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De Literatura Dominicana Siglo Veinte
De Literatura Dominicana Siglo Veinte
siglo veinte
HÉCTOR INCHÁUSTEGUI CABRAL
De literatura dominicana
siglo veinte
CONSEJO DIRECTIVO
Mariano Mella, Presidente
Dennis R. Simó Torres, Vicepresidente
Tomás Fernández W., Tesorero
Manuel García Arévalo, Vicetesorero
Octavio Amiama de Castro, Secretario
Sócrates Olivo Álvarez, Vicesecretario
VOCALES
Eugenio Pérez Montás • Miguel de Camps
Edwin Espinal • Julio Ortega Tous • Mu-Kien Sang Ben
ASESORES
José Alcántara Almánzar • Andrés L. Mateo • Manuel Mora Serrano
Eduardo Fernández Pichardo • Virtudes Uribe • Amadeo Julián
Guillermo Piña Contreras • Emilio Cordero Michel • Raymundo González
María Filomena González • Eleanor Grimaldi Silié
EX-PRESIDENTES
Enrique Apolinar Henríquez +
Gustavo Tavares Espaillat • Frank Moya Pons • Juan Tomás Tavares K.
Bernardo Vega • José Chez Checo • Juan Daniel Balcácer
Daniel Toribio
Administrador General
Miembro ex oficio
CONSEJO DE DIRECTORES
Lic. Vicente Bengoa
Secretario de Estado de Hacienda,
Presidente ex oficio
VOCALES
Ing. Manuel Guerrero V.
Lic. Domingo Dauhajre Selman
Lic. Luis A. Encarnación Pimentel
Dr. Joaquín Ramírez de la Rocha
Lic. Luis Mejía Oviedo
Lic. Mariano Mella
SUPLENTES DE VOCALES
Lic. Danilo Díaz
Lic. Héctor Herrera Cabral
Ing. Ramón de la Rocha Pimentel
Ing. Manuel Enrique Tavárez Mirabal
Lic. Estela Fernández de Abreu
Lic. Ada N. Wiscovitch C.
Esta publicación, sin valor comercial,
es un producto cultural de la conjunción de esfuerzos
del Banco de Reservas de la República Dominicana
y la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.
Coordinadores:
Luis O. Brea Franco, por Banreservas; y
Jesús Navarro Zerpa, por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Arte y diseño de la edición: Ninón León de Saleme
Corrección de pruebas e índice onomástico: Juan Freddy Armando
Impresión: Amigo del Hogar
Santo Domingo, República Dominicana
Agosto 2007
Contenido
Presentación ␣ ........................................................................................ 11
DANIEL TORIBIO
Administrador General del Banco de Reservas de la República Dominicana
Exordio ␣ ................................................................................................ 15
MARIANO MELLA
Presidente de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos
Prólogo ............................................................................................................. 27
Cartas a Sergio
I. ........................................................................................................... 105
II. ......................................................................................................... 109
III. ........................................................................................................ 116
IV. ........................................................................................................ 121
V. .......................................................................................................... 127
VI. ........................................................................................................ 132
VII. ...................................................................................................... 138
VIII. ..................................................................................................... 147
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La Mañosa, de Bosch
I. ........................................................................................................... 309
II. ......................................................................................................... 313
III. ........................................................................................................ 319
IV. ........................................................................................................ 323
Over, de Marrero
I. ........................................................................................................... 331
II. ......................................................................................................... 336
III. ........................................................................................................ 342
Epílogos
Con perdón, el sexo ............................................................................. 349
Las ediciones ........................................................................................ 355
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Presentación
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Daniel Toribio
Administrador General
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Exordio
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Mariano Mella
Presidente
Sociedad Dominicana de Bibliófilos
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Cabral había leído porque se los habían facilitado sus autores. Tam-
bién, comentarios, o referencias a textos capitales de la literatura
dominicana. Del mismo modo que opiniones de carácter político,
muy vinculadas a la gran movilidad social que se vivía en la época.
Lo curioso es que, en cada uno de los casos, los juicios de Incháus-
tegui se van a reproducir en el futuro, respecto de cada una de las
obras y de los autores tratados. Es un lugar común descubrir que
muchas de las antologías, y de los análisis críticos posteriores a la
publicación del libro de Incháustegui, acopian las ideas que él des-
plegó en el análisis de estos libros capitales de la literatura domini-
cana, y que, sin explicar la fuente, saquean sus hallazgos. El estilo
de análisis crítico de Incháustegui es sobradamente original, atra-
vesando siempre la descomposición analítica y la comparación
culturológica, provisto del método del “trauma del nacimiento”; y
es por eso que sus interpretaciones son enriquecedoras. Es lo que
ocurre, por ejemplo, en el estudio que dedica a la obra de Máximo
Avilés Blonda, cuya vinculación con los elementos religiosos oculta
algo más, y él se dispone sacarlo a flote. O la importancia que le
asigna a un poema de Domingo Moreno Jimenes (“Rosa, Rosa,
dame un gancho”), cuya insignificancia temática había hecho que
toda la crítica lo ignorara, y que él magnifica asignándole un valor
y una trascendencia que sorprendió a todos. Quizás éste es uno de
los comentarios del libro de mayor agudeza crítica, y, como vere-
mos, se corresponde con una especial inclinación que Héctor In-
cháustegui Cabral tenía con los Postumistas, y en especial con
Moreno Jimenes. Lo mismo se puede decir de su estudio sobre la
novela dominicana contemporánea, que incluye textos no tan co-
nocidos como esa novela de Tete Robiou, “La nostalgia de la nada”,
que introduce el existencialismo en nuestra narrativa y que, según
Incháustegui, preconiza la aparición de una novelística dominicana.
Juntándola con la crítica que hace a la novela de Carlos Federico
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Andrés L. Mateo
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Prólogo
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refiero, que tienen que enseñar sobre todo con el ejemplo y con
prédicas que no están destinadas particularmente a aumentar los
conocimientos y la información de quienes las oyen y siguen, sino
a despertar sobre todo el dormido afán de la verdadera superación,
que no siempre se mide en pesos y que aguarda en los corazones.
Mientras no se salga a camino y se cabalgue y se rompan lanzas
contra los molinos de viento, no habrá pan para todos, y si algún día lo
hay tendremos que comerlo mojado en nuestras propias lágrimas, por-
que la felicidad, y es muy lamentable, no se alcanza con unos refri-
geradores y unos automóviles más, sino con algunos odios menos, con
menos envidia, con más comprensión, con una resignación más
grande no para abonar el ocio inútil sino para fortalecer la fe que
debemos tener en nosotros mismos y que tanto ha perdido en manos
de los que piden demasiado y que a cambio no dan nada, porque
están muy ocupados en eso, en pedir, y ya es tiempo más que sobrado
para dejar caer la mano extendida, gastada de implorar a Dios y a los
hombres, sin reverenciar como se debe a Dios, que sólo ayuda a los
que se ayudan, y sin tratar siquiera de imitar a los hombres que per-
tenecen a pueblos que han sabido responder a retos peores que los
nuestros. Lo único que han hecho es ayudarse a sí mismos.
Realmente Café derramado en la camisa, por el tema, debió ce-
rrar Las ciegas esperanzas, pero el tiempo que lleva de escrito La
mancha en el lavabo y el ángulo en que yo mismo me he colocado
para examinar ahora el cuento de Díaz Grullón juntamente con La
mancha indeleble de Juan Bosch me aconsejaron situarlo después
para romper en esa forma algo de la relación entre aquel grupo de
apreciaciones y éstas.
He vuelto a leer, naturalmente, La mancha en el lavabo, dete-
niéndome en la parte final, y encuentro diferencias importantes y
hasta alguna contradicción entre los juicios y opiniones de aquellos
días y los de hoy. Para sacudirme de la desazón que me embargó al
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en que sean puestos al día porque en un pueblo que relega sus con-
flictos, por pereza o como consecuencia de la momentánea cegue-
ra que produce fijar la atención demasiado tiempo en un punto o
por ocuparse nada más por lo que sucede en una zona de su exis-
tencia, sea la que fuere, un día tendrá que abrir los ojos a la luz y
entonces se encontrará desamparado e inerme, sin fuerzas ni para
convencerse a sí mismo de que vive y piensa.
Las dificultades y los dolores aminoran y desaparecen cuando
uno se mete en ellos hasta la barba. Constituimos una nación jo-
ven, es cierto, pero las ideas infantiles ya no nos quedan bien. Y es
infantil que, consciente o inconscientemente, nos agarremos del
olvido como solución. Como si fuera una fórmula mágica que los
males cura con sólo espantarlos. Se olvida únicamente lo que no se
desea recordar, de acuerdo, pero no recordar no es eliminar y la
frontera no es un mal sueño, algo que el despertar derrumba. Es un
hecho y hay que darle la cara.
Si se vuelve a hablar de la frontera y tras las opiniones autorizadas
y el inevitable cotorreo nada erudito, nada ilustrado, nada razonable,
se desempolvan y ponen al sol las ideas que tuvimos, las que ahora se
tienen hasta las que se podrían tener mañana acerca de ese problema
específico y de su solución o de su humanización y se le quitan las
espinas más grandes, me daré por satisfecho: eso era lo que pretendía.
Los analfabetismos fundamentales es, a pesar de todo, crítica li-
teraria, o ensayo de valoración literaria. Por ser crítica o valora-
ción de una literatura que podrían llamarse política y que es más
social que política, tiene que estar matizada por criterios que más
corresponden a cosas de gobierno y a negocios de Estado que al
arte de escribir.
Creo que los jóvenes de hoy podrán aprender mucho leyendo
nuestros próceres escritores; para llamarlos con una frase de Joa-
quín Balaguer, y ahora no los estoy reuniendo en razón de lo que
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pueblos, tienen que bregar cuanto sea necesario para conservar todo
aquello del pasado que puede serles útil para edificar el futuro, para
que no se pudra la tabla del trampolín que sirve para saltar hacia la
eternidad, poniendo mucho cuidado en no caer en la nada que
acecha no en el fin de los tiempos sino aquí muy cerca: debajo de
cada piedra, en el aire que pasa, detrás de la luz que se apaga, enci-
ma de cada sombra que nace y la vida no se cansa de parirlas, siem-
pre más densas, siempre más grandes.
Después de haber terminado el libro, cuando creí que en razón
de su contenido era, nada más, un libro de apreciaciones sobre nues-
tra literatura, crítica en cierto modo, aunque, como los temas mis-
mos lo exigieron, con frecuentes digresiones políticas y sociales, me
dejé llevar por la necesidad de actualizarlo y escribí El dominicano en
peligro de asfixia moral, movido no sólo por el empeño de tomar par-
tido en la grave disputa sino por el deseo de aclarar a qué partido
pertenezco: el que no sirve a partido alguno, el que se interesa por lo
desinteresado, el que busca no el camino para un grupo o para un
criterio político, sino el que abre vía a todos los partidos y criterios
políticos, una vía que remata en el hombre dominicano que no tie-
ne nada, porque hace tiempo que llegó el momento de ponernos de
acuerdo para vivir un poco mejor: el que tiene, dando lo que debe
dar; el que no tiene, recibiendo lo que debe recibir; sin destruir nada,
levantándolo todo porque es tan poco lo que hemos podido reunir.
Este país está obligado a hacer muchas tonterías: que los hom-
bres de “razón y de conciencia”, por ejemplo, se junten no para
olvidar sus banderías sino para colocarse por encima de sus
banderías; que el bien, que jamás ha unido a nadie, se convierta en
elemento unificador. Que así como en pequeña escala los hombres
se vinculan por sus vicios –botellas, barajas, putitas– las virtudes
sirvan para acercar y estrechar. Puede resultar hasta aburrido, pero
indudablemente tendrá consecuencias benéficas. Si es que somos
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Las ciegas esperanzas
ESQUILO,
Prometeo Encadenado.
El tiempo, la muerte y la poesía
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Para Rueda las ruinas, los encajes viejos, las viejas, son un punto
de partida, el punto en que la vida vuelve a iniciarse, nutriéndose de
polvo, de ceniza y de nostalgia.
Las victorias, los triunfos, los éxitos, la alegría, no enseñan nada.
Pasan como el agua que cae en la tierra o como el perfume que se lleva
el viento. No tenemos nada que aprender de la salud que ni siquiera se
siente. No hay nada que buscar en las bacanales que los hombres orga-
nizamos para anestesiarnos, es decir, para insensibilizarnos. Sólo es
útil y aleccionador lo que duele. Nada es tan permanente como la
enseñanza de la cicatriz, los hoyos del cinturón de los días en que la
comida fue poca y estrecha la habitación, cuando entre el cielo y el
pecho el techo estaba roto. En los palacios lo que se aprende se olvida
pronto entre genuflexiones de personas cuyo corazón no vemos, cuyos
latidos no oímos porque sólo en la propia desnudez conocemos a quie-
nes están delante de nosotros.
Puede escribirse una oda a la alegría, pero siempre será una oda
breve. Bastarán veinte o treinta versos. Para escribir algo que ten-
ga grandes dimensiones y valga la pena, que resulte ejemplar, hay
que padecer nostalgia por lo menos, como la de Tácito describien-
do años de los que se siente ajeno, añorando los días y las costum-
bres pasadas para siempre. O la de Plutarco comparando y sin po-
der olvidar su condición de extrañado.
Y si la alegría es inútil, la bondad y la virtud no lo son menos.
La gran literatura no es más que una serie de biografías de sinver-
güenzas y descastados que de cuando en cuando se tropiezan con
buena gente que les sirven de contraste. Dostoievski es el historia-
dor de la maldad, de los instintos retorcidos, de las trampuliñas y
de lo sórdido. Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov y Endemo-
niados reúnen todo lo malo que puede pensar el hombre del hom-
bre, y todo el daño que puede hacer el hombre al hombre. Como si
fuera poco registra la actitud de negación, de crítica, de desagrado,
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del hombre frente a Dios. Por eso su tarea fue tan grande y sus
libros serán siempre guía y lección inolvidables. Es más: su obra
está llena de hombres y de mujeres que se parecen mucho a Job,
pero que suelen carecer de su bondad innata, de su horrible senti-
do de la obediencia de su capacidad de resistencia a las pruebas que
la vida y Dios imponen.
Lo bueno que hay en un autor de teatro como Tennessee Williams
es precisamente todo lo malo que le echan en cara. Lo hermoso de
Sartre es haber hurgado en el fondo sucio de los hombres y levantar
la basura con la punta de un palo. A un hombre como Cervantes,
que no hay por donde agarrarlo y cuya obra es de las cimeras de la
humanidad, Chesterton lo acusó de perversidad, de mala persona.
“No puede ser buena persona –dijo– un escritor que se ensaña de tal
manera con su héroe”. Esta vez el gran clown se puso serio.
Rueda ha aprovechado la lección. De su Montecristi natal va
sacando los elementos, los nostálgicos elementos, que le hacen
cantar. Cada una de las lágrimas que corre por su garganta tiene
algo que decir y algo que contar. Ante su mundo derrumbado, ante
un universo que ha dejado de ser, aprende que las sombras que lo
moran su propia gente, su familia toda
…vívan de morirse,
sobre comodidades extinguidas,
sobre almohadones que ya nadie usaba
y salones cerrados…
y el algo que habita, que gravita sobre ese mundo destrozado, sólo
tiene un nombre, un nombre vulgar y una presencia más vulgar to-
davía: polvo. El polvo gris que sacude la criada con el plumero o que
la vieja quita con un trapo con la mano temblorosa, y con ser el
mismo es también otra cosa porque se aquieta en los pañolones borda-
dos por difuntas. Si fueran pañolones comprados el año pasado en
una tienda de moda o en un baratillo, nada importaría, pero el polvo
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¿Y este amor oscuro que busca la oscuridad, este amor que pre-
tende a la muerte y la persigue sólo por los caminos muertos? ¿Por
qué ese afán de volver atrás, de negar toda realidad que no sea
tangible, cuyo nombre puede encontrarse repetido en cualquier
parte? ¿Qué busca el poeta detrás de la sombra, allí donde comien-
za, como una senda que nadie transita y que está borrándose, el
ayer? ¿Por qué Rueda inquiere nada más en lo que está inmerso en
el pasado, y por qué cree únicamente y nada más que en eso, en
aquello que la muerte ha bautizado?
Antes de acabar, como el Dante, entra en una selva oscura:
Era de noche
y había hombres rondando…
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La puerta abierta
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aleja de lo que Dios hizo –el hombre y las cosas– más suyo lo sien-
te, percatándose, al fin, de que es libre.
El Renacimiento adoró al hombre para adorar a Dios, para
reverenciar lo que en el hombre había de divino. Su cuerpo, el
templo que El habita, le dio sus medidas para establecer reglas de
oro de proporciones, para levantar a su imagen y semejanza las
casas grandes del culto. La separación, entonces, entre realidad y
arte fue pequeña, pero cuando el dolor, la desesperación, el des-
amparo, hicieron del hombre no la criatura mimada de Dios sino
la víctima del tiempo, el nieto maldito de Adán, la realidad em-
pieza a distanciarse del arte, primero en las hermosas deforma-
ciones, más tarde en las meras impresiones para caer en un es-
fuerzo de curvas y rectas simples en la pintura o en el balbuceo
del niño en la poesía.
Este alejamiento se agrava el paso que se acercan los días que
vivimos: la filosofía se hace irracionalista, la pintura abstracta, el
teatro absurdo, la arquitectura funcional. Son los signos de los tiem-
pos. Las ciencias físicas, que habían demostrado la gravedad, la
redondez de la tierra y sus movimientos, y fijado leyes muy severas,
se hacen abstractas como la pintura y empieza a pasarse con armas
y bagajes a un campo de trabajo puramente especulativo, a la tierra
de nadie de lo subjetivo, de lo que no se ve, de lo que es indispen-
sable adivinar.
El espacio fue vencido. Hemos aceptado que un hombre que
pueda sustraerse de las leyes físicas de la tierra, y de las biológicas
en cierto grado, podría luchar mejor contra el tiempo. Hemos des-
cubierto los recuerdos de la especie y los hemos puesto al lado de
todo lo que podemos recordar de nuestra propia vida y hemos adi-
vinado el mañana que podríamos describir como ahora yo podría
pintar ese patio vacío que miro desde la ventana y en donde verdean
la grama y las malas yerbas beneficiadas por las últimas lluvias.
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Los árboles y el bosque
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La esfinge de sal
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Sale al claro el egoísta que tiene que haber dentro de cada poeta.
Dios no es sólo Dios, es también un espejo. Todo lo que en él se ve lo
vemos nosotros y como nosotros estamos frente a él lo que miramos
sobre la bruñida verdad es nuestra imagen. Dios nos hizo a su imagen
y semejanza. Nosotros lo hicimos a El a nuestra imagen.
En seguida empiezan las quejas:
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El pez rojo
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del dolor del mundo, para no sentirse, como ha de sentirse todo buen
poeta cuando lo es, un miserable arrojado del Paraíso. Su obra de aho-
ra en adelante tendrá que ser el testimonio del exiliado para siempre,
de un Adán qua recorre tierras hostiles. El poema, a partir de ese pun-
to, no es más que la narración de la gran aventura del retorno al Edén,
de su búsqueda que no cesa, de su dolor que no se apaga. El que un día
fue arrojado del Paraíso y no lo sabe es como si nunca hubiera estado
en él, pero el que padece su nostalgia, el que ha saboreado la seguridad
que allí se disfruta y la paz que nada más que allí reina y lo recuerda, irá
llorando con la cabeza cubierta de ceniza bajo una noche tan oscura
que ni los pies podrán adivinar el camino.
La gran tarea del hombre es reconquistar el Edén, pero para
asaltarlo es necesario saber dónde está y el hombre tiene muy poca
información disponible. Ha de buscar en su corazón, oír a su cora-
zón, tratar de adivinar lo que dice y lo que calla, hallar alguna
palabra que le sirva de guía, pero el corazón se expresa en símbolos
y a los símbolos hay que descifrarlos.
La reconquista del Edén le devolvería el derecho que tiene a
disfrutar, como cuando estuvo en el seno materno, de paz y de abun-
dancia, de seguridad y, además, de la ausencia del tiempo que es el
matador los hombres.
Mientras más abre los ojos más le duele lo que ha perdido, y
consciente o inconscientemente iniciará la aventura. De vuelta,
joven derrotado o viejo de manos temblorosas, nos lo contará todo
o lo que todavía arda en su memoria y si lo hace bien nos ofrecerá
una obra de arte, algo que puede ser sentido por los demás, que es
comunicable, una experiencia que siendo absolutamente personal
puede compartir con los otros; que es común con las experiencias
de los que ya son polvo y con las de los que no han nacido todavía
y aguardan su turno para ser y sufrir, porque son, como se sabe,
experiencias ubícuas en el espacio y en el tiempo.
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Permanecía viva, con los ojos abiertos, pero las cosas vivientes
no le importan. Había vencido al tiempo como lo vencen todos los
que mueren, que pueden sujetar con las manos las agujas del reloj
y detenerlo siempre.
Peso sólo se puede morir una vez, y si ella había muerto, con su
muerte había acabado la vida. Su existencia no era entonces ni
vida ni muerte. Era un flotar en el vacío de espaldas al tiempo.
Hasta su nombre de ceniza estaba envuelto en el olvido. Lo
habían envuelto en el olvido. Es lo que recuerda el poeta y lo re-
cuerda con serena amargura.
No sólo había muerto, estaba olvidada. Olvidado hasta su nom-
bre de ceniza, y a pesar de todo el poeta la recordaba. Ha podido
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sacar de entre las cenizas del fuego que fue, una pequeña brasa,
algo del viejo calor porque abría
…sus ojos a ratos a la vida,
pero la mayoría de las veces
hundida en sosegada
penumbra interior.
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Hay que observar que las cosas no brillan ante sus ojos. Brillan
en sus ojos, que no sirven para ver sino para que la realidad se
refleje en ellos como en un espejo. No es el principio de un proce-
so de conocimiento sino una acción mecánica. Ella y él están fren-
te al mundo, pero el mundo no los penetra, porque la vida no es
más que un templo precipitándose. La casa de lo santo, de lo bue-
no, la casa de la virtud, se derrumba. Eso es lo único que saben y al
saberlo se percatan de que por ello sienten pavor ante los demás,
que están
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La mancha en el lavabo
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posibles. Los dos están seguros de que nos ha tocado vivir el mo-
mento en que los hombres están expiando los grandes pecados
que han cometido, de que nos hallamos nada menos que en el
Purgatorio.
El hombre arreglado de Díaz Grullón atraviesa su infierno per-
sonal, ese que está aposentado en el corazón de cada uno de noso-
tros. No acusa a nadie, no asigna castigo para nadie, no llama a nin-
guno por malos nombres. No juzga. Al hombre le basta con oler sus
propias llagas, con ser el único testigo del gran derrumbe. Ese mundo
ilógico y absurdo por donde rueda es un castigo, un castigo que está
en su propia alma. Díaz Grullón en vez de meternos en un infierno
siguiendo largas nóminas, inventando suplicios para los que se han
comportado mal, tortura a su personaje porque sabe que el infierno
no son los demás, como aspira a demostrar Sartre en A puerta cerra-
da. Eso puede ser cierto para algunos, pero para otros el infierno es
uno mismo. Su conciencia. El remordimiento.
No hay necesidad de clasificar los pecados, de establecer jerar-
quía para crímenes y abominaciones, el hombre puede llevar en su
corazón sucio todos los pecados, todos los crímenes y las abomina-
ciones todas, sin que sea menester pedir auxilio a la Mitología y a
la Historia, que es una mitología en que todos los seres y las fuerzas
distintas no han recibido todavía el bautismo que los convierte en
símbolos y mitos.
Pero el hombre arreglado de Díaz Grullón ni tiene conciencia
ni padece remordimiento. Ha perdido aquella y es insensible a éste
al quedar sin memoria, y sin memoria el hombre se convierte en
una espantosa masa de carne y huesos más o menos bien ordena-
dos. Con la memoria hemos construido el mundo, con la memoria
nace el concepto del bien y del mal y de esos dos conceptos el
temor. El hombre de Díaz Grullón está perdido porque es incapaz
de miedo, está de nuevo cercado por la ordinariez, acorralado por
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La araña sobre la tela rota
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Cartas a Sergio
Cartas a Sergio
I.
Lo que me pides es superior a mis fuerzas. Quizás dentro de muchí-
simos años el historiador podrá contar lo que ha ocurrido aquí desde
que te fuiste en el 1959 hasta hoy en un par de páginas, pero ahora
mismo no le bastarían ni dos tomos de los grandes. Sería inútil que
te leyeras nuestros periódicos, los viejos y los nuevos periódicos, uno
por uno. Hay que aguardar a que haya verdaderos vencidos y vence-
dores para que los vencedores se tomen la molestia de escribir la
historia, mientras tanto tendremos que seguir discutiendo y tratan-
do de adivinar el provenir.
Estamos, y eso es relativamente claro, en la etapa de los anti.
Todos somos anti algo. Se nos podría definir por los desacuerdos, no
por las cosas en que estamos bien entendidos porque no las hay. Te
parecerá absurdo, pero casi todos son anticomunistas y ninguno acep-
ta quedarse en la derecha. El justo medio sólo sirve para indicar en
dónde comienza la izquierda y entonces es cuestión de gusto, o de
capricho, establecer la distancia entre ese punto y el extremo de la
línea que casi inspira tantos temores como la derecha absoluta. Pro-
bablemente eso no lo vas a entender. Yo tampoco.
En más de una ocasión ha intentado levantar cabeza podero-
sa el caudillismo, por suerte en forma un tanto vergonzante. Y se
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II.
Hay un país en el mundo, el libro de Pedro Mir, se publicó en La
Habana en el 1949. Todavía conservo el ejemplar que entonces
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III.
Además de los libros de Pedro Mir, de Máximo Avilés Blonda y
de Antonio Fernández Spencer, acaban de publicarse Torre del
Homenaje, celda No. 8, de Alfredo Lebrón y El prófugo, de Marcio
Veloz Maggiolo, en prosa; el primero es una colección de “cuentos
de la clandestinidad” y el segundo “un relato”. Si no se me acaba la
cuerda ya te hablaré de ellos un día de estos.
Nos queda, entre las obras en versos, la de Fernández Spencer,
pero antes de ponerla en el microscopio –y empleo la fórmula
porque ando muy corto de vista: necesito volver a someterme a
las precisiones del oculista– creo útil que demos unas vueltas por
ahí, que abramos sobre la mesa el mapa del mundo poético en
que acaba de entrar Fernández Spencer con Los testigos, así se titu-
la su libro.
No es extraño que en el poema Así ha de cantarse hoy, que él
califica de “crónica”, nos ofrezca una versión del Infierno. “Dante
–explica en los primeros versos– escribió el Infierno, / pero tú y yo,
tú, y tú, vivimos el Infierno / como una gran ala de águila golpeada
/ por un día de nieve”.
La gran poesía inglesa, quiero decir: la que se escribe en inglés,
tiene dos obras de origen, diremos, dantesco: La tierra de baldía T.
S. Eliot y Los Cantos de Erza Pound. Aclaré porque los dos son de
nacimiento americanos. Eliot se nacionalizó inglés y las peleas de
Pound con su gente, y su propia actitud mediterránea como se le
ha llamado, lo han alejado cuando menos de ciertas zonas litera-
rias de su país en donde a pesar de todo ejerce una influencia que
crece con los días. Y la explican así: mientras la crítica de Eliot es
conceptual la de Pound es práctica. En su obra el poeta joven, los
que están iniciándose, encuentran conocimientos y guía segura. Si
Los Cantos desaparecieran o finalmente se les considera como ta-
rea sin importancia quedaría cuanto ha escrito acerca de poetas y
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poesía y esto sería más que suficiente para tener para siempre un
lugar importante en la literatura de los Estados Unidos.
Mientras para Eliot, y recuerdo en primer lugar La tierra baldía,
el problema del hombre es religioso, para Pound el conflicto nace
de la conducta. Cuando se publicó ese gran poema, por el mil
novecientos veinte y tantos, se creyó que el acento de su empeño
recaía en lo sexual, y se explica: el Psicoanálisis acababa de triun-
far. Eliot mismo se encargó de decir que eso no era cierto y que la
interpretación estaba muy alejada de sus intenciones. A los poe-
tas, es la verdad, no debe hacérseles mucho caso cuando hablan
acerca de sus obras, pero en esta oportunidad tenía razón. Meses
después los hechos vinieron a demostrar que el poema había sido
escrito en un momento de duda, de gran incertidumbre: se produjo
la conversión del poeta, lo que tampoco demuestra gran cosa, pero
es muy significativo y los críticos, finalmente, se detuvieron a re-
flexionar.
Pound, hombre de muy poco tacto, generoso, peleador y latino
por adopción, arremete contra los males que a su juicio constitu-
yen el estorbo para una vida plena, para un disfrute mayor y más
hondo de cuanto reserva para el espíritu este pobre mundo y en-
cuentra en el pasado períodos que vale la pena recordar y que re-
presentan modelos apetecibles. El mal, el gran mal, es la Usura, el
empleo del dinero para producir dinero y naturalmente concluye
con el palo levantado sobre sus compatriotas que tienen el envi-
diable defecto de constituir, reunidos, el grupo más rico de la tie-
rra. Es cuestión de estadísticas y cálculos.
Pound, ni corto ni perezoso construye su Infierno, un Infierno
considerado por algunos como bastante confortable, lo que hace
pensar que mucho más que Infierno es Purgatorio. Los que tienen
esperanzas, y hay esperanzas en este Infierno, han descubierto, por
fin, el gran secreto.
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IV.
Esta no es una correspondencia, es un bombardeo. A medio día,
tan pronto la pasé en limpio, eché al correo otra carta con esta
misma fecha. Siempre las llevo a la Oficina Central por pura des-
confianza. No hace mucho pasamos por la vergüenza de saber que
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Tú no estabas aquí para verlo, pero ese día llegó. Lo que espe-
raba el poeta vino e hizo justicia.
Pero tened cuidado. No es justo que el castigo caiga sobre todos.
Busquemos los culpables
Y entonces caiga el peso infinito de los pueblos
sobre los hombros de los culpables.
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V.
Acabo de leer el poema de Máximo Avilés Blonda. Hubiera que-
rido seguir con el de Fernández Spencer, pero tendrá que esperar
un poco más porque me parece que antes debo atar algunos cabos
que andan sueltos por ahí. El problema no es, como en Mir, de
alineación de los versos. Se trata de algo más profundo.
Para hablar del poema de Avilés, toda la obra es un poema, es
necesario poner los libros al día, pero no los de literatura sino los
de contabilidad. El titula su obra Centro del mundo y en rigor debió
llamarlo, simplemente, Los que nos quedamos. Es, ya verás, el
antiéxodo, lo que viene a confirmar mi teoría de que vivimos la
edad sagrada de los anti. Lo de sagrado no lo digo en burla. Cada
vez que en la historia brota un gran chorro de sangre busca, y en-
contrarás el anti, muchísimo más devastador que las bombas. El
anti marchó siempre a la sombra de las banderas más inhumanas,
ya fueran de la Media Luna, de la Cruz o de la Cruz Gamada.
Volvamos las páginas atrás. Desde hace cinco o seis años, antes
lo hacían pero en grupos más pequeños, empezó a salir la gente en
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VI.
Avilés me va a facilitar otro ejemplar de su libro para que lo
haga llegar a tus manos. Cuando lo tengas fíjate en el Canto XV y
verás cómo los poetas se dejan engañar por la realidad cuando tra-
tan de romper el equilibrio entre los elementos imaginados y lo
que han podido aislar, por medio de la observación, de los hechos,
y digo hechos para no tener que repetir la palabra realidad.
Cuando una experiencia no es vivida o, para ser más claros,
cuando lo que sabemos no podemos expresarlo con nuestras pro-
pias palabras, corremos muchos riesgos. Y Avilés ha corrido el suyo
al intentar describir un estado de ánimo colectivo, de la actitud de
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VII.
Los otros días me sentí tentado de pararme cada vez que escribí la
palabra usura, para desviar las consideraciones que venía hacien-
do hacia la actualidad. Gracias a esfuerzos sobrehumanos seguí
adelante, pero me quedó la desagradable sensación de que había
dejado escapar una oportunidad preciosa. Hoy, para sacudirme la
molestia, vuelvo sobre el tema.
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el país. Por ello habría que votar una ley, o consignar en la Consti-
tución, como parezca mejor a los entendidos, una disposición que
nos ate a nosotros mismos las manos porque somos al fin y al cabo
los que vamos a decir que sí o a decir que no.
Demos un poco atrás. Eso de insultar a los extranjeros es feo,
descortés e inhumano. Los hombres no nos dividimos en naciona-
les y extranjeros, los dos bandos principales están constituidos por
los buenos de un lado y por los malos del otro, las banderas no
importan, y te adelanto que los malos llevan la mejor parte nada
más que por simples razones de números.
Los que se meten con los extranjeros, sólo porque no son na-
cionales, han olvidado que los dominicanos en los peores momen-
tos, desde Hatuey hasta los últimos perseguidos de hace unos me-
ses, encontraron hospitalidad y trabajo, comprensión y ayuda, en
pueblos que no eran los suyos y que la nación que más pedradas
recibe no es aquella en donde los nuestros no han podido asentar
pie sino, precisamente, esa en donde están radicados en mayor nú-
mero, en donde entre muchos millares tú recibes conocimientos y
adiestramiento, donde han nacido tus dos hijas y donde, también,
yo en mis sueños he querido establecerme para sanar un poco de
mis heridas y realizar con alguna tranquilidad un trabajo que aquí
me resulta poco fácil. Carezco de la comodidad necesaria para re-
matar en santa paz una serie de obras comenzadas que me exigen
una serenidad que no tengo.
No es cuestión de tiempo, tiempo libre, como no trabajo, dis-
pongo de sobra, pero el tiempo así a secas sirve para poco. Necesito
sentirme útil, parte de un sistema que funcione. Me junto con los
jóvenes, y si me quieren oír los aconsejo. Me reúno con los viejos y
saco de su trato experiencia, pero no es suficiente. Tengo la obliga-
ción de cumplir mejor con mis deberes, mis deberes familiares y
sociales, y por culpa de la aritmética me quedo corto y triste. Estas
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nada. Llegué hasta a decir que nuestro país era una “patria porque de
alguna manera había de llamarse la tierra en donde uno tiene derecho
a ser feliz” y aquello a nadie llamó la atención, pese a la bien desarro-
llada nariz de los que recibían sueldos o beneficios, o las dos cosas, para
olfatear las desviaciones de la conducta, en este caso concreto, de los
escritores. Entonces era Jefe de Redacción y de Editorialista del Listín
Diario y eso quizás me libraba de sospechas, pienso yo.
Antes de montarse Prometeo en Bella Artes, cosa que muy poco
saben y que ahora digo por primera vez, me llamaron de la Comi-
sión de Censura para señalarme algunos pasajes “explosivos” y que
la figura del padre resultaba “inconveniente”. Me valí de mil razo-
nes y la obra se aprobó y se representó. Yo sabía muy bien lo que
aquello podía significar y cuando no significó nada malo verdad es
que me sentí decepcionado. Aquí el heroísmo empieza en el punto
y hora en que uno toma un revólver o una carabina. Carecíamos
de sensibilidad para dar importancia a lo que se escribía, a menos
que no fueran insultos fuertes reunidos con nombres propios, que
por ciertos constituyen un procedimiento que se está empleando
con los mismos efectos y consecuencias que antes.
La página del teatro, para mí, ya está cerrada y creo que se ha
cerrado un poco también para los demás autores nacionales, cuyas
oportunidades son muy escasas. Mientras en cualquier parte del
mundo una obra, sólo por ser nacional, por suponer un esfuerzo que
bien entiendo resulta útil para estimular un aspecto muy importante
de la literatura de un país, merece tratamiento en cierto modo privi-
legiado, para abrirle camino a la producción ulterior, para formar la
atmósfera en que pueden escribirse obras mayores dignas hasta de la
exportación, aquí se las desestima y relega, y a mí me parece razona-
ble la decisión en cuanto a mi caso particular una vez que Filoctetes
fue compuesto sin la pretensión de conmover grandes masas. Dios
me perdone, pero jamás he escrito con esa intención. Un Gobierno
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para hacerlo bien debe ofrecer pan y circo, respetable fórmula ro-
mana. Yo me niego a ser payaso y estoy en mi derecho.
Nuestro teatro, y me refiero sobre todo al de los últimos tiem-
pos, es bueno. Las comedias de Manuel Rueda, de Máximo Avilés
Blonda y de Franklin Domínguez, para mencionar sólo a los au-
tores cuyas obras han sido representadas con más frecuencias, son
excelentes. Lo que ha hecho Marcio Veloz Maggiolo, Carlos Ace-
vedo, Rafael Vásquez e Iván García, que aguarda todavía quien
lo tome amorosamente y lo lleve a la escena, muy apreciable. Y
hay más. Pero estamos en un período en que quizás se aspira a
tener mucho más en cuenta la diversión, en el sentido peyorati-
vo, que la preocupación. Una obra de tesis está amenazada entre
nosotros de convertirse en pieza de museo. Nos cansamos de sufrir,
en una palabra. Necesitamos reír, hacer reír a la gente, y a lo mejor
no andamos descaminados porque nos hemos puestos más serios
de lo que somos por de fuera, serios y trascendentalistas. Y la risa es
un gran remedio, convenido. Ríamos y mientras más mejor, aun-
que corramos el riesgo de convertir en semidiós a cualquier perso-
na cuyo único mérito es hacer cosquillas a la gente simple con
recursos que bien pueden calificarse de vulgares. Y aquí no men-
ciono nombre alguno porque son capaces de organizar una turba
que venga a pedirme cuentas por haber roto la santa paz de un
sepulcro.
En lugar de Filoctetes –para hacerte la historia completa a ries-
go de alargarme demasiado– se montó una obra de Pirandello. En-
tonces no queda más recurso que admitir que la desestimación es-
tuvo más que justificada. Pero si a los autores nacionales se les
enfrenta con Pirandello, o Ibsen, o Bernard Shaw, para mencionar
nada más a tres maestros del teatro, nunca podrán representarse
sus piezas porque la comparación siempre resultaría, como dicen
los venezolanos, pelea de burro amarrado con tigre.
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tu papá que te quiere y que hoy, el Diablo anda suelto, se salió del
seguro, lo que suele ocurrirle cada dos o tres años.
VIII.
Desde el primer poema del libro de Fernández Spencer resalta su
empeño de reelaborar la historia. Y hace exactamente lo que debe:
cada generación, cada doctrina, cada época, tiene que escribir de
nuevo la historia. Los historiadores, naturalmente, a su manera y en
forma científica; los poetas de acuerdo con sus propios intereses.
Para el poeta la historia no es inmutable, aunque en la escuela
intentaron probárselo e imponérselo en un plausible esfuerzo para evi-
tar que descubriera que hasta el pasado es de construcción reciente, o
por lo menos lo que podríamos llamar la arquitectura del pasado.
El poeta se vale de los héroes y del ambiente en que el héroe se
desenvuelve, de las ideas y del modo en que las ideas transforman
el mundo, como de materiales para edificar sus sueños, para fanta-
sear, que es el nombre de los sueños que se sueñan en vigilia y que
están sometidos a las misma leyes que aquellos que nos visitan cuan-
do dormimos.
En El libro de la muerte, poema con que se inicia la obra que no
está fechado, y en el que le sigue Los testigos, escrito este año, el
poeta se lanza a reconstruir la historia fantaseando, soñando, y ve-
rás por qué. Mientras el historiador se atiene al dato hasta donde le
es posible de acuerdo con sus convicciones, ya que hay un factor
subjetivo del cual no puede desprenderse, ni él ni nadie, y nos da
su versión de los hechos o hace consideraciones en torno de las
fuerzas que operan sobre ellos quedándose fuera, como un especta-
dor que se ha comprometido a ser imparcial, el poeta se cuela den-
tro: Dante recorre el Infierno que describe y se las arregla para ela-
borar nuevamente la historia, estableciendo un sistema de pesas y
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Ensayos
sobre temas diversos
La angustia de la patria en Deligne
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que no tienen como irse, los que nadie cargaría con ellos. Parten
los mejores, los que han podido ahorrar algo o están calificados
para luchar y producir do quiera que lleguen. Este continuo desan-
grarse impide que se forme una aristocracia, que los notables se
consoliden en oligarquías cuyos intereses deben ser los mismos del
país en que medran. Padecimos, sin tregua, los males de lo que ha
sido llamado el cualquierismo.
Después de las devastaciones de la Banda Norte a principios
del Siglo XVII se le abre camino a la ocupación, lenta y firme, por
extraños, de la parte occidental de la Isla. Luego de la primera
independencia, un tanto sin sentido realístico, de Núñez de Cáce-
res, se hace posible la invasión, primero, y la dominación, luego,
por los haitianos. Detrás de la limpia generación que nos redime
en el 1844 nace el espíritu que logra la vuelta a España, y de la
sangre vertida en la guerra de la Restauración crece y se fortalece
la figura negativa de Heureaux. Los grupos que lo desplazan y las
luchas que se originan a partir del inicio de este siglo preparan a la
República para el eclipse de la invasión norteamericana.
Cada uno de esos desastres está marcado en nuestra historia
por la partida de los mejores, por una caída de la economía, por un
predominio de los menos autorizados, que se alzan con el santo y la
limosna:
que Dios está con los malos
cuando son más que los buenos.
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aspira a lo justo y sólo puede servirlo con sus cantos, que anhela lo
bueno y nada más lo halla en el fondo de su corazón atribulado.
Nadie puede abjurar de sí mismo, pero el hombre no es sólo un
esqueleto cubierto de carne y de piel, es, también, todo lo que le
rodea, animado e inanimado. Aunque hubiera querido desprenderse
de su realidad, –una manera de abandonar la patria triste– de todo lo
tremendo que tiene ante los ojos y que viene de un pasado que pesa
sobre lo presente como una plancha de plomo, no habría podido,
sobre todo si siente, como sentía Deligne, que no se puede ser ciego
ante lo monstruoso, sordo ante la injusticia, indiferente ante el mal.
Por eso su poesía es de quejas y de admonición. Para los que
como él, y son pocos, pensaron y lucharon por un predominio de la
virtud, no es suficiente mencionar sus nombres y escribirlos en le-
tras de oro en el pedestal de una estatua o en los anales de una
cultura cercada por la ignorancia y la falta de espiritualidad, hay
que detenerse ante su obra y examinarla con amor. O para decirlo
con palabras del mismo Deligne:
Recordar sólo el nombre,¡oh corazones!
es una ambigua forma del olvido.
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Está seguro de que rendirse sería aceptar una “más lenta ago-
nía”, pero está seguro, también, de que en su naufragio, en su de-
rrota, hay algo que le pertenece absolutamente,
Y “es mío” dice sonriente,
“mi destino todo entero”.
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En los ocho que siguen pueden uno encontrar esa falta de rece-
ta que señalé:
Tú, prudencia, que hablas muy quedo;
y te abstienes, zebrada de miedo;
tú, pereza, que el alma te dejas
en plato de chatas lentejas;
tú, apatía, rendida en tu empeño
por el mal africano del sueño;
y oh tú, laxo no-importa! que aspiras
sin vigor; y mirando, no miras…
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La ciudad como novela
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que se sacrifica inútilmente, porque Juan es, ante todo y sobre todo,
un “snob”, alguien que admira desmesuradamente lo que está de
moda, y una de las tareas características de la novela, y la asevera-
ción no es mía, es también de Trilling, es “registrar la ilusión que el
snobismo engendra y tratar de penetrar en la verdad que, según
presume la novela, se halla escondida bajo falsas apariencias”.
Entonces a la novela pude tocar la tarea de desenmascarar a
los que, como Juan, sienten ciertos derechos de nacimiento. Dere-
chos al dinero y a las vías de acceso del rango social. Cuando Juan
quiere que el padre modernice el negocio y que corte la relación
directa con la clientela menor, encerrándose en un despacho con
secretaria y buenos muebles, está pensando en sí mismo, en esos
derechos de nacimiento que menciono. Al subir el padre un esca-
lón más él sube otro. Cuando aprovecha y ensancha las vincula-
ciones entre su padre y Manijas para sus propios fines, Juan levanta
la condición del padre, nuevamente, para sacar beneficios.
Juan va caracterizándose no sólo por lo que hace y dice, sino
por todo lo que hace decir y hacer a los demás que tienen nexos
con él. Son paredes contra las cuales hace rebotar la pelota de su
egoísmo. Hasta sus odios tienen, para él, una función parecida,
pero nuestros odios son muchas veces nuestros espejos. Nos permi-
ten ver de nosotros lo que deseamos ver, enterarnos de los que no
queremos saber.
Mientras cerca y apremia a Regina ve en ella mucho de sí, pero
mucho de lo que él supone bueno. Cuando las circunstancias ha-
cen que Regina le vuelva las espaldas, ella pone en evidencia, di-
ciéndolo primero y luego tácitamente, todo lo que hay en él que
no es bueno, la ausencia de ciertas virtudes que no sirven para
ganar dinero, pero muy útiles para ganar corazones. Lo peor que
puede ocurrirle a un hombre de las medidas de Juan es encontrar
en su camino a una mujer de la clase de Regina, y la halló para su
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junto con su padre, de esa ciudad que se levanta a pesar suyo y que
no tiene nada que decirle ni le agrega nada. Es una materia, un
tema, para las conversaciones de salón o para cuando escribe algo
a que las circunstancias le obligan, pero que no le rozan. No tiene
un árbol, no tiene una ventana, no tiene nada porque al abando-
nar el árbol y la ventana no se produce desgarramiento. Porque la
ciudad no es sólo eso que nace y crece junto a las aceras. Hay algo
más, algo más hondo, las ciudades tienen también un alma –Spencer
habla de ellas– y Juan no la ha sentido.
Para él la ciudad es una cosa inerte. No lo penetra, no lo trans-
forma, no se apodera de él. La necesita como necesita sus trajes y
su título universitario. Hubiera sido desgraciado naciendo y vivien-
do en una aldea, porque él, en lo hondo, no es más que un parásito
de la ciudad, de las peores lacras de la ciudad. Se sirve de ella como
de un trampolín. Sus calles son buenas para que su automóvil las
recorra, para que admiren su automóvil y lo admiren a él. Pero el
resto, la vida, lo que late y gime detrás de las paredes, el sudor y la
sangre que cuestan esas piedras, esos ladrillos, esos vidrios, no le
importan. Sangre y sudor no tienen significación para él, como no
la tienen las lágrimas, porque Juan, bien visto, es mala persona. No
es honrado.
Por eso la novela de Carlos Federico Pérez me parece muy bue-
na. Ante todo porque sigue el principio de que con buenos senti-
mientos no se hace buena literatura y porque ha ahondado en el
examen de la ilusión del snobismo. Su búsqueda de la realidad es
noble. Como obra de arte de narración está lograda. El interés va
creciendo, al paso que no comprende que “simpatiza” con los per-
sonajes. El final, en otro plano, muy bien logrado. No hay gritos,
no hay nada declamatorio. El lector queda en libertad de gozar,
hasta donde el sufrimiento es goce, de una novela plena.
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Vida y novela
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esperar hasta hace nada más que unos meses, cuando al fin me puse
limpio, como Dios manda, en las manos pecadoras de Faulkner, de
Sartre, de Camus. He dejado de leer libros sobre libros y he vuelto
a los libros, a la fuente de gracia de donde todo procedía, para
repetir unos versos de Amado Nervo.
Juan José Llovet, cuando trabajaba en la sección de traduccio-
nes al español de la Casa Garnier, de París, presenció un espectá-
culo terrible: se calculaban las páginas para la edición de una no-
vela rusa y era necesario reducir el texto. El tomo debía tener 240
páginas. En la obra, al final, se describe morosamente un amane-
cer, cuatro o cinco páginas de suprema belleza. El editor tuvo lo
que yo supongo fue una idea genial: limitó la descripción a una
sola palabra: amanecía…
Ahora sé que para que amanezca no basta con que el día empie-
ce. Es necesario que los pájaros canten, que el lechero deje las bote-
llas a la puerta y oigamos que el ruido inconfundible de los latones
de basura cuando son vaciados en el camión de la limpieza de la
ciudad, que alguien intente poner en marcha el motor de su auto-
móvil y que desde la cama tratemos de ayudarlo, porque si pasa un
segundo más o al automóvil se le descargará la batería o a nosotros se
nos acabará la paciencia. Que la criada traiga los diarios y el niño
chille negado a cepillarse los dientes. No basta con que salga el sol o
que no salga y sean las seis o las siete de la mañana. Hay que estar en
el cuarto de baño esperando a que el agua caliente suba por los tubos
y salga hacendosa por la llave, para afeitarnos: que la esposa nos
haga una de esas preguntas que se quedan sin respuestas y que para
empezar bien el día es necesario mejor no oír, que las ideas vuelvan
a colocarse todas en su lugar, dolorosamente.
En aquella edición fue suficiente que se dijera: amanecía, y la luz
se hizo, pero del pobre autor que había echado el alma y los bofes
describiendo ese principio del mundo que se repite todos los días y
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Poesía y poetas
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José Joaquín Pérez, que nace dos años antes que Salomé y mue-
re dos después que ella, hasta en un poema en que canta la espe-
ranza de América, su esperanza de dominicano en El nuevo indíge-
na, da la nota pesimista. Exaltándolo no puede ocultar la tristeza
del mundo que lo rodea, los temores que alimenta la propia reali-
dad de sus días:
…porque a la injusta iniquidad antigua
se une la nueva iniquidad, que extiende
su insaciable, su impúdica codicia.
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Café derramado en la camisa
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cabe en la vida cuando entra por el camino del sueño, aunque sea
por el áspero camino de las pesadillas, del mal sueño, de ese mismo
mal sueño de cuyos postreros vestigios se sacude el personaje de
Díaz Grullón que duda. Sus dudas salen a relucir sobre todo en lo
que se expresa entre paréntesis, particularmente en los últimos tres
paréntesis del cuento que son conatos de digresión que parecen
sobrar una vez que obligan al lector a frenar violentamente. Luego,
pasado el peligro, respira hondo y tiene que embragar, poner la
palanca de los cambios de marcha en primera velocidad y acelerar
poco a poco, hasta sentirse otra vez dentro del encanto de la lectu-
ra, encanto en el sentido de hechizo. Pero la molestia nos sirve
para enterarnos de que el personaje piensa.
Aquí los dos cuentos se despiden y cada uno toma un rumbo
diferente.
En La mancha indeleble el hombre lucha por defender su condi-
ción propia, el mundo que le pertenece. Si entrega la cabeza lo
perderá todo: sus ideas, sus recuerdos, vida, en una palabra. La voz,
ante sus temores, le explica que allí ya no tiene que pensar, otros
pensaran por él. Que no debe apurarse por sus recuerdos porque no
le harán la menor falta una vez que empezará una vida nueva.
Con palabras tan simples cae en el medio del cuento la más
terrible de las amenazas. El hombre, a esas alturas, no necesita, no
tiene que pensar. Y yo me preguntó: ¿Qué es lo que resta del hom-
bre cuando no puede ni tiene que pensar; del hombre por el cual
otros piensan por él? Mucho se ha escrito y hablado de los lavados
de cerebro, pero muy pocas veces con unos cuantos vocablos sim-
ples se ha dicho tanto de ello, de lo que supone la ruptura del hilo
de una vida para convertirla en otra, pues al eliminar los recuerdos
personales, al detener el motor del propio pensamiento, la maqui-
naria de nuestra mente, una nueva existencia nace, y nace, horri-
blemente, en un hombre vivo, hecho y derecho, que se desliga de
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Una carta a Joaquín
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Un día, cuando tenía cinco o seis notas, que sólo numeraba para
mantener un cierto orden, se me ocurrió que aquello podría llegar a
convertirse en un libro o algo por el estilo, y seguí garrapateando y
escondiendo lo garrapateado. El titulo que necesitaba lo encontré
de una vez: Cuaderno de notas. Me lució muy adecuado y bastante
expresivo, precisamente por su falta de expresividad. Oro día, ahora
no sé por qué, paré de escribir. La obra estaba lista, tal vez porque
sentí que no estaba ya lo suficientemente clueco. La inspiración, o
como quiera llamársele, es una fiebre muy parecida a la de las galli-
nas cuando esta empollando, o sacando como dicen los viejos.
Una mañana, una mañana de domingo, reuní en casa a Rafael
Herrera, Tomas Pastoriza, Sixto, Sergio y a tu compadre Pulito
Cabral, y les leí los poemas. Lo que dijeron, y que por razones de
horas no fue gran cosa, me animó. La vanidad de un escritor halla
siempre, cuando está bien encendida, aprobaciones por todas par-
tes, y, en este caso especifico, más por lo que me dijeron que dije-
ron después que por lo que se dijo en casa aquella mañana, particu-
larmente algo que me contó Pastoriza al día siguiente. Pastoriza se
llevó a Rafael y hablaron por el camino.
Luego busqué y traje por una oreja a Máximo Avilés Blonda y
a Manuel Simó. Oyeron la lectura muy calladitos, pero al final me
aseguraron que les habían parecido bien los poemas. La post-lectu-
ra también fue corta por la misma razón que el domingo en la ma-
ñana: se había venido encima la hora de comer, y, a pesar de todos,
los tres comíamos, y ellos dos tenían, además obligaciones hogare-
ñas que cumplir. No los pude retener ni con la relativa tentación
de que se quedaran a almorzar conmigo.
A José Antonio Caro le leí algunos poemas sueltos, cuando to-
davía el libro no estaba terminado; después el libro entero y otro día
le volví a leer el libro en la forma en que finalmente ha quedado.
Dios bendiga su paciencia.
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Etcétera, etcétera.
Llegué a considerar que era posible partir los versos por la
mitad, de cinco silabas, para que fuera aquello todavía más letra
de canción, pero finalmente los deje como estaban, entre otras
cosas porque en mi taller lo que falta, porque no la uso gran cosa,
es una buena lima; por una especie de respeto, que puede ser has-
ta haraganería, al estado de ánimo en que escribí la primera vez,
cuando la caldera estaba a todo vapor. Puedo usar una suerte de
álgebra en cuanto a la colocación de los poemas dentro del libro,
sin respetar el orden cronológico, y esto a veces nada tiene de
recomendable, pero no paso de ahí.
Aunque no van las copias de los libros, todo lo que te adelanto
puede servir para que las esperes con una cierta resignación. Esta
carta te demostrará, cuando menos, que te estoy dedicando una
porción del mucho tiempo que tengo en estos momentos a mi dis-
posición, para apagar los celos que sientes porque te escribo poco.
Confieso mi culpa: te escribo poco, pero debes reconocer que cuan-
do lo hago es largo.
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La raya en el corazón
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¿Sabes adónde
Vamos? ¿Sabes
qué país es el tuyo
tan fragante y que tiene
una línea de resecas
miserias,
una pobre corteza
resbalando en los ríos
perdidos, bajo los silenciosos cambronales?
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como si el paraíso fuera como una corriente de agua entre dos ori-
llas de fuego cuando no es más que una raya que uno no sabe si es
del ancho de los mojones que marcan y separan, o del río que pasa
y separa, o de la carretera que se desliga y separa; lo único cierto es
que está entre dos fuegos y que allí su anhelo no cabe aunque haya
espacio sobrado para su nostalgia y para su dolor.
Adán está del otro lado del pasado, pero no en la prehistoria que
es historia al fin y al cabo y por tanto suelo en donde crece el tiempo.
Está en la protohistoria, región que sólo pueden visitar, y eso de tarde
en tarde, los poetas, en donde no hay presente ni pasado. El pasado lo
inventaron los hombres después que descubrieron el tiempo, y la fron-
tera, el drama de la frontera, sí que tiene pasado y por tanto historia.
Podemos estudiarla, de punta a punta, en una de las construc-
ciones intelectuales más sólidas que haya levantado un dominica-
no, un dominicano que creyó en la nacionalidad y que tanto hizo
para que el sentimiento en que se afirma y nutre fuera sano y pode-
roso: en la obra de Manuel Arturo Peña Batlle.
Su libro La rebelión del Bahoruco inicia –y ahora no me atengo
al orden de aparición de sus libros– nuestra historia, antes de que
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del África, de la bella y poderosa mitología que corría por sus venas
y que constituyó un reducto en donde su espíritu se mantuvo inde-
pendiente y firme en los largos días de las conspiraciones y de las
batallas por la libertad. Lo que se adhiere de cristiano a sus creen-
cias, en vez de debilitar las formas añejas y los antiguos mitos, los
fortalece dándoles un sentidos, si puede llamarse así, ecuménico.
Su interés por robustecer la institución de la familia nace cuan-
do estudia horrorizado las estadísticas de los divorcios. El sabía,
como lo sabemos todos los dominicanos, hasta qué punto está ge-
neralizado entre nosotros el amancebamiento y cómo en muchos
casos se hace respetable, pero sin que éste estorbe la especie de
poligamia que impide a los padres dar a los hijos todo lo que nece-
sitan, y estaba seguro, además, de que eran precisamente los hijos
de madres solteras y de los matrimonios disuelto los que pagarían
con hambre y con ignorancia, en moneda de delito o en monedas
de faltas a la moral, una culpa que no era suya y que muy bien la ley
podría intentar corregir. Porque la Iglesia Católica no reconoce el
divorcio tuvo razón más para recomendar el camino que nos acer-
ca mucho más a ella.
Los pueblos necesitan que sus hombres sean fuertes, que ten-
gan más y mejores conocimientos, que respeten en forma cons-
ciente las costumbres sanas y las practiquen para que puedan flore-
cer las altas virtudes, y por eso él se sintió en el deber de buscar
procedimientos que pusieran coto a una situación en que estaba
saliendo perdidosa la familia y que ala postre iba a contribuir mu-
cho para que la sociedad cuya base ocupa se debilitara.
Peña Batlle, que combatió la herencia de Hostos por todo lo
que representa para la enseñanza en el país como racionalista y
por su oposición a España, porque es clara en su carácter de anti-
tradicionalista, y entre nosotros la tradición se llama precisamente
España, lo que hizo fue seguir un consejo suyo: la frontera con Haití
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decir el más próximo; por el vecino más cercano, esto es, por el
hermano.
Pero no todos los Cantos tienen por escenario la protohistoria.
Al período sin tiempo y sin espacio sólo pertenecen el Canto de
regreso a la tierra prometida y la Canción del rayano. El primero es el
desencanto y la tristeza del retorno infructuoso, el segundo, el gri-
to del desterrado del Edén que se mira por dentro y descubre lo más
terrible del daño, y calma al cielo indiferente:
roto mi corazón en dos pedazos de odio y abandono.
Por fin las razas enfrentadas –el blanco y el negro– y por fin, tam-
bién, la disolución del mal que empuja hacia el mal o el recuerdo que
lleva, rápido, la mano a las cachas del cuchillo frías.
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y con la misma luna baja que trastorna las cabezas y mueve hacia
fuera la sangre espesa y bermellón.
El IV canto ya no es historia, historia cotidiana. Es periodismo,
reportaje engolado. El encuentro de los dos Presidentes sobre la
raya. Con himnos, discursos, aplausos y el temor sofrenado. Reve-
rencias y música. Y de repente, cuando los automóviles dejan el
rastro de las altas polvaredas, nuevamente la historia ruin, ordina-
ria –gallos que cantan a lo lejos, el viento arrastrando pedazos de
papel amarillento–; la comida pobre. El Artibonito corriendo.
Los cuatro poemas restante sirven para rodear el drama de la
tierra perdida y el drama de la tierra que es igual todos los días, de
un aire lleno de pájaros, de pájaros que viven y vuelan y cantan; de
pájaros que mueren, de garzas que miran tratando de reanudar una
amistad antigua, de signos que tras el verde, en los árboles, con el
viento, señalan que vienen promesas, que habrá cambios profun-
dos; de que es necesario prepararse para un posible nacimiento. La
hembra es poseída, y vive desde entonces sin saber que lleva una
primavera en el vientre, y el poeta vuelve a cantar y a esperar.
Pronto sabremos quien habrá de venir, orgulloso y seguro:
No os dejéis engañar por la desvalidez
de mi primera entrada al mundo.
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alfombra, para de una vez tomar, bajo las estrellas que huían, el
camino firme del futuro, de un futuro en donde los hombres se
encuentran y se saludan sonriendo. Hablan la misma lengua de
amor; mientras los ríos se vacían metódicamente sobre los campos
para que se alce vigorosamente la espiga y para que se alce hermo-
samente la flor, sin dividir y sin enemistar las tierras que cruzan y
separan.
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Los analfabetismos fundamentales
Nuestra gran prosa anda dispersa por ahí mientras la obra de los
poetas no, posiblemente porque las piezas son más fáciles de enca-
jar entre sí, en una antología, por ejemplo. No olvido que trabajé
junto a Vicente Llorens Castillo y a Pedro Rene Contín Aybar en
la Antología del Centenario de la Independencia de la República, divi-
dida en prosa y verso.
Pero una antología de la prosa no puede llenar el vacío que voy
a denunciar porque generalmente se tiene más en cuenta su valor
artístico que la materia tratada, casi podría afirmarse que en la se-
lección suele importar más la forma, lo en cierto modo externo,
que el fondo y el propósito.
Gracias muchas veces nada más que a las antologías, y ahora
me refiero únicamente a las antologías de poesías, se puede seguir
una tradición, o descubrir cuando se rompe. Es relativamente sen-
cillo estimar la llegada de las influencias nuevas o el tiempo de
predominio de una escuela o la frecuencia de un tema, a veces
hasta el amor por una palabra o por una serie de vocablos que ca-
racterizan el espíritu y las preferencias de una tendencia.
Tratar de hacer lo mismo con la prosa no es simple y nuestros
prosistas, y no por culpa suya, lucen como si cada uno viviera en
una isla, con sus propias provisiones y con su propia bandera, a
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menos que no haya algo en común que, a lo mejor, nada tiene que
ver con su estilo, preparación y aptitudes; algo que los ligue, como,
podría indicar, la ocupación militar americana del 1916, que da a
varios de los escritos de ese periodo un mismo escudo y una misma
disciplina, a un vocabulario, a un sistema de argumentaciones y a
un conjunto de ideas que si son diferentes tienen, a pesar de todo,
un inconfundible aire de familia.
Con nuestra gran prosa científica, la llamaremos así, el destino
no ha sido amable. Se lee mucho más a nuestros escritores del pa-
sado del género narrativo que, vamos a decir, a nuestros pensado-
res políticos. Es verdad que entre los primeros está un Manuel de
Jesús Galván, pero no es menos cierto que entre los segundos ha-
llamos un Américo Lugo.
El que no se lean tanto como se debía hace posible que pueda
afirmar eso de que vive en islas particulares, y no por su gusto,
porque el escritor político, el pensador político, está siempre diri-
giéndose a toda la gente, aun en aquellos momentos en que puede
apetecer una audiencia más selecta, al hacer, digamos, incursiones
en el Derecho Público o cuando estudia el origen de una ley y las
consecuencias sociales de su aplicación.
Quien escribe diarios o confesiones sabe que un día, más o
menos lejano, esas páginas caerán en manos del público, pero el
escritor político necesita que su obra entre en contacto inmediata-
mente con la realidad humanan que lo inspira, so pena de hablar
cuando ya nadie lo escuche. De llegar tarde, en una palabra, y la
sensación la tiene al trabajar.
Y porque nos hemos descuidado en frecuentar esa mano
magnifica de pensadores políticos que tenemos y que nos dejaron
obras más que suficientes, nos quejamos de carencias que no exis-
ten; y por no haber clasificado sus libros y opiniones, sus consejos y
observaciones, parece que estamos huérfanos de repertorios de ideas
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hay que determinar el minuto que vivimos, para saber lo que tene-
mos que hacer para que el minuto siguiente sea mejor, es menester
el conocimiento que aquellas obras de síntesis van a facilitar, por-
que lo primero que debe aclararse es el momento histórico y social
de un pueblo, para poder ayudarlo o corremos el riesgo de gastar las
más nobles y hermosas energías en una equivocada acción, y pue-
blos como los nuestros, con tanto atraso en el reloj, no tienen de-
recho a cometer equivocaciones, pues en este campo las equivoca-
ciones, siempre se pagan con sangre, con dolor y con destrucción,
y ya hemos sangrado bastante, ya hemos sufrido mucho y son tan
escasos los bienes que estamos en el deber, todos absolutamente
todos, de obrar de acuerdo con las mejores reglas para evitarlas.
Hay momentos en que uno llega a la conclusión de que cuantos
escribieron sobre el país, y soñaron y afanaron por él, perdieron mi-
serablemente su tiempo y que, como muchos fueron escritores en
grande, mejor les hubiera ido imaginando libremente que no reflexio-
nando sobre la realidad de su tierra, tratando de enderezar entuertos
y de guiar, pero no es así. Estoy seguro de que ha sonado la hora de
reunir sus lagrimas y sus temores, su indignación, y su tristeza, sus
ilusiones y su buena fe, hasta su candidez, para construir con ellas la
obra que tanto ha de valer para los que, de este lado del tiempo,
compartimos sus angustias y estamos orgullosos de su actitud y de su
faena, que no fue vana y que no dejaremos que sea vana.
Material puede hallarse reunido, para mencionar sólo tres li-
bros, en los Escritos de Espaillat y en los Papeles de Espaillat de Emilio
Rodríguez Demorizi, y concepto y orientación en Los Próceres es-
critores de Joaquín Balaguer.
No se me escapa que la labor a que me he referido exige almas
grandes, mentes claras y corazones generosos porque, junto a las
más nobles concepciones, al lado de las más levantadas posturas,
se hallaran concepciones adventicias, posiciones circunstanciales,
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publica, para todo el bien que puede hacer hasta el mal cuando el
mal es poderoso y se prenda del aplauso limpio y de los frutos sanos
de las mentes sanas.
Se sabe, eso sí, que más o menos coincide con su salida del
Gobierno la aparición de señales de debilitamiento del régimen
que sigue sosteniéndose en pie con firmeza, pero sin las caracterís-
ticas y fortaleza de sus primeros veinte años. Los males que lo lle-
varan a la ruina han hincado su labor de zapa. Trujillo se convierte
en el más eficiente de los enemigos de Trujillo y sus amigos tienen
que correr de un lado para otro, desesperados, enmendando, corri-
giendo, tapando, apuntalando. Es la ocasión propicia para que ha-
gan su aparición y actúen los jóvenes consejeros tenebrosos: van a
matar a un muerto.
Tenemos que enfrentarnos a los hechos, pero ¿en dónde están
los hechos? Tenemos que enfrentarnos a la realidad, pero ¿cuál es
nuestra verdadera realidad?
Bosch dice, y yo repito como un papagayo: “no contamos con
estadísticas confiables”, pero no sólo no hay estadísticas, se nos ha
enseñado que no tenemos nada de nada, y a pesar de todo la ver-
dad no es tan tremenda, lo que sucede es que sus partes andan por
ahí desperdigadas.
Son importantes los estudios sobre el dominicano, sobre el
hombre que vive en este pedazo de tierra que se llamó primero La
Española y que después se redujo nada más que a las dos terceras
partes y cuya característica mayor es que habla español, porque el
otro pedazo, la tercera parte restante, se expresa en francés y en
patois, más en patois que en francés.
Las observaciones, se sabe, son muchas, más de las que a pri-
mera vista podrían calcularse rápidamente, pero ruedan por ahí,
como dije de la verdad, desperdigadas: el cuerpo de Orfeo después
del tropezón con las Furias. Está por hacerse su recopilación y su
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contar menos con uno de los suyos, porque sea blanco o porque
sea, negro, más pobre o más rico. El amor de los hermanos no es,
tampoco, ni debe serlo, amor de favor, una especie de limosna o
concesión. Así no vale. Así mejor ni pensarlo.
Hay el problema de la mala distribución de la riqueza: pocos
con mucho y muchos sin nada, como diría el poeta. Aquí proba-
blemente las noticias sobren, porque la miseria se ve en las calles y
por los caminos sin que haya que ser un lince, pero ¿hemos podido
determinar, con una relativa exactitud, los diferentes grados de
pobreza y lo que sobra al que le sobra? Hay buenos estudios acerca
del sistema de tenencia de la tierra que serán muy útiles, y las cifras
de la recaudación del impuesto sobre la renta servirán, también, es
cierto. Hay cálculos sobre las tierras ociosas con que contamos, del
Estado y de particulares; cálculos sobre el aumento de productivi-
dad de muchas zonas si se les facilita agua, pero hay estimados tre-
mendos acerca de la baja productividad individual, no sólo en el
campo sino hasta en grandes industrias modernas. Todavía no sa-
bemos cuántos desocupados tiene el país y cuántos que parecen
tener trabajo, lo que hacen con la actividad a que se dedican es
enmascarar su condición improductiva.
Tan pronto como lo que se puede distribuir no es mucho, dis-
tribuir precipitadamente supone riesgos muy graves. La sola distri-
bución de la tierra, la mera propiedad de la tierra, no resuelve ni el
problema del campesino ni el problema de la baja producción del
campo, porque no es un problema de amor propio que se esfuma
con un título de propiedad adornado con muchas firmas y muchos
sellos. A México se le cayó la producción del maíz, la base de su
dieta, cuando desmembró haciendas y las repartió, pero sin poder
entregar juntamente con el pergamino anhelado ni semillas ni cré-
ditos, ni la capacidad de aguante de los viejos propietarios. Hubo
que dar un paso atrás y empezar de nuevo.
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Pero creo que me dejado llevar fuera del campo que yo mismo
me había marcado. Hay que enfrentarse a los hechos, pero para
enfrentarnos a ellos tenemos que conocerlos.
Necesitamos una revolución, y todos estamos de acuerdo, hasta
los contrarrevolucionarios profesionales que ya no se atreven a decirlo
en voz alta y llaman acto revolucionario a las sonrisas interesadas que
dispensan a las masas, aunque se les revuelva el estómago y los múscu-
los de la cara no respondan adecuadamente a tan hermosa decisión.
Pero a fuerzas de repetirlo ellos llegarán a convencerse, y algo es algo.
Pero nuestras revoluciones, ya está probado, han dejado de ser,
por fin, del tipo que veníamos usando hasta el 1916, porque la que
derribó al general Horacio Vásquez no debe tomarse en cuenta por
el ingrediente de opereta que le fuera agregado, aunque es impor-
tante que luego las cosas no siguieron igual que antes. Responden
a necesidades sociales y se encienden en la llama de una insatisfac-
ción que crece con la misma fuerza con que la población aumenta
y con el aumento de las necesidades de esa población; en el mismo
grado en que la producción se va haciendo cada vez más insufi-
ciente y las oportunidades parecen disminuir.
Esas necesidades se tornan más duras porque las promociones
han ido produciéndose muy lentamente y los muchachos que su-
ben, preparados para la vida, ni hallan qué hacer ni dan, porque no
pueden, una orientación fecunda a sus existencias vigorosas, entre
una pobreza que todo se lo niega y los codos en la barriga de los que
tienen dinero y ocupación, las llaves del éxito ajeno y el secreto de
la consideración general.
Pero mientras los conocimientos de la historia social del país,
y de su realidad social, sean deficientes, la solución de las dificulta-
des puede resultar equivocada, por precipitación lógica o simple-
mente por mala información. La mala información en materia po-
lítica constituye un delito.
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Rosa, Rosa, dame un gancho
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son colores puros: del tubo a la tela, con espátula; palabras en esta-
do salvaje, parte todavía de la naturaleza, como flores silvestres
que podemos cortar para ofrecerlas a nuestra compañera de paseo
o pisotearlas, hacer con ellas lo mejor que nos vengas en gana:
mirarlas o no mirarlas, deleitarnos o desagradarnos; y como están a
la venta, comprarlas o preguntar el precio por curiosidad. Evocan,
si uno se deja, o no evocan. Son cosas y como cosas, inocentes,
porque las palabras, como el hombre y como la mujer, pierden su
inocencia por contacto y relación honda, cuando se conocen, en
el sentido bíblico, cuando se ayuntan. Solas, como el principio del
mundo no significan, son.
Así nos las da el poeta.
Lo que sigue es poesía al servicio de la descripción, pero siem-
pre muy cinematográficamente: cine psicológico, desde luego, en
el que cuenta nada más que el centro de los personajes, lo que su
cara comunica, lo que dice un gesto; que marcha de close-up en
close-up, casi sin fondo, siempre sin paisaje, con oscuras figuras de
segundo orden que más que figuras son símbolos.
Al fin Rosa sonríe y el poeta salta al escenario y con un par de
pasos bravos se coloca en el primer término. El no es hombre que
puede dejarse aguardando en la puerta impunemente.
Ya bajo las luces de las candilejas, galante, pide una prenda
de amor:
Rosa, Rosa, le dije, dame un gancho.
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Luego: los días felices. Rosa de “adecana”. Debe ser una errata
por “edecena”, femenino de edecán y más bien sentido figurado y
sin el matiz irónico.
Pero, a propósito de palabras, y uso de palabras, volvamos ha-
cia atrás. Al principio las palabras dan la sensación de cosas, de
cosas puras, en estado salvaje. Están todavía sin vencer, sin domes-
ticar, para emplear el calificativo que les da Sartre, a quien se le ha
reprochado que detesta la poesía. El lo niega.
Pero a medida que nos adentramos en la lectura, y no hay que
correr mucho, nos percatamos de que aquello no era más que una
ilusión, un señuelo puesto por el poeta para despistar. Ya está utili-
zando el lenguaje, lo que podría, según el razonamiento de Sartre,
cambiar de signo a la poesía, porque el lenguaje sólo es útil, utiliza-
ble, para el que escribe prosa. El poeta no lo usa, no lo utiliza,
según él, porque el poeta no compone frases, cuando parece que lo
hace lo que está es “creando un objeto”.
Pero entre las palabras salvajes del principio y estos objetos,
¿qué hay que los una; cómo se establece la relación interna que
hace posible el poema, el resultado total y final? El secreto, se pue-
de preguntar. ¿está distribuido equitativamente en cada verso, o
hay versos clave y versos tejido conjuntivo, o es algo que pasa en-
tre las letras o entre los sonidos separados como aire y silencio, o es
la suma de resonancias que las palabras, o las combinaciones de
palabras, encienden?
El poema es hermoso, digámoslo de una vez, pero ¿es hermo-
so porque es poseía: porque es el testimonio de un fracaso huma-
no –del fracaso en que insiste Sartre, para quedarnos en Sartre; o
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El dominicano en peligro de asfixia moral
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los hemos hundido una y otra vez en el fango, porque hicimos con-
verger sobre ellos torrentes de miserias.
Descubrimos, también, que aquí entre nosotros sólo hay un
aire respirable, una manera única de vivir, se empuje una carretilla
o se maneje un banco: cuando se está arriba, junto al Poder y dis-
frutándolo. Los que están abajo, el dueño de una recua de mulos o
la cabeza de un bufete de abogados, no tienen ni el derecho de ser
consideradas personas decentes, aunque no hayan caído, aunque
no hayan subido jamás.
Hemos logrado desacreditar a la política desacreditando a los
políticos para permitir, entonces, solamente, el libre juego de dos
fuerzas que acaban por maniatar la verdadera revolución: tropa de
un lado y pueblo del otro. Pero tropa con intereses que le han sido
injertados, extraños a su misión; y pueblo con intereses que gene-
ralmente tampoco son suyos, que los han recibido en calidad de
préstamos, antes de unas elecciones o cuando hay que sacar el pe-
cho en medio de las balas, de grupos que detrás de la mascara de la
transformación necesaria esconden la cara dura de la ambición de
poder, cuando, por obrar, como dicen, en nombre y a favor del
pueblo, debían estar generosamente movidos por el afán de servi-
cio, y la prueba en contrario podría ser la revolución como rampa
que lleva a los empleos del Gobierno, como he dicho, o la revolu-
ción como estorbo de la revolución, de que ya hablé.
Cuando se dice pueblo parece que sólo se emociona al que paga
los platos sanos de la paz y los platos rotos en la guerra, y se cree, así
de pronto, que pueblo es la reunión de una serie de ideas conexas y
de necesidades claras, cuando en él hay de todo y para todos. Pue-
blo podría ser masa neutra y es lo que llena, también, las filas de los
partidos políticos, de uno y de otro lado de la invisible y móvil
línea divisoria, y los dos movimientos denuncian conciencia polí-
tica: por abstención uno, por participación el otro.
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apagó con las primeras sombras de una noche que acaba de cerrar y
que será tan larga como nosotros decidamos que sea, y que, si es-
conde la miseria que no ha desaparecido, no puede llevarse a la
boca ni puede apagar el llanto de los niños que chupan inútilmen-
te los pechos vacíos de sus madres, deshidratadas de llorar.
Una revolución entre nosotros sólo la justifica un cambio que
vaya en provecho de los que nada poseen, que produzca comida,
techo, lecho, vestidos, escuelas, y si no los produce, y sólo hace
posibles unos cuantos cambios de nombre en las zonas humanas en
donde no falta nada si no se exige mucho, no ha cumplido con su
deber, y entonces hay que preparar la próxima, comenzando por la
cabeza y por el corazón, por la razón y por la conciencia de los que
tienen y de los que no tienen.
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Los poetas más allá de las trincheras
o la política y la poesía
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que tomaron, un camino distinto del que siguieron para llegar adon-
de reposan ahora, radicados para siempre. El crítico puede enrollarse
las mangas de la camisa, lavarse las manos primero con jabón y luego
con alcohol, y empezar. Los muertos ni cambian ni protestan, se les
puede barajar como cartas y se les puede clasificar como objetos.
Pero estos poetas vivos y jóvenes, que es como ser dos veces
joven y estar dos veces vivo, representan un peligro, ni se les puede
barajar ni se les puede clasificar. No hay alfileres para clavarlos de
la pared, como se hace con las mariposas, ni estantes para organi-
zarlos como libros.
El problema de juzgar a los que nunca han sido juzgados –a la
excepción de Avilés Blonda y de Mir hay que agregar otras más– es
común al juez y al crítico. El delincuente primario y el poeta novel
siempre son casos difíciles. La reincidencia ayuda mucho a la deci-
sión, a la sentencia y a su aceptación por parte del público, pero el
delincuente virgen de pena y el poeta virgen de juicio se las traen,
sobre todo si vienen al barquillo de la acusados o llegan a la mesa
de trabajo aureolados de juventud, acompañados por la expecta-
ción de personas que, a lo mejor, no los han comprendido bien,
pero que ven en su acción –lo presienten oscuramente–, el testi-
monio de una ruptura entre la ley, o una sociedad, caducas, y for-
mas nuevas de existencias; y la quiebra que se aprecia en un punto,
–lo presienten–, revela grietas mayores y más profundas. De ahí la
expectación. Examinar un proceso literario, o nada más que una
manifestación del proceso, siempre conduce a campos y a situacio-
nes tan alejadas, aparentemente, del lugar de partida que la pobre
gente se lleva la impresión de que un crítico, si lo es, no es más que
un enredador que siempre anda escurriendo el bulto. Que es el
hombre que escupe fuera de la escupidera.
En una revolución caben todas las protestas, desde la protesta
social y la protesta política que son los combustibles específicos,
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Novela e indagación social
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que han reunido las obras de relativo valor que se han publica-
do en los últimos cien años. Si no que se repase lista de “libros
principales” que hizo Pedro Henríquez Ureña en México en el
1909 –puede hallarse en Obra critica, Fondo de Cultura Económi-
ca, México, Buenos Aires, 1960, página 132– y sumar lo que vale
de cuanto, en una época mucho más cercana, iba dando a conocer
Luis Florén de nuestra bibliografía, para quedarnos con dos fuentes,
porque hay una tercera que podría sonar como mala palabra, y no lo
es de ninguna manera: el tomo XX de 25 años de Historia dominicana
que estuvo a cargo de E. Rodríguez Demorizi en donde, es natural,
hay mucha planta parasitaria dentro de un trabajo serio y minucio-
so con el cual tiene que contar el investigador si se propone llevar
a cabo un trabajo digno de que se le llame científico.
La novela de Marrero podría ser útil hasta para investigaciones
de fonética, por su empeño de reproducir con fidelidad el modo de
hablar de los campesinos, y en general de la gente que puebla la
obra, con el inconveniente lógico de que habría que trasladar los
parlamentos y palabras adecuados a formas de grafía de mayor cir-
culación y respeto, como el alfabeto fonético internacional, para
ver si entonces es posible vencer una serie de vicios de reproduc-
ción que suelen llamar a engaño y que la gente poco diestra en la
materia –y ahora no me refiero a Marrero únicamente– emplea
con la seguridad de que conoce muy bien el habla popular, que es
capaz de repetir por escrito y con exactitud lo que dice y cómo lo
dice la gente, y esta capacidad se limita a colocar una b en donde,
en circunstancias normales, iría una v, eliminar la z y la c sustitu-
yéndolas siempre por s. Representar omisiones y pujidos por após-
trofes o unas jotas desamparadas. En muchas ocasiones cuanto he
señalado no es verdad indiscutible, ni mucho menos.
Por el momento me limitaré a indicar la parte gruesa del material
encontrado en las tres novelas mencionadas, dejando al especialista,
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Los enemigos de la tierra,
de Requena
Los enemigos de la tierra,
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I.
Estamos más o menos de acuerdo en que nos conocemos poco y
en que, por no conocernos bien, corremos el riesgo de edificar so-
bre arena. Y en este país hay que edificarlo todo, hasta la historia,
que está aguardando no sólo más documentos esclarecedores sino
al nuevo espíritu rector.
La verdadera transformación de una sociedad sólo se pone de
manifiesto cuando en ella hay fuerzas capaces de reelaborar su pa-
sado, de trasformar su pasado, de poner a su servicio al pasado,
porque los hechos pueden ser inmutables, pero la forma de apre-
ciar los hechos es siempre variable. El material de la historia no se
altera, pero la forma de organizarlo y de aprovecharlo se halla en
un continuo proceso de cambios. El método no deja de estar en
crisis nunca, aunque, naturalmente, para el observador poco ave-
zado esto es secreto y misterio y únicamente llega a percatarse en
aquellos momentos en que la curva se sale del papel cuadriculado,
cuando se rompe el aparato registrador. Como ahora, cuando no
puede determinar con exactitud si vive historia o simplemente le
ha tocado un papel de comparsa en una trágica y extraña película
de vaqueros cuya bondad, según los entendidos, depende del nú-
mero de tiros y del número de muertos.
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II.
Estamos luchando, con bastante desgana a pesar de todo, contra
los efectos. Y es posible que no lo estemos haciendo bien. Debería-
mos ya, a estas alturas, haber dado la señal para comenzar la batalla
contra las causas, y no lo hemos ni intentado. Cuesta trabajo, y el
éxodo campesino, hay que tenerlo muy en cuenta, ha sido siempre
una forma concreta y desagradable de criticar a los gobiernos y a
los partidos políticos que han hecho oposición a los gobiernos. Una
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cítrica frecuente y muy poco amable para todos los hombres que
han tenido función pública, para los que se han puesto roncos gri-
tando contra solemnes nimiedades y para los que han perdido la
voz defendiéndolas.
En última instancia una ideología no es más que un sistema
organizado de criterios para resolver problemas humanos, o no es
nada, y el primer problema humano es vivir, esto es: comer, des-
pués: guarecerse de la intemperie, sanar si se está enfermo, vestir.
Lo demás, con toda su importancia, es de segundo orden.
Entre nosotros se quiere subir por la escalera poniendo el pie,
lo primero, en el último escalón. Porque hemos trastornado el or-
den, porque se ha roto la armonía.
Las revoluciones que nos corresponden deben ser revolucio-
nes. Nada de bromas trágicas porque no tenemos derechos a des-
acreditar a las revoluciones, y las necesitamos mientras medio país
bostece cubierto de harapos, extraño en su propia tierra.
Mientras haya hambre y bubas, mientras la ignorancia sea dueña
y señora; mientras haya niños boqueando sobre el piso de tierra;
mientras no haya comida, techo, lecho, caminos, escuelas, canales
para todos, hay que hacer cuantas revoluciones sean necesarias, no
para mejorar la comida del que no come bien sino para que coma
el que no come. No para que sea más grande el triste aposento
campesino, la casa derrengada que cubren hojas podridas de pal-
mera, sino para los que no tienen nada que los defienda de la llu-
via, de la noche, del viento, del sol.
Nuestras revoluciones han sido siempre políticas nunca socia-
les. Han afianzado o han hundido a políticos. Fueron sangrientos
choques de caudillos, de grupos, de facciones, encabezados por al-
guien para levantar o para destruir a alguien y todo parece indicar que
la moda puede cambiar, a condición de que no nos olvidemos de mo-
dernizar un poco más al caudillo, de meterle un programa completo
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La Mañosa, de Bosch
La Mañosa, de Bosch
I.
La Mañosa es una obra de arte. Los enemigos de la tierra, si uno se
pone muy exigente, posiblemente lo sea menos. Desde luego, repi-
to, que no conozco la segunda edición que se hizo en Santiago de
Chile.
Bosch crea primero el mundo y luego introduce al hombre en el
mundo. El primer mundo es el mundo ingenuo del niño, del niño que
nos llevará luego por todo el libro, por el universo que rodea al niño
que narra. Las impresiones del niño, su vida afectiva, su tarea de des-
cubrimiento y de conocimiento, están descritas por el autor que apro-
vecha y trasforma, que frecuentemente poetiza, sus recuerdos.
Se trata de una novela autobiográfica, escrita en primera per-
sona, y en ella resulta difícil separar sueño y realidad, lo que trae en
sus manos limpias el niño y lo que agrega el escritor a cuanto ya
había agregado el hombre adulto, inseparables lo uno de lo otro.
Toda la novela la recorre un sostenido aire poético que no vuel-
ve a encontrarse, por le menos en esta mantenida pureza, en el
resto de la obra de Bosch, porque la poesía es, a veces, sólo hermo-
sa puerilidad o decir sin tener en cuenta ni la propia censura, ni la
ajena experiencia, ni los muros levantados de la razón. Dándole
una vuelta, quizás violenta, a la frase “el genio no es más que la
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II.
Bien, si La Mañosa es “la novela de las revoluciones”, ¿qué nos
dice de las revoluciones? O mejor aún: ¿qué piensan y dicen de las
revoluciones cuantos en la obra se mueven y afanan? ¿Qué ocurre,
como consecuencia inmediata de la revolución, en su mundo?
La perturbación que se produce en la existencia de los que vi-
ven en la casa grande, la llamaremos así, y de las personas que
tienen directa relación con ellas, está descrita con acierto, econó-
mica de recursos con hermoso vigor. Se sienten la incertidumbre,
el dolor, la desesperación y el desencanto que la revolución desata.
La fe cae, las ilusiones se desinflan y, a pesar de todo, don Pepe se
niega a aceptar la derrota, una derrota que no es suya, que lo obli-
garía a regresar junto al abuelo, el punto de partida de lo que po-
dría resultar nada más que una aventura.
Creo, por todo lo que he oído y por todo lo que he podido leer,
que la novela de Bosch es un espejo fiel de cuanto ocurrió en el
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abre de golpe. Prepara los ánimos echando sobre ello un miedo que
no tiene nombre todavía.
El mundo, repito, es el mundo de un niño y se va llenando de
verdades puras, pero junto a las verdades nacen y crecen productos de
la libre fantasía, y el niño, es natural, no establece distingos. Lo que
ve, lo que oye, cuanto imagina y dicen los mayores, pertenecen a una
misma categoría sensible. Lo que cuenta el viejo Dimas cuando se alza
el telón en el capítulo primero de la novela y lo que narra Momón más
adelante, al mezclarse con la experiencia diaria, en el alma de niño,
forman un todo y por entre ese todo tendremos que caminar. Pero
cuando la situación varía, cuando hablan sólo las personas hechas y
derechas, cada vez que la revolución irrumpe el mundo, el mundo del
niño, pierde la dimensión imaginaria para dejarnos en la mano, seco,
horrible, el mundo que es de todos, el horrible mundo de la verdad.
Sobre la tierra, la tierra del niño por cuyos ojos tenemos que
seguir la acción de la novela, se junta el culebrón y el Enemigo
Malo, el gato que crecía y crecía y Pata de Cajón, y la realidad
cotidiana, la fotografiable realidad de todos los días. Pero tan pronto
como se cierne sobre la casa grande la revolución, la fantasía se
escapa, la imaginación tiene poco qué hacer, porque la a realidad,
con su brocha gorda mojada de sangre, es capaz de más horror, de
fabricar cuentos más terribles, de pintar cuadros más espantosos.
En este mundo que de pronto va a perderse, que va a perder
muchos de sus más bellos adornos, entra la revolución. Al princi-
pio es sólo el recuerdo de las revoluciones pasadas, un recuerdo
que tiene algo así como cierto sabor a exorcismo:
“Antes habíamos sufrido largo; si no era algo más que sufrir
aquello de vivir en perenne huída, amasando la oscuridad y el lodo
de los caminos reales, ya sobre la frontera, ya cruzándola, volvien-
do, saliendo. Dos veces estuvimos refugiados en las lomas, mien-
tras la tierra se quemaba al cruce de soldados ardidos. Extranjero
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III.
En la novela hay un personaje, el viajero que se detiene, acompa-
ñado de su familia, y pide permiso para descansar un rato en la casa
grande. Le sirve a Bosch para introducir en el concierto de la obra
una nueva voz y explicar quién es, y por qué es así, el general Fello
Macario; y quién es y qué hace Monsito Peña, esto es: quiénes son
y cómo los hombres que encabezan la revolución. Y lo que es, para
el viajero, la revolución.
Escoge, para preparar su llegada, para recibirlo, un domingo, el
día del Señor, día de la verdad, un día, dice, en que las nubes se
arrinconaban más allá de las lomas, bien lejos; un día que luce un
cielo expresamente pintado, con un sol que parece enardecido.
Buena luz, el aire limpio.
Los domingos no llegaban así como así, como los otros humil-
des días de la semana. Era un día que se anunciaba antes: un silen-
cio enorme, afirma, emerge de la propia tierra. Las mujeres visten
trajes acabados de planchar. Los hombres llevan gallos.
El escenario ha sido preparado, pero todavía está vacío. La
entrada se describe morosamente. Ortega y Gasset dice que la no-
vela es un género fundamentalmente moroso. Todo es lento ahora,
pero real, más real que la realidad misma porque, para percibir la
sucesión, hay que separar los tiempos y la realidad no se puede
permitir ese lujo que bien puede darse el escritor. La realidad es,
corresponde al escritor desarmarla para que el lector, poniendo todo
lo que tiene que poner en el juego, la arme de nuevo en su dentro.
Las figuras aparecen allá en La Encrucijada, que es la puerta
practicable de la escena, para decirlo en términos de teatro. Son
un hombre, una mujer con paraguas, y dos niños. Ahí se inicia la
pintura propiamente dicha, la pintura de lo que se mueve hacia el
observador y que sólo se interrumpe, como para dar un respiro,
ante la perplejidad del narrador al oír la palabra “viajero” que no
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IV.
Ya sabemos qué es y lo que representa la revolución para el viaje-
ro. Bosch agrega otro grueso, más color y como con espátula, en el
cuadro que ha venido componiendo frente al lector.
Tenemos una parte de la porción de la verdad que nos corres-
ponde saber, que nos está permitido saber. Falta a otra, la verdad de
los hombres, la verdad “humana” de la revolución, esto es: de los
hombres de la revolución, que se anuncia en la simpatía que sien-
tes don Pepe por el general Macario. Estamos, más que en el reino
de la razón en la tierra de nadie de las atracciones metafísicas, de
las afinidades sentimentales.
“Empezaron a hablar de Fello Macario. El hombre dijo que le
conocía desde hacía años; contó su historia a retazos, explicando
que había sido persona mansa y de trabajo hasta un día en que una
tropa le hendió la vida fusilándole un hermano. El hermano apare-
cía como gente distinguida, seria y apreciable; teníanle en gran
respeto por su lugar, y apuntaba hacerse de un prestigio que a la
postre podía resultar peligroso para un gobierno desordenado. Al-
gún enemigo le preparó la nasa y cayó en ella. Fello Macario le vio
partir, amarrado sobre un caballo, precedido y seguido por solda-
dos sanguinarios. Se abrazaron y el menor juró vengarle, si le suce-
día algo. Y le sucedió. Suerte fue que pudiera encontrar su tumba,
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entre un monte cerrado, medio hoyada por los perros jíbaros y los
cerdos cimarrones. Frente a la tierra blanda que cubría la huesa del
hermano, Fello Macario lloró en silencio. Después… Después se
hizo sentir el hombre. Acechó su oportunidad, y un día, cuando la
gente del pueblo murmuraba no sé de qué injusticia, Fello Macario
montó, se armó de revólver, visitó bohíos, comprometió gente y
bajó de las lomas al frente de un centenar de hombres, sitió el
pueblo, puso plazo a las fuerzas para que se rindieran, desafió al
comandante de armas a matarse delante de sus tropas respectivas…
Cuando pudieron darse, cuenta, había florecido un nuevo general
sobre el estercolero de una injusticia: el general Fello Macario.
Como una llama voraz, su prestigio cundió en todo sitio, llenó el
Cibao, colmó los confines del país. Se le reconoció valor, nobleza,
entereza, dignidad. Se abrazaba a toda causa que contara con el
favor de los humildes, y aunque no sabía realizarlas, las hacía triunfar
en el campo de las armas”.
La causa eficiente, lo que decide su suerte, lo que hace florecer
“un nuevo general sobre el estercolero de una injustita”, es la muerte
de un hermano, que engendra deseo de venganza.
El pondrá, entonces, su resentimiento, su justo resentimiento,
al servicio de ideales más altos, de ideales, diremos. “Se abrazaba a
toda causa que contara con el favor de los humildes y aunque no
sabía realizarlas las hacía triunfar en el campo de las armas”.
Macario ha encontrado el camino para sublimar su sed de ven-
ganza. Para cobrarse la deuda y para reparar el daño, personales los
dos. Por lo que había desgarrado en su alma una injusticia, batalla
contra todas las injusticias. Al lado de los humildes.
Daniel, el de Over, convierte su dolor y su fracaso en el dolor
del hombre, en el fracaso humano. La culpa, primero del padre que
los echa de la casa y después del sistema de explotación que lo
lleva al borde de la locura, a pensar hasta en el suicido como salida
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Peña. Los bebedores de sangre, los que se deleitan con el ajeno sufri-
miento. Los chacales que siguen, nariz en tierra, los pasos de león.
Y así como el viajero y su familia entraron a la novela con
tanto anuncio: sol, gallos, ropas planchadas, domingo, se van casi
sin que uno se entere, en el revuelo que desata la noticia de que
Momón está agonizando, y estamos frente, quizás, a otro símbolo,
también de la verdad: la muerte. La hemos oído tocar a la puerta
como en las Coplas de Manrique.
“El hombre llamó y estuvo un momento hablando con padre.
Le encargaron saludos para mamá, nos dijeron adiós, y se fueron”.
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Over, de Marrero
Over, de Marrero
I.
La novela arranca bajo el signo ominoso de un resentimiento,
ay!, pero el resentimiento es una de las más poderosas y oscuras
fuerzas con que cuenta la humanidad. Cuántas grandezas queda-
rían sin resorte y sin explicación; cuántas glorias sin punto claro de
partida, y la gloria es siempre la hermana coronada de la muerte,
sin ciego impulso inicial.
El hijo contra el padre, la rebelión, ahora no importa que pa-
rezca justa y que se justifique, contra lo que suelen llama la autori-
dad natural. En este caso originada por algo muy frecuente entre
nosotros: porque a un niño se le cambió de madre, porque se le dio
por madre a la madrastra. En un país en donde los vínculos del
matrimonio, cuando en una unión los hay, son tan flojos; en don-
de, como se ha observado, el católico, quizás más en el campo y en
los barrios pobres, ha tenido el buen cuidado de no mezclar los
principios de su religión con su moral sexual, en este caso con el
sacramento del matrimonio, la situación es terriblemente normal
y no se limita a las familias de ingresos bajos, o de ningún ingreso.
A veces poseer una fortuna, y en el campo un poco tierra y unas
pocas vacas constituyen una fortuna, es una razón adicional, pun-
to más que una excusa, para que esa especie sin centro permanente
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II.
Over es una historia de historias humanas en cuyo centro corre el
hilo grueso de la historia desesperada de Daniel Comprés, la pro-
pia historia de Marrero quizás.
El hombre, los hombres de la finca, reducidos un número. Vi-
ven no en lugares que llevan un nombre, sino en sitios que tienen
un número. Ellos también carecen de nombre, lucen un número,
como los reclusos de una prisión bien organizada, eficiente. Cuando
piensan, los que saben pensar y piensan todavía, concluyen dándose
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cuenta de que, a pesar de todos los números que ven, que respiran,
ellos son cero.
En muchos aspectos el hombre ha dejado ya de calcular, hasta
de pensar. El trabajo se confía a una máquina electrónica que reci-
be, en tarjetas perforadas, la información, y luego decide. La má-
quina decide. La información, en los equipos mejores, en las má-
quinas que piensan mejor, se traduce a un sistema binario, de dos
números. Es suficiente, lo mismo que aquí en la finca en donde se
vive en un sistema binario: hambre y comida. Todos tienen ham-
bre, hasta los que comen, como si el hambre fuera contagiosa. Hay
hambres diferentes, eso sí.
El bodeguero es importante porque dispone de comida, de
mucha comida. El monte deleita porque los árboles pueden ser
cortados para sembrar comida. Se trabaja, se sufren humillaciones
sin levantar la cabeza, porque el trabajo es comida, porque la hu-
millación es parte del sistema de trabajo, del procedimiento em-
pleado para obtener comida. El trabajo es comida aunque sea poca
y mala comida. Al peón se le van los ojos frente a un pedazo de
queso. Los padres entregan a sus hijas, el esposo a la mujer, el her-
mano a la hermana. Son formas de comer, de garantizar la comida.
Se soporta el insulto porque nadie tiene derecho a olvidar en dón-
de come y por qué come.
Algunos caen agotados frente a la bodega, y en el suelo em-
plean sus últimas fuerzas para tragar un pedazo de pan. En medio
de esta quiebra de las fuerzas físicas y de la dignidad, cuando toda-
vía algunos se creen capaces de luchar contra el maleficio de la
finca que los amarra a su derrota, a su enfermedad, a su ignominia,
en medio de todo, la pregunta terrible acerca de la vida:
“¿Por qué algunos sufrirán pruebas tan rudas en ella sin ser
Cristos ni nada que valga la pena, sino pobres seres ansiosos de no
estorbar ni de ser estorbados?”
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del Edén, seguirá hasta el atardecer de ese mismo día en que Dios, el
Dios invisible de doña Angela de La Mañosa, que oye y concede, se
una, en la misma persona que es, con el Dios de el inglesito de Over y
que será necesario hacer salir de su escondite. Saldrá, sin rayos ni cen-
tellas, y pondrá las manos confortadoras sobre los hombros llagados
del hijo que vuelve para siempre, con su moneda de cobre sobre la
lengua para pagar su pasaje en la barca de Caronte.
III.
Daniel Comprés sabe que cuanto le rodea tiene su número, que no
es más que un número, un número él mismo, y aprende con dolor que
la vida es sólo aritmética. Números que se ayuntan a fin de que uno de
los dos para luego más números, números que se mueven y desapare-
cen, números que no cambian de cara, que permanecen inalterables
como si se les hubiera tallado en piedra. No basta el número que cuel-
ga sobre el pecho y baila, de un lado para otro. Baila porque quien lo
lleva se mueve, pero no tiene vida, es. Y entonces el temor a los núme-
ros de los inventarios que se pasan una y otra vez, y detrás de los núme-
ros serios, los números que no dicen aún nombre, los números del
over: el diezmo que pagan todos los que roban a los que roban más.
Pero en su desesperación sabe, también, que esta tierra, en don-
de todavía flota su bandera, no es su tierra. Es la tierra del over.
Paga tributo por asomarse al mar o por criar caña, caña con las
entrañas llenas de azúcar; para tener derecho a un poco de sol cuan-
do no hay mucho humo; a unas calles trazadas a cordel y a gente a
los dos lados de la calle, que sufre y desconfía. Sufren, y desconfían
de los que no comen y de los que comen.
Los últimos capítulos de la novela tienen un acre sabor amar-
go. Se asiste al derrumbamiento de un alma, a la quema de lo poco
que resistió en el espíritu.
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Cuando Dios aparece por última vez es para que las chimeneas
del Central le escupan la cara.
Hasta cuando entre los dominadores aparecen los modales fi-
nos, el buen trato por lo menos, con sólo rascar un poco se descu-
bre que las formas suaves, aunque lastiman menos, están, también,
al servicio del mismo ideal de explotación y entonces el juego se
hace más difícil porque el enemigo no da la cara, y cuando la da la
lleva encubierta bajo una sonrisa amable.
El cansancio de la derrota, porque Daniel ha sido derrotado,
nada menos que por la vida, como corresponde a todo buen héroe
de novela, lo pega de la pared. Empieza a comprender: tiene dema-
siadas “ideas fuertes” en la cabeza. Piensa demasiado en la injusti-
cia. Adivina que la tranquilidad corresponde únicamente a los que
no piden nada a la existencia, a los que no piensan, a los que se
sacaron los ojos para no ver y para no verse.
Pero ese hombre que ya no puede dormir, que no soporta un
minuto más a su mujer, que sabe lo que piensan de él los otros sin
que tengan que decírselo, cuando el destino le quita de encima el
peso que lo martirizaba, se da cuenta de que no sabe ser, estar, libre,
que “se ahoga en una gris desconfianza en los hombres”, que la
endeble división que separa al ofendido del ofensor y al humillado
del que humilla, ha caído: el inocente es tan culpable como el que
levanta la mano tinta en sangre del hermano.
Da un corte tajante: se fracasa no porque se es, sino porque se
es como “algunas personas” que han nacido para que nadie las
comprenda.
Ha pasado por el trapiche de la experiencia y a sus ojos lo que
resta de sí es un poco de bagazo que irá parar a las calderas del
Central. Allí nada se desperdicia.
El resentimiento con que arranca la historia de Daniel, la pri-
mer rebelión, ha madurado. Ya no es el hijo contra el padre, con
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Epílogos
Con perdón, el sexo
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de él, por culpa sobre todo de Martín que no quería atarse a una
mujer mansa que le impidiera cambiar, gustar de la otra vida, de la
gran vida, de la ciudad.
Martín vuelve a encontrar el amor, esta vez en el Hospedaje de
la capital. Es flor triste que nace junto al amor comercializado y
que, a pesar de todo, encierra una cierta dosis de pureza, y lo más
extraño: quien lo vierte en la copa es una prostituta que llega hasta
a pensar que, como él no tiene trabajo, los dos pueden vivir del
ejercicio de su profesión.
Y hay más amor, en la colección de aventuras de Andrés el
sastre, pero esta vez estamos frente al conquistador, al hombre que
vence a la mujer y a sus escrúpulos –y casi todas las mujeres vinie-
ron al mundo para dejarse vencer, dando la impresión de que son
vencidas y la verdad es que la victoria es siempre suya–; después,
por lo que fuere, tiene que deshacerse de ella y echar mano de la
excusa que crea más conveniente o más aceptable, para seguir de
puerta en puerta con más sed mientras más bebe. La excusa de
Andrés movería a risa si no fuera porque la da muy serio: se consi-
dera un pobre diablo porque es sastre. El no desea que ellas sepan
que él es sastre y por eso se esconde y huye. Su desgracia, en el
amor, es ser sastre.
Todo Don Juan, absolutamente todos, siempre tienen una ra-
zón para alejarse de sus conquistas tan pronto como la conquista
se completa. Andrés tenía la suya, muy respetable, tan respetable
como la del Don Juan de Max Fisch que prefiere la geometría a
las mujeres.
En Over las cosas se complican, no sólo porque la novela de
Marrero es una historia de historias que se entrecruzan, sino por-
que el novelista no olvida, al contarlas, poner todos los ingredien-
tes en la receta. Desde la historia de Cleto, el policía, a quien le
desagradan todas las mujeres después, hasta los descubrimientos
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Las ediciones
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Crónica del Sur
Crónica del Sur
I.
El poeta ha querido ofrecer una crónica del sur. Viajó a su encuen-
tro y creyó que lo importante era contar lo que vio, lo que sintió,
frente al paisaje, frente a los niños miserables, a los hombres agota-
dos, las mujeres marchitas. Pero sólo él lo cree.
El poeta no ha ido al Sur, no lo ha recorrido, para después contar,
narrar, porque eso puede hacerse poéticamente, pero en ocasiones no
es poesía, y en su libro hay poesía aunque muchas veces no se exprese
en la forma poética aceptada, porque es poesía con momentos de baja
intensidad. Nada es tan difícil como sostener el mismo tono en un
poema largo en donde las zonas de alto voltaje acaban aislándose para
luego unirse entre sí y esto sólo puede hacerse por medio de alambres
que nada más soportan corrientes menores. Tiene que haber, para de-
cirlo en términos de anatomía, mucho tejido conjuntivo.
Su viaje no es un viaje en el sentido de ir a alguna parte, y
volver. Es una peregrinación. El peregrino sabe adónde va y a qué
va. Tiene un propósito diferente del comisionista o del turista, que
saben, también, adónde van y a qué van.
El peregrino cumple, al mismo tiempo, consigo mismo y con
algo que es anterior y superior a él. La fe o el amor, o las dos cosas
combinadas.
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II.
El poeta no ha ido a cantar, a sacar provecho, a inspirarse en el
desierto y en la miseria, en la orfandad del hombre y en el silencio
de Dios que allí pesa sobre las casas, los animales y las empalizadas
torcidas. El ha ido a instrumentar, en el sentido de arreglar una
composición musical para varios instrumentos, sí, a instrumentar
su queja, a poner en cada voz y en cada piedra la nota adecuada, el
grito apropiado, de acuerdo con sus respectivos registros.
En una palabra: ha repartido en la orquesta sin nombre del Sur
los papeles de su pena. Lo suyo al niño, lo suyo a la mujer, lo suyo
a las aguas ocultas, lo suyo al leño con sed.
Hernández Rueda, si se le mira con mala intención, –piensa mal y
acertarás– no es más que un agitador: un agitador de sí mismo, que
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pone a su servicio, al igual que los otros agitadores, la fuerza que duer-
me o la acción que aguarda la señal, con el propósito de electrizar un
mundo que está esperando para echarse a caminar. ¿Hacia dónde? No
lo sabemos. Hacia alguna parte, eso no importa, lo que importa es no
seguir allí así. No dejará lo indejable. Con el cambio no cambiará
aunque aparezca ese algo que se come y se bebe, porque el hombre, la
verdad, no es un vegetal, auque lo haya parido un suelo con sed, aun-
que haya tenido que vivir por siempre bajo un sol grande y amarillo
que, aunque se haya ocultado, queda rojo y vivo en la retina hasta el
otro día, en que vuelve a deslumbrar, enorme, color de azufre lavado.
Si el poeta cantara nada más que el agotamiento de la región,
su aire de atardecer de un día de otoño que acaba, su libro sería,
desde luego, obra decadente en el buen sentido del término, parte
de esa hermosa herencia que recibió el Simbolismo y que halla
una de sus mejores expresiones precisamente en La tierra baldía
ya mencionado.
Un poema que sí está emparentado con esta rama simbolista es
La criatura terrestre de Manuel Rueda. Otra parte del libro, que
lleva el título del poema, Los cantos de la frantera, se vincula más
con Crónica del Sur, en cuanto a que sus figuras y paisajes han sido
también desmedrados por el tiempo y por la incuria. Rueda no se
conformó con pintarlos. Los pasea por la Protohistoria primero y
después por la Historia. En él hay esperanzas. Los poemas reunidos
no forman un Infierno, sino el Purgatorio, el lugar donde se estre-
mece hoy toda la gran poesía.
Crónica del Sur y La criatura terrestre, la primera parte y la segun-
da parte, es poesía social en cuanto humana, en cuanto expresión y
prueba del anhelo de un puesto mejor para el hombre en el mundo,
un puesto en que no haya olvido ni hambre ni ignominia.
El poeta quiso, en Crónica del Sur, describir una realidad con-
creta. Lo primero que hace es mensurar, clavar estacas y plantar un
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Entre dos antes
y un después
Entre dos antes y un después
I.
Yelidá el poema de Tomás Hernández Franco, sucede fuera del
tiempo, quiero decir: cuanto ocurre en él, y en todo gran poema
ocurre algo, está de espalda a los relojes, moviéndose en un aire
en donde nunca han florecido ni los rojos ni los negros del calen-
dario.
Empieza en un antes, sigue en otro antes y cuando se cree que el
camino, por fin, desemboca en el ahora, que un poco más allá se
topará con la puerta del hoy, lo que se abre es un paréntesis. Luego
el paréntesis se cierra y viene un después y otro después. Nos queda-
mos sin presente: la serpiente nos ha dejado en las manos la cabeza
y la cola.
Nuestra poesía social tiene un antes aceptado: Federico
Bermúdez. Esta no es materia de discusión. Basta con reproducir
opiniones autorizadas de los años 40, sin tener en cuenta todo lo
que se dijo antes, que es mucho, ni todo lo que se ha afirmado
después, que es bastante.
“Su poesía no gira, como la de otros tantos, alrededor de sus
propias quejas ni de sus propios dolores. Del espectáculo del mun-
do, de las mil facetas con que se presentó ante sus ojos la realidad
circunstante, sólo le interesó esa parte de humanidad dolorida, de
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II.
Cuando hablamos de poesía social pensamos de una vez en una
poesía colocada a lado de los que padecen injusticia, hambre y
desnudez; en una poesía empeñada en arreglar un poco el mundo,
como si fuera cosa de su exclusiva competencia. O por lo menos el
mundo nacional o regional del poeta. Todo depende de su capaci-
dad de vuelo y de sus garras.
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pero, repito, para esos poetas y para esa obra el tiempo no ha le-
vantado su inevitable y aséptica guillotina.
III.
Cuando se trata de determinar la razón de la importancia, no la
importancia, de Domingo Moreno Jimenes, el jurado se divide en
dos bandos: el de los que aseveran que su valer radica en su embes-
tida contra las viejas formas y el de los que aseguran que se debe al
haber elevado, aumentado, el tono dominicano en nuestra poesía.
A mi juicio los dos partidos tienen razón: la obra de Moreno es
las dos cosas: lucha contra los moldes antiguos, y recepción y em-
pleo de más materiales locales sin afán pintoresquista.
No olvidemos que la patria del poeta es su lengua, y que ya en
español se había hecho mucho camino, primero con Rubén Darío
y luego gracias a todos los ismos que proliferan de este y de que
aquel lado del Atlántico, tanto en español como en francés, por-
que el francés seguía siendo el gran proveedor de modelos.
El escándalo que aquí se dio nos pareció más escándalo por la
sencilla razón de que los escandalosos estaban al alcance de la mano.
Puede que cuanto hiciera Moreno en este campo no fuera nada del
otro mundo, si se le compara con los avances que en otras tierras y
en otras lenguas había logrado la poesía. Para ponerle unos puntos
más a la nota sería necesario determinar las noticias que aquí se
tuvieron de esos avances, la fecha en que irrumpieron, o lo que es
lo mismo: si la tarea fue independiente de la que por otros lados se
llevaba a cabo.
Pero quizás lo más serio de la poesía de Moreno y del grupo de
que fue parte, que contó con sus teóricos, por lo menos de un cier-
to ángulo, sea la recepción y empleo de los materiales locales, por
la naturaleza humilde de esos materiales.
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IV.
Cuando edité, allá por el 1940, Poemas de una sola angustia, More-
no me dijo: “Has publicado un libro peligroso. Repite mucho la
palabra pobre”. El sabía muy bien lo que hacía y cómo lo hacía, sin
correr el riesgo, supongo, de que sus libros fueran considerados no
peligrosos, porque lo peligroso es vivir, sino subversivos.
No son, pues, y vuelvo sobre el tema, los materiales dominicanos
lo nuevo en nuestra poesía, gracias a la tarea de Moreno, es la catego-
ría, la procedencia humilde, la fealdad y la pobreza de esos materiales,
lo que viene a darle un aspecto, diremos así, más humano por más real,
más verdadero por más cruel, más sincero por menos delicado.
Vamos a aceptar que hay ya una poesía dominicana, sin esfor-
zarnos ni en preguntar ni en contestar en dónde está y quiénes la
escriben. Sencillamente aceptamos que la hay, que existe, para
poder seguir adelante. Es más: vamos a tratar de definirla: es poesía
con características que la distinguen de sus hermanas avecinadas
cerca: la de Puerto Rico, la de Cuba y de la de Venezuela.
Todo esto es, repito, puramente hipotético y con su granito de
ilusión; la verdad es que, en vez de agregar, posiblemente nos quite
porque si uno caprichosamente dice, se le escapa, que ese poeta
podría ser Juan Antonio Alix o Federico Bermúdez o Fabio Fiallo y
esa poesía su obra, lo primero que habría que averiguar, pero ense-
guida, es si su poesía es la gran poesía y si estamos dispuestos a
sacrificar a otros poetas quizás mucho más altos –José Joaquín Pé-
rez, Salomé Ureña, Gastón F. Deligne– para que uno de aquéllos
quepa holgadamente en el casillero.
Por fin alcanzamos el grado, gritaremos; pero no es suficiente. La
poesía nacional, nuestra hipotética poesía nacional, padeció y va a
padecer los mismos dolores que el hombre dominicano. Será vícti-
ma del mismo hado inmisericorde que une y divide y vuelve a unir,
para dividir de nuevo, y así hasta la consumación de los siglos.
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V.
E l problema no es nuevo. Ejemplos podrían hallarse a montones,
pero hay uno que merece atención: está en el ensayo que publicó en
el 1855 Francesco de Sanctis sobre el juicio de J.G. Gervinus acerca
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VI.
Y como si tantas divisiones perjudiciales para una gran poesía no
fueran más que suficientes, nuestra media isla está colocada en un
mundo que nació a pedazos y tiene que cantar en una lengua parti-
da, repartida entre pueblos que apenas han comenzado a superar,
unos, el nacionalismo, que trabó su libre vuelo; mientras los otros
están improvisando ese mismo nacionalismo, para sacudirse la mi-
seria, física y espiritual, en que viven y las dependencias que los
atan y matan.
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sin ellos le era muy difícil darse a entender más allá de los límites
de su barrio.
Entonces podrá escribirse, ya se empieza a escribir en un idio-
ma de todos, al día, vivo, un idioma que podría ser, cambiado lo
cambiable, como el que utilizó Don Ramón del Valle Inclán en
Tirano Banderas, que si aún sabe a español americano artificial, es
más que suficiente para ofrecer una muestra de lo que podría ser
una lengua en que todos nos sintamos presente: los muertos que
hablaron claro mucho antes del Descubrimiento y los vivos que
discuten en la esquina, en dondequiera que esté colocada esa es-
quina, del Cabo de Hornos al Río Bravo o del otro lado del mar
hasta los Pirineos.
Mientras no se rehaga, con materiales del espíritu, todo lo que
se quebró, todo lo que perdimos el día en que la Independencia
nos dispersó, en cuanto gente que habla una lengua, esperaremos
al gran poeta inútilmente. Y cuando digo dispersión no sólo me
refiero a los pueblos nuestros del Continente levantando sus ban-
deras, señalo también a España, a esa España que necesitamos para
que la tradición no se seque y para seguirle bebiendo la sangre que
corre por sus venas de piedra, y, también, para que ella pueda beber
de la nuestra, llena de bosques, ríos y montañas, de razas que des-
pertarán definitivamente un día para incorporarse al presente; de
hombres que saben que tienen el deber de inventar el futuro, un
futuro con comida y techo y justicia, pero un futuro, además, con
belleza, cargado de ideales que no sean de este mundo.
No es fácil establecer la fecha del máximo apogeo y el punto
en que se inicia el ocaso de un imperio. Eso ocurre con el Imperio
Español, cuyos últimos estertores de agonía se oyen entre los pri-
meros cañonazos de la Batalla de Santiago de Cuba.
Con La araucana de Ercilla tuvimos la sensación de que el idio-
ma había sido trasplantado a las nuevas tierras en todo su vigor,
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El otro lado
del cañamazo
El otro lado del cañamazo
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Manuel Rueda.
= Las noches. (Separata de la revista Atenea, publicada por la Uni-
versidad de Concepción, tomo XCII”) Santiago de Chile, 1949.
(Hay “edición completa”: La isla necesaria, 1953.)
= Tríptico. Tipografía Chilena, Santiago de Chile, 1949. (Prólogo de
Augusto D’Halmar. Con Irma Astorga y Víctor Sánchez Ogaz.)
= La trinitaria blanca. –Teatro– Colección Pensamiento Dominicano,
tomo 14, Librería Dominicana, 1957.
= La criatura terrestre. Editora del Caribe, C. por A., 1963.
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Gastón F. Deligne.
= Soledad. –Poema–, 1897.
= Galaripsos. 1908. (Hay edición posterior: Editora Montalvo, 1964.)
= Romances de La Hispaniola, 1931.
= Páginas olvidadas. “Centenario de la República Dominicana, 1844-
1944. Editora Montalvo. (Colección E, Rodríguez Demorizi), 1944.
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Juan Bosch.
= Camino real: –Cuentos– Imprenta “El Progreso”, La Vega, 1933.
(Hay una segunda “edición corregida”: Editorial El Diario, 1973.)
= La Mañosa. “Novela de las revoluciones”. Editorial El Diario, 1936.
= Cuentos escritos en el exilio y apuntes sobre el arte se escribir cuentos.
Colección pensamientos Dominicano, tomo 23, Librería Domini-
cana, 1962.
= Trujillo: causas de una tiranía sin ejemplo. (Segunda edición.) Cara-
cas, 1961.
= Crisis de la democracia de América en la República Dominicana. Centro de
Estudios y Documentación Sociales, A.C., México, 1964.
Joaquín Balaguer.
= Azul en los charcos. Editorial Selecta, Bogotá, 1941.
= Letras dominicanas. Editorial El Diario, 1944.
= Los próceres escritores. Imprenta Ferrari Hermanos, Buenos Aire, 1947.
= Semblanzas literarias. Imprenta Ferrari Hermanos, Buenos Aires, 1948.
404
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Andrés Avelino.
= Panfleto postumista. La Cuna de América, 1922.
= La raíz enésima del Postumismo. Ocampo, Buenos Aires, 1923.
= Pequeña antología postumista. La Cuna de América, 1924.
= Mi muerta viva. La Cuna de América, 1926. (Llamo la atención no
hacia el filósofo. Me refiero al poeta y al teórico de la poesía y, en
particular a las publicaciones del momento en que hace sus primeras
armas en el Postumismo, que le debe parte de su plataforma, para
decirlo en terminología política, y en el principio, como en el princi-
pio de toda escuela literaria, el Postumismo fue política en las letras.
Por lo menos había que tomar de prestado algunos de sus procedi-
mientos y recursos.)
Fabio Fiallo.
= Primavera sentimental. Caracas, 1902.
= Cuentos frágiles. Nueva York, 1908. (Hay otra edición: Biblioteca
Rubén Darío, Madrid, 1929.)
= Cantaba el ruiseñor. Berlín, 1910.
= Canciones de la tarde. 1920.
= La canción de una vida. Madrid, 1926. (Hay una segunda edición:
Santiago, 1942.)
= Las mejores poesías líricas de los mejores poetas. Volumen LIX. Fabio
Fiallo. Barcelona, 1931.
= Las manzanas de Mefisto. –Cuentos– La Habana, 1934.
= Poemas de la niña que está en el cielo. Editorial “La Nación”, 1935.
(Al año siguiente se hizo una segunda edición.)
= El balcón de Psiquis. La Habana, 1935.
= Sus mejores poesías. Santiago de Chile, 1938. (El poeta representaba,
en la tertulia que hacíamos en la casa del poeta Enrique Henríquez,
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Pedro Mir.
= Hay un país en el mundo. “poema gris en varias ocasiones”. Talleres de “La
Campaña Cubana”, La Habana, 1949. (Hay otra edición: Colección
Baluarte, Ediciones Brigadas Dominicanas, 1962; y otra más, que no he
podido localizar, aumentada con 6 momentos de esperanza.)
= Contracanto a Walt Whitman. Guatemala.
Rafael Herrera.
= No ha publicado libros. Desde este ángulo es el periodista puro. Su
labor se halla atomizada en diarios, principalmente en La Nación y el
Listín Diario, casi siempre sin firma, como ocurre con la Galería de
Próceres que tuvo a su cargo en el primero y con los editoriales en el
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Américo Lugo.
= A punto largo 1901. (Hay una segunda edición: París, 1910.)
= La Cuarta Conferencia Internacional Americana. Sevilla, 1912).
= El Estado Dominicano ante el Derecho Público. Sevilla, 1916.
= La intervención militar americana. 1916.
= Por la raza. Barcelona, 1920.
= El Plan de Validación Hughes-Peinado, 1923.
= Lo que significaría para el Pueblo Dominicano la ratificación de los actos
del Gobierno Militar Norteamericano. 1922. (Se hicieron tres edicio-
nes en ese mismo año.)
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Federico Bermúdez.
= Oro virgen. 1910.
= Los humildes. 1916.
= Las liras del silencio. 1923.
Franklin Domínguez.
= Un amigo desconocido nos aguarda. –Teatro– Talleres de Gonzalo Do-
mínguez, 1958.
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Salomé Ureña.
= Poesías. (Edición de la Sociedad de Amigos del País.) 1880.
= Poesía. Madrid, 1920. (Selección que además comprende composi-
ciones no incluida en la edición anterior.)
= Poesías completas. (“Biblioteca Dominicana: Serie 1, volumen IV.)
(Con un estudio de Joaquín Balaguer.) Impresora Dominicana,
C. por A., 1950.
= Poesías escogidas. Colección Pensamiento Dominicano, tomo 19,
Librería Dominicana, 1960. (Es muy útil: Salomé Ureña de Henrí-
quez, por Silveria R. de Rodríguez Demorizi, Buenos Aires, 1944.)
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Andrejulio Aybar.
= Mis romances de ternura y de sangre. 1935.
= Margarita de amor, París, 1950
= Del hogar a los caminos. París, 1954.
Enrique Henríquez.
= Nocturnos y otros poemas. (No hay indicación de impresor.) 1939.
Osvaldo Bazil.
= Rosales en flor. Santo Domingo, 1901.
= Arcos votivos. La Habana, 1907.
= Campanas de la tarde. La Habana, 1922.
= Huerto de inquietudes. París, 1926.
= La cruz transparente. Bueno Aires, 1936.
= Tarea literaria y patricia. La verónica, La Habana, 1943.
= Remos en la sombra. Editorial El Diario, 1945.
Víctor Garrido.
= Poesía completas, 1910-1953. Buenos Aires, 1954.
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Apolinar Perdomo.
= Cantos a Apolo. Rafael V. Montalvo, Editor. 1923.
Altagracia Saviñón.
= No publicó libros. Contín Aybar en su Antología sólo recoge el her-
moso poema Mi vaso verde.
Vigil Díaz.
= Góndolas. 1912.
= Galera de Pafos. 1927.
Rafael Zorrilla.
= No publicó Libros.
Teté Robiou.
= La nostalgia de la nada. Editora Handicap, 1960.
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Emiliano Tejera.
= Monumento a Duarte. (Exposición al Congreso, lleva diez firmas.
La redacción estuvo a cargo de Tejera.) 1894.
= Memoria que la Legación de la República Dominicana en Roma presen-
ta a la Santidad de León VII, dignísimo Pontífice reinante y juez árbitro
en el desacuerdo existente entre la República Dominicana y la de Haití.
1896.
= Memorias presentadas al Presidente de la República como Ministro
de Relaciones Exteriores. 1906, 1907 y 1908.
= Palabras indígenas de la Isla de Santo Domingo, con adiciones de
Emilio Tejera, 1935. (Hay edición más reciente: Editora del Cari-
be, C. por A., 1951).
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Abelardo Vicioso.
= La lumbre sacudida. Colección El silbo vulnerado, 1958.
(El prólogo de Rafael Valera Benítez es muy útil para el conoci-
miento de la obra de Vicioso, así como de los poetas de La genera-
ción del 48, también denominado Generación de la post-guerra y La
generación integradora, como lo propone el poeta Víctor Villegas.
Señalo a Vicioso y a su grupo por razones evidentes, pero el prólogo
de Valera Benítez viene de más lejos.)
Ramón Francisco.
= Las superficies sórdidas. Revelación, Centro de Publicación, 1960.
Miguel Alfonseca.
= Arribo a la luz. 14-6-59. “Santo Domingo, junio de 1965”. (La obra
está fechada en el 1963. No hay indicaciones de impresor.)
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Índice de nombres
Índice de nombres
A B
Abraham, Karl 81 Balaguer, Joaquín 33, 211, 232, 376, 404,
Acevedo, Carlos 144, 415 415
Adán 52, 56, 74, 99, 160, 219, 220, 227, Ballagas, Emilio 386
261, 391 Balzac, Honoré de 175, 181, 297
Aladino 84 Barca, Calderón de la 396
Alfau Durán, Vetilio 413 Baudelaire, Charles 82, 85, 129, 174, 377
Alfieri, Vittorio 389 Bautista 54
Alfonseca, Miguel 277, 425 Bazil, Osvaldo 190, 416
Alix, Juan Antonio 385 Beauve, Saint 389
Américo, Rafael 406 Beckett, Samuel 145
Amiama Gómez 123 Beethoven, Ludwig van 61
Anderson Imbert, Enrique 355 Bermúdez, Federico 133, 190, 254, 375,
Ángela 317, 322, 338, 342 376, 377, 381, 385, 414
Antígona 158 Billini, Francisco Gregorio 110, 164, 191,
Aquiles 114 378, 411
Argos 370 Bloom, Harold 78, 87, 88
Arístides 127 Bolívar, Simón 396
Aristóteles 361 Bonó, Pedro F. 404
Astacio Hernández, Rafael 277 Borges, Jorge Luis 407, 418
Astorga, Irma 402 Bosch, Jerónimo 167
Atala 146 Bosch, Juan 12, 22, 24, 31, 193-196,
Avelino, Andrés 56, 403, 405 198, 200, 202, 233-237, 239, 243,
Avilés Blonda, Máximo 19, 22, 23, 28, 247, 248, 250, 252, 285, 307, 309,
54, 56, 57, 63, 67, 95, 108, 110, 115, 310, 311, 313, 315, 319, 320, 323,
116, 127-130, 132-144, 205, 277, 404, 406
278, 403, 419, 425 Brecht, Bertolt 145, 286
Aybar, Andrejulio 189, 416 Brenes, Rafael Andrés 409
Ayuso, Juan José 277 Bunster, Claudio 409
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M P
Macario, Fello 312, 323, 324, 325, 326 Pacheco, Armando Oscar 416
Machado, Antonio 166, 192 Palés Matos, Luis 386
Maiakovski, Vladimir 284 Pastoriza, Tomás 205
Mairení 157, 162, 171 Paula 349
Mallarmé, Stéphane 119, 366 Pellerano Castro, Arturo 189, 190, 254,
Malraux, André 108 383, 415, 419
Manrique, Jorge 80, 150, 183, 327 Pellicer, Carlos 43
Marrero Aristy, Ramón 12, 22, 24, 112, Peña Batlle, Manuel Arturo 129, 220,
122, 285, 286, 290, 310, 311, 329, 221, 223, 224, 235, 237, 238, 240,
331, 333, 334, 335, 336, 344, 350, 241, 242, 244, 247, 248, 252, 263,
351, 352, 356, 413 315, 413, 414, 419, 422
Martí, José 423 Peña, Monsito 317, 326
Martín 326, 349, 350 Pepito 317
Mateo, Andrés L. 15, 25 Peralta, Negro 359
Medusa 68 Perdomo, Apolinar 190, 417
Mejía, Matilde Margarita 356 Perdomo, Josefa A. 164
Mella, Mariano 16 Pérez Galdós, Benito 181, 297
Menéndez Pelayo, Marcelino 389 Pérez y Pérez, Carlos Federico 12, 22, 24,
Mercurio 65 28, 29, 174, 179, 299, 404
Mieses Burgos, Franklin 12, 22, 28, 63, Pérez, José Joaquín 157, 164, 188, 190,
64, 65, 67, 69, 95, 355, 402, 403 203, 238, 381, 385, 415, 423
Mir, Pedro 17, 18, 22, 108-126, 122-127, Perse, Saint John 85, 148
132, 133, 135, 277, 278, 383, 411 Píndaro 176
Molière 146 Pirandello, Luigi de 144, 146
Momón 316, 327 Platón 361
Monte, Félix María del 379, 380 Plutarco 46
Mullahy, Patrick 68 Posa, Marqués de 380
Postigo, Julio D. 185
N Pound, Ezra 82, 85, 116-119, 121, 134,
Neruda, Pablo 124, 253 253, 254
Nervo, Amado 182 Prometeo 71
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Este libro
De literatura dominicana
siglo veinte,
de Héctor Incháustegui Cabral
terminó de imprimirse en el mes de agosto de 2007
en los talleres de la Editora Amigo del Hogar,
Santo Domingo, Ciudad Primada de América,
República Dominicana.