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Huérfanos Y Mineros: Notas para Una Evaluación de La Estrategia Representativa Del Obrero en Los Cuentos de Baldomero Lillo
Huérfanos Y Mineros: Notas para Una Evaluación de La Estrategia Representativa Del Obrero en Los Cuentos de Baldomero Lillo
ignacio álvarez
Universidad Alberto Hurtado
ialvarez@uahurtado.cl
RESUMEN
Este artículo evalúa la estrategia utilizada por Baldomero Lillo para representar a los obreros del carbón a
partir de tres fuentes de extrañamiento: la pintura de los mineros como niños, la represión de los contenidos
políticos en la segunda edición de Sub terra y el reconocimiento de los huérfanos de las clases populares
como parte de una infancia desvalida. Esta última táctica será la condición de posibilidad de la primera.
En una compleja operación cultural, sus cuentos logran dar visibilidad a una clase ignorada y denunciar
su explotación, pero al soslayar las potenciales fuentes de conflicto la infantiliza y desactiva su resistencia.
ABSTRACT
This article evaluates Baldomero Lillo’s strategy in representing coal miners through three sources of de-
familiarization: the portray of miners as children, the repression of political contents in the second edition
1
Este trabajo es resultado del proyecto “Biblioteca chilena: Cuentos completos de Baldo-
mero Lillo” (Fondo del Libro Nº 200859343, 2008), ejecutado en colaboración con Hugo Bello
Maldonado. Su objetivo principal fue la elaboración de una edición crítica de la obra completa de
Baldomero Lillo, finalmente publicada por Ediciones Universidad Alberto Hurtado en diciembre
de 2008. Todas las citas de Baldomero Lillo corresponden a esa edición (vid. bibliografía).
94 IGNACIO ÁLVAREZ
of Sub terra and the recognition of orphans from popular classes as a part of a helpless childhood. This
latter tactic is presented as the condition of possibility of the first. In a complex cultural transaction, these
short stories will offer visibility to an unknown class and denounce their exploitation; however, avoiding
potential sources of conflict they infantilize it and deactivate its resistance.
2
No ignoramos los datos exteriores sino la trama íntima de estas cuestiones. Con
respecto a la primera edición de Sub terra, por ejemplo, es probable que la llegada de Lillo a
Santiago, en 1898, haya sido un primer estímulo a la escritura, y ello por el círculo intelectual
que rodea a Samuel Antonio, su hermano, y por el interés algo exótico que despierta en la capital
el tema sureño de sus relatos; serían, por su factura, cuentos eminentemente santiaguinos y no
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 95
Vistas con los ojos del siglo XXI, en Sub terra hay varias descripciones o
apelaciones a los mineros que podrían servir como ejemplos de violencia simbólica.
Anidada en la gran denuncia de la explotación laboral, en efecto, existe una mirada
derogatoria y empequeñecedora de los mineros, una perspectiva que hoy sería fran-
camente ofensiva para los sujetos que se pretende defender. Buena muestra de esta
actitud ambigua es el siguiente fragmento de “El grisú” en el que Mr. Davis, el cruel
capataz de la mina, niega violentamente un justo aumento a los trabajadores de la
Media Hoja. Comenta el narrador:
Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas
pupilas y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre
ellos la sombría bóveda. Mas, era tal el temor que les inspiraba la figura irritada
e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en
sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo
un ademán ni dejó escapar la menor protesta (113-4).
El fragmento tiene un marco moral que pone en primer plano la salvaje injusticia
que se está cometiendo y, de hecho, el texto está programado para que el lector solida-
rice sin reservas con el minero y suscriba la moraleja, tantas veces citada, que compara
el cuerpo de Mr. Davis con “una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían
amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad” (124). Pero el ojo contemporáneo, bien en-
trenado en los meandros de la corrección política, no deja de ver en esta curiosa defensa
del minero su pintura como un sujeto incapaz, impotente, perplejo y sobre todo –pienso
en la insistencia de la adjetivación– estúpido o envilecido. Proceso paradójico, el trabajo
en la mina instaura un desarrollo de largo aliento que dignifica a los hombres en tanto
los victimiza, pero que también los degrada al punto de que, desechos de la producción
industrial, parecen ser humillados nuevamente cuando se los describe.
Este menoscabo es un fenómeno que se advierte a lo largo de toda la serie del
carbón. Es el motivo central de “Los inválidos”, el cuento que abre Sub terra y que
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 97
compara a los mineros con el viejo caballo que abandona el mineral; aparece también en
“El Chiflón del Diablo”, en la resignación con que Cabeza de Cobre acepta trabajar en
la más peligrosa de las minas –“Fatalista, como todos sus camaradas”, dice el narrador,
“creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenía de antemano
designado” (142) –, y también en “El pago”, pues Pedro María no logra reaccionar ante
las exacciones flagrantes de la Compañía. Incluso en cuentos aparentemente alejados
del pique, como “El registro”, se nos presentan expresiones claras de esta “alma de
siervo”, el violento nombre que toma la peculiar configuración psicológica que Lillo
quiere describir (la frase es de “Caza mayor” 185). Así, por ejemplo, responde una
vieja que ha sido perdonada por comprar una bolsa de mate en el pueblo y no en el
despacho de la Compañía: “Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad
del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la
hubiesen paralizado” (192).
Es cierto que no todos los personajes corresponden a este prototipo. Recortados
contra el fondo mudo y aterrado de sus compañeros, las figuras singulares de Viento
Negro y Juan Fariña destacan con brillo propio, ambos responsables de una destruc-
ción liberadora de la mina en sus respectivos cuentos. También lo hace la joven madre
del portero José Ramos, en “El pago”, que se atreve a apostrofar a la Compañía y al
propio dios, e incluso –aunque problemáticamente– el viejo de “Los inválidos” que,
en la edición de 1917, parece decir (en la de 1904 lo hacía de verdad) un discurso que
denuncia el mecanismo de la explotación al resto de los compañeros. Es cierto, pero
la propia singularidad de estos caracteres, su excepcionalidad, es un buen argumento
para defender que los mineros del carbón, en cuanto sujeto colectivo, se nos presentan
como almas muertas o espíritus serviles y envilecidos.
A esta psicología le corresponde una particular constitución física, además,
el interminable crepúsculo de unos organismos obligados a trabajar más allá de su
capacidad en un entorno insalubre. Otra vez la excepción de Juan Fariña confirma la
regla, enuncia el proceso y adicionalmente instituye los términos del sistema en el
cual debe apreciarse esta figuración:
Sea por aquel exceso de trabajo cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la
más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó
de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de
fuerza y de vigor que contrastaba tan notablemente con la débil contextura de los
mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros
de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol (“Juan Fariña” 172).
3
Los obreros, en efecto, “no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos
y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo” (“Juan Fariña” 169).
4
Un ejemplo prototípico es la recensión que Augusto D’Halmar publica en La lira
chilena el 2 de octubre de 1904: “¡Señores políticos que negáis que exista entre nosotros lo
social, leed los Cuadros mineros, y vosotros, jóvenes artistas, abrevaos en la fuente en que lo
hizo su autor, y realizaréis obra de poetas y de hombres!” (Thomson 44).
5
En las afirmaciones que siguen sería interesante preguntar si su referente es el perso-
naje colectivo de Sub terra o los propios mineros del carbón: “El cauce natural de la existencia
conduce fatalmente a la destrucción. O se paga como ‘viejo inútil’ o se sucumbe como Viento
Negro en ‘El Grisú’” (Foresti “Epílogo y prólogo” 88); “El término genérico los obreros indica
una masa informe, arrebañada y dominada, que parece no tener escapatoria posible” (Durán
Cerda 110).
6
En 1966 Morales advertía que “Las formas y contenidos cristiano-bíblicos que [Lillo]
elabora, invirtiendo sus relaciones jerárquicas tradicionales, para estructurar en sus cuentos un
mundo que ponga de manifiesto en la realidad social chilena un modo anormal, demoníaco de
darse la existencia, no le vienen por caminos cultos y eruditos, sino como cálidos ingredientes
de un saber más vivencial y espontáneo, incluso ‘popular’” (704, el énfasis es suyo).
7
En su espléndida introducción a la reciente edición de la obra completa de Lillo,
Jaime Concha anota escuetamente: “En Lillo la tierra es vivida como cosa del pasado, como
pérdida y despojo. En su hondo victimismo, en los antípodas de toda épica, hay solo el paso
hacia atrás de la servidumbre campesina a otra forma de esclavitud laboral” (49, nota 39). La
hondura de su gesto, me parece, debe leerse teniendo en cuenta el modo en que Fredric Jame-
son ha interpretado la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo: “Dos iguales luchan por el
reconocimiento del otro: uno está dispuesto a sacrificar la vida por ese valor supremo; el otro,
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 99
un heroico cobarde en su amor desmedido al cuerpo y al mundo material –un amor brechtiano,
schweykiano–, se entrega para asegurar la continuidad de la vida” (85, traducción mía).
8
“[T]he Chilean miners apparently had never heard of unions and strikes”, dice Brown,
y Lillo los muestra como “helpless victims of capitalistic exploitation” (“Germinal’s Progeny”
424). Espinosa, por su parte: “Es extraño que la figura del trabajador no manifieste resentimiento,
se deja someter y cuando se rebela, desaparece” (281).
9
Estos datos provienen de los trabajos de Luis Ortega y Gregorio Corvalán Basterrechea
(vid. bibliografía).
100 IGNACIO ÁLVAREZ
resuelto, solidario con sus similares al extremo de arriesgarlo todo, siempre dispuesto
a sumarse a una riña” (113). Lejos de la tranquila sumisión de los protagonistas de
Sub terra, entonces, durante la segunda mitad del siglo XIX la zona de Arauco vivió
un estado de violencia permanente.
También es ilustrativo asomarse a otros textos literarios que abordan el mundo
del carbón. En “El finado Valdés”, cuento publicado por Mariano Latorre en Chilenos
del mar en 1929 y luego incluido en Chile, país de rincones en 1947, la perspectiva
del narrador ha cambiado sutil pero decidoramente. El protagonista, burócrata menor
inmiscuido en una comisión parlamentaria que debe viajar a Lota, se convierte en el
extravagante mediador entre las aspiraciones de los obreros, de los diputados y también,
por extensión, de los intereses de la compañía10. Persiste la pobreza y cierta ingenuidad
de los trabajadores, por cierto, pero el conflicto se articula por completo en los térmi-
nos que Arturo Alessandri había planteado para la relación entre las clases sociales:
Maldonado Silva, un “León del Carbón” que apenas esconde al de Tarapacá, reconoce
con algo de cinismo las armas que esta “querida chusma” de proletarios puede blandir,
y se preocupa por tanto de halagarla al tiempo que pacta con la “dorada canalla” de
la Compañía11. Por su parte, la novela viento Negro (1944), de Juan Marín, es quizá
la primera en dar cuenta de la violencia que, puertas adentro, impera en la sociedad
minera, y repara además con mayor claridad que Latorre en el inestable equilibrio que
sostiene las relaciones laborales entre obreros y gerentes, de modo que el trabajo en
la mina es un acuerdo asimétrico e injusto que, sin embargo, está lejos de la condena
bíblica que había pintado Lillo12. En 1953, por último, se publica Carbón, de Diego
10
Valdés, figura sufriente pero cómica, parece un Baldomero Lillo ironizado. Los pri-
meros párrafos del cuento desperdigan algunos rasgos físicos que coinciden con la imagen que
nos hemos hecho de nuestro autor: “Los ojos opacos tenían algo de muerto. Por eso debieron
llamarlo Finado Valdés” (27); “Era alto, de espaldas curvas y muy flaco. El terno de tela gruesa
se le hundía en los hombros, en una arruga profunda” (27).
11
Al llegar a Coronel, la turba de sus electores lo aclama. Tras repartir algunas sonrisas,
sin embargo, muestra su verdadero interés: “[Los obreros] sentíanse defraudados, seguramente,
al ver que su ídolo, en lugar de ir con ellos hacia la población obrera, subía en el barnizado
automóvil y se marchaba a las casas de la Administración, cuyas ventanas, iluminadas como
las de un transatlántico, hablaban de fiesta, de manjares que ellos nunca probarían” (40).
12
En viento Negro la figura paradigmática de la violencia es el “Lagarto”, un abusivo
barretero: “Es el ‘Lagarto’, el aborrecido ‘Lagarto’, el minero cruel y ‘bochinchero’, que siempre
va por las calles dando de puntapiés a los chicos e insultando a los hombres del muelle” (36).
Un buen ejemplo de negociación ocurre cuando dos amigos de un trabajador recientemente
muerto consiguen con el gerente inglés de la mina un empleo para el hijo huérfano: “El inglés
tarda muchos segundos en contestar. Piensa que Aniceto Sanhueza es uno de los directores del
Sindicato y goza de gran estimación en todo el puerto. No conviene a la gerencia malquistarse
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 101
Muñoz, una novela que ya ha logrado codificar al mundo minero y a sus protagonis-
tas utilizando las categorías clásicas de los movimientos populares que dominaron el
siglo: “Hace muchos años”, leemos en su introducción, “la fuerza de aquellas masas,
que se mantenía oculta y desparramada bajo la apariencia del temor y de la sumisión,
se apretó en una forma orgánica y se levantó, por primera vez, contra la crueldad, las
violencias y los abusos, contra la miseria y el hambre” (18).
Nada en este recorrido parece coincidir con Baldomero Lillo y con Sub terra.
No el pasado, ese largo medio siglo de historia durante el cual hombres, piedras y
máquinas dieron forma a un modo de vida que sus cuentos escogen representar de
modo parcial y selectivo. Tampoco el futuro, ese medio siglo de relatos del carbón
que lo consideró “el cimiento, la capa subterránea más profunda” (Droguett 661) de la
literatura chilena y que sin embargo decide no heredar el talante dolorido y humillado
de sus mineros. Sobre la primera de estas renuncias, la de Lillo, hay algunas pistas
adicionales que vale la pena considerar. En la historia del movimiento obrero chileno
es de sobra conocido que el cambio de siglo constituye una bisagra estratégica: hacia el
XIX la resistencia suele ser de tipo preindustrial, desorganizada y espontánea, huelgas
y estallidos insurreccionales; el siglo XX verá el florecimiento de sindicatos, mancomu-
nales, federaciones obreras y finalmente los grandes movimientos de masas13. Lecturas
atentas como las de Jaime Concha y Maurice Fraysse identifican la singularidad de
Juan Fariña o Viento Negro con este tipo de reacciones instintivas y desesperadas14, es
cierto, pero no explican la clase de intervención ideológica que implica la reducción de
la capacidad de acción de los obreros como sujeto colectivo. En cuanto a la segunda
de las renuncias, la de los sucesores de Lillo, parece claro que el desarrollo progresivo
de la organización obrera termina por volver anacrónica la figuración que se propone
en Sub terra: el discurso alessandrista y el de la “cuestión social” en principio, y la
elaboración conceptual de los movimientos de izquierda después lograrán contener de
mejor modo a esos difíciles sujetos que son los hombres del carbón. Ambos descalces,
sin embargo, despejan la naturaleza del dilema cuya solución es esta problemática
representación colectiva, y que puede enunciarse del siguiente modo: en ausencia de
un código ideológico compartido por los miembros de la comunidad nacional, ¿de qué
con él. Además es amigo del diputado del departamento y tiene mucho partido entre los mineros”
(30).
13
El fenómeno, por cierto, coincide con la politización del movimiento obrero, primero
en su vertiente anarquista y luego socialista, que se hizo predominante (vid. Ortiz Letelier 157-
8). Ramírez Necochea juzga la década de 1890 como el momento en que el movimiento obrero
alcanza conciencia de clase y tradición de luchas; el siglo XX será el de su organización sindical
(480-3 y 499-506). Para el caso específico del carbón, de parecida estructura, vid. Ortega 118.
14
vid. Concha 65 y Fraysse “Sub terra et le socialisme” 142.
102 IGNACIO ÁLVAREZ
forma la literatura –un objeto de consumo letrado y burgués, a fin de cuentas– puede
representar a un colectivo que ha sido explotado sistemáticamente pero que al mismo
tiempo puede ser considerado peligroso? Es un dilema propio de los primeros años
del siglo XX, una coyuntura compleja que Lillo resuelve de modo admirable pero
pagando, como veremos, algunos costos de importancia no menor.
Quiero proponer que la humillación, el envilecimiento y la miseria del minero
del carbón en los cuentos de Lillo pueden decodificarse utilizando como clave la
infancia abandonada: los hombres que allí se nos muestran aparecen como si fueran
niños huérfanos, la simbolización que se nos propone dice que los mineros son como
huachitos. Pensarlos de este modo requiere, en principio, mostrar esa configuración
particular en el texto, y luego explicar qué discurso sobre la huerfanía es el que los
sostiene y de qué modo está disponible para la transferencia. De la primera de estas
cuestiones me ocuparé enseguida, de la segunda en el tercer apartado de este trabajo.
Se ha destacado que en Sub terra quedan retratadas tres edades del hombre: la
infancia en el niño Pablo de “La compuerta número 12”, la juventud en Viento Negro
y Cabeza de Cobre de “El grisú” y “El Chiflón del Diablo”, la vejez en “Los Inválidos”
(Foresti “Sub terra” 4571, Concha 60). Releyendo esas encarnaciones a la luz de la
discusión anterior, sin embargo, la vejez y la juventud parecen más bien modulaciones
de un patrón único, primordialmente infantil. Pensemos en este fragmento de “Los
inválidos”, el cuento que metaforiza la decadencia física de los mineros a través del
viejo caballo Diamante, retirado de la mina tras diez años de trabajo:
Pasaron algunos instantes y, de pronto, una masa obscura chorreando agua, surgió
rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Sus-
pendido en una red de gruesas cuerdas, sujeta debajo de la jaula, balanceábase
sobre el abismo, con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro… Los obreros
se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del
pique y, Diamante, libre en un momento de sus ligaduras se alzó tembloroso
sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente (91).
15
Como describe Jorge Rojas Flores: “la familia minera consideraba que el trabajo era
parte del mecanismo de preparación para la vida. Además, su dureza daba certeza de que por
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 103
El discurso sobre el hacerse hombre que usa el padre para animar al aterrado
niño Pablo –“él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba, que lloran
por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un
valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar
como tal” (102)– parece ahora una expresión más bien irónica: ambos, el padre y el
hijo, son en verdad niños perdidos en el laberinto de las galerías. La misma metamor-
fosis sucede en “El pago”, en donde el adulto Pedro María es homologado al niño
José Ramos, los dos obreros expoliados por la Compañía, los dos conducidos por una
mujer (la esposa en un caso, la madre en el otro). El propio Cabeza de Cobre, figura
juvenil que eventualmente podría desplegar una cierta hombría asociada al trabajo,
se nos muestra inserto en un sistema familiar que lo ubica de modo inamovible como
hijo de la virtuosa María de los Ángeles. Menos que hombres, los obreros del carbón
son apenas niños, niños más o menos crecidos, a veces niños envejecidos. Su propio
repliegue a la infancia los expone y los vuelve huérfanos, huachitos sin padre que los
defienda y les enseñe a ser hombres. Solo en contadas ocasiones aparecerán las mujeres
y, sin importar su edad o la relación civil que mantengan con ellos, se comportarán
siempre como si fueran sus madres, vírgenes sufrientes.
Vuelvo, entonces, al centro del problema: a despecho de las violentas formas
de convivencia que caracterizan al Golfo de Arauco durante la segunda mitad del siglo
XIX, a diferencia de las narraciones posteriores, en oposición incluso a la propia cultura
minera, Baldomero Lillo representa a los obreros de un modo desmedrado, como si
fueran niños abandonados por los adultos. Consciente o inconsciente, se trata de una
estrategia retórica que, a mi juicio, busca despertar conmiseración y logra esconder el
potencial conflictivo que entraña la situación que, sin embargo, logra describir16. Se
esa vía los niños se ‘hacían hombres’. No solo no había resistencia, sino que en cierta medida
se estimulaba la participación laboral de los niños” (“Trabajo infantil” 405).
16
Una estrategia tan retórica que, en el caso de “El Chiflón del Diablo”, puede incluso
adscribirse al género gótico: “The gothic elements of “The Devil’s Pit” are revealed through
104 IGNACIO ÁLVAREZ
Lillo’s treatment of the omnipresent fear of death experienced by Chilean miners and their
families; the almost otherworldly horror of their living and working conditions; the virtual
impossibility of escape; and, the monstrous greed and resultant inhumanity of the mine owners
and their managers” (Bolden).
17
Para una breve historia de la suerte editorial de Baldomero Lillo vid. Álvarez, Ignacio
y Hugo Bello Maldonado. “Historia del texto y criterios editoriales”. En Lillo, Baldomero. obra
completa. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009. Los argumentos de Sabella
fueron publicados en Sabella, Andrés. “Literatura y trabajo”. El Mercurio de Antofagasta. 19
de marzo de 1979: 3.
18
Copio los fragmentos eliminados en 1917 sin mostrar la forma final de los cuentos.
Advierto, además, que se trata de citas parciales, pues los segmentos eliminados en cada caso son
bastante más extensos. La reciente edición crítica de la obra completa de Lillo trae las variantes
a pie de página, de modo que el propio lector puede hacer el cotejo en forma independiente.
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 105
tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los
talleres, las campiñas i las entrañas de la tierra! (“Los inválidos” 92, nota 13).
No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que hería la acerada punta de la herra-
mienta, sino una masa rojiza, blanda-jelatinosa. Entonces, sintió que una vívida
claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre i las lágrimas
vertidas por las jeneraciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de
la mina i por los que aún poblaban sus infernales pasadizos. I sin asombro vio
que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura i que poco a poco
tomaba el tinte i consistencia del estraordinario filón (“El pago” 134, nota 64).
¿Qué es lo que Lillo rechaza, a fin de cuentas? Un discurso más o menos polí-
tico que explica la desproporción cuantitativa del mecanismo de la explotación y que
diseña una posible reacción de los mineros; un sueño también “político”, contado en
un estilo cercano al modernismo, sueño sangriento y cruel que ofrece, sin embargo,
una interpretación global de las circunstancias que enfrenta la fuerza de trabajo. Más
adelante, en párrafos también eliminados, la sangre de los obreros se convierte en el
oro de los ricos, y los pobres, aun en el estado exangüe en que se encuentran, destru-
yen los palacios erigidos sobre su sacrificio. Son dos fragmentos que abordan el tema
central del libro desde una perspectiva totalizante, aérea, eventuales explicaciones
para la violencia de clase.
Los pocos críticos que han comentado el trabajo de edición de Sub terra han
llamado la atención sobre esta suerte de inhibición política a posteriori de Lillo, aun-
que siempre en relación con las consideraciones estilísticas que habrían presidido las
supresiones. El apego a los criterios de unidad de acción, simpleza narrativa y verosi-
militud determinaría –por otra parte y de modo más o menos independiente– que las
páginas de más ferviente denuncia directa quedaran excluidas (Fraysse “Sub terra: du
texte a contexte” 97 y Foresti “Sub terra” 4570). Es difícil, sin embargo, pensar esta
edición solo en términos literarios, y ello por dos razones. En primer término, porque
el texto está salpicado de numerosas variantes, muy puntuales, que no tienen ninguna
incidencia estilística pero que sí apoyan el impulso inhibitorio19. En segundo lugar,
porque la simplicidad y la unidad de acción no son los criterios únicos que Lillo utiliza
al corregir sus narraciones: “La mano pegada”, incluido en la edición de Sub terra de
19
Dos ejemplos, a continuación. El estrecho espacio del laboreo de Pedro María, en “El
Pago”, es de setenta centímetros en 1904 y de noventa en 1917 (125, nota 54); en Juan Fariña,
al explicar el origen presunto del ciego, se cuenta que su padre murió en una explosión de grisú,
y que el hijo –supuestamente el protagonista de la leyenda– habría sobrevivido apenas: se trata
de un “hijo de dieciséis años”, un “muchacho” en 1917, y de un “pequeñuelo”, una “criatura”
en 1904 (172-3, notas 104 y 105).
106 IGNACIO ÁLVAREZ
20
Luis Bocaz atribuye la mudez de Lillo ante el Parque de Lota a su rechazo estético
al modernismo (676). Su explicación, a mi juicio, no se contradice con lo que he tratado de
explicar aquí.
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 107
Al menos cuatro de los casi cincuenta relatos escritos por Lillo pueden adscri-
birse a la serie de los niños huérfanos: “Era él solo…” (publicado por primera vez en
la segunda edición de Sub terra), “Víspera de difuntos” (en Sub sole, 1907); “Carlitos”
(en la revista Pacífico Magazine de Alberto Edwards Vives, 1919), y “El angelito” (en
Zig Zag, 1920). La delimitación es, por supuesto, arbitraria: los hermanos de “En el
conventillo” (1917) podrían caber perfectamente en esta definición, e incluso Cañuela y
Petaca, criados por sus abuelos, parecen haber sido abandonados, o casi, por los padres.
Más que una condición formal de entrada, entonces, estos textos están unidos por el
sufrimiento, el tormento físico y la abierta explotación que deben soportar los niños en
las casas que los acogen, una combinación que casi siempre los llevará a la muerte21.
Es imposible ignorar el parecido entre estos niños y los mineros el carbón, algo
especialmente notable en “Era él solo…”. Gabriel, su protagonista, posee la misma
constitución psicológica del obrero, esa debilidad fundamental que es a un tiempo su
miseria y su posibilidad de existencia en el texto:
… hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dul-
ce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso,
azorado, inquieto. y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin
sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento
mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca (205).
21
En “El angelito” el usufructo económico y el tormento físico son póstumos; la dife-
rencia no es relevante para el análisis que sigue.
22
La semejanza con Sub terra puede llevarse hasta lo espacial. Gabriel es encerrado
todos los días con “doble vuelta” (208); la anónima niña de “Víspera de difuntos” muere por-
108 IGNACIO ÁLVAREZ
que su madrastra la deja fuera de casa, en una intemperie tormentosa que se parece mucho al
confinamiento de las minas, aunque invertida; el niño muerto de “El angelito”, por último, sufre
un velorio infamante en el encierro de una tienda de licores. Son otras tantas encarnaciones del
espacio homeomórfico de la mina, ya discutido por Jaime Concha (45).
23
Jaime Concha es quien notó por primera vez este aspecto de la serie; lo interpreta en
términos más directamente contextuales de lo que propongo más adelante: “El vínculo de gratitud
tiene un componente social e ideológico, según he tratado de explicar en otra ocasión. En Lillo
no hay tal. Hay una lisa economía. El contrato consiste en que las madres que se encargan del
huérfano o la huérfana lo hacen en términos de retribución por el afecto que dan o que deben
dar. El canal económico y el canal afectivo, que debían ser paralelos cuando no armónicos, se
cruzan y hacen cortocircuito. De ahí la desgracia, el sufrimiento del huérfano y el amor virtual
que degenera en odio. Es casi una radiografía emocional de la sociedad chilena” (48, nota 38).
24
vid. también Rojas Flores, “Los niños y su historia” 10, en donde se respalda la tesis
de Vicuña.
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 109
25
“… the strange cunning power of the orphan is yoked to forces of social evolution;
in his turbulent passage through a household, he carries with him history’s mysterious sources,
brought with him from another world. His social rise no longer ‘makes’ him, as it did in the
eighteenth century, but establishes him as the agent of a providential spirit working through
history” (Auerbach 409).
110 IGNACIO ÁLVAREZ
Sorprende también que la perspectiva infantil adoptada por Lillo en estos relatos
no signifique, como sí ocurre en Sub terra, un pérdida de perspectiva en cuanto al
origen de la explotación. La sensibilidad de este narrador conmovido no se convierte
nunca en un obstáculo que impida distinguir el origen material de la injusticia: en
todos los casos hay padres, madrastras o tías que exigen los beneficios del trabajo del
menor, de modo que el mecanismo extractivo, si pudiéramos llamarlo así, se muestra
en toda su extensión, sin jardines o Cousiños eludidos. Hablando de niños, en con-
secuencia, es perfectamente posible codificar un proceso que, si se trata de obreros,
debe ser reprimido.
4. OPERACIONES CULTURALES
(no para buscar su independencia), prohijarán sin problemas a las pequeñas víctimas
de sus cuentos. Aceptan incluso que se muestre el proceso material de su explotación,
una costumbre bárbara pero privada, ejemplo de un error que será erradicado cuando
esas madrastras reciban una adecuada educación, como se promete a través de esas
páginas. Materia de sutil contrabando, Lillo logra trasladar una dignidad que pertenece
a las elites hacia los hijos de las clases subalternas.
La segunda operación es un repliegue, y anuda la censura propiamente política
de Sub terra en su segunda edición, el escamoteo de los responsables últimos de las
injusticias en el mundo del carbón y la amputación de la violencia y el ímpetu resistente
en mineros y huachos. Es, por así decirlo, el costo que deben pagar los sujetos para
acceder, autor mediante, a la superficie de la literatura, una actividad esencialmente
burguesa en el cambio de siglo que, sin embargo, va abriéndose paso en los sectores
medios. No se ha enfatizado suficientemente, a mi juicio, el hecho esencial de que los
sujetos representados en sus cuentos, obreros o niños, son casi siempre analfabetos y
por tanto incapaces de impugnar el modo en que se los muestra26. Se trata esencial-
mente de una comunicación entre letrados, mesócrata uno y burgueses los otros, un
diálogo en el que faltan los principales interesados, subrogados por el escritor del modo
imperfecto que he tratado de describir. Entre el silencio y la mostración defectuosa,
sin embargo, Lillo optará por la representación, por el retrato, por la esperanza, débil
y difusa, de una justicia improbable.
La última operación, la más interesante y problemática, es la representación
de los obreros como niños huérfanos, un constructo complejo que puede describirse
en términos freudianos. Suma el largo desplazamiento discursivo desde los nuevos
niños de la elite hacia los mineros de Arauco, la condensación de la huerfanía y el
estatuto obrero, y la censura de la violencia potencial que engendra el conflicto de
clases. Su resultado es claramente exitoso, como lo demuestra el rápido agotamiento
de la primera edición de Sub terra, su calurosa recepción crítica y, en un plazo más
largo, su inclusión permanente en los planes y programas de la educación escolar hasta
26
Según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas, las tasas de alfabetización en
el cambio de siglo son todavía muy bajas: en 1895 el 31,8% de los chilenos podía leer, en 1907
el 40% (3). Luis Emilio Recabarren es muy crítico de esa alfabetización: “Para esta última
clase de la sociedad el saber leer y escribir, no es sino un medio de comunicación, que no le ha
producido ningún bienestar social. El escasísimo ejercicio que de estos conocimientos hace esta
parte del pueblo, le coloca en tal condición que casi es igual si nada supiese. En las ciudades
y en los campos, el saber escribir, o simplemente firmar, ha sido para los hombres un nuevo
medio de corrupción, pues, la clase gobernante les ha degradado cívicamente enseñándoles a
vender su conciencia, su voluntad, su soberanía” (264).
112 IGNACIO ÁLVAREZ
nuestros días27. Lillo, a la larga, incide directamente en los modos en que se construye
el imaginario nacional, y ello en dos dimensiones: el obrero del carbón se convierte
en emblema nacional y en paradigma de la masculinidad chilena.
En tanto emblema de la identidad nacional, el minero se opone simétricamente
a los otros dos estereotipos de comienzos de siglo, el roto y el huaso. Mariano Latorre
había resumido esa polaridad en la introducción a Chile, país de rincones, describiendo
al roto como desarraigado, anárquico, dilapidador, ateo e izquierdista, y al huaso como
enraizado, conservador, ahorrativo, creyente y derechista (22). Bernardo Subercaseaux
ha podido leer su valencia en tanto cristalización de la mirada hegemónica sobre lo
popular: el roto dirige correctamente su violencia hacia el enemigo externo, el de la
Guerra del Pacífico, y el huaso mantiene la paz interclasista al interior del territorio
nacional28. ¿Qué función cumple nuestro obrero huachito del carbón? Objeto de una
explotación elementalmente injusta, no puede sino significar los riesgos del conflicto
clasista; objeto de conmiseración y no de odio por parte de las elites, representa también
una solución pactada por medio del acuerdo y la reconciliación.
Como un sistema de vasos comunicantes que desborda los contenidos reprimidos
de una serie hacia la otra, los niños huérfanos, además, nos dan una clave precisa con
respecto a la función política de los obreros como emblema nacional. Los patrones de
esos niños son los Cousiño y su entera clase, así como las mesas pulcras y los pisos
limpios son los parques de Lota que faltan en los cuentos del carbón. Vistas así las
cosas, vale la pena detenerse en el siguiente pasaje de “Víspera de difuntos”, que mues-
tra a una madrastra malvada codificando el origen de su agresión hacia la huerfanía:
Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche
mudo, una perpetua censura. y su silencio, sus pasos callados, su resignación
para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión,
antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura (285).
27
Para una descripción y análisis de la recepción de Sub terra vid. Bocaz 684-9; en las
obras completas editadas por Silva Castro, además, se incluye un dossier con nueve reseñas
de 1904.
28
Una interpretación no muy alejada de la siguiente descripción: “El roto … fue mi-
tificado como estereotipo vinculado a la Guerra del Pacífico: sufrido e inconstante; prudente,
aventurero; valiente y osado; gran soldado, con ribetes de picardía y tristeza; a la vez generoso,
desprendido y pendenciero” (Subercaseaux 135-6); “El huaso, en la realidad como en la ficción,
es –a diferencia del roto- un personaje transclase, un canal no de confrontación sino de hibridaje
social, de intercambio de visiones de mundo y de valores” (Subercaseaux 137).
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN 113
términos, podemos llamar una racionalidad emotiva. Solo de este modo es posible
advertir la atroz paradoja que se da en las tierras del carbón, el odio de los explota-
dores hacia unos seres que no hacen sino cumplir humildemente con su deber. Este
acercamiento, además, posibilita la paternidad social de las elites hacia los obreros,
un camino seguro para el acuerdo. Amorosamente, no a través de la violencia es que
debe resolverse el dilema social. Como la madrastra del fragmento, la oligarquía deberá
hacer consciente su evidente irracionalidad emotiva y cambiar el odio de clase por un
recto amor de madre. Nuevamente las damas de la elite y las revistas ilustradas son el
origen remoto de esta simbolización, pues la maternidad privada que propugnan tiene
también un correlato público e indirecto en la beneficencia, que es maternidad social a
fin de cuentas (Vicuña 168; 267). Oligarquía y clase obrera, entonces, deben devenir
para Lillo madres y huachos: la oligarquía maternizándose y los explotados infanti-
lizándose. tienen que serlo, puesto que no lo son en realidad, o no completamente.
Puestos a evaluar, por último, la estrategia política de los cuentos de Lillo,
ninguna solución es sencilla. La visibilidad que otorga a los obreros del carbón es la
viga maestra sobre la cual una entera literatura, la chilena del siglo XX, construirá
su edificio: Manuel Rojas, José Santos González Vera, Nicomedes Guzmán y Carlos
Droguett reconocen a cada instante su deuda con el autor de Sub terra. El modo en que
infantiliza al obrero, en cambio, una solución brillante y tal vez la única culturalmente
viable en el contexto letrado del cambio de siglo, será rápidamente desechada por sus
sucesores, para quienes la codificación proletaria sí estará disponible en una época
mejor dispuesta al conflicto. Los costos de esta operación, sin embargo, perviven muy
duraderamente en otros circuitos culturales. Pienso en el influyente Madres y huachos,
de Sonia Montecino, en donde todo lo que Lillo recorta y ajusta coyunturalmente
termina aquí convertido en naturaleza: el obligado devenir madre y huacho se vuelve
en Montecino síntesis de una identidad estable y duradera para Chile29.
La lectura de Baldomero Lillo es una experiencia pedagógica, y nos recuerda
que el subalterno, como siempre y como se sabe, no puede hablar. El desafío de la
29
En sus propias palabras: “Las circunstancias experimentadas por nuestros pueblos
condujeron a una gama de situaciones que se sintetizan en la formación de una identidad en
donde el abandono, la ilegitimidad y la presencia de lo maternal femenino componen una trama
de hondas huellas en el imaginario social. Los perfiles de la mujer sola; del hijo procreado en la
fugacidad de las relaciones entre indígenas o mestizas con hombres europeos; del niño huacho
arrojado a una estructura que privilegia la filiación legítima de la descendencia; de la madre
como fuente del origen social, surgen como ademanes reiterados en el devenir del territorio”
(Montecino 59-60). No sugiero siquiera que Lillo sea una fuente para Montecino, sino que la
infantilización y la maternización son siempre estratégicas o bien coyunturales. A su ensayo,
me parece, se le ajusta muy bien la crítica que Grínor Rojo hace a El laberinto de la soledad,
de Octavio Paz, como un intento de “metafísica o psicología social” (vid. Rojo 136-40).
114 IGNACIO ÁLVAREZ
academia y del estatuto letrado, hoy como ayer, no puede ser subrogarlo sino recordar
con porfiada obstinación el tamaño de su ausencia.
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