“… lo inadmisible, era que un grillo se había apoderado de su vivienda.”
Carlos Salazar Herrera
Supo que había llegado la hora de consumar su actuación cuando al perseguir la
vibración de los grillos entre los charrales de la sabana, una noche de Getsemaní... no los encontró... estaban solo en su cabeza: era el introitus del réquiem que celebraba su hiancia con la manada. Pensó en ella embargado por la contradicción. No quería separarse de su mirada ni del ardor de sus garras en su pellejo, ese apego había llenado de plenitud su infancia y su juventud... pero ahora devoraba su calma, cual fulgor a la pólvora del cerillo, porque sabía que debía resignarse a la separación: era tan necesaria como inminente. En su cabeza brotaron remembranzas estremecedoras de su vida juntos: la primera presa, aún sangrante, que le entregó como ofrenda... la primera camada de crías que ella había parido... no eran suyos claro, eran de la manada... pero si provenían de su cuerpa entonces ese dolor al alumbramiento era suficiente motivo para amarlos tanto como su tosco corazón lo permitiese. Amanecía... los grillos seguían revoloteando sus patillas dentro de su cráneo, su estridencia ya no se apagaría. Agachó el rostro como para ocultar un gesto... quizá un suspiro... quizá una lágrima. Serían apenas unas horas del martirio, su muerte sería rápida... ninguno presumiría ante el resto el haber matado a un traidor. Pudo verse a sí mismo en la cima del risco, como antes de cruzar un profundo y obscuro Leteo. Para entonces ya nadie tendría duda alguna de que los había distraído para que las leonas pudieran ganar algún tiempo de ventaja en su huida con los cachorros... quizá vería su lomo a trote una última vez... quizá no. Levantó la mirada y echó a andar hacia su darma.