Está en la página 1de 57

La mascota de Kafka

La mascota de Kafka
Carlos Flaminio Rivera Castellanos

Colección El Solar
Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
Santiago de Cali, marzo de 2012

Rector Universidad del Valle


Iván Enrique Ramos Calderón
Decano Facultad de Humanidades
Darío Henao Restrepo
Director Escuela de Estudios Literarios
Juan Julián Jiménez Pimentel
Director Programa Licenciatura en Literatura
Héctor Fabio Martínez

© Colección El Solar
Director: Fabio Martínez
Consejo editorial:
Julián Malatesta
Fabio Martínez
María Eugenia Rojas

© La mascota de Kafka
Carlos Flaminio Rivera Castellanos
© Escuela de Estudios Literarios
Universidad del Valle
E-mail: estudiosliterarios@univalle.edu.co

ISBN:978-958-670-973-6
Ilustración de carátula: “Mirante Park”
Ever Astudillo
Diseño fotográico: Over Espinal
Diseño, diagramación e impresión:
Unidad de Artes Gráicas,
Facultad de Humanidades,
Universidad del Valle,
Cali - Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio


o con cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor.
Contenido

Del señor Kafka y su mascota 9


Del libro antológico Casa sola
En el silencio que abrazan los candados 13
Urdimbre 15
The end 17
Patio clausurado 19
La riqueza está en casa 21
Hedor 25
Silencioso atavío 27
Sudor de sueño 29
Rio que sube 31
Adelantados 39
De la selección Cielos rasos
Cimbronazo 45
La plaga 47
De qué se padece 49
Edad de guerra 53
La ovación de los virtuales 57
Dos afectos:
de curva inglesa 61
La mascota de Kafka 65
Del señor Kafka y su mascota

Con moroso y amoroso rigor trabaja sus cuentos


Carlos Flaminio Rivera.
Esto es algo que el lector de este libro podría cons-
tatar desde su primera publicación de 1996, Sin pun-
to sobre las íes, pasando por Cuentos breves de 1998,
hasta llegar a este pequeño y suscitador volumen ti-
tulado La mascota de Kafka.
Lo que atrae a los crecientes lectores de su obra
es su rareza, su personal acento y el variado registro
de sus cuentos. Estos van del elusivo trato de un epi-
sodio cruento, sin cuerpo del delito, con el que inicia
su libro -“En el silencio que abrazan los candados”-,
un cuento que bien podría haber irmado el olvidado
maestro Julio Torri, hasta relatos más naturalistas
centrados en el mismo tema de nuestra indeclinable
violencia –“Urdimbre”, en el que enlaza las redadas
de víctimas con el tejido de unas mochilas comercia-
lizadas desde la presidencia de la república, en una
plusvalía del horror.
“En el silencio que abrazan los candados” es un
cuento breve y sobrecogedor de una violencia sin tra-
zas no de unas aparentes laceraciones físicas sino de
orden psicológico, que en una sola imagen engloba
la tragedia. Es un aparato verbal de precisa sintonía.
Carlos Flaminio Rivera entrelaza sucesos reales e
imaginados, no se niega ni siquiera a merodear en
la ciencia icción, con hechos que involucran nuestra
reciente historia, en cuentos que dependen más de la
atmósfera que de la anécdota en sí misma, lo que lo
10 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

hace singular en la más reciente cuentística nacional,


tan apegada al suceso.
El autor de estos relatos es un atento observador
de nuestros paisajes y de la tragedia permanente que
los habita. En ellos atrapa lo que en uno de sus cuen-
tos llama “un olor a tiempo”.
Un olor a tiempo detenido, el de nuestra historia
repitiéndose, un olor a temporalidad mitológica y un
olor a historias nacidas de los libros, en esa interlocu-
ción que sostiene desde la región de Musgonia con el
mundo de las letras de otras culturas y lenguas, con
esa zona en la que logramos la abolición de las fron-
teras.
Uno de sus personajes señala que “lo único que
me voy a llevar de este lugar es el olor a casa vieja”,
como si el olfato operara como detector de la memo-
ria, en un tránsito quizá más vecino a Helen Keller
que a Marcel Proust.
Es la suya una prosa que huele, que crea una sen-
sorialidad, una suerte de sinestesia en la que el rey
no es solo, privativamente, el ojo omnisciente del na-
rrador. No son los suyos cuentos llanos, cuentos pla-
nos, hechos para el trasunto periodístico o la crónica
ligera. “Se debe escribir pensando en lectores de otro
mundo”, es un aserto que Rivera pone en labios de
Kafka. Y esto es algo que en buena medida aplica a
sus propios cuentos.
En el cuento que da título al libro, para mi enten-
der el más logrado de todos sus escritos, fabula una
carta o una esquela que Franz Kafka le deja a su le-
gatario amigo Max Brod, ya no como testador de su
obra, una obra que quiere ver incinerada en una es-
La mascota de Kafka 11

pecie de piroteca, sino con el pedido de que publique


los escritos suyos, así que nos siembra la duda de si
muchos de los textos que conocemos del gran escri-
tor checo no son en parte escritos por su compañero
de secretos y aventuras.
A lo mejor sea un truco kafkiano, un divertimen-
to propiciado por ese testador de bromas que fue el
creador de un bicho humano que hace tanto tiempo
nos acompaña, luego de despertar, tras una mañana
corriente, en la nebulosa ciudad de Praga.
Vaya uno a saber si la verdadera mascota de Franz
Kafka no fue siempre, aun en su rutinaria vida coti-
diana que tuvo algo de inusitado Bartleby, la imagi-
nación.
Yo creo con irmeza que todo este asunto de cruzas
y enraces lo debe saber mejor Carlos Flaminio, quien
por algo, y antes de dedicarse a las letras y antes de
entregarnos sus fabulaciones, estudió veterinaria, en
una bizarra y saludable mezcla con estudios de ilo-
sofía.

Juan Manuel Roca


En el silencio que abrazan
los candados*

Por el agujero que isgonea en la ventana se ve su


ojo mirando la calle.
Tantos años de vigilia han redondeado el borde
del boquete que su dedo horadó en la tabla, y ahora
alcanza a ver la esquina por donde se le llevaron al
muchacho y voltearon con él.
Entonces ella no estaba tullida ni se veía tan an-
ciana la casa.
A veces saca su dedo por el hueco y les apunta.

*Del libro antológico Casa sola


Urdimbre

Las primeras redes las encontraron donde alguno


había dicho que estaban las cabezas: eran las de ba-
loncesto.
Íntimos y perplejos, los anudados de la de voleibol
apretaban el tramado oloroso de la fosa común de las
mujeres.
Las de las porterías de fútbol parecían jaulas
aplastadas y fueron desenterradas en los límites de
la escuela, antes de llegar al barranco que daba al río,
lugar desde donde, por consideración a los caimanes,
arrojaron algo de los cuerpos desmembrados. Tal vez
jugaban fútbol cuando llegaron porque en algunos de
los guayos macheteados germinaba un moho victo-
rioso.
Por lo visto, después de asesinados, fue muy poco
el enredo que tuvieron con el elevado número de víc-
timas.
Otra era la maraña a la que se enfrentaban los de
medicina legal: ¿qué hacer, si el caserío ya no existía,
si la escuela dejó de aparecer en las estadísticas edu-
cativas, con la cifra oicial de víctimas, si esta iba de
versión en versión según la zancudera y el bochorno
del sitio donde se hacían las averiguaciones? Pero so-
bre todo ¿qué hacer con el desanudado montón de
cabuya que se elevaba en el patio causando tan mala
impresión en el paisaje de la escuela y que ya empe-
zaba a llamar la atención de la prensa?
Para recomponer el enredijo se les ocurre que lo
mejor es redondear el número de muertos y aprove-
16 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

char la misma cifra para recortar en secciones la ca-


buya desatada y hacerla llegar a la red de solidaridad
encargaba de enseñar el tejido de mochilas a las vícti-
mas del conlicto; souvenir que la empresa comercia-
lizadora del producto colombiano, manejada desde la
presidencia de la república, pondría en el exterior a
un precio justo.
The end

Haber visto El capitán de río chiquito motivó las


aventuras mostradas por los niños durante los re-
creos de esta semana. La película relataba las hazañas
de un joven capitán acompañado por una tripulación
de niños que vencía a la Dama del agua, una terrible
serpiente que terminaba convirtiéndose en su amiga.
Uno de los niños entró blandiendo su espada al
salón de clases:
—¡Permiso, capitán, para tomarme un barco ene-
migo que acabo de ver…! ¿y el profe… el capi...?
—El Capitán tuvo que irse —le respondió el rec-
tor—. Pero tiene permiso para abordarlo, marinero.
El niño salió espantado y el rector por in pudo
descargar un reclamo a los tipos que estaban con él:
—¡A estos comandaba el profesor que ustedes aca-
ban de matar!
Patio clausurado

En el patio de la casona jugaba la mujer con las


calaveras de dos perros que fueron suyos.
Al entrar el dueño, la mujer no lo cree y comienza
a ilmarlo por una de las cuencas de la calavera del
perro más pequeño.
—¡Loca hijueputa!—le grita el hombre.
Ella corre y amarra la otra calavera a una jaula de
costillas que muerde la tierra.
—No le gruñas a él —le susurra al montón de hue-
sos—. Que podrá venir a colgarnos. Allí está el otro
perro. Lo colgué para que se columpiaran los gusa-
nos. Mire, les doy a ellos carne con jugo de lores y
cuando me masturbo les ofrezco el orgasmo. Por eso
gimen tanto y hacen chirriar la carne como si fueran
sólo huesos...
El dueño la observa con desprecio.
—...¡Mírame! ¡Soy una mujer! ¿Entonces por
qué me miras como a una casa que dejas a un lado
cuando pasas? Yo soy el olor de la casa donde tienes
que llegar…
Dándole la espalda al hombre, empieza a mas-
turbarse bajo un suave sollozo. Él saca de un ca-
nasto algunos trastos de comida y los coloca en el
suelo.
—...No te preocupes por los gusanos —le grita ella
mientras hace fuego entre sus piernas—, yo los de-
tendré hasta que me devoren.
El dueño la deja y sale a la calle cerrando con llave
la puerta de la casona.
20 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

—...¡Mijo... por Dios! —grita la mujer mientras


atiza la hoguera—. Sólo ese muro nos hace extraños.
Pero si traes a mis hijos, el muro no resistirá.
El hombre abraza a los niños y los empuja calle
abajo.
—¿Cómo están los perros, papá? —pregunta uno
de ellos.
—Bien. Cuando entro baten la cola contentos.
La riqueza está en casa

—¿Dónde ponemos la niña...? Creo que ya está


muerta.
La mujer miró a un lado y luego a otro y a otro
pero no quiso mirar al cielo... ¡Tanto ruego! El golpe
la recostó en la puerta; traía de la tienda agua de sal-
vavidas para los cólicos.
—¡Ay! ¡Pobre niña! ¡Mi hijita...! Ni así puede te-
ner lugar aparte —exclamó enterrándose los ojos en
el alma.
Una mosca va y viene rebanando con su iludo
zumbido el aire que está sobre la niña. La casa es una
sola alcoba y tres niños más rodean la cama donde
permanece el cadáver. La cocina fue acomodada en
el rincón de las goteras y la lluvia es descolgada en si-
lencio al piso por unos hilos de nylon que cuelgan de
los agujeros del techo y llegan a una olla de aluminio;
algunos escapan de vez en cuando al aire para zaran-
dear las hilachas de un arco iris.
La casa es una habitación con el bombillo gris
siempre prendido.
La niña murió entre semana y correr con ella a
donde el patrón para demostrarle que no faltó al tra-
bajo por lojo, sería mal visto
—¡Récenle! —dijo como si fuera una gran deci-
sión—. Voy a la “Ley del Tiempo” por un ataúd.
A las once regresó. Trajo una caja blanca que le
quedó pequeña a la niña; era la primera vez que es-
trenaba. La metieron en ella quedando con las rodi-
llas dobladas, lo que impidió ajustar la tapa.
22 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

—Los niños ya rebuscaron las lores —le dijo ella—.


Yo llevo la camándula para rezar mientras mijo lleva
el ataúd... es mejor salir rápido para no humorar la
casa... ¡Ay!, cómo le doy gracias a Dios que la caja no
tenga vidrio porque verla tan dormida me da senti-
miento.
Tenían que atravesar el pueblo para ir al cemente-
rio. Al pasar por la calle del comercio él notó que la
gente se detenía a mirarlos. Avergonzado esperó a los
niños y colocándoles la mano en la espalda los apuró.
El golpe afanado de sus pasos levantaba la tapa del
ataúd dejando ver las rodillas de la niña. Una señora
fue la primera en ofrecerles cien pesos.
—¡Gracias! ¡Mi Dios se lo pague! —decía la mujer
a todos cuando tuvo que abandonar la cuenta de los
rezos en la camándula para recibir el dinero. Al pasar
frente a la “Ley del Tiempo”, el dueño de la funeraria
les gritó que el ataúd era un obsequio y les sonrió.
Inesperadamente se les acabó el pueblo, las mira-
das compasivas y el dinero. Él, aún con el ataúd en el
mismo hombro, escuchó de nuevo el coro de la po-
breza a su lado. Los niños, adelante, ya sin lores, se
mostraban el dinero que recibieron como si fuera un
raro objeto.
—Mijo, paguémosle una misita a la niña que ya
hay plata y sobra.
—¿Se dio cuenta, mujer? ¿Se dio cuenta de todo el
dinero que nos dieron?
Y se quedó pensando en atravesar otra vez el pue-
blo, en que debieron dejar que la niña oliera un po-
quito, en el dinero recogido sin ningún esfuerzo en...
—¡Mijo! ¡Mijo! ¡Suelte ya el ataúd! ¡Suéltelo, mijo,
La mascota de Kafka 23

por Dios! ¡Suéltelo que ya no se puede hacer nada


para que la niña vuelva a estar con nosotros! —le rogó
la mujer sacándolo del ensimismamiento.
Él alojó el ataúd. Estaban sólo ellos en el cemen-
terio y el más pequeño de sus hijos jugaba con los
restos de un carrito que recogió en el camino; el mo-
tor rugía en su inocente voz... Él lo miró con codicia.
Hedor

Uno piensa que va a la tierra cuando muere.


En realidad se encamina al cielo. No por avenencias
divinas, sino por obra y gracia de moscas,
coleópteros y ácaros.

El cura Montoya

—Yo quisiera que alguien viniera de allá y me dije-


ra que sí, que eso existe.
Y la muerte, sin perder tiempo, vino de allá y se la
llevó.
Un pariente de la difunta se resistió a creer que de
manera tan simple ella se hubiera muerto, que por
un anhelo de esta naturaleza se la llevaran. Preguntó:
—¿Cómo sé que en verdad está muerta?
—¡Porque se pudre! —se oyó. La que se escuchó
fue una voz como patrocinada por cada átomo que
conformaba aquella estancia, una exclamación seme-
jante a la que se escucha bajo la iebre de una ofrenda.
Y al descreído le dio por mirar a la difunta: en su
destilado cadavérico ya se embriagaban las Curtone-
vras, Lucilias y Calíforas. Cantaban ebrios sus colo-
res. Entonces, en memoria de la inada, se le ocurrió
hacer un cultivo de larvas con sus restos para alimen-
tar a los pájaros que la muerta dejó como herencia.
Con el tiempo los pájaros adquirieron su voz y se
convirtieron en la adoración de la familia. Pero las
larvas aumentaron y los pájaros, ahítos de ellas, em-
pezaron a trastocar el orden de las voces que duran-
26 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

te tantos años la misma inada había impuesto en la


casa. Por la mañana hablaban, pero no decían bue-
nos días, sino que llamaban a dormir. Al mediodía se
volvían a oír, no para convocar a la mesa, sino para
dar los buenos días.
El cariño con que se recordaba a la muerta fue to-
mando distancia a medida que las aves con su alga-
rabía iban provocando un tornado de equivocaciones
en la casa. En el ambiente familiar el viento de los
desajustes empezó a azotar corazones, corredores y
aposentos; levantó discusiones y desperdigó afectos
que en vida la muerta había mantenido irmes.
Pero la tradición de alimentar a los pájaros se ha
podido mantener: la familia aprendió que para un
kilo de carne descompuesta del pariente muerto, sin
importar si es hombre, mujer o niño, son necesarias
tres moscas de postura promedio. Si son menos, la
tradición tiende a perderse. Y moscas, cucarrones y
bichos empiezan a rondar los espacios vacíos de la
casa, devoran lo que allí se encuentra. Es cuando la
casa se llena de un hedor insoportable...
…Un olor a tiempo.
Silencioso atavío

—¡Aldo, por Dios: deja eso y ven a ver lo que hizo


tu hijo!
La voz de la mujer era un amoroso reclamo. El
niño tenía cuatro años y sus manos curioseaban el
mundo de una manera especial. Aldo Fourmille lanzó
una mirada al niño que en esos momentos buscaba
refugio en su taller. Todo lo de él era asombro para
los dos. Fourmille era un luthier que deseaba otros
sonidos, y esperó este día de más sol para darle la
primera mano de barniz al instrumento cuya forma
soñó en una temeridad y al que tuvo el cuidado de ar-
mar con maderas en las que pastoreara una verdade-
ra melodía. Y cuando por in lo encontró, desperezó
a lo largo de su diapasón las entrañas del animal de
cinco continentes.
El artilugio, a pesar de no estar en su verdadero
ajuste, ya toleraba los más inauditos roces y, sin im-
portar quien lo tocara, emitía con una exclamación
única, extrema, espiritual.
Pero nada había como su hijo.
Aquella tarde, en manos del niño, el instrumen-
to fabricado por Fourmille emitió su más ambicioso
sonido. Al sentir esa melodía palpando el ininito, el
cielo apagó sus tañidos para que ese roce empezara a
ser escuchado detrás del universo.
El primero que lo oyó en ese mundo procuró a
otros, y todos esos de allá, emancipados de repente
por el convencimiento de que en el origen de esas on-
28 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

das se hallaba la absoluta armonía, convinieron bus-


car su fuente.
Desandando el recorrido de las vibraciones llega-
ron donde el ser que estaba crispando sus existencias.
Intentaron concertar su naturaleza con aquella esen-
cia, pero el vaho de sus voces no alcanzaba ni siquiera
a empañar el glorioso ámbito donde se hallaban.
Imaginaban que así debía ser el reposo, el centro...
que esta era la casa de la divinidad.
En el alborozo de sus primeros instantes en este
mundo, sobrevino un inesperado silencio: la divina
criatura que veían tocando el instrumento se des-
prendía de él para correr tras una peluda sustancia
que se deslizaba en el suelo. La insonoridad hizo que
a ellos, los atraídos por la música que producía el
niño, se les quebrara el regreso.
El tiempo, como un barro, se ha venido secando
en torno a ellos.
Con el silencio se excitan.
Llenan de furor las casas solas.
Sudor de sueño

Un hombre cierra los ojos cegado por la sal de su


sudor. La sal se le hunde... se le hunde, y él aprieta
los ojos.
La sal le arde y la luz negra que ha cerrado al hom-
bre enciela un vuelo. Imagina que en un día suceden
tantos eclipses totales de sol, que para las tres de la
tarde las aves han empollado en múltiples ocasiones,
las plantas apresuraron incontables cosechas y, para
los carnívoros, cada parpadeo de ese día tiene la am-
plitud de muchas digestiones. Los humanos de esta
ensoñación también se avivan a nuevos hábitos.
Como revelación, concluye que se necesitan innu-
merables días de este mundo imaginado para hacer
uno de los suyos. De pronto se le ocurre una idea:
¿qué pasa si cae de su inmenso día, a las breves exis-
tencias que pueblan su vertiginosa ensoñación?
—Quizás —se dice el hombre abriendo los ojos—
me adoren.
En ese momento se precipita sobre él una terrible
lasitud y su alrededor parece tener una desesperada
pausa: siente náuseas.
Recuperado de la biliosa consecuencia, mira la
fosa donde ha estado echando tierra.
...tal vez todo lo causó la podredumbre del cadá-
ver.
Río que sube

La canoa es leve. El piloto, con suaves cambios


de mano y golpes de su canalete, la mantiene en el
centro de la corriente. Al salir de una curva apare-
ce el puerto. La corriente va de frente hacia él. Tan
leve que es una nube en el cielo del agua. Va de frente
al puerto. Desde que el leño de Heráclito llegó a mis
playas, la presencia de un río me llena de compliques
la vida. Esta vez, para empezar, debo realizarle una
toma a todo; hacer ver que el puerto es visto por al-
guien: lo haré con fundidos. Durante el viaje por el
río no observó algo que valiera la pena ser registrado.
El agua achocolatada, el calor sofocante, un cielo de
todos los días, por tramos árboles y, en grandes ex-
tensiones, arrozales. Como una calle más, es el río;
como un hombre más, es él. El piloto, sin camisa y
en pantaloneta, untado de la piel del río, no soltó una
palabra ni un gesto que valiera la pena. Sergio ve el
embarcadero: es una playa que divide en dos el ba-
rranco de tres metros de altura, sobre él se encuen-
tran árboles de guácimo que dejan al aire sus raíces:
las han desenterrado las crecientes, y han venido a
anidar cantos rodados de gran tamaño a ellas. La pla-
ya se mete tierra adentro y forma lo que parece ser
una calle.
Cada año, en el solsticio de cáncer, los habitantes
de este sitio celebran una iesta. Según dicen, el cielo
fulgura de tal manera esa noche de regocijo, que es
como un ojo enorme del día espiando el más sucio de
los colores. Eso venía a ilmar. El resto del año eran
32 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

pescadores comunes; uno que otro trabajaba en los


arrozales. Las mujeres y los niños recogían la leña
que el río dejaba en la orilla. Como el piloto, pensó
Sergio, el resto del año esto por aquí no vale una foto.
El documental, en cambio, ilmado la noche justa, se-
ría un éxito. Imaginó el ardor de las llamas relejado
en los cuerpos sudorosos; sus sombras de lagartijas
revolcándose en las playas del río; sus voces cadu-
cas por el deseo, y esa última exclamación, tan larga
como el agua lenta. Él escuchándose al narrar la ies-
ta. Su éxito.
Vio, al desembarcar, montones de leña. No podría
decir que estratégicamente ubicados, pero eran su-
icientes para copar cualquier intención. Los pocos
habitantes iban y venían entablaban cortos diálogos
cada vez que se encontraban. Como hormigas, pensó
Sergio: en el documental hacer un episodio donde se
recojan las palabras de estos cortos encuentros. Los
habitantes, a pesar de estar registrando con la cámara
sus rutinas, ni lo miraron. Hizo una secuencia al sue-
lo empedrado y a los pies que lo recorrían. El sonido
de su deslizamiento fundirlo con una imagen del río,
el viento en las hojas quietas, el golpe sin ganas de la
canaleta, el silencio que se ve, las hojas quietas.
Sergio se dirigió al hospedaje y saludó con natura-
lidad. Antes había registrado las columnas de made-
ra que le daban hidalguía a esta única casa de ladri-
llo. El resto eran ranchos de bahareque, blanqueados
hace tiempo. Hizo acercamientos a este blanco aban-
donado. “Haré cielos con ellos”, pensó. Una puerta se
abre y la luz entra como una lagartija. El sol pintaba
las columnas y las columnas pintaban la pared y la
La mascota de Kafka 33

pared como pintada para un día especial. ¿Cómo lo-


gró esto? De nuevo saludó. Adentro, piedras grises
muy pulidas se regaban por el piso. “Piedras tan vie-
jas como el agua; piedras traídas para encharcar la
casa”, dijo para grabar; “las de la calle tienen corrien-
te, parecen luir al río. Lo hacen con la lentitud con
que se nos acerca el hielo de los polos. Aquí adentro
se guarda la frescura que tienen las ollas de barro.
Ordenar estas pendejadas que estoy diciendo”.
Desde la puerta hizo una larga toma a la pequeña
plaza que había a un lado y que desde el río era impo-
sible ver. Le hizo un registro lentísimo; allí se encon-
traba el montón más grande de leña. Le parecía estar
viendo su trabajo: suponía que en esta placita se iba a
efectuar lo mejor de la iesta. Cerró por un momento
los ojos e imaginó que él hacía parte de la duermevela
del lugar. Volvió a saludar. En el hospedaje había un
gran mostrador de madera, escaparates vacíos con-
tra la pared que estaba tras del mostrador, dos mesas
con butacas: todo sacado del mismo árbol. Esta vez
encontró un hombre delgado abotonándose la cami-
sa y poniéndose a su servicio, estaba parado sobre el
cuadro de luz que venía de un patio interior. Era el
lado para donde cogía la casa, el punto de fuga de la
luz. El hombre estaba teñido de un amarillo enfermo.
Húmeda y selvática era esa presencia. Sergio la regis-
tró. Lo demás se lo imaginó: dientes podridos, uñas
sucias. Un acercamiento a los pelos de su nariz para
fundirlo a la toma de los yerbajos que lorecían en-
tre las piedras. A los ojos sin brillo los recorrían unos
párpados de lagarto con movimientos acuáticos. La
acústica parece cernir las voces que se suceden: Ser-
34 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

gio pide una habitación y el hombre lagarto da los


precios. Sergio pregunta por la comida y se escucha
que se le puede dar lo que desee, siempre y cuando lo
tengan. Sergio tiene prendida la grabadora de mano.
Le dice que en la tarde del otro día se irá. Me voy, casi
lo grita para registrar el eco de su voz en la graba-
dora. El lagarto lo mira golpeado. Sergio levanta su
cámara y lo ilma. El lagarto no teme a las cosas de
los hombres. A Sergio le disgusta que el hombre sea
como un mueble más, Sergio no ve al lagarto, sólo ve
su documental. La habitación tiene una ventana que
da a un solar. El solar no da al río, lo dice la cámara,
da a las montañas brumosas; a esas que si el día es-
tuviera despejado, dejarían ver sus cumbres nevadas.
El solar huele a mierda revuelta con alguna fruta. La
cámara dice que puede ser mango porque se eleva a
la copa de los árboles y le muestra los racimos. Ser-
gio piensa que para su documental debe ser una fruta
exótica, y la obliga a registrar una alberca mohosa y
las hojas secas que no dejan ver el color de la tierra.
La cámara descubre dos escolopendras en la pared
de la alberca. Sergio piensa a qué vinieron, a mirar
la vida animal o a ilmar lo animal de estas gentes.
La cámara se apaga. Un murmullo, como el de dos
escolopendras al moverse, se oye. Para el documental
es el viento abriendo ventanas y puertas sin goznes.
El olor a mierda con frutas viene del solar, pero un
viento de frente, que es por donde queda el río, trae
el aroma a leña seca. Sergio va a la puerta para hacer
tomas de los montones de leña. En la puerta siente
un olor que lo golpea: es una nube de mosquitos. Los
mosquitos huelen. Tener en cuenta esto para la edi-
La mascota de Kafka 35

ción. Un pájaro rojo va y viene en la plaza. La cáma-


ra, que sí se preocupa por la vida animal, lo registra:
va con el pico abierto y deja líneas de vacío entre la
nube de mosquitos. Otro pájaro chilla alto, sobre el
río. Son tres notas y la última larga. El golpe de sus
alas es pesado, sobre todo cuando toca el río con su
pico. Sergio está de acuerdo con su cámara: puede
ser la imagen inal del documental, pero debe dejar-
se la sensación de que el pájaro va a hundirse en las
aguas; el vuelo debe cortarse en el momento preciso.
Ya no más animales. Sergio registra la placita: al cos-
tado sur, recostada contra la pared de bahareque de
uno de los ranchos, hay un banco hecho con el ori-
llo de un árbol. A Sergio se le ilumina una imagen
correspondiente: el puerto allí tirado, recostado jun-
to a un río de aguas pulidas por la modorra. Decide
sentarse en el banco y ver cómo se siente el pueblo
desde allí. Sentir es algo que ha olvidado. Cierra los
ojos, para prolongarse hasta lo más hondo, entreteje
su presencia al lugar. Surge gente. Puertas y venta-
nas despiertan. Hombres y mujeres aparecen en las
calles. Inician una actividad normal. La calle empe-
drada recoge voces; el sol ya no es pereza en la tarde.
Todos se dirigen a los montones de leña. Se desnu-
dan y tiran sus trapos sobre ellos. Desnudos, vuelven
a sus casas. La acción súbita de los habitantes no dejó
que Sergio hiciera uso de su cámara. Las tomas que
ahora hace son a las calles vacías, a las puertas cerra-
das, a las ventanas amontonando la noche dentro de
las casas. Se culpa por ser tan melancólico. “No soy
tan bueno para los documentales, tengo vena para
las películas”. Ahora carga la cámara como un arma:
36 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

todo es sospechoso. Desilusionado, cierra momentá-


neamente los ojos para darle aire a su vista. No lo
sorprenderán de nuevo. Los habitantes salen a reco-
ger los trapos que dejaron sobre la leña. Se visten con
lo que encuentran a mano. Sergio se da cuenta de que
ninguno usa sombrero. Cuando toma la cámara, ya
ninguno está. Ahora cada detalle de las casas, del río,
de los solares es registrado con aire de represalia. Va
a los montones de leña y ilma sus entresijos. Para la
cámara un desperdicio de película, para Sergio es una
secuencia que debe concluir con una toma a los ojos
destripados de un lagarto; o al cuadro de una boca
abierta; o un primerísimo plano de su ineptitud para
ilmar lo que vale la pena. Vuelve al banco. “Vuelvo
al blanco”, piensa, y en el banco reposa desconsolado
hasta el hambre. La tarde se le va en blanco.
En el hospedaje encuentra la comida sobre la
mesa. Está caliente. Arroz, carne seca asada, yuca y
agua dulce de limón. Hace un inventario de esto por-
que es lo único nuevo. El puerto tiene energía eléc-
trica, pero la luz es de bajo voltaje. Su habitación no
tiene nada de raro. En la noche va al banco a esperar.
Truenos lejanos, olor a ceniza, sabor extraño en su
boca por la bebida, pero nada que ver. Nada pasa. En
el banco de la plaza esperó hasta las dos de la maña-
na. En mi blanco.
Al día siguiente lo despierta el ruido de alguien ba-
ñándose en la alberca del solar. Al asomarse ya no ve
a nadie, pero supone que ese es el sitio donde debe
tomar su baño. Una letrina al salir responde a la ur-
gencia de una pregunta que se estaba haciendo. Se
baña con temor a los bichos y apreciando la frescura
La mascota de Kafka 37

del agua y el olor a moho. “Lo único que me voy a


llevar de este lugar es el olor a casa vieja”, pensó. En
su habitación no encontró toallas. Filmó el rastro del
agua en el corredor y el charco que dejó junto a la
cama mientras se vestía. Encontró el desayuno servi-
do. Aguacafé, huevos fritos. Salió y, hasta la hora del
almuerzo, el pueblo fue la viva imagen de una foto.
El almuerzo: arroz, carne seca asada, yuca y agua
dulce de limón que deja sabor amargo. Sergio pien-
sa en abandonar el pueblo lo más pronto posible. La
cámara quiere registrar los animales, pero Sergio ya
decidió mandar el documental al carajo. La calma del
pueblo pesa. Escarba su angustia, saca a la luz pende-
jadas que había olvidado.
El mismo piloto, la misma canoa para el regreso.
La terca presencia del mismo río con su agua. La cá-
mara ya es una carga: le estorbó al montarse en la
canoa. El golpe del canalete cae al agua y la va lle-
nando de distancia. Se alejan del puerto en la mis-
ma corriente que los trajo. En el recodo del río donde
pierde de vista la playa que hace de embarcadero, de
calle y de plaza, oye el primer estruendo de la pólvo-
ra. Luego, cuando ya nada ve, el griterío. De un ár-
bol de la orilla vuelan muchos pájaros; aplauden. El
júbilo viene de allá. Han prendido la iesta. El humo
de las fogatas se levanta al cielo y pavesas encendidas
comienzan a caer sobre ellos. Le dice al piloto que re-
gresen. Este, la canoa y el canalete empiezan a arder.
Sergio siente el río subiendo por sus pies.
Adelantados

Los dos hombres llevan varias horas mirando a


la lechosa aianzar sus bordes en las cumbres, en las
vegas de la cordillera, en los chorros leñosos de los
varasanta…, se les hace, por el trote miserable con
que se arrastra, que nunca va a llegar al arrume de
casas donde viven.
Uno de ellos piensa que tal vez con dos o tres ran-
chos de más, este ilo de la cordillera sería un caserío,
que con algún tipo de autoridad alcanzaría el título
de Municipio y su equipo, entonces, podría tener el
nombre que habían propuesto durante tanto tiempo:
El Municipal, y no ese que lleva ahora, el culpable de
tanta derrota y de la burla constante a la que sus veci-
nos de abajo, de la llanura de donde venía la neblina,
los tenían sometidos: La Piadosa.
Los dos pedunos, como los llamaban los de tierra
caliente, sentados a la vera del mundo que se borra,
tienen a sus pies el destapado de un campo de fútbol.
Ante un rebote blanco que afantasma el cielo, el
corazón de uno de ellos vacila. Siente que un sismo se
desborda en su cuerpo con indetenibles grietas.
Del otro, como siempre, apenas salen miradas.
Por in la neblina llega a la planada donde jugaban
fútbol. La lechosa se hunde en la cancha acrecentan-
do el agrietamiento del hombre. Un doloroso des-
prendimiento empieza a rebotarle adentro, son los
recuerdos de un injusto pitazo en el último minuto,
de un mal resultado… y el cotejo de su vida entra en
40 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

juego: por su exagerada estatura y sus grandes ma-


nos siempre fue portero. Casi alcanzó la liga profe-
sional, pero le faltaron ganas. Huevos, dijo el entre-
nador. Ahora se culpa por no haberle puesto sentido
a su existencia; fue una bobería haber dejado que una
mujer se metiera en su vida tan pronto, una sinrazón
tener hijos casi de inmediato, una falta de inteligen-
cia llegar a tres.
Esta clase de reclamos enreda sus pensamientos a
un íntimo sueño: la disputa de un clásico deinitivo.
Y en su cabeza, la gambeta de esa ensoñación em-
pieza con las iguras borrosas que asedian la portería
contraria. Las voces y los gritos del juego se opacan
cada vez más entre una inesperada neblina. En el
mundo trastabilla un retumbo. La tierra sube a las
nubes, una detenida y blanca ilusión empieza a ce-
ñirla. Es un partido que se necesita más que ganar;
se debe ganar. Su futuro está en la cancha y él ya ni la
ve. Esforzándose por oír algo escucha el latido de su
corazón: lo oye ansioso, pero no debe prestarle aten-
ción, debe mantenerse atento a otras cosas. Hoy se
la está jugando toda y por eso su pecho rebota. Da
suaves saltos en un mismo sitio, abre y cierra las ma-
nos, levanta los brazos y respira profundo. El ester-
nón parece quebrársele, le nace cierto dolor en la es-
palda. Hubo un tiempo, de soltero, que algo le frenó
su cuerpo y el balón empezó a dolerle y las manos se
alojaron de tal manera que no pudieron atajar más.
Sin tener dinero para acudir al médico, se recogió en
su casa a tomar hierbas. No quiere caer de nuevo en
una inutilidad como esa. Corre sobre la línea de meta
para mantenerse caliente, alerta. El partido no está
La mascota de Kafka 41

para dolencias. Ya en un equipo más grande, en una


categoría mejor, tomará el número tres. El primer
portero con el número tres. Es el tercer partido de
esta inal, el desempate; el juego que nadie tuvo en
cuenta. El campeonato había sido hecho para que el
otro equipo ganara, pero ellos, el equipo llamado a
perder, habían dominado el encuentro anterior y se-
guían en alza, y todo por sus atajadas. En el último
juego detuvo una pena máxima que provocó el parti-
do increíble. Deinitivamente le tenía sellado el arco
a sus rivales. Hoy Jugaban en una cancha neutral y,
por lo imprevisto, con poco público.
Pero sabía que estaba asegurando su futuro: era
la estrella. Brillaba, así hoy, por la neblina, pocos lo
notaran; y su pecho tonto pensando en dolores.
Quizá por la mala alimentación y la vejez prema-
tura de su madre, su hijo aún no gateaba. Sus ma-
nos eran grandes, como las suyas. Cada vez que las
metía entre sus dedos para compararlas, les vaticina-
ba una carrera promisoria en el arco. Las dos niñas
eran débiles y muchas veces llegaron de la escuela
con golpes provocados por repentinos mareos. Ya no
se ve el punto penal. La neblina que oculta el juego
despeja su espíritu... después del partido las cosas
cambiarán para bien. Calcula que el juego va por los
últimos minutos. Están sobre la portería contraria y
el gol llegará en cualquier momento. Todo el primer
tiempo dominaron, empujaron y presionaron tanto
al otro equipo que los mandaron al descanso con me-
dio gol —su diez fue expulsado y se vieron obligados
a renunciar al ataque—. En el segundo periodo, su
único recurso sería quemar tiempo para mantener el
42 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

empate y poder ir a la deinición por penas máximas.


Pero él se había agrandado y no había quién lo ba-
tiera desde los doce pasos. Les tenía cerrado el arco.
Algunas gotas que venían en la neblina le aguijonea-
ron los brazos, sobre todo el izquierdo. También las
piernas. Fue al paral derecho para golpearlo con los
guayos y activar la sangre de sus pies, abrió las ma-
nos lo más que pudo y palmoteó con ellas el paral;
lo hizo como si se aplaudiera. En el remoto caso de
un contragolpe no lo cogerían frío. Entonces sonó
el trueno que se quedó dando tumbos en el cielo, en
este cielo tan pegado a la tierra. No se alteró, así la
neblina fuera tan espesa como un vaso de leche y el
trueno siguiera rebotando en la tierra, su oído era tan
bueno que escucharía cualquier deslizar en su área.
Tras el trueno todo fue invadido por un silencio aún
más pesado que esta blancura. Regresó al centro de
la portería y allí, bajo la marca negra que señalaba la
mitad del larguero, hizo una seguidilla de lexiones.
Aspiró. El aire no le quería entrar, parecía enreda-
do en la humareda que dejaba caer el cielo. Decidió
acercarse más al juego y fue hasta el punto penal:
quería oír el gol, o, en último caso, el pitazo inal. Su
aventura fue más allá de las 18. Casi al borde de la
media luna sintió que a su lado pasaba un largo res-
balón de neblina que iba hasta su portería inlándole
la malla, le pareció oír en lo hondo de esa alabardada
blancura, en su punta, el aullido desconsolado de un
gol en contra. Fue algo extraño. Para curarse en salud
decidió volver a su posición habitual. Se detuvo por
un momento entre el punto penal y la línea de meta,
allí lo invadió un soplo de conianza. Un hormigueo,
La mascota de Kafka 43

sobre todo en su brazo izquierdo, pareció advertirle


que el partido ya había inalizado.
De repente la neblina se fue del mundo. Un venta-
rrón terminó por recogerla de golpe dejando tendido
a lo largo y a lo ancho el campo de juego, que se veía
más verde que antes y más inmenso. Verdeinmenso.
El desaliento que instantes antes había sentido aga-
sajó de nuevo su pecho, también le llegó una sensa-
ción de espanto que lo hizo mirar hacia la banca de
jugadores: el lugar estaba solo y la tabla donde se
sentaban yacía como un ataúd. Mientras le crecía el
sofoco, observó que al gris de las graderías lo ataru-
gaba el abandono, que su forma ilosa parecía a punto
de quebrarse; entonces oyó la tragedia en su pecho,
como si dentro de él hubiera sucedido el derrumbe de
aquella desolada estructura. En un último esfuerzo
aguzó su oído para escucharle otra clase de suspiro
al mundo, algún consuelo a lo que veía y sentía, pero
fue el recuerdo de aquel deslizar que le pareció haber
oído en mitad del trueno, ese inlar de la malla por
un golpe de la neblina, lo que lo hizo mirar hacia su
portería.
Allí, enterrado en lo más hondo, amortajado de
forma miserable por la red, enlodado en la derrota,
estaba el balón. Al momento advirtió algo más: de
donde vino ese lienzo blanco a cubrirlo todo, de ese
cielo ahora azul, los gallinazos, como si estuvieran en
el campo contrario, alineaban su pico contra él.
…El otro hombre, al que la intención de hablar
siempre se le iba en vehementes miradas, al sentir
cierto anclaje a su lado, deja de mirar tan lejos para
observar a su compañero que, —como si hubiera sido
44 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

cazado desde la neblina—, se desgonzaba desde la


banqueta donde estaban sentados hasta quedar ten-
dido sobre la línea blanca que demarcaba la cancha
de fútbol.
—Se lo dije —dijo extrañado de oírse—: ¡Estamos
en Orsai!
Cimbronazo*

Durante varios días el cielo le estuvo arrojando


nubes a los vidrios que se asomaban por sus venta-
nas. Congelado por ese gris, el viejo ediicio no se dio
cuenta cuando la huesuda máquina de demolición
llegó y, a un lado, a los metros justos, se aianzó para
derrumbarlo.
Ese mismo cielo sonrió al ver cómo la ediicación
era arrinconada por el empuje que traía el artefacto.
Pero cuando el furioso pendular de la bola de acero
arremetió contra los muros y estos batieron con rese-
quedad su plumaje, lo de encima huyó inmenso.
En el revuelo, un ladrillo del ediicio se desprendió
y fue a dar junto a la máquina que se apuntalaba al
piso. Bajo la protección del armatoste, el adobe espe-
ró el golpe deinitivo y el desparrame de su alcurnia.
¡El mazazo desclavó el aire aledaño...!
Pedazos de la huesuda volaron y algunas de sus
tuercas se desperdigaron en tintineo a lo largo de la
calle. El ladrillo, turbado por el inesperado sonido y
no viendo más que hierros a su alrededor, miró hacia
arriba: en pie, y aunque destemplado por el cimbro-
nazo, el ediicio procuraba ocultar el agujero de su
huida.

*De la selección Cielos rasos


La plaga

Tres lluvias se encontraron sobre un viejo árbol


y en la precipitada celebración derribaron su última
hoja. Muchísimos años después las mismas lluvias
volvieron al lugar, encontrando a la hoja como único
follaje de una fósil quietud.
Las tres lluvias volvieron a escurrirse.
Llegado el tiempo de los hombres, uno de ellos en-
contró la perenne hoja y la trajo a su jardín de piedras
y arena queriéndole otorgar eternidad al paisaje que
había construido en su casa. Destilando por ahí, una
de las lluvias reconoció aquel objeto del jardín.
Supo que jamás volvería a ver a sus amigas.
De qué se padece

—Alguien ha venido a preguntarlo —dijo el laco


desenroscando de su cuello el cuerpo de la anacon-
da. Toda la tarde había estado con ella tras la man-
cha de sol que baboseaba en el piso y ahora la hace
trepar por la maraña de hierro que atasca el cielo de
su ventana. Ambos querían mirar el árbol donde los
solteros revoloteaban inquietos buscando el mejor
lugar para dormir; eran unos pájaros amarillos que
se alimentaban de semillas de pasto y que cantaban
como canarios. Las hembras eran grises, de un gris
inquieto, como lluvioso, y buscaban árboles donde el
cielo cayera con más fuerza. El laco le habla al viu-
do, al huraño, al que volaba como si el aire le ardiera;
al que llegaba más temprano que todos para acortar
el sol de sus días—. Alguien ha venido a preguntarlo”
—le insistió el laco al viudo. La anaconda lo miraba
boquiabierta. El pájaro entraba y salía del árbol. ¿O
eran los otros?
—¿Quién? ¡No tengo a nadie! ¡Soy el Rey Solo!
—terció uno de los que estaba en el dormitorio con
el laco. Se había acomodado en su catre como si este
fuera un altar, su mirada iba y venía sobre el sem-
brado de baldosas que con el signo de la fe invadían
el piso.
El dormitorio olía a sueño. Los enfermeros habían
soltado los fármacos.
—No quisimos interrumpirlo... estuvo tanto tiem-
po esperándolo —siguió diciéndole el laco al viudo
50 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

mientras hacía deslizar la tira de trapo en el herrum-


broso follaje de la ventana. Sacaba la cabeza de la
anaconda al patio: ella quería engullir el retrinar del
árbol.
—¿Dijo algo de mí? ¿Me preguntó? —ripostó de
nuevo el Rey Solo.
—Casi no se va —le contestó el laco abriendo y
cerrando su mano enguantada con la media. La ana-
conda quedó boquiabierta.
¡Soy músico! ¡Soy músico!
—Ohhhhh... —El Rey Solo sacó su lengua y la tam-
borileó con los dedos sus rodillas.
—Es pequeño, viste una camisa roja y tiene el pelo
crespo —le reveló el laco a su culebra. El brazo bus-
caba dónde enredarse.
El mundo, al otro lado, inclinaba la luz. Adentro,
el blanco de las paredes brincó al aire y el Rey Solo
agitó las manos para hacerlo retornar a su sitio. El
viento esparcía la tristeza como el paso de una tribu
hambrienta. Y abajo, el patio de esta hora se hacía
breve por la breve oscuridad del ocaso; acaso se hizo
más hondo.
El Rey Solo se quitó la camisa.
—Por qué hace eso —le dijo el laco: “Póngase la
camisa”.
—Si me la pongo me la roban; tengo que estar
viéndola... cuando me trago sus pastillas, ellos se ha-
cen los sanos para ser más ladrones que nunca... dice
que nadie lo conoce. ¡Sus zapatos! ¿Cómo eran sus
zapatos?... ¿Tenía sandalias? —pregunta el Rey Solo.
Luego guarda la lengua y empieza a recorrer (sentado
ahora al borde de la cama), sus pies desnudos con
La mascota de Kafka 51

un cortaúñas. Las hormigas desalan en el piso una


horda de comejenes y cargan los cuerpecitos en pia-
dosa formación. Un pedazo de uña es arrojado desde
la cama al lugar donde están las alas. Luego otro y
otro y otro:
—¿Calza algo? ¿Cómo es él? —le grita desespera-
do al laco.
¡Soy músico! ¡Soy músico!
—Yo no lo vi —le contestó el laco—. Fue el portero
el que lo vio.
—¿Le vería las intenciones? —le pregunta el Rey
Solo mientras se hurga la uña del dedo gordo del pie.
—Él sólo mira a los ojos y que las manos estén va-
cías —contestó el laco.
El trapo casi cae al jardín donde husmea la ven-
tana. Los grillos repiten, repiten, repiten. Dentro del
pabellón dos hablan y otro canta, los demás se ocul-
tan tras sus ojos abiertos.
—¿Y el enfermero? ¿Para qué sirve entonces? “A lo
mejor ya se cambió de camisa” —piensa el Rey Solo
después de preguntar. Luego empieza a gritar:
—¡Hoy no soy! ¡Hoy no soy!... Hoynosoy, Hoyno-
soy, Hoynosoy —Galopó con la lengua—. ¡Egtoyeg-
genmo, agguienquienequeégemkazame! —le gritó al
laco con su lengua afuera.
—El único eres tú.
—¡Soy músico!
—¡Pero todos me conocen, cualquiera puede su-
plantarme! —la lengua se movió con naturalidad.
—¡Nadie es igual a nadie... buscaré quién... al-
guien... cualquiera! —dijo distraído el laco.
—¡Plis! ¡Pliiis! ¡Pliiiiiss!
52 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

—¿Y tu rostro? —le preguntó el laco a la serpiente.


—¡Reemplázame! —terció el Rey Solo empuñando
su cortaúñas.
—Eso sí se puede, pero cuando dejen de buscarte.
Esta vez el laco lo mira. La serpiente duda un mo-
mento en la ventana antes de caer al patio, que ya es
un cajón oscuro. Los pájaros se agitan en la moridera
del crepúsculo.
—El portero dice que quien vino a preguntarlo se
llevó la cara de espera: ¡Te aguarda!
—¡Soy músico!
—¡Noooooo...!
El grito del Rey Solo se va a lo largo del pabellón
sin dejarse amordazar por el eco. En su mano el cor-
taúñas esgrime las fauces, alumbra el ilo.
La luz del bombillo huye a la oscuridad...
...y en el abismo que surge, comienza a gotear la
sangre.
—¿Qué le digo si regresa mañana? —susurra el
laco extendiendo con urgencia sus sentidos a las go-
tas que caen cada vez más rápido.
Tac tactacchieechieethchieeths... el músico se ve
obligado a improvisar una tonada cuando, tras el
goteo, escucha el chorro del corazón darse contra el
piso.
Edad de guerra

Envuelta en esa andanada de cielo que aliviana


todo, que trae la lejanía adentro, imagina un poema
a la arena. Luego, asomándose a ese mismo instan-
te, se le aviene Snezana, su hermana menor. La más
menuda de la casa, la más apegada a ella. Se queda
recordándola...
...En los embarazos de Snezana, las obligaciones
que le exigía su menstruación salían espantadas,
como si su cuerpo también se alistara a parir: así eran
de unidas.
Cierra los ojos atentando de manera súbita con-
tra las evocaciones, lo hace tan rápido que Snezana
renace mirándola desde adentro. Siente vergüenza
ante un recuerdo: una tarde que ella aligeró para ver-
se con Maxiev, una tarde que después de su regre-
so, olió a semen; o a lo que imaginaba olía el semen.
Tuvo urgencia de examinar el pañal que se acababa
de colocar... Cuando la carne lo entibia, las criaturas
del sexo mueven los labios para dejar salir su aliento.
Al momento de abrirse la puerta ella simula lu-
char con el pañal. Puja al cambiar de posición y se
recuesta en la almohada; mientras hace esto, cae en
cuenta de su estupidez: con ochenta años y preocu-
pada por el qué dirán.
—¿Nos vamos, señorita? —escucha.
Y ese esqueleto de tubos y ruedas ya está deslizán-
dose en la habitación con el mismo insolente gesto
de un coche fúnebre. Esboza hasta más no poder su
asiento y jala una enfermera: sus manubrios la suje-
54 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

tan de las manos obligándola a encorvarse de manera


exagerada tras ella. Se ve afanada. Afuera ya ha caído
el primer misil y las sirenas como plañideras rodean
los derrumbes. Por un momento la esquelética suel-
ta a la enfermera, pero es sólo para que agarre a la
anciana por debajo de los brazos y la descargue en la
generosa amplitud que muestra la posadera de hule
donde se achatarán sus nalgas.
Cuando va en la rampa de salida, un silbido se
adelgaza sobre ellas y va a explotar cuadras más ade-
lante del asilo de ancianos. La tierra se sacude en
quejas por entre los huecos. Esta vez no la llevan en
dirección al refugio como en días anteriores. Cuan-
do la anciana —advirtiendo sobre la errada dirección
que llevan—, se resiste a seguir, las ruedas apuran.
Por el afán, el borde del sardinel que rodea el jardín
se atraviesa y la vieja sale catapultada contra un ro-
sal. La silla libera a la enfermera para que levante a
la anciana y, sin esperar a que tome una cómoda po-
sición, arranca. Ya las ambulancias rebuscan en los
escombros como perros y el polvo empieza a ensartar
el cielo por debajo. A ras de piso ronronea el gas. Las
llantas se desgarran tras él en procura de una chispa,
pero nada.
Entre ruidos sin aceite, la silla toma un nuevo vue-
lo y jala a las dos mujeres hacia donde supone será el
próximo blanco de las bombas.
Un silbido cincela de nuevo el cielo calmando su
tubular espíritu. El capullo de acero declina intem-
pestivamente y va a caer en el puente de la autopista.
Se afanan de nuevo las ruedas. Según una intuición
que se le pega como grasa, corre al depósito de com-
La mascota de Kafka 55

bustible donde el siseo del cielo con seguridad se cla-


vará. Se equivoca: el silbido termina explotando en la
única planta de tratamiento de gente vieja que tiene
la ciudad.
La vieja ya es un fastidio, parece causarle gracia
todo, como si disfrutara de una excursión. Y la enfer-
mera, atada por sus manubrios, ya no chilla al oír los
pitazos que se cuelgan de las nubes.
Sin rechinar siquiera, decide volver.
Al llegar al asilo de ancianos le provoca tirar a la
anciana contra el pavimento: el lugar humea, de sus
escombros ya se han llevado los quejidos; las otras si-
llas por in son chatarra y el veterano de la dos trein-
ta, el que cargó ayer, cuelga del segundo piso sin bra-
zos y su cabeza rozando el jardín intacto.
La anciana, desigurada de gratitud por el afortu-
nado paseo, salta sobre la enfermera y sus lágrimas
comienzan a golpear la parca estructura de la silla.
Un silbido se agranda hasta ser una sombra sobre
ellos, pero a la silla de ruedas eso ya no le importa.
Disgustada por haber provocado esa forma de agra-
decimiento que aferra a las dos mujeres en un abra-
zo, se descuelga rampa abajo con impulsado disgus-
to. En medio de volteretas va a dar a la mitad de la
calle. Es allí donde la bomba que cae sobre el asilo de
ancianos la cubre de polvo y de un emplasto pegajoso
arrancado a las dos mujeres que acaba de dejar. Este,
aunque impregna sus ruedas, no evita que empiecen
a girar con frenesí.
La ovación de los virtuales

A la pareja, según la recorría el zumbido, se le avi-


vaban sus partes.
Tras ser colmados por el rumor y sentirse plenos,
oyeron una voz:
—¿Cómo les fue?
Sus rostros se movieron como si ese conjunto ar-
ticulado de sonidos los hubiera traído a vivir a este
mundo.
!!MAL¡¡ respondieron al unísono, y su acento se
engastó a estos ruidos donde ellos dos eran recién lle-
gados. Su voz seguía siendo hueca, sin sangre, y des-
pués de hablar descargaron por el agujero que hacía
de boca y oído a la vez y que estaba bajo su hidráulico
mentón, una aureola aceitosa. Ese halo, podría decir-
se, era el rezago de la actividad a que los sometieron
antes de que tuvieran forma alguna.
Sus cuerpos rosáceos se agitaron.
La experiencia insulada a ellos tenía un inal
odioso que los responsables de “En carne propia”, el
proyecto que los había creado, se habían ingeniado
tras haberlos inundado con una sensación de extre-
ma felicidad. Por eso, en lo rotundo de su respuesta,
se podía medir la efectividad del proceso de humani-
zación que acaban de realizarles.
Sí, era un inal verdaderamente odioso y para al-
canzarlo, los responsables del proyecto lo pusieron a
ÉL en conocimiento de un pasado con ascendientes
obstinados y supersticiosos. A ELLA la involucraron
con cierta dinastía de prostitutas que justiicarían
58 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

una extremada desvergüenza. La trama que les fue


introducida iba infectada de celos, y, por supuesto, la
intención era que estos desencadenaran sus salvajes
instintos. Era lo típico de esa especie.
En las imágenes de prueba del ambiente donde
serían ubicados, aparecían pequeños remolinos de
polvo que, desde el centro de la arena, iban a desfa-
llecer contra las paredes de piedra que sostenían las
gradas de aquel coliseo que por registros milenarios
pudo ser reproducido a la perfección. Para hacer más
notorio el rugido de las ieras encerradas en el sub-
suelo y el desplazamiento de rejas, disminuyeron el
ruido del viento.
Aptos ya para el evento, a ÉL y a ELLA les fundie-
ron los gestos que debían matizar su actuación. La
estirpe que dominaba exigía que los dos insulados se
comportaran como una verdadera pareja de humanos,
de manera que la multitud que agobiaba las pantallas
se llenara de razones suicientes para exterminar los
focos que ya estaban promoviendo al descendiente de
la antigua raza para el cargo de Supremo.
Cuando la pareja entró al círculo demarcado en el
piso de la sala de proyecciones, en las pantallas re-
chinó el cuero de sus sandalias al deslizarse en la are-
na, como si ese desplazamiento se hubiera hecho en
las propias habitaciones de los espectavidentes. Los
efectos eran magistrales.
La lucha, como estaba prevista, empezó tras una
discusión de pareja. La ferocidad de las palabras se
relejó con prontitud en los golpes que se lanzaban:
era lo común entre los hombres y las mujeres de los
humanos. La pelea terminó cuando el brillo de un
La mascota de Kafka 59

arma se hundió en la masa carnosa de uno de los


contrincantes: no podía ser más humano. En ese mo-
mento los descendientes de la antigua raza estallaron
en vítores y aplaudieron con ganas: eran humanos.
Pero al ver que el metal arremetía de nuevo y con
más ansia, la luminosa estridencia de los que domi-
naban, acalló el júbilo humano.
De curva inglesa*

En una esquina de la 9 de julio con... sus ojos cum-


plían una cita; pero no parecían esperar.
—Ha querido alguien que usted me escuche —dijo,
como si leyera. La intolerable luna de su noche le bri-
llaba ansiosa en los labios. La joven que lo acompa-
ñaba, al percatarse del corrillo, se acomodó detrás de
él sin soltarse del brazo que acababa de sujetarle.
—...Usted —cada uno de los que tenía doblegado
el semáforo, volteó a mirarlo— Sabrá perdonar la tor-
pe alineación de mis palabras, no he sabido siquie-
ra acomodarlas para mi historia... si la hubo... Se lo
debo a los libros, hacen el asombro tan sencillo que
ofenden, como ciertos azares... Por ejemplo, ¿ha sido
de su elección escucharme mientras cruzamos al otro
lado?
La mano afectuosa al bastón de curva inglesa en-
tró en expectativa. Cuando lo ordenó el semáforo se
apretó curiosa al palo. El otro lado se veía como si no
existiera.
Un amplio viento los saludó en la calle.
—...Tiene 18 carriles —dijo—, la idea de hacerla le
sobrevino a un estanciero tras la incomodidad de un
cortejo fúnebre. En la pampa no existen distancias,
sólo días y noches y el ritmo de un paso que se encar-
na.... ¿Lo que acabo de sentir, es la línea divisoria de
algún carril? No se aterren, los pasos de un ciego no
están hechos para obstáculos.

*Dos afectos.
62 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

Hubo un silencio de varios carriles y casi siempre,


sobre la línea que los demarcaba, se detenía un golpe
diferente del bastón.
En el separador central preguntó:
—¿En verdad son blancas las líneas que aco-
bardan a los autos? En algunas ciudades —empe-
zó a contar, —las avenidas tienen pequeños mu-
ros... Pero existen otros muros. En las ruinas de
Deir el-Medina, la ciudad que construyeron los
obreros de las grandes pirámides para estar junto a
sus faraones, aloró uno de estos muros... ¿Me están
escuchando? La pertinaz ronda de un grupo de cha-
cales lo desenterró. Se dice que Anubis, El Chaca, no
sólo protegía a los muertos sino que también super-
visaba la ceremonia de traslado al otro mundo. Esta
pared muestra al desierto el paisaje de una selva.
Algunos creen haber encontrado en la humedad que
destila, consuelo a su sed... Tuvo que ser asunto de
dioses el rebrotar de la ciudad porque cuentan que
al esgrimir el muro el sello donde estaba el Dios-Sol
Khepri, los chacales se echaron...
Se detuvo, levantó un poco su oído izquierdo para
registrar la avenida a lo largo.
—...La inscripción —siguió— que se encontraba
en el vientre del escarabajo que usaban como marca
decía que Heh, dios de millones de años, fue quien
pintó el muro. Y como pagando una extraña condena,
el escarabajo, en las noches, se hunde al nivel de las
arenas...
—...Claro está que entre los hombres sin fe anda
otra historia. Hacen la siguiente relexión: Si a los
Faraones sus obreros les aseguraron el paso al otro
La mascota de Kafka 63

mundo con su sangre y sudor, esa sangre y ese sudor


tenían que ser sagrados; los que la aportaban eran
sagrados, así mismo el muro de sus casas y el suelo de
sus tierras, y por origen, sus ideas, el tejido, el golpe
y el trazo de sus manos. Es decir, cualquiera, o todos
ellos, pudieron haberlo pintado...
—...Por eso, habiendo leído ya estas crónicas,
cuando visité las pirámides y recorrí Deir el-Medina,
no me sorprendió que un beduino ciego llegara del
lado de las dunas, topara el muro y se fuera recosta-
do a lo largo pulsándolo con su bastón para llegar a
cierta parte del paisaje dibujado y entrara al follaje,
perdiéndose. Tenía entonces unos 23 años y a mis
ojos no los engañaba aún el vértice imaginario de la
tumba de Micerino. Ahora que estoy ciego he vuelto
a Deir el-Medina para hacer lo que aquel otro ciego
hizo. Pero mi bastón se niega a palpar el ininito. Con
cierto orgullo declaro que olvidé todos los credos
para llegar allí y no ofender...
—...Tal vez aún no estoy tan ciego. ¿Hemos cruza-
do ya?
La joven reapareció a su lado.
—Sí —le contestó.
—El oicio de un hombre ciego es vigilar sus sue-
ños —nos dijo—. Para qué despedimos si el tiempo
es un instante... Gracias por escucharme —proclamó
complacido.
Después, y casi encima de nosotros, al ciego se le
zafó una risita.
La mascota de Kafka

—Kafka ha muerto —dijo Max a Elsa—. Y mientras


unía acongojado los tajos de su voz, atenazaba con la
mano en el interior del bolsillo la carta que Franz le
había dejado; la constreñía como si sujetara del cue-
llo a una serpiente. La mujer estaba recogiendo del
suelo una bandeja.
Elsa se apoyó en la fuente de peltre donde llevaba
el pan recién salido del horno y el té humeante. Al ser
sorprendida saliendo del apartamento sus nudillos
palidecieron sobre el paisaje esmaltado en la bande-
ja, colmando la bebida de nerviosas ondas concéntri-
cas. (Ella siempre percibió en Kafka la aguda tristeza
de un alarido, le parecía también que el angustioso
semblante del escritor conmovía hasta el oxígeno que
procuraba su boca; esta impresión le vino el día que
una bocanada de aire se negó a invadir sus escasos
pulmones provocándole un silbido y un vómito de
sangre delante de todos: Eso sucedió en el cumplea-
ños de Liuda). Pero la muerte de Kafka no fue la que
hizo a la vajilla depositaria de su nerviosismo, fue el
inesperado regreso de su esposo...
...“El vecino está enfermo”. Fue una exculpación
releja que no supo si la dijo, o si imaginó decirla.
Max seguía con las manos en los bolsillos del saco y la
miraba como si ella no estuviera allí; siempre sucedía
eso cuando hablaban del escritor.
Ahora Kafka estaba muerto y, superado el susto,
Elsa sintió pena por ambos.
66 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

Max supo de la carta por Dora, fue lo único que


ella le entregó de lo escrito por Kafka en los últimos
días. Aunque conservaba la postal donde su amigo le
pedía que destruyera los manuscritos que de él po-
seía, la lectura de esta última carta le estaba haciendo
cambiar de intenciones.
Intrigaba desde el bolsillo:
Hoy, por unos instantes fui feliz. Y lo fui porque en
ese momento, escaso para tu nombre, no supe de mí.
...Sabes cuánto tolero mi cuerpo que cada día me
es más extraño. Sabes también que cuando puedo
juego con él. ¿Cuántas veces no lo he dejado muerto
sobre la barca que arrastra la corriente del Moldava?
El juego que tú conoces. No así a mis ojos que a du-
ras penas los sobrellevo. Sin embargo, en ese mismo
juego, los abro bajo los puentes (un ahogado que abre
los ojos bajo los puentes), para ver cómo la vida se
burla una vez más de mí porque cuando sólo espero
ver el puente desde abajo, me encuentro con el cielo
que no deseo. Como el padre que nos aterra a toda
hora en la niñez: él hace que las pesadillas de las ie-
bres no sean nada comparables a las que provocan
su presencia, su mandato, sus pasos... a ese golpe de
suela en los corredores que a pesar de dirigirse a la
calle parecen quedarse en casa para acosarte.
Esta mañana también descubrí algo: el miedo. Al
salir del ediicio donde tiene la oicina W —oicina a
la que no pude entrar porque me arrepentí—, me en-
contré con una señora que preguntó por un hombre
al que yo jamás escuché siquiera nombrar.
—Pero, ¿lo conoce usted?
La mascota de Kafka 67

—!No ¡Es la cuarta vez que me lo pregunta —le gri-


té.
—Es la tercera—. Rectiicó la señora.
—Entonces, usted no está confundida.
—Claro que no, señor: es la tercera vez que se lo
pregunto.
—Pero yo no conozco a ese hombre, señora. Ya le
fui claro —le dije recalcándole esta última palabra.
—¡Señorita! Y ya sé: usted no lo conoce.
—¿Entonces?
—¿Conoce usted a...?
—¡Cuarta vez!
—Ahora sí —dijo la señorita simulando una pa-
ciencia tan vieja como ella—; es la cuarta.
Y sacó una libreta donde tachó algo.
—¿Queeé? —me burlé ingiendo un extremado ho-
rror—: ¿He muerto?
—¡Peor! —dijo. Y se fue.
Quise, querido amigo, que en sus hombros se sacu-
diera lo que podía ser una sonrisa mientras se alejaba,
pero esa espalda iba tan rígida como una sentencia.
Como ves, sólo encuentro horror al inal de mis bro-
mas. Dejo esta página señalada y cuando retorne a
mí, quiero empezar por este incidente. Si es que aún
conservo alientos para encontrarme y, además, no me
arrepienta de lo que decida. Querido amigo: ¡Qué es-
tupidez pensar que hemos sido expulsados de algún
lugar! Cuando ni siquiera nos soportamos.
Sonrío (siento ese suave vértigo de la corriente
cuando voy por el río convertido en un cadáver. Ima-
gino al Moldava cubriéndome discretamente con sus
puentes mientras me sobrevuelan las entrañas esas
68 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

moscas que ayer te conté, me siguieron un rato). En


medio de esta sonrisa, te pido, querido Max (¡y esto sí
es importante!) que publiques lo tuyo y destruyas lo
mío. Eres como ese animal que imaginamos durante
el viaje a Italia, ¿te acuerdas?: sus patas, al caminar,
escriben en el suelo con horas de antelación lo que
sucederá. Pero sus ojos, sobre el dorso, sólo miran
hacia arriba por la defectuosa inspiración de alguien.
¿Para qué sirve lo visto? ¡Jamás descubrirá el futuro
que él mismo signa! ¡Esos ojos son los de un retra-
sado! Su presente es la inútil sensación de otras dos
realidades. ¿Qué tal, si como ese animal, nosotros, de
alguna manera, estamos pisoteando la posibilidad de
alterar nuestro destino por mirar ese cielo que nos
aventaron encima hace siglos? Por no observar otros
lados, por no mantenernos advertidos nos han salido
las pústulas de los vaticinios, aiebrándonos con in-
certidumbres y miedos ¿De qué lado está la fe? ¿Será
necesaria la presencia de un otro que nos asuste?
¡Pero volvamos a ti, Max! Cuando te decidas a
dar el bote como algún día lo hará La Tortura —así
llamamos a ese animal cuando quisimos ser amables
con él ¿recuerdas?: se parecía a la Tortuga—, te da-
rás cuenta que todo lo provoca una mala disposición;
cosa que no perdona un buen artefacto. Y el hombre,
tan mal planeado, imperfecto, inútil, poco eiciente y
práctico para la mayoría de las circunstancias que le
ocurren durante su vida, debe ocultar todos sus erro-
res con el gregarismo —y eso es una multitud de des-
aciertos— para evitar que por su pésima maquinaria
lo arrojen al destierro las otras especies. ¡Sería lo me-
jor! ¡Y es que ya nada se resuelve con un ajuste, Max!
La mascota de Kafka 69

No es problema de ajuste el mío, sino de fabricación.


En cambio el tuyo...
Por eso debes publicar esos textos que te parecen
secundarios, que supones permanecen en un estado
de necesidad que espantan al lector. No escribas para
todos: esa otra brutal bestia. Se debe escribir pensan-
do en lectores de otro mundo. ¿Te acuerdas de aquel
incidente del tren en Viena? Siempre quedándome,
no alcanzando la velocidad necesaria... ¡Ese asunto
que nadie lo sepa! ¡Y con la misma vehemencia te
pido que publiques eso! Lo que tengas que hacer,
pero publica eso. La memoria, esa terrible sensación
de humanidad, debe latigarse de escritura para que
no se quede igual a un fósil que se niega a revelar sus
enigmas. Algo luminoso no puede ser como ese ani-
mal que sólo mira a donde no existe nada. Debe diri-
gir su luz al sitio indicado.
...Franz Kafka se aleja (me nombró como que-
riendo atrapar a ese que se agacha para que la vida le
pase por encima; a ese que mira en sus recuerdos la
escuela de natación, el río. Y en el río un cadáver: el
muerto más apesadumbrado de los Kafka).
Había encontrado a Elsa en la puerta, salía con
una bandeja para un vecino enfermo, según le dijo.
Una jarra humeante permanecía en el piso al lado de
unos pedazos de pan untados de mantequilla, pan
tibio que él sólo había probado cuando la cortejaba.
Elsa tuvo que dejarla en el piso para asegurar la puer-
ta. Estaba nerviosa y Max se vio obligado a soltar la
carta para ayudarla con la bandeja, la trajo de vuelta
al apartamento. Allí sirvió un poco de lo que resultó
ser té con limón. Después de un sorbo pudo decirle:
70 Carlos Flaminio Rivera Castellanos

—Franz insiste en que destruya sus escritos —su


mano surgió del bolsillo con la carta para que Elsa la
leyera—. Es su último deseo.
Elsa se quedó mirándolo. Recordó las noches de
ellos dos: demasiadas. Y el pesar que la pudo embar-
gar por la funesta noticia se esfumó con ese recuerdo,
esa amistad siempre le produjo deseos de tirarse al
patio:
—¡Pero tú casi no tienes nada de él! Unas cuantas
hojas no dan para exigir eso como último deseo —le
contestó prolongando una intención perniciosa al ver
que Max le avivaba la carta para que la recibiera.
—También me insta a publicar lo que escribí cuan-
do viajamos juntos —le dijo Max justiicando su in-
sistencia—. Fue algo que lo hizo feliz; unos textos di-
ferentes a “RICARDO Y SAMUEL” ¡Como si por in él
y yo fuéramos uno!
—Eso ya es otra cosa —dijo Elsa—. Y si él te lo pide,
debes publicarlo. —Le vinieron otra vez las ganas de
arrojarse por la ventana. Siempre ellos dos. Le dio
una rebanada de pan y, como no lo comió sino que lo
sostuvo en su mano dejando ver de nuevo ese gesto
que parecía deshacerlo siempre que pensaba en su
amigo, casi le gritó: “¡Pues di que son de él!”. Luego
se dijo:
“Esto parece hecho para que nadie lo coma hoy”. Y
le arrebató el pan.
—No sé... -Max ya se veía comprometido con algo
que jamás quiso aceptar. Las rabiosas palabras de
Elsa le empezaban a babear la posibilidad de consi-
derar seriamente la publicación de esos textos con el
nombre de Kafka.
La mascota de Kafka 71

—¡Sí: di que son de él! —lo puyó ella al verlo des-


gajado—. Y para serte sincera, no es que estén tan
mal todas esas ocurrencias que escribías mientras
permanecías con él. Nadie notará la diferencia. ¡Y
guarda esa carta; ya para qué leerla!
Sobre la ciudad la leve fantasía de un sol recorría
el cielo como un espectro, un fantasma que se iba.
Elsa lo observó por la ventana a través de las volutas
de la humeante jarra de té que no alcanzó a llevar. Su
joven amigo tenía que esperar esta vez... su tos pare-
ció escucharse en el corredor.
—...Sí, di que Kafka los escribió: esa no es una
mentira tan grave.
Era lo que en el fondo Max quería escuchar. Los
años con su mujer de algún modo lo habían sumer-
gido en una conciencia común con ella. A pesar de
eso, la desfachatez de su última frase le produjo una
tormenta que lo confundió por unos instantes. ¿Le
estaba ocultando algo? Pero como decía Franz: “¡A
rodar!”. Ir contra el día en que uno se recuesta a sí
mismo y no puede dar sino un paso más; el verdade-
ro... el último.
—No será fácil; habrá que hacer un libro de apun-
tes y algo autobiográico —dijo Max queriendo meter
letra a lo inevitable. Una mirada de Elsa bastó para
que se dejara de estupideces.
Y Max Brod, como si al in fuera libre, sintió que,
empujado por su amigo, se deslizaba a ser conside-
rado también parte del bicho que todos habrían de
conocer... porque, sabes, Max, engañar al mundo es
lo más grato”.
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2012
en la Unidad Gráica de la
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali - Colombia

También podría gustarte