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Lo odiaba la mayor parte del tiempo, pero sobre todo, mi ira, hastío y
frustración se concentraba en los almuerzos. El anciano comía poco, pero
lo hacía babeando, derramando el alimento, eructando. Disfrutaba
sacarse la dentadura postiza en la mesa.
Dijo algo así como que se iba convertir en carroña abandonada, que
muchas veces había pensado en arrojarse a la muerte, pero siempre algo
lo disuadía. Luego cayó en un silencio muy largo pero su mirada, clavada
en mí era ruego, deseo inexpresable, exigencia.
Por qué continué apresado en ese vínculo con una persona, a la que a
veces odiaba y otras me sentía responsable de su suerte.
Esa siesta de fina llovizna, el viejo igual quiso salir a pasear. En mi habitual
estado de ambivalencia intenté disuadirlo. Pero no me hizo caso. La
suerte estaba echada. Cuando comenzó con sus idas y venidas al borde del
acantilado yo no podía avanzar en la lectura. En un momento el joystick de
la silla no frenó y pasó limpiamente hacia el precipicio. Sé que no pudo
darse vuelta para mirarme. Sé que llevaba sus lentes oscuros. Sin
embargo, en mi recuerdo quedó una última mirada de sus ojos acuosos,
filtrados por la bruma de los años
La casa y la silla
Por la tarde me dejaban sola. Joseph llevaba a dar su paseo al señor Byrne
a los acantilados.
En sus días más tranquilos conversaba con Joseph, hablaban de los planes
futuros del joven o le contaba de sus viajes cuando era un pintor
conocido. El viejo no tenía un solo familiar vivo. A veces caía en largos
silencios.
Una tarde, la sirena de los bomberos me sacó del letargo en el que caía
cuando ellos estaban en su paseo. Estaban rescatando al señor Byrne del
fondo del acantilado. Al parecer, había fallado el joystick de la silla y el
hombre estaba muerto.
Vi policías, curiosos, a Dixie y Joseph en una conversación agitada que no
pude oir. Sí escuché a Dixie declarar sobre la costumbre del viejo de
arremeter peligrosamente con su silla.