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Una versión levemente distinta apareció, con el título “Peronismo y misterio” en Leyenda.

Literatura
argentina: cuatro cortes. Buenos Aires, Entropía, 2006 [ISBN 987-21040-6-9]

La resolución del enigma y la escritura racional. Sobre el policial en la Argentina

Daniel Link
Universidad de Buenos Aires

En el contexto de la literatura argentina, por su propia dinámica histórica, lo que 1

queda para el comentario son las transformaciones del género policial, antes que
las transformaciones de cualquier otro género industrial (la ciencia ficción, por
ejemplo, que en nuestro país nunca tuvo demasiado desarrollo aunque sí
ejemplares memorables: La invención de Morel, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en el
período que nos ocupa). De las muchas opciones que la cultura industrial le
brindaba, la literatura argentina eligió investigar las versiones low tech.
La teoría de la verdad del policial, como muy bien sospechó Jacques
Lacan , escapa por completo a la política (y la literatura policial servirá en
2

Argentina, precisamente, para negar la política en nombre de la razón). En "La


carta robada" (1844), uno de los cuentos seminales del género , hay un delito
3

propiamente político. Su resolución, sin embargo, es por completo ajena a la


política. La famosa carta, de cuyo contenido casi nada sabemos, es recuperada
bajo el aspecto de una carta de amor y sólo se nos concede el derecho de
entender esa carta como formando parte de ese género. La política transformada
en pasión: ese proceso es constante en el policial y esa tensión explicará el
desarrollo del género en la Argentina.
Si algo debería quedar claro es que el policial constituye una mitología
que, mutatis mutandi, oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Edgar
Allan Poe percibió algo y generó un modelo formal para contarlo: el individuo y la
masa, la cuestión de la propiedad y el espacio, la justicia y la verdad, lo público y
lo privado, en fin: una topología, determinados personajes, una lógica de la
verdad y una lógica de las acciones. “La realidad (como las grandes ciudades) se

1 Ver Link, Daniel. La chancha con cadenas. Buenos Aires, del Eclipse, 1994. Para una teoría
completa sobre el género policial ver Link, Daniel (comp.). El juego de los cautos. Buenos Aires, la
marca, 20033
2 Lacan, Jacques. “Seminario sobre La carta robada” en Escritos II. México, Siglo XXI, 1975
3 El cuento policial encuentra en Poe, es sabido, a su príncipe. La novela policial se desarrolla a
partir de La piedra lunar (1868) de Wilkie Collins.
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ha extendido y se ha ramificado en los últimos años. Esto ha influido en el tiempo:


el pasado se aleja con inexorable rapidez”, escribe Adolfo Bioy Casares en el
prólogo a “El perjurio de la nieve” (1944) incluido en La trama celeste (1948), y
que muchos consideran un cuento que participa de los rigores del género policial
(pero es fantástico).
Como observa Marshall McLuhan4, Poe fue el primero en el campo de
la literatura: pero el mecanismo estaba ya allí como lógica de funcionamiento del
mercado y, especialmente, como lógica de la producción cultural. Y es por eso
que el policial no sólo forma parte de la cultura industrial, sino que, en gran parte,
le cede sus rasgos. El policial concentra bien un conjunto de determinaciones que
afectan a toda la cultura.
¿Qué habría en la literatura policial para llamar la atención de los
historiadores? Nada: apenas una ficción. Pero una ficción que, parecería,
desnuda el carácter ficcional de la verdad. O una ficción que, parecería, preserva
la ambigüedad de lo racional y de lo irracional, de lo inteligible y lo insondable a
partir del juego de los signos y de sus significados. O una ficción que, parecería,
sirve para despojar a las clases populares de sus propios héroes al instaurar la
esfera autónoma (y apolítica) del delito. De los folletines “criminales” de Eduardo
Gutiérrez a los cuentos de Leonardo Castellani o Manuel Peyrou lo que se pierde
es, precisamente, la dimensión popular del delincuente y la dimensión política del
delito5.
Hablar del género policial es, por lo tanto, hablar del Estado y su
relación con el crimen, de la verdad y sus regímenes de aparición, de la política y
su relación con la moral, de la Ley y sus regímenes de coacción.
Otra de las razones que vuelven interesante el género policial es
estructural: el policial es un relato sobre el Crimen y la Verdad. Es en este sentido
que el género se vuelve, además, el modelo de funcionamiento de todo relato:

4 Mc. Luhan, Marshall. "Reestructuración de la galaxia, o condición del hombre-masa en una


sociedad individualista" en La Galaxia Gutenberg. Barcelona, Planeta-Agostini, 1985.
5 Cfr. especialmente Foucault, Michel. "Entrevista sobre la prisión: el libro y su método" en
Microfísica del poder. Madrid, Ediciones de la Piqueta, 1980 y "La resonancia de los suplicios" en
Vigilar y castigar. México, Siglo XXI, 1987. Ver también Barthes, Roland. "Estructura del suceso"
en Ensayos críticos. Barcelona, Seix Barral, 1983.
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articula de manera espectacular las categorías de conflicto y enigma sin las


cuales ningún relato es posible. Cualquier relato, cualquier texto es una
determinada ecuación de tantas acciones distribuidas de tal modo y tal enigma
resuelto a partir de tantos hermeneutemas6.
Se trata de un algoritmo sencillo que se ha generalizado rápidamente
hasta hacer perder de vista sus propias condiciones de existencia, de las que se
hace abstracción: cuando un cuento resulta "lento", cuando una novela parece
"aburrida", cuando se habla de la velocidad narrativa (más allá del género de que
se trate), es porque se está pensando en esas categorías y en una distribución
más o menos ideal de las cantidades que se relacionan con ellas.
El hecho de que el policial se articule siempre a partir de una pregunta
cuyo develamiento se espera, plantea consecuencias importantes tanto respecto
de las operaciones de lectura como respecto de "la verdad" del discurso y,
también, respecto de un determinado “oficio de narrar”, que es precisamente lo
que durante la década del cuarenta se consolida en Argentina.
El relato clásico, parecería, tiene su condición de existencia en la cantidad de
preguntas que plantea y el tiempo que tarda en resolverlas: en ese sentido el
folletín y otras variedades discursivas con él relacionadas son un punto de
exasperación del modelo: las respuestas se dilatan de entrega en entrega.

Héroes de la verdad

Si hay verdad (y no importa de qué orden es esa verdad), debe haber alguien
encargado de comprenderla y revelarla al lector. Es el caso del detective, un
elemento estructural inevitable en la constitución del género. El detective, como
señala Lacan, es el que ve lo que está allí pero nadie ve: el detective, podría
decirse, es quien inviste de sentido la realidad brutal de los hechos,
transformando en indicios las cosas, correlacionando información que aislada
carece de valor, estableciendo series y órdenes de significados que organiza en

6 La mejor definición de conflicto y enigma como categorías del relato está en Barthes, Roland.
S/Z. México, Siglo XXI, 1980.
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campos.
Paradigmáticamente, el chevalier Dupin de Poe es el que puede ver lo
que nadie (su parodia es el Isidro Parodi de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares: preso, es capaz, sin embargo, de verlo todo). Otros escritores
disimularán esa jactancia del detective mostrándolo como el que tarda en ver,
pero finalmente ve, lo evidente.
Juan Sasturain, uno de los principales cultores contemporáneos del género, ha
insistido en la dificultad que tiene la construcción del detective en el contexto de la
cultura argentina:
En rasgos generales, no hay muchos detectives ni muchas novelas policiales.
Ni mucho menos sagas de detectives. Los detectives en la Argentina tienden a
ser comisarios, tipos bonachones, policías comprensivos, confidentes. Pero
cuál es el problema: ese tipo de detectives tiene que ser de zonas rurales —
como esos pueblos en los que los pone a veces Walsh— o no sobrevive al
cambio de los tiempos: cuando a partir del ‘70 la policía se convierte
uniformemente en Maldita Policía, esa figura policíaca no sirve más. O está
obligada a permanecer fuera de la institución, en ambientes chicos donde se
manejan cosas chicas, cosa cada vez menos probable. En mi caso —y creo
que es algo más bien generacional—, escribir policial en la Argentina es como
lo de Oesterheld en los ‘50: trasladar la aventura; que las cosas que leíamos
pudieran pasar acá. Eso era todo un gesto de descolonización. Esa es la
lectura política. Aunque tengo que decir que cuando descubrí a Hammett y a
Chandler me gustaron. Me gustaba cómo escribían. Y en la práctica, empecé
a escribir policial como ejercicio de estilo, “a la manera de...”, como un molde
en el que calzarme, una forma de entrar en la literatura. Pero lo más
inverosímil era hacer un detective. Ahora todos te salen que con Yabrán se
puede hacer un flor de policial. No tiene nada que ver. Lo que uno quiere
escribir es un tipo que se dedica a ser detective . 7

Si hay verdad, entonces, y hay alguien responsable de la aparición de esa


verdad, es porque el sentido es posible. O mejor aún: es porque los signos son
inevitables y su significado, a veces oscuro, puede y debe ser revelado. La
literatura policial instaura una paranoia de sentido que caracteriza nuestra época:
los comportamientos, los gestos y las posturas del cuerpo, las palabras
pronunciadas y las que se callan: todo será analizado, todo adquirirá valor dentro
de un campo estructural o de una serie.
Los detectives argentinos son siempre un poco ridículos. Es el

7 Testimonio incluido en Boido, Juan.


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resultado de la imposibilidad de la que habla Sasturain, pero también del carácter


paródico que asume el policial en la Argentina: desde Isidro Parodi hasta el padre
Metri de Leonardo Castellani o don Pablo S. Laborde, el padrino del narrador en
los cuentos de Manuel Peyrou . Sólo el Daniel Hernández de Rodolfo Walsh (en
8

Variaciones en rojo ) se sostiene como un personaje consistente (es decir:


9

complejo).
La otra variable que define el policial es, naturalmente, la Ley,
entendida en un arco que va desde las posiciones más formalistas (el caso de la
novela policial inglesa, el caso de Borges) a las sustancialistas (el caso de la
novela negra norteamericana). En la Argentina, podría decirse, la literatura policial
funciona en el arco que va de Borges a Walsh, por razones ideológicas, pero
también por razones institucionales (volveremos sobre este punto).
Que haya Ley no implica que haya Justicia o Verdad, problema que
articula, más bien, el caso jurídico. Simplemente garantiza que hay Estado, una
instancia cada vez más formal en las sociedades contemporáneas. Que haya
Estado es una hipótesis garantizada no tanto por la sustancia de la Ley como por
su carácter formal.
En la medida en que el detective permanece al margen de las
instituciones de Estado, y hasta se les enfrenta, su estatuto será cada vez más
sustancial y menos formal. A la legalidad formal de la policía (siempre predicada
por la inepcia), el detective opone la legalidad sustancial de su práctica
parapolicial (de ahí su imposibilidad en el contexto de las letras argentinas), sólo
sujeta a los valores de su propia conciencia.

El asesinato como una de las bellas artes

Verdad, Ley, detective. Conflicto y enigma. He ahí todo lo que el policial muestra.
En sí, el género es un dispositivo para pensar las relaciones entre el sujeto, la Ley
y la Verdad que deviene modelo general de funcionamiento discursivo: de Poe

8 El árbol de Judas. Buenos Aires, Emecé, 1961


9 Primera edición: Buenos Aires, Hachette (Serie naranja), 1953
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(leído por Benjamin10) a cualquier caso policial contemporáneo, de Chandler


(leído por Jameson11) a la teoría psicoanalítica, de Isidro Parodi a Daniel
Hernández, se trata siempre de lo mismo.
¿De qué índole son los conflictos que cuenta el policial
Necesariamente, se trata del delito. Principalmente, se trata del crimen. Para que
haya policial debe haber una muerte: no una de esas muertes cotidianas a las
que cualquiera puede estar acostumbrado (si tal cosa fuera posible), sino una
muerte violenta: lo que se llama asesinato12. Es curioso, para que un relato
comience, para que una o dos lógicas temporales se pongan en movimiento es
necesario un suceso extraordinario, un desencadenante casi irreal en la
conciencia del lector: cuántos, en efecto, de quienes consumimos ávidamente
relatos sobre crímenes hemos estado alguna vez cerca de uno?
Nada de pequeños comportamientos, nada de conflictos cualesquiera
que cualquiera podría vivir o padecer. El policial desdeña, incluso, los delitos más
o menos frecuentes: el asalto a una casa, la cartera arrebatada en plena calle. El
mundo del policial es el mundo de la muerte estetizada (y autonomizada). Es que,
como señala Foucault, se trata de una literatura que separa al crimen de las
clases y que separa al criminal de sus semejantes. La casuística criminal parte de
singularidades excepcionales para proponer regularidades ordinarias: en ese
proceso de generalización y abstracción se pierden no sólo las condiciones
materiales del crimen sino todo aquello que, socialmente, habría podido
explicarlo. Naturalmente: el asesino es siempre un Otro con independencia de
sus condiciones de existencia. El carácter completamente fantasmático de las
ficciones policiales, su irrealidad ejemplar y los decorativos telones psicológicos o
sociológicos contra los que se recorta lo único que importa (el crimen y su
develamiento) muestran hasta qué punto el policial es una máquina de lectura (y
de ahí el interés que despertó en escritores como Borges o Bioy Casares).
Así como las antiguas religiones semiotizaron la muerte con arreglo a paradigmas

10 Benjamin, Walter. Poesía y capitalismo (Iluminaciones II). Madrid, Taurus, 1980.


11 Jameson, F. "On Raymond Chandler" en Most, G. y Stowe, W. (eds.). The Poetics of Murder.
New York, HBJ, 1983.
12 En su Foucault (Barcelona, Paidós, 1988) Gilles Deleuze define la muerte violenta como
modelo de muerte de la modernidad y de la biología moderna.
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más bien irracionales ("es el llamado de Dios"), el policial semiotiza la muerte con
arreglo a un paradigma pseudocientífico, tal como Brecht observó
tempranamente13.
La única garantía que exhibe el policial es ésta: mientras haya muerte
(y ese parece ser el caso) habrá relatos.

La amenaza de la historia

En 1896, el naturalista Eduardo Holmberg (1852-1937) —miembro de la


generación del `80, primer aracnólogo argentino, positivista y darwinista a
rajatabla- suma a sus más de doscientos artículos, libros y monografías sobre
ciencia, arqueología, medicina, física, mineralogía, geología, botánica y zoología
— los que para muchos son los primeros cuentos policiales argentinos: “Nelly”,
“La bolsa de huesos” y “La casa endiablada” (incluidos luego en sus Cuentos
fantásticos). En los tres cuentos, Holmberg recurre, como corresponde a un
hombre de su época y de su ideología (y a un cultor del género), a la explicación
de fenómenos “extraños” a través de un paradigma lógico-científico.
Inspirado sobre todo por Hoffmann, Holmberg va, sin embargo, más allá y
experimenta, como otros de sus contemporáneos con las nuevas formas de
14

relato que vienen de la incipiente cultura industrial: la ciencia ficción y el policial.


La importancia de Poe, el padre de la criatura, no puede ser
disimulada. Así lo señala, una vez más, Juan Sasturain:
Los cuentos de Holmberg se publican dos años después de que Carlos
Olivera publica sus primeras traducciones de Poe. Y los tipos que
beben el policial de Poe no beben el policial, sino que beben todo Poe.
Quiroga es un caso ejemplar: escribe cuentos policiales, de terror, de
ciencia ficción. Holmberg es más torpe que él, pero sus fuentes son las
mismas. En ese origen del policial argentino también es muy importante
la herencia francesa de Gastón Leroux. Y el peso de Chesterton es muy
13 Cfr. Brecht, Bertold. "De la popularidad de la novela policíaca" en El compromiso en literatura y
arte. Barcelona, Península, 1973.
14 Luis V. Varela publica (con el seudónimo Raúl Waleis) La huella del crimen en 1878. Paul
Groussac publica el cuento “El candado de oro” en la revista Sud América en 1884 que, para
Fermín Fevre es “el primer relato policial escrito en el país con conciencia y conocimiento del
género” (en “Estudio preliminar” a su selección de Cuentos policiales. Buenos Aires, Kapelusz,
1974).
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fuerte: para empezar, es la única figura literaria dentro del género que
produce el catolicismo; además, es un inventor de tramas
extraordinario; y, en última instancia, al Padre Brown lo único que le
importa es el Otro: ¿por qué el criminal peca? Lo importante no es
salvarlo sino salvar el alma. Ésa es muy linda idea para un policial . 15

Pero las incursiones en la literatura policial son, todavía, esporádicas. Horacio


Quiroga, el padre del cuento argentino, publica en la revista El Gladiador un breve
cuento policial inspirado en Poe, “El tripe robo de Bellamore”, luego incluido en El
crimen de otro (1904), pero es recién en 1912 cuando aparece la primera serie de
cuentos que participan sistemáticamente del género: se trata de Casos policiales,
que recopila textos previamente publicados entre 1907 y 1910 en La vida
moderna, y su autor es Vicente Rossi (1871-1945), un uruguayo radicado en
Córdoba, que los firma con el seudónimo William Wilson.
Se puede (se debe) sostener un interés teórico por el relato policial. Es el caso de
Holmberg y sus contemporáneos, es el caso de Quiroga y los suyos. Es el caso,
incluso, de Borges, fascinado por la maquinaria de relojería que el policial implica
como composición y como dispositivo de lectura.
Pero el desarrollo del género en Argentina habría sido imposible sin
una industria editorial que configurara al público del policial. Tratándose, como se
trata, de una narrativa de efectos (Mc Luhan, Brecht, Deleuze), para la narrativa
policial el público es el tercero del crimen. Así, lo que importa señalar en estos
años previos al período considerado es la creciente consolidación de un mercado
de publicaciones periódicas que, al mismo tiempo que alimentan la demanda del
público, la generan: La novela semanal, El cuento ilustrado, La novela
universitaria y otras populares colecciones para quiosco que comienzan a
distribuirse a partir de 1915.
Más adelante, el Magazine de Sexton Blake, publicación quincenal que
puso en circulación la editorial Tor a partir de 1929, inspirada en los pulps
norteamericanos, y la colección Misterio de J. C. Rovira Editor (también
distribuida por Tor a partir de 1931), permitieron una difusión del género hasta
entonces imposible en el contexto de las letras argentinas, al mismo tiempo que
15 op. cit.
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instalaron una demanda de relatos que participaran del género y que muchos
escritores se vieron llamados a llenar. Es significativo que muchos de los autores
hasta ahora mencionados -y muchos más de los que publicaron relatos policiales
(cuentos o novelas) durante la primera mitad del siglo XX en Argentina- lo hicieran
con seudónimo. Una práctica todavía vergonzante pero que formaba parte del
arsenal de posibilidades de profesionalización para los escritores de la Argentina
de comienzos del siglo XX.
Hacia fines de la década del treinta, editorial Molino lanza dos
colecciones: Hombres Audaces (acción y suspenso), que traduce a John Dickson
Carr y Sax Rohmer, entre otros, y Biblioteca Oro, que difunde en dos series la
producción ya exitosa en otras latitudes de S. S. Van Dine, Agatha Christie, Edgar
Wallace y Erle Stanley Gardner, por ejemplo.
Tratándose, como se trata, de un género de la industria cultural, el
policial no reconoce fronteras y, más allá de las declinaciones que cada cultura
nacional pudiera imponerle, se diseminó por igual en cualquier lengua y en todas
las culturas que contaran con un dispositivo industrial de producción y distribución
de géneros. Su función en cada contexto, sin embargo, fue específica.

La máquina cultural

El final de la Guerra Civil Española (1936-1939) impacta profundamente en los


ámbitos intelectuales y editoriales de Buenos Aires, donde se instalan muchos
emigrados españoles de convicciones republicanas. Se fundan empresas que
rápidamente “revolucionan” la industria editorial: Arturo Cuadrado funda Emecé;
Antonio López Llausás, Sudamericana; y Gonzalo Losada, editorial Losada.
Los nuevos proyectos necesitan de un mercado masivo para poder sobrevivir y es
por eso que se dedican a ampliar el público lector, que en la Argentina de la
época era bastante importante gracias a la inmigración y la acción pedagógica de
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uno de los mejores sistemas educativos del mundo. Al mismo tiempo, brindan
nuevas posibilidades laborales (como asesores literarios, directores de colección,
correctores de prueba y, sobre todo, traductores) a los intelectuales locales.
La máquina editorial es ya un aparato que funciona con posiciones y categorías
abstractas ante que con nombres. Para Emecé trabajan Borges (ya fogeado
durante los años previos en el trabajo periodístico), Mallea y Bioy Casares; Para
Losada, Francisco Romero, Guillermo de Torre, Amado Alonso y Pedro Henríquez
Ureña; para Hachette, más tarde, Rodolfo Walsh. Son los nombres que las
historias tradicionales de la literatura recuperan, pero lo que importa es la
cualidad del trabajo que realizaban.
Si, por un lado, se consolida el género fantástico (cuya vocación por lo
siniestro liga bien con las preocupaciones políticas del momento) , y se abandona
16

la tediosa manía hacia la “interpretación nacional”, característica de la década del


treinta, los escritores educados al calor de la máquina cultural y sus valores (el
entretenimiento, el relato bien fait¸ el wonder, el suspense, el internacionalismo y
la traducción de formas y contenidos ya probados en otras latitudes) se vuelcan
masivamente a la experimentación del género policial, que tenía todo para gustar
a las masas, para alimentar a la industria editorial que necesitaba de esas masas
para sobrevivir y para agradar aún a los más sofisticados escritores.
Refiriéndose conjuntamente a la literatura fantástica y policial, Bioy Casares y
Borges (sobre todo el segundo, cuya voz es la más reconocible en lo que sigue)
señalaban:
Ambos géneros exigen una historia coherente, es decir, un principio, un
medio y un fin. Nuestro siglo propende a la romántica veneración del
desorden, de lo elemental y de lo caótico. Sin saberlo y sin proponérselo, no
pocos narradores de estos géneros han mantenido vivo un ideal de orden,
16 Así, por lo menos, lo entiende Ángel Rama. Ver los capítulos anteriores en este mismo
volumen. Baste señalar que José Bianco, secretario de redacción de Sur desde 1938 hasta
1961 publica dos obras maestras que participan del género fantástico: Sombras suele vestir
(1941) y Las ratas (1943). Borges (ver el texto de Beatriz Sarlo que encabeza este volumen)
publica en la década del cuarenta lo mejor de su producción. Adolfo Bioy Casares entrega a la
imprenta la que será, sin dudas, la mejor novela de ciencia ficción argentina de todos los
tiempos (aún en su reaccionarismo), La invención de Morel (1940). Manuel Peyrou y Santiago
Dabove, amigos de Borges, publican respectivas incursiones en la literatura fantástica: El
estruendo de las rosas (1948) y los cuentos recopilados luego en La muerte y su traje (1961).
Anderson Imbert, entonces un autor mejor considerado que en la actualidad, saca El mentir de
las estrellas (1940) y Las pruebas del caos (1946).
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una disciplina de índole clásica. Aunque sólo fuera por esta razón,
comprometen nuestra gratitud .17

Pero no hay que pensar, ingenuamente, que Borges y Bioy hayan inventado el
policial en la Argentina. Más importantes que ellos en la creación de sus
condiciones de existencia en el contexto de la literatura nacional fueron
escritores que, como Conrado Nalé Roxlo, Anderson Imbert o Leonardo 18

Castellani , no gozan hoy del mismo prestigio:


19

En noviembre de 1936, Dante Quinterno comienza a publicar Patoruzú;


en 1941, Emilio Villalba Wesh funda Cascabel; tres años después, aunando la
experiencia de ambas revistas, surge Rico Tipo, dirigida por Divito. Enb estas tres
publicaciones –ineludibles en cualquier historia, tanto del periodismo argentino en
general como en particular de la historieta y del humorismo nacionales- aparece
reiterado el nombre de Nalé Roxlo, que entonces populariza el seudónimo de
Chamico. A partir de septiembre del ’37 puede consignarse en Patoruzú la
aparición de El misterio de la galera gris, novela policial por entregas y con un
autor distinto por entrega, cuyo primer capítulo cae en suerte a Nalé Roxlo; en las
otras dos revistas pueden leerse los “ejercicios” de su famosa serie “A la manera
de...”, donde, en lo que hace al género, parodia a Borges (“Homicidio filosófico”),
Chesterton (“Nuevas aventuras del Padre Brown”) y Conan Doyle (“Los crímenes
de Londres”). Entre los argentinos, el género policial llevará para siempre la
20

marca paródica inicial de Nalé Roxlo.


En 1943 la Biblioteca Oro de editorial Molino publica la primera
traducción de Adiós muñeca (1940) de Raymond Chandler, que se llamó
entonces Detective por correspondencia. En 1944, la colección Pandora de
editorial Poseidón traduce La ventana siniestra (1942) y en 1945 la colección
Rastros de la editorial Acme Agency incorpora (con el número 25) la recopilación

17 En Borges y Bioy. “Prólogo” a Cuentos policiales (Buscar referencia)


18 Que publica en La Nación el cuento “Las maravillosas deducciones del detective Gamboa” el
29 de noviembre de 1930).
19 Quien también publicó sus cuentos en La Nación.
20 Lafforgue, Jorge y Rivera, Jorge B. Asesinos de papel. Buenos Aires, Calicanto, 1977. Muchos
datos de los datos incluidos en este capítulo están tomados de ese libro, que sigue siendo la
mejor historia del género en Argentina.
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Cinco asesinos que, entre otros cuentos de Chandler, incluye “Los chantajistas no
matan” (1933).
Cuando Borges y Bioy Casares crean para Emecé ese mismo año de
1945 la colección El séptimo círculo, el género policial (en sus variantes más
célebres: el policial analítico británico y la novela negra norteamericana) ya
estaba suficientemente instalado en la industria editorial y en la conciencia del
público lector como para garantizar el éxito de una colección que, por otra parte,
no hacía más que publicar las recomendaciones del Times Literary Supplement:
sofisticadas y elegantes ejemplares de “literatura de evasión”.
El séptimo círculo compite con las colecciones Rastros y Pistas de
Acme Agency, que incluye más escritores nacionales, y la series Naranja y
Evasión de Hachette, con las cuales colabora Rodolfo Walsh, en su múltiple
condición de lector, traductor, antólogo y autor. Para comprender mejor este
mapa, conviene citar, una vez más, a Juan Sasturain:
Muchos fechan el origen del policial en la Argentina en los ‘40, y eso es
bastante cierto. Entre el ‘41 y el ‘42 salen los primeros cuentos de Castellani
sobre el padre Metri, donde se ve la influencia del padre Brown de
Chesterton; sale el Isidro Parodi y una novela de Abel Mateo con su Inspector
Verano21. También por esos años se popularizan los policiales de bolsillo
modernos, que aparecen en librerías y quioscos. Por un lado, aparece la
tendencia a la inglesa, tanto en el objeto libro como en la temática: El séptimo
círculo, dirigida por Borges y Bioy, que titulan con un guiño culto, aludiendo al
infierno dantesco de los violentos. Esa colección forma parte de un proyecto
editorial de Emecé, que reparte las colecciones entre los intelectuales capos
que tenía: desde El séptimo círculo y La puerta de marfil con Borges y Bioy a
Cuadernos de la Quimera con Mallea (donde sale toda la novela tradicional
inglesa del siglo XIX y parte de la norteamericana). Al mismo tiempo aparece
Rastros, que en la práctica carece de mentores. Si el primer libro de El
séptimo círculo es La bestia debe morir de Nicholas Blake, con una tapa muy
abstracta, casi puramente geométrica, el primero de Rastros es Scarface,
firmado con seudónimo y con un gángster en la tapa, muy quiosquero y
popular. Y es en Rastros donde está mucho más presente el escritor
argentino. De hecho, ni Bioy ni Borges publican argentinos en sus
colecciones22. Después está Acme, con pockets que se hacen bosta y tapas
21 Se refiere a Con la guadaña al hombro (1940), firmada por Diego Keltiber (seudónimo de Abel
Mateo), Novela encuadrada, según Yates, en la tradición de las novelas fair play de Ellery Queen y
S. S. Van Dine de los años treinta. Cfr. Yates, Donald. “La novela policial en las Américas”, Temas
culturales, publicación del Servicio Cultural e Informativo de los Estados Unidos, III: 3 (Buenos
Aires: 1963).
22 Las únicas excepciones: El asesino desvelado (1945) de Enrique Amorim, Los que aman,
odian (1945) de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, El estruendo de las rosas (1948) de
Manuel Peyrou, Bajo el signo del odio (1953) de Alexander Rice Guinness (seudónimo de
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con mucho color. Consideremos que tanto en Acme como en Rastros el autor
casi no existe, es un tipo que firma arriba chiquitito. En cambio, en Emecé el
autor es un escritor que tiene una ficha biográfica. Y ahí, casi al final, aparece
la Serie Naranja, de Hachette, para la que trabaja Rodolfo Walsh, y que se
convierte en un bicho raro, porque publica Cornell Woolrich pero también
Ellery Queen, que tendría que haber sido de cabeza de Emecé. La oleada
siguiente, la que da un nuevo viraje y reabastece el stock23, es una colección
de editorial Fabril, El club del misterio. Es la que introduce sistemáticamente a
Chandler, del que Borges y Bioy habían apenas publicado unos cuentitos de
Asesino en la lluvia. Rastros sólo había metido Cinco asesinos, aunque había
publicado mucho de Hammett. Y con esa colección entra Ross MacDonald. 24

La marea policial, en un país que, como la Argentina de la década del cuarenta,


crecientemente se interroga por la legitimidad de la Justicia, la relación entre las
masas, el Estado y el delito y la racionalidad de la política, es ya imparable y
constituirá una de las matrices a partir de las cuales la literatura argentina (junto
con la gauchesca y la fantástica) definirá su futuro.

La década infame

En el prólogo a la antología Diez cuentos policiales argentinos, Rodolfo Walsh


escribía en 1953: “Hace diez años, en 1942, apareció el primer libro de cuentos
policiales en castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy
Casares. Se llamaba Seis problemas para don Isidro Parodi” . 25

Además de los antecedentes antes mencionados (y otros tantos que podrían


señalarse), conviene sostener el año 1942 como el momento de articulación del
género policial (como cosa de la cultura industrial) en las letras argentinas (como
cosa del arte) porque ese año se publican, también, “La muerte y la brújula”, la
célebre deconstrucción del género que debemos a Borges y Las 9 muertes del
Padre Metri de Leonardo Castellani (firmado con el seudónimo Jerónimo del
Rey) , un autor completamente ajeno a las preocupaciones y al círculo de Borges.
26

Alejandro Ruiz Guiñazú), La muerte baja en el ascensor (1955) de Angélica Bosco y Sanatorio de
altura (1963) de Max Duplan (seudónimo de Eduardo Morera).
23 Hacia fines de la década del cuarenta y hasta finales de 1960.
24 op. cit.
25 Buenos Aires, Hachette, 1953, pág. 7
26 Buenos Aires, C.E.P.A. La segunda edición aparece en 1952 (Buenos Aires, Ediciones Sed), se
llama Las muertes del Padre Metri (es una “edición aumentada”) y lleva ya la firma de Leonardo
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Restaría explicar, para citar a Jorge Lafforgue y Jorge B. Rivera, por qué “la fecha
y el texto elegidos poseen indudable representatividad desde el punto de vista de
la historia del género, y señalan, por lo menos, un momento decisivo en el
proceso de su configuración en nuestro medio” . 27

La entonación argentina del género coincide con el ascenso del


movimiento peronista y la identificación de las masas rurales y urbanas con el
proyecto político de Perón. Lo que, entre 1942 y 1953 podía aparecer a los ojos
de cualquiera de los intelectuales comprometido en el desarrollo del género en
Argentina, desde Manuel Peyrou hasta Rodolfo Walsh (para citar los dos
extremos de un vasto y variopinto arco ideológico) era, precisamente, el problema
de la Ley, el Estado, las masas y la Verdad. Era lógico que esas preocupaciones,
pues, ligaran con los contenidos del género y permitieran hablar indirectamente
(la mayoría de las veces, demasiado indirectamente) de aquello que se había
convertido en hechos en bruto a ser interpretados (la paranoia del sentido, la
semiosis infinita).
El racionalismo a rajatabla que el género imponía (sobre todo en la
versión analítica, que fue la de mayor triunfo en la cultura Argentina de esta
época) funcionó históricamente como espacio de contención para el
irracionalismo que, desde la perspectiva de sus cultores, progresivamente iba
dominando en la sociedad argentina.
Las reivindicaciones clasistas que el peronismo incluyó desde el
comienzo en su programa político como estrategia de captación de las simpatías
populares no constituyen nunca el tema de la literatura policial de la época (lo que
es, de por sí, bastante notable), pero en cambio resultan necesarias para
comprender, en la Argentina, el carácter moralizador y despolitizador del género,
en el cual el crimen y los criminales aparecen como una categoría puramente
abstracta.
Mientras la Argentina se transformaba en otra cosa (dividiendo en dos

Castellani.
27 Op.cit., pág. 13
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el período de oro del policial argentino, la Convención Constituyente promulgó


una nueva Constitución en 1949) los escritores argentinos se entregaban a la
fantástica o al policial, cosa que pocos años después ya ni siquiera podrían hacer.
El periódico La Prensa fue clausurado en marzo de 1951. A partir de septiembre
de 1952 comenzaron las persecuciones a los opositores al régimen.
En agosto de 1999, Edgardo Cozarinsky recordaba las polémicas
sobre la obra de Borges en la década del cuarenta:
En 1941, año en que aparece El jardín de senderos que se bifurcan, los
premios nacionales de literatura fueron atribuidos, el primero a Cancha larga
de Eduardo Acevedo Díaz, el segundo a Un lancero de Facundo de César
Carrizo. En el jurado, donde estaban entre otros Roberto F. Giusti, Enrique
Banchs y Horacio Rega Molina, sólo Alvaro Melián Lafinur votó en contra;
Eduardo Mallea, miembro de la Comisión Nacional de Cultura, consideró
escandaloso el veredicto y renunció. Recuérdese que esas obras de
inspiración "telúrica" halagaban el gusto de las tendencias más nacionalistas,
cuando no pro-nazis, tan relevantes en la neutralidad argentina de principios
de la Segunda Guerra Mundial. José Bianco, entonces secretario de
redacción de Sur, decidió consagrar el número de julio de 1942 a un
"desagravio a Borges". Entre los testimonios reunidos, algunos son muy
graciosos. "No haber elegido el libro de Jorge Luis Borges entraña un criterio
y una línea de conducta. Nuestras academias demuestran con su acto
negativo pero categórico tener una misión determinada que cumplir con la
literatura: perseguirla" (Patricio Canto). 28

Es contra la literatura filo-nazi (de inspiración telúrica), pues, que el género estaba
proponiendo un modelo de legalidad y de racionalidad pero también un modelo de
cultura (la literatura cuenta, antes que un estado de la realidad, un estado de la
imaginación).
A comienzos de la década del cincuenta, toda ilusión de apoliticidad se

28 Edgardo Cozarinsky. “Borges: un texto que es todo para todos”, Cuadernos de Recienvenido,
11
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había desvanecido en el aire y ni siquiera la “escritura racional” podía sostener el


carácter abstracto de la Ley y la Justicia. Como dirá un historiador del género
años después: había terminado una era.
1953 no es sólo el año de publicación de la primera antología nacional del género
(es decir, una mirada retrospectiva) sino también el de la publicación de
Variaciones en rojo, el más sólido ejercicio nacional de policial analítico, el libro
del cual su autor, Rodolfo Walsh, abjuraría años más tarde pero que entonces le
valió un Premio Municipal de Literatura.
Entre una fecha y otra, entre 1942 y 1953, la literatura argentina se
vuelca a investigar el género policial, lo adopta, lo parodia, lo distorsiona y lo
abandona. Donald Yates señala: “En 1953, el interés del público por la ficción
policial de autores nacionales había llegado al ápice. Un año después, en 1954,
ese interés se había prácticamente desvanecido. Había terminado una era” . 29

De modo que el caso policial (como invención del periodismo moderno)


constituye géneros, y de los géneros participan textos. El ejemplo de Rodolfo
Walsh, que funciona como cierre de un conjunto de operaciones, es complejo
porque muestra, por, una parte, el momento de adhesión al género como género
(sus leyes, sus reglas, sus mecanismos formales y sus matrices perceptivas). Los
relatos de Variaciones en rojo son ejemplares perfectos de esa adhesión y al
mismo tiempo marcan un límite.
Cuando escribió esos relatos, habría de confesar Walsh años después
(como si de un juicio se tratara, el juicio de la historia), pensaba más en el dinero
que en la literatura30. Es que hay algo de la literatura que escapa a las poéticas de
los géneros y, en el siglo XX, ese algo es sencillamente lo que se reconoce como
la literatura31. En algún sentido, los relatos de Variaciones en rojo resultan

29 Yates, Donald. op. cit. Lafforgue y Rivera intentan desmentir la terminante afirmación de Yates
sin demasiado éxito. La recuperación del policial negro en la década del setenta por parte de
Ricardo Piglia y otros autores no alcanza, ciertamente, a devolverle al género un esplendor
perdido para siempre. El propio Borges abomina de su juvenil predilección por los artificios del
género en los “Interrogatorios” incluidos por Lafforgue y Rivera en su insuperable librito (op. cit.).
30 En la "Noticia autobiográfica" incluida ahora en Walsh, Rodolfo. Ese hombre. Diario y otros
papeles personales. Buenos Aires, Seix-Barral, 1996.
31 Desde Croce, para quien las poéticas genéricas representan el "maggior trionfo d'ell'errore
intellettualistico", los géneros representa falsos universales y sistemas de constricción ajenos al
arte. Lo que debería quedar claro, en todo caso, es que el género se sobreimprime al arte, sin
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llamativos porque su originalidad sólo puede medirse en el contexto del género


policial (y especialmente en su versión analítica). La ambición de Walsh adquiere
aquí la siguiente forma: querer figurar en el cielo de los grandes autores
policiales, querer integrar una serie hipotética de consagrados del género, como
quien dijera: Wilkie Collins, Conan Doyle, Rodolfo Walsh. Pero esa desmesura es,
además, una trampa. Los géneros se tragan no sólamente los textos que
pretenden seducirlos, sino también las obras completas y los imaginarios de los
temerarios que a ellos se aproximan.

Glosa

Nacionalizar un género cultural (que, como tal, opera con prescindencia de las
variables nacionalitarias) es una operación colectiva compleja que involucra la
nacionalización de las temáticas pero también de los estilos. Suponer que el
género pueda sobrevivir a tales transformaciones puede ser un acto de
ingenuidad o un deseo utópico. Los norteamericanos y los franceses, en ese
orden, consiguieron imponerle al policial dinámicas diferenciales, pero tampoco es
indudable que en un caso o en otro se trate de lo mismo:
No me gusta la violencia que exhiben los norteamericanos. En general son
autores truculentos. Raymond Chandler es un poco mejor; pero los otros,
Dashiell Hammett, por ejemplo, son muy malos. Además, ellos no escriben
novelas policiales: los detectives no razonan en ningún momento. Todos son
malevos: los criminales y los policías. Lo cual puede ser cierto. (Borges, según
el testimonio reproducido en Lafforgue y Rivera. op. cit.)

En todo caso, el desafío para los argentinos del período pasaba por un lado por la
creación de una figura verosímil de detective o investigador y ya se ha visto que la
tarea fue y sigue siendo prácticamente imposible, porque esa figura chocaba
contra la vocación realista (que, justo es decirlo, habría aniquilado el género en
cualquier lugar del mundo). El Isidro Parodi de Borges y Bioy, que inaugura el
período de oro del policial en Argentina es un signo de esa imposibilidad. El
problema del detective no es sólo un problema de representación o tipo social. Es

coincidir con él, y éste es un rasgo del arte moderno en general, y en particular, de la literatura del
siglo XX.
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sobre todo, un problema de inteligencia: ¿cómo operaría una “inteligencia


argentina” puesta a resolver un enigma policial? No es casual que muchos
autores (Castellani, Peyrou) ubiquen a sus héroes de la Verdad en un pasado
más bien remoto.
Por otro lado, se trataba de adecuar las tramas (de por sí limitadas, porque el
género supone un ars combinatoria bastante mecánico) a la realidad local. Pero
como una de las reglas del género exige continuamente nuevos misterios y
nuevas soluciones (de acuerdo con la lógica del mercado), los escritores
argentinos se enfrentaban al doble problema de la dignidad de la trama en
relación con el contexto argentino y, también, en relación con las ficciones previas
en las que se inspiraban. Los más olvidables ejemplares de policial argentino son
precisamente los que meramente tradujeron a nuestro contexto cultural tramas
previamente existentes.
El tercer problema es el del lenguaje. Y es allí donde Borges y Bioy, por
un lado, y Castellani, por el otro (y al mismo tiempo) coinciden en dotar al género
de un lenguaje fluido, verosímil, y reconocible: la entonación argentina del género.
Los relatos de Castellani resultan todavía hoy sorprendentes por la diversidad
estilística que incluyen y la cantidad de hablas que incorporan a la literatura.
Como pocos escritores argentinos, Castellani tuvo el valor de sostener el
cocoliche como una lengua literaria legítima.
Las tramas de los Seis problemas para Isidro Parodi, como las de Las
9 muertes del Padre Metri no son particularmente originales. La originalidad que
todavía hoy puede leerse en esos libros es de otro orden: lingüístico, desde ya,
pero también cultural, y sirve para señalar la dimensión de lo que se ponía en
juego.
Leonardo Castellani (1899-1981) nació en Reconquista. En su niñez
perdió (en distintas circunstancias) a su padre y el ojo izquierdo. En 1918 ingresó
al noviciado jesuita. Estudió además Letras, Filosofía y Teología. En 1931 se
ordenó sacerdote y continuó sus estudios de Filosofía, Teología y Psicología en
Roma y París. En 1935 volvió a Argentina. Su biografía (que no ha sido todavía
escrita) es fascinante. Escribe a lo largo de su vida más de cincuenta libros de
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todos los géneros. Participa en política (es un fervoroso adherente del Partido
Nacionalista). Presionado por la Iglesia para que abandone la Orden Jesuita, es
recluido en Manresa (España) durante dos años, de donde escapa en 1949 para
volver a Buenos Aires. Expulsado de la Orden y suspendido como sacerdote, se
dedicará a un sinfín de actividades hasta que en 1966 se le restituye el ministerio
sacerdotal. Entre 1935 y 1946 publica las recopilaciones de cuentos Historias del
Norte Bravo, Martita ofelia y otros cuentos de fantasmas, El crimen de Ducadelia
y otros cuentos del trío y Las 9 muertes del Padre Metri, publicado en 1942 con el
seudónimo Jerónimo del Rey y reimpreso en 1952 como Las muertes del Padre
Metri ya con su nombre y una serie de textos (algunos tomados de El crimen de
Ducadelia)32.
De opiniones la mayoría de las veces exaltadas y desmesuradas,
Castellani llegó a sostener que “existen en la vida solamente 13 problemas
fundamentales; acerca de los cuales estoy escribiendo un libro, con la solución
exacta de cada uno”33. Sus gustos literarios eran la más brutal expresión de
ideología:
Con tal “estrategia” [se refiere a “El problema editorial”] se ha eliminado del
conocimiento público entre nosotros a escritores tan grandes como Guido
Spano (escritos políticos), Estanislao Zeballos, Rubén Franklin Mayer... el
cual murió tronchado y amargado por la “conspiración del silencio”. Esa
conspiración quiere eliminar también hoy día34 (impotentemente) a Manuel
Gálvez, cuyas eximias biografías han merecido bien del país, a Hugo Wast,
narrador nato, sano y ameno novelista popular de primer orden... y otros
conocidos que no hay para qué nombrar: en suma, está en contra del escritor
veramente argentino, del que edifica la patria, del que brega por sus más
altos intereses. Aborrece a los escritores criollos, los que no tienen aquí
“cónsules”. Nos inunda de literatura extranjera, mala por lo general.
La logrería editorial, la camarilla de los “snobs”, arribistas y despechados, y
(digamos la verdad) la desidia de los “buenos”, producen de consuno este
diluvio de traducciones extranjeras al rumbo, de libros argentinos estúpidos,
de literatura pseudocientífica y pseudofilosófica, de bodrios manifiestamente
antinacionales, de libros perversos de toda la gama hasta llegar a lo nefando
(literatura sodomítica), de bazofia intelectual, de cháchara herética, de

32 Primera edición: Buenos Aires, C.E.P.A. La segunda edición “aumentada” aparece en 1952
(Buenos Aires, Ediciones Sed).
33 En Notas a caballo de un país en crisis. Buenos Aires, Ediciones Dictio (Biblioteca del
Pensamiento Nacionalista Argentino), 1974.
34 El texto original fue publicado en Tribuna (San Juan: 20 de agosto de 1962)
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“mensajes” caóticos... que se sirve para alimento intelectual al sufrido pueblo


argentino”35

No importa lo que hoy pensemos de las atrabiliarias predilecciones y los


peregrinos argumentos de Castellani; lo que es imposible es permanecer
impasible ante la exaltación casi demente de su prosa de brillante polemista, la
misma que hace de Las 9 muertes del Padre Metri un libro insoslayable mucho
más allá del alucinado mundito del policial en Argentina.
“Yo me formé en la literatura de los humoristas ingleses, conocí a
Chesterton a los 22 años”, recuerda Castellani36. Es natural que el héroe de la
verdad que elige para sus cuentos, el Padre Metri, nacionalice al Padre Brown de
Chesterton. Lo que en Chesterton era candor, sin embargo, en Castellani es pura
socarronería criolla.
Fray Demetrio Constanzi, “misionero del Chaco santafecino y capellán
de los Lanceros de San Antonio”, amigo del tío Celestino del narrador, es famoso
en su provincia (y también en Resistencia), por la agudeza de su juicio y la solidez
de su cultura. El Padre Metri viaja de aquí para allá resolviendo crímenes
enigmáticos: en un barco, en Montevideo, en diferentes pueblos de la provincia,
donde constata:
el estado de abandono civil de la región quebrachera. La justicia y la autoridad
no existían sino como tenues sombras o como repugnante máscara; en todo
caso, si existían realmente, era al margen y a veces en contra de las
autoridades que llevaban el nombre. Jefe político, juez de paz, comisario,
receptor de rentas y hasta el maestro, y Dios quiera que el cura no, eran
siervos o al menos cautivos de la política (...). En ese estado de cosas –de an-
arquía, en el sentido primitivo del vocablo-, el mensú, el obrajero, el peón, el
bolichero y el colono perdían necesariamente la fe en la justicia; y
desesperados de encontrarla donde debían, cada vez que eran víctimas de un
malhecho, se veían impelidos a buscarla por su mano...
-Aquí comprendo –solía decir él- cómo nació en Córcega la famosa y horrible
institución de la Vendetta. No es un instinto criminal; es el mismísimo profundo
instinto de la justicia que crea esas aberraciones, cuando ella escasea en su
sede natural. Aquí comprendo cuán profunda es la palabra del más grande de
los estadistas santafecinos, el brigadier Estanislao López: “El primer derecho
de un pueblo es elegir su caudillo”. El mal es que aquí no los eligen; antes ellos
se les encaraman, a veces criminalmente. Aquí comprendo la necesidad de los
poderes extraordinarios: todo el poder, aun el de la muerte, en manos de uno
35 op. cit., pág. 497
36 op. cit., pág. 505
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solo que merezca ejercerlo... (en “El caso de Ada Terry”).

En Leonardo Castellani encontramos el momento más político del género, donde


delito, Estado, Verdad, Ley y moral son categorías todavía vacías y que necesitan
ser llenadas. Casi podría decirse que estos cuentos fueron escritos, de acuerdo
con la larga cita antes transcripta, para llenar el vacío de Justicia, que es,
también, en Castellani, un vacío de lenguaje: cómo contar el crimen y su
resolución y, de manera mucho más importante, qué hacer luego de la resolución
del enigma.
Es muy frecuente (prácticamente la norma en los relatos reunidos en
Las 9 muertes), que el Padre Metri vea (más tarde o más temprano) aquello que
nadie más ve (ley del género) pero que, al mismo tiempo, no haga nada para
castigar al criminal o, deliberadamente, deje el crimen impune (escándalo del
género): guiado sólo por su propia conciencia, el Padre Metri se parece en esto a
los héroes de la verdad norteamericanos (paradigmáticamente, Philip Marlowe),
para quienes la Verdad es una cosa y la reparación de la falta es otra. Sobre todo
porque, como queda dicho, el campo de operaciones de Metri es una sociedad
incivil, trátese de la época representada en los cuentos (el siglo XIX) o los días en
qué éstos fueron escritos (principios de la década del cuarenta).
En esa Argentina que atraviesa el Padre Metri, los crímenes
investigados representan la reparación de una falta (Ley del Talión, vendetta) que
la Justicia (débil o inexistente) no puede realizar: “¡Qué Constitución ni qué
macanas!”, exclama Metri, y con sus palabras parece estar hablando la voz de la
época. A los criminales, Metri les propone un pacto de silencio y una penitencia
personal, pero no los entrega al brazo secular de la Ley, salvo cuando pudiera
peligrar la vida de un inocente.
Ninguna colaboración con la policía es posible (es la lección que Walsh
termina por comprender precisamente de Castellani: “hoy es imposible en la
Argentina hacer literatura desvinculada de la política”) y así, el género (como
reflexión abstracta sobre la Justicia, la Ley y la Verdad) se deshace en el
momento mismo en que su versión nacional es propuesta.
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Manuel Peyrou (1902-1974) perteneció al más cercano círculo de


amigos de Jorge Luis Borges. En Historia de la noche (1977) se incluye el
(horrísono) poema que Borges le dedicó a su muerte: “Suyo fue el ejercicio
generoso/ de la amistad genial. Era el hermano/ a quien podemos, en la hora
adversa,/ confiarle todo o, sin decirle nada,/ dejarle adivinar lo que no quiere/
confesar el orgullo (...)”. Era, en efecto, una amistad de confidencias, a diferencia
de la que sostuvo con Bioy Casares. Sobre la obra de Peyrou, su confidente ha
sido tajante:
Entre los argentinos, Manuel Peyrou escribió cuentos muy buenos, los de La
espada dormida, a la manera de Chesterton; otros libros de Peyrou me
gustan menos, El estruendo de las rosas, por ejemplo, está escrito contra las
dictaduras; y a mí personalmente no me gusta que la política intervenga en la
literatura. Es sabido que yo soy antiperonista, pero no he escrito nada en tal
sentido, porque eso no me interesa como literatura, se entiende.37

Además de los cuentos de La espada dormida (1944), La noche repetida (1953) y


El árbol de Judas (1961), Peyrou publicó las novelas El estruendo de las rosas
(1948) y El hijo rechazado (1969). Producto de su virulento antiperonismo es la
trilogía compuesta por Las leyes del juego (1960), Acto y ceniza (1963) y Se
vuelven contra nosotros (1966).
El estruendo de las rosas38 transcurre en una vaga escenografía: un
país germánico en el que hay un plesbicito mediante el cual se decidirá la anexión
a una igualmente vaga Unión del Norte, mientras una coalición de países
amenazan a la Unión con la guerra. Hay médicos que narran experimentos
aberrantes (“probar la resistencia al frío en pobres infelices desnudos, por si
alguna vez tenemos una campaña en el Ártico”) y dependencias del Estado que
se llaman “Departamento de Mitología Didáctica” o “Ministerio de Instrucción
Pública y Religión”. La intención es satírica: el texto evoca de manera sistemática
(trivializándolo) el Tercer Reich. En esa escenografía vagamente austríaca hay un
dictador, Cuno Gasenius, y una cohorte de colaboradores estrechos. Hay,
además, un movimiento de resistencia del que participa Félix Greisz, quien una

37 Reproducido por Lafforgue y Rivera. op. cit.


38 Hay una versión digitalizada (con bastantes erratas) en http://www.la-
lectura.com/novela/novela-1-indice.html.
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mañana de octubre (la misma de la compulsa electoral) asesina a Gasenius en un


acto público.
El magnicidio, sin embargo, no es tal: Gasenius había sido asesinado
la noche anterior y la víctima de Greisz es su doble de cuerpo.
El responsable de investigar la muerte de Gasenius y determinar si fue
víctima de la resistencia o de un complot interno al gobierno es Hans Buhle, del
Ministerio de Defensa. Suponiendo que Greisz puede llevarlo hasta el verdadero
asesino, Buhle ordena su liberación, y todo el texto no será sino la forzada
confrontación de esas dos inteligencias abstractas y la demostración del fracaso
de ambas. El asesino del tirano resulta ser, en efecto, un miembro de su círculo
de allegados. Greisz comprende desde el comienzo la gratuidad de su intento: no
sólo asesinó a un fantoche sin responsabilidad alguna sino que además no
evaluó correctamente la situación política: “Yo pensé que la muerte de Gesenius
haría fracasar el plebiscito. Yo pensaba en la idea clásica, medieval, del jefe de
estado autocrático. Me olvidé que los dictadores han evolucionado, se han
perfeccionado, se han hecho casi invulnerables. Ahora cuentan con la
democracia...”
Si se suprimieran las reflexiones altisonantes y las largas y tediosas
descripciones que inauguran cada capítulo, la novela El estruendo de las rosas se
convertiría en un cuento largo y ni aún así resultaría un ejemplo memorable de
policial.
En todo caso, y habida cuenta de la escasez de novelas que la crítica
ha señalado en el contexto del policial argentino, conviene detenerse en esta obra
de Peyrou precisamente por su rareza: escrita cuando ya la Segunda Guerra
Mundial había terminado, su presentación de la política del Reich resulta casi
ofensiva por su superficialidad, y es muy fácil sospechar que la intención satírica
de Peyrou tiene como blanco antes la “tiranía” argentina que la alemana.
Considerada ya no como sátira sino como relato policial, El estruendo
de las rosas es igualmente fallida. En primer término porque el crimen a investigar
es un magnicidio, lo que trastrueca por completo las reglas del género. Al
introducir en la trama dos organizaciones clandestinas, complots, traiciones, etc.,
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el texto habría funcionado con mayor fluidez en el contexto del thriller de


espionaje, un género por demás ausente en la imaginación de los escritores
argentinos.
En segundo término porque el enigma sólo se sostiene presuponiendo
la inepcia de los servicios de seguridad del tirano muerto y la completa
imbecilidad de todos los investigadores (es nula la investigación de la escena del
crimen, la hora del asesinato de Gesenius se determina exclusivamente por la
indicación de un reloj detenido y ni siquiera el caballeresco Buhle es capaz de ver
lo que los demás no ven hasta que ya es demasiado tarde y una inocente muere).
Y en tercer término porque el telón de fondo elegido obliga a Peyrou a una
presentación completamente desencarnada de lugares, personajes y conflictos (lo
que no sería demasiado grave: después de todo el género permite esas licencias,
pero es poco interesante) y, sobre todo, de las inteligencias puestas en juego: a
diferencia de Borges, Bioy, Castellani o Walsh, no hay aquí puesta en juego una
inteligencia argentina, ni para cometer el crimen, ni para resolverlo, ni para
contarlo.
Planteado como un metapolicial, el texto incluye una monografía de
Greisz sobre el policial, en la que el fallido magnicida discurre sobre Hamlet y el
género, estableciendo un paralelismo entre el príncipe de Dinamarca y el
protagonista de La bestia debe morir (como sabemos, el primer título de la
colección El Séptimo Círculo), paralelismo que, por otro lado, estaba inscripto ya
en la novela de Nicholas Blake. La conclusión de Greisz es notable: “A medida
que disminuyen los motivos justos para matar a alguien, aumentan la complejidad
y la genialidad de concepción que requiere un crimen perfecto. Hoy en día un
buen asesinato ya no está al alcance del hombre común” (yo subrayo).
Ese “hoy en día”, que remite a 1942, escrito en 1948 habla, ya, de determinadas
condiciones que volverán imposible o estéril (al menos hasta la década del
setenta, cuando surja una nueva ola de cultores del género, pero esta vez de otra
variedad muy diferente del policial analítico característico de este período) la
práctica del policial en la Argentina.
Enrique Anderson Imbert (1910-2000) es el autor del último texto que
Una versión levemente distinta apareció, con el título “Peronismo y misterio” en Leyenda. Literatura
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aquí comentaremos. No porque no existan textos posteriores que merezcan un


tratamiento pormenorizado -Rosaura a las diez (1958) de Marco Denevi ha sido
repetidamente celebrado como la mejor novela policial argentina y varios cuentos
de Rodolfo Walsh (Cuento para tahúres y otros relatos policiales) fueron
publicados con posterioridad al relato de Anderson Imbert- sino porque “El
general hace un lindo cadáver”, publicado originalmente en el número 242 de Sur
(Buenos Aires: septiembre-octubre de 1956), puede ser leído también como un
cuento que habla de la historia del policial en la Argentina y marca, en ese
sentido, una clausura.
Anderson Imbert será sobre todo recordado por su Historia de la
literatura hispanoamericana (1954), pero fue desde su juventud un entusiasta
cultor del cuento breve (El grimorio de 1961, El gato de Cheshire de 1965 y
Victoria de 1977 son algunas de sus recopilaciones). Publicó también dos novelas
y una veintena de libros de crítica literaria. En 1933, el joven Anderson Imbert -por
ese entonces responsable de la página literaria en La Vanguardia, semanario del
Partido Socialista- participó de la "discusión sobre Jorge Luis Borges" que
patrocinaba la revista Megáfono, expresando sus reservas sobre un autor que, a
su juicio, le daba la espalda a la realidad nacional.
“El general hace un lindo cadáver” es un texto inquietante que vuelve a
plantear un magnicidio como enigma. Protagonizado por Alfonso Quiroga, un rico
cirujano cincuentón miembro del patriciado criollo, sucede “en un lugar de
Sudamérica, de cuyo nombre no quiero acordarme”. Como a su antecesor
manchego, al cirujano “se le secó el cerebro” de tanto leer novelas policiales, “de
manera que perdió el juicio” y se planteó el propósito de cometer un crimen
perfecto, “sin que hubiera detective en el mundo que lo desenmascarara”.
Razonando en los estrictos límites del género, Quiroga piensa que “un crimen
perfecto es, debe ser, una aventura intelectual”. Desecha, por lo tanto, todas las
facilidades y se plantea elegir metódica, azarosamente a su víctima: de la guía de
teléfonos surgirá su apellido, del santoral su nombre de pila. El resultado: José
Melgarejo. Está de más decir que Quiroga no puede encontrar persona que lleve
ese nombre que el azar y el método le dictaron.
Una versión levemente distinta apareció, con el título “Peronismo y misterio” en Leyenda. Literatura
argentina: cuatro cortes. Buenos Aires, Entropía, 2006 [ISBN 987-21040-6-9]

Hasta que una tarde, “la urbe resonó con la caballería del Ejército
marchando sobre la Casa de Gobierno. Horas después se anunció por radio que
una Junta de militares, presidida por el general Veintemilla, gobernaría
provisionalmente para salvar la patria”. Agotado el gobierno de Veintemilla, surge
un nuevo caudillo, “un general que acababa de regresar de la Italia de Mussolini
después de varios años de agregado militar en la Embajada”. El nuevo presidente
provisional es el general José Melgarejo.
Quiroga se hace colaborador estrecho y amigo íntimo del presidente de
facto, mientras prepara su crimen perfecto. En efecto, durante un acto proselitista
asesina a Melgarejo (la escena del crimen es un cuarto cerrado por dentro) y
hace desaparecer el cadáver. Cocina sus restos y los sirve como banquete a sus
seguidores. Desparecido Melgarejo, sin embargo, las pesquisas llegan
rápidamente a un punto muerto:
Antes de fin de semana todo el mundo sabía que el general Melgarejo había
desparecido. La oposición salió a la calle. Se distribuyeron volantes
revolucionarios. Se empapelaron las paredes con carteles contra el gobierno.
Hubo huelgas. Los estudiantes vociferaban. Tiroteos. Muertos. Un sector del
ejército aprovechó la confusión para dar un golpe de Estado. El nuevo dictador,
general Villa, desde los balcones de la Casa de Gobierno anunció que el
régimen de Melgarejo se había podrido; que hubo que cortar por lo sano y que
ahora el país estaba a salvo. El pueblo gritaba: “¡Viva el general Villa!” Alguien
en un café insinuó en voz baja que a lo mejor el general Villa había mandado
eliminar al general Melgarejo. Otro dio la conjetura por cierta.

Cuando comprueba que le habían arrebatado su crimen perfecto (“Villa, al robarle


el crimen, se lo envileció”), Quiroga se subleva íntimamente (“¿Por qué las
novelas de detectives se escriben en inglés? ¿Será porque sólo en los países
civilizados hay aversión a la muerte violenta?”) y quema todos sus libros
policiales. El desorden de la historia y la voracidad de la política argentina le
habían arrebatado el placer del crimen perfecto, la escritura racional y la
resolución del enigma. Parafraseando a Rodolfo Walsh, una vez más, podría
decirse que el retablo de la época de oro del género en Argentina se traduce en
una suscriptio indeleble: Hoy es imposible en la Argentina hacer literatura policial
desvinculada de la política.

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