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Las críticas contra el derecho penal-procesal del Antiguo Régimen insistían en:
En la segunda mitad del S. XVIII las reflexiones doctrinales y las propuestas de reformas
legislativas inundaban Europa. La Ilustración, el liberalismo y, en el plano jurídico, el
racionalismo, supusieron la reforma de las antiguas concepciones penales y de los Idola Fori
(ídolos del foro), el culto a las fórmulas procesales de un derecho obsoleto.
A los primeros códigos ilustrados siguieron los primeros códigos liberales surgidos al amparo
de la Revolución Francesa. En apenas tres décadas la mayoría de los países europeos habían
iniciado su proceso codificador, que incorporaba algunos conceptos de lo que será la moderna
ciencia penal.
2. Reformadores e ilustrados.
Barón de Montesquieu (1689-1755), autor de “Del espíritu de las leyes” (1748), que
tuvo como inspiración las instituciones inglesas que conoció durante su estancia en
Inglaterra. Montesquieu defendía que la moderación debía inspirar al legislador y que
la política criminal debía ser más preventiva que represiva.
Voltaire (1694-1778): preso en la Bastilla, exiliado en Inglaterra, amigo de Bolingbroke,
publicó en 1763 su Tratado sobre la tolerancia, para denunciar el proceso contra Juan
Calas, condenado a morir en la rueda en 1762, falsamente acusado de matar a su hijo.
Otro caso que agitó su conciencia sucedió en 1765, cuando un juez local, enemistado
con un joven caballero, le acusó de no quitarse el sombrero y no hacer una
genuflexión al pasar ante una procesión. Condenado por blasfemia, la sentencia fue
ejecutada en 1766. Voltaire escribiría ante ello la Relation de la mort du chevalier de la
Barre. A esta obra siguieron el Commentaire sur le libre des delits et des peines (1766)
o En prix de la justice et de l’humanité (1777) en el que defiende el fin utilitario de las
penas y la supresión de la pena de muerte para trocarla por la de trabajos en
beneficio del país.
Jean-Paul Marat (1743,1793), autor del Proyecto de declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano (1789). Marat se había refugiado en Londres y se había
impregnado en los principios liberales ingleses para escribir Philosophical Essay on
Man (1773). Presentó un manuscrito a un proyecto de reforma de la legislación
criminal, que no fue premiado, pero que gozó de una notable acogida, siendo
reeditado en 1783. En él criticaba las leyes por ser ilegítimas, arbitrarias,
discriminatorias, injustas, antinaturales e ilógicas. Defendía también la independencia
de los jueces frente a las presiones del poder ejecutivo y que el sistema penal debía
descansar en el principio de la presunción de inocencia.
Jacobo Pedro Brissot de Warville (1754-1793): en 1778 se trasladó a Londres y fundó
en 1788 la “Sociedad francesa de amigos de los negros” para denunciar la esclavitud.
Durante la República llegó a liderar a los girondinos pero su oposición a la condena de
muerte del depuesto rey le hizo sospechoso a la Revolución y fue guillotinado en
1793.
Las estancias londinenses de Montesquieu, Voltaire, Marat, etc., preparan la influencia jurídica
inglesa, tomando inspiración de la obra de De Lolme, de William Blackstone o William Paley,
en cuestiones como la figura del juez de paz, ciertos aspectos del jurado, el habeas corpus o el
funcionamiento de los jurados.
En Italia destacan:
formó parte del grupo de Iluministas y reformadores. Las reformas del derecho penal
y procesal que propuso incluían:
o eliminar los altercados entre juez y acusado y las violencias que hacían indigno
el sistema;
o desembarazar la justicia de la oscuridad voluntaria en que se envolvía con el
misterio de la pesquisa;
o abolir los juramentos que se exigen al acusado y que solo sirven para
multiplicar los perjurios;
o no recurrir en la citación a la captura, salvo cuando exista riesgo de fuga del
acusado;
o procurar que la custodia del acusado no sea indigna de un inocente;
o emplear parte de las rentas del estado en la construcción de cárceles más
amables
o y tratar al acusado como ciudadano, hasta que se pruebe su delito.
o División de cárceles para los acusados y para los convictos.
Estas propuestas se tacharon de revolucionarias.
Mario Pagano: catedrático de derecho penal y activo reformador jurídico y político
que le enfrentaron al gobierno borbónico con el correspondiente exilio a Milán. Su
participación en el gobierno de la República le llevó al patíbulo en 1799. Escribió:
“Ensayos políticos”, “Consideraciones sobre el proceso penal” y “Principios del código
penal”.
Domenico Romagnosi (1761-1835) ejerció de notario y formó parte de varias
sociedades literarias y academias. Sus planteamientos revolucionarios le llevaron a la
cárcel.
Las ideas ilustradas tuvieron influencia en los primeros textos legislativos en Rusia (1767),
Austria (1776), Prusia (1794), etc. Pero donde el proceso de codificación tuvo mayor
despliegue fue en Francia. La fe en la razón y en el poder omnímodo del legislador
constituyeron la piedra angular del movimiento codificador en la Francia revolucionaria, en el
Código penal de 1791, que recibió los principios jurídicos del Iluminismo europeo que sectores
de la magistratura ya habían comenzado a aplicar al margen de la ley: igualdad y humanización
de las penas, supresión de la arbitrariedad judicial, publicidad de los juicios, obligación de
motivar y hacer públicos los fallos, institución del jurado, etc. Muchos de estos principios
fueron reconocidos en la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano (1789).
El Code des délites et des peines (1795), redactado por el conde Felipe Antonio de Merlin de
Douai (1754-1838) sentó las bases del que sería poco después el Código penal napoleónico
(1810), técnicamente más perfecto y acorde con la ciencia penal de la época. Este código fue
redactado por una Comisión presidida por Cámbaceres, príncipe Archicanciller del Imperio,
que presentó el Proyecto de Código Penal a la Asamblea y al Comité de Constitución. Tras
notables discusiones sobre la abolición de la pena de muerte, propuesta en el código, y la
humanización y graduación de las penas, fue finalmente promulgado en 1810.
Especialmente vivos fueron los debates (finales del XVIII y principios del XIX) sobre la supresión
del tormento, la pena de muerte, la adecuación de la pena a la utilidad pública o la lucha
contra la corrupción en la administración de justicia.
Los Decretos del rey José I contribuyeron a reformar el Estado y a propagar las ideas liberales
al abolir la Inquisición, los derechos señoriales, las aduanas interiores, los fueros y juzgados
privativos, el tormento, etc. La Guerra de la Independencia facilitó los planes reformistas que
se materializaron en la labor legislativa llevada a cabo por las Cortes de Cádiz y en el trienio
constitucional.
Valentín de Foronda en sus Cartas sobre los asuntos más exquisitos de la economía política y
sobre las leyes criminales (1794) mantiene que la reforma del ordenamiento penal español ha
de basarse en una serie de principios que garanticen la seguridad jurídica, la claridad en la
tipificación de delitos y penas, la proporcionalidad, la imparcialidad de los jueces, la
administración gratuita de la justicia, la ejemplaridad, utilidad e individualidad de la pena. En
una de sus Cartas aborda la reforma del derecho criminal oponiéndose al tormento y a las
penas corporales, incluidas las argollas, grillos, esposas y cadenas. Se muestra partidario del
jurado popular y considera que el sistema penal debe basarse en el principio de legalidad y
éste, a su vez, en la razón. Defiende también la necesidad de publicidad de las actuaciones
judiciales.
Sin embargo no llega a probarse el Código criminal previsto en la Constitución de 1812 ni pudo
concluir sus trabajos la Junta de Codificación Criminal, que fue criticada por seguir muy de
cerca la obra de Filangieri.
Con el regreso de Fernando VII y la vuelta al régimen absolutista, solo cabe citar un Decreto de
1819 que ordenaba la formación de un Código criminal que acabara con la arbitrariedad del
juzgador y de penas como la confiscación absoluta de bienes o la trascendencia de infamia a
los hijos. El proyecto fue rebasado por el levantamiento de Riego de 1820 y la nueva
promulgación de la Constitución 1812.
En el Código se aprecian evidentes y literales influencias del Código Penal napoleónico de 1810
y las Actas de las sesiones reflejan la frecuente invocación de las doctrinas de Montesquieu,
Voltaire, Beccaria, Bentham, Filangieri, Diderot, Lardizabal, etc. El Código Penal tuvo sus
defensores y sus críticos, y no contentó a los más moderados ni a los más exaltados. Entre
éstos, Flórez Estrada criticaba la protección del derecho absoluto de la propiedad que
perjudicaba a los desfavorecidos. Juan Romero Alpuente censuraba el afán de protagonismo
de Calatrava, al tratar de “lucirse” con un código compuesto de más de 800 leyes. En todo
caso, este primer Código Penal español redactado conforme a la ciencia penal liberal del
momento tuvo el mérito de servir de modelo a otros países que iniciaban su proceso
codificador (Perú, Costa Rica, Chile, etc.)
La vuelta al absolutismo supuso el exilio a Francia e Inglaterra de José María Calatrava y otros
destacados liberales, donde tuvieron oportunidad de conocer las reelaboraciones doctrinarias
del pensamiento político, social y jurídico liberal.
Desde una perspectiva histórica conviene distinguir dentro de lo penal tres conceptos
relacionados:
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Las Siete Partidas (o simplemente Partidas) es un cuerpo normativo redactado en la Corona de
Castilla, durante el reinado de Alfonso X (1252-1284), con el objetivo de conseguir una cierta
uniformidad jurídica del reino. Su nombre original era Libro de las Leyes, y hacia el siglo XIV d. C. recibió
su actual denominación, por las secciones en que se encontraba dividida.
el castigo del reo, pues se entendía que su finalidad era el orden para cuya guarda había sido
constituida la autoridad.
El Derecho romano influyó en la Baja Edad Media a través de los estudios del Derecho de
Justiniano mediante la labor de los glosadores que se centró en la introducción y abuso de la
pena de muerte, ajena al sistema penitenciario de la Iglesia. El Derecho civil local y el de la
práctica, que llegó a crear costumbre, contribuyeron a la formación de un derecho común
penal característico de la Baja Edad Media cuyas máximas habían de renovar los escritores de
la época siguiente.
En definitiva, la ciencia penal no aparecería en España hasta el S. XVI debido a que hasta
entonces no se cuestionaban los puntos fundamentales de una ciencia dedicada a algo tan
obvio como la existencia de delitos y penas. Cuando se comprendió que el Derecho penal
requería para su formulación el concurso del Derecho público y de otras ciencias (moral,
médica, etc.), teólogos, filósofos y juristas se unieron para dar forma a la ciencia penal.
La ciencia del Derecho penal presentó en sus orígenes un carácter ancilar, pues dependió de
orientaciones científicas de otros ámbitos del conocimiento, como la filosofía y la teología. En
la Edad Moderna la alianza entre reyes, teólogos y la jerarquía eclesiástica fue estrecha y el
saber teológico se ocupó tanto de los misterios de la divinidad como de traducir a la práctica
las verdades especulativas, elaborando una ciencia de lo justo y de lo injusto, de donde
deviene su importancia para el Derecho penal. Puede hablarse, por tanto, en la formación del
derecho penal secular de un teologismo que le dio coherencia y unidad, articulando el ius
puniendi en torno a:
La influencia de los teólogos españoles consistió, más que en introducir instituciones nuevas,
en consolidar las que procedían del derecho romano-canónico. La influencia de la filosofía fue
menor, debido a que el humanismo no penetró en España de manera profunda.
Entre los españoles que elaboraron el Derecho penal se encuentran un número significativo de
canonistas, cuyo objetivo fue escribir un Derecho secular, algunos filósofos y legistas o
jurisconsultos. Todos ellos llegaron al Derecho penal bajo las determinantes de la escolástica
tardía y del Derecho romano. Se inscriben en la iuspublicística, con predominio de autores
castellanos.
Teólogos:
Filósofos:
Julio Claro (1525-1575): escribió Receptarum sentemtiarum opus, más conocida como
Práctica civil y criminal. En ella estudia los maleficios y los delitos y penas. Fue el
primer escritor en formular la teoría del indulto, fijando su concepto y límites,
considerándolo atribución exclusiva del rey, que podía delegarlo en otros señores
jurisdiccionales. Partiendo de la base de que el pensamiento no es punible, abordó la
cuestión de si es o no penalizable el conato de delito (intención vs resultado). Sin
separarse en ningún momento del Derecho romano, consigna el principio de que nadie
debe ser castigado por el delito de otro.
Diego de Covarrubias (1512-1577): discípulo de Azpilicueta. Desempeñó importantes
cargos en los reinados de Carlos V y Felipe II, llegando a ser miembro y presidente del
Consejo de Castilla y representante de España en el Concilio de Trento. En las Opera
omnia recopila varios trabajos de interés en el orden penal en los que rechaza las
penas corporales y de muerte sobre los parientes del condenado y sostiene la
equiparación entre tentativa y consumación del delito, en las que entiende que solo se
diferencian por su resultado.
Luis de Molina (1535-1601): autor de De iustitia et iure, sigue las huellas de Vitoria y
de Castro. sostiene que la pena de muerte se debe aplicar en causas graves y, como
Soto, resuelve que el poder público en la imposición de penas ha de atender al bien
del delincuente y al bien del Estado. Trató la irresponsabilidad cuando incurren
circunstancias que modifican la capacidad de obrar (locura, edad, embriaguez, etc.)
Antonio Gómez-Salcedo: autor de Vanariarum resolutionum Inris civilis cuyo libro III
está dedicado al delito y en el que no se pronuncia sobre el fin y fundamento de la
pena, pero habla del homicidio, distingue dolo de culpa y tiene en cuenta
circunstancias que modifican la capacidad de obrar.
Juristas de la práctica:
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Francisco de la Pradilla Barnuevo: escribió Suma de todas las leyes penales canónicas,
civiles y destos Reynos de mucha utilidad y provecho, no solo para los naturales de
ellos, pero para todos en general, precursora de un Código Penal.
Pedro Plaza y Moraza (1524-1584): en su obra Epítomes delicti trata la teoría de la
voluntad y del furiosus y del ebrius, circunstancias que considera atenuantes en
determinados tipos de delitos, si hay confesión espontánea y si el crimen hubiera
podido permanecer oculto.
Los penalistas de los siglos XVI y XVII reflexionaron en torno a la controversia del Derecho a
castigar; a la obligatoriedad de los estatutos penales o a la cuestión de si la ley meramente
civil, separada de la ley moral, obliga por sí sola. El concepto de merepenalismo fue
desarrollado por Suárez, que se pregunta si se dan o pueden darse leyes penales que obliguen
no en conciencia, sino solo por intervención de culpa, reconociendo su conveniencia. De
Castro, en cambio, no admite ninguna ley que solo obligue bajo pena.
En cuanto a delitos concretos, destaca el interés de los autores por la herejía, siendo muy
numerosos los tratados españoles de haeresticas y los delitos derivados de la misma, como la
magia y la nigromancia. La tortura y el tormento fueron considerados falibles, ineficaces e
injustos.
4. La ciencia penitenciaria.
Surge en el S. XVI como parte del derecho penal gracias a la aportación de las obras de
Bernardino Sandoval, autor del Tratado del cuidado que se debe tener con los presos pobres
(1564); y Tomás Cerdán de Tallada, con La visita de la cárcel y de los presos (1574). Otras obras
que influyeron, aunque con menor calado fueron Relación de las cosas de la cárcel de Sevilla y
su trato de Cristóbal de Chaves; Compendio de algunas experiencias en los ministerios que usa
la Compañía de Jesús de Pedro de León; Amparo de los verdaderos pobres y reducción de los
fingidos (1598) de Cristóbal Pérez de Herrera.
Este conjunto de autores permite identificar en el S. XVI una doctrina acerca de la vida en las
cárceles, que se considera:
O bien que es un reducto que recoge a los detenidos a la espera del juicio (postura
dominante)
O bien un instrumento punitivo.
En ningún caso se considera la cárcel como un lugar en el que delincuente cumple condena y
procura su reinserción. El enfoque en la Edad Moderna consideraba la cárcel como el lugar
donde el preso permanecía a la espera de juicio y donde podía conseguirse todo por dinero
(libertad, comodidades, etc.)
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En La visita de la cárcel y de los presos, Tomás Cerdán de Tallada, no sólo describe el estado de
la cárcel de la Audiencia valenciana, sino que además aborda una interpretación del derecho
penitenciario, de la ley y de los instrumentos jurídicos que la conformaban. Cerdán realiza un
tratado en el que fija, recoge y sistematiza la materia de los presos y de la cárcel, desasistida
hasta entonces, partiendo de la contradicción que suponía un sistema penal concebido como
un gran aparato represor que carecía de un correlativo sistema carcelario sistematizado,
invariable y regulado de modo acorde con la eficacia y el orden. Su obra tuvo una gran difusión
y adquirió fama en su tiempo, siendo honrado por Felipe II y Felipe III. La Visita de Cerdán se
considera una de las descripciones del régimen penitenciario del S. XVI más completa, gracias a
la experiencia de primera mano adquirida por su autor en su trabajo de magistrado.
CAP III. La codificación del Derecho penal en España. Tradición e influencias extranjeras.
El tránsito del Derecho del S. XVIII al XIX constituye uno de los periodos más complejos tanto
en España como en todo Occidente. Las revoluciones de América del Norte (1776) y Francia
(1789) dieron lugar a un nuevo marco político, el liberal o constitucional, que propició una
renovación del Derecho que supuso una ruptura con el existente hasta entonces. La
Codificación (o movimiento codificador) tuvo lugar en este contexto.
Las reformas del Derecho de índole formal perseguían superar la difícil accesibilidad, la
complejidad y la falta de seguridad jurídica. La variedad y dispersión de las leyes dificultaba
conocer la norma o precepto que había de aplicarse a un caso concreto. En cuanto al Derecho
sustantivo, los ilustrados reivindicaron una reforma del ordenamiento jurídico, plagado de
leyes obsoletas.
La reforma se llevó a cabo mediante la promulgación de Códigos aprobados por las Cortes que
regulaban de forma sistemática cada rama jurídica del ordenamiento. Estos códigos del S. XIX
denominados liberales (CL) no fueron los primeros, pues les precedieron en el S. XVIII los
códigos ilustrados (CI).
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Este enfrentamiento, que duró un siglo, terminó con el triunfo del racionalismo (jacobinos)
sobre el tradicionalismo (girondinos) en el marco de la Revolución francesa (1789).
Para Tarello, la Codificación penal realizada a finales del S. XVIII y principios del XIX, se basó en
tres elementos estructurales:
En Europa, Francia fue el primer país que llevó a cabo, a principios del S. XIX, la Codificación de
todo su ordenamiento jurídico. Napoleón logró promulgar en pocos años la casi totalidad del
ordenamiento francés (Código civil, 1804; Código procesal civil, 1806; Código mercantil, 1807;
Código procesal penal, 1808; Código penal, 1810).
Algunos países optaron, por conquista o persuasión, por la completa adopción de algunos de
los Códigos napoleónicos. Otros (España, Holanda, Italia, Rumanía o Portugal) redactaron sus
Códigos inspirándose en ellos. La influencia francesa en el movimiento codificador español se
distingue en tres ámbitos:
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En España tanto el movimiento codificador como la Codificación de las distintas ramas del
derecho fue deudora del modelo francés y de otros Códigos extranjeros que los redactores
pudieron manejar. Alfonso García-Gallo, en su Manual de Historia del Derecho Español
caracteriza la época como “la desnacionalización del Derecho español” (desde 1808) debida
sobre todo a la “imitación del Derecho extranjero”.
Galo Sánchez caracterizó el mismo periodo con la expresión contraria, la del “Derecho
nacional” resaltando la índole nacional de las leyes aunque reconociendo la influencia del
Derecho francés en el contenido jurídico, en la técnica de la legislación y en las características
en cuanto a ámbito de aplicación y espíritu centralista. La nacionalización del Derecho suponía
el final de la vigencia de un Derecho supranacional que rigió en todo el continente europeo, el
ius commune. El Derecho romano-canónico perdía su fuerza vinculante tras más de 6 siglos de
protagonismo.
Tanto García-Gallo como Galo Sánchez tenían parte de razón en sus caracterizaciones, aunque
calificar la evolución del Derecho decimonónico como “nacionalización” o “desnacionalización”
no alcanza a describir la complejidad de la realidad histórica. Ni la nacionalización significó el
final del influjo del ius commune, ni la desnacionalización supuso renuncia a la propia tradición
jurídica.
Aunque la Codificación puso punto final a la vigencia del ius commune, recogió parte de ese
legado, constituyendo el andamiaje sobre el cual se construyó el nuevo edificio. Las nociones,
categorías y principios del Derecho romano-canónico fueron consagradas durante la
“nacionalización”, es decir, la aprobación por el conjunto de la nación representada en las
Cortes.
No se puede sostener que cualquier influencia proveniente del Derecho extranjero supusiera
una “desnacionalización”, pues debería estudiarse, caso a caso, su procedencia, bien del
desarrollo doctrinal de principios del ius commune o bien de una adopción de una institución
extranjera. Así, pese a la similitud y literalidad de algunos artículos del Código civil francés y el
español, dichos preceptos pudieron suponer una “desnacionalización” o bien una consagración
de la tradición jurídica del Derecho romano-canónico. Sin embargo, la ciencia jurídica española
de los S. XVIII y XIX fue tan pobre que ha dificultado conocer el peso que tuvo la tradición en el
nuevo Derecho codificado.
En España el proceso codificador ha sido considerado una ruptura frente a la ciencia del
Derecho penal antiguo. El anhelo reformista era tan intenso que casi todo lo antiguo fue
despreciado, pero ¿puede hablarse de tradición en la Codificación penal española?
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La Codificación penal no solo incorporó nuevos elementos producto de los nuevos tiempos,
sino que también consolidó parte de la tradición y, en particular, del legado de la ciencia
jurídico-penal del ius commune.
Los redactores de los Códigos solían resaltar que no habían empleado el Código francés como
modelo, reconociendo en contadísimas ocasiones que un precepto concreto había sido
tomado de él. Pese a ello, algunas instituciones, como el Colegio de Abogados de Madrid,
siguieron manteniendo sus voces críticas por el influjo francés.
1. El principio de legalidad: una de las reivindicaciones más feroces de Voltaire fue que
las leyes penales fueran claras y precisas expresando delito y pena, desterrando el
arbitrio judicial. Los primeros Códigos contemplaron el principio de legalidad de forma
parcial. El Código bávaro (1813) sí lo introdujo con todas sus consecuencias. En el
ámbito francés, después del Código de 1791 que dispuso un régimen excesivamente
rígido (pena fija y supresión del indulto), el de 1810 recogió el principio de modo
flexible, instituyendo penas con un máximo y un mínimo legal. Este modelo fue el
aplicado en España.
2. El principio de proporcionalidad entre delito y pena: los parámetros usados para
medir la crueldad de las penas poco tenían que ver con la gravedad del delito y la
culpabilidad del delincuente, respondiendo a criterios como la reiteración, la falta de
remeros, las necesidades económicas del aparato de justicia, etc. La preferencia de
penas de detención y pecuniarias divisibles y multiplicables instaura una ideología
proporcionalista.
3. El principio de personalidad de las penas: la desaparición del carácter trascendente de
las penas fue una de las contribuciones más importantes de la reforma político-liberal.
La única clase de pena que repercutía per se a terceras personas ajenas a la comisión
del delito, era la confiscación de bienes. Existía, sin embargo, otra pena que no per se,
sino sólo para el castigo de determinados delitos, la ley establecía: la transmisión de la
condición jurídica de infame a los descendientes del delincuente para crímenes de
traición Real o de lesa majestad humana y divina.
La expresa abolición de este efecto trascendente en la Constitución de Cádiz fue tan
definitiva que ningún texto posterior hizo referencia alguna al respecto.
4. El proceso abolicionista de ciertas penas:
a. La pena de muerte: su supresión no se logró hasta finales del S. XX, por más
que la conveniencia de mantenerla, reducirla o suprimirla fuera una de los
aspectos fundamentales de la consulta que Carlos III dirigió al Consejo de
Castilla. La ideología humanitaria vinculada al Derecho natural de las Luces
lanzó agudas críticas a la pena de muerte, pero no logró su objetivo, pues no
todos los autores ilustrados compartían la misma opinión al respecto.
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Los principales avances de la ciencia penal giraron alrededor de tres categorías fundamentales:
1) Sistematización.
a) La división entre Parte General y Parte Especial: constituye uno de los logros más
importantes del proceso codificador. Algunos autores recogen que no es hasta el
momento en que se consagra el principio de igualdad (con Napoleón) cuando podemos
hablar de partes generales. Hasta entonces, los privilegios de cada estamento habían
provocado la imposibilidad de formular unos principios comunes.
En la tradición jurídica española, la legislación penal contemplaba en los delitos
particulares las circunstancias que impedían la responsabilidad criminal (legítima defensa,
entre otras). No será hasta el Código de 1822 cuando se disponga una Parte General,
aunque aún faltaría mucho para lograr la síntesis entre los principios generales y los
distintos tipos delictivos.
Que hasta el S. XVIII no se establezca la separación entre Parte General y Especial, merced
al método deductivo del iusnaturalismo racionalista, no justifica ignorar las aportaciones
de algunos autores del ius commune, cuya doctrina no llegó a reflejarse en el plano
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La humanización del Derecho penal no constituyó una aportación innovadora del pensamiento
ilustrado, pues ya juristas del ius commune consignaron la importancia de humanizar las penas
y la proporcionalidad entre delito y pena, debiendo ser ésta menor que la culpa. Sin embargo
el pensamiento ilustrado propició el protagonismo de las penas privativas de libertad y
pecuniaria, relegando las penas corporales y humillantes.
La pena de infamia consistía en la sustracción formal y legal del honor al delincuente, que veía
impedido el ejercicio de aquellos derechos para los cuales se precisaba gozar de buena fama:
incapacidad para acusar y prestar testimonio en juicio, para postular e inhabilitación para
ejercer cargo público. Este castigo, vigente desde la etapa romana hasta el S. XIX fue regulado
en el Código de 1822, y suprimido explícitamente en el de 1848: La ley no reconoce pena
alguna infamante.
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Las penas infamantes serían lentamente suprimidas de nuestro ordenamiento: la muerte civil
desaparecería en el Código de 1848; la argolla, en el de 1870; y la degradación, en el de 1928,
3) Secularización.
La escisión entre el orden moral y el jurídico, entre el acto inmoral y el ilícito penal trajo
consigo un lento, pero progresivo, proceso de despenalización de determinadas conductas
delictivas.
Respecto a los fundamentos ideológicos, poco tenía que ver la fundamentación teológica del
absolutismo monárquico con el contractualismo político defendido por Hobbes. La escisión
entre Derecho y Moral propugnada por Kant tuvo efectos inmediatos en la esfera jurídico-
penal: el teologismo penal del Antiguo Régimen fue sustituido por un Derecho penal secular, y
el binomio delito-pecado desapareció progresivamente en determinados ámbitos penales.
Los juegos ilícitos: su penalización fue recogida por los distintos Códigos, salvo el de
1822. Los intentos de despenalizar esta conducta durante la Codificación no llegaron a
cuajar, pese a la opinión de algunos autores de que la legislación histórica sobre esta
materia mostraba escasa eficacia: los problemas han sido los mismos a través de la
Historia, estuviera prohibido o autorizado el juego.
Los delitos contra la honestidad: reforma tendente a la despenalización de algunas de
sus formas. El adulterio y amancebamiento no se despenalizó hasta 1978,
recogiéndose en todos los Códigos, salvo el de 1932. El estupro-incesto, la bigamia, el
concubinato, la homosexualidad y la prostitución, delitos de tradición secular fueron
objeto de despenalización en la segunda mitad del siglo pasado.
Conductas relacionadas con la moral pública y social: suprimidas o modificadas, como
por ejemplo la blasfemia o la proclamación de doctrinas contrarias a la moral pública.
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1. La Codificación en España.
Entendemos por Codificación al fenómeno que surge en el S. XIX que trata de superar el
método recopilatorio de materiales para elaborar unos textos de consulta que comprendan
toda la legislación vigente. El racionalismo jurídico, imperante en toda Europa a principios del
S. XIX, supone una potenciación de la razón natural, y considera que solo es real lo que
percibimos, y que solo es derecho lo que se encuentra contenido en la norma. Así, las normas
serán normas, no por sí mismas, sino por estar en los Códigos.
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En el contexto de los avances jurídicos producidos por esta Constitución, se toman una serie
de medidas en el llamado Trienio liberal (1820-1823), entre las que se encuentra el Código
penal de 1822, elaborado por las Cortes liberales. Su vigencia se pone en duda, pues poco
después de ver la luz, se restauran los principios del Antiguo Régimen.
El Código penal de 1822 consta de un título preliminar y dos títulos: delitos contra la sociedad,
y delitos contra los particulares. Se considera por los teóricos un texto excesivamente casuista,
con un lenguaje muy rebuscado, excesivo en la diferenciación de las autorías, en la variedad de
las penas y en su dureza punitiva. Sus fuentes son: el Código napoleónico, las Partidas y el
Fuero Juzgo.
Entre 1823 y 1833 España regresa al absolutismo en la etapa conocida como Década ominosa,
que finaliza con la muerte de Fernando VII, marcada por los acontecimientos políticos que
supusieron el inicio de la primera guerra carlista.
El monarca ordenó en 1829 la creación de una “Junta del Código Criminal” con el encargo de
elaborar un proyecto de Código penal, que estuvo listo en 8 meses: El proyecto de Código
criminal de 1830, que distinguía entre delitos públicos y privados y definía el delito como
transgresión de la ley civil. Sainz de Andino presenta posteriormente El proyecto de Código
criminal de 1831, una obra más pragmática y extensa que distinguía entre delitos enormes y
comunes en función de su gravedad y de la pena impuesta. recogía además el principio de
legalidad de delitos y penas, y su irretroactividad.
La Comisión creada para revisar el proyecto de Sainz de Andino recomendó poner en vigor el
proyecto de 1830.
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comisiones parlamentarias. Esta Comisión por fin acomete la codificación del derecho penal,
civil y procesal, iniciando el Código de 1848.
En 1844 Narváez disuelve las Cortes e inaugura la Década moderada (1844-1854), apoyándose
en el centrismo moderado.
En la ciencia penal, los primeros tiempos fueron de traducción de obras extranjeras, bajo la
mirada de los tribunales inquisitoriales. Joaquín Francisco Pacheco inicia su consolidación con
su obra “Estudios de Derecho penal” (1842) en la que rechaza el pacto social como
fundamento del orden penal, la utilidad social de Bentham y aboga por el principio
retribucionista de Caetano Rossi, adaptado: es precisa la voluntariedad en la comisión del
delito, la pena es correctiva e intimidatoria y no es aceptable la división de los delitos en
públicos y privados.
Las limitaciones fruto de la represión política impedirán el florecimiento de estos estudios, por
lo que los juristas se centran en la práctica de los tribunales. Destaca Florencio García Goyena,
que en su obra se muestra partidario de que el tema penal sea extraído de las Cámaras y la
Codificación se realice por juristas.
La aprobación del Código llevaba consigo una serie de reglas para su aplicación y la aparición
del juicio verbal de faltas, un procedimiento rápido y eficaz, suprimido en 2015 por Ruiz
Gallardón. Además:
24
25
El gobierno completa estas medidas con dos decretos más y ordena que se haga una segunda
edición del Código penal y de la ley provisional para su ejecución que incluya todas las
modificaciones. El RD de 29 de junio de 1850 publica la “edición reformada” del texto.
En 1854 se produce un levantamiento militar por la corrupción del poder político de la época a
la que siguen diversos movimientos del mismo tipo en buena parte del país. Se inicia el Bienio
Progresista (1854-1856), al que seguirá la Unión Liberal (1856-1863) de ideología centrista,
liderada por O’Donnell. Con su dimisión, se inicia la caída de la monarquía en medio del
desgobierno que finalizó con el golpe de estado de Prim de 1868 y el auto-exilio de Isabel II en
París.
Se acordó una nueva Constitución en 1869 y la Monarquía como sistema político, llamándose
al trono en 1870 a Amadeo de Saboya, que abdicó en 1873. El día de su abdicación se
proclamó la I República.
Al igual que el Código de 1850, el de 1870 no es más que una reforma del de 1848. Su
procedimiento de publicación fue el mismo seguido con anterioridad: el gobierno mandaba a
las Cámaras un proyecto de ley de autorización legislativa para aprobar el Código, sistema que
rayaba lo inconstitucional. El gobierno se justificaba diciendo que se trataba de leyes
científicas, que no podían discutirse de la misma manera que las políticas. Tras su aprobación,
el gobierno continúa con la práctica de actualizarlo vía decretos.
26
En 1923 se produce el pronunciamiento del General Primo de Rivera, suprimiendo las Cortes, y
estableciendo en 1925 un Consejo de Ministros bajo su Presidencia. El Ministro de Justicia,
Galo Ponte, pone en manos de la Comisión General de Codificación la reforma penal.
De 1870 a 1925 en que se prepara el nuevo Código se producen muchas reformas parciales del
Código de 1870:
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Leyes penales especiales: desde 1870 a 1925 aparecen leyes penales especiales para delitos
cuya regulación se extrae del Código penal: militares, de imprenta, de contrabando y leyes
sanitarias en tiempos de epidemias. Otras cuestiones reguladas por estas leyes, que establecen
sanción penal son: uso y tenencia de armas de fuego; policía de ferrocarriles y carreteras;
procesos electorales; fabricación de vinos artificiales y adulteración de alimentos; falsificación
de sellos, caza y pesca, propiedad intelectual e industrial; casas de préstamo, pesas y medidas,
etc.
El Código de 1928 carece de orientación científica, pues trata de conciliar la tradición penal
española con las nuevas doctrinas criminológicas, pero presenta un grado elevado de defensa
de la sociedad civil para los cánones de la época (aparecen las medidas de seguridad como
complemento de las penas y muchas medidas de carácter penitenciario). Novedades que
aporta:
La urgencia en la regulación de la nueva realidad hace que la Comisión de Códigos opte por
partir de lo ya existente para elaborar un nuevo Código, iniciando la reforma del texto de 1870
en un proceso que Gaite califica de “republicanización del Código penal de 1870”. El nuevo
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texto se promulga el 5 de noviembre de 1932, siguiendo la estructura del Código de 1870 y sin
corregir algunas de sus incoherencias y erratas.
Según la exposición de motivos del texto, los principios generales del nuevo Código son:
A esto se añade la Ley de Vagos y Maleantes, de 4 de agosto de 1933, que eleva a categoría de
delito el ser vago o maleante y que fue muy criticada.
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Es una etapa de elaboración por particulares de proyectos de texto penal, entre los que se
encuentran:
o Proyecto de Código penal de 1939, sobre las bases redactadas por Cuello Calón, de
autor desconocido.
o Anteproyecto de Código penal (1938) redactado por la Delegación Nación de Justicia
de la JONS, obra de Antonio Luna García. Rechazaba el principio de legalidad,
dejándolo al criterio del juzgador y hacía hincapié en la defensa política del nuevo
Estado.
El 19 de julio de 1943 se presenta ante las Cortes un proyecto de ley autorizando al gobierno a
publicar un “nuevo texto refundido del Código penal vigente” con las modificaciones
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oportunas para adaptarse al nuevo Estado. El texto aprobado en 1944 tiene sus orígenes en el
Código penal de 1848. Mantiene el principio de legalidad, pero está enfocado a proteger los
principios generales del Régimen, dotando de fuertes mecanismos represores al poder
político, estableciendo una mayor severidad en las penas y facilitando la persecución de los
alteradores del orden social establecido. Este texto refundido:
En los ordenamientos jurídicos de la Edad Moderna, herederos del ius commune en los países
europeos, las penas privativas de libertad aparecen en un lugar secundario, prevaleciendo las
penas corporales, económicas o infamantes. La privación de libertad existía a través del
destierro, la deportación o la esclavitud por causa penal, pero no era considerada una pena,
sino una medida preventiva o cautelar. Cárceles y prisiones se utilizaban para custodiar a los
detenidos hasta que se ejecutara la sentencia o hasta que pagaran su deuda. La cárcel
perpetua o la privación de libertad como pena estaba prohibida por el Derecho romano clásico
impregnado de influencias cristianas, pues se consideraba una species servitutis, o forma de
esclavitud, impropia de hombres libres. Esta pena no aportaba nada a sociedad ni víctima y
resultaba costosa para las arcas públicas.
La pena de prisión sólo podía encontrarse durante la Edad Media en la jurisdicción eclesiástica.
El Derecho canónico la utilizaba como pena por el impedimento moral que tenía para ejecutar
penas de muerte o corporales y por la finalidad correctiva que la doctrina canónica mantuvo
en la sanción frente a los objetivos retributivos y preventivos propios del absolutismo regio. La
31
prisión en monasterios, conventos y otros lugares religiosos se utilizó desde época temprana
por la jurisdicción eclesiástica con los propios miembros del clero y con las mujeres nobles u
honradas que hubieran cometido algún desliz.
En España, esta penalidad utilitaria se comenzó a utilizar de forma temprana con la pena de
galeras (S. XV) y se convirtió en una de las penas principales a lo largo de los S. XVI y XVII.
Cuando en el S. XVIII nuevas técnicas navales hicieron innecesarios los remeros éstos fueron
destinados a trabajos forzados en los arsenales. Otras penas utilitarias en la España moderna
fueron el trabajo forzado en las minas de Almadén, el servicio en el ejército o la pena de
presidio en el Norte de África, reservada al fuero militar, aunque en la segunda mitad del S. XVI
se aplicaba también a civiles para labores de fortificación y defensa de enclaves estratégicos.
Estas penas quedaron consolidadas con la pragmática dictada por Carlos III en 1771. Cuando
los arsenales entraron en crisis y fueron suprimidos en 1818, los presidios militares del Norte
de África se afianzaron como la principal pena, habiendo aparecido además los presidios de
obras públicas peninsulares. Otros lejanos antecedentes de las penas privativas de libertad
fueron los asilos, hospicios, casas de misericordia o casas de corrección que daban cobijo a
vagos, mendigos o pequeños delincuentes inútiles por edad, complexión o enfermedad, al
cargo de distintas órdenes religiosas. También en la Edad Moderna surgieron las “casas de
arrepentidas” o “casas de recogidas” para mujeres de mala fama, también a cargo de órdenes
religiosas.
A finales del S. XVIII, el filántropo John Howard se pronunció sobre la necesidad de mejorar,
desde un punto de vista caritativo, esta multiplicidad de establecimientos para la privación de
libertad, siendo considerado por ello uno de los padres del derecho penitenciario desde el
punto de vista del humanismo penal. Pero los fundamentos ideológicos de las penas privativas
de libertad se anclan también en el individualismo y el utilitarismo penal difundidos por la
filosofía iusracionalista liberal a partir de la Revolución Francesa.
En este ámbito el principal promotor de las penas privativas de libertad como base de la
penalidad contemporánea fue el inglés Jeremy Bentham, aunque en España también
contribuyeron Manuel de Lardizábal o el italiano Filanglieri. Mientras Montesquieu, Voltaire y
Beccaria, a quienes Bentham seguía, defendían la utilidad del castigo y la proporción entre
delitos y penas, Bentham fue un paso más allá y trató de definir esta “aritmética moral”. Para
ello elaboró una clasificación de las penas en la que la pena de prisión comenzó a ser
contemplada con especial preeminencia debido a que permitía una mayor individualización
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El Código establecía:
trabajos perpetuos: trabajos “más duros y penosos”, siempre atados con cadena.
obras públicas: máximo 25 años. Trabajos en caminos, canales, construcción de
edificios, aseo de calles, plazas y paseos públicos, atados de dos en dos con una
cadena más ligera que la de los condenados a trabajos perpetuos.
prisión en una fortaleza.
presidio: máximo 20 años.
reclusión en casa de trabajo: 25 años en mujeres y 15 en hombres.
arresto: “en cárcel, fortaleza, cuerpo de guardia o casa de ayuntamiento según las
circunstancias del pueblo”. Debían ser diferentes para acusado y procesado.
Existían algunos presidios peninsulares, pero no suficientes ni adecuados, había que construir
las novedosas “casas de reclusión” diferentes para los dos sexos y distintas a su vez de las
“casas de corrección” previstas para mujeres y menores. El propio Bentham criticó el proyecto
de Código porque, a su juicio, abundaba en la utopía. Pese a ello, el proyecto se aprobó y
comenzó el problema práctico de proveer los fondos y medios necesarios para implementarlo.
En 1831, Fernando VII ordenó que se retomaran los trabajos comenzados en 1822 para
elaborar una Ordenanza General de Presidios, empleando una Junta compuesta por militares
presidida por el Teniente-Coronel Francisco Javier Abadía, que culminó sus trabajos en 1834.
Esta Ordenanza gozó de una dilatada vigencia, siendo la norma básica del sistema
penitenciario hasta su derogación a comienzos del S. XX.
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Pese a ellos, tanto la disciplina como el personal de los presidios siguieron siendo militares. Los
presidios del Norte de África mantuvieron un régimen peculiar en la Ordenanza de 1834
estableciéndose que el Gobernador militar fuera su vez Gobernador civil en funciones y que el
Ministerio de Guerra se ocupara de su gestión. El presidio de Cádiz, en la frontera con los
norteafricanos, se separó también de los presidios civiles peninsulares y quedó adscrito al
ejército como destino para los condenados por los tribunales de Marina, y de la misma forma,
el presidio de Mahón se adscribió a los condenados por tribunales de Guerra.
Debido a la estructura militar de los presidios y los usos del pasado, más propicios al trabajo
extramuros en obras públicas que a las nuevas propuestas de obradores o talleres, el trabajo
intramuros en talleres profesionales resultó un fracaso. Por su parte, la educación religiosa y la
instrucción quedaron en manos de los capellanes y los recursos destinados quedaban al
arbitrio de las autoridades competentes, por lo que los avances fueron pocos, pese a la
promulgación en 1844 de un Reglamento de escuelas.
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Pero la Ordenanza también incluía, por primera vez, una serie de premios, rebajas de condena
e indultos. A este sistema se le conoció como “sistema de contabilidad moral”, y fue objeto de
desarrollo en el RD de 20 de diciembre de 1843.
Con el gobierno moderado que se formó a la mayoría de edad de Isabel II, se aprobó una
Orden en 1847 que redujo el trabajo manufacturero en prisiones, bajo el argumento de su
excesiva lenidad y como respuesta a las protestas del sector privado y de la clase obrera.
Durante la época isabelina, la cuestión penitenciaria se situó en el centro del debate durante la
discusión y aprobación del Código penal de 1848 y con la promulgación de la Ley de Prisiones
de 26 de julio de 1849. Ambas normas se inspiraron en los postulados de nueva Escuela
neoclásica o ecléctica del derecho penal, representada por Pellegrino Rossi, traducido por
Cayetano Cortés en 1839. Según Rossi, todos los hombres estaban obligados a seguir un orden
moral de cuya infracción nacía el delito, y la pena no era sino la remuneración del mal
determinada de forma proporcional por un juez.
Este principio retribucionista caló en Joaquín Francisco Pacheco, el principal penalista español
de la época, cuyas ideas inspiraron el Código penal de 1848. En el terreno de las penas optó
por su multiplicación para que se adecuaran individualmente a las circunstancias de cada
delincuente, aplicando un sistema de “aritmética penal”. La escala de penas aprobada en el
Código de 1848 fue:
a) Aflictivas:
a. cadena perpetua: en presidio norteafricano. Implicaba elementos que
afectaban a la honra, como la argolla y la degradación.
b. reclusión perpetua: en presidio norteafricano. No conllevaba elementos
degradantes.
c. cadena temporal (12 a 20 años) y reclusión temporal (12 a 20 años): en la
península solo trabajarían en obras públicas los sentenciados a cadena
temporal, con limitaciones según su condición física y edad (hasta los 60 años),
especificándose que estos sentenciados no podrían ser destinados a obras de
particulares ni a públicas ejecutadas por empresas o contratas con el gobierno.
Las mujeres condenadas a cadena temporal o perpetua cumplirían su condena
en una casa de presidio mayor.
d. presidio mayor (7 a 12 años); prisión mayor (7 a 12 años); presidio menor (4 a
6 años); prisión menor (4 a 6 años): los presidios se ubicarían de la misma
manera que las casas de reclusión en el caso de la pena de presidio mayor,
pero debía crearse un presidio menor en el territorio de cada Audiencia, y un
presidio correccional en cada provincia. La principal diferencia entre presidios
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Las nuevas escuelas de derecho penal viraron el objeto de atención desde el delito y la
protección de la sociedad, propios de las Escuelas clásica y neoclásica, hasta el delincuente,
tratando de desentrañar sus motivos. Esto permitió el desarrollo de ciencias como la
criminología y la psicología y, desde el punto de vista de la responsabilidad penal, amplió la
consideración de las circunstancias externas al delito o la responsabilidad moral de autor
propia de la Escuela neoclásica, abriendo la puerta a otras circunstancias, como el
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El nuevo Código penal de 1870, concebido como una adaptación del código moderado a los
nuevos principios de libertad reconocidos en la Constitución de 1869, mantuvo el principio
retribucionista de las penas, a través de una compleja aritmética penal (eliminando sólo las
penas de presidio menor y prisión menor).
La reforma penitenciaria fue retomada tras el regreso de Alfonso XII, en el periodo llamado de
la Restauración borbónica, alcanzando mayores avances gracias al clima de consenso y
pacificación social. Bajo el marco legal del Código de 1870 se logró la creación del cuerpo civil
de funcionarios de prisiones desmilitarizando los establecimientos penitenciarios (RD de 23 de
junio de 1881, que creaba el Cuerpo Especial de Empleados Civiles de Establecimientos
penitenciarios). Los antiguos Comandantes y Alcaides recibieron el nombre de “Directores” y el
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Para las mujeres se creó la Penitenciaría de mujeres de Alcalá de Henares a la que, desde 1869,
fueron enviadas las reclusas que quedaban en Casas-Galeras o Casas de Corrección de
mujeres. Las condenas por penas inferiores debían ser enviadas a las cárceles de partido.
Sin embargo, el régimen progresivo era inviable en la mayoría de prisiones. Tras el ascenso de
Alfonso XIII en marzo de 1902, el nuevo gobierno de Francisco Silvela, mediante RD de 18 de
mayo de 1903, impuso un nuevo sistema tutelar. Este sistema clasificaba a los reos según sus
características físicas o intelectuales, por lo que se elaboraba un expediente correccional de
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cada penado. Rafael Salillas, que inspiró este sistema, promovió además la creación de la
Escuela de Criminología (1906).
Sin que el sistema llegara a ensayarse, ni fueran conocidos sus resultados, comenzaron a
aparecer nuevas normas que retornaban al régimen progresivo (RD de 5 de mayo de 1913, de
Reglamento de Servicio de Prisiones). El Reglamento de 1913 fijó cuatro clases de prisiones:
centrales, provinciales, de partido y destacamentos penales) en las que los presos se
clasificarían en atención al delito y a la condena, y también por sexo o edad. Proponía un
régimen progresivo en cuatro periodos: el celular o de preparación; industrial o educativo;
intermediario; y de gracias y recompensas. Un año más tarde se promulgó la Ley de Libertad
Condicional de 23 de julio de 1914.
La primera Directora General de Prisiones, Victoria Kent, llegó al cargo cuatro días después de
proclamarse el nuevo régimen, el 18 de abril de 1931. Las primeras medidas que acometió se
dirigieron a garantizar la libertad de culto a los reos y terminar con la influencia religiosa en los
presidios. La Orden de 22 de abril de 1931 liberó a los reclusos de su obligación de asistir a
actos religiosos y les permitió leer la prensa si no estaban incomunicados. La Orden de 4 de
agosto de 1931 disolvió el cuerpo de capellanes de prisiones y permitió que los reclusos
pudieran ser atendidos por representantes de otras religiones. El Decreto de 23 de octubre de
1931 puso fin a la labor de las Hijas de la Caridad en las prisiones de mujeres, sustituyéndolas
por un nuevo cuerpo civil: la Sección Femenina Auxiliar del Cuerpo de Prisiones. Otras medidas
fueron:
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Kent reorganizó y reestructuró las prisiones del Estado, construyendo nuevas prisiones
provinciales y decretando, “por razones de humanidad” la supresión de las prisiones de
partido que no reunieran las condiciones de habitabilidad exigidas. El descenso del número de
presos preventivos por la aplicación de la ley de libertad condicional y los indultos a mayores
de 70 años, permitieron el cierre de centros penitenciarios ruinosos.
Tras la dimisión de Victoria Kent en 1932, fue nombrado Director General de Prisiones Vicente
Sol Sánchez dando comienzo a una etapa en la que predominaría la ideología de la defensa
social frente al correccionalismo penal que trató de implementar Kent. Las principales causas
de este cambio fue la alarma social que provocaron los indultos, permisos de libertad
condicional y fugas producidas, la división de la sociedad que amenazaba al orden público, el
comienzo de una crisis económica, etc.
El nuevo Director se reconcilió con el cuerpo de funcionarios que Kent había tratado de
depurar, atendiendo a sus demandas laborales e incluso atribuyéndoles el carácter de
“autoridad” o “agente”.
Una orden de 1933 declaró en vigor el artículo del Reglamento de Prisiones que prohibía la
libertad de opinión en prensa, derogado años antes por Kent, buscando así proyectar una
visión de las prisiones como instituciones técnicas para la aplicación de penas, ajenas a
cualquier debate moral o científico.
El nuevo Código penal de 1932 abolió las penas de muerte, relegación y degradación, y
modernizó las penas privativas de libertad, suprimiendo la cadena perpetua y temporal y
reduciendo la aritmética penal del Código de 1870 a sólo tres tipos de penas: reclusión mayor
o menor; presidio y prisión o arresto. Se mantuvieron solo cuatro de las seis escalas para
graduar o individualizar la pena.
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En enero de 1933 las prisiones se reordenaron a su vez en tres grupos: de servicio intenso;
corriente; y atenuado, según el número de presos que custodiaban y para facilitar el ascenso
entre ellas de los funcionarios.
Las prisiones de partido se iban poblando con los números detenidos por la crisis social y
política que se vivía, sobre todo tras la promulgación en agosto de 1933 de la Ley de Vagos y
Maleantes, que permitía detener en razón a la “peligrosidad social”. El hacinamiento
determinó que muchas de las prisiones suprimidas por Victoria Kent tuvieran que volver a
abrirse. También se crearon otras nuevas para dar respuesta al creciente número de vagos y
maleantes, aplicándoles un específico tratamiento reeducador, como el Reformatorio que se
abrió en la antigua prisión de mujeres de Alcalá de Henares, o la prisión de Burgos, en cuyos
terrenos se trató de establecer una colonia agrícola. Los nuevos espacios de reclusión fueron
llamados por la prensa y por el propio lenguaje político de la época “campos de
concentración”
Tras el golpe de Estado, el 1 de octubre de 1936 Franco fue nombrado Jefe de Estado y Jefe de
Gobierno, así como Generalísimo de los ejércitos. La legitimidad de Franco procedía de la
victoria militar y puso en práctica un modelo de represión, vigilancia y delación. Al inicio de la
guerra, un Bando de los militares golpistas declaraba el estado de guerra lo cual implicaba que
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a muchos delitos se les aplicara el Código de Justicia Militar, que convertía en delito de
rebelión lo que antes eran delitos contra el orden público, dándose la paradoja de que quienes
no se levantaron en armas contra la República fueron condenados por adhesión a la rebelión.
El Código de 1944 no admitía la libertad de culto, instaura los delitos contra la religión católica,
recupera el delito de adulterio (solo de la mujer) y restablece la venganza del padre o del
cónyuge agraviado, el estupro, deroga la Ley de Divorcio y matrimonio civil, regula el parricidio
de honor (hasta 1963) y castiga todo tipo de propaganda o información anticonceptiva. La
exigencia de autorización marital para el ejercicio de derechos laborales se mantuvo vigente
hasta 1976 y también la prohibición de que la mujer fuera juez. Paralelamente al Código se
aprobaron leyes especiales que permitían el castigo de delitos políticos y restringían las
libertades. Se mantuvo la pena de muerte y una complicada escala de penas de privación de
libertad.
El Código penal de 1944 fue elaborado por penalistas del régimen franquista que aplicaron su
ideología, entre ellos: Isaías Sánchez Tijerina, que defendió el golpe de Estado, la pena de
muerte y los juicios sumarísimos; Federico Castejón y Martínez de Arrízala, contrario a los
principios humanitarios de la ONU; Eugenio Cuello Calón, fundador del Anuario de Derecho y
Ciencias Penales, defensor de la pena de muerte y homófobo; y Juan del Rosal.
La Justicia Militar del franquismo tiene su origen en el Código de Justicia Militar de 1890 y
estuvo vigente hasta la ley de 17 de julio de 1945 que promulgaba un nuevo Código que
unificaba la legislación castrense (dividida según el ejército) y otras leyes especiales como la de
Responsabilidades Políticas, de la Masonería y del Comunismo.
Franco fue designado por los militares sublevados el 29 de septiembre de 1936 como jefe de
Gobierno del Estado español y generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra, mar y aire. El
19 de noviembre se promulgó un reglamento en el que se establecía una primera jerarquía de
disposiciones jurídicas, correspondiendo al Jefe del Estado firmar leyes, decretos-leyes y
decretos.
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En 1939 se reorganizaron las ocho Regiones militares (ampliadas a nueve en 1942) que habían
sido suprimidas por la República.
El Código de Justicia Militar (CJM) de 1945, dota a la jurisdicción militar de un solo cuerpo
legal para los tres Ejércitos. Una de sus novedades es el procedimiento sumarísimo, mediante
el cual se simplifican los trámites, se elabora un extracto de actuaciones por el secretario, se
da la posibilidad de seguir causas contra reos ausentes, suprime la lectura de cargos y permite
al Consejo Supremo de Justicia Militar conocer de causas por delitos flagrantes y de bandidaje
(maquis y terrorismo).
El procedimiento sumarísimo acumulaba en un solo acto las distintas partes del proceso, de
forma que se instruía, aportaban y valoraban pruebas, juzgaba, condenaba y se ejecutaba la
sentencia, a veces en horas. El CJM lo contemplaba para reos de flagrante delito militar (el que
se estuviere cometiendo o acabare de cometer cuando el delincuente sea sorprendido) que
tuvieran señalada pena de muerte o perpetua, y para delitos que afectaran a la moral y
disciplina de las tropas o la seguridad de las plazas y personas. El delito de rebelión militar fue
el más empleado de acusación en los juicios sumarísimos.
El Juez instructor: nombrado para cada causa por la autoridad militar que ejerza la
jurisdicción o quienes den la orden de formación del procedimiento. Consignaba sus
resoluciones mediante diligencias.
El Fiscal: ejercitaba la acción pública ante los consejos de guerra. Calificaba los hechos
y determinaba las responsabilidades exigibles, formulando la acusación.
El Secretario de causas: extendía y autorizaba las actuaciones judiciales. Era nombrado
por la misma autoridad que el Juez.
Estos tres cargos eran obligatorios, con las excepciones de incompatibilidad previstas en la ley.
En caso de ausencia, fuga o paradero desconocido del acusado, era llamado por requisitoria y,
de no comparecer, era declarado rebelde. Si la causa estaba en fase sumaria, se continuaba
hasta su terminación y se archivaba. Si el reo se fugaba después de dictada la sentencia, la
causa continuaba hasta el fallo definitivo.
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El Decreto de 18 de octubre de 1945 modificó la Ley de Orden público de 1933 para adaptarla
al Fuero de los Españoles. La Ley de Responsabilidades políticas (LRP) de 9 de febrero de 1939
y los Tribunales de responsabilidades políticas (TRP) fueron un instrumento de control y
depuración de rivales políticos. Esta norma fijaba la responsabilidad política de las personas
físicas o jurídicas que entre el 1 de octubre de 1934 y el 18 de julio de 1936 crearan o
agravaran la subversión, y de las que a partir de ese momento se opusieran al Movimiento
Nacional mediante actos o pasividad grave. La LRP castigaba retroactivamente, careciendo los
tipos de la menor precisión y se empleó para ilegalizar todos los partidos integrados en el
Frente Popular. La ley establecía un catálogo pormenorizado de delitos que permitían
perseguir, encarcelar y condenar a quienes se opusieron de manera activa al Alzamiento. Miles
de personas fueron declaradas culpables y en el mejor de los casos quedaron inhabilitados
para ejercer sus profesiones u oficios. El régimen franquista llegó a depurar a unos seis mil
maestros, valiéndose para ello de informes del párroco del pueblo, la Guardia Civil y los
representantes católicos de los padres de alumnos. La Oren de 29 de julio de 1939 separó de
sus cátedras a los catedráticos de universidad e Instituto disidentes, muchos de los cuales
fueron además exiliados. En el 39 persistía el ambiente bélico, marcado por denuncias y
delaciones constantes, procesos de depuración en la administración, universidad y empresas,
redadas, espías infiltrados, detenciones y ejecuciones sumarias.
La LRP se aplicaba también a los exiliados, refugiados e incluso asesinados, con carácter
retroactivo y fue la base de la apropiación de los bienes de las gentes que defendieron la
legalidad, pero también de familias desafectas al régimen. Fue completada con la ley de
Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940. En la época posterior a la derrota
podemos distinguir los siguientes periodos:
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La implicación de la Iglesia fue decisiva pues la ley contemplaba el informe preceptivo del cura.
La Ley de Seguridad del Estado castigaba con pena de muerte delitos como la posesión de
armas, la traición o la sublevación, y a severas penas de prisión o multas a los que ofendieran
de palabra u obra las instituciones del Estado, siendo la jurisdicción militar la competente para
conocer de los delitos castigados en esta Ley, que serían juzgados por procedimiento
sumarísimo.
El sistema jurídico que se establece en 1939 altera la consideración de quién ostenta el poder
legítimo y quién es el rebelde. Quien el 17 de julio era leal al gobierno de la República, pasó a
ser, el 1 de abril del 39, o durante los tres años de contienda en la España ocupada por los
militares golpistas, culpable de delito de rebelión.
El Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo fue creado por la Ley de
Represión de la Masonería y el Comunismo y estuvo en funcionamiento de 1940 a 1963. La
Delegación Nacional de Servicios Documentales era el organismo que facilitaba al Tribunal los
informes personales de los sospechosos. El Tribunal también persiguió a rotarios, teósofos o
miembros de la Liga de Derechos del Hombre. Con la documentación incautada, la Delegación
formaba cinco tipos de expedientes:
2
La Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista.
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Con objetos incautados, el Tribunal recreó con profusión de calaveras y capuchas negras una
inexistente logia con la intención de demonizar a la masonería, a la que Franco culpaba de la
crisis y decadencia de España.
La Ley de Vagos y Maleantes de 4 de agosto de 1933, reformada por la ley de julio de 1954,
condenaba la homosexualidad por ofender a la moral española y por contrariar las buenas
costumbres.
Los encargados de dictaminar qué individuos podían ser procesados fueron los jueces
especiales de vagos y maleantes que, valorando los antecedentes y las conductas sociales de
los sospechosos, emitían un dictamen. La homosexualidad podía ser castigada con:
La Ley de Vagos y Maleantes fue sustituida por la Ley de Rehabilitación Social de 4 de agosto
de 1970, en vigor hasta finales de 1978. Esta ley modificaba un par de artículos de la anterior,
considerando los actos homosexuales como peligrosos y propios de individuos enfermos,
aplicándosele las correspondientes medidas de seguridad y rehabilitación. Las medidas
incluían:
El 1 de julio de 1971 se crearon los centros específicos que esta ley demandaba.
46
o Disposición de que los gastos de viajes de los penados fueran costeados por la
Administración, al igual que la ropa civil cuando fueran puestos en libertad.
o Creación del Instituto de Estudios Penales y preparación de los funcionarios de
prisiones.
o Establecimiento de un Hospital Psiquiátrico Judicial para enajenados mentales,
alcohólicos y toxicómanos.
o Creación de la Casa de Trabajo para vagos y maleantes.
Estas medidas fueron poco eficaces, por lo que el Régimen tuvo que flexibilizar la libertad
condicional, consiguiendo finalmente la reducción de la población reclusa entre 1939 y 1945.
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El Reglamento de Prisiones de 1948 estuvo vigente hasta 1956 y pese a sus postulados en pro
de la redención de los presos, resulta indudable que las prisiones cumplían misiones de
defensa y custodia, más que reformadoras.
En 1964, la organización de trabajos penitenciarios que se estaba llevando a cabo a través del
Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced se reguló como organismo autónomo
adscrito al Ministerio de Justicia a través de la Dirección General de Prisiones. Dicho organismo
fue el antecedente de lo que hoy se conoce como Organismo Autónomo de Formación para el
Empleo y Trabajo Penitenciario.
Las normas que regulaban la acusación fiscal fueron establecidas por el Bando de Guerra de
28 de julio de 1936, los Decretos de la Junta de Defensa Nacional números 55 y 109 y el Código
de Justicia Militar de 1890. Estas normas establecían que los inculpados por hechos delictivos
durante el tiempo de instrucción, fueran ingresados en establecimiento penitenciarios en
calidad de presos preventivos.
Una característica a destacar de las cárceles en general y de las de mujeres en particular, era el
hacinamiento, que propiciaba la transmisión de enfermedades que junto con la debilidad física
por la falta de alimentación suficiente, hacía que la mortandad carcelaria alcanzase tasas muy
elevadas. Si se detectaba que el padecimiento o dolencia de algún reo no tenía solución, era
devuelto a su familia concediéndole el paso a la situación de prisión atenuada, como gracia
especial y extraordinaria.
En 1944, tras comprobarse que la ración de un recluso no llegaba a las 1.500 calorías
necesarias para su sustento, se elevó la plaza en rancho a 3 pesetas/día para evitar las
enfermedades carenciales que eran, desde todos los puntos de vista, antieconómicas.
Una de las primeras medidas tomada durante la guerra fue la vuelta a las prisiones de las
Órdenes Religiosas Femeninas (Orden de 30 de agosto de 1938), anulando la reforma de
Victoria Kent, con la excusa de promover los valores morales, y recuperando así la tradición de
prisiones administradas por religiosas.
La misión de las carceleras era conseguir los objetivos político-morales que las autoridades
franquistas pretendían inculcar a las presas. El nacional-catolicismo debía imponer la religión
en todos los ámbitos de la sociedad y el control religioso en el ámbito carcelario representó un
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valor en alza que acapararía cada vez más parcelas de poder. Las órdenes que colaboraron en
esta tarea fueron: “Hijas de la Caridad”, “Oblatas”, “Hijas del Buen Pastor” y “Cruzadas”. Una
de las parcelas que ocuparon fue la del poder económico y administrativo.
Las nuevas funcionarias nombradas por el Régimen estaban entre las más afectas a la Causa
Nacional, a las que se integró en la Sección Femenina del Cuerpo de Prisiones. Para ingresar en
este Cuerpo era un valor de suma importancia ser familiar de alguna de las víctimas de la
violencia republicana y demostrar lealtad al Régimen. Los malos tratos, hacinamiento, malas
condiciones higiénicas y sanitarias, y la alimentación insuficiente adquirían tintes dramáticos
en las prisiones, con la agravante de que muchos hijos de reclusas convivían con ellas.
La menor oferta laboral para las mujeres en los talleres penitenciarios generó una mayor
presión hacia ellas, viéndose muchas obligadas a realizar trabajos clandestinos dentro del
penal, tratar que alguien los vendiera en el exterior y procurarse así algunos recursos no
controlados para alimentar a sus hijos.
Miles de niños fueron separados de sus madres para prevenir el “contagio moral”. Las
“mujeres rojas y marxistas” eran consideradas enfermas mentales sin capacidad para educar a
sus hijos. Por Orden de 30 de marzo de 1940 se determinó que las internas solo podían tener a
sus hijos hasta los 3 años de edad y después eran enviados a sus familiares o a las instituciones
de beneficencia. Muchos eran deportados y desaparecían.
La Orden de 27 de abril de 1939 por la que se instituía a Nuestra Señora de la Merced Patrona
del Cuerpo de Prisiones, del Patronato Central y Juntas Locales para la Redención de las Penas
por el Trabajo resumía el espíritu de la nueva institución que debía acometer el problema
penitenciario desde la óptica misionera española.
La Redención de Penas por Trabajo surgió para mitigar las largas penas privativas de libertad
que resultaban de la aplicación del Código de Justicia Militar de 1890 para los condenados por
rebelión militar. La Redención se incorporó al Código Penal en 1944 y se mantuvo en sus
posteriores reformas. Se crea por Orden de 7 de octubre de 1938 el Patronato para la
Redención de Penas por el Trabajo, como organismo gestor de los trabajos forzados de los
presos. El Patronato contaba en cada lugar con una Junta Local compuesta por el alcalde
(afiliado a Falange), el cura párroco del pueblo y un vocal que había de ser una mujer que
“reúna condiciones de espíritu profundamente caritativo”.
La pena tenía como única finalidad el castigo, el encierro y la expiación, aunque desde el
Régimen se hablara de redención. La cárcel pretendía adoctrinar al reo, inculcarle las ideas del
nacional catolicismo, de la Falange y de la España Imperial y erradicar todo pensamiento
comunista, marxista, socialista o anarquista. La unión de la Redención y de la Libertad
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En las prisiones franquistas había tres tipos de presos: los políticos “anteriores” que cumplían
pena por delitos cometidos durante la guerra; los políticos “posteriores”, por acciones de
resistencia o actos políticos; y los presos comunes. El sistema penitenciario se configuró
pensando que sus únicos destinatarios eran los presos políticos “anteriores”, es decir, aquellos
consecuencia directa del conflicto, y todas las medidas que se adoptaron con anterioridad a
1944 se dirigieron a ellos exclusivamente.
Con sede en Madrid, fue creado por Ley 154/63 de 2 de diciembre de 1963, con competencia
privativa para conocer de los delitos cometidos en todo el territorio nacional, singularizados
por la tendencia en mayor o menor gravedad a subvertir los principios básicos del Estado,
perturbar el orden público, o sembrar la zozobra en la conciencia nacional.
oContra la seguridad exterior del Estado, Jefe de Estado, las Cortes, Consejo de
Ministros y forma de gobierno.
o De rebelión, sedición, desórdenes públicos o propagandas ilegales.
o Siempre que obedecieran a un móvil político o social, también se incluían:
o Detención ilegal, sustracción de menores, allanamiento de morada.
o Amenazas y coacciones.
o Descubrimiento y revelación de secretos, si la jurisdicción militar si inhibía de ellos.
o Delitos conexos y faltas incidentales de todos los anteriores.
El TOP fue suprimido durante la Transición coincidiendo con la Ley de Reforma Política y la
puesta en marcha de la Audiencia Nacional. Junto a él desaparecieron los Juzgados de Orden
Público 1 y 2.
Desde mediados de los años 50 se había moderado el discurso religioso aplicado al castigo,
sustituyéndose por un nuevo lenguaje basado en la ciencia penitenciaria y en la observación
de la conducta. Empezaron a emplearse términos como “individualización científica” en un
nuevo Reglamento de los Servicios de Prisiones de 1956, y en su reforma de 1968. Sin
embargo, el cuerpo de funcionarios de prisiones, al frente del cual estaba un militar, seguía
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aplicando una rígida disciplina, aplicando castigos incluidos en el propio Reglamento (reclusión
en celdas de aislamiento) y castigos no contemplados en el mismo (golpes, coacciones y
abusos). Las condiciones materiales intramuros había mejorado gracias a la descongestión y a
la mejora general del nivel de vida en el país. Aun así, la alimentación era deficiente, la higiene
escasa y la atención sanitaria casi inexistente. El trabajo en talleres nunca dejó de ser abusivo y
peligroso, la censura en la prensa continuaba en vigor y las comunicaciones con abogados y
familiares eran intervenidas.
Las prisiones del final de la dictadura eran un eslabón más, junto a policía y tribunales, de la
cadena de control de la disidencia y represión de la oposición política y un depósito de
delincuentes de clase baja.
Tras la muerte de Franco, la excarcelación de presos políticos provocó que los presos comunes
reivindicaran un cambio de su situación. Juan Carlos I concedió un indulto que rebajaba las
penas en función de su gravedad y que supuso la libertad para 400 presos políticos y 5000
presos comunes. Sin embargo, esto no satisfizo a la oposición política, pues la amnistía implica
la extinción de la responsabilidad penal y la desaparición de las figuras delictivas, mientras que
el indulto solo supone el perdón de la pena. Este hecho y la continuidad de los integrantes del
último gobierno franquista provocaron un incremento de la presión social a favor de un
auténtico cambio político. El nombramiento de Adolfo Suárez en julio de 1976 como
Presidente del Gobierno, se ha de interpretar en este contexto, así como la concesión de una
amnistía para parte de los presos políticos que continuaban en prisión.
Durante los primeros meses del conflicto, la Dirección General de Instituciones penitenciarias
no reconoció a los miembros de la Coordinadora como interlocutores, optando por aislar y
trasladar de centro a sus líderes. Los presos recurrieron entonces a plantes, huelgas de
hambre, motines y autolesiones colectivas para visibilizarse. En verano de 1977 se aprobó una
reforma provisional que suavizaba la disciplina, que no pacificó a los presos, que la
51
consideraron muy escasa. Pocos meses después, la aprobación de la Ley de Amnistía que
permitía la excarcelación de los últimos presos políticos y el fracaso en sede parlamentaria de
una proposición de Ley de Indulto, cerraron la puerta a la excarcelación masiva, provocando
violentas acciones de protesta.
El nuevo Director General, Carlos García Valdés, llevó a cabo una serie de medidas para
restablecer el orden mientras se redactaba la futura ley. Las medidas adoptadas incidían en
tres aspectos:
Estas iniciativas provocaron el descenso de las protestas lideradas por la COPEL, habiendo
propiciado el talante dialogante del nuevo Director General ya una tregua por parte de los
reclusos al inicio de su mandato.
El nuevo texto partía de las orientaciones recogidas en las Reglas mínimas para el tratamiento
de los reclusos de las Naciones Unidas y el Consejo de Europa y otros pactos internacionales.
La reforma española era una de las últimas en el movimiento europeo de reforma
penitenciaria posterior a la II Guerra Mundial, basado en tres principios:
52
En mayo de 1978 se modificó el Código Penal con la llamada “Ley de cuantías”, que elevaba las
cuantías económicas de los tipos penales, con lo que casi un millar de reclusos quedaron en
libertad. La Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970 era una de las causas
recurrentes de encarcelamiento de personas que no habían cometido delito alguno. Fue
modificada a finales de 1978, despenalizando los actos homosexuales y derogando el
internamiento por peligrosidad social, pero sus principios (pre-delictualidad, peligrosidad
social, etc.) permanecieron.
Aunque la LOGP establecía que en el plazo máximo de 1 año el Gobierno debía aprobar el
Reglamento que la desarrollara, el nuevo Reglamento de Prisiones no se aprobó hasta casi 2
años después. El Reglamento recogía prácticas que ya se estaban aplicando, como los módulos
progresivos para cárceles de máxima seguridad. Sin embargo, la aprobación del Reglamento no
fue suficiente para reformar el sistema de prisiones, pues faltaban los medios económicos
necesarios. El plan de inversiones cuatrienal para la construcción de nuevos centros que el
Gobierno aprobó a finales de 1976 resultó insuficiente para reparar las viejas cárceles de la
dictadura y para dotar a los centros de funcionarios suficientes para hacer frente a las nuevas
tareas que la LOGP y el Reglamento encomendaban (personal médico, criminólogos,
psicólogos, pedagogos, asistentes sociales, etc.)
De 1977 a 1978 el volumen de presos comunes subió un 63,4%, tendencia al alza que continuó
en los años siguientes espoleada por el consumo de heroína y los cambios legislativos
justificados por la alarma social que el terrorismo y la escalada de delincuencia común
causaban. En 1979 se equiparaban penalmente los delitos cometidos por organizaciones
terroristas y los robos. Al año siguiente se reformó la Ley de Enjuiciamiento Criminal,
ampliando todavía más los supuestos de prisión provisional y prolongando su duración. El
efecto de estas medidas fue un aumento espectacular de la población reclusa.
La Transición no fue pacífica, como demuestran las más de 3.200 acciones de violencia política
y las 700 víctimas mortales, 530 de ellas por terrorismo, que tuvieron lugar entre 1975 y 1982.
Los decretos y leyes de carácter antiterrorista que se dictaron restringían el derecho de
defensa de los acusados, prolongando la detención policial, la incomunicación posterior en
prisión o la intervención de las comunicaciones. Dictadas al calor de los atentados (en 1980
hubo más de un centenar de asesinatos), estos sacrificios se consideraron un precio razonable
si servían para evitar más muertes.
La LOGP creó departamentos o prisiones especiales en las que se daba preeminencia absoluta
a la seguridad. Estos departamentos fueron inaugurados en 1979 en la prisión de Herrera de la
Mancha, a la que fueron enviados algunos de los líderes de la COPEL. A los pocos meses, una
denuncia colectiva puso al descubierto los malos tratos que se sufrían en esa prisión. Las
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condenas judiciales a diversos funcionarios confirmaron que, si bien los abusos se debieron a
conductas individuales, habían sido propiciados por la LOGP. Pese a ello, el Reglamento
posterior reforzó este régimen de aislamiento y con el tiempo la arbitrariedad en su aplicación
se convirtió en norma.
Durante la Transición, los gobiernos de UCD practicaron una política de agrupación de presos
terroristas, según su adscripción ideológica. El colectivo de presos de ETA se concentró en las
prisiones de San Sebastián y Bilbao; los de los GRAPO en la de Soria; los anarquistas del FRAP y
otros grupos minoritarios, en Segovia, y los miembros de grupos de extrema derecha, en
Ciudad Real.
Tras el intento de golpe de Estado del 23-F, las prisiones fueron el escenario de las últimas
movilizaciones de presos, mientras la inauguración de nuevos centros comenzaba a cambiar el
deteriorado paisaje carcelario. La elevada tasa de preventivos (56%), la larga espera para ser
juzgado (18 meses de media), y las pésimas condiciones de reclusión estuvieron en la base de
la masiva movilización de septiembre de 1981, cuando hasta 7.000 presos comunes se
declararon en huelga de hambre para demandar la reforma del Código Penal, la aceleración de
los procesos y la aplicación del nuevo Reglamento. Fue una protesta pacífica y sin siglas al
frente, que llevó al Gobierno a anunciar medidas urgentes para paliar los problemas del sector.
En abril de 1983, con Felipe González como Presidente, el Congreso aprobó, con la sola
oposición del Grupo Popular, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que ponía límites
a la prisión preventiva. Esta reforma se complementó con otra parcial del Código Penal. Este
tándem legal, bautizada “la mini-reforma” socialista, suprimió los efectos agravatorios de la
multirreincidencia, mantuvo la redención de penas por el trabajo, eliminó la inscripción eterna
de los antecedentes penales, elevó las cuantía económicas que afectaban a los delitos
patrimoniales, que vieron además suavizadas sus penas, despenalizó la conducción sin permiso
y reguló los delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes, despenalizando la tenencia
54
para consumo propio. Todo ello supuso la libertad de casi 5.000 presos que permanecían a la
espera de juicio y de 1.000 más a los que se redujo la pena.
El resultado inmediato fue una psicosis de inseguridad, encabezada por Alianza Popular y sus
medios de comunicación afines. La feroz oposición al Gobierno llevó al PSOE a retroceder y
antes de finalizar 1984 aprobaba una “contrarreforma” de la LECr que supuso la vuelta a los
postulados más duros en cuanto a la prisión provisional, volviendo a llenar las cárceles con
presos preventivos.
Durante el primer gobierno del PSOE también se reformó el Reglamento de Prisiones de 1981,
dando mayor prioridad al tratamiento por encima de las acciones regimentales, reelaborando
la normativa disciplinaria, revisando la existencia de diferentes modalidades en el régimen
cerrado y otorgando al Juez de Vigilancia Penitenciaria un lugar más destacado en la defensa
de las garantías de los internos.
Sin embargo, el continuo incremento de la población reclusa (debida sobre todo al alto índice
de paro juvenil y a los estragos de la heroína y otras drogas duras) empequeñecía cualquier
mejora. La alimentación y la higiene en las cárceles era deficiente, los problemas sanitarios se
incrementaban pues muchos internos presentaban patologías o carencias antes de entrar en
prisión (con médicos presentes solo unas horas al día, o incluso sólo dos o tres días a la
semana). La extensión de la drogodependencia en prisión se facilitaba por la ingente cantidad
de paquetes que entraban y por la inexistencia de programas de tratamiento.
Las mujeres presas (1.000 frente a más de 24.000 hombres) sufrían un encarcelamiento más
penoso debido a esta infrarrepresentación. De 86 cárceles, sólo 3 eran de mujeres (Madrid,
Barcelona y Valencia).
55
incluirse módulos a mujeres o régimen cerrado (para presos terroristas) y dejando atrás la
época en que las prisiones se especializaban por entero en un tipo de reclusos.
La concentración de presos terroristas en unas pocas prisiones se mantuvo durante casi todos
los 80, en base a experiencias similares en otros países europeos y debido a la escasez de
centros para custodiar en condiciones especiales a esta población reclusa que rondaba el
medio millar. Esta situación dio un giro radical en 1989 tras el fracaso de las “conversaciones
de Argel” entre el Gobierno y ETA. En mayo, el Ministro de Justicia anunció el inicio de una
política de dispersión selectiva que todavía hoy sigue vigente. Los presos de ETA más
beligerantes irían a cárceles más alejadas, en el sur de España o en el archipiélago canario,
mientras que los “arrepentidos” serían acercados progresivamente al País Vasco. Los presos de
los GRAPO, a escala menor, siguieron el mismo camino.
El clima de tensión empeoró al sumarse las protestas de los delincuentes comunes que
denunciaban la masificación, la falta de asistencia sanitaria y el uso de la violencia. Entre 1989
y 1991 se volvieron a vivir episodios de enorme gravedad. La profusión de incidentes movió a
la administración a profundizar en los métodos de aislamiento, tanto contra terroristas, como
contra delincuentes comunes. A mediados de 1989, una orden interna establecía un sistema
progresivo de tres fases dentro del régimen cerrado bajo el común denominador de la
restricción casi total de movimientos. Dos años más tarde se hacía referencia a los Ficheros de
Internos de Especial Seguimiento (FIES), una base de datos administrativa para el seguimiento
y control de determinados colectivos de reclusos vinculados a bandas armadas y
organizaciones terroristas (FIES BA); reclusos de especial peligrosidad sometidos al régimen
especial (FIES RE); y presos relacionados con el narcotráfico (FIES NA). Pero en la práctica se
instauró un régimen encubierto, alegal, caracterizado por una drástica restricción de las
condiciones de vida.
En 1995 se ampliaron las categorías de estos ficheros, cambiando la definición de todos ellos:
FIES-1 CD (Control Directo): sustituía al FIES RE, para reclusos peligrosos que hubiesen
protagonizado o inducido alteraciones regimentales muy graves.
FIES-2: sustituía al FIES NA.
FIES-3: sustituía al FIES BA.
FIES-4: para fuerzas de seguridad y funcionarios de instituciones penitenciarias, para
los que implicaba un conjunto de medidas para protegerlos de los otros reclusos.
FIES-5 (Características especiales): para presos incluidos en control directo que
evolucionen de modo positivo, los vinculadas a la delincuencia común de carácter
internacional, los responsables de delitos contra la libertad sexual
extraordinariamente violentos y que causaran alarma social y los insumisos al servicio
militar.
56
Entre las medidas despenalizadoras del nuevo texto, destaca la supresión de la pena de prisión
inferior a 6 meses, por entender que en tan corto periodo no se pueden realizar las supuestas
tareas educadoras manteniéndose en cambio todos los inconvenientes de la cárcel o la
posibilidad de sustituir las penas de hasta 2 años por arrestos de fin de semana, multas o
trabajos en beneficio de la comunidad. Pero el nuevo CP destaca por su dureza respecto al
anterior, incrementando las penas de los delitos más frecuentes (robo, tráfico de drogas,
lesiones), suprimiendo la redención de penas por trabajo y sumando la posibilidad de que
cuando se produjese una acumulación de condenas y según la peligrosidad del penado, el
cálculo de tiempo para la aplicación de los beneficios penitenciarios se estableciese en el total
de las penas, y no en el tiempo máximo que por ley el penado podía cumplir.
Fue regulada también en el Derecho medieval, pero adquirió entidad a lo largo de la Edad
Moderna (S. XVI), ampliando y consolidando sus competencias y su autonomía con respecto a
la jurisdicción ordinaria. Su ejercicio quedó regulado por el Derecho militar que fue creándose,
dependiendo del monarca, a través de su Consejo Supremo de Guerra y entendiendo no solo
de cuestiones penales, sino también civiles que afectaran a personas “aforadas” o sujetas al
fuero militar. En el S. XVIII, esta jurisdicción alcanzó cierta preponderancia sobre la ordinaria
debido a la militarización de la Monarquía española.
57
Desde el S. XVI, la jurisdicción militar fue considerada “especial” (como en el caso de otros
estatutos privilegiados como la nobleza, el clero, el personal al servicio de la Inquisición o de la
Hacienda Real, etc.). Hasta la llegada del régimen liberal y constitucional (1808) no se
reconocía el principio de igualdad de todos los ciudadanos antes la ley. Esta situación, propia
del absolutismo, fue señalada por la Constitución de Cádiz de 1812 en su exposición de
motivos: “una de las principales causas de la mala administración de justicia entre nosotros es
el fatal abuso de los fueros privilegiados”; y prescribió en su art. 248: “En los negocios
comunes, civiles y criminales no habrá más que un solo fuero para toda clase de personas”. Sin
embargo, la Constitución de Cádiz también reconoció como excepción la necesidad de que
existiera una jurisdicción militar.
Tras la Revolución Gloriosa de 1868, el “decreto de unificación de fueros” suprimió todos los
fueros privilegiados que continuaban existiendo, manteniendo, no obstante, la jurisdicción
militar
La Ley Orgánica del Poder Judicial de 1870 dispuso que la jurisdicción ordinaria conocería de
todas las causas civiles y criminales, salvo las expresamente atribuidas a la jurisdicción militar,
es decir, algunos aspectos relativos a los testamentos e inventarios de los aforados, delitos y
faltas cometidos por militares, y delitos cometidos por civiles que afectaran a la seguridad del
Estado, de los ejércitos o al orden público. La conflictiva Ley de jurisdicciones de 1906, sometió
a los tribunales militares los delitos de ofensas, orales o escritas, contra la unidad de la patria,
la bandera y el honor del ejército.
Uno de los textos legales que dio carta de naturaleza a la jurisdicción militar fueron las Partidas
de Alfonso X el Sabio, durante la segunda mitad del S. XIII, consolidándose con el nacimiento y
desarrollo del Estado Moderno a principios del S. XVI.
58
En el S. XVIII destacan las Ordenanzas de S.M. para su Real Armada de 1748, que mantuvieron
la vigencia de las anteriores, y las Ordenanzas de S.M. para el régimen, disciplina,
subordinación y servicios de sus Ejércitos de 1768, que regularon todos los aspectos morales,
organizativos y de funcionamiento del ejército.
Muchos oficiales consideraron que los cuerpos normativos constituidos por las Reales
Ordenanzas eran lo suficientemente sólidos como para no tener que elaborar un texto legal ex
novo. Hay que tener en cuenta el profundo arraigo de las viejas Ordenanzas, no solo por su
calidad técnica y su carácter homogéneo, sino, sobre todo, porque constituían una regla moral
para los militares, fijando los valores que sustentaban a la milicia. Por el contrario, los
partidarios de la codificación alegaron la cantidad de disposiciones de dudosa vigencia,
contradictorias con el espíritu constitucional por tener su origen en un régimen absolutista y
la ausencia de una jurisprudencia y doctrina homogéneas.
En definitiva, la gran reforma del Derecho penal militar se hizo esperar por la inestabilidad
política de las décadas decimonónicas (guerras carlistas, deterioro general del orden público),
y por el apego a las viejas Ordenanzas de la mayor parte de la oficialidad, que temían perder la
autonomía institucional de la que disfrutaban Ejército y Armada de facto.
En 1865 se abordó el proyecto de reforma de las leyes penales militares, que quedó aplazado
con motivo de la Revolución Gloriosa de 1868. Entretanto se dictaron normas para suavizar la
penalidad de ciertos delitos, equiparándolos con los tipificados por el Derecho penal común.
Y para la Armada:
59
Después de la Guerra Civil se aprobó el Código de Justicia Militar de 17 de junio de 1945, para
su aplicación a la jurisdicción militar de los Ejércitos de Tierra, Mar, y a la del nuevo Ejército del
Aire, creado en 1939.
Otra fuente del Derecho penal militar eran los “bandos” que se dictaban en los estados de
guerra o de deterioro violento del orden público, que creaban un Derecho penal excepcional y
transitorio. Su valor como fuente era tal, que el duque de Alba afirmó en 1580 que “en los
ejércitos no hay otras leyes en lo criminal, sino los bandos”.
Los bandos ampliaban el ámbito de la jurisdicción militar, creaban nuevos delitos, establecían
sus penas o modificaban los ya tipificados, aunque, en principio, no podían imponer penas que
no estuvieran recogidas por el Derecho penal militar ordinario.
Las principales características del Derecho penal militar histórico han sido su rigor y su práctica
sumaria para mantener la disciplina entre las tropas. Sin embargo, las penas más graves solían
aplicarse en tiempos de guerra y frente al enemigo. En tiempos de paz y en guarnición, lo
habitual era corregir con otras medidas disciplinarias, sin recurrir al proceso penal.
La voluntariedad podía no ser una condición exigible para la comisión de un delito en los
términos en que lo que exigía el Derecho penal común. En ciertas situaciones ni siquiera se
requería haber participado directamente en los hechos para ser condenado, como es el caso
de los gritos sediciosos al estar la tropa sobre las armas. Esto se justificaba por razón de
ejemplaridad, al igual que las condenas a muerte entre grupos de soldados desertores, que se
aplicaban por sorteo.
Ha existido siempre en los ejércitos la concepción de que cualquier acto delictivo o antisocial
no solo deshonraba a su autor, sino también al cuerpo al que pertenecía y, en definitiva, al rey
y a la nación. Por ello los castigos tenían un marcado carácter de infamia pública, como por
ejemplo, en las ceremonias de degradación o de expulsión ejecutadas como pena
complementaria a la principal.
Los delitos castigados con mayor dureza por las Ordenanzas militares y de la Armada en el S.
XVIII eran los sacrílegos, como: robos de vasos sagrados (ahorcamiento y descuartizamiento);
ultrajes a imágenes divinas y sacerdotes (ahorcamiento o amputación de la mano); o insulto a
60
El rigor de las penas se suavizó durante el S. XIX por la aplicación de los mismos principios que
acogió el Derecho penal común. En la España liberal:
En el S. XVIII estar acogido al fuero militar suponía una elevada consideración social. Por ello y
por la autonomía que adquirió el Derecho militar, también quedaron sujetos a esta jurisdicción
los servidores de la Administración Militar y Naval, a los que en ocasiones se denomina
“políticos” los cirujanos y personal sanitario estable de las unidades y Hospitales Militares; los
trabajadores de fábricas, fundiciones, maestranzas, almacenes y arsenales militares y navales;
los músicos; los miembros de la Guardia Civil y del Cuerpo de Carabineros; los asentistas o
contratistas de los ejércitos, en lo que se refiere a los contratos; los prisioneros de guerra y los
extranjeros transeúntes (éstos solo durante el Antiguo Régimen). También se concedió el fuero
militar, en ciertas condiciones, a las esposas, viudas, hijos y criados de los militares.
61
Los paisanos, cuando cometían delitos tipificados por el Derecho penal militar también
quedaban sujetos a esta jurisdicción (espionaje, atentado contra el rey, conspiración,
resistencia a la fuerza armada, incendios y robos en cuarteles, insultos y agresiones a
centinelas, etc.).
Los delitos exceptuados durante el S. XVIII, en los que no se aplicaba el fuero militar a los
sujetos mencionados eran: delitos sobre débitos y fraudes a la real hacienda; los cometidos
con ocasión de tratos y comercios ajenos a la condición de militar; resistencia a la justicia,
desafíos, juegos prohibidos, hurtos en la Corte y en 5 leguas de su contorno, así como portar
armas prohibidas; amancebamiento; y los cometidos antes de ingresar en la milicia y después
de desertar. Durante el Antiguo Régimen, el delito de herejía también estaba exceptuado, por
corresponder al Santo Oficio.
La jurisdicción militar se redujo por el Decreto de unificación de fueros de 1868, que fijó los
tipos delictivos sobre los que era competente:
62
Las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio establecieron ya una diferencia entre sanciones
penales (castigos) y disciplinarias (escarmientos). La tipificación de estas faltas tenía como
finalidad el mantenimiento del orden entre las tropas, mediante la corrección de conductas
indisciplinadas o negligentes que no pudieran considerarse delitos. La imposición de estas
sanciones se atribuía a los mandos más inmediatos del infractor y se ejecutaban con la mayor
rapidez y sin trámites procesales en el caso de las faltas leves (militares y comunes).
En el Antiguo Régimen, la suprema autoridad de la jurisdicción militar era el rey, que decidía a
propuesta del Consejo Supremo de Guerra, tribunal que desde 1583 disponía de un secretario
de Guerra y otro de Mar.
En el S. XVIII, el Consejo contaba además con ministros togados que asesoraban en materias
jurisdiccionales. Por delegación del rey ejercían la jurisdicción militar los generales y los
capitanes generales, que juzgaban con su asesor letrado.
En los demás casos, la causa se juzgaba por los maestres o mandos de los tercios o unidades,
con sus auditores letrados particulares, elevando la propuesta de sentencia al auditor general.
En el S. XVIII, con las Ordenanzas de Flandes (1701), manteniéndose la jurisdicción del rey con
su Consejo Supremo de Guerra, y la de los Capitanes Generales y mandos por su delegación,
63
El procedimiento penal militar se iniciaba con las diligencias sumariales para el esclarecimiento
de los hechos y descubrimiento de los culpables, que no podían durar más de 3 días en
guarnición y 1 en campaña. De ello se ocupaba el instructor, militar no letrado, que informaba
a la autoridad judicial que lo había designado sobre la existencia o no del delito, y sobre los
presuntos implicados.
Los consejos de guerra de oficiales generales tenían el mismo número de integrantes, pero
todos ellos eran oficiales generales. Juzgaban a jefes y oficiales, a militares de cualquier
graduación con la Cruz Laureada de San Fernando (condecoración al valor heroico),
funcionarios del orden judicial y fiscal y funcionarios de rango superior.
Tras la celebración de la vista, que solía ser pública, se pronunciaba sentencia, que se votaba
en sesión secreta. Esta sentencia no era firme, pues necesitaba la aprobación de la autoridad
jurisdiccional superior del ejército o distrito, a propuesta de su auditor. En caso de
disentimiento entre la autoridad militar y su auditor, debía elevarse al Consejo Supremo de
Guerra y Marina para que decidiera.
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Si la pena impuesta era la de muerte, además de la aprobación del Consejo debía notificarse al
Gobierno por medio del ministro respectivo, que podía darse por “enterado”, en cuyo caso se
procedía a su ejecución, o podía conmutarla por pena inferior. En el caso de sentencias en
plazas sitiadas o de buques sueltos, las penas se ejecutaban sin dilación.
o Muerte: en la horca si el delito era común o por acto deshonroso; o por fusilamiento.
En los crímenes sacrílegos solía quemarse o descuartizarse el cuerpo. En los casos de
deserción en grupo o de gritos tumultuarios, se aplicaba por sorteo. Solo se podía
imponer con pruebas concluyentes, siempre que el reo no fuera confeso. Debía
ejecutarse al tercer día de la lectura de la sentencia al reo, o a las 24 horas, o incluso
inmediatamente, durante las operaciones armadas en caso de guerra.
o Amputación de la mano, por ejemplo, en las ofensas de obra con daños a sacerdotes.
Podía ser complementaria de la muerte en la horca.
o Prisión: no muy frecuente, pues lo común era la condena a servir en arsenales de
marina, en obras de la propia plaza o en las de África. A finales del S. XVIII se recuperó
la pena de galeras.
o Pena corporal: azotes o baquetas.
o Mordaza: para delitos de palabra, como las blasfemias reiteradas.
o Deposición de empleo militar o suspensión en el mismo.
En los Códigos del S. XIX, las penas tuvieron nomenclatura, extensión, graduación y aplicación
diferentes a las comunes y más severas. Incluían: muerte, reclusión militar perpetua, reclusión
militar temporal, prisión militar mayor, prisión militar correccional, arresto militar, pérdida de
empleo, separación del servicio, suspensión del empleo, destino a un cuerpo de disciplina,
recargo en el servicio.
CAP. IX. La persecución de la herejía: del Santo Oficia de la Inquisición a la Congregación para
la Doctrina de la Fe.
La Inquisición aparece en la Edad Media como un instrumento dispuesto por la Iglesia para
perseguir la herejía. Existían tres tipos de procedimiento en los tribunales eclesiásticos:
65
Denuncia: más propia del mundo eclesiástico, se justificaba en un texto del evangelio
de San Mateo, y requería una admonición amistosa, pretendiendo más la
rehabilitación que el castigo.
Inquisición: se basaba en que el inquisidor o juez juzgaba, pero también instruía el
proceso y formulaba la acusación.
La Inquisición no fue un fenómeno único y homogéneo. Surgió a fines del S. XII con la
inquisición episcopal, a la que siguió bien entrado el S. XIII, la que llamamos Inquisición
medieval o Inquisición papal antigua. A fines del S. XV aparece la conocida como Inquisición
española que durará hasta el S. XIX y que se caracteriza por la intromisión del aparato del
Estado, seguida por la Inquisición portuguesa. En la Edad Moderna se pone en marcha en
Roma la Inquisición papal moderna o Inquisición romana, convertida luego en un dicasterio 3
de la Iglesia, la Sagrada Congregación del Santo Oficio, que pasará a denominarse
Congregación para la Doctrina de la Fe en 1965.
En resumen, podría decirse que hay una Inquisición medieval y una Inquisición moderna, la
cual comprende la Inquisición española, la portuguesa y la romana. Esta última dará paso a la
Congregación para la Doctrina de la Fe que llega a nuestros días.
2. La Inquisición medieval.
La más completa historia de la Inquisición medieval, publicada por Henry Charles Lea en 1888,
arranca de las corrientes heréticas de cátaros y albigenses en el S. XII y prosigue con el
establecimiento de las Órdenes Mendicantes, dominicos y franciscanos y sus funciones como
inquisidores.
Los cátaros, con unas creencias dualistas (el bien y el mal), negaban el culto a las imágenes y la
práctica de los sacramentos. En su proyección a diversos territorios de Europa, a través del
Rosellón y la Cerdaña, tuvo especial presencia en Cataluña en la primera mitad del S. XIII. En la
lucha contra ellos hubo una primera fase pacífica, a través de misioneros cistercienses y
dominicos, y otra con el recurso de la fuerza, desde que el papa Inocencio III proclamó la
Cruzada contra los cátaros.
Ya el concilio de Tours de 1163 había dictado medidas contra los herejes, y en el tercer concilio
de Letrán (1179) se anatematizó a los cátaros, que se habían extendido por el sur de Francia,
norte de Italia, Alemania e Inglaterra. En el concilio de Verona de 1184 el papa Lucio III
promulgó la constitución Ad abolendam, que determinaba el proceso contra los acusados de
herejía y que preveía el castigo de cátaros y otros grupos con destierro y confiscación de
bienes. Ello formaliza la existencia de una inquisición episcopal, que será mantenida en
sucesivos concilios, aunque habrá que esperar a Gregorio IX para la instauración de una
inquisición autónoma en el año 1231.
3
Denominación que se utiliza para referirse a los departamentos u organismos especializados de la
Curia Romana.
66
3. La Inquisición moderna.
A partir del S. VIII, con la irrupción de los musulmanes, en España convivían tres religiones:
católica, judía y musulmana. La convivencia resultó especialmente problemática a fines del S.
XIV, en el reinado de Juan I entre cristianos y judíos, teniendo lugar en 1391 graves matanzas y
asaltos a juderías. En 1449, los sucesos de Toledo dan lugar a la Sentencia-Estatuto por la que
los conversos fueron privados de cargos públicos y constituye el precedente de los diversos
Estatutos de limpieza de sangre que vendrán después.
El problema de los falsos conversos, es decir, de los judíos convertidos y bautizados que se
decía que practicaban en secreto sus propios ritos provocó que Juan II solicitara la intervención
del papa Nicolás V, que en 1451 hizo un intento de introducir la Inquisición en Castilla. El
intento se repitió con Enrique IV y el papa Pio II en 1462.
Los Reyes Católicos, asesorados por fray Tomás de Torquemada, solicitaron de Sixto IV la
introducción de la Inquisición, a lo que el pontífice accedió mediante la bula Exigit sincerae
devotionis affectus, en 1478, creadora de la Inquisición española. Esta Inquisición era diferente
de la pontificia, pues concedía a los reyes la facultad de nombrar a los inquisidores. Dos años
más tarde se designaron los tres primeros inquisidores, que celebraron el primer auto de fe en
Sevilla, el 6 de febrero de 1481. A partir de entonces se crearon nuevos tribunales en Castilla y
Andalucía, y Fernando el Católico se enfrentó con el papa para implantar esta nueva
Inquisición en Aragón. De Aragón, la Inquisición se llevó a Italia, y desde Castilla a América.
Según los documentos de la época, la Inquisición se estableció para perseguir a los falsos
conversos y velar por la ortodoxia. Sin embargo, tras esos propósitos, se ha especulado con
que los Reyes Católicos en realidad pretendían obtener fondos confiscando los bienes de los
falsos conversos, o disponer de un instrumento político que pudiera actuar en todo el
territorio sin las cortapisas del derecho particular de los reinos. Sin embargo, la Inquisición
resultó ser más una carga económica que una fuente de ingresos y resulta poco verosímil que
67
se diera una farsa general en la que papas y reyes convinieran un fin oculto distinto al que
consta en los documentos.
El proceso.
Se inicia con la acusación ante el tribunal y, si es necesario, con el informe de los calificadores
sobre la heterodoxia de dicha acusación. A continuación el fiscal presenta la clamosa, o
documento acusatorio, a lo que sigue el auto de prisión.
En aras de la eficacia del secreto, el reo no es informado de por qué es detenido ni de quién le
ha denunciado. En lugar de acusarle, los inquisidores le interrogan sobre el motivo por el que
cree que ha sido detenido y le amonestan para que diga la verdad. Si el acusado era inocente,
tenía que demostrar su inocencia o bien confesar cosas de las que no se le acusaba; y si era
culpable, ignoraba qué parte verdad conocía el tribunal y qué le convenía contar. Sí tenía la
opción de recusar a enemigos notorios de quienes sospechara o de quienes temiera una
acusación falsa.
Tras la acusación formal del fiscal, y tras aceptar o rechazar el acusado los cargos, intervenía el
abogado defensor, figura prevista en las Instrucciones de 1484, que no existía en la Inquisición
medieval. El abogado debía defender al reo de herejía sin defender la herejía misma, para no
resultar él también sospechoso. Si en los interrogatorios el reo se contradecía o reconocía el
delito pero negaba su intención herética, o realizaba una confesión parcial, se recurría a la
tortura, habitual por otra parte en los tribunales de entonces.
Las sentencias podían ser incidentales o interlocutorias (tormento y prueba), y definitivas, que
ponían fin al proceso, abundando las condenatorias porque si no había indicios de
culpabilidad, se suspendía el proceso. Entre las penas se encontraba el uso del sambenito o
traje penitencial, los azotes, la cárcel, la condena a galeras y la pena de muerte, reservada a los
herejes no arrepentidos y a los reincidentes en delitos graves. Entre los siglos XVI y XVII
murieron en la hoguera unas 600 personas, es decir, unas 3 personas por año, porcentaje
inferior al de cualquier tribunal provincial de justicia. En el contexto de las represiones
religiosas y políticas, cabe señalar que la caza de brujas provocó en el continente unas 300.000
víctimas (2/3 de ellas en Alemania) y unas 70.000 en Inglaterra, o que en la Francia
revolucionaria entre 1792 y 1794 fueron ejecutadas 34.000 personas.
A la Inquisición respetada y activa de los Austrias, siguió en el S. XVIII otra decadente, tolerada
por los Borbones y criticada por las minorías políticas e intelectuales de la Inquisición.
Surgieron algunos proyectos de supresión que no llegaron a consumarse. La Inquisición se vio
en el difícil compromiso de conciliar la obediencia que debía al papa con la sumisión al
monarca y su derecho de intervención. Con la Revolución francesa, la Inquisición se convirtió
68
en un tribunal de censura de los libros y folletos que difundían las nuevas doctrinas
cuestionando el Antiguo Régimen y la soberanía del monarca.
La religión católica se mantuvo como única verdadera y gozaba de la protección del Estado. Los
obispos ejercían la tutela de la fe, y en algunas diócesis surgieron otros tribunales eclesiásticos,
las Juntas de Fe, encargadas de vigilar la ortodoxia.
La Inquisición portuguesa.
En Portugal, al igual que en Castilla, no había existido la Inquisición medieval. En 1496, el rey
Manuel I ordenó la expulsión de los judíos de Portugal, obligando años más tarde a convertirse
a los que quedaban y prometiéndoles que en 20 años, nadie les demandaría por cuestiones de
fe.
En 1515 solicitó del papa la introducción de la Inquisición. Durante el reinado siguiente, Juan III
luchó con Roma para controlar el tribunal, en concreto, la designación del Inquisidor General.
Esta primera Inquisición fue suprimida, para restablecerse posteriormente, con el hermano del
monarca como Inquisidor General. Tras muchas tensiones, la situación se estabiliza y en 1547
nace la Inquisición portuguesa tal y como funcionará después.
Con la incorporación de Portugal por Felipe II, las dos inquisiciones no se fusionaron y la
portuguesa se reactivó. Con Felipe IV, con la separación de España, el interés nacional, que
buscaba el dinero de los conversos, paralizó al Santo Oficio. En el S. XVIII mantuvo su actividad,
contrastando con la decadencia de la española, hasta que el ministro ilustrado Pombal trató de
ponerla al servicio del Estado, como de hecho sucedió en 1769.
69
Se constituyó así en 1542 la Inquisición romana, con jurisdicción en toda la Cristiandad, salvo
en España, América y Portugal, territorios en los que imperaban las Inquisiciones española y
portuguesa. Sin embargo, ciudades como Venecia y Milán la rechazaron temiendo el éxodo de
los mercaderes flamencos.
Entrada la Edad Moderna, las tres Inquisiciones vistas hasta ahora tenían un régimen análogo
de gobierno: la Congregación para la romana; el Consejo General o Supremo para la española;
y el Consejo General para la portuguesa. Estos organismos dirigían la actuación de los
tribunales periféricos y entendían en apelación de las sentencias de los tribunales locales. La
circunscripción de los tribunales de la Inquisición romana solía coincidir con las diócesis, y, a
diferencia de las inquisiciones ibéricas, la romana apenas se ocupó del judaísmo.
Entre sus competencias no figuraba la vigilancia y censura de obras literarias, aunque se ocupó
de ellas desde 1588, entrando en colisión con las competencias de otro dicasterio, el del Índice
de libros prohibidos. Habrá que esperar mucho tiempo hasta que un papa ilustrado, Benedicto
XIV, confirme en 1753 las competencias de la Inquisición en materia de censura, admitiendo la
defensa del autor de la obra, y disponga que la Congregación del Índice se ocupe solo de obras
expresamente denunciadas como peligrosas. Se publicó así un Índice de libros prohibidos en
1757 que incluía libros que defendían el sistema copernicano. El proceso a Galileo fue el más
notorio de los instruidos por la Inquisición romana, quedando convertido en paradigma de los
conflictos entre religión y ciencia.
La censura de la Inquisición romana funcionaba de tal forma que si en los Índices se recogía
una obra, ésta quedaba prohibida. Los índices de la Inquisición española prohibían algunas
obras en su totalidad, pero en ocasiones únicamente prohibían fragmentos de las mismas.
70
nuevas competencias, como lo relativo a las indulgencias. En 1917, con Benedicto XV, las
indulgencias se transfirieron a la Penitenciaria apostólica, y la Congregación del Santo Oficio se
hizo con las competencias de la Congregación del Índice, que fue suprimida.
Esta Congregación carece del rigor de las instituciones inquisitoriales anteriores, siendo sus
funciones: examinar las nuevas doctrinas; fomentar Congresos de estudiosos; rechazar las
doctrinas contrarias a la fe; y examinar y prohibir libros.
En 1988, Juan Pablo II fijó en 11 el número de Congregaciones y afirmó que la tarea propia de
la Congregación para la Doctrina de la Fe era promover y tutelar la doctrina de la fe y la moral
en todo el mundo católico. Para ello, tenía el deber de exigir que los libros y escritos referentes
a la fe y costumbres que publicaran los fieles debían someterse al examen previo de la
autoridad competente; y de examinar los delitos contra la fe, la moral, o los habidos en la
celebración de los sacramentos.
En contraposición a los viejos usos del secreto inquisitorial, la Congregación hace públicos sus
documentos en colaboración con la Librería Editora Vaticana.
La ley Cornelia determina que queda sujeto al contenido de esta disposición, entre otros
supuestos, el que diera muerte a un hombre. El rescripto de Adriano establece que para que
esta situación se castigue como delito de homicidio, tiene que mediar intención de matar,
considerándose homicidio incluso si solo consigue herir a la víctima. El dolo es elemento
cualificador del hecho. Por otra parte, se determina el perdón para aquél que mate a quien
ejerce violencia en él o en alguno de los suyos y se contempla una pena más leve al que mata a
su mujer sorprendida en adulterio. El castigo para el homicidio es la pena de muerte, de la que
queda exento el niño (por su inocencia) y el loco (por su desgracia).
71
En los fueros municipales se mantiene la pena de muerte para el homicidio cometido animus
occidendi4, y la pérdida de bienes del homicida. No se penaliza la muerte en legítima defensa,
ni la ocasionada en juego de bodas o por competición de caballos, por tratarse de actos en los
que la intencionalidad de dar muerte no existe.
4
Ánimo/intención de matar.
5
Pena pecuniaria que se imponía por ciertos delitos o faltas.
72
El jurista Alberto Gandino (1250-1310) define el homicidio igual que lo hacía la Lex Cornelia. Es
homicida quien mata a un hombre con dolo, quedando fuera de esta consideración: niños y
dementes, quien mata a un desertor, a un delincuente común, en defensa propia o de sus
pertenencias, o si alguien resulta muerto como resultado de una pelea (siempre que en la
misma no hubiera voluntad de matar).
Iulius Clarus (1525-1575) en su Opera omnia, recogía cuatro tipos de homicidio: necessitte,
cassu, culpa, dolo. El homicidio per casu es el realizado sin culpa; el llevado a cabo per culpa es
el causado sin dolo, que conlleva una pena pecuniaria. Es crimen doloso aquel realizado con
animo occidendi, sin que se produzca en legítima defensa, y es castigado con la pena de
muerte, tanto para el noble como para el plebeyo. También se sanciona iure canonico,
excomulgando al homicida si es laico, y deponiéndole de oficio y beneficio si es un clérigo.
En las Partidas (1256-1265), la Ley 1 define el homicidio (matamiento de ome) y cómo puede
ocurrir: “tortizeramente”; “con derecho”; y “por ocasión”, no recibiendo pena el homicida en
este caso si prueba que no hubo intencionalidad. La ley 2 recalca que el homicidio se produce
al matar a un hombre a sabiendas, salvo en caso de defensa propia, si se halla a un hombre
yaciendo con su mujer, si se encuentra a un ladrón nocturno en casa y éste se defiende con las
armas, si se trata de un desertor, al que quema o destruye casa o propiedades, al ladrón
conocido, al robador de caminos, al loco, desmemoriado o menor. Merecen pena de homicida
quienes hacen prácticas médicas sin formación que conllevan la muerte del paciente; los
vendedores de hierbas para matar; la mujer que aborta; quienes castran siervos; quienes
castigan a hijos o siervos con intención de matar; y quienes dan armas a otros sabiendo que las
usarán para matar a alguien.
El Código penal de 1822 tipifica el homicidio voluntario como “el cometido espontáneamente,
a sabiendas y con intención de matar a una persona”, castigándolo con pena de muerte. En el
supuesto de dar muerte a alguien sin premeditación, la pena impuesta es de 15 a 20 años de
obras públicas. Se recogen además una serie de eximentes y atenuantes, para situaciones
como la legítima defensa, la defensa de la honra de una hija, la muerte al salteador nocturno,
al incendiario, etc.
El Código de 1822 tuvo una vigencia oficial de unos meses. Tras varios intentos, ve la luz en
1848 un nuevo Código penal, estando vigente hasta entonces la Novísima Recopilación con los
Fueros y las Partidas de leyes supletorias.
En el Código de 1848 el delito de homicidio se define por exclusión. No ofrece una definición
del mismo, pero el art. 323 refiere la pena al parricida (cadena perpetua o muerte en caso de
premeditación o ensañamiento), por lo que los que quedan fueran del parentesco, se supone
que son simples homicidas. El art. 324 indica que son circunstancias que agravan el acto,
siendo merecedoras de cadena perpetua a muerte, la alevosía, si media precio o promesa
73
El Código de 1870 reitera las líneas maestras del de 1848, pero califica como tipo criminal
específico el asesinato, que comprende el conjunto de circunstancias agravantes del
homicidio, salvo la del parricidio. Así, califica como homicida (con pena de reclusión temporal)
al que mata a alguien sin que concurran las circunstancias que califican al asesinato.
El Código penal de 1929 contempla de forma independiente la figura del asesinato, que se
mantiene como un delito de homicidio agravado.
El Código penal de 1932 incluye el parricidio, el asesinato y el “homicidio simple”, para el que
reserva una pena de reclusión menor.
5. El asesinato.
Será castigado con la pena de prisión de 15 a 25 años, como reo de asesinato, el que matare a
otro concurriendo alguna de las circunstancias siguientes:
El término “asesinato” no proviene del derecho romano ni del germánico. La palabra “asesino”
provendría de la palabra árabe “asis” (insidias), pues se llamaba asesinos a los sectarios de un
príncipe de Asia Menor que armaba y dirigía empresas contra los cruzados. Estos asesinos
actuaban con mucha frecuencia y frenaron el impulso de los cristianos en las Cruzadas. Esta
situación pudo ser la que motivó a Inocencio IV en el año 1249 a elaborar la decretal Pro
humani redemptione. Sin embargo, también pudo ser el clima de insidias que rodeaba al
Papado lo que impulsara a Inocencio IV a elabora la decretal, en la que no se alude en ningún
momento a las Cruzadas.
La conducta que sanciona es la de aquellos que hacen matar a alguien por medio de asesinos,
porque matan el cuerpo, y privan de la salvación eterna a las almas, al no estar el alma de la
víctima a buen recaudo, por sorprenderle muerte.
74
La recepción del asesinato en las Partidas se produce en 7,27,3 “De los desesperados que
matan a sí mismos, o a otros por algo que les dan; e de los bienes dellos”, en una disposición
añadida tras la promulgación por Bonifacio en 1928 de la encíclica Pro humani redemptione.
Es probable que se incluyera en el título de “desesperados” porque los asesinados mueren sin
la esperanza de la vida eterna. Las Partidas, después de calificar el desesperamiento, señala las
clases que hay, entre las que incluye el asesinato: “La quinta es de los asesinos, e de los otros
traidores, que matan a furto a los omes por algo que les dan”. En el texto, matar por un precio
aparece como explicación del matar por mandato
A. S. XVI.
Los prácticos de este siglo tratan el asesinato de forma marginal, dando todavía por válida la
configuración e interpretación del asesinato establecida en las Partidas. A través de la
Ordenanza francesa del año 1570 que pasa a los códigos españoles, se introducen elementos
que llevan a la superposición de categorías cualificadoras.
Alonso de la Peña, en su tratado, califica el asesinato como “matar por dinero”. Junto con la
herejía, menciona el asesinato a propósito de la prescripción de delitos, dotándolo de un
carácter de excepcionalidad por su gravedad, y calificándolo como imprescriptible. También
destaca su gravedad cuando concede a los jueces caracteres especiales durante el
interrogatorio del reo.
Covarrubias, en su Opera Omnia, incluye al homicida proditorio entre los delitos que no gozan
de inmunidad eclesiástica. Para Covarrubias el asesinato es un homicidio proditorio, una
traición, pues se asesina a una persona que no es “enemiga” y, por tanto, no sospecha.
“Asesinos son los que por dinero o por otro precio matan a personas que no están precavidas”.
Diego Pérez, en su Glosa a las Ordenanzas Reales de Castilla, no equipara asesinato y traición.
Este jurista llama traidor o alevoso al que mata por detrás, o en riña causada para matar previo
pacto entre reñidores fraudulentos.
En resumen, los autores del S. XVI se ocupan marginalmente del asesinato, captan
correctamente su gravedad y resaltan que en cuanto a la inmunidad eclesiástica, el asesino es
una excepción con relación al beneficio de asilo. Solo Alonso de la Peña califica bien el
asesinato (matar por un precio). El resto confunden asesinato y traición.
B. S. XVII y S. XVIII.
Farinaccius en su Praxis el Theoricae criminalis entiende que la esencia del asesinato es matar
por mandato, incluso si no se hace entrega material del precio. Es suficiente la promesa de
dinero o de alguna otra cosa.
75
Matheu y Sanz en su Tractatus de re criminali sigue a Farinaccius y afirma que es asesino el que
mata por mandato mediante dinero, y que tanto mandante como mandatario tienen que tener
pena de asesino.
Autores del S. XVIII coinciden nuevamente en la identificación del asesinato como homicidio
proditorio, identificando asesinato y traición, como es el caso de José Marcos Gutiérrez.
El mismo clima de interpretación medieval se aprecia en la obra de Juan Sala, que clasifica el
delito de homicidio en: el que mata con derecho (en defensa propia); por ocasión (quien se ve
implicado en la muerte de alguien sin intención); y sin derecho. Sala no menciona el asesinato,
quizás porque siguiendo la estructura de las Partidas, se detiene en el T. 8, De los Omezillos,
cuando el asesinato se encuentra en el T. 27, De los desesperados que matan (…)
Los códigos del periodo constitucional español recogen una serie de circunstancias agravantes
que hacen que el hecho de matar merezca la consideración de asesinato: la alevosía; el actuar
por precio o promesa remuneratoria; hacerlo por medio de inundación, incendio, veneno o
explosivo; actuar con premeditación; y el ensañamiento (códigos de 1850, 1870, 1928, 1963,
1995).
El Código penal de 1822 enumera y califica como circunstancias una serie de situaciones que
hacen que el hecho de matar a una persona sea asesinato, señalando que no solo es asesino
quien voluntariamente y con premeditación mata a otro. Entre las circunstancias cualificadoras
del asesinato incluye la acechanza o insidia, que no se incluirá en los siguientes códigos. Opera
una importante confusión terminológica derivada de la Ordenanza francesa de 1570 al incluir
dentro del homicidio premeditado el homicidio por insidia (cometido por mandato de otro).
CAP. XI. La pena de muerte en España; cambios y pervivencias desde el Antiguo Régimen.
La historia del Derecho que analiza la pena de muerte comenzó a ver la luz en el
tardofranquismo, de la mano de juristas como Carlos García Valdés y Marino Barbero,
motivados por la repulsión que les causaba su todavía vigencia. Las fuentes judiciales
depositadas en los archivos históricos han ayudado a ampliar el conocimiento de la realidad
sentenciadora en general y de la pena de muerte en particular a lo largo del S. XIX.
76
Tras la mirada de los juristas, llegaría la de los especialistas en historia social y cultural, entre
los que destacan tres marcos teóricos:
Los ajusticiamientos eran actos judiciales, pero también exhibiciones del poder del Estado. A lo
largo de la Edad Moderna se fueron articulando a través de un ceremonial jurídico y religioso
que pretendía crear impacto y terror. Así se fue conformando desde mediados del S. XIII en los
reinos cristianos peninsulares y así entró en los siglos modernos, como resultado de un lento
proceso de convergencia del penalismo eclesial y del Derecho romano en materia de
retribucionismo penal (frente al Germánico de la ordalía y la vindicta privada). Algunos
estudios sobre la penalidad bajomedieval indican que a finales del S. XV y principios del XVI la
pena de muerte no tenía ya un papel preponderante en el conjunto de penas y gentes de la
Iglesia cuestionaban su eficacia y presentaban alternativas.
Los datos sitúan a España en la historia de esas tendencias generales que muestran el
retroceso de la pena capital hasta su progresiva desaparición durante el S. XX.
Los ajusticiamientos públicos en la Edad Moderna, y sus continuidades a lo largo del S. XIX,
hablan de un ceremonial codificado por la norma y la costumbre, en el que toman parte gente
de orden y gente de Iglesia. Destacan los jueces y el ejecutor (o verdugo), junto a un
entramado de instituciones municipales, eclesiásticas, caritativas, filantrópicas, etc, desfilando
ante los vecinos y residentes de las parroquias.
Una sentencia de muerte y una ejecución públicas se traducían en “jornadas de suplicio”, días
en los que se creaba un ambiente relacionado con el ajusticiamiento (publicación de la
sentencia, colecta de limosnas para el alma del penado, construcción del patíbulo, etc.).
Después llegaba la espectacularidad de la procesión hasta el cadalso, el ahorcamiento o
agarrotamiento del condenado y su entierro, en ocasiones con el añadido de amputaciones del
cadáver, penas post mortem que agrandaban el impacto del ceremonial. La práctica de
descuartizamientos, cortes de manos y cabeza, persistiría hasta los primeros años de 1830,
aunque hubo etapas en que el liberalismo lo impidió.
77
lugar de enterramiento. Con la crisis de principios del S. XIX, los intervalos de gobierno liberal y
el dominio francés, se impusieron limitaciones a los rituales, por ejemplo, con la colecta.
Se generó una literatura asistencial y formativa para cofradías y hermandades que asistían a
los reos de muerte. Antes de que a los presos les llegara la noticia de la sentencia a muerte, el
clérigo debía estar en la cárcel con ellos para asegurarse de que estuvieran confesados. Se
aconsejaba intentar “ganarles el corazón”, pero nunca crear falsas expectativas, manteniendo
un estado de “esperanza y temor”.
Desde siempre se denunció la frivolidad de las “últimas cenas” del reo, por lo que insistía en la
sencillez de todo lo que aconteciera en la capilla. Se facilitaría al reo alguna comida y bebida
templada, se le haría descansar en la cama y las exhortaciones y confesiones debían ser
breves. Pedían que se le rezara siempre en castellano. A las 8 de la mañana, arrodillado y con
el “saco o túnica”, el reo estaría en la entrada de la cárcel para que el verdugo lo montara en la
mula y le atara las manos. El sacerdote debía cogerlo del brazo para consolarlo y darle
fortaleza delante del público. En las manos del reo se colocaba un crucifijo pequeño y al pie del
cadalso se le confesaba brevemente. Concluida la justicia, se debía hacer una corta
exhortación al pueblo.
Era un espectáculo solemne que casi siempre se acompañaba de toques de campana sonando
a duelo, hachas de luz en manos de disciplinantes cubiertos con túnica y capuz, rezos, letanías
y cánticos que en muchas ciudades eran entonados por coros de niños expósitos que crecían
en hospicios religiosos. Antes de que con los liberales del Trienio (1820-1823) comenzaran a
emplazarse en las afueras, los cadalsos se instalaban en plazas y zonas relevantes de las
ciudades.
El garrote, que ya había sido usado por la Inquisición como instrumento de tortura y ejecución,
desde antiguo estuvo asociado al debate sobre la humanización de los castigos. Era un método
de ejecución fácil de fabricar, cómodo de transportar y guardar y sin efusión de sangre.
En 1775 esta nueva sensibilidad suscitó una virulenta polémica por el ahorcamiento y
encubamiento de una mujer que había envenenado a su marido, reclamando su
agarrotamiento. En Valencia se suprimió normativamente la decapitación y se aceptó que al
noble se le diera garrote y al plebeyo horca. En 1809 se abolió la horca, la Inquisición y otras
instituciones del Antiguo Régimen, imponiéndose el garrote sin distinciones y reduciendo el
tiempo de estancia del reo en capilla a 24 horas. Con el telón de fondo de la Guerra de
Independencia, y con la profusión de fusilamientos, creció todavía más el aura ignominiosa de
la horca.
Las Cortes de Cádiz, además de abolir la horca, desterraron las penas de vergüenza pública y la
tortura. Cuando se promulgó el primer Código penal, el liberal de 1822, se apostó por la pena
privativa de libertad reconociendo su dureza material, se prescribió el garrote sobre tablado
sin tortura, arremetiendo contra la horca como símbolo de la oscuridad del absolutismo y se
eliminaron las penas post mortem. A favor del garrote se insistió en su naturaleza más
78
Estas distinciones fueron eliminadas por el Código penal de 1848, que determinó que el
garrote (sin adjetivos) era la única técnica de ejecución. La codificación de 1870 uniformó a
todos con ropa negra, aunque algunas noticias y narraciones literarias hablan de la persistencia
de algunas viejas costumbres. De la misma manera, continuó la función ejemplarizante de los
ajusticiamientos públicos, salvo si la autoridad así lo decidía para evitar disturbios. Esta
excepción acabó dando pie a la extinción de los espectáculos supliciales.
El garrote triunfaba cuando emergía otro procedimiento, el fusilamiento, que ya venía siendo
usado desde antiguo por la justicia militar. El fusilamiento ganó relevancia en el primer periodo
de restauración del absolutismo, entre 1814 y 1820, cuando Fernando VII decidió enfrentarse
al liberalismo a través de las Comisiones Militares. Durante el sexenio absolutista, a pesar de
que se restauró la horca, los jueces se inclinaron hacia el garrote, combinándolo con los
fusilamientos hasta 1819.
La pena de muerte no fue muy utilizada en la España del Antiguo Régimen. En el S. XVI, la pena
reina era la de galeras (un 80%, utilitarismo punitivo), frente al destierro (5%) y la pena de
muerte (4%).
En el S. XVII y en el XVIII, los porcentajes de penas de muerte apenas llegan al 3%, y menores
todavía los porcentajes de “relajados” por los Tribunales de la Inquisición, que eran remitidos
para ser ajusticiados por el brazo secular.
Los datos muestran que las ejecuciones fueron aumentado conforme se desmoronaba el
Antiguo Régimen y se implantaba el Estado liberal, momento en que se forzó el uso político de
la pena de muerte. Las ejecuciones aumentaron durante el reinado de Felipe V, y todavía más
bajo Fernando VI y Fernando VII.
Se ajusticiaba por motivos políticos pero también por otro tipo de delitos que desde antiguo se
venían considerando repugnantes y atroces y por delitos con un trasfondo de desórdenes y
violencia social, como el bandolerismo.
Por su parte la jurisdicción de guerra se aplicó a fondo para hacer frente a las insurrecciones
políticas y a las movilizaciones obreras. Las Reales Ordenanzas de Carlos III tuvieron fuerza de
ley y otorgaban funciones de orden público al Capitán General del ejército en la región
correspondiente. Esta normativa permitía a cada jefe militar convertir “cualquier tumulto
callejero en un delito contra el Estado”.
79
La pena de muerte se aplicaba a partir de 1848, sobre todo, a homicidios asociados a robos,
bandidismo o bandolerismo y a delitos políticos y militares. Con el Código penal de 1870, la
pena de muerte deja de ser pena única para pasar a ser el grado máximo a imponer por un
determinado delito (asesinato, parricidio y robo con homicidio). Aunque era el juez el que
imponía la pena capital, en la práctica delegaba la última decisión al poder político, para que
decidiera si aplicaba medidas de gracia.
Las cifras de ajusticiamientos se redujeron a lo largo de la segunda mitad del S. XIX, mientras
se asentaba el modelo penal-penitenciario del Estado liberal, pese a que el articulado
concerniente a la pena de muerte seguía presente. Las posturas favorables a la abolición de la
pena de muerte no eran demasiado influyentes. El abolicionismo efectivo no llegaría hasta
1873, con la proclamación de la I República y de la mano del ministro de Gracia y Justicia,
Nicolás Salmerón, con un proyecto de Código penal que no llegó a concretarse.
Pero en un sistema penal retribucionista que castigaba para advertir del peligro de delinquir, la
autoridad gubernativa solía enviar tropas y fuerzas de orden público a los alrededores de la
cárcel antes del ajusticiamiento, para intervenir en caso de posibles incidentes y para informar
de que se iba a realizar un acto de poder. Se izaba bandera negra, se publicaba en el Boletín
Oficial de la Provincia, y se informaba a la prensa.
El ambiente polémico que rodeaba a la pena de muerte se hizo notar en las sentencias y en las
medidas de gracia que concedían gobierno y Corona. A partir de 1880, solían pedirse indultos
para condenados por motivos políticos desde ayuntamientos y periódicos, creando fricciones
entre las élites y los movimientos sociales. Esto provocó una tendencia a la baja en las cifras de
la pena de muerte hasta las primeras décadas del S. XX.
80
pospuesta para que fuera suprimida por el Código penal de 1932. Durante dos años la pena de
muerte estuvo abolida en la jurisdicción ordinaria, hasta que tras un virulento debate político,
jurídico y mediático, el gobierno de centroderecha aprobó en las Cortes la restitución parcial
de la misma, en el marco de conflictividad y represión que desató la insurrección catalana y
asturiana de octubre de 1934.
En 1934, mientras las derechas políticas y mediáticas avivaban la alarma social, las izquierdas y
el anarquismo reavivaban de urgencia el espíritu abolicionista de 1931, operación que
repetirían con más tesón en 1935 y principios de 1936, incluyendo en la campaña pro amnistía
de los represaliados de octubre del 34 eslóganes contrarios a la pena de muerte.
Tras la Guerra Civil, la pena de muerte continuaría agigantándose por la vía militar. La
jurisdicción de guerra dictó miles de penas de muerte que el dictador refrendaba con un
“enterado”. La cifra de ejecutados por sentencias de consejo de guerra superó los 35.000.
El Código penal militar contemplaba las circunstancias que podían llevar a un reo cualquiera a
morir por fusilamiento o agarrotamiento: delitos contra la seguridad de la patria, o contra la
seguridad del ejército o del Estado. Aunque el Código penal civil recogía la pena de muerte
para estos mismos casos, en la práctica el ámbito de la jurisdicción ordinaria reservó la pena de
muerte para castigar “delitos contra la vida” cometidos en circunstancias agravantes
(parricidio y homicidio con alevosía, premeditación o ensañamiento).
El primer Código penal franquista restituía la normativa de 1870 con sus reformas de 1900: la
pena de muerte se ejecuta en garrote, de día, en sitio adecuado de la prisión y a las 18 horas
de notificar al reo la hora señalada para la ejecución, que no se verificará en días de fiesta
religiosa o nacional.
81
Durante los años 50 se dictaron penas de muerte contra opositores armados, los maquis o
guerrilleros. Al dejar atrás la atmósfera de represión política, se volvió a hablar en España de la
pena de muerte como sanción de la justicia ordinaria contra la criminalidad más espantosa y
sangrienta. La progresión de la pena capital fue en descenso y entre 1963 y 1975,
cuantitativamente, tenía muy baja intensidad y, sin embargo, en el plano político
internacional, una intensa repercusión y trascendencia. Casi todos los ejecutados fueron por
motivos políticos (terrorismo) y en el marco de la jurisdicción militar. En 1962, cuando la
dictadura celebraba sus “25 años de paz”, la trascendencia mundial de la posible ejecución de
un opositor político (Jordi Conill, de las Juventudes Libertarias) levantó protestas y peticiones
de clemencia. Franco conmutó su pena por 30 años de prisión, pero en 1963 llegó el caso
todavía más polémico del dirigente del PCE Julián Grimau (torturado y sentenciado a muerte),
con peticiones de clemencia incluso del Vaticano. Grimau fue fusilado y la condena
internacional al régimen franquista dio la vuelta al mundo, si bien en España, el caso apenas
tuvo repercusión social.
Tanta hostilidad antifranquista en el extranjero pesaría en el ánimo del régimen cuando, con
celeridad y opacidad, ejecutó en 1963 a dos anarquistas acusados de terrorismo, que tiempo
después pudo demostrarse que no cometieron tal delito. En 1970, con el “proceso de Burgos”
contra miembros de ETA, la dictadura se encontró con la repercusión internacional y la
oposición interna, sobre todo en el País Vasco, en un momento de debilidad del régimen que
propició que Franco conmutara las penas de muerte. Pero en 1974, Salvador Puig Antich, del
Movimiento Ibérico de Liberación, fue agarrotado casi al mismo tiempo que un preso común y
en 1975 fueron fusilados tres miembros del FRAP y dos de ETA, produciéndose una importante
campaña de agitación política antes y después de las ejecuciones.
Poco antes de la muerte del dictador, su gobierno actuaba con insólita dureza. En 1976, Adolfo
Suárez cambió la política y la normativa antiterrorista que había permitido los procesos
sumarios y sumarísimos, aunque en lo esencial se mantenía la base legal que posibilitaba la
pena de muerte. El Código penal de 1973 todavía la contemplaba, lo que propició que en 1977
se dictaran en Barcelona dos penas de muerte, que fueron conmutadas. La pena de muerte
dejaba de ser operativa e iniciaba su camino a la abolición total.
La Constitución de 1978 declaró por fin: Art. 15: Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que
puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. En 1995, bajo la presión
de la campaña abolicionista de Amnistía Internacional, la pena de muerte desapareció también
del Código Penal Militar.
La ocupación napoleónica en 1808 precipitó una guerra de más de 5 años y la crisis política de
la monarquía absoluta. Las Cortes de Cádiz se constituyeron en 1810 a consecuencia del vacío
de poder generado por el rechazo de los españoles a José I Bonaparte y por la necesidad de
organizar la resistencia frente al ejército francés. La mayoría liberal en las Cortes abrió el
82
Durante los años de restauración absolutista, Fernando VII ensanchó la arbitrariedad de los
cargos por crimen de lesa majestad y traición contemplados en la confusa legislación penal del
Antiguo Régimen. La fórmula empleada era lo bastante ambigua como para castigar con la
muerte un grito de “viva la Pepa” o “muera el rey”, hasta el lanzamiento de pasquines críticos
con la legitimidad real, la participación en una sociedad secreta o en un pronunciamiento
militar. La depuración, el encierro y el destierro fueron los castigos más habituales para miles
de liberales, represión que se multiplicó tras la caída del Trienio liberal.
83
Durante los 35 años siguientes, el reinado de Isabel II (1833-1868) se consumó en el país una
profunda transformación que sustituyó el régimen señorial por un sistema liberal. A nivel
político se consolidó una versión más moderada del liberalismo que la alumbrada por los
primeros legisladores gaditanos. Los liberales moderados abrazaron el liberalismo doctrinario y
excluyeron a los progresistas de la mayoría de las decisiones políticas. Los liberales
progresistas, partidarios de limitar el poder de la Corona, ampliar las libertades individuales y
del derecho de sufragio, recurrieron periódicamente a los pronunciamientos militares,
revueltas o formación de juntas para acceder al gobierno durante breves periodos. El reinado
de Isabel no contó con un marco político estable, agitado por conspiraciones, insurrecciones,
múltiples constituciones, derivas autoritarias, etc.
Los moderados promulgaron un nuevo Código penal en 1848, que tampoco recogía definición
alguna del delito político. Sin embargo, a diferencia del Código de 1822, los distinguía de los
delitos de Estado, limitándolos a aquellos que atentaban contra el orden político y
constitucional del Estado con la más evidente o directa finalidad política (rebelión y sedición).
La pena capital se mantuvo para los principales responsables, pero la prisión ya aparecía como
principal forma de castigo.
Desde la Revolución francesa de 1830 había cobrado fuerza en toda Europa una concepción
romántica del delito político, atribuido a personajes movidos por ideas nobles y altruistas, que
aspiraban a un mundo con más derechos y libertades. Así, el delincuente político no era un
criminal, ni un peligro social. Fruto de este pensamiento, los Estados europeos asumieron a
mediados del S. XIX una legislación protectora que otorgaba asilo a los refugiados políticos.
Las ideas liberales en relación con la delincuencia política derivaron en una serie de
limitaciones encaminadas a salvaguardar el orden social. La revolución democrática que
recorrió Europa en 1848 y el temor a que se propagase en España con más fuerza, provocó una
reforma del Código en 1850 que endureció las penas a los reos de rebelión y amplió la de
muerte a los mandos subalternos implicados. Los pequeños conatos revolucionarios de
progresistas y republicanos fueron atajados con fusilamientos, deportaciones y exilio,
acrecentándose el papel del ejército y la justicia militar en su represión. Se consolidó un
sistema de orden público militarista y autoritario de forma que ante cualquier tumulto o
protesta social o laboral, se declaraba el estado de sitio y el ejército intervenía, dictando
castigos ejemplares o ejecuciones sumarísimas.
84
El nuevo Código penal de 1870 tampoco definió los delitos políticos, aunque sí se aprobaron
otras disposiciones legales que enumeraban delitos de naturaleza política. La simple
enumeración de estos delitos mediante leyes o decretos otorgaba una herramienta muy
poderosa al gobierno de cada momento. El aumento de delitos considerados políticos en esta
época, no se debió a un propósito de emplearse con dureza frente al adversario político, pues
la moderación y las voces abolicionistas se hicieron fuertes en este periodo. El nuevo Código
contemplaba un sistema de gradación en los castigos que permitía que la pena de muerte
pasase a ser el grado máximo posible, pudiendo el juez decantarse por la reclusión temporal o
perpetua. Este sistema pervivió hasta que la II República abolió la pena de muerte.
La inestabilidad del régimen dio lugar a un periodo paradójico, abolicionista en los textos
legales y punitivo en la práctica política. Los que durante el periodo isabelino sufrieron la
restricción de sus libertades políticas y los abusos del poder militar, recurrieron a su propia ley
de Orden Público (1870). Así, aunque la Constitución de 1869 prohibía la creación de
tribunales extraordinarios, la nueva ley afianzaba el papel del ejército y la justicia militar en los
conflictos sociales y políticos. Los sucesivos gobiernos suspendieron con frecuencia las
garantías constitucionales. La intervención de los militares en la sublevación cantonalista del
verano de 1873, la prolongación de las guerras carlista y de Cuba, reforzaron el protagonismo
del ejército. En 1874, tras un golpe militar, las Cortes fueron disueltas y se estableció un
gobierno presidido por el general Serrano, que suspendió la Constitución, restringió la libertad
de prensa, disolvió la Internacional, ilegalizó a los republicanos federales y clausuró sus
sociedades.
El retorno de los Borbones en 1876 reafirmó los recortes sobre las libertades políticas y de
prensa. La Constitución de 1876 rescató el principio de soberanía compartida, fortaleció la
Corona y restringió el sufragio. La alternancia en el poder pactada entre el partido conservador
y liberal favoreció un cierto reformismo político en las primeras décadas, aprobando leyes que
establecían los límites de la libertad de reunión (1880), de imprenta (1883), de asociaciones
(1887) y de sufragio universal masculino (1890). El Código penal de 1870 estuvo vigente
durante casi 6 décadas, y la relación de delitos políticos no experimentó grandes cambios.
85
Los indultos y amnistías concedidas en 1914, 1916 y 1918 revelan que seguían atribuyendo
carácter político a los delitos contra la seguridad exterior del Estado, contra la Constitución,
contra el orden público, o los cometidos por medio de imprenta y, ocasionalmente, los delitos
electorales. La jurisdicción militar gozó de grandes competencias en delitos políticos, en un
intento de evitar que pudiesen gozar de indulgencias, amnistías y del régimen penitenciario en
justicia ordinaria.
Las protestas sociales también suscitaban el abuso de la declaración del estado de excepción o
de guerra y eran sofocadas por la Guardia Civil y el ejército, empleando armas de fuego. La
mayor represión contra la protesta social se ejerció a partir de 1917, a raíz de los motines
populares contra la carestía de productos de primera necesidad, y de grandes conflictos
obreros. El sindicato socialista UGT y el anarquista CNT convocaron una huelga general el 13
de agosto de 1917 que se saldó con casi un centenar de muertos y miles de detenidos.
Las huelgas no se consideraban delito político, pero sí la alteración del orden con motivo de
una huelga, pues sobre estas acciones recaía la acusación de sedición. Al partir de la Ley de
Huelgas de 1909, algunos delitos asociados a las huelgas o a los conflictos laborales
comenzaron a recibir la denominación de “delitos sociales”, diferentes a los políticos y a los
comunes. Los amnistías de 1914, 1916 y 1918 incorporaron a la relación de causas políticas
amnistiadas estos delitos sociales, para apaciguar a los huelguistas, aunque pocos se
beneficiaron de esta medida al estar acusados además de otros delitos (lesiones a agentes de
la autoridad, agresiones, etc.). En estos años los estados de excepción estuvieron declarados la
mayor parte del tiempo. Las huelgas y el pistolerismo anarquista fueron contestadas con la
disolución de sociedades obreras, la supresión de su prensa, detenciones masivas,
deportaciones, encarcelamientos preventivos y ejecuciones extrajudiciales.
Con la proclamación de la II República en 1931, se decretó una amplia amnistía para todos los
delitos políticos, sociales y de imprenta, si bien se produjo una purga política a los principales
responsables del golpe y dictadura de Primo de Rivera. Las Cortes condenaron a Alfonso XIII
86
Los delitos políticos quedaron sin definir, pero existían indicios en el texto que atribuían un
carácter político a aquellos que atentaban contra el orden constitucional, con una finalidad
política indudable. La ley de 27 de julio de 1933 hizo desaparecer prácticamente toda
consideración de delito político para despojar a sus autores del trato especial que recibían
respecto a los delincuentes comunes. Tras esta aparente contradicción estaba el
encrespamiento político y social, las huelgas de los anarcosindicalistas, el enfrentamiento con
la Iglesia, la quema de conventos e iglesias, la conflictividad en el campo, la oposición de las
patronales a las reformas laborales y agrarias y un primer intento de golpe de Estado
encabezado por el general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932.
En 1933, la ley era reemplazada por una nueva de Orden Público que dejaba los derechos
políticos y ciudadanos recién conquistados en una situación más vulnerable y expuesta a los
tribunales militares en situaciones de estado de guerra. El aumento de la conflictividad social
llevó un año más tarde a reincorporar la pena capital a la justicia ordinaria (9 de octubre de
1934), en un escenario insurreccional que afectaba a Asturias y Cataluña.
87
La estricta motivación política y social fue el principal argumento para considerar delito
político incluso atentados contra la propiedad o la vida. Esto acabó provocando una sensación
de arbitrariedad e impunidad. La amnistía de 24 de abril de 1934 para exonerar a los
defensores de la dictadura de Primo de Rivera y conseguir el apoyo del CEDA6, incluía además
de la rebelión y la sedición, otros delitos de orden público:
En verano de 1936, un golpe militar desencadenó una terrible guerra civil de 3 años, con
decenas de miles de ejecuciones judiciales y extrajudiciales.
6
Confederación Española de Derechas Autónomas.
88
fueron eximidos para evitar un colapso de los tribunales. Las penas y sanciones,
complementarias a las de los consejos de guerra, consistían en confinamiento o destierro,
pérdida de empleo e inhabilitación absoluta, multas y embargo o incautación de bienes.
El estado de guerra se mantuvo en vigor hasta julio de 1948 y la justicia militar y otras
jurisdicciones ejemplarizantes suplantaron prácticamente a la ordinaria para perseguir todo
tipo de actividad política contraria al régimen. La multiplicación de órganos jurisdiccionales
especiales fue una constante durante toda la dictadura. La Ley sobre Represión contra la
Masonería y el Comunismo (1940) se aplicó a aquellos pertenecientes a organizaciones
opositoras o que difundieran “ideas disolventes” contra la religión, la patria, las instituciones
fundamentales del Estado y la armonía social. Para su actuación fue fundamental la creación
en 1941 de la Brigada Político Social del régimen, conocida por sus métodos de tortura. El
Tribunal Especial que estableció la Ley de 1940 se mantuvo en funcionamiento hasta 1964,
cuando buena parte de sus atribuciones fueron asumidas por el Tribunal de Orden Público.
La Ley de Seguridad del Estado de 29 de marzo de 1941 atribuía a la justicia militar delitos
como la circulación de noticias y rumores perjudiciales a la seguridad del Estado y ultrajes a la
nación, las asociaciones y propagandas políticas no permitidas, la suspensión de servicios
públicos y las huelgas. La Ley de 2 de marzo de 1943 equiparaba el delito político de rebelión
militar a acciones como la publicación de noticias falsas o tendenciosas, los plantes, las huelgas
y sabotajes y las asociaciones de trabajadores. El decreto ley de Represión del Bandidaje y el
Terrorismo de 1947 confirmaba la atribución de los delitos políticos a los tribunales militares y
fundamentó la ofensiva del régimen contra la guerrilla, que se había reactivado tras el fin de la
II Guerra Mundial. La pena de muerte alcanzó a causas sin delitos de sangre y una nueva
aplicación masiva de la “ley de fugas” dejaba pocas posibilidades a los guerrilleros capturados
de seguir con vida.
Los adalides del franquismo hicieron grandes esfuerzos por argumentar que la justicia del
régimen no perseguía ideologías, en mostrar a Franco como un Caudillo compasivo y generoso
que conmutaba penas de muerte, y en afirmar que la justicia actuaba con fines reparadores. El
Código penal de 1944 y sus reformas de 1963 y 1973, fue heredero de la codificación liberal y
tendía a reducir la pena de muerte a favor de la privativa de libertad. Sin embargo, incluía la
huelga, la libre asociación, reunión y propaganda política en el catálogo de delitos castigados
con mayor severidad con cada reforma.
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extensión de la jurisdicción militar en ese campo. El Tribunal de Orden Público (TOP) pasó a
ser el principal instrumento represivo de la dictadura hasta su abolición el 4 de enero de 1977:
Aun así, el TOP no acabó con los consejos de guerra, manteniendo un régimen dual de
competencias con la justicia militar que en caso de duda se decantaba por la militar. La
irrupción de ETA en 1968 provocó la reinstauración del decreto de 1960 de Represión de la
Rebelión, el Bandidaje y el Terrorismo. Las detenciones indiscriminadas, palizas y torturas al
amparo de las declaraciones del estado de excepción alcanzaron un momento culminante con
el Proceso de Burgos de 1970, un consejo de guerra contra 16 miembros de ETA que se saldó
con 9 condenas a muerte. Las protestas dentro y fuera del país convencieron al dictador de la
conveniencia de conmutar todas las penas de muerte.
A la muerte del dictador, vaciar las cárceles de presos políticos se convirtió en símbolo de un
nuevo comienzo hacia la transición democrática. La primera medida vino con un indulto
general el 25 de noviembre de 1975, con la proclamación de Juan Carlos I como rey de España,
y supuso la excarcelación de 700 presos. Sin embargo, el gobierno continuaba realizando
detenciones masivas por participar en reuniones políticas y sindicales, repartir propaganda o
realizar pintadas. El nuevo ejecutivo presidido por Adolfo Suárez concedió una amnistía el 30
de julio de 1976 que beneficiaba a todos los delitos y faltas con intencionalidad política, social
o de opinión, siempre que no hubiesen ocasionado lesiones o puesto en peligro la vida de las
personas. La amnistía dejaba fuera a los presos comunes y a los condenados por terrorismo.
Para la oposición, la amnistía debía ser general y extenderse a todos los delitos políticos
cometidos desde el golpe de Estado de 1936, pues solo así se conseguiría la reconciliación. Con
el referente de la amnistía concedida por el Frente Popular durante la II República, la oposición
estiraba la consideración de delito político a toda acción que tuviese una motivación política o
social, aunque se hubiese atentado contra la vida o la integridad física de las personas. Pero el
gobierno, asediado por secuestros, atentados y presiones en su contra, prefirió recurrir a
puntuales medidas de gracia o a extrañamientos de presos de ETA al extranjero hasta que se
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celebrasen las primeras elecciones el 15 de junio de 1977. La amnistía general fue aprobada el
15 de octubre de 1977, con el apoyo de la mayoría de los grupos políticos. Para entonces
quedaban poco más de 150 presos políticos, la mayoría de ETA. La amnistía pretendía poner
fin a ETA, cosa que no consiguió. Lo que sí consiguió fue garantizar la impunidad de la
dictadura y proteger a los colaboradores del régimen de futuras peticiones de
responsabilidades políticas.
1. Antecedentes.
Michel Foucault dató a finales del S. XVIII el nacimiento en Europa del encierro penal, sin
embargo, algunos autores han encontrado curiosos precedentes de establecimientos
disciplinario-laborales femeninos. En el Spinhuis de Amsterdam (1645) eran encerradas
mujeres cuyos padres o maridos no habían conseguido sujetarlas a sus deberes y obligaciones
o a mujeres “deshonestas o públicas pecadoras”, que eran obligadas a realizar trabajos de
hilado. Por entonces, Europa comenzó a llenarse de homes of correction.
A principios del S. XVII, una religiosa ideó las casa-galera para mujeres, para recluir a las
pecadoras, regidas por una rígida rutina de rezos y trabajo de costura no exenta de castigos y
disciplinas. Las sucesivas reformas que consolidaron en España el encierro penal, apenas
afectaron a las mujeres, al menos hasta finales del S. XX.
García Valdés señalaba que las conductas rechazables de las galerianas atañían al
comportamiento “descarriado”, nunca referido a hechos graves. El énfasis correctivo de este
encierro incluía altas dosis de maltrato, que redundaba en un mayor control y vigilancia y en
un ambiente más opresivo que el de los presidios masculinos.
En estos antiguos establecimientos femeninos del Antiguo Régimen se daba una confusión
entre delito y pecado. Siguiendo a la criminología crítica, el delito es siempre una construcción
social y cultural por lo que esta confusión tenía su origen en la sanción moral-religiosa de ese
mandato social y secular de subordinación que establecía dos conceptos antitéticos: el de
virtud y el de pecado. Esta sanción pesaba sobre las mujeres a través de su rol sociosexual: la
sumisión a la autoridad masculina y su encierro en la esfera doméstica.
En esta zona de riesgo social podían acabar sobre todo mujeres pobres que habían escapado
de la autoridad masculina. Esa consideración de “lo moral” en el delito y en la forma de castigo
impuesta pesó históricamente en la penalidad femenina.
Los establecimientos disciplinarios, todos ellos religiosos, incluían las “casa galera” habilitadas
en espacios conventuales, las Casas de Misericordia o Caridad del S. XVIII, los hospicios de
recogidas, las casas de reclusión para prostitutas o los colegios para “jóvenes descarriadas”.
2. Siglo XIX.
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La casa-galera de Alcalá tendría una larguísima vida, pues absorbió a la población penal de las
demás Casas de Corrección provinciales según fueron cerrándose, hasta convertirse, según
Decreto del 1 de septiembre de 1879, en penitenciaría central para cumplimiento de penas
graves, dependiente del presidio masculino. La centralización absoluta se alcanzaría en 1913
con su nueva consideración de penitenciaría o prisión central femenina, reservada para
condenadas a prisión mayor y reclusión temporal o perpetua.
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La moralización religiosa desempeñada por las Hijas de la Caridad en Alcalá abarcaba todos los
ámbitos: desde el hecho de que los dormitorios o brigadas quedaran bajo la advocación de
santos y vírgenes, hasta la vulneración de la teórica libertad de culto para reclusas no católicas,
contraviniéndose así la presunta secularización de los Reglamentos de 1847 y 1882. La
reglamentación de estancia de los hijos de las presas en el penal, hasta los 7 años primero y a
partir de 1913 hasta los 3, reflejaba la omnipresencia de la religión con el monopolio que se
arrogaban en la educación de los niños. Los tiempos de visita de sus madres se veían reducidos
a una hora por la mañana y otra por la tarde, para sustraerles a la perniciosa “influencia física y
moral” de sus madres. El régimen franquista emplearía esta misma reglamentación.
A partir de 1890, las Hijas de la Caridad extendieron su actividad a otras prisiones, tanto de
hombres (servicios asistenciales) como de mujeres (administración y vigilancia). Con la
restauración borbónica, se promovió la intervención de varias órdenes religiosas en las casas
de recogidas y demás establecimientos disciplinarios de carácter asistencial femeninos.
En el mundo anglosajón, el énfasis moralizador era semejante pero el ejemplo era impartido
por guardianas y matrons laicas (personal funcionario civil). La disciplina podía ser muy
estricta, el trabajo era intramuros y el control y vigilancia eran mayores que en las cárceles
masculinas. En estos espacios femeninos y feminizados (dirigidos por mujeres) la disciplina de
corrección y moralización alcanzó su máxima expresión en el rígido ideal victoriano de la lady,
del que la infractora se había desviado.
El caso francés resultaba similar al español, con el paradigmático ejemplo de la prisión de Saint
Lazare, con fama de ser la prisión femenina más antigua y más poblada. Contó desde 1850 con
40 hermanas de Marie-Joseph pour les Prisons encargadas de la administración y la vigilancia.
Especial atención recibían las mujeres prostituidas, sujetas a prisión administrativa (sin juicio ni
posibilidad de apelación), que podía ascender a los 3 meses.
En el último tercio del S. XIX, el positivismo penal creó una tipología progresivamente compleja
de perfiles femeninos delictivos. El fenómeno industrial y urbanizador parecía haber traído
aparejado un enorme crecimiento de la prostitución no reglamentada, provocando una oleada
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de estudios que pretendían proyectar una mirada científica sobre la criminalidad femenina,
pero que alcanzaban solo a informar de los propios prejuicios de sus autores.
3. Siglo XX.
Gran parte de las reclusas en Quiñones en 1921 eran “quincenarias”, lo cual constituye un
buen ejemplo de persistencia de rutinas punitivas de largo alcance, asociadas a un uso breve e
intensivo del espacio carcelario femenino, casi siempre en los sótanos y lugares más insalubres
del establecimiento.
La Presó Vella de Barcelona venía compitiendo en deterioro con la de Quiñones desde que en
1903 quedó reducida a cárcel femenina. Más que el estado de los centros, lo que preocupaba a
legisladores y gobernantes era la mezcolanza de reclusas sentenciadas a penas cortas y
preventivas con las arrestadas gubernativas y las condenadas a largas penas.
Dicha inquietud dio lugar a la instalación del primer reformatorio femenino de mujeres en
Segovia en 1925.
Las reformas penitenciarias de la II República, que tuvieron con Victoria Kent, primera
Directora General de Prisiones de la historia de España, llevaban la huella laica y educadora y
la tradición teórica del penalismo republicano. Con la “ejecución” política de Victoria Kent
acabó por imponerse un modelo más punitivo que rehabilitador, pero la semilla de los cambios
introducidos por Kent daría sus frutos, sobre todo con la Sección Femenina Auxiliar del Cuerpo
de Prisiones.
Este nuevo colectivo de funcionarias especializadas sustituyó a las Hijas de la Caridad y a los
capellanes, en aplicación de una política penitenciaria verdaderamente laica. En el marco de la
encarnizada campaña que sectores monárquicos y conservadores emprendieron contra la
nueva sección de funcionarias, la preparación cultural que les era exigida fue objeto de burlas
y críticas (“improvisadas marisabidillas” que poco tenían que aportar frente a la vocación y
experiencia de las religiosas). 3 años después, en 1935, el cuerpo femenino de Prisiones
contaba con 90 mujeres, una exigua minoría en comparación con los 1716 funcionarios del
cuerpo de Prisiones.
94
Pero las reformas republicanas fueron limitadas y centralistas. La Presó Vella de Barcelona fue
asaltada en abril de 1931 por la multitud, liberando a las reclusas y quemando “jergones,
enseres y fichas antropométricas”, por la impopularidad del establecimiento. Mediante
decreto, Kent reabrió la prisión, sin las monjas, provocando nuevas protestas y reclamaciones
para la construcción de un nuevo centro según el modelo madrileño.
Por Orden del Ministerio de Justicia en 1934, se dispuso que cumplieran en la prisión de
Barcelona no solo las sentenciadas a arresto y prisión menor que no excedieran de un año de
reclusión, sino también las condenadas por los tribunales de Cataluña a penas de todas clases
superiores a 1 año. El antiguo edificio quedó convertido en una especie de prisión central para
el territorio catalán.
El paisaje carcelario se transformó de manera radical con la guerra civil. Las menos de 500
reclusas existentes en el territorio nacional, superaron las 23.000 a principios de 1940 según
las estadísticas oficiales. Decenas de prisiones centrales, provinciales y “habilitadas” o
“provisionales” salpicaron la geografía española. La prisión provincial de Ventas, que a partir
de 1941 pasaría a ser central, se convirtió en el verano de 1939 en un “almacén de reclusas”,
con de 7 a 12 mujeres encerradas en celdas concebidas para dos personas. Esta situación de
hacinamiento e insalubridad se tradujo en unos niveles de mortalidad de adultos y niños
desconocidos hasta la fecha.
La represión femenina en Madrid llegó a ser tan alta que pronto tuvieron que habilitarse otros
dos centros: una cárcel en un antiguo edificio asilar, y otra para presas madres, que en
septiembre de 1940 fue sustituida por la “prisión maternal” o de madres lactantes de San
Isidro.
Lo que hasta el estallido de la guerra había sido un proceso continuo de extensión de la pena
privativa de libertad con sentido correccionalista, fue demolido por el franquismo, que impuso
su cultura nacional-militarista, con profusión de penas de muerte y masivas penas de prisión
que provocaron una enorme población penal. Las reformas de la República fueron
desactivadas, restableciéndose el reglamento penitenciario de 1930.
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procesados, concesión de libertad condicional y revisiones de pena, todo ello marcado por la
arbitrariedad y la improvisación.
La inmensa mayoría de las encarceladas de los primeros años de posguerra habían sido
denunciadas “por política” y procesadas por el delito de rebelión militar y sus derivados. Esto
incluía a mujeres que en la retaguardia habían desempeñado tareas de enfermería, cocineras o
limpiadoras, porteras o cobradoras de tranvías. Muchas no estaban ideologizadas pero poseían
un carnet sindical porque habían sido obligadas a ello durante la guerra. Otras habían recibido
formación cultural y política y desempeñaron un papel consciente y activo en la lucha contra
los vencedores (las Trece Rosas, por ejemplo). Este mismo perfil politizado se daba en las
mujeres del ámbito comunista o libertario encarceladas en los primeros años de posguerra
integradas en grupos clandestinos. Estas mujeres recibieron los castigos más duros y las
sentencias más largas, sin posibilidad de acogerse a indultos parciales o reducciones de
condena. Las irredentas culminarían su formación política e ideológica con su militancia dentro
de las prisiones.
Un delito que debería haber sido conceptuado como “económico” como la posesión de dinero
rojo pasaba a ser político pues se interpretaba como desafección al régimen. El simple hecho
de haber sido desplazado de guerra y haber ocupado una vivienda vacía se convertía también
en delito político.
El Nuevo Estado franquista contó desde un primer momento con la colaboración del
estamento religioso en la organización del mundo penitenciario, sobre todo en las cárceles de
mujeres. Durante la guerra, las órdenes religiosas femeninas se hicieron cargo de la custodia y
vigilancia de los numerosos centros, muchos de ellos habilitados en conventos o edificios
religiosos. Las órdenes religiosas femeninas volvieron a las prisiones de mujeres de la mano de
los sublevados para desempeñar una función que venían desempeñando durante décadas,
pero con un giro: había estallado una guerra en la que la Iglesia había tomado partido (una
Cruzada) y resultado vencedora. La Iglesia cultivaría durante décadas el recuerdo de sus
persecuciones y martirios, sumándose a la propaganda franquista.
La politización de estas órdenes fue evidente, pero también las reclusas habían cambiado.
Aparte de las inevitables quincenarias, el perfil dominante durante la guerra y la posguerra fue
el de la roja, como encarnación de la anti-España, enemiga de la religión.
El concurso de las órdenes religiosas no fue solo una medida provisional dictada por las
urgencias de la guerra, sino de largo alcance. Diversas disposiciones en 1941 reforzaron la
autoridad de las madres superioras en las juntas de disciplina y ampliaron su autonomía y
poderes en la gestión de los economatos. A finales de ese mismo año la Obra de Redención de
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Al margen del concurso de los elementos religiosos, el cuerpo de Prisiones preexistente fue
cribado y depurado, y la Sección Femenina Auxiliar creada por Kent en 1932 no fue una
excepción. La Sección perviviría hasta 1940 cuando todo el personal femenino fue agrupado y
reorganizado, habiendo sufrido hasta entonces depuraciones, purgas y nombramientos de
guardianas y auxiliares por su afección al nuevo régimen y por su condición de “víctimas de la
barbarie roja”. Este mecanismo vino a convertir la venganza en un modo de represión más y
terminó por tejer una red político-ideológica clientelar en la base de la Administración del
nuevo estado.
El subsidio familiar que recibían los reclusos trabajadores casados, por esposa e hijos, era
entregado por las juntas locales pro-presos y servía de instrumento de control social de dichas
familias. Que las reclusas trabajadoras no recibieran este subsidio familiar suponía una
evidente discriminación y pone de relieve los diferentes modelos de masculinidad y feminidad
que el régimen pretendía proyectar:
Al margen de la tardía creación de los talleres de costura en los diferentes centros, la inmensa
mayoría de las reclusas redimió pena instruyéndose y trabajando. La utilidad de los talleres no
se agotaba con su función propagandística. Constituían operaciones de explotación laboral de
no poca importancia económica para la propia infraestructura del sistema penitenciario.
A partir de mediados de la década de los 40, el número de presas y presos condenados por
delitos de guerra comenzó a descender gracias a los sucesivos indultos y reducciones de
condena. El número de presas comunes casi cuadriplicaba al de políticas, que fueron
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La redención de pena por el trabajo, restringida ya en 1937 a los prisioneros de guerra y presos
“no comunes”, comenzó a aplicarse a los presos comunes en el Código Penal de 1944. Por
entonces el número de mujeres presas ascendía de 5.346, con un 82% de condenadas por
delitos comunes.
Hacia 1965 las estadísticas oficiales escamoteaban la presencia de presos y presas políticas.
Una nueva generación de presas políticas había empezado a pisar cárceles muy deterioradas,
detenidas por su participación en manifestaciones en solidaridad con las huelgas obreras de
Asturias o estudiantes encausadas por el Tribunal de Orden Público creado en 1963, quedando
invisibilizadas bajo epígrafes como “aplicación de medidas de seguridad” o “infracción de
carácter administrativo”.
La realidad actual sigue arrastrando inercias históricas. El S. XX acabó con una nueva cifra
récord de mujeres en prisión, en el marco general del continuo aumento de la población
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El grado de hacinamiento ha resultado más grave en el caso de las mujeres, en otro rasgo de
continuidad histórica: la tradición de alojar a las presas en departamentos específicos de las
prisiones masculinas, contradiciendo lo recomendado por la Ley de 1979. Lo mismo podría
decirse del especial descuido del “tratamiento individualizado” de las reclusas, con una ratio
de un psicólogo por cada 214 presas en la cárcel de Brians (Barcelona).
La socióloga Elisabet Almeda, autora del único estudio de investigación de base empírica
realizado hasta la fecha ha demostrado que en la práctica, las entidades religiosas siguen
manteniendo su hegemonía e influencia en el ámbito asistencial penitenciario, sobre todo en
los establecimientos femeninos debido a la especial debilidad del asistencialismo civil o laico
en estos centros. Además la mayoría de los programas educativos, formativos, laborales o las
actividades culturales o recreativas en las cárceles de mujeres refuerzan el papel doméstico de
la mujer en la sociedad (cursos de corte y confección, tintorería, cocina, estética, puericultura,
etc.)
A principios del S. XXI, los talleres productivos versan sobre confección de alfombras, artículos
del hogar, etc. y suelen ser los talleres más duros y peor pagados previamente rechazados en
los centros masculinos. Por debajo de los discursos, se transparenta la fotografía fija, secular,
de las cárceles de mujeres de siempre.
En toda Europa y sus colonias, artistas, periodistas, médicos y en general toda clase de
profesionales liberales sabían blandir la espada o tirar a pistola por si llegaba la ocasión de
batirse en duelo. Los partidos socialistas repudiaban esta práctica, pero sus miembros
sucumbieron a su llamada y los partidos español y argentino tuvieron que prohibir los duelos a
sus militantes. Políticos, periodistas, profesionales liberales, formaban parte de una
comunidad de honorables caballeros que a finales del S. XIX y las primeras décadas del XX se
extendía por un territorio que abarcaba desde la Rusia imperial hasta las repúblicas
americanas. No era una agrupación formal, pero sus miembros compartían un rasgo común:
otorgaban al sentido del honor un lugar predominante en sus vidas.
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sobre el honor”. Los duelos estaban perseguidos por la ley en la práctica totalidad de los
estados europeos y americanos.
El recurso al código de honor era privativo de las élites. Ser considerado digno de combatir en
un duelo era señal de preeminencia social, y los pleitos de honor no podían esgrimirse contra
una persona de condición social inferior. En 1900, el marqués de Cabriñana escribió que
integraban la comunidad de duelistas aquellos varones que por “su nacimiento, cultura o
posición social” están “más obligados a mantener su propio honor y decoro”. Cándido Nocedal
aludió al vestuario: el código del honor era propio de quienes vestían levita, no de obreros y
empleados que usaban “blusa y chaqueta”.
El caballero duelista debía tener “exacto conocimiento de los usos, costumbres y leyes del
honor” y practicarlas constante e invariablemente. Por ello, su observancia era más propia del
ambiente refinado de las ciudades que del mundo rural. Los caballeros debían hacer gala de
cierta probidad moral, no pudiendo defender su honor mediante el código quien hubiera
perdido su dignidad “por razón de conducta”. Cabriñana enumeraba una larga lista de actos
indignos que abarcaba el proxenetismo, las condenas judiciales por motivos deshonrosos, la
traición a la patria, el asesinato o el perjurio.
El honor para estos caballeros era un concepto complejo y algo ambiguo, que implicaba una
visión dual del individuo. Era el modo en que el hombre percibía su propia dignidad, el valor
que se reconocía a sí mismo, una percepción estrictamente personal, en la que la conciencia
era el único juez. Pero el honor también tenía una faceta pública ligada al modo en que los
otros respetaban la dignidad propia. No bastaba con que el caballero se considerase digno,
dicha imagen debía ser aceptada por los demás.
Siguiendo a Cabriñana, podía considerarse como ofensa “toda acción u omisión que denote
descortesía, burla o menosprecio hacia una persona o colectividad honrada”. Las ofensas
podían ser leves, graves o gravísimas si mediaban “vías de hecho”, expresión eufemística que
aludía a “todo contacto material de un cuerpo contra un individuo, ejecutado con la intención
de ofender”, entre ellas: “una bofetada, una bastonazo, el lanzamiento de una botella o un
guante, el agarrar a un caballero por las solapas”. Pero no era necesario el contacto físico. La
ofensa podía provenir de una opinión, una palabra, un golpe, pero también de un gesto de
desprecio como negar el saludo o dar la espalda a alguien en público. Quien no reaccionaba
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ante una ofensa, asumía la misma; quien no respondía a una acusación infamante, la reconocía
como cierta; quien no replicaba a un gesto de menosprecio, aceptaba ante los demás que valía
menos.
Una vez reconocida la ofensa, ofensor y ofendido se ponían a disposición el uno del otro,
intercambiando sus tarjetas de visita. No se volverían a ver hasta el día del duelo, salvo que la
querella se solventara antes con un acuerdo. El ofendido designaba dos padrinos que
defendieran sus intereses y visitaran al ofensor para reclamar explicaciones antes de que
transcurrieran 24 horas. Éste debía nombrar otros dos padrinos que abogaran por su causa.
Los cuatro padrinos estudiaban la ofensa y como solucionar el conflicto. Podían consultar a sus
representados durante las negociaciones, pero su dictamen, que se recogía en acta, era
irrevocable.
La mayoría de las cuestiones de honor concluían con una retractación, una aclaración o un
acuerdo pacífico que salvaba la imagen de ambas partes. Si la discrepancia acababa en duelo,
éste era sometido a la vigilancia de un juez de campo y supervisado por un doctor. Los
padrinos debían estipular las condiciones del lance: a primera sangre, o a outrance o
incapacidad física de continuar dictaminada por el médico presente.
El acta precisaba lugar y hora, las armas, el juez de campo, quién aportaría las espadas o las
pistolas y si cada uno podía elegir arma o debían sortearse, el número de asaltos y el tamaño
del campo o cuántos disparos se cruzarían y la distancia entre los tiradores e incluso el
vestuario que debían llevar los contendientes.
Los hombres de honor consideraban las peleas y reyertas entre obreros o campesinos brutales
y primitivas, sin reglas, sometidas a la vehemencia o a los arranques de pasión. Por el
contrario, los lances de honor era combates fríos, racionales, un fruto del progreso y la
civilización.
El código del honor reforzó el modelo de organización social liberal, vigente durante el S. XIX y
buena parte del XX que relegó en toda Europa a las mujeres al hogar y otorgó a los hombres el
monopolio de la esfera pública. En España y en otros países, el sometimiento de la mujer se
agravó por la influencia del catolicismo, que propugnaba una imagen femenina de
dependencia del varón, piadosas, caritativas y virtuosas, ajenas a la vanidad y retiradas del
ámbito público.
El hombre hace valer su honor mediante la acción y la mujer mediante la pasividad y el recato.
El honor masculino es positivo, requiere que el hombre defienda su valía ante los demás; el
honor femenino es negativo, pues sólo exige evitar toda afrenta a la reputación. Por lo tanto,
el varón debía proteger el honor de la mujer. Una mujer de buena familia no podía defender
activamente su honor, todo lo más debía aspirar a mantenerlo incólume con un
comportamiento prudente, decente y decoroso.
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La cultura del honor prescribía que los conflictos sobre el honor femenino jamás debían
resolverse en los tribunales. Acudir a la justicia era deshonroso, pues el varón estaría
eludiendo el deber de defender a las personas sometidas a su amparo. Además, la denuncia
pública difundiría una ofensa que era obligado mantener en secreto. La afrenta al honor de la
mujer era una ofensa directa y personal al varón que velaba por ella. La peor era la infidelidad,
que se consideraba resultado de la incapacidad del marido. Por ello los duelos por este motivo
estaban entre los más graves.
El código de honor exigía a los hombres un patrón de conducta específico: debía ser galante y
gentil con las damas, pues el comportamiento impropio con una mujer podía ofender a otros
caballeros y provocar un lance. Tenía que proteger la intimidad del hogar y la reputación de las
personas a su cargo; responder con gallardía a cualquier ofensa; sostener sus convicciones y
defenderlas; ser valiente y mostrar coraje, pero sin caer en una excesiva pasión. El código de
honor alentaba la contención, penalizado los actos incontrolados. Por ello el ofendido era
siempre quien recibía el golpe, fuera cual fuera el motivo que ocasionó el pleito, y no era una
cuestión menor, pues el ofendido elegía armas y condiciones para el duelo.
La presión social que sostenía este código era tan intensa que resulta difícil saber hasta qué
punto actuaban siguiendo la voz de su conciencia o se sentían forzados a acatar una
convención por miedo al rechazo social. Creyeran o no en el código del honor, los varones
eran sus rehenes. La coacción social era tan apremiante que incluso quienes consideraban los
duelos como algo atávico y contrario a sus creencias, tenían difícil sustraerse a los mismos. Al
tiempo que lanzaba la más dura de las condenas contra los desafíos en La Regenta, Clarín
eludió varios duelos, pero siempre sometiéndose al código, con la intervención de padrinos, y
practicaba tiro y esgrima con frecuencia para estar preparado.
La literatura ha vinculado con frecuencia honor y suicidio. El suicidio ofrecía una salida digna y
honorable para el caballero que hubiera cometido un acto deshonroso o no hubiera cumplido
con su deber (militares derrotados, malversadores o estafadores, mujeres que no han podido
mantener su reputación, etc.)
En el año 1900 los duelos de honor eran una práctica habitual en buena parte del planeta. Solo
Gran Bretaña, desde mediados del S. XIX, y EEUU, tras la derrota de los confederados, habían
conseguido acabar con los desafíos vinculados al código de honor, si bien en los territorios
colonizados del oeste pervivirían los duelos a revólver, sin reglas, padrinos, ni juez de campo.
Los duelos vivieron en Francia su época dorada tras la proclamación de la Tercera República
francesa en 1871. El código de honor encajó bien en el ideal republicano de igualdad entre los
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hombres: si todos los ciudadanos eran libres, iguales ante la ley y responsables de sus actos,
cualquiera podía batirse en duelo. En la práctica, los desafíos se mantuvieron entre las élites.
Si en Francia la cultura del honor adoptó un tono más democrático, en Hungría, Italia o España
respondía al patrón del liberalismo elitista; si en la Europa latina prevalecieron las armas
blancas, en México fue más frecuente la pistola. Pero en todos estos países la cultura del
honor formó parte intrínseca del universo liberal, estrechamente vinculada a dos foros de
expresión que alcanzaron su zénit en el S. XIX: la prensa y el parlamento. Periodistas y políticos
copaban el ranking de duelistas, llegando a superar en Francia en la década de los 80 del S. XIX
a los militares en número de duelos.
La espada reinaba en los lances franceses, aunque poco a poco ganó terreno la pistola, más
sencilla de usar, en una clara demostración de la democratización del duelo. A finales del S. XIX
en Francia, la mayoría de los duelos se acordaban a primera sangre. Con frecuencia los
desafíos eran actos festivos, espectáculos divulgados por la prensa que congregaban
numeroso público y acababan en banquetes de reconciliación. Conforme avanzó el S. XIX
descendió la mortalidad en los desafíos franceses (entre el 1 y el 2% del total).
Los duelos en Alemania eran mucho más peligrosos. Los caballeros alemanes y de los
territorios germanos del imperio austrohúngaro, se inspiraban en los mismos códigos que los
franceses, pero con una interpretación diferente. En la práctica los desafíos fueron más
elitistas. El listón para ser considerado caballero era más elevado de forma que el número de
ciudadanos a los que se reconocía socialmente la capacidad de responder a una ofensa
mediante un lance rondaba el 5%. Predominaba el ethos aristocrático: el respeto a la tradición,
los principios de jerarquía y autoridad y la glorificación del espíritu guerrero.
El arma preferida de los estudiantes fue la espada. Combatir con un compañero era necesario
para integrarse plenamente en la comunidad universitaria. Apenas hubo muertos, pero sí
numerosos heridos pues con frecuencia los estudiantes lanzaban sus fintas a la cara del
contrario. Exhibir en el rostro la cicatriz de un lance juvenil era motivo de orgullo y signo de
distinción social. El ejército, sin embargo, recurría a la pistola y como el modo en que vivían el
honor los oficiales se convirtió en una referencia para la sociedad, la pistola acabó
convirtiéndose en el arma más común fuera de la universidad. Las condiciones solían ser
estrictas: los padrinos velaban porque los contendientes lucharan en igualdad, pero rara vez
trataba de rebajar el riesgo del combate, pues hubiera sido considerado un signo de cobardía y
debilidad. Como el riesgo era mayor, en Alemania hubo menos lances que en otros países,
pero la mortalidad fue más alta: uno de cada cinco duelos era fatal.
La tradición duelística española encaja en el modelo latino. Al igual que en Francia e Italia
predominaban los lances con arma blanca limitándose la pistola a los casos graves en que
mediaban “vías de hecho” y ofensas que afectaban a la integridad personal del caballero o de
las mujeres a su cargo, o al honor del ejército. La muerte rara vez era el objetivo buscado en el
duelo. En España, como en Italia y Hungría, prevaleció el sable, que por su fuerza y peso era
más eficaz que la espada o florete para quienes no dominaban la esgrima, y permitía emplear
el arma como un palo, golpeando de plano o con el filo. Los duelistas inexpertos abundaban y
las informaciones en prensa daban cuenta de que el “sablazo en la cabeza” fue una de las
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heridas más habituales en el campo de honor. Los desafíos eran casi un requisito en la carrera
de cualquier periodista que se preciara.
Las condiciones pactadas en los duelos en España era livianas y la mayoría de los duelos era
breves escaramuzas que no entrañaban peligro y acababan “con el fraternal abrazo que
simboliza el olvido mutuo de pasados agravios”
El código de honor, en la práctica, se emplazaba sobre la ley, que los prohibía. En España, el
Código Penal de 1870 perseguía expresamente a los duelistas, instando la detención del
provocador y del retado, si hubiera aceptado el desafío, y decretando que no se les liberara
hasta que dieran su palabra de honor de que desistían del lance. El art. 440 condenaba con
pena de prisión mayor al duelista que matara a su adversario, prisión correccional si le
provocaba lesiones y de arresto mayor si el lance se celebraba sin heridos.
El Código promovía las explicaciones sobre la naturaleza de la ofensa para alentar el diálogo y
reducir el número de duelos. Las penas del art. 440 se aplicaban en su grado máximo al
ofensor que no explicara previamente al adversario sus motivos, a quien provocara un duelo
desechando sin justificación las explicaciones de su adversario y a quien injuriara a su
adversario y se negara a dar explicaciones. Ese atenuaba el castigo a quien fuera provocado en
desafío y se sintiera obligado a batirse sin haber recibido explicaciones suficientes, al desafiado
que se batiera por haber desechado su adversario las explicaciones del agravio o al injuriado
que se batiera por no haber obtenido del ofensor la explicación que le hubiera pedido.
El código también hacía recaer las penas máximas a quien incitara a otro a provocar o aceptar
un duelo o a quien denostara públicamente a alguien por haber rehusado un duelo. Los
padrinos eran castigados como cómplices del delito si concertaban un duelo a muerte y eran
condenados a penas de arresto mayor y multa si no hubieran hecho cuanto estuvo en su mano
para conciliar los ánimos o establecer condiciones menos peligrosas para el lance. Pero
también castigaba a quienes celebraran un duelo sin asistencia de padrinos si se producía la
muerte o lesiones, y prescribía la inhabilitación de quien provocara un duelo proponiéndose
un interés pecuniario, algo que también impedía el código del honor al prohibir los duelos
entre acreedores y deudores. Asimismo, castigaba al combatiente que faltara a las condiciones
concertadas por los padrinos.
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Cabe señalar la marcada dualidad del Código Penal que, por una parte, prohibía los duelos, y
por la otra, respaldaba el código de honor otorgando a los padrinos un rango legal y la
condición de máxima autoridad si el duelo se concertaba. Ni un solo juicio abierto por lances
de honor llegó a prosperar en España en todo el S. XIX, y, junto a la benignidad al respecto del
Código Penal al considerarlo un “delito especial” provocaron que Juan Maluquer, fiscal del
Tribunal Supremo exhortara a los fiscales para que lo persiguieran por todos los medios. Pero
las admoniciones del fiscal fueron inútiles, celebrándose ese mismo año varios duelos muy
sonados.
La ambigüedad del Código Penal se traducía en una clara incitación al duelo en el ámbito de la
jurisdicción militar debido sobre todo a la institución de los tribunales de honor. Antes de la
Guerra de la Independencia solo los aristócratas podían ser oficiales, pero en 1811, deshecho
el ejército español, las Cortes de Cádiz abrieron la oficialidad a los plebeyos. Sin embargo, los
diputados creyeron que tal aluvión de mandos sin formación requería un contrapeso y
contemplaron la creación de tribunales de honor para expulsar del ejército al oficial que, sin
infringir la ley, no reuniera las virtudes honorables que se presuponían a un aristócrata
(virilidad, templanza, decoro, valor, autoridad, etc.)
Fernando VII abolió en 1814 la legislación de Cádiz y no hay constancia de que llegaran a
constituirse estos tribunales, y mediado el S. XIX los nobles eran minoría en el ejército. No fue
fácil forjar un espíritu de unidad entre los oficiales nobles y plebeyos, y en esta labor de
cohesión fue crucial el sentido del honor: quienes compartieran los valores nobiliarios de un
hombre de honor debían ser iguales entre sí, fuera cual fuera su cuna.
Así pues, todo oficial era un caballero, salvo que se demostrara lo contrario. La universalización
de la condición honorable exigió un sistema de vigilancia que mantuviera limpio el prestigio
colectivo, por lo que reaparecieron los tribunales de honor por decreto en 1867. Dichos
tribunales intervendrían cuando un oficial cometiese un acto deshonroso que pusiera en duda
su valor, manchara su reputación o el buen nombre de su cuerpo de pertenencia.
El Código de Justicia Militar de 1890 dispuso que cualquier oficial podía acusar a otro e iniciar
los trámites para convocar un tribunal de honor. Si cuatro quintas partes de los oficiales del
cuerpo al que perteneciera el sospechoso decidían su culpabilidad, sería expulsado del
ejército. El fallo era inapelable, y en 1898 el tribunal Contencioso Administrativo dispuso que
ni siquiera el Ministro de Guerra pudiera revocar sus sentencias, aun cuando fueran injustas o
respondieran a la mera animadversión entre oficiales.
La condena de los duelos en el derecho canónico era mucho más taxativa que la prescrita en el
Código Penal. En 1900, la Iglesia incluía a los duelistas entre los peores pecadores públicos, y
los castigaba con la excomunión y privación de sepultura cristiana.
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En 1770, el padre Francisco Echarri explicaba que en los lances convergían “tres pecados
mortales en especie contra tres virtudes: uno por la caridad propia, por el riesgo a que se
exponen los duelantes a perder la propia vida; otro contra la justicia, por el peligro de matar al
prójimo; otro por el escándalo que se ocasiona”. El duelo se equiparaba al suicidio y al
asesinato, ambos pecados mortales porque solo Dios podía disponer de la vida humana.
A lo largo del S. XIX, la Iglesia Católica fue muy combativa contra los duelos. Los párrocos
arengaban desde el púlpito, manteniendo omnipresente la amenaza del castigo. Pero la
condena de la Iglesia apenas hacía mella en los caballeros católicos, que seguían batiéndose.
La sociedad liberal asignó distintos roles a hombres y mujeres, y la religión cayó esencialmente
del lado femenino. Sin dejar de ser creyentes, los varones se liberaron poco a poco de la tutela
de la Iglesia y la estricta observancia de la doctrina católica quedó reservada a las mujeres. De
un varón se esperaba que antepusiera su virilidad a la fe.
La muerte de Rafael de León y Primo de Rivera, marqués de Pickman, a manos del capitán
Vicente Paredes en octubre de 1904, causó una honda conmoción en el país, no en vano
apenas había muerto nadie en un desafío en España desde el comienzo de la Restauración. La
muerte del marqués de Pickman ocupó durante meses los titulares y alentó una intensa
campaña contra los duelos. En 1905, el barón de Albi fundó la Liga Nacional Antiduelista, a
imagen y semejanza de otras fundadas en Austria e Italia, compuesta por políticos, periodistas,
profesionales liberales y aristócratas. Como alternativa al duelo proponía la creación de
tribunales de honor que dirimieran las disputas entre caballeros. Durante un tiempo la Liga
estuvo muy activa e inspiró un proyecto de ley contra los duelos en 1908 que no llegó a ser
aprobado.
A pesar de ello, los diarios siguieron dando cuenta de lances de honor durante años, siendo
muy frecuentes en Europa hasta la I Guerra Mundial. En Francia, los desafíos habían dejado de
ser peligrosos, y comenzaron a parecer ridículos y pueriles frente a los millones de muertos en
el campo de batalla. No obstante, todavía hubo lances aislados durante décadas. En Alemania
o Italia fueron más comunes que en Francia en el periodo de entreguerras, pero acabaron
durante los totalitarismos nacionalsocialista y fascista.
En España, todavía durante la dictadura del general Primo de Rivera, en la segunda mitad de
los años 20, se produjeron varios duelos. Con la II República desaparecieron a la par que se
esfumaba el mundo al que habían pertenecido los duelistas. La reforma del Código Penal
suprimió los artículos relativos a los lances de honor porque “un Estado auténticamente
democrático no reconoce privilegios por nacimiento, riqueza, ideas políticas ni creencias
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religiosas”, por lo que no tenía sentido preservar el duelo como “delito privilegiado honoris
causa.”
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