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Charles Ogden Bichos Raros
Charles Odgen
Bichos Raros
01, Serie Edgar y Ellen
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Charles Ogden Bichos Raros
Dedico este libro:
A Rick, por plantar todos esos árboles hace años
(los talé para conseguir leña).
A Sara, por mandarme calzoncillos largos
para los días más fríos de invierno.
A Kat, por tararear.
A Trish, por asegurarse de que desayunara.
Pido disculpas por las avispas doradas.
CHARLES
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Charles Ogden Bichos Raros
ARGUMENTO .................................................................................................. 5
Empieza la historia... ................................................................................... 6
1. Bienvenido a Nodlandia, amigo ............................................................ 7
2. La zona mala de la ciudad ...................................................................... 9
3. Los mellizos ............................................................................................ 11
4. El juego del escondite ............................................................................ 13
5. Ansias de novedades ............................................................................. 14
6. Posibilidades ........................................................................................... 17
7. Mascota .................................................................................................... 18
8. El programa de hoy ............................................................................... 20
9. ¡Ajá! ............................................................................................................. 22
10. Heimertz ................................................................................................ 25
11. Acechando sigilosamente .................................................................... 27
12. En las profundidades del sótano ........................................................ 31
13. Serenata nocturna ................................................................................. 33
14. El Emporio de Animales Exóticos ...................................................... 34
15. ¡Desaparecidos! ..................................................................................... 37
16. ¡Empieza la venta! ................................................................................ 39
17. Cambio de ubicación ........................................................................... 44
18. Reparto a domicilio .............................................................................. 46
19. En la carretera ....................................................................................... 50
20. Frágil ‐ Manejar con cuidado .............................................................. 52
21. Experto en bichos raros ....................................................................... 56
22. El camión de bomberos de la suerte .................................................. 62
23. La partida de búsqueda ...................................................................... 64
24. Más leña al fuego ................................................................................. 67
25 Edgar contra Ellen ................................................................................ 68
26. Las serpientes nunca cambiarán ........................................................ 70
27. El centro de atención ........................................................................... 71
28. A nadie le gusta bañarse ..................................................................... 72
29. Negocio cerrado por quiebra .............................................................. 74
30. El final de la retransmisión ................................................................. 76
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Charles Ogden Bichos Raros
ARGUMENTO
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Charles Ogden Bichos Raros
Empieza la historia...
La brisa nocturna, cálida y densa, caía sobre la ciudad como un trapo de cocina
mojado y sucio. Era muy tarde, bien pasada la medianoche, y no se oía más que el
monótono canto de los grillos y el ulular de alguna lechuza.
Junto al río, dos sombras bailaban sobre el tejado de un puente cubierto. Agitando
los brazos y las piernas para mantener el equilibrio sobre la pronunciada pendiente,
formaban siluetas en constante movimiento que se recortaban sobre el cielo
nocturno.
—¡Cuidado, hermana, que me lo estás echando todo encima!
—Si te hubieras acordado de traer una linterna podría ver lo que hago, hermano.
—Anda ya, ves tan bien como yo. Lo estás haciendo aposta.
—¡Vaya, qué descuido! —dijo Ellen arrastrando la brocha por la cara de Edgar.
—Te arrepentirás de lo que has hecho —masculló éste con la barbilla goteando
pintura roja.
—Silencio, ya casi he acabado.
Ellen terminó la última letra, y luego retrocedió un paso para asegurarse de que lo
había escrito todo bien.
—¡Se te ha olvidado el signo de exclamación! —le advirtió Edgar mientras volcaba
lo que quedaba de pintura sobre la cabeza de su hermana.
Edgar y Ellen se empujaron y luego saltaron del tejado para zambullirse en el río
que corría por debajo. De pie, con el agua hasta la cintura, empapados y con pintura
roja por todo el cuerpo, como si sangraran por terribles heridas, los mellizos
admiraron su trabajo.
—Me gusta, hermano.
—Decididamente, está mejor que antes, hermana.
Sus risas socarronas ahogaron el sonido de los grillos, y acto seguido ambos
emprendieron sigilosamente el camino de vuelta a casa.
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Charles Ogden Bichos Raros
Por lo general, Nodlandia era un sitio agradable para vivir. No era una ciudad
grande, pero tampoco pequeña. En pocas palabras, era una bonita comunidad con
monumentos históricos y encantadores centros comerciales. El río Caudaloso atra‐
vesaba el centro de la ciudad, aunque en realidad hubiera debido llamarse más bien
el arroyo Medioseco, o el riachuelo Poquiaguado, porque ni era muy ancho ni tenía
mucho caudal. Siete puentes cubiertos permitían a la gente y a los coches cruzarlo.
Esos puentes eran el orgullo de la comarca. No es frecuente ver un puente cubierto
en una ciudad hoy en día, y Nodlandia tenía nada menos que siete. Parecían grandes
cabañas rojas sobre el río, idénticas salvo por el pequeño detalle de que todas tenían
un letrero distinto en el tejado.
Cada puente tenía dos palabras pintadas de blanco, en grandes letras mayúsculas,
una a cada lado de la estructura. Si recorrías el bulevar de Florencia de arriba abajo,
cada puente iba añadiendo una palabra más al mensaje, y éste cambiaba según la
dirección que tomaras. De este a oeste, en los tejados de los puentes podía leerse:
«BIENVENIDO AMIGO A NODLANDIA QUÉDATE UN TIEMPO». De oeste a este,
en cambio, decían: «VUELVE PRONTO AMIGO Y NO OLVIDES CUIDARTE». Sin
embargo, como se podía entrar en Nodlandia tanto por el este como por el oeste, y
abandonar la ciudad tanto por una dirección como por la otra, estos mensajes unas
veces tenían sentido, y otras no. Pero aunque te podían decir que volvieras pronto al
entrar, o que eras bienvenido al salir, a los habitantes de Nodlandia no les importaba
porque lo encontraban muy pintoresco.
Pero, por muy respetable que sea una ciudad, cuando es lo suficientemente
grande, al final siempre se termina desarrollando lo que los habitantes llaman la
«zona buena» y la «zona mala».
La «zona buena de la ciudad» es donde viven las personas honradas y
trabajadoras. Las calles están limpias, la hierba de los jardines bien cortada, y la gente
pasea sonriente, intercambiando palabras amables con sus vecinos. En la «zona
mala», en cambio, la gente no se mira a la cara cuando se cruza por la calle. Allí es
donde viven las personas de mala reputación, como por ejemplo gente que no
dudaría en pintarrajear el mobiliario urbano, para transformar los amables carteles
de los puentes en mensajes tan feos como «BIENVENIDOS ENEMIGOS A LA
MALOLIENTE NODLANDIA PROHIBIDO DAR DE COMER A LOS ANIMALES» y
«NO VOLVÁIS AQUÍ JAMÁS DE LOS JAMASES». Las calles de esta zona están
llenas de basura y suciedad, y las casas son oscuras, destartaladas y espantosas.
Nodlandia era lo bastante grande como para tener una «zona buena» y una «zona
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Charles Ogden Bichos Raros
mala», y podríais pensar que ambas zonas serían más o menos igual de grandes. Pero
no era así.
«Un día de trabajo honrado merece un salario honrado», ése era el lema de la
mayor parte de sus habitantes, y por ello la «zona buena» abarcaba casi toda la
ciudad.
Casi toda, excepto un pequeño edificio situado en las afueras.
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Charles Ogden Bichos Raros
El callejón terminaba justo delante de
una casa muy alta y muy estrecha. Era tan
alta que podía causarte tortícolis si
intentabas ver dónde terminaba el tejado.
En la fachada principal había dos
ventanales en forma de arco que daban la
sensación de que la imponente estructura
te estaba observando. Por encima de éstos,
la casa estaba rematada por una cúpula
oscura con puntas de hierro forjado que se
elevaban hacia el cielo, y en cuyo centro
había una ventana redonda que parecía un
místico tercer ojo.
¡Y qué color! O más bien, ¡qué falta de
color! La palabra que mejor describía el
conjunto era «gris». Todo en la casa era de
algún tono de gris, desde las piedras de la
planta baja, hasta el extremo de las puntas
que adornaban el tejado.
La madera gastada de las puertas y las ventanas era de un gris tan oscuro y tan
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Charles Ogden Bichos Raros
denso que casi parecía negro, y las tejas de pizarra parecían sacadas del interior de
un horno. Unas cuantas persianas rotas colgaban de sus goznes, balanceándose de un
lado a otro, empujadas por el viento que soplaba sin tregua por encima del alto
edificio.
Y si uno se acercaba a la casa y subía los peldaños de entrada, se encontraba con
una extraña palabra grabada en el marco de piedra de la puerta. En letras claras y
cinceladas, como las que hay en las lápidas, podía leerse:
Una palabra extraña de siniestro significado, pues schadenfreude quiere decir «el
placer producido por el sufrimiento ajeno», y era un lema que a los habitantes de la
casa les sentaba como un guante.
Y, tal vez, también servía de advertencia para los curiosos que se aventuraran por
aquellos parajes.
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3. Los mellizos
La mansión, que se alzaba sobre el paisaje dominándolo y proyectando una larga
sombra sobre el suelo, rara vez atraía a nadie lo bastante cerca como para leer la
palabra grabada en la entrada. La casa era tan barroca y atractiva, que podría haber
sido hermosa si hubiera tenido otros dueños. Con una nueva mano de pintura y
unos parterres de flores en el jardín, podría haber sido una casa bonita y acogedora, e
incluso la más famosa de la ciudad.
Por desgracia, no se trataba de ese tipo de dueños. Los que tenía eran Edgar y su
hermana Ellen. Éstos no eran sólo hermanos, sino también mellizos, y si cada uno
por separado era de armas tomar, los dos juntos eran como para echarse a temblar.
«Tendríamos que podar el jardín, hermana.» «¡Es hora de arrancar los pétalos de
las rosas, hermano!»
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Charles Ogden Bichos Raros
Los mellizos eran altos y esqueléticos, con el cabello moreno, enmarañado y
apelmazado. Ellen se recogía el suyo en unas coletitas lacias que le llegaban más
abajo de su puntiaguda barbilla, mientras que Edgar lo llevaba muy corto, salvo unos
mechones de punta en la nuca. Los dos tenían rostros paliduchos y huesudos, y
grandes ojos saltones.
Ambos vestían idénticos pijamas de rayas con aberturas en el trasero, muy útiles
cuando tenían que ir al cuarto de baño. Esos pijamas viejos y desgastados eran muy
cómodos, y los mellizos no se los quitaban nunca. Lo que antes habían sido rayas
rojas y blancas, eran ahora unas franjas sucias y deslucidas de color gris y rojo
oscuro.
Su dominio del arte de la travesura era impresionante y largamente
perfeccionado, pues había empezado doce años antes en el vientre de su madre.
Aunque eran mellizos, Ellen era técnicamente la mayor, pues había nacido dos
minutos y trece segundos antes que Edgar.
¡Vaya gresca organizaron para ver cuál de los dos venía primero al mundo!
Su madre sufrió horas y horas de dolor en el hospital, mientras ellos se peleaban a
puñetazo limpio en el interior de su vientre. Ellen debió de imponerse sobre Edgar,
porque al final apareció ella primero, agitando sus puñitos diminutos en un gesto de
triunfo. Edgar llegó poco después, y cuando las enfermeras cogieron en brazos a los
dos mellizos para tendérselos a sus padres, Edgar aprovechó para meterle a Ellen el
dedito en el ojo.
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Charles Ogden Bichos Raros
Un día, hacia el final del verano, Ellen examinó su jardín desde una ventana
mugrienta y vio con satisfacción que se estaba marchitando bajo el húmedo calor de
la mañana. Llevaba semanas sin regar ninguna de las plantas y sin dar de comer a las
orquídeas carnívoras, y la vegetación estaba agradablemente mustia, como si las
hojas pugnaran por alcanzar el suelo y reptar por él en busca de sombra y alimento.
Ellen ya no necesitaba salir para podar las cicutas, como había pensado hacer. Así
que mientras la mayoría de los jóvenes de la ciudad se divertían refrescándose en las
piscinas o en los ríos, Edgar y Ellen estaban en su lúgubre casa jugando al escondite.
La casa de los mellizos tenía un montón de pisos, que incluían un sótano, un
semisótano, un desván y, encima de éste, otro desván más. La casa era tan estrecha
que en cada piso sólo cabían dos o tres habitaciones, pero a pesar de todo en total
sumaban un montón. Cada una de ellas estaba abarrotada de armarios, aparadores,
sofás y cortinas, y había cuchitriles suficientes para jugar al escondite un verano
entero.
Hacía tiempo que los padres de Edgar y Ellen se habían marchado a pasar unas
largas vacaciones «por el mundo». O por lo menos eso decía la nota que habían
dejado antes de irse. Sin nadie que la limpiara, la gran mansión había acumulado una
abundante colección de telarañas y pelusas, lo que les proporcionaba el escenario
ideal para el juego, al que ellos añadían su toque personal.
En un juego normal de escondite, la partida termina cuando uno de los jugadores
descubre dónde está escondido el otro. Pues bien, la versión del juego de los mellizos
no concluía ahí. Para que el juego terminara había que dominar al que se había
escondido, lo que significaba que en primer lugar el jugador tenía que descubrir el
escondite y luego luchar con su adversario hasta conseguir derribarlo. La lucha podía
llegar a ser encarnizada, pues los mellizos se sabían de memoria sus respectivos
trucos, y por lo general el juego terminaba con uno u otro atado de pies y manos con
las cuerdas que ambos acostumbraban a llevar siempre encima.
Por supuesto, en cuanto uno de los jugadores quedaba atado así, perdía
automáticamente y quedaba a merced del ganador, que siempre se aseguraba de
mostrarse lo menos misericordioso posible, antes de lanzarse de nuevo a buscar otro
escondite, dejando al adversario que se las apañara solo para desatarse.
Ellen tenía habilidad para utilizar los dientes y sus afiladas uñas para cortar las
ligaduras, y Edgar había practicado los métodos de escapismo de los grandes
maestros. Con todo, ambos solían tardar más de una hora en liberarse. Y una hora es
tiempo más que suficiente para encontrar un buen escondite.
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5. Ansias de novedades
Ellen estaba en la biblioteca, apretujada en un estrecho hueco detrás de un
espantoso óleo que representaba un bodegón con unas coles podridas y unos huevos
llenos de moho. Se sentía agobiada e inquieta en su minúsculo escondrijo.
«¿Por qué tardará tanto Edgar? —pensó, preguntándose por qué no habría elegido
un escondite más grande—. Maldito hermano mío, qué lento es, siempre tiene que
comprobar cada rincón de cada piso, ¡incluso los escondites que ya hemos utilizado
antes!»
De pronto oyó la lúgubre melodía de las tuberías de la casa que llegaba desde un
salón de la séptima planta. Edgar estaba tocando una marcha militar.
—¡Aaaahhh! ¡Otra vez no! —gimió Ellen, tapándose los oídos.
Pero su mueca se transformó en una sonrisa mientras acariciaba el borde del
objeto que llevaba consigo, una sorpresa que seguramente su hermano sería capaz de
apreciar.
Por fin la cacofonía llegó a su fin, y una pequeña bocanada de aire helado le erizó
el cabello en la nuca. Supo entonces que Edgar había entrado en la biblioteca. Por fin
había encontrado su pista, después de dos horas de búsqueda, aunque podría haber
llegado antes si no hubiera caído en todas las trampas tontas que su hermana había
puesto a su paso. Edgar se las había arreglado para evitar la mancha de aceite en el
rellano de la segunda planta, pero había tardado mucho en soltar los cables que Ellen
había atado entre los pisos cuarto y quinto, y luego había estado a punto de llevarse
un buen coscorrón con un cubo que se le había caído encima en la cocina.
Por una grieta entre el quicio de la puerta y la pared, Ellen observaba a su
hermano buscarla detrás de los tapices y debajo de las sillas. Cuando Edgar dio la
vuelta para examinar un enorme escritorio de caoba, Ellen empujó con cuidado el
cuadro, saltó a la alfombra polvorienta y reptó por ella hasta colocarse detrás de él.
—¡Demasiado lento, Edgar, DEMASIADO LENTO! —gritó mientras se abalanzaba
sobre él.
Edgar no se esperaba el ataque de su hermana y, antes de que pudiera
defenderse, Ellen ya había conseguido tumbarlo sobre el escritorio. Se apresuró a
atarlo allí mismo y, mientras Edgar se retorcía, se subió de un salto encima de la
mesa. Desde su posición, Edgar pudo ver con todo detalle el objeto que su hermana
sostenía en la mano.
Del extremo de una cadena dorada colgaba una afilada cuchilla en forma de
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media luna. Edgar reconoció aquella herramienta: la había diseñado él mismo para
hacer trizas las pancartas políticas durante las últimas elecciones en Nodlandia.
Ellen sujetó la cadena por encima de su hermano y se puso a balancearla
suavemente.
La afilada hoja empezó a moverse también de un lado a otro. Ellen sonreía
mientras soltaba un poquito más de la cadena para que la cuchilla bajara unos
centímetros.
Edgar contemplaba acercarse la hoja. La trayectoria se iba ampliando y acelerando
a cada balanceo. Parecía el péndulo del reloj de un abuelo perverso.
—Tictac —dijo Ellen bostezando—. Tictac.
—Sí, vale, tictac, ahora verás —masculló Edgar mientras trataba de zafarse de sus
ligaduras.
Ellen siguió bajando con paciencia la cuchilla, que rasgó el aire con un silbido por
encima de su hermano. Éste seguía tratando de aflojar los nudos sin el menor asomo
de miedo.
—Tictac, hermano... —dijo Ellen, distrayéndose un segundo; empezaba a dolerle
un poco la muñeca de tanto balancear la cadena.
—Sí, sí, lo que tú digas —contestó Edgar. Pronto consiguió aflojar los nudos lo
bastante para mover los dedos, pero su atención también se estaba debilitando.
¿Cuántas veces más había pugnado por desatarse?
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Charles Ogden Bichos Raros
Cuando la cuchilla pasó tan cerca del pecho de Edgar que éste sintió una ráfaga de
aire en la cara, tan cerca que las cuerdas que lo sujetaban se deshilacharon y se
soltaron cuando el metal se clavó en ellas, los mellizos se miraron a los ojos.
Ellen bajó la mirada hacia Edgar y éste miró furioso hacia arriba, y después de un
largo verano escondiéndose, buscándose, dominándose, luchando y poniendo
trampas tontas, los dos dijeron a la vez:
—Me aburro.
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Charles Ogden Bichos Raros
6. Posibilidades
—Podríamos atascar las alcantarillas con almohadas gigantes —sugirió Edgar,
cuando por fin pudo liberarse de sus ataduras—. Y así, cuando llueva, las calles se
inundarán y podremos ir por la ciudad en barca. ¡Eso sí que molaría!
—Es demasiado complicado —replicó Ellen—. ¿Cómo haríamos las almohadas?
No tenemos dinero para comprar montones de plumas y de tela, y ninguno de los
dos sabe coser, imbécil.
Ellen se tiraba de las puntas de sus coletas mientras reflexionaba.
—A ver, déjame pensar... ¿Y por qué no algo sencillo? ¡Cogemos unos sacos de
pimienta y la echamos en la masa para magdalenas del pastelero!
Edgar levantó los ojos al cielo.
—Sí, me encantaría que todos los ñoños de la ciudad se pusieran a estornudar sin
parar, pero ¿de dónde sacaríamos la pimienta, eh, tonta del bote?
Se rascó la punta de su paliducha barbilla.
—A ver, déjame pensar... Podríamos coger la ropa tendida de la señora
Refunfúñez y llevarla a la lavandería. ¡La meteríamos unas cuantas veces en las
máquinas secadoras, y encogería un montón! Luego la devolveríamos a su sitio, y
cuando la viera, ¡no sabría qué hacer!
—Vamos, Edgar —le regañó Ellen—. ¿Y acaso tienes el dinero necesario para la
secadora? No, no lo tienes, y yo tampoco. Además, ya le hicimos esa broma antes a la
señora Refunfúñez y ni siquiera se dio cuenta. Así que ¿dónde está la gracia?
Los mellizos seguían de pie en el centro de la biblioteca, con la cabeza hundida
entre los hombros mientras pugnaban por idear algún plan.
—Necesitamos dinero, hermana —dijo Edgar—. ¿Qué podemos hacer para
divertirnos sin dinero?
Tras unos segundos de concentración, una sonrisa se dibujó en el rostro de Ellen
mientras pronunciaba la siguiente palabra:
—¡Mascota!
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Charles Ogden Bichos Raros
7. Mascota
Siempre que los dos niños se cansaban de molestarse e incordiarse el uno al otro, o
no se les ocurría ningún plan abominable, ni ninguna víctima inocente, siempre
tenían alguien más a quien fastidiar y maltratar. Ese alguien era Mascota.
Mascota permanecía siempre lo más lejos posible de Edgar y Ellen. Prefería pasar
largos días solitarios acurrucado en la oscuridad, antes que largos días desagradables
a merced de sus despiadados amos. Sin embargo, hoy era jueves, y casi mediodía, lo
que significaba que era la hora de Recorriendo el mundo con el Profesor Paul, el
programa de naturaleza preferido de Mascota.
Como conocían su predilección por este programa, los mellizos sabían dónde
buscar a Mascota. Lo encontraron en el gabinete, apoyado en el respaldo de un sillón
de orejas de cuero oscuro, iluminado por la parpadeante luz del gran televisor en
blanco y negro.
Mascota no se parecía a ningún otro animal que hayáis visto en vuestra vida. Era
más bien pequeño y no tenía escamas ni plumas. Era una bola de pelo largo, negro y
apelmazado, de aspecto parecido a una peluca vieja y sucia.
Mascota no tenía orejas, ni nariz, ni boca, o por lo menos no se le veían, como
tampoco se le veían patas, ni delanteras ni traseras. La pequeña forma peluda
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permanecía tan inmóvil en el sillón que no habría sido difícil confundirla con una
enorme pelusa. Bueno, de no haber sido por el ojo amarillento que sobresalía de la
maraña de pelo negro.
Mascota vivía en la misma casa que Edgar y Ellen desde siempre. La primera vez
que los mellizos lo descubrieron estaba detrás de un gran tonel de vino en la bodega.
Al ver que Mascota no parecía comer mucho ni tampoco hacía mucho ruido —el caso
es que nunca parecía hacer mucho de nada—, decidieron quedárselo.
Vaya una suerte para Mascota.
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Charles Ogden Bichos Raros
8. El programa de hoy
Y así fue cómo, justo cuando Edgar había terminado de atar el tembloroso cuerpo
de Mascota a un largo palo de madera y Ellen se disponía a barrer las telarañas del
techo con su nueva mascota—escoba, el profesor Paul anunció en la televisión algo
que cautivó la atención de los mellizos:
Hoy vamos a explorar el asombroso mundo de los animales exóticos. Los más raros
entre los raros, los más únicos, los más especiales, estas maravillosas criaturas valen su
peso en oro. ¡Son los animales más valiosos del mundo!
Acompáñenme, vamos a conocer a adinerados coleccionistas de todos los rincones del
mundo, personas que ambicionan ser los dueños de estas asombrosas criaturas y pagan
sumas altísimas por ellas. Para los más ricos entre los ricos, el dinero es un asunto
baladí, y los animales exóticos son mucho más glamurosos como mascotas que un simple
perro o un gato...
Edgar y Ellen dejaron de escuchar. Se les estaba ocurriendo un plan.
—Si tuviéramos nuestros propios animales exóticos para vender —dijo Edgar—,
ganaríamos dinero suficiente para fabricar almohadas gigantes y para comprar
pimienta blanca. ¡Tendríamos dinero suficiente para llevar a cabo todos nuestros
planes!
—¡Piensa más a lo grande, Edgar! Si fuéramos ricos, pero ricos, ricos, ricos,
imagina todo lo que podríamos hacer —dijo Ellen—. No tendríamos que
conformarnos con las pequeñas ideas que hemos tenido hasta ahora.
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Charles Ogden Bichos Raros
»Si compráramos un ala delta y un depósito gigante de refresco de cola,
podríamos despegar desde lo alto del tejado de casa y pulverizar el refresco sobre
todos los campos de fútbol. ¡Los convertiríamos en barrizales pegajosos y resbaladi‐
zos! —dijo, retorciéndose las coletas.
—Construiríamos un molino de viento gigante, compraríamos toneladas de
estiércol y esparciríamos la peste por toda la ciudad. —Edgar estaba a punto de
estallar de entusiasmo—. ¡Guau, nadie saldría de casa durante días por culpa del
olor! ¡Tendríamos las jugueterías, las heladerías y las tiendas de caramelos para
nosotros solos!
—Podríamos comprar una feria ambulante entera e instalar las atracciones en
pleno centro de la ciudad —dijo Ellen.
—¡Y podríamos dejar las luces de colores y la música toda la noche, y no
permitiríamos que nadie disfrutara de los juegos ni de las atracciones! —añadió
Edgar.
Se miraron sonriendo mientras meditaban sobre todas aquellas nuevas ideas para
sembrar el caos.
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9. ¡Ajá!
Edgar y Ellen subieron la empinada escalera hasta el noveno piso. Una espaciosa
habitación sin tabiques ocupaba la planta entera, y los mellizos la utilizaban como
salón de baile cuando estaban de humor festivo. En la pared más grande, dos
ventanales en forma de medio arco (los mismos que desde fuera parecían dos ojos
que todo lo observaban) dejaban pasar la luz del sol durante el día, por lo que esa era
la habitación menos lúgubre de toda la casa.
Edgar y Ellen se pusieron a bailar y a hacer cabriolas por toda la habitación,
mientras canturreaban:
Un plan, un tinglado es lo que necesitamos
para dar forma a los juegos y las bromas que pensamos.
Con nuestra inteligencia nos garantizamos
grandes hazañas, en ello somos los amos.
No hay chanchullo que no podamos montar,
de ideas tenemos la mente a rebosar,
y todos los niños de la ciudad
tienen miedo de lo que podemos inventar.
¡Tened cuidado! ¡Atención!
¡Esta vez pensamos pasarnos mogollón!
Edgar y Ellen se quedaron parados en el centro del salón de baile. Del techo
colgaba una anilla de hierro oxidado, fijada a la puerta de una trampilla. Ellen se
subió a los hombros de su hermano y tiró de la anilla. La puerta de la trampilla se
abrió con un sonoro crujido, desplegando unas desgastadas escaleras de madera. Los
dos hermanos subieron corriendo al desván.
Los mellizos tramaban sus diabluras más impresionantes allí, y era fácil
comprender el motivo. Cajas, herramientas, jaulas polvorientas, baúles llenos de
moho, candelabros rotos, maniquíes sin cabeza, armaduras abolladas, un par de
camas de hierro oxidadas, el desván estaba lleno hasta arriba de tesoros. Rebuscar
entre los trastos solía ayudar a los mellizos a inventar malvadas travesuras.
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Charles Ogden Bichos Raros
Se zambulleron en los montones de cachivaches, tirando al suelo los objetos
mientras aguardaban a que les llegara la inspiración.
—¡Ajá! —exclamó Ellen, blandiendo una sartén abollada.
—Anda ya, hermana, ¿y eso para qué narices lo queremos? —se burló Edgar.
Emergió de debajo de una lona hecha pedazos, protegiendo entre sus brazos toda una
colección de tubos de ensayo y vasos mugrientos—. ¡Mira lo que he encontrado! ¿Qué
tal unos pequeños experimentos de química...?
Antes de que pudiera indicarle que no tenían ingredientes para experimentar nada,
a Ellen se le ocurrió mirar por el ojo de buey del desván.
—¡Hermano! ¿Ves lo que yo veo? —chilló, dejando caer la sartén al suelo.
Edgar se acercó para mirar él también por la ventana.
—Hermana, ¿estás pensando en lo mismo que yo? —dijo—. ¡Venga, vamos a verlo
de cerca!
Subieron por otra escalera escondida en un rincón. Encabezando la marcha, Ellen
empujó sobre el techo con el hombro hasta que se abrió otra trampilla y los mellizos
entraron en el cuarto más alto de la casa.
Como el segundo desván proporcionaba un completo panorama sobre todo el
barrio, los mellizos lo utilizaban como observatorio. Estaba completamente vacío si
exceptuamos un poderoso telescopio que asomaba al exterior por una abertura en el
tejado. Enfocando la lente sobre las lindas casitas con jardín de los alrededores, vieron
una gran variedad de perros tumbados a la puerta de las viviendas, durmiendo la
siesta o mordisqueando tranquilamente unos huesos. Descubrieron gatos paseándose
por encima de las vallas y trepando a los árboles. Vieron conejos en sus cajas
bebiendo agua de sus escudillas y pájaros tomando el sol apoyados en las barras de
sus jaulas.
—Mira todos esos animales —susurró Ellen.
—Tan cerquita de nuestra casa —añadió Edgar.
Absortos en sus pensamientos, los mellizos bajaron al primer desván y se pusieron
a recorrerlo de un lado a otro, dejando las huellas de sus pasos visibles sobre el polvo.
Por fin se detuvieron junto al rincón más mugriento de la habitación. Edgar y Ellen
contemplaron la gran caja de cartón mohoso que contenía los cientos de adornos de
Navidad que habían ido acumulando a lo largo de los años, en su mayoría robados de
la puerta de algún vecino despistado o de las decoraciones municipales del centro de
la ciudad.
—Guirnaldas y purpurina, hermano —observó Ellen.
—Lucecitas y aerosoles de colorines, hermana —añadió Edgar.
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—¡Qué exótico! —se maravillaron ambos, arqueando las cejas.
Y poco a poco, el plan fue tomando forma en la mente de los mellizos.
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10. Heimertz
Edgar y Ellen soltaron carcajadas, risotadas y gritos de júbilo. Su nuevo plan era
sencillo, pero ingenioso.
—Hermano, he encontrado algo maravilloso —dijo Ellen abriendo un cajón junto a
la caja de adornos navideños. Edgar la ayudó a quitar los clavos que cerraban la tapa
del cajón y dejó escapar un «¡oh!» al ver aparecer unas correas de cuero y unas cestitas
metálicas. Los mellizos pusieron las correas y los bozales en la misma caja que los
adornos y lo bajaron todo hasta el sótano, junto con un buen cargamento de
pegamento, rotuladores y pinturas.
Ellen se enganchó en el hombro izquierdo varios rollos de cuerda, y sobre el
derecho se colocó un gran saco que tenía en su interior un montón de saquitos más
pequeños, todos vacíos. Edgar cogió su cartera especial de lona oscura, que siempre
contenía todo un surtido de objetos —cucharas, saleros, sombreretes, cordeles— que
mucha gente consideraría normales, pero que en las manos de Edgar pasaban a ser...
en fin, digamos que dejaban de ser normales. Añadió los bozales al contenido de su
cartera. Equipados con todo lo necesario, los hermanos salieron de casa y cruzaron el
jardín destartalado tratando de pasar desapercibidos, escrutando nerviosos entre las
malas hierbas por si veían algún rastro de Heimertz.
Heimertz era el conserje. Se ocupaba del mantenimiento de la mansión y del jardín,
y llevaba trabajando allí desde que los mellizos podían recordar. Siempre caminaba
despacio, sin apenas doblar las rodillas, pero tenía la asombrosa habilidad de
aparecer de improviso, emergiendo silenciosamente de entre las sombras de la
mansión. A los mellizos les resultaba inquietante estar jugando solos, y de repente ver
surgir ante ellos la sonrisa ausente de Heimertz. Muy pocas cosas ponían nerviosos a
los dos hermanos, pero, decididamente, Heimertz era una de ellas.
Si el conserje se ocupaba o no del buen mantenimiento de la mansión era algo
discutible, pues la casa estaba siempre oscura, mugrienta y maloliente, y el jardín
lleno de zarzas, malas hierbas y arbustos secos. Pero aunque les ponía nerviosos, a
Edgar y a Ellen les parecía bien su forma de trabajar, o de no trabajar.
Heimertz vivía en un sombrío cobertizo en una hondonada pantanosa del jardín.
Las paredes destartaladas estaban cubiertas de barro y juncos, por lo que el cobertizo
parecía hundirse lentamente en el suelo fangoso. Había una única ventana a la que le
faltaba un cristal. Movidos por la curiosidad, los mellizos se habían asomado una vez
a mirar en el interior, y habían descubierto una habitación desnuda, sin más muebles
que un camastro, unas cuantas velas, un viejo acordeón y un puñado de
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herramientas. No había ningún objeto personal que pudiera dar alguna pista sobre el
pasado del conserje.
Éste rara vez salía de sus dominios. Los viejos de la ciudad decían que, hace mucho
tiempo, Heimertz había sido un titiritero alemán que se había escapado de un circo,
abandonando a su familia de payasos y acróbatas. Edgar y Ellen nunca habían podido
confirmar ni negar esos rumores. A los mellizos les parecía tan siniestro que no se
atrevían a preguntarle nada, y aunque algún día lograran reunir el valor suficiente
para dirigirle la palabra, no era probable que les contestara. En todos aquellos años,
Heimertz jamás había abierto la boca.
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—Estos animales pesan mucho, Edgar. Y tampoco ayuda que no paren de
retorcerse dentro de los sacos.
—A mí también empiezan a dolerme los brazos. Pero no te preocupes, Ellen, tengo
un plan para transportar mañana nuestra mercancía. ¡Espera y verás!
—Vale, pues espero... ¡Eh, tú, cállate! —susurró Ellen mientras un continuo gemido
se escapaba de uno de los sacos. Algunas de las mascotas se pusieron a gruñir y a
lloriquear, de modo que los mellizos empezaron a pegar patadas y pisotones a los
sacos, tratando de hacer callar a los animales.
—Vaya jaleo arman estos bichos —murmuró Edgar— Si no tenemos cuidado, se
descubrirá todo el pastel. Será mejor que nos llevemos estos a casa, donde nadie
pueda oírlos, ¡y luego vendremos a buscar más!
Los mellizos arrastraron los sacos hasta su jardín y los amontonaron entre la
maleza. Después retomaron su tarea donde la habían dejado: Ellen birlando mascotas,
y Edgar llevándolas corriendo a su escondite junto a las demás.
Al doblar la esquina, llegaron a una casa pin—lada de un amarillo chillón, con un
precioso buzón decorado con abejas, mariposas y el apellido de la familia, Pickens. En
mitad del jardín trasero había una enorme jaula, y enroscada dentro, profundamente
dormida, la serpiente más grande que los mellizos habían visto en su vida. Edgar y
Ellen se detuvieron un momento a admirar el tamaño del animal. Enrollada sobre sí
misma, formando una pirámide, la serpiente emitía sonoros ronquidos.
No se despertó cuando Ellen abrió la puerta de la jaula y maniobró por detrás.
Edgar mantuvo abierto en la abertura de la jaula el saco más grande que tenían,
mientras su hermana pugnaba entre jadeos por empujar al enorme animal fuera de su
casa y meterlo en el saco. La serpiente se movió y entreabrió un ojo, pero Edgar le
levantó la cola y la acunó suavemente entre sus brazo s, basta que el animal dejó
escapar un largo ronquido silbante y volvió a quedarse dormido.
—Con este ya tenemos para llenar un saco entero —dijo Ellen—. Tú llévalo a casa
mientras yo voy a buscar más animales —Edgar volvió a casa arrastrando el saco,
jadeando y resoplando por el peso de la serpiente. Abrió la verja con el pie y entró
tambaleándose en el jardín. Justo cuando la puerta se cerraba tras él, Edgar se detuvo
de pronto y se quedó sin respiración.
Los demás sacos seguían por ahí tirados, y por todas partes se oían pequeños
gemidos. De pie en medio de todos ellos, agachado para ver mejor el contenido,
estaba Heimertz. El fornido conserje se arrodilló en el suelo y se puso a olisquear los
sacos.
Edgar no sabía qué hacer. El conserje estaba a punto de descubrir el botín que con
tan malas artes habían conseguido reunir. Un simple tirón de la cuerda que cerraba
uno de los sacos bastaría para desbaratar todo su plan. Edgar trató de permanecer
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Charles Ogden Bichos Raros
inmóvil como una estatua, pero empezaban a dolerle los brazos por el peso de la
serpiente. Heimertz se sentó en el suelo mientras los animales, perdidos en la
oscuridad de sus sacos de esparto, se estremecían y gimoteaban. Pasó lo que a Edgar
le pareció una eternidad hasta que Heimertz se puso de pie, sacudiéndose el polvo de
los pantalones.
El chico sintió que se le helaba la sangre cuando el conserje se dio la vuelta y se
quedó mirando fijamente el enorme saco que sostenía entre los brazos. El hombre
inspiró profundamente, como para percibir el olor que emanaba de Edgar y del saco
desde la otra punta del jardín.
Edgar tragó saliva con dificultad. Sin Ellen, se sentía especialmente vulnerable.
La habitual sonrisa del conserje experimento un ligero temblor y las aletas de su
nariz se abrieron de par en par. Permaneció inmóvil durante varios segundos
cargados de tensión, sin ofrecer la más mínima pista sobre cuál sería su próximo
movimiento.
Quizá la serpiente oyó el corazón de Edgar que latía con fuerza, o quizá sintió la
extraña presencia de Heimertz, o probablemente no fuera más que una pesadilla, pero
el caso es que el animal se movió contra el pecho de Edgar. Este, nervioso ya por la
proximidad del conserje, dejó escapar un grito mientras el saco se le caía de los
brazos, estrellándose contra el suelo.
Heimertz echó una rápida ojeada al resto del jardín antes de dar media vuelta
sobre el pie izquierdo para dirigir hacia el cobertizo su corta silueta a pasos lentos y
pesados.
Edgar huyó del jardín a todo correr.
La serpiente se movió dentro del saco y volvió a quedarse profundamente
dormida, retomando sus silbantes ronquidos allí donde los había dejado.
Edgar se reunió con su hermana en la otra punta del barrio, y la encontró
acurrucada entre las sombras de un seto muy alto.
—¡Ay, Ellen, si supieras lo que me ha pasado con Heimertz! ¡Me ha sorprendido
con nuestro arsenal! —susurró Edgar con un hilo de voz—. Se ha alejado sin más al
verlo, ¡pero yo no sabía qué hacer!
—¡Calla, Edgar, calla! ¿No ves que estoy tratando de pasar desapercibida?
Ellen señaló con la cabeza el jardín que se ex—tendía al otro lado del seto, y Edgar
se asomó entre las ramas para echarle un vistazo.
Anna y su amigo Bruno estaban persiguiendo a su diminuto perro salchicha por la
hierba, riéndose mientras el animalillo corría en círculos cada vez más grandes. Con
un ladrido juguetón, el perrito bordeó el límite del jardín, y cuando atravesó
corriendo el seto, Ellen bajó hasta el suelo su saco abierto y el animal se precipitó
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dentro. Cuando Anna y Bruno llegaron al otro lado del seto, ya no había ni rastro del
perro. Se quedaron atónitos en medio de la calle desierta, aguzando el oído a la espera
de un ladrido cantarín, pero no oyeron más que silencio.
Y así siguieron los mellizos, recorriendo sigilosamente el barrio, emergiendo de las
sombras el tiempo justo para birlar una mascota antes de volver a desaparecer. En
poco tiempo acumularon una considerable colección de criaturas de pelo, pluma y
escamas, cada una metida en su propio saco.
Antes de que la mayoría de los niños del barrio se dieran cuenta de que sus
queridas mascotas habían desaparecido, Edgar y Ellen ya habían arrastrado el valioso
botín basta su casa.
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mundo. ¡Eres decididamente exótico! ¡Vales mucho dinero! —el purpugato maulló,
tratando de quitarse con sus garritas las ramas en forma de cuerno.
—Tu purpugato no es ni la mitad de exótico que mi canileón o que estos
pluminejos —dijo Ellen. Edgar se dio la vuelta para comprobar que, en el tiempo que
él había empleado en transformar a un animal, su hermana había colocado una
corona de hojas al cuello de un caniche y había teñido al animal de rojo,
convirtiéndolo en un leoncito carmesí, y dos conejitos que antes eran blancos
aparecían ahora cubiertos de purpurina y plumas.
—¡Vamos a ganar una fortuna! —gritaron felices los mellizos mientras sacaban al
resto de los animales de sus sacos. Ataron con correas a todas aquellas criaturas a una
tubería mugrienta para que las atónitas mascotas no pudieran escapar de la fiesta.
El sótano empezó a llenarse de pintura, pegamento y purpurina que volaban de un
lado a otro. Los mellizos decoraban alegremente a los animales, como si fueran
huevos de Pascua, canturreando una cancioncilla mientras trabajaban.
Tenemos animales exóticos, sacad vuestros monederos. ¿Cuánto estáis dispuestos a pagar por
poseerlos? Venid todos en vuestros aviones privados, sacad las chequeras, contratad nuevos
veterinarios. Un poco más de purpurina, pegamento por aquí, de azul, de rojo, de verde te pinto yo a
ti. Pronto estaréis todos listos para la función ¡y ganaremos dinero a mogollón!
Perritos y gatitos, conejitos y pajaritos, hámsteres, ratoncitos, lagartos y pollitos.
Docenas de mascotas separadas de sus queridos dueños, atrapadas en el húmedo
sótano, sufriendo cada una su propia y terrible transformación. ¡El horror más
absoluto!
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PETARPEZ
De las montañas de Ahogania
¡Solo 1.000 $!
Rescatado del asilo para animales perdidos
de Ahogania
PERIQUILIRÓN
De la región desértica de Brifftevo
¡2.500 $! ¡Una ganga!
Cambiado a un comerciante de animales salvajes
a cambio de un colibrón
BRANQUIORUGA
Terracuática, región oceánica de Uwentic
¡5.000 $! ¡Un regalo!
Capturada el año pasado en una cacería
de branquiorugas
Ellen llegó incluso a dar a los animales una pequeña charla de preparación:
—Tenéis mucho mejor aspecto que ayer. Ahora sois unas criaturas increíbles, y
valéis miles de dólares. Y aunque os sintáis un poquito incómodos, pensad que la
belleza y la fama siempre tienen un precio. Pero nada de esto es tan humillante como
el chalequito de punto que os obligaron a llevar el invierno pasado a algunos de
vosotros, o todas esas veces que os forzaron a asistir a sus fiestas de cumpleaños.
—Hermana, no sé para qué te molestas.
—Querido hermano, siempre has sido un poquito lento de entendederas. Cuando
los animales de aspecto más alegre y feliz se vendan por el doble de su precio,
entenderás por qué me molesto ahora.
Con las mascotas ocultas tras el telón de terciopelo, la tienda ambulante de los
mellizos parecía un viejo carromato de titiriteros.
—¿Preparado para hacerte rico, hermano? —Ellen se colocó en la parte delantera
del carro.
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—Seremos la gran atracción de Nodlandia, hermana —replicó Edgar, situándose
en la parte trasera.
Con Edgar empujando y Ellen tirando y dirigiendo la maniobra, la carreta avanzó
pesadamente a trompicones por el callejón sin nombre, y después se alejó por la
avenida de Richetts.
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15. ¡Desaparecidos!
Mientras Edgar y Ellen conducían hacia el oeste, por el camino encontraron notitas
de papel de colores pegadas por todos los postes de luz y de teléfono. Si los mellizos
hubieran prestado atención a los cartelitos escritos a mano y manchados de lágrimas,
habrían podido leer:
¡DESAPARECIDO!
Bubby
Mi cachorro de pastor alemán
¡Contacta con Richy lo antes posible!
555—8328
¡SOCORRO!
¡No encuentro a Besito! ¿Alguien ha pisto a mi conejo marrón?
— Kyle, 555—9896 —
¡PERDIDO!
MI GATO
Responde al nombre de Rex
Gatito negro con los patas blancas
Y la naricita rosa
Por favor, llamar a Annie al 555—1722
Había docenas de notitas de todos los colores. Cada una lloraba la pérdida de una
mascota diferente, y adjuntaba una fotografía borrosa o un dibujo coloreado a lápiz.
Edgar y Ellen pasaron con gran estruendo por delante de todas ellas, sin prestar
atención a ninguna, ni siquiera a una que advertía:
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¡PELIGRO!
¡NUESTRA
SERPIENTE
SE HA
ESCAPADO!
¡CUIDADO!
SI LA VEN, LLAMEN A
555-6633
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—Eh, ¿vosotros sois los dueños de esas cosas raras, o los representantes de los
dueños?
Como los mellizos no contestaron, el hombre se impacientó y dio una patada en el
suelo.
—Bueno, ¿qué? Venga, hablad, que no tengo todo el día —dijo.
—¡Los dueños, señor! —contestó Ellen rápidamente—. ¡Cada una de estas
maravillosas criaturas proviene de nuestra colección particular!
—¡Bien! ¡Muy bien, sí, muy bien! —dijo el hombre que se estaba quedando
calvo—. ¡Fantástico! ¡Para qué andar regateando con un representante cuando
puedes hacer negocios directamente con el dueño! Permitidme que me presente.
El hombre se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y, con un movimiento suave,
mil veces ensayado, extrajo rápidamente una tarjetita blanca que le tendió a Ellen.
Edgar se asomó por encima de su hombro y ambos leyeron lo que había escrito en
grandes letras en negrita:
MARVIN MATTER
Negociante ejecutivo de negocios
Cuando levantaron la mirada, los mellizos vieron que el resto de adultos habían
sacado también sus tarjetas de visita y se las tendían con gestos impacientes. Edgar y
Ellen las fueron recogiendo todas, cada una con el nombre de su dueño y cargos
como «Director comercial», o «Subdirector comercial», o «Director comercial Júnior».
—Bueno, no tenemos todo el día. Compartimos nuestros coches para ir juntos al
trabajo —dijo el señor Matter—. ¡Es una manera muy eficaz de ahorrar combustible!
Todos los demás murmuraron: «¡Muy eficaz, en efecto!».
El señor Matter se quitó las gafas de sol y se sacó del bolsillo un pañuelo con sus
iniciales bordadas. Mientras se limpiaba los cristales de las gafas, prosiguió:
—Lo que necesitamos son animales, mascotas para nuestros hijos, que no paran
de llorar a gritos. Nos hemos pasado la noche en vela buscando por todas partes,
tratando de encontrar los perros y los gatos que se escaparon ayer. Y ninguno hemos
podido pegar ojo. ¿Tenéis idea de cómo afecta la falta de sueño a nuestro
rendimiento profesional?
—¡A nuestro rendimiento, sí! —repitieron los demás como un eco, asintiendo
solemnemente.
—Bueno, como iba diciendo, necesitamos mascotas, y parece que vosotros las
tenéis —observó el señor Matter—. Aunque estas criaturas tienen un aspecto
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extraño.
—Eso es porque son animales exóticos, señor —dijo Ellen—. ¡Son únicos en el
mundo entero!
—¿Exóticos? ¿Eso habéis dicho? —preguntó el señor Matter—. Bueno, sé que está
de moda poseer ejemplares únicos, pero yo prefiero cosas más normalitas. Son más
fáciles de gestionar. Y una buena gestión es lo mejor que hay. Si algo no funciona,
¡sustitúyelo por un duplicado y todo vuelve a marchar sobre ruedas! ¡Una técnica
muy eficaz!
—¡Muy eficaz, sí! —repitieron sus colegas como un eco, mientras toqueteaban a
las extrañas criaturas.
El señor Matter asintió con la cabeza.
—¿Por qué no nos dejamos de rodeos y pasamos a los negocios? Este bichejo
extraño hará que mi hija Mandy se olvide de su conejito perdido —declaró,
examinando a un bongabonga—. Después de todo, los conejos no tienen grandes
hocicos amarillos y antenas como esta cosa rara. ¿Cuánto cuesta?
—Lo pone en la etiqueta —señaló Ellen—. Nuestro precio por un bongabonga es
de 1.500 dólares.
—¡Mil quinientos! ¿No es un poco caro? —exclamó el señor Matter.
—¡Es una ganga! Los nuestros son animales exóticos y, según todos los expertos,
son muy valiosos —replicó Ellen.
—Además, estos animales forman parte de nuestra colección personal —añadió,
tratando de inspirar compasión—. No soportamos tener que separarnos de nuestros
tesoros, pero no nos queda más remedio, ahora que nuestra familia atraviesa una
mala racha.
El señor Matter se ajustó bien las gafas.
—Siento que tengáis problemas económicos. En mi negocio me esfuerzo por evitar
ese tipo de problema. Pero transacciones como ésta requieren cierta negociación,
jovencita. ¡No puedes pretender que te entreguemos todo ese dinero por una simple
mascota! Nosotros sólo queremos algo para conseguir que nuestros hijos se callen de
una vez. Qué me dices de... déjame pensarlo un momento... ¿Qué me dices si te doy
diez dólares?
—¿Diez dólares? —repitió Ellen—. ¡Pues le diré que diez dólares es muchísimo
menos que 1.500!
—Vale, venga, pues entonces veinte.
Ellen negó con la cabeza y lanzó al señor Matter una mirada asesina.
—¡Sabes cómo conseguir lo que quieres, jovencita, pero tienes que aprender a
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negociar! —dijo el ejecutivo, con la frente llena de perlitas de sudor—. ¡Nunca
llegarás a nada en el mundo del comercio si no aprendes a negociar! ¡Cincuenta
dólares, ni uno más, y es mi última oferta!
Ellen se colocó delante del grupo de hombres de negocios, tratando de parecer
más alta de lo que era.
—Mi hermano y yo no estamos aquí para negociar, sino para vender. ¡Éstos son
animales exóticos y valiosos! ¡Y si no piensan darnos lo que valen, entonces será
mejor que se marchen!
El señor Matter parecía incómodo.
—Mira, seré sincero contigo: no vas a conseguir que te paguemos tanto dinero por
esos monstruitos que tenéis ahí. No me sorprendería que no vendierais ni uno.
—Y éste es un sitio muy raro para instalar un comercio, ¿no os parece? ¡Por aquí
sólo pasa gente que va camino del trabajo! Y la gente que trabaja tanto y tan duro
como nosotros, lo hace para ganar dinero, no para gastárselo. No olvidéis las tres
normas de la venta al por menor: ¡Ubicación! ¡Ubicación! ¡Ubicación!
—¿Pero eso no es una sola norma repetida tres veces? —preguntó Edgar.
—¡Eso es porque es muy importante, jovencito! ¡Tenéis suerte de que nos hayamos
parado! —tronó el señor Matter.
Ellen hizo una mueca.
—Pues no saben lo que se pierden. ¡Hay que ver: desdeñar a estos maravillosos
animales!
El señor Matter hizo una mueca de desagrado y su boca se transformó en una fina
línea que partía en dos su cara rechoncha.
—Bueno, ya veréis cómo al final de este trato saldremos nosotros ganando,
siempre lo hacemos. Ya os buscaré esta tarde cuando vuelva a casa. Estoy seguro de
que para entonces ¡ya habréis bajado vuestros ridículos precios!
—¡Ridículos, sí! —repitieron todos los demás a coro.
El señor Matter se quedó inmóvil en la misma postura unos segundos más, como
para darle a Ellen una última oportunidad de cambiar de opinión. Después, soltando
un sonoro bufido, volvió a su coche con paso firme.
Los demás ejecutivos lo siguieron, soltando un bufido colectivo antes de dar la
espalda al Emporio de Animales Exóticos, y se dirigieron ellos también hacia sus
coches. Tras una serie de portazos, todos los vehículos abandonaron el lugar.
Ellen los contempló alejarse por la avenida de Ricketts con el ceño fruncido y cara
de odio. Entonces vio que su hermano la miraba con una sonrisita de complicidad.
—¿Por qué sonríes, so memo? —bufó—. ¡No me has ayudado nada a vender esos
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bichos, y ahora hemos perdido a todos nuestros clientes!
—¡Bah, para ya de lloriquear! —replicó Edgar—. Esos charlatanes engreídos no
son más que unos imbéciles. No prestan atención a sus propios hijos, así que pensé:
¿por qué habrían de prestarme atención a mí? Mientras tú estabas negociando con
ellos, me he acercado sigilosamente a sus coches y he llenado el suelo de clavos y
chinchetas. ¡Se quedarán aquí tirados durante horas! ¡Piensa en todos los negocios
que no van a poder hacer!
Ellen se tiró de una de las coletas y dijo:
—¡Negocios, sí!
Marvin Matter, el rey del negocio,
sólo sabe mirarnos con desprecio
y por su Hijita no muestra ningún aprecio.
¡Qué padre más necio!
Pero nosotros sabemos cómo vengarnos
y luego vendrá él a suplicarnos,
a patalear, a rogarnos y a llorarnos,
¡cuando su hija vea lo que no quiso comprarnos!
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los arbustos y rebuscaban entre la basura esparcida por el suelo. Tras echar una
última ojeada a la alcantarilla, los niños por fin se encogieron de hombros y se
alejaron arrastrando los pies calle arriba antes de desaparecer en el interior de otra
alcantarilla.
Edgar se quedó callado un momento, mirándolos con envidia. Luego respiró
hondo y dejó escapar un largo suspiro.
—Ah, cloacas. Hace mucho tiempo que no les dedicamos el tiempo que se
merecen para explorarlas, hermana.
Ellen le dio un codazo en las costillas.
—Ya tendremos tiempo de retomar esos viejos placeres, hermano. Las cloacas no
se van a mover de su sitio, ¿sabes?, y tenemos trabajo que hacer.
Edgar se frotó las costillas doloridas, exhaló otro suspiro y volvió junto a la
carreta.
—¡Bichos raros a la venta! —gritó a pleno pulmón.
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Los mellizos la vieron dirigirse a una cabina telefónica situada en una esquina del
parque. Llevaba un inmaculado uniforme blanco con una pajarita negra y una gorra
blanca. Caminaba muy tiesa y sacando pecho, como si participara ella solita en un
desfile militar.
O bien la persona a la que llamaba no contestó, o el teléfono estaba estropeado,
porque de pronto colgó el auricular con un golpe brusco. Echó una mirada a su
camión y rezongó algo que los mellizos no pudieron oír.
Ellen carraspeó haciendo mucho ruido.
—Ejem, ejem.
Elsa Miller se dio la vuelta y se sorprendió al ver a los mellizos y su barroca
carreta llena de extrañas criaturas.
—¡Buenos días, chicos! ¡Hace un día magnífico para jugar en la calle! —Y
acercándose a la carreta, dijo—: Vaya, vaya, qué tenemos por aquí, pero ¡si son las
cositas más monas que he visto en mi vida! —exclamó, observando a la más rara de
todas, la galliruleta, que meneó su cabecita verde moteada y cloqueó—. Pero
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vosotros dos —añadió, agachándose sobre los mellizos para pellizcarles las
mejillas— estáis un poco paliduchos. ¡Tendríais que beber más leche!
Cada uno de los mellizos odiaba que el otro lo pellizcara, de modo que si había
algo que odiaban por encima de todo era que los pellizcara otra persona. Ellen estaba
a punto de devolverle a la lechera un pellizco de su cosecha personal, cuando Edgar
le dio un buen pisotón y le susurró:
—¡Cuidado! ¡No nos espantes a nuestro primer cliente!
La lechera estudió con atención a los animales de los pies a la cabeza,
levantándolos para verlos también por debajo.
—A lo mejor podéis ayudarme —dijo Elsa mirando debajo de la brillante cola
naranja de un canarícola—. Ninguno de estos bichos tiene ubres. ¡Todo el mundo
sabe que sin ubres, no hay leche! En nuestra fábrica lechera tenemos muchas vacas,
pero hemos visto que las cabras también dan muy buena leche.
—¡Cabras! —prosiguió la lechera—. ¿Quién lo hubiera dicho, eh? ¡Y eso que yo
soy una experta en leche! Si a la gente le gusta la leche y el queso de cabra, ¿por qué
no habría de gustarle la leche y el queso de otros animales también? Estoy pensando
en montar mi propio negocio: vendería productos lácteos de otros animales, podría
ganar mucho dinero. Y comprarme mi propio camión.
Elsa, algo perpleja, dio tironcitos a un pequeño chismo que sobresalía del
estómago de la galliruleta y que, curiosamente, se parecía mucho a una bombillita
como las que se ponen en los árboles de Navidad. La galliruleta arañó con las patas
el suelo de la carreta sin saber muy bien cómo comportarse y volvió a cloquear.
—Entonces... ¿alguno de estos extraños animalitos da leche?
Ellen se rascó la frente y dijo:
—¿Leche? ¡Pues claro! Algunos sí que dan leche. Nuestros animales más exóticos
son los que producen la leche más deliciosa. ¡Por eso son los más valiosos!
—¿Ve usted ese hamstergángster? ¡Mmm...! Sólo cuesta tres mil dólares. ¡Piense en
toda la leche exótica que podría vender con un hamstergángster de su propiedad! En
muy poco tiempo habría amortizado su inversión.
—¡Bueno, no me importaría probar un poco de leche de hámster comosellame! No
sería una verdadera experta en leche si no quisiera probarla, ¿verdad? Pero me temo
que la lechería de Nodlandia no puede permitirse pagar tres mil dólares, y desde
luego yo, por mi cuenta, tampoco. ¡Si la lechería tuviera todo ese dinero, lo primero
que haría sería pedirle que me arreglaran el camión! Mirad qué montón de chatarra.
Elsa Miller echó una ojeada al vehículo, que seguía echando humo, y sacudió la
cabeza en un gesto de desaprobación.
—¿Tenéis algún animal más barato que dé leche?
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—Bueno, el hamstergángster tal vez esté un poquito fuera de su alcance —dijo
Edgar con desprecio—. No pasa nada, estoy seguro de que podremos vendérselo a
otra lechería que sepa apreciar las oportunidades de lucro que ofrece la leche de
hamstergángster.
Señaló una pequeña criatura rosa con plumas que había un poco más adelante.
—¿Y qué me dice de una ministruz? Su leche no es tan refinada como la del
hamstergángster, pero su precio es más asequible. ¡Son sólo 2.500 dólares!
La lechera se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo.
—¿Asequible? ¿Estáis hablando en serio? ¿Y no tenéis algo por, digamos, unos
cincuenta dólares?
Edgar sintió un escalofrío al darse cuenta de que ni la lechería de Nodlandia ni
Elsa les harían nunca ricos.
—¡Nuestras criaturas menos caras cuestan 1.000 dólares, ni uno menos, y de las
que dan leche, ninguna cuesta menos de 2.000! De modo que si no piensa usted
comprar nada, haga el favor de marcharse, y aleje su montón de chatarra de nuestro
emporio. Ese humo negro está ahuyentando a la clientela y asfixiando a nuestros
animales.
Elsa se encogió de hombros y se dio la vuelta para marcharse. En éstas apareció
Ellen con un vaso lleno de un líquido turbio.
—Antes de marcharse, pruebe por favor un poco de leche de hamstergángster.
¡Invita la casa! —dijo con voz dulce.
—Caramba —contestó Elsa aceptando el vaso—. Qué detalle.
Agitó un poco el líquido, lo olisqueó y luego lo blandió para verlo a la luz del sol.
—No parece muy pura, ¡pero la probaré de todas formas! —dijo antes de bebérsela
toda de un trago—. Mmm —dijo saboreándolo—. Nada denso, esta leche no tiene
mucho cuerpo que digamos. Tampoco tiene mucho sabor. Así que tampoco pasa
nada por que no podamos permitirnos comprar vuestros animales. La leche que
producen no es como para tirar cohetes.
Dicho esto, Elsa Miller regresó a la cabina del camión y se alejó entre nubes de
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humo y petardeos, desapareciendo detrás de una colina.
—Jajajá, hablando de cohetes, alguien que yo me sé también va a explotar como
un cohete —dijo Ellen, soltando una sonora risotada.
—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? —quiso saber Edgar—. ¡Acabamos de
perder otro cliente, y seguimos sin tener un solo centavo! ¡Y sin dinero no hay
bromas pesadas! ¡Esto no tiene ninguna gracia! Bueno, y de paso dime de dónde
diablos has sacado esa leche.
—Oh, eres un amargado. Y para que te enteres, ¡no era leche de verdad! —dijo
Ellen en cuanto recuperó el aliento después de tanto reírse—. Mientras estabas
negociando con doña Leches, he sacado unos laxantes de tu cartera (ya sabes, esos
que le rotaste a Heimertz) y los he diluido en un vaso de agua. El resultado ha sido
ese inofensivo líquido blancuzco que has visto, ¡pero la pobre no va a tardar nada en
salir disparada como un coñete hacia el cuarto de baño! ¡Jajá!
Edgar soltó una carcajada y los dos se pusieron a canturrear:
Elsa quiere leche pura,
pero su camión es una basura.
Echa humo, ¡qué porquería!
¡Arreglarlo debería!
Nos ha fastidiado una venta,
y mientras, en el trabajo, a ver lo que se inventa
para explicar por qué tiene la tripa suelta.
¡Si hubiera pagado, ahora no estaría tan revuelta!
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19. En la carretera
Los mellizos terminaron su canción y cayeron uno encima del otro, entre sonoras
risotadas. Con una última carcajada, Ellen miró hacia la carreta y vio con nuevos ojos
la ubicación de su negocio.
—Me parece que este lugar tampoco es bueno, hermano.
—Pues hala, vuelta a la carretera.
Edgar se puso a tirar de la carreta y las ruedas empezaron a moverse chirriando.
Tirando y empujando recorrieron la calle de Río de Janeiro, cruzaron el puente del
campo de golf y pasaron delante de los postes, todos con su cartelito que anunciaba
la pérdida de alguna mascota. Por fin se detuvieron para descansar en el
aparcamiento del instituto de Nodlandia.
El colegio estaba cerrado por vacaciones, pero había algunos coches aparcados
porque la zona comercial de la ciudad estaba cerca de allí.
Ellen se colocó delante de la carreta y empezó a gritar:
—¡Se venden bichos raros! —Mientras, Edgar trajinaba con las ruedas del carro,
sucias y pringosas.
De repente, Ellen sintió que le pegaban tironcitos de la pernera del pijama.
La pequeña Penny Pickens, que era tan bajita que apenas le llegaba a la cintura, la
miraba con ojos suplicantes, tirando con su minúscula manita del pijama rayado de
la melliza. Ésta reconoció a la niña rubia, a la que había visto en el barrio.
—Disculpa, ¿has visto a Pupú?
Ellen se quedó mirando a Penny unos segundos.
—¿Y qué demonios es un pupú?
Penny puso cara de susto.
—¿No habéis visto los carteles que pintó mi hermano? ¡Oh, será mejor que tengáis
cuidado!
Por fin había logrado captar la atención de los mellizos. «Cuidado» era una
expresión que solía atraer su atención, pues a menudo advertía de que algo
desagradable estaba a punto de suceder.
—¿De qué hablas, niña? —quiso saber Edgar.
—¡Pupú ha desaparecido! Es nuestra serpiente, ¡y se ha escapado! Las grandes
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Charles Ogden Bichos Raros
serpientes pueden ser muy peligrosas si las sacas de su jaula. Pupú no nos haría nada
ni a mi hermano Peter ni a mí (es muy buena y muy cariñosa), pero ¡algunas
personas no saben cómo reaccionar cuando ven a una serpiente!
Edgar y Ellen sonrieron, dándose codazos el uno al otro.
—Uff, ¡tendríais que verla comer! ¡Pupú puede abrir la boca de par en par y se
puede tragar cosas más grandes que su propia cabeza! ¡Es alucinante! Y como Pupú
es tan grande, ¡las cosas que se come son enormes!
»No come muy a menudo, pero cuando tiene hambre, hay que darle de comer
inmediatamente. Entonces no hay ningún problema, y Pupú se duerme
tranquilamente. Pero si no le das de comer...
Penny suspiró y señaló con el dedo los dos grandes contenedores de basura que
había junto al instituto, y a un par de chicos que rebuscaban entre los desperdicios,
lanzando al aire papeles y latas de refresco.
—¡Anoche también desaparecieron todas las mascotas de los demás niños del
barrio! ¡Pobres animalitos! Todo el mundo dice que se han perdido y ya está, pero si
Pupú se los ha encontrado, ¡a lo mejor se los ha zampado!
Edgar y Ellen bajaron la mirada hacia Penny, absolutamente fascinados. Edgar
hizo sonar los huesos de sus nudillos de pura satisfacción, y Ellen se tuvo que
morder los labios para no sonreír de oreja a oreja.
—¡No sé qué hacer! Hemos puesto carteles por toda la ciudad. Peter y yo hemos
acudido a los bomberos, porque ellos rescatan a los gatos que se suben a los árboles y
no saben bajar. Nos dijeron que avisarían a todo el mundo de que hay que tener
mucho cuidado con Pupú. ¡Tienen que encontrarla!
Penny Pickens ahogó un sollozo y por fin se fijó en la adornada carreta con los
animales escondidos detrás del telón del teatro de marionetas.
—¿Qué es eso? ¿Y qué pone en ese cartel?
Ellen se inclinó hacia ella y le dijo:
—En nuestro cartel pone «Cárcel especial para niñas pequeñas». ¡Y ahora, lárgate
antes de que te metamos dentro!
Penny soltó un gritito, después retrocedió un pasito y se quedó mirando primero a
Ellen y luego a Edgar, antes de echar a correr calle abajo. Su advertencia final:
«¡Tened cuidado con Pupú!», quedó flotando unos segundos en la cálida brisa
veraniega.
—Bueno, por fin nos hemos librado de esta mocosa —dijo Ellen—. ¿A quién le da
miedo esa serpiente? No hace más que dormir, y además lleva correa. Qué niña más
tonta.
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Charles Ogden Bichos Raros
Cuando llegó delante del zoo móvil de los dos hermanos, dejó caer al suelo su
bolsón lleno de cartas, se puso las manos en jarras y se inclinó hacia atrás arqueando
la espalda todo lo que pudo, hasta que los mellizos oyeron un sonoro crujido.
—Ya me encuentro mejor —masculló el cartero—. Maldita espalda, cómo me
duele la condenada. Esta noche tendré que pedirle otra vez a mi mujer que me la
pisotee.
Echó una ojeada al cartel clavado en la carreta.
—Animales exóticos, ¿eh?
Durante décadas, el señor Crapple había sido el encargado de repartir el correo
del distrito 13 de Nodlandia.
—Bueno, espero que no penséis mandar por correo a ninguna de estas criaturas —
gruñó—. Se necesita un permiso especial para mandar animales vivos. Y tenéis que
llevarlos vosotros mismos a la oficina de correos. Yo no me ocupo de ese tipo de
cosas en mi ronda.
—No queremos mandarlos por correo —dijo Edgar—. Sólo queremos venderlos.
Es nuestra colección de animales exóticos.
—Conque exóticos, ¿eh? —dijo el señor Crapple—. ¿Y vosotros qué sabréis de lo
que es exótico? Mocosos mugrientos, os creéis que lo sabéis todo. ¡Seguro que no
habéis puesto un pie fuera de esta dulce y apacible ciudad en toda vuestra vida! Y
ojo, no es que a mí no me guste Nodlandia, ¡pero vamos, no tiene un pelo de exótica!
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Charles Ogden Bichos Raros
El cartero les lanzó una mirada de reproche.
—¿Creéis que sabéis lo que es exótico? ¡Yo sí que entiendo de exotismo! Llevo más
de cuarenta años trabajando en Correos y he visto mucho mundo. ¡He transportado
cajas que venían de Borneo, y paquetes de Paraguay! ¡He entregado cartas de Letonia
y del Congo! ¡He llevado cajas de Canadá y postales de Papúa con mis propias
manos! ¡Así que no me digáis que no sé reconocer algo exótico en cuanto lo veo!
El señor Crapple recorrió trabajosamente toda la carreta llena de animales y los
examinó con atención. Miraba las etiquetas entrecerrando los ojos con aire escéptico,
mientras leía las descripciones de los animales.
—Vaya un montón de bichejos raros que tenéis aquí, chavales —reconoció el señor
Crapple cuando llegó al final de la carreta, donde estaban los dos mellizos—. Muy
curiosos, sí. Pero ¿exóticos? De exóticos no tienen nada.
»¿Acaso viene alguno de ellos de tierras lejanas de ultramar? Eso es lo que
verdaderamente determina lo que es exótico: si llegó por correo cubierto de sellos de
colores. Y bien, ¿llegaron así estos animales, sí o no?
Antes de que Ellen pudiera contestar, el cartero añadió:
—¡Por supuesto que no llegaron por correo! Porque de ser así, ¡yo me habría
enterado!
»Eh, ¿qué está haciendo por ahí tu extraño amiguito? —el señor Crapple señaló a
Edgar, que estaba juntando piedras en la cuneta.
—Bah, no le haga caso —dijo Ellen, con una mueca de desprecio—. Está un poco
mal de la cabeza. Y bien, ¿le interesa alguno de nuestros asombrosos animales?
»Nuestro milpiés está considerado como la octava maravilla de Plutavia. Tiene
muchas patitas, rematada cada una por un piececito.
Ellen blandió la criatura marrón y amarilla, que en realidad no era más que un
rechoncho hámster con muchas piernas de muñeca pegadas al cuerpo.
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Mientras volvía junto a la carreta, Edgar añadió:
—Este exótico animal tiene una historia asombrosa. Fue capturado en la salvaje
sabana de la Provincia de Rimpeldop, en Frinquay. Lo obtuvimos de un famoso
músico ambulante (tocaba la armónica y, de hecho, era el dueño de la armónica más
grande del mundo) que tenía problemas de espalda de transportar su pesado
instrumento por todo el mundo. ¡Imagine lo placentero que sería para usted que esta
criatura caminara por su espalda! ¡Tiene muchas más manos y patas que su mujer!
El señor Crapple se rió secamente.
—Mira, chaval, puede que mi mujer tenga los pies malolientes y llenos de callos,
pero ¡ese bicho que tienes en la mano parece una araña peluda gigante! ¡No pienso
dejar que me toque un bicho asqueroso como ése! ¡Ni loco!
Ellen lo miró frunciendo el ceño.
—Ya me habéis hecho perder bastante tiempo —prosiguió el cartero sin hacerle ni
caso—. Sólo necesitaba estirar las vértebras antes de proseguir con mi ronda. ¡Y aquí
estoy, de cháchara con vosotros, y ni siquiera tenéis correo que darme!
—Disculpe, señor, pero yo sí tengo algo que mandar —gritó Edgar desde el otro
lado de la carreta.
Señalaba un gran paquete que había en el suelo.
—¿De dónde viene? Bueno, da igual, no te entretengas. Mételo en mi bolsón —dijo
el señor Crapple.
Edgar metió el paquete en la bolsa del cartero. La nueva adquisición aterrizó
pesadamente, con un ruido sordo.
El señor Crapple se cargó la bolsa al hombro. Le temblaban las rodillas por el
peso, y los ojos casi se le salían de las órbitas.
—Pero bueno, ¿cómo es que de repente me pesa tanto la bolsa? —gruñó mientras
caminaba tambaleándose calle abajo.
Edgar tiró de una de las coletas de Ellen para llamar su atención.
—Qué risa, ¡he abierto una de sus cajas y la he llenado de piedras!
Los mellizos contemplaron al señor Crapple alejarse, agachado hacia delante para
repartir mejor la carga, con las piernas temblorosas por el peso. El cartero se
tambaleó hacia la izquierda, luego hacia la derecha, y así siguió, calle abajo, cada
paso marcado por un sonoro crujido de vértebras, hasta desaparecer por completo de
su vista.
Soltando risitas burlonas, los mellizos se pusieron a canturrear:
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Charles Ogden Bichos Raros
El cartero tiene mucho morro
y es un sabelotodo muy pedorro.
Ahora la bolsa le pesa por ceporro.
Cometió un grave error.
Un milpiés era lo que necesitaba este señor,
le hubiera dejado la espalda hecha un primor.
Pero no quiso comprarlo, ese fue su gran error,
¡y ahora tendrá que retorcerse de dolor!
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Contempló asombrado la siguiente mascota exótica, un enorme bicho con plumas
y grandes dientes mellados llamado plumicán.
—¡Caramba! —repitió. Tras los gruesos cristales de sus gafas se le veían unos ojos
como platos.
El nervioso caballero prosiguió su observación, examinando brevemente a cada
criatura. Y con cada nuevo descubrimiento, agitaba los brazos, o movía las piernas
como si estuviera bailando, o daba saltos de arriba abajo sacudido por ataques de
risa.
—¡Caramba!
Edgar y Ellen se quedaron quietos y sin decir palabra, atónitos ante tan obvia
demostración de entusiasmo. El caballero corrió hacia ellos y se les acercó tanto que
pudieron leer el letrerito de la chapita plastificada que llevaba prendida en su bata de
laboratorio:
DR. FÉLIX VON BARLOW
Zoólogo jefe
Zoo de Nodlandia
En el lado derecho de la placa había una foto en la que se veía al doctor con la boca
abierta y los ojos muy saltones.
Ellen ahogó una risita.
Edgar leyó:
—¿Zólogo?
—No, jovencito. Zo‐ólogo. Un zólogo no existe. La gente siempre pronuncia mal el
nombre de mi profesión. Y soy un zoólogo jefe, lo que quiere decir que estoy al cargo
de todos los animales del zoo de la ciudad. Allí nadie mueve un dedo sin mi permiso
—dijo el doctor Von Barlow—. Y decidme, ¿lo habéis visitado ya? A los niños les
encanta el zoo.
Desde luego, Edgar y Ellen habían estado en el zoo en varias ocasiones. Una vez
para «llevarse prestadas» unas cuantas pirañas, que luego habían metido en una
piscina infantil. Aparte de eso, el zoo de su ciudad no tenía nada interesante para
ellos. Era básicamente un gran zoo de lo más ñoño, con animales normales y
corrientes como vacas, cerdos y cabras. Un invierno hubo también un reno que
trajeron especialmente para las vacaciones de Navidad. La única vez que los mellizos
se habían divertido allí fue un día que consiguieron que un grupo de mofetas atufara
a la familia Gribble. Se puede decir que desde entonces la vida social de los Gribble
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se había reducido bastante.
—No nos gusta su zoo —dijo Ellen—. No tienen nada interesante.
La alegría del doctor Von Barlow se desvaneció, y dejó escapar un profundo
suspiro.
—Oh, tienes razón, tienes razón —se lamentó—. Aquí estoy yo, me he pasado la
vida entera estudiando todo lo que se puede saber sobre todos los animales del
mundo, ¡y miradme! Voy corriendo, corriendo, ¡corriendo!, a trabajar todos los días,
y total, ¿para qué? Para pasarme el día cuidando de que la cola de los cerdos
conserve su forma en espiral, y de que las vacas no se resfríen.
»Me pasé años y años en la universidad estudiando varias carreras que deberían
haber hecho de mí una estrella internacional de la zoología, con una vida llena de
emocionantes viajes por todo el mundo, dando impresionantes conferencias por
todos los países. Debería tener mi propio programa de televisión en el canal satélite
Planeta Animal, en lugar de ese bobo del profesor Paul.
»Le digo siempre al consejo de dirección del zoo: ʺVamos a comprar una focaʺ, o
ʺ¿Qué hay de un león?ʺ, o ʺA los niños les encantan los osos pandaʺ. Y lo único que
me contestan es: ʺ¿Qué tienen de malo las ardillas?ʺ, y ʺLas ovejitas son más monasʺ.
¡Lo único mínimamente interesante que tenemos actualmente es nuestra colonia de
hormigas coloradas! De hecho, cuando me llamaron los bomberos precisamente
estaba realizando un experimento con ellas, así que me he tenido que traer algunos
especímenes.
El zoólogo extrajo de los pliegues de su bata de laboratorio un frasco cerrado a cal
y canto y lo apoyó sobre el borde de la carreta. Los mellizos observaron de cerca los
pequeños insectos rojos que se arremolinaban en el interior.
Von Barlow calló un momento, absorto en sus pensamientos. Edgar también
estaba enfrascado en los suyos, embelesado por las hormigas coloradas.
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—Hermana, convoco una reunión de propietarios —susurró Edgar llevándose a
Ellen a unos pasos de allí—. Quiero esas hormigas. ¡A lo mejor podemos hacer un
trato con él!
Ellen le retorció la oreja.
—Oh, te conozco muy bien, hermanito. Seguro que se te ocurrirían un montón de
cosas que hacer con esas malvadas hormigas que pican tan fuerte, ¡pero a la menor
oportunidad las soltarías dentro de MI cama! Y no pienso consentirlo.
Con un último pellizco, Ellen soltó por fin la oreja de su hermano y se volvió hacia
el zoólogo.
—Tal vez nosotros tengamos exactamente lo que usted necesita, doctor.
El rostro del zoólogo se iluminó.
—¡Oh, sí, es muy posible! ¡Es increíble la cantidad de animales fabulosos que
tenéis aquí! ¡Éste podría ser el día más grande de toda mi carrera!
Edgar y Ellen intercambiaron codazos y sonrisitas de complicidad.
—¿De modo que estaría usted interesado en alguna de nuestras únicas y exóticas
criaturas? —le preguntó Ellen.
—¿Que si estoy interesado? —contestó el doctor—. ¡Lo que estoy es totalmente
obsesionado con estas fantásticas criaturas! ¡Miradlas! ¡He visto todo tipo de
animales, pero nunca, repito, nunca, jamás de los jamases había visto nada parecido!
¡Son todo especies nuevas! ¡En mi vida las había visto! ¿Cómo diablos las habéis
conseguido? ¡Oh, bueno, qué más da cómo las consiguierais! ¡Son increíbles!
—¿De verdad? —quiso saber Edgar.
—¡Por supuesto que sí! ¡Estos animales me van a hacer famoso! El consejo de
dirección construirá un enorme edificio nuevo en el zoo! ¡El pabellón Von Barlow de
especies únicas y exóticas! ¡Vendrán a verlas zoólogos de todo el mundo, y dirán:
«Este Von Barlow es el mejor experto que hay»! Me ascenderán a director ejecutivo
del zoo, me harán doctor honoris causa de muchas universidades...
Von Barlow apenas lograba contener su entusiasmo, se reía, bailaba y saltaba
delante del carro.
—Bien, doctor Von Barlow, ¿cuál de nuestras maravillosas especies animales le
gustaría tener? —preguntó Ellen, impaciente por realizar al fin su primera venta.
—¿Cómo que cuál de ellas? —replicó el zoólogo—. ¿Cómo que cuál de ellas? ¡No
quiero sólo una, las quiero todas!
—¿Las quiere... todas? —repitieron los mellizos como un eco.
—¡Todas y cada una de ellas! —exclamó el doctor con voz de trueno, cogiendo a
un perplejo frampinerro y dándole un gran abrazo.
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Pero de tanto apretarlo y hacerle dar vueltas, el hocico del animal se aflojó y se
cayó. Los mellizos sintieron que se les helaba la sangre cuando de pronto soltó un
débil «guau».
—Pero... caramba... —empezó diciendo el zoólogo—. Eso ha sonado... me ha
sonado a un...
Edgar y Ellen intercambiaron una mirada. Todo su esfuerzo se iría al traste si el
doctor Von Barlow descubría que el frampinerro no era más que un cachorro de
sabueso disfrazado.
El zoólogo tartamudeó:
—Me‐me ha sonado a... a... ¡un troeuilompe! ¡Eso es! ¿Habíais oído hablar de esa
especie? La pronunciación francesa me causa siempre muchos problemas. Tuve la
inmensa suerte de recibir una grabación del grito de esta especie a través de mi
suscripción al Club del Animal. Me pregunto si ambas especies estarán relacionadas.
El doctor se rió y jugó a imitar el ladrido del animal.
Aliviado, Edgar mostró su expresión de total felicidad, que, curiosamente, era
también su expresión más espeluznante. Las cosas marchaban bien.
Ellen se paseó despacio por delante del escenario, ensalzando el valor de cada
animal.
—Bien, doctor Von Barlow—dijo—. Aquí tenemos muchos animales únicos en su
especie, y usted sabe que único significa valioso. Pero, dado que quiere usted
adquirir la colección entera —y vamos a echar tanto de menos a estos adorables
animalitos—, estoy segura de que podremos hacer algunas concesiones.
Ellen se rascó la barbilla, se tiró de las coletas y soltó un montón de «mmm»
mientras reflexionaba.
—Estoy segura de que convendrá conmigo, doctor, que por todas estas fabulosas
criaturas, la suma de 25.000 dólares es más que generosa.
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El frampinerro soltó un ladrido cuando el doctor Von Barlow lo dejó caer al suelo.
—¿Venta? ¿Veinticinco mil? ¡Oh, no, no, querida! ¡No, no, no! ¡Me temo que no me
has entendido! El nuestro es un zoo público. ¡A nuestro zoo no se venden animales,
se donan!
—¡¿Donar?! —aulló Edgar—. ¿Quiere decir dárselos gratis? ¿Y para qué
querríamos nosotros hacer algo así?
—¿Para qué? —repitió Von Barlow—. ¡Pues en vuestro honor pondrían una placa
muy bonita en la pared del pabellón del zoo!
—¡¿Una placa?! —dijo Ellen—. A ver, a ver, que yo me aclare: le damos nuestros
animales gratis, usted se hace famoso, sale su nombre en los periódicos y le dedican
todo un edificio, ¿y nosotros todo lo que conseguimos es una mísera placa?
—¡Pues sí! —contestó el zoólogo—. Tendríais que ver cómo son. Son preciosas os
lo aseguro. ¡Un acabado muy bonito!
El doctor Von Barlow recogió del suelo al frampinerro y le volvió a colocar el
hocico. Mientras el semblante paliducho de Edgar se iba poniendo rojo de rabia al
pensar en otra venta perdida,
Ellen cogió un mazo de las profundidades de la cartera de su hermano y lo levantó
por encima de su cabeza. Los mellizos se miraron el uno al otro, Ellen agitando el
mazo como una loca y ambos dando saltitos. Un poco apartados para que no los
oyera el doctor, canturrearon en voz baja:
Von Barlow se cree muy listo, el muy gracioso,
pero nosotros sabemos que no es más que un patoso,
estos animales son únicos y le van a Hacer famoso,
pero aquí no se trata de regalar un solo oso.
Si quiere fama, que pague por ella, qué frescura,
estamos Hartos de tanto caradura.
¡Ha llegado el momento de mostrar mano dura!
El zoólogo tuvo suerte porque justo cuando Ellen estaba a punto de descargar el
golpe, un gran camión de bomberos de color rojo brillante con un gran 7 dorado
pintado en la portezuela aparcó delante de su carreta.
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Los bomberos bajaron del camión. Uno de ellos se echó el casco para atrás y dijo:
—Nosotros tampoco hemos tenido mucha suerte por ahora. El camión de
bomberos de la suerte hoy no está haciendo honor a su nombre.
—Qué disgusto —dijo el zoólogo entre dientes.
—Sí, doctor, esto empieza a preocuparnos. Que ande suelta una serpiente así
supone un gran peligro... Todos esos pobres niños, nos dan mucha pena, ¿sabe?
Imaginar que sus queridas mascotas pueden estar ahora en el fondo viscoso del
estómago de un reptil...
Edgar y Ellen aguzaron el oído, interesados.
—Las cosas podrían llegar a ponerse muy feas. La noticia sobre el asunto de la
serpiente se ha filtrado a la prensa, ¡y ya sabe cómo son los periodistas con este tipo
de asuntos! Antes de esta noche tendremos la noticia en la primera plana de todos los
periódicos. ¡Se puede desencadenar una situación de pánico general!
Los mellizos se susurraron unas palabras el uno al otro.
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—¿Has oído eso, hermano? ¡Una situación de pánico! Eso significa que toda la
gente se echaría a la calle, corriendo y gritando, ¿te das cuenta?
—¡Toda la ciudad, hermana! ¡Tendremos a toda la ciudad revolucionada! ¡Me
parece que eso es un récord para nosotros!
Justo en ese momento, Chispa, la mascota dálmata del coche de bomberos número
7, saltó del vehículo y corrió hacia la carreta. Edgar y Ellen contemplaron
horrorizados a la perra bombera olisquear a los animales, husmeando, gruñendo y
babeando. Incómodos, éstos empezaron a tirar de sus correas.
—¡No! —gritaron los mellizos, saltando sobre Chispa.
Ellen la cogió del collar, tratando de apartar su cabeza del carro. Edgar rodeó con
sus brazos el cuerpo del animal para alejarla a rastras de allí. Pero Chispa era grande
y fuerte, y los mellizos no tuvieron mucho éxito. Por fortuna, la perra se llenó el
hocico de purpurina, que le hizo estornudar enérgica e incontrolablemente.
—¡Chispa!
Uno de los bomberos llamó a la perra, que se alejó del carro avergonzada, con la
cabeza gacha, despidiendo montones de purpurina con cada estornudo.
Edgar dejó escapar un suspiro de alivio, pero justo cuando Ellen se lanzaba a
ensalzar la calidad de su mercancía para convencer a los bomberos de que
compraran una mascota más exótica, apareció un enjambre de bicicletas recorriendo
a toda velocidad el bulevar de Florencia.
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Linda se bajó de la bici de un salto y la dejó caer estrepitosamente al suelo. Señalando
a los dos hermanos con un dedo acusador, les soltó:
—¿Y qué os hace pensar que querríamos nuevas mascotas? ¿Y por qué querríamos
comprároslas a vosotros? ¡No hemos olvidado las bromas pesadas que nos habéis
gastado!
—¡Eso, eso! —gritaron algunos de los otros niños.
—Nuestros animales están en alguna parte, tratando de encontrar el camino para
volver a casa, ¡estoy segura! ¡Llevamos todo el día buscándolos, y no vamos a tirar la
toalla ahora! —Linda señaló a una niña llena de picaduras—. Helen ha buscado en el
Bosque Negro, pero no ha encontrado más que cientos de mosquitos.
—Sean y Bobby se han pasado la mañana buscando en unas asquerosas cloacas...
Edgar y Ellen reconocieron a los dos niños que habían visto por la mañana.
Seguían cubiertos de mugre de los pies a la cabeza.
—Huelen tan mal que les hemos dicho que se pongan al final del todo.
—Amy, Frannie y Ronnie no han encontrado nada tampoco en el callejón que hay
detrás del colegio. Bueno, salvo unas ratas, pero ¿a quién le gustan las ratas?
Al oír lo de las ratas, Edgar le hizo un gesto a su hermana. Ellos sí se habían
divertido con ratas en más de una ocasión.
—Anna y Bruno tampoco han tenido suerte en el solar, y Sandra ha mirado debajo
de todos los coches y camiones de la ciudad.
Linda dejó escapar un suspiro de desesperación, y los demás niños reprimieron
algún que otro sollozo.
La chica se inclinó hacia los mellizos agitando el dedo índice debajo de sus narices.
—No vamos a dejar que nos hagáis ninguna jugarreta.
—¿Haceros alguna jugarreta?—dijo Ellen dulcemente—. ¡Jamás haríamos una cosa
así! ¿Por qué no echáis una ojeada a lo que tenemos? Por supuesto, no tenéis que
sentiros presionados para comprar...
Ellen calló y dio un paso atrás para apartar el telón y mostrar a los animales
exóticos.
Linda resistió un momento, pero la curiosidad pudo más que ella, y se acercó de
mala gana a la carreta. Los demás niños aparcaron sus bicicletas y la siguieron.
Amordazadas con los bozales, las criaturas ronronearon y gimieron
desesperadamente, pero sus queridos dueños no las reconocieron. Los animales
tiraban de sus correas y daban saltitos, todos excepto la letárgica galliruleta, que se
quedó durmiendo en la parte de atrás de la carreta.
—Eh, mirad esto —chilló Carolyn pellizcando la nariz carnosa de un jorombicho
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amarillo y malhumorado—. ¡Qué asco!
Calvin levantó la cola de goma rematada con una flecha de un suampo y
murmuró:
—Qué bicho más raro...
Linda golpeó con los nudillos sobre la dura cabeza brillante de un mochatuco, y el
sonido metálico le hizo preguntarse en voz alta:
—¿De qué está hecho el cráneo de este animal?
—¡No toquéis a los animales! Necesitan descansar, algunos sufren desfase horario
porque han venido en avión desde muy lejos. —Ellen hizo retroceder a empujones a
los niños para que dejaran de toquetear su valiosa mercancía.
—Si cada uno de vosotros se lleva a casa una de estas especies únicas y exóticas —
añadió—, pronto olvidaréis a vuestras viejas mascotas aburridas. ¡Seréis los
orgullosos dueños de los animales más exóticos y únicos en el mundo!
—¡Pero nosotros no queremos olvidar a nuestras mascotas! —exclamó Annie.
—¡Son parte de la familia! —lloriqueó Sean.
—¿Y quién quiere animales exóticos cuando son feos, raros y asquerosos?—
preguntó Linda—. ¿Cómo puedo acurrucarme en mi cama con este bicho? —
prosiguió, señalando un lompa—. Esos cuernos puntiagudos me arañarían toda la
noche. ¡Además, somos niños! Ni aunque juntáramos lo que gana Sandra repartiendo
periódicos, lo que cobran Bobby y Sean por cortar el césped, y el dinero de bolsillo de
todos nosotros, no podríamos comprar ni un solo bicho de éstos, ni aunque
quisiéramos. Vuestros precios son escandalosos.
Edgar y Ellen se miraron el uno al otro. Estaban empezando a ponerse furiosos.
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—¡Primero nos pasamos toda la noche en blanco consolando a nuestros hijos!
¡Después tenemos que tirarnos todo el día cambiando las ruedas de nuestros coches!
¿Y ahora hacen cundir el pánico diciéndonos que un monstruo podría comerse a
nuestros niños? ¡Esto es inadmisible!
—¡Inadmisible, sí! —repitieron como un eco los demás ejecutivos. Muchos tenían
las camisas y los trajes manchados de grasa.
El señor Matter estaba a punto de soltar otra retahíla de insultos a los
incompetentes bomberos, cuando reparó en Edgar y Ellen.
—Anda, pero si sois vosotros —dijo malhumorado—. ¿Ya habéis bajado vuestros
precios? ¡Sigue en pie mi oferta de diez dólares!
Ésa fue la gota que sacó a los mellizos de sus casillas.
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Ellen agitó los brazos y le dio a su hermano un par de porrazos en las orejas.
Edgar aulló de dolor.
—¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!
Edgar le retorció la nariz a Ellen y luego le pegó en el estómago un rodillazo que la
dejó sin respiración.
—¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea!
Ellen se lanzó sobre Edgar, y Edgar sobre Ellen, y se placaron el uno al otro
delante del Emporio de Animales Exóticos, estrellándose contra el suelo y rodando
por el polvo.
—¡Pelea! ¡Pelea! ¡Pelea! —seguía coreando la multitud, incapaz de distinguir a un
adversario de otro, ambos igual vestidos con sucios pijamas de rayas.
El fragor de la batalla y el rugido de la multitud se fue haciendo cada vez más
fuerte, tanto que, por fin, Pupú se despertó de su profundo sueño.
Tenía hambre.
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en un vano intento por librarse de los insectos—. Qué, ¿estás contento ahora? ¡Ay!
Cuando todos los niños hubieron recobrado sus mascotas y hubieron
salpicado de barro a los mellizos al pasar, seguidos algunos por sus padres, los
ejecutivos de traje y corbata; cuando los bomberos hubieron guardado sus
mangueras y hubieron desaparecido a bordo de su camión número 7, y cuando
el alicaído doctor Félix Von Barlow se hubo alejado calle abajo, Edgar y Ellen se
quedaron solos con las hormigas, en el frío y sucio charco de barro.
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Hemos querido vender animales disfrazados,
pero nadie los quería ni regalados.
Con los bolsillos vacíos
no podemos financiar nuestros desvaríos.
Pero esperad, respetables ciudadanos,
pronto volverán los diabólicos Hermanos.
¡Vuestro destino está en sus manos!
Una vez terminada su canción, los mellizos dejaron atrás el cuchitril, subieron la
escalera hasta el desván y se metieron en la cama dejando un rastro mugriento de
pisadas embarradas.
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