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La máquina del goce perpetuo

Julio César Londoño

Hace dos años el judío Yuval Noah Harari nos sorprendió a


todos con su libro De animales a Dioses, la historia de los
últimos 70.000 años del homo sapiens, marcada por tres
hitos: la revolución cognitiva, la agrícola y la científica. La
cognitiva (circa 70.000 a. C.) vio la aparición del comercio,
el arte, la religión y las jerarquías sociales. La agrícola,
acaecida hace 12.000 años, “es el mayor fraude de la
historia” porque si bien fue del surco que brotó la
compleja fábrica de la ciudad, la agricultura produjo la
extinción de decenas de miles de especies animales. Y la
científica, ocurrida hace apenas 400 años, cuando Galileo
añadió a las observaciones empíricas el rigor de la
matemática.
Harari coincide en que la invención del lenguaje
fue definitiva, el suceso que apartó para siempre al homo
sapiens de las otras especies. Y si ahora es tonto hablar de
“superioridad”, hay que reconocerle su poder para
imponerse sobre las otras especies, explotarlas, devorarlas
y extinguirlas. Pero Harari es más específico. Es la
capacidad de utilizar el lenguage para crear ficciones
(dioses, clanes, familia, dinero, patria) lo que le ha
permitido al sapiens poner en marcha empresas colectivas
y exitosas y marcar diferencias de fondo.
Ahora publica Homo Deus, un metarrelato de
futurología. Aquí sostiene que la humanidad ya superó las
pestes, las hambrunas y las guerras (comparado con
cualquier momento de la historia, el presente es perfecto),
y que ahora enfrenta tres retos mayores: la ecología, la
felicidad colectiva y la divinidad. El reto ecológico consiste
en mantener el crecimiento económico sin reventar el
equilibrio de los ecosistemas, milagro que podría
realizarse, por ejemplo, encontrando nuevas formas de
energía o produciendo más alimentos sin aumentar el área
cultivada. El reto de la felicidad estriba en alcanzar la
“dicha global”. Suena loco pero parece que los gobiernos
se lo toman en serio. Ya hay ministerios de la felicidad en
el primero y en el tercer mundo. Ante semejante presión,
no hay alternativa: la sociedad moderna tiene que ser una
máquina de goce perpetuo. Superadas las necesidades
básicas, el ser humano solo querrá placeres, placeres,
placeres. Toneladas de bienestar, estatus, sexo, drogas,
juegos y figuración, así figuremos solo en el sucedáneo
mundo de las redes sociales. El reto divino consiste
simplemente en ser dioses, esto es, inmortalidad y
superpoderes. Suena más loco aún pero gente tan poco
romántica como los señores que dirigen Google, están
invirtiendo miles de millones de dólares en un proyecto,
Calico, que tiene un solo objeto: “resolver el asunto de la
muerte”. Así, sencillo, como quien ordena a sus ingenieros
que fabriquen un procesador más rápido. Los
superpoderes los obtendremos por métodos tan
sofisticados como la implantación de chips en el cerebro, o
de cristalinos inteligentes en los ojos, o por la ingesta de
cómplices tan sencillos y eficaces como el sildenafil.
Harari es un erudito pero en realidad esta es una
virtud que no nos interesa mucho. ¿Quién lee las eruditas
enciclopedias? Nadie. Todos las consultamos pero nadie
las lee. Lo interesante es la manera como Harari
recombina la información para especular de manera
original. Y su estilo. Escribe con síntesis y claridad, elude
hábilmente la prosa plana de los hitoriadores y explota la
fuerza de la metáfora, y no se molesta en aparentar
neutralidad: toma partido en cada bifurcación y asesta
ironías con largueza. Pero no se enfrasca. Si no cree en los
dioses, tampoco se distrae en blasfemias. Si Tiene reservas
contra el progreso, no es otro profeta del apocalipsis. Es
un judío inteligente, sensible y tranquilo.

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