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I. El argumento histórico: Melquisedec y Abraham (7.

1–10)
Primero, el escritor identifica a Melquisedec como un tipo de Cristo (vv. 3, 15). Era a la vez
rey y sacerdote, y también lo es Jesús. Ningún sacerdote de la línea de Aarón se sentó jamás en
un trono. Es más, los sacerdotes aarónicos nunca se sentaban (hablando espiritualmente), porque
su trabajo nunca se acababa. No había sillas ni en el tabernáculo ni en el templo. Véase Hebreos
10.11–14. Todavía más, Melquisedec fue rey de Salem, que significa «paz»; y Jesús es nuestro
Rey de Paz, nuestro Príncipe de Paz. El nombre «Melquisedec» significa «rey de justicia»,
nombre que ciertamente se aplica a Cristo, el Rey Justo de Dios. Así, en su nombre y en sus
oficios, Melquisedec es una hermosa semejanza de Cristo.
Pero Melquisedec también se asemeja a Cristo en su origen. La Biblia no contiene ningún
registro de su nacimiento o muerte. Por supuesto, esto no significa que Melquisedec no tuvo
padres o que nunca murió. Simplemente significa que el registro del AT guarda silencio respecto
a estos asuntos. De este modo Melquisedec, como Cristo, «no tiene principio de días, ni fin de
vida»: Su sacerdocio es eterno. Este no dependía de sucesores terrenales, mientras que los
sacerdotes aarónicos tenían que defender su oficio mediante los registros familiares (véase Neh
7.64). Todos los sumos sacerdotes que descendieron de Aarón murieron, pero Cristo, como
Melquisedec, mantiene su sacerdocio para siempre (vv. 8, 16, 24, 25).
Después de identificar a Cristo con el orden de Melquisedec, el escritor ahora explica que
Melquisedec es superior a Aarón, porque Aarón, en los lomos de Abraham, dio sus diezmos a
Melquisedec aun sin haber nacido todavía. Y cuando Melquisedec bendijo a Abraham, bendijo
igualmente a la casa de Leví; y sin duda «el menor es bendecido por el mayor» (v. 7). En la
tierra, en el templo judío, los sacerdotes recibían los diezmos; pero en Génesis 14 los sacerdotes
(en los lomos de Abraham) dieron los diezmos a Melquisedec. Este acontecimiento muestra con
claridad la inferioridad del sacerdocio aarónico.1

Melquisedec
“Rey de justicia”: rey y sacerdote de Salem, quien bendijo a Abraham. David asumió el rol de
Melquisedec como rey y sacerdote de Jerusalén para él mismo y sus descendientes. Jesucristo
heredó este rol y llegó a ser el sumo sacerdote del orden de Melquisedec.
Melquisedec fue ambos rey y sacerdote
Como rey, Melquisedec recibió a Abraham Gn 14:18 Ver también He 7:1
Como sacerdote, Melquisedec bendijo a Abraham Gn 14:18–19
Abraham reconoció a Melquisedec como un sacerdote del SEÑOR Gn 14:20,22 Aquí
Melquisedec es figura de Jesucristo, quien es también sacerdote y rey.
El estatus de Melquisedec
David se apropia del oficio y autoridad de Melquisedec para sí mismo y para sus
descendientes Sal 110:1–2,4 La palabra “orden” aquí significa “en sucesión de”,
entendiéndose que Cristo asume el estatus y función de Melquisedec.

1
El Mesías davídico (Cristo) hereda el oficio de Melquisedec Mt 22:41–44 pp Mr 12:35–37 pp
Lc 20:41–44 Jesucristo fue en ese entonces aclamado como el “Hijo de David” y por
implicación el Mesías. Ver también Mt 20:30 pp Mr 10:47 pp Lc 18:35–39; Mt 21:9 pp Mr 11:10; Mt
21:15; Hch 2:34
Jesucristo como sumo sacerdote según el orden de Melquisedec
He 5:8–10; 6:19–20 Únicamente el sumo sacerdote podía ofrecer sacrificio por los pecados de
la nación en el lugar santísimo detrás de la cortina.
Las características del orden de Melquisedec He 7:2–3 El orden sacerdotal de Melquisedec
fue uno que ostentaba reinado, paz y justicia; no dependía de descendencia genealógica (a
diferencia del sacerdocio levita); es eterno, sin principio ni fin. Ver también Sal 110:4; He 5:6;
6:20; 7:21
La unicidad del sumo sacerdocio de Jesucristo según el orden de Melquisedec He 7:6–7
Melquisedec fue superior a Abraham por lo tanto superior al sacerdocio levita que desciende de
Abraham; Sal 110:4 El sacerdocio fue asegurado por juramento de Dios. Ver también He 6:17–
20; 7:16,20–22,26–27; 8:1–22

LA FIGURA DE MELQUISEDEC
El autor llama nuestra atención nada menos que a seis características de la persona y
ministerio de Melquisedec. Veamos cuáles son.

1. Sacerdote del Dios Altísimo (v. 1)


En primer lugar, este Melquisedec, rey de Salem, [era] sacerdote del Dios Altísimo.
Melquisedec es una figura extraña y sorprendente que aparece repentinamente en el escenario de
la historia bíblica y luego desaparece con la misma rapidez. Hasta el momento de su aparición,
uno podría haber pensado, por la lectura de la narración de Génesis, que el único creyente en
aquel momento era Abraham. Pero, de repente, nos encontramos con alguien que no sólo es
creyente, sino que ha sido constituido sacerdote de Dios.
En seguida nos preguntamos: ¿Quién es este Melquisedec? ¿Cuáles son sus antecedentes?
¿Cómo tuvo conocimiento de Dios? ¿Cómo llegó a ser sacerdote? Su sacerdocio ¿hace suponer
p

p Lc 18:35–39;

2
que existían en aquel entonces muchos sacerdotes del mismo orden y un santuario dedicado al
culto del Dios Altísimo? A todas estas preguntas, la Biblia responde con silencio. Sencillamente
no conocemos las respuestas, no porque no las haya, sino porque han desaparecido en medio de
las nieblas de la historia. Hemos de aceptar lo que dice el texto, pero no podemos saber lo que no
nos dice. Sabemos, pues, que Melquisedec era sacerdote del Dios Altísimo y deducimos, por la
narración de Génesis, que se trata del mismo Dios3 que se había manifestado a Abraham, pero no
sabemos más.
Así pues, Melquisedec, como Abraham, tuvo conocimiento del Dios único, supremo y
altísimo; pero, además, había sido designado por Dios para servirle como sacerdote.

2. Salió a recibir a Abraham … y le bendijo (v. 1)


Lo segundo que se nos dice acerca de Melquisedec es que salió a recibir a Abraham después
de la derrota de Quedorlaomer y sus aliados, y le bendijo. Es decir, Abraham y Melquisedec
tuvieron comunicación espiritual entre sí. Suponemos que Melquisedec sabía de la fe de
Abraham y compartía con él una relación viva con el mismo Dios Altísimo. Por otra parte,
observamos que Abraham no vaciló en aceptar la bendición. No cuestionó ni por un momento el
que Melquisedec también adorase al mismo Dios que él y le sirviese como sacerdote. Tampoco
cuestionó el derecho de Melquisedec a concederle esa bendición en nombre de Dios.
Más adelante,4 los sacerdotes levíticos recibirían de parte de Dios el derecho y la función de
bendecir a su pueblo. Pero mucho antes, encontramos que ejerce esta función un rey gentil
constituido sacerdote del Dios Altísimo.

3. A quien asimismo dio Abraham los diezmos de todo (v. 2)


En tercer lugar, se nos dice que Abraham dio a Melquisedec los diezmos del botín. No
solamente recibe la bendición de Melquisedec, reconociendo implícitamente la superior
autoridad espiritual de éste, sino también le entrega los diezmos, como si Melquisedec fuese el
representante legítimo de Dios.
Tanto en un caso como en el otro, Abraham se somete a la autoridad espiritual de
Melquisedec. El significado de esto es claro (y será expuesto ampliamente por el autor en lo
sucesivo): el hecho de que Abraham, el antepasado de Aarón, se incline ante Melquisedec, se
convierte en un elocuente símbolo de la superioridad del orden sacerdotal de Melquisedec con
respecto al sacerdocio levítico.

4. Rey de justicia y Rey de paz (v. 2)


En cuarto lugar, el autor llama nuestra atención sobre el nombre de Melquisedec: significa
primeramente Rey de justicia, y también Rey de Salem, esto es, Rey de paz. El nombre
Melquisedec significa Rey de justicia –o, literalmente, mi Rey es justo– mientras su título, Rey de
Salem, significa Rey de paz; porque salem –es decir, Jerusalén– es una forma antigua del
vocablo hebreo que significa paz.
El nombre de este rey, pues, es altamente significativo. Es rey de justicia y rey de paz.
Notemos bien el orden: Su nombre significa primeramente Rey de justicia, y también… Rey de
paz. Éste es un orden bíblico bien establecido. No hay paz mientras no haya justicia. En cuanto el

33 Cuando el texto de Génesis habla del Dios Altísimo, no quiere decir que Dios sea el más alto de todo
un panteón de dioses, como si Moisés, al escribirlo, tuviera ideas politeístas. Más bien, la frase indica
que Dios es supremo por encima de toda la creación: no hay ser más alto que Él en todo el universo. Se
trata de una afirmación monoteísta.

44 Ver Deuteronomio 21:5.


ser humano practica el pecado, no conoce la paz de Dios. De hecho, la condición ineludible para
conocer la paz de Dios es el haber sido «justificados».5
Melquisedec sólo pudo vivir en conformidad con su título, rey de paz, por cuanto era rey de
justicia. Ahora bien, en el caso del Melquisedec histórico, no sabemos nada acerca de su
gobierno y sólo podemos hacer especulaciones en cuanto al carácter justo de su reinado. En su
caso, es una cuestión de nombres y títulos. Pero estas palabras son importantes. Anticipan lo que
será una realidad sublime en el Señor Jesucristo. Sólo éste se constituye Rey de la verdadera
Ciudad de Paz –la Jerusalén de arriba– por cuanto, previamente, ha demostrado su propia justicia
perfecta y ha justificado a los que ha trasladado a su reino. Es porque hemos sido hechos justos
en Él por lo que podemos conocer la paz de Dios ahora y tener la esperanza de llegar a la Ciudad
Celestial en el futuro.
Así lo anunciaron previamente los profetas. El Mesías había de ser un Rey de justicia:
En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará
juicio y justicia en la tierra. En aquellos días Judá será salvo, y Jerusalén habitará
segura, y se le llamará: Jehová, justicia nuestra. Porque así ha dicho Jehová: No faltará
a David varón que se siente sobre la casa de Israel (Jeremías 33:15–17).
Pero también debía ser un Príncipe de paz:
Todo calzado que lleva el guerrero en el tumulto de la batalla, y todo manto revolcado
en sangre, serán quemados, pasto del fuego. Porque un niño nos es nacido, hijo nos es
dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero,
Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz … Y habitará el juicio en el desierto, y en el
campo fértil morará la justicia. Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la
justicia, reposo y seguridad para siempre. Y mi pueblo habitará en morada de paz, en
habitaciones seguras, y en recreos de reposo (Isaías 9:5–6; 32:16–18).

5. Sin padre, sin madre, sin genealogía (v. 3)


Melquisedec aparece en las páginas del Antiguo Testamento repentinamente, sin explicación
alguna en cuanto a su procedencia o descendencia, y esto a pesar de que el libro de Génesis
habitualmente dedica mucha atención a la cuestión de genealogías y parentesco. En cuanto a la
narración de la historia de Génesis, es como si Melquisedec no hubiese tenido antepasados
humanos.
Por supuesto, en la historia real seguramente no fue así. No podemos ser dogmáticos al
respecto, porque hay diferentes opiniones entre los comentaristas. Algunos, desde los primeros
tiempos de la Iglesia, han utilizado estas afirmaciones del autor de Hebreos en apoyo de la tesis
de que Melquisedec en realidad no era otro sino el mismo Señor Jesucristo en una manifestación
anterior a la encarnación. En otras palabras, según ellos se trata de lo que los teólogos llaman una
teofanía, una aparición visible de Dios. En varias ocasiones en el Antiguo Testamento, en
especial en el Libro de Génesis, el ángel de Jehová aparece en forma visible y es tratado como si
él mismo fuera Dios. Quizás el caso más conocido sea el de los tres huéspedes de Abraham en
Génesis 18. En todos estos casos –dicen esos comentaristas– hacemos bien en comprender que
quien toma esa forma corporal no es otro sino nuestro Señor Jesucristo; por lo tanto, en la
historia de Melquisedec tenemos otro ejemplo de una teofanía cristológica.
Sin embargo, hay suficientes datos en Génesis 14 y en el texto de Hebreos como para
hacernos creer que no debemos interpretar la historia de Melquisedec de esta manera. Para
empezar, no cabe dentro de nuestros esquemas habituales imaginar que Jesucristo haya ejercido
funciones de un rey terrenal en Jerusalén en tiempos de Abraham. Pero además, el versículo 3 de

55 Ver Romanos 5:1.


nuestro texto afirma que Melquisedec fue hecho semejante al Hijo de Dios, frase sorprendente si
el autor verdaderamente creyese que ya lo era.
Hacemos bien, por lo tanto, en entender que Melquisedec era un anticipo y prototipo del Hijo
de Dios, no una teofanía. Así lo entiende la gran mayoría de comentaristas evangélicos de
nuestros días.
Es decir, Melquisedec fue una figura real de la historia, un hombre que creía en el Dios
verdadero y que era rey de Jerusalén. Pero, como figura literaria, los detalles de su vida narrados
en las Escrituras le convierten en el prototipo ideal del Hijo de Dios. Seguramente, como persona
histórica, tuvo padres. Pero éstos no son mencionados en ninguna parte y, como consecuencia, el
autor puede decir que, en cuanto a figura literaria, estuvo sin padre y sin madre.
¡Con qué esmero ha inspirado el Espíritu Santo las páginas de las Escrituras! ¡Incluso las
omisiones son significativas! Si hubiese inspirado la redacción de la genealogía de Melquisedec,
habría disminuido, en esta misma medida, su idoneidad como tipo del Señor Jesucristo. El hecho
del silencio sobre la paternidad de Melquisedec es de gran significado para la tipología.
En cuanto a los sacerdotes levíticos, el principal requisito que tenían que cumplir era
demostrar la autenticidad de su linaje. Por ejemplo, cuando los judíos volvieron del cautiverio
babilónico, se nos dice6 que cualquier hombre que no pudo establecer de una manera fehaciente
su descendencia de la casa de Aarón, fue excluido del sacerdocio. No bastaba con que afirmasen
su linaje; tenían que poder demostrarlo. En el sacerdocio levítico, la cuestión de linaje era
esencial. En cambio, en torno al orden sacerdotal de Melquisedec, opera el principio contrario.
La cuestión del linaje brilla por su ausencia. Melquisedec se parece al Señor Jesucristo tanto en
lo que el texto de Génesis dice de él, como en lo que no dice. Es la ausencia de las condiciones
del sacerdocio temporal de Aarón en el caso de Melquisedec lo que hace que el autor descubra
aquí el hondo significado del sacerdocio permanente.7

6. Ni tiene principio de días, ni fin de vida (v. 3)


En sexto lugar, nuestro autor afirma que Melquisedec ni tuvo principio de días, ni fin de
vida… Nuevamente, a pesar de que algunos entienden estas palabras en un sentido estrictamente
literal y, por lo tanto, concluyen que Melquisedec no es otro que el Hijo de Dios en una teofanía
anterior, es mejor entenderlas en el sentido de que el texto de Génesis no habla de su principio ni
de su fin. En las páginas del Antiguo Testamento no hay narración de su nacimiento ni de su
muerte. Como ya hemos dicho, aparece de repente en el texto y desaparece sin más. Seguramente
murió. Pero no murió en las páginas de Génesis.
Lo que le interesa al autor de Hebreos no es tanto la figura histórica de Melquisedec como la
figura literaria. No porque la historicidad no sea importante, sino porque el texto inspirado llega
a tener un valor en sí: es necesario que las Escrituras sean cumplidas. Aquella lectura de la
historia que el Espíritu Santo quiere que conozcamos a fin de recibir lecciones espirituales y
morales a través de ella, la encontramos precisamente en el texto escrito, no tanto en los hechos
históricos con independencia de aquél. Por tanto, el texto se convierte en algo importante en sí.
Es la figura literaria de Melquisedec, más que la figura histórica, la que se convierte en prototipo
del Señor Jesucristo.
Seguramente, en cuanto a su humanidad histórica, Melquisedec nació y murió. El autor no
pretende negarlo. Tampoco está negando el nacimiento y la muerte de Jesucristo. En un sentido
histórico, Jesucristo también nació y murió. Era de la tribu de Judá, como dirá el versículo 14 de
este mismo capítulo. Pero el autor ve más allá de esta realidad humana y comprende que lo

66 Tanto en Esdras 2:62–63 como en Nehemías 7:63–65.

77 Ernesto Trenchard, Exposición de la Epístola a los Hebreos (Editorial Literatura Bíblica, Madrid, 1974),
pág. 102.
importante en cuanto a Jesucristo no es tanto su nacimiento en Belén como el hecho eterno de
que Él hiciera el universo (1:2).
Él es el origen de todas las cosas. Como el Padre, Él no tiene principio de días. Aun su
muerte, si bien fue necesaria para proveerle de un sacrificio que ofrecer como sacerdote, no puso
fin a su sacerdocio: murió, pero resucitó; y ya no puede morir, sino que vive eternamente.
Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, … vivirá por largos días (Isaías 53:10).
No tiene fin de vida. Y en esto, la figura literaria de Melquisedec se le parece.
No así Aarón. Sabemos de él que murió (Números 20:22–29). Él no sirve, pues, como
modelo adecuado para el sacerdocio de Jesucristo.
Éstas, pues, son seis verdades que sabemos acerca de Melquisedec a través del texto de
Génesis, y que tienen que ver con el sacerdocio del Señor Jesucristo.

DOS LECCIONES ADICIONALES


Antes de seguir adelante y explorar con el autor las implicaciones de estas verdades para
nuestra comprensión del ministerio sacerdotal de Jesús, observemos dos cosas más. La primera
es que el autor de Hebreos no hace mención de uno de los detalles de la narración de Génesis que
más se presta a una interpretación tipológica: el hecho de que Melquisedec ofrezca a Abraham
pan y vino (Génesis 14:18). Puesto que algunos de los detalles en los que ve paralelismos entre
Melquisedec y Jesucristo son realmente atrevidos, nos sorprende que haya omitido este
paralelismo más obvio: Melquisedec ofrece pan y vino a Abraham, como nuestro Sumo
Sacerdote nos lo ofrece a nosotros. Si no lo menciona, seguramente se debe a que es obvio. No
es su intención agotar todas las posibilidades simbólicas de la historia de Melquisedec, sino sólo
centrar nuestra atención en aquellas que demuestran la superioridad del sacerdocio de Cristo con
respecto al de Aarón. Sin duda, da por sentado que nosotros seremos capaces de aplicar a Cristo
otras lecciones procedentes de la historia de Melquisedec. Podría habernos comentado más
extensamente el hecho de que Abraham le ofreciese diezmos, instándonos a seguir su ejemplo en
nuestras ofrendas al Señor. Podría habernos hablado de la importancia de vivir bajo la bendición
de Jesucristo, como Abraham fue bendecido por Melquisedec. Podría habernos hablado de la
importancia de recibir pan y vino de Jesucristo, como Abraham los recibió de Melquisedec.
Todos estos paralelismos serían válidos.
Sin embargo, su énfasis no recae sobre estos detalles, sino sobre otras dos ideas principales.
La primera: la superioridad del sacerdocio de Melquisedec sobre el de Aarón (vs. 1–2). La
segunda: la permanencia del sacerdocio de Melquisedec, como anticipo de la permanencia del
sacerdocio de Jesucristo (v. 3). Éstas son las dos ideas que quiere recalcar, y por esto deja de
lado otros detalles del texto de Génesis.
La otra cosa que nos llama la atención es que no es el prototipo –es decir, Melquisedec– el
que determina cómo ha de ser el cumplimiento, Jesucristo; sino que el cumplimiento, Jesucristo,
determina cómo ha de ser el prototipo, Melquisedec. Porque nos encontramos con esta frase
sorprendente: [Melquisedec fue] hecho semejante al Hijo de Dios (v. 3). Nosotros habríamos
esperado más bien que se nos dijese lo contrario: que el Hijo de Dios fue hecho semejante a
Melquisedec, porque éste era el prototipo y ejerció el sacerdocio antes. Pero no. El autor nos dice
que Melquisedec fue hecho semejante a Aquel que había de venir.
Lo importante aquí no es Melquisedec, sino Aquel que había de venir. Dios, pues. constituyó
a un sacerdote que fuese un modelo adecuado, y el Espíritu Santo inspiró el texto de Génesis
para que fuese redactado de tal manera que subrayara aquellos detalles que refuerzan el carácter
ejemplar de su sacerdocio.
En otras palabras, si el autor establece que Melquisedec se ajusta al patrón de Jesucristo, y no
viceversa, es porque Jesucristo no solamente es más importante que Melquisedec, sino que en
cierto modo es anterior a él. No se trata solamente de Jesús de Nazaret, sino, en la frase de
nuestro versículo, del Hijo de Dios. Eternamente Jesucristo es el Hijo de Dios. Eternamente
ocupa su lugar debido en el Lugar Santísimo. Y, aunque debemos tener cierta precaución para no
llevar las evidencias bíblicas más allá de los límites que la misma revelación establece, sabemos
que hay una dimensión eterna en torno al sacrificio de la Cruz de Jesucristo. Pedro nos dice que
Jesucristo fue destinado ya antes de la fundación del mundo para ser ofrecido como sacrificio (1
Pedro 1:20), por lo cual su sangre es la sangre del pacto eterno (Hebreos 13:20). Quizás veamos
algo de esto en el hecho de que Melquisedec se ajuste al modelo divino, ya destinado desde antes
de la fundación del mundo, no al revés. De hecho, el sacerdocio de Melquisedec, como el de
Aarón, sólo fue válido en virtud de ser un anticipo del verdadero sacerdocio eterno que llegó a
nosotros en la persona de Jesucristo.

CAPÍTULO 2
LA GRANDEZA DE MELQUISEDEC
HEBREOS 7:4–10

Considerad, pues, cuán grande era éste, a quien aun Abraham el patriarca dio diezmos
del botín.
Ciertamente los que de entre los hijos de Leví reciben el sacerdocio, tienen mandamiento
de tomar del pueblo los diezmos según la ley, es decir, de sus hermanos, aunque éstos
también hayan salido de los lomos de Abraham. Pero aquel cuya genealogía no es
contada de entre ellos, tomó de Abraham los diezmos, y bendijo al que tenía las
promesas.
Y sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor.
Y aquí ciertamente reciben los diezmos hombres mortales; pero allí, uno de quien se da
testimonio de que vive.
Y por decirlo así, en Abraham pagó el diezmo también Leví, que recibe diezmos;
porque aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro.

MELQUISEDEC, MAYOR QUE ABRAHAM: 1. EL DIEZMO (vs. 4–6a)


El autor nos invita a considerar la grandeza de Melquisedec (v. 4). El hecho de que en todo el
Antiguo Testamento sólo haya unos tres o cuatro versículos que hablan de él no debe cegarnos
ante las grandes implicaciones espirituales de su persona y obra. Al contrario, necesitamos
meditar en los hechos de su vida a fin de comprender su importancia como prefiguración del
ministerio de Jesucristo.
Esto es justo lo que los primeros lectores necesitaban hacer, porque estaban en peligro de
dejarse deslumbrar por la grandeza y gloria del sacerdocio levítico y de los sacrificios y
ceremonias de la ley que aún se practicaban en Jerusalén. Seguramente sufrían el complejo de
verse como una pequeña minoría despreciada por los líderes de la nación. Allí, en Jerusalén,
abarrotado por las multitudes, estaba el templo que Dios había mandado construir, en el cual los
sacerdotes, vestidos de espléndidos ropajes, realizaban actos ceremoniales y sacrificios en medio
de la gloria de la música, la arquitectura, la artesanía, el incienso y la pompa y ceremonia. ¿Qué
somos nosotros –decían perturbados algunos de los creyentes cristianos– a la luz de todo esto?
¿Cómo podemos seguir manteniendo que Jesús es el Cristo y su evangelio la verdad cuando la
mayoría de nuestros compañeros y hermanos carnales siguen participando en aquellas
ceremonias fastuosas y niegan el evangelio cristiano?
El autor ve que la solución a sus dudas está en que mediten en Melquisedec. A primera vista,
nuestra reacción podría ser: ¿qué tiene que ver Melquisedec con todo esto? Tiene mucho que ver,
pero no lo veremos si no dedicamos tiempo a la reflexión. Considerad, pues, cuán grande era
éste.
La «consideración» nos llevará a comprender que, por muy gloriosa que sea la práctica del
sacerdocio levítico, es pobre en comparación con aquel otro sacerdocio, cuya gloria no se ve tan
claramente, pero que, en realidad, es muy superior. Sólo con dedicar unos momentos a meditar
en el texto de Génesis, veremos –dice el autor– que el sacerdocio de Melquisedec es mucho más
glorioso. Su superioridad se ve (vs. 4–10) en cuatro cosas:
1. En que Abraham ofreció el diezmo a Melquisedec (vs. 4–6a).
2. En que Abraham fue bendecido por Melquisedec (vs. 6b–7).
3. En que, mientras los sacerdotes levíticos ejercían temporalmente su ministerio, el
sacerdocio de Melquisedec y su orden es permanente (v. 8).
4. En que Leví, el padre de todos los sacerdotes de la casa de Aarón, diezmó a Melquisedec
en la persona de Abraham (vs. 9–10).
Éstas son las cuatro ideas fundamentales que el autor utiliza para establecer la superioridad
del sacerdocio de Melquisedec. Ahora vamos a repasarlas una por una.
La primera, entonces, es que la superioridad del sacerdocio de Melquisedec se ve en que
Abraham le dio el diezmo. Ningún judío podía cuestionar este hecho. En Génesis 14:20, cuando
Abraham viene de la derrota de los reyes, se nos dice que él dio a Melquisedec los diezmos de
todo. Todos los autores, tanto los rabinos como los comentaristas cristianos, están de acuerdo en
el sentido de que este todo se refiere al botín que Abraham había conseguido a raíz de su
victoria. En el texto posterior de Génesis 14, se nos dice que Abraham se negó a guardar nada de
este botín para sí mismo, aun a pesar de la insistencia del rey de Sodoma. Abraham le dice: He
alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo
hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo
enriquecí a Abram (vs. 22–23). Sin embargo, sí entregó a Melquisedec el diezmo del botín,
porque con esto quería reconocer que Dios era el que le había concedido la victoria. La parte que
le correspondía a Dios, se la da a Dios en la persona de su sacerdote Melquisedec.
Ahora, ¿qué implica esto? El autor nos ayuda a entenderlo en los vs. 4 a 6. Lo primero que
dice es que aun Abraham el patriarca dio diezmos del botín. ¿Por qué necesita decir aun y llamar
a Abraham el patriarca, cuando todos los judíos sabían perfectamente que él era el padre de su
nación? Si lo dice es con la intención de subrayar la grandeza de Abraham. Él fue el principio de
la raza, cabeza del pueblo. Aun por sus contemporáneos era tenido por un príncipe de su pueblo.
Santiago 2:23 nos recuerda que Abraham era el amigo de Dios. Su grandeza se veía en muchos
sentidos: era grande en su relación con el Señor; grande en su riqueza y fuerza política; grande
en su estatura moral; grande en las promesas divinas que heredó y persiguió; grande, en fin,
porque era el patriarca.
Si ahora el autor llama nuestra atención a la grandeza de Abraham, es con el fin de demostrar
que la de Melquisedec es mayor aún. En la antigüedad, cuando los reyes verdaderamente
gobernaban, muchas veces se veían obligados a rendir homenaje a otros reyes aún más
poderosos. Imaginemos a dos reyes. Uno de ellos está sentado en el trono. El otro se arrodilla
delante de él y le rinde homenaje. Es obvio que el que se queda sentado es mayor en autoridad
que aquel que se doblega. Lo mismo es cierto en el sentido religioso. Quien entrega los diezmos
tiene menos autoridad espiritual que el que los recibe. A pesar de la incuestionable talla espiritual
de Abraham, llegado el momento de la verdad, él es quien se doblega y hace homenaje a
Melquisedec, ofreciéndole los diezmos.
El rey de Sodoma, ciertamente, reconoce la grandeza de Abraham; pero Melquisedec no
necesita reconocerla; más bien Abraham tiene que reconocer la grandeza de Melquisedec, y esto
a pesar de que era el patriarca, el padre de todos nosotros, como diría Pablo1.
Luego, en el versículo 5, el autor describe cuestiones relacionadas con los levitas y el
diezmo, cuestiones familiares para sus lectores, pero quizás no tanto para nosotros. Su argumento
es una continuación del versículo 4. Básicamente, su idea es que la superioridad del sacerdocio
de Melquisedec se ve en que los sacerdotes levíticos recibían diezmos de parte de sus hermanos
israelitas (v. 5), pero que Melquisedec los recibía de parte del patriarca de Israel, Abraham (vs.
4, 6). Sin embargo, hay algunas cosas aquí que necesitamos explicar.
En primer lugar, el autor puntualiza que, al hablar de los diezmos, no está contemplando a
todos los miembros de la tribu de Leví, sino a los que de entre los hijos de Leví reciben el
sacerdocio y que, por lo tanto, tienen mandamiento de tomar del pueblo los diezmos según la
ley. Hemos de distinguir entre los levitas y los sacerdotes. Los diezmos de Israel eran dados, en
principio, a toda la tribu de Leví.2 Esto se debía a que los levitas, en contraste con las demás
tribus de Israel, no heredaron ningún territorio propio en la Tierra Prometida, sino que tuvieron
que vivir en medio de los demás, sirviéndoles como maestros de la ley, como administradores de
los bienes espirituales y, en el caso de los hijos de Aarón, como sacerdotes. Aarón, el hermano
de Moisés, era uno de entre los muchos descendientes de Leví, y Dios determinó que él y sus
hijos ocupasen las funciones sacerdotales. Todos los sacerdotes, por lo tanto, eran levitas, pero
no todos los levitas eran sacerdotes.
¡No todos los levitas eran sacerdotes! De hecho, no todos los hijos de la casa de Aarón
pudieron serlo. Porque, para recibir el sacerdocio, eran necesarias dos cosas: ser de la casa de
Aarón; y haberse santificado para el servicio de Dios. En cuanto a las condiciones para el
sacerdocio, había una cuestión de linaje y otra de preparación espiritual. Posiblemente, ambos
requisitos estaban en la mente del autor al hablar de los que de entre los hijos de Leví reciben el
sacerdocio.
De la misma manera que los israelitas en general teman que diezmar a los levitas, éstos a su
vez tenían que separar la décima parte y entregarla a Dios a través de los sacerdotes.3 No queda
del todo claro si inicialmente este «diezmo de los diezmos» era algo dado por los demás levitas a
los sacerdotes, o si era dado por todos los levitas –incluidos los sacerdotes– al Señor. Pero, con el
paso de los siglos, la práctica parece haber sido lo primero. Así vemos, en Nehemías 10:35–39,
cómo el pueblo se comprometió en pacto a traer los diezmos cada año para los levitas y cómo
éstos tuvieron que dar la décima parte del diezmo a las cámaras de la casa del tesoro del templo
para uso de los sacerdotes. Cuando llegamos al primer siglo, las costumbres habían vuelto a
variar: los sacerdotes recibían los diezmos de parte del pueblo y los distribuían entre los levitas.
O sea, ¡las cosas ya iban al revés de lo que Dios había establecido en Números! Allí eran los
levitas los que recibían los diezmos y daban la décima parte a los sacerdotes; ahora son los
sacerdotes los que reciben los diezmos y los reparten entre los levitas.

11 Ver Romanos 4:16.

22 Ver, por ejemplo, Números 18:21.

33 Ver Números 18:26–29.


Este cambio de las costumbres provoca que nuestro texto se preste a diferentes
interpretaciones. Si el autor tiene en mente el mandamiento tal y como Dios lo dio al principio,
significará que los sacerdotes reciben el diezmo de parte de sus hermanos, los demás levitas. Si,
en cambio, tiene en mente la práctica de su día, significará que lo reciben de manos de los judíos
en general. Quizás la referencia al pueblo deba inclinarnos hacia esta última interpretación.
Sea como sea, los sacerdotes levíticos recibían los diezmos de sus hermanos, ya fueran éstos
judíos o levitas, y –añade el autor– fue así aunque éstos también hayan salido de los lomos de
Abraham. Los hijos de Aarón eran hijos de Abraham tanto como los demás judíos; pero por
designación divina, en virtud del oficio y ministerio que realizaban, recibían el diezmo de parte
de sus hermanos. Es decir, los demás judíos tenían que asumir la responsabilidad de dar la
décima parte de todos sus ingresos a sus hermanos los levitas, aun cuando éstos no fueran
mayores que ellos en dignidad, sino que todos procedían del mismo padre. Sin embargo, aunque
todos en sí eran iguales, los levitas eran designados como «superiores» en dignidad espiritual en
virtud de su oficio. El diezmo era el reconocimiento del carácter especial de la tribu de Leví,
dentro de la nación, como administradores de los bienes divinos.
Ahora bien –dice el autor (v. 6)–, cuando volvemos al caso de Melquisedec, vemos que no se
trata de unos hermanos que dan el diezmo a otros, sino del padre de la nación que se los da a un
extraño. Melquisedec era un forastero sin credenciales y sin genealogía (¡que nosotros
sepamos!). Pero su grandeza se ve en que todo un Abraham –no sólo un descendiente suyo– le
ofrenda los diezmos de todo.
Naturalmente, estos énfasis pueden resultar de poco interés para nosotros, pero para los
primeros lectores, que eran judíos todos ellos, que cada uno podía identificar su tribu y jactarse
de su estirpe, no carecían de importancia. Precisamente su orgullo nacional era uno de los
factores que podía cegarlos ante el sacerdocio universal de Jesucristo. Pero aquí vemos a
Abraham arrodillado delante de un forastero, reconociendo en él al representante legítimo del
Dios Altísimo y entregándole los diezmos.
Lo primero que debemos deducir de esto es, por supuesto, lo que ya hemos dicho: que esta
escena ilustra la superioridad de la autoridad espiritual de Melquisedec. Es muy posible, por
supuesto, que en otros sentidos Abraham fuera superior al Melquisedec histórico: de
Melquisedec no se nos dice que fuese el amigo de Dios, ni tampoco que recibiese promesas
divinas como las de Abraham, ni que hubiese manifestado la misma intensidad de fe y
obediencia. No se nos habla de la intimidad de su relación con Dios. La Biblia calla estos
detalles. Pero en cuanto a orden, autoridad espiritual y sacerdocio, el texto está muy claro.
Abraham reconoce a Melquisedec como superior a él.
En cierto sentido, Abraham también ejerció como sacerdote. Él ofreció sacrificios al Señor.
En aquellos tiempos, por supuesto, las instrucciones divinas en cuanto a la organización del
sacerdocio no habían sido dadas. Los patriarcas, por lo tanto, asumieron funciones sacerdotales
en momentos determinados. Pero, llegado el momento de la verdad, el patriarca Abraham
reconoce la designación divina de Melquisedec como sacerdote.
La segunda implicación –que el autor todavía no ha hecho explícita– tiene que ver con el
Señor Jesucristo. Si alguno de los lectores protestara ante la idea del sacerdocio de Jesucristo,
aduciendo que éste no era hijo de Leví, la escena de Abraham y Melquisedec viene bien para
enseñarle que hay otro legítimo sacerdocio, anterior al de Aarón y claramente superior a él, al
cual el mismo Salmo 110 señala como el sacerdocio del Mesías. El sacerdocio de Melquisedec,
lejos de desaparecer para siempre del escenario de la historia, es el prototipo y anticipo del de
nuestro Señor Jesucristo.
Todas estas ideas vienen reforzadas por un pequeño detalle de la redacción del texto.
Habríamos esperado que el autor empleara el tiempo pretérito al hablar de la entrega de diezmos
(y así lo han entendido nuestros traductores): Aquel cuya genealogía no es contada de entre ellos
tomó de Abraham los diezmos. Sin embargo, el texto griego emplea el tiempo perfecto: … ha
tomado de Abraham los diezmos… La diferencia es tan pequeña que quizás sea arriesgado
construir argumentos en base a ella, pero el tiempo perfecto, en este contexto, no deja de ser
inusual. Los dos tiempos indican una acción realizada en el pasado, pero el perfecto sugiere una
acción que sigue siendo vigente en el presente. La entrega de los diezmos por parte de Abraham
es un hecho del pasado, pero el empleo del tiempo perfecto para describirla sugiere un hecho
reciente cuyas implicaciones aún están vigentes: la superioridad de Melquisedec sobre la casa de
Abraham en cuanto a autoridad sacerdotal sigue en pie.

MELQUISEDEC, MAYOR QUE ABRAHAM: 2. LA BENDICIÓN (vs. 6b–7)


El tiempo perfecto también es empleado en la frase siguiente, y seguramente con la misma
intención: [Melquisedec] ha bendecido al que tenía las promesas. La escena de la bendición
también tiene implicaciones presentes. Abraham y sus descendientes siguen siendo los
beneficiarios de una bendición dada por Melquisedec. La autoridad del sacerdocio según el orden
de Melquisedec sobre la casa de Abraham sigue vigente.
El autor nos recuerda que Melquisedec bendijo a Abraham aun siendo Abraham el que tenía
las promesas. ¿Cuál es el significado de esto?
En el texto de Génesis 14 (vs. 19–20a) vemos que, cuando Melquisedec salió al encuentro de
Abraham, le entregó pan y vino y le bendijo. Esto ocurrió –dice el autor– aun cuando Abraham
hubo recibido de parte de Dios las promesas. Abraham podría haber respondido así ante la
iniciativa de Melquisedec: ¡Un momento! A lo mejor no sabes quién soy. No debes confundirme
con uno cualquiera, porque Dios ya ha intervenido varias veces para hablar conmigo. Dios me
tiene a mí como su amigo. Me ha prometido grandes cosas. Me ha dicho que me dará abundante
descendencia y que voy a poseer estas mismas tierras donde tú ahora reinas. Dios me ha dicho
que a través mío va a bendecir todas las naciones. ¿Quién eres tú, pues, para darme bendiciones a
mí, si yo he recibido de labios de Dios mismo la promesa de que he de ser la fuente de bendición
para muchos? A lo mejor, yo tendría que bendecirte a ti. ¿Y qué necesidad tengo de tu bendición
si ya he recibido la bendición suprema de labios de Dios mismo?
De hecho, a la luz de lo que se nos dice acerca de estas dos figuras, habríamos esperado que,
si acaso, Abraham bendijese a Melquisedec, como Jacob bendijo a Faraón. Pero no es así, y esto
es importante. Abraham, por razones que no se nos explican, reconoce en Melquisedec a alguien
superior a él y que tiene el derecho de bendecirle en nombre de Dios. Y dice el autor (v. 7): sin
discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor.
Bendecir a alguien implica el reconocimiento de un orden espiritual. Podemos imaginar, por
ejemplo, que un abuelo de familia, consciente de que el Señor pronto le llamará a su presencia,
decida reunir a sus hijos y nietos y darles su bendición. Pero, ¡qué fuera de lugar estaría que en
esa reunión uno de los nietos dijese: Ahora voy a bendeciros también! Haría violencia al orden
familiar. Al menos, la habría hecho en tiempos de nuestros antepasados. En nuestros días ha
habido un trastorno tan grande de las costumbres que no nos sorprende ningún desorden social o
falta de respeto.
Según el orden bíblico, sin embargo, sin discusión alguna, el menor es bendecido por el
mayor. Es así, no porque un nieto sea intrínsecamente inferior a un abuelo, sino porque hay
orden, autoridad y respeto en las estructuras que Dios ha dado a la familia, la sociedad y la
iglesia. Dios espera que respetemos el orden en todos estos niveles.
Así pues, vemos a Abraham arrodillado delante de Melquisedec para recibir su bendición.
Curiosamente, a ciertos rabinos más o menos contemporáneos del autor de Hebreos, este
detalle les dio mucho dolor de cabeza. ¿Cómo es posible que el padre de nuestra raza se haya
doblegado ante un forastero y, para colmo, un forastero gentil? Con el fin de explicarlo
satisfactoriamente y eliminar cualquier sospecha de inferioridad, decidieron que Melquisedec no
pudo haber sido otro sino Sem, uno de los hijos de Noé que, según las genealogías de Génesis,
vivió muchísimos años, aún en tiempos de Abraham. Es como si aquellos rabinos dijesen: La
única manera aceptable de explicar que Abraham se humillara delante de otro hombre, es
diciendo que éste era un antepasado suyo. Pero, naturalmente, esta teoría carece de toda base
bíblica y de toda probabilidad histórica. Si la mencionamos, sólo es para demostrar que a los
judíos les resultaba inaceptable y humillante que Abraham recibiese la bendición de parte de
Melquisedec.
Pero esto es lo que afirma la historia bíblica. Y las implicaciones para el sacerdocio levítico
son muy claras: Abraham era el antepasado de Aarón, y Aarón era el padre de la línea sacerdotal
de los judíos; cuando, pues, Abraham se arrodilla delante de Melquisedec, todos los sacerdotes
del orden de Aarón también se arrodillan en la persona de su antepasado Abraham,
reconociendo, implícitamente, la superioridad de Melquisedec sobre ellos. Y, por supuesto, el
único sucesor legítimo de Melquisedec reconocido por las Escrituras es el Mesías. Éste ostenta
un sacerdocio superior al de Aarón.
Por lo tanto, esta escena, en la cual Abraham recibe la bendición de parte de Melquisedec y
da a éste el diezmo, simboliza el sacerdocio levítico arrodillado delante de aquel que anticipa a
nuestro Señor Jesucristo.

LA «INMORTALIDAD» DE MELQUISEDEC (v. 8)


Volveremos a estas consideraciones en un momento. Pero antes debemos mirar el tercer
argumento del autor: [De Melquisedec] se da testimonio de que vive.
¿Qué quiere manifestar aquí el autor? De nuevo hemos de repetir lo que decíamos al
comentar las frases: sin padre, sin madre, sin genealogía (v. 3).
El autor nos está indicando que el Espíritu Santo ha inspirado el texto de Génesis de una
manera maravillosa. Para que Melquisedec pudiese ser el prototipo adecuado del Señor
Jesucristo, era de suma importancia que se le viera como una figura que aparece en el escenario
de la historia de repente, sin mención de sus antepasados ni de sus descendientes. Aparece y
desaparece de las páginas de Génesis sin mayores explicaciones.
Por supuesto, se puede decir correctamente de Melquisedec, como de Abraham, Isaac y
Jacob4, o de Moisés y Elías5, o de cualquiera de los santos de antaño, que vive. Dios no es Dios
de muertos, sino de vivos. Pero no es en su vida actual en la presencia de Dios en lo que el autor
está pensando, sino en el sencillo hecho de que el Libro de Génesis no narra su muerte. No es
que literalmente no haya tenido ni padre ni madre, ni que literalmente no haya muerto. Si él
verdaderamente era rey de una ciudad histórica, es obvio que tuvo padres, murió y fue enterrado.
Pero estos datos no han sido registrados en las páginas de Génesis. El Espíritu Santo no ha
querido inspirar una narración en torno a su comienzo y su fin. Porque conviene que todo
sacerdote que vaya a anticipar al Señor Jesucristo en su sacerdocio no tenga principio ni fin.
En contraste con el sacerdocio de Aarón, que empezó cuando Aarón fue designado por Dios
y acabó cuando murió, y en contraste con todos los descendientes de Aarón, que todos ellos
nacieron, murieron y ejercieron un ministerio temporal, tenemos el sacerdocio de Melquisedec,
de cuyo comienzo y fin no se nos habla.
Y, por supuesto, más allá de Melquisedec, tenemos a Aquel que es la gran figura que, en
realidad, el autor de Hebreos está contemplando: nuestro Señor Jesucristo, que ni tiene principio
ni tiene fin. Él es sacerdote perpetuamente. Ciertamente nació, en cuanto a su humanidad, y

44 Ver Mateo 22:31–32.

55 Ver Mateo 17:3.


también como hombre murió. Pero, en cuanto a su sacerdocio, podemos aplicar las palabras de
Cristo mismo en Apocalipsis 1:18: [Yo soy el que] estuve muerto; mas he aquí que vivo por los
siglos de los siglos. O podemos recordar lo que Pablo nos dice en Romanos 6:9: Él murió pero
también resucitó, y la muerte ahora no le puede tocar, sino que vive eternamente.
Por lo tanto, ejerce un sacerdocio perpetuo. En la nueva dispensación, no hacen falta muchos
sacerdotes. En el pasado, con el sacerdocio levítico, tuvo que haber una secuencia constante de
nuevos sacerdotes, porque los anteriores envejecían y morían. Pero nuestro Señor Jesucristo es
sacerdote para siempre (Salmo 110:4). Y su prototipo, Melquisedec, en cuanto a figura literaria,
también lo es: se da testimonio [de él] de que vive. Nunca aparece como figura muerta. En esto
también se ve la superioridad del sacerdocio según el orden de Melquisedec.

MELQUISEDEC, MAYOR QUE LEVÍ (vs. 9–10)


El cuarto argumento es quizás el más sorprendente de todos. El mismo autor parece
reconocer esto, porque lo comienza diciendo: y por decirlo así…
Cuando Abraham entregó los diezmos –pregunta el autor– ¿dónde estaba Leví, aquel Leví a
quien Dios designó para recibir los diezmos en Israel, aquel Leví que recibe diezmos (v. 9)? Aún
no había nacido. Todavía estaba en los lomos de su «padre» –de hecho, bisabuelo– Abraham. Por
lo tanto, cuando Abraham se arrodilló delante de Melquisedec, Leví también se arrodilló.
Según el modo de pensar de la antigüedad, un antepasado contiene en sí mismo a todos sus
descendientes.6 Es cierto que la Biblia subraya el hecho de que ante Dios hemos de dar cuentas
por nosotros mismos: nadie será juzgado por los pecados de sus padres. En cierto sentido, pues,
la misma Biblia es individualista. Pero no lo es tanto como nosotros en nuestra generación –¡y
eso que vivimos en un momento en que, por las investigaciones de la sociología y la psicología,
tendríamos que comprender que no podemos separarnos de la influencia de nuestros padres y de
nuestra sociedad!–. Somos lo que somos, en gran medida, a causa de la herencia genética que
hemos recibido de parte de nuestros padres y de la formación que ellos nos han dado. Sin
embargo, solemos hablar como si fuéramos personas plenamente autónomas, no el producto de
nuestra herencia. Pero la Biblia reconoce ambas ideas: la fuerte influencia paterna y la
responsabilidad del individuo. Por lo tanto, no debemos olvidar la dimensión colectiva de nuestra
condición humana.
Cuando Abraham reconoció la autoridad de Melquisedec, toda la descendencia de Abraham
estaba, de alguna manera, involucrada en su acción. El sacerdocio levítico se doblega ante el de
Melquisedec.
Así pues –dice el autor–, por estas diferentes razones procedentes de la historia de Abraham
y Melquisedec, el mismo Antiguo Testamento reconoce que, desde mucho antes de que se
estableciese el sacerdocio levítico en el desierto, existía otro sacerdocio. Y, aunque es cierto que
muchas veces lo anterior queda superado por lo nuevo (7:28; 8:13), en este caso no es así. El
sacerdocio de Melquisedec se revela como superior por cuanto Abraham, como patriarca y padre
de familia de los levitas, le dio los diezmos y recibió su bendición.
Hay un sacerdocio superior. Parecía que se había extinguido con el propio Melquisedec, pero
¡he aquí lo asombroso del caso! Siglos antes del nacimiento de Jesús, el salmista, inspirado por el
Espíritu de Dios, profetizó que volvería a aparecer en la persona del Mesías. El sacerdocio
superior lo ostenta el Señor Jesucristo.
Los israelitas tuvieron que ofrecer los diezmos a los levitas. Éstos, a su vez, los dieron a los
sacerdotes de la casa de Aarón. Pero éstos últimos, a través de su padre Abraham, ofrecieron a
Melquisedec el diezmo de todo. ¿Y quién es Melquisedec, sino el prototipo de nuestro Señor
Jesucristo?
66 F.F. Bruce: La Epístola a los Hebreos, pág. 144 (1987. Nueva Creación, Buenos Aires).
Por lo tanto, el autor nos invita a considerar la grandeza de ese hombre, y considerarla en
estos términos: cuando vemos a Abraham arrodillado delante de Melquisedec para recibir la
bendición y entregarle el diezmo, estamos ante un potente símbolo gráfico que nos dice que, en
cuanto se manifieste el heredero del sacerdocio de Melquisedec, la actitud correcta de la casa de
Aarón será la de echarse a sus pies en adoración y comprender que ya ha llegado a su fin el pobre
sacerdocio terrenal que ellos ostentan. Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de
Melquisedec.
Detrás de la figura sacerdotal de Melquisedec, vemos al Señor Jesucristo. Detrás de la figura
arrodillada de Abraham, están los sacerdotes levíticos. Lo que el autor intenta comunicar a sus
lectores es el hecho de que nuestro Señor y su obra son superiores a todos los ritos y sacrificios
que los sacerdotes levíticos celebran en Jerusalén. Lo dice, por supuesto, a fin de animarles a
perseverar en la fe en Jesucristo y no sucumbir ante la tentación a volver al judaísmo. El
homenaje que –por medio de Abraham– Aarón y Leví rindieron a Melquisedec es un potente
símbolo de la superioridad y vigencia permanente del sacerdocio de Cristo.

CAPÍTULO 3
UN SACERDOCIO DEFINITIVO
HEBREOS 7:11–17

Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo
la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote, según el orden de
Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón?
Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley;
y aquel de quien se dice esto, es de otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar.
Porque manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló
Moisés tocante al sacerdocio.
Y esto es aun más manifiesto, si a semejanza de Melquisedec se levanta un sacerdote
distinto,
no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según
el poder de una vida indestructible. Pues se da testimonio de él:
Tú eres sacerdote para siempre,
Según el orden de Melquisedec.

EL FIN DEL SACERDOCIO LEVÍTICO (v. 11)


Ante el argumento que acabamos de ver –que el sacerdocio de Melquisedec (y, por
extensión, el de Jesucristo) es incuestionablemente superior al de Aarón–, algún lector podría
decir: Muy bien, Jesucristo es superior; reconozco que Él es un legítimo Sumo Sacerdote
designado por Dios, pero ¿por qué tiene esto que implicar que yo no deba celebrar los sacrificios
y ritos en el templo de Jerusalén? ¿Por qué no podemos seguir con los dos sacerdocios? ¿No
fueron los dos establecidos por Dios? ¿Por qué no tener a Jesucristo como Sumo Sacerdote en los
cielos y, a la vez, seguir disfrutando del ministerio de los sacerdotes levíticos como sus
representantes en la tierra?
La tentación de hacer esta clase de componenda tiene que haber sido enorme para los
primeros lectores. ¡Qué de disgustos se habrían ahorrado con sus familiares no cristianos! ¡Qué
hermoso para ellos mismos el poder participar de los bienes celestiales sin tener que perder las
glorias entrañables del templo terrenal! ¿Por qué abandonar una cosa para recibir la otra?
Normalmente, alguien que habla así delata que está intentando encontrar una salida fácil para
una situación incómoda. Esta clase de arreglo evita tener que pagar el precio de una entrega total
al Señor Jesucristo. Busca cubrir las apariencias ante familiares y compañeros. Siempre ha sido –
y siempre será– una tentación intentar contemporizar y suavizar las demandas del evangelio:
abrazar la salvación en Jesucristo sin renunciar a otras creencias y prácticas que, en el fondo, son
incompatibles con el evangelio o, como mínimo, atentan contra la naturaleza completa,
suficiente y total de la obra de Cristo.
Ante tales actitudes, el autor responde con energía. Sin pelos en la lengua, asegura a sus
lectores que no solamente el sacerdocio de Jesús es superior al levítico, sino que lo hace
obsoleto. Llegado el sacerdocio de Jesús, tiene que desaparecer el levítico; éste ha servido ya a
sus fines y ahora queda superado y abrogado por Dios.
Para los primeros lectores, ésta era una enseñanza muy fuerte. Sin duda, su reacción
inmediata habrá sido: ¿Cómo te atreves a decir que el sacerdocio levítico ha sido anulado? Si
Dios mismo lo estableció.
De acuerdo –dice el autor–, pero el sacerdocio de Jesús no solamente es superior, sino
definitivo; por lo tanto, ahora debe ser un sacerdocio único, por cuanto el levítico –aunque dado
por Dios para cubrir las necesidades de cierta época– sólo fue un sacerdocio provisional a la
espera de la manifestación de aquel único sacerdocio que pudiera satisfacer las demandas de la
justicia.
Pero, ya que es una enseñanza revolucionaria que forzosamente había de levantar una fuerte
polémica entre los judíos, el autor no puede limitarse a afirmarlo sin más, sino que necesita
justificarlo con argumentos convincentes. Esto es lo que ahora procede a hacer, utilizando como
fundamento de sus argumentos el texto ya mencionado del Salmo 110:4, acerca del cual hemos
dicho que es la única mención adicional de Melquisedec en el Antiguo Testamento. Si ha
utilizado Génesis 14 para establecer que el sacerdocio de Jesús es superior, ahora, sobre la base
del Salmo 110:4, establecerá que el sacerdocio de Jesús es definitivo y que, por lo tanto, anula
cualquier otro sacerdocio.

LA IMPERFECCIÓN DEL SACERDOCIO LEVÍTICO (v. 11)


En primer lugar, propone que el sacerdocio levítico sólo era provisional por cuanto llevaba
en sí el lastre de la condición humana. Era imperfecto. Si la perfección fuera por el sacerdocio
levítico … ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote según el orden de
Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón? En otras palabras, si el Salmo
110, texto inspirado por Dios siglos antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo, afirma que en
el futuro volverá a establecerse, en la persona del Mesías, el sacerdocio según el orden de
Melquisedec, esto de por sí indica que el sacerdocio de Aarón no es el sacerdocio definitivo y
perfecto que Dios tenía en mente para la santificación de los hombres. Si lo fuera, no haría falta
otro sacerdocio nuevo. Y si acaso había de venir otro sacerdote nuevo, éste sería según el orden
de Aarón. Al anunciar la venida de otro sacerdote, no conforme a Aarón, sino conforme a
Melquisedec, revela que Dios considera imperfecto e «imperfeccionable» el sacerdocio de
Aarón.
En todo verdadero creyente hay un profundo anhelo de perfección. Aspira a ser como el
Señor Jesucristo en su consagración a Dios y su entrega a la justicia, la rectitud y el amor. No se
siente satisfecho de sí mismo. Al contrario, en la medida en que el Espíritu Santo le revela la
profundidad de sus raíces de pecado, conoce la angustia de sentir que la imagen de Cristo está
cada vez más lejos de su alcance. Si no fuera por su firme convicción de que Dios es su salvación
y Jesús su Salvador, y de que el poder del Espíritu irá transformándolo hasta el día de Cristo,
caería en la desesperación. En Cristo, el ansia de perfección queda mitigada por la esperanza de
las promesas divinas.
En todo caso, el creyente comparte este deseo de ser perfecto. En esto comparte una de las
grandes aspiraciones de la humanidad, porque toda manifestación religiosa mínimamente seria
participa de este mismo anhelo. El sentimiento religioso del hombre corresponde al hecho de que
el ser humano no se siente completo, ni perfecto, ni plenamente realizado. Aspira a más. Las
grandes religiones del mundo tienen esto en común: buscan el perfeccionamiento del hombre.
¿Esta perfección se encuentra, acaso, en el sistema levítico? No, dice el autor.
¿Por qué, pues, estableció Dios ese sistema? ¿Cuál era su finalidad? ¿Qué es lo que podía
lograr? ¿Y qué es lo que no podía lograr y que, en cambio, el sacerdocio superior de Jesucristo
consigue lograr?
Dejemos contestar a un gran comentarista:
El sistema levítico era una provisión especial por la cual el hombre imperfecto podía
acercarse a Dios por medio de ofrendas vicarias. Pero no poseía en sí el poder de
perfeccionar a los que así se acercaban a Dios.1
Lo que el sistema levítico sí lograba era forjar un camino por el cual los hombres pecadores
podían tener acceso a Dios para hacerle llegar sus peticiones, para entrar en una relación con Él.
Los sacrificios del Antiguo Testamento no tenían la virtud en sí de purificar a los hombres, pero,
puesto que eran un anticipo simbólico del sacrificio venidero del Señor Jesucristo, podían
realizar una limpieza simbólica y capacitar al hombre para acercarse a la presencia simbólica de
Dios. Ésta era su función positiva y su valor intrínseco. Pero aquellos sacrificios nunca lograron
cambiar en nada al mismo ser humano. Concedían cierto acceso a Dios, pero el ofrendante
seguía siendo igual que antes.
La gran novedad del Nuevo Pacto es que, además de conferir una verdadera limpieza de
pecado y, como consecuencia, una genuina vía de acceso a Dios por medio de la Cruz de
Jesucristo, también nos concede una nueva vida en el poder del Espíritu Santo. Por lo tanto, no
solamente tenemos el privilegio de relacionarnos con Dios como Padre, sino que somos
transformados de gloria en gloria hacia la imagen de nuestro Señor Jesucristo (2 Corintios 3:18).
La gran diferencia entre los dos sacerdocios es que, si bien los dos proveen cierto camino de
acceso al Padre, sólo es el sacerdocio de nuestro Señor Jesucristo el que además cambia vidas.
Así pues, la necesidad de que Melquisedec tenga un sucesor [nuestro Señor Jesucristo]
descansa sobre la incapacidad del orden de Aarón de producir perfección.2
Si la perfección fuera por medio del sacerdocio levítico, no habría necesidad de la
encarnación ni de la obra de Jesucristo. Pero el sacerdocio levítico no puede perfeccionar a
nadie. La perfección viene por la obra sacerdotal de nuestro Señor Jesucristo. Puesto que el
sacerdocio de Aarón no puede perfeccionar al pecador, no sirve para los propósitos de Dios, en

11 Guthrie: Hebrews, en Tyndale New Testament Commentaries, pág. 160. 1983. Intervarsity Press,
Leicester.

22 Guthrie, op. cit., pág. 161.


última instancia. Sólo vale como medida provisional hasta la manifestación del sacerdocio
perfecto.
El sistema levítico no es defectuoso en sí. La ley –como diría Pablo en Romanos 7:12– a la
verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno; asimismo, aquel sacerdocio regulado
por la ley fue santo. El defecto no estaba en el sacerdocio, sino en los hombres que lo ejercían.
La ley –y el sacerdocio que dependía de ella– era débil por la carne (Romanos 8:3). A causa de
la pecaminosidad de aquellos que la administraban, no podía realizar aquello que Dios tenía en
mente para nuestro perfeccionamiento. La salvación por medio del sistema levítico se quedó muy
corta.
Por lo tanto, el solo hecho de que el Antiguo Testamento profetice que tiene que venir otro
que no fuese llamado según el orden de Aarón indica que los sacerdotes levíticos no pudieron
alcanzar la plenitud de los propósitos de Dios. Éste, pues, es el primer argumento del autor. El
sacerdocio levítico es imperfecto. Sólo puede cumplir ciertas funciones provisionales y
simbólicas.

EL FIN DE LA VIGENCIA DE LA LEY CEREMONIAL (vs. 12–16a)


El segundo argumento es, a primera vista, aun más chocante. Si viene otro sacerdote bajo un
orden sacerdotal diferente, entonces la ley que regulaba el orden anterior ya no puede ser
vigente. Si lo fuera, el nuevo sacerdote tendría que sujetar su sacerdocio a sus demandas. Puesto
que el sacerdocio de Cristo no encaja dentro de la legislación levítica, ésta se revela como caduca
e inoperante.
Puesto que éste es un argumento complejo, lo abordaremos de tres maneras diferentes: en
primer lugar, veremos de una manera general lo que el autor pretende decirnos; luego
estudiaremos el texto frase por frase; y finalmente haremos un resumen de su argumento.
En esencia, lo que el autor quiere decirnos es lo siguiente: todo sacerdocio constituido por
Dios tiene que ser regulado y ordenado por una ley, y ésta varía con el sacerdocio en cuestión.
De hecho, ya lo ha dicho implícitamente en el versículo 11, en la frase entre paréntesis en
medio del versículo: porque bajo él [el sacerdocio levítico] recibió el pueblo la ley. Esta frase
parece establecer una relación de causa y efecto entre lo que está fuera del paréntesis y lo que
está dentro, entre la concesión de la ley y la imperfección del sacerdocio levítico. Sin embargo,
la palabra porque no aparece en algunos de los mejores manuscritos de Hebreos, y la frase no
debe ser entendida en términos de causa y efecto, sino como un inciso en anticipación del tema
del versículo 12, inciso en el cual el autor recuerda a sus lectores que fue en torno al sacerdocio
levítico como el pueblo recibió la ley: Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (y
os recuerdo que bajo él recibió el pueblo la ley) ¿qué necesidad habría aún de que se levantara
otro sacerdote? No es hasta el versículo 12 donde vemos la razón por la que era necesario
recordárselo a los lectores.
Todo sacerdocio, pues, tiene que ser regulado por Dios mediante unas instrucciones. Si un
sacerdocio queda establecido, con sus oportunas leyes dadas por Dios, y si, posteriormente, es
nombrado otro sacerdote que no encaja dentro de la marca de esas leyes, entonces debemos
suponer una de dos cosas: o bien el nuevo sacerdote no proviene de Dios; o bien, si viene de
Dios, Él mismo habrá abrogado las instrucciones anteriores.
Cada sacerdote pertenece a un «orden» o «regla», y cada orden tiene sus «ordenanzas». En el
contexto de Hebreos, sólo se contemplan dos: el orden de Aarón y el de Melquisedec. Si Dios
mismo nombra a un sacerdote que no reúne las ordenanzas del sacerdocio levítico, es obvio no
solamente que debe pertenecer al orden de Melquisedec, sino que Dios mismo ha cambiado el
orden y, con ello, ha anulado las ordenanzas anteriores.
Quizás esto suene complicado, pero se entenderá en seguida en cuanto dejemos las
abstracciones teóricas y consideremos el ejemplo concreto que pone el autor. Dios estableció
muy claramente que todos los sacerdotes del orden levítico tenían que ser descendientes de
Aarón. Hasta tal punto Dios tomó en serio esta ordenanza que, cuando Coré y sus compañeros
decidieron alzarse con el sacerdocio, el castigo divino los fulminó: la tierra se abrió y los tragó
vivos a fin de que el pueblo aprendiese que solamente les era permitido a los hijos de Aarón
ejercer el sacerdocio.3
Ahora bien, ¿fue Jesucristo un descendiente de Aarón? No. Él no era de la casa de Aarón y
de la tribu de Leví, sino de la casa de David y de la tribu de Judá. Por lo tanto, según las
exigencias de la ley dada a Moisés, Él no podía ser sacerdote según el orden de Aarón. Hasta el
momento del inicio de su sacerdocio, siguieron vigentes las ordenanzas de la ley que regulaban
el sacerdocio. Pero, en cuanto Dios declara la legitimidad del sacerdocio de su Hijo, nacido de la
tribu de Judá, cae por su peso que con ello declara nulas y abrogadas las ordenanzas de la ley del
Antiguo Testamento que regulan el sacerdocio; porque si hubieran seguido vigentes, Jesucristo
no podría haber sido sacerdote.
Ésta, pues, es la idea básica. Ahora vamos a verla frase por frase en el texto:

Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley (v.
12)
Es decir, el establecimiento de un nuevo orden sacerdotal exige la creación de nuevas
ordenanzas para regularlo, y significa la caducidad de las ordenanzas anteriores. Si no se dan
nuevas ordenanzas, las antiguas siguen vigentes y el nuevo sacerdocio no puede ser lícito. El
nuevo sacerdocio sólo es concebible en el contexto de un nuevo pacto, como el mismo autor nos
explicará posteriormente.4 El sacerdocio de Jesucristo no puede comenzar mientras sigan
vigentes las normas ceremoniales de la ley de Moisés.5 De ahí que fuera necesario que Dios
rasgara en dos el velo del templo en señal de la inauguración del nuevo sacerdocio y el fin del
antiguo.6 Con ello, Dios manifestó con toda claridad que las condiciones ceremoniales,
establecidas por la ley de Moisés para que el hombre pudiese tener acceso a Dios, ya no servían.
A partir del Calvario, la entrada en el santuario estaría bajo nuevas y mejores condiciones.
Por lo tanto, la ley de Moisés ya era obsoleta, al menos con respecto a sus exigencias
ceremoniales. Éstas ya no podían estar vigentes. La implicación es clara: quien pretende volver
al sacerdocio levítico o quiere retener la vigencia de los dos sacerdocios, está atentando contra la
voluntad de Dios, claramente declarada. ¿Por qué no puedes tener un Sumo Sacerdote en el cielo
y a la vez seguir ofreciendo sacrificios en Jerusalén bajo el sistema levítico? Porque la ley
levítica ha sido abrogada por Dios desde el momento en que Jesucristo cumplió en su propia
persona las exigencias divinas de expiación, sacrificio y sacerdocio. Si, a continuación de la obra
de la Cruz, alguien sigue aferrado al sistema levítico, está negando la validez del sacrificio y

33 Ver Números 16.

44 Ver v. 22 y el 8:6–13.

55 El autor no está restando importancia a la ley de Moisés, ni mucho menos al conjunto de la revelación
divina en el Antiguo Testamento. Más bien, está cuestionando la vigencia actual de la ley del
mandamiento acerca de la descendencia (v. 16), es decir, de aquellas ordenanzas de la ley que regulaban
el sacerdocio y las ceremonias levíticas. Los mandamientos éticos de la ley, como reflejo de la santidad
inmutable de Dios, son de vigencia permanente para la instrucción del creyente en cuanto al
comportamiento que Dios le exige.

66 Ver Mateo 27:51; Marcos 15:38; Lucas 23:45.


sacerdocio de Jesucristo; porque si la ley sigue vigente, Jesús de ninguna manera puede ejercer el
sacerdocio.
Encontramos, pues, estos dos principios: (1) llegado el sacerdocio de Cristo, no puede seguir
en pie la normativa sacerdotal establecida en la ley de Moisés, porque ésta descalificaría a Cristo
como sacerdote; no puedes abrazar una legislación que afirme que todo sacerdote ha de ser hijo
de Aarón y, a la vez, reconocer como Sumo Sacerdote a uno que nació de la tribu de Judá; (2) en
cuanto reconoces el sacerdocio de Jesús y, con él, la caducidad de las ordenanzas anteriores,
también has reconocido implícitamente que aquel sacerdocio que dependía de éstas ha dejado de
tener validez.

Y aquel de quien se dice esto, es de otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar.
Porque manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada
habló Moisés tocante al sacerdocio (vs. 13–14)
Aquel de quien se dice esto… La referencia del autor sigue siendo el Salmo 110:4: Tú eres
sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec. Citó estas palabras en el 5:6, y desde
entonces ha empleado varias frases que se hacen eco de ellas7.
El texto está claramente aún en su mente. Refresquemos, pues, nuestra memoria. ¿De quién
está hablando el Salmo? Del Mesías. ¿Y quién es el Mesías? Jesucristo.
Jesucristo, pues, de quien Dios había dicho que era sacerdote según el orden de Melquisedec,
es de otra tribu8 no contemplada por las ordenanzas del sacerdocio levítico, de la cual nadie
sirvió al altar. Al menos, nadie de la tribu de Judá sirvió al altar impunemente. Uzías era de la
tribu de Judá y se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar
incienso en el altar del incienso (2 Crónicas 26:16), por lo cual le brotó la lepra en la frente y fue
excluido de la casa de Dios.
En la antigua dispensación, Dios había prohibido que nadie que no fuera de la tribu de Leví
ejerciese como sacerdote entre su pueblo. Pero aquel de quien el Salmo 110 está hablando no era
de la tribu de Leví, porque manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá,9 de la cual
nada habló Moisés tocante al sacerdocio.
Es evidente, entonces, que las ordenanzas tienen que cambiar si nuestro Señor Jesucristo ha
de ser sacerdote. Él vino al mundo como el prometido Mesías, el Ungido de Dios, y como tal
debía nacer de la tribu de Judá, en cumplimiento del pacto que Dios realizó con David, según el
cual el Mesías vendría de la casa de éste y, por lo tanto, sería de la tribu de Judá.10 Así las cosas,
no podía ser sacerdote según el orden de Aarón, de la tribu de Leví. ¡No puedes nacer de dos
tribus a la vez!
Entonces, ¿cómo resolver la cuestión? ¿Cómo hacer que la misma persona proceda de la
tribu de Judá y sea a la vez sacerdote designado por Dios? Sencillamente, haciendo que sea
sacerdote según otro orden que no sea el de Aarón.
¿Y por qué tuvo Dios que determinar cosas tan «complicadas»? ¿No habría sido mucho más
sencillo haber admitido que los reyes y sacerdotes pudieran proceder de cualquier tribu? Pero en
esto, precisamente, vemos la sabiduría de la revelación divina. A través de esta «complicación»,
Dios establece con toda seguridad que nadie puede ser el Mesías excepto aquel que realmente lo
es. Para poder ser el Mesías, Jesús tenía que nacer de la tribu de Judá. Para que pudiese ser
77 Ver el 5:10; 6:20; 7:3, 11. El texto será citado nuevamente en el 7:17 y 21.

88 El texto griego dice literalmente: participó de otra tribu, lo cual sugiere la preexistencia de Cristo y el
carácter voluntario de su encarnación.

99 Literalmente: nuestro Señor brotó de la tribu de Judá.

010 Ver 2 Samuel 7, especialmente los versículos 12–14a y 16.


sacerdote, el orden de Aarón tenía que desaparecer, algo que efectivamente ocurrió en la historia
en el año 70, cuando los romanos destruyeron el templo de Jerusalén; desde aquel día, no ha
vuelto a haber sacerdotes según el orden de Aarón. Y para poder ser Mesías y Sumo Sacerdote a
la vez, tenía que reaparecer el sacerdocio de Melquisedec; y, para que no pudiese haber dudas al
respecto ni acusaciones contra los cristianos de que ellos hubiesen inventado tales ideas, Dios
inspiró al salmista para que él las afirmase siglos antes del nacimiento de Jesús. ¡Qué asombroso
es este último detalle! Con esta sola afirmación, Tú eres sacerdote para siempre según el orden
de Melquisedec, se tienen que callar todos aquellos que, de otra manera, hubieran impugnado el
sacerdocio de Jesús porque no nació de la tribu de Leví. Pero, siglos antes de que fuera necesaria,
el salmista ya había provisto la explicación: el Mesías sería sacerdote, pero no conforme al orden
de Aarón, sino conforme al de Melquisedec. ¡Qué perfectas son la sabiduría y la revelación de
nuestro Dios!

Y esto es aun más manifiesto, si a semejanza de Melquisedec se levanta un


sacerdote distinto… (v. 15)
El sacerdote distinto, por supuesto, es Jesucristo. Él ha sido constituido (o levantado)
sacerdote por el decreto de Dios, el cual establece que el sacerdocio que ejerce es a semejanza de
Melquisedec. Esto está claro. Lo que quizás no lo esté tanto es aquello a lo cual el autor se refiere
al decir: «esto» es aun más manifiesto. ¿Qué cosa se manifiesta con claridad con la aparición
como sacerdote de nuestro Señor Jesucristo?
No creo que la respuesta sea su procedencia de la tribu de Judá (vs. 13–14), sino más bien el
cambio de las ordenanzas sacerdotales y el cese del sacerdocio levítico (v. 12). La necesidad de
este cese se ve aun más claramente –dice el autor– cuando recordamos que el Salmo 110 no
habla de un sacerdote perteneciente al orden de Aarón, sino de uno del orden de Melquisedec.11
Cae por su propio peso que el sacerdocio de Melquisedec no pudo ser regulado por la ley de
Moisés, porque ésta sólo fue dada muchas generaciones después. Si ahora vuelve a ser vigente en
el Señor Jesucristo, es obvio que las ordenanzas de la ley de Moisés han perdido su vigencia,
porque el sacerdocio de nuestro Señor Jesucristo no se sujeta a ellas. Al contrario, las
contraviene, por lo cual sólo es admisible su sacerdocio porque es distinto y participa de las
características del de Melquisedec.

… no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia,


sino según el poder de una vida indestructible (v. 16)
El sacerdocio de Cristo –como el de Melquisedec– no queda limitado por ningún
mandamiento como aquel de la ley de Moisés que establecía que los sacerdotes tenían que ser
descendientes de Aarón. De hecho, como acabamos de ver, no puede ser modificado de ninguna
manera por la ley, al ser anterior a ella. ¿Sobre qué base, pues, queda constituido?
Nuevamente el Salmo 110 provee la respuesta. Dice: Tú eres sacerdote para siempre, según
el orden de Melquisedec. La condición prescrita por Dios en el caso del sacerdocio levítico era
un asunto de descendencia. La condición en el caso del sacerdocio según el orden de
Melquisedec es el poder de una vida indestructible. Sólo puede ejercer este sacerdocio aquel que
vive para siempre. Con esto, el autor vuelve al versículo 3, donde nos ha dicho con respecto a
Melquisedec que permanece sacerdote para siempre.
El Salmo 110 contempla al Mesías, hijo de Judá, que a la vez es sacerdote. Por lo tanto,
implícitamente, reconoce que llegará el día en que la ley sobre la cual descansa el sacerdocio de
Aarón tendrá que desaparecer al volver a establecerse el sacerdocio de Melquisedec. Entonces se
manifestará el carácter provisional del sacerdocio levítico y, juntamente con él, de las ordenanzas
111 El orden de las palabras en el texto griego confirma que el versículo 15 debe ser leído con énfasis
especial sobre la palabra Melquisedec.
que lo regulan. Mientras que el sacerdocio de Aarón y sus descendientes es provisional y
descansa sobre las demandas de la ley, el de Jesucristo, anticipado en el de Melquisedec, es
permanente y descansa sobre el poder de su vida de resurrección.3

3 Burt, D. F. (1994). Mediador de un mejor pacto, Hebreos 7:1–9:22 (Vol. 133, pp. 14–52). Terrassa
(Barcelona): Editorial CLIE.

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