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Edición nº 44 enero-marzo 2021

INTERVENCIÓN CON
MUJERES VÍCTIMAS DE
VIOLENCIA MACHISTA DESDE
UNA PERSPECTIVA DE
GÉNERO Y A TRAVÉS DEL
EMPODERAMIENTO
2ª Edición actualizada
PEPA BOJÓ BALLESTER
Psicóloga GZ01365. Intervención con mujeres víctimas
de violencia de géner. Formadora en violencia de
género y en grupos de empoderamiento

Curso válido para solicitar ser reconocido como miembro titular de la


División de Psicología clínica y de la salud, División de Psicología de
Intervención Social, División de Psicología Jurídica y División de
Psicoterapia

ISSN 1989-3906
Contenido

DOCUMENTO BASE ........................................................................................... 3


Marco teórico para la intervención con mujeres víctimas de violencia de género:
La perspectiva de género y el empoderamiento

FICHA 1 ........................................................................................................... 30
El empoderamiento en la intervención psicoterapeutica

FICHA 2 ................................................................................................................................. 35
Los vínculos amorosos y las relaciones igualitarias y de buen trato
Consejo General de la Psicología de España

Documento base.
Marco teórico para la intervención con mujeres víctimas
de violencia de género: La perspectiva de género y el
empoderamiento
1. LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES. DEFINICIÓN Y LEGISLACIÓN
Este curso ante todo pretende incidir en la comprensión del marco teórico desde el que contextualizar la violencia
machista contra las mujeres y en especial la violencia de género. Cuando comprendemos las causas y el marco expli-
cativo de un fenómeno, podemos desarrollar objetivos y metodologías más certeras y que apunten directamente a la
causa del fenómeno.
No sólo es una cuestión de eficacia, también lo es de conocimiento y de compromiso de nuestra profesión en contri-
buir a comprender, prevenir, intervenir y erradicar un problema social de esta magnitud.
La definición que dio la Asamblea General de Naciones Unidas en 1994 en la Declaración sobre la eliminación de
la violencia contra la mujer es la que define el marco de intervención:

«Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para ella, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la pri-
vación arbitraria de la libertad, tanto si se produce en la vida pública o privada» (48/104, ONU, 1994)

Como explicaré más adelante esta afirmación y las siguientes Declaraciones de Beijing, así como el Tratado de Es-
tambul determinan claramente qué es la violencia de género y obligan a los Estados firmantes a erradicarla dotando
desde las administraciones de servicios y recursos específicos.
La violencia contra las mujeres sigue siendo una terrible realidad social que sufren mujeres de todos los países del
mundo. Se trata de un grave problema global que afecta de manera muy negativa las legítimas aspiraciones de mu-
chas mujeres y su capacidad de control sobre sus propias vidas, llegando a poner en peligro su salud, dignidad y la
propia supervivencia, así como la de sus hijas e hijos.
Las estadísticas son claras al demostrar la gran cantidad de mujeres que sufren diariamente episodios de violencia
machista, por ello esto indica que nos encontramos claramente ante un problema social que tiene su raíz y su causa
en la misma estructura social, en su forma de funcionar y de asignar un lugar a hombres y a mujeres.
Dentro de las diferentes violencias que sufren las mujeres la forma más común de violencia contra las mujeres es la
que ocurre en la pareja.
Socialmente la violencia contra la mujer ejercida por su pareja era, o bien directamente ignorada, o bien considera-
da como un problema privado, como algo que sucedía en la intimidad del hogar, formando parte de la vida cotidiana
y que sólo concernía a los miembros de la familia, de alguna manera estaba “normalizada”, “naturalizada”, e incluso
se justificaba el uso de la fuerza para mantener el orden establecido, por lo tanto era invisible, y al ser un tema oculto
entre cuatro paredes nada podía hacerse al respecto.
El paso de ser una cuestión privada a un problema social fue fundamental para situar este fenómeno en el contexto
adecuado para su comprensión y para la intervención. Y de ahí que en un principio los esfuerzos de quiénes trabaja-
ban en el tema estuvieron dedicados a desmontar prejuicios, falsas creencias y estereotipos o perfiles que no pretendí-
an mas que ubicar la causa en lo personal y patológico.
El reconocimiento de una situación o circunstancia como problema social va ligado a su reconocimiento por parte
de una comunidad o de personas de influencia. Como recogen Victoria Ferrer y Esperanza Bosch (2006): “existe un

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problema social cuando un grupo de influencia es consciente de una condición social que afecta sus valores, y que
puede ser remediada mediante una acción colectiva”.
Los avances en la reclamación de la igualdad de las mujeres, respecto a su condición y a su posición, junto con el
movimiento feminista fue clave a la hora de posicionar este tema en el ámbito público (Ferrer y Bosch, 2006) denun-
ciando durante siglos esta forma terrible de dominio y abuso de poder y contribuyendo a la deslegitimación de la vio-
lencia contra las mujeres, a la toma de conciencia colectiva de esta violencia y a la elaboración de un nuevo marco
de interpretación (De Miguel, 2005),
Identificarlo como un problema social supone reconocer que la posibilidad de remediarlo se circunscribe al ámbito
público, colectivo y no al privado o personal y que la raíz del problema está arraigada en la estructura social patriar-
cal, reproducida en todas los espacios: físicos, estructurales, simbólicos, de poder, relacionales, laborales etc.
Al quedar definido como problema social y de derechos humanos se impone la intervención de los poderes públicos
para su erradicación, así como el reconocimiento de los derechos de las víctimas.

1.1. Legislación
A nivel internacional el papel de Naciones Unidas fue fundamental en este tránsito por cuanto instó a la evaluación
de la situación de las mujeres a nivel mundial en relación al principio de igualdad, así como a diseñar estrategias de
prevención e intervención. Todo ello se vehiculó a través de las diferentes asambleas mundiales.
4 1975. I Conferencia Mundial sobre la Mujer celebrada en México D.F. Se reconoce la condición jurídica y social
de la mujer recordando a la Comunidad Internacional que la discriminación contra la mujer es un problema grave
en todo el mundo.
Se identificaron tres objetivos de trabajo: eliminación de la discriminación por razón de género, integración y ple-
na participación de las mujeres y búsqueda de la contribución cada vez mayor de las mujeres en el fortalecimiento
de la paz mundial.
4 1979, se aprueba por la Asamblea General de Naciones Unidas, la Convención para la eliminación de todas las
formas de Discriminación contra la Mujer (en lo sucesivo, CEDAW).
Se trata de uno de los instrumentos jurídicos clave en la lucha contra la discriminación de las mujeres, insta a los
gobiernos a que adopten medidas preventivas y de protección en materia de violencia contra las mujeres y reco-
mienda a los estados que ofrezcan servicios de apoyo a todas las víctimas, como refugios, servicios de rehabilita-
ción y orientación, transformando la violencia contra las mujeres en un problema político y de profundización de
la democracia y sitúan esta problemática en la agenda de los estados democráticos.
Estas recomendaciones siguen estando vigentes y la Convención es el documento
marco para evaluar la situación de igualdad de mujeres y hombres.
4 1980 II Conferencia Mundial celebrada en Copenhague. Se comprueba la dificultad respecto a conseguir las metas
establecidas en la 1ª Conferencia; se realiza un análisis de los obstáculos que existen por parte de los Estados para
aplicar y respetar la CEDAW. Se evidenció la distancia existente entre la igualdad formal y la igualdad real entre
mujeres y hombres; se establecieron tres esferas prioritarias de trabajo: igualdad de acceso a la educación, igualdad
de acceso al empleo y accesibilidad a los servicios de atención a la salud.
4 1985, III Conferencia Mundial en Nairobi, comprobando que a pesar de todos los esfuerzos, los objetivos de la Segunda
Mitad del Decenio de Naciones Unidas para la Mujer no se habían alcanzado, se reconoce que para lograr las metas y
los objetivos planteados era imprescindible contar con la perspectiva y la participación activa de las mujeres.
Aquí se incluyó el maltrato contra la mujer como una de las formas más graves de discriminación y se introducen
dos compromisos específicos para los Estados: la asistencia a las mujeres víctimas de violencia y la necesidad de
fomentar y acrecentar la conciencia pública en este tema, fomentando la responsabilidad de toda la sociedad civil.
4 En 1993, el II Congreso por los Derechos Humanos celebrado en Viena. Se reconoce que los derechos de las muje-
res son una parte inseparable e inalienable de los derechos humanos, evidenciando el escaso nivel de protección
de éstas. La plena participación de las mujeres y la erradicación de todas las formas de discriminación basadas en
el sexo, son objetivos prioritarios de la Comunidad Internacional.
4 1993, la Asamblea General de Naciones Unidas aprueba y promulga en 1994, la Declaración sobre la eliminación
de la violencia contra la mujer, el primer instrumento internacional de derechos humanos que aborda exclusiva-
mente este tema. Definen todo lo que debe considerarse como violencia

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«Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un
daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para ella, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la pri-
vación arbitraria de la libertad, tanto si se produce en la vida pública o privada» (Naciones Unidas 1994).

4 1995 IV Conferencia Mundial de Beijing, reconoció que la violencia contra las mujeres es un obstáculo para lograr
los objetivos de igualdad, desarrollo y paz y viola y menoscaba los derechos humanos y las libertades fundamenta-
les de las mujeres y atribuye por primera vez responsabilidades a los Estados por los actos de violencia contra las
mujeres

«La violencia contra la mujer: es la manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mu-
jeres y hombres, que han conducido a la dominación de la mujer por el hombre, la discriminación contra la mujer
y la interposición de obstáculos contra su pleno desarrollo». (párrafo 18)

En esta Conferencia se aprobó por unanimidad la Declaración y la Plataforma de Acción de Beijing en la que los
gobiernos se comprometían a incluir de manera efectiva una dimensión o perspectiva de género en todas sus insti-
tuciones, políticas, procesos de planificación y de adopción de decisiones. De ahí surgirá también el concepto de
transversalidad (mainstreaming).
En esta declaración se incluían doce áreas de actuación, una de ellas específicamente de violencia contra la mujer.
Este documento es el más completo producido por una conferencia de las Naciones Unidas en relación a los de-
rechos de las mujeres, ya que incorpora lo logrado en conferencias y tratados anteriores.
4 1996, la Organización Mundial de la Salud durante la 49ª Asamblea Mundial de la Salud, identificó la violencia
contra las mujeres como un factor esencial en el deterioro de su salud, ya que las agresiones suponen pérdidas, a
veces irreparables, en la esfera biológica, psicológica y social de las mujeres en todo el mundo.
En su informe sobre violencia contra las mujeres,muestra que ésta se produce en todos los países del mundo, bien
sean desarrollados, en desarrollo o subdesarrollados, y afecta a las mujeres en todas las etapas de su vida.
4 1999, la Asamblea General de las Naciones Unidas, designó el 25 de Noviembre como Día Internacional de la Eli-
minación de la Violencia contra la Mujer.
A partir de entonces, la Organización de Naciones Unidas contempla la erradicación de la violencia de género co-
mo uno de sus principales cometidos estratégicos, como lo demuestra el hecho de haber revisado en el año 2000,
2005 y 2010 (Beijing +5, Beijing +10 y Beijing + 15 Cádiz) los logros conseguidos y el respaldo a los acuerdos ya
adoptados en 1995.
La Unión europea reconoce en el Tratado Constitutivo de la Comunidad Europea, en el artículo 23 de la Carta de los
Derechos Fundamentales, contempla el derecho a la igualdad entre mujeres y hombres, e insta a los Estados partes a
que desarrollen políticas específicas para la prevención y punición de la violencia de género, a que mejoren sus legis-
laciones y políticas nacionales destinadas a combatir todas las formas de violencia contra la mujer y emprendan ac-
ciones para combatir las causas de la violencia contra la mujer.
4 Como culminación, el hito normativo más reciente emanado del seno del Consejo de Europa es el Convenio sobre
prevención y lucha contra la violencia contra la mujer y la violencia doméstica suscrito en Estambul el 11 de ma-
yo de 2011, ratificado por España el 10 de abril de 2014.
Ya en nuestro país la violencia de género es conceptualizada por la Ley Orgánica 1/2004, de Medidas de Protección
Integral contra la Violencia de Género, como:

“Una manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y la relaciones de poder de los hombres so-
bre las mujeres por el hecho mismo de serlo, por ser consideradas por sus agresores carentes de los derechos míni-
mos de libertad, respeto y capacidad de decisión y que tiene como resultado un daño físico, sexual o psicológico”
(Ministerio de la Presidencia, 2004).

Recoge tanto la idea de que se trata de un problema ligado al hecho de ser mujer como el hecho de que se trata de
un problema social.

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“La violencia de género no es un problema que afecte al ámbito privado. Al contrario, se manifiesta como el símbolo
más brutal de la desigualdad existente en nuestra sociedad. (...) La violencia sobre la mujer se presenta como un au-
téntico síndrome, en su sentido de conjunto de fenómenos que caracterizan una situación, que incluye todas aquellas
agresiones sufridas por las mujeres como consecuencia de los condicionamientos socioculturales que actúan sobre
hombres y mujeres, y que se manifiestan en los distintos ámbitos de relación de la persona”.
Sin embargo, y, a diferencia de lo que se plantea en la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mu-
jer (ONU 1994), circunscribe esta violencia únicamente a aquella que ocurre en el marco de la pareja o ex pareja.
El Estado español ha ratificado los principales tratados del derecho internacional de los derechos humanos, lo que
obliga a todas sus administraciones a respetar los derechos previstos en los mismos, a prevenir las violaciones de di-
chos derechos, y promover su reconocimiento.
Para ello, las instituciones del Estado no sólo se obligan a adoptar legislación adecuada, sino también a garantizar su
plena aplicación a través de medidas y políticas específicas.
De hecho, se trata de la primera ley en Europa que abarca de modo integral los diferentes aspectos de este proble-
ma, desde cómo garantizar los derechos de las víctimas, a la atención integral (jurídica, psicológica, sanitaria, social,
en materia laboral o de vivienda, etc.), hasta el trabajo sobre aspectos preventivos en educación, publicidad, etc. (Fe-
rrer y Bosch, 2006).

1.2. Aspectos derivados de estas definiciones


Ante todo, es importante entender que la violencia de género es una violencia de continuidad, que busca el control,
el dominio y el sometimiento de la víctima.
Tal y como señaló Noeleen Heyzer (2000) en calidad de directora ejecutiva de UNIFEM durante el Foro Mundial
contra la Violencia hacia las Mujeres celebrado en Valencia en 2000, la Declaración sobre la eliminación de la vio-
lencia contra la mujer marcó un hito histórico por tres razones básicas:
a) Se reconoció de forma explícita que los derechos de las mujeres y las niñas, son derechos humanos y que la violen-
cia ejercida contra las mujeres por el hecho de serlo constituye una violación de esos derechos.
b) Se amplió el concepto de violencia contra las mujeres, incluyendo tanto la violencia física, psicológica o sexual,
como las amenazas de sufrir violencia e incluyendo todo acto de violencia sea dentro o fuera del ámbito familiar:
los delitos contra la libertad sexual, la mutilación genital, el tráfico de mujeres, la prostitución forzada, los matri-
monios forzosos, la violencia relacionada con la dote, etc.
c) En tercer lugar, resaltó que se trata de una forma de violencia basada en las relaciones de poder históricamente de-
siguales entre el hombre y la mujer y como uno de los mecanismos sociales fundamentales para perpetuar esta de-
sigualdad. De modo que el factor de riesgo para padecerla es precisamente ser mujer.
Estas sucesivas leyes comprometen a los Estados firmantes a:
4 Incluir de manera efectiva una dimensión o perspectiva de género en todas sus instituciones, políticas, procesos de
planificación y de adopción de decisiones. Esto significa que, antes de que se adopten las decisiones o se ejecuten
los planes, se debería hacer un análisis de su impacto sobre los hombres y las mujeres, y de las necesidades de
ellos y ellas (mainstreaming).
4 Reconocer la necesidad de la plena participación, en condiciones de igualdad, de la mujer en la vida política, civil,
económica, social y cultural.
4 Comprometerse en la erradicación de todas las formas de discriminación basadas en el sexo. Desarrollar leyes que
permitan sancionar correctamente las conductas violentas, e implementar medidas que protejan de forma integral a
las víctimas.
4 Promover planes y políticas públicas de Igualdad.
4 Tomar las medidas necesarias para la reparación del daño en las víctimas: crear servicios de atención psicológica,
de salud, sociales, específicos y con personal formado en perspectiva de género.

1.3 Matices diferenciales y distinciones terminológicas


Así, a nivel Internacional violencia de género es toda aquella violencia que se ejerce basada en la desigual posición
que ocupan hombres y mujeres, desigualdad real y simbólica, que implica una consideración de la mujer como un
ser de categoría inferior y sobre la que se tiene derecho de posesión, de decisión, de uso y abuso.

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Por lo que se incluye toda violencia ejercida sobre una mujer por el mero hecho de serlo, siendo una manifestación
de las relaciones de poder y control.
El Convenio de Estambul introduce en su articulado toda una serie de violencias sobre las mujeres como son el abor-
to y la esterilización forzosa, la violencia sexual incluso la asistencia, complicidad o tentativa de alguna de estas ac-
ciones, el abuso sexual de las niñas en el hogar, el abuso y acoso sexual en el trabajo, la violación por el marido, el
tráfico y trata de mujeres, la prostitución forzada, los feminicidios, así como prácticas tradicionales que atentan contra
la mujer: matrimonios forzosos, la violencia relacionada con la dote, el infanticidio, la mutilación genital femenina, y
toda violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra.
En nuestro país a nivel legal, la violencia de género es sólo la ejercida por la pareja o ex pareja, haya o no conviven-
cia y estas otras formas de violencia son consideradas como delitos, si bien, su definición y tratamiento se hace en vir-
tud de otras leyes (como el Código Penal o la Ley para la Igualdad Efectiva entre Mujeres y Hombres).
A parte de ello también nos encontramos con diferentes denominaciones que se utilizan para aludir a las violencias
que enfrentan las mujeres, que pueden generar confusión y que, aunque hacen referencia al mismo hecho, ponen el
énfasis en diferentes aspectos, algo que no es una cuestión baladí dado que al nombrar estamos definiendo cómo se
entiende y a qué causas se atribuye su existencia.
Todas las formas de violencia que recoge la legislación Internacional sobre el epígrafe violencia de género, es vio-
lencia machista.
Éste es un concepto global que incluye no sólo todas las violencias sexistas que sufren las mujeres, es decir, basadas
en la consideración de inferioridad y sumisión de las mujeres respecto al hombre, sino que también incluye las vio-
lencias que se ejercen sobre los cuerpos que rompen los esquemas de género tradicionalmente asignados: intersex,
transexuales, homosexuales, lésbicos, así como mujeres y hombres que se resisten a reproducir el esquema sexo/géne-
ro tradicional (Diputación Foral de Gipuzkoa, 2014).
Con el término Violencia Sexista nos referimos a todas las formas de violencia que sufren las mujeres como conse-
cuencia de la ideología machista: Aquí se incluye la violencia dentro de la pareja (de género), todo tipo de agresiones
sexuales (acoso sexual, abusos, agresiones, violaciones) perpetradas por cualquier hombre, en cualquier espacio (ca-
lle, familia, trabajo), el acoso o violencia sexista (descalificaciones, actitudes machistas, discriminación por ser mujer,
etc.), todo tipo de explotación (trata, prostitución, explotación laboral), así como otras expresiones de poder sobre la
mujer que pueden tener formas y consecuencias diversas (desde el feminicidio, hasta la violencia obstétrica).
Se utilizará Violencia de Género cuando la violencia sexista sea ejercida en cualquiera de sus formas por la pareja o
expareja, coincidiendo con la definición que recoge La Ley Orgánica de medidas de protección integral de 2004
Con estos términos recordamos cuál es la base de dicha violencia: la discriminación contra las mujeres y la ideolo-
gía que la justifica, implantadas a lo largo de toda la historia y que tienen su origen en una determinada estructura de
poder patriarcal
El término Violencia contra las mujeres, es también un término muy general ampliamente utilizado, aunque en su
denominación no se alude a la causa de la violencia, sería más adecuado su uso en plural, ya que la violencia contra
la mujer toma diferentes formas como hemos visto, ocurre en escenarios diversos y es perpetrada por hombres con di-
ferentes niveles de relación sobre la mujer. También se incluye en este término general, la violencia estructural y sim-
bólica.
La violencia intrafamiliar, hace referencia a otro tipo de violencia que se da dentro de las relaciones familiares y que
tiene que ver con la estructura y el sistema de relaciones familiares. Por lo que en absoluto podemos confundirlo, ni
utilizarlo como sinónimo de la violencia de género.
Así cómo en la violencia de género los agresores siempre son hombres y las víctimas mujeres (sin incluir hijas e hi-
jos), en la violencia intrafamiliar, según cita el INE “el 72,6% de las agresiones son cometidas por hombres y el
62,2% de las víctimas son mujeres”. Sus causas, dinámicas, y modelos explicativos constituyen un tema diferente al
que nos ocupa aunque el género es una variable también presente y debe tenerse en cuenta.
Otro tipo de violencia que en nuestro trabajo es muy conveniente analizar y discriminar es la violencia en la pareja,
nos referimos a una violencia situacional, horizontal o bidireccional entre los miembros de la pareja, que se da cuan-
do los conflictos de pareja surgidos por diferentes motivos (separación, disparidad de criterios, mala resolución de
problemas…), se gestionan de forma inadecuada pudiendo derivar en discusiones y expresiones de ira, pero que no
forman parte de un patrón de control abusivo continuado.

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Es importante entender que hablamos de una violencia que ejercen y sufren a partes iguales ambos miembros de la
pareja, por lo que es diferente de la violencia machista de género que es la que nos ocupa. Ésta se sustenta en el ejer-
cicio continuado de un abuso de poder unidireccional, que busca mantener una posición desigual a través del con-
trol y el castigo.
En los casos de violencia de género, evidentemente, nos podemos encontrar con mujeres que pueden responder con
violencia como un mecanismo de autodefensa, sin que ello cambie la unidireccionalidad del abuso de poder.
Aunque hay situaciones complejas y difíciles de determinar, la psicología debe generar recursos que permitan discri-
minar de forma adecuada entre la violencia de género y las relaciones conflictivas.
Para ello hay varios aspectos a tener en cuenta:
4 Que la violencia de género es la historia (Murguialday y Vázquez, 2008) de una relación de poder, no es un hecho
aislado, es una estrategia continuada en el tiempo, que desvela la desigualdad en la relación, la pérdida de poder
de la mujer, de su capacidad de decisión y de autogestión, etc.
4 Que se sostiene sobre creencias que colocan a las mujeres en una posición de subordinación respecto al hombre.
4 Que la sintomatología y el malestar no afecta de igual manera a ambas partes.
4 Que existe una dinámica específica en el desarrollo de este tipo de violencia como veremos más adelante y esa di-
námica se habrá repetido durante el transcurso de la historia de la pareja.
Hasta hace muy pocos años, y todavía en la actualidad, muchas investigaciones se han realizado desde paradigmas
“ciegos al género” (Biglia y Vergés, 2016; Caprile, 2012; Comisión Europea, 2004; García-Calvente, 2010), equipa-
rando la “violencia” continuada con las “agresiones” y reportando cifras similares en mujeres y hombres.
“Al no incorporar el análisis de género, se invisibilizaban los efectos derivados de los condicionantes de género, los
motivos y significados de las agresiones y sus efectos en la relación de pareja” (Delgado, 2014), lo que sesga la inter-
pretación de los resultados.
También es importante desvelar la Violencia Estructural y la Simbólica.
El término violencia estructural remite a la existencia de un conflicto entre dos o más grupos de una sociedad (por
diferencias de sexo, de etnia, de clase, etc.), en el que el reparto, acceso o posibilidad de uso de los recursos es re-
suelto sistemáticamente a favor de alguna de las partes.
Cuando decimos que algo es estructural nos referimos a que forma parte del “esqueleto” en que se sostiene una so-
ciedad, en su forma de organizarse y de funcionar reproduciendo las discriminaciones y acentuando las desigualda-
des.
Por ejemplo, el modelo económico que reproduce y perpetúa la división sexual del trabajo tanto en el ámbito repro-
ductivo como en el productivo, los roles de género y las actividades de cuidado, la brecha salarial, los sesgos en in-
vestigación que siguen con modelos androcéntricos, las desigualdades en salud, la dificultad en el acceso a los
recursos en muchos países (sanitarios, educativos, jurídicos, etc.), la organización del tiempo, la estructura jerárquica
organizacional y el modelo de liderazgo, etc. son ejemplos de violencia estructural.
La violencia simbólica, hace referencia a un concepto acuñado por Pierre Bourdieu en la década de 70 y lo define
como “una violencia amortiguada, insensible e invisible para su propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través
de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconoci-
miento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento” y que se apoya en relaciones de dominación de los
varones sobre las mujeres (Bourdieu, P. y Passeron, J.C. 2001).
Es una violencia que no se manifiesta físicamente, es invisible, pero sin embargo es la “argamasa” (Segato 2006),
que sostiene y da sentido a la estructura jerárquica de la sociedad y al resto de violencias.
Es un orden social que se manifiesta a través de la cultura, se de la estructura social, del espacio y los usos del tiem-
po, conformando un “pensamiento” que naturaliza y normaliza la subordinación, legitimando la desigualdad social.
Tiene que ver con las creencias, los esquemas de pensamiento, las imágenes y lo que transmiten, el lenguaje, los chis-
tes machistas, los relatos y el imaginario que tenemos sobre las cosas, normalizando aquello que “siempre ha sido”:
las ideas dominantes sobre la familia, el amor, la maternidad, la paternidad tradicional, los valores, los roles y com-
portamientos, etc.
No hablamos de otro tipo de violencia, es un contínuo de actitudes, creencias, patrones de conducta que normali-
zan y legitiman la dominación masculina, prescinde de justificaciones, se impone como neutra y no precisa de discur-
sos que la legitimen.

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Conocer esto es importante porque las violencias contra las mujeres no son solamente un asunto relacional, las con-
ductas personales se sustentan en la violencia estructural y simbólica y la Psicología tiene un ámbito social en el que
debe incidir, desvelar y explicar la manera en que, en todos los espacios de la vida y en todos sus campos objeto de
estudio y trabajo se siguen reproduciendo estructuras generadoras de desigualdad.
La psicología, como todas las ciencias, debe contribuir al bienestar de las personas y a la construcción de una socie-
dad justa, “en la que los valores de la igualdad y la no discriminación en razón de sexo, orientación sexual, raza, reli-
gión, etc., sean una realidad y en la que la violencia contra las mujeres deje de ser habitual. (…),ello supone
reflexionar sobre las causas de la violencia, las causas de cualquier discriminación, las estructuras que las perpetúan,
las creencias que las justifican, y a la vez ir creando un modelo diferente de relacionarse con el entorno y entre los se-
res humanos, un modelo de igualdad y buen trato”(Álvarez, Bojo, Milán, Cabrera, Álvarez, Madrid, 2016).

2. MARCO TEÓRICO: LA PERSPECTIVA DE GÉNERO EN LA COMPRENSIÓN DE LA VIOLENCIA


Como ya se ha dicho, a través de las diferentes Conferencias Mundiales sobre la mujer se acuñó el término violencia
de género quedando claramente definida como la expresión de las relaciones de poder y la posición de dominación y
superioridad que ejercen los hombres sobre las mujeres.
A partir de Beijing se insta a los Estados a incluir la perspectiva de género en cualquier intervención en violencia
contra la mujer, por lo que el debate se centró en el concepto de género, reconociendo la necesidad de una reevalua-
ción de toda la estructura social y de las dinámicas propias en las relaciones entre mujeres y hombres.
Nos aporta una variable de análisis necesaria para comprender las cuestiones objeto de investigación, y también una
metodología para dirigir cualquier intervención. Ha ayudado en todas las disciplinas y áreas del conocimiento a
“identificar el sexismo o androcentrismo en teorías, prácticas y políticas; o los llamados “sesgos de género” en proce-
sos de investigación mediante la exageración de las diferencias o la asunción de neutralidad ocultando desigualdades”
(García Dauder,. 2019
Entre todas las discriminaciones que las mujeres sufren, a lo largo de su vida, en diferentes países, culturas y situa-
ciones, la violencia de género es una de las más graves, persistentes y generalizadas.
Según Clara Murguialday, y Norma Vázquez (2008), los movimientos feministas, las organizaciones de mujeres, las
instituciones públicas y los organismos internacionales coinciden en reconocer que este tipo de violencia:
4 Está presente a lo largo de todo el ciclo vital de las mujeres.
4 Atraviesa todas las culturas, razas, etnias, clases y religiones.
4 Tiene fuertes efectos de malestar psicológico en las mujeres que la sufren.
4 Muchos Estados carecen de políticas nacionales para atenderla, y cuando existen, carecen de partidas presupuesta-
rias que las hagan viables.
Hablar de violencia de género o de violencias machistas, supone reconocer que las mujeres somos objeto de un tipo
de agresiones que tienen como denominador común el hecho de ir dirigidas hacia las mujeres por el mero hecho de
serlo.

La violencia de género procede de la desigualdad entre hombres y mujeres, siendo el resultado de la creencia, ali-
mentada por la mayoría de las culturas, de que el hombre es superior a la mujer con quién vive, que es posesión
suya y que puede ser tratada como juzgue adecuado. Es el modo de afianzar ese dominio, por lo que la violencia
de género no es un fin en sí mismo, sino un instrumento de dominación, control y castigo. (Sánchez, Álvarez, Bojó,
Zelaiaran, Aseguinolaza, Azanza, Caballero, 2016).

Se trata, pues, de un tipo de acciones que no pueden ser comprendidas si no se sitúan en el contexto de sociedades pa-
triarcales que definieron en su momento unas reglas de juego, costumbres, ideas y conductas actualmente inaceptables.
Para Miguel Lorente (2004) la violencia de género es un tipo de conducta que presenta una serie de características
diferenciales que la hacen distinta al resto de las agresiones: se activa por causas injustificadas o nimias (no haber es-
tado en casa cuando él llegó, no tener preparada la comida, haberle llevado la contraria, etc.) y tiene por objetivo de-
jar de manifiesto quién tiene la autoridad y el control en la relación.
Lo que se pretende es dominar, ejercer el control sobre ella, de ahí el hecho de que el agresor lo que busca es dejar
clara su autoridad.

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La finalidad de esta conducta es aleccionar introduciendo el miedo y el terror, haciendo así más efectivas futuras
amenazas. La violencia también se ejerce como castigo cuando se incumplen los mandatos de género que el agresor
presupone y espera.
Dado que esta clase de violencia tiene su origen y se fundamenta en las normas y valores socioculturales que deter-
minan el orden social establecido, podemos decir que se trata de una violencia estructural que surge para mantener
una determinada escala de valores y para trasladar la dominación al ámbito de lo privado, dándole un carácter de
normalidad.
No se debe entender y analizar como sucesos aislados, por tanto atribuidos a una serie de rasgos singulares de algu-
nos individuos, dado que se trata de un mecanismo de subordinación de las mujeres que sirve para reproducir y man-
tener el statu quo de la dominación masculina, una forma de definir y perpetuar las relaciones de poder entre los
hombres y las mujeres.
Como recoge Esperanza Bosch-Fiol y Victoria Ferrer-Pérez (2019), aplicar esta perspectiva implica reconocer y tener
en cuenta que:
a) Entre varones y mujeres han existido y aún existen desigualdades que generan brechas de género
b) Se establecen unas determinadas relaciones de poder, en general, favorables a los varones como grupo social.
c) Estas relaciones han sido construidas social e históricamente, condicionan la vida y los roles desempeñados por
mujeres y hombres, atraviesan todo el entramado social y se articulan con otras desigualdades (como las que se
derivan de la clase social, la etnia, la edad, la preferencia sexual o la religión).(Gamba, 2009; Hollander, Renfrow y
Howard, 2011; Mayorga, 2014; Miville y Fergusson, 2014; Smith, 2013; citado en Ferrer, Boch 2019)
La perspectiva de género, o el enfoque de género, implica desarrollar una visión crítica, que toma en consideración
las diferencias y desigualdades entre mujeres y hombres, para poder precisamente, desarticular los discursos y prácti-
cas que tratan de legitimar la desigualdad entre ambos y “naturalizar” el sistema de dominio-sumisión.
No podemos abordar el problema de la violencia hacia las mujeres si no es desde una perspectiva de género (Loren-
te, 2004), como tampoco podemos impulsar y avanzar hacia la igualdad si no hacemos una revisión de la propia
práctica y ejercicio de la profesión para erradicar los prejuicios y generar herramientas que verdaderamente nos ayu-
den en nuestro propósito (Álvarez, et al. 2016).

2.1. Claves para comprender el fenómeno de la violencia de género


Hay que revisar los conceptos que están implícitos en estas afirmaciones y que nos van a ayudar a comprender el
presente discurso.
La construcción de una sociedad desigual no es en absoluto algo ”natural”, este sistema social, a través el tiempo y
condicionado por diferentes factores, se fue consolidado dando lugar a lo que conocemos como Sistema Patriarcal o
Patriarcado. (Gerda Lerner 1986)
Este concepto recibe el reconocimiento general a partir de la obra de Kate Millet Política Sexual (1975). Incluye dos
componentes básicos: a) una estructura social, que crea y mantiene una situación en la que los hombres tienen más
poder y privilegios que las mujeres; b) una ideología o conjunto de creencias que legitima y mantiene el poder y la
autoridad de los maridos sobre las mujeres en el matrimonio o en la pareja y justifica la violencia contra aquellas mu-
jeres que “desobeceden” dicho orden.
Luís Rojas Marcos (1996) incide en los elementos que han determinado el carácter patriarcal de nuestra convivencia:
la aparición de las religiones monoteístas; las aportaciones de filósofos que constituyen nuestra base cultural, como
Aristóteles que consideraba a las mujeres hombres mutilados y con muy poca capacidad para razonar; el desarrollo
posterior de la ciencia que no ha desmantelado muchas creencias perniciosas; el lenguaje que vehicula nuestro pen-
samiento y que cristaliza en dichos y refranes poco edificantes; los usos y costumbres establecidos y apuntalados por
el paso del tiempo.
El patriarcado, considera al hombre como figura de autoridad en todos los ámbitos de la vida, por lo que se le per-
mite el uso de la fuerza como un instrumento de control. El modelo patriarcal justifica y naturaliza la desigualdad en-
tre los seres, crea estructuras jerárquicas (familia, sociedad, religión, sistemas de trabajo, etc.) que implican una
distribución desigual del poder, de la riqueza, de los bienes materiales, del conocimiento, de los derechos y oportuni-
dades, etc., establece la predominancia y superioridad de unos frente a otros, y las relaciones de poder como la forma
natural de relación entre todas las personas, siendo la primera desigualdad, la que se establece en función del sexo
con el que nacemos y donde la preeminencia es del macho y los valores masculinos.

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Esta visión de hombres y mujeres y el papel que se espera que ejerzan en la sociedad naturaliza la desigualdad: desi-
gual valor, desiguales derechos y privilegios
La desigualdad impregna la construcción social del género y afecta profundamente a la subjetividad que construi-
mos, a las relaciones íntimas de mujeres y hombres, a su “estar” y situarse en el mundo, al concepto de sí misma/o y
de la otra/o, por lo que para comprender la violencia de los hombres contra las mujeres es necesario analizar estas
desigualdades entre ambos y los roles interiorizados y asumidos.
Desde esta consideración, la violencia que el hombre ejerce contra la mujer, es la expresión de las relaciones de po-
der, en las que se atribuyen diferentes posiciones de poder, de subordinación y obediencia para la mujer y de autori-
dad y dominio para el hombre, quien ejerce el tutelaje sobre ella, considerándola como de su posesión, y sobre la
que se tiene derecho, emocional, legal y físico-sexual.
El esquema de dominio-sumisión, ha ido cambiando a lo largo del tiempo en las formas de manifestarse, y es posible
que en la actualidad, en determinados sectores genere rechazo e incluso a muchas personas les cueste identificarse
con este esquema, pero, en el fondo, sigue claramente vigente.
Otra forma de denominarlas puede ser: “relaciones de control”, “de arriba-abajo”, “de abuso“. Tras ellas hay un
conjunto de sentimientos, creencias, actitudes y comportamientos interiorizados y poco conscientes que hacen que
nos situemos con otras personas desde posiciones diferentes que suponen privilegios diferentes.
Son espacios de relación done nos medimos o nos enfrentamos, donde nos otorgamos diferente valor. Así, deseamos
hacer prevalecer nuestros derechos frente a los de la otra persona, o sentimos que nuestras necesidades, o que el esta-
tus o el conocimiento o la clase social nos confiere mayor derecho y prioridad sobre los demás.
Este tipo de relaciones que implican desigualdad entre unos y otros, son siempre injustas y por ende generadoras de
violencia, no son espacios solidarios, ni igualitarios, ni de buentrato; no potencian la salud o el bienestar, por el con-
trario, generan injusticia, dolor y violencia.
La normalización de esta ideología que empapa todas las estructuras y organiza incluso nuestros modelos de pensa-
miento y creencias, ha permitido “naturalizar” durante siglos el poder del hombre y el uso de la fuerza como un ins-
trumento de control y se plasma en las relaciones de pareja, donde el mal trato social hacia las mujeres se manifiesta,
se hace invisible y se autoriza, por ello se ha “normalizado”, “minimizado” y “justificado el abuso y la violencia.
La relación de poder más normalizada, justificada y naturalizada, que se reproduce en todas las culturas, clases so-
ciales y espacios, es la que se da entre cualquier hombre sobre cualquier mujer.
Ello determinará la condición y posición social de unas y otros, los roles que se van a asignar, los estereotipos de gé-
nero, etc., y una atribución de valía y poder diferente. Algo que condicionará la vida y los comportamientos que se
consideran adecuados para cada cual. Definen el marco en el que se desarrollará la vida de un hombre y una mujer,
sus papeles, funciones, trabajos y valoración social.
Por Condición se entiende el estado material en el que se vive una mujer, su nivel económico, la falta o no de edu-
cación, la carga de trabajo, su posibilidad de acceso a los recursos, etc., o sea a las condiciones en las que vive y que,
como un círculo vicioso, determinan sus oportunidades y por ello perpetúan la desigualdad.
Por Posición entendemos el lugar que ocupa en la familia, la sociedad, la cultura, y su nivel de poder tanto relacio-
nal, material, económico o político, hace referencia a su visibilidad social, liderazgo, representatividad y equidad
(Amorós, 1976).
La desigualdad también esta interiorizada a través de los valores y creencias sociales que adquirimos por el proceso
de socialización diferencial, en el que nos construimos como mujeres y hombres.
La supuesta inferioridad de la mujer y su necesaria supeditación a un varón, se ha enseñado en las escuelas y univer-
sidades, ensalzado en las canciones o escenificado en las películas. A las mujeres de les ha privado de derechos, ex-
plotado y sometido, y esto sigue siendo una realidad en muchas zonas regiones de planeta.
No podemos negar que hoy en día existen importantes avances en la igualdad entre mujeres y hombres, la realidad
que hoy vivimos es producto en buena medida de las luchas feministas en todos estos años así como de los avances
legislativos e institucionales que los reafirman y extienden a toda la sociedad.
Actualmente hay un buen número de mujeres que no sólo reclaman sino gozan de altos niveles de autonomía, de
capacidad de decisión, se han desarrollado marcos legales que prohíben y/o deslegitiman la discriminación en fun-
ción del sexo y las formas de violencia más evidentes, por ello entendemos que a veces cueste diferenciar la desigual-
dad legal, de la real.

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Hemos de ser capaces de descubrir cómo los modelos actuales, cómo ser mujer y hombre, cómo amar, que en apa-
riencia han cambiado, en “el afuera” (en la superficie), pero no en “el adentro” (a nivel psíquico) ((Sanz, en Ruiz-Jara-
bo y Blanco Prieto 2004) siguen reproduciendo esta desigualdad.
Como también hemos de desvelar y comprender como interseccionan otros factores generadores de desigualdad: la
clase social, edad, origen, etnia, diversidad funcional, etc., creando múltiples ejes de discriminación y aumentando la
vulnerabilidad de muchas mujeres.
La psicología tiene un papel fundamental en todo ello, como ámbito del saber que aborda la dimensión emocional, men-
tal y conductual de los seres humanos, desde lo más íntimo e inconsciente hasta lo social y comunitario. Puede y debe
ayudar con su quehacer y saber, a transformar todo aquello que impide un desarrollo pleno de todas las personas.

2.2. El Enfoque de Género


Es importante comprender y ahondar en el concepto género y el sistema sexo/género.
El género es una categoría de análisis que nos permite comprender cómo hombres y mujeres nos construimos en so-
ciedad, interiorizando modelos, estereotipos, roles y mandatos que conforman nuestra subjetividad, y que condicio-
nan nuestros comportamientos, expectativas, e incluso la manera de relacionarnos a nivel amoroso.
El precedente intelectual del concepto de género se debe a Simone de Beauvoir (1949), cuando planteó en su estu-
dio “El segundo sexo”, su famosa frase «la mujer no nace, se hace» y no precisamente a través de las condiciones bio-
lógicas que definen el sexo, sino a través de un proceso individual y social.
A partir de ahí son académicas feministas anglosajonas, en los años setenta, quienes sistematizan la propuesta inte-
lectual de la filósofa francesa y la concretan en el concepto de género, que comenzó a utilizarse para referirse a la
construcción sociocultural de los comportamientos, actitudes y sentimientos de hombres y mujeres y se pudieron su-
perar las creencias sobre la supuesta “naturaleza inferior de la mujer”.
Desde el punto de vista de la psicología, Money (1955) y Stoller (1968) fueron los introductores del concepto de gé-
nero, a partir del estudio con personas transexuales.
Una de las primeras antropólogas encargadas de dilucidar el concepto de género es Gayle Rubin (1975), quien estu-
dia las causas de la opresión de las mujeres, con el fin de conocer los elementos que sería necesario transformar para
llegar a una sociedad sin jerarquías de género.
Rubin acuñó el concepto sistema sexo/género, que define como «el conjunto de disposiciones por el que una socie-
dad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesida-
des humanas transformadas”.
Es un sistema que identifica sexo o sea lo biológico, con el género y define ciertas características como masculinas o
femeninas, ciertas actividades como apropiadas para mujeres o para hombres. Estableces normas, leyes, tradiciones,
mandatos sociales y formas de comportamiento diferentes a cada sexo, definiendo ideales de masculinidad y femini-
dad y se convierten en un sistema de prohibiciones, obligaciones y derechos diferenciales para hombres y mujeres.
Este sistema entre otros factores, se apoya en la división sexual del trabajo: productivo y remunerado para los hom-
bres y reproductivo-no remunerado para las mujeres, y en la jerarquización del mundo en dos espacios, la esfera de
lo público y de lo privado, recluyendo a las mujeres a lo domestico y dependiendo de los hombres.
Poder separar los conceptos sexo y género, fue fundamental para aportar claridad y separar las características físicas
y biológicas, referidas a estructuras que se relacionan con la reproducción, que permiten definir a los seres humanos
como machos o hembras, o sea relativas al sexo, de las características sociales, culturales asignadas a las personas en
el momento de nacer, o sea el género.
Así, la categoría Sexo apela a lo biológico, sexo cromosómico, sexo genital y sexo hormonal. Y Género es una cate-
goría social, por tanto modificable, no inmanente al sexo, pero que estructura la identidad de las personas y las ubica
en el mundo como hombres o mujeres, ordena las formas de comportamiento como masculino/femenino.
Nuestro sistema de género agrupa a los sujetos en dos grupos: femenino y masculino. Es un sistema binario de inclu-
sión y de exclusión: homogeneiza y divide y tienen un carácter normativo (Barberá, y Martinez Benlloch, 2004). Di-
cha asignación se realiza en el momento de nacer en función de los genitales externos, confundiendo sexo con
género, por lo tanto, biológico con social.
En esta diferenciación por género, lo masculino tiene una connotación de superioridad y de derecho y las activida-
des que realizan los hombres son valoradas positivamente en relación a aquellas que se consideran propiamente fe-
meninas, las cuales a su vez son subestimadas.

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De esta forma se va aprendiendo a ser mujer y hombre, en una interacción en la que median definitivamente rela-
ciones de poder, alimentando un binomio de sumisión-control. Aprender a ser mujer en un mundo ordenado desde lo
masculino como modelo, implica interiorizar subordinación.
Durante siglos, la creencia vigente era que estas características exhibidas por hombres y mujeres eran naturales e
inalterables, determinadas por diferencias biológicas o por orden divino, el patriarcado mezcla, interesadamente, lo
biológico y lo social, justificando el orden de dominio-sumisión. Al naturalizar la diferencia consiguen convencer de
que esa organización social es inamovible.
La identidad de género es social y personal, puesto que nos apropiamos de lo social para, tamizándolo por las pro-
pias experiencias, construir el ‘self’. La identidad será, pues, la síntesis particular de prescripciones sociales, discursos
y representaciones sobre el sujeto, producidas y puestas en acción en cada contexto particular, y no una realidad
transcendente de estatus natural (Sánchez el al. 2016).
El género que se nos asigna, nos construye absolutamente desde el momento del nacimiento, condiciona nuestra
subjetividad, cómo nos comportamos, cómo nos expresamos, qué reprimimos, cómo nos colocamos en las relaciones
y define nuestro “yo”.
Hablar de subjetividad es hablar de la condición de los sujetos, de su índole, de su peculiaridad, de aquello que los
delimita y distingue del mundo de los objetos y de otros seres. El concepto de subjetividad alude a la posibilidad de
algunos seres vivos de tomar conciencia acerca de su condición, esto es, de volver su sensibilidad y potencial reflexi-
vo sobre ellos mismos, percatándose de su realidad distinta de la de otros seres (Burin 1987).
Esta construcción subjetiva sobre quién soy nos permite vivir y existir, pero también nos condiciona la forma de per-
cibir la realidad y de estar en el mundo. Como explican Burin y Dio Bleichmar (1996), ésta se construye a través de la
incorporación de todas las representaciones sociales y su progresivo pasaje a representaciones psíquicas que se insti-
tuyen como subjetivamente significativas a lo largo de las vivencias durante el desarrollo individual.
Se establece una relación entre nuestro cuerpo físico y la vida que se nos asigna, y a partir de ahí se crean dos iden-
tidades: femenina para las mujeres y masculina para los hombres. Se configuran dos estereotipos diferentes, con una
escala de valores diferentes y jerarquizados. Se desarrollan dos subculturas, la femenina y la masculina, con dos cos-
movisiones, dos maneras de percibirse y de mostrarse, con valores, creencias, roles y posiciones diferentes.
La identidad de las mujeres es el conjunto de características sociales, corporales y subjetivas que las caracterizan de
manera real y simbólica de acuerdo con la sociedad.
Es una identidad ya basada en la desigualdad, que se interioriza y reproduce, perpetuándola.
La construcción socio-cultural del género ha su-
puesto la configuración de estereotipos y roles, ba- FIGURA 1
sados en una escala de valores diferentes y MANUAL DE ATENCIÓN PSICOLÓGICA A VICTIMAS DE MALTRATO
jerarquizados intentando homogeneizarnos, y con COP GUIPUZKOA
ello creencias, valores.
A partir de los valores y creencias que una socie-
dad determina se configuran las creencias de géne-
ro que van a determinar nuestro modo de ser y de
vivir; se nos asignan unos roles determinados y
unos estereotipos ideales de feminidad y masculini-
dad.
Con la identificación con dichas identidades asu-
mimos criterios de valoración y normas de compor-
tamiento que constituyen verdaderos mandatos de
género: “una buena mujer se sacrifica”, “lo más im-
portante en la vida de una mujer son su marido y
sus hijos“, “los hombres son fuertes por naturale-
za”, “mejor callar que crear conflicto”, “un hombre
siempre sabe lo que quiere”, “las mujeres saben
cuidar por naturaleza”, “los hombres sexualmente
activos son más viriles”, etc.

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Así, al varón se le educa en la fortaleza, la autonomía, la seguridad, agresividad, la actividad, el liderazgo, indepen-
dencia, en la expresión de sus intereses y en la afirmación de su yo, se le otorga el rol de proveedor de bienes mate-
riales y económicos, el espacio público y el derecho al cuerpo y sexualidad de la mujer (Fernández-Llebrez, 2004).
Se les educa para que su fuente de gratificación y autoestima provenga del mundo exterior, se construye una autoes-
tima basada en el logro, en lo material. En relación a ello se les reprime la esfera afectiva, hay una educación emo-
cional y afectiva de género.
A la mujer se nos educa para ser en contrapunto y la complementariedad del varón, para la dependencia y debili-
dad, la delicadeza, sensibilidad, emocionalidad, empatía, docilidad, resignación, pasividad, frivolidad, se nos adjudi-
ca el rol de esposa y madre, de cuidadora y proveedora de las necesidades emocionales y afectivas, nuestro espacio
es el privado, la esfera íntima y nuestro cuerpo y sexualidad no nos pertenecen.
Se nos orienta para que la fuente de gratificación y autoestima provenga del ámbito privado, fomentando la esfera
afectiva; reprimiendo nuestras libertades, talentos y ambiciones e impidiendo la autonomía y autopromoción. De este
modo, nuestra autoestima se basa en lo relacional y afectivo, y concretamente en agradar y complacer, obteniendo
de ahí el refuerzo necesario.
Desde una perspectiva cognitiva, el género es una variable moduladora y modeladora de los procesos intelectivos y
emocionales relativos a la dicotomía varones y mujeres. Estos modelos de género y las asimetrías de poder que subya-
cen a ellos producen efectos que se manifiestan en todas las dimensiones de la vida de los sujetos (Martínez Benlloch
(2004).
La identificación de género, constituye un pilar básico en la construcción del psiquismo y del sistema de intercam-
bios y relaciones con la/el otro “ya que alimenta relaciones de género, articulando todo un sistema de creencias y atri-
buciones adquiridas normativamente, que ordenan el mundo desde los estereotipos. Así, para la construcción de su
identidad, los individuos continúan utilizando modelos de género, por lo que la construcción de los géneros será, al
mismo tiempo, proceso y producto de su representación social.” (Pastor y Bonilla 2000).
Todo ello conforma un entramando normativo, inconsciente pero muy potente, que nos restringe y limita, son gene-
radores de culpabilidad cuando no se cumplen, y coartan la libertad y el desarrollo personal.
“Una vez incorporado de esta forma (el ideal de género), el sujeto deseará en función de lo que ha interiorizado en
la particular y singular construcción de su estructura. Y sus actos y comportamientos, producto de su subjetividad, es-
tarán así marcados por toda la secuencia anterior que lo ha estructurado” (Velasco, 2006)
A modo de resumen se podría decir que la identidad femenina define a la mujer como: SER-PARA-Y DE-LOS-
OTROS. El deseo femenino organizador de la identidad es el deseo por los otros.
Frente a la masculinidad del hombre que lo define en tanto que ser social y cultural como: “SER-PARA-SÍ-MISMO”.
(Basaglia, 1978, Lagarde 1990).

Este sistema de identidades de género implica una desigualdad que se fundamenta en una jerarquización de valo-
res, en la que lo femenino es trivial y cotidiano, está a expensas y subordinado a lo masculino que se considera
trascendental, con lo que se fomenta, justifica y reproduce la discriminación.
Esto tiene implicaciones que afectan seriamente el desarrollo social de las mujeres y en la historia del patriarcado
se han manifestado como discriminación, exclusión, invisibilización, subvaloración y violencia, por el solo hecho
de ser mujeres.

La socialización diferencial para hombres y mujeres, se desarrolla a través de vínculos o relaciones personales car-
gadas de afecto, lo que produce una impronta emocional profunda, que se establece en los primeros años de vida,
cuando la capacidad cognitiva aún no se ha desarrollado. De ahí las dificultades para promover cambios desde lo ra-
cional cuando lo que se haya implicado es lo emocional.
Paulatinamente han ido cambiando, las relaciones dentro de la pareja, los modelos de familia, etc., estamos ante
una serie de cambios sociales importantes. Desde hace ya unas décadas, a través de diversos movimientos sociales,
(el movimiento feminista, LBTGIQ), el sistema de valores imperante ha entrado en crisis, hombres y mujeres nos esta-
mos cuestionando nuestro estar en el mundo, nuestra manera de vincularnos, las formas de amar, la relación con
nuestro cuerpo y la sexualidad.
La redefinición de los roles de género, de las identidades binarias, su alejamiento de los tradicionales ideales de

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masculinidad y feminidad, la aparición de nuevas realidades para hombres y mujeres, alientan una conmoción de los
valores sobre los que se asentaban las identidades masculina y femenina y una revisión de todo ello.
Estos cambios externos son expresión de deseos de relaciones igualitarias pero a menudo van más deprisa que los
cambios internos, es decir que la interiorización de los nuevos valores y creencias.
Actualmente estamos en un momento de “transición”, en el que conviven modelos opuestos, e incluso se dan contra-
dicciones en una misma persona, entre sus ideales o los modelos relacionales a los que aspira y los mensajes aprendidos
e introyectados, que se siguen reproduciendo de forma inconsciente. Marcela Lagarde (1998) lo denomina “sincretismo
de género”, refiriéndose a la coexistencia de diferentes culturas de género (antiguas y modernas, por ejemplo, respecto a
la sexualidad o los roles) que pueden crear situaciones de contradicción, conflictos o paradojas subjetivas.
El debate sobre la identidad de género está en el centro de la actualidad, tanto a nivel académico, psicológico, como
social y político.
A modo de resumen, la incorporación del enfoque de género, no sólo debe estar presente para una mejor compren-
sión y análisis de la violencia contra la mujer, sino también para establecer estrategias encaminadas a producir cam-
bios personales, sociales y comunitarios que contribuyan al desarrollo de las personas, mujeres y hombres, desde la
autonomía y la independencia.

3. IMPLICACIONES DEL ENFOQUE DE GÉNERO EN LA INTERVENCIÓN


La perspectiva de género en general está aportando claridad y comprensión a numerosos problemas y fenómenos so-
ciales, de salud, de relaciones, y respecto al problema de la violencia machista nos permite entender esta realidad
desde una visión más amplia y global.
No sólo aporta la posibilidad de visibilizar las causas socio-culturales que están en la base de este tipo de violencia,
sino que además permite diseñar estrategias de prevención y considerar vías alternativas de intervención ya que desde
este enfoque se pretende ir a la raíz del problema.
Si la violencia se sustenta en la desigualdad, promover la igualdad y la equidad entre hombres y mujeres, será el ob-
jetivo al que nos hemos de encaminar como sociedad. Para avanzar en la igualdad es fundamental incorporar la pers-
pectiva de género, por ello hay que fomentar la reflexión, investigación, formación e intervención desde esta visión,
en cualquier ámbito del desarrollo de nuestra profesión. Consideramos, por ello que la transversalidad es necesaria y
fundamental (Álvarez, et al. 2016).
Por tanto en nuestro trabajo, entre los objetivos estaría el de facilitar a las mujeres el desarrollo de la propia autono-
mía para recuperar el control sobre sus vidas, fomentando aquellas actitudes y tomas de decisión que las ayuden a si-
tuarse en el centro de sus intereses y necesidades.
Esto supone movilizar los recursos propios desde la autoafirmación y la seguridad en sí mismas, en definitiva contri-
buir a restablecer el poder y los derechos que les fueron sustraídos en aras del desarrollo de la propia identidad, esto
es empoderarlas.
También transformar las creencias sobre las identidades de género, sobre las relaciones de poder y sobre el amor,
trasmitidas a través del proceso de socialización y capacitar en modelos afectivos igualitarios.
En la intervención, la perspectiva de género nos permite observar desde un lugar, desarrollar una mirada que va a te-
ner en cuenta cómo el “ser mujer” y el “ser hombre” nos condiciona y determina en muchos ámbitos de la vida y có-
mo las relaciones entre los géneros se han establecido a través de posiciones diferentes de poder.

¿Cómo podemos utilizar todo ello en la terapia y en relación con la mujer que ha sido víctima de esta violencia?
4 Indagando sobre el tipo de relación y detectando las desigualdades, inequidades en su relación y la distribución de
poder.
4 Desarrollando una comprensión y contextualización adecuada para devolverle a la víctima que su problema no es
personal, sino social.
4 Aportando esta forma particular de mirar que nos hará detectar roles, creencias, valores sexistas, etc.
4 Comprendiendo cómo se ha construido su identidad y con qué estereotipos se identifica y cómo se ha conformado
su subjetividad a partir de ello.
4 Planteando objetivos referidos a la revisión y transformación de creencias sobre la identidad de género y sobre el
amor.
4 Potenciando el empoderamiento.

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Pero también hemos de revisar:


4 Nuestras propias creencias y prejuicios sexistas.
4 Nuestros modelos de relación e ideas sobre el amor y la pareja.
4 Nuestra propia experiencia vital y modelos afectivos.
4 La relación con la violencia en nuestro entorno o círculo cercano (podemos minimizarla o normalizarla).
4 El lenguaje que utilizamos (sexista o inclusivo)
4 No reproducir esquemas tradicionales de género en los materiales yel¡jemplos que utilicemos.
4 Incluir la diversidad en el trabajo y como forma natural de entender la vida.

También hay que tener presente que el concepto género


4 No es sólo cosa de mujeres, como dice García Dauder (2019) “permite marcar que tanto varones como mujeres no
nacen como tales, sujetos a un destino biológico, sino que se hacen o llegan a serlo bajo relaciones de poder y do-
minación dentro de estructuras patriarcales.”
4 Señala cómo se construyen las relaciones de poder asimétricas entre mujeres y hombres.
4 La perspectiva de género no niega las diferencias relativas al sexo y por tanto biológicas (como por ejemplo se evi-
dencian en la salud).
4 No excluye el resto de factores que condicionan nuestra psique y contribuyen a explicar nuestros problemas emo-
cionales y psicológicos.
4 Es un concepto que hace referencia a un constructo cambiante. Los roles y las relaciones se modifican a lo largo
del tiempo y del espacio, siendo susceptibles a cambios por intervenciones.
4 Pueden existir diferencias en base a las culturas, etnias, clases sociales.
4 Aporta claridad poder comprender cómo a partir de lo biológico se crea un modelo de naturaleza social y pone en
evidencia que las desigualdades entre mujeres y hombres, tiene un componente estructural.
4 No es un factor trivial, construye nuestra subjetividad, interiorizando mandatos y comportamientos que tenderemos
a repetir y normalizar.
La perspectiva de género en psicología, debe servir para poner en evidencia y tomar conciencia de CÓMO estos fac-
tores que construyen y determinan nuestra subjetividad, condicionan nuestra vida, afectos y problemas emocionales,
e incluso genera diferentes formas de expresar el malestar, y por tanto la sintomatología, además del resto de determi-
nantes que explican la conducta humana y los procesos psíquicos.
Esta mirada de género ha sido incorporada por profesionales de numerosos campos del conocimiento, la ciencia, la
filosofía, antropología, psicología, salud, semiótica, etc., aportando datos nuevos para comprendernos como sociedad
y como individuos. En el campo de la psicología tenemos numerosas/os profesionales que han dedicado tiempo e in-
vestigaciones aportando sus conocimientos: Silvia Tubert, Mabel Burín, Emilce Dio Bleichmar, Nora Levinton, Fina
Sanz, Mariela Michelena, Luís Rojas Marcos, Luís Bonino, Bosch, E. y Ferrer, V. y Carmen Serrano, entre otras mu-
chas.

3.1. Salud, “malestar”, violencia y género


Incorporar el enfoque de género y la comprensión de su impacto en la salud mental y emocional, debería ser un re-
quisito fundamental, ya que no sólo nos da una visión de lo que ocurre más certera y veraz, sino que nos ayuda a que
las intervenciones sean más eficaces.
Esta interacción del sistema de género tanto en la construcción de las identidades como en la asignación de poder,
expectativas y responsabilidades, no sólo conforma creencias, valores y costumbres, también contribuye a las diferen-
cias en la exposición y vulnerabilidad a factores de riesgo, y a generar una morbilidad diferencial en función del sexo,
y del género (Valls-LLobet 2013).
Cuando incorporamos los constructos del sistema sexo/género a la salud, en general y a la salud mental en particu-
lar, entendemos que son elementos susceptibles de generar vulnerabilidad, por las diferentes condiciones de vida, y
de desarrollar síntomas diversos como consecuencia de ello. Por ello hablamos de determinantes de salud (Ruiz Can-
tero, 2009; García Calvente, del Rio Lozano y Marcos Marcos, 2013).) o de factores de riesgo y vulnerabilidad, ya que
esto subraya los riesgos y problemas de salud que se enfrentan como consecuencia de la interpretación social del pa-
pel asignado.

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Dicho de otro modo, ciertas características asociadas a identificaciones y comportamientos de género, masculinos y
femeninos tradicionales, pueden contribuir a producir sintomatologías diferenciales (Bonilla, 2004).
En las mujeres, al ser educadas para llevar la sobrecarga de los cuidados, el trabajo reproductivo y no remunerado,
ocupar posiciones de subordinación, etc., les puede hacer más vulnerables a experiencias de abuso y violencia. Tam-
bién nuevas exigencias, como la doble y triple jornada laboral, los nuevos modelos de familia, el modelo de éxito so-
cial y personal, la competitividad, el ideal corporal, la eterna juventud, etc., son factores relacionados con la
identidad de género actual que siguen provocando problemas emocionales.
Así como como en los hombres, las características asociadas a lo masculino, la demostración de fuerza, autoridad,
potencia sexual, mantenimiento de su posición de poder, conductas de riesgo, entre otros y los modelos masculinos
actuales asociados a la exigencia física-corporal, ideales de éxito, individualismo y competitividad, etc., explican las
maneras de vivir y la prevalencia de determinadas conductas y enfermedades (García Calvente, Del Rio, Maroto, Sán-
chez, Fernández, 2018).

Así, podemos hablar de determinantes sociales y de género que inciden de forma diferente en mujeres y hombres,
provocando vulnerabilidades diferentes respecto a la salud mental, debido a distintos roles, códigos y estilos de vi-
da en función del género. Evidentemente interactuando con factores individuales: modelos de apego, vivencias y,
experiencias personales, exposición a situaciones traumáticas, etc.

A menudo la expresión de estos “factores o determinantes de salud” la observamos inicialmente en forma de quejas
y malestares difusos, psicosomáticos, emocionales (ansiedad, síntomas depresivos, tristeza, sensación de vacío, poca
autoestima) que pueden estar indicando un conflicto con los modelos de identidad de género, y el cumplimiento o no
de las expectativas asociadas.
Este conflicto entre lo que se espera de nosotras/os, y lo que se desea verdaderamente, se expresa de manera implíci-
ta a través del malestar emocional, o malestar de género (término acuñado inicialmente por Betty Friedan, “La mística
de la feminidad” publicado en 1963 y que ha tenido todo un desarrollo hasta la actualidad).
Es un malestar causado por los efectos de la socialización de género, la inequidad que provoca en las condiciones
de vida, y la represión de los deseos y necesidades personales.
Para Mabel Burin (Burin, Moncaraz y Velazquez 1991; Muruaga y Pascual 2013), los malestares de las mujeres son
la expresión de contradicciones y conflictos internos. donde la mujer percibe la ansiedad, pero no conoce ni discrimi-
na los términos del conflicto que la produce.
Emilce Dio Bleichmar (1984) habla de “microtragedias cotidianas que al no ser identificadas claramente ni resueltas
en forma oportuna, se convierten en confusos malestares” y sigue afirmando que “el malestar de las mujeres puede
modificarse si se lo deja de considerar una enfermedad que hay que curar y en cambio, se le reconoce el legítimo re-
clamo que encierra”.
El síndrome de malestar se considera un problema de salud de gran relevancia por la OMS y de gran complejidad en
las causas, pues intervienen factores biopsicosociales, de la subjetividad, del género y de la forma de vida.
Es fundamental comprender la relación de la salud y por tanto de la enfermedad y el malestar de las mujeres, con los
aspectos psicosociales derivados de la posición de subordinación de las mujeres, de las desigualdades y las relaciones
de poder, de los diferentes contextos y situaciones vitales de las mujeres, teniendo en cuenta la simultaneidad e inter-
sección de las múltiples desigualdades y las vulnerabilidades específicas que generan la clase, la raza, la condición de
migrante, la opción sexual, las discapacidades.
Esto es muy importante en el abordaje de la salud mental de las mujeres, ya que sin una formación en género se
puede errar en el diagnóstico y patologizar algo que es una expresión de las condiciones en que vive y en ocasiones
del maltrato que se sufre, invisibilizando el problema, revictimizando a la mujer y manteniendo la estructura de opre-
sión incluso a veces más reforzada (Polo y López 2014) (Bosch y Ferrer 2019).

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Incluir esta mirada, tener en cuenta los factores o determinantes sociales que originan la sintomatología, además
de los factores personales e intrapsíquicos y los biológicos, permitiría relacionar los síntomas con causas que de
otro modo pueden pasar inadvertidas.
Entenderíamos la relación de las demandas y quejas de muchas mujeres con los mandatos de género.
Nos permitiría marcar objetivos y elaborar líneas de actuación y abordaje, a menudo interdisciplinar, y podríamos
detectar señales de inequidad en las relaciones así como prevenir la violencia o al menos detectar inicialmente re-
laciones en las que ya hay una clara expresión de abuso y control.
De lo contrario podemos errar en el diagnóstico, tratar sólo los síntomas y no reparar en la violencia existente

FIGURA 2
INTERVENCIÓN SIN ENFOQUE DE GÉNERO. ELABORACIÓN PROPIA

FIGURA 3
INTERVENCIÓN CON ENFOQUE DE GÉNERO. ELABORACIÓN PROPIA

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FIGURA 4
INTERVENCIÓN PAREJA SIN ENFOQUE DE GÉNERO.
ELABORACIÓN PROPIA

FIGURA 5
INTERVENCIÓN PAREJA CON ENFOQUE DE GÉNERO.
ELABORACIÓN PROPIA

3.3. Modelos explicativos


Cuando hablamos de modelos explicativos nos referimos a cómo integramos los diferentes factores que inciden en
este problema. Como la misma OMS señala en su estudio sobre violencia y salud del 2002: “La violencia es el resul-
tado de la acción recíproca y compleja entre factores individuales, relacionales, sociales, culturales y ambientales”.
También en nuestro trabajo observamos factores que tienen que ver con: los estilos emocionales, la falta de control
de impulsos, la poca o nula tolerancia a la frustración, la falta de asertividad, el afrontamiento violento del conflicto,
patrones familiares, factores individuales y las expectativas y mitos sobre la pareja y el amor. Y de todo ello tendremos
que ocuparnos. No se debe olvidar, sin embargo, que muchos de estos factores que tienen que ver con la historia y
biografía personal, están ya condicionados por una educación y modelos sexistas, una educación emocional, afecti-
vo-sexual que tiene un profundo sesgo de género.
A ello se une la presencia de creencias y actitudes negativas de los maltratadores hacia las mujeres (Echeburúa, Co-
rral 1998; Echeburúa, y Fernández-Montalvo, 1998 Bosch y Ferrer, 2002).

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Actualmente hay coincidencia en considerar que el análisis de la violencia de género debe ser realizado desde mo-
delos explicativos multicausales o multifactoriales (Heise, 2011; ONU, 2006; Rodríguez-Menés y Safranoff, 2012),
que contemplan diferentes factores de riesgo que dan lugar a la violencia contra las mujeres.
Estos modelos, aunque pueden diferir en la importancia que asignan a los diferentes factores individuales y sociales
que incorporan, todos ellos entienden esta violencia como un fenómeno complejo, que sólo puede ser explicado a
partir de la intervención de todos ellos, en el contexto general de las desigualdades de poder entre varones y mujeres
en los niveles individual, grupal, nacional y mundial.
Entre estos modelos multicausales o ecológicos podemos destacar el Bronferbrenner (1999) que contempla cuatro
niveles interrelacionados y de influencias recíprocas: nivel social, comunitario, familiar, individual.
También Jorge Corsi (1995), también expone un modelo similar teniendo en cuenta factores que provienen de diver-
sos contextos.El modelo ecológico de Lori Heise (1998), es muy similar,, sugiere que en la génesis del maltrato se
combinan los efectos de: a) factores que actúan en el marco sociocultural y del medio económico y social,; b) facto-
res que actúan en el marco comunitario, comunidad o instituciones y estructuras sociales formales e informales; c)
factores que actúan en el marco familiar, relaciones o contexto inmediato donde el abuso tiene lugar; y d) factores
que actúan en el ámbito individual y características individuales.
Los factores personales por sí solos no pueden explicar la prevalencia y universalidad del problema, pero evidente-
mente existen y también van a marcar los objetivos de la intervención. Cuanto mayor sea el número de factores de
riesgo presentes, mayor será la probabilidad de aparición del abuso o maltrato.
El modelo piramidal desarrollado por Esperanza Bosch y Victoria Ferrer (2013), también recoge y explica todas las
formas de violencia contra las mujeres, jerarquizando en niveles desde los aspectos relevantes y comunes a todos los
tipos de violencia, hasta los factores individuales y desencadenantes de la violencia (la sociedad patriarcal en su base,
seguida por los procesos de socialización diferencial, aprendizaje de creencias y modelos normativos; un tercer esca-
lón constituido por las expectativas de control, y en último lugar los eventos desencadenantes y factores individuales).
Estos enfoques ayudan a comprender y contextualizar la violencia, y por ende a desarrollar y diseñar modelos de in-
vestigación y de intervención que ayuden a entender la complejidad del problema, y a transformar un sistema social
de dominación, que reproduce y perpetúa la violencia contra las mujeres.
No hay que olvidar que ninguna intervención es neutra, ni siquiera la terapéutica y de no incluir la mirada de géne-
ro corremos el riesgo de profundizar y consolidar los mandatos ya aprendidos fundamentados en la desigualdad entre
mujeres y hombres (Alvarez et al. 2016).

4. PRINCIPIOS BÁSICOS PARA LA INTERVENCIÓN PSICOLÓGICA


La relación de poder y la reproducción de roles, se plasma en las relaciones de pareja, donde el mal trato hacia las
mujeres se manifiesta, dando lugar a diversas conductas para mantener esas posiciones, de tal modo que la violencia
puede utilizarse como conducta para mantener la sumisión de las mujeres, y por tanto mantener la posición de privi-
legio, pero también para castigarla cuando no “obedece”.
Este proceso, de instauración gradual, que supone un atentado contra la integridad de las mujeres, actúa sobre sus
sentimientos, sus emociones, sus relaciones afectivas, familiares y sociales, sobre su sexualidad y sobre su cuerpo de-
jando una profunda huella.
Aunque se presentan por separado, las diferentes formas que puede adoptar la violencia de pareja contra las mujeres
están estrechamente relacionadas y con frecuencia se ejercen de forma simultánea.
Con base en la definición de Naciones Unidas transcrita previamente, se pueden distinguir las siguientes formas de
ejercer la violencia:

4.1. Tipos de violencia


Maltrato físico: acciones de carácter intencional que conllevan daño y/o riesgo para la integridad física de la vícti-
ma. Comprende el uso deliberado de la fuerza, golpes, empujones, palizas, heridas, etc., así como las amenazas de
provocarle daño.
Maltrato psicológico: acciones intencionadas que conllevan un daño y/o riesgo para la integridad psíquica y emo-
cional de la víctima, así como contra su dignidad como persona. Se manifiesta de múltiples formas, desde el control
(que se puede ejercer a través de: amenazas, intimidación, et.) al aislamiento, desvalorización, negación de proble-

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mas, culpabilización continuada, insultos, humillaciones, vejaciones, etc., que son expresadas abierta o sutilmente.
Este tipo de violencia no deja huella física en el cuerpo, pero sí produce un deterioro en diversos aspectos de la vida
de quien la sufre.
El maltrato social y el ambiental son formas de maltrato psicológico, entendido, el primero, como el control sobre la
vida social de la víctima, la reclusión o prohibición de relacionarse y el abuso y humillaciones en público y, el segun-
do, como el deterioro del entorno de la víctima, en forma de suciedad, rotura de objetos personales, etc.
Maltrato económico y/o patrimonial: actos u omisiones destinadas a controlar el aspecto económico de la vida de
la víctima, restringir o prohibir decisiones sobre patrimonio o dinero, controlar sus bienes, impedir el acceso a la in-
formación o el manejo del dinero o de otros bienes económicos.
Maltrato o violencia sexual: acciones que obligan a una persona a mantener intimidad sexual forzada (por intimida-
ción, coacción –chantaje o amenaza- u otro mecanismo que anule o limite la voluntad personal).
La suma de todas estas estrategias conduce a una situación de devastación psicológica frente a la que es muy difícil
reaccionar, al menos sin ayuda.
Otro ejemplo de estas forma de mantener la relación de poder puede ser a través de los micromachismos, en refe-
rencia a comportamientos de control y dominio de “baja intensidad”, naturalizados, legitimados e invisivilizados que
algunos hombres ejecutan impunemente, con o sin conciencia de ello, son pequeños y cotidianos controles, imposi-
ciones y abusos de poder (Bonino, L. 2004, 2008). Por ejemplo la negación o no implicación en las tareas domésticas
o de cuidado aludiendo a la “incapacidad” o “el bien hacer de la muer”, uso del tiempo y el espacio a su favor, el pa-
ternalismo, el distanciamiento como estrategia para no enfrentar un tema, etc.
Los micro machismos permiten desvelar el machismo cotidiano que continúa instaurado pero que no se reconoce
fácilmente, y que convive con actitudes y creencias igualitarias, pero que cuando es persistente y continuado en el
tiempo genera problemas en la salud de la mujer, baja autoestima, malestar difuso, somatizaciones (es una causa del
”malestar”), confusión, inseguridad. Daña la relación y el vínculo de pareja que de nuevo se convierte en un espacio
no equitativo, desigual, donde el poder sigue en manos del varón.
Otras formas de ejercer el maltrato psicológico son diversas formas de acoso y control a través de las redes sociales y
los medios on-line:
El Ciberacoso o Ciberbullying, definido como el uso y difusión de información, real o ficticia, con ánimo lesivo o di-
famatorio que puede realizarse a través de diferentes medios de comunicación digital como el correo electrónico, la
mensajería instantánea, las redes sociales, etc. Es decir, es un acoso u hostigamiento a través de nuevas tecnologías
que puede ser de contenido sexual (Ciberacoso sexual).
El Grooming se define como el acoso o acercamiento a un o una menor ejercido por una persona adulta con fines
sexuales
Sexting sin consentimiento se utiliza para denominar el intercambio de mensajes o material online con contenido
sexual. Es una forma de violencia cuando la víctima no da su consentimiento para su difusión.
Control dentro de la pareja mediante mensajes de wasap, control de las redes sociales, aplicaciones de control de
ubicación, apropiación de las contraseñas, etc. Es una forma de saber en todo momento dónde, con quién y qué hace
tu pareja.
Uno de los retos que se nos presentan es poder identificar nuevas formas de acoso, de expresión de la situación de
control, de maltrato, puesto que ante los aparentes cambios sociales y los logros a nivel de igualdad entre hombres y
mujeres, hacen que cueste identificar nuevas conductas al compararlas con el anterior discurso más autoritario. Mu-
cha gente no se reconoce en este modelo dominio-sumisión, aunque escenifique finalmente relaciones de total de-
pendencia, control, posesión, de desigualdad, insana, violenta y de nuevo en ocasiones peligrosa.

4.2. Dinámica de la violencia de género


En el inicio, los malos tratos suelen manifestarse por actitudes de control que generan confusión al identificarlas cul-
turalmente como pruebas o actos de amor, como por ejemplo la expresión de los celos o las actitudes “protectoras y
de control” que impiden la autonomía e independencia de las mujeres dentro de las relaciones de pareja.
Ninguna mujer desea ser maltratada, y desde nuestro trabajo hemos de ser capaces de explicarle lo que le ocurre,
para que pueda comprender los factores que están presentes en la violencia machista y en la permanencia en la rela-
ción. Rescatando los recursos que si ha puesto en marcha para poder sobrevivir, sus fortalezas y valores y ayudándola
a superar los sentimientos de vergüenza, culpabilidad y fracaso que solemos observar.

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La ruptura psíquica interna es tal que a menudo no se reconocen a sí mismas: “yo no era así”. Han perdido sus señas
de identidad, la sensación de ser “buena madre”, “buena compañera”, “buena amiga” y la confianza en sus propias
capacidades.
Por ello hay que explicar que el maltrato en la pareja no surge de forma repentina, sino que suele ser resultado de
un proceso más o menos prolongado que se inicia con conductas abusivas y que posteriormente va aumentando en
intensidad y frecuencia. En un inicio, es un proceso en escalada.
Las primeras señales no se advierten ante todo si tenemos idealizado el mito del amor romántico, si confundimos
control con amor, si tenemos o hemos tenido modelos de relaciones abusivas en nuestra historia familiar o personal.

En un principio, cuando se inicia la relación es posible que no veamos los signos de maltrato, ya que:
4 El modelo de socializaciónde género nos prepara para ello, para estar al “servicio de”, e intentar agradar y satisfa-
cer las necesidades de la pareja.
4 El mito del amor romántico que reafirma esta posición de “subordinación”, normalizando conductas de riesgo (ce-
los, control…)
4 Una normalización del uso de la violencia dentro de la familia o de la cultura de dónde provenimos.
Y cuando empieza a tener efectos en la mujer, a nivel cognitivo y emocional, la violencia presenta un patrón inter-
mitente, generalmente el maltrato no es continuo, sino que alternan fases de agresión con las de cariño o calma. Leo-
nore Walker (1994) detectó la dinámica común que se en este tipo de violencia, cíclica, algo que nos ayuda a
entender cómo se produce y se mantiene la violencia en la pareja.
Es lo que L. Walker (1994) denominó «ciclo de la violencia». Éste ciclo, varía en intensidad, duración y frecuencia,
pero con el tiempo el intervalo entre etapas se hace más corto.

FIGURA 6
FUENTE MARIANGELES ÁLVAREZ GARCÍA

Fase de acumulación de la tensión: En esta fase los actos o actitudes hostiles hacia la mujer se suceden, produciendo
conflictos dentro de la pareja. La hostilidad del hombre va en aumento sin motivo comprensible y aparente para la
mujer, puede demostrar su violencia de forma verbal y en algunas ocasiones, con agresiones físicas, con cambios re-
pentinos de ánimo, que la mujer no acierta a comprender y que suele justificar.
En esta fase la víctima intentará “calmar a su pareja”, complaciéndola y/o con conductas de evitación. Mantienen la
creencia de que puede controlar estos episodios y que de alguna manera son provocados por ella
La asumción de la responsabilidad de la violencia es algo que vamos a ver continuamente, por ello es muy impor-
tante ayudarle a identificar las causas y la atribución de la responsabilidad de la violencia, en ese sentido la identifica-
ción como víctima es un primer paso necesario para situarse de forma adecuada.

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Fase de explosión. Estalla la violencia y se producen las agresiones físicas, psicológicas y sexuales. Esta fase suele ser
corta y aquí se da la mayor probabilidad de sufrir lesiones graves o de alto riesgo para su vida. Las denuncias o de-
mandas de ayuda, se suelen dar en esta fase.
Fase de reconciliación, más conocida como “fase de luna de miel”: en esta etapa el agresor manifiesta que se arre-
piente y pide perdón, utilizando estrategias de manipulación afectiva (regalos, caricias, disculpas, promesas...) y trans-
firiendo la culpa del conflicto a la mujer, negando su responsabilidad.
Las creencias sobre el amor romántico, inducen a creer en la posibilidad del cambio, hemos de recordar que esta-
mos ante el proyecto de vida: pareja y familia que estructura y da sentido, todavía hoy en día, la vida de muchas las
mujeres y hombres.
En la medida en que los comportamientos violentos se van afianzando y ganando terreno, la fase de reconciliación
tiende a desaparecer y los episodios violentos se aproximan en el tiempo y las agresiones sufren una escalada desde la
violencia verbal a la física.
De estas teorías partió Leonore Walker (1979), para concluir que las actitudes pasivas de la mujer lo eran sólo des-
pués de haber ensayado activamente todo el repertorio de habilidades personales para defenderse y anticiparse a las
agresiones. Como consecuencia, la mujer aprende que está completamente indefensa porque, haga lo que haga, el
maltrato es imprevisible y continuará. Describe los efectos a largo plazo que podían aparecer en las relaciones de pa-
reja en las que el hombre agredía a la mujer, nombra una serie de síntomas entre los que destacaban los sentimientos
de baja autoestima, depresión, reacciones de stress intensas y sensación de desamparo e impotencia que denomina
Sindrome de la mujer maltratada.
Numerosos estudios inciden en algo común, la intermitencia de la violencia, con el refuerzo positivo que proviene
del mismo agresor, la dependencia material y emocional del mismo, la existencia de un vínculo afectivo con las cre-
encias sobre el mismo y la teoría de la indefensión aprendida (Seligman, 1975), contribuyen a comprender la perma-
nencia en la relación.
Hemos de tener en cuenta este ciclo porque va a repercutir en la urgencia para recibir atención (fase de explosión),
y a veces en la retirada de la denuncia y tal vez reticencia a seguir en la terapia en la fase de reconciliación. Por ello
en cuanto acude una mujer es muy importante establecer un vínculo con ella y que sienta que es un espacio seguro,
que se sienta acogida y que el trabajo pretende ayudarle a sentirse mejor y recuperarse
de sus síntomas. Cualquier proyección de alguna expectativa por nuestra parte o indicación: “deberías pensar en se-
pararte”, va a provocar la desconfianza, incomodidad y ruptura de la relación de ayuda (Sánchez et al 2016).
Por tanto, hay un conjunto de factores que ayudan a comprender la permanencia en la relación y la dificultad de la
ruptura.
4 Sistema de creencias patriarcales sobre roles de género y/o normalización del uso de la violencia dentro de la familia.
4 Dependencia económica de la pareja y falta de recursos económicos.
4 Factores relacionados con la dinámica y ciclo del maltrato
4 Atribuciones erróneas sobre la causa del maltrato.
4 Creencia en el poder del amor (mito del amor romántico).
4 Miedo al acoso y a las represalias del agresor.
4 La indefensión aprendida. Cuando una persona se enfrenta a un acontecimiento que es independiente de sus respues-
tas, aprende que es incontrolable. La víctima se mantiene inmóvil dentro de la relación y sin ver otras alternativas.
4 La sintomatología emocional y la Traumatización crónica que sume a la mujer en un estado ansioso- depresivo,
tendencia a la disociación,etc. y le impiden tomar decisiones.
4 La falta de autoestima a la que habrá llegado, etc.
4 La identificación con el agresor (Ferenczi, 1933, citado en Frankel 2002), algo común en las experiencias traumáti-
cas donde la falsa posición de “seguridad” se busca en la alianza con el agresor por un lado, unido a la educación
de la mujer que la instruye para comprender y poner por delante las necesidades del ser amado.
4 La existencia de hijos/as, que hacen difícil dar el paso.
4 La falta de red de apoyo económico y/o afectivo fuera (no tener a quién recurrir o a dónde ir)
No existe un perfil de víctima, como no existe un perfil de agresor. Los factores intrapsíquicos están condicionados
por factores de diversa índole, desde los más individuales a los macro sociales.
La ideología patriarcal configura un escenario de normas y creencias en las que se da por adecuado o no determina-

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dos comportamientos, se les asigna un significado (por ejemplo, se valora la violencia como rasgo de masculinidad) y
se penaliza o potencia.
Evidente y afortunadamente también existen factores protectores que nos ayudan a revisar y a transformar nuestras
pautas de conductas (modelos de solidaridad y cooperación, valores de igualdad y de derechos humanos, habilidades
de comunicación asertiva, estilos emocionales empáticos y constructivos, etc.).

4.3. Impacto en la salud de las mujeres


Las consecuencias psicológicas del maltrato crónico pueden resultar devastadoras para la vida y el equilibrio emo-
cional de la persona que lo sufre: mujeres, hijas e hijos. Ser víctima de violencia de género de alta o baja intensidad
durante periodos prolongados produce daños, tanto físiológicos como psicológicos.

TABLA 1
IMPACTO EN LA SALUD

La violencia sufrida sin duda tiene efectos, a veces incluso muy intensos y perdurables en el tiempo, sanar los efec-
tos del maltrato unido a la identificación de los factores educativos y sociales de riesgo, deben estar presentes en la
elaboración de nuestros objetivos terapéuticos. Un elevado porcentaje de mujeres víctimas de violencia presentan es-
trés postraumático y otras alteraciones clínicas (depresión, ansiedad, síntomas depresivos, tendencias suicidas, baja
autoestima, sentimientos de culpa, etc.).
La perspectiva del trauma es básica para explicar los daños psíquicos. A partir de entender cómo inciden las expe-
riencias traumáticas en la salud física y psíquica, podemos comprender y relacionar los síntomas de las mujeres mal-
tratadas con las condiciones de vida y experiencias sufridas (Sánchez et al. 2016).

4.3. Elaboración de objetivos terapéuticos


En este curso no se va a abordar la intervención propiamente dicha, pero si es importante recordar que en nuestro
trabajo, entre los objetivos, además de restablecer su salud psicológica y emocional, estaría el de facilitar a las muje-
res el desarrollo de la propia autonomía para recuperar el control sobre sus vidas, fomentando aquellas actitudes y to-
mas de decisión que las ayuden a situarse en el centro de sus intereses y necesidades, construir de nuevo una
identidad más allá de la identidad de víctima y desarrollar nuevos modelos amorosos y competencias para el trato
igualitario.
Esto implica movilizar los recursos propios desde la autoafirmación y la seguridad en sí mismas, en definitiva contri-
buir a restablecer el poder y los derechos que les fueron sustraídos en aras del desarrollo de la propia identidad.

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Leonore E. A. Walker señala que la psicoterapia tradicional debe modificarse de modo que tenga en cuenta el im-
pacto específico del trauma y la teoría feminista. Ella sugiere una nueva intervención que denomina “Survivor the-
rapy”.
4 Los principios más relevantes de su intervención son:
4 la seguridad de la mujer
4 su empoderamiento
4 la validación de sus experiencias
4 el énfasis en sus puntos fuertes
4 la educación
4 la diversificación de sus alternativas
4 el restaurar la claridad en sus juicios
4 la comprensión de la opresión
4 el que la mujer tome sus propias decisiones
La adecuada percepción del maltrato es uno de los objetivos que no pueden faltar en una intervención, así como la valo-
ración del riesgo de la víctima, la regulación emocional y mejora de la sintomatología clínica y el empoderamiento.
La reconstrucción de la experiencia traumática será otra de las metas, con el fin de que la mujer pueda entender los
efectos que los mecanismos de control y abuso han tenido sobre ella, saliendo de la confusión, vergüenza y culpabili-
dad y recuperando aspectos de su identidad que se verán dañados tras la experiencia de maltrato.
Su identidad como “madre, amiga, compañera, profesional, etc. puede verse dañada como efecto del abuso y de las
consecuencias cognitivas, emocionales y comportamentales, ya que además de ver alteradas sus capacidades, la vi-
sión de sí mismas se ve profundamente dañada.
Hay que recuperar y reconstruir la imagen de ellas, de sus capacidades y habilidades, revisando como se sentían y
reconocían antes de la relación con él (Lopez Gironés y Polo Usaola 2014).
También la categoría de “víctimas” va a influir en la reconstrucción de su identidad. Si bien en un primer momento es
fundamental ese reconocimiento ya que supone atribuir la responsabilidad de lo ocurrido al maltratador, a veces se pre-
tende que las víctimas supervivientes respondan a un determinado estereotipo, de fragilidad, dependencia, que posterior-
mente puede generar dificultad para definir su identidad y visualizarse y como mujeres capaces y empoderadas.
En un inicio es fundamental la acogida emocional, la escucha, y la validación de sus sensaciones y relato, al igual
que ir dotándola de recursos de regulación emocional. Pero cuando la paciente pueda ya tener una visión sobre lo
ocurrido, es probable que ya necesite comprender a nivel cognitivo por qué le ha ocurrido esto.
Es el momento para explicarle que se trata de un problema social que tiene que ver con un modelo de relaciones de
género, con unas creencias y mandatos que surgen de la estructura patriarcal. Y poco a poco ayudarle a hacer visible
cómo ha sido en su caso, cómo ha sido su socialización, sus modelos amorosos, sus guiones afectivos aprendidos, pa-
ra que pueda relacionar su educación, con sus
comportamientos, sus expectativas, etc.
TABLA 2
Para ello, necesitamos realizar una tarea psicoe- OBJETIVOS
ducativa, revisando las falsas ideas y mitos sobre la
violencia de género, relacionando la sintomatolo-
gía y las consecuencias con la violencia sufrida (no
patologizando y personalizando), transformando las
creencias sobre el amor trasmitidas a través del pro-
ceso de socialización y la educación amorosa, y
capacitar en modelos afectivos igualitarios.
Podemos enumerar a modo de ejemplo estos as-
pectos generales como objetivos básicos de inter-
vención, recogidos en el Manual de Intervención
del Cop de Gipuzkoa:

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La perspectiva de género nos tiene que acompañar en nuestro trabajo y de esta forma capacitar a la mujer para com-
prender lo sucedido, realizándolo de forma transversal durante la terapia, mediante las devoluciones y preguntas que
susciten la reflexión sobre las creencias sociales, machistas que otorgan al hombre preferencia y dominio sobre la mu-
jer, explicando qué supone la desigualdad y en qué consiste la igualdad.
Con ello, además de la intervención terapéutica vamos a poder:
Desarrollar una comprensión y contextualización adecuada del problema.
Detectar roles, creencias, valores y mandatos de género y sobre el amor.
Revisar y transformar creencias sobre la identidad de género y sobre el amor.
Potenciar el empoderamiento.
Hay que recordar que existen colectivos de mujeres especialmente vulnerables y de los que sólo voy a hacer men-
ción, ya que sería necesario un tema de formación específico para cada caso. Mujeres con diversidad funcional, con
trastorno mental grave, mujeres migradas, mayores, embarazadas, y mujeres que viven en entornos rurales. En estos
casos hay otros factores, además de ser mujer que interseccionan generando mayor vulnerabilidad y factores específi-
cos (vivencia continuada de maltrato y por diferentes agresores, limitaciones para desarrollar su autonomía, dificultad
en reconocer el maltrato,mayor dependencia económica y material, etc). Nos plantea retos a nivel de detección e in-
tervención y exige implementar medidas y recursos de ayuda con otros servicios y profesionales.

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Ficha 1.
El empoderamiento en la intervención psicoterapeutica
Si la base de la violencia contra las mujeres se asienta en la desigualdad de poder estructural entre mujeres y hom-
bres, la igualdad se convierte en el objetivo para la prevención y la meta de la intervención.

La perspectiva de género aporta una mirada para el análisis, el empoderamiento es el objetivo al que hay
que dirigirse.

Por ello, la terapia psicológica debe conseguir un cambio en las causas que provocan dicha desigualdad, que como
hemos visto son causas materiales objetivas: dificultad de acceso a recursos, peor nivel económico o dependencia en
ese aspecto, dificultades o precariedad laboral, etc., y causas subjetivas relacionadas con el aprendizaje y la identifi-
cación con ideales de feminidad/masculinidad que normativizan comportamientos y reproducen creencias y valores
sexistas.
Una intervención que aspire a trabajar en profundidad debe actuar en estos elementos constitutivos de la identidad
de una persona, provocando cambios y modificando estos determinantes de género. En los hombres debería generar
una comprensión y sensibilización respecto a las relaciones de poder y cómo se asocian a ideales de masculinidad. Y
en las mujeres, no sólo hay que realizar un trabajo de comprensión, sino que hay que dotarlas de herramientas para la
transformación y adquisición de posiciones igualitarias. En ese sentido, promover el empoderamiento, será el objetivo
general que debe guiar la intervención con mujeres que han enfrentado violencias.
Desde ahí es muy importante primero comprender qué es el empoderamiento, ya que en la actualidad se está dando
cierto abuso y trivialización del término, vaciándolo de contenido y negándole el potencial transformador de la es-
tructura social.
El término empoderamiento procede del inglés empowerment. Nace como concepto en las organizaciones popula-
res de los países del sur, entre ellas las organizaciones feministas y de mujeres, para referirse al proceso mediante el
cual las personas y grupos excluidos y oprimidos desarrollan capacidades para analizar, cuestionar y subvertir las es-
tructuras de poder que las mantienen en posición de subordinación.
Este concepto aplicado a las mujeres surge en 1984 en la India (aunque su metodología procede de la educación po-
pular desarrollada por el brasileño Paulo Freire (1970) y toma plena vigencia a partir de la IV Conferencia de Beijín al
ser un objetivo estratégico junto con el mainstreaming de género.
“El empoderamiento de las mujeres y su plena participación en condiciones de igualdad en todas las esferas de la so-
ciedad, incluyendo la participación en los procesos de toma de decisiones y acceso al poder, son fundamentales para
el logro de la igualdad, el desarrollo y la paz” (Declaración de Beijing de Naciones Unidas 1995).
A partir de aquí ya queda definitivamente ligado a un tema de derechos humanos, reconociendo la igualdad entre
mujeres y hombres, como un objetivo clave y estratégico en todas las políticas públicas.
Volviendo a una definición básica, el empoderamiento alude a que las personas o colectivos desfavorecidos social-
mente, puedan convertirse en agentes activos y desarrollen capacidades para analizar, cuestionar y subvertir las es-
tructuras de poder que las mantienen en posición de subordinación.
Alude a un proceso de toma de conciencia individual y colectivo, sus dos dimensiones (Kabeer, 1999) que permite
a las mujeres aumentar su autonomía, aumentar su participación en los procesos de toma de decisiones, el acceso a
los recursos, al ejercicio de poder, en definitiva elimina su subordinación en relación al varón. Es un proceso que se
desarrolla, se obtiene (nadie lo concede, nadie empodera a nadie) y se da de “abajo arriba”, y de “dentro a fuera”
(Lagarde (2004)
Debe generar cambios personales y sociales, no puede quedarse en lo individual, potenciando la capacidad crítica
de comprender las causas de la desigualdad, teniendo claves de análisis, generando nuevos valores y creencias y de-
sarrollando habilidades comportamentales. El empoderamiento personal es la base sobre el que se sustenta el colecti-

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vo, pero al mismo tiempo, si no va acompañado del empoderamiento colectivo, no es sostenible a largo plazo (Row-
lands, 1997).
Hablamos de pasar de una situación de subordinación, de no tener poder, a una situación en la que se tiene control
sobre la propia vida. Esto es, pasar de no tener poder, a tenerlo
Naila Kabeer (2003). Es en la definición del concepto mismo de “poder” donde el pensamiento feminista ha realiza-
do aportes claves a la filosofía del empoderamiento, cuestionando el poder patriarcal que podríamos decir que es un
“poder sobre”, términos de dominación y de ganar “poder sobre otros”.
Desde el feminismo se concretan otras formas de poder al que se aspira, un poder positivo, compartido, horizontal
que genera espacios y relaciones igualitarias, solidarias y saludables (Batliwala (1983). Por ello se habla de “poder
desde dentro”, o «poder interior»: refiriéndose a la capacidad personal de dirigir tu vida y al desarrollo personal. El
“poder de o para” un poder que comprende la capacidad de tomar decisiones, de tener autoridad para solucionar los
problemas. El “poder con” otras mujeres para tomar decisiones compartidas. Hace referencia a la posibilidad de orga-
nizarse colectivamente y de manera autónoma para decidir y defender un objetivo común.
Al empoderarse una mujer se capacita interiormente, para poder, tomar decisiones, elegir, participar, etc., desde ella
misma y con otras mujeres, para influir en la sociedad.
En resumen podríamos decir que el empoderamiento de las mujeres se refiere al proceso mediante el cual las muje-
res, individual y colectivamente, toman conciencia sobre cómo las relaciones de poder atraviesan sus vidas, y ganan
la autoconfianza y la fuerza necesarias para transformar las estructuras de discriminación de género.

1.1. El empoderamiento en la práctica psicológica


El término empowerment ya se recoge en la Psicología Comunitaria, cuando el psicólogo comunitario Julian Rappa-
port (1987, 1994), desarrolla en los años sesenta una teoría válida que sirva de guía a la investigación y actuación
científica. Buelga y Musitu (2009), también consideran que la mayoría de los problemas sociales se deben a una dis-
tribución desigual de los recursos y la transformación viene de dotar de herramientas para el empoderamiento perso-
nal y colectivo.
En la Psicología, como en otras áreas, en ocasiones, se utiliza el término de forma inadecuada, asociándolo a la idea
de “autonomía y capacitación”, y ciertamente un parte hace referencia a ello, olvidando que además es un proceso
que aporta comprensión de las estructuras que generan desigualdad y aspira a generar cambios en ellas.
Aparece a menudo utilizado en espacios terapéuticos donde el reparto de poder y los roles y relaciones de género
no se cuestionan, como sinónimo de “crecimiento personal”, o autoestima; en espacios mixtos donde la generaliza-
ción del término puede enmascarar e invisibilizar de nuevo las brechas de género, precisamente porque mujeres y
hombres no parten de las mismas condiciones ni ocupan el mismo lugar; incluso se utiliza en proyectos con colecti-
vos que ya tienen poder: “curso de empoderamiento para empresarios” (espacios no faltos de poder y que porcentual-
mente son masculinos).
Empoderar no es sólo:
4 Potenciar la autoestima y la autoconfianza
4 Conocerse a sí misma
4 Desarrollar habilidades sociales de comunicación, resolución de conflictos y toma de decisiones
Es todo ello y algo más, debe favorecer:
4 La toma de conciencia de la relaciones de género, de dominio/sumisión.
4 La modificar de creencias sexistas
4 Comprender cómo hemos aprendido a ser mujeres, qué aspectos de la identidad de género nos desempoderan.
4 La transformación de las relaciones, cambiando nuestra posición, potenciando nuestra autonomía y generando rela-
ciones igualitarias.

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Podríamos hablar de tres pasos que deben darse en todo proceso que promueva el empoderamiento:

FIGURA 7
ASPECTOS DEL PROCESO DE EMPODERAMIENTO.
ELABORACIÓN PROPIA

En el ámbito de la violencia machista el empoderamiento es fundamental si queremos operar cambios desde la raíz.
No sólo va a determinar el objetivo general, sino que también marca una manera de trabajar, cómo realizamos nues-
tra intervención y qué metodología y recursos utilizamos.
A nivel de objetivo porque nuestro trabajo debe permitir visibilizar la raíz del problema, ayudarle a tomar consciencia de
su situación, su posición en la relación, de cómo se han interiorizado estos mensajes (construcción de la identidad de gé-
nero), sus ideales amorosos, revisando creencias, pero también de capacitarle para desarrollar estrategias que permitan el
desarrollo de la propia autonomía y para poder establecer relaciones igualitarias de buen trato.
A nivel de cómo realizamos la intervención, siendo conscientes del uso que hacemos de nuestra figura de autoridad en la
relación terapéutica, si establecemos o no una relación horizontal, sin realizar un ejercicio de poder, sin pretender, dirigir
sus decisiones, sin paternalismos, respetando su ritmo y necesidades, sin valora, culpar o enjuiciar sus experiencias.
A través de la relación terapéutica también podemos trabajar un modelo nuevo de igualdad, tratando a las mujeres desde
su dignidad, creyendo en sus propias capacidades, recogiendo las estrategias y recursos que han desarrollado y les han
permitido subsistir, fomentando la toma de decisiones desde la responsabilidad y evitando la doble victimización.
También se refiere al uso de un lenguaje inclusivo, y recursos metodológicos que pongan en valor la diversidad y
que no refuercen los roles tradicionales de género y los modelos afectivos tradicionales.
En resumen, hay que hacer una reflexión sobre el uso que se está realizando de la palabra “empoderamiento”. En
nuestro trabajo en general y en violencia de género, realizar una terapia no tiene por qué ser empoderante, ya que
puede ser intervenciones “ciegas al género”, que no actúan sobre las causas, o con una supuesta “objetividad” que no
hace sino reproducir los prejuicios y creencias tradicionales, y que por ello no sólo no son eficaces, ya que no apun-
tamos a la verdadera causa de la violencia, sino que además se pueden agravar los desbalances de poder, reforzar la
ideología machista y revictimizar a la mujer.

1.2. Indicadores de empoderamiento


Es importante señalar que aunque hemos hablado de dos dimensiones, individual y colectiva, en la práctica el em-
poderamiento se va a reflejar en tres ámbitos o esferas: el personal, relacional (afectivo, laboral) y el colectivo (Row-
lands (1997). Estos tres ámbitos no son excluyentes, sino que se solapan, se combinan. y se refuerzan mutuamente.
Nuestra intervención para promover el empoderamiento debe impactar en la subjetividad, transformando aspectos
emocionales, psíquicos, cognitivos y conductuales, que están implícitos en el proceso.
Podremos ver cambios a nivel cognitivo (cambio en la visión de sí mismas, en la comprensión del impacto de los ro-

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les de género, por ejemplo), pero tal vez a nivel comportamental no puede realizar los cambios deseados, por sus cir-
cunstancias (mujeres mayores con dificultad para cambiar algunos aspectos en la relación, etc.) o por falta de habili-
dades. A veces los cambios se operan a nivel interno, pero los cambios en el exterior, modificando formas de
funcionar son más lentos.
Hay que recordar que es precisamente en el ámbito familiar, donde las estructuras de poder son muy rígidas y están
muy afianzadas, con roles muy definidos y posiciones muy interiorizadas, donde los cambios son más difíciles.
Otras veces podremos observar que la mujer tiene un buen repertorio de habilidades sociales (puede estar empode-
rada a nivel laboral), pero a nivel emocional y/o cognitivo, sus patrones, experiencias y creencias la tienen atrapada
en lo afectivo. Pero hay que recordar que la mera adquisición de habilidades o capacidades no conlleva un cambio
de actitudes ni promueve el empoderamiento, sino se realiza una labor de cuestionamiento de los roles y relaciones
de género que están en la base de los comportamiento
El proceso no se da igual todos los ámbitos, dado que está sujeto también a un contexto determinado y factores de la
propia historia y entorno. Pero hay que validarlo y reforzar todos los pasos que se den.
Los aspectos de agencia y capacidad de elección, son claves en el proceso, ya que indican niveles de empodera-
miento observables, y que requieren, para poder llevarlos a cabo, del desarrollo de otros aspectos. La agencia hace re-
ferencia a establecer las necesidades y prioridades propias, implica niveles de autoestima y autoafirmación. Para
decidir, tengo que ponerme en el centro, valorar mis necesidades, sopesar posibilidades, decidir asumiendo la respon-
sabilidad, pero también tengo que poder hacerlo (el entorno, las circunstancias, la legalidad, pueden impedirme la
posibilidad).
Inicialmente el proceso de empoderamiento lo podemos centrar en desarrollar el autocuidado y el propio espacio y
tiempo personal, a veces muy menguado en mujeres que han sufrido violencia.
El establecimiento de indicadores pretende centrar la intervención en unos aspectos que puedan ser observables, nos
marca puntos a trabajar y también a evaluar.
Muestran de forma muy gráfica la distribución de los niveles de responsabilidad y poder y los estilos emocionales y de
comunicación, se evidencia así la desigualdad en la relación, que no siempre es sinónimo de malos tratos. Evidentemente
en las relaciones donde hay violencia el perfil dominio/sumisión es claro. También podemos utilizarlos para hacer visible
a la mujer cómo se escenifican las desigualdades, cómo se expresa el machismo y en qué ámbitos hay que trabajar.
Para poder operativizar el trabajo con mujeres víctimas de la violencia a partir de los indicadores, se pueden definir
objetivos que se van a abordar de forma transversal a veces durante el desarrollo de la terapia, y otras lo podemos ha-
cer de forma deliberada como una actividad psicoeducativa.

TABLA 3
INDICADORES DE EMPODERAMIENTO

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En definitiva, el empoderamiento conduce a lograr autonomía individual de las mujeres, modificando su autoper-
cepción y auto-identidad, transformación las relaciones de poder entre mujeres y hombres, en el plano personal y so-
cial.
Para el logro de este objetivo es necesario, junto con el empoderamiento de las mujeres, articular fórmulas y espa-
cios que favorezcan el incremento del número de hombres que, en el espacio público y privado, cuestionan el mode-
lo tradicional de masculinidad, desarrollan actitudes y comportamientos acordes y coherentes con el objetivo de la
igualdad y se comprometen, junto con las mujeres, en el desarrollo integral de mujeres y hombres y en la consecu-
ción de una sociedad más justa e igualitaria, que resulte beneficiosa para unas y otros.

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Ficha 2.
Los vínculos amorosos y las relaciones igualitarias y de
buen trato
1. EL IDEAL DEL AMOR ROMANTICO
Hablar de amor es hablar de un sentimiento universal y, que sin embargo, está sujeto a aprendizajes culturales, ex-
periencias y condicionamientos sociales, por ello es importante comprender el papel que juegan los modelos amoro-
sos en la reproducción de relaciones desiguales, de poder y de violencia.
El concepto de “amor” y cómo se entienden las relaciones afectivas, es algo que evoluciona con los tiempos y puede
ser un tanto diferente según la cultura y época.
En siglos pasados la idea de amor estaba muy ligada a la obediencia, a la idea de un respeto asociado al temor y
al concepto de “posesión” de la persona amada. Ahora posiblemente definimos el amor con otras palabras: com-
partir, complicidad, aceptación, libertad, plenitud, bienestar, etc. Las relaciones afectivas en general, han ido cam-
biando, de ser entendidas de una manera utilitarista y posesiva, a vivirse como una opción y un espacio
explícitamente de afectivo.
En la manera de relacionarse con otras personas y especialmente de vincularse a nivel afectivo inciden muchos fac-
tores: el tipo de apego vivido en la infancia (Barudy 2010; Bowlby 2014), las experiencias traumáticas, los modelos
amorosos familiares, la educación afectiva/sexual (explícita e implícita) y la socialización diferencial, dado que, tam-
bién en el amor, se van a asumir los roles y mandatos asignados a cada género.
Esto va a condicionar tanto las sucesivas experiencias amorosas, va a normativizar lo que se considera adecuado en
cuanto a relaciones afectivas y sexuales, lo que “se puede o no se puede” hacer dentro de una relación de pareja, pro-
vocando también malestares cuando la orientación del deseo sexual no se sujete a las expectativas sociales y también
va a determinar un guión inconsciente y repetido sobre el que se construyen los vínculos afectivos.
Estamos hablando de factores que construyen nuestra subjetividad, que condicionan nuestra psique y que reproduci-
mos de forma inconsciente, por lo que son muy resistentes al cambio, por ello, en ocasiones, lo que sentimos y cómo
actuamos con las personas amadas puede ser contradictorio.
Pese a vivir en una sociedad cada vez más igualitaria, en el comportamiento amoroso se siguen reproduciendo con-
ductas y actitudes que no generan bienestar ni plenitud. Nuestro trabajo como psicólogas/os consiste en identificar lo
que genera sufrimiento, aquello que limita la experiencia amorosa, hacer comprensible por qué se actúa así y ayudar
a transformar la manera de relacionarse. Hemos de intervenir en la esfera intrapsíquica, sobre las secuelas de posibles
traumas y de experiencias afectivas tempranas no saludables, en la falta de habilidades y competencias, ý en la revi-
sión de las creencias compartidas socialmente.
De la misma manera que la desigualdad determinada por el Patriarcado, están en la base de la violencia contra las
mujeres, las creencias amorosas tradicionales forman parte del entramado de mandatos de género que reproducen re-
laciones de dominio/subordinación, confundiendo y normalizando conductas de control y poder con amor.
Todo lo que tiene que ver con el amor y el afecto sigue apareciendo todavía, con particular fuerza en la socializa-
ción de las mujeres, convirtiéndose en eje vertebrador y proyecto vital prioritario, encauzando su “realización perso-
nal” hacia la consecución de la pareja y a menudo de la maternidad, hasta creer en muchos casos, que sin ello su
existencia carece de sentido. No ocurre así con los hombres, que se les educa para encauzar su desarrollo personal
hacia logros sociales, económicos o profesionales y, en todo caso, el amor o la relación de pareja suele ocupar un se-
gundo plano una vez logrado. (Altable, 1998; Lagarde, 2005).
El amor en el seno de la pareja está sujeto en nuestro imaginario a una serie de mitos, estereotipos y creencias cons-
truidas desde la infancia, a modo de un guión que guían nuestra conducta y determina las expectativas sobre nuestro
proyecto de pareja.

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El guión de pareja se construye sobre la base del ideal de amor romántico, que es el socialmente aceptado, legitima-
do y perpetuado desde hace siglos, mitificado por canciones, películas y novelas. Una vez interiorizadas sus caracte-
rísticas, se convierten en mandatos internos, subjetivos, que pueden marcar y determinar la manera de relacionarse
(Távora, 2007).
Como dice Pilar Sanpedro (2005) el ideal romántico de amor se construye y ensalza en el siglo XVIII, aunque se ins-
pira en el ideal del amor cortés del siglo XII. Ofrece al individuo un modelo de conducta amorosa, organizado alrede-
dor de factores sociales y psicológicos.
Algunos elementos son prototípicos: inicio súbito (amor a primera vista), sacrificio por el otro, pruebas de amor, fu-
sión con el otro, vivir en una simbiosis que se establece cuando los individuos se comportan como si de verdad tuvie-
sen necesidad uno del otro para respirar y moverse, olvido de la propia vida, expectativas mágicas, como la de
encontrar un ser absolutamente complementario (la media naranja).
Se trata de un tipo de afecto que, se presume, ha de ser para toda la vida, o sea eterno (“te querré siempre”), exclusi-
vo (“no podré amar a nadie más que a ti”), incondicional (“te querré por encima de todo”), que implica un elevado
grado de renuncia (“te quiero más que a mi vida”) y heterosexual.
Mujeres y hombres aprendemos a amar desde posiciones desiguales, donde los juegos y abuso de poder se legitiman
y la subordinación de unas hacia los otros se naturaliza.
La construcción social de este tipo de amor, se ha fraguado desde una concepción patriarcal de las relaciones, como
no podía ser de otro modo, se asienta en la desigualdad de género, en el modelo de dominio-sumisión, en la discrimi-
nación hacia las mujeres y la heterosexualidad como única forma de relación afectivo-sexual. Y es por ello que este
ideal de amor romántico, sitúa a las mujeres y a los hombres en posiciones desiguales (Estéban, 2011).
El asumir este modelo de amor romántico y los mitos que de él se derivan, aumenta la vulnerabilidad a la violencia
de género en la pareja (Bosch, Ferrer, García, Ramis, Mas, Navarro, Torrens, 2007).
Por ejemplo, las decisiones de muchos hombres tienen más peso que las de sus parejas, sus renuncias suelen ser me-
nores, su proyecto profesional suele primar, etc. Por el contrario las mujeres, según este modelo, hacen suyas las ne-
cesidades de la pareja, empatizan con ella hasta el punto de justificar sus conductas, se sienten responsables de su
bienestar emocional, por lo que “deben saber” regular el malestar de su pareja.
No es de extrañar por tanto, la dificultad de visibilizar una conducta de abuso de poder y violencia, cuando además
se siente la responsabilidad de gestionar el malestar del otro No conseguirlo, se puede vivir como un fracaso, y genera
culpabilidad.
Se educa y refuerza la dependencia afectiva en las mujeres y, sin embargo, a los hombres, se les educa en una su-
puesta independencia emocional, reprimiendo el desarrollo de los afectos, la vivencia de la intimidad y la comunica-
ción emocional.
Sobre el modelo de amor romántico, con características generales, se construyen diferentes guiones, que en esencia
reproducen la desigualdad, una posición de privilegio y control para los hombres y de supeditación para las mujeres.
Estos guiones y fantasías están tan erotizadas (Sanz 2000), que incluso en las películas, las escenas de malos tratos o
de control, terminan augurando la felicidad eterna y con una escenografía cargada de emotividad. Estas imágenes que
plagan nuestras fantasías generan confusión, relacionan control con “interés o amor”, los celos y cierto grado de sufri-
miento o desazón con la pasión, cuando en ningún otro ámbito se asocia pasión con dolor y la renuncia y el sacrifi-
cio con una mayor capacidad de amar.
Y estos mitos, fantasías y creencias también permiten que el ciclo de la violencia tenga poder, que la intermitencia
de la violencia acompañada del arrepentimiento haga que la mujer justifique las agresiones, que el perdón sea algo a
lo que aferrarse para no perder el proyecto afectivo vital, por ello se dan nuevas oportunidades, generando, de nuevo,
falsas expectativas creyendo que “el amor todo lo puede”.
Todo ello tiene consecuencias, en la negación de relaciones no heterosexuales; en la confusión y justificación de
conductas; en la posibilidad del ejercicio de la libertad personal; en que se potencia la dependencia (co-dependen-
cia), la renuncia, el sufrimiento y el sacrificio como ideal de amor; en la creencia en mitos como “la media naranja”,
“el príncipe azul que te salva”, ”la posibilidad de cambiar al otro”, o que “sólo con amar vale”; en la falta de corres-
ponsabilidad; en estilos de género en la gestión emocional y comunicativa; estimula una visión de posesión del ser
amado/a; desempodera a las mujeres e INVISIBILIZA EL MALTRATO, entre otras muchas más.

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De esta manera mujeres y hombres escenifican comportamientos en el ámbito íntimo afectivo, que pueden ser dife-
rentes a sus conductas en la esfera social o profesional.
Aunque los ideales de pareja, así como la construcción de las identidades de género están cambiando, todavía coe-
xisten diferentes modelo de pareja: desde el tradicional, con roles y posiciones totalmente diferenciados a modelos de
mayor autonomía e interdependencia (Sanz 2000; Mujeres para la Salud 2012; Velasco 2009), donde hay mayor co-
rresponsabilidad y posiciones más igualitarias.
Pero la existencia misma de la violencia nos recuerda que todavía y sobre todo en los espacios íntimos, aquellos que
siguen siendo fundamentales en la vida, la desigualdad está interiorizada, instalada e invisibilizada.
Conocer el peso del modelo de amor romántico, nos ayuda a comprender las dificultades en reconocer las conduc-
tas de abuso, en dejar la relación. Nos permite comprender que la posibilidad de repetir guiones existe mientras no se
desarrollen y “eroticen” guiones alternativos y saludables.
Nos ayuda a entender lo que implica la ruptura, ya que no sólo es dejar a la persona amada (que es la “única y para
siempre”,…), sino que además se renuncia a un proyecto vital, eje vertebrador de la vida, algo que se vive como el
fracaso absoluto.
En nuestro trabajo con víctimas, y también con agresores, en básico indagar y reflexionar sobre este modelo, sus
guiones afectivos y desarrollar los cambios necesarios para crear relaciones igualitarias y de buen trato

2. LAS RELACIONES IGUALITARIAS Y DE BUENTRATO


Nuestra estructura social determina la forma de concebir y relacionarse con el mundo y con las personas, de esta
manera el modelo de maltrato es general, está totalmente vinculado a la concepción de dominio sobre las personas y
la vida y evidentemente la primera relación de dominio es la de los hombres sobre las mujeres.
Por ello cuando hablamos del modelo igualitario de buentrato, carecemos de referencias, tanto en el terreno afecti-
vo-relacional, como social, profesional, económico, etc. Es un modelo que supone cambiar de raíz la concepción so-
bre las personas y la vida, desarrollar nuevas creencias y otras formas de comportarnos y organizarnos, en el que el
cuidado mutuo y la vida estén en el centro. Parte de la idea de igualdad entre todas las personas, de equidad, justicia,
dignidad, respeto y derecho a la libertad de cada cual.
El buentrato hacer referencia “a un marco global de relaciones saludables que permita formular una tipología alterna-
tiva que excluya vínculos de violencia (….) es el pilar central para generar relaciones equitativas caracterizadas por el
cuidado individual y relacional, el respeto, el desarrollo mutuo” (Ana Maria García 2012)
Para Fina Sanz (Sanz, 2017), «el mal trato y el buen trato son los dos polos de un mismo eje. Al igual que cuando ha-
blamos de salud hay que trabajar sobre sus causas y las consecuencias, pero así mismo y en paralelo es preciso hacer
hincapié en fomentar las relaciones de buentrato, hay que poner el énfasis en qué hacer para tratarnos bien.». En ese
sentido la prevención del maltrato, debe fomentar las relaciones de buentrato como una forma de educación para la
salud.
Tanto el maltrato como el buentrato, ambos se reproducen en la esfera social (la violencia estructural y simbólica),
relacional (las relaciones de poder y violencia) y a nivel subjetivo, intrapsiquico (nos tratamos mal, no cuidamos nues-
tras necesidades…)
A nivel interno y relacional hay muchos factores que favorecen el buentrato o por el contrario el maltrato como por
ejemplo: la experiencia previa o modelos familiares, el nivel de autoestima, la capacidad de gestionar de forma ade-
cuada las emociones, el miedo a la soledad, la identificación con ciertos valores y mandatos de género, los estilos co-
municativos, la tolerancia a la frustración, la realización duelos, la capacidad para asumir la responsabilidad sobre el
propio bienestar, la aceptación de la individualidad y libertad de la otra persona, y los modelos sociales de amor que
se han interiorizado, entre otros.
A nivel social y comunitario, el buentrato tiene que ver con una sociedad que ponga el cuidado de la vida en el
centro de todas las actividades, fomentando una cultura de la paz, de justicia social, de cooperación y solidaridad,
desarrollando proyectos tanto laborales como comunitarios que tengan el bien común en su eje.

3. IGUALDAD Y BUEN TRATO EN LA INTERVENCIÓN TERAPÉUTICA


Cuando trabajamos con mujeres que han enfrentado violencias, un paso es poder poner palabras a lo vivido e iden-
tificar los malos tratos, pero a menudo nos encontramos con que no conocen, no han experimentado o no imaginan,

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cuál es el modelo alternativo; también puede ocurrir que lo identifiquen con “aburrimiento”, dado que la tranquilidad
y el bienestar en nuestra cultura no es sinónimo de pasión (aquí hay que identificar y transformar creencias y guiones);
y en otras ocasiones, pueden comprender lo que implica el buentrato, e incluso desearlo, pero carecer de competen-
cias relacionales para ello.
Por ello el trabajo terapéutico para desarrollar la capacidad de tener relaciones igualitarias debe centrarse en estos
aspectos a modo de objetivos de intervención:
1. Desvelar el guión no modelo amoroso. Cuestionar mitos y creencias y ver sus consecuencias.
2. Promover la experiencia terapéutica de una relación de buentrato e igualdad.
3. Reforzar nuevas creencias, valores y actitudes sobre las relaciones y el amor.
4. Desarrollar las habilidades y competencias necesarias para ello.
Desarrollar competencias o habilidades relacionales es también un aspecto básico. Carmina Serrano, ha desarrolla-
do un Cuestionario-Autodiagnóstico sobre las competencias necesarias para mantener relaciones igualitarias de pareja
(ARI) y señala las competencias de: Regulación Emocional, Autoafirmación y/o Empoderamiento, Evaluación/Valora-
ción (la autoestima forma parte de esta competencia), la Mentalización y el Desarrollo de una Sexualidad Saludable.
Fina Sanz (2017), también alude a educar y entrenar: la Reciprocidad y el Intercambio de roles y corresponsabilidad,
saber Fusionar de forma saludable y reconocer la Mismidad, desarrollar la Autonomía, crear y mantener Espacios per-
sonales y Redes afectivas propias como espacio de construcción de afectos, saber poner Límites, Negociar y hacer
Duelos.
También hay que tener presente que la intervención psicológica en sí, es ya una herramienta generadora de cambios
desde la misma relación paciente-terapeuta. Es un espacio donde se puede permitir el aprendizaje de una relación
saludable, igualitaria, donde se reconoce a cada cual desde su mismidad y autenticidad.
En el trabajo con mujeres que han enfrentado violencia de género, es fundamental aportar un modelo relacional sa-
ludable. Por ello, hemos de revisar las propias creencias y prejuicios sobre la violencia machista y sobre las relaciones
entre hombres y mujeres, en general; transformar nuestro lenguaje y observar cómo manejamos la posición y jerar-
quía de poder que el rol de terapeuta confiere. La relación terapéutica debe potenciar procesos de autonomía, libertad
y bienestar y no de dependencia.
Transformar los modelos relacionales y amorosos y crear otros referentes simbólicos en el imaginario colectivo es al-
go que compete a toda la sociedad, e implica una voluntad política, de todos los agentes y estructuras sociales. Cono-
cemos el poder de los medios audiovisuales, la publicidad, los juegos infantiles, el lenguaje, etc., en la construcción
de modelos y en la reproducción de roles y estereotipos.

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Notas:

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