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Como se expuso con antelación, Michel Foucault afirmó que con la modernidad la
literatura comenzó a desempeñarse con respecto al espacio y no al tiempo. Esto
posibilitó que las formas de conocimientos dejaran de estar centradas en la
representación del mundo, motivo que propició incógnitas como quién habla o cómo
podemos leer aquello que se enuncia. Esto insinúa la muerte de una entidad original
que da cuenta de todo lo que podía ser nombrado, del demiurgo y, con respecto al
texto literario, involucra la desaparición del autor. Del mismo modo, se suprime la
noción de un lenguaje primigenio y de un sentido unívoco y universal. La literatura
es un habla que subvierte el núcleo que la hace posible, compromete el código con
el cual puede ser comprendido.
Pese a cómo Foucault propuso que el siglo XX es la época en la cual es posible
discernir con mayor claridad la ruptura con lo temporal, por las implicaciones que
derivan del eterno retorno Nietzscheano y de la narrativa de James Joyce, esto no
conlleva a sostener que en obras anteriores es inasequible apreciar la
transformación del paradigma que ha derivado de la modernidad. Así pues, se
valora como pertinente destacar la labor que cumplieron los escritores románticos
del siglo XIX como piedra de toque para fundamentar las concepciones que se
consolidaron en la centuria ulterior. ¿Acaso no hay un cuestionamiento de la
trascendencia y el tiempo en el Ozymandias de Shelley, lo cual parece un umbral
para esa “cosa de espacio” a la cual se refiere Foucault? ¿No recuerda el delirio del
Kubla Khan de Coleridge a la sinrazón y a la espacialidad alucinógena que puede
observarse, por ejemplo, en el Automóvil verde de Allen Ginsberg? Con todo, el
texto al cual se le pretende otorgar un énfasis especial es El infinito, de Giacomo
Leopardi.
En el mentado poema, lo primero que se observa es la evocación de un paisaje
silvestre; pero, más que como analogía de la realidad, dicha alusión aparenta tener
la intención de concebir un espacio en donde la vastedad es abrumadora y la
soledad casi tangible. Con lo que prosigue es posible sacar a colación las premisas
de Foucault con respecto a la cuestión del lenguaje. Detrás del horizonte se halla un
cosmos que al hablante lírico le es imposible apreciar con su vista debido a cómo un
seto le obstruye la percepción. No obstante, con la asistencia de la imaginación es
capaz de concebir espacios infinitos, silencios sobrehumanos y profundísima calma.
Esto viabiliza pensar en el carácter autorreferencial del texto, pues puede
interpretarse que el hablante lírico podría ser, en cierta medida, el lenguaje dando
cuenta de sí. Se quiere enfatizar cómo ese imaginar, ese “io nel pensier mi fingo”,
puede evocar a ese portal hacia la sin razón, cercana a la locura, en la cual puede
enmarcarse a la literatura por tratarse de una función marginal del lenguaje que
elabora unas normas de funcionamiento propio y se halla dentro del ámbito de su
propio discurso.
La voz lírica continúa profiriendo detalles de ese espacio en el cual se ha sumido,
en donde el silencio es infinito y le invade lo eterno. Y si bien no es posible pensar la
literatura como infinitud, como una sustancia que progresa en el tiempo o que tiene
un origen debido a que cada experiencia es finita, estas últimas podrían estar
condenadas a repetirse de modo infinito, lo cual consiente discurrir acerca del
eterno retorno de Nietzsche. Para Foucault, la literatura es un naufragio infinito que
hace el intento de trascender y desbordar sus límites, pero como fracasa
sucesivamente en el intento, acaba reiterándose indefinidamente, al menos mientras
exista un ser que sea capaz de interpretarla. Lo que se observa en el poema de
Leopardi es cómo ese universo evocado resulta ser atemporal, se trata de espacio
puro. Esa ruptura con el origen y el tiempo, ese gesto de volver sobre sí misma es lo
que define que este texto pueda ser pensado como literatura.
De una manera análoga a como ocurre con el análisis que ofrece Foucault sobre
Butor, se puede declarar que en El infinito no hay reproducción, es inconcebible la
analogía puesto que esta no puede ser afín con la realidad ya que el vínculo entre
las palabras y las cosas no va a estar centrada en la representación. El verso con el
cual concluye el poema “y me es dulce naufragar en este mar” admite establecer un
último vínculo con el aforismo de Nietzsche de las aves. Cada libro es el espacio de
la literatura, es lo que sostiene a esos pájaros que se pierden en el infinito y, del
mismo modo, es donde se percibe esa confluencia de múltiples espacios restituidos.
Bibliografía
Foucault, M. Entre filosofía y literatura. Barcelona: Paidós, 1999.
Leopardi, G. El pensamiento infinito. Cronologías. Cantos. Opúsculos morales. Pensamientos.
Buenos Aires: Editorial Atuel, 1999.