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La hora del lobo

En primer lugar, le aclaro que vine presionado por mi familia. Yo no creo


necesitar asistencia profesional. Pero estoy aquí y me gustaría hablarle
sobre una etapa de mi vida, ya muy lejana en el tiempo.

Me gradué como arquitecto en la Universidad de Brighton. Toda mi


carrera la hice trabajando. Iba seleccionando ocupaciones que me
permitieran continuar mis estudios y pagar mi parte de alquiler de esas
casonas de estudiantes. En una oportunidad, estando desocupado y
bastante complicado para enfrentar mi subsistencia pasé por la agencia de
empleos. Había una posibilidad de trabajo como asistente personal de un
anciano que vivía en la zona de Seven Sisters. Aclaré que no tenía
conocimientos de enfermería gerontológica. El reclutador respondió que
para ese trabajo necesitaba tener buena lectura, conocimientos básicos de
francés, español e inglés a la perfección.

Al día siguiente me presenté a la entrevista. Me llamó la atención que no


hubiera otros candidatos. Ya trabajando descubriría el porqué .Mi futuro
jefe me tomó la entrevista .No es fácil describir al señor Thomas Byrne.
Lo recuerdo, sentado en su silla de ruedas. Llevaba lentes oscuros. Era tan
flaco que parecía que su ropa le sobraba por todos lados. Disimulaba el
temblor de las manos prendiéndolas a los brazos de su silla de ruedas.
Especialmente la derecha con la que manejaba hábilmente el joystick
moviéndose todo el tiempo por la habitación, sin ningún motivo. Hablaba
en medio de interminables pausas y carraspeos. A pesar de ello, llegué a
entender qué se esperaba de mí.

Mi trabajo era a horario completo. Con lo que no tardé en darme cuenta


que se resentirían mis estudios .Y eso no era lo más grave. El anciano, aún
postrado y con graves dificultades en el habla se las arreglaba bastante
bien para perseguirnos, molestarnos y humillarnos a mí y a la empleada
que realizaba los quehaceres domésticos.

La casa estaba alejada de la ciudad, en un lugar solitario. Unos


acantilados y el mar más allá conformaban un escenario sobrecogedor.
Yo llegaba en mi bicicleta todas las mañanas y regresaba a la ciudad al
anochecer.

Las mañanas se dedicaban a la lectura .Le daba igual cualquier texto,


diario, idioma. Elegía un libro al azar mientras increpaba a la mucama por
la tierra acumulada en los estantes. Como casi no veía, pasaba sus dedos
sobre las bibliotecas o barría con sus manos estantes completos de libros
que caían al suelo. También había cuadros apilados, el señor Byrne había
sido pintor y sus obras se seguían vendiendo. A veces le molestaba mi
tono de voz muy alto. Otras, decía que no me escuchaba, siempre
criticaba mi dicción.

Había días en que no hablaba. En otros, salían de su boca comentarios


amargos, sarcasmos, malhumor. Por la tarde, el paseo obligado por los
acantilados.

Lo odiaba la mayor parte del tiempo, pero sobre todo, mi ira, hastío y
frustración se concentraba en los almuerzos. El anciano comía poco, pero
lo hacía babeando, derramando el alimento, eructando. Disfrutaba
sacarse la dentadura postiza en la mesa.

El señor Byrne no tenía familiares vivos. Nunca se había casado, no tenía


descendencia

Poco a poco empecé a percibir otra faceta en él. En medio de las


vejaciones, los maltratos, sentía que quería pedirme algo más y no
lograba descubrir qué era. En sus mejores días, me preguntaba sobre mis
estudios- prácticamente abandonados- o me contaba historias de su vida.
Por las tardes, en nuestros paseos, le divertía obligarme a leer mientras se
aproximaba con su silla eléctrica al borde del acantilado. Manejaba con
gran destreza el Joystick de la silla, lo que no impedía que yo estuviera en
vilo mientras leía.

Una tarde, en que estaba particularmente locuaz, me confesó que tenía la


intuición que iba a vivir más de cien años y que eso lo aterraba. Lo de él no
era vida, era pura resistencia orgánica. Envejecer era un desastre.

Dijo algo así como que se iba convertir en carroña abandonada, que
muchas veces había pensado en arrojarse a la muerte, pero siempre algo
lo disuadía. Luego cayó en un silencio muy largo pero su mirada, clavada
en mí era ruego, deseo inexpresable, exigencia.

Una creciente angustia me invadió cuando me di cuenta que en mis


divagues empezaba a pensar en su muerte. Hoy me pregunto, por qué no
elegí la solución más simple: irme, buscar otro trabajo.

Por qué continué apresado en ese vínculo con una persona, a la que a
veces odiaba y otras me sentía responsable de su suerte.

Esa siesta de fina llovizna, el viejo igual quiso salir a pasear. En mi habitual
estado de ambivalencia intenté disuadirlo. Pero no me hizo caso. La
suerte estaba echada. Cuando comenzó con sus idas y venidas al borde del
acantilado yo no podía avanzar en la lectura. En un momento el joystick de
la silla no frenó y pasó limpiamente hacia el precipicio. Sé que no pudo
darse vuelta para mirarme. Sé que llevaba sus lentes oscuros. Sin
embargo, en mi recuerdo quedó una última mirada de sus ojos acuosos,
filtrados por la bruma de los años

Le agradezco la paciencia de haberme escuchado sin interrumpirme hasta


ahora, y contesto a su pregunta. ¿Por qué estoy aquí? Le repito:
presionado por mis familiares. Dicen que pongo en riesgo mi vida cuando
me levanto de noche y camino al borde de los acantilados. Es que me
despierto, abro los ojos y él está ahí, en la oscuridad del cuarto, mirando
nuestra cama .Bajo las escaleras, recorro el jardín, me acerco a los
acantilados y allí me quedo deambulando hasta el amanecer… porque las
noches son muy largas y muy negras.

La casa y la silla

Ese día el viejo tuvo una entrevista con un nuevo acompañante


terapéutico. Desde su silla de ruedas, hablando en medio de interminables
pausas y carraspeos, explicó al joven candidato lo que se esperaba de él.
¡Ja! Ya sabría lo que es cuidar al señor Thomas Byrne. El nuevo asistente
se llamaba Joseph. Dixie se ocupaba de atenderme a mí y hacer la comida.

Me pregunto cómo me veía Joseph en aquel momento. Seguramente no


me miró demasiado. Su atención estaba puesta en hacer una buena
entrevista. Y fue contratado.
El señor Byrne ya tenía otra persona para acosar, molestar y humillar
desde su silla de ruedas. Yo me sentía mejor. Al menos ahora entraba más
luz, cuando Joseph corría las cortinas para que el señor viera los
acantilados y el mar, decía …

A la mañana se encerraban en mi biblioteca y se dedicaban a la lectura. El


viejo le hacía leer en voz alta libros, diarios viejos, en cualquier idioma. El
joven leía, el viejo azotaba. Criticaba la dicción, hacía comentarios
amargos. Otros días no hablaba. El agua se congelaba en mis cañerías, mis
paredes se agrisaban del aburrimiento. El viejo vigilaba con un ojo a su
cuidador y con el otro a Dixie para que no le robara nada.

Por la tarde me dejaban sola. Joseph llevaba a dar su paseo al señor Byrne
a los acantilados.

El momento más encantador del día era el almuerzo. El viejo y el joven


sentados a la mesa de mi amplio comedor. Dixie servía la comida. El señor
movía sus brazos (lo vi muchas veces manejar con destreza su silla en
forma manual) sin embargo se hacía alcanzar el alimento a la boca.
Babeaba, derramaba la comida, le encantaba sacarse los dientes postizos
mientras comía, darle manotazos al plato o al vaso. Mi piso quedaba
enchastrado ante la mirada indiferente y resignada de Dixie.

Un día, escuché una conversación telefónica de Joseph, le contaba a


alguien que el viejo lo ponía a leer en los acantilados, mientras él se
acercaba con su silla al borde del precipicio. ¡Qué novedad! A mí me hacía
lo mismo: encaraba alguna pared y frenaba con el joystick unos
centímetros antes de chocarme.

En sus días más tranquilos conversaba con Joseph, hablaban de los planes
futuros del joven o le contaba de sus viajes cuando era un pintor
conocido. El viejo no tenía un solo familiar vivo. A veces caía en largos
silencios.

Una tarde, la sirena de los bomberos me sacó del letargo en el que caía
cuando ellos estaban en su paseo. Estaban rescatando al señor Byrne del
fondo del acantilado. Al parecer, había fallado el joystick de la silla y el
hombre estaba muerto.
Vi policías, curiosos, a Dixie y Joseph en una conversación agitada que no
pude oir. Sí escuché a Dixie declarar sobre la costumbre del viejo de
arremeter peligrosamente con su silla.

Pasó el tiempo. Joseph y Dixie quedaron conmigo. Joseph terminó su


carrera, formó una familia. Ya es un señor mayor. A mí me cuidan y me
hacen cambios todo el tiempo. Dixie ahora es una especie de asistente del
señor Joseph. Ya hay hijos grandes viviendo aquí. Escuché a uno, abogado,
decirle al señor que no se preocupe por el tema de la escritura (mi
escritura) que eso era solucionable. Pero que debía iniciar una terapia. Y
yo sé por qué. Lo veo de noche, en la oscuridad de su cuarto, con los ojos
abiertos. A veces se levanta, recorre el jardín y lo pierdo de vista…La
esposa o Dixie lo traen de regreso de los acantilados. Lo peor es que tiene
dificultades para caminar. Vamos a tener de nuevo silla de ruedas.

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