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LA DICOTOMÍA VIDA-MUERTE

ANGÉLICA RIRÁMS

Nos movemos en nuestro ambiente diario sin entender casi nada del mundo decía Carl Sagan en la
introducción que hiciera para el afamado libro Breve historia del tiempo de Stephen Hawking. Y de
entre todas esas cosas que no comprendemos y nos cuestionamos como especie, vamos a
encontrar a menudo la dicotomía vida-muerte. La vida la conocemos en la medida en que estamos
conscientes de la nuestra, pero la muerte, ese gran acertijo que hasta ahora, nadie ha podido
esclarecer objetivamente adquiere por su imposibilidad de dominio matices diversos que en
culturas distintas se materializan en procesos, ritos y emociones múltiples. Cómo percibimos la
muerte está condicionado por nuestra propia idiosincrasia. Mientras para los aztecas y vikingos
era un gusto morir en batalla, para el resto de las culturas occidentales, la muerte es algo que
buscamos evitar a toda costa. Decía Heráclito que el universo se expresa gracias a la tensión
generada entre los opuestos. De aquí que nosotros no podemos entender la muerte sino como la
ausencia de vida. Y amamos mucho la vida, yo creo que ese es el problema que nos lleva a sufrir
cuando nos enfrentamos a la enfermedad que nos aproxima a la muerte o a la pérdida de un ser
querido, porque los seres humanos somos por naturaleza aprensivos y ambiciosos. Un tanto
hedonistas, quizá. Queremos todo lo bueno para nosotros y para los nuestros. Ahora me surge la
pregunta sobre si ¿todos los seres humanos somos así? Supe que no, gracias a Alfonso Caso. La
primera vez que me detuve a analizar el fenómeno religioso de la muerte fue cuando en la
secundaria leí El pueblo del sol: ahí se hace una descripción de lo que significaba para los aztecas el
fenómeno de la muerte. Describe Alfonso Caso que el Mictlán, al que se conoce como el “lugar de
los muertos” estaba a su vez dividido en cuatro salas; una era el Tonatiuhichán (casa del sol), a
donde iban los guerreros que habían muerto “gustosos” en batalla o en la piedra de los sacrificios.
Estaba también el Cincalco a donde iban las mujeres que morían en el parto; el Tlalocan, lugar
destinado a aquellos que morían ahogados, de lepra, por un rayo o cualquier enfermedad
relacionada con el agua; y por último el Mictlán como tal, a donde iban todos aquellos que no
habían sido llamados a las otras salas. Y en este lugar, luego de pasar por ocho lugares de prueba,
los muertos finalmente llegaban al Chignaumictlán, el lugar donde descansan o desaparecen las
almas.
Para el cristianismo, la muerte es un estado de reposo, un sueño de espera hasta la segunda
llegada de Jesús, cuando todos los que se merezcan ser salvados regresarán a la vida; y aquí puedo
soltar un poquito de polvoo de polémica al decir lo que algunas facciones del cristianismo
aseguran y es que “Todos vamos a revivir” porque para eso murió el cordero para salvar a los
hombres. Pero no ahondaré en detalles porque esto solo es un breviario cultural sobre las
disímiles concepciones de la muerte que podemos tener según sea nuestra formación o
adoctrinamiento.

Y entonces quiero incluir aquí el pensamiento de Giordano Bruno, uno de los mayores filósofos del
renacimiento, quien con su cosmovisión panteísta manifestada en su libro De la causa, el principio
y el uno, nos habla acerca de lo que él llamó la realidad natural. Y es en esta realidad natural en
donde se concibe al universo como “alma del mundo”, un intelecto completo y universal que
abarca todo lo existente, en ella está contenida la materia en sus diversas formas. Todo lo que está
contenido en la realidad natural está hecho de la misma materia, puede cambiar de forma pero
sigue estando aquí. Ante esta afirmación, que bien puede asimilarse a lo que Stephen Hawking
explica en El universo en una cáscara de nuez, cuando explica la teoría del big bang y cómo a
medida que el universo se fue enfriando, se fueron generando los diversos elementos que
conforman en mundo como lo conocemos.

Ambas cosmovisiones, la filosófica de Giordano Bruno y la científica de Stephen Hawking


concluyen y coinciden en que hay una o unos elementos que dan origen a todo. Y en este sentido
evocar la ley de la conservación de la energía/materia de Lavoissier encaja perfectamente: la
dicotomía vida-muerte, es a su vez la dicotomía materia-energía que van de uno a otro estado de
manera alternada.

Pero todo esto que les acabo de decir constituye la base de mi muy personal cosmovisión acerca
del fenómeno de la muerte. El cual tuve que procesar en el año 2005 cuando fallece mi abuela
Inés Angelina Figueroa. Estas teorías, filosofías, aspectos religiosos, los había estudiado de forma
aislada durante mis distintos trayectos formativos. Cuando mi abuela, que fue para mí una madre,
cierra los ojos para siempre, como por arte de magia se enlazan estas piezas para yo entender eso
que por primera vez se manifestaba ante mis ojos: la muerte.

Ya antes había leído uno de mis poemas favoritos, si no “el favorito”, que es Décima muerte de
Xavier Villaurrutia. Debo decir que la primera vez que lo leí me dije a mí misma “eso es justo lo que
yo pienso”. Xavier Villaurrutia nos entrega este poema filosófico en el que el primer manifiesto
que salta dando gritos es la concepción de la muerte como opuesta a la vida:

¡Qué prueba de la existencia


habrá mayor que la suerte
de estar viviendo sin verte
y muriendo en tu presencia!
Esta lúcida conciencia
de amar a lo nunca visto
y de esperar lo imprevisto;
este caer sin llegar
es la angustia de pensar
que puesto que muero existo.

Y la realidad natural de Giordano Bruno aparece en varias de la estrofas. Aquí uno de los
ejemplos:

Si en todas partes estás,


en el agua y en la tierra,
en el aire que me encierra
y en el incendio voraz;
y si a todas partes vas
conmigo en el pensamiento,
en el soplo de mi aliento
y en mi sangre confundida,
¿no serás, Muerte, en mi vida,
agua, fuego, polvo y viento?

Podemos seguir buscando y hallar también algo de la concepción azteca:

si tienes manos, que sean


de un tacto sutil y blando,
apenas sensible cuando
anestesiado me crean;
y que tus ojos me vean
sin mirarme, de tal suerte
que nada me desconcierte
ni tu vista ni tu roce,
para no sentir un goce
ni un dolor contigo, Muerte.

En esta estrofa podemos evocar la imagen de los muertos que al fin llegan a esa última fase del
Mictlán, donde por fin las almas van a descansar o desaparecer.
Vamos a ver más adelante, en la sexta décima, una aproximación a ese cambio de estado de
materia a energía y viceversa. Esta eternización de la sustancia. Porque al final, es a donde me
lleva toda esta dilucidación: a creer que somos eternos, que solo cambiamos de forma pero
seguimos en este mismo mundo, que como mencioné al principio dijo Carl Sagan que no
conocemos.

La aguja del instantero


recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.

Y bueno, concluye Villaurrutia con su última décima en la que dice que solo morimos cuando nos
lamentamos de la muerte; y en medida que nos estemos lamentando seguiremos muriendo una y
otra vez:

En vano amenazas, Muerte,


cerrar la boca a mi herida
y poner fin a mi vida
con una palabra inerte.
¡Qué puedo pensar al verte,
si en mi angustia verdadera
tuve que violar la espera;
si en vista de tu tardanza
para llenar mi esperanza
no hay hora en que yo no muera!

Leer este poema una y otra vez me ha enseñado que la muerte siempre está con nosotros, y que
los que se van, no se van realmente, es imposible escapar de lo que somos, y solo somos materia y
energía, una y otra vez cambiando de forma alternadamente en esta casa que es el universo que
nos tocó habitar.

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