Está en la página 1de 3

EL ERROR DE DESCARTES

El viaje comienza con el horrible accidente sufrido por Phineas Gage, un trabajador de los
ferrocarriles a quien una barra de hierro de un metro de largo le penetró el cráneo en 1848. Le
entró por la mejilla izquierda y le salió por encima de la cabeza. Gage ni siquiera perdió el
conocimiento. Pero nunca más fue él. Aquel amable y tranquilo trabajador fue poseído por un
soez espíritu que animaba al mismo cuerpo del buen Phineas.

A partir de casos semejantes y de su experiencia clínica con pacientes afectados de daño cerebral,
Damasio nos lleva a concluir que mente y cuerpo no están relacionados, sino que son lo mismo. La
actividad mental, desde sus más simples aspectos hasta los más sublimes, requiere tanto del
cerebro como del cuerpo.

René Descartes, el filósofo y matemático francés del siglo XVII, a quien tanto debe la ciencia, nos
tiene todavía convencidos de un gran error, según Damasio: “El enunciado quizá más famoso en la
historia de la filosofía, aparece primero en la cuarta sección de El discurso del método (1637), en
francés (Je pense donc je suis: pienso, luego existo); y luego en la primera parte de los Principios
de filosofía (1644), en latín (Cogito ergo sum). Tomado literalmente, el enunciado ilustra
precisamente lo contrario de lo que creo que es verdad acerca del origen de la mente y acerca de
la relación entre mente y cuerpo. Sugiere que pensar, y la conciencia de pensar, son los
verdaderos sustratos del ser”.

Descartes plantea que el cuerpo y la materia, la cosa extensa (res extensa), son de sustancia
diversa a la cosa pensante (res cogitans). Esa convicción ha perdido a la medicina y, sobre todo, a
la psiquiatría, en inútiles y dañinas distinciones entre problemas “neurológicos” y “psicológicos” o
“psiquiátricos”. Esta es una “infortunada herencia cultural que permea la sociedad y la medicina.

Refleja una ignorancia básica de la relación entre cerebro y mente. Las enfermedades del cerebro
se ven como tragedias caídas sobre personas que no pueden ser culpadas por su enfermedad,
mientras que las enfermedades de la mente, especialmente las que afectan la emoción y la
conducta, se ven como inconveniencias sociales de las que los pacientes tienen mucho de qué
responder”.

Del mismo error se deriva nuestra concepción de las emociones

y la razón. Unas pertenecen a los

niveles primitivos, animales, del

cerebro. La razón es producto de la

más reciente evolución. Falso, dice

Damasio. Y con datos precisos de

vías neurales explica la compleja

trama de sensaciones corporales,

emociones, memorias, razonamiento y sus múltiples rebotes entre


estaciones de relevo que hace que

la razón no sea nunca “pura”.

Más aún, resulta todavía más sorprendente que “la ausencia de emoción

y sentimiento no sea menos dañina,

no menos capaz de comprometer la

racionalidad que nos hace distintivamente humanos”.

Damasio propone que la razón

humana depende tanto de “niveles bajos” como de “niveles altos”.

Para producir razón cooperan

tanto el tallo cerebral y el hipotálamo, “inferiores”, como la “alta”

corteza prefrontal. “Emociones

y sentimientos no son para nada

intrusos en el bastión de la razón…

Las estrategias de la razón humana probablemente no se habrían

desarrollado, ni en la evolución ni en cada individuo particular, sin la

fuerza guiadora de los mecanismos de regulación biológica, de

los cuales emoción y sentimiento

son expresiones notables”.

La mente, sostiene Damasio,

deriva no sólo del cerebro, sino del

cuerpo entero como un conjunto.

No dice que el cuerpo contribuya

como apoyo vital del cerebro y por

lo tanto de la mente. “No digo que

la mente está en el cuerpo”, recalca, sino que el cuerpo contribuye

con un contenido que es parte de


la mente normal. “El yo es un estado biológico reconstruido repetidamente”. Un cerebro sin
cuerpo, como puede imaginarse en ciencia ficción o en experimentos mentales, “no tendría una
mente normal”.

El lenguaje de Damasio se adapta al de un relato, el más insondable de cuantos podamos imaginar


en ficción literaria porque va al asunto primordial: “Quizá la complejidad de la mente humana sea
tal que la solución del problema jamás pueda ser conocida a causa de nuestras inherentes
limitaciones. Quizá ni siquiera deberíamos hablar de un problema, sino de un misterio, marcando
una distinción entre preguntas que pueden ser satisfactoriamente abordables por la ciencia y
preguntas que es posible que eludan a la ciencia por siempre”.

{{LA CONCIENCIA}}

Luego del enorme éxito de este libro, convertido pronto en bestseller, en 1999 ya tenía Damasio
otro ensayo formidable, esta vez sobre un tema todavía más apasionante: la conciencia. Era el
tema natural para quien se pregunta si la mente humana es abordable desde la mente humana.

The feeling of what happens. Body and emotion in the making of consciousness avisa desde el
subtítulo que el cuerpo y la emoción están imbricados en esa mirada, donde nos vemos viendo y
nos sentimos sintiendo, que llamamos conciencia. El de Damasio se une a los estudios que
Dennett, Chalmers, Crick, Edelman, Koch y mis favoritos, Penrose y Searle, han dedicado al tema
que la psicología se prohibió torpemente a sí misma por casi un siglo. Penrose, un físico y
matemático, ha aportado más al estudio de lo que nos hace humanos que varias legiones de
psicólogos.

En noviembre pasado, la reseña semanal que Science dedica a libros, anunciaba una joya: Mind. A
brief introduction, de John R. Searle, publicado por Oxford University Press. La brevedad del título
y la modestia en la aclaración dicen poco sobre esta refutación “del marco cartesiano completo”,
como la llama Koch en su comentario. “Searle argumenta que 1) la conciencia es causalmente
reducible a las microvariables relevantes (esto es, a su sustrato neurobiológico), aunque 2) la
conciencia no es ontológicamente reducible a los procesos cerebrales”. Un párrafo que da para
muchos libros al respecto.

También podría gustarte