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DATA IS THE QUESTION

En el último mes de 2020 aparecieron en los medios dos noticias sobre Facebook que en
medio de todo lo que nos atenaza creo que conviene traer a primer plano. En la primera
semana de diciembre se publicaba la demanda de la Comisión Federal de Comercio
estadounidense pidiendo desagregar la compañía en otras de menor tamaño, aplicando las
normativas antimonopolio a la red social de Zuckerberg. La otra, del 23 de diciembre, es la
comunicación de que Facebook se avenía a pagar algo más de 34 millones de euros a la
Hacienda Pública española en concepto de atrasos del impuesto de sociedades durante el
lustro 2013-18.

La primera conclusión que se puede extraer de ambas noticias es que, sin duda, la
revolución digital va muy por delante de las instituciones y de las naciones.
Tanto, diría, como que la mayoría de estas aún no se han enterado de cuál es la
esencia de su impacto sobre los ciudadanos y, por tanto, a qué deberían
prestar atención a la hora de fiscalizar su actividad.

En muy pocas líneas, la revolución digital es la primera revolución tecnológica


que ha alterado el orden habitual de adopción de los avances tecnológicos. Por
primera vez no han sido las industrias ni los ejércitos los primeros en utilizar y apropiarse
de las posibilidades que introdujeron las redes sociales, el smartphone, las apps y, en
definitiva, todo esto que hoy hemos dado en llamar -de un modo más o menos ambiguo-
“la digitalización”. Han sido las personas, millones de personas, las que han hecho de
Facebook, Youtube, Instagram, Twitter o TikTok los gigantes que son hoy. Y no solo ha
ocurrido con las redes sociales, sino con nuevas empresas que la gente ha aupado al trono
de sus sectores de la noche a la mañana: Booking en la hostelería, Spotify en las
discográfica, Netflix en la del contenido audiovisual, Uber en la del taxi, Stripe y Paypal en
la financiera, o -por supuesto- Amazon en el comercio, al igual que tantas, tantas otras.

Por no hablar de Google, claro, el ¿buscador? a través de la cual se entiende y se muestra


nuestro mundo hoy. Desde conducir hasta comprar un billete de avión, pasando por todo
aquello que pueda interesar a una persona; todo, todo, cruza en algún momento el
territorio Google, en cualquiera de sus expresiones.

Todos estos gigantes empresariales tienen en común el haber llegado a lo más alto de
sus respectivos sectores sin haber tenido antes ninguna experiencia de
relevancia en ninguno de ellos. ¿Cómo lo han hecho, entonces? No tenían tanto
capital, ni conocimiento como para haber asaltado el poder por los mecanismos que ya
conocíamos. Sencillamente tenían nuestros datos.

Gracias a los billones de datos que venimos transmitiendo continuamente desde hace una
década, los fabricantes de algoritmos, los expertos en hibridar los unos y ceros de un e-
commerce con los unos y ceros de una app de geolocalización, han conseguido situarse en
la pirámide de cada ecosistema industrial por encima de sus “productores” y/o
“propietarios” para, así, imponer nuevas reglas y redefinir modelos de negocio que
creíamos muy maduros.
Estos nuevos modelos de negocio no se han basado -también por primera vez-
en modificar el producto o servicio en sí mismo; lo que consumimos sigue teniendo
las mismas cualidades a lo largo de toda la cadena, ya sea un viaje en taxi o una canción.
Uber no ha inventado un nuevo vehículo ni Spotify un nuevo soporte musical. El nuevo
modelo impuesto se ha desarrollado a partir de superponer a lo que ya existía una capa de
gestión inteligente de esa cantidad masiva de datos que todos nosotros proporcionamos sin
cesar, muy especialmente (pero no solo) los que transmitimos al buscar, elegir y consumir
esos productos o servicios. A cambio de “quitarnos” pre-ocupaciones (como la de cuál será
el precio de un trayecto de taxi, o la mejor oferta de un hotel o un vuelo, o dónde habremos
guardado el disco que queríamos escuchar en ese momento), los nuevos modeladores del
negocio han podido acceder a una posición de dominio sin necesidad tampoco -y esto es
clave- de aportar un capital millonario para conseguirlo.*

Su asalto ha sido tan sutil y colosal como el del caballo que Ulises le “regaló” a los troyanos.
Cuando se han querido dar cuenta, los grandes líderes de los distintos sectores
económicos de nuestro mundo se han encontrado con que ya no tenían la
opción de digitalizarse al ritmo y medida que ellos quisieran, sino que estaban
abocados a hacerlo a marchas forzadas si querían mantenerse dentro de un nuevo modelo
de mercado y que no se les cayera de las manos todo eso que habían construido y
negociado y que, hasta ese momento, estaban convencidos de que era suyo y de nadie más.

De pronto, en 2020, el panorama que ofrecen los mercados es enorme y


sorprendentemente distinto al que mostraban hace apenas dos décadas. Basten dos
ejemplos, el Dow Jones debe dejar fuera de sus estimaciones las cotizaciones de los
gigantes tecnológicos para poder definir sin distorsiones cuál es el valor de la economía
norteamericana. En fechas recientes, Exxon ha salido de ese índice y ha cedido su lugar a
Salesforce. Una petrolífera, cuyo valor en activos tangibles es descomunal ha sido
reemplazada por una tecnológica especializada en la gestión de bases de datos cuyo modelo
podría ser replicado prácticamente a coste cero. La mismísima General Electric lo ha hecho
después de permanecer en él durante un siglo. Adiós, valor basado en el pasado; hola, valor
basado en la expectativa de futuro.

¿POR QUÉ VALEN TANTO LOS DATOS QUE REGALAMOS SIN DAR MAYOR
IMPORTANCIA?

Los datos, ahora lo sabemos, se traducen en dólares, más allá, mucho más, incluso, de la
anécdota del bitcoin. ¿Pero qué son los datos en realidad? Los datos son nuestra vida
convertida en información. Los datos somos nosotros y nuestra inercia
convertida en estadística predictiva. La economía del dato se basa en la premisa del
que el ser humano es un animal de costumbres, si no a título individual, sí como colectivo.
Las compañías que saben lo que buscamos, elegimos y consumimos dentro de cada área de
actividad humana son capaces de anticiparse a nuestra futura demanda con un margen de
error muy estrecho que obvia las extravagancias personales. Y gracias a eso son capaces,
además, de condicionar nuestra demanda futura para que ese margen de error sea más
estrecho todavía.

Cuando entramos en Netflix o Youtube, o en nuestro feed de Instagram o cualquier otra


red social, no solo miramos aquello que queremos, sino que el algoritmo nos propone que
veamos lo que parece que nos puede interesar. Esa oferta predictiva a la que
llamamos “personalización” no es absolutamente espontánea, sino que
implica ya una intención, un objetivo, similar al que el perro del pastor
provoca con sus movimientos para conseguir que las ovejas no se salgan del
rebaño mientras se mueven de un lado para otro. ¿De verdad creemos que el
algoritmo actúa con total asepsia cuando de nuestro comportamiento en la Red se deriva
una actividad comercial colosal? ¿Podemos pensar en nuestra total independencia y
libertad de elección cuando sabemos que el 90% de las búsquedas de Google no van más
allá de los resultados de la primera página?

Imaginemos que nos hubieran dicho hace un cierto tiempo que podrían entregarnos cada
semana la estadística de qué es lo que la gente se pregunta cuando está a solas delante de
su ordenador. Ningún test, ninguna encuesta realizada por un instituto de investigación
sociológica habría podido llegar a conseguir tanta sinceridad tan rápidamente de tantos
millones de personas, hasta el punto de que es difícil delimitar ya si encontramos lo que
buscamos o si, en realidad, buscamos lo que encontramos. A partir del momento en el que
Google trafica con esa información para vender publicidad -y desarrollar futuros modelos
de negocio que impidan la huída de las ovejas- nuestros datos dejan de ser inocuos para
transformarse en herramientas, cuando no en armas, para el asalto a cualquier fortaleza
económica existente.

SI LOS DATOS TIENEN UN VALOR EVIDENTE ¿CÓMO ES QUE NO SE LES DA EL


MISMO TRATO FISCAL QUE A OTROS INGRESOS O PLUSVALÍAS?

Los estados, las instituciones públicas, parecen medir solo el valor de las transacciones
monetarias a la hora de intentar fiscalizar a las empresas del dato, inhibiéndose de
considerar que los datos que cedemos los ciudadanos son una fuente de riqueza, la mayor y
más constante de nuestros tiempos. Tasar solo las transacciones -la facturación y los
ingresos- es un impuesto que se revela apenas simbólico (y de un importe en realidad
irrisorio para las BigTech). Toda esa “dura” negociación en torno a cuánto pagan
de impuestos compañías como Facebook u otras lo que hace es distraer en
realidad de la verdadera trascendencia del negocio que está en juego, que no
es otro que el de la propia supervivencia de los estados democráticos tal y
como los entendemos. ¿Suena una afirmación algo exagerada? En realidad, no lo es, si
simplemente seguimos avanzando por el mismo hilo que hasta ahora.

Dede el momento en el que el tráfico de datos personales ha hecho posible que aparecieran
nuevos jugadores y redefinieran el modelo de negocio de cada sector de actividad, todas las
empresas se han visto en la necesidad de digitalizarse (datificarse, nubificarse…) para
actualizar su oferta y adaptarla a las nuevas demandas de ese consumidor digitalizado.

De este modo, ya no son solo los datos de la gente los que llegan a las máquinas
para su procesado; ahora van llegando también los datos de toda la actividad
comercial y productiva del mundo, y con el mismo nivel de detalle que en el nivel
anterior, es decir, geolocalizados, calendarizados y tipificados de tantas maneras como se
quiera. Bajo la ilusión de facilitarle la vida a las empresas, como anteriormente ha ocurrido
con los ciudadanos, las empresas del dato consiguen, de este modo, una información
completa y constante de nuestro mundo, a la escala que se desee. Y esto es así, al menos, en
el entorno de las economías de mercado occidentales, es decir, en el entorno de los estados
mercantiles y mercantilizados nacidos a partir del siglo XV. Nuestras naciones son, más
allá de los símbolos de identidad, fundamentalmente una balanza comercial. Sin ir más
lejos, lo que llamamos Europa no es más que lo que en su momento fue conocido como
Mercado Común Europeo, y resulta evidente remarcar que la política de la Unión apenas
ha superado esa fase sin llegar a convertirse nunca en un “estado de estados”.

ELIMINAR INTERMEDIARIOS HA SIDO LA CLAVE DE LA EXPANSIÓN DIGITAL

El estado occidental contemporáneo es esencialmente un gestor de recursos económicos,


un intermediario cuya mayor utilidad es la de elaborar presupuestos que favorezcan el
crecimiento económico del país, ya sea mediante instrumentos financieros o relaciones
comerciales. Por algo a la función pública la llamamos Administración. Pues bien, si algo
han dejado ver las empresas nacidas de la revolución digital es que su palanca para el
asalto a cada sector industrial ha sido la de la “desintermediación”, la de llegar
directamente al consumidor o usuario sin escalas. Desde nucleos centrales ubicados allí
donde supusiera menos coste (Irlanda, por ejemplo) se podía llegar directamente al
consumidor.

Entonces, una vez que tanto personas como empresas estemos digitalizadas y


los datos de unas y de otras afluyan sin cesar… ¿qué impide que surjan nuevos
modelos de relación que ya no se limiten al ámbito del consumo privado sino
que irrumpan también en los modelos de servicio público? ¿Qué pasaría si el
intermediario al que se supera es el propio estado en aras de los siempre prometidos
beneficios de eficiencia, ahorro, agilidad… justo esos que tanto echamos en falta en la
gestión pública?

¿Qué impide que nazca una app que permita a un ciudadano -o a una empresa- elegir la
nacionalidad que más le interesa en cada momento, resida en el país que resida, si con ello
se beneficia de un mejor trato fiscal o social? ¿Qué impide que se pueda plantear un
sistema educativo supraestatal si con ello se obtiene una mejor educación que la que nos
pueda ofrecer el propio sistema de nuestro país? ¿Por qué no ofrecer al gobierno de una
nación o región (o, ya puestos, incluso otras subdivisiones no formalmente
administrativas, como la “nación-deporte” o la “nación-lgtbiq+”) las ventajas de un sistema
inteligente de gestión de recursos energéticos -por ejemplo- si con ello se reduce el coste
considerablemente? El mismo esquema de desintermediación, llevado al escalón superior,
supone, como de hecho ya ocurre, la externalización de la gestión de recursos a
quienes son capaces de hacerla más eficiente, sin que nos preguntemos
demasiado qué ocurre después con esa información que hemos facilitado en
aras de un mejor servicio público.

¿Suena exagerado? Pensemos, por ejemplo. en cómo opera Salesforce, el líder global de
soluciones CRM. Cuando una empresa dentro de un determinado sector industrial solicita
una solución adaptada a la especificidad de su negocio, Salesforce le entrega una solución
para la que la propia empresa ha tenido que empezar aportando toda la información sobre
sus procesos y métodos comerciales, así como su estrategia de crecimiento, para que la
nueva solución pueda adaptarse a los objetivos competitivos que se ha fijado. Pues bien,
haber pagado por esa “solución” no le da derecho a la empresa a alterarla por métodos
propios. Si quiere correcciones deberá recurrir de nuevo a Salesforce, quien, además,
podrá basarse en el producto entregado para desarrollar y vender ¡al resto de
competidores! la misma solución, ahora con el valor añadido de la especialización.
Lo anterior, en realidad, tampoco es tan nuevo, y hasta goza de un nombre respetable:
“economía de escala”. La diferencia estriba en que esa información que obtenemos de un
cliente, y que aprovechamos para captar a nuevos clientes, está compuesta ahora de data,
es decir, de datos digitalizados, convertidos en unos y ceros, con capacidad para mezclarse
sin importar su origen ni procedencia. Incluso dando por sentado el que los datos sean
tratados de manera absolutamente anónima, se abren infinitas vías a que surjan
nuevos mash-ups, desarrollos híbridos inéditos que correlacionen la información obtenida
de usuarios y consumidores con la extraída de las empresas, y que -una vez conseguida esa
aleación- sea relativamente sencillo encontrar el modo de revolucionar la relación
de los ciudadanos con los servicios públicos, sin necesidad de montar una
estructura estatal paralela, es decir, aprovechando la capacidad de
desarrollar “en el laboratorio” una nueva forma de servicio público, y
proponerla como una solución inmediatamente disponible, sin dejar tiempo
de reacción a los gestores del modelo tradicional.

¿TIENEN NACIONALIDAD LOS DATOS?

Desde luego la tenemos quienes los generamos. Imponer tasas o impuestos sobre el


volumen de datos traficado, entonces, no debería sonar como algo ilógico, puesto que
la riqueza que generamos con ellos no redunda en nuestro beneficio de manera
proporcional. Es decir, a día de hoy, los usuarios no disponemos de información
en la que podamos saber cuántos datos hemos facilitado a lo largo del día, ni
de qué tipo son, ni a quién le llegan, ni qué se hace con ellos. Simplemente
recibimos un servicio al que tampoco exigimos ningún informe, ningún saldo, ninguna
evaluación ni, por supuesto, ninguna compensación o comisión por el beneficio que
obtengan. ¿Cómo hacerlo si, en teoría, son gratuitos? Parece extraño que las mismas
empresas que han entendido rápidamente que al acceder al Big Data de los consumidores
obtenían una rentabilidad económica, ignoren que los datos que ellas mismas facilitan
revertirán en el bolsillo de terceros. Y aún más extraño que los gobiernos sigan actuando
como si esa actividad económica solo tuviera una dimensión, la de las transacciones
financieras evidentes.

¿Tan raro suena que el gravamen tecnológico no se realizara solo sobre los ingresos
contables (eso son cosas de la hacienda pública, que también) sino sobre el volumen de
datos traficado por los ciudadanos de cada país? ¿Cuál sería el porcentaje a tasar por los
datos que transmite cada ciudadano digitalizado? Así ocurrió con
las Bells norteamericanas en el siglo pasado. Demasiada información -demasiado poder-
en manos de un solo jugador supone algo más que un riesgo económico; lo es también
social.

Aparte de descomponer a los gigantes en unidades más pequeñas, y la


consiguiente regulación del mercado para garantizar un número suficiente de
competidores en igualdad de condiciones de partida, cabría que se
desarrollara un modelo de fiscalidad sobre el volumen de datos
gestionados. ¿Podría ser una tasa fija como licencia de tráfico digital, similar a la que se
aplica en el espacio radioeléctrico? ¿Podría ser fluctuante según el volumen y/o la tipología
de los datos traficados? ¿O en función del número de usuarios cuyo tráfico se gestiona?
¿Podría ser una nueva unidad de medida que reflejara eso tan oído de la “monetización del
dato”? Esta reflexión no se plantea realizar un análisis tan exhaustivo, pero sí apuntar que,
seguramente, hay una parte considerable del impacto económico de nuestra vida digital
que permanece fuera del punto de mira de quienes debieran regularlo con criterios de bien
público.

Hay otra más radical, claro. Volver a mirar una vez más a China e intervenir total o
parcialmente los servicios digitales, entendidos como sector estratégico, o -dicho de otro
modo- que sea el estado el dueño final de los datos, así como el responsable de su control y
gestión; que las empresas que se lucran con ellos lo hagan como licenciatarios temporales,
es decir, que disfruten de su uso y no de su propiedad.

Se debate en estos momentos en Europa una nueva legislación sobre la industria digital.
Llegará, sospecho, tan tarde como las anteriores, porque el mundo digital en constante
expansión no tiene precedentes, y por tanto no se puede legislar reactivamente. Si algo
hemos comprobado en la última década es que el vacío legal en el que se desenvuelve gran
parte de la actividad digital es enormemente difícil de acotar con los métodos de la era
predigital. Si todos los elementos del sistema socioeconómico están replanteándose su
razón de ser y su manera de hacer, no estaría de más empezar a repensar también cómo
puede ser la manera de regular y legislar que responda al mundo tal y como es.
Principalmente porque habrá un momento que en este anunciado entorno de inmediatez e
inteligencia artificial, las leyes pueden terminar convirtiéndose en papel mojado desde el
primer minuto.

Es posible que sigamos creyendo que no hay motivo para tal inquietud; que el día que
queramos, podremos dejar sin alimento -sin datos- a las empresas que los digieren y
dirigen. Bastaría solo con apagar el móvil, ¿no es así? En ese momento es cuando me viene
a la cabeza el simpático HAL 9000, para intuir que esa es una decisión que cada día que
pasa se volverá más difícil de tomar.

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* NOTA: En el camino, los usuarios, para ahorrar dinero o molestias, hemos llegado a
asumir ser la mano de obra o incluso el ingrediente del nuevo modelo de negocio que se
nos ofrecía en principio como “servicio”. Hemos sido las personas las que hemos
introducido nuestros datos en los casilleros, durante horas y horas, para ahorrar en el
precio del avión, o los que hemos educado a las máquinas al ir relacionando conceptos y
enlazarlos en nuestros perfiles sociales con citas, canciones o vídeos una y otra vez. ¿Menos
intermediarios? Sí, pero también somos un poco menos clientes, y nos ofrecemos como
producto, como comerciales de nosotros mismos, y como eficientes secretarios que
recopilan y entregan puntualmente todos los datos que se nos soliciten.

Si has leído hasta aquí  te dejo una pequeña pregunta: ¿No te suena extraño que todas las
estadísticas sobre uso de las tecnologías nos cuentan con qué dispositivo navegamos,
cuánto tiempo dedicamos y que tipo de aplicaciones usamos? ¿Nos sirven para entender
algo esas cifras? ¿Por qué nunca aparecen las de cuántos datos transferimos, de qué tipo
son y en qué momento y lugar lo hacemos, por ejemplo? Porque las compañías que los
canalizan y analizan sí disponen de esa información. ¿Por qué no se hace pública, entonces,
para que todos podamos acceder a una información que contribuimos a generar? ¿Curioso,
no?

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