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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXIV, No. 67. Lima-Hanover, 1º Semestre de 2008, pp. 335-345

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Y YASUNARI KAWABATA:


EL BEL VIVIR Y EL BEL MORIR.
A PROPÓSITO DE MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES

Francisca González Flores


Stanford University

Saber que duermes tú, cierta, segura,


cauce fiel de abandono,
línea pura, tan cerca de mis brazos
maniatados
Gerardo Diego, “Insomnio”

La hasta ahora última novela de Gabriel García Márquez, Memo-


ria de mis putas tristes (2004), trata de las relaciones entre un ancia-
no y una muchachita, tema que ya aparecía en El amor en los tiem-
pos del cólera (1985), ahora presentado desde una nueva perspecti-
va. En Memoria, García Márquez recrea el bellísimo cuento del escri-
tor japonés, Yasunari Kawabata, La casa de las Bellas Durmientes
(1961), que ya le sirvió de inspiración para uno de sus Doce cuentos
peregrinos, “El avión de la Bella Durmiente” (1992). Los tres textos
(así como el soneto de Gerardo Diego, Insomnio, citado por García
Márquez en “El avión”) se centran en la experiencia voyeurista del
narrador y/o protagonista, quien contempla sin pudor el sueño de la
mujer más bella del mundo. Las detalladas descripciones de las be-
llas durmientes constituyen una celebración del sentido de la vista,
presentado como el medio de excitación masculino por excelencia.
En todos los textos, los protagonistas (hombres) observan y descri-
ben a unas jóvenes que duermen un sueño profundísimo (tan pro-
fundo como la muerte), cuya voz ‘real’ nunca se nos es permitido
escuchar. La esencia de los textos se encuentra en el silencio de la
bella durmiente, que crea un espacio para la meditación en el prota-
gonista y le concede la oportunidad para reconciliarse consigo mis-
mo al final de su vida. En el caso del viejo Eguchi (protagonista del
texto de Kawabata) esta reconciliación se produce a través de los
recuerdos (confesiones hechas para sí mismo), suscitados por la
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sensualidad de las muchachas dormidas, y desemboca en la muerte.


Por su parte, el viejo sabio (protagonista de la novelita de García
Márquez) se toma una libertad de Pigmalión para construir un ser
complementario, su compañera ideal, protagonista de unos nuevos
recuerdos que lo conducen a un reencuentro con su yo mortal, ahora
ya lleno de vida. A continuación, pretendo centrarme en el análisis
de las dos actitudes opuestas adoptadas por los protagonistas de
ambas obras al final de sus días y en el papel central de los persona-
jes femeninos, quienes conducirán a cada anciano a su destino final:
una buena muerte para Eguchi y una bella vida para el sabio sin
nombre de García Márquez.

Dos hombres recordando al borde de la vida y de la muerte

En La casa de las Bellas Durmientes, Kawabata narra la historia


de Eguchi, un hombre de sesenta y siete años, quien, animado por
las palabras de un amigo, se decide a visitar un extraño y exclusivo
prostíbulo para ancianos. En él, es posible comprar el privilegio de
pasar la noche junto a una joven virgen desnuda y drogada, que
duerme un sueño tan profundo como la misma muerte. Junto a las
muchachas, Eguchi recuerda una vida de amores y desamores, re-
memora a sus hijas y a su madre, para luego sumergirse en un sue-
ño artificial inducido por los narcóticos que lo esperan cada noche
en su almohada. La juventud, la belleza y la supuesta virginidad de
las jóvenes durmientes son la única reminiscencia de vida en este
lugar. Todo lo demás, desde la mujer de la posada (persona madura,
sin nombre y sin piedad), hasta la posada misma (el no-lugar por ex-
celencia), pasando por la habitación de las durmientes (con sus cor-
tinas color de sangre), el tiempo (cronológico y meteorológico, refle-
jos de las batallas interiores de Eguchi en la noche de su vida) y la
agresividad de los pensamientos del viejo hacia las muchachas dor-
midas, nos habla sólo de muerte. Una de las primeras descripciones
espacio-temporales de la historia sientan el precedente del discurso
narrativo de muerte y violencia dominante en el texto:
Lo que había dicho la mujer era cierto: las olas sonaban con vio-
lencia. Era como si rompieran contra un alto acantilado, y como si la
pequeña casa estuviera en el mismo borde. El viento traía el sonido
del invierno inminente, tal vez debido a la casa misma, tal vez debido
a algo que había en el viejo Eguchi. (4)

La inminente llegada del invierno, como la muerte de Eguchi (“ahora no


muy distante”, 14), se verá retrasada momentáneamente por un revivir de
la naturaleza, por un “veranillo de San Martín” (18) que durará lo mismo
que el entusiasmo inicial del anciano provocado por su nuevo ‘pasatiem-
po’. La llegada, primero, de la lluvia, más tarde, del aguanieve y, por últi-
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mo, de la nieve y del “pleno invierno” (49) refleja el progresivo avance de la


muerte en Eguchi.

El pesimismo del anciano lo lleva a buscar una relación activa


con la muerte, tanto a través de un posible suicidio (cuando, por
ejemplo, intenta que la mujer de la posada le dé la misma droga que
las muchachas han tomado) como de un posible asesinato (cuando
se pregunta qué pasaría si matara a una de las jóvenes). Las alusio-
nes a espectros y fantasmas esparcidas a lo largo de la historia y los
deseos demoníacos de Eguchi de morder, violar, estrangular y de
hacer correr la sangre de las muchachas (recordando la sangre de
los vómitos de su madre tuberculosa, roja como las cortinas de la
habitación, como las camelias de su sueño y como el lápiz labial de
las jóvenes) nos llevan a un plano intermedio entre la vida y la muer-
te. El miedo ante la proximidad de su final llevaría a Eguchi a conver-
tirse en una figura casi vampírica, que extraería la sangre de las jó-
venes vírgenes, el elixir de la eterna juventud de sus víctimas, en un
ritual satánico de búsqueda de la vida eterna.
En Memoria de mis putas tristes García Márquez también realiza
un ejercicio de rememoración de un pasado ya lejano ante la proxi-
midad “lógica” de la muerte. En esta novela, el yo protagonista de
las memorias es un periodista que, en su noventa cumpleaños, quie-
re darse el placer de una noche de amor con una prostituta virgen de
catorce años. Para tranquilizarse, la muchacha toma un calmante y
se queda dormida. El periodista no quiere despertarla y permanece
toda la noche a su lado, disfrutando del desconocido placer de la
mera contemplación, gozo que seguirá buscando en noches sucesi-
vas. La premisa en ambas historias es la misma; lo que las distingue
es, precisamente, la actitud de los ancianos ante la cercanía física de
la juventud y la proximidad temporal de la muerte. El viejo sabio de
García Márquez escribe sus memorias no por una nostalgia del pa-
sado, sino, a modo confesional, como “alivio de mi conciencia” (10)
y “glorificación de la vejez” (13). Desde la energética primera perso-
na narrativa (que ya nos advierte que el narrador aún vive), la cual
nos deja conocer con ligereza y rapidez una larga vida de amores
pagados, hasta el radiante sol de agosto que acompaña la llegada
de su noventa cumpleaños, la atmósfera en la que se desenvuelven
las memorias es una celebración esperanzadora de la vida por vivir.
En Memoria de mis putas tristes también encontramos una madre
tísica (fallecida aún joven) y un cierto complejo de Edipo (semejante
al del viejo Eguchi) que lo lleva a describirla como “la mujer más
hermosa y de mejor talento que nunca hubo en la ciudad”(10); sin
embargo, y a pesar de que su figura fantasmal sigue presente en la
vida de su hijo, la madre no lo empapa todo con la sangre de su
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muerte, sino con la belleza de sus joyas falsas y de sus canciones.


La sangre de Memoria sólo es una sangre figurada, la de la desflora-
ción de la durmiente (que nunca se produjo) y que queda convertida
en sudor.
Si bien es cierto que la muerte y la violencia también ocupan su
lugar en la novela de García Márquez, éstas aparecen desprovistas
del carácter lúgubre y demoníaco de la historia de Kawabata. La
muerte de un cliente importante en el prostíbulo de Rosa Cabarcas
aparece carnavalizada en las palabras del viejo sabio: “El cadáver
enorme, desnudo, pero con los zapatos puestos, tenía una palidez
de pollo al vapor en la cama empapada de sangre” (78). Por su par-
te, la violencia sólo se desata en Memoria cuando el viejo sabio se
ve herido en su orgullo de mentor, al ver a la muchacha totalmente
cambiada y creer que esta transformación es consecuencia de la
virginidad perdida. Como en el caso de Eguchi, también encontra-
mos referencias a una influencia diabólica (“el diablo me sopló en el
oído un pensamiento siniestro”, 89), pero en este caso sólo se trata
de un diablo de los celos que se limita a romper muebles y a gritar
insultos:

Hice un esfuerzo sobrenatural para creerle, pero pudo más el amor que la
razón. ¡Putas!, le dije, atormentado por el fuego vivo que me abrasaba las
entrañas. ¡Eso es lo que son ustedes!, grité: ¡putas de mierda!. (92)

Celestina, Dulcinea y las putas babilónicas de García Márquez

Si bien el papel de los protagonistas masculinos de ambas obras,


que vuelven la vista atrás sólo para prepararse a vivir o morir en paz
junto a jovencitas desnudas, puede no resultar especialmente llama-
tivo ni innovador, el rol de los personajes femeninos centrales (las
viejas alcahuetas por un lado y las jóvenes prostitutas por el otro)
concede a los textos una complejidad narrativa excepcional.
Las mujeres de Memoria de mis putas tristes y La casa de las Be-
llas Durmientes se encuentran en el margen, un espacio prohibido,
donde funcionan como frutas del conocimiento de un especial Jardín
del Edén. Esta función de la mujer como elemento mediador es la
base de la estructura narrativa de los dos textos que nos ocupan. A
un nivel más bien superficial, resulta evidente la mediación de las
viejas celestinas, quienes borran “mágicamente” las fronteras mar-
cadas por el sexo, la edad o la clase social. En el prostíbulo, los ta-
búes son redefinidos por la celestina, cuya voz abre ambos textos:
sus palabras son las primeras líneas del cuento japonés y, a su vez,
(en un juego especular que rompe las fronteras culturales, geográfi-
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cas y temporales que separan a Kawabata y a García Márquez), el


epígrafe de Memoria. La tarea básica de ambas celestinas (la mujer
de la posada y Rosa Cabarcas) es proporcionar a los ancianos la
mujer ideal: una jovencita-objeto, mediadora pasiva entre la vida y la
muerte, entre un pasado preñado de posibilidades y un presente que
se precipita hacia el fin. Así, para Eguchi, las muchachas son pre-
sentadas como juguetes vivos (materialización de la vida eterna) pa-
ra viejos desesperados:

No era una muñeca viviente, pues no podía haber muñecas vivientes; pe-
ro, para que no se avergonzara de un viejo que ya no era hombre, había
sido convertida en juguete viviente. No, un juguete, no: para los viejos po-
día ser la vida misma. (7)

En sus minuciosas y sensuales descripciones, Eguchi enfatiza el


olor a recién nacido de las jóvenes, un aroma a leche materna propio
de los bebés y que sirve para acentuar ese comienzo de una vida
nueva. Eguchi no sabe nada de las chicas, ni su nombre, ni su edad,
ni sus gustos personales (no ha visto su ropa); sólo las conoce así,
dormidas, desnudas, vírgenes (quizá no en un sentido físico –como
Eguchi llega a poner en duda–, pero sí narrativo y/ o espiritual), re-
cién nacidas, como objetos puros de una ofrenda sacrificial. Por su
parte, el viejo sabio de García Márquez se encuentra en una situa-
ción de desconocimiento similar; de nuevo, la muchacha es presen-
tada inconsciente, dormida, desnuda, sin nombre, como un objeto,
como el regalo ideal para un viejo que desearía tener por delante to-
da una vida por escribir:

El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con
una adolescente virgen. (9)

Te tengo tu cuelga. Me sorprendió de veras: ¿Qué es?. La niña, dijo ella.


(...) Te la mando a tu casa envuelta en papel de China y hervida con palo
de sándalo al baño María. (48)

El placer de la contemplación de la mujer dormida “sin los apre-


mios del deseo o los estorbos del pudor” (García Márquez, 32), se
transforma en adicción tanto para Eguchi como para el viejo sabio.
Las jóvenes dormidas son descritas minuciosamente y con ansia de
voyeur; el color de la piel, la forma de los ojos y de los labios, el olor
y el calor de su cuerpo..., nada se pasa por alto:

Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No
podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. (...) Su mano de-
recha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo pare-
cía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se oculta-
ba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su ros-
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tro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo


suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano.
La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las ye-
mas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplandeciente.
(Kawabata, 6)

[La niña] Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el pla-
fondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contem-
plarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era
morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embelleci-
miento que no descuidó ni el vello incipiente del pubis. (...) Era imposible
imaginar cómo era la cara pintorreteada a brocha gorda. (...) Pero ni los
trapos ni los afeites alcanzaban a disimular su carácter: la nariz altiva, las
cejas encontradas, los labios intensos. Pensé: Un tierno toro de lidia. (Gar-
cía Márquez, 29)

El examen atento de las jóvenes provoca reacciones distintas en


cada anciano: ambos necesitan seguir viendo a las muchachas,
fuentes de juventud, de esperanza, de la vida que aún les queda por
vivir. Sin embargo, mientras que (como veíamos más arriba) Eguchi
vuelve a la posada para rememorar sus amores pasados (sin esta-
blecer una relación con la mujer dormida), el viejo sabio vuelve para
reconstruir sus recuerdos insertando a la muchacha y su juventud
virgen en ellos. Así, en la casa japonesa, las jóvenes son intercam-
biables (de hecho, en cada una de sus cinco visitas, Eguchi duerme
junto a mujeres distintas), lo que impide que el anciano se familiarice
con ellas; lo único igual es la vieja mediadora, el té, la habitación y el
deseo del anciano de huir de la cercanía de su propia muerte en el
recuerdo. Las muchachas de Eguchi son elementos externos, usa-
dos para provocar con su olor, su calor y su presencia (en un intere-
sante giro proustiano) la memoria involuntaria de otros olores, calo-
res y presencias semejantes de su pasado. La brutal escena que de-
termina el fin de la historia describe la muerte de una de las jóvenes
y su inmediata sustitución por otra: la muchacha no simboliza la vida
(acaba de morir, como el viejo Fukura), sino sólo el engañoso poder
de evocación de los sentidos en el afán de recuperación del ”tiempo
perdido”:

–Está muerta. Llame a un médico. Ella no contestó.


–¿Qué le hizo tomar? Tal vez era alérgica.
–No se alarme. No le causaremos ningún problema. Su nombre no será
pronunciado.
–Está muerta.
–Yo creo que no.
(...)
–Permítame ayudarla.
(...)
–Se lo ruego, no es necesario que se moleste. Vuelva a la cama. Está la
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otra chica. (60)

Muy similar y muy diferente es la situación en la “tienda” de Rosa


Cabarcas. La niña (Delgadina, siempre) va a adquirir una vida parale-
la en las manos del anciano, quien se auto-adjudica un papel de pa-
dre-mentor. Así, la muchacha será nombrada, educada y expuesta al
arte sublime (literario, musical, pictórico) y a la más básica alfabeti-
zación (se la enseñará a leer y a escribir), y entrará en contacto con
el concepto (ya presente en el epígrafe) del “buen gusto” (en el ador-
no de su cuerpo y de su habitación –punto culminante en el proceso
de domesticación). En fin, el viejo sabio interpretará perfectamente
su papel de Pigmalión para conseguir su compañera ideal, habitante
de su pasado y partícipe de su futuro.
Acorde con la línea humorística y carnavalizadora de Memoria, el
viejo sabio se ríe de sí mismo y de la osadía de sus amores otoñales
al elegir como nombre de su durmiente “Delgadina”, apelativo de la
protagonista del conocidísimo corrido mexicano (originado a partir
de un romance medieval español1 ), quien, por no acceder a los de-
seos incestuosos de su padre, se ve condenada a morir de sed.

Traté de separarle las piernas con mi rodilla por una tentación imprevista.
En las dos primeras tentativas se opuso con los muslos tensos: La cama
de Delgadina de ángeles está rodeada. (31)

La Delgadina dormida del viejo sabio rechaza (“con los muslos


tensos”) el avance sexual del anciano, marcando las condiciones de
su relación (respaldada por “los ángeles de su cama” que la defien-
den del intento de conquista de su virginidad): la niña permanecerá
dormida y se dejará ‘edificar’ en el plano espiritual, pero no en el físi-
co, pues (al contrario de las dormidas japonesas) ella no es un mero
objeto pasivo2. Y aquí quizás radique también la clave a la hora de
interpretar las primeras líneas de La casa de las Bellas Durmientes
como epígrafe de Memoria: “No debía hacer nada de mal gusto. (...)
No debía poner el dedo en la boca de la mujer dormida ni intentar
nada parecido”. La mujer ideal es admirada, cantada, construida y
reconstruida, pero siempre (como la señora de los cantos del amor
cortés) sexualmente intocable. Y la dormida, para cumplir este papel
ideal, no es sólo inaccesible, sino también inaudible:

Su voz tenía un rastro plebeyo, como si no fuera suya sino de alguien aje-
no que llevaba dentro. Toda sombra de duda desapareció entonces de mi
alma: la prefería dormida. (García Márquez, 77)
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El silencio de las muchachas es, tanto en el texto de Kawabata


como en el de García Márquez, el impulsor de la narración, ya que
nos deja escuchar libremente la voz-conciencia de los ancianos:

Eguchi pensaba antes que las muchachas que no se despertaban eran


una perpetua libertad para los ancianos. Dormidas y mudas, decían lo que
los ancianos deseaban. (Kawabata, 20)

La carencia de discurso de las jóvenes las aleja de una especifi-


cidad social, económica, geográfica y temporal, situándolas en unas
coordenadas indeterminadas y, por ello, ideales. La identificación del
espacio prostibular con el paraíso (la “tienda” de Rosa Cabarcas es-
taba “al final de la calle, donde el barrio se convertía en un bosque
de árboles frutales”, 25, y la muerte en la posada, al lado de la bella
durmiente de Kawabata “para el caballero podría significar el paraí-
so”, 42) proporciona un espacio de redefinición de los protagonistas
masculinos, que quieren liberarse de una realidad que les recuerda
constantemente su vejez; o, como el viejo sabio sentencia, tomando
las palabras de Julio César “es imposible no terminar siendo como
los otros creen que uno es”. (García Márquez, 93).
Y precisamente eso es lo que el sabio pretende con Delgadina:
conseguir que ella sea como él cree que debe ser. Y cuando esto
falla, y la autoridad de Pigmalión se pone en entredicho, el viejo se
vuelve loco, pierde la razón, insulta a su amada y destroza el “altar”
de su amada, porque, por primera vez en su vida, le puede “más el
amor” (92). En su artículo sobre Memoria de mis putas tristes, “Slee-
ping Beauty” (“Bella Durmiente”), J.M. Coetzee se refiere precisa-
mente a este desplazamiento de valores del viejo sabio (que prácti-
camente deja de ser sabio para convertirse en enamorado) señalan-
do su precedente clásico en la locura sabia de Don Quijote:

La inflexibilidad del anciano, su insistencia en que la amada se mantenga


fiel a la forma en la que él la ha idealizado, tiene un gran precedente en la
literatura hispana. Obedeciendo la regla de que cada caballero errante de-
be tener una dama a la que dedicar sus hazañas, el anciano que se hace
llamar Don Quijote se declara servidor de la señora Dulcinea del Toboso.
La señora Dulcinea tiene una ligera relación con una muchacha campesina
del pueblo del Toboso, en la que Quijote se fijó en el pasado, pero esen-
cialmente es una figura fantástica inventada por él, del mismo modo que él
se inventó a sí mismo.
El libro de Cervantes comienza como una parodia de las novelas de caba-
llería, pero se transforma en algo más interesante: una exploración del
misterioso poder de lo ideal para resistir decepcionantes enfrentamientos
con lo real. (Artículo sin paginación. Mi traducción)

Dulcinea es, como Delgadina, un personaje de cuento, un espíritu


angelical en el que se reúnen todas las virtudes y valores importan-
GARCÍA MÁRQUEZ, KAWABATA Y MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES 343

tes para su caballero. Ella es, en resumen, un ideal y, por tanto, no


puede tener un lugar en el mundo real: el caballero no puede aceptar
su existencia fuera de este espacio. Así, por ejemplo, cuando en el
capítulo X de la segunda parte de El Quijote se produce un encuen-
tro espontáneo entre Don Quijote y la mujer real (Aldonza Lorenzo)
que representa a la dama de sus pensamientos, el caballero no tiene
otra opción que rechazar la autenticidad de la escena3: la vulgaridad
del habla y comportamiento de la aldeana (como la de los joyas y
afeites de Delgadina) que Don Quijote percibe por primera vez son
inaceptables y la solución del caballero (como la del viejo sabio) para
que persista el ideal es afirmar que, presa de un encantamiento de
amor, él es quien ha perdido (además de la razón) la conciencia de la
realidad.
Por otro lado, siguiendo la comparación de Coetzee con la nove-
la cervantina, podríamos ir más allá y considerar que el papel de in-
termediario entre lo real y lo ideal interpretado en este episodio por
Sancho Panza (que ya en esta segunda parte de la obra pertenece a
los dos mundos) encuentra su paralelo en el rol mediador de las
dueñas de los prostíbulos frecuentados por Eguchi y el viejo sabio.
Rosa Cabarcas y la mujer de la posada de Kawabata pertenecen
(como Sancho) a la misma clase social que las muchachas y encar-
nan (también como Sancho) un mundo material y práctico frente a
las preocupaciones intelectuales del reflexivo Eguchi y del (nunca
mejor llamado) viejo sabio.
En su papel de mediadoras, nuestras celestinas no sólo unen el
mundo real al ideal, sino que también constituyen el eslabón entre el
mundo de lo sagrado y el de lo profano. A este respecto resulta ex-
tremadamente interesante la definición de Celestina (protagonista de
La tragicomedia de Calisto y Melibea y la puta vieja Celestina, 1499)
ofrecida por Molly Monet-Viera en su artículo sobre el poder de los
personajes del margen en La Celestina y Cien Años de Soledad:

Como bruja y alcahueta, Celestina es la mediadora de los deseos de va-


rios personajes. Julio Caro Baroja, experto en la brujería en España, hace
una analogía interesante entre las figuras de la bruja y del sacerdote. Indi-
ca que un sujeto que desea puede utilizar a un mago o una bruja para que
consiga el objeto deseado mediante el uso del conjuro o del hechizo; pero,
también este sujeto deseoso puede establecer contacto con otro tipo de
intermediario, un sacerdote que consiga el objeto deseado mediante el
uso de la oración. Siguiendo esta analogía, la bruja, igual que el sacerdote,
es una mediadora no sólo entre el sujeto y el objeto, entre dos personas,
sino también entre el mundo material y el mundo espiritual. Clientes como
Calisto contratan a Celestina porque creen que ella tiene el poder de al-
canzar su objeto deseado. (132)
344 FRANCISCA GONZÁLEZ FLORES

Este carácter de unión de opuestos, de bruja (mundo profano) y


sacerdotisa (mundo sagrado) es el eje del concepto de la “puta sa-
grada”, que aparece en el excelente artículo de Lorena E. Roses so-
bre las mujeres marginales de Cien Años de Soledad. Naturalmente,
en Memoria de mis putas tristes también nos encontramos con dos
“putas sagradas”: Rosa Cabarcas, por su papel de intermediaria o
celestina (bruja-sacerdotisa) y Delgadina, por su condición de prosti-
tuta virgen (que sólo pertenece a un hombre). Para Roses:

Las mujeres marginadas y despreciadas por la sociedad son precisamente


las únicas que guardan una relación estrecha con los valores que rigen la
novela [Cien Años de Soledad]: la búsqueda por el (auto)conocimiento y la
consecución de la sabiduría. El lector percibe que el verbo “conocer” se
ha de tomar tanto en su acepción de “captar por medio del intelecto” co-
mo en el sentido carnal bíblico. (4)
Desprovistas de riqueza y posesiones materiales y sin propiedad, poseen
sin embargo el secreto de la supervivencia, o mejor dicho, de la vida –
pues no sólo se trata de sobrevivir, sino de vivir plenamente, con vigor es-
piritual y vitalidad. (5)

De este modo, el “conocer” descrito por Roses es el “secreto de


la vida”, la puerta de acceso al cielo (o al revivir que el viejo sabio
busca), poseído sólo “por las putas inverosímiles, hembras babilóni-
cas dotadas de recursos inmemoriales, y provistas de toda clase de
ungüentos y dispositivos para despabilar a los inermes, saciar a los
voraces, exaltar a los modestos, escarmentar a los múltiples y corre-
gir a los solitarios”. (Cien años de soledad, 340). Así, las mujeres del
cuento de Kawabata no pueden ser putas babilónicas por una senci-
lla razón: el conocimiento que ofrecen no lleva a la vida, sino a la
muerte.
Y, naturalmente, Rosa Cabarcas, hembra babilónica, mediadora
por excelencia, versión femenina de Caronte, conduce hábilmente al
viejo sabio por el río Aqueronte en la barca de su apellido. El viejo
Eguchi recorrerá el mismo camino, pero en dirección contraria: su
barquera no posee el secreto de la vida, su fría voz mata. Rosa Ca-
barcas, sin embargo, alejará al viejo sabio de la muerte con sus pa-
labras, el “secreto de la vida” del que hablaba Roses: “Esa pobre
criatura está lela de amor por ti” (109). La voz mágica de la sacerdo-
tisa Rosa le da al viejo sabio el último empujón hacia la vida y marca
su discurso desde ese momento, cerrando su memoria con un canto
a su vida futura y real:

Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de
buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años.
(109)
GARCÍA MÁRQUEZ, KAWABATA Y MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES 345

NOTAS:
1. Vicente Mendoza, en su estudio sobre el romance español y el corrido mexi-
cano describe a Delgadina, como “probablemente uno de los más conocidos
y difundidos en nuestro país. (...) La presencia de tal romance en México de-
be ser muy antigua, dada su enorme difusión. (...) Igualmente extendido se
encuentra en toda la América hispana, fenómeno que ha llamado la atención
de los escritores de otros países” (72-73). La conexión de la conquista y co-
lonización española de América con la historia del viejo sabio y su relación
con la niña virgen (en la que busca “El Dorado” de la juventud perdida) abre
paso a sugerentes interpretaciones de Memoria.
2. Me parece significativo el hecho de que, en el epígrafe de Memoria, García
Márquez traduzca el título del cuento japonés como La casa de las bellas
dormidas y no “durmientes” (título de la obra en su traducción al español). La
elección del adjetivo que describe a las muchachas (un participio pasado –
“dormidas”–, en lugar del participio presente o activo de la traducción más
extendida –“durmientes”–) enfatiza la actitud pasiva de las bellas sin nombre
de Kawabata frente a una Delgadina agente.
3. Como Erich Auerbach indica en el capítulo de Mimesis dedicado a este epi-
sodio de la novela de Cervantes, el conflicto se produce porque: “Todos los
participantes están presentados en su realidad auténtica, en su vital rutina
diaria” (342, mi traducción).

BIBLIOGRAFÍA:
Auerbach, Erich. Mimesis. Princeton: Princeton University Press, 2003.
Coetzee, J.M., “Sleeping Beauty”. The New York Review of Books 53.3 (2006).
<http://www.nybooks.com/articles/18710>
García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Madrid: Cátedra, 2004.
---. Doce cuentos peregrinos. Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1992.
---. Memoria de mis putas tristes. New York: Random House, 2004.
Kawabata, Yasunari. La casa de las Bellas Durmientes. Barcelona: Luis de Caralt
Editor, 1985.
Mendoza, Vicente. El romance español y el corrido mexicano. Estudio comparativo.
México: Ediciones de la Universidad Autónoma, 1939.
Monet-Viera, Molly. “Brujas, putas y madres: el poder de los márgenes en La Ce-
lestina y Cien años de soledad”. Bulletin of Hispanic Studies 77.3 (2000): 127-
146.
Roses, Lorena: “Las putas alegres, tristes, pero sagradas de García Márquez: Cien
años a cuarenta años de distancia”. Ínsula, 723 (2007): 3-5.
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1
Vicente Mendoza, en su estudio sobre el romance español y el corrido mexicano describe a Delgadina, como “probablemente uno de los más conocidos y difundidos en nuestro país. (...) La presencia de tal romance en México
debe ser muy antigua, dada su enorme difusión. (...) Igualmente extendido se encuentra en toda la América hispana, fenómeno que ha llamado la atención de los escritores de otros países” (72-73). La conexión de la conquista y
colonización española de América con la historia del viejo sabio y su relación con la niña virgen (en la que busca “El Dorado” de la juventud perdida) abre paso a sugerentes interpretaciones de Memoria.
2
Me parece significativo el hecho de que, en el epígrafe de Memoria, García Márquez traduzca el título del cuento japonés como La casa de las bellas dormidas y no “durmientes” (título de la obra en su traducción al español). La
elección del adjetivo que describe a las muchachas (un participio pasado –“dormidas”–, en lugar del participio presente o activo de la traducción más extendida –“durmientes”–) enfatiza la actitud pasiva de las bellas sin nombre de
Kawabata frente a una Delgadina agente.
3
Como Erich Auerbach indica en el capítulo de Mimesis dedicado a este episodio de la novela de Cervantes, el conflicto se produce porque: “Todos los participantes están presentados en su realidad auténtica, en su vital rutina
diaria” (342, mi traducción).

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