porque se medicaba con arsénico. Muchos se morían con la cura, ¿sabía usted?

Lucha ya no escuchaba.

—Es una llamada de atención para los muchachos, para la gente de vida ligera, digan lo que
digan, es una verdadera muestra del abandono de las buenas costumbres[11]. La sociedad
ayacuchana, de tanto sufrir con el terrorismo, se ha relajado mucho —exclamó sombríamente.

Lucha se despidió precipitadamente y salió del local. Al dar la vuelta en una esquina se tropezó
cara a cara con la empleada que trabajaba en la municipalidad.

—Luchita, Luchita, ¿adónde vas tan apurada? Hace tiempo que no te veo.

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—Uf, he tenido mucho trabajo —contestó.

—Oye, se han llevado a las mujeres esas, a las de la yogurtería.

—¿Cómo?

—Sí, a varios los han llevado al hospital para ver si estaban contagiados de sida. A las tres mujeres
también les han obligado a hacerse el examen.

—¿Pero por qué? ¿Cuándo?

La mujer abrió los ojos.

—¿Cómo que por qué? Por prevención, pues. Porque una de ellas trabajaba en el hospital y allá
todo el mundo se ha enterado. Ayer las obligaron a ir. Imagínate. Con el mayor de policía y todo.

—Ah, bueno, qué sorpresa —contestó Lucha automáticamente.

Continuó caminando sin levantar la vista. Al llegar a la esquina vio a Charito que estaba parada
en la puerta de la tienda, como siempre. Cruzó la vereda, pero no pudo evitar que sus ojos se
encontraran con los de ella. Volvió entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por
otra calle.

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WARMA KUYAY (1933)
Por José María Arguedas

NOCHE DE LUNA en la quebrada de Viseca.


Pobre palomita, por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los cielos.
—¡Justina! ¡Ay, Justinita!
En un terso lago canta la gaviota,
memoria me deja de gratos recuerdos.
—¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok’!
—¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
—¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
—¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a
los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
—¡Ay, Justinacha!
—¡Sonso, niño, sonso! —habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha… soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
—¡Sonso, niño!
Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio el
charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé fuera del círculo,
avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes
que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido
largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino,
subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro medio negro,
recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches;
los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre
dando las espaldas al cerro.
—¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!
En medio del witron [patio grande], Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te liberaste
de esa tu falsa prisionera.

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Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio
inmenso, inmóviles sobre el empedrado, los indios se veían como estacas de tender
cueros.
—Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla
cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese
puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba voces alrededor del
círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar
desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo.
El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos
le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta;
los cholos iban a perseguirle, pero don Froilán apareció en la puerta del witron.
—¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el
patio.
—¡A ése le quiere!
Los indios de don Froilán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don
Froilán entró al patio tras de ellos.
—¡Niño Ernesto! —llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
—Vamos, niño.
Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo
del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas
enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froilán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froilán y de mi tío; tenía dos casas. Kutu y yo estábamos
solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y
dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.
Subimos las gradas, sin mirarnos siquiera; entramos al corredor, y tendimos allí
nuestras camas para dormir alumbrados por la luna. El Kutu se echó callado; estaba triste
y molesto. Yo me senté al lado del cholo.
—¡Kutu! ¿Te ha despachado Justina?
—¡Don Froilán la ha abusado, niño Ernesto!
—¡Mentira, Kutu, mentira!
—¡Ayer no más la ha forzado; en la toma de agua, cuando fue a bañarse con los
niños!

26
—¡Mentira, Kutullay, mentira!
Me abracé al cuello del cholo. Sentí miedo; mi corazón parecía rajarse, me golpeaba.
Empecé a llorar. Como si hubiera estado solo, abandonado en esa gran quebrada oscura.
—¡Déjate, niño! Yo, pues, soy “endio”, no puedo con el patrón. Otra vez, cuando
seas “abugau”, vas a fregar a don Froilán.
Me levantó como a un becerro tierno y me echó sobre mi catre.
—¡Duérmete, niño! Ahora le voy a hablar a Justina para que te quiera. Te vas a
dormir otro día con ella, ¿quieres, niño? ¿Acaso? Justina tiene corazón para ti, pero eres
muchacho todavía, tiene miedo porque eres niño.
Me arrodillé sobre la cama, miré al Chawala que parecía terrible y fúnebre en el
silencio de la noche.
—¡Kutu: cuando sea grande voy a matar a don Froilán!
—¡Eso sí, niño Ernesto! ¡Eso sí! ¡Mak’tasu!
La voz gruesa del cholo sonó en el corredor como el maullido del león que entra
hasta el caserío en busca de chanchos. Kutu se paró; estaba alegre, como si hubiera
tumbado al puma ladrón.
—Mañana llega el patrón. Mejor esta noche vamos a Justina. El patrón seguro te hace
dormir en su cuarto. Que se entre la luna para ir.
Su alegría me dio rabia.
—¿Y por qué no matas a don Froilán? Mátale con tu honda, Kutu, desde el frente del
río, como si fuera puma ladrón.
—¡Sus hijitos, niño! ¡Son nueve! Pero cuando seas “abugau” ya estarán grandes.
—¡Mentira, Kutu, mentira! ¡Tienes miedo, como mujer!
—No sabes nada, niño. ¿Acaso no he visto? Tienes pena de los becerritos, pero a los
hombres no los quieres.
—¡Don Froilán! ¡Es malo! Los que tienen hacienda son malos; hacen llorar a los
indios como tú; se llevan las vaquitas de los otros, o las matan de hambre en su corral.
¡Kutu, don Froilán es peor que toro bravo! Mátale no más, Kutucha, aunque sea con
galga, en el barranco de Capitana.
—¡“Endio” no puede, niño! ¡“Endio” no puede!
¡Era cobarde! Tumbaba a los padrillos cerriles, hacía temblar a los potros, rajaba a
látigos el lomo de los aradores, hondeaba desde lejos a las vaquitas de los otros cholos
cuando entraban a los potreros de mi tío, pero era cobarde. ¡Indio perdido!
Le miré de cerca: su nariz aplastada, sus ojos casi oblicuos, sus labios delgados,
ennegrecidos por la coca. ¡A éste le quiere! Y ella era bonita: su cara rosada estaba siempre
limpia, sus ojos negros quemaban; no era como las otras cholas, sus pestañas eran largas,

27
su boca llamaba al amor y no me dejaba dormir. A los catorce años yo la quería; sus
pechitos parecían limones grandes, y me desesperaban. Pero ella era de Kutu, desde
tiempo; de este cholo con cara de sapo. Pensaba en eso y mi pena se parecía mucho a la
muerte. ¿Y ahora? Don Froilán la había forzado.
—¡Mentira, Kutu! ¡Ella misma, seguro, ella misma!
Un chorro de lágrimas saltó de mis ojos. Otra vez el corazón se sacudía, como si
tuviera más fuerza que todo mi cuerpo.
—¡Kutu! Mejor la mataremos los dos a ella, ¿quieres?
El indio se asustó. Me agarró la frente: estaba húmeda de sudor.
—¡Verdad! Así quieren los mistis.
—¡Llévame donde Justina, Kutu! Eres mujer, no sirves para ella. ¡Déjala!
—¡Cómo no, niño, para ti voy a dejar, para ti solito! Mira, en Wayrala se está
apagando la luna.
Los cerros ennegrecieron rápidamente, las estrellitas saltaron de todas partes del cielo;
el viento silbaba en la oscuridad, golpeándose sobre los duraznales y eucaliptos de la
huerta; más abajo, en el fondo de la quebrada, el río grande cantaba con su voz áspera.

Despreciaba al Kutu; sus ojos amarillos, chiquitos, cobardes, me hacían temblar de


rabia.
—¡Indio, muérete mejor, o lárgate a Nazca! ¡Allí te acabará la terciana, te enterrarán
como a perro! —le decía.
Pero el novillero se agachaba no más, humilde, y se iba al witron, a los alfalfares, a la
huerta de los becerros, y se vengaba en el cuerpo de los animales de don Froilán. Al
principio yo lo acompañaba. En las noches entrábamos, ocultándonos, al corral;
escogíamos los becerros más finos, los más delicados; Kutu se escupía en las manos,
empuñaba duro el zurriago, y les rajaba el lomo a los torillitos. Uno, dos, tres…, cien
zurriagazos; las crías se retorcían en el suelo, se tumbaban de espaldas, lloraban; y el indio
seguía, encorvado, feroz. ¿Y yo? Me sentaba en un rincón y gozaba. Yo gozaba.
—¡De don Froilán es, no importa! ¡Es de mi enemigo!
Hablaba en voz alta para engañarme, para tapar el dolor que encogía mis labios e
inundaba mi corazón.
Pero ya en la cama, a solas, una pena negra, invencible, se apoderaba de mi alma y
lloraba dos, tres horas. Hasta que una noche mi corazón se hizo grande, se hinchó. El
llorar no bastaba; me vencían la desesperación y el arrepentimiento. Salté de la cama,
descalzo, corrí hasta la puerta; despacio abrí el cerrojo y pasé al corredor. La luna ya había
salido; su luz blanca bañaba la quebrada; los árboles rectos, silenciosos, estiraban sus

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brazos al cielo. De dos saltos bajé al corredor y atravesé corriendo el callejón empedrado,
salté la pared del corral y llegué junto a los becerritos. Ahí estaba Zarinacha, la víctima de
esa noche; echadita sobre la bosta seca, con el hocico en el suelo; parecía desmayada. Me
abracé a su cuello; la besé mil veces en su boca con olor a leche fresca, en sus ojos negros
y grandes.
—¡Niñacha, perdóname! ¡Perdóname, mamaya!
Junté mis manos y, de rodillas, me humillé ante ella.
—¡Ese perdido ha sido, hermanita, yo no! ¡Ese Kutu canalla, indio perro!
La sal de las lágrimas siguió amargándome durante largo rato.
Zarinacha me miraba seria, con su mirada humilde, dulce.
—¡Yo te quiero, niñacha, yo te quiero!
Y una ternura sin igual, pura, dulce, como la luz en esa quebrada madre, alumbró mi
vida.

A la mañana siguiente encontré al indio en el alfalfar de Capitana. El cielo estaba


limpio y alegre, los campos verdes, llenos de frescura. El Kutu ya se iba tempranito, a
buscar “daños” en los potreros de mi tío, para ensañarse contra ellos.
—Kutu, vete de aquí —le dije—. En Viseca ya no sirves. ¡Los comuneros se ríen de
ti, porque eres maula!
Sus ojos opacos me miraron con cierto miedo.
—¡Asesino también eres, Kutu! Un becerrito es como una criatura. ¡Ya en Viseca no
sirves, indio!
—¿Yo no más, acaso? Tú también. Pero mírale al tayta Chawala: diez días más atrás
me voy a ir.
Resentido, penoso como nunca, se largó al galope en el bayo de mi tío.
Dos semanas después, Kutu pidió licencia y se fue. Mi tía lloró por él, como si
hubiera perdido a su hijo.
Kutu tenía sangre de mujer: le temblaba a don Froilán, casi a todos los hombres les
temía. Le quitaron su mujer y se fue a ocultar después en los pueblos del interior,
mezclándose con las comunidades de Sondondo, Chacralla… ¡Era cobarde!
Yo, solo, me quedé junto a don Froilán, pero cerca de Justina, de mi Justinacha
ingrata. Yo no fui desgraciado. A la orilla de ese río espumoso, oyendo el canto de las
torcazas y de las tuyas, yo vivía sin esperanzas; pero ella estaba bajo el mismo cielo que yo,
en esa misma quebrada que fue mi nido. Contemplando sus ojos negros, oyendo su risa,
mirándola desde lejitos, era casi feliz, porque mi amor por Justina fue un “warma kuyay” y
no creía tener derecho todavía sobre ella; sabía que tendría que ser de otro, de un hombre

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grande, que manejara ya zurriago, que echara ajos roncos y peleara a látigos en los
carnavales. Y como amaba a los animales, las fiestas indias, las cosechas, las siembras con
música y jarawi, viví alegre en esa quebrada verde y llena del calor amoroso del sol. Hasta
que un día me arrancaron de mi querencia, para traerme a este bullicio, donde gentes que
no quiero, que no comprendo.

El Kutu en un extremo y yo en otro. Él quizá habrá olvidado: está en su elemento; en


un pueblecito tranquilo, aunque maula, será el mejor novillero, el mejor amansador de
potrancas, y le respetarán los comuneros. Mientras yo, aquí, vivo amargado y pálido, como
un animal de los llanos fríos, llevado a la orilla del mar, sobre los arenales candentes y
extraños.

30
El príncipe
Oswaldo Reynoso

6 de agosto. (Vacaciones de medio año) Con púdica delicadeza de niña, Manos Voladoras
guardó el dinero y, en una cargada atmósfera de miel de colonia, invitó:
– El que sigue, por favor.
Don Lucho, el dueño del billar “La Estrella”, quitándose el saco, avanzó al gran sillón, a través
de reflejos azulinos.
– Corte alemán, como siempre.
Manos Voladoras con mirada provocativa y gesto resentido, contestó:
– Ya lo sé, Don Lucho. Conozco el gusto de mis clientes.

Corsario levantó la cara por encima del chiste que estaba leyendo y con ojitos pícaros rió. Los
que esperaban turno sonrieron, deshonestos:
– ¡Jesús con estos muchachos! Para ellos todo, todo, todo tiene doble sentido.
Diligente como dueña de casa desplegó un paño blanco, blanco. Limpió acomedido máquinas
y tijeras.Abrió un frasco de perfume y aspiró, goloso, y, con disimulo coquetón, se miró en el
espejo. Don Lucho, entre tanto, prendió un inca. La claridad violeta de la peluquería se
enturbió con el humo denso de tabaco negro. Fuera, a pesar de ser casi las cinco de la tarde,
hacía oscuro: los días seguían nublados, irremediablemente. Después de muchos arreglos y
aderezos de cirujano, Manos Voladoras se dispuso a trabajar.

– ¡Ay, Don Lucho! yo nunca me equivoco. Siempre dije que el Príncipe era el más roc de los
muchachos del barrio.

– ¿Roc? -preguntó extrañado Don Lucho.

– Rocanrolero, pues, Don Lucho.

Corsario, desafiante y curioso, emplazó.

– Chismoso, qué hablas del Príncipe.

Manos Voladoras dejó tranquila la cabeza del dueño de “La Estrella” y dirigiéndose a Corsario,
en tono de falsete, dijo:

– Que si no fueras ignorantón y leyeras los comercios de la tarde no me preguntarías. (Volvió a


la cabeza de Don Lucho). Es un fastidio trabajar en este barrio. Aquí, nadies, nadies, nadies lee.
Cuando trabajaba con Mario en San Isidro y…

– Déjate de esas historias, me las sé de memoria. El amo de “La Estrella” interrumpió colérico.

Entonces,Manos Voladoras, rápido y femenino, tomó de la mesa del centro un periódico y se


lo mostró:

– Entérese, Don Lucho.

31
– ¡Qué desgracia para mi compadre!

Los conocidos del barrio salieron curiosos de su casi sueño dulce color naranja y miraron
fijamente a Don Lucho.

– ¡Qué desgracia para mi compadre!

Corsario dejó el chiste y ansioso se acercó al gran sillón. Manos Voladoras lo espantó. (De
seguro pensó: donde hay miel hay moscas).

– El Príncipe es el más roc de todos ustedes. (Corsario, dando vuelta al gran sillón, huía
asustado de Manos Voladoras que, delicado, lo perseguía queriéndole meter la tijera en plena
cara). Tengo muy bien entendido, para que lo sepas y lo pregones, que ser roc no sólo es usar
bluyins y camisa roja: eso, es cáscara. Ser roc significa… bueno, por ejemplo, hacer lo que ha
hecho el Príncipe.

– Pero Colorete lo gana. Repuso, pico a pico, Corsario.

– ¿Colorete? ¡Ay, ay, ayayayayay! No me hagas reír. Colorete es un antipático y un vividor, un-
vi-vidor.

– Vividor, ¿no? Ahora se lo digo para que te pegue. Amenazó Corsario.

– Díselo, no le tengo miedo.

El señor omnipotente de “La Estrella”, con la cabeza medio rapada, gritó:

– Termina con mi cabeza y déjate de ventilar en público tus sucios enredos.


¿Habrasevistotaldescaro?

Manos Voladoras volvió a su faena. Corsario quedó pegado al espejo y no dejó de mirar “La
Tercera” que todavía permanecía en manos de Don Lucho.

– ¡Pobre mi compadre! -seguía lamentándose el amo de “La Estrella”.

– ¡Pobre Príncipe, diría yo -contradijo Manos Voladoras mientras daba los últimos toques,
rápidos y precisos, a la cabeza de Don Lucho.

– ¡Pobre mi compadre! tener un hijo tan sinvergüenza. En lo que ha terminado ese muchacho.
Eso sí, yo nunca permití que pisara mi billar. Se hace el mosquita muerta y es capaz de
chuparle la sangre a su mismo padre.

– No, Don Lucho, el sinvergüenza es el padre. No me diga que no; porque yo sin ser de la
familia conozco las cosas de cerca, de-cer-ca.

– Más respeto. No hable de esa forma de mi compadre.

32
– No, Don Lucho, yo no tengo pelos en la lengua. Yo siempre, siempre digo lo que pienso, lo-
que-pien-so-y-na-da-más.

Corsario, venenoso y burlón, intervino:

– Estás caliente con Don Jorge, porque en mi delante te prometió darte una pateadura si
llevabas, otra vez, al Príncipe a tu jabe.

– Ve, Don Lucho, qué mal pensada es la gente. El Príncipe ha dormido una sola vez en mi casa
y ni-siquiera-lo-he-mi-ra-do. Y durmió; porque su padre lo botó de su case, lo-bo-tó-de-su-ca-
sa.

– Mi compadre no hace esas cosas.

– Desengáñese, Don Lucho, usted, más que yo, sabe que Don Jorge, desde que se le fue su
mujer, no puede dormir solo; le gusta pasar la noche en compañía de cualquier arrastradita. Y
como su casa es estrecha y su hijo duerme en el mismo cuarto y es un estorbo para sus
aventuritas, lo manda al taller y mientras mi pobre Príncipe tirita el viejo sucio se revuelca
calientito con alguna polilla cochina. No, Don Lucho. Un padre, un padre de verdad, un
verdadero padre no hace esas cosas y menos tratándose del Príncipe que es tan bueno, tan
humilde.

Y mientras Manos Voladoras hablaba con ternura de mermelada de durazno de su pobre


Príncipe, Corsario tomó el pulverizador. Palomilla, chisgueteó en los ojos de Manos Voladoras;
ágil, arranchó el periódico y, escurridizo, salió a la carrera.

Llueve, llueve, llueve fino. Llueve líquido algodón. Silueta azul, sudorosa y agitada, torea autos
y tranvías. Morado pálido el viento frío. Con “La Tercera” en la mano, como bandera, va
saludando a conocidos y cuñados. El asfalto brilla negro y el jebe de los zapatos amarillos
resbala en el cemento. La neblina se deshace en la boca como helado de leche. ¡Quién lo
hubiera creído!: el Príncipe con foto y todo en “La Tercera” y mañana, seguramente, en los
comercios. Olor a lluvia: transpiración densa de barro y cemento; vaho tibio de gasolina y
asfalto. Colorete va a tener envidia. El corazón está lleno de azúcar congelada. Autos y tranvías
se aglomeran en calles estrechas. Corre, corre apresurado, atropellando gilas, a propósito. Cara
de Ángel se quedará con la boca abierta. Ambulantes con carretillas impiden el paso. Pero
Corsario con “La Tercera” en alto se desliza veloz, pidiendo perdón a señoritas asustadas.
Manos Voladoras estará hablando, hasta por los codos, de su pobre Príncipe. La ciudad
despierta de la neblina oscura y entra bulliciosa a la noche iluminada.

Espuma y oro líquido rielan y refulgen en mesas de metal. Radiola loca siete colores, siete
maracas. Cubiletes y carajos caen violentos sobre mesas llenas de cebada. Colorete baila solo
frente a la radiola. Natkinkón, moreno empedernido, tamborilea en una silla. El Rosquita se
abraza a Carambola y en dúo acompañan al dúo del disco “Anliyuuu…” Cara de Ángel, vicioso
él por el juego, interviene gozoso en el cachito sabatino que se arma con “los de la eléctrica”.
De pronto, desde la puerta del café, Corsario grita:

– El Príncipe en “La Tercera” con foto y todo.

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– A ver, luzmila para mi ojal – contesta gracioso

– El Príncipe en “La Tercera”: ¡PENDEJO!

Extienden “La Tercera” sobre la mesa y leen en

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ROCANROLERO ASALTA Y ROBA

Anteanoche, el menor de 17 años Roberto Montenegro del Carpio (a) El Príncipe promovió
mayúsculo escándalo en una casa de diversión de Prolongación México. Después de tenaz
labor del Comisario y de hábiles interrogatorios llevados a cabo por sus subalternos se
descubrió que el citado delincuente había robado un automóvil Ford 58 de placa particular Nº
39562. También se descubrió que el Príncipe, días antes, había asaltado en plena vía pública a
un indefenso cobrador robándole la estimable suma de diez mil soles. Extraoficialmente nos
hemos informado de que el joven rocanrolero sigue estudios secundarios en una
Unidad Escolar de la Capital. Llamamos la atención de nuestros educadores para que, de una
vez por todas, enfrenten con valentía este agudo problema de rocanrolerismo.
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Ansiosos devoran la noticia y sorprendidos quedan en silencio

– Esto hay que celebrarlo.

Cara de Ángel, que ha ganado en el cachito con “los de la eléctrica”, pide cuatro pomos.
Carambola pone “Ansiedad” y Corsario entusiasmado cuenta.

– Yo también he salido en los comercios, ¿ recuerdan? Apenas tenía catorce años y ya estaba
aburrido de mi casa: todos los días había correa. Y el espeso del Borrao, ese de Normas
Educativas, me llevaba bronca, me tenía asado.

– Ese desgraciao a mí también me tomó como punto -interrumpió Colorete.

– Vendí mi bici y con esa mosca me fui al sur. En Toquepala no encontré ni agua. Los gringos
son bien malditos. Entonces, lueguito me fui a Tacna. Ahí conocí a un chileno: ¡Pendejo el
roto! Le caí en simpatía y me consiguió un trabajito en un bulín. Serví como mozo por más de
tres semanas. Putas: como mierda.
Yo era cabrito, como dicen allá, y toditititititas las noches me acostaba con una meca diferente.
Me aburrí.
Tacna es bien triste: poca gente, pocos carros, poquísimos cines y la gente parece gallina: antes
de las nueve, todos ya están acostados. Está bien para unos días y nada más.

– Mentiroso e’mierda. ¿Cómo, si eras menor de edad te dejaban en el bulín? Contesta; ya –


preguntó desconfiado el Chino.

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– Yayayayayaaa, calla, calla. Zafazafazafazafa. Eres más espeso. Deja que te cuente. Está
bonito. Así fuera mentira, qué importa -protestó Natkinkón.

– Entonces me vine a Lima, ¿recuerdan? Ahí, en la esquina, tú, Colorete, di, ¿no me contaste
que me habían estado buscando como agua, que me buscaban por aquí, que me buscaban por
allá, que mi foto y mis señas personales salieron publicados en los comercios y que hasta por
Radio Reló cada media hora pasaban la noticia de mi desaparición y que mi mamá y mi teclo
estaban como locos? Ahí está Carambola que hasta me enseñó los comercios. Entonces recién
me entró el miedo de volver a mi casa. Pero Cara de Ángel me dijo: un día de cuera o todos los
días de hambre, escoge. Preferí el día de cuera. Llegué asustado a mi casa. Cuando el viejo me
vio se puso alegre y me abrazó. Mi viejita lloró y en la noche preparó arroz con pato.
Natkinkón no quiso quedarse atrás y bullicioso dijo:

– Este zambo también ha salido en Te Ve y todititititos han visto mi cara en la pantalla del
japonés.

– Negro bruto. Por salir así te botaron a patadas del canal -dijo Corsario.

– Pero salí, ¡ah!

– ¿Cómo fue, ah? -preguntó el Chino. Entonces el Rosquita contó:

– De pronto, sin que nadies se diera cuenta este negro e’mierda comenzó a tocar gemelas.
Seguramente, en su familia hubo un músico: un tío, un abuelo, qué sé yo. Don Manuel, el del
conjunto “Los Tropicales” lo contrató para que lo acompañara en el programa de Te Ve que
tiene en el Canal 13. El día de su debut había que verlo al mono éste, vestido con bombacha
de colores. El pelo lo tenía, al principio planchado y brillante; pero, ¡carajo! la pasa no se
esconde, compadre. Tremenda bulla que se armó en el barrio. Todos los de la Quinta pidieron
al japonés que pusiera Canal 13, para ver a este Natkinkón en jodas. Salieron en la pantalla
“Las Candelitas”, famoso dúo cubano, y, al fondo, como una mancha, en medio de más de
diez músicos, estaba este negro hediondo, moviéndose como una puta. De un momento a
otro, avanzó y en toda la pantalla apareció tremenda cara de mono y comenzó a saludar.
Pucha, si es bruto mi cuñao. Lo sacaron a patada limpia.

– Pero mi cara salió en Te Ve y ahora las gilas se me echan.

– Te creemos, te creemos, Natkinkón en jodas.

El trago se terminaba y la guaracha de la radiola les metía fuego en la sangre. Colorete, distante
y callado, pensaba en la hazaña del Príncipe. Le tenía envidia. El nunca había salido en los
periódicos. Todos tenían una historia que contar, menos él. Pero cómo le hería el recuerdo del
Príncipe.

– El Príncipe es un cojudo. (Gritó Colorete, borracho). Está bien lo del asalto y el robo del
For; pero es un cojudo al dejarse chapar tan suave. Lo han encontrado con el bollo. Cualquier
iniciado en la materia sabe lo que hay que hacer con el producto de un robo Ahí, no le tenía al
Choro Plantado; por qué no consultó con él.

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– ¿Qué, estás envidioso, no? -se atrevió a decir el Rosquita.

Colorete comprendió que su prestigio se deshacía como el hielo en verano: rápido, suave.

– El Choro Plantado debe estar en el billar, preguntémosle qué opina del Príncipe.

Se pusieron de pie, pagaron la cuenta y se encaminaron, derechitos, a “La Estrella”.

– Ya Don Lucho me habló del asunto -respondió Choro Plantado. Macizo, alto y medio
achinado, movía distraídamente el taco, mientras, paciente, esperaba que su contrincante
terminara la bolada.

– Ese muchachito promete. A ver, Don Lucho, dos pomos, por favor. Hay que tener cojones
par asaltar y robar un For, solito, sin ayuda, sin campana. ¡Qué carajo! Conozco al cobrador
ese. No es tan indefenso.

Es bien fuerte. (Miró con calma, como si el tiempo no corriera, la colocación de las bolas. Se
inclinó a la altura de la mesa y calculó con un ojo la posible trayectoria de su bola. Calmo y
paciente, echó tiza al taco y, preciso y fuerte, taqueó: carambola. Durante su volada de quince
no dijo nada, luego…) … lo único que no comprendo, como dice Colorete, por qué mierda no
escondió la mosca y por qué no me habló del For, se lo hubiera desmantelado, y ni san puta lo
hubiera encontrado. Bonito bollo se nos ha escapado de los dedos. (Sin apresurarse dejó el
taco en la pared. Tomó una botella y sirvió, cuidadoso.) Salud contigo, Cara de Ángel. (Bebió y
dejó el vaso en manos de Cara de Ángel. Despacio fue al tablero y apuntó su bolada. Volvió
tranquilo, siempre mirando la mesa)…. por la forma como ha trabajado se ve que es
inteligente, que tiene sangre fría; pero, ¿por qué mierda se ha dejado chapar tan suave? No lo
comprendo. Quisiera hablar con él.
La collera, después de discutir el asunto hasta altas horas de la madrugada, se dispersó en la
puerta de La Quinta. La neblina resplandecía con la luz amarillenta de los postes y había
sueño; pero la foto del Príncipe como una herida le hincaba el pecho a Colorete. La hazaña del
Príncipe le quemaba, le mordía el corazón.

II

Mañana del 5 de agosto. Desde el fondo de un canal negro se acerca una llamita naranja. Crece,
crece y todo lo invade: naranja, transparente con venas azules. Ahora, huevo oscuro con
aluminosa; corona verde brillante se aleja en violeta y se pierde y se pierde en morado intenso.
Círculos y estrellas pequeñísimos nacen y mueren interminablemente. Este globo enanito, del
fondo, nace rojo; se acerca grande, amarillo; gigante, verde, se aleja, se aleja; muere: puntito
azul. Arena menudita cae, violentamente, en silencio, como cataratas de piedras. Finísimos
alfileres hierven en los pies: hormigueo bullicioso. Cómo abrir los ojos, cómo mover los pies
sin sentir las agujas que trepan como arañitas electrizadas. Frío en la espalda y en el pecho y en
las manos y en los pies. Cómo abrir los ojos si una luz intensa los oprime. Y después de todo
hoy no hay colegio. Nuevamente el verde que se agita en las olas rojas y Alicia en la playa me
ve y se va con Carambola. Quedo solo en medio de la calle: amanece. Lloro, lloro,
inconsolablemente.

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Todo está perdido. Estoy solo, solo, y tengo ganas de morirme. El nublado de la mañana
enceguece. En el fondo de uno mismo, más adentro del pecho, se agranda un puñal helado,
ardiente. Y es imposible contener el llanto y es imposible contenerlo. La misma sala de anoche,
pero sin gente. “Es peligroso que esté con los otros”, dijeron y tuve que pasar el resto de la
noche sentado en esta silla del Departamento de Delitos Contra el Patrimonio. Serán las siete,
será más tarde: lo mismo da. “Pero de todas maneras, López, mañana temprano hay que hacer
ese parte”, dijo el Jefe antes de irse, anoche.

Este López es bruto y flojo como mandado hacer. Ya van tres papeles arrugados en el canasto
y no pasa del título del parte. Minucioso, aplicado y limpio como el chancón de la clase; pero
animal. Coloca el papel: lo cuadra, revisa las copias, las endereza. Enciende un country. Busca
un cenicero. Lo encuentra. Tira otra chupada. Detiene el humo en la boca. Luego, hace
argollas. Las mira hasta que se deshacen en el techo. Se vuelve a sentar. Se quita el saco. Se
arregla las mangas de la camisa. Mueve los dedos (para que se calienten, dice él). Mira el papel
en blanco y se queda en babia. De pronto se entusiasma y arremete valiente con las teclas. Se
equivoca. Rompe el papel. Y, nuevamente, se prepara.

El Príncipe lo sigue con los ojos, lo examina, atentamente, y como una muchachita ingenua
está que se come la risa. Ya no recuerda que ha despertado llorando: mejor. Por fin, el
encabezamiento salió correcto, impecable, limpio, subrayado.

– Tu nombre completo.

– Roberto Montenegro del Carpio

– … d-e-l-C-a-r-p-i-o. A ti te dicen el Príncipe, ¿no?

– Sí, señor.

– ¿Por qué, ah?

– No sé, ¿ah?

(Si Lima es Ciudad de los Reyes por algo será. Robertito, tú tienes toda la facha de un Príncipe.
Eres un auténtico hijo de Lima. -Y, ¿cómo sabes tú, cómo es la facha de un Príncipe? -le
pregunté asombrado a Manos Voladoras. Entonces, él, afeminado como siempre, con ese
tonito que me da risa, respondió:
-No hay necesidad de ver príncipes de verdad para imaginarse cómo son. Se les conoce por lo
que dicen las novelas, por lo que se ve en el cine y por un poquito de imaginación. Y, aunque
vistas pobremente, disculpa la franqueza, porque no siempre el hábito trace al monje, tu estilo
tan aristocrático de caminar, tu forma tan orgullosa de mirar, tu manera tan afectuosa de dar la
mano y, sobre todo, el color mate pálido de tu tez y tus ojos tan grandes y tan altivos, tan
negros y tan redondos denuncian, aunque no lo quieras, tu realeza, tu sangre azul. In-dis-cu-ti-
ble-men-te-e-res-un-Prín-ci-pe. To-do-un-Prín-ci-pe-.
Y desde ese día se le metió en la cabeza que yo era un Príncipe. Porque Lima, siendo Ciudad
de los Reyes, tenía quetener un Príncipe. Y me quedé con la chapa).

– ¿Edad?

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– Diecisiete años cumplidos, señor. Disculpe, señor; pero diecisiete se escribe la primera con ce
y la segunda con ese, y no las dos con ese, señor.

– Yo sé cómo escribo. ¿En qué año estás?

– En Cuarto de Media, señor.

-¿Padres?

– Mi mamá murió hace tiempo. Mi papá vive todavía, señor.

– Déjate de tanto señor.

– Está bien, señ… -pícaro y palomilla, se tapó la boca.

– Diga el interrogado ¿cómo fue que asaltó at Sr. Arce?

(Un cartapacio resbaló de las manos de un pasajero que se había quedado dormido. E1
ómnibus de Matute se movía escandalosamente. Recuerdo que yo estaba en el estribo,
gorreando. De repente, el señor se despertó y, al no encontrar su cartapacio, armó tal bulla que
el chofer tuvo que parar el vehículo.
Pero al encontrarlo en el suelo se alegró y, en alta voz, dijo que ahí llevaba más de diez mil
soles. Sorprendido, paré la oreja. Para colmo de mis males, el señor ese tenía que bajarse en la
misma esquina en que yo tenía que apearme. Varias cuadras caminé tras él. Se encontró con
amigos y entraron a una cantina. Paciente, esperé fuera por más de dos horas. Salió solo, los
demás quedaron quemando. Ese tal Arce fue el culpable de todo: porque si él, en el ómnibus,
no dice que tiene diez mil tacos, no se me hubiera despertado la ambición y porque si se va
derechito a su choza, sin quedarse en la cantina,
no se me hubiera entrado la tentación. Pero eso no es nada, sino que se le antojó ir a casa de
Gaby, la de las mecas. Ahí, la calle es bien oscura y casi no hay gente a esas horas. Me distancié
un poco. Tomé valor. Apreté la carrera. Lo atropellé. Y fino, le arranché el cartapacio. Corrí
como loco. Llegué a la
Quinta. Debajo de las gradas conté el dinero.

Mentiroso el viejo: apenas había cinco mil y algunos cheques por cobrar que no alcanzaban a
mil quinientos tacos. La ambicia, compadre, que si yo rompo esos cheques, nadies me agarra.
Y, por último, el tal Arce debe estar agradecido: que si cae en manos de maleantes, me lo
cortan).

– Oye, ¿te has comido la lengua. No sabes hablar?

– Pero si los tiras están para averiguar el delito. Si yo lo cuento todo no hay gracia.

– ¡Ah, carajo! ¿Dónde crees que estás? ¿Con quién crees que estás hablando, mocoso e’
mierda?

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El auxiliar López se puso en pie y le largó dos fuertes y sonoros sopapos. El Príncipe, sin
perder su dignidad, con las mejillas sonrosadas, conteniendo las lágrimas y mordiéndose los
labios, quedó en silencio, mirándolo con clase, resentido.

– Si quieres, contestas; si no, te jodes.

Dos brasas le quemaban el rostro. La boca la sintió amarga y tuvo ganas de tirarle el tintero por
la cabeza. E1 auxiliar López, frío e indiferente, escribía: “el interrogado se niega a responder”.

– Vamos con la otra pregunta. ¿Cómo es que robaste el auto?

(Al día siguiente del asalto, por la mañana, me fui al centro y en Marqueti me compré un
pantalón negro, americano, tres casacas bien rocanroleras, dos tabas, como la gran puta, de
becerro importado. Compré también cuatro cajetillas de Salen. Y en Oesle, después de
enamorar a las vendedoras, le compré para la Alicia un vestido de lana).

– ¿Vas a contestar o no?

(Cuando ya regresaba a mi casa, al cruzar la Avenida Tacna, vi un For. ¡Pucha si estaba bobo!:
lo habían dejado con la llave en el motor y con las ventanas abiertas. Se necesitaba ser muy gil
para encontrar así un For y no choreárselo. Tranquilo y sereno abrí la puerta. Me senté bien
cómodo, como si fuera mío el carro. Encendí el motor y allá me fui, despacito no más, para
que el tombo no se diera cuenta).

– Lo robé no más, pues, señor.

– Diga el interrogado cómo fue que aprendió a manejar automóvil.

– Mi papá, que es dueño de un taller de reparaciones, me enseñó, señor. (Ves que trabajo todo
el día y ni siquiera me ayudas. Desde mañana, sin falta, te enseño a manejar carro, para que
puedas ayudar en el taller).

– ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

E1 auxiliar López lo miró y siguió escribiendo.

– Me puede decir ¿por qué el señor ese del carro dejó la llave y las ventanas abiertas?

López quedó silencioso y recordó: (Sí, señor, como le digo, llegué apurado al Banco. Se me
vencía una letra, en último día. Ya iban a cerrar la oficina, así es que salí a la carrera del auto sin
darme cuenta que había dejado las llaves. ¡Qué descuido, por Dios!).

– Diga el interrogado ¿cómo fue que pasó la tarde del robo y en qué invirtió el dinero robado?

(Al llegar al barrio me encontré con Cara de Ángel y lo invité al carro Subió y nos fuimos al
Callao.

39
Ahí almorzamos y tomamos vino. Cara de Ángel asustado me hizo varias preguntas sobre la
mosca y sobre el carro. Le dije que me había ganado plata en las carreras y que el For era del
taller de mi teclo.
Como a eso de las tres de la tarde regresamos. Lo dejé en el billar y le regalé más de cien tacos
de verdad).

– ¿Tampoco contestas a esta pregunta, no? Solito te estás jodiendo.

Mientras el auxiliar López escribía cuidadoso, el Príncipe se mordía las uñas y seguía atento el
vuelo de una mosca, que por fin salió por la ventana.

– ¿Qué hiciste después del robo, ah?

(Rapidito me fui a casa de Alicia. Silbé. Salió. Y estaba bien rica: ojerosa y con olor a cama
sucia que arrechaba. La invité al cine. Me dijo que su mamá no la dejaba salir y que, además,
tenía dolor de cabeza. Siempre lo mismo conmigo. Con Carambola es diferente. Para
Carambola no hay dolor de cabeza. Para
Carambola, su mamá la deja salir hasta de noche. Y ¿por qué, entonces, coquetea conmigo? Le
enseñé el carro: se asustó; le di el paquete, lo abrió y, al ver el vestido, casi se desmaya. -Pero
Príncipe ¿qué has hecho? ¿De dónde has sacado carro y plata? -repetí la historia que conté a
Cara de Ángel. No me
quiso creer. -No me comprometas. Eres un ladrón. Déjame en paz-. Y se fue a la carrera. Si yo
fuera Carambola, de seguro habría recibido el vestido, y, más que seguro, hubiera subido al
carro. Todo se fue al agua. Y yo que pensaba llevarla al cine, invitarla a la Crenrica y en el
anochecer ir con el auto
hasta Chosica. Le hubiera besado las manos y nada más. En ese momento la odié, la quise ver
muerta, muerta; pero, ahora, qué raro, la quiero. No hay caso, estoy sufrido por ella. Templado
hasta la remaceta).

– ¿Parece que no te das cuenta de tu situación, ¿no?

– Si usted lo dice, será así.

(Caliente me enchaté. Estuve solo en una cantina y toda la tarde puse boleros y guarachas en la
radiola.
Ya en el anochecer me encontré con Manos Voladoras. Afeminado, como siempre, me besó la
mano. Entonces, le dije: Gracias, madán. Le hice una venia y lo mandé a la mierda. ¡Pobrecito!)

– Diga el interrogado si el asalto y el robo lo cometió solo o acompañado.

– Yo solo me basto.

– Sigues insolente, ¿no? Diga el interrogado ¿cómo fue que llegó a la casa de diversiones de
Prolongación
México?

(Más bruto es este auxiliar López: llegué, pues, en coche, ¡carajo!).

40
– Tan mocoso y tan sabido, ¿no?

(Desde las vacaciones de fin de año, cada quince días, voy a casa de Sabina a donde Dora.
Parece que Dora se enamoró de mí. Dora, pues. Esa chinita de 28 años, más o menos, que
baila suavesísimo y que se pega como lapa, la conoces, ¿no? Cuando estaba en su cuarto ella
misma me desvestía. Me daba vergüenza y le pedía que apagara la luz; pero Dora, caprichosa,
no hacía caso y me acariciaba, tierna, todo el cuerpo. Asustado, escondía mi cara en su pecho y
me abrazaba fuerte, entonces, ella, suspendía mi rostro, me besaba dulcemente los ojos y decía
loca, triste y llorosa. -¡Mi muchachito, mi muchachito!-.

Creo que la llegué a querer y creo que ella también me quiso; porque nunca me cobró, al
contrario, me
invitaba cerveza).

– Diga el interrogado cómo fue que la fémina esa lo denunció y ¿por qué?

(Apenas la vi le enseñé la plata, le obsequié el vestido y la saqué a la calle para que viera el auto.
Cuando regresamos al bulín, ella, triste y decepcionada, me dijo -Así, con plata, regalos, carro,
ya no te quiero. Me gustabas como chicoquito pobre, abandonado. Andavete. No vuelvas más
por aquí. La agarré fuerte y ella creyó que le iba a pegar. Gritó y, en menos de un segundo,
hombres altos y morenos me rodearon. Hasta ahora no me explico en qué momento llegó el
patuto. E1 caso es que un sargento me llevó, casi en peso, hasta el For robado y, ahí, se
descubrió el pastel).

– Hemos terminado el parte y casi nada has contestado. Fíjate, has robado más de cinco mil
soles y un auto y en menos de veinticuatro horas te hemos capturado con todo. No hay caso:
eres un cojudo.

(Sí, soy un cojudo, pero por culpa de Alicia y de Dora. Manos Voladoras también tiene la
culpa. Siempre con la misma vaina: eres un Príncipe, eres un Príncipe. ¿Y cómo, en la Ciudad
de los Reyes, un Príncipe sin auto y sin plata?: la hueva, compadre).

41
Por las azoteas
Por: Julio Ramón Ribeyro
A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino
de objetos destruidos.

Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas
que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados,
maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida
purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos
yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía
ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir
como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía
construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe
reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.

Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a


valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas
largas campañas, que no iban sin peligros -pues había que salvar vallas o saltar
corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía
a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia
esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una
chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente
en una tierra en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes.

En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre
despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones, pero una alta
empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme
a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión.

A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida.


Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegué
al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en ella, logre
pasar la cabeza. Al principio sólo distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio
por una larga farola. Pero cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un
hombre sentado en una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su
hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados.
Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba
de los náufragos.

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Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo
mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de
desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera.

Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas,
poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que
sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado,
expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos,
tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más
grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de
vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel.

En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo
tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que
pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi
fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre,
contorneé la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas
apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus largas
manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para
seguir el paso de las nubes viajeras.

Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es que el
hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero.

-Pasa -dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé que estás allí. Vamos a
conversar.

Esta invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el


deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y salté
al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo
blanco del bolsillo -¿era un signo de paz?- se enjugó la frente.

-Hace rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa… ¡Este
calor!

-¿Quién eres tú? -le pregunté.

-Yo soy el rey de la azotea -me respondió.

-¡No puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos.
Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes
por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.

-No importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.

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-No -respondí-. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando
todos estén dormidos, caminaré por los techos.

-Está bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas, pero
déjame al menos ser el rey de los gatos.

Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de


pastor o domador de mis rebaños salvajes.

-Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo
demás es mío.

-Acordado -me dijo-. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de
persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un
hombre que sabía algo. Por esta razón lo colocaron en un púlpito. Después lo
metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo
encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron
colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces
lo dejaron en paz».

Al decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al ver
que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio.

-No te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil: «Había
una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un
pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía
la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en
todo el mundo. Durante años repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los
ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en
el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un
secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».

Esta vez el hombre no rió sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos
indagadores.

-¿Quién eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo
el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?

-¡Demasiadas preguntas! -me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia
mí- Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas mañana?
Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del infierno.

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Yo miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando,
hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba sobre
sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja.

Al día siguiente regresé.

-Te estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y
no tengo nada qué hacer.

En lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada
codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la
farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.

-Ah, ya sé -dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo
que quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.

-No vengo por los trastos -le respondí-. Tengo bastantes, tengo más que todo el
mundo.

-Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí


me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan caer sus
aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo.
¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol?

-Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad.

-Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y que
pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. Así
estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.

Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría
por sus barbas y humedecía sus manos.

-¿Sabes por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de
pronto-. Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber
cambiado de destino, cuando sólo se habían mudado de traje.

-¿La construiremos de tela o de papel? -le pregunté.

El hombre quedo mirándome sin entenderme.

-¡Ah, la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel


humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo
arrancaremos con una tenaza.

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Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que
había imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate- cuando el
hombre se contuvo.

-Es bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta
las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro será convertida
en cabaret por sus discípulos.

A partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa.


Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e
invenciones. Él me escuchaba con atención, me interrumpía sólo para darme crédito
y alentaba con pasión todas mis fantasías. La sombrilla había dejado de preocuparnos
y ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la
fatiga de las tortugas.

A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de él.
Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u
oscuras:

-Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si vienes
alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden
mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en procesión para hacerme
reverencias.

O decía:

-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto.

Otro día me dijo:

-Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a
su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de
él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole
ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al
jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre
siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron.

A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las
pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba
brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba
a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al
hombre de la perezosa.

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Este había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de
periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía
silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo.

-¡El sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una
escopeta de corcho!

Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja de
cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada.

-Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años?
Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente
pequeño, tan pequeño -que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado.
Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas son las que más nos
atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?

Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los
cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana teatina.

Cuando me retiraba, el hombre me dijo:

-Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no


importa, porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.

En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos


últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a
cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio
conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada
de riquezas.

El hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo,


observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los
techos.

-¡Todavía dura! -decía señalando el cielo- ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades
frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.

Al día siguiente me entregó un libro:

-Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo…, de este largo
verano.

Era un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio.
Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el hombre

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de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo
a arrojarlo a la basura.

-¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche
cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea.

Esa noche mi papá me dijo:

-Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la
azotea.

Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado
por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas,
miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor -una manzana, un plátano,
repetidos hasta el infinito- u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero
mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados
me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.

Se abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me
distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres
de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían
lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.

Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y
pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoño.
De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos
abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón.

Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna,
subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los
cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los
maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis dominios y a
través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada. Encaramándome en el
perchero, me asomé al otro lado.

Solo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra


el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de
encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una
escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida.
Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de
losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.

Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.

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El hermano menor
Mario Vargas Llosa

Al lado del camino había una enorme piedra y, en ella, un sapo; David le apuntaba
cuidadosamente.

—No dispares —dijo Juan.

David bajó el arma y miró a su hermano, sorprendido.

—Puede oír los tiros —dijo Juan.

—¿Estás loco? Faltan cincuenta kilómetros para la cascada.

—A lo mejor no está en la cascada —insistió Juan—, sino en las grutas.

—No —dijo David—. Además, aunque estuviera, no pensará nunca que somos nosotros.

El sapo continuaba allí, respirando calmadamente con su inmensa bocaza abierta, y, detrás de
sus lagañas, observaba a David con cierto aire malsano. David volvió a levantar el revólver,
apuntó con lentitud y disparó.

—No le diste —dijo Juan.

—Sí le di.

Se acercaron a la piedra. Una manchita verde delataba el lugar donde había estado el sapo.

—¿No le di?

—Sí —dijo Juan—, sí le diste.

Caminaron hacia los caballos. Soplaba el mismo viento frío y punzante que los había escoltado
durante el trayecto, pero el paisaje comenzaba a cambiar, el sol se hundía tras los cerros, al pie
de una montaña una imprecisa sombra disimulaba los sembríos, las nubes enroscadas en las
cumbres más próximas habían adquirido el color gris oscuro de las rocas. David echó sobre
sus hombros la manta que había extendido en la tierra para descansar y luego, maquinalmente,
reemplazó en su revólver la bala disparada. A hurtadillas, Juan observó las manos de David
cuando cargaban el arma y la arrojaban a su funda; sus dedos no parecían obedecer a una
voluntad, sino actuar solos.

—¿Seguimos? —dijo David.

Juan asintió.

El camino era una angosta cuesta y los animales trepaban con dificultad, resbalando
constantemente en las piedras, húmedas aún por las lluvias de los últimos días. Los hermanos
iban silenciosos. Una delicada e invisible garúa les salió al encuentro a poco de partir, pero cesó

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pronto. Oscurecía cuando avistaron las grutas, el cerro chato y estirado como una lombriz que
todos conocen con el nombre de Cerro de los Ojos.

—¿Quieres que veamos si está ahí? —preguntó Juan.

—No vale la pena. Estoy seguro que no se ha movido de la cascada. El sabe que por aquí
podrían verlo, siempre pasa alguien por el camino.

—Como quieras —dijo Juan.

Y un momento después preguntó:

—¿Y si hubiera mentido el tipo ese?

—¿Quién?

—El que nos dijo que lo vio.

—¿Leandro? No, no se atrevería a mentirme a mí. Dijo que está escondido en la cascada y es
seguro que ahí está. Ya verás.

Continuaron avanzando hasta entrada la noche. Una sábana negra los envolvió y, en la
oscuridad, el desamparo de esa solitaria región sin árboles ni hombres era visible sólo en el
silencio que se fue acentuando hasta convertirse en una presencia semi——corpórea. Juan,
inclinado sobre el pescuezo de su cabalgadura, procuraba distinguir la incierta huella del
sendero. Supo que habían alcanzado la cumbre cuando, inesperadamente, se hallaron en
terreno plano.

David indicó que debían continuar a pie. Desmontaron, amarraron-los animales a unas rocas.
El hermano mayor tiró de las crines de su caballo, lo palmeó varias veces en el lomo y
murmuró a su oído:

—Ojalá no te encuentre helado, mañana.

—¿Vamos a bajar ahora? —preguntó Juan.

—Sí —repuso David—. ¿No tienes frío? Es preferible esperar el día en el desfiladero. Allá
descansaremos. ¿Te da miedo bajar a oscuras?

—No. Bajemos, si quieres.

Iniciaron el descenso de inmediato. David iba adelante, llevaba una pequeña linterna y la
columna de luz oscilaba entre sus pies y los de Juan, el círculo dorado se detenía un instante en
el sitio que debía pisar el hermano menor. A los pocos minutos, Juan transpiraba
abundantemente y las rocas ásperas de la ladera habían llenado sus manos de rasguños. Sólo
veía el disco iluminado frente a él, pero sentía la respiración de su hermano y adivinaba sus
movimientos: debía avanzar sobre el resbaladizo declive muy seguro de sí mismo, sortear los
obstáculos sin dificultad. Él, en cambio, antes de cada paso, tanteaba la solidez del terreno y
buscaba un apoyo al que asirse; aún así, en varias ocasiones estuvo a punto de caer. Cuando

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llegaron a la sima, Juan pensó que el descenso tal vez había demorado varias horas. Estaba
exhausto y, ahora, oía muy cerca el ruido de la cascada. Esta era una grande y majestuosa
cortina de agua que se precipitaba desde lo alto, retumbando como los truenos, sobre una
laguna que alimentaba un riachuelo. Alrededor de la laguna había musgo y hierbas todo el año
y esa era la única vegetación en veinte kilómetros a la redonda.

—Aquí podemos descansar —dijo David.

Se sentaron uno junto al otro. La noche estaba fría, el aire húmedo, el cielo cubierto. Juan
encendió un cigarrillo. Se hallaba fatigado, pero sin sueño. Sintió a su hermano estirarse y
bostezar; poco después dejaba de moverse, su respiración era más suave y metódica, de cuando
en cuando emitía una especie de murmullo. A su vez, Juan trató de dormir. Acomodó su
cuerpo lo mejor que pudo sobre las piedras e intentó despejar su cerebro, sin conseguirlo.
Encendió otro cigarrillo. Cuando había llegado a la hacienda, tres meses atrás, hacía dos años
que no veía a sus hermanos. David era el mismo hombre que aborrecía y admiraba desde niño,
pero Leonor había cambiado, ya no era aquella criatura que se asomaba a las ventanas de La
Mugre para arrojar piedras a los indios castigados, sino una mujer alta, de gestos primitivos, y
su belleza tenía, como la naturaleza que la rodeaba, algo de brutal. En sus ojos había

aparecido un intenso fulgor. Juan sentía un mareo que empañaba sus ojos, un vacío en el
estómago, cada vez que asociaba la imagen de aquel que buscaban al recuerdo de su hermana, y
como arcadas de furor. En la madrugada de ese día, sin embargo, cuando vio a Camilo cruzar
el descampado que separaba la casa—hacienda de las cuadras, para alistar los caballos, había
vacilado.

—Salgamos sin hacer ruido —había dicho David—. No conviene que la pequeña se despierte.

Estuvo con una extraña sensación de ahogo, como en el punto más alto de la cordillera,
mientras bajaba en puntas de pie las gradas de la casa—hacienda y en el abandonado camino
que flanqueaba los sembríos; casi no sentía la maraña zumbona de mosquitos que se arrojaban
atrozmente sobre él, y herían, en todos los lugares descubiertos, su piel de hombre de ciudad.
Al iniciar el ascenso de la montaña, el ahogo desapareció. No era un buen jinete y el precipicio,
desplegado como una tentación terrible al borde del sendero que parecía una delgada
serpentina, lo absorbió. Estuvo todo el tiempo vigilante, atento a cada paso de su cabalgadura y
concentrando su voluntad contra el vértigo que creía inminente.

—¡Mira!

Juan se estremeció.

—Me has asustado —dijo—. Creía que dormías.

—¡Cállate! Mira.

—¿Qué?

—Allá. Mira.

A ras de tierra, allí donde parecía nacer el estruendo de la cascada, había una lucecita titilante.

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—Es una fogata —dijo David—. Juro que es él. Vamos.

—Esperemos que amanezca —susurró Juan: de golpe su garganta se había secado y le ardía—.
Si se echa a correr, no lo vamos a alcanzar nunca en estas tinieblas.

—No puede oírnos con el ruido salvaje del agua —respondió David, con voz firme, tomando
a su hermano del brazo—. Vamos.

Muy despacio, el cuerpo inclinado como para saltar, David comenzó a deslizarse pegado al
cerro. Juan iba a su lado, tropezando, los ojos clavados en la luz que se empequeñecía y
agrandaba como si alguien estuviese abanicando

la llama. A medida que los hermanos se acercaban, el resplandor de la fogata les iban
descubriendo el terreno inmediato, pedruscos, matorrales, el borde de la laguna, pero no una
forma humana. Juan estaba seguro ahora, sin embargo, que aquel que perseguían estaba allí,
hundido en esas sombras, en un lugar muy próximo a la luz.

—Es él —dijo David—. ¿Ves?

Un instante, las frágiles lenguas de fuego habían iluminado un perfil oscuro y huidizo que
buscaba calor.

—¿Qué hacemos? —murmuró Juan, deteniéndose. Pero David no estaba ya a su lado, corría
hacia el lugar donde había surgido ese rostro fugaz.

Juan cerró los ojos, imaginó al indio en cuclillas, sus manos alargadas hacia el fuego, sus pupilas
irritadas por el chisporroteo de la hoguera: de pronto algo le caía encima y él atinaba a pensar
en un animal, cuando sentía dos manos violentas cerrándose en su cuello y comprendía. Debió
sentir un infinito terror ante esa agresión inesperada que provenía de la sombra, seguro que ni
siquiera intentó defenderse, a lo más se encogería como un caracol para hacer menos
vulnerable su cuerpo y abriría mucho los ojos, esforzándose por ver en las tinieblas al asaltante.
Entonces, reconocería su voz: «¿qué has hecho, canalla?», «¿qué has hecho, perro? ». Juan oía a
David y se daba cuenta que lo estaba pateando, a veces sus puntapiés parecían estrellarse no
contra el indio sino en las piedras de la ribera; eso debía encolerizarlo más. Al principio, hasta
Juan llegaba un gruñido lento, como si el indio hiciera gárgaras, pero después sólo oyó la voz
enfurecida de David, sus amenazas, sus insultos. De pronto, Juan descubrió en su mano
derecha el revólver, su dedo presionaba ligeramente el gatillo. Con estupor pensó que si
disparaba podía matar también a su hermano, pero no guardó el arma y, al contrario, mientras
avanzaba hacia la fogata, sintió una gran serenidad.

—¡Basta, David! —gritó—. Tírale un balazo. Ya no le pegues.

No hubo respuesta. Ahora Juan no los veía, el indio y su hermano, abrazados, habían rodado
fuera del anillo iluminado por la hoguera. No los veía, pero escuchaba el ruido seco de los
golpes y, a ratos, una injuria o un hondo resuello.

—David —gritó Juan—, sal de ahí. Voy a disparar.

Presa de intensa agitación, segundos después repitió.

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—Suéltalo, David. Te juro que voy a disparar.

Tampoco hubo respuesta.

Después de disparar el primer tiro, Juan quedó un instante estupefacto, pero de inmediato
continuó disparando, sin apuntar, hasta sentir la vibración metálica del percutor al golpear la
cacerina vacía. Permaneció inmóvil, no sintió que el revólver se desprendía de sus manos y caía
a sus pies. El ruido de la cascada había desaparecido, un temblor recorría todo su cuerpo, su
piel estaba bañada de sudor, apenas respiraba. De pronto gritó:

—¡David!

—Aquí estoy, animal —contestó a su lado, una voz asustada y colérica—. ¿Te das cuenta que
has podido balearme a mí también? ¿Te has vuelto loco?

Juan giró sobre sus talones, las manos extendidas y abrazó a su hermano. Pegado a él,
balbuceaba cosas incomprensibles, gemía y no parecía entender las palabras de David, que
trataba de calmarlo. Juan estuvo un rato largo repitiendo incoherencias, sollozando. Cuando se
calmó, recordó al indio:

—¿Y ése, David?

—¿Ese? —David había recobrado su aplomo, hablaba con voz firme—. ¿Cómo crees que
está?

La hoguera continuaba encendida, pero alumbraba muy débilmente. Juan cogió el leño más
grande y buscó al indio. Cuando lo encontró, estuvo observando un momento con ojos
fascinados y luego el leño cayó a tierra y se apagó.

—¿Has visto, David?

—Sí, he visto. Vámonos de aquí.

Juan estaba rígido y sordo, como en un sueño sintió que David lo arrastraba hacia el cerro. La
subida les tomó mucho tiempo. David sostenía con una mano la linterna y con la otra a Juan,
que parecía de trapo: resbalaba aún en las piedras más firmes y se escurría hasta el suelo, sin
reaccionar. En la cima se desplomaron, agotados. Juan hundió la cabeza en sus brazos y
permaneció tendido, respirando a grandes bocanadas. Cuando se incorporó, vio a su hermano,
que lo examinaba a la luz de la linterna.

—Te has herido —dijo David—. Voy a vendarte.

Rasgó en dos su pañuelo y con cada uno de los retazos vendó las rodillas de Juan, que
asomaban a través de los desgarrones del pantalón, bañadas en sangre.

—Esto es provisional —dijo David—. Regresemos de una vez. Puede infectarse. No estás
acostumbrado a trepar cerros. Leonor te curará.

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Los caballos tiritaban y sus hocicos estaban cubiertos de espuma azulada. David los limpió con
su mano, los acarició en el lomo y en las ancas, chasqueó tiernamente la lengua junto a sus
orejas. «Ya vamos a entrar en calor», les susurró.

Cuando montaron, amanecía. Una claridad débil abarcaba el contorno de los cerros y una laca
blanca se extendía por el entrecortado horizonte, pero los abismos continuaban sumidos en la
oscuridad. Antes de partir, David tomó un largo trago de su cantimplora y la alcanzó a Juan,
que no quiso beber. Cabalgaron toda la mañana por un paisaje hostil, dejando a los animales
imprimir a su capricho el ritmo de la marcha. Al mediodía, se detuvieron y prepararon café.
David comió algo del queso y las habas que Camilo había colocado en las alforjas. Al
anochecer avistaron dos maderos que formaban un aspa. Colgaba de ellos una tabla donde se
leía: La Aurora. Los caballos relincharon: reconocían la señal que marcaba el límite de la
hacienda.

—Vaya —dijo David—. Ya era hora. Estoy rendido. ¿Cómo van esas rodillas?

Juan no contestó.

—¿Te duelen? —insistió David.

—Mañana me largo a Lima —dijo Juan.

—¿Qué cosa?

—No volveré a la hacienda. Estoy harto de la sierra. Viviré siempre en la ciudad. No quiero
saber nada con el campo.

Juan miraba al frente, eludía los ojos de David que lo buscaban.

—Ahora estás nervioso —dijo David—. Es natural. Ya hablaremos después.

—No —dijo Juan—. Hablaremos ahora.

—Bueno —dijo David, suavemente—. ¿Qué te pasa?

Juan se volvió hacia su hermano, tenía el rostro demacrado, la voz hosca.

—¿Qué me pasa? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Te has olvidado del tipo de la cascada? Si
me quedo en la hacienda voy a terminar creyendo que es normal hacer cosas así.

Iba a agregar «como tú», pero no se atrevió.

—Era un perro infecto —dijo David—. Tus escrúpulos son absurdos. ¿Acaso te has olvidado
lo que le hizo a tu hermana?

El caballo de Juan se plantó en ese momento y comenzó a corcovear y alzarse sobre las patas
traseras.

—Se va a desbocar, David —dijo Juan.

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—Suéltale las riendas. Lo estás ahogando.

Juan aflojó las riendas y el animal se calmó.

—No me has respondido —dijo David—. ¿Te has olvidado por qué fuimos a buscarlo?

—No —contestó Juan—. No me he olvidado.

Dos horas después llegaban a la cabaña de Camilo, construida sobre un promontorio, entre la
casa—hacienda y las cuadras. Antes que los hermanos se detuvieran, la puerta de la cabaña se
abrió y en el umbral apareció Camilo. El sombrero de paja en la mano, la cabeza
respetuosamente inclinada, avanzó hacia ellos y se paró entre los dos caballos, cuyas riendas
sujetó.

—¿Todo bien? —dijo David.

Camilo movió la cabeza negativamente.

—La niña Leonor…

—¿Qué le ha pasado a Leonor? —lo interrumpió Juan, incorporándose en los estribos.

En su lenguaje pausado y confuso, Camilo explicó que la niña Leonor, desde la ventana de su
cuarto, había visto partir a los hermanos en la madrugada y que, cuando ellos se hallaban
apenas a unos mil metros de la casa, había aparecido en el descampado, con botas y pantalón
de montar, ordenando a gritos que le prepararan su caballo. Camilo, siguiendo las instrucciones
de David, se negó a obedecerla. Ella misma, entonces, entró decididamente a las cuadras y,
como un hombre, alzó con sus brazos la montura, las mantas y los aperos sobre el Colorado, el
más pequeño y nervioso animal de La Aurora que era su preferido.

Cuando se disponía a montar, las sirvientas de la casa y el propio Camilo la habían sujetado;
durante mucho rato soportaron los insultos y los golpes de la niña, que, exasperada, se debatía
y suplicaba y exigía que la dejaran marchar tras sus hermanos.

—¡Ah, me las pagará! —dijo David—. Fue Jacinta, estoy seguro. Nos oyó hablar esa noche
con Leandro, cuando servía la mesa. Ella ha sido.

La niña había quedado muy impresionada, continuó Camilo. Luego de injuriar y arañar a las
criadas y a él mismo, comenzó a llorar a grandes voces, y regresó a la casa. Allí permanecía,
desde entonces, encerrada en su cuarto.

Los hermanos abandonaron los caballos a Camilo y se dirigieron a la casa.

—Leonor no debe saber una palabra —dijo Juan.

—Claro que no —dijo David—. Ni una palabra.

Leonor supo que habían llegado por el ladrido de los perros. Estaba semidormida cuando un
ronco gruñido cortó la noche y bajo su ventana pasó, como una exhalación, un animal

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acezante. Era Spoky, advirtió su carrera frenética y sus inconfundibles aullidos. En seguida
escuchó el trote perezoso y el sordo rugido de Domitila, la perrita preñada. La agresividad de
los perros terminó bruscamente, a los ladridos sucedió el jadeo afanoso con que recibían
siempre a David. Por una rendija vio a sus hermanos acercarse a la casa y oyó el ruido de la
puerta principal que se abría y cerraba. Esperó que subieran la escalera y llegaran a su cuarto.
Cuando abrió, Juan estiraba la mano para tocar.

—Hola, pequeña —dijo David.

Dejó que la abrazaran y les alcanzó la frente, pero ella no los besó. Juan encendió la lámpara.

—¿Por qué no me avisaron? Han debido decirme. Yo quería alcanzarlos, pero Camilo no me
dejó. Tienes que castigarlo, David, si vieras cómo me agarraba, es un insolente y un bruto. Yo
le rogaba que me soltara y él no me hacía caso.

Había comenzado a hablar con energía, pero su voz se quebró. Tenía los cabellos revueltos y
estaba descalza. David y Juan trataban de calmarla, le acariciaban los cabellos, le sonreían, la
llamaban pequeñita.

—No queríamos inquietarte —explicaba David—. Además, decidimos partir a última hora. Tú
dormías ya.

—¿Qué ha pasado? —dijo Leonor.

Juan cogió una manta del lecho y con ella cubrió a su hermana. Leonor había dejado de llorar.
Estaba pálida, tenía la boca entreabierta y su mirada era ansiosa.

—Nada —dijo David—. No ha pasado nada. No lo encontramos.

La tensión desapareció del rostro de Leonor, en sus labios hubo una expresión de alivio.

—Pero lo encontraremos —dijo David. Con un gesto vago indicó a Leonor que debía
acostarse. Luego dio media vuelta.

—Un momento, no se vayan —dijo Leonor.

Juan no se había movido.

—¿Sí? —dijo David—. ¿Qué pasa, chiquita?

—No lo busquen más a ese.

—No te preocupes —dijo David—, olvídate de eso. Es un asunto de hombres. Déjanos a


nosotros.

Entonces Leonor rompió a llorar nuevamente, esta vez con grandes aspavientos. Se llevaba las
manos a la cabeza, todo su cuerpo parecía electrizado, y sus gritos alarmaron a los perros, que
comenzaron a ladrar al pie de la ventana. David le indicó a Juan con un gesto que interviniera,
pero el hermano menor permaneció silencioso e inmóvil.

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—Bueno, chiquita —dijo David—. No llores. No lo buscaremos.

—Mentira. Lo vas a matar. Yo te conozco.

—No lo haré —dijo David—. Si crees que ese miserable no merece un castigo…

—No me hizo nada —dijo Leonor, muy rápido, mordiéndose los labios.

—No pienses más en eso —insistió David—. Nos olvidaremos de él. Tranquilízate, pequeña.

Leonor seguía llorando, sus mejillas y sus labios estaban mojados y la manta había rodado al
suelo.

—No me hizo nada —repitió—. Era mentira.

—¿Sabes lo que dices? —dice David.

—Yo no podía soportar que me siguiera a todas partes —balbuceaba Leonor—. Estaba tras de
mí todo el día, como una sombra.

—Yo tengo la culpa —dijo David, con amargura—. Es peligroso que una mujer ande suelta
por el campo. Le ordené que te cuidara. No debí fiarme de un indio. Todos son iguales.

—No me hizo nada, David —clamó Leonor—. Créeme, te estoy diciendo la verdad.
Pregúntale a Camilo, él sabe que no pasó nada. Por eso lo ayudó a escaparse. ¿No sabías eso?
Sí, él fue. Yo se lo dije. Sólo quería librarme de él, por eso inventé esa historia. Camilo sabe
todo, pregúntale.

Leonor se secó las mejillas con el dorso de la mano. Levantó la manta y la echó sobre sus
hombros. Parecía haberse librado de una pesadilla.

—Mañana hablaremos de eso —dijo David—. Ahora estamos cansados. Hay que dormir.

—No —dijo Juan.

Leonor descubrió a su hermano muy cerca de ella: había olvidado que Juan también se hallaba
allí. Tenía la frente llena de arrugas, las aletas de su nariz palpitaban como el hociquito de
Spoky.

—Vas a repetir ahora mismo lo que has dicho —le decía Juan, de un modo extraño—. Vas a
repetir cómo nos mentiste.

—Juan —dijo David—. Supongo que no vas a creerle. Ahora es que trata de engañarnos.

—He dicho la verdad —rugió Leonor; miraba alternativamente a los hermanos—. Ese día le
ordené que me dejara sola y no quiso. Fui hasta el río y él detrás de mí. Ni siquiera podía
bañarme tranquila. Se quedaba parado, mirándome torcido, como los animales. Entonces vine
y les conté eso.

—Espera, Juan —dijo David—. ¿Dónde vas? Espera.

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Juan había dado media vuelta y se dirigía hacia la puerta; cuando David trató de detenerlo,
estalló. Como un endemoniado comenzó a proferir improperios: trató de puta a su hermana y
a su hermano de canalla y de déspota, dio un violento empujón a David que quería cerrarle el
paso, y abandonó la casa a saltos, dejando un reguero de injurias. Desde la ventana, Leonor y
David lo vieron atravesar el descampado a toda carrera, vociferando como un loco, y lo vieron
entrar a las cuadras y salir poco después montando a pelo el Colorado. El mañoso caballo de
Leonor siguió dócilmente la dirección que le indicaban los inexpertos puños que tenían sus
riendas; caracoleando con elegancia, cambiando de paso y agitando las crines rubias de la cola
como un abanico, llegó hasta el borde del camino que conducía, entre montañas, desfiladeros y
extensos arenales, a la ciudad. Allí se rebeló. Se irguió de golpe en las patas traseras
relinchando, giró como una bailarina y regresó al descampado, velozmente.

—Lo va a tirar —dijo Leonor.

—No —dijo David, a su lado—. Fíjate. Se sostiene.

Muchos indios habían salido a las puertas de las cuadras y contemplaban, asombrados, al
hermano menor que se mantenía increíblemente seguro sobre el caballo y a la vez taconeaba
con ferocidad sus ijares y le golpeaba la cabeza con uno de sus puños. Exasperado por los
golpes, el Colorado iba de un lado a otro, encabritado, brincaba, emprendía vertiginosas y
brevísimas carreras y se plantaba de golpe, pero el jinete parecía soldado a su lomo. Leonor y
David lo veían aparecer y desaparecer, firme como el más avezado de los domadores, y estaban
mudos, pasmados. De pronto, el Colorado se rindió: su esbelta cabeza colgando hacia el suelo,
como avergonzado, se quedó quieto, respirando fatigosamente. En ese momento creyeron que
regresaba; Juan dirigió el animal hacia la casa y se detuvo ante la puerta, pero no desmontó.
Como si recordara algo, dio media vuelta y a trote corto marchó derechamente hacia esa
construcción que llamaban La Mugre. Allí bajó de un brinco. La puerta estaba cerraba y Juan
hizo volar el candado a puntapiés. Luego indicó a gritos a los indios que estaban adentro, que
salieran, que había terminado el castigo para todos. Después volvió a la casa, caminando
lentamente. En la puerta lo esperaba David. Juan parecía sereno; estaba empapado de sudor y
sus ojos mostraban orgullo. David se aproximó a él y lo llevó al interior tomado del hombro.

—Vamos —le decía—. Tomaremos un trago mientras Leonor te cura las rodillas.

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ENSAYOS Y ARTÍCULOS

La marcha del bicentenario

Memoria del futuro

El indígena en el siglo xxi

59
La marcha del bicentenario
Por Luis Nieto Degregori

Nuestra república se proclama y se funda, a partir de 1821, cuando sucesivas rebeliones indígenas en
contra de la corona española, empezando por la de Túpac Amaru en 1870 hasta llegar a la de Pumacahua
en 1814, habían desangrado a la nobleza nativa y consumido sus esfuerzos. Es por esa razón que los
sectores criollos que se ponen al frente de la guerra de independencia construyen un Estado de espaldas
a las grandes mayorías indígenas. Aníbal Quijano, quien más agudamente ha reflexionado sobre este
episodio fundacional de nuestra historia, resume esta paradoja haciendo notar que el nuevo Estado
independiente en América Latina no emergía como un moderno Estado-nación: no era nacional respecto
de la inmensa mayoría de la población y no era democrático, no estaba fundado en, ni representaba,
ninguna efectiva mayoría ciudadana.

Durante nuestros cien primeros años de vida independiente, este Estado al servicio de una
minoría sigue un proceso de consolidación que no es socavado ni siquiera por la derrota en la
guerra del Pacífico, aunque ese es el momento en que se levantan algunas figuras que ponen el
dedo en la llaga como Manuel González Prada cuando, en su ensayo Nuestros indios, manifiesta:
“En el Perú vemos una superposición étnica: excluyendo a los europeos y al cortísimo número de blancos
nacionales o criollos, la población se divide en dos fracciones muy desiguales por la cantidad, los
encastados o dominadores y los indígenas o dominados. Cien a doscientos mil individuos se han
sobrepuesto a tres millones.”

Recién entrado el siglo XX, a los pocos años de los fastos de conmemoración del centenario de la
república, se publican los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana en los que un joven
pensador proclama, tras estudiar la situación de las mayorías indígenas desde ángulos como el legislativo,
el étnico, el educativo, el administrativo e incluso el moral, que el problema indígena es el problema de la
tierra. Señala con perspicacia José Carlos Mariátegui que “a la República le tocaba elevar la condición del
indio. Y contrariando este deber, la República ha pauperizado al indio, ha agravado su depresión y ha
exasperado su miseria. La República ha significado para los indios la ascensión de una nueva clase
dominante que se ha apropiado sistemáticamente de sus tierras”. Y desnuda a continuación el estado de
cosas indicando que “la feudalidad criolla se ha comportado más ávida y más duramente que la feudalidad
española” y que “la servidumbre del indio no ha disminuido bajo la República.”

Las mayorías indígenas de nuestro país asumieron dos estrategias para luchar contra el sistema
de hacienda y de servidumbre que las envilecía. Las tomas de tierra y las rebeliones contra los
gamonales fueron uno de los caminos seguidos y la migración a Lima, el otro. Entre 1912 y 1924
se da una primera oleada de rebeliones y entre 1956 y 1964 la segunda, más extensa y casi a lo largo de
todo el territorio nacional. La reforma agraria implementada por el gobierno militar de Velasco Alvarado
en 1969 fue la respuesta a estas tomas de tierras, mayormente pacíficas, y trajo consigo a la larga el fin del
sistema de hacienda y del oprobioso trabajo servil. Por su parte, las migraciones, que habían comenzado
en los años cuarenta del siglo XX y fueron ganando amplitud década tras década, se tradujeron en
formidables hervideros sociales como la “cholificación” y el desborde popular en el último tercio del siglo
XX.

Desde la literatura, un escritor que de niño había recibido el calor del fogón indígena y había aprendido
el quechua a la par que el castellano, se anticipó a los científicos sociales y reflejó en su obra los dos
caminos que siguieron los indios para liberarse de la servidumbre y conquistar la ciudadanía en una
república que persistía en negarles dignidad y derechos. Ya en Agua, uno de los primeros cuentos que
publicó en 1935, Pantacha es un indio que intenta remecer el Ande con su corneta y que se rebela contra
el hacendado luego de haber comprobado, en las haciendas de la costa, que la injusticia campea por

60
doquier. El formidable Rendón Willka de Todas las sangres (1964), por su parte, ha pasado años en Lima
antes de retornar a sus lares de origen para desembalsar las aguas que barrerán con el sistema de hacienda.

Más aún, el título que José María Arguedas le dio a su novela se convirtió con el correr del tiempo en una
poderosa metáfora que le señaló a la sociedad peruana un horizonte utópico, una dirección en la que
podía marchar. Se trata, de hecho, de la única bandera, hasta el día de hoy, que moviliza las mejores
energías de nuestra nación en vísperas del bicentenario.

Arguedas se suicidó en 1969 y no llegó a ver cómo cobraba fuerza ese proceso de “cholificación”
sobre el que llamó la atención Aníbal Quijano y que, en palabras de este sociólogo, “implica el
surgimiento de una nueva vertiente cultural en nuestra sociedad, que crece como tendencia en los
últimos años y prefigura un destino peruano, distinto que el de la mera aculturación total de la población
indígena en el marco de la cultura occidental criolla, que ha sido hasta aquí el tono dominante de todos
los esfuerzos por ‘integrar’ al indígena en el seno de la sociedad peruana.”
El desborde popular sobre el que llama la atención José Matos Mar también en los años ochenta muestra
igualmente una Lima y un país andinizados que se mueven en la informalidad ante la incapacidad del
Estado de responder a sus legítimas demandas. En palabras de Matos Mar, el Estado criollo “se enfrenta
al desborde multitudinario de las masas, que se organizan y rebasan toda capacidad de control por parte
de los mecanismos oficiales, creando las bases de una emergente estructura paralela.”
¿Qué le depara al Perú en estas nuevas circunstancias? Matos Mar concluye su ensayo en 1984 con esta
advertencia: “El Perú Oficial no podrá imponer otra vez sus condiciones. Deberá entrar en diálogo con
las masas en desborde, para favorecer la verdadera integración de sus instituciones emergentes en el Perú
que surge. Pero para esto, deberá aceptar los términos de la nueva formalidad que las masas tienen en
proceso de elaboración espontánea. Solo en esas condiciones podrá constituirse la futura legitimidad del
Estado y la autoridad de la Nación.”

La violencia política que desató Sendero Luminoso en 1980 significó un duro revés no solo para
la economía de nuestro país sino, sobre todo, para su tejido social, con un enorme costo en vidas
humanas y un golpe casi letal a las organizaciones gremiales y sociales que habían surgido a lo
largo del siglo. Las huestes de Abimael Guzmán, con el objetivo de hegemonizar el liderazgo del
movimiento popular, asesinaban a dirigentes sindicales de la ciudad y del campo. Es cierto que la derrota
de este grupo terrorista se debió en buena parte a la oposición activa de estas mismas organizaciones,
como las rondas campesinas en las zonas rurales desde las que SL desplegaba su guerra desde el campo
a la ciudad, pero el costo que el movimiento popular debió pagar fue demasiado alto.
El autogolpe de Alberto Fujimori y el apartamiento de la vía democrática sentaron las condiciones para
el auge del neoliberalismo y significaron el tiro de gracia para las organizaciones sindicales, tanto de
trabajadores como de campesinos. Estas últimas surgieron en el fragor de las tomas de tierras, así como
en el proceso de implementación de la reforma agraria.
Violencia política primero y la década del fujimorato después trajeron desinstitucionalización y agravaron
el divorcio entre el Perú oficial criollo y ese Perú informal de raíces indígenas y cholas que seguía
ramificándose en Lima y las principales ciudades del país, pugnando por ganar el lugar que les
corresponde en la sociedad peruana dada su condición mayoritaria. El Perú de la informalidad, además,
ha intentado avanzar en las dos últimas décadas en medio de una generalizada crisis del sistema político
y de representación. Partidos políticos y movimientos independientes que apostaban por el
outsider de turno y han visto al Estado como un botín se han sucedido en el gobierno en los
últimos veinte años, de modo que ahora mostramos al mundo el espectáculo de expresidentes
en prisión a la espera de los juicios que castigarán sus actos de corrupción.
La pandemia que está removiendo el orden mundial hasta sus cimientos nos sorprendió en vísperas de la
conmemoración del bicentenario, con un presidente que al asumir sus funciones puso en el primer lugar
de la agenda política la lucha contra la corrupción. Hay cierto consenso nacional e incluso internacional
en que las políticas desplegadas para frenar el coronavirus son las adecuadas, lo cual no quita un alto

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grado de incertidumbre sobre el costo que nos tocará pagar como país, tanto en lo social como en lo
económico.

Se debe comprender, además, que las políticas de gobierno se están aplicando en un momento en
el que, a nivel mundial, se vive una enorme tensión entre quienes abogan por proteger la
economía y quienes apuestan por salvar vidas humanas. Los primeros, de lejos más poderosos pues
representan los intereses de las grandes empresas multinacionales que mueven los hilos de la economía
mundial, apuestan por la continuidad del modelo neoliberal como ya lo hicieron durante la crisis
económica internacional del 2008.
Los segundos enarbolan, principalmente, la necesidad de volver al Estado de bienestar y de fortalecerlo.
En doscientos años de vida independiente, como se ha mostrado hasta aquí, los peruanos ni
siquiera habíamos logrado construir un Estado al servicio de todos los peruanos. De hecho, en
los años sesenta del siglo XX, en el momento en que las masas indígenas excluidas arrancaban el derecho
fundamental a no besar más las manos del patrón, otro escritor, en una novela que es la expresión más
clara de la crisis del Perú oligárquico, se preguntaba en qué momento se había jodido el país. Ríos de tinta
y de saliva corrieron desde entonces en discusiones en torno al tema sin que nos percatemos de que, salvo
para los minoritarios sectores criollos que tenían la sartén por el mango, el Perú se está arreglando día
tras días para las grandes mayorías y gracias al esfuerzo cotidiano de estas.
Los meses y años venideros mostrarán si seguimos avanzando, si no en construir un Perú de
todas las sangres, por lo menos en conformar una comunidad nacional con más equidad para la
convivencia. Finalmente, en eso ha consistido hasta hoy la larga marcha hacia el bicentenario,
cuyos protagonistas principales han sido quienes fueron excluidos con la instauración de la
república. La pandemia puede ser el catalizador para que finalmente el Estado, renovados partidos
políticos y movimientos sociales apuesten por un proyecto de nación que deje atrás los vaivenes de las
últimas décadas y avance firme hacia un Perú que reconcilie a todas sus sangres.

Luis Nieto Degregori. Escritor. Autor de libros de cuentos, novelas y ensayos. En coautoría con
Inés Fernández Baca escribió Nosotros los cusqueños. Visión de progreso del poblador urbano
del Cusco (1997). En revistas académicas del Perú y otros países ha publicado ensayos sobre
la literatura peruana y sobre la relación de esta con los procesos de cambio social que vive el
país.

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Memorias del futuro
José Carlos Agüero

Una fila inmensa de enfermos se tambalea ante las puertas de un hospital. Separados por un metro y
medio, cansados, afligidos, los enfermos se encogen en las veredas. Llevan horas esperando a que los
dejen entrar. Entrar no significa la salud. Entrar será hacer otras filas, esperar en medio del caos por una
cama, sentarse en otro rincón u otra vereda, aguardar un turno. Con suerte, caer debajo de una carpa.
Asfixiarse, quizá, morir en soledad.
El Perú en mayo del 2020 está lleno de filas de enfermos frente a hospitales. Este censo triste incluye
decenas de miles de casas habitadas por pacientes con COVID-19 y tal vez sean millones si se cuentan a
los que han pasado a ser secundarios en este drama de la pandemia, aquellos con diabetes, cáncer,
tuberculosis, desnutrición o anemia.
Cientos de miles de casas en el país están habitadas por gente sin nada que comer. Las lomas se cubren
de banderas blancas, que piden socorro. Hay miedo al contagio, al presente sin recursos, al futuro sin
empleo. Conviven las calles vacías, de los que resisten en sus casas la cuarentena, y calles abarrotadas de
gente que resiste la cuarentena comprando y vendiendo menudencias cada día.
El esfuerzo del gobierno, de los profesionales de la salud, de las fuerzas de seguridad, es
inmenso. Nadie quiere desmoralizar esta acción inestimable. Nadie quiere usar la palabra obvia.
Pero lo cierto es que el colapso de los sistemas sanitarios es evidente. Y también el colapso de
la invocación colectiva a actuar como un solo cuerpo que se aísla para protegerse. Décadas de
robo, indolencia y menosprecio a los derechos sociales no se pueden arreglar en medio de una crisis
mundial. El sistema de salud ya estaba colapsado antes de la pandemia. Esta solo ha hecho dramático y
mortal su colapso.
El cuerpo social, esa metáfora para invocarnos como un solo país que se une para enfrentar un mal que
lo aqueja, también estaba arruinado antes de esta pandemia, si es que alguna vez fue una metáfora
útil. Podemos escuchar a representantes de las élites estigmatizar a quienes salen a buscarse la
vida asumiendo el riesgo del contagio, sin tomar en cuenta que para sobrevivir a la enfermedad
primero hay que sobrevivir, a secas. Si desde lugares sensatos en la administración se piden protocolos
para reiniciar actividades económicas, representantes del gremio empresarial protestarán porque estas les
parecen trabas, porque no somos un país del primer mundo para darnos el lujo de tener estas exquisiteces.
Una república sin ciudadanos, escribía hace muchos años Alberto Flores Galindo, insistiendo en la feroz
división interna que organizaba la injusticia y el poder en nuestra sociedad sobre la base de distinciones:
gente con más valor que otra. Carlos Iván Degregori señalaría al ninguneo, ese menosprecio corriente e
internalizado, como una de nuestras formas de interrelación que mejor explican nuestras dinámicas como
sociedad. Nuestra moneda de cambio social.
La pandemia nos muestra en nuestra más desnuda honestidad. No descubre nada, tampoco
devela, solo hace un zoom grotesco sobre los viejos agravios. Cada falla sanitaria, institucional,
higiénica, de transporte, de seguridad, penitenciaria. Cada mortal ineficacia de los programas sociales, de
la falta de acceso a todo lo accesible para millones, estaba estudiada, analizada, medida. Si se tiene
paciencia y tiempo, pueden revisarse las crónicas e informes de la epidemia del cólera de 1991.
Encontraremos casi los mismos problemas con casi el mismo lenguaje: “Los hospitales colapsados no se
dan abasto y la gente inconsciente no toma en serio la enfermedad”.
La gente culpable, inconsciente. Y poderosamente inmoral, pues rompe los supuestos pactos de
convivencia, de protección mutua, los acuerdos de sobrevivencia de la especie. Y a esta plebe se le toma
fotos, se la insulta. La acorrala la prensa y la policía, emboscada en mercados porque ha salido, ha
escapado a la restricción, a la orden. Desde la ventana de un edificio de clase alta, se suelta un
agravio que se replica por las redes ante la vista de un vendedor insurrecto. Que no está en su
lugar. Ni físico porque ese no es su barrio. Ni legal porque debería estar en su casa sentado, aguantándose
el hambre y el de su familia. Ese descolocado genera el ninguneo clásico pero enardecido, legitimado, que
no necesita esconderse. Y se convierte en asco y pedido de represión (o supresión).

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En los últimos años de crecimiento económico y de frívola marca país se puso mucho empeño en querer
pasar por alto todas las páginas arrastradas por el pasado. ¿Pero cómo hacerlo si las páginas caen sobre
nosotros como pesados tomos y nos hunden en el suelo y nos colocan en la fila de enfermos o de parados
o de estigmatizados o de socorridos?
No poner trabas a la reactivación económica forma parte de la misma familia de significados de
no pongan trabas al progreso y no pongan trabas al crecimiento. En todos estos casos, la traba
es el derecho de alguien. El sueldo de alguien, el seguro de alguien, la planilla de alguien, la tierra de
alguien, el agua de alguien, la cultura de alguien. Cuando en 1919 los obreros en Lima fueron masacrados
por pedir derechos laborales, fueron considerados trabas al progreso. Cuando los pueblos indígenas
defendieron hace poco sus recursos de la explotación abusiva, este Estado democrático los interpretó
como trabas a la economía, al crecimiento y, tristemente, a una anticuada idea de civilización. Cuando los
grandes gremios empresariales hoy piden abrir pronto los negocios, privatizando la supervisión del
contagio, exigiendo flexibilidades y menos protocolos y más acción, lo hacen asumiendo dos cosas: que
merecen un trato privilegiado y que los trabajadores que estarán en riesgo cuentan poco. Se los puede
poner en la ruleta si lo que importa es la economía.
Una amiga adulta mayor que trabaja vendiendo en la calle y a la que no le ha tocado ninguno de los bonos,
ni el universal, me manda todos los días al teléfono chistes, memes. Y me pregunta si estará en el bono
siguiente, el que se invente para los olvidados. “El bono para los muertos”, me dice, aún con buen humor.
Un bicentenario honesto
Con mucha razón, intelectuales, funcionarios y gente de a pie se pregunta si tiene sentido
conmemorar los dos siglos de nuestra independencia, de nuestra fundación como república bajo
este contexto. ¿Qué sentido darle, si lo que vemos es la suma de nuestros males o la culminación
de una mala historia?
En el Perú, si una mujer o un varón de una zona altoandina, un afroperuano o un indígena de la selva
amazónica ha vivido más de 70 años, ha sufrido semiesclavitud, servidumbre, analfabetismo, hambre. Ha
sido explotado hasta la extenuación, ha sido humillado frente de sus hijos. Ha sufrido la represión por
luchar por sus derechos elementales, por reducir su jornada laboral a menos de 16 horas, por sus tierras,
por el agua. Ha sido masacrado en nombre del progreso. Ha podido votar libremente recién en 1980.
Ha sufrido dictaduras, violencia política, autoritarismo. Ha vivido la discriminación brutal y el machismo.
Ha sido denigrado por hablar su lengua. Una mujer peruana de 60 años posiblemente esté casada con la
persona que la violó y todo ello fue legal. Otras mujeres, aún más jóvenes, han tenido hijos de agentes de
seguridad que abusaron de ellas durante el periodo de violencia política y otras pueden contar cientos de
miles de testimonios sobre la violencia de género que viven a diario y que es minusvalorada por la justicia.
Y esa era la normalidad hace tres meses. Un peruano del siglo XX ha conocido de cerca la agonía
que dejan las enfermedades de los pobres, la viruela, la anemia, la tuberculosis, la malaria, el
dengue, el cólera, el VIH y ahora el COVID-19. Ha aprendido el himno nacional y lo ha cantado
en la niñez. Y ha sido un peruano a su manera. Y hasta ahora, sobrevivía a esta historia de la
república.
Es por ello tan trágico que sean los viejos, esos que hicieron vivir lo que conocemos como nuestro país,
los que ahora sufran los resultados de nuestra larga historia de desapego. La fila de enfermos en los
hospitales es una fila, sobre todo, de viejos. Los que hacen filas esperando un bono dado con frialdad y
aún con el reproche soberbio de quien trata a un menor de edad que recibe un regalo y se queja, son los
viejos. Quienes se mueren callados en sus casas porque no tiene sentido ir a un hospital a morir solo y es
imposible pagar una clínica privada usurera, es un viejo. ¿No era que la memoria nos importaba? ¿No se
dice que una comunidad transmite sus recuerdos, valores y tradiciones pasando estos saberes de una
generación a otra?
Las víctimas del periodo de violencia política, o sus familiares, nos han compartido su terrible soledad.
Las hemos visto llorar en sus casas, ancianas, cansadas, enfermas, sin nada que comer, sin poder ir a sus
lugares de encuentro por la cuarentena, sin que les toque un bono de nada. Algunas morirán así, estos
meses.
Sufrieron la violencia fiera de la subversión y el terrorismo, también la violencia de los agentes
estatales. Luego sufrieron décadas esperando por sus parientes desaparecidos, por una noticia,

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por algo de reconocimiento. Estas ancianas sobre las que se ha escrito tanto y se ha hecho tanta
cultura a propósito de la memoria, son un símbolo de este momento y su naturaleza. Están
pasando sus últimos días asistidas por la solidaridad, asustadas, encerradas, sin haber recibido aún ninguna
de las promesas que la república hizo para ellas: ni restituirles los cuerpos de sus hijos, ni darles una vida
digna, ni atenderlas en su vejez como ciudadanas, ni repararlas como merecen como víctimas, ni salvarlas
del miedo y el hambre como simples mujeres ancianas en medio de una pandemia.
El 28 de agosto del 2003 el presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Salomón Lerner,
empezó su discurso de entrega del Informe Final con estas palabras: “Hoy le toca al Perú confrontar un
tiempo de vergüenza nacional. Con anterioridad, nuestra historia ha registrado más de un trance difícil,
penoso, de postración o deterioro social. Pero, con seguridad, ninguno de ellos merece estar marcado tan
rotundamente con el sello de la vergüenza y la deshonra como el que estamos obligados a relatar. Las dos
décadas finales del siglo XX son —es forzoso decirlo sin rodeos— una marca de horror y de deshonra
para el Estado y la sociedad peruanos”.
Con esas palabras invocaba el daño tremendo que sufrimos como sociedad tras largos años de violencia
política y de dictadura entre 1980 y el 2000. Decenas de miles de muertes, de desapariciones, de violencia
sexual, de masacres y desplazamientos forzados. Y el escándalo, la dolorosa comprobación de que el
Estado no estuvo a la altura de tanta demanda de amparo. Que los pobres, los comuneros, los indígenas
de la Amazonía, los que no formaban parte de nuestra idea urbana de país, eran y son los que engrosan
las listas de los registros oficiales de las víctimas.
Menos de veinte años después, en medio de la pandemia mundial y de una dura cuarentena nacional que
deja ya más de 100 mil contagiados y más de tres mil muertes, puede ser útil recordar este mensaje y
preguntarnos si en breve no estaremos haciendo otra comisión y leyendo otro discurso que nos encare
con lo peor de nuestra realidad como país. Con lo que podemos llamar nuestra tradición de vergüenzas.
No todo es igual. Hoy, la voluntad de lucha de muchas autoridades y de muchos ciudadanos es
admirable. Pero posiblemente muchas de las causas que en los 80 hicieron tan amplias la
crueldad y el abuso sean similares a las que hoy hacen que los mejores esfuerzos no puedan
evitar colapsos y que los más vulnerables padezcan masivamente frente a nuestros ojos. ¿Qué hicimos
colectivamente con el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación? Lo esquivamos, evitamos
sacar sus consecuencias. Y desde la élite política y económica, fue saboteado. No era el tipo de relato que
necesitaban.
No podemos volver a darnos el lujo de ese cinismo. No podemos regresar a un país de publicidad, de
ceguera, de explotación y egoísmo. Muchos añoran la vuelta a la normalidad. Pero eso es un
espejismo. Nuestra modernidad ha sido cruel, ha destruido la idea de prójimo en nombre de la
soledad del individuo, no ha dejado ni brizna de tejido social, pero graciosamente invoca la
responsabilidad del sujeto sin haberle proveído de los marcos para construir esa responsabilidad,
habiéndolo sumido en la precariedad más esencial.
La normalidad que hemos respirado en las últimas décadas ha sido infame, nutrida por un tipo de agresión
cultural capitalista, libre de controles, que hizo superfluas nuestras instituciones y convirtió al Estado en
un estorbo más o un mero instrumento para la codicia. A la violencia física se agregó la del control de
nuestra subjetividad, incapaz de imaginar nada que no fuera lo permitido por este orden avaro. Muchos
avances conseguidos en dos siglos de desarrollo de los derechos desde la ilustración fueron retrocediendo
frente a los nuevos derechos (o deberes y represiones) surgidos desde la violencia y la fuerza. La violencia,
su uso, su control y su lenguaje se convirtieron en el más poderoso fundamento de nuestras sociedades.
La capacidad de imponer, chantajear, corregir o expulsar a los ajenos, diferentes o disidentes se convirtió
en nuestra cotidianidad prepandemia.
Dice bien Cecilia Méndez que la violencia es fundacional en relación con nuestra historia republicana y
permanente como institución que le ha otorgado sus significados más importantes. ¿Debe seguir siendo
el valor que fundamente nuestra vida colectiva?
Esa normalidad añorada, en la que muchachos trabajadores morían carbonizados en sus trabajos casi
esclavos. En la que la corrupción y las mafias se integraron con los actores políticos y las autoridades
locales. Una normalidad cruel en la que una vida, un saber, una cultura, un mundo de afectos no era
contrapeso para las necesidades de expansión de una empresa o una idea bárbara de país monocultural.

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Una normalidad en la que la poderosa idea de bienestar fue erradicada como un antivalor. ¿Qué puede
sostener esa nostalgia si no es solo nuestro miedo actual?
Pero podemos ser más que nuestras limitaciones y nuestros miedos. Jorge Basadre apostó por la idea de
un país que cumpliera con las promesas implícitas en su creación independiente. Son las que hoy nos
llevan a seguir apostando por la defensa de la mera existencia y la conquista de vidas dignas. En este
momento en que casi es imposible no mirar el sufrimiento y sus causas, quizá también sea útil recordar
esas promesas para que tanto camino andado sobre dolor y muerte valgan la pena. Si ahora un
bicentenario debe movilizarnos, debe ser uno sin máscaras. Honesto. Que intente cumplir con
el sueño de un nuevo pacto en el que nadie quede afuera, por fin. No una nueva normalidad,
sino la renovación de lucha por más ciudadanía, por más vida, vida digna, reclamada incluso, desde
las filas o las casas que por ahora resisten en angustiada incertidumbre.

José Carlos Agüero. Escritor e historiador. Autor de publicaciones como Los Rendidos. Sobre el
don de perdonar (IEP, 2015); Enemigo (Intermezzo Tropical, 2016); Cuentos heridos (Penguin
Random House, 2017); Persona (Fondo de Cultura Económica, 2017). Con este último título, en
el 2018 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la categoría de no ficción. Como señala la
misma editorial, este libro es un “original trabajo poético, ensayístico y biográficotestimonial”
que “aborda la conflictiva relación entre memoria y violencia y las limitaciones de sus marcos de
enunciación”.

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EL INDÍGENA EN EL SIGLO XXI
Rember Yahuarcani

Es un jueves por la mañana y las voces atraviesan las paredes de madera:


– Sobrino, ¿has visto el clima?
– Sí, tío. Toda esta semana ha estado raro. Hay lluvias con sol.
Muchos truenos y rayos, parece que viene una gran tormenta pero no llega.
– ¡¡¡Jummm!!! El cielo está muy oscuro y los vientos son muy fuertes. Las madrugadas y las mañanas están
muy frías.
– ¿Has escuchado el canto de los pájaros nocturnos?
– ¡Sí! Cantan a cualquier hora.
– Tío, ¿usted cree que ya llegó al pueblo?
– Sí, sobrino. Alguien lo ha traído.
Este es un fragmento de una conversación que escuché entre mi padre y su tío abuelo.
Efectivamente, hacía como una semana el clima había cambiado rara y radicalmente, con lluvias
interminables bajo un sol abrasador. Vientos que mecían a los aguajes, amenazándoles con
arrancarles de raíz. Truenos y rayos en pleno mediodía sin ningún atisbo de alguna tormenta.
Aquella conversación se quedó grabada en mi piel porque ese fin de semana el doctor del centro de
salud confirmó los primeros casos de COVID-19. La noticia se transformó en miedo, tristeza e
incertidumbre en la familia y en el pueblo. La pandemia había desembarcado y el clima lo
había advertido, lo teníamos en las calles y los contagios subían exponencialmente. Al
escribir este artículo, el mundo indígena enfrenta este virus desarmado, con sus fronteras
cerradas y con cerca de una decena de muertos.

Por miles de años, los indígenas del continente americano hemos alzado los ojos al cielo en busca
de guía y de respuestas. El viento ha llevado y traído noticias. La lluvia y la tierra nos han dado
alimento en abundancia. La luna ha alumbrado las noches de grandes celebraciones y bailes, de
rituales, de agradecimiento y de júbilo. Los médicos y curanderos han encontrado en el monte las
medicinas y la cura para distintas enfermedades que nos han aquejado. El conocimiento indígena
aún sigue sorprendiendo a la comunidad científica, que no logra entender de dónde la obtuvimos.
El mundo indígena continúa siendo enigmático para el mundo occidental y para el mundo
“occidentado”.
Dicen los abuelos que nosotros somos el fruto de la tierra. Que una noche muy oscura al primer
hombre, llamado Monaduta, le fue entregada una cerbatana con su respectivo proyectil y sopló con
tal energía que hizo una abertura desde el corazón de la tierra hasta la superficie. Por allí, los
primeros humanos se arrastraron hasta llegar acá. En esos años el cielo y la tierra estaban tan cerca
que Monaduta, a golpe de puño, separó la tierra del cielo y logró erguirse.
Dicen que los primeros humanos tenían cola y que la primera avispa, la más ancestral de todas y
con sus cuchillas en las patas, la cortó al amanecer. Dicen también que aquellos que la avispa no
pudo cortar se convirtieron en monos y que muchos otros quedaron atrapados hasta ahora en la
profundidad de la tierra. También dicen que nuestros primeros ancestros no sabían hablar.
Uno de esos primeros días en la tierra se encontraron con la gran Anaconda y los humanos,
sorprendidos, exclamaron ¡Nuio! ¡Nuio! He ahí la primera palabra sobre la tierra. Desde aquel
momento y hasta hoy, los primeros uitotos de la Garza Blanca no necesitaron a la Real Academia de
la Lengua Española para comunicarse. Ellos tenían la gran tarea de vencer al malvado dios Tucán,
pues había corrompido el corazón de los seres vivos y gobernaba con gran ferocidad. Esos primeros
humanos, bajo el liderazgo de Muinájega y Janánigi, vencieron el mal e instauraron el bien entre los
seres vivos de aquellos remotos tiempos.

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Dicen las abuelas del Clan de la Garza Blanca que Buiñaiño, diosa de todos los seres del agua,
apareció de la nada sobre la gran Amazonía. Que ella misma se creó. Que ella misma se inventó.
Dicen que las primeras mujeres no salieron de la costilla del varón, sino que en una noche oscura
cayeron del universo sobre el agua, como el rocío. Algunas de ellas gustaron tanto de ese nuevo
mundo que se quedaron hasta hoy allí, pero otras se desplazaron hasta la tierra recién formada y
tomaron formas de árboles, lianas, aves, hojas, flores, insectos. Dicen también que ellas son
más fuertes que el varón, que tienen el poder de mantener la descendencia y hablar con
el agua para no sentir dolor en el momento del nacimiento de un nuevo ser. Dicen que las
primeras mujeres que cayeron sobre el agua transformaron al bebe en agua y que, ya transformado,
nada lo pudo detener para salir a este mundo y llegar sin complicaciones. Porque el agua es el
elemento que nada ni nadie puede detener; es como el tiempo, roe cualquier otro elemento de la
naturaleza.
Dicen que en aquellas épocas, cuando la tierra estaba joven, los dioses habitaban la
selva enseñándonos a cazar, a curar, a hablar y a criar a sus hijos. En esos dorados tiempos, los
uitotos privilegiados recibieron la sabiduría de sus dioses.
Dicen que el gallo, la gallina, el machete, el perro, el espejo y el alcohol fueron los primeros
instrumentos de dominación. Después vendrían la cruz y la Constitución peruana. Aquellos primeros
años del siglo 20 aparecieron los famosos barones del caucho con una determinante misión: obtener
millonarias ganancias a cualquier precio. Eso, como ya todos nos vamos enterando, tuvo un costo
de más de 40 mil vidas humanas. Es el genocidio más grande sucedido en el Perú después de la
sangrienta conquista española. Con mucha razón, mi abuela Martha López los llamaba: “los
perturbadores de nuestra paz”.

¿Qué es un indígena en estos tiempos?

Es una persona que conoce su pasado, lo respira, lo vive, lo disfruta, se siente orgullosa
de él y lo comparte. Que tiene una misión y una responsabilidad con sus ancestros. Que lucha y
busca mejorar las condiciones de vida de su comunidad. Que guarda sus mitos, historias,
leyendas y cantos como un diamante invaluable. Que se entristece y lucha para que su pueblo no
esté al borde de la extinción. Que respeta, protege y escucha a sus ancianos. Que clama un lugar
en la historia del país. Que tiene ilusiones. Que cree que el país cambiará para bien, que al fin
tendrán un gobierno que realmente los incluya. Que protesta cuando sus conocimientos son
apropiados y manipulados por agentes externos. Que no se avergüenza ni reniega de su pasado.
Que protege su espacio natural. Es un ser humano con una gran tarea.
Pero muchas de estas tareas y responsabilidades no pueden ser asumidas solo por la sociedad
indígena. No en estos tiempos. Si queremos que el mundo indígena sobreviva a los embates
del mundo contemporáneo, todos debemos hacer de esa lucha, nuestra su lucha; y de su
resistencia, nuestra resistencia. Empezando por los que están vinculados al mundo amazónico:
investigadores, curadores, artistas, periodistas, diseñadores, médicos, los que se “inspiran” y hacen
“homenajes”; también los que se apropian de sus conocimientos. ¡Todos!
Señores: si ustedes no son indígenas, les invitamos a ser indígenas y a construir algo nuevo, un país
más grande, fuerte, más digno, donde nos sintamos orgullosos de haber hecho algo para cambiar
nuestro espacio y nuestro mundo.

Rember Yahuarcani. Artista plástico autodidacta y activista por los derechos indígenas. Descendiente de la nación
Uitoto, del Clan de la Garza Blanca. Desde el 2003 expone individual y colectivamente en el Perú y en el extranjero.
Ganador del IX Concurso Nacional de Pintura del BCRP, del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil
Carlota Carvallo y de la II Bienal Intercontinental de Arte Indígena.editorial, este libro es un “original trabajo poético,
ensayístico y biográficotestimonial” que “aborda la conflictiva relación entre memoria y violencia y las limitaciones de
68 sus marcos de enunciación”.

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