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UNIVERSIDAD CATÓLICA ANDRÉS BELLO

FACULTAD DE HUMANIDADES Y EDUCACIÓN

ESCUELA DE FILOSOFÍA

TRABAJO DE GRADO:

ACERCAMIENTO A UNA ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA Y

RELIGIOSA DEL BUDISMO ZEN.

(NOTAS EN TORNO A LOS FASCÍCULOS BUSSHÔ, SHINJIN

GAKUDO Y RAIHAI TOKUZUI DEL SHOBOGUENZO DE E. DÔGEN).

Tutor: Autor:
Enrique Alí González Guillermo Pérez-R.

Caracas, Febrero de 2009


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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN .................................................................................................. 8

CAPÍTULO

I. EL ESPECTRO DE LOS ESTUDIOS DE LA RELIGIÓN Y SU

CONTEXTO DE FORMACIÓN ....................................................................... 20

I.1 METODOLOGÍAS HISTORICISTAS ...................................................... 23

I.1.1 Historia de las Religiones – Protohistoricismo. ................................... 24

I.1.2. Evolucionismo ...................................................................................... 29

I.1.3 Teologías de la Religión y Teologías de la Historia............................. 32

I.2 METODOLOGÍAS COMPARATISTAS ................................................... 35

I.2.1. Comparatismo Filológico ..................................................................... 38

I.2.2. Comparatismo Cultural ........................................................................ 42

I.2.3. Nuevos modelos de comparatismo ....................................................... 44

I.3 METODOLOGÍAS ESTRUCTUROLÓGICAS ........................................ 53

I.3.1 Claude Lévi-Strauss.............................................................................. 54

I.3.2. Mircea Eliade y la Morfología de las Religiones ................................. 57

I.3.3. La Fenomenología de la Religión......................................................... 61

II. LA FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN COMO

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA.................................................................... 69

II.1 DE LA FENOMENOLOGÍA DE HUSSERL A LAS


6

FENOMENOLOGÍAS REGIONALES ................................................................ 72

II.2 HACIA UNA FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN:

PRESUPUESTOS CONCEPTUALES ................................................................. 89

II.2.1 Religión – Religiones: sentido y significación ..................................... 89

II.2.2 Fenomenología de la Religión o Antropología Filosófica ................... 95

II.2.3 Hierofanías: entre lo Sagrado y lo Profano ........................................ 113

III. UN ACERCAMIENTO A LAS RAÍCES FILOSÓFICAS Y

DOCTRINALES DEL BUDISMO .................................................................. 131

III.1. RAÍCES FILOSÓFICAS Y DOCTRINALES DEL BUDISMO .......... 133

III.1.1 BUDDHA: concepción de hombre a partir de su fundador. ............... 135

III.1.2 DHARMA: La Filosofía de las Cuatro Nobles Verdades ................... 146

III.1.2.1 Primera Noble Verdad: dukkha. .................................................. 150

III.1.2.2 Segunda Noble Verdad: Samudaya. ............................................ 154

III.1.2.3 Tercera Noble Verdad: Nirodha. ................................................. 158

III.1.2.4 Cuarta Noble Verdad: El Magga. ................................................ 162

III.1.3. La Sangha: Manifestación del budismo desde su comunidad ........ 167

IV. NOTAS SOBRE LA CONCEPCIÓN DE HOMBRE EN EL BUDISMO

ZEN DE EIHEI DOGEN .................................................................................. 178

IV.1 CISMA DEL BUDISMO: LA APARICIÓN DEL ZEN EN EL

MAHAYANA ..................................................................................................... 178

IV.1.1. Los dos grandes momentos: del Hinayana al Mahayana. .............. 181

IV.1.2. El budismo del tercer período: del Ch’an al Zen ............................ 189
7

IV.2 EIHEI DOGEN, MAESTRO DEL “TESORO OCULAR DEL

VERDADERO DHARMA” Y LA ESCUELA DEL SOTO ZEN ........................ 195

IV.2.1. La figura histórica de Dogen y el Sôto Zen ..................................... 197

IV.2.2. El giro contrario de una antropología budista o concepción

deshomocéntrica en el Shôbôguenzô: BUSSHÔ o la Naturaleza de Buda. ...... 210

IV.2.3. El Hombre dentro de la Práctica del Zen en el Shobogenzo: SHINJIN

GAKUDO Y RAIHAI TOKUZUI...................................................................... 226

CONCLUSIONES .............................................................................................. 240

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................................ 248


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INTRODUCCIÓN

Nos hace falta un Novum Organum de verdad, hay


que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle,
pero sobre todo hay que tirar también la ventana, y nosotros
con ella
Julio Cortázar. Rayuela

Para hablar sobre la intencionalidad de este trabajo, hay que considerar dos

dimensiones de interés que resumen la propuesta. Dicen que toda obra está

estrechamente relacionada a las coordenadas biográficas de su autor y en este

orden de ideas se deben mostrar ambas dimensiones. Así, la primera dimensión

refiere a una intención personal y vivencial, relacionada con la práctica

confesional de este autor que, abrazado a la práctica del budismo desde hace más

de diez años, no sólo lidia con la necesidad de ampliar los conocimientos en torno

a esta religión, sino con el ánimo de darla a conocer con mayor precisión, en la

forma del mensaje sobre la naturaleza humana que está enraizado en su práctica.

La segunda dimensión se refiere a las inquietudes filosóficas de este autor,

que expresan necesidad de comprensión del mundo y las realidades humanas

inherentes al decurso de los avatares histórico-culturales de una determinada

sociedad a la que pertenece (la inscrita en el termino occidental), y que en sus

formas contemporáneas se ha visto necesitada en algunos casos, y obligada en

otros, a dialogar con diferentes tradiciones y culturas. Así, vemos que dentro de

aquel construido espacio de la globalidad, se han diversificado las cosmologías

que antes eran consideradas periféricas, destronando cualquier tipo de visión

centralizada de lo real. Ahora, para explicar mejor estas dos dimensiones


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intencionales de cara a la justificación de un trabajo de investigación como el

presente, mejor sería comenzar por aclarar la segunda dimensión.

Cuando revisamos la historia de la filosofía y en paralelo, la historia de la

cultura en general, nos percatamos inmediatamente de una diferencia conceptual

que no es nimia: la filosofía moderna aparece desdoblada de la filosofía

contemporánea. Son dos bloques de pensamientos claros y definidos, pero con

fines e intereses distintos. Sin embargo, al revisar las distintas concepciones

teóricas en torno a la historia universal, y a pesar del reconocimiento oficial de

una historia moderna frente a una historia contemporánea, encontramos

propuestas de interpretación que de alguna manera critican el denominado

concepto de “modernidad”.

En principio, hablar de “historia de la cultura” o incluso “historia universal”

es equivalente a referirse tradicionalmente a la historia de occidente, lo cual es

tanto como decir historia de Europa. Esto pues Europa lleva una ventaja creadora

de cultura de casi mil quinientos años por encima de, por ejemplo, América; lo

cual parece haberla acreditado para adelantar el llamado proceso “civilizador” de

ésta, e incluso llegar a imponerlo a otras latitudes como la africana o la asiática, a

través del colonialismo. Acá se podría comenzar a deducir (aunque no

pretendemos profundizar, pues es tema complejo) importantes consecuencias

sobre posibles relaciones entre el concepto de “modernidad” y el concepto de

“civilización”.

Dirán algunos autores postmodernos: lo que llamamos “modernidad” es tan

sólo una idea de modernidad elaborada desde los centros de poder. Esto quiere

decir que mientras la intelectualidad comandante de países tradicionalmente


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poderosos utiliza consideraciones históricas sobre la modernidad -haciendo

alusión tan sólo a su proceso histórico- excluyen de ésta a otras culturas y otros

pueblos que no entran en los parámetros definidos.

La historia contada es siempre historia desde el centro de poder y sus

elaboraciones intelectuales y culturales. Así, sabemos que Europa se empieza a

definir culturalmente a partir de la edad media, con una concepción teocéntrica y

semítica, donde Dios es el garante de la vida social. Luego, el renacimiento no

sólo aparece con el descubrimiento de nuevos mundos geográficos, sino desde el

choque con esas “otras” culturas forjadas de historia distinta. Sin embargo, el

acento para esta época estaba en reforzar la idea de la racionalidad como

herramienta apropiada para estar en ese nuevo mundo que necesitaba pasar por su

correspondiente proceso “civilizador”. De hecho, esta misma racionalidad

operativa, aunque no completamente atea; reacciona contra la excesiva

importancia de la religión (fundamentalmente de la tradición semítica) que

caracterizó a la época precedente, subestimando una de las más importantes

dimensiones del hombre dentro del nuevo humanismo: la fe y religiosidad.

Posteriormente, cuando la racionalidad no demostró resolver los problemas

humanos más inmediatos, surge un proceso de ruptura cultural en la época

contemporánea; que en el mundo de la filosofía descubre nuevas capacidades

intrínsecas al hombre, además de la razón. Una generalidad de autores para esta

nueva época del pensamiento dará la espalda a la racionalidad en la búsqueda de

nuevas fuerzas creadoras humanas, aún cuando éstas sean descritas con conceptos

oscuros como voluntad, intuición, sentimiento, inconsciente, etc. La crisis de la

razón no sólo se hace una de las primeras críticas al concepto de modernidad, sino
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que, a partir de esto, se vuelve crítica de la cultura dominante; naciendo así un

interés por las culturas de pueblos antiguos que, en general, se mantuvieron hasta

ese momento en la periferia del conocimiento histórico occidental. Este es parte

del caldo de cultivo que permitirá, por ejemplo, el surgimiento de noveles ciencias

como la antropología cultural o etnológica. Mientras, desde el punto de vista de la

filosofía, autores como Nietzsche representan la cima de este proceso e incluso,

antes que él, uno de sus más importantes mentores, Arthur Shopenhauer. Sin

embargo, aún es difícil valorar la importancia que algunas tradiciones históricas y

culturales de esta denominada periferia tuvieron como influencia de ese nuevo

acercamiento occidental a “lo otro”.

Incluso, parte del interés por las culturas y pueblos foráneos, aunque a veces

considerados bárbaros, se acentuó hacia la curiosidad por sus prácticas religiosas.

Esto promovió el surgimiento de ciertas disciplinas intelectuales acorde a la

época, como es el caso de una filosofía o acercamiento científico a la religión,

independiente de la teología. Como bien señala Lluís Duch en Antropología de la

Religión, esto es de alguna manera producto del pensamiento sistemático de la

ilustración, junto con la exaltación del sentimiento humano propia del

romanticismo (Cf. Duch, 2001:65).

Lo cierto es que el hombre occidental contemporáneo, desanimado y

decepcionado por su excesiva confianza en la razón como elemento fundamental

de su naturaleza, trata ahora de arroparse en otras dimensiones. La búsqueda

filosófica de la realidad se vuelve búsqueda religiosa, empero no como en el

proceso medieval, sino más bien como una búsqueda de un fundamentum

religare; aquello que une al ser humano con la realidad trascendente y absoluta de
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Dios y el Universo; en el reconocimiento de una dimensión antropológica

fundamental. Así aclara Karl Rhaner:

Se cae de su peso que esta experiencia trascendental de la trascendencia humana no


es la experiencia de un determinado objeto particular, el cual sea experimentado
junto a otros objetos, sino una disposición fundamental, la cual precede a toda
experiencia objetiva y la penetra (Rahner, 1984: 54)

Este reconocimiento, que de alguna manera rememora los inicios de la

filosofía en el mito y el pensamiento mágico-religioso, se convierte en materia de

interés científico a partir del siglo XIX, con el estudio del fenómeno religioso.

Disciplinas como las ciencias de la religión, historia de las religiones o incluso la

fenomenología de la religión, se abocan a investigar este hecho como constitutivo

de la naturaleza humana.

Pero la nueva perspectiva de lo religioso como religación en la manera de

reinterpretar el mundo junto con el elemento trascendente -y que parece

representar una nueva visión para occidente- no resultaba novedosa para varias

tradiciones antiguas de pueblos “periféricos”, como los del extremo oriente. Esto

explica el porqué del hombre intelectual contemporáneo que, desde el siglo XIX,

comienza a indagar, entre otras cosas, las interpretaciones del mundo que ofrecen

el hinduismo y el budismo, como determinantes del mundo asiático. Justamente,

el siglo XIX es el siglo del redescubrimiento del orientalismo en general y de la

creencia del budismo en particular. Autores como Schopenhauer, y los

trascendentalistas, lo tomarán en cuenta para sus elaboraciones filosóficas e

intelectuales, pero más adelante, en el siglo XX, el budismo no sólo será

influencia del pensamiento, sino también inspiración de un estilo de vida, una

práctica, con la cual se desvela más a fondo su esencia.


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Hay que reconocer con Juan de Sahagún que el primer trabajo de ciencia

de la religión, abrazado por este espíritu intelectual, aparece en 1875 con una obra

que investigará en torno a la religiosidad oriental. Se trata del primer volumen de

la colección Libros Sagrados de Oriente, de F.M. Müller (Cf. Sahagún, 1982: 15-

16). Con esto, podemos afirmar que la inquietud por el problema filosófico del

fenómeno religioso, llega a la historia del pensamiento en paralelo con la

inquietud por conocer sobre la religiosidad oriental, la visión de “lo otro”, e

incluso la idea de lo trascendente como sagrado y en contraposición a lo

inmediato como profano, que posteriormente dará frutos importantes con figuras

como las de Mircea Eliade. En fin, lo cierto es que el tema de la religión se

presenta como un problema fundamentalmente antropológico, una manera muy

clara de acercarse el hombre a su realidad, por eso dirá Zubiri: “La religión tiene

siempre una visión concreta de Dios, del hombre y del mundo. Y por ser

experiencial, esta visión tiene forzosamente formas múltiples: es historia de las

religiones” (Sahagún, 1982: 6).

A este respecto, el hinduismo generó mucho interés por la variedad,

complejidad y esteticismo de sus mitos y tradiciones, mientras que el budismo se

hizo interesante por su acento en lo intelectual, su falta de fe en objetos

trascendentes o dioses y el incentivo de la volición en sus prácticas ascéticas y

meditativas. Finalmente, el budismo no muestra más que su intento por cumplir

los mismos fines de cualquier otra tradición religiosa: la liberación del sufrimiento

humano desde un mundo que hace al hombre extraño. Pero con un camino distinto

al racional o científico, rescatando la dimensión intuitiva, interior, y,

fundamentalmente vivencial del hombre.


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Por otro lado, aunque el budismo, en general, ha sido la religión oriental de

mayor interés por el hombre occidental, hay de advertir que no existe un solo tipo

de budismo. El budismo, al igual que casi todas las demás creencias religiosas, ha

sufrido diferentes cismas en su historia, lo cual no sólo responde a diferencias de

interpretación del dogma, sino incluso a procesos de intercambio cultural, según

la zona geográfica en la que se extendió. En occidente, por ejemplo, encontramos

practicantes y creyentes de casi todas las tendencias del budismo; sin embargo, las

más conocidas son las tendencias heterodoxas Mahayanas como el budismo

tibetano y el budismo zen.

Ante lo expuesto, nos podríamos plantear varias preguntas ¿Qué es el

Budismo? ¿A qué se refiere su creencia y su práctica hasta llegar a ser tan

atractivo para el hombre occidental? No obstante, y aunque son estas preguntas

lógicas, para efectos de la presente investigación, nos hemos afianzado en una

pregunta originante del interés por la fenomenología de la religión: ¿Hay una

visión de Hombre, una antropología inherente a la creencia del budismo? De tal

manera, hemos delimitado temáticamente, con el fin de suscribir esta

investigación a la idea de una posible antropología del budismo de tendencia

Mahayana y japonesa: el budismo zen; pero más específicamente, refiriéndonos a

la denominada escuela sôto zen y su figura fundante, el monje Eihei Dôgen Zenji.

Siguiendo un periplo desde la India hasta China, el budismo no sólo se

extendió, sino que amplió sus bases teóricas y doctrinales, abriéndose a las

distintas realidades sociales de las diferentes épocas, demostrando un profundo

pensamiento filosófico. En este sentido, el zen llega a Japón desde la China, y la

figura de Dôgen quizá sea una de las más prolíficas filosóficamente hablando, al
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escribir sus reflexiones en una obra denominada Shobogenzo o “Tesoro Ocular

del Verdadero Dharma”. Para efectos de esta investigación, y considerando que

Eihei Dôgen es uno de los principales fundadores del budismo zen, y el principal

de la escuela sôto zen, hemos tomado tres fascículos del Shobogenzo, con el fin

de acercarnos a una posible visión de hombre o antropología subyacente a las

enseñanzas del soto zen. Estos fascículos son Busshô o “La naturaleza de Buda”,

Shinjin Gakudo o “El estudio de la Vía por medio del cuerpo y del espíritu” y,

por último, el Raihai Tokuzui o “prosternarse y llegar al tuétano”, con el cual

presentamos algunos comentarios en torno a la democratización de la práctica

budista.

Para abordar este acercamiento a una posible antropología del budismo zen,

desde características filosóficas y religiosas, hemos decidido optar por la opción

metodológica de las nuevas elaboraciones en fenomenología de la religión; sobre

todo desde las teorías en torno a relaciones entre lo sagrado y lo profano;

asumiendo que semejante perspectiva del estudio sobre el hecho religioso, implica

una antropología filosófica.

Para los efectos expuestos, hemos dividido la investigación en cuatro partes

fundamentales o capítulos. El primero representa los antecedentes y el contexto

teórico general, pues trata de presentar globalmente el espectro de lo que ha dado

en denominarse estudios de la religión, dentro de los cuales se encuentra la

fenomenología. Mas, la renovada fenomenología regional dedicada a la religión

no logró su ascenso metodológico de la nada, sino más bien apoyándose en las

diferentes tendencias de ciencias y filosofía de la religión, hasta lograr una base

hermenéutica muy esclarecedora, que asume los diferentes abordajes del hecho
16

religioso, como es el caso importante de la historia de las religiones. Así, hemos

intentado visualizar de manera general la perspectiva de los autores más

destacados en el estudio del fenómeno religioso y sus aportes al respecto.

El segundo capítulo se refiere a una especie de marco metodológico, pues

brinda las bases teóricas que usamos para estudiar la historia y doctrina del

budismo. En este sentido, y como se ha optado por la fenomenología de la

religión, para interpretar una posible antropología filosófica; primero presentamos

de forma sucinta lo que es la fenomenología desde su fundador Edmund Husserl;

para luego interpretar la cara de una fenomenología de carácter regional, como lo

es la fenomenología de la religión (la cual puede ser considerada una elaboración

de antropología filosófica). De esta manera, trataremos las categorías

fundamentales de la renovada fenomenología de la religión, junto con los

problemas principales de la antropología filosófica, en la interpretación del hecho

religioso.

El tercer capítulo nos sirve para explicar todo lo relacionado a la historia y

doctrina del budismo en general, desde su fundador en la figura de Sidhartha

Gautama; con lo cual podemos comenzar el acercamiento a una posible

concepción de hombre desde la cosmología y visión filosófica general del mundo

budista.

Finalmente, el cuarto capítulo trata de entender el surgimiento histórico del

budismo zen y de la figura de Eihei Dôgen, explicando los diferentes cismas que

sufrió el budismo en su extensión misionera por toda Asia. En tal sentido, hemos

tratado de no obviar las más significativas transformaciones filosóficas propias a

las divisiones de este periplo, lo cual establece coordenadas importantes a la hora


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de interpretar una visión de hombre. Así llegaremos a la figura de Dôgen, de su

Shôbôgenzô y de los principios fundamentales del sôto zen; los cuales serán

explicados para la mayor comprensión del estilo filosófico usado por Dôgen en el

Busshô, Shinjin Gakudo y Raihai Tokuzui.

Ahora, cualquiera de los lectores podría hacerse una pregunta: ¿por qué el

budismo zen y no otro tipo de budismo como el ortodoxo y original? Que el

budismo zen sea uno de los más conocidos popularmente en occidente, ha hecho

que a su vez sea el menos conocido en su esencia. Por ejemplo, no es posible que

exista zen sin zazen (la práctica de la meditación), sin embargo, el zen ha sido

asumido por autores e intelectuales occidentales quienes, quedando admirados por

su visión de mundo, o incluso por las características sapienciales que logran sus

practicantes; no llegan a practicarlo experiencialmente. Por otro lado, la tendencia

ecléctica cultural y religiosa denominada new age ha hecho un uso indiscriminado

de diferentes creencias orientales como el zen, para tratar de satisfacer, con

opciones cuasi-mágicas y pseudos-místicas, la necesidad religiosa del hombre

contemporáneo, llegando a transgredir algunas veces las bases de estas creencia.

Finalmente, y más allá de la validez de las anteriores explicaciones en

torno a la opción del budismo zen, para terminar de fundamentar esta opción,

debemos recurrir a lo que en el inicio denominamos primera dimensión

intencional de la propuesta de esta investigación. Esto es, subrayar la importancia

de la preferencia religiosa del autor de esta investigación, quien asume su práctica

dentro del budismo zen hasta llegar a realizarla como opción de vida. En este

sentido, vale recordar la advertencia metodológica de Juan de Sahagún, siguiendo

a Michael Meslin:
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A diferencia de los demás fenómenos naturales, el hecho religioso no se ofrece al


observador de una forma totalmente aséptica. Debido a un movimiento de empatía,
el investigador proyecta sus propias vivencias sobre el hecho estudiado y se ve
obligado a juzgarlo desde el prisma de su criterio personal influenciado por sus
propias creencias. Sin pretenderlo, está tendiendo un puente entre lo que llama
ciencia de la religión y comprensión filosófica. Ni la historia ni la ciencia
comparada, ni la misma fenomenología son frío estudio, sino recuento descriptivo
de unos hechos pasados por el tamiz de la inteligencia, de la imaginación y de la
vivencia de quien lo estudia (Sahún, 1982: 17)

Si lo anterior vale para la investigación de cualquier religión, en el caso del

budismo zen, y sobre todo de la escuela sôto zen, se hace mucho más importante.

No es posible hablar del zen, sin zazen o práctica meditativa. En general, dentro

de la enseñanza zen esto es tan fundamental, que no es raro encontrar maestros

que prefieran eliminar las lecturas de los discípulos en favor de la práctica; con el

fin de que el cultivo intelectual no suprima el valor de la intuición. La dimensión

vivencial es fundamental en la comprensión del budismo, y en este sentido, de la

concentración en zazen, como forma de la realización de la conciencia. Sólo

después de un tiempo amplio de práctica es recomendable leer teoría en torno al

zen, y aunque esta lectura sea positiva y complementaria, sólo adquiere si se

continúa en la práctica regular y constante.

Una última observación es importante. En vista del origen cultural del

budismo, en la presentación de su historia y doctrina, necesariamente hay que usar

los pertinentes conceptos en sánscrito o en pali. El criterio usado en esta

investigación es el del tradicionalmente usado por los diferentes autores del

budismo, tratando en todo momento de explicar cada término con su posible

traducción en el propio texto. Sin embargo, puede ocurrir que en algunos

momentos la morfología de estas palabras cambie ligeramente, lo cual

corresponde a interpretaciones con algunas variantes, que dependen de una


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traducción fonética. Incluso, muchas veces esas diferencias se presentan según si

el autor es de corriente ortodoxa – Theravada o si es practicante del Mahayana.

Pedimos disculpas en estos casos, donde debe privar las reglas de la cita textual;

sin embargo, hemos tratado en nuestra escritura de que esto sea lo menos confuso

para el lector. Semejante situación ocurre en el caso de términos en chino o en

japonés, para lo cual se asume el criterio de traducción fonética de los autores,

colocando los kanjis en momentos que son posibles de colocar, según las

limitaciones tecnológicas (sólo referidas al nombre de zazen). En todo caso, nos

hemos asegurado de que el manejo de los usos de terminología china o japonesa,

cuando se refieren a conceptos claves para la comprensión, sean por parte de

autores conocedores de la lengua (más que todo en casos de autores japoneses), de

manera que nuestras citas y usos al respecto, tengan relación con criterios claros y

precisos.
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CAPÍTULO I

Camina, camina; quizá no llegarás nunca a los


confines del alma, por más que recorras sus senderos. Tan
profundo es su ‘logos’
Heráclito de Efeso, Fr.45

Si piensa que realmente viene y va, está equivocado.


Déjeme mostrarle el camino en que no hay que ir ni venir
Ikkyu (Maestro Zen)

I. EL ESPECTRO DE LOS ESTUDIOS DE LA RELIGIÓN Y SU

CONTEXTO DE FORMACIÓN

El título del presente capítulo apunta a ese amplio espectro de lo que ha

dado en considerarse “estudios de la religión”. Esta disciplina –si es lícito

denominarla así- refiere a una definición ampliamente equívoca, ora por su

juventud en el entorno teórico, ora por la polivalencia categorial en la que puede

incluirse. Lo cierto es que cada vez que se intenta incursionar en alguno de estos

estudios, se torna conflictiva la relación investigativa, tanto por los límites que

coloca la filosofía, como la teología, disciplinas que desde finales de la edad

media han intentado definirse entre sus diferencias.

En este sentido, la primera parte del primer capítulo de una investigación de

este talante debe, sin más, comenzar por una contextualización del problema de la

religión desde el punto de vista teórico y metodológico, para luego referirse a los

más importantes intentos investigativos que han tratado de allanar tan arduo

terreno, incluyendo, por supuesto a los protagonistas de tales intentos. En todo

caso, lo necesario hasta este punto inicial es determinar si aquello que se

denomina de forma muy general “estudios de la religión” puede entrar en la

categoría no menos general de “disciplina”, o si, más bien, es lícito ser más
21

específicos y encontrarla en el honorable adjetivo de “ciencia” o, incluso, en el de

“filosofía”.

Si vamos atrás en la historia buscando los intentos de investigar lo religioso,

podemos encontrarnos, como siempre, en el sitio de origen de la filosofía y de las

ciencias en general. Ciertamente, la admiración de griegos como Herodoto por las

formas religiosas de los egipcios, y el desentrañamiento de su mitología, puede

perfectamente incluirse como ejemplo de los primeros acercamientos teóricos a

los denominados “estudios de la religión”. Así podría ser posible entrar a describir

una historia antigua y medieval de la disciplina.

No obstante, coincidimos con Juan Martín Velasco, al considerar que las

condiciones reales para un estudio sistemático de la religión como fenómeno, se

dan en la modernidad. Así refiere que entre las más importantes de estas

condiciones están: “la crisis del teísmo filosófico y el consiguiente

cuestionamiento de la teología, que hará pasar el centro de interés en el estudio de

la religión del «objeto de la religión » a la religión misma” (Velasco, 1992: 14-15).

De tal manera asistimos a una evolución teórica frente al medioevo: de la

Teología natural a la Filosofía de la Religión.

Ahora, casi todos los investigadores del tema ven a Max Müller como el

iniciador contemporáneo de los estudios sistemáticos y científicos de la religión, a

partir de 1875 con un estudio filológico de la religiosidad oriental. Sin embargo,

hay que mirar incluso más atrás en forma de tendencias de investigación que

incluyeron a la dimensión religiosa desde diversos horizontes teóricos, aun

cuando no fuese la religión su motivación fundamental, sino otros intereses como

el desarrollo de la cultura o el desarrollo de teorías sociales. En este sentido, las


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primeras tendencias de aproximación científica en el área fueron las de

metodologías históricas, debido al impulso racional característico de la ilustración

y del romanticismo que caracterizó todo interés investigativo a finales del siglo

XVIII y todo el XIX. Como señala Lluís Duch: “La ilustración les aportó

características de tipo sistemático; del Romanticismo heredaron, además de la

acentuación del valor positivo del sentimiento, el interés por los aspectos

históricos y lingüísticos de las culturas y de las religiones” (Duch, 2001: 65). Por

otra parte, desde la creación del concepto “ciencia de la religión” y “filosofía de la

religión”, Sánchez Nogales habla de un desarrollo racionalista desde el mismo

siglo XVII con personajes como Hume y Fontenelle, pero imponiéndose

posteriormente lo que denomina el tratamiento histórico-empírico-descriptivo, en

la formación de la ciencia de la religión, así:

En el pensamiento de Hegel las religiones históricas quedan absorbidas como


formas del despliegue exteriorizado de la idea de absoluto. El romanticismo,
concomitante con el pensamiento hegeliano, iniciará en cierto modo una rebelión
soterrada contra el gigante filosófico que lo aplastó. Su teoría sentimentalista de la
religión será, en cierta medida, reacción contra el racionalismo sofocante. La razón
abstracta va dejando de ser el único instrumento de análisis de la realidad religiosa.
Se va abriendo paso a la razón empírica, histórica, positiva. (Nogales, 2003: 29).

Esto último podremos profundizarlo cuando tratemos la cara

fenomenológica de los estudios religiosos; mientras, recuperemos nuestra génesis

y sigamos a Lluís Duch quien reconoce cuatro tendencias metodológicas de los

estudios de la religión: Metodología de carácter Histórico, Comparatista,

Estructurológicas, y una cuarta de carácter ecléctico que este autor ofrece como

mejor vía de investigación: la Metodología Sociofenomenológica.1 Pasemos a

1
Vale hacer notar que esta última tendencia no está muy explicada por Duch, pero es presentada
como un tendencia interdisciplinaria, que puede servirnos de modelo para estructurar la base
metodológica de este estudio en particular
23

ofrecer el contexto teórico y explicativo de las tres primeras, mientras dejamos la

cuarta para otras investigaciones de talante parecido, pues no está muy

desarrollada por los autores. Expongamos, más bien, una cuarta metodología

como la que usaremos para presentar nuestra investigación específica y que

incluye a la fenomenología, como tratamiento relacionado con la formación de

una antropología filosófica desde la cosmología de la Religión, y más

específicamente del budismo.

I.1 METODOLOGÍAS HISTORICISTAS

Se pueden reconocer varias modificaciones de la metodología histórica que

difieren ligeramente entre sí, pues como señala Duch “algunas sostienen que cada

religión posee características históricas propias e incomparables, mientras que

otros están convencidos de que es posible establecer una evolución más o menos

homogénea y armónica de todas las religiones pese a la lejanía espaciotemporal”

(Duch, 2001: 32). A partir de los diferentes autores en Ciencias y Filosofía de la

Religión, podemos reconocer tres aproximaciones claras: «la historia de las

religiones», «el evolucionismo» y «las teologías de la historia».

En líneas generales, la tendencia de metodologías historicistas fueron las

primeras que se desarrollaron como disciplinas positivas que pretendían

fundamentar una “ciencia de las religiones”, más allá de una mera teología (Cf.

Nogales, 2003: 26-40). Conciben la religión como un fenómeno histórico más,

tanto en sus orígenes, como en su formación y desarrollo. De esta manera, y como

bien señala Juan de Sahagún, la religión simplemente está enmarcada en el amplio

“proceso” de desarrollo de la cultura en el tiempo; por lo que toda manifestación

religiosa es explicada como meras formas culturales o expresiones fácticas


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resultantes del encuentro del hombre con su entorno social, económico y político.

Así la originalidad de la experiencia religiosa “no proviene tanto de la relación

con una trascendencia como del desarrollo histórico de la comunidad humana”

(Sahagún, 1982: 27-28).

I.1.1 Historia de las Religiones – Protohistoricismo.

Sobre la aproximación de la historia de las religiones hay que considerarla

como una tendencia en evolución; desde los primeros intentos (protohistoricismo,

según Sánchez Nogales), hasta el desarrollo de una disciplina actual, como parte

de una ciencia de religiones, muy cercana a la fenomenología. Sobre los orígenes

de esta tendencia, Duch dice que “adoptan unos procedimientos positivos,

cuantitativos y centrados en la narración «lineal» de «historias»” (Duch, 2001:

33). El resultado de estos trabajos – continúa- pueden ser de tipo monográfico

cuyo objeto es la descripción de una religión concreta o simplemente de algún

aspecto considerado significativo; pero también pueden ser enciclopédicos, que,

en este caso, “se concretan en forma de «manuales», que se proponen la

presentación global, pero no siempre sistemática, del conjunto de religiones

antiguas y modernas de la humanidad” (Duch, 2001: 33).

Por otro lado, Sánchez Nogales recoge una definición a partir de M

Dhavamony, según la cual se puede decir que esta tendencia consiste en:

Tratado sistemático de la historia de las religiones en que se clasifican y se


reagrupan los numerosos y divergentes datos objetivos, de modo que resulte una
visión general de sus contenidos, significación e incidencias en la historia de la
humanidad y sus diversos ámbitos culturales. (Nogales, 2003: 40).

Aun cuando es la primera tendencia que se desarrolló como estudio

sistemático y positivo, comenzó siendo exclusivamente descriptiva y,


25

posteriormente, mostró un interés en las religiones comparadas, hasta comenzar

ciertos estudios de “fenomenología histórica” o “historia fenomenológica de las

religiones” (Cf. Nogales, 2003: 39). Así, Sánchez Nogales considera como el

principal objetivo de la historia de las religiones, esclarecer:

a. El Nacimiento de una religión, los orígenes.


b. Su desarrollo histórico, la evolución.
c. La situación contemporánea, la situación.
La que hemos llamado historia comparada de las religiones realiza una
comparación y contraste para descubrir el nexo causal existente entre los
diversos hechos religiosos de un pueblo o de pueblos y religiones diversas.
(…) En este sentido está ya en frontera difusa con la fenomenología.
(Nogales, 2003: 40).

Duch también señala, sobre la aproximación de la historia de las

religiones, que cuenta con un prurito por las descripciones exclusivamente

históricas y objetivas, lo cual les dificulta eludir cierta sistematización

comparatista con un leve tinte evolucionista, aun cuando no son tan cercanos al

positivismo histórico (Cf. Duch, 2001: 33). Sin embargo esto puede ser mejor

dilucidado cuando trabajemos la tendencia del evolucionismo que aparece

justamente como un intento de avance científico dentro de la misma tendencia

metodológica de corte historicista.

Mientras, debemos al menos mencionar que entre los autores que se

cuentan dentro de la aproximación de historia de la religión, están E. Lehmannn,

H. Haas y C. von Oreli, quienes escribieron obras histórico-positivas. También

tenemos otras obras escritas “pensando en un público culto e interesado en el

conocimiento de las religiones de la humanidad como solidificaciones


26

históricoculturales”; así es el caso de M. Brillant y R. Aigrain, F König, J.P.

Asmussen y J. Laesse, H. Puech, C.J. Bleeker y G. Widengren (Duch: 2003: 34)2.

Especial mención requieren tres figuras: La del holandés P.D. Chantepie

de la Saussaye, el rumano Mircea Eliade y el italiano Raffaele Pettazzoni, quienes,

aunque partieron realizando trabajos historicistas, también empezaron a sentar las

bases de una fenomenología de la religión.

La obra central de Chantepie de la Saussaye (1848-1920) es un manual de

historia de la religión titulado Lehrbuch der Religionsgeschichte; en ésta, más

allá de una simple presentación apriorística, tiene como objetivo “el perfilamiento

de la religión esencial, presente, según su hipótesis, en todas las religiones de la

tierra” (Nogales, 2003: 35). En este sentido, Chantepie de la Saussaye es

considerado como uno de los iniciadores de la “fenomenología de la religión”,

como parte integrante de una “ciencia de la religión”, intermedia entre historia y

filosofía de la religión; sin embargo, y como señala Sánchez Nogales, además de

que su estudio es descriptivo, también “contiene resabios de aquella religión

natural de los ilustrados” (Nogales, 2003: 35).

Por su parte, Mircea Eliade (1907-1987) es hoy día uno de los más

conocidos y prestigiosos estudiosos del tema de la religión. Filósofo de formación

en Rumania, empezó sus estudios en la historia de las religiones con trabajos

como Tratado de Historia de las Religiones y los cuatro volúmenes de la

Historia de las creencias y las ideas religiosas. Tuvo una amplia formación en la

2
En este momento sólo se mencionan los autores más importantes que son contados en la
bibliografía usada para allanar el terreno metodológico de nuestra investigación. La intención es
nombrarlos para que puedan ser consultados posteriormente, una presentación más extensa de sus
trabajos excedería los límites de nuestra investigación.
27

India sobre la historia y filosofía del hinduismo y terminó sus trabajos y su vida

como uno de los creadores de la “Escuela de Chicago”3, donde dirigió y editó

dieciséis volúmenes de Encyclopedia of Religion, la cual aparece el mismo año

de su muerte (Cf. Duch, 2001: 35).

Además de las obras y manuales de historia de las religiones, Eliade

también tiene varios escritos de estudios sobre mitología (tanto griega como

hindú) e incluso sobre fenomenología de la religión. Según J.P. Couliano, el

estudio de los diversos documentos religiosos de la humanidad, le reveló a Eliade

una identidad y continuidad de estructura cultural que se manifiesta en las

diversas analogías de los diversos fenómenos religiosos. La práctica

fenomenológica de Eliade en sus investigaciones no va más allá de concebir la

experiencia unida al medio natural espacio-temporal, sin embargo, “la principal

innovación introducida por Eliade en la fenomenología es sin embargo de orden

más elevado: consiste en la determinación de las categorías según las cuales la

experiencia religiosa modifica la percepción del espacio y el tiempo”4. Así, Eliade

introduce, también el concepto de Hierofanía como la revelación de lo sagrado en

los objetos naturales y artificiales que rodean al hombre. En este sentido, y aunque

diversos autores incluyan a Eliade dentro de los investigadores de metodologías

históricas, en esta investigación será tratado como fenomenólogo.

Por su parte, Raffaele Pettazzoni, es reconocido como uno de los

principales autores de las tendencias históricas, de hecho es la única figura que se

3
Vid Ortmann, Dorothea (s/f) Ciencias de la Religión en Perú [on-line]. Disponible:
http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtual/libros/Sociologia/C_Religion/cap_1.htm
4
Vid Couliano, J.P. (s/f) Mircea Eliade y el Ideal del Hombre Universal [on-line]. Disponible:
http://www.temakel.com/texmitsmeliade.htm
28

describe como paradigmática por Juan de Sahagún (1982); Duch (2001) incluso lo

expone como una tendencia aparte y sui generis de las metodologías historicistas,

mientras que Sánchez Nogales (2003) lo incluye como un eslabón de gran

aportación al desarrollo de la fenomenología.

Lo cierto es que la interpretación teórica de Pettazzoni tiene la

particularidad de representar genuinamente la tendencia histórica, a la par que se

le adelanta un paso. Su trabajo intentó distanciarse de la fenomenología por un

lado y del puro historicismo del otro, pues su intención era “integrar ambos

métodos en uno nuevo que reconozca simultáneamente la especificidad del hecho

religioso y la historia humana en la que se produce” (Sahagún, 1982: 28). Su

método e intención científica se entiende mejor una vez que conocemos su

interpretación de historia; así cita Duch al propio Pettazzoni:

La religión es una forma de civilización. Históricamente, no se la puede


comprender si no es en el marco particular de la civilización de la cual forma parte
y en relación directa con las otras formas culturales como son, por ejemplo, el arte,
el mito, la filosofía, la estructura económica, social y política. (Duch, 2001: 41).

La religión es una forma peculiar de comportamiento de la comunidad

humana, y de esa manera se constituye en un todo orgánico con la cultura en la

que se ha formado y dado a conocer. Por eso, aunque cada religión o fenómeno

religioso es único e irrepetible en sí mismo, a la vez acompaña, modifica y critica

las diversas etapas de la evolución histórica de la cultura donde se ha originado; y

en tal sentido no puede comprenderse al margen del resto de manifestaciones

artísticas, filosóficas, económicas y sociales. La conclusión o consecuencia de

esta perspectiva la explica muy bien Duch, pues “se sustraería «la religión a la
29

esfera de la angustia y de la pasión» y la transferiría «al plano objetivo de la

reflexión y de la investigación historicoculturales».” (Duch, 2001: 42).

Esto explica por qué Pettazzoni no se apega completamente ni al método

fenomenológico, ni al historicista; pues como señala Sahagún, la originalidad de

la religión no proviene tanto de su relación con una trascendencia, como del

desarrollo histórico de la comunidad. Así, todo saber serio y verdadero entorno a

la religión debe situar el plano objetivo de la reflexión luego de haber recorrido el

camino de la investigación histórica. “Mas que una yuxtaposición de métodos, se

trata de una auténtica convergencia, cuyo resultado será una ciencia histórica

cualificada” (Sahagún, 1982: 28).

I.1.2. Evolucionismo

La aproximación evolucionista fue una de las más influyentes en ciencias

sociales y humanas durante el siglo XIX y posterior, de manera que los estudios

de la religión no se escapan de esta tendencia de pensamiento. Aunque Duch la

considera un producto generado a partir de la metodología historicista, otros

autores como Sánchez Nogales se refieren al evolucionismo como una tendencia

primigenia, anterior al protohistoricismo (Cf. Nogales, 2003: 29). En esta

tendencia la influencia de la teoría de Darwin en biología y -a partir de éste- la de

Herbert Spencer en las ciencias socales, fue realmente amplia.

Recordemos que Spencer, usando las teorías biológicas darwinianas,

intentó constituir interpretaciones científicas sobre la evolución de las

instituciones sociales a partir de un incesante proceso de adaptación a las meras

condiciones de vida que se imponen del medio natural y social. Este proceso

ininterrumpido – en el que se incluye la religión como institución social- es través


30

del cual el ser humano perfecciona y alcanza su propia humanidad. Así explica

Duch sobre Spencer:

Este pensador definía el progreso como el conjunto de cambios continuados,


mediante los cuales los individuos y las sociedades, adaptándose, producían
mejores condiciones de vida. Por eso Spencer no duda en afirmar que «la fe en la
perfectibilidad humana equivale simplemente a la certeza de que, por este proceso,
el hombre, antes o después, llegará a adaptarse de una manera perfecta a su modo
genuino de vida». En el sistema antropológico que propone es indiscutible la
necesidad de un estadio salvaje de la naturaleza humana (en el pasado) como
preludio de un estadio de civilización ya definitivo (en el presente). (Duch, 2001:
37).

En tal sentido, el hombre se encuentra en una situación bélica perenne con

el medio que le rodea; una lucha fundamentada en la necesidad de su propia

existencia. Así, como forma del proceso de evolución y perfeccionamiento de su

naturaleza, el hombre desarrolla su propio medio de vida a través de la “cultura” y

establece e igualmente perfecciona su “relación” con cada elemento cultural en

forma de “estadios” evolutivos o etapas. Este punto demuestra la ilación del

evolucionismo con el positivismo de Augusto Comte.

Desde el punto de vista de los estudios de la religión, al decir de Duch, uno

de los primeros autores “tocados” por esta perspectiva comteana es James Frazer

quien elaboró un método evolucionista para explicar el proceso en tres estadios

que había sufrido el conocimiento de la religión. Así explica Sánchez Nogales

estas tres etapas:

a. La mágica: intento de dominio de las fuerzas naturales mediante acciones


basadas en la semejanza y el contagio, es la magia simpatética.
b. La religiosa: surge del fracaso de la primera. Se intenta ese dominio por la
invocación de seres más poderosos.
c. La científica: surge del fracaso anterior. El hombre se irá instalando
progresivamente en ésta. (Nogales, 2003: 31).

Muchas van a ser las críticas a la teoría frazeriana hechas a partir de los

mismos datos de observación antropológicos; sin embargo, a partir de Frazer la


31

lista de teóricos evolucionistas que disertan y se critican entre sí es larga; entre

otros, Jean Poirier (uno de los principales y más duros críticos de Frazer), John

Lubbock y R. Lowie. Mas, para Duch, el autor con mayor influencia es Edgard B.

Tylor, quien aplicando premisas evolucionistas se convirtió en uno de los

fundadores más importantes de la antropología cultural.

Tylor, fiel a la línea de Darwin y Spencer, se había propuesto “llegar al

conocimiento del hombre primitivo y de su religión mediante la aplicación de una

metodología basada en el «camino hacia atrás». De esta forma, creía que podría

averiguar con seguridad cuáles eran los orígenes iniciales de la vida humana en

todas sus facetas” (Duch, 2001: 38-39). Lo interesante de la metodología de este

autor fue que no utilizó mecánicamente el evolucionismo, sino que más bien

recogió una serie de datos etnográficos de diversas culturas, para ordenarlas y

compararlas diacrónicamente de lo más antiguo a lo más moderno, para establecer

la que consideraba la ruta de la evolución humana.

Siguiendo esta ruta -como señala Sánchez Nogales- Tylor, en su libro

Cultura Primitiva, explica la naturaleza y origen de la religión desde el animismo.

La creencia en un principio de actividad diferente al cuerpo más las diferentes

manifestaciones de sueños, trances extáticos, etc.; generó en el hombre la

aceptación del anima como realidad:

De allí habría pasado a la creencia en el alma, el espíritu de los muertos, seres


benéficos y maléficos. La atribución de este principio a las realidades naturales y la
veneración subsiguiente de las mismas da origen al politeísmo que, purificado,
desembocaría en el posterior y más perfecto monoteísmo. (Nogales, 2003: 31).

Las actuales ciencias de la religión han superado las tesis tyloreanas, pues

-se dice- pasan por alto el hecho de la existencia de un ser supremo, creencia
32

mucho más extendida y arraigada que la de los espíritus entre las poblaciones

primitivas. Sin embargo, hay que señalar que Tylor tuvo un importante auge y

extensión en el mundo intelectual de su tiempo, hasta llegar a convertirse, por

ejemplo, en la influencia principal de autores como Freud, quien siguió estas

teorías en el libro Tótem y Tabú.

En fin, podemos sintetizar los principales postulados del evolucionismo a

partir de lo que Sánchez Nogales considera sus presupuestos teóricos subyacentes

en todos los autores de este periodo:

1. Presupuesto-prejuicio reduccionista: las religiones son un mero producto cultural,


obra enteramente humana, que descalifica la autopretensión sobrenatural de las
mismas (…)
2. Presupuesto-prejuicio positivista: la religión pertenece a un primer estadio mítico
de la humanidad ya superado (…)
3. Presupuesto del estadio arreligioso: se trata de la obsesión por encontrar un
estadio irreligioso de la humanidad del que habría brotado el estadio religioso.
4. Presupuesto metodológico evolucionista: (…) Las religiones son producto de una
evolución que adquiere dos modalidades:
a. Evolución Progresiva: supone el progresivo perfeccionamiento de la religión
desde el politeísmo al monoteísmo.
b. Evolución degenerativa: contempla la degradación de las religiones desde un
primitivo monoteísmo hasta el politeísmo.
5. Presupuesto metodológico nivelador: Nivela las religiones por sus parecidos
exteriores. (Nogales, 2003: 29-30).

I.1.3 Teologías de la Religión y Teologías de la Historia.

Dentro de esta tendencia de los estudios de la religión bajo metodología

historicista, advertimos a la segunda como una manifestación más específica de la

primera.

Como define Sánchez Nogales, la teología de la religión se inicia como

una dimensión de la teología sistemática, pero que no se ubica específicamente

dentro de su contexto; sin embargo, tampoco llega a ser una teodicea ni una

teología natural. De manera general puede decirse que es una reflexión sobre las

religiones, mas “Su carácter teológico procede de su situación hermenéutica que


33

es la conciencia creyente asumida personalmente y vivida en la comunidad

institucional. La comunión institucional –en la comunidad o iglesia concreta- es

su presupuesto.” (Nogales, 2003: 26). En tal sentido, el teólogo de la religión

trabaja desde la vivencia en su iglesia; tiene una importante base de su fe en el

ámbito social de su comunidad; y claramente esta comunidad así como las formas

del dogma en que cree se desarrollan inevitablemente dentro del contexto

histórico general de la humanidad y en el de su religión en particular (momentos

trascendentes, personajes históricos como profetas, etc.):

El teólogo trabaja desde su vivencia de fe institucional, eclesial. Y su reflexión


parte del dato revelado y de la tradición viva de la comunidad. Se delimita de las
ciencias de la religión y de la filosofía de la religión en que éstas no presuponen una
actitud de confesión de fe. (Nogales, 2003: 26-27).

Claramente esta tradición teológica con fuerte base histórica en la

construcción de su iglesia, la encontramos más arraigada en las religiones

semíticas, sobre todo en el cristianismo. La dimensión religiosa humana es

específicamente definida por los teólogos como una (religare), una “tensión”

última del sujeto hacia su horizonte último, la “trascendencia”; y en este caso, la

creencia del cristiano se basa en el concepto de “creaturalidad”, en la que Cristo es

la mediación de la tensión Hombre - Padre Creador, que está basada en la

dependencia y el amor. Así, para Duch los autores adscritos a esta tendencia

pretenden estudiar históricamente a la religión cristiana como un conjunto de

manifestaciones incardinadas y ordenadas al resto de las religiones universales,

pero siempre desde la perspectiva de la “tensión”:

Es muy evidente que estos autores no pueden dejar de otorgar a la religión cristiana
cierta «exigencia de absolutismo», aunque muy a menudo lo hacen partiendo de
unas premisas muy diferentes de las de las «ortodoxias confesionales». Por regla
general, pretenden sentar las bases de una «teología de las religiones», cuya misión
34

consiste en el planteamiento a escala planetaria e intercultural de la cuestión de la


«voluntad salvífica universal de Dios». (Duch, 2001: 42-43).

Para Duch, dos son los mejores representantes de esta tendencia: Wolfhart

Pannenberg y Max Seckler. El punto de partida de las investigaciones de

Pannenberg es la historia de Israel, primero como forma de la religión judía hasta

llegar a la continuación cristiana. La importancia de este desarrollo es el anhelo de

experimentar a Dios como realidad de toda religión que encamina a los hombres

hacía la abolición de la historia. Siguiendo las premisas ideológicas hegelianas,

Pannenberg piensa que la historia es el horizonte de comprensión y desarrollo

absoluto de la existencia humana, en la cual todo creyente puede realizar una

experiencia de sentido personal que implica a su vez la experiencia de la totalidad.

Max Secler, por su parte, presenta lo que a juicio de Duch es “una de las

comprensiones más originales de la religión” (Duch, 2001: 43). Lo original de

este autor está en su idea de que las religiones “no tendrían que llegar a ser

caminos de salvación (Heilswege), sino proyectos de salvación (Heilsentwürfe)

que, teórica y prácticamente, permiten descubrir el sentido de la realidad que nos

rodea” (Duch, 2001: 43). Este punto descubre la relatividad de toda religión según

su contexto histórico. Si bien toda explicación humana con respecto al mundo es

provisional dependiendo de la postura determinada que se detente, entonces, toda

concepción sobre el fin de la existencia, del mundo y de la historia, frente a lo

trascendente, es igualmente provisional. De tal manera, la salvación metafísica de

todo ser humano es “un” proyecto de salvación que ofrece “su” religión a partir de

los descubrimientos concretos que las escrituras o dogmas que se expresan en una

época determinada.
35

I.2 METODOLOGÍAS COMPARATISTAS

La metodología comparatista consiste en la clase de investigaciones que al

estudiar diversas religiones, tratan de conseguir aquellas cosas que se convierten

en similitudes funcionales de cada una o incluso las diferencias que las

caracterizan como cosmovisiones distintas. La comparación de religiones, a juicio

de Duch, son de los primeros métodos que se manifestaron en los estudios de las

religiones, sólo que éstos “privilegian la sincronía y, por eso, poseen cierta

tendencia ahistórica” (Duch, 2001: 44); sin embargo, y como veremos al final de

este aparte, el comparativismo no va de espaldas a lo histórico, sino que lo

complementa.

El comparatismo, señala Duch (2001), se inició a finales del siglo XVII,

con la tendencia racionalista que separó confesión cristiana de fe y religión en el

occidente cristiano, pero su expresión máxima es a finales del siglo XIX y

principios del XX, donde se encuentran los estudios más prolíficos, incluyendo,

por supuesto, a Max Müller, pues su trabajo es eminentemente comparatista. Por

otro lado, autores como Sánchez Nogales y Sahagún, no hablan del comparatismo

como una tendencia aparte de los estudios de la religión, sino como eje transversal

característico de las investigaciones históricas y fenomenológicas. En este sentido,

Sánchez Nogales le adjudica el primer uso del término “ciencias de las religiones”

(termino por demás conflictivo) a Max Müller, lo cual es tanto como decir que la

ciencias de la religiones se inauguran con un estudio comparativo (Cf. Nogales,

2003: 28); Sahagún, por su parte, al hablar de la oposición entre el evolucionismo

y el historicismo, también acota que: “a pesar de las diferencias notables de uno y


36

otro método, ambos conciben la ciencia de la religión fundamentalmente como un

saber histórico de tipo comparativo y fenomenológico” (Sahagún, 1982: 20).

Ahora, para hablar del comparativismo como tendencia de las “ciencias de

las religiones” o como saber específico científico o filosófico, hay que acotar las

observaciones que realiza Raimon Panikkar como Aporías en la Filosofía

Comparativa de la Religión, artículo que aparece en la compilación Cuestiones

Epistemológicas. Materiales para una filosofía de la religión (Vol. III). En este

sentido, Panikkar señala que no puede existir, en rigor, tal cosa como una filosofía

comparativa de la religión o una religión comparativa, pues ambos conceptos

refieren a disciplinas que por su propia naturaleza pretenden ser últimas en las

elaboraciones de sus investigaciones:

El significado prima facie de la filosofía comparativa de la religión parece implicar


que existe un terreno neutral fuera de toda religión desde el cual podemos
comparar, sopesar, escudriñar críticamente las diferentes religiones y alcanzar o
bien una nueva comprensión de las religiones, o una corrección de las que existe
(Panikkar, 1992: 88).

Más claramente, la primera premisa de lo planteado por Panikkar se refiere

a la filosofía, por su naturaleza, como el saber último y, por otro lado, cada

religión se ofrece también como la máxima interpretación de la naturaleza de la

vida humana y del cosmos en general. La segunda premisa dice que en una

comparación tiene que haber al menos tres entes: dos que son comparados y un

tercero que es el que compara, y que por tanto, debe ser neutral a los términos en

comparación. En conclusión, para hablar de una filosofía comparativa de la

religión o de una religión comparativa, ambas estarían cediendo su estatus de

último saber o última interpretación en pro de alguna tercera filosofía o religión


37

que tendría el carácter de últimos jueces con la máxima interpretación neutral por

excelencia.

Esto representa un problema desde cualquier investigación filosófica, pero

en el caso de una filosofía de la religión, el problema es aún más difícil. Una

comparación de religiones no puede ser una mera yuxtaposición de religiones o la

evaluación de una religión desde la perspectiva de otra. Se pretende comparar

aspectos particulares de distintas religiones bajo una perspectiva definida, lo cual

no puede sino hacerse en un marco funcional y específico de cuestiones o

prácticas religiosas como un baile o un rito específico de adoración; lo cual

pertenece al ámbito de estudios sociales etnográficos o etnológicos y no tanto a

una reflexión última de la naturaleza de la religión o de la autocomprensión de las

diferentes religiones; tal como corresponde a un análisis filosófico (e incluso

fenomenológico). En este sentido, tanto filosofía como religión desde el punto de

vista de “comprensiones de la realidad” ofrecen conflicto, mucho más cuando

hablamos de una filosofía de la religión, pues el mismo concepto de religión no es

unívoco:

Lo que se plantea como problema no es sólo su naturaleza sino incluso su misma


existencia. Esto ha llevado a muchos especialistas a afirmar que el estudio científico
de la religión es hoy «esencialmente una disciplina comparativa» olvidando el
hecho de que no estamos a priori seguros de lo que intentamos comparar (Panikkar,
1992: 87).

En líneas generales, Panikkar atribuye la concepción de la filosofía

comparativa de la religión en relación a la insistente “posición filosófica precrítica

que asume la existencia de un punto de vista divino o trascendente que puede

reconocerse sin error” (Panikkar, 1992: 88). Se refiere en general al punto de vista

de la ansiada objetividad, propia de toda investigación científica, como un


38

heredero secularizado del furor theologicus. En tal sentido, desde el punto de vista

de la sociología del conocimiento, la tendencia de los estudios comparativos es

heredera de la filosofía crítica moderna, en el sentido del prestigio que en una

época tuvo ésta. Asimismo, los estudios comparativos aparecen en una época en la

que toda disciplina del conocimiento encuentra sus limitaciones a la hora de

agotar exhaustivamente una materia, encontrándose que otras disciplinas –e

incluso otras culturas- han abordado de forma diferentes, los mismos objetos:

Una vez hemos descubierto que nosotros (en tanto que cristianos, indios,
occidentales, budistas, humanistas, americanos, etc.) éramos provincianos en
nuestro filosofar sobre la religión, queremos ahora filosofar en un contexto
mundial. Por ello el estudio de la religión se vuelve hacia el estudio comparativo de
la religión. (Panikkar, 1992: 89-90).

Ahora, ¿cómo se han desarrollado estos estudios comparativos de la

religión? Para responder a esta pregunta, veamos el inventario muy general de tres

tipos de comparatismos que realiza Lluís Duch (2001): el de tipo “Filológico”, el

“Cultural” y otros “Nuevos modelos de comparatismo”.

I.2.1. Comparatismo Filológico

Esta tendencia de los estudios comparativos aborda el tema de la religión y

sus manifestaciones, en conjunto con las formas lingüísticas de la cultura que la

conforma, para así, de esta forma, conciliar similitudes intra y extra-culturales. En

este sentido, definitivamente el más importante representante de esta tendencia es

el mismo personaje que ya hemos mencionado múltiples veces en relación al

nacimiento de las ciencias de la religión: Friederich Max Müller.

Alemán de origen, Max Müller realizó su vida intelectual en Oxford, a

donde se trasladó en 1848 para traducir los textos Vedas hindús al inglés. Sin

embargo, ya para el año de 1844, en la Universidad de Berlín había traducido los


39

textos de los Upanishads para Frederich Schelling, con quien trabajó en esa

universidad, además de ser discípulo de un importante lingüista: Franz Bopp.

En cuanto a sus publicaciones, la más nombrada suele ser la colección

Libros Sagrados de Oriente (Sacred Books of the East), publicada 1875, y con la

cual, según Juan de Sahagún, nace la “ciencia de la religión”, pues en esta obra

Müller “no se limita a la mera información ni a la especulación abstracta, sino que

emplea una metodología (…) propia de las ciencias positivas” (Sahagún, 1982:

16). Sin embargo, hay trabajos importantes que le antecedieron a éste como Chips

from a German Workshop, cuyo primer volumen se publicó en 1856; también

está el producto de sus investigaciones para Schelling: A History of Ancient

Sanskrit Literature So Far As It Illustrates the Primitive Religion of the

Brahmans, de 1859 y la Introduction to the Science of Religión, poco antes de la

colección, en 1873. Su obra posterior a la colección es amplia.

Müller, según Duch, inaugura el sentido primordial del comparatismo

religioso, tomando como punto de partida una frase de Göethe en la que decía que

quien conoce una lengua no conoce ninguna; a la par, Max Müller pensaba que

quien conoce una sola religión, no conoce ninguna (Cf. Duch, 2001:44-45).

Importante idea asumiendo las estrechas relaciones que establecerá entre lenguaje

y religión, pues luego del estudio de lo Vedas, estaba convencido de que no era

posible estudiar los mitos al margen del lenguaje.

Desde este punto de partida desarrolla su teoría filológica, convirtiéndose

en pionero para una época en la que, como bien señala Dorothea Ortmann: “Los

primeros trabajos sobre las religiones no cristianas fueron realizados por

aficionados: misioneros y viajeros. Por esa razón, éstos se caracterizan por su


40

espontaneidad, esto es, no obedecen las reglas dictadas por una disciplina sino la

curiosidad hacia lo exótico”5. Así, Max Müller combina por primera vez dos

métodos comparativos de la investigación religiosa: el histórico y el filológico,

con los cuales puede tratar de aclarar los significados religiosos, allanando así un

terreno teológico y filosófico. Como señala Sahagún:

En su acercamiento al fenómeno religioso, Max Müller distingue dos


procedimientos a seguir. El primero, objetivo y científico, parte del análisis de los
textos y da a entender el tiempo, el lugar y las modalidades de las diversas
creencias. Presenta el hecho religioso tal como aparece en la historia. El segundo
filosófico y teológico, pretende clarificar el significado y alcance de las ideas de lo
divino en su relación con el hombre desde criterios ideológicos previamente
establecidos. Estos dos modos de tratar la religión dan origen a dos disciplinas
diferentes: la historia general o estudio comparado de las religiones, y la filosofía de
la religión. (Sahagún, 1982:16).

A través de este método, Müller usa la filología comparada para explicar

las relaciones entre mito y lenguaje, como una explicación primitiva entre la

realidad de los fenómenos naturales y la realidad de lo trascendente encarnado en

dioses o seres semidivinos. Como señala Duch, se trata de “hacer el paso de los

numina a los nomina, es decir, de los dioses y de los seres semidivinos a la

realidad (sol, luna, aguas, vegetación, etc.)” (Duch, 2001: 45). En líneas generales,

para Müller la cultura védica hindú, así como el caso de la cultura griega y la

escandinava representa una adoración a las fuerzas naturales y los dioses son

fuerzas activas de la naturaleza que han sido personalizadas; los fenómenos físicos

habrían sido así convertidos en personajes y los mitos eran la manera de explicar

esos fenómenos. Así lo explica Dorothea Ortmann:

A través de la comparación de las raíces lingüísticas de los nombres de divinidades


superiores como Zeus, Júpiter o Tor, Müller llega a la conclusión de que ellos son
idénticos tanto en la parte lingüística como en la interpretativa. Decía que en las

5
Ortmann, Dorothea (s/f) Ciencias de la Religión en Perú [on-line]. Disponible:
http://sisbib.unmsm.edu.pe/bibvirtual/libros/Sociologia/C_Religion/cap_1.htm (4to. párrafo)
41

razas emparentadas, arias o semitas, úgricas o polinesias, habían determinados


mitos con un origen común, cuya existencia era anterior a la separación de las
distintas ramas de estas familias lingüísticas. Por esa razón se podría reconocer, en
parte, el origen común presente en algunos nombres propios de dioses y héroes, su
significado original mediante una prueba etimológica, que al mismo tiempo
traicionan las intenciones fundamentales de sus creadores. (Ortmann, s/f; on line).

Empero, más allá de suponer que el mito se refiere a la riqueza de las

diferentes culturas indoeuropeas, desde el surgimiento de sus raíces lingüísticas

comunes, Müller creía que en estos textos religiosos (védicos, relatos

grecorromanos, escandinavos y semíticos en general), los dioses y sus acciones no

representan seres o hechos reales, sino que son productos de una confusión del

lenguaje humano, de un intento, a través de imágenes sensuales y visuales, de dar

expresión a los fenómenos naturales, como tendencia de una época aria pura

(como el trueno o el mar). Por eso, lanza ferozmente la fuerza de su conclusión:

“Denomina la conversión (perversión) progresiva de los numina en nomina (la

mitología) enfermedad del lenguaje” (Duch, 2001: 45).

Aun cuando Müller sentó las bases de los estudios científicos y filosóficos

de la religión a partir del mismo siglo XIX, Duch señala que las críticas a su teoría

no esperaron y se presentaron el mismo año de su muerte -entrando al siglo XX-

en manos principalmente de De Visser y Pettazzoni. De Viser señaló que reducir

la mitología a una simple paráfrasis de fenómenos naturales era una presentación

muy pobre de la religión, pues en la conciencia creyente el Dios es algo diferente

de una simple personificación de un fenómeno natural: “En efecto, para que un

numen se convierta en un nomen, es necesario que el objeto al que antes se

aplicaba aparezca en la conciencia humana dotado de un poder divino” (Duch,

2001: 46).
42

Por su parte Pettazzoni señalaba que la lingüística limitaba las

investigaciones en mitología comparadas, desde el punto de vista de su

universalización; pues lo comparable en los mitos era lo lingüísticamente

comparable, esto es, sólo lo lingüísticamente emparentado. En este sentido, las

comparaciones de Müller no podían ir más allá del ámbito indoeuropeo y semita,

por lo cual un proyecto de comparación universal de las lenguas humanas quedaba

inválido junto a la posibilidad de una igual comparación mitológica. (Cf. Duch,

2001: 46-47).

I.2.2. Comparatismo Cultural

Sobre el comparatismo cultural, Duch, vuelve a tratar a James Frazer -a

quien considera “el más ilustre de los «antropólogos de gabinete»” (Duch, 2001:

47)-, pues sus estudios evolucionistas trataba de aplicarlo a todas las ciencias y

actividades del ser humano, y por esta razón, puede ser considerado un impulsor

del método comparativo.

Como señala Dorotea Ortmann, en el camino hacia la institucionalización

de las ciencias de la religión, el descubrimiento de la evolución geológica, de la

teoría de Darwin y de la consecuente conclusión de la existencia de la prehistoria

como etapa de donde proviene el ser humano, pusieron en entendido al ser

humano en relación a su proceso de desarrollo histórico y natural,

Las investigaciones etnográficas desarrolladas en aquella época confirmaban que


todos los pueblos, en cualquiera de sus estadios de desarrollo social, realizan
prácticas religiosas; por eso se vio en éstas un fenómeno universal, cuya principal
función era contribuir en la conservación del equilibrio social de una comunidad.
Por esta misma razón, el interés en las religiones estuvo guiado por la idea de
demostrar el desarrollo evolutivo de lo imaginario. (Ortmann, s/f; online).
43

En este sentido -y como ya señaláramos- la teoría de Comte fue la que

mayormente caló con esta idea de la evolución de las instituciones humanas, y es

precisamente en este contexto que son importantes las investigaciones de Frazer,

quien se convirtió en su momento en uno de los etnólogos más influyentes, para

luego caer hasta llegar a ser uno de los antropólogos más criticados, incluso por

sus descuidos metodológicos. Las palabras de Malinowski son lapidarias al

respecto: “Frazer fue el símbolo de una etnología que desapareció con él” (Duch,

2001: 47).

Su principal obra fue La Rama Dorada de 1890, a través de la cual

intentaba esclarecer los orígenes primitivos de una vieja leyenda contada por

Virgilio, acerca de un sacerdote de Diana, armado con una espada y nombrado

como “Rey del bosque” que habitaba dentro de las raíces de un viejo árbol en el

bosque de Nemi, en Italia. Su puesto sólo podría ser tomado si el postulante

lograba asesinar al antecesor. De esta leyenda Frazier realiza una entretejida

investigación de los diferentes aspectos constitutivos del mito, mediante la

comparación de los diferentes cultos, leyendas y tradiciones de distintas regiones

del mundo en semejanza con el fundamento de la obra.

Así, se constituyó en un autor decimonónico que intentó una investigación

comparativa de diferentes culturas; e incluso, una comparación entre la cultura

civilizada occidental y las culturas primigenias, para destacar su tesis de que las

fallas de la magia condujeron a las religiones, y que la ciencia no procede de

modo muy distinto en sus ideas generales. En síntesis, “pretendía encontrar las

leyes de la evolución que habían permitido que la humanidad progresara desde el

«salvajismo» a la «civilización»” (Duch, 2001: 47). Sin embargo, su controversial


44

teoría no invalida la idea de que percepciones y temores parecidos crearon

parecidos mitos en todas las culturas; tampoco que todas las culturas encerraron

en sus mitos una similar intuición sobre el universo y un mismo sentimiento sobre

su carácter sagrado, más allá del entendimiento. (Anónimo, 2005: online).

Lo controvertido era su método y de allí sus posteriores postulados, mas,

no tanto sus ideas bases. Se dice incluso que era un etnólogo que recogía sus

investigaciones sin realizar un solo trabajo de campo, en cambio, enviaba

formularios a distintas misiones que reflejaban todo aquello que consideraba

necesario: costumbres, hábitos y creencias de los habitantes locales. El

procesamiento de la información la hacía desde su escritorio (por esto la

categorización de Duch al llamarlo “antropólogo de gabinete”). Asimismo, otra de

las críticas, que señala el mismo Duch, era su carácter «psicologizante», con el

cual marginaba no sólo el contexto social de los fenómenos religiosos y la

respectiva unidad estructural de las culturas estudiadas, sino incluso la influencia

histórica de donde provenían esas culturas. (Cf. Duch, 2001: 47).

I.2.3. Nuevos modelos de comparatismo

A partir de las críticas, el modelo comparatista cayó en cierto descrédito

desde el siglo XX; sin embargo, eso no quiere decir que los autores hayan

abandonado la comparación como método, por el contrario, han tenido que

redefinirlos según la extensión de los modelos investigativos -como el desarrollo

de la fenomenología de la religión- y según las exigencias contemporáneas de

desarrollo teórico interdisciplinario.

En este sentido, Duch habla de una serie de autores que rescatan el método

comparativo, pero con ciertas observaciones. Así el caso del alemán Wilhelm
45

Baetke, historiador de las religiones, quien decía que la comparación de religiones

debe hacerse en un doble sentido: como totalidades, y como comparaciones

específicas de fenómenos equivalentes en las diversas religiones; esto con el fin

de construir tipos: “Una tipología de las religiones es sin discusión una de las

misiones más importantes de las Ciencias de la Religión, pero es también una de

las más difíciles porque comporta establecer características fiables de las diversas

religiones” (Duch,2001: 48).

Por otro lado, el investigador italiano Ugo Bianchi piensa que a pesar del

desarrollo de la ciencia histórica, las religiones son comparables porque no se han

desarrollado aisladamente, sino por contactos ya sean en sus orígenes o en el

decurso de su desarrollo histórico: “estos mundos han permanecido

indisolublemente unidos y, además, todos han participado más o menos

positivamente en el afianzamiento de sus pueblos” (Duch, 2001: 48). También

hay otros autores como Puech, Vignaux, Brelich, Smart, Ratschow, Meslin,

Dumezil, etc.; muchos de ellos fenomenólogos o investigadores de metodología

historicista, que piensan que el estudio de la religiosidad sólo es posible por la

comparación y que ésta debe ser histórica, aunque las bases metodológicas de este

tipo de comparaciones sean difíciles.

Ahora, ¿es posible en este contexto ofrecer algún modelo de

fundamentación para las investigaciones comparatistas? De hecho, ¿cuál es la

base de estos estudios? Volvamos a las reflexiones de Raimon Panikkar (1992) en

el ensayo al que hemos hecho alusión. Partiendo del punto de que la filosofía

comparativa de la religión o religión comparativa toma cada religión comparada

desde sus propios puntos de vista, es decir, respeta la autocomprensión y


46

autonomía de cada una; no quiere (o no debe) imponer puntos de vista o una

filosofía en particular. “La filosofía comparativa de la religión necesita, por tanto,

un terreno común, una norma mutuamente aceptada, un punto común como

referencia, en definitiva, un lenguaje común” (Panikkar, 1992: 92). Esta necesidad

no es nimia ni fácil de suplir, por eso, Panikkar ofrece argumentos para cada una

de las opciones de posibilidad para la construcción de este terreno común, al cual

le podemos llamar también criterio de comparación.

La primera de estas opciones es que el terreno de comparación esté dado

por supuesto. Esta es una de las opciones más fácilmente descartables por propio

criterio filosófico. La base, para esta investigación es endeble; funciona en la

comparación mientras la filosofía sea aceptada por ambos (estaremos frente a una

filosofía crítica) y no dada simplemente, pues ¿qué pasa cuando las religiones

comparadas no comparten los presupuestos filosóficos subyacentes? En tal caso

ya no es posible la comparación, veamos el ejemplo de Panikkar:

Partiendo, por ejemplo, del supuesto que el ser humano es un individuo, toda
tradición basada en la naturaleza tribal (o étnica) del hombre será comparada
desfavorablemente respecto a aquellas religiones cuya idea de salvación considera
la salvación individual como el último destino del hombre. (Panikkar, 1992: 92-93).

En tal caso este tipo de comparaciones sólo será posible cuando las

religiones en comparación coincidan en un mito común aceptado como punto de

partida incuestionable; como la tipología de fe que hay en la creencia de la figura

de Abraham (monoteísmo, obediencia de la voluntad de Dios, etc.), para las

religiones semíticas. Pero la comparación se cae desde los presupuestos

filosóficos claves, cuando la comparación se hace, por ejemplo entre cristianismo

y budismo, o hinduismo, pues los presupuestos son distintos.


47

La objeción anterior nos lleva a una segunda opción: que el terreno común

sea aceptado mutuamente entre las partes. Esta es una opción pragmática que

puede servir para una adecuada comparación filosófica, siempre y cuando el

criterio no sea impugnado por otra religión (o por su filosofía subyacente). En tal

sentido, esta opción resulta excluyente, sólo entre aquel grupo de religiones que

hayan firmado el pacto de aceptación de los criterios, las afirmaciones

consecuentes serán aceptadas; pero asimismo, no pueden ser aplicadas sin una

previa justificación a otras religiones. Son en este sentido, para Panikkar,

comparaciones de segundo orden: “nos encontramos ante una comparación

filosófica de las religiones, pero no ante una filosofía comparativa de las

religiones” (Panikkar, 1992: 93). Veamos más específicamente la crítica:

En el caso de que defendamos una posición filosófica realista podremos comparar y


criticar todos los sistemas religiosos que acepten una visión realista del universo,
pero las filosofías «idealistas» no podrán ser correctamente comparadas con los
parámetros de una filosofía realista. Sólo pueden ser, en el mejor de los casos,
descritas desde una perspectiva ajena. La religión comparativa es algo más que la
mera clasificación de doctrinas; clasificar ayuda a comprender, pero no es
sinónimo. (Panikkar, 1992: 94).

Objetada la anterior, aparece la tercera opción de posibilidad para la

construcción de un terreno común. Señala que es posible realizar estudios

comparativos, recurriendo al análisis de estructuras comunes o a la detección de

formalidades comunes. Ya en las primeras partes del ensayo, Panikkar señala que

posturas como éstas están centradas en el impacto sociológico e intelectual de las

ciencias naturales sobre la concepción de la filosofía y la teología. En tal sentido,

se reconoce que la característica propia de las ciencias naturales es encontrar

paradigmas matemáticos capaces de expresar el conocimiento de los fenómenos,

pues, finalmente, lo único que es comparable son las cantidades, las


48

cuantificaciones. Por esto, la propuesta de analizar estructuras o formalidades

comunes requiere llevar los datos de la filosofía y la religión a datos

cuantificables a través de los cuales se pueda realizar una comparación formal con

la herramienta de la lógica.

Para Panikkar es loable esta propuesta por la posibilidad de encontrar

afinidades y modelos comunes científicamente expresables. Sin embargo la

“realidad religiosa” del ser humano no puede ser simplemente agotada en la

traducción a fórmulas lógicas sintagmáticas bien formadas; pues, de hecho,

generalmente el “símbolo” religioso no está contenido ni expresado

completamente en el “signo” formal que se expresa en la tradición, y que es

tomado como el elemento traductor (Cf. Panikkar, 1992: 95). En pocas palabras,

la especificidad de la dimensión religiosa humana no es idéntica a la estructura

subyacente en aquellos comportamientos humanos adjudicados como fenómenos

religiosos:

Comer, bailar, cantar, el uso de palabras, celebrar, defender las propias


convicciones, formular resúmenes de opiniones, cambiar dinero o bienes, etc., todas
constituyen estructuras que pueden ser encontradas en las relaciones económicas,
comerciales, intelectuales o simplemente humanas, La posible especificidad de la
religión descansa en los contenidos y significados dados a tales modelos: a ese
comer, danzar, orar, teologizar, confesarse y dar a los pobres, etc., ¿qué es ese algo
que distingue tales actividades de comportamientos formalmente similares? ¿O no
hay un tal contenido? En una palabra, el método de formalización es
metodológicamente ciego para detectar la naturaleza misma de los fenómenos que
se discuten. (Panikkar, 1992: 98).

Con respecto a estas dos últimas opciones de posibilidad, Panikkar insiste

en el error de buscar terceras interpretaciones o jueces de la comparación, que se

conviertan en una especie de metafilosofías, saltando el carácter de ultimidad de la

filosofía y la religión, sobre todo cuando sólo es posible filosofar sobre

situaciones dadas.
49

Un cuarto criterio de posibilidad para la construcción del necesario

terreno común, es intermedio entre la cuantificación y la incomunicabilidad de las

culturas humanas. Se trata de hacer depender la comparación de religiones sobre

la posibilidad de un instrumento cuya fiabilidad se base en la unidad fundamental

de la naturaleza humana. Se trata de un instrumento que haga referencia a la

homogeneidad y exclusividad de la raza humana sobre el resto de los seres

vivientes y, evidentemente, esta herramienta por excelencia, dentro del desarrollo

de la cultura occidental, es la racionalidad:

“Esta palabra, de hecho, ha sido considerada como la base común sobre la

que construir una ciencia comparativa de las religiones e incluso un orden del

mundo” (Panikkar, 1992: 99). Esta solución suena muy simple y cae por su propio

peso, el mismo Panikkar da cuenta de ello. De hecho, una de las formas de caer en

este error metodológico, es justamente con investigaciones como la presente;

pues, existen muchos sistemas filosóficos y religiosos que no están suscritos a la

concepción occidental de racionalidad; e incluso, conociéndola, no le dan la

primacía epistémica que tradicionalmente le es adjudicada. En tal sentido

podemos ubicar casos como el del budismo, para quien la mente y la razón

pueden incluso representar limitantes o barreras para alcanzar el fin humano y

trascendente por excelencia.

En fin, por un lado, si dependemos sólo del criterio de racionalidad,

quedarían excluidos de la comparación muchas culturas que no congenian con el

mismo criterio. Por otro lado, incluso en un acuerdo formal, las concepciones de

racionalidad pueden diferir hasta debatirse un significado correcto de ésta, por

eso: “la «racionalidad» misma debe ser estudiada comparativamente antes de ser
50

usada como un instrumento de comparación” (Panikkar, 1992: 100). Así,

concluye Panikkar, la racionalidad es una condición necesaria común en las

mayoría de las investigaciones, incluso, por el cuidado de las leyes básicas de la

lógica (principio de identidad, no contradicción y tercer excluido); pero no es una

condición suficiente, pues no abarca la totalidad de la realidad humana, sobre todo

cuando de lo que hablamos es de religiones, y advertimos que muchas de ellas

están fundadas sobre el campo de lo pre-racional, a-racional o supra-racional.

Ahora bien, a partir de todas las críticas aplicadas a los anteriores criterios

de comparación, es posible aún examinar una quinta opción de tipo pragmático.

Se trata de desplazar el problema de los sistemas religiosos y culturales a

cuestiones humanas concretas como el tema de Dios, el mal, el sufrimiento, la

muerte, el destino de los seres humanos, o incluso la concepción de hombre. En

este sentido, la filosofía comparativa se dedicaría al estudio de alguna de estas

delicadas temáticas filosóficas a la luz de algunas determinadas religiones (i.e.,

desde el sistema filosófico y doctrinal de la religión). Podría así presentarse un

estudio sobre, por ejemplo, la concepción de Dios en el cristianismo frente a la

concepción de Alá en el Islam, y el incognoscible nombre de Yahvé del judaísmo.

Esta opción metodológica se presenta interesante y fecunda para Panikkar,

hasta que aparece una limitación de la que la fenomenología está muy conciente.

Se trata de que ningún problema filosófico se presenta como independiente de la

tradición en la que fue creado, por lo tanto, cualquier aserción que quiera

demostrar alguno de estos problemas, sería a partir de una posición ventajosa para

un sistema en particular, procurando una desventaja para la otra posición en

comparación: “no existen «textos» desnudos que podamos, desde una posición
51

apartada, estudiar desde distintos ángulos. En filosofía o en religión, ni en ningún

tipo de conciencia humana, hay hechos o datos puros.” (Panikkar, 1992: 101). En

tal sentido, sirva el mismo ejemplo que colocamos arriba como ilustración de lo

conflictivo que en tal caso sería estudiar la concepción de Dios, justo en las tres

principales religiones monoteístas, a pesar de que comparten cierta raíz cultural

semítica.

Otro ejemplo ilustrativo y más claro, ofrece Panikkar sobre la naturaleza

de este tipo de investigaciones, y que además se relaciona con la idea que

pretendemos investigar en el presente trabajo. En el budismo es una verdad

fundante que el principio esencial de la existencia es duhkha, palabra sánscrita que

expresa el concepto de “sufrimiento”. Pero sufrimiento en este sentido es muy

distinto de lo que puede entender, por ejemplo, un cristiano. Incluso el sentido de

la frase budista “todo es sufrimiento” nada tiene que ver con sufrimiento físico; se

trata del desasosiego, la enfermedad, la insatisfacción, el apego, etc.; por lo que

puede distar mucho de las consideraciones de sufrimiento físico, o incluso como

la redención que representa el sufrimiento físico por los otros seres humanos,

propia de la creencia cristiana con mucha influencia de su historia y doctrina:

El mundo dice cosas distintas a un yogui, a un tibetano, a un cristiano de la Edad


Media europea, a un japonés moderno y a un bantú. Decir «sufrimiento» en inglés
moderno o duhkha en sánscrito, no es decir lo mismo, y comenzar desde una
comprensión particular significa ya abandonar la perspectiva comparativa.
(Panikkar, 1992: 102).

La pregunta entonces es ¿cómo o en qué sentido es posible un acuerdo

sobre un posible terreno común sobre el cual edificar una filosofía comparativa de

la religión? Panikkar, al igual que el caso de Max Müller, ofrece una salida desde

la perspectiva del lenguaje, pero con unas modificaciones sustanciales en el


52

enfoque: “Los estudios comparativos han utilizado a menudo el paradigma de la

lingüística comparativa. Mi sugerencia es, sin embargo, que apliquemos el

paradigma de la filosofía del lenguaje a la reflexión sobre la naturaleza de la

filosofía comparativa” (Panikkar, 1992: 103). La lingüística comparativa trata, o

bien de la comparación de las estructuras lingüísticas subyacentes, o bien de la

naturaleza misma del lenguaje, es decir, como filología; sin embargo, el problema

de la filosofía comparativa se convierte más bien en la cuestión por conciliar un

lenguaje común.

La posibilidad de ese lenguaje común se basa originalmente en la

posibilidad de una traducción real, concreta y confiable de los diferentes lenguajes

filosóficos y religiosos. Esto es, a partir de lenguajes flexibles, capaces de

expresar las intuiciones fundamentales; y traductores concientes de que cada

traducción es una expresión de la síntesis del traductor, pero que a la vez son

productos de un marco de referencia común, producto de la inevitable ósmosis

cultural que se da en las relaciones sociales dentro del desarrollo histórico. Sólo

en este sentido es posible concebir, por ejemplo, la conferencia de un monje

budista tibetano ante una audiencia católica de Nueva York, gracias a la trama de

comprensión que permite la permeabilidad cultural de un mundo globalizado en

casi la totalidad de sus esferas:

Aquí, la filosofía comparativa es una expresión de la praxis factual de la situación


humana, y hoy precisamente parece ser este el caso, cuando una nueva theoreia
filosófica está emergiendo a partir de la praxis de nuestra situación de pluralismo.
Sentimos la necesidad de la filosofía comparativa de la religión con la misma
intensidad con que las religiones actuales han entrado en contacto, han sido
mutuamente influenciadas, se han visto atraídas, rechazadas, etc. Me refiero al
hecho de que los estudios comparativos tienen que estar históricamente localizados
y ser temporalmente entendido. (Panikkar, 1992: 105).
53

En este sentido creemos inválida la posición de Duch, cuando señalaba que

la metodología comparatista es en cierto sentido ahistórica (como señalamos al

principio de este aparte). La postura de Panikkar en este aspecto va un poco más

allá, usando la filosofía del lenguaje, para definir una “filosofía dialógica”, con

todo lo que esto significa dentro de la tradición de la historia de la filosofía6:

Hoy en día, en el dinamismo latente, la llamada filosofía comparativa sospecho que


no sea tanto un deseo de comparación como la necesidad de un diálogo. En otras
palabras, no consiste tanto en un deseo por comprender lo que el otro dice (aliud)
como quién es el otro (alius); no se trata de una idea nueva a incorporar o a
rechazar, sino de un nuevo ideal, una nueva perspectiva con la que contar.
(Panikkar, 1992: 107).

I.3 METODOLOGÍAS ESTRUCTUROLÓGICAS

El criterio de la comparación entre religiones es sumamente importante a pesar

de las limitaciones que puedan existir en el camino a su mejoramiento

metodológico. Sin embargo, como bien aclara el término “comparar”, se refiere a

más de un término, en este caso, más de una religión para asumir las respectivas

conclusiones de las investigaciones. En este sentido existe otra metodología que

exige el estudio de una o varias religiones con la finalidad de encontrar un camino

que las conecte en un mismo sentido antropológico: en la razón de ser de la

religión. Se trata de dar con una red, un mecanismo de conexión que instale de

forma significativa el comportamiento religioso particular dentro de la generalidad

del comportamiento social cotidiano. Ya sea este comportamiento referido a la

diversidad de otras instituciones sociales, ya sea referido a la interpretación, e

incluso las ofertas supra-reales y místicas de las religiones, más allá del individuo.

6
La propuesta de Panikkar es muy interesante en este aspecto de la “filosofía dialógica” sin
embargo, una exposición más extensa de este aspecto, excede los límites de esta investigación,
aunque admitimos la importancia de esta propuesta para el desarrollo de los estudios de la religión,
como un posible abordaje para una investigación ulterior.
54

Esta red puede ser interpretada como una “estructura” capaz de tender el

puente entre la realidad social y el investigador, tal como fue concebida dentro de

los estudios antropológicos hechos a partir de los años cuarenta y cincuenta del

siglo XX y que se conoce como “estructuralismo”. En esta tendencia, dentro del

espectro de los estudios de la religión, se incluyen importantes y contemporáneos

intentos de dilucidación del hecho y fenómeno religioso. Por una parte,

evidentemente, tenemos la figura del estructuralismo clásico o francés,

representado por Lévi-Strauss. Por otra parte, Duch también habla de una especie

de estructuralismo a partir de la obra del ya mencionado Mircea Eliade, con lo que

éste considera “Morfología de la Religión”. Y, por último, advertimos que la

mayoría de los autores de estudios de la religión consideran dentro de la tendencia

estructurológica a la fenomenología. Siguiendo estas coordenadas, entendamos la

importancia del estructuralismo dentro de los estudios de la religión, para dejar el

desarrollo amplio de la fenomenología, como metodología escogida en este

estudio, para un capítulo aparte.

I.3.1 Claude Lévi-Strauss

Desde las ciencias sociales, hablar del estructuralismo es hablar

inevitablemente de su iniciador en el ámbito de la antropología, el belga Claude

Lévi-Strauss, quien inició esta perspectiva desde los problemas planteados en esta

área por el antropólogo Radcliffe-Brown. En líneas generales, el estructuralismo

consiste en una búsqueda de leyes humanas universales e invariantes, es decir, una

estructura que opere en todas las actividades y los niveles de vida del individuo

constituido en sociedad o comunidad; y que tales leyes operan tanto en las

primeras formas de vida como en las más avanzadas. (Cf. Ritzer, 1993: 412).
55

Las raíces del estructuralismo están en la lingüística de Ferdinand de

Saussure, quien distinguía, en el ámbito del lenguaje humano, la langue de la

parole. La primera estaba constituida por el sistema de reglas y normas

gramaticales, mientras que la segunda trata del modo de expresión cotidiana, el

lenguaje real que usa la gente para expresarse. Aunque Saussure respetaba los

usos subjetivos del habla cotidiana, decía que la preocupación del lingüístico

debía ser la langue, es decir, el conjunto de reglas gramaticales a través del cual se

refleja la estructura de los diferentes sistemas de signos. A lo largo del desarrollo

lingüístico, este interés estructuralista en los sistemas de signos fue lo que

permitió que se desarrollara la ciencia de la semiótica, tan importante para dar con

los diferentes significados de las culturas, pues “abarca no sólo el lenguaje, sino

también otros sistemas de signos y símbolos tales como las expresiones faciales,

el lenguaje del cuerpo, los textos literarios y, de hecho, todas las formas de

comunicación.” (Ritzer, 1993: 412-413).

A partir de esta misma idea de establecer la estructura que subyace en el

lenguaje, la propuesta de Lévi-Strauss pretende tratar de elucidar la estructura que

subyace al conjunto de las relaciones sociales en sus diferentes formas, esto le

hace distinguir, como señala George Ritzer, varios tipos de estructura. “El primer

tipo consiste en las grandes estructuras e instituciones sociales del mundo social”

(Ritzer, 1993: 413). Se trata de las relaciones que pueden diferenciarse y

advertirse a simple vista y los correspondientes modos e instituciones que

edifican. Aunque la mayoría de antropólogos y sociólogos las reconocían, a Lévi-

Strauss le costaba reconocerlas como estructuras, pues pensaba que detrás se

escondían las verdaderas estructuras; lo cual le lleva a un segundo tipo “que


56

resulta más importante que el primero: el modelo que construye el científico

social para captar la estructura fundamental de la sociedad” (Ritzer, 1993: 413-

414). Luego está un tercer tipo de estructura, fundamental para Lévi-Strauss, el de

la mente humana: “Los modelos del mundo social que construyen los científicos

adquieren una forma semejante en las diversas sociedades debido a que, en todo el

mundo, los productos humanos tienen una fuente básica idéntica: la mente

humana” (Ritzer, 1993: 414).

Mientras que a la mayoría de los antropólogos les interesaban lo que

hacían las personas, lo que le interesaba a Lévi-Strauss eran los productos

humanos en sus estructuras objetivas y no sólo en sus significados subjetivos. En

tal sentido, y entre los fenómenos sociales, se fijó fundamentalmente en los

sistemas de parentescos y en los mitos. En tal sentido, tanto uno como otro -así

como todo sistema lingüístico-, constituyen un producto de la mente humana, pero

no como procesos conscientes, sino como forma de la estructura lógica

inconsciente, que funcionan según leyes generales y estas leyes se convierten en

ciertas pautas a priori para la creación de los vínculos de parentesco y para los

mitos.

Claro está que Lévi-Strauss estaba consciente, en primer lugar, de que las

estructuras son creaciones de los observadores y, en segundo lugar, que esas

estructuras no existen en el mundo real, así lo dice el mismo Lévi-Strauss: “El

término “estructura social” no tiene nada que ver con la realidad empírica, sino

con los modelos que se constituyen a partir de ella” (Ritzer, 1993: 415). En tal

sentido, y frente a lo que significa esto para el estudio mitológico, dice Duch:
57

(…) la metodología de Lévi Strauss, sobre todo, busca «aislar» las «formas»
generales que la actividad inconsciente del espíritu humano impone a los
contenidos, haciéndolos trascender entre un número ilimitado de posibilidades.
Comprender estas «formas», dilucidar las estructuras incoscientes que hay detrás de
las mitologías, de las costumbres y de las instituciones tiene como consecuencia la
obtención de un principio de comparación y de interpretación válido para el
conjunto de las formas religiosoculturales. (Duch, 2001: 51).

Desde el punto de vista de la religión, Lévi-Strauss propone la búsqueda

de los significados de los mitos en el nivel estructural de lo inconsciente, a partir

de la construcción de modelos mitológicos y siguiendo un procedimiento casi

matemático (Cf. Ritzer, 1993: 415-416 et. Duch, 2001: 50-51). En este sentido y

aunque su método se sirve, sino consciente, al menos por tendencia estructural, de

la fenomenología, igualmente se aleja de ésta, según Duch, por su

“sentimentalismo”. El estructuralismo antepone el modelo de “lo real” frente a la

importancia de “lo vivido” en la construcción del modelo para la fenomenología

de la religión (Cf. Duch, 2001: 51). Siguiendo con lo que señala Lluís Duch:

«Lévi-Strauss vacía la religión de lo que no es religioso» (…) Su desideratum no va

dirigido a la búsqueda de la religión en sus actos o, mejor todavía, de los

practicantes en el ejercicio de sus actividades religiosas, sino al establecimiento de

la «morfología del religioso» al margen de cualquier forma de implicación efectiva

y afectiva de los individuos. (Duch, 2001: 51-52).

I.3.2. Mircea Eliade y la Morfología de las Religiones

La figura de Mircea Eliade es quizá una de las más resaltantes en cuanto a

los estudios de la religión se refiere. Ya habíamos comentado de él al tratar sobre

la metodología de la Historia de la Religión, considerando su amplio trabajo al

respecto. Sin embargo, y como bien señala Juan Martín Velasco en la

presentación a la tercera edición del Tratado de Historia de las Religiones, en

realidad, el interés de Eliade está en desvelar el hecho religioso que subyace a la


58

historia de las religiones, reconociéndolos como fenómenos y precisando ese aire

de familiaridad que los caracteriza como tales. En tal sentido, se trata de

identificar como religiosos esos hechos relatados por la Historia de las religiones;

lo cual requiere de Eliade un trabajo más de fenomenólogo que de historiador:

Para él la historia de las religiones tiene que adecuarse a lo peculiar del hecho cuya
cronología y evolución desarrolla. Para ser historia de las religiones tiene que
prestar atención a lo peculiar del fenómeno religioso, al fenómeno religioso en
cuanto tal, a las estructuras permanentes que presenta a lo largo de todas las épocas
y en la variedad de culturas, y a su significado para el hombre que lo vive. (Eliade,
1981: 33-34).

Indudablemente, la obra en la que Eliade desarrolla más claramente la

importancia de estudiar y entender el fenómeno religioso como tal, en su

particularidad y exclusividad, es en el Tratado de Historia de las Religiones;

incluso, en el mismo prólogo a esta obra, comienza su argumentación criticando

de algún modo el desarrollo de la ciencia decimonónica por imponer los modelos

de interpretación científica, como creadores del fenómeno. En este sentido

escribe:

Un fenómeno religioso no se nos revelará como tal más que a condición de ser
aprehendido en su modalidad propia, es decir de ser estudiado a escala religiosa.
Pretender perfilar este fenómeno mediante la fisiología, la psicología, la sociología,
la economía, la lingüística, el arte… es traicionarlo, es dejar escapar lo que
precisamente hay en él de único e irreducible, es decir, su carácter sagrado. (Eliade,
1981: 55).

Y no se trata de que no dé cuenta que la religión sea parte de la vida social

del hombre y que por tanto tenga que ver con las otras dimensiones de lo humano,

como lo lingüístico y lo económico. Se trata más bien de evitar a toda costa

reducir el fenómeno religioso a cualquiera de estas disciplinas; puede abordársele

–como no- desde diferentes ángulos, pero considerándolo ante todo en sí mismo y

en lo que tiene de irreducible y original, que como hemos señalado, está en las
59

consideraciones sobre las relaciones del hombre con lo sagrado, y de cómo éste

elabora su vida y su concepción de mundo en torno a aquélla: “No es tarea fácil.

Porque se trata, si no de definir el fenómeno religioso, al menos de circunscribirlo

y situarlo en el conjunto de los demás objetos del espíritu.” (Eliade, 1981: 56).

En tal sentido, en esta obra, Mircea Eliade entiende que para hacer una

Historia de las Religiones, es importante primero allanar el fenómeno religioso y

entenderlo en su significación cultural para el hombre. He aquí la intención de

realizar una “morfología” de las manifestaciones religiosas, es decir, de lo

sagrado; para luego apuntar hacia una necesaria “hermenéutica” de estas formas,

donde prevalecería el símbolo y el mito como manifestaciones hierofánicas (Cf.

Duch, 2001: 55). En realidad, lo propio de las manifestaciones religiosas no es

fácil de definir a través de fórmulas simples y de esto Eliade es enteramente

conciente. Aunque, lo que sea el fenómeno religioso es algo que no puede caer en

idealizaciones de las prácticas religiosas, debe surgir de la práctica misma:

Un tabú, un ritual, un símbolo, un mito, un demonio, un dios, etc., tales son algunos
de esos hechos religiosos. Pero sería una simplificación abusiva presentar las cosas
de esta manera lineal. En realidad tenemos que habérnoslas con una masa polimorfa
y a veces caótica de gestos, de creencias y de teorías, que constituyen lo que podría
llamarse fenómeno religioso (Eliade, 1981: 56).

Podemos entonces entender mejor las tres importantes dimensiones del

trabajo de Eliade, como señala Juan Martín Velasco, aduciendo a los intérpretes

de la obra del rumano: “hay un predominio de la fenomenología sobre la historia,

lo que explica que, antes de la aparición de esta última, se la caracterizara

justamente como «una fenomenología, hermenéutica comparada y morfología

histórica de los fenómenos religiosos».” (Eliade, 1981: 35).


60

En el mismo Prólogo al Tratado, Eliade define los puntos más importantes

de lo que será su trabajo: “1) ¿Qué es religión? 2) ¿En qué medida puede hablarse

de historia de las religiones?” (Eliade, 1981: 56). En conciencia de lo arduo de la

tarea, inicia su opción por el desentrañamiento del “fenómeno religioso”, antes

que de una descripción histórica de la religión, considerando que esta última casi

siempre va unida a la comprensión evolucionista, esto es, bajo el esquema típico,

de lo más elemental a lo más complejo (lo insólito, por ejemplo), pasando por el

fetichismo, el culto de la naturaleza o los espíritus, la creencia en dioses y

demonios, el politeísmo y, finalmente el monoteísmo:

Semejante exposición sería arbitraria, porque implica que el fenómeno religioso


evoluciona pasando de «lo simple a lo compuesto», lo cual no pasa de ser una
hipótesis indemostrable: no se encuentra en ninguna parte una religión simple,
reducida a las hierofanías elementales; por otra parte, iría contra el fin que nos
hemos propuesto, que es el de mostrar lo que son y lo que revelan los hechos
religiosos. (Eliade, 1981: 57).

De esta forma el Tratado se inscribe en una tradición que tiene sus

antecedentes en la nueva Fenomenología de la Religión, con nombres como los de

Chantepie de la Saussaye, N. Söderblom, R. Otto, J Wach, van des Leeuw, M

Meslin, etc. Cuyas obras hacen referencia a “lo sagrado” como la categoría

fenomenológica clave que expresa los rasgos comunes a las distintas religiones, es

decir, aquel punto de partida por el que es posible llegar a una definición de lo

religioso como tal. Así es que Eliade emprende su estudio estudiando la

morfología de las “hierofanías cósmicas, la sacralidad que se nos hace patente en

diferentes niveles cósmicos: el cielo, las aguas, la tierra, las piedras.” (Eliade,

1981: 57). Luego pasa a las “hierofanías biológicas (los ritmos lunares, el sol, la

vegetación y la agricultura, la sexualidad, etc.)” (Eliade, 1981: 57); en tercer lugar

pasa a las “hierofanías tópicas (lugares sagrados, templos, etc.) y, por último, a los
61

mitos y a los símbolos” (Eliade, 1981: 57-58). Toda esta presentación se realiza

en el libro cuidándose de no hacerla en forma lineal, acumulativa o incluso

evolutiva. La selección de una primera, la otra después se trata de una facilidad

metodológica que no implica la imposibilidad de, por ejemplo, hablar de los mitos

o símbolos en las hierofanías acuáticas, o referirse a los Dioses en las hierofanías

uránicas. Así deja entrever, cuando se adelanta a enumerar las ventajas de su

método, específicamente en la tercera y cuarta ventaja, consecutivamente que:

3) el examen simultáneo de las formas religiosas «inferiores» y «superiores» pondrá


en evidencia sus elementos comunes, y con ello evitaremos ciertos errores que
pueden imputarse a una óptica «evolucionista» u «occidentalista»; 4) no se
fragmentarán excesivamente los conjuntos religiosos, puesto que cada clase de
hierofanías (acuáticas, celestes, vegetales, etc.) constituyen a su modo, un todo,
tanto desde el punto de vista morfológico (ya que se trata de dioses, de mitos, de
símbolos etc.) como desde el punto de vista histórico(…). (Eliade, 1981: 59).

I.3.3. La Fenomenología de la Religión

Hablar de Fenomenología de la Religión como un cuerpo doctrinal

unificado es difícil; como bien señala Duch -citando a Eva Hirschmann- cada

fenomenólogo tiene una postura con la cual aborda una concepción de religión y

de su puesto dentro del sistema de las ciencias (Cf. Duch, 2001: 53). Sin embargo

hay que considerar alguna posibilidad para conciliar algunas relaciones de

afinidad en cuanto a las categorías entre grupos de fenomenólogos y sus

tendencias. Incluso es la intención de este trabajo de investigación conciliar esas

relaciones que puedan abastecer un medio para tender el necesario puente de

interpretación entre los hechos religiosos en general y los casos particulares de

experiencia religiosa, como el caso del budismo zen.

Dejemos para un capítulo completo la descripción general de la

Fenomenología como metodología de investigación filosófica y sus posibilidades


62

teóricas y categoriales para el estudio de la religión, más específicamente para

allanar notas en torno a una antropología religiosa (o una posible interpretación

filosófica del Hombre desde una religión como el Budismo). En tal sentido, en

este apartado, comentemos al menos qué significa el término “Fenomenología de

la Religión”, qué autores la desarrollan, y por qué es considerada dentro de la

tendencia metodológica estructurológica, en cuanto a la generalidad de los

estudios de la religión se refiere.

Si bien el término Fenomenología es más conocido como el método

filosófico creado e interpretado por Edmund Husserl (1859-1938), a partir de sus

estudios con Franz Brentano; en realidad el término proviene de antes. Diríamos

que su aparición en el argot filosófico depende directamente de la filosofía crítica

alemana, sobre todo después de la distinción kanteana entre phainomenon y

noumeno. Incluso, siguiendo a Martin Velasco, habría que señalar que: “Según

G.A. James el primer empleo del término en filosofía aparece en Johan-H.

Lambert (1728-1777), un filósofo que mantiene correspondencia con Kant y que

titula la última de las cuatro sesiones de su obra Neues Organon «Fenomenología

o doctrina de las apariencias»” (Martin Velasco, 1992: 25).

Continuando con lo señalado por Martín Velasco, hay que subrayar que el

primero en aplicar el término “fenomenología” a los estudios de la religión es el

ya mencionado historiador de la religión, Chantepie de la Saussaye, en 1887, en la

primera edición de su Historia de las religiones (aunque vale decir que

desaparece en la segunda edición). Como puede verse, la fecha roza con el

período de formación filosófica de Husserl, quien edita su primera obra:

Philosophie der Arithmetik en 1891 (Cf. Schérer, 1969: 342). En tal sentido,
63

podemos suponer con bases, una cierta autonomía de los estudios

fenomenológicos de la religión de la filosofía de Husserl. Aunque esto no sería del

todo cierto, pues evidentemente los adelantos y descubrimientos que realizó este

filósofo checo-alemán en torno a una fenomenología general o fenomenología

ontológica (ontología formal), definitivamente influyeron en el decurso del ámbito

intelectual contemporáneo; y en tal sentido, también en los estudios sobre lo

humano en todas sus dimensiones. De esta manera, se llegó a conformar -desde

los diversos trabajos realizados por los discípulos de Husserl- lo que este mismo

denominó “ontologías regionales” o aplicaciones fenomenológicas. Como señalan

Giovanni Reale y Dario Antiseri en Historia del Pensamiento Filosófico y

Científico, Vol.III (1988): “El estudio de estas ontologías regionales se propone

captar y describir las esencias, es decir, las modalidades típicas con que aparecen

ante la conciencia los fenómenos morales o, por ejemplo, los religiosos” (Reale et

al., 1988: 500).

Así, Martín Velasco reconoce tres grandes corrientes de fenomenólogos

que se han dedicado al estudio de la religión. Una primera corriente está

representada por Fr. Scheleiermacher y Wilhem Dilthey. A Scheleiermacher se le

debe por una parte la creación de una hermenéutica que reconoce el carácter

único, específico e irreductible de la religión como región especial del alma

humana; la define como un sentimiento y gusto por el infinito; aclarando que tal

sentimiento tiene alcance cognoscitivo y que el infinito es a su vez, el principal

objeto de dependencia del ser humano. En tal sentido, el sentimiento se revela,

debajo de los conceptos, en la experiencia, cuya expresión fundamental es el

lenguaje religioso; por lo cual, el estudio de la religión es fundamentalmente la


64

interpretación hermenéutica de esas expresiones como vehículo del sentimiento.

(Cf. Velasco, 1992: 27-28). Por otro lado, la importancia de Dilthey está no sólo

en ser discípulo de Scheleiermacher, sino en llevar la hermenéutica hasta sus

mejores momentos metodológicos dentro de la filosofía y las ciencias sociales,

interpretadas como “ciencias del espíritu”. En tal sentido, Dilthey extiende el

procedimiento hermenéutico a todas las realidades culturales del ser humano,

destacando la necesidad de la “comprensión” (Verstehen) de los actores, frente a

la mera “explicación” (Erklären) que ofrecen las ciencias naturales. (Cf. Velasco,

1992: 28).

Luego de este primer momento importante en la fenomenología de la

religión, debemos reconocer una segunda corriente representada por el mismo

Chantepie de la Saussaye y por otros nombres importantes como los de N.

Söderblom y Rudolf Otto. Se trata de la corriente más extendida: la hierológica; es

decir, la que considera que la categoría más apta para interpretar el fenómeno

religioso es “lo sagrado”. Como bien señala Martín Velasco “Mas que ordo ad

Deum como quería Santo Tomás, la religión es ordo ad sanctus” (Velasco, 1992:

29). La importancia del carácter de lo sagrado se deja entrever en estos autores,

especialmente en el caso de Otto, quien es reconocido como el gran sistematizador

de esta corriente fenomenológica, a través de su obra Lo Santo (Das Heilige): Lo

irracional en la idea de lo divino y su relación con lo racional, publicada en

1917. En esta obra, Otto habla de una relación del hombre con lo sagrado en el

sentido de “lo numinoso”, que se caracteriza por su condición irracional y por una

dialéctica de lo tremendo y fascinante (Cf. Velasco, 1992: 30).


65

En este orden de ideas, la experiencia del “mysterium tremendum” para el

hombre religioso se sustenta en dos características existenciales fundamentales:

una la de ser criatura, lo cual le hace ahondar en su propia nulidad ante lo Otro,

como lo que está por encima de toda criatura de manera configurante aunque

inaccesible. Como bien señalan Giovanni Reale y Dario Antiseri: “Mysterium

indica lo escondido, lo no manifiesto, lo extraordinario y lo desacostumbrado. El

mysterium está ligado a lo mirum o admirable. El hombre religioso se muestra

lleno de «turbada admiración» ante el misterio religioso, que experimenta con lo

«totalmente otro»” (Reale et al., 1988: 514). La teoría de Otto tiene cosas

criticables; por ejemplo, evalúa al cristianismo como superior ante otras

experiencias religiosas por su claridad y lucidez en conceptos como el de

omnipotencia, voluntad final, misericordia, espíritu, razón, etc., cuando se refiere

a la divinidad; aún cuando él mismo aclara que la religión no se agota ni consiste

en sus expresiones racionales. Sin embargo, hay que rescatar, como bien señala

Martín Velasco, que para Otto ese sentimiento de relación con lo sagrado no es un

simple acto del sentir, sino más bien una categoría a priori de la afectividad al

estilo de las categorías a priori kanteanas que son condición de posibilidad para el

conocimiento; mas, en este caso, “hace que el sujeto esté dotado de una estructura

afectiva, con alcance cognoscitivo, innata y formal que sería el origen de la

religión” (Martín Velasco, 1992: 30).

Esta corriente hierológica ha sido la de mayor influencia sobre todo en

otras ramas del conocimiento que se han acercado al fenómeno religioso. Tal es el

caso de la sociología de la religión que ha mostrado dicha influencia en los

trabajos de Emile Durkheim, H, Hubert, M. Gauss y R, Callois. En estas


66

interpretaciones, lo resaltante es el estudio de la dialéctica contrapuesta entre lo

sagrado frente a lo profano, como forma de explicar los mitos, los ritos y otras

actividades significativas que enraízan a diferentes instituciones sociales en el

funcionamiento de las comunidades creyentes. Pero dejemos esto para otra

investigación y veamos en qué consiste, para Martín Velasco, el tercer momento

del desarrollo de la fenomenología de la religión.

Esta tercera corriente si está estrechamente influida por el desarrollo de la

fenomenología filosófica de Husserl:

(…) es evidente que hay una utilización consciente por parte de los estudiosos de la
religión a que nos venimos refiriendo de una serie de términos del vocabulario de la
fenomenología husserliana. Entre éstos son de subrayar: los de «intuición de las
esencias» o «reducción eidética», epoché, suspensión de juicio, puesta entre
paréntesis de la existencia real de lo que se muestra o «reducción fenomenológica»;
intencionalidad de la conciencia, referencia noesis–noema y determinación
consiguiente de los mundos vitales, ámbitos de realidad o sectores de la
experiencia. (Martín Velasco, 1992: 31).

Definitivamente todos estos son conceptos que podemos encontrar en los

diferentes estudios de los más contemporáneos fenomenólogos de la religión. Sin

embargo, hay que dar cuenta de un cierto descuido, no sólo de los autores

contemporáneos, sino también por parte de los clásicos en la fenomenología de la

religión, sobre el reconocimiento o la referencia a Husserl, sobre los mismos

conceptos elaborados por él. A esta situación hay que sumarle la poca utilidad y

reconocimiento que una mayoría de los historiadores de la religión tienen para con

la fenomenología. Esto hace que Martín Velasco reconozca tres principales

tendencias de cara a la fenomenología de la religión; lo cual, además abre una

discusión importante que la inserta como posibilidad metodológica de la corriente

estructurológica, pues abre el debate sobre la factibilidad del método

fenomenológico. En realidad estas tres tendencias, tal como las capta Martín
67

Velasco, se dividen según la pertinencia del término “fenomenología”, en el

sentido creado desde la filosofía de Husserl.

Una parte de los autores privilegian la actividad como “ciencias de la

religiones”, “historia comparada de las religiones”, tipología o morfología de la

religión, etc. En tal sentido, este grupo de autores prefieren abandonar el uso del

término fenomenología, por la metodología histórica que se sirve de otras ciencias

para desentrañar el fenómeno religioso. Una segunda tendencia reconoce las

limitaciones del método científico en el caso del estudio de las religiones, por esto

aceptan el uso del término fenomenología, aún cuando son concientes que éste es

un uso analógico a la fenomenología filosófica, pues lo que quieren subrayar es el

carácter hermenéutico de una metodología de aproximación al estudio de las

religiones. Y, por último, tenemos el cúmulo de autores que sí están dispuestos a

reconocer el reto de utilizar el término directamente tomado de la fenomenología

filosófica de Husserl, para asumir sus categorías como método dirigido a superar

las imprecisiones que acompañan la disciplina de los estudios de la religión. (Cf.

Martin Velasco, 1992: 33-35).

En todo caso, el uso de la fenomenología en los estudios de la religión, así

como en cualquier otra dimensión de lo humano, tiene como interés, más allá o

más acá del desarrollo husserliano, la “descripción o clasificación cuidadosa de

hechos accesibles empíricamente sobre la base de semejanzas observables”

(Velasco, 1992: 32). Esta es una definición de la fenomenología interpretada

desde la tradición inglesa, y que, aunque se queda evidentemente corta en cuanto a

la complejidad de la propuesta filosófica de la fenomenología, por lo menos pone

en evidencia el interés en estudiar los fenómenos en profundidad de una realidad


68

compleja (en este caso la religión), para tratar de hallar lo común en todos éstos,

de manera que puedan ser estructurados y concebidos en una red significativa y

dinámica que crea y configura las formas de vida humana. Es en este sentido que

podríamos insertar algún uso fenomenológico, como forma de la metodología

estructurológica, sin dejar de lado las complejidades que trae este estudio, frente a

las ya complejas limitaciones de los estudios sobre la religión; y que ambas

condiciones se resumen en varios puntos que el mismo Martín Velasco deja

claros:

Los principales problemas de la fenomenología de la religión pueden expresarse en


una serie de expresiones dilemáticas que expresan otras tantas tensiones, tanto en el
ámbito del objeto de estudio como en el del método requerido para estudiarlo e
incluso en las disposiciones del sujeto que aborda ese estudio. Las más importantes
podrían resumirse en las siguientes: religión-religiones; historia-estructura;
explicación-comprensión; valoración-consideración libre de toda valoración.
(Velasco, 1992: 36).
69

CAPÍTULO II

La relación entre el espectáculo y el


espectador es constitutiva. Sólo hay espectáculo
si hay espectador. Y el espectador se inscriben
un espacio y en un tiempo desde los cuales
accede a sus verdaderos espectáculos
Raimon Panikkar

Cuando el Sabio señala la Luna, el necio


sólo se queda viendo el dedo
Probervio Zen

II. LA FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN COMO

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

En el primer capítulo del libro ¿Qué es el Hombre?, Martín Buber (1992)

hace alusión al Manual de los cursos de Lógica de Kant, donde el filósofo de

Königsberg hace una distinción entre la filosofía académica y la filosofía en el

sentido cósmico, caracterizando a esta última como “la ciencia de los fines

últimos de la razón humana, o como la ciencia de las máximas supremas del uso

de nuestra razón” (Buber, 1992: 12)7. En tal sentido, resalta Buber las cuatro

principales preguntas a través de las cuales Kant delimita este campo de una

filosofía en sentido universal: “1.- ¿Qué puedo saber? 2.- ¿Qué debo hacer? 3.-

¿Qué me cabe esperar? 4.- ¿Qué es el hombre?”(Buber, 1992: 12). Kant

especificaba que a la primera pregunta se responde con la metafísica, a la segunda

con la moral, a la tercera con la religión y a la última con la antropología; sin

embargo, habría luego de señalar que finalmente todas se refunden en la última,

pues realmente tanto la metafísica, la moral y la religión se revierten en una

antropología. Al respecto, dice Buber aludiendo al pasaje “Del ideal del supremo

bien” en la Crítica a la razón pura:

7
Cita de Martín Buber a la obra de Kant.
70

Esta formulación kantiana reproduce las mismas cuestiones de las que Kant (…)
dice que todos los intereses de la razón, lo mismo de la especulativa que de la
práctica, confluyen en ellas. Pero a diferencia de lo que ocurre en la Crítica de la
razón pura, reconduce esas tres cuestiones hacia una cuarta, la de la naturaleza o
esencia del hombre, y la adscribe a una disciplina a la que llama antropología pero
que, por ocuparse de las cuestiones fundamentales del filosofar humano, habrá que
entender como antropología filosófica. Esta sería, pues, la disciplina filosófica
fundamental. (Buber, 1992: 13).

Es así -como señalan muchos autores- que se funda la disciplina de la

antropología filosófica: un interés en el hombre, su forma y esencia humana;

como respuesta de término medio para gran parte de las cuestiones filosóficas

claves e importantes. Y considerando que el problema de la religión como

aproximación a lo completamente “otro” -más allá de cualquier interpretación-,

que se refiere a lo “otro” como trascendente, como lo más allá del hombre,

entonces cabe una pregunta específica ¿cómo lo “otro”, completamente

trascendente, me configura o establece vínculos en la comprensión de mí mismo

como hombre o ser humano? Decimos pregunta específica, pues no perdemos el

norte general y comprensivo de la misma pregunta con la que Buber titula su obra

¿Qué es el hombre?

Mas, si hemos de hablar de la antropología filosófica como objeto de

conocimiento, evidentemente se nos impone la necesidad de abordarla

filosóficamente, recordando que la filosofía es más una disciplina de preguntas

que de respuestas, por lo que antes de responder las preguntas precedentes, son

necesarias otro cúmulo de preguntas previas como por ejemplo, ¿qué es la

religión? O ¿qué es el hecho religioso? Ya hemos visto en el capítulo anterior (y

se podrá ampliar en este capítulo) cómo una de las respuestas aproximativas más

viables y aceptadas a estas interrogantes se dirigen hacia las consideraciones en

torno a “lo sagrado” como forma de lo religioso, e incluso a la división del mundo
71

entre “lo sagrado” y “lo profano”; esto es, entre lo numinoso, lo que está más allá

y lo que es más cercano a nosotros, lo humano y cotidiano. Sin embargo, en este

sentido cabe traer a colación algunas observaciones que realiza Michael Meslin

(1993) en su artículo El Campo de la Antropología Religiosa, donde refiriéndose

a Herman Cohen, habla sobre los problemas de un concepto de religión. En tal

sentido señala que:

(…) no podemos captar lo sagrado más que allí donde lo encontramos, es decir,
nunca en estado puro, pues no existe como tal, sino en la existencia de los hombres
que delimitan lo sagrado al concebirlo. Vemos que todas las numerosas religiones
que podemos conocer y analizar, las viven sus fieles a la vez como una referencia a
una realidad superior al hombre y como un medio de control del universo cotidiano
en el que éste vive. Por lo tanto toda religión es un hecho cultural que sólo aparece
con el hombre. (Meslin, 1993: 15).

He aquí que nuestras interrogantes se revierten inevitablemente en una

antropología. Si la comprensión de cualquier religión como hecho cultural sólo

aparece con el hombre, entonces ésta debe entenderse e interpretarse a partir de la

esencia de la práctica de la religión por el hombre mismo. En este sentido

debemos entonces dirigirnos a una manera de captar las formas de la experiencia

religiosa, pues es ésta la que nos tiende un puente explicativo del concepto de

religión, ya sea que se entienda la comprensión del practicante como vivencia e

interpretación de lo sagrado, o como experiencia de lo numinoso. En todo caso,

este es el centro, según Kant, de toda filosofía de carácter universal: el ser

humano.

A partir de lo anterior, y aunque valoramos la importancia de las diferentes

metodologías de aproximación al estudio de la religión, (sobre todo la

aproximación histórica) preferimos optar por la fenomenología de la religión

como metodología de carácter hermenéutico, ya que permite un mejor


72

acercamiento antropológico y comprensivo de la experiencia religiosa. Así señala

también el mismo Michael Meslin:

(…) antes de tratar de entender el cómo y el porqué de las distintas experiencias


religiosas de la humanidad, hay que clasificar las diversas manifestaciones. Esa es
la base indispensable a toda aproximación antropológica. La fenomenología aporta
así una justificación de la autonomía de los hechos religiosos que el historicismo no
puede dar, porque se basa en una lectura hermenéutica de la existencia. Por lo tanto,
hay que partir del hombre, de ese hombre que es un espejo en el que se refleja, por
medio de sus actos y pensamientos, su concepto del mundo y del Dios al que adora.
(Meslin, 1993: 16).

Aboquémonos entonces, en este capítulo, a entender primero qué es y de

dónde parte la fenomenología como filosofía ontológica; para luego comprender

el nacimiento de la fenomenología de la religión como fenomenología regional,

desde sus orígenes clásicos, hasta su desarrollo contemporáneo en constante

realización. Así mismo, tratemos de sentar unas bases categoriales necesarias para

una fenomenología de la religión que puedan ser aplicadas al estudio

antropológico de cualquier religión, sobre todo una de carácter tan vivencial como

el budismo.

II.1 DE LA FENOMENOLOGÍA DE HUSSERL A LAS

FENOMENOLOGÍAS REGIONALES

Como señaláramos en el capítulo anterior, el término fenomenología

aparece por primera vez en el argot intelectual a partir de la época de Kant, y en la

forma del pensamiento correspondiente a la física. Sin embargo es ampliamente

conocida su acepción propiamente filosófica -exportable incluso a otros ámbitos

del pensamiento humano- a partir de la decantación hecha por Edmund Husserl.

Por eso, al hablar específicamente del campo de la fenomenología de la religión, o

de la fenomenología como antropología filosófica, es inevitable comenzar por

exponer aunque sea brevemente en qué consiste la fenomenología desde sus


73

inicios husserlianos, hasta lo que se ha constituido en una metodología

hermenéutica casi autónoma, capaz de abordar cualquier problema humano, ya

sea de corte filosófico, de ciencia social o, incluso, de ciencia natural.

Como bien señalan Giovanni Reale y Dario Antiseri en Historia del

Pensamiento Filosófico y Científico (Tomo III) (1988), la fenomenología, desde

los tiempos de Husserl, aparece como un pensamiento que intenta una cierta

autonomía y replanteamiento del pensamiento filosófico positivista que había

penetrado la cultura alemana y europea en general:

En aquellos años las ideas de Marx, Nietzsche y Freud, que luego dejarían su
impronta en la cultura de la generación posterior, eran ignoradas casi por completo
por los profesores universitarios. Sin embargo Husserl se halla en contacto con
éstos, quienes atentos al desarrollo de las ciencias positivas, de la matemática y
también de las ciencias histórico-sociales, someten a crítica el dogmatismo
positivista de la noción de conocimiento, además de la confianza religiosa que los
positivistas dispensaban a la ciencia. (Reale et al., 1988: 493).

Los trabajos de Husserl se enmarcan en una crítica cultural al status del

conocimiento científico de la época; acercándose al neokantismo, al historicismo

y al vitalismo; a la par que parte de las estructuras básicas del conocimiento

natural (entiéndase la matemática y la lógica). Así, la fenomenología plantea todo

un sistema epistemológico renovado que no sólo afecta a las ciencias naturales,

sino, incluso con mayor fuerza, a las ciencias sociales y humanas.

Si partimos de la filosofía crítica neokantiana, hay que entender que el

pivote sobre el que gira la estructura de la fenomenología está en la distinción

entre lo objetual, como realidad que no se agota ontológicamente en la relación de

conocimiento; y lo subjetual, que elabora y recrea la acción de conocer con su

aparataje respectivo. Este punto de partida exime a la metodología

fenomenológica del primer paso que representa el sugestivo “sueño dogmático”


74

del que Kant despertó por intermedio de Hume. Es decir, se parte de la existencia

de los objetos en la realidad, aunque aclarando que esa “existencia” se refiere más

bien a “modos de existir” a los cuales se accede por el contacto con la

subjetividad. Esto quiere decir que todo existir de las cosas sería, mejor dicho, un

“aparecer” ante la conciencia que conoce (diferencia entre la cosa en sí: noumeno,

y fenómeno).

Desde aquí, la fenomenología no intenta ser otra cosa que una opción

filosófica que trata de adherirse lo mayormente posible a los datos inmediatos e

innegables de la realidad, para luego establecerlos como base de teorías

científicas.

Esta última conclusión, así como una presentación general del camino

filosófico de la fenomenología husserliana, pueden ser ilustradas a partir del

escrito de Husserl llamado El Artículo «Fenomenología» de la Enciclopedia

Británica, que se encuentra incluido en la publicación Invitación a la

Fenomenología (1992) (en adelante le llamaremos sólo El Artículo). En este

pequeño pero esclarecedor escrito, Husserl presenta a la fenomenología como un

“método descriptivo (…) una ciencia apriorística que se desprende de él (…) y

que está destinada a suministrar el órgano fundamental para una filosofía

rigurosamente científica y a posibilitar, en un desarrollo consecuente, una reforma

metódica de todas las ciencias.” (Husserl, 1992: 35).

En un sentido epistémico más específico, y como forma de redondear lo

presentado, podemos citar la definición de uno de los más vehementes discípulos

directos de Husserl. En El Ser y El Tiempo (1998), Heidegger señala que:


75

El título fenomenología expresa una máxima que puede formularse así: “¡a las
cosas mismas!”, frente a todas las construcciones en el aire, a todos los
descubrimientos casuales, frente a la adopción de conceptos sólo aparentemente
rigurosos, frente a las cuestiones aparentes que se extienden con frecuencia a través
de generaciones como “problemas.” (Heidegger, 1998: 38).

Este es el lema con el que comúnmente se denomina la actividad del

fenomenólogo: “ir a las cosas mismas”, “volver a las cosas mismas”, para

alcanzar las necesarias evidencias apodícticas; esto es, fenómenos tan manifiestos

que sean imposibles de negar a través de la razón, y que, por tanto, sirvan de base

a las verdades científicas. Pero esas evidencias no son asequible poniendo el

acento epistémico en la existencia per se e independiente de las cosas (como es el

camino del realismo); sino atendiendo a lo fenoménico de las cosas tal y como se

presentan ante la conciencia humana. Por otro lado, hay que considerar las

operaciones respectivas de la propia conciencia, pero preservando la necesaria

pureza de la presentación del fenómeno; esto es, respetando su esencia como tal y

no como mera construcción o interpretación subjetiva por parte de la conciencia y

sus otros contenidos; pues no se trata de que lo que las cosas son, sea expresa y

exclusivamente lo que la conciencia elabora (camino del racionalismo). En este

sentido dice Heidegger que el concepto fenomenología “significa primariamente

el concepto de un método. No caracteriza el “qué” material de los objetos de la

investigación filosófica, sino el “cómo” formal de ésta (…) Fenomenología sería

según esto la ciencia de los fenómenos.” (Heidegger, 1998: 38).

Sujeto y objeto no son, pues, conceptos sencillos ni puros en la concepción

fenomenológica. Ambas caras son más bien, en un sentido complejo, una especie

de “relación”, donde ambas se constituyen justo en esa “relación”. Por eso

podemos extender los significados y hablar con Husserl de “conciencia” y


76

“realidad”, más que de “sujeto” y “objeto” de conocimiento; pues sólo a partir del

fenómeno presentado ante la conciencia -pero limpio a su vez de cualquier otro

contenido de ésta- es posible acceder a la esencia de las cosas reales. Entonces, lo

“real” y objetivo no sería otra cosa que lo “fenoménico”, es decir, el producto del

contacto perenne entre los objetos reales y la conciencia.

Curiosamente esta situación epistémica, que podríamos describir como

relación hombre-mundo en el conocimiento, es patente y clara dentro de la

concepción filosófica del budismo. Podemos ejemplificar esto con uno de los más

renombrados budistas occidentales, y asistente directo del XIV Dalai Lama, el

francés Matthieu Ricard, quien, en su libro En Defensa de la Felicidad (2003),

señala:

¿Qué debe entenderse por realidad? Para el budismo, se trata de la naturaleza


verdadera de las cosas, no modificadas por las elaboraciones personales que les
superponemos. Estas últimas abren un abismo entre nuestras percepciones y esa
realidad, lo que provoca un conflicto permanente con el mundo (…) Como un arco
iris, que se forma cuando el sol brilla sobre una cortina de lluvia y se esfuma en
cuanto uno de los factores que contribuyen a su formación desaparece, los
fenómenos existen en un mundo esencialmente interdependiente. (Ricard, 2003: 24-
25).

Es posible entonces fundamentar la explicación de la metodología

fenomenológica a partir de la conciencia o subjetividad; comprendiéndola en su

sentido epistemológico y psicológico, tal como lo hace Husserl (1992).

Efectivamente, aquí habla de una “psicología fenomenológica” frente a la

“psicología empírica o científicamente rigurosa”; para luego aclarar que “la

demarcación de esta fenomenología psicológica más cercana al pensamiento

natural, es quizá conveniente como introducción propedéutica para elevarnos a la

comprensión de la fenomenología filosófica.” (Husserl, 1992: 35). Si bien se parte

de una perspectiva psicológica por la referida importancia de la conciencia del


77

sujeto en el proceso de conocimiento, no se debe confundir nunca a la

fenomenología como una mera tendencia psicologista, pues como bien señalan

Reale y Antiseri (1988):

A diferencia del psicólogo, el fenomenólogo no maneja datos de hecho, sino


esencias; no estudia hechos particulares, sino ideas universales; no se interesa por la
conducta moral de esta persona o de aquella, sino que pretende conocer la esencia
de la moralidad (…) El fenomenólogo, en definitiva, realiza funciones muy
distintas a la de los científicos. (Reale et al., 1988: 405).

Desde esta perspectiva, donde se compara una psicología empírica o

científica8 con una fenomenológica afianzada sobre la importancia de la

conciencia del sujeto, el camino que transita Husserl puede semejarse a la idea

general kantiana -ya referida- de la antropología como posible centro de todo

planteamiento filosófico. Para entender un acercamiento al conocimiento desde

una epistemología, es primordial, primero, verlo desde el punto de vista de lo que

ocurre con la conciencia, y el cúmulo de implicaciones filosóficas que esto

conlleva (desde un acercamiento psicológico: lo que pasa en el sujeto). Quizá sea

justamente este punto de partida escogido por Husserl, en El Artículo, lo que nos

allane el camino para entender a la fenomenología como base para una

antropología filosófica de la religión. Lo que trata Husserl es un cambio de

paradigma, con el planteamiento de la psicología fenomenológica; una psicología

que rompe la tendencia natural de basarse y estar pendiente de los objetos

naturales. Así, la psicología fenomenológica trabaja sobre la base de la conciencia

cuando es afectada por las cosas. Por eso dirá el mismo Husserl en los

manuscritos posteriores a las investigaciones y que se han publicado bajo el

8
Ambos son términos usados por Husserl en los escritos usados en esta investigación. Psicología
“descriptiva”, “científica”, “empírica”, que también hace alusión a la psicología de la concepción
“natural”.
78

nombre La Idea de Fenomenología (1982) (citado por Walter Biemel en la

introducción de esta obra): “Hay, sin embargo, que distinguir esta psicología

descriptiva –entendida, por cierto, como fenomenología empírica- de la

fenomenología trascendental.” (Husserl, 1982: 17).

La necesidad de distinguir estos dos tipos de psicologías tienen una base

epistémica que, finalmente, definirá la manera de constituir el mundo. La

experiencia psíquica “natural”, de la que se encarga la psicología científica,

expresa una tendencia a ver las realidades físicas más inmediatas, empíricas y

subjetivas como ciertas. Nuestros juicios se refieren a estas cosas inmediatas para

ir accediendo progresivamente a lo general en ellas, es decir, infiriendo lo no

experimentado de lo experimentado; mientras que la lógica se dirige hacia otro

camino de mayor basamento epistémico. Por eso, sobre esta tendencia

psicologista, critica Husserl: “El conocimiento es, pues, tan solo conocimiento

humano, ligado a las formas intelectuales humanas, incapaz de alcanzar la

naturaleza de las cosas mismas, de las cosas en sí.” (Husserl, 1982: 30). Sin

embargo, las leyes de la lógica son universales y necesarias, por eso no pueden

basarse en esta tendencia psicológica “natural” que se fundamenta en la

inducción. Las verdades de la actitud psicológica natural son verdades fácticas, y

en tal sentido, momentáneas; mientras que lo que se está buscando son verdades

universales y necesarias, apodícticas que puedan decir algo sobre el elemento

esencial de las cosas. Esto -insistirá constantemente Husserl en El Artículo- sólo

será posible a través de una nueva práctica psicológica, más cercana a lo

metafísico como fundamento crítico de la epistemología; una que asegure un

acercamiento a los modos de conocer de la conciencia que accede a la realidad.


79

Esta es la idea de una psicología fenomenológica que “está delineada por la

extensión entera del círculo de tareas a que dan origen la experiencia de sí mismo

y la experiencia de lo ajeno que se funda en ella.” (Husserl, 1992: 41).

Ahora, tenemos que atender la referencia primera a lo “trascendental”. En

tal sentido, lo primordial del enfoque se refiere -como ya se ha señalado- a la

condición de la conciencia que conoce. La conciencia es siempre y

primordialmente “intencional”, es decir, “tiende” a los objetos, hacia el mundo.

Conciencia es siempre conciencia de algo que se presenta de un modo típico,

relacionado y constante. Estos modos típicos es lo que trata de indagar el

fenomenólogo al hablar de “esencia de las cosas”, que en último término es a lo

que tiende la conciencia como conciencia trascendental.

“Trascendental” se refiere a aquello que está en nuestra conciencia, de

forma a priori, es decir, independiente de la sensibilidad, pero funcionalmente

ordenado a la constitución de la experiencia. De nuevo, en los manuscritos,

Husserl (citado por Biemel) aclara su punto al respecto frente a lo establecido

previamente en las Investigaciones:

Lo que en mis „Investigaciones Lógicas‟ se llamaba fenomenología psicológica


descriptiva concierne, sin embargo, a la mera esfera de las vivencias en lo que hace
a su contenido ingrediente. Las vivencias son vivencias de yoes que viven y, en esta
medida, están referidas empíricamente a objetos de la naturaleza. Mas para una
fenomenología que quiere ser gnoseológica, para una doctrina de la esencia del
conocimiento (a priori) queda desconectada la referencia empírica. Surge así una
fenomenología trascendental. (Husserl, 1982: 17).

Lo trascendental hace alusión a una condición propia a la fenomenología,

en la que la conciencia no se agota en un hecho o en un individuo único y

concreto. Se refiere -incluso en el sentido kanteano- a aquello que estando en

nuestra conciencia, es independiente de la sensibilidad, pero se encuentra


80

ordenado en función a la constitución de toda experiencia sensible, convirtiéndose

en su condición de posibilidad. Cuando hablo de mi “yo”, hablo en cierta forma

de mí mismo; pero el “yo” no es algo que sólo esté en mí, aunque su referencia

gramatical sea a mí. Puedo hablar del “yo” de la compañera a mi lado, así como

un psicólogo puede hablar del “yo” de su paciente. Es decir, el concepto “yo”,

aunque se refiere a algo en mí, también se refiere a ese algo que otros iguales a mí

tienen. Así, el “yo” es a priori, independiente de la experiencia, pero para tener

“experiencias”, el yo es una condición necesaria.

Análogamente sucede con la conciencia. Estoy conciente de mí y de lo que

está alrededor de mí, por eso puedo hablar de “mi conciencia”, pero aquellos que

están conmigo, conversando o tomándose un café, lo hacen porque también están

concientes, de manera que pueden hablar de “su conciencia”, la cual coincide en

mucho con la mía; así mismo, la “conciencia” es término a priori que significa

condición de posibilidad para la constitución de las experiencias sensibles. De esta

manera, cuando hablo de mi “yo”, o de “mi conciencia”, hablo del “yo” y de la

“conciencia” de los demás; es decir, que aquello que sea el “yo” o la “conciencia”

no es algo que se agote o exista sólo en mí, sino que son nociones que me atañen

y que de alguna manera me trascienden. De hecho, es evidente que la conciencia

es la condición de posibilidad en mí y en los otros para la intuición de las cosas;

así como el yo es necesario para la relación con el mundo. Por eso se dice que

ambos son a priori a cualquiera de estos dos géneros de actividades. En este

sentido se entiende la trascendentalidad, incluso como el necesario acercamiento

de esas condiciones a priori para la intuición de la realidad, para acceder a lo que


81

ocurre con la conciencia. Así señala Walter Biemel, como introductor de Husserl

en la publicación de los manuscritos La Idea de Fenomenología (1982):

La reducción fenomenológica es el acceso al modo de consideración trascendental;


hace posible el regreso a la «conciencia». Vemos en ésta cómo se constituyen los
objetos. Pues con el idealismo trascendental viene al centro del pensamiento de
Husserl el problema de la constitución de los objetos en la conciencia o, como
también él dice, la «dilución de la conciencia» (Husserl, 1982: 15).

Entonces, lo trascendental es siempre primordial en la fenomenología, esto

pues la conciencia siempre es intentio, intención que conoce, que se acerca a las

cosas y realidades. Si lo vemos desde el punto de vista de la psicología científica,

dice Husserl en El Artículo, que esta tendencia “natural” del psiquismo hacia las

realidades físicas como experiencia más inmediata no dice nada sobre el

“psiquismo puro”, el “vivir psíquico”, que sólo viene dado en la reflexión de lo

que se percibe, de las cosas pura y simplemente, sino más bien se trata de la

vivencia subjetiva, “en las cuales llegan a ser para nosotros «conscientes»9, en las

cuales, en un sentido amplísimo, se nos «APARECEN» (…) su característica

esencial más general es ser como «consciencia de», «aparición de». (Husserl,

1992: 38). De aquí que estas vivencias sean denominadas “fenómenos”, y si

pueden ser estudiadas desde una psicología pura referida a ellos, ésta sería

entonces una “psicología fenomenológica”.

Como vemos, la relación se estrecha con otro concepto caro a la

fenomenología, el concepto de “intencionalidad”. Husserl señala en El Artículo:

“En el irreflexivo tener conscientes cualesquiera objetos, estamos «dirigidos» a

éstos, nuestra «intentio» va hacia ellos. El giro fenomenológico de la mirada

9
En este texto de Husserl, la traducción emplea el término “consciencia” en vez de “conciencia”,
en resguardo de la concepción en la que la primera se refiere al concepto epistémico, mientras la
segunda es más de carácter moral. En tal sentido, respetamos la nomenclatura para efectos de cita
82

muestra que este estar dirigido es un rasgo esencial inmanente de las vivencias

correspondientes; ellas son vivencias «intencionales».” (Husserl, 1992: 39).

En la cuarta lección de La Idea de Fenomenología, Husserl (1982) es un

poco más claro, sobre todo al señalar sobre la inmanencia del conocimiento (en

relación a la esencia misma del conocer) que:

No se trata únicamente de lo inmanente como ingrediente, sino también de lo


inmanente en el sentido intencional. Las vivencias cognoscitivas –esto es cosa que
pertenece a su esencia- tienen una intentio; mientan algo; se refieren de uno u otro
modo, a un objeto. Pertenece a ellas el referirse a un objeto, aunque el objeto no
pertenece a ellas. Y lo objetivo puede aparecer, puede tener, en su aparecer, un
cierto darse; mientras que, sin embargo, ni está como ingrediente en el fenómeno
cognoscitivo ni es en ningún otro sentido cogitatio. (Husserl, 1982: 67-68).

Es entonces la intención como acercamiento a lo real, una característica

esencial del conocimiento de los objetos. Si lo conectamos con la idea de

trascendentalidad, aún cuando la intuición de las realidades particulares se trate de

un proceso inmanente al pensamiento; la vivencia de lo psíquico consciente es, de

suyo, vivencia de la relación con los objetos. Por supuesto, hay que decir que si

todo fenómeno es intencional, el análisis intencional implica componentes

intencionales. Así como nos acercamos intencionalmente a los objetos, nos

acercamos intencionalmente a nuestra propia conciencia (dentro de lo que

significa una psicología fenomenológica). Esta intencionalidad diversa, es a su

vez sintéticamente unificada, pues cada nivel o fase de intencionalidad es

unitariamente “conciencia de” uno y el mismo objeto; por eso, conocer el mundo

exterior o el mundo real (como quiera que pueda ser llamado) es acercarme

epistemológicamente a mi conciencia.

De manera que la actividad fenomenológica intencional en su carácter

sintético, pretende indudablemente acceder a lo esencialmente tipológico de las


83

realidades, eso que en varias ocasiones es considerado lo común entre una

diversidad parecida de objetos que revela su esencia: lo universal contenido en

todas las cosas particulares. Así se expresa Husserl en El Artículo: “La

estructuración intencional de un proceso perceptivo tiene su tipología esencial fija

que tiene que realizarse necesariamente en toda su extraordinaria complejidad

para que una cosa corpórea pueda ser simplemente percibida.” (Husserl, 1992:

40).

Como señaláramos anteriormente, la psicología “natural” se encarga de las

verdades a las que se accede por inducción: las verdades empíricas; mientras que

las teorías científicas se basan en verdades universales y necesarias: las que se

refieren a lo que las cosas son. Por esto Husserl no tardará en colocar a la base de

éstos dos tipos de verdades, la diferencia entre intuiciones de hechos, y las

intuiciones de esencias. En tal sentido, el filósofo checo-alemán está claro en que

el proceso de conocimiento empieza por intuiciones de hechos, la experiencia

directa e inmediata de las cosas, pero el conocimiento no se agota aquí, pues como

bien refieren Reale y Antiseri (1988):

Un hecho es lo que sucede aquí y ahora; un hecho es algo contingente, podría


existir o no existir. Este sonido de violín podría no existir. Empero, cuando un
hecho (este sonido, este color, etc.) se presenta ante nuestra conciencia, junto con el
hecho captamos una esencia (el sonido, el color, etc.). En ocasiones muy distintas
podemos escuchar los sonidos más diversos (…), pero en ellos siempre
reconocemos algo común, una esencia común. A través del hecho siempre se capta
una esencia. Lo individual se anuncia a la conciencia mediante lo universal. (Reale
et al., 1988: 498-499).

Podemos entonces interpretar lo tipológico como lo esencial de lo real. Las

cosas particulares se nos presentan en modos típicos, mas lo típico como esencial

no se extrae de una comparación entre cosas semejantes (como llegaran a señalar

los empiristas), pues la semejanza es de por sí una esencia. La esencia, en Husserl


84

es lo que se conoce con el término griego de eidós. Lo tipológico en cuanto

eidético es entonces lo universal en lo particular del fenómeno, aquello que lo

hace ser en sus formas de presentarse; lo que Martín Velasco llama “el aire de

familia” (Velasco, 1992: 16) que unifica las cosas para ser comprendidas de suyo.

Dirá Husserl con autoridad: “El fenómeno cognoscitivo singular, que, en el río de

la conciencia, viene y desaparece, no es el objeto de la averiguación

fenomenológica. /La mira está puesta en las «fuentes del conocimiento»; en los

orígenes, que hay que intuir genéricamente.” (Husserl, 1982: 68).

Aquí es natural la pregunta por la esencia de las cosas y de cómo llegar a

ellas. ¿Cuál es mi posibilidad de acceso a la esencia de las cosas? Esta pregunta

plantea de fondo el método como tal de la fenomenología, la forma de

acercamiento a lo que se conoce. En tal sentido, hay que pasar por etapas de la

conformación de una psicología fenomenológica, donde lo principal se refiere a la

“reducción fenomenológica”.

Ya hemos señalado en Husserl la importancia de la intención como forma

de acercarse a lo real externo: lo objetual; y la relación que hay a partir de la

conciencia (pues lo real es lo que “aparece” ante la conciencia); así señala en El

Artículo que “Lo «externo» experimentado no pertenece a la interioridad

intencional, aunque la experiencia misma sí forma parte de ella como experiencia

de lo externo” (Husserl, 1992: 42). Entonces tener acceso a la realidad y a las

cosas es, necesariamente, acceder a la conciencia de forma limpia, simple y

concreta; esto es, a partir de una experiencia pura de sí mismo que ofrezca “un

dato real y puramente psíquico” (Husserl, 1992: 42); pues la experiencia de las

cosas exteriores sólo habla a través de la experiencia de sí mismo:


85

La respectiva experiencia de esta casa, de este cuerpo, de un mundo en general, es y


sigue siendo, sin embargo, según su contenido esencial propio, esto es,
inseparablemente experiencia «DE esta casa», de este cuerpo, de este mundo, y así
para cualquier modo de conciencia que esté dirigido a estos objetos. Es en efecto
imposible describir una vivencia intencional, aun cuando ésta sea ilusoria, un juzgar
inválido o algo similar; sin describir a la vez lo que en ellas es conciente como tal .
(Husserl, 1992: 42-43).

Aquí entra el concepto de epojé, como el colocar “entre paréntesis” todos

los datos de la sensación a o percepción, incluso los de la percepción de la propia

conciencia. Esta es para Husserl la necesaria actividad del fenomenólogo, si

quiere acceder a su conciencia como fenómeno singular puro; e incluso para

acceder a su conciencia como el todo de su vida pura, en el sentido trascendental

de condición de posibilidad a priori de cualquier conocimiento de las cosas. La

epojé pretende evitar todo prejuicio en el conocimiento y la construcción de los

fenómenos, sobre todo aquello que, en el período pre-fenomenológico de

conciencia natural, se considera como “objetivo”, aparte de la conciencia

subjetiva, del yo. Se trata entonces de evitar todo juicio que se refiera a un mundo

que para el sujeto existe directa e independientemente del objeto. Por esto es

importante hacer la distinción entre lo noético y lo noemático.

Para intuir la esencia de un fenómeno debemos advertir que la significación

de ese fenómeno está conformada por esto dos elementos: Lo noético o el noema

es el elemento “objetivo” donde puede expresarse la intencionalidad del sujeto. Se

trata del elemento material, lo sintagmático, si se entiende en sentido semiótico, y,

por tanto, lo primero con lo que se topa el sujeto. Por otro lado, lo noemático o la

noesis es justamente la intencionalidad “subjetiva” que le da sentido a lo objetivo

expresado. Podemos decir que se referiría al elemento semántico, lo que sustenta a

la manifestación material para que “signifique” lo que pretende la intención.


86

Desde el punto de vista de un “fenómeno” religioso, por ejemplo, las específicas

actividades humanas, los actos propios de un rito pueden constituir el noema,

mientras que la intencionalidad, lo que se pretende adorar, recompensar,

agradecer, recordar, etc.; es decir, el sentido o porqué de la actividad ritual,

representaría la noesis. En tal sentido dirá José Luís Sánchez Nogales (2003): “La

noesis (la intencionalidad espiritual) tiene que iluminar y determinar el noema

para que brote el significado humano, el sentido. Unidos, noema y noesis, forman

los diferentes mundos, ámbitos o regiones de la experiencia humana.” (Nogales,

2003: 330).

Retomando, si la fenomenología es una ciencia eidética, es decir, una

ciencia de los modos típicos en que aparecen los fenómenos ante la conciencia

intencional (su esencia); entonces hay que aclarar primeramente, que tener

conciencia es siempre conciencia de “algo”. Así, si el sujeto es el que siente,

piensa, percibe, imagina, concibe, juzga, etc.; entonces, el objeto es lo que se

manifiesta, lo que “aparece” en esos diversos actos de la conciencia: lo pensado,

lo percibido, lo juzgado, lo concebido, etc. En tal sentido, en el camino de la

reducción fenomenológica, es necesario distinguir entre el aparecer de un objeto y

el objeto en sí. Si bien se conoce lo que “se aparece”, hay un modo de vivir ese

aparecer por parte de la conciencia, y el mejor modo de vivirlo, en este caso, es el

que mejor capta la esencia de lo aparecido, sin mayores añadiduras de la

conciencia. Aplicado a propia conciencia, lo noético se refiere al aparecer, al acto

de “tener conciencia”, y el noema, al objeto que se aparece -el fenómeno- aquello

de lo cual se tiene conciencia. Dicho esto, veamos lo que el mismo Husserl, en El

Artículo, señala sobre las pautas de una reducción fenomenológica:


87

El método de la reducción fenomenológica (a los «fenómenos» puros, lo puramente


psíquico) consiste, de acuerdo con esto, 1) en la  metódica y rigurosamente
consecuente respecto de toda posición objetiva que se presenta en la esfera anímica,
tanto en el fenómeno singular como en la entera consistencia anímica en general; 2)
en la aprehensión y descripción, metódicamente practicadas, de las múltiples
«apariciones» como apariciones de sus unidades objetivas y de las unidades como
unidades de los componentes de sentido que en cada caso surgen en las apariciones.
Se anuncia con ello una doble dirección de las descripciones fenomenológicas: la
dirección «NOÉTICA» y la dirección «NOEMÁTICA». (Husserl, 1992: 43-44).

En fin, podemos entonces corroborar que la fenomenología es, en definitiva,

una ciencia de esencia y no sólo de intuiciones de hechos o datos de hechos. Su

finalidad es la de describir los “modos típicos” en los que los fenómenos se

presentan ante la conciencia que está conociendo. Así, Reale y Antiseri, describen

la “reducción eidética, como intuición de esencias: “cuando en la descripción de la

del fenómeno que aparece ante la conciencia sabemos prescindir de los aspectos

empíricos y de las preocupaciones que nos ligan a ellos.” (Reale et al., 1988: 499).

Si atendemos que siempre es el “fenómeno en la conciencia”, y que la

reducción fenomenológica se da en esa conciencia; que a su vez, es ella misma

trascendental, y que por tanto debe desembarazarse de todo presupuesto empírico

o tentación a su actuación “natural”; si, además, advertimos que la conciencia está

dirigida a ella misma en la intención a los objetos; entonces debemos adjudicar el

justo título al “sujeto” como quien detenta la conciencia de sí, como fundamento.

El Hombre está entonces evidentemente en el centro de la propuesta

epistemológica de la fenomenología husserliana, mas no únicamente como

operador gnoseológico, pues la idea de una reducción eidética en la conciencia tal

y como se le aparecen los objetos en sus modos típicos, indica que la

fenomenología, como “ciencia de esencias” es, entonces, principalmente, una

“ciencia de experiencias” más que ciencia de hechos, como las ciencias naturales.
88

Una experiencia intencional es la que revela a los objetos en su aparecer

típico, por eso podemos hablar de la fenomenología implicada e incluida en el

conjunto entero de las actividades humanas. Por esto, Husserl entendió que se

debe comprender dos intereses u horizontes: uno el de la fenomenología como

“ontología formal” y genérica, asociado con la lógica; y el otro, el de un grupo de

estudio de esencias particularizado en las “ontologías regionales”. Esta idea está

basada en la posibilidad del estudio y exploración fenomenológica de las esencias

ideales en todos los posibles ámbitos de la vida humana. Así explican Reale y

Antiseri:

«Regionales» en este sentido son la naturaleza, la sociedad, la moral y la religión.


El estudio de estas ontologías regionales se propone captar y describir las esencias,
es decir, las modalidades típicas con que aparecen ante la conciencia los fenómenos
morales o, por ejemplo, los religiosos. (Reale et al., 1988: 500).

Husserl dejó para sus discípulos el desarrollo de este tipo de

fenomenologías regionales o específicas; en el caso del ámbito preciso de la

religión, los primeros trabajos se los debemos a Max Scheler, con su obra El

Puesto del Hombre en el Cosmos (1928), y a Rudolf Otto, con su ya referida obra

Lo Santo (1917), e incluso podemos contar unas lecciones universitarias de

Martín Heidegger de 1920-1921, recogidas en el pequeño texto: Introducción a la

Fenomenología de la Religión (2006). Lamentablemente, por cuestiones que

exceden esta investigación, no podremos ahondar en estos primeros intentos de

una fenomenología de la religión; pues es preferible intentar allanar el camino

metodológico, a partir de los últimos estudios, que de alguna manera tratan de

desligarse de la estructura original husserliana, aunque preserven su esencia

teórica. Lo importante aquí es subrayar el importante carácter antropológico que


89

tiene una propuesta como la fenomenológica, que toma como centro importante la

conciencia y su experiencia de los fenómenos como forma de intuir la esencia de

lo real. Así, si la fenomenología en general, puede ser entendida como “ciencia de

experiencias”, entonces la propuesta ontológica regional que representa la

“fenomenología de la religión”, debe ser desde un acercamiento a la experiencia

religiosa originaria; experiencia que, por supuesto, debe ser la del hombre, en su

dimensión de homo religiosus. Aboquémonos entonces a ello.

II.2 HACIA UNA FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN:

PRESUPUESTOS CONCEPTUALES

Al trabajar un concepto como el de una fenomenología de la religión,

debemos advertir primeramente la complejidad del objeto al que se refiere en el

determinativo “de la religión”. Otro asunto importante surge si se pretende que

una fenomenología de la religión pueda ser estudiada como una antropología

filosófica, implicando entonces que toda religión posee una particular concepción

de hombre. En tal sentido, atendamos primero a una instrumental definición de

religión, para luego tratar de entender la importancia de la religión como elemento

antropológico definitorio, desde una perspectiva fenomenológica.

II.2.1 Religión – Religiones: sentido y significación

Al consultar cualquier diccionario especializado de religión, seguramente

nos encontraremos con la sorpresa de que ninguno ofrece previamente a su

presentación ningún concepto unificado de religión. Tal es el caso del conocido

Diccionario de las Religiones de Mircea Elide y P. Couliano (1992), donde

simplemente se restringen a hacer algunas observaciones sobre la posibilidad de

ver las diferentes religiones desde el punto de vista sistémico, refiriéndose


90

fundamentalmente a las concepciones de los principales antropólogos. Así,

finalmente, entre las complejas comparaciones que hacen con las teorías

matemáticas, concluyen primeramente que no se puede hablar de historia de una

religión, ni de la historia definida por una religión, sin que ambas posibilidades

sean a partir de restos incompletos de alguna religión. Así, primero hay que

considerar la infinita complejidad de una religión, y “a continuación, la parte de

ese sistema que ha sido elegida durante el curso de su historia; ahora bien, sólo

una parte de ese «fractal» está presente en un momento dado que podemos llamar

«ahora».” (Eliade et al., 1992: 21).

Similar situación podemos encontrar en otro tipo de obras como el

Diccionario de Religiones Comparadas de S. G. F. Brandon (1975), donde se

explica directamente tipos de religiones como las mistéricas, tribales, en incluso

define lo que puede significar la tradición de las “religiones comparadas”. Sin

embargo, en un artículo de este diccionario titulado “Religión, origen de la”, el

autor evita aventurarse a definiciones precisas, señalando de inicio que “Este

tema, estrechamente unido al del origen de la idea de Dios, ha sido objeto de

intensas discusiones. Se han propuesto muchas teorías al respecto; en su mayoría

parten de una idea preconcebida.” (Brandon, 1975: 1227). Luego, trata de señalar

algunas de esas ideas, interpretando lo que los autores han descubierto sobre las

primeras manifestaciones de lo religioso en el paleolítico.

No obstante, quizá sea posible encontrar otras definiciones más específicas

de religión en algún tipo de enciclopedia o diccionario regular de la lengua. Mas

éstas, como cualquier otra, serían eminentemente definiciones de término medio,

o más bien, pragmáticas y aproximativas. A cambio, lo evidente es la dificultad de


91

definir la “religión” como algo unificado, desvelando el cuidado que, por ende,

tienen los investigadores del área para, más bien, dar pasos seguros hacia la

posibilidad de definir cada una de las distintas “religiones”, aunque sea

parcialmente; pues éstas se presentan como manifestaciones concretas de las

prácticas religiosas concretas (a lo que si se puede acceder en cualquier

investigación etnográfica). Por eso, entre otros, Lluís Duch (2001) señala -citando

a W. Schütte- que la religión es un concepto cuyo contenido no puede expresarse,

pues ambos se requieren; tanto el contenido para expresar el concepto, como el

concepto para definir el contenido:

(…) es indispensable una referencia constante entre la situación religiosa que se


quiere expresar y el concepto que le da significado y concreta. La realidad
comunicada mediante el concepto «religión» posee un contenido que no se puede
concretar con ninguna definición, ya que la religión, además de los aspectos
«constatables», dispone de otros (por ejemplo, la experiencia religiosa) que
solamente pueden comunicarse de manera mediata a través de símbolos,
narraciones, culto, etc. (Duch, 2001: 87).

Por su parte, José Severino Croatto, con la intención de entender el ámbito

de la religión o las religiones como objeto de la fenomenología, en su obra

Experiencia de lo Sagrado (2002), hace alusión a uno de los elementos que se

usan para definir el concepto religión desde su etimología. Según esta

interpretación, comúnmente la voz latina religio se generaría de la idea re-ligare,

en el sentido de liga o “atadura” del ser humano a Dios. Sin embargo, este autor

alude a las interpretaciones de Cicerón y Lucrecio como no coincidentes con este

significado, sino como re-legere: “reunir de nuevo”, “retomar” o “recoger”. En

este sentido, aquellos que reúnen con cuido las cosas referidas a los dioses, son los

considerados religiosos; lo cual se resume en la expresión relegerent. Esta

concepción da un sentido más dinámico a la acepción latina, predominando un


92

sentido etimológico que alude a la práctica religiosa. Así mismo, corona Croatto

esta concepción refiriéndose a la Biblia latina de Jerónimo, donde aparece la voz

griega thrêskeía, en el sentido de las actitudes de una persona religiosa, es decir,

como “religiosidad”. (Cf. Croatto, 2002: 70-71).

A partir de aquí es comprensible la dificultad de estudiar la religión como

sistema o concepto unificado, por eso el alcance epistemológico real del

investigador es hacia las diferentes manifestaciones o prácticas de lo religioso.

Las definiciones de término medio de religión, como forma de las diversas

“ciencias de la religión”10, responden a una necesidad de comprensión típicamente

occidental e ilustrada. En la práctica, las diversas manifestaciones religiosas en el

mundo no usan el término “religión” para hablar de sus experiencias, criterios, o

doctrinas escritas u orales. Lo que no se puede perder es el centro de la

experiencia religiosa para entenderla tal y como se presenta en la realidad

humana, así advierte Juan Martín Velasco (1992) en su artículo La

Fenomenología de la Religión en el campo de los saberes sobre el hecho

religioso, de la compilación Estudiar la Religión. Materiales para una filosofía

de la religión III:

Lo que aparece en realidad en la historia son fenómenos muy complejos y muy


variados, tales como el budismo, hinduismo, judaísmo, cristianismo, islamismo,
etc., en los que grupos humanos dan muestras de plantearse y resolver los
problemas humanos fundamentales por medio de sistemas de normas, doctrinas,
gestos, símbolos, que ellos mismos identifican en términos de ley, camino, etc., y
que sólo la ciencia occidental moderna ha identificado como religiosos. (Velasco,
1992: 37-38).

Entonces, lo accesible al investigador (y esto es lo que patentiza la

fenomenología) es “el hecho religioso” -o también entendido el “fenómeno

10
Ya en el primer capítulo se señaló que justamente una de las primeras manifestaciones de esas
ciencias de la religión, como necesidad de comprensión objetiva es la corriente historicista.
93

religioso”- tal y como se presenta éste en la realidad; y a partir de lo cual es

posible, posteriormente, emitir juicios generales sobre lo típicamente religioso que

hay en cada uno de ellos. He aquí la condición de posibilidad de una definición

esencial de “religión” a partir de las religiones; así señala Juan Martín Velasco:

“la fenomenología clásica de la religión hablaba de «la religión en su esencia y en

sus manifestaciones» (Van der Leeuw) y, después de haber recorrido las

manifestaciones religiosas en su incontable variedad, se proponía descubrir «la

unidad de las religiones».” (Velasco, 1992: 37).

Ya entendida la importancia del objeto de la religión como “hecho

religioso” o “fenómeno religioso”, debemos advertir sobre las consecuencias más

directas que se generan de ello. Si el estudio se refiere a las manifestaciones de lo

religioso, es claro que éstas sólo son posibles en el mundo humano y, por ende,

dentro de los determinados contextos culturales en los que aparecen y se

desarrollan. Cuando nos referimos a “hechos religiosos”, debemos aludir a la

vivencia directa del hombre que practica y cree en algo, en tanto esa vivencia,

como noema, se desarrolla en el mundo social. Por esto, expresa Lluís Duch:

Con relación a la definición de la religión, es necesario añadir que la religión como


expresión esotérica de la experiencia religiosa del homo religiosus es imposible
definirla. En cambio, como expresión esotérica de la realidad religiosa, por tanto,
culturalmente configurada, que tiene algo que ver con la situación del hombre en el
mundo, es necesario definirla y establecer el campo operativo en cuyo interior se
llevan a cabo los análisis, las comparaciones y las evaluaciones de los fenómenos
religiosos. (Duch, 2001: 87).

Es aquí donde entra un factor importante de ese “campo operativo” al que

alude Duch, y que es capaz de sustentar los análisis y evaluaciones de las

religiones, en el desarrollo y alcance cultural, para posibilitar las necesarias

comparaciones que fructificarían en una definición unitaria de la religión: La


94

historia. Aquí resulta importante la herramienta que la ya conocida disciplina

denominada “historia de las religiones” le ofrece a la fenomenología. Así refiere

Michel Meslin (1993) en el artículo El Campo de la Antropología Religiosa,

incluida en la compilación Estudiar la Religión. Materiales para una filosofía de

la religión III: “la simple comparación entre múltiples religiones demuestra

claramente que las formas históricas que revisten los fenómenos religiosos se

corresponden con tipos y suponen estructuras concretas, que vuelven a

encontrarse casi idénticas mediante la historia religiosa de la humanidad” (Meslin,

1993: 16).

Sin embargo, inmediatamente hay que dejar en claro que el material que

ofrece la historia no agota el objeto de estudio, ni da las luces completas para

desentrañar la esencia del fenómeno religioso, más allá de la mera descripción.

Aunque el hecho religioso sea accesible por manifestaciones culturales, esto no lo

convierte en un hecho exclusivamente cultural, que responda a razones meramente

sociológicas o psicológicas. Antes bien, si es un fenómeno cultural es porque

previamente tiene una resonancia o importancia previa en la conformación

ontológica del ser o individuo particular desde donde parte toda cultura.

Así, la complejidad del fenómeno religioso, y en función de ello, su

inagotabilidad en la posibilidad de comprensión, sólo responde a la misma

complejidad e inagotabilidad del fenómeno “hombre” que se advierte desde una

antropología filosófica. Por eso, aunque la vivencia inmanente del religioso no sea

accesible al investigador, la complejidad del hecho religioso no puede quedarse en

un mero describir manifestaciones; por eso acota de nuevo el mismo Michel

Meslin:
95

(…) antes de tratar de entender el cómo y el porqué de las distintas experiencias


religiosas de la humanidad, hay que clarificar las diversas manifestaciones. Esa es
la base indispensable a toda aproximación antropológica. La fenomenología aporta
así una justificación de la autonomía de los hechos religiosos que el historicismo no
puede dar, porque se basa en una lectura hermenéutica de la existencia. Por lo tanto
hay que partir del hombre, de ese hombre que es un espejo en el que se refleja, por
medio de sus actos y pensamientos, su concepto del mundo y del Dios al que adora.
(Meslin, 1993: 16).

II.2.2 Fenomenología de la Religión o Antropología Filosófica

Así entramos a otro aspecto a considerar dentro de los presupuestos caros a

una fenomenología de la religión. Si todo hecho o fenómeno religioso está

enmarcado en un contexto cultural e histórico, entonces parte directamente del

sujeto cultural e histórico. Por eso es inevitable y necesaria la pregunta por el Ser

de ese sujeto; incluso, se hace pertinente una de las necesarias preguntas de la

presente investigación: ¿es que acaso cada práctica religiosa lleva en sí una

particular interpretación de ese Ser del hombre, tal que procure el sentido y

significado de los hechos o fenómenos religiosos? Nos encontramos entonces

frente a frente con la necesidad de una Antropología Filosófica.

Múltiple es la bibliografía que trata acerca de la necesidad de dilucidar el

Ser del hombre desde diversas perspectivas, sobre todo en las tendencias de las

prácticas intelectuales de la contemporaneidad. Tal parece que mientras la

historia, la cultura y el conocimiento avanzan, crece en paralelo la pregunta

particular y general por lo que lo humano es esencialmente. De hecho, el mismo

impulso fáustico que acompaña al hombre en el saber, lo retoma a sí mismo como

objeto de estudio, generando una amplia gama de cavilaciones que comienzan con

la antropología cultural y etnológica, desde las ciencias sociales o –en el sentido

diltheano- espirituales; luego se extiende hasta las necesidades científico-naturales

(en el sentido de la arqueología, o la genética, por ejemplo) y, posteriormente, se


96

expande a otros diversos ámbitos del saber, sin que esto resulte en un producto

unificado esclarecedor. Por esto señala Miguel Morey (1989) al comienzo de su

libro El Hombre como Argumento, la problematicidad implícita en una

antropología filosófica, que:

(…) le viene dada por el carácter eminentemente problemático de su mismo objeto,


el hombre, de quien no poseemos una idea unitaria a pesar (…) de los crecientes
saberes parciales que sobre lo humano no dejan de acumularse: ocultando a su vez
su esencia (Morey, 1989: 10).

En todo caso, es una misión la propuesta de acceder a la esencia del

hombre como esencia de lo humano, y esta misión recae justamente en la

antropología filosófica, cuya práctica debe ser esclarecedora en tanto que

unificadora de criterios en torno al hombre. En tal sentido, el mismo Morey

plantea tres caminos posibles para que una antropología se convierta o tenga el

carácter de “filosófica”. Una primera estrategia sería mantener la disciplina en un

nivel de generalidad que le permita presentarse como espacio de encuentro entre

las diversas disciplinas que se encarguen del conocimiento de “lo humano”. Una

segunda posibilidad busca el apoyo en las ciencias para instaurarse como

filosófica, con la idea de resguardar la profundización temática acerca de lo

humano; de manera tal que lo filosófico acceda a la propia certificación del

conocimiento científico, y que luego integraría y sistematizaría los contenidos

antropológicos implícitos o supuestos de una “naturaleza humana”. Por último, el

tercer camino se transitaría por la independencia de una antropología filosófica en

uso de contenidos y métodos estrictamente filosóficos, articulando los

presupuestos antropológicos de cualquier doctrina filosófica (esto sería, de los


97

productos en la historia de la filosofía) o de alguna determinada doctrina religiosa.

(Cf. Morey, 1989: 13-15).

Cualquiera de estos caminos han sido los planteados y desarrollados, en

líneas generales, dentro de las elaboraciones o propuestas de Antropologías

Filosóficas en la contemporaneidad. En este orden de ideas, lo primero que

podríamos observar en forma –tal vez- de objetación, es la excesiva dependencia

de las realizaciones de las ciencias, ya sea de las antropologías tildadas de

científicas (culturales, etnológicas, físicas, etc.), o de las ciencias en general.

Apenas necesitaríamos señalar por encima el carácter epistémicamente

variable de las ciencias que se ha demostrado no sólo por la diversidad de

verdades presentadas en la historia de cada ciencia (la mayoría de las veces

contradictorias unas entre sí, como ocurre por ejemplo en la física), sino también a

partir de trabajos como los de Thomas Khun o Popper, para advertir las

limitaciones -o el exceso de pretensiones- en la capacidad de desentrañar

“científicamente” lo que se busca como “esencia de lo humano”. Ahora lo que sí

podríamos establecer, desde esto último, es que además, como necesidad de

acceder a lo “esencialmente humano”, la diferencia de alcance y objetivo entre

una antropología científica y una filosófica salta a las necesidades planteadas de

cara a cada una. Sirva para ilustrar esto, la observación de Michael Landmann al

respecto:

(…) la antropología física y la etnológica presuponen conocimiento de lo que el


hombre es e investigan simplemente sus caracteres exteriores o sus obras culturales.
La filosofía, en cambio, se plantea como problema el conocimiento que aquellas
ciencias presuponen acerca del hombre y se pregunta por la naturaleza fundamental
de su ser, se pregunta qué es lo que diferencia al ser humano de todos los demás
seres. (Landmann, 1961: 2-3).
98

Entonces nos encontramos con un problema nada sencillo. Cada ámbito

del conocimiento ofrece una definición de hombre que puede corresponder hasta

cierto punto con la realidad “Hombre”11. Ya sea que se diga que el hombre sea un

“animal racional” o el conjunto de veinte y tres pares de cromosomas; ya sea que

se afirme como el ser cuya esencia se concreta en las relaciones sociales del

trabajo, etc. Como señala Miguel Morey, cada definición es una definición

parcial, correspondiente a un sector de lo humano: “Evidentemente, puede decirse

que el hombre es todas esas cosas, pero ¿se puede decir que es hombre

precisamente por ellas?” (Morey, 1989: 61). Entonces, ¿cuál podríamos decir que

es la diferencia específica, aquello que nos hace hombres, que como seres

humanos nos diferencia del resto de las cosas existentes? El reto que se presenta

ante la omniabarcante mente occidental y científica es el de un juicio lo

suficientemente abierto y definitorio que pueda incluir a todo tipo de grupo

humano y toda manifestación o realidad de lo humano en general; pues, siguiendo

con Morey: “la definición de eso que es el hombre se articula sobre el modelo de

ciudadanía, siempre en oposición a aquellos que no serían ciudadanos: los

extranjeros, los bárbaros.” (Morey, 1989: 62).

Frente a este problema, podríamos incluso enfocarnos en un método

fenomenológico para sentar ciertas luces. Una fenomenología de la religión debe

partir de algunas consideraciones previas, o presupuestos fenomenológicos en

torno a lo humano, pues es clara la evidencia de que el hecho religioso es

fundamentalmente un hecho humano.

11
Usamos la mayúscula para subrayar la intención de carácter esencial o tipológico de la intención
investigativa.
99

En principio, establezcamos algo fundante y claro en toda elaboración

sobre lo humano y que lo diferencia de cualquier otro conocimiento; así lo planeta

Michael Landmann: “Debemos aclarar algo muy raro y muy importante desde el

principio de la Antropología filosófica: el conocimiento del hombre no deja de

tener consecuencias para el ser del hombre.” (Landmann, 1961: 4). Es decir, que

el hombre es un objeto para el hombre mismo muy particular, pues los demás

objetos de conocimiento son, hasta cierto punto, indiferentes a la situación de si

son conocidos o no, pues tienen una consistencia estable sobre su modo de existir.

Pero el hombre sí modifica su modo de existir en la medida en que conoce más de

sí mismo:

El individuo ha sido dotado por la Naturaleza solamente de ciertas predisposiciones


caracterológicas y espirituales; pero el uso que haga de estas predisposiciones y la
clase de hombre que haya de ser le incumbe a él mismo en última instancia. No hay
para nosotros un “sé lo que eres”. (Landmann, 1961: 5).

Aquí tenemos que advertir al menos una de las cosas claras sobre el ser de

lo que somos como humanos12: somos seres inacabados. A diferencia de los

animales, nuestra vida no está consolidada ni definida por la naturaleza instintiva,

no tiene parámetros definidos sobre qué ha de ser nuestra existencia ni cómo

forjarla. En todo caso, lo que es posible consiste en la realidad de que la

naturaleza del hombre se crea, se hace y define en el vivir propio. Lo único con lo

que contamos (en sentido heiddegeriano) es con el mero estar allí de nuestra

presencia óntica; el resto de la existencia, nos toca completarla en el decurso del

vivir mismo, esto es, donde se explaya constantemente nuestra existencia como

12
Aún cuando hemos utilizado el término genérico “hombre”, trataremos en lo posible de usar el
sustantivo “humanos” para evitar cualquier exclusión genérica. En todo caso, si en la presente
investigación se llegase a usar constantemente el término “hombre” en vez de “humano” será por
el uso en las diferentes bibliografías.
100

forma de una definición constante y temporal que nunca se acaba, más que en la

propia muerte. De hecho, una de las cosas que podríamos observar en el sentido

de una antropología religiosa, es que dicha definición e incluso su completación

absoluta, llega más allá de la muerte física. Por eso dirá Miguel Morey:

El surgimiento de la AF [Antropología Filosófica] es contemporáneo de la


conciencia de que el hombre es un ser indefinido, de ahí que la cuestión de la
definición de su objeto centre buena parte de sus esfuerzos – y de ahí también su
problematicidad. (Morey, 1989: 61).

A partir de lo último tenemos dos presupuestos fenomenológicos claves

que nos permiten el espacio para una epojé en la investigación sobre el ser del

hombre; que en este caso consiste en un puente momentáneo para tender una

conexión con la pertinencia de una investigación antropológica sobre el hecho

religioso. Estos dos presupuestos se convierten en barandas que circunscriben

algunas conclusiones sobre lo humano; una, tiene que ver con lo que puede

decirse: Si es un hecho claro que la naturaleza humana no está dada ni acabada,

todo cuanto pueda decirse de ella es igualmente incompleto y nunca definitivo.

Así, entramos entonces al segundo presupuesto: la existencia humana se explaya

en su vivir, de manera que el término de una posible investigación de lo humano,

debe ser en su vivir concreto, y las dimensiones en las que se expresa ese vivir,

como forma de lo noético. A partir de aquí, entonces es importante tratar de

acceder a la intencionalidad de fondo en las expresiones del vivir, como forma de

lo noemático. Por esto, la existencia, la historia y la biografía de los hombres

concretos, son las principales fuentes de entendimiento para una estructuración

unitaria de la esencia de lo humano. Así lo entendemos desde lo que expresa Juan

de Sahagún (1988), en su libro El hombre ¿Quién es? (Antropología cristiana):


101

Sería pernicioso olvidar que las vivencias fundamentales del hombre, traducidas en
el ejercicio constante de sus relaciones con el mundo, con los demás hombres, con
la historia y con la misma muerte, son el lugar donde se revela su estructura. Lo
propio del vivir humano es la precomprensión vital de sí mismo a través de sus
actos de conocer, de decidir y obrar. Por consiguiente, la cuestión del hombre se
ventila en una descripción fenomenológica, tan necesaria como insuficiente, que,
sin ser la última palabra, se revela a todas luces imprescindible. (Sahagún, 1988:
19).

De manera que no es pretensión en esta investigación estructurar una

teoría deductiva o inductiva que avale científicamente alguna definición de lo

humano; sino, más bien, seguir un camino meramente descriptivo de aquellas

observaciones fenomenológicas que nos ayuden a hilvanar la conexión de la

esencia humana con el hecho religioso. Resultaría muy provechoso desarrollar

con detalles toda una “antropología fenomenológica”, y proponer una definición

de lo humano desde los elementos husserlianos o de cualquier otra fenomenología

posterior; mas esto escaparía de los límites de esta tesis en particular, por lo que

nos apoyamos en trabajos ya adelantados a este respecto, y que aparecen en

nuestra bibliografía (aunque es menester asumir el propio carácter de inacabados

de cada uno). No obstante, podemos servirnos de un trabajo sintético que nos

ofrece José Severino Croatto (2002) en su libro Experiencia de lo Sagrado

(Estudio de fenomenología de la religión). Veamos entonces cuáles son los

elementos fundamentales de una fenomenología de lo humano de cara a entender

y fundamentar una fenomenología de la religión, como una antropología religiosa.

Para esto, seguimos su propio camino sintético expresando las características

fundamentales de toda experiencia humana como tal, en el sentido noético; para

luego entender cómo se interpreta esto desde la particularidad de la experiencia

religiosa y las significaciones que se le da en sentido noemático. (Cf. Croatto,


102

2002: 38-43). Desarrollemos esto a partir de tres puntos, que pueden entenderse

como tres aserciones importantes:

A.-) La Experiencia Humana se presenta en forma de relaciones

diversificadas

A la hora de describir lo peculiar y característico de toda experiencia en

cuanto humana, dice Croatto, lo primero que hay que advertir es que se presenta

como experiencia fundamentalmente “relacional” en diferentes caras. En primer

término, es relacional frente a la realidad en la que vive inserto el hombre;

digamos, en sentido amplio, general o incluso cosmológico. Es decir, la principal

experiencia de relación la hace conciente el hombre con su mundo, con la vida, la

naturaleza y todo lo que es dado en la realidad.

Luego de esto, es experiencia relacional con el otro individual; el ser

humano necesita del roce y la relación con sus semejantes más próximos. La

relación con el mundo se vive, se entiende y se configura a partir de la posibilidad

de compartirla y sentirse común con el otro más inmediato.

Esto último nos lleva a comprender la tercera cara de la característica

relacional de toda experiencia humana: la relación con el grupo humano. La

necesidad existencial de relación humana con el otro, revela una de las más

importantes características: que todo hombre es un ser social; esto es, que su vida

está socializada y se desarrolla en el marco comunitario “en diferentes niveles:

familia, clan, etnia, barrio, intendencia, partido, provincia, nación; club,

asociación, fraternidad; iglesia, partido político, etc.” (Croatto, 2002: 38).

A este respecto, sobre la importancia de la dimensión social del ser

humano, Croatto señala dos manifestaciones que están en influencia recíproca:


103

una tiene que ver con el trabajo, que es la definición social más relevante del

hombre moderno y que lo socializa en diferentes expresiones de vida que parten

de la actividad cotidiana: transporte, comidas, encuentro, reuniones, etc.; incluso,

lo relaciona socialmente en más de la mitad de su día a día. La segunda

manifestación tiene que ver con la influencia que la vida social tiene en la

dimensión individual de los deseos, los proyectos personales y las realizaciones o

frustraciones de toda persona; pues, toda planificación personal, toda idea o plan

de proyección en la vida, es generalmente realizada por el hombre individual en

función de, o incluyendo a, los otros: el matrimonio, el trabajo deseado, el

negocio nuevo, tener hijos, celebrar algún determinado festejo como ritos de

transición (cumpleaños, navidad, año nuevo) o situaciones extracotidianas

esperadas o inesperadas (graduaciones, promociones, ascensos, mudanzas, etc.).

En fin, toda necesidad o interés en el ámbito de lo que es esperado lograr como

ambición personal, siempre incluye la dimensión de la realización social.

B.-) La Experiencia Humana es en cierto sentido siempre carente y

limitada.

Si hay algo claro y concreto en toda vida humana es que ésta se manifiesta

constantemente en la necesidad de crear y satisfacer deseos y proyectos. Como ya

señaláramos, la existencia del hombre nunca está dada como absoluta, o como

decíamos con Landmann, no es un “sé lo que eres” (Landmann, 1961: 5); por eso,

hablar de la esencia humana es hablar de una esencia que se construye

perennemente en la realidad y en la vida concreta. En este sentido, una de las

principales actividades “vitales” del hombre es la “proyección”: mirarse en el

futuro, planificando desde el presente. Así, podríamos decir –con las concientes
104

limitaciones de aludir a juicios definitivos- que la vida humana es siempre un

proyecto de vida, proyecto que se crea a partir de las necesidades específicas de

cada ser humano, ya sean éstas personales o sociales.

Mas, si aceptamos que la vida humana es siempre proyecto, debemos

advertir que la principal consecuencia es que es una vida inacabada, limitada y, en

cierto sentido, carente de sus necesidades constantes, las cuales no se pueden

satisfacer nunca de forma definitiva o absoluta. La propia carencia de estas

necesidades se convierte, paradójicamente, en el motor de una existencia que está

en búsqueda y proyección perenne. Si seguimos la sintética argumentación de

Croatto, a partir de esas necesidades que se satisfacen siempre de forma

incompleta, podemos observar dos características claras de toda vivencia

esencialmente humana: una, tiene que ver con las necesidades específicas de todo

individuo que no cuenta con mecanismos instintivos para satisfacerla; y, la otra,

tiene que ver con la conciencia de limitación que se genera a partir de esas

necesidades.

Las mencionadas necesidades específicas para la vida se presentan en la

forma de lo físico: alimento, casa, vestido, salud, etc. Cómo se ha interpretado

desde la bioantropología13, el hombre es el animal que está desprovisto de

herramientas o armas naturales para desenvolverse o defenderse. Justamente la

carencia de garras, pelaje, colmillos, etc., le ha involucrado en la necesidad de

13
Sobre una bioantropología, o la cara biológica de una antropología filosófica, se puede consultar
la obra de Gehlen, A. (1987). El hombre: su naturaleza y su lugar en el mundo. Madrid:
Ediciones Sígueme. En la presente tesis no lo hemos trabajado por exceder los límites de la
intención del trabajo
105

desarrollar sus habilidades racionales para satisfacer lo física y materialmente

básico, como el resguardo ante los embates del ambiente o su propia alimentación.

Otra necesidad importante son las psíquicas: creatividad, sexo, amistad,

tranquilidad, etc. En todo momento, la satisfacción del alimento o del resguardo

no es suficiente para establecer la tranquilidad del ser humano, como ocurre con

otras especies animales. De alguna manera, el hombre siente una necesidad

interior frecuente de expresar su particular relación con el mundo, de trascender la

muerte con sus propias obras, de amar y conseguir pareja más allá de copular o

simplemente reproducirse por instinto de subsistencia. Podemos observar que allí

donde hay hombre, estas necesidades y manifestaciones (algunas racionales, otras

emocionales, aunque con expresión racional) siempre se presentan en una

increíble diversidad de expresiones. Es esta misma necesidad lo que alguna vez

hizo decir a Zubiri que el hombre, a diferencia del animal, no tiene ambiente al

que adaptarse, sino mundo que crear.

Por último, debemos advertir en torno a las necesidades socio-culturales:

trabajo, arte, diversiones, reuniones, etc. Esta es una de las principales

consecuencias de la dimensión relacional, pues el hombre encuentra su máxima

expresión en la vida con los otros. De tal manera, la socialización se convierte en

una de las principales características del proceso de crianza y educación de todo

niño, así como se hace necesidad constante del individuo adulto. La expresión

más clara de la necesidad social del hombre se concreta en las manifestaciones

culturales, con las respectivas exigencias o facilidades que presentan las

tradiciones, modos de relación, etc.


106

Finalmente, vemos que este conjunto de necesidades que enumeramos de

forma sintética, generan, para Croatto una conciencia sobre una triple limitación

de la experiencia humana. La primera limitación se refiere a la “fragmentación”,

pues “el bien, la felicidad, el descanso, el dinero, etc. Se tienen sólo en parte, en

fragmentos, nunca en una totalidad plenificante” (Croatto, 2002: 39). La segunda

limitación tiene que ver con la “finitud”; todo cuanto existe en la vida es cíclico y

transitorio: nace (se genera), cambia (se transforma) y muere (se agota); por eso,

todo cuanto se vive, sea bueno o malo, se experimenta como momentáneo. Esto

da la sensación constante de que no basta o no alcanza ni el espacio ni el tiempo;

por eso, en algunos casos se habla de que la finitud de la vida del hombre lo

enfrenta ante un cierto sentimiento de ansiedad existencial doble: una por

apegarse a las cosas y personas que, en tanto temporales, desaparecen; y otra

donde la temporalidad se le presenta como recordatorio de la inminencia de su

propia muerte. La tercera limitación se genera de la conciencia de la segunda y

tiene que ver con el “sin-sentido” de muchas de las experiencias vitales como el

trabajo, los gustos existenciales, las relaciones de pareja, la obtención de dinero, la

soledad, el dolor, etc. La inminencia de la muerte en la temporalidad y finitud de

la vida humana le hace en algunos casos al hombre revelarse ante los vacíos e

inconformidades, en la búsqueda, a veces desesperada, de conformarse en una

vida con sentido y gusto.

Ahora bien, no obstante estas limitaciones claras y objetivas que pueden

concienciarse como esencialmente humanas, el hombre siempre está en la

necesidad constante de superarlas, de buscar la totalidad de su propia existencia, e

incluso de tender hacia su trascendencia. En esta tensión existencial, muchas


107

veces el hombre se enfrenta a sus propias contradicciones y sus más claros

miedos, así lo expresa muy bien Croatto:

Se da, por tanto, una tensión dialéctica entre el deseo y su realización que, como
nunca es plena, engendra un nuevo deseo y una nueva tensión. El ser humano es, en
la realidad, un «menos» de lo que desea ser; pero es siempre, en el deseo, un «más»
que no acaba de concretarse. (Croatto, 2002: 39-40).

C.-) Sobre la base de la experiencia humana en general se inserta la

experiencia religiosa.

A partir de lo último, como dimensión relacional de todo ser humano en la

explanación de su propia existencia, podemos describir la importancia del hecho

religioso como forma de la propia esencia del hombre. La experiencia religiosa se

encuentra inseparablemente inscrita en la característica relacional de la

experiencia humana en general; de hecho se trata de la apertura a una relación con

una realidad superior, trascendente y (en el sentido que expresa Otto) tremenda y

misteriosa. Esta realidad superior, el hombre la reconoce como absoluta, mientras

se asume a sí mismo como dependiente de ella, en su propia limitación frente a las

actividades cotidianas de su vida. Así hace notar Juan de Sahagún (1982), en su

obra Interpretación del Hecho Religioso (filosofía y Fenomenología de la

Religión), sobre esta relación que impone una forma de manejarse en el mundo:

Se trata de una manera peculiar de estar en la realidad que proviene del


convencimiento de dependencia que tiene el hombre respecto de un ser considerado
superior en todos los órdenes, en cuyo entronque e integración sabe que consiste su
plena realización como ser personal, es decir, su salvación. (Sahagún, 1982: 47).

Esta relación con lo trascendente es específica e irreductible y no sólo

interpreta la necesidad personal del ser humano, sino también la posibilidad del

logro personal a través del elemento social en la figura de la comunidad religiosa;

esto es, el grupo social unificado en la misma creencia y compartiendo los mismos
108

caminos de realización, que sólo son posibles en la relación con los semejantes.

De aquí, que el fenómeno religioso, como uno de los más complejos de la vida

humana, toque todas las fibras de la misma existencia, incluyendo la dimensión

social y su traducción simbólica en la forma de la cultura; pues, sigue Sahagún,

“Sus ramificaciones conllevan toda una serie de manifestaciones históricas

diversas que solamente nos interesan en cuanto que denotan una actitud peculiar

en el sujeto humano, cuyo secreto pretendemos descubrir.” (Sahagún, 1982: 47).

He aquí, la importancia de la atención a estas manifestaciones culturales en el

ámbito de la expresión religiosa como el caso de los signos, símbolos, ritos, etc.;

más que para entender la conformación estructural de las sociedades (como en el

caso de la antropología cultural), en la manera de tratar de describir el significado

del fenómeno en su constitución noemática: “La dificultad estriba más bien en

determinar la intencionalidad característica que se oculta tras esas expresiones

propias de la actitud que llamamos religiosa.” (Sahagún, 1982: 48).

Ahora, si seguimos con la síntesis descriptiva que nos ofrece Croatto

(2002), podemos continuar reconociendo que, así como toda experiencia religiosa

en tanto relacional, ofrece ciertas bienaventuranzas desde el lado humano que

reconoce su propia limitación. Circunscribiéndonos al ámbito fenoménico, estas

bienaventuranzas también son limitadas en la realidad y realización, pero

ilimitadas en la aspiración; por eso el carácter reiterativo y constante de los ritos,

mitos, recitaciones, meditaciones u oraciones; pues la búsqueda incesante de

satisfacción de necesidades roza igualmente todas las dimensiones de lo humano

en el elemento de instancias religiosas y agentes trascendentes o sobrehumanos.


109

Por una parte, encontramos típicamente en la experiencia religiosa la

satisfacción de necesidades físicas, mediante comidas o bebidas milagrosas (el

maná, la conversión de agua en vino o multiplicación de panes y peces, etc.); o la

disminución de esas necesidades en la conexión con lo sagrado (el ayuno o la

supresión de alimento en la meditación, etc.). Así, también podemos contar la

superación de la realidad física, a partir de sus limitaciones fundamentales como

formas del sufrimiento humano: debilidad – enfermedad, caducidad – deterioro y

la muerte (en figuras de sanaciones, resurrección, reencarnación, etc.).

Por otro lado, podemos observar la satisfacción de necesidades psíquicas a

partir de las diferentes ofertas de la paz, tranquilidad, la cesación de todo

sufrimiento, etc.; esto a partir de los estados místicos, de contemplación o, incluso

a veces, de deificación, que permiten la meditación, la oración, la penitencia o la

gracia divina. En tal sentido, aunque estos dones se refieren a una actitud, en la

experiencia religiosa frecuentemente encontramos una posibilidad de acceder a

través de ritos de adoración, o la celebración de alguna deidad con actos

materiales; aunque regularmente estos actos estén limitados a una colaboración

provisoria e incompleta para acceder a los posibles estados de bienaventuranza

que, en contraste, se presentan como definitivos.

Así, llegamos a las necesidades socio-culturales, como una de las

satisfacciones más importantes que puede ofrecer la experiencia religiosa. Aquí

evidenciamos la aspiración de velar por “un nuevo orden social, la liberación

como acción divina en la historia, la irrupción de un mundo nuevo (en algunos

profetas y sobre todo en la apocalíptica) o del Reino de Dios, otros sucesos

escatológicos, etc.” (Croatto, 2002: 41). E incluso podemos contar aquí ofertas
110

como las de la creación de una nueva conciencia universal, o la asunción del

origen común en la reorganización social, para la reconversión de un mundo más

justo, tal como encontramos en manifestaciones religiosas modernas, basadas en

creencias orientales.

Ahora bien, si observamos desde la eminencia de la carencia y limitación

de toda experiencia humana en general, la creatividad religiosa, como oferta

totalizadora y unificante, también se involucra dibujando elementos típicos de la

esencia humana. Por ejemplo, la superación de la “fragmentación” es uno de los

anhelos más claros del religioso en su práctica, por eso la gran mayoría de los

textos y tradiciones religiosas se habla de la felicidad, el descanso o la

tranquilidad plenificante, mientras que cesan el deseo o la búsqueda como

evidencias de carencias en esta vida. En definitiva, todo está dado en la

trascendencia.

Esto tiene su influencia clara desde el punto de la vista de la “finitud”

como otro aspecto de totalización en el aspecto de lo duradero y temporal. He aquí

que aparecen en la experiencia religiosa la idea de salvación, nirvana, el paso a

otra vida, etc.; lo cual siempre está junto al adjetivo “eterno”. En toda oferta

religiosa, la trascendencia de plano de la vida común o lo pleno, lleva implícito la

ruptura con la temporalidad aplastante y angustiante de la existencia normal.

Incluso la concepción del “eterno retorno” ya sea en la forma griega, en la idea de

la reencarnación sánscrita, o de otras civilizaciones antiguas, presenta esta

característica de ruptura, pues “apunta a superar esa limitación temporal, sea en el

sentido de una vuelta iterada al comienzo pleromático y ontológico (en los mitos)
111

o en el de un retorno para siempre de lo que fue imaginado como originario.”

(Croatto, 2002: 41).

Por supuesto, las diferentes ofertas de superación y trascendencia de la

experiencia religiosa influyen en la sensación típicamente humana del “sin

sentido”; el cual es anulado por la esperanza de lo que vendrá (en la idea de

resurrección, liberación del alma, del nirvana o de la justicia eterna). En muchas

oportunidades, la idea de la providencia divina y sabia que dirige los destinos la

historia y las personas, incluso el fatum, o la posibilidad de acceder y modificar

los destinos con la voluntad de creación implícita en los actos extáticos

meditativos, permiten al creyente dotar su vida de sentido, aunque ese sentido sea

igualmente proyectado en la trascendencia final.

Finalmente, podemos ver entonces que la experiencia religiosa aunque

particular, de alguna manera atraviesa y especifica comprensivamente los

elementos fundamentales de la experiencia humana en general, desentrañando así,

coordenadas claves de su esencia. De tal forma, la pertinencia de los estudios de la

religión en general y de la fenomenología de la religión en particular se hacen eco

de las mimas necesidades planteadas desde una antropología filosófica y su

pretensión unificadora del Ser del hombre. Incluso, podemos ilustrar esto con las

lapidarias palabras de Michael Landmann:

En las religiones está incluida la más antigua y más venerable ciencia del hombre.
Toda fe no habla solo del ser y de las obras de la divinidad, sino también algo del
hombre. Sobre todo, su origen, el destino de su alma (cuyo concepto genuino
expone la religión) después de la muerte, su existencia ulterior en formas iguales o
nuevas, su condenación o salvación, son del dominio del saber religioso elemental.
Pero también las misiones que ha de cumplir en la vida en cuanto hombre y cuyo
cumplimiento da sentido a su vida (…) La Religión no es originariamente una
esfera concreta de la vida, sino que traspasa toda existencia. (Landmann, 1961: 64-
65).
112

Resumamos, entonces la importancia de una fenomenología de la religión

en lo que José Luís Sánchez Nogales (2003) asume como sus presupuestos

fundamentales, en el libro Filosofía y fenomenología de la Religión. El primero

de ellos corresponde a la epochê: La fenomenología considera a la religión como

un hecho específico e irreductible a otro ámbito de la cultura. Esto implica un

hecho fundamentalmente humano, y, como tal, no puede ser entendido desde otra

esfera de lo humano, con lo cual podemos hablar de la dimensión del homo

religiosus. Así, debe ser asumida la existencia independiente del hecho religioso,

liberándolo de todo prejuicio acerca de su validez, verdad o valor; a la par que se

le debe proporcionar proximidad al investigador (fenomenólogo): pues “Se trata,

en definitiva, de intentar poner al estudioso ante el hecho tal y como se da como

existente en la realidad” (Nogales, 2003: 325).

El segundo presupuesto se refiere a una primera intuición eidética, que se

refiere a una necesaria delimitación del hecho religioso dentro del campo de sus

propias manifestaciones. Esto último será posible atendiendo, primero, a la

intención subjetiva y específica del hombre religioso en su relación con lo

absoluto; y, luego, recogiendo y describiendo los elementos comunes que pueden

ser constantes de las manifestaciones de esa relación. De esta manera podríamos –

afirma Sánchez Nogales- llegar a “construir una primera definición deíctica, que

aún no señala con claridad la esencia o naturaleza del objeto, pero sabe ya

diferenciarlo y distinguirlo de otros objetos heterogéneos” (Nogales, 2003: 326).

Sin embargo, debemos advertir que la posibilidad de esta definición, está

en el propio proceso de descripción de las manifestaciones religiosas (en este caso

del budismo zen) del homo religiosus. Así, podemos resumir la importancia y el
113

refuerzo antropológico de una definición deíctica de religión, a partir de la

práctica religiosa, con las palabras de Michel Meslin (1993):

(…) no podemos captar lo sagrado más que allí donde lo encontramos, es decir
nunca en estado puro, pues no existe como tal, sino en la existencia de los hombres
que delimitan lo sagrado al concebirlo. Vemos que todas las numerosas religiones
que podemos conocer y analizar, las viven sus fieles a la vez como una referencia a
una realidad superior al hombre y como un medio de control del universo cotidiano
en el que éste vive. Por lo tanto toda religión es un hecho cultural que sólo aparece
con el hombre. (Meslin, 1993: 15).

Si bien la comparación resulta ser uno de los momentos importantes de la

definición eidética, para el caso de esta investigación, el estudio sólo se suscribe a

un tipo específico de fenómeno religioso y cultural. Sería importante poder

elaborar el conjunto de categorías fenomenológicas caras a estudiar cualquier

religión, pero esto extendería insustancialmente la intención de esta investigación;

a cambio, en este caso, nos servimos de dos importantes concepciones a las que se

ha llegado de manera sintética para abordar el tema del fenómeno religioso en una

primera, aunque no por eso menos profunda aproximación. Se tratan de categorías

que pueden interpretar el hecho religioso en su diversidad, más allá de la

presencia de los diferentes tipos de religiones, sean éstas monoteístas, politeístas,

agnósticas, mistéricas, totémicas, místicas, etc. Se trata – como ya bien

adelantamos con la cita de Meslin- de la presencia perenne de una dualidad

interpretativa de la relación del hombre con lo trascendente como: Lo Sagrado y

lo Profano.

II.2.3 Hierofanías: entre lo Sagrado y lo Profano

Podríamos hacer un recuento de los principales autores que se han

dedicado a trabajar la fenomenología de la religión (dentro de la generalidad de

estudio sobre lo religioso) y aparecerán nombres importantes como los de Nathan


114

Söderblom, Rudolf Otto, Joachin Wach o Gerardus van der Leeuw. Este grupo de

autores se diferencian de los iniciadores de la fenomenología de la religión

hermenéutica e histórica (como las que trabajaron Chantepie de la Saussaye o Fr.

Schleiemacher) en que van a fundar un punto de partida fenomenológico distinto

y muy particular -pero a su vez muy esclarecedor- del hecho religioso en general,

como es el estudio de la concepción de lo sagrado. Tal punto de partida permitirá

fundar la tendencia más prodigiosa y vigente de los estudios de la religión (Cf.

Hernández-Sonseca, 1995: 190-191).

Lo común de todos estos autores está en considerar la categoría de sagrado

como elemento efectivamente eidético del fenómeno religioso. Por eso dirá Juan

Martín Velasco, en la presentación del libro de Mircea Eliade (1981) Tratado de

Historia de las Religiones, que: “hasta tal punto es central esta categoría en

fenomenología de la religión que durante algún tiempo esta rama del saber sobre

las religiones fue designada con el nombre de «hierología», saber sobre lo

sagrado” (Eliade, 1981: 39). Y justamente es en esta tradición fenomenológica

que inserta Martín Velasco la obra de Eliade, aunque tenga en su título el epíteto

“historia”; pues, de hecho, podemos decir incluso que este autor rumano se

convirtió en el gran sistematizador del desarrollo de la fenomenología de la

religión, pero bajo la relación contrapuesta entre sagrado y profano;

convirtiéndose, incluso en el más prestigioso y referenciado del ámbito de los

estudios sobre religión.

De tal manera, lo central de la corriente hierológica es la máxima

contracción de las caracterizaciones fenomenológicas a la categoría relacional

sagrado y profano, con un término mediador entre ambas en las hierofanías como
115

manifestaciones de lo sagrado. Esto, para evitar, por ejemplo, reducir la categoría

fundamental de la vivencia religiosa a la relación con Dios o dioses de distinto

talante; pues, como ya citáramos a Martín Velasco en nuestro Capítulo I: “más

que ordo ad Deum como quería Santo Tomás, la religión es ordo ad sanctus”

(Velasco, 1992: 29). Lo claro, en este sentido, es que una categoría central desde

la que sea posible estudiar la religión, debe ser lo suficientemente amplia y

abarcante de cualquier práctica religiosa, independientemente de su doctrina, ética

o cosmología14. Así, una categoría fundamental sobre el hecho religioso no sólo

debe ser posible identificarla en toda manifestación religiosa; sino, en esa medida,

debe permitir el acceso al investigador al elemento esencial (lo que hemos

considerado eidético), al “aire de familia” que vincula y acerca cualquier

fenómeno en tanto que religioso. Por esto dirá Söderblom, citado por Antonio

Hernández-Sonseca, en la compilación El Hecho Religioso. Datos, estructura y

valoración:

“Lo Sagrado es la palabra clave de la religión; más importante incluso que la noción
de Dios; una religión puede existir sin una concepción precisa de la divinidad, pero
no existe ninguna religión real sin la distinción entre lo sagrado y lo profano”
(Hernández-Sonseca, 1995: 191).

Con relación al sentido pertinente de esta investigación, podemos decir

que comprender la estructura y sentido del homo religiosus, es penetrar en este

ámbito de lo sagrado como el carácter formal que representa la realidad absoluta;

lo que trasciende este mundo, pero se manifiesta en él; dentro de la significación

específica que pretendan los diferentes contenidos de la diversidad de sistemas

14
En tal sentido, es evidente que existen diversas prácticas religiosas donde la relación con
deidades no es tan significativa como para convertirse en el centro de las prácticas o
manifestaciones hierofánicas. De hecho, tal es el caso del budismo, que, en su estructura
dogmática no incluye la veneración de ninguna deidad.
116

religiosos. Es pertinente, por ende, enfocarse en este tema, a partir de las

consideraciones del mismo Eliade, sobre todo en las elaboraciones de su más

importante obra, Tratado de Historia de las Religiones (1981). Incluso esta

perspectiva es importante en el abordaje de una posible antropología de la

religión; pues, como señala de nuevo Martín Velasco en la presentación del libro,

este dato de lo sagrado en el decurso histórico de las religiones, le permite a

Eliade mostrar al homo religiosus “abierto permanentemente al más allá de sí

mismo, en busca del éxtasis para llegar a ser plenamente lo que está llamado a ser,

y desarrollando métodos y procedimientos que le permiten el ejercicio efectivo de

esa dimensión de su conciencia” (Eliade, 1981: 37).

De la raíz griega hagios – hagnos (ς), y del latín sanctus, lo

sagrado -como muy bien alude José Severino Croatto- se refiere etimológicamente

a lo “«separado / reservado a la divinidad» y, por tanto, real. Lo mismo que

qadosh en hebreo, o el complejo germano-escandinavo antiguo heill / helgi

(alemán heilig, inglés holy), que apunta a la sacralidad, la inviolabilidad, y, por

tanto, al destino” (Croatto, 2002: 44-46). De esta interpretación lexicológica se

puede emitir una de las más evidente conclusiones, a saber, que la referencia de la

palabra sagrado, y sus inflexiones funcionales en el sentido de lo sacro, santo, etc.,

se refieren a un ámbito de realidad que está en contraste con otro. Se refiere a la

afirmación de una realidad existente aunque trascendente, la realidad de los

Dioses, de lo sobrenatural, de lo que crea, de lo último, lo eterno, lo perfecto, etc.;

frente a la realidad cotidiana, la humana, creada, imperfecta e impermanente. Esta


117

es una de las principales cosas que observa Eliade: “la primera definición que

puede darse de lo sagrado es la de que se opone a lo profano” (Eliade, 1967: 18).

Entonces ¿podemos decir que existen dos mundos separados para el homo

religiosus? ¿Son éstas, dos realidades sustanciales diferentes e incomunicadas?

Responder afirmativamente a cualquiera de estas cuestiones sería tanto como

negar la posibilidad de la religión. De hecho la primera aproximación relacional es

que ninguno de los dos términos (sagrado-profano) puede entenderse o definirse

sin el otro. Lo profano se refiere a lo normal, lo cotidiano, aquello que es del

dominio enteramente humano, pero es el humano, en la figura del hombre

religioso el que puede acceder a la realidad de lo sagrado, sin salirse de su ámbito

de existencia, o incluso llegando a la posibilidad de trascender al plano de lo

sagrado, pero desde su mismo ámbito de existencia, en el mundo profano. Así lo

expresa muy bien José Luís Sánchez Nogales:

Lo sagrado, por consiguiente, es distinto de lo profano en cuanto esto último


delimita la realidad como empírica, espacio-temporal, mientras lo sagrado delimita
su nivel simbolizador de algo superior y fundante. Se trata de dos “niveles” de la
realidad entre los cuales se da una ruptura, pero no una oposición- exclusión total
entre “dos” realidades. De hecho, “profano” significa “lo que está delante”, en los
umbrales, del santuario, sirviendo como de frontera y también de antesala”
(Nogales, 2003: 342).

De esta manera, el hombre religioso vive una realidad duplicada

cualitativamente, cuyas dos principales dimensiones se manifiestan, para Mircea

Eliade, en la idea o concepción del tiempo y el espacio.

Con respecto al espacio humano o profano, lo cotidiano lo vuelve típico

pero monótono, dentro del margen de lo normal. Lo que ocurre, por ejemplo, en

lugares como el hogar, el trabajo o el supermercado; es que implican ninguna

preparación extraordinaria para estar en ellos. La asistencia, el desempeño,


118

disposición, o movimiento en estos espacios, no generan, por lo común, ningún

tipo de particularidad psicológica o emocional distinta a lo acostumbrado en el

individuo. Al contrario de esto, el espacio religioso, sagrado, es extraordinario,

está revestido de un significado que incita expresiones totalmente distintas a las

del espacio profano; lo cual explica la preparación e incluso emoción y

recogimiento del individuo al visitar, por ejemplo, una iglesia o lugar de culto, y a

veces, inclusive, dentro de alguna fiesta de carácter religioso, aunque esté provista

ésta de caracteres profanos. Incluso es posible ver esa reacción emocional y

psicológica a la hora de visitar cualquier otro lugar de veneración distinto al

tradicional, como, por ejemplo, un templo que no pertenezca a la estructura propia

de creencias (la asistencia de un católico a un templo judío por el bar mitzva del

hijo de un amigo) puede llegar igualmente a crear recogimiento en el visitante.

Así dice Mierce Eliade:

Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente “fuerte”, significativo, y hay


otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en
una palabra amorfos (…) Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es
homogéneo, neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes
de su masa (Eliade, 1967: 27-28).

Semejante situación ocurre con el tiempo, que se vive en el espacio profano

como ocurriendo sin más. Marcado en su mayoría de las veces por las exigencias

y costumbres dadas en los procesos de socialización (el horario de trabajo, la hora

del almuerzo, etc.), no existen rupturas claras o significativas del tiempo vivido

humanamente en general. Por el contrario, el tiempo vivido por el hombre

religioso, como bien señala Sánchez Nogales -aludiendo a Eliade- “no es un mero

“continuum” amorfo, sin puntos o hitos que permitan la firmeza y la orientación.

Por el contrario, el hombre religioso vive “intervalos de tiempo sagrado”, que se


119

diferencian de la duración temporal ordinaria” (Nogales, 2003: 338). Así puede

explicarse la importancia de los domingos para un católico y el resguardo del

momento de la misa; igualmente puede entenderse la exactitud en la medición del

tiempo de trabajo y la separación con el tiempo de meditación en el día a día en

los monasterios budistas, por ejemplo.

Eliade hace alusión también al comportamiento del hombre moderno

desacralizado, aquel que pretende ser a-religioso, los más, o incluso ateos o

agnósticos, los menos. La pregunta es si esta dinámica del tiempo y del espacio,

presentada en una ruptura de la monotonía regular se presenta ante éstos, para

ayudarnos a definir antropológicamente las observaciones o si, por el contrario,

son situaciones especiales de un tipo de hombre. A este respecto señala Sánchez

Nogales:

(…) el hombre desacralizado actual, el “homo a-religuosus” desciende del “homo


religiosus”. Su situación profana actual es el resultado de un proceso de
desacralización, del esfuerzo por vaciarse de toda religiosidad. De ahí que, a pesar
de todo, conserve la “carga genética” del comportamiento del hombre religioso. La
mayoría de los hombres no religiosos adoptan, sin saberlo, comportamientos
religiosos, disponen de una “mitología degradada y camuflada”, de un “ritual
desacralizado y pseudos-religioso” (Nogales, 2003: 339).

Eliade hace alusión a estos tipos de comportamientos. En el caso del

espacio, insiste que todo hombre trata de resguardar o crear espacios que rompen

la monotonía para integrarlos a la configuración esencial de su existencia: “el

paisaje natural, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la

primera ciudad extranjera visitada en juventud. Todos esos lugares conservan

incluso para el hombre más declaradamente no-religioso una cualidad

excepcional” (Eliade, 1967: 29). De manera que estos espacios profanos tienen un

peso dentro de la historia personal de vida, por eso son siempre retomados en
120

condiciones excepcionales; lo cual indica que están resguardados en la estructura

significativa y existencial. Se convierten en diferenciales cualitativos que dividen

de alguna manera la realidad común del ser humano a-religioso, se sacralizan:

“son los „lugares santos‟ de su Universo privado, tal como si este ser no-religioso

hubiese tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa en su

existencia cotidiana” (Eliade, 1967: 29).

Semejante situación ocurre con el tiempo. De hecho la monotonía y el

paso del tiempo es una de las alusiones más claras a las situaciones de alienación

moderna de las actividades humanas o del sin-sentido de la vida. He aquí la

importancia del “tiempo libre” o “tiempo de ocio” del hombre moderno, así sea a-

religioso; quien busca momentos de regocijos para crear y recrear su propia

existencia. Así, el tiempo festivo se respeta y resguarda como una manera de

luchar en contra de la cotidianidad impersonal y unificadora -en una palabra,

monótona- dentro de la configuración de su modo de vivir. Por esto, aunque

profano, este tiempo que rompe lo monótono de una vida sin afectación al Ser del

hombre, es exaltado en carácter de sacralización: “También vive de acuerdo a

ritmos temporales diversos y conoce tiempos de intensidad variable: cuando

escucha su música predilecta o, enamorado, espera o se encuentra con la persona

amada, experimenta evidentemente un ritmo temporal diferente a cuando trabaja o

se aburre” (Eliade, 1967: 72).

A partir de aquí, podemos entender lo que Eliade termina plasmando con

su teoría: las principales características delimitadoras de lo sagrado frente al homo

religiosus, pero a partir de las manifestaciones de sacralidad. Estas características,

que le dan forma a la modalidad de lo sagrado, -y que habremos de explicar más


121

adelante- podemos resumirlas con Sánchez Nogales en tres principales: la ruptura

de nivel ontológico, la referencia a la trascendencia y la experiencia de

definitividad, ultimidad, totalidad y orden de lo trascendente. (Cf. Nogales, 2003:

343).

Ahora bien, esto último ha servido para describir y caracterizar la actitud

que implica o incita lo sagrado, con lo cual podemos acercarnos a su definición en

la dualidad con su contraparte, lo profano. Sin embargo, en los estudios

específicos de fenomenología de la religión, tenemos que investigar lo sagrado en

sus manifestaciones, así señala muy claramente Eliade en su libro Tratado de

Historia de las Religiones: “En efecto, si queremos delimitar y definir lo sagrado

necesitamos disponer de una cantidad suficiente de «sacralidades», es decir, de

hechos sagrados” (Eliade, 1981: 64). Estas “sacralidades” se convierten, pues en

el principal dato del fenomenólogo, en una heterogeneidad bastante clara, pues

ellas representan toda manifestación de carácter religioso, es decir, que refiera a la

modalidad de lo sagrado (ritos, mitos, símbolos, documentos, cultos, formas

divinas o semi-divinas, etc.). Eliade reconoce estas manifestaciones (en

consonancia con la tradición investigativa en la que se inscribe y de la que

representa su mayor síntesis) con el nombre de hierofanías.

La hierofanía es, en general, cualquier manifestación de lo sagrado dentro

del mundo real, y significando algo dentro del contexto de la creencia religiosa.

Según sea el tipo de manifestación, puede entenderse ésta particularmente como

de diferentes tipos: cratofanía (manifestación de poder), ontofanía (manifestación

del ser como realidad verdadera), o teofanía (revelación de lo divino). Sin

embargo, lo importante de las hierofanías está en ser, por un lado, el elemento


122

comunicador y mediador entre lo sagrado y lo profano; mientras que, por el otro -

y en función a lo anterior- es el factor que permite percibir la experiencia religiosa

en su particularidad (símbolos, ritos, mitos, creencias, textos, profetas, etc.) Así

nos lo aclara mejor José Severino Croatto:

En la hierofanía habría entonces un elemento profano (un objeto cualquiera de este


mundo), uno divino (la Realidad trascendente) y otro sagrado (aquel objeto en
cuanto revelador de una presencia invisible y trascendente). Lo sagrado es en sí
mismo parte de lo profano (un lugar sagrado, como es un santuario, pertenece a las
cosas de este mundo), pero es recibido por el homo religiosus como mediación
significativa y expresiva de su relación con «lo divino» (Croatto, 2003: 54).

Así, podemos reconocer tres elementos importantes en la hierofanía: un

objeto humano o natural, pero de este mundo, perteneciente a la realidad profana

(un árbol, una piedra, un templo, etc.). Lo segundo es una realidad “invisible”,

misteriosa, numinosa (en el sentido que le daría R. Otto), trascendente y a su vez

dotadora de fuerza, vida o poder. Y el tercer elemento es el mismo objeto dotado

de esa fuerza, vida o poder; como participando de la realidad trascendente pero en

este mundo y, en virtud de ello, convirtiéndose en un mediador, o un factor de

comunicación entre el hombre y esa realidad máxima que le trasciende. Pero a su

vez, el objeto resignificado por el elemento de lo sagrado, lo convierte en algo

fuera del mundo, algo que lo particulariza del resto de las cosas y hasta de sí

mismo; así lo expresa Mircea Eliade:

La dialéctica de la hierofanía supone una selección más o menos manifiesta, una


singularización. Un objeto se convierte en sagrado en la medida en que incorpora
(es decir revela) algo distinto de él mismo (…) se separa por lo menos de sí mismo,
porque no se convierte en hierofanía más que en el momento en que deja de ser un
simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva «dimensión»”
(Eliade, 1981: 79).

Entonces, la manifestación de lo sagrado está en lo profano. Las

“sacralidades”, es decir, los objetos, creencias, actos o documentos sacralizados

en una religión, son siempre de orden profano, pertenecen a este mundo y, en esa
123

medida, se encuentran en el orden de la historia y la cultura de dicha religión. Lo

que quiere decir Eliade es que toda hierofanía es un documento histórico, pues lo

sagrado se manifiesta dentro de una situación histórica y social específica. Esto

último no reduce el carácter ecuménico o epifánico – en el sentido de la fuerza

metafísica- del hecho religioso, sino que lo contextualiza; pues cada hierofanía

puede tener significados locales para una específica comunidad religiosa local,

como puede convertirse en vehículo de significados universales; o ambas

situaciones a la vez. He aquí, que, aunque siga el camino fenomenológico, Eliade,

opte por la necesidad de la historia de las religiones en la complementación de la

metodología del estudio de lo religioso:

Cada documento puede ser considerado como una hierofanía en la medida en que, a
su manera, expresa una modalidad de lo sagrado y un momento de su historia, es
decir, una experiencia de lo sagrado entre las innumerables variedades existentes.
Cada documento tiene para nosotros en este punto un valor inestimable por la doble
revelación que nos hace: 1) revela una modalidad de lo sagrado, en tanto que
hierofanía; 2) en tanto que momento histórico, revela una situación del hombre
respecto de lo sagrado. (Eliade, 1981: 64-65).

Ahora bien, frente a la heterogeneidad de las hierofanías, Eliade plantea la

necesidad científica de reconocer tanto la experiencia popular como la experiencia

de la élite religiosa: “Ambas categorías de documentos son indispensables y esto

no sólo para reconstruir la historia de una hierofanía, sino ante todo porque

ayudan a construir las modalidades de lo sagrado revelado a través de esa

hierofanía” (Eliade, 1981: 72). Así, todo documento tiene igual validez para el

investigador, aun a pesar de su diversidad tanto en el origen como en la estructura,

pues finalmente “todas las hierofanías conducen a un sistema de afirmaciones

coherentes, a una «teoría» de la sacralidad” (Eliade, 1981: 73).


124

Podemos reconocer entonces, en Eliade, la importancia y el carácter

abarcante de la diversidad de hierofanías posibles, una heterogeneidad que aunque

complica metodológicamente, también acerca con mayor eficacia al fenómeno.

Esto pues cada hioerofanía, en su multiplicidad de presentaciones, no sólo es

vehículo de comunicación entre las dos realidades (sagrado – profano); sino que,

en esa medida, se constituye en el principal mecanismo de revelación de lo

sagrado. Esta revelación es justamente lo que le permite a Eliade concebir las tres

principales características delimitadoras de las manifestaciones de sacralidad (en

el sentido de hierofanías), que le dan forma a la modalidad de lo sagrado: la

ruptura de nivel ontológico, la referencia a la trascendencia y la experiencia de

definitividad, ultimidad, totalidad y orden de lo trascendente.

Sobre la condición de ruptura de nivel, Eliade reconoce que en el hombre

lo sagrado implica un corte, una diferencia ontológica de la realidad. Frente a lo

sagrado, el hombre se encuentra ante una situación de diferencia radical con

respecto al mundo que acostumbra a vivir, he aquí que se reconoce la ruptura con

la monotonía de tiempo y espacio. Pero también implica, como ya señaláramos, la

asunción de características extra-mundanas de objetos o realidades mundanas (en

lo profano), con lo cual el objeto sagrado termina revelando algo distinto de sí

mismo; así, y como señala Juan de Sahagún, frente a este tipo de objetos, el sujeto

religioso:

(…) advierte en él no sólo un significado especial, sino también la presencia misma


de una fuerza de naturaleza más o menos incierta que, al no ser equiparable a
ninguna de las energía naturales conocidas, suscita en el hombre una toma de
postura completamente nueva” (Sahagún, 1982: 50).
125

Es decir, el objeto, documento, o realidad física, sigue siendo

externamente lo que parece y ha sido comúnmente, sólo que ahora se conforma en

vehículo de un poder desconocido y trascendente que para manifestarse ha hecho

uso de ese objeto, lo que finalmente implica justamente la dualidad otológica:

esta incorporación hace que toda hierofanía muestre la coexistencia de dos


realidades distintas, incluso opuestas, lo sagrado y lo profano, cuya paradójica
coincidencia en un solo objeto representa una ruptura de nivel en el orden del ser
perfectamente captable incluso por el hombre de cultura primitiva y precientífica ”
(Sahagún, 1982: 50).

La característica de “ruptura de nivel ontológico” de lo sagrado en la

hierofanía, explica y genera las otras dos modalidades propias de lo sagrado: la

referencia a la trascendencia y la experiencia de ultimidad, totalidad y orden de la

trascendencia. Así dice Eliade en el Tratado de Historia de las Religiones:

En definitiva, pues, toda hioerofanía, incluso la más elemental, revela esa


paradójica coincidencia de lo sagrado con lo profano, del ser y el no ser, de lo
absoluto y lo relativo, de lo eterno y el devenir. (…) De hecho, esta coincidencia
«sagrado-profano» representa una ruptura de nivel ontológico. Toda hierofanía
implica esta ruptura, porque toda hierofanía muestra, manifiesta la coexistencia de
las dos esencias opuestas: sagrado u profano, espíritu y materia, eterno y no eterno,
etc. (Eliade, 1981: 99).

Por un lado, entrar en contacto con el mundo de lo sagrado, en la doctrina

o en el culto, a través de un objeto u otra realidad física, le abre las puertas

inmediatamente al homo religiosus a una realidad nueva, un nuevo orden que es

reconocido como más allá de este mundo, y que aun siendo más eficaz y

consistente, establece comunicación con la realidad profana, revelándose incluso,

como accesible al hombre en una promesa de nuevo orden del ser. He aquí el

reconocimiento de la trascendencia de lo sagrado.

De manera que esta condición de “darse” de lo trascendente, algunas veces

en diferentes ofertas magnánimas, generosas, compasivas y piadosas; o en

orientaciones justicieras, virtuosas, vengativas, o rectoras, en otras oportunidades;


126

hace que sea reconocida por el hombre como realidad última. Esta realidad última

en todo caso conlleva la exaltación de las mejores situaciones de la vida mundana

recta y virtuosa, junto con el perfeccionamiento y mejoría de las situaciones

limitadas, terribles o angustiosas que pueden caracterizar la existencia humana; así

señala Sahagún:

En oposición a la deficiencia y caducidad del entorno mundano, el nuevo orden de


ser se presenta al hombre religioso bajo el aspecto de perennidad, de fertilidad y de
eficacia. De este modo lo sagrado equivale a máxima potencia o suprema energía,
que es lo mismo que plenitud o saturación de ser. Es la realidad por excelencia.
(Sahagún, 1982: 51).

He aquí la importancia de la veneración y las manifestaciones de creencias

dentro de los sistemas religiosos culturales. Lo trascendente, como lo más eficaz y

consistente, es entendido como la realidad verdadera, la que sustenta al mundo

profano y que por tanto asegura el orden cósmico. Frente a lo azaroso, caótico,

transitorio, parcial, impermanente, incompleto y fragmentario de la experiencia y

la vida humana; lo trascendente viene a constituirse en la realidad por excelencia,

la definitiva, eterna, completa y, como tal, dotadora de sentido. Por esto, la actitud

del homo religiosus ante lo trascendente, siempre se traduce en un respeto,

idolatría, esperanza, añoranza o modelo, lo cual se manifiesta en las principales

actitudes que conciben lo sagrado en el hombre y que Rudolf Otto definió bien

como realidad numinosa, “misteriosa”, “tremenda” y “fascinante”15.

15
Para mayores efectos explicativos, a los cuales no podemos llegar en esta investigación por
razones de tiempo, espacio y delimitación temática, recomendamos consultar la obra de OTTO,
R. (1980) Lo Santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios. Madrid: Alianza. Aunque
también son importantes las referencias de Sahagún, J. (1982). Interpretación del Hecho
Religioso. Filosofía y Fenomenología de la Religión. Salamanca: Sígueme; (pp. 53-56); y las
de Sánchez Nogales, J. L. (2003). Fenomenología y Filosofía de la Religión Salamanca:
Ediciones Secretariado Trinitario; (pp. 343-353).
127

Finalmente, tenemos que considerar que lo sagrado, según Eliade, presenta

una particular dialéctica en las hierofanías. Esta dialéctica se presenta en dos caras

o momentos (que pueden ser separados en el mismo tiempo-espacio) de las

manifestaciones hierofánicas, y explican, a su vez, dos importantes condiciones

esenciales de toda hierofanía. Estas dos son el mana y el tabú.

El concepto de mana es asumido por Eliade desde la creencia melanesia,

como esa civilización del archipiélago del pacífico, de donde muchos autores

derivan los fenómenos religiosos. “El mana es para los melanesios la fuerza

misteriosa y activa que poseen ciertos individuos y generalmente las almas de los

muertos y todos los espíritus” (Eliade, 1981: 86). Aquí lo importante es que el

concepto de mana se refiere, primero a las características sobrenaturales que

poseen ciertas cosas o individuos dentro del mundo profano; y, segundo, que esas

características son donadas u ofrecidas por unos seres de cierta realidad superior.

Esto último implica lo que hemos observado en torno a la participación mística de

algunos objetos o personas profanas en lo sagrado, lo cual hemos llamado

hierofanía. “Lo que está dotado de mana existe en el plano ontológico y, por

consiguiente, es eficaz, fecundo y fértil (…) no aparece en ninguna parte el mana

hipostasiado, separado de los objetos, de los acontecimientos cósmicos, de los

seres o de los hombres” (Eliade, 1981: 91).

Aun cuando el mismo Eliade ve la dificultad metodológica del concepto de

mana, pues “la noción de mana no es universal. El mana no aparece en todas las

religiones, y aun en aquellas en que aparece no es ni la única ni la más antigua

forma religiosa” (Eliade, 1981: 89-90), no sólo ayuda a esclarecer ese carácter de
128

mundano de la hierofanía, pero personalizado, particularizado respecto a los

demás objetos del mundo, por su participación con lo sagrado.

Por otro lado, el concepto de tabú, nos coloca frente a la ambivalencia en

toda concepción de lo sagrado. Lo sagrado, como hemos visto, se refiere a lo

extraordinario, lo “fuera de este mundo”, pero que a su vez configura al mundo.

En este sentido, lo sagrado generalmente posee características que -en tanto extra-

mundanas- no conocemos sino por referencia; tal es la perfección, la eternidad, el

sumum bonum, la unidad por excelencia, etc. Pero todas estas, al ser

características no conocidas, generan cierta aprensión. Después de todo la

perfección o la eternidad no son de este mundo, por eso causan el temor hacia lo

trascendente, que es explicado por la teoría de Otto como lo fascinante. Por tanto,

merece cuidado acercársele, pues el contacto con esta realidad, que establece una

ruptura de nivel ontológico, puede ser dañino, peligroso y hasta mortífero. Al

respecto, sintetiza Eliade:

Lo que –con una palabra polinesia adoptada por los etnólogos- se llama tabú es
precisamente esa condición de los objetos de las acciones o de las personas
«aisladas» y «prohibidas» por el peligro que su contacto lleva consigo. En general
es, o se convierte en un tabú todo objeto, acción o persona que tenga En sí, en
virtud de su propio modo de ser, o que adquiera por una ruptura de nivel
ontológico, una fuerza de naturaleza más o menos incierta. (Eliade, 1995: 82).

Al significar lo sagrado una ruptura de nivel ontológico y, por tanto, una

realidad “distinta”, ofrece también la apertura a lo desconocido, lo extraño. Pasar

de plano puede significar un choque espeluznante o fatal, por eso el respeto a lo

sacro, en la figura de la hierofanía. Está incluido en el mismo concepto de

sagrado, en su acepción originaria griega, esta característica de temible; en el

Diccionario manual Vox griego-español, el vocablo ς (hagios –

hagnos), es definido, casi contradictoriamente, como “santo, sagrado; sacrosanto;


129

piadoso, puro; maldito execrable” (Pabón, 1967: 4). He aquí que Eliade reconoce

la importancia de lo “inmaculado” en las manifestaciones hierofánicas, como

aquellos objetos o personas que al ser venerados, no pueden ser tocados por

cualquiera ni de cualquier forma, al menos que se de el permiso respectivo. Se

trata de lo respetado y a la vez temido, “fascinante” y, en tanto, “prohibido”, que

en el caso de la palabra tabú es la acepción más típica para la mente occidental,

gracias a las investigaciones de Freud y Taylor16. De tal forma, señala Eliade:

(…) la tendencia contradictoria que el hombre manifiesta con respecto a lo sagrado


(tomando este término en su acepción más general). Por un lado, trata de asegurarse
y de incrementar su propia realidad mediante un contacto lo más fructuoso posible
con las hioerofanías y las cratofanías; por otro, teme perder definitivamente esa
«realidad», al integrarse en un plano ontológico superior a su condición profana;
aun deseando superarla, no puede abandonarla del todo (Eliade, 1981: 84-85).

Entonces, lo sagrado habla claramente de la realidad religiosa del hombre,

en tal sentido, le da forma a lo que hemos dado en llamar hommo religiosus. Es

así que el acercamiento a una religión para la búsqueda de su concepción de

hombre, debe tener en cuenta esas manifestaciones de lo sagrado en la manera de

las hierofanías, aun a pesar de las limitaciones metodológicas que conlleva esto,

entre las que cabe advertir, está su amplitud (toda manifestación) y su

heterogeneidad (la manera como se presentan esas diferentes manifestaciones). En

todo caso, con Eliade, queda claro la posibilidad de que los estudios de la religión

puedan ser entendidos como una forma de antropología filosófica, sin perder su

alcance etnológico; pues finalmente, el investigador busca lo sobrenatural y en

tanto, lo sobre humano (lo sagrado y su concepción) en lo natural y humano (lo

profano), he aquí donde encontramos las hierofanías:

16
Quien, como señaláramos en el capítulo precedente, emite sus teorías a partir del psicoanalista.
130

Tenemos que habituarnos a aceptar las hierofanías en cualquier parte, en cualquier


sector de la vida fisiológica, económica, espiritual o social. En definitiva, no
sabemos si existe algo –objeto, gesto, función fisiológica, ser o juego, etc.- que no
haya sido transfigurado alguna vez, en alguna parte, a lo largo de la historia de la
humanidad, en hierofanía (Eliade, 1981: 77).

Aboquémonos, pues, a intentar acercarnos a algunas hierofanías que

permitan encontrar esos rastros generales de una concepción de hombre dentro del

budismo como religión histórica; y, particularmente en la creencia y doctrina del

budismo zen, a partir de la interpretación con una hermenéutica de carácter

filosófico, más no etnográficos, aun cuando entendemos que al trabajar el

budismo zen, tenemos que asumir la contextualización histórico-social en la

cultura japonesa del medioevo (cuando coexiste la figura de uno del principal

fundador del soto zen: Eihei Dôgen), época en la que se fechan los textos a

estudiar.
131

CAPÍTULO III

Una sola cosa es Sabiduría: Conocer con juicio


verdadero cómo todas las cosas son gobernadas
a través de todas las cosas.
Heráclito de Efeso, (Fr. 41)

El conocedor y lo conocido son uno solo. La


gente sencilla imagina que debería ver a Dios
como si Él estuviera allí y ellos aquí. No es así.
Dios y Yo somos uno en el conocimiento.
Maestro Eckhard

III. UN ACERCAMIENTO A LAS RAÍCES FILOSÓFICAS Y

DOCTRINALES DEL BUDISMO

En el decurso de esta investigación se ha trabajado, primero, lo referente al

contexto de los estudios de la religión en general; luego, se ha asumido,

específicamente, la opción que representa la fenomenología de la religión como

una manera de explicar la concepción de hombre que puede estar implícita en el

pensamiento y la creencia religiosa. En tal sentido, podemos decir que se ha

enmarcado el problema de esta investigación desde una perspectiva filosófica,

pero desde la perspectiva del modo de dirigir el pensar en torno a lo religioso.

Retomemos ahora la metodología de historia de las religiones como elemento

fundamental de recolección de datos para estudiar el caso del budismo y su

estructura dogmática. Partamos del budismo en general, y sus creencias

fundamentales, para luego enmarcarlas en la práctica y el pensamiento de una

manifestación específica del budismo, como es el caso del zen.

Una observación previa puede ser pertinente. La importancia que ha

adquirido el budismo -como para justificar trabajos de este tipo- puede ser
132

identificada desde diferentes aristas. Puede, por ejemplo, relacionarse con el

actual boom de las diferentes manifestaciones culturales orientales extendidas en

occidente con un creciente número de fieles, sobre todo después de los

convulsionados años sesenta y setenta del siglo XX, cuando una gran cantidad de

personas (muchas incluso de renombre o de amplia vida pública a nivel

internacional) se han abrazado a la creencia y la práctica budista, sobre todo por la

oferta de paz interior. Ante esto, hay que tener mucho cuidado cuando se quiere

buscar las explicaciones de este fenómeno humano, adjetivándolo en el sentido de

reducirlo a una simple “moda” o impulso new age.

Si bien existen variados casos en los que se desvirtúa una práctica o

creencia religiosa en alguna de sus manifestaciones (cosa que ocurre en todas las

religiones), sería injusto enfocar toda práctica budista occidental como

acercamientos pueriles, alienados, contraculturales o por tendencias de moda.

Antes, más bien, podemos observar y advertir una evidente necesidad espiritual

del hombre contemporáneo, que, más allá del variopinto dogmatismo religioso

occidental, lo ha llevado hacia otras búsquedas. Se puede hablar incluso de la

necesidad que se traduce en un volver sobre sí mismo -en la intimidad del espíritu

humano- para volver a lo trascendente, donde reside lo común en todo: el vínculo

con el universo.

En tal sentido, se puede comprender la amplia adscripción occidental al

budismo, el cual, por cierto, es presentado como una opción poco compleja. Al

respecto hay muchas otras interpretaciones, por ejemplo, la del profesor Julio

López Saco (2006), en su investigación de ascenso en la UCV: La Leyenda del


133

Iluminado: vida, dichos y hechos del Buda. Un acercamiento mítico-literario y

simbólico-iconográfico; donde éste señala, refiriéndose a la esencia del

pensamiento budista sobre el sufrimiento, que:

Este planteamiento básico ha proporcionado el armazón necesario para considerar


al budismo desde muchas ópticas: como una religión, una filosofía, pero, sobre
todo, como una trocha vital, una opción propuesta y no impuesta que ayuda a
extinguir el dolor, una especie de lógica curativa, de medicina vital, moralizante,
simple y accesible a todos. Se concluye que el Buda no crea absolutamente nada,
solamente enseña un camino que ya existía con mucha anterioridad a su
predicación. (López, 2006: 14).

En tal sentido, y con el necesario espíritu de respeto que merece toda

creencia religiosa y cultural, trabajaremos este capítulo en tres momentos. En el

primer momento se hará una presentación general del budismo, de su doctrina,

práctica y creencia, generada desde el seno de su historia (que como toda religión

tiene elementos místico-legendarios que son difíciles de separar). Luego,

podremos entender desde el siguiente y último capítulo, primero, la historia y

aparición de la práctica del budismo en el extremo oriente y, luego, la

manifestación japonesa denominada zen.

III.1. RAÍCES FILOSÓFICAS Y DOCTRINALES DEL BUDISMO

Para salvaguardar y respetar la tradición en la que se genera un pensamiento

y una práctica religiosa budista, esta presentación seguirá el camino de una idea

general sobre el hombre, en la figura, biografía e historias referidas a su fundador;

luego, seguiremos por el cuerpo doctrinal de enseñanza, y posteriormente por las

formas prácticas que adquieren los adeptos, el grupo de creyentes y sus liturgias

(o, mejor, actos propios de manifestación de la creencia).

Estas tres coordenadas, podemos decir, son fundamentales en la

presentación de cualquier religión, en la medida en que la describen internamente,


134

desde la comprensión de las bases de la práctica que realizan sus fieles. En tal

sentido, todas esas coordenadas referidas tienen una denominación dentro del

budismo, que se conoce como las tres joyas o los tres refugios (del pali

Tisarana17) que toma o asume el practicante o religioso budista: Buddha, Dharma

y Sangha. Esta triple joya nos ayudará a entender el camino del budismo desde

sus más importantes categorías: Buddha: que se refiere no sólo a la figura

histórica y fundadora de la práctica religiosa, sino también a la condición de

comprensión de la realidad que lo caracterizó, y que además es accesible a toda

persona; por lo que podemos considerarla como una antropología de la

iluminación, o concepción de las posibilidades religiosas de todo ser humano.

Esto nos acerca, evidentemente, a la historia fundacional del primer Buda

Shakyamuni. La segunda categoría constitutiva de la triple joya, es el Dharma: La

enseñanza de la doctrina y creencia fundamental del budismo, y la ética

subyacente a ésta, cuya observancia es capaz de lograr ese nuevo hombre o ser

humano, que en la particular religación descrita en el seno del budismo, detenta

esa condición de claridad y entendimiento de lo real. Por último, el budista asume

los votos de asumir un tercer refugio, la Sangha, que no es otra cosa que la

comunidad de practicantes y creyentes del budismo, claramente organizados en

torno las diferentes órdenes monásticas en las que se ha agrupado a lo largo de la

historia del budismo, incluso desde la vida del mismo primer buda. Así, esta

organización, implica, por supuesto, como corresponde a toda religión, las

17
Tisarana: literalmente ti-sarana (tres-refugios). Palabra del canon Pali.
135

principales prácticas y rituales o –si así se quiere denominar- las diferentes

liturgias.

III.1.1 BUDDHA: concepción de hombre a partir de su fundador.

Los orígenes del Budismo se remontan aproximadamente al siglo VI a.C. y

sigue como norte fundamental las enseñanzas del Buddha, que en sánscrito quiere

decir “el que ha despertado”, “el iluminado”; un personaje de quien, unos dicen

no es más que un mito solar, mientras otros aseguran que fue realmente un

príncipe. Este personaje, cuyo nombre personal era Siddharta y el de su familia

Gautama, nació al norte de la India, en las adyacencias del Valle del río Ganjes,

cerca de Gorakhpur, entre Nepal al norte y Varanasi (Benarés) al sur. Como hijo

del Suddhodana y Maya, reyes de la tribu de los Sakyas, se dice que Siddharta

vivía entre grandes lujos, disfrutando incluso de un buen lugar en el escalafón

social de castas en la India, pues incluso su padre gozaba de cierta prestancia,

pues, como bien señala Sánchez Nogales, pertenecían a la casta guerrera de los

ksatriyas (Cf. Sánchez Nogales, 2003: 537). Otros autores refieren a una

importancia religiosa de Suddhodana, como maestro brahmán, legado que quería

que su hijo continuara. Evidentemente, como ocurre con aquellos personajes que

de alguna manera representan un hito o una ruptura histórica importante, no ha

faltado que la vida y andares de Siddharta hayan llegado a asumir diferentes

elementos legendarios y míticos, sobre todo desde la particular prédica del

budismo, que conlleva una práctica meditativa de iluminación intelectual y

espiritual. Esta situación ha logrado insertar una serie de especulaciones en torno

a la existencia real del Buda histórico, aunque hoy en día -incluso desde diferentes
136

investigaciones occidentales- ya no existen dudas. Aunque hay informaciones

diversas en torno a fechas o condiciones del nacimiento del príncipe, se ha

asumido una historia conciliada, que en líneas generales podemos expresarla en

las palabras del monje Narada Thera, quien en su libro Síntesis del Budismo

asevera:

El día de luna llena del mes de Mayo del año 623antes de Cristo nació en el distrito
de Nepal, un príncipe Sakya llamado Siddharttha Gotama, quien estaba destinado a
ser el máximo maestro religioso del mundo. Se crió entre lujos, recibió educación
principesca y, como humano que era, contrajo matrimonio y tuvo un hijo. (Thera,
1977: 9).

Según la leyenda, el nacimiento de Siddharta fue milagroso. Las versión

más popularizada, incluso por elementos representativos pictóricos de diversas

comunidades budistas, hablan de un sueño que tuvo la reina Mayadevi

(mayormente conocida como la divinidad Maya) o Mahayama (la “Gran Maya”),

su madre; en la que ésta viaja acompañada de diversos dioses celestiales hacia la

tierra del loto, en las cordilleras del Himalaya. Allí, una vez ungida en perfumes y

purificada en las plateadas aguas de un lago, es llevada a una especie de mansión

áurica donde se produce el descenso de una estrella y la aparición de un elefante

blanco que le toca el costado izquierdo con una flor de loto que llevaba entre su

trompa, lográndose la concepción del joven príncipe. En este sentido, como puede

ocurrir con las diversas leyendas de diversos profetas, enviados, elegidos o

mesías, el nacimiento tiene características de pureza inmaculada; así señala, sobre

el acontecimiento de la concepción a través de un elefante blanco (figura por

demás sagrada en la religiosidad hindú), el profesor López Saco que Buda

“penetrará en el recinto uterino de maya, aunque separado de él por una especie de

habitáculo. De este modo, el nacimiento “natural” del Buda Sakiamuni está


137

servido” (López, 2006: 28). La presencia de un receptáculo, para el profesor

López Saco, que impide el contacto del iluminado con el cuerpo de su madre,

resalta la figura sobrehumana y espiritual del Buda, pues su forma humana –según

la tradición tibetana- es una especie de holograma de todos los Budas, quienes se

encarnan en aspecto humano para enseñar y orientar el sendero de la iluminación.

En fin, esta versión legendaria continúa con la idea de que Maya trae al mundo al

príncipe después de diez ciclos lunares, durante un paseo por un hermoso jardín

del enorme palacio de la familia Gautama.

Otra historia señala que al momento de su nacimiento, y durante una

torrencial lluvia, un vidente le dijo a su padre que el niño dejaría un día a su

familia para vagar como un asceta santo. Y, finalmente, otra conocida leyenda de

origen e interpretación tibetana relata que el mismo príncipe, de pequeño (casi

recién nacido) dio siete pasos en las cuatro direcciones para luego afirmar que ésa

sería su última vida y que no reencarnaría más (se dice también que de las huellas

que dejó surgieron flores de loto).

Otro elemento importante sobre la trascendencia religiosa y mítica del

Buda, tiene relación con una especie de tradición en Asia que se refiere a la

evidencia de ciertas características físicas resaltantes de los seres especialmente

dotados, que incluso marcará su destino como líderes espirituales. A este respecto,

el “Buddha” o iluminado, debe llevar impreso en su cuerpo treinta y dos

características físicas resaltantes que lo identifican y distinguen del restote los

seres humanos. Esta idea sigue siendo vigente en ciertas zonas del Tibet, con las

cuales, algunos magos o maestros se dedican a buscar al Dalai Lama (la

encarnación por compasión del mismo Buda Gotaza), después de la muerte del
138

anterior; o para identificar algún Lama importante (también encarnación de algún

patriarca). Así nos explica, al respecto, el profesor López Saco:

Unos días después del nacimiento [de Siddharta] se le somete a un reconocimiento,


tarea obligada para hijos de reyes, por parte de 64 brahamanes, que confirman un
resultado extraordinario tras su minucioso examen: 32 señales de la grandeza
humana que lo harán convertirse en un rey poderoso, justo, conquistador, o, en su
defecto, en un religioso sacrificado que buscará la iluminación y la santidad. Cuatro
de esos signos, el círculo del entrecejo, la protuberancia en la parte superior del
cráneo, la orientación de su vello corporal hacia la derecha y la especial coloración
de la piel, serán una simbólica prefiguración de sus futuros Cuatro Encuentros fuera
de palacio y frente a la otra realidad mundana, que marcará el devenir de su vida
posterior y el punto de partida doctrinal. (López Saco, 2006: 30)

Ahora, más allá de la leyenda, sabemos que Siddharta se quedó huérfano de

madre apenas siete días después de su nacimiento, lo que hizo que su padre y su

tía Prajapati (con quien se casa luego el rey) lo sobreprotegieran con todas las

riquezas de las que disponía la familia para evitar al máximo el contacto del niño

con el sufrimiento, y así evitar que éste se fuera de palacio.

Casado desde los dieciséis años (como era costumbre para la época y las

exigencias de su casta) con su prima Yasodhara, tuvo un hijo a los veintinueve

años de nombre Rahula. Para esa misma época, coinciden las historias, el joven

príncipe Siddharta, pudo escaparse a dar un paseo fuera de palacio, y tuvo tres

visiones importantes: un hombre viejo y decrépito, un enfermo y un cortejo

fúnebre. Estos tres encuentros le permitieron tomar conciencia de la realidad de la

existencia y del sufrimiento humano dentro de la rueda constante de las

reencarnaciones (metempsicosis en la tradición griega) en la que se cree desde la

religiosidad hindú, y que además convierte al sufrimiento que significa la vida en

eterno devenir. Fue con estas tres visiones que Siddhartha dio cuenta de que todos

los seres humanos, incluso él quien había vivido protegido por los placeres del
139

dinero y la comodidad nobiliaria, estaban sometidos a la misma realidad de

sufrimientos diversos.

Después de una segunda escapada de palacio, una cuarta visión le abrió los

caminos de la decisión. Un monje anacoreta errante y mendicante que lo inspiró

por su calma y pasividad. Así fue como el príncipe sintió el llamado a buscar la

solución de estos problemas, y decidió afeitarse la cabeza, abandonar su reino, su

fortuna y su familia; y llevar una vida de eremita en búsqueda de “la verdad” y la

paz. La importancia de esa decisión la subraya muy bien Narada Thera: Fue un

renunciamiento histórico sin precedentes; pues no renunció en la ancianidad, sino

en la juventud; no renunció en la pobreza sino en la opulencia” (Thera, 1977: 10).

Por un tiempo de seis años erró entre múltiples religiones y prácticas

ascéticas de la diversidad hindú, estudiándolas y practicando sus exigencias -que

incluían, entre otras cosas, duros ayunos y vida mendicante-, sin conseguir las

necesarias respuestas sobre la vida y sufrimiento humano. A este respecto, el

renunciante príncipe y futuro Buda pudo insertarse en una realidad muy propia de

su tiempo, aunque no de su realidad social nobiliaria.

La diversidad de opciones religiosas dentro del hinduismo, buscaba una

opción de respuesta a la dura vida de un espacio cálido y muy húmedo, de

geografía tropical, donde el alimento muchas veces escaseaba, aunque no tanto la

cantidad de enfermedades propias del tipo de clima. Todo esto, aunado a una

situación de evidente disparidad y desigualdad social arraigada en las creencias de

castas sociales, tornaban la vida humana y cotidiana del hombre común en una

situación difícil e insoportable, con una expectativa de vida muy corta, que

incluso no acaba en la muerte, pues es el fin momentáneo de una existencia que


140

retorna eterna y constantemente al mismo mundo injusto y cruel, en la

reencarnación. Esta situación la refleja muy bien André Bareau (2004) en su obra

Buda. Vida y pensamiento:

Millares de hombres de distintos orígenes abandonaron sus hogares y vagaron de


aldea en aldea, harapientos, mendigando la comida, sin otro techo que el follaje de
los árboles o la bóveda de una cueva (…) muchos habían elegido esta existencia
precaria y a menudo penosa para huir de un mundo que les había decepcionado y
para buscar una solución al problema que les obsesionaba: una ruptura definitiva de
la cadena sin fin de existencias jalonadas de sufrimientos. (Bareau, 2004: 13).

De esta manera, las esperanzas se disolvían en la posibilidad de acercarse a

lo trascendente, muchas veces a través de gurús, que se hacían mediadores con

interpretaciones diversas; pues, evidentemente, las respuestas eran necesarias no

sólo para comprender la realidad, sino para procurar una salida que abrigara la

ruptura. Sin embargo, a pesar de las penurias humanas, toda esta situación

permitía una amplia discusión en torno a la trascendencia en el sentido del

pensamiento y las creencias religiosas del hinduismo, logrando sistemas

filosóficos, psicológico y, en casos hasta biológicos y físicos; así sigue Bareau:

Unos permanecían solos, viviendo y muriendo lejos de todo; otros reclutaban


discípulos y fundaban así sectas más o menos numerosas, más o menos vivaces.
Cuando se encontraban dos de estos religiosos errantes, pasaban horas y horas
intercambiando ideas, debatiendo sobre temas que les eran gratos, con ese amor por
la discusión, por la especulación intelectual pura, que sólo encontramos
desarrollado hasta ese extremo en Grecia y en la India. (Bareau, 2004: 13-14).

Siddharta Gautama fue en este sentido, e incluso posteriormente, uno de los

más grandes críticos de la religiosidad hindú de su época, enmarcada en la

constante práctica de sacrificios de animales para satisfacer a los dioses; crítico

incluso del sistema social de castas, y en la dogmática e irracional costumbre de

endiosar a personajes como maestros o gurús. Aunque, no fue lo que diríamos un

crítico irracional o a priori de su cultura, pues, como ya señaláramos, transitó por

la gran diversidad de opciones religiosas. Después de disfrutar de los placeres de


141

la vida mundana, ofrecidos por las comodidades de su familia, tocó el extremo

contrario con una práctica mendicante y carente de toda facilidad o necesidad

material mínima, como señala Narada Thera -cónsono con la tradición:

De acuerdo con la antigua creencia de que no podía ganarse la liberación sin llevar
una vida de estricto ascetismo, practicó esforzadamente todo género de dura
austeridad Sumando vigilia tras vigilia, y penitencia tras penitencia, realizó un
esfuerzo sobre humano durante seis largos años.
Su cuerpo casi se redujo al esqueleto. Cuando más atormentaba su cuerpo, su meta
se tornaba más remota. (Thera, 1977: 10).

Conciente de la futilidad de todo extremismo, Gautama decide finalmente

seguir su propio camino religioso. Llega a los pies de un árbol de higuera, donde

se sentó en estado de meditación, resistiendo los embates de la deidad infernal

Mara (que simboliza la inquietante mente, en su devenir caótico) quien le atacó

desatando huracanes y terremotos, en medio de los cuales danzaban sus tres hijas:

el deseo, el placer y la pasión. Cuarenta y nueve días duró la meditación de

Gautama sin moverse, hasta llegar a obtener “la iluminación” que le permitiría

concebir su libertad de esta realidad de sufrimientos a través de la conciencia

plena (el nirvana), y le daría su título del buddha, el iluminado, el despierto; título

que compartirá con el de Sakyamuni (el sabio de los sakyas), el Bhágavat (Señor

bienaventurado), Mahapurusa (gran hombre) o incluso el de Tathāgata (el que ha

ido y venido, a las cosas – llegado perfecto).

Según la tradición Buddha consigue la iluminación a los treinta y cinco

años, sentado debajo del árbol, que desde entonces será denominado “árbol

Bodhi” o “árbol-bo” (árbol de la sabiduría). A partir de aquí, comienza un camino

de prédica y propagación de su doctrina, para acercar a la humanidad hacia la

verdad, y evitando justamente los caminos de extremos, tanto la autoindulgencia,

como la automortificación, pues, como bien señala Narada Thera: “La primera
142

retarda el propio progreso espiritual; la segunda debilita el propio intelecto. El

nuevo camino que descubrió para sí fue el Sendero Medio” (Thera, 1977: 10).

Este sendero del medio, que veremos en la idea del noble óctuple sendero, lo

comenzará el Tathāgata, con una orden monástica de cinco discípulos, hasta

llegar hoy en día a un cúmulo de más de 600 millones de adeptos al budismo en

sus diferentes formas. Aunque Sakyamuni Buda, quien muere según la tradición a

la edad de ochenta años, realmente no escribió nada (al mejor estilo socrático) el

conjunto completo de sus discursos y conversaciones durante cuarenta y cinco

años de prédica y vida monástica, desde su iluminación hasta su muerte (el

parinirvana), fueron recogidos y escritos por sus primeros discípulos, para luego

ser interpretados por las diferentes vertientes en las que se dividirá el budismo a lo

largo de su historia.

Como dijimos antes, en la práctica del budismo es muy importante la

“Triple Joya”, “los Tres Refugios” (Tisarana): El Budhha, El Dhamma - Dharma

(la enseñanza) y La Sangha (orden monástica). Cuando se hace referencia al

Buddha como una joya, en la que se toma refugio, se requiere de una explicación

al respecto. Evidentemente el primer Buda, en la idea de las diferentes

denominaciones sagradas que adquiere, es, lo que diría Eliade, la primera gran

hierofanía que configura la creencia y práctica del budismo, por eso es lo principal

en la comprensión de esta tendencia religiosa; pues, como señala Julio López

Saco:

(…) el análisis de su devenir vital se muestra imprescindible para conocer y


asimilar sus preceptos ideológicos básicos; una vida cuyos elementos mítico-
legendarios, imbricados con aquellos históricos, despiertan no sólo la pasión del
biógrafo o el historiador de las religiones, sino el anhelo de comprensión, para
143

estudiosos o aficionados, de una enseñanza decididamente vitalista de profundo


calado (López, 2006: 22).

Definitivamente la figura del primer buda, posee una carga de sacralidad,

por el mismo hecho de lograr desde su completa humanidad, trascender la

condición humana de sufrimiento perpetuo. Mas esto no lo vuelve un Dios, un

mesías, un profeta o un santo que adorar dentro del budismo originario. La

intensidad de sacralidad, o, podríamos decir con Eliade, la modalidad de la

hierofanía que representa la figura de Sakyamuni Buda, depende finalmente del

tipo de práctica, ya sea ésta de budismo ortodoxo (Theravada) o heterodoxo

(Mahayana), e incluso puede variar dentro de la misma heterodoxia. Hay dentro

de la creencia, práctica y pensamiento budista, un cuidado en torno a cultos

religiosos sobrenaturales, lo cual proviene de las mismas enseñanzas del

Tathāgata. No existen dioses en el budismo, al menos no en el sentido semítico

que expresa la supremacía, trascendencia, y ultimidad; por eso, desde la creación

de la primera comunidad monástica, el primer Buda fue muy claro con respecto a

evitar elementos de culto como sacrificios u oraciones a algún Dios, así como

cualquier otro tipo de práctica supersticiosa. Todo esto deja al aire la pregunta

más típica del budismo, acerca de su condición de religión, y la importancia que

se le puede dar a su fundador al respecto. Hablando sobre los orígenes del culto

búdico, André Bareau señala:

En cuanto a las relaciones que unían a los monjes con Buda, se definían por la
veneración debida al maestro por sus discípulos, y también sin duda por el
agradecimiento hacia aquél, que les había mostrado el camino de la salvación. En
vida, el bienaventurado se expresaba con gestos y palabras de respeto análogos a los
que prescribía el buen comportamiento indio ordinario. Después del parinirvana [su
muerte], no podía sino suscitar pensamientos de admiración y de gratitud, puesto
que Buda había desaparecido definitivamente. Existe una vieja tradición sobre Buda
144

agonizante que recomienda a los monjes no preocuparse por sus funerales y dejarlo
todo en manos de los laicos. (Bareau, 2004: 109-110).

Es evidente el desdeño que se le puede adjudicar al primer Buda, con

respecto a todo lo que tiene que ver con cultos trascendentes e idólatras,

asumiendo situaciones como la muerte, desde un punto de vista normal y común

dentro de una existencia ya liberada. O al menos así debe ser para los que asumen

la vida monástica budista; por eso, y como veremos al hablar de la Sangha, la

participación de la comunidad laical era muy importante en la proliferación

primera del budismo, pero éstos, sin la misma instrucción y práctica meditativa

constante que la que llevaban los monjes, pudieron ser los primeros responsables

del endiosamiento de la figura del Sakyamuni Buda. Una de las muestras claras de

esto es el dominio y uso de los restos mortales del Buda, añadiendo una práctica

laical, que se puede reconocer desde la teoría de Mircea Eliade como la

manifestación del maná de la hierofanía que representa la imagen del primer Buda

en la práctica regular de varios tipos de budismos sincretizados con las creencias

del momento; pues como señala Bureau:

Una serie de documentos seguros y antiguos demuestran, en efecto, que el culto de


las reliquias que practicaban los laicos se inspiraba en gran medida en el que se
rendía a las divinidades indias ordinarias y se esperaban de él efectos semejantes.
Las cenizas de Buda y sus discípulos las consideraban estas gentes supersticiosas
como talismanes y las utilizaban como tales. (Bureau, 2004: 111).

Tendencias y autores más modernos del budismo insisten en rescatar la

fuerza significativa del título de Buddha y unirlo con la prédica del Tathāgata, la

cual llevaba el germen de la independencia de toda creencia exterior, asumiendo

la responsabilidad propia e individual de adjudicarse la comprensión, la


145

conciencia plena que sólo es posible en la observancia de sí mismo y sus actos en

la meditación, como bien señala el monje Narada Thera:

El Buda exhorta a Sus discípulos a depender de ellos mismos para su propia


liberación, pues la pureza y la purificación dependen de uno mismo. Al aclarar Sus
relaciones con Sus seguidores y hacer hincapié sobre la importancia de la
autoconfianza y pugna individual, el Buda afirma palmariamente: “Tathagatas,
actuad con vosotros como vuestros únicos maestros” (Thera, 1977: 12).

Llamarle a sus discípulos con el título de Tathāgata, indica la mayor

conclusión de estas tendencias de interpretación del budismo, que incluso se

encuentran desde el siglo XIII de nuestra era, en las adyacencias del Japón con el

zen, donde es posible hablar, en un sentido, de la “budeidad”; pues la condición de

buddha, de iluminarse, de entender “la verdad”, y estar despierto, está no sólo en

todo ser humano como potencia real y cercana, sino incluso como posibilidad de

todo ser viviente. Así, de nuevo en palabras de Narada Thera:

(…) el Buda no reclama el monopolio del Estado Búdico que, de hecho, no es


prerrogativa graciosa de ninguna persona en especial. El Buda alcanzó el supremo
estado posible de perfección al que cualquier persona podría aspirar, y sin el rigor
del maestro reveló el único sendero directo que conduce a aquél. De acuerdo con
las Enseñanzas del Buda cualquiera puede aspirar a ese estado supremo de
perfección si cumple la ejercitación necesaria. El Buda no condena a los hombres
llamándolos miserables pecadores, sino que, por el contrario los anima diciendo
que, al ser concebidos, son puros de corazón. (Thera, 1977: 13).

Por todo esto, no sólo podemos avizorar la importancia antropológica del

budismo, sino que también podemos ir reconociendo la amplia la cantidad de

temas que son tratados desde allí, incluso en una concepción del mundo. Así,

podemos adelantarnos a ver al budismo no sólo como religión sino como todo un

sistema filosófico, capaz de extender sus postulados epistemológicos y

antropológicos hacia una ética y teoría social de la compasión. Incluso, a lo largo

de toda su historia se ha abierto un debate sobre si se puede entender al budismo


146

como una religión o si más bien es una filosofía de vida. Al respecto, hay que

decir, que éste no es realmente un debate importante dentro del seno del budismo,

o de los practicantes. El que sea denominada “filosofía” o “religión” no es un

problema, siempre y cuando se cumpla la práctica constante para liberarse de la

cadena de los sufrimientos. Pero para entender mejor qué significa esto y de

dónde viene, aboquémonos a estudiar qué es lo principal de la enseñanza del

budismo, la joya del Dharma.

III.1.2 DHARMA: La Filosofía de las Cuatro Nobles Verdades

Como ya hemos señalado, el primer Buda no dejó documento o testimonio

escrito sobre su descubrimiento o, incluso, sobre su prédica posterior. Sin

embargo, a partir de la comunidad de monjes (arahats) adscritos a sus enseñanzas

– como veremos en el subcapítulo dedicado a la Sangha- se logró realizar un

primer concilio tres meses después de la muerte del Tathāgata que estuvo

precedido por los dos más directos e importantes discípulos: Ananda Thera y

Upali. El primero, especialista en recordar todo el Dhamma (o Dharma) de Buda,

es decir, la enseñanza; y el segundo, que recordaba con precisión las reglas

prácticas y monásticas denominadas Vinaya. Allí se pudo recolectar una inmensa

cantidad de textos que representaban las enseñanzas fundamentales del Venerable

en lo que se denomino el Tipitaka, estos son tres principales grupos, conocidos

como cestos, que luego serían, cada uno asignados a diferentes maestros para

memorizarlos y transmitirlos dentro del linaje. Así refiere Narada Thera: “Como

implica la palabra misma, Tipitaka consiste en tres cestos. Estos son: el Cesto de

la Disciplina (Vinaya Pitaka), el Cesto de los Discursos (Sutta Pitaka), y el Cesto


147

de la Doctrina Última (Abhidhamma Pitaka)” (Thera, 1977: 20). Así es como se

constituye lo que se conoce como el canon Pali, o canon Theravada, que

representa la escritura sagrada ortodoxa primaria, donde se refleja la creencia, la

práctica y la vida budista. Bien es cierto que luego ocurren ciertos cismas dentro

del budismo que -como trataremos en el apartado sobre la Sangha- generaron

escuelas con ciertas divergencias de criterios, mas, como bien nos dice el profesor

Julio López Saco:

El Canon pali o Theravada es el más antiguo de los escritos búdicos y es el único


que ha sobrevivido completo en lengua Pali; la literatura mahayánica, en sánscrito,
ha sobrevivido en traducciones chinas y tibetanas. Las discordancias sufridas, fruto
de los avatares de un budismo da tradición oral, nunca supusieron, sin embargo,
diferencias dogmáticas o clericales entre las diversas escuelas que se acabarían
formando, sino únicamente, de interpretación y de matices específicos, puesto que
la enseñanza esencial del Buda siguió siendo el punto de partida y la referencia
general. (López, 2006: 53).

Así podemos decir que estos textos son las columnas del budismo; de

manera que es necesario revisar con claridad la base fundamental que se erige

como “enseñanza esencial del Buda”, la cual no es otra cosa que el hallazgo

importante del Tathāgata, reflejado en el Dharma o doctrina última, claramente

argumentado en la idea de las “nobles verdades”.

El trasfondo de las cuatro nobles verdades, fundamento de la búsqueda y la

comprensión, fue lo primero que el Buda expuso en su primer discurso, el

Dhamma – Cakkappavattana – Sutta (puesta en marcha de la rueda de la ley).

Luego de su iluminación, se dice que pasó ocho semanas bajo el árbol boddhi,

hasta que contactó con los primeros cinco discípulos en un lugar denominado el

Parque de los Ciervos, en las adyacencias de Benarés. Luego estos discípulos


148

oyentes de las enseñanzas del iluminado se convertirán en los cinco primeros

Bhikkhus (monjes ascetas) de la doctrina.

La naturaleza de las Nobles Verdades es el esqueleto fundamental de la

doctrina y creencia budista. En uno de sus discursos, recogido por sus discípulos,

el Samyutta, (V. 437), el mismo Tathāgata, no sólo resume, sino que explica la

pertinencia de estos cuatro puntos. Esta escena que nos presenta Pidayasi Thera

(1977), en su libro Budismo. Un Mensaje Vivo, está relatada en un bosque de

simsapas (una planta de la India), luego que el Buddha cogiera unas cuantas hojas

en su mano, se dio el siguiente diálogo:

-¿Qué pensáis, monjes, cuál es de mayor cantidad, el puñado de hojas de simsapas


que recogí o las que están en el bosque?
- No mucha, pocas en realidad, venerable Señor, son las hojas del puñado recogido
por el bendito Señor; muchas son las hojas de aquel bosque.
- Asimismo, monjes son muchas las cosas que he realizado plenamente, mas no he
hablado de ellas a vosotros; son pocas las cosas que yo os he declarado. ¿Y por qué,
monjes, no las he declarado? Porque estas cosas no son útiles, no son
indispensables para la vida de pureza, no conducen al desagrado, al desapego, a la
cesación, a la tranquilidad a la comprensión total, a la iluminación, al Nibbana. Por
eso, monjes, no os he declarado estas cosas.
- ¿Y qué es, monjes, lo que he declarado?
Este es el sufrimiento - esto he declarado.
Este es el surgimiento del sufrimiento - esto he declarado.
Esta es la cesación del sufrimiento - esto he declarado.
Este es el sendero que conduce a la cesación del sufrimiento - esto he declarado.
(Thera, 1977: 39-40).

He aquí, entonces las cuatro nobles verdades, las únicas que son necesarias

saber por la naturaleza humana para llevar una vida de pureza, tranquilidad,

libertad y desapego; a saber: 1) Comprensión del sufrimiento y devenir (dukkha);

2) El surgimiento del sufrimiento y devenir (Samudaya); 3) La cesación del


149

sufrimiento y del devenir (Nirodha); y 4) El Sendero que conduce a la cesación

del sufrimiento y el devenir (Magga).

Con este discurso, el Tathāgata deja claro una realidad importante del

surgimiento del budismo, la de ser una crítica a las prácticas religiosas de su

contexto. Al enunciar estas verdades solamente, el budismo se aleja de todo lo que

puede ser cualquier tipo de postura metafísica sobre el mundo o las cosas, e

incluso, también se aparta de discusiones dogmáticas, por un lado, o

innecesariamente lógicas por el otro. Antes bien insta el Tathāgata a conciliar la

verdad propia del ser humano, a través de sí mismo, a la par de lo que fue su

propia experiencia. Así explica el mismo monje Piyadasi Thera:

El Buda nunca pretendió ser un salvador empeñado en salvar „almas‟ mediante una
religión revelada. Por su propia perseverancia y comprensión, dio prueba de que
había infinitas posibilidades latentes en el hombre, y que por el propio esfuerzo, el
hombre debe desarrollar y manifestar esas posibilidades. Comprobó por su propia
experiencia que la iluminación y la liberación están absoluta y enteramente en la
mano del hombre. Siendo exponente de una vida activa por precepto y ejemplo, el
Buda estimulaba a sus discípulos a cultivar la confianza en sí mismos. (Thera,
1977: 28).

Este es uno de los puntos polémicos dentro del budismo ortodoxo y

originario; pues no sólo no existe ningún tipo de Dios, sino que tampoco hay

ningún tipo de artículos de fe, y en su concepción del hombre tampoco existe la

creencia en un alma personal o Atman18, en la que sí creen religiones hindúes

como el Jainismo. Aunque luego existirán posteriores manifestaciones del

budismo donde estos elementos religiosos han sido añadidos; e incluso, hay que

decir que el budismo contemporáneo no condena ni juzga ningún tipo de práctica

18
Atman, es un término sánscrito que se refiere a la sustancia personal, que participa de la
sustancia universal y creadora Brahma, para la tradición hindú. En este sentido, es a veces
interpretado el Atman como el alma personal de las religiones semíticas.
150

religiosa, sólo se suscribe a recomendar este camino de enseñanzas, que no sólo es

lógico y coincidente con cualquier otra práctica religiosa, sino que además

subraya los beneficios y frutos de una práctica meditativa constante. Esta temática

podemos ir desarrollándola a la par de nuestro discurso, mientras, examinemos en

qué consisten las cuatro nobles verdades.

III.1.2.1Primera Noble Verdad: dukkha.

Dentro del Budismo encontramos una idea muy parecida y con semejantes

consecuencias existenciales al devenir heracliteano. El practicante budista no

dudaría con respecto a la afirmación de Heráclito de que no es posible sumergirse

dos veces en el mismo río, pues el mismo Tathāgata declaró la completa

impermanencia de todo lo que corresponde a la realidad.

Todo en el mundo es un compuesto insustancial, es decir, todo cuanto

existe, existe porque ha nacido o ha sido creado, y de igual forma, se corrompe,

cambia e incluso desaparece o muere; así, se puede decir que no hay nada que

permanezca. La generación y producción actúan constantemente en la realidad

creando un flujo perpetuo, donde todo está condicionado y condiciona a la vez.

Ahora bien, si a esta realidad, le sumamos el hecho de que el contacto entre

nosotros y el mundo se ejerce a través del placer que proveen los sentidos, ese

contacto nos llega a crear estados de "apego" con un mundo que, en tanto

insustancial, no hace más que generarnos dukkha. El significado más cercano a la

palabra sánscrita dukkha es sufrimiento, mas esto no tiene que ver con una visión

negativa y nefasta del mundo, o con el sentido occidental y existencialista de

“sufrir” (aunque lo incluye). El problema está en que el placer, las sensaciones de

bienestar, nos vienen a través de los sentidos y, como bien nos dice Walpola
151

Rahula: "Tanto una sensación agradable cuanto una condición agradable son

impermanentes y no duran. Tarde o temprano cambian, cuando cambian

engendran dolor, sufrimiento e infelicidad. Esta vicisitud está incluida en dukkha

como sufrimiento provocado por el cambio" (Rahula, 1990: 39).

El concepto de dukkha, se considera bajo tres aspectos: 1) “dukkha” como

sufrimiento común; 2) “dukkha” como producido por el cambio; y 3) “dukkha”

como estados condicionados de la materia. De todas éstas, el más interesante es el

tercer aspecto, pues requiere la referencia filosófica de lo que para el Buddha es el

Ser, individuo o yo.

Decimos "yo" como una referencia de explicitación, pues, como ya

señaláramos, en el budismo no existe realmente algo que pueda denominarse "yo",

alma o Ser como sustancia individual con existencia independiente (al menos no

en un sentido platónico), pues no hay nada que permanezca. El yo no es más que

lo que Buddha denomina "los cinco agregados" o cinco skandas. Así dice el

mismo Tathāgata en su primer discurso, pero esta vez citado por el monje

Whalpola Rahula:

Y he aquí, oh bhikkhus, la Noble verdad acerca de dukkha. El nacimiento es


dukkha, la vejez es dukkha, la enfermedad es dukkha, la muerte es dukkha, la union
con lo que uno no ama es dukkha, la separación de lo que uno ama es dukkha, no
lograr lo que uno desea es dukkha; en suma, los cinco agregados del apego son
dukkha. (Rahula, 1990: 126).

Los cinco agregados generan continua e impermanentemente al yo, como el

río forma su cauce sin ser nunca el mismo río, esto es lo que se denomina

“Génesis Condicionada”. Los cinco agregados son:


152

1) De la materia: Se refieren a los cuatro elementos que forman el mundo y

sus derivados: Lo sólido (tierra), lo fluido (el agua), el calor (fuego), el

movimiento (aire).

2) De las sensaciones: Se producen por el contacto inmediato entre los

órganos de los sentidos y el mundo material. Hay, según Buddha,

sensaciones agradables, desagradables y neutras.

3) De las percepciones: Las percepciones reconocen en detalle lo captado o

experimentado por los sentidos. Como una especificidad de lo que se

siente, podemos reconocer seis clases de percepciones, correspondientes

a las seis facultades externas e internas de los sentidos: ver, oír, oler,

gustar, tocar y lo experimentado mediante el contacto con la mente

(pensar, imaginar, soñar, etc.). Por supuesto los seis objetos que se

refieren a los fenómenos de percepción son: el ojo, las orejas, la nariz, la

lengua, el cuerpo y la mente, respectivamente.

4) De las formaciones mentales: se refieren a las actividades volitivas o

relacionadas con el uso de la voluntad. Al respecto, Buddha define: "Oh

bhikkhus, la volición (cetana) es lo que llamo karma. Estando presente la

voluntad uno actúa corporal, verbal y mentalmente". (Rahula, 1.990: 42).

De esta forma, hay seis clases de volición que se relacionan con cada una

de las facultades y sus objetos.

5) De la conciencia: Hay seis tipos de conciencia cuya base es cada una de

las facultades de la percepción (ojo, nariz, lengua, orejas, cuerpo y

mente). Así hay conciencia visual, olfativa, auditiva, gustativa táctil (de

los objetos externos) y mental (de ideas y pensamientos). La conciencia


153

no es más que reacción o respuesta, su papel consiste simplemente en

"notar" la presencia de un objeto externo o interno, mientras que la

percepción se encarga de reconocerlo.

En tal sentido, lo que nosotros denominamos “individuo”, persona, alma o,

en último término “ego”, no es más que una colección en el tiempo y espacio de

realidades físicas y naturales que están relacionadas con la percepción del mundo

a través de los sentidos y con la consiguiente actividad mental que se genera a

partir de esa percepción: el pensamiento, las creencias, los deseos. Lo que

podemos observar de esta Noble verdad es el alcance físico, metafísico, y

psicológico de una realidad inminente: la impermanencia. Pues aún creyendo

tener “ego”, ese ego o alma que el hombre desea tener, en tanto que formado o

generado, también debe estar sujeto a las mismas leyes de todo cuanto existe,

también es impermanente. La creencia, o falsa aparición, de una realidad que

podemos denominar “persona”, al depender de las percepciones de un mundo

impermanente, es ella misma prescindible por igual. Así, la necesidad del “yo” se

convierte en la clave, la primera roca de la que se aferra el hombre para apegarse

al mundo y su existencia llena de insatisfacción, de miedo ante la muerte, de

necesidad ante las cosas “reales” y ante los otros “yoes” (egos), etc. Por esto dirá

el Buddha en otro de sus discursos, el Samyutta Nikaya (21,6), que podemos

sacar del libro Buda Para Principiantes, del autor Stephen Asma (1997):

Supongamos que un hombre que puede ver, mirara las muchas burbujas del Ganjes
cuando pasan. Y que las mirara y que las examinara cuidadosamente. Después de
examinarlas cuidadosamente, le parecerán vacías, irreales e insustanciales.
En forma exactamente igual el monje observa todas las formas corpóreas, los
sentimientos, las percepciones, las formaciones y estados de conciencia –ya sean
del pasado, presente, o del futuro, lejano o cercano. Y los observa y examina
cuidadosamente, y, después de examinarlos cuidadosamente, le aparecen como
vacíos, huecos y carentes de ego” (Asma, 1997: 61).
154

III.1.2.2Segunda Noble Verdad: Samudaya.

La segunda noble verdad se refiere a la explicación del surgimiento de

dukkha. Podríamos, por tradición occidental pensar en una prima causa del

sufrimiento del mundo, mas esto no es así dentro del budismo. No puede haber

una causa primera, pues habría que suponerla como permanente y eterna, cosa

que, ya sabemos, es inadmisible dentro de esta concepción del flujo eternamente

condicionado del devenir constante; acorde con una lógica de la naturaleza de

todas las cosas.

Ahora bien, si no existe una causa primera del sufrimiento, sí podemos

pensar en una sucesión de causas y para el Budhha, dentro del régimen de causas

sucesivas, existe una causa más inmediata del sufrimiento o dukkha; esta es la

“Sed” (tanha) o avidez existencial, y también podemos entenderla como “deseo”,

“anhelo” o “apego”. Esta sed que nos articula con la codicia de la necesidad y las

pasiones, tiene tres formas: 1) Sed de los placeres de los sentidos; 2) Sed de

existencia y de devenir, y 3) Sed de no existencia o auto-aniquilación. Volviendo

al Samyutta Nikaya (2,86), pero esta vez citado por Manuel Guerra Gómez

(1999) en su libro Historia De las Religiones, el Buddha dice:

Ocurre, bonzos, como cuando una lámpara arde gracias al aceite y a la mecha. Si
alguien de tiempo en tiempo echa más aceite y despabila la mecha, arderá durante
mucho tiempo. Del mismo modo el deseo aumenta en el que permanece
reflexionando sobre el goce de las cosas que encadenan. (Guerra, 1999: 229).

En líneas generales, la sed que causa el dukkha y que, como dice Walpola

Rahula, “tiene su centro en la falsa idea del „yo‟ que proviene de la ignorancia”

(Rahula, 1990: 52), es a su vez causada por la sensación como producto y efecto

del contacto a través de las seis facultades de los cinco agregados. Los datos
155

sensoriales (olores, sonidos, sabores, placeres corporales, impresiones

intelectuales y mentales) entran a través de los agregados e inevitablemente hacen

surgir los anhelos. Las experiencias sensoriales en sí mismas son fenómenos

neutros, por sí solos no generan sufrimiento. La causa del sufrimiento es, más

bien, responder apegándonos, fijándonos a estas impresiones, e incluso desearlas

en el tiempo. De esta manera, la avidez produce el apego a la vida, lo cual

mantiene el continuum existencial de la “génesis condicionada”.

La génesis condicionada se refiere a la situación de causalidad de las cosas

en devenir constante como forma de la unidad fundamental del cosmos. Las cosas

de encuentran conectadas bien por ser condicionantes o condicionadas por otras

cosas en un momento, o viceversa en otro momento. Así, la unidad de la realidad

en el tiempo se expresa en esta relación constante de causalidad de todo cuanto

existe en el universo, en esta o en otras vidas; esto es lo que se conoce con el

término sánscrito de samsara, y que no se identifica en el budismo con otra cosa

más que el mundo, la realidad normal y cotidiana, a la que estamos sujetos en la

rueda de renacimientos. Al respecto, nos explica muy bien lo que significa esa

génesis condicionada del decurso natural, el monje Narada Thera:

Esta enigmática afirmación puede comprenderse mejor imaginando la vida como


una ola y no como una línea recta. El nacimiento y la muerte son sólo dos fases del
mismo proceso. El nacimiento precede a la muerte, y la muerte, por otra parte,
precede al nacimiento. Esta sucesión constante de nacimiento y muerte en conexión
con cada flujo vital individual constituye lo que técnicamente se conoce como
Samsára: rotación recurrente. (Thera, 1977: 63).

En el budismo hay cuatro pábulos o condiciones para la vida: Los alimentos

materiales, el contacto de los sentidos (incluyendo la mente) con el mundo, la

conciencia, y la volición mental. De todas éstas, la volición mental, que se refiere

a la voluntad de vivir, de continuar la existencia, es lo que se denomina karma (en


156

sánscrito) o kamma (según la voz pali), que significa “acción” o “acción –

reacción”.

La teoría del karma se refiere a la ley natural de causa – efecto, no tiene

nada que ver con recompensa y castigo o justicia, sino más bien al conjunto de

todas las acciones expresamente volitivas. El karma no es efecto de nada, pero sí

produce efectos que son denominados “frutos” o “resultados”. El fruto principal

del karma es la fuerza de continuidad de la rueda de la existencia, el samsara.

Veamos lo que explica el Buddha en el Majjhima-Nikaya, según lo citado por el

profesor Asma (1997):

Así, cualquiera sea el tipo de sensación o experiencia –placentera, displacentera o


indiferente- uno aprueba y abriga el sentimiento y se adhiere a él; y mientras lo
hace, surge el deseo; pero el deseo de sensaciones significa apegarse a la existencia;
y el apegarse a la existencia depende del proceso de devenir; del proceso de devenir
depende el próximo nacimiento; y del nacimiento dependen la vejez y la muerte, el
dolor, la lamentación, la pena, y la desesperación. Así surge toda esta masa de
sufrimiento (Asma, 1997: 90).

El karma también puede ser bueno (kusala) o malo (akusala) y por tanto

puede generar frutos buenos o malos, manteniendo así una continuidad existencial

relativamente buena o mala. Así nos lo explica el monje Narada Thera (1977):

Kamma, literalmente, significa acción; pero en su sentido último, significa la


volición meritoria o demeritoria (Kusala Akusala Cetaná). El kamma constituye el
bien y el mal. El bien engendra el bien. El mal engendra el mal. Lo semejante atrae
a lo semejante. Esta es la ley del Kamma. (Thera, 1977: 56).

Esta concepción afianza la preocupación ética del Tathāgata, para quien

todos los conflictos del mundo se producen por esa sed o apego al poder, las

riquezas, las ideas y pensamientos. Como dice el Padre jesuita Jacques Scheuer:

“Son los errores y las pasiones los que atan a la rueda de renacimientos. Los

principales son el deseo o codicia; el odio o cólera; y el error o ilusión.” (Scheuer,

1994: 18).
157

De esta manera cada quien es responsable de la continuidad de su vida y de

su conciencia de ser, pues dependiendo de sus acciones y de su avidez, las

personas se mantendrán en el proceso de renacimiento constante entre diversidad

de vidas, las más próximas influenciadas por las anteriores. Como dice Narada

Thera:

Esta doctrina del Kamma le da consuelo, esperanza, confianza en sí mismo y valor.


Esta creencia en el Kamma es la que “valora su esfuerzo, enciende su entusiasmo”,
lo torna siempre bondadoso, tolerante, considerado. Es también esta firme creencia
en el Kamma la que lo impulsa a substraerse del mal, a obrar bien y ser bueno sin
atemorizarse por ningún testigo ni tentarse por ninguna recompensa (Thera, 1977:
59).

Lo único que detiene este ciclo vital del samsara, la ruptura de la rueda de

causas-efectos del karma y que estimula el constante renacimiento, es el

desapego, la cesación de la sed: El Nibbana (en voz pali) o más comúnmente

conocido término sánscrito de Nirvana. Hay que resaltar aquí que la teoría budista

del renacimiento es distinta a la de la resurrección semítica o a la reencarnación

del hinduismo; pues éstas últimas dependen de una concepción de alma o Atman,

que -como bien dice Manuel Guerra- “vuelve a informar otro cuerpo/carne, sino

de la «naturaleza búdica» que nace a o en una nueva vida” (Guerra, 1999: 231).

Para ilustrar mejor lo que es el renacimiento, es bueno traer a colación de nuevo

las palabras de un budista contemporáneo, el monje Narada Thera, en una

entrevista que expone el religioso occidental y ex jesuita Ramiro A. Calle, en la

introducción a la obra de Francis Story (1988):

Vivimos solamente un momento pensante. Y al morir ese momento pensante, nace


otro. Y así sucesivamente. Es una serie de pensamientos naciendo y muriendo. Un
río de pensamientos. En la última vida hay un último pensamiento y un primer
pensamiento en la nueva vida, pero es la continuación de la misma serie. Las
actividades están combinadas y condicionadas y pasa de una vida a otra y todas
están registradas en nuestra mente. Cada pensamiento condiciona el siguiente y así
sucesiva e incesantemente. (Story, 1988: 8).
158

Pero efectivamente esa rueda constante, ese círculo de renacimientos en

sufrimiento es posible romperla, comprendamos entonces en qué sentido es

posible la liberación del hombre, a través de la tercera verdad.

III.1.2.3Tercera Noble Verdad: Nirodha.

La tercera verdad del budismo se aboca a describir lo que es la cesación del

sufrimiento o dukkha. Esta cesación, se refiere a la liberación de la continuidad

existencial y la extinción de la sed o avidez, del apego de los sentidos, es la

experiencia última del nirvana. El nirvana implica la conciencia pura de la

verdad: que el yo es una formación mental constituido por la acumulación

constante de sensaciones y percepciones, por eso es traducido por “desapego”,

“apagamiento” (del yo), “extinción” y “cesación”, aunque también podemos

concebirla como la conciencia pura de la verdad.

El Buddha se refiere a este estado de verdad absoluta como: “calmar todas

las cosas condicionadas, el apartamiento de las corrupciones, la extinción de la

«sed», el desapego, la cesación, el nibbana (en voz pali)” (Rahula, 1990: 60). El

nirvana va más allá de cualquier comprensión, no es algo que se pueda explicar

sino con la vivencia misma, pues, al llegar a este estado, nada más hay. El nirvana

no es condicionado, no es ni causa ni efecto, es el fin del samsara, del ciclo de

renacimientos, de la existencia. Por eso, el arahant (el que llega al nirvana) es

comparado con un fuego que se extingue al momento de su muerte. Al respecto,

dice el Tathāgata en el Dhammapada (90,95), citado por el profesor Stephen

Asma:

¡El viajero ha alcanzado el final del viaje! En la libertad del infinito está libre de
todos los sufrimientos, los grilletes que lo ataban fueron arrojados, la fiebre ardiente
de la vida ya no existe. Está calmo como la tierra que perdura; estable como una
159

columna firme; puro como un lago claro; está libre del samsara, el retorno constante
de la vida a la muerte. (Asma, 1997: 118).

El nirvana es un tipo de trascendencia, así que podríamos decir es ese

elemento de “ruptura de nivel” que refiere la teoría de Mircea Eliade; sin embargo

no se trata de trascender a una vida perfecta y eterna, o a un cielo en otro mundo,

como en el caso de la tradición semítica. En el nirvana, el hombre se eleva

psicológica, intelectual, emocional y espiritualmente por encima del estiércol y el

lodo de la existencia humana, impermanente y anhelante; así como la flor de loto

se eleva del pantano más fangoso, hacia el cielo, para mostrar su belleza plena (he

aquí la importancia simbólica de la flor de loto para las culturas budistas). Como

no hay una ascensión a un mundo sobrenatural, podemos reconocer dos formas de

nirvana: El nirvana con sustrato (saupadisesa), es decir, la realización de la

libertad plena del hombre en vida, como lo estuvo el Tathāgata hasta sus ochenta

años (tiempo de vida aceptado por la tradición). Este tipo de nirvana significa la

iluminación dentro de la existencia, accesible a todo ser humano que siga el

camino. Así, según cita Stephen Asma, explica el Buddha en el texto Ivuttaka la

condición de este individuo: “Conserva sus cinco sentidos, a través de los cuales,

como aún no han sido destruidos, experimenta sensaciones placenteras y

desagradables y siente placer y dolor. La cesación de deseo, de odio, y confusión

es llamada nirvana conservando el sustrato” (Asma, 1997: 114). También en el

Dhammapanda (83), aclara mejor esta trascendencia en vida: “Los iluminados, en

todo momento, vencen en verdad todos los apegos. El santo no usa palabras vanas

en objetos de deseo. Cuando el placer o el dolor llegan a ellos, los sabios sienten

por encima del placer y el dolor” (Asma, 1997: 92). Esta idea del nirvana en vida
160

o con sustrato, implicaría una posibilidad muy poco común en la mayoría de

ofertas religiosas, pues se trataría de una trascendencia desde el “aquí”, en vida.

Aunque la tentación de explicar esto como los mismos estados de místicos

religiosos o santos de otras tendencias, el nirvana búdico se aleja de cualquier

estado místico, para parecer más una situación de dominio racional, en la que

prela fundamentalmente la comprensión conciente de la realidad tal y como es.

El segundo sentido de nirvana, es también conocido como parinirvana, es

decir, el nirvana sin sustrato (anapadisesa). Aquí, entendemos más claramente el

significado literal de la palabra nirvana como “salir” “extinguir”, así como se

extingue la llama de una vela al ser apagada; mas aquí lo que se apaga no es el

nirvana, sino el ser, la existencia, el yo constituido por los cinco agregados, pues

el arahat, al ser consciente de su verdad, no busca ningún apego ni acumulación

material, mental o espiritual y por tanto no sigue en la rueda del samsara, rompe

el ciclo de renacimientos. Al morir, el iluminado simplemente no vuelve a nacer.

Este es otro punto conflictivo dentro del budismo, referente a no explicar lo que

está más allá. Sobre este punto, vale citar completo un pasaje muy famoso dentro

del budismo, en el Majjhima Nikaya (1:483), que aclara la postura del Tathāgata

sobre los asuntos metafísicos y cómo son innecesarios en el camino de la

iluminación, pues alimentan la fantasía del apego:

Cierto día, Malunkyaputta se levantó de su meditación vespertina y se encaminó al


lugar donde se hallaba el Buda, cuando hubo llegado, ofreciéndole sus respetos,
tomó asiento a su lado y dijo:

- Señor, cuando estaba meditando solo tuve este pensamiento: "Hay problemas que
no han sido explicados por el Sublime, y por él han sido dejados de lado y
rechazados, a saber: 1) ¿es el universo eterno? 2) ¿o no es eterno? 3) ¿es el universo
finito? 4) ¿o no es infinito? 5) ¿el alma es la misma cosa que el cuerpo? 6) ¿o el
alma es una cosa y el cuerpo es otra? 7) ¿existe el Tathagata después de la muerte?
161

8) ¿o él no existe después de la muerte? 9) ¿o ambas cosas (simultáneamente) ¿él


existe y no existe después de la muerte? 10) ¿o ambas cosas (simultáneamente) ¿él
no existe y es no-existente después de la muerte? El Sublime no me ha explicado
estos problemas. Esta actitud no me agrada, no la aprecio. Iré a ver al Sublime y lo
interrogaré al respecto. Si él me explica esto, continuaré viviendo la vida santa bajo
su dirección. Pero si no me lo explica, dejaré la Orden y partiré. Si el Sublime sabe
que el universo no es eterno, que lo diga. Si el Sublime no sabe si el universo es
eterno o no, etcétera, entonces, quien no sabe justo es que diga: "No sé, no veo"."
Majjhima Nikaya (1:483).

La respuesta del Buda a Malunkyaputta puede interpretarse desde la

perspectiva enteramente pragmática del budismo, en la necesidad de enfocarse en

el sosiego y la tranquilidad de todos los seres desde la vivencia cotidiana de un

mundo que constantemente está recordando la impermanencia. En tal sentido, la

intención del Thatagatha es brindar el beneficio al ser humano de enfocarse en lo

importante de sus existencias, en vez de perder un tiempo valioso en cuestiones

metafísicas de esta clase, lo cual logra tan sólo perturbar inútilmente la paz de sus

mentes, mientras las respuestas de esta naturaleza nunca bastarán o serán últimas:

- ¿Alguna vez te dije, Malunkyaputta: "Ven, Malunkyaputta, vive la vida santa bajo
mi dirección y te explicaré estas cuestiones"?

- No, Señor.

- Entonces, Malunkyaputta, ¿tú me dijiste: "Señor, viviré la vida santa bajo la


dirección del Sublime, y él me explicará esas cuestiones?"

- No, Señor.

- Mismo ahora, Malunkyaputta, no te digo: "Ven y vive la vida santa bajo mi


dirección y te explicaré estas cuestiones"; ni tú tampoco me dices: "Señor, viviré la
vida santa bajo la dirección del Sublime, y él me explicará esas cuestiones". Por
consiguiente, oh tonto, ¿quién recusa a quien? Malunkyaputta, quienquiera que
diga: "No viviré la vida santa bajo la dirección del Sublime hasta que él me
explique esas cuestiones", de seguro morirá antes de que el Tathagata se las haya
explicado. Supón, Malunkyaputta, que un hombre ha sido herido por una flecha
envenenada y, siendo llevado al cirujano por sus amigos y parientes diga: "No
permitiré que me extraigan la flecha hasta que yo sepa quién la disparó: si un
ksatriya (casta de los guerreros), un brahmán (casta sacerdotal), un vaisya (casta de
los comerciantes y agricultores) o un sudra (casta baja); cuál es su nombre personal,
cuál es el nombre de su familia; si es alto, bajo o de estatura mediana; cuál es el
color de su tez; de qué villa, pueblo o ciudad viene. No permitiré que se extraiga
esta flecha hasta que yo sepa con qué clase de arco fue disparada; qué clase de
162

cuerda de arco se empleó; qué tipo de flecha; qué clase de pluma se utilizó en la
flecha y de qué material era la punta de esta". ¿Cómo terminaría esto,
Malunkyaputta? Ese hombre moriría sin saber todas estas cosas. Así también,
Malunkyaputta, quienquiera que diga: "No viviré la vida santa bajo la dirección del
Sublime hasta que él me explique si el universo es eterno o no, etcétera", de seguro
morirá sin que el Tathagata le haya explicado esas cuestiones.19

Es posible entonces llegar al desapego absoluto del nirvana estando vivo,

no tiene ninguna relación con estados de salvación extramundanos. De hecho, ni

siquiera es condición necesaria ser Bhikkhu, Bonzo o monje, pues el laico si

obtiene la consciencia de extinción del yo y de la sed, también puede llegar a

experimentar el nirvana, lo cual quiere decir que estaría viviendo su última

existencia, hasta que llega al parinirvana, la última muerte física. Una de las

características más importante del arahat, que además representa el fundamento

práctico budista, es tener una perfecta consciencia y vivencia del presente, ni se

arrepiente del pasado ni se angustia por el futuro; vive lejos de complejos,

zozobras obsesiones, etc. En pocas palabras, el iluminado, el santo, el arahat,

sigue el camino justo, lleva un comportamiento recto, el cual atiende a la

propuesta ética del budismo: el sendero que conlleva la extinción del Dukkha, la

cuarta verdad.

III.1.2.4 Cuarta Noble Verdad: El Magga.

En su primer discurso, el Dhamma-Cakkappavattana-sutta, que ya hemos

mencionado, citemos lo que, según Rahula (1990), el Buddha decía a sus

discípulos:

Hay dos extremos, oh bhikkhus, que deben ser evitados por el monje.(…) Uno es
apegarse a los placeres de los sentidos, lo cual es bajo y vulgar, vano, la senda de la

19
Citado en: Rime Sangha. (2008) Walpola Rahula. Extracto del libro "Lo que el Buda enseñó
[on-line] Disponible: http://rimesanghaconcepcion.blogspot.com/2008/03/lo-que-el-buda-
ense.html
163

gente común, innoble y engendra malas consecuencias. El otro, es la mortificación


de sí mismo, lo cual es doloroso, innoble, vano y engendra malas consecuencias.
(Rahula, 1990: 125).

En este fragmento es clara la crítica del Tathāgata a dos caminos de vida

que no son correctos: uno, el del apego de los sentidos, la sed y la avidez; el otro

que se refiere a un renunciamiento del mundo sin conciencia de sí y de la verdad,

el camino de la mayoría de ascetas religiosos desvinculados de la verdad; que, por

cierto, fue el camino que el mismo Siddharta asumió casi hasta morir cuando

estaba buscando solución en otras opciones religiosas hindúes. Por esto, el

Buddha propone una senda media entre estas dos vías “vanas”, ésta es la senda o

Magga que lleva a la extinción de dukkha, y es lo que conforma la cuarta de las

nobles verdades:

Y he aquí, oh bhikkhus, la Noble Verdad acerca del Sendero que conduce a la


cesación de dukkha. Es el Noble Óctuple Sendero, a saber: recta comprensión, recto
pensamiento, rectas palabras, recta atención, rectos medios de vida, recto esfuerzo,
recta atención y recta concentración. (Rahula, 1990: 126).

El Noble Óctuple Sendero, tiene como finalidad presentar una propuesta

práctica de vida justa, tanto personal como social, a través de la cesación de la sed

y del apego, para lo cual es fundamental dos cosas. Lo primero es que cada

persona internalice y supere los cinco impedimentos para el nirvana: 1) la codicia

sensual; 2) mala voluntad; 3) torpeza y pereza; 4) agitación y congoja; y, por

último, 5) duda (vicikiccha). Lo segundo guarda relación con lo primero y se

refiere al desarrollo y perfección de los tres principios capitales del adiestramento

y disciplina budista, se trata de tres grupos a través de los cuales es posible

resumir el Noble Óctuple Sendero: Grupo de Virtudes (Sila), Grupo de

Concentración (Samadhi) y el Grupo de Sabiduría: (Prajña del sánscrito – Paññá,


164

en pali). No son tres grupos separados, sino más bien el trazo del camino a seguir,

el camino “del medio” que conlleva la cesación de todo sufrimiento:

1) Grupo de Virtudes: Conducta ética (sila): Se trata de un código de

conducta budista, que no son negaciones sino afirmación del bien

necesario, las buenas intenciones para mantener el equilibrio y bienestar

entre todos los seres, resguardar a la sociedad, fomentando unión,

armonía y relaciones correctas entre las personas y pueblos. Consta de

tres factores del Noble Óctuple Sendero: rectas palabras (abstenerse de la

mentira, la maledicencia, calumnia, palabras injuriosas o

malintencionadas e incluso la charlatanería), recta acción (abstenerse de

robar, matar, mantener relaciones sexuales que dañen a alguien, etc.) y

rectos medios de vida (evitar ejercer una profesión que dañe a los demás,

como vender armas, comerciar con carne, vender bebidas embriagantes o

drogas, etc.). En tal sentido, se trata de la concepción del amor universal

y compasión hacia todos los seres vivientes. Según este principio, el

hombre perfecto debe cultivar en paralelo dos facultades: la compasión

(las nobles cualidades del corazón) y la sabiduría (las nobles cualidades

de la mente y lo intelectual).

2) Grupo de Concentración: Disciplina Mental (Samadhi): En este grupo,

juega un importante papel el entrenamiento que el Tathāgata recibió en

la meditación yoga, y que continuó como práctica en su vida madura,

cuando las utilizó para iluminarse bajo el árbol Boddhi. La meditación es

una forma profunda de entrenamiento psicológico y fisiológico, que

permite recibir y reflexionar sobre facetas de la realidad, frecuentemente


165

enmascaradas y confundidas en los estados normales de conciencia.

Consta de tres aspectos del Noble Óctuple Sendero:

 Recto esfuerzo (estado de autoconciencia, ejercitar la mente y la

voluntad con intensidad): vinculado con la energía y la voluntad

de controlar los malos y demeritorios pensamientos en favor de

los buenos y meritorios.

 Recta atención (contemplación conciente y serena): consiste en

prestar diligente atención al cuerpo, sensaciones, emociones, a

las actividades de la mente y a las ideas, pensamientos,

concepciones y cosas.

 Recta concentración: que se refiere al trance o absorción en el

fomento de las etapas del dhyana, una forma de meditación cuyo

fin es el de descartar todas las percepciones y sentimientos en

búsqueda de la ecuanimidad y la lucidez mental.

Así, la concentración intensa y la tranquilidad profunda de la mente se

unen en el maestro que, en el estado meditativo o de dhyana constante

en todas las actividades de su vida y cotidianidad, es tomado y asumido

por su experiencia y enseñanza como ejemplo, más que por sus

descripciones discursivas. Bien nos dice Piyadasi Thera: “La práctica

correcta del Samaddhi (concentración o disciplina mental) mantiene la

mente y las facultades mentales en estado de equilibrio” (Thera, 1977:

49). Un estado de equilibrio que favorece la sensación de libertad ante

el sufrimiento humano.
166

3) Grupo de sabiduría (Prajña - Pañña): Es un grupo al que se llega luego

de dominar la mente. Un hombre puede ser inteligente, erudito y docto,

pero si carece de pensamientos correctos es un necio -según contempla

la enseñanza budista- y no un hombre de comprensión. Al contemplar

las cosas con discernimiento desapasionado, se puede entender que el

deseo egoísta, el odio y la violencia, por poner ejemplos claros, no

concuerdan con la verdadera sabiduría. El grupo de la sabiduría consta

de los dos factores restantes del Óctuple Sendero:

 Recto pensamiento (intención de no herir o dañar): significa

pensamientos de renunciamiento, de desapego, no egoísta, de

amor y no-violencia, los cuales son difundidos hacia todos los

seres vivientes.

 Recta comprensión: consiste en comprender las cosas tal cual

son (las cuatro nobles verdades, los cinco agregados, etc.). Aquí

hay dos tipos de comprensión: El “conocer superfluo”, referido

al conocimiento común, la memoria e intelectualidad; y “la

penetración”, que se refiere a ver las cosas en su verdadera

naturaleza, sin nombres, estereotipos o etiquetas.

Entender así el Noble Óctuple Sendero es practicarlo, son

recomendaciones éticas muy sencillas y acorde con cualquier lógica de la

preservación de la vida en todas sus formas y de llevar la propia existencia,

caminando hacia un sendero de inclusión, donde ya no tiene sentido pensar en


167

función de sujeto-objeto, pues finalmente todos estamos atenidos al mismo

devenir del samsara.

La importancia de este comportamiento acorde, en la intención y

conciencia de asumir y ejercer buenas acciones dentro de la causalidad eterna de

las cosas en la realidad, y así procurar el buen karma, es el camino de la

“compasión”. La compasión es quizá el mayor imperativo ético dentro del

budismo, pero no tanto en el sentido de obligación que lleva el significado de

imperativo, sino más bien como la recomendación base de todo comportamiento

moral, o la cima de los valores humanos. El camino óctuple, es un camino “del

medio” –salvando las distancias, casi podríamos decir en sentido aristotélico-

porque su principal fruto no sólo es la compasión, sino la ecuanimidad, en el

sentido que explica el decimocuarto Dalai Lama (1998):

(…) no deberíamos ver la ecuanimidad como un fin en sí misma (…) La


ecuanimidad es esa tierra nivelada que estamos acondicionando. A partir de ahí,
debemos reflexionar sobre los méritos de la tolerancia, la paciencia, el amor y la
compasión hacia todos. También deberíamos contemplar las desventajas y los
aspectos negativos del pensamiento centrado en uno mismo, las emociones
fluctuantes hacia nuestros amigos y enemigos, y lo negativo de sentir prejuicios
hacia otros seres. (Dalai Lama, 1998: 35).

Ahora bien, los descubrimientos budistas o del Tathāgata sobre la

realidad, de manera de concebir una ética del camino medio cuyo principal fruto

en la naturaleza humana es la conciencia de la compasión, se ha logrado expandir

por más de tres mil años, gracias a la actividad predicadora de palabra y ejemplo

que el mismo Gautama inició a través de una orden monástica, logrando asentar la

tercera gran joya del budismo: la Sangha.

III.1.3. La Sangha: Manifestación del budismo desde su comunidad


168

Sangha (del pali) o Samgha (en voz sánscrita) es un término que puede ser

traducido como asociación, asamblea o comunidad. Desde el punto de vista de la

historia del budismo, comienza poco tiempo después de la iluminación de

Gautama, cuando éste dicta su primer discurso en el denominado Parque de los

Ciervos, en Benarés, con el que logra sumar sus primeros cinco discípulos. He

aquí que podemos hablar de los cinco primeros monjes de la orden budista, que en

sánscrito son llamados bhiksu, o en la voz pali de bhikkhu (caso de monjes

hombres) y bhikkhunis (caso de las mujeres). Los cinco primeros discípulos se

destacaron por ser los más apegados al maestro, por eso queda incluso en manos

de ellos la responsabilidad de plasmar y resguardar la prédica de la palabra de

Shakyamuni, después de su muerte, o parinirvana. Así refiere André Bareau sobre

los bhikkus:

Procedían éstos de todas clases sociales sin distinción, y la tradición ha conservado


el recuerdo de los más eminentes: los brahamanes Shâriputra y Maudgalyâyana,
famosos uno por su sabiduría y prudencia y el otro por sus dones y taumaturgo;
Mahâkâshyapa, otro brahmán que dirigió la comunidad con pulso firme al morir el
Bienaventurado; el bondadoso Ananda, primo de este último, noble como él y que
le sirvió fielmente, acompañándole como su sombra y recogiendo sus preciosas
palabras; el barbero Upâli, gran maestro de la disciplina monástica, a pesar de sus
orígenes humildes (Bareau, 2004: 24).

Existía y persiste por tradición el conjunto de monjes ascetas que asumen

votos de renunciamiento, dedicándose a la vida de prédica y práctica budista;

éstos deben dejar la familia, vivir en templos separados de los centros urbanos,

raparse el cabello y la barba, vivir de contribuciones y limosnas, dedicarse a la

prédica y la meditación, entre otras cosas, tales personajes son también conocidos

con el término de Arahat. Sin embargo, hay que asumir que desde los mismos

tiempos del Tathāgata, los laicos también tenían (y hoy también lo conservan) un
169

importante papel, pues efectivamente eran éstos prácticamente quienes mantenían

los monasterios con sus contribuciones.

A este respecto, vale hacer notar que la iluminación, o los mayores frutos

del budismo, no estaban sólo destinados de forma exclusiva a los religiosos. El

mismo Shakyamuni Buda insistía en la posibilidad de acceder a ella si se

observaba la práctica fundamental de la meditación y las acciones de buen karma

a través del noble óctuple sendero. Recordemos que la filosofía budista es una

exhortación a la autodependencia y el autoconocimiento, por eso dirá el Buda en

el parinibbana Suttra (citado por Narada Thera): “Sed islas dentro de vosotros

mismo, sed refugio dentro de vosotros mismos. No busquéis refugio en los

demás” (Thera, 1977: 12).

En tal sentido, el budismo debió ser en su actividad predicativa, un culto y

una filosofía polémica para su época, pues propugnaba una vida independiente,

muy cercana a una democracia dentro de los monasterios. Hay que recordar que la

India de la época estaba llena de diversidades en opciones religiosas y de

pensamientos filosóficos y cosmológicos desde esas opciones. En este sentido,

Sánchez Nogales en él capítulo 20 de Filosofía y Fenomenología de la Religión

(2003), señala que el ambiente nordeste de la india de la época era de una gran

efervescencia intelectual, así el budismo:

Surge en el final del largo período de desarrollo de la tradición religiosa-védica. Mil


quinientos años antes, al menos, las tribus arias habían penetrado en la India y su
poder militar y político, junto con sus prácticas religiosas se impusieron
paulatinamente. Los Vedas se habían venido componiendo desde el 2000 – 1500 a.
C.y las Upanishad desde el 1000 a. C. El Budismo surge en ese ambiente como
movimiento de reforma. Buda se plantea, sobre el fondo del Hinduismo, cómo
liberarse de la rueda del samsâra de las reencarnaciones sin fin sujetas a la ley del
karma. (p. 537-538)
170

Así, lo monásticamente polémico no es sólo por el hecho de permitir la

entrada de mujeres monjas, o incluso de destronar el antiguo sistema hindú de

división de clases por castas, color de piel o rango social (ya hemos visto que uno

de sus discípulos más importantes era un barbero humilde, así como también se

habla de la figura de un barrendero), sino por su decisión de no imponer dogmas,

doctrinas o cultos adoradores, trascendentes, o idólatras, como en el vedismo o en

los upanihads –incluso, esta especie de escepticismo del Buda, estuvo de alguna

manera estimulado por la propia experiencia al principio de su camino espiritual-.

Tan apegado a la autonomía espiritual, y a la confianza en las capacidades

humanas, que ni siquiera exigía a sus seguidores la creencia ciega en su prédica,

sino en la experiencia de cada quien al ponerla en práctica.

Así, la vida del primer Buda puede llegar a conectarse con el mismo

mensaje de liberación, inclusión y práctica compasiva, propio de las nuevas

religiones que surgen en la historia como respuestas de contra-sentido ante

situaciones sociales desequilibrantes. He aquí que, sin intentar ninguna

comparación, puede asomarse un paralelismo con la figura de Jesús de Nazareth.

Esto puede entenderse mejor al poner en relación las palabras del venerable monje

Narada Thera, sobre la prédica y práctica de Shakyamuni Buda:

Confortó a los desposeídos con Sus consoladoras palabras. Asistió a los enfermos
abandonados. Ayudó a los pobres olvidados. Ennobleció las vidas de los engañados,
purificó las corrompidas existencias de los criminales. Animó a los débiles, unió a
los divididos, iluminó a los ignorantes, esclareció los místicos, guió a los rodeados
de tinieblas, elevó a los sumergidos y dignificó a los nobles. Ricos y pobres, santos
y criminales, Le amaron por igual. Reyes despóticos y rectos, príncipes y nobles
famosos y oscuros, millonarios generosos y mezquinos, eruditos altaneros y
humildes, necesitados, viles barrenderos, malvados homicidas, menospreciadas
cortesanas –todos se beneficiaron con Sus palabras sabias y compasivas (Thera,
1977: 14-15).
171

Esta descripción, aunque pueda sonar exagerada, o llevada por el culto, está

basada en diferentes escenas relatadas en diferentes momentos que cuentan la vida

del Tathāgata, a través de los textos correspondiente a los cánones. Esta

descripción deja entrever no sólo el paralelismo con la vida de otros profetas

religiosos, sino el gran carácter de apertura que tenía para su época al permitir la

inclusión de cualquier ser humano, ya sea dentro de la orden monástica o como

adeptos laico. Estos últimos, hay que decir, no eran excluidos dentro de la

importancia del mensaje budista, por el contrario, siempre han sido muy bien

valorados dentro de la comunidad, en el reconocimiento de la vida integrada y

cooperación mutua entre seres vivientes y humanos; como bien señala André

Bareau: “unos daban la enseñanza y otros la comida, los vestidos y los pocos

objetos materiales que los monjes podían poseer. La comunidad de monjes vivía

así en una especie de simbiosis con la sociedad laica”. (Bareau, 2004:106)

Ahora, hay que reconocer que, como ocurre con toda comunidad de vida

religiosa, no todos los interesados en la vida monástica entraban por la doctrina o

la práctica correcta para conciliar el camino de iluminación. Esto ha de

entenderse, sobre todo, en un ámbito social como el indio de la época, donde

abundaban diferentes ofertas de carácter místico-religiosas, estimuladas por las

precarias condiciones de vida. Según textos búdicos, algunos vagos y maleantes

llegaban a introducirse entre los bhikkus para llevar una vida inactiva con cama y

comida asegurada; por supuesto, estos pseudos-monjes -por llamarlos de alguna

manera- no eran de beneficio a la vida en el templo ni eran ejemplo para los

laicos. Esta situación quizá fue la que produjo que consecuentemente se elaborar
172

un código de disciplina monástica, que luego pasará a ser uno de los textos más

importantes del canon budista, los Vinayapitaka.

Los Vinayapitaka no sólo hablaban del camino y los votos, sino que

regulaba la vida cotidiana, enumerando el conjunto de comportamientos propios

de un monje, así como aquellos que debe evitar, y las correspondientes sanciones

que estaban previstas según las faltas. En su libro Buda. Vida y Pensamiento,

André Bareau (2004), refiere brevemente que la vida cotidiana de los bhikkus era

bastante austera. Se afeitaban cuidadosamente el cabello, la barba y el bigote,

como señal de renuncia a lo material y banal; llevaban sólo tres vestimentas, como

túnicas de algodón burdo y teñido de colores ocre que conseguían en la basura o

les facilitaba algún laico. Los monjes iban regularmente en la mañana a los

pueblos o ciudades vecinas a mendigar la comida, que luego la repartían entre

ellos y la consumían en algún lugar tranquilo, poco antes del mediodía; luego no

podían consumir alimento sólido hasta la mañana siguiente. Finalmente, el resto

del día lo dedicaban a la meditación, el estudio, la prédica o la limpieza de los

monasterios, que regularmente estaban apartados de los suburbios, en lugares

sombríos pero tranquilos, cerca de la naturaleza. (Cf. Bareau, 2004: 103).

La única jerarquía que se reconoce en la vida monacal budista es la de la

antigüedad, que cuenta desde el momento de la ordenación, donde, además de los

votos de renuncia, castidad, y mendicación, se toma refugio en las tres joyas. El

budismo es una práctica religiosa que se basa en la transmisión de discípulo a

maestro, y que cuenta con una actividad misionera muy importante, de manera

que reconoce el linaje de los maestros, que son reconocidos como buddhas,

encabezado, por supuesto, por el primer Buda, Shakyamuni.


173

Otra característica importante de la práctica cotidiana monacal en el

budismo, se refiere a la importancia de las ceremonias que, aunque no llegan a ser

de adoración en el sentido de rendir culto a figuras trascendentes o divinas, sí se

refieren a un sentido de remembranza o reconocimiento a los diferentes buddhas

predecesores y venideros. Incluso, las ceremonias, como formas de extensión de

la meditación, continúan la importancia de la observancia en el comportamiento,

así que éste se recuerda a través de la recitación de cánticos al estilo de mantras

(en el viejo sentido hindú) o sutras (suttas en pali), que significa literalmente

“hilos”, es decir, cordeles que conectan la naturaleza humana con los textos

sagrados del canon, que reconocen la naturaleza búdica de todo ser viviente. De

manera que todo tipo de elemento ritual tiene como centro las escrituras sagradas

que, como bien señala el profesor Julio López Saco,

(…) se regodea en repeticiones, versos, listas numéricas, que reproducen y


recuerdan la tradición oral del budismo, transmitidos en los primeros tiempos a
través de escuelas de recitadores. Esta arcana tradición oral se refleja en el reiterado
uso de aforismos, apelativos, fáciles de memorizar, y en la repetición de algunas
frases en determinadas ubicaciones del texto, un método dialéctico demostrativo de
las enseñanzas del Sakyamuni. Las repeticiones enumerativas, que tuvieron un
significado teorético, resultaron en un modo de sentencias modélicas. Por
mediación de símiles y parábolas se buscaba ilustrar, enseñar y convencer a la
audiencia, pero sin un arraigado sentido de obligación. (López, 2006: 54-55).

Así vemos cómo el rito budista, se asocia fundamentalmente al objetivo

filosófico clave que responde al descubrimiento del Tathāgata: la observancia de

los pensamientos y acciones, incluso desde un punto de vista intelectual, para

asumir con conciencia una actitud recta frente al resto del mundo. Por su parte,

André Bareau (2004) nos habla de dos ceremonias propias de las primeras órdenes

monásticas budistas, que bien ilustran este sentido ritual. Una es la de Uposadha,

que se realizaba cuatro veces al mes, al momento de los cambios de luna llena,
174

nueva, cuarto creciente y menguante. Se trataba de una ceremonia rescatada de la

tradición hindú, pero en una versión budista:

Las noches de luna llena y nueva todos los bhiksu de una misma parroquia se
reunían en un refugio especial, fuera de la presencia de los laicos, y procedían a una
confesión general. Su superior recitaba un resumen del código monástico
Prātimoksa, enumerando las distintas faltas por orden de gravedad, y cada monje
culpable tenía que confesar públicamente las transgresiones que había cometido
(Bareau, 2004: 104).

Otra ceremonia era la de Pravāranā, que también consistía en una

confesión pública, pero después de un retiro fijo que hacían los monjes,

denominado Varsa, en los que paraban su práctica misionera y de prédica, a causa

del período de lluvias (Cf. Bareau, 2004: 105). Este retiro era el único momento

de pausa en la constante práctica itinerante de los primeros budistas, con la cual,

por cierto, lograron conquistar todo el continente asiático. Así, como bien señala

el profesor López Saco, esta vida de misión didáctica sobre la verdad del

sufrimiento humano tendrá una relativa interrupción en el monzón asiático, cuya

presencia de lluvias e inundaciones obligaban a los monjes y ascetas a albergarse

durante todo este período en cuevas, refugios naturales o en los monasterios,

donde hubo grandes manifestaciones de arte budista (Cf. López, 2006: 46).

Aunque tampoco es extraño pensar, como lo hace André Bareau, que a los monjes

les estaba prohibido misionar los tres meses del período de lluvias “para no

destruir las plantas jóvenes y los animalitos que pululan en esa época. Al menos

ésta era la razón que daban para justificar esta regla, que más parece haber sido

una antigua costumbre de los ascetas indios” (Bareau, 2004: 195).

No sería extraño que esta última concepción haya sido traspasada a la

estructura de creencias y prácticas del budismo, que en todo momento presenta un

respeto fundamental hacia toda manifestación de vida, pues, si recordamos la idea


175

del renacimiento y la evolución de la conciencia a través del karma, dentro del

samsara, no es extraño pensar que cualquier forma de vida existente en el mundo

pudiera llegar a constituirse en ser humano. También está la confianza en la

generación condicionada, donde se evidencia una infinita y constante conexión de

todo cuanto existe en el mundo. En este sentido, una acción mala ejerce efectos

malos al cosmos condicionado y unido, tal como ocurre con las causas o acciones

buenas. Sobre la importancia de la naturaleza en el budismo, que podemos

interpretarlo como respeto y consideración ante todo lo vivo, la observa en

diferentes momentos de su historia constitutiva, el profesor López Saco, como

algo ampliamente arraigado en los orígenes culturales y la tradición mística

anterior al budismo:

Varios episodios de su paso por este mundo [del Tathagatha] tienen una cercana
relación con la naturaleza: su nacimiento, en el parque Lumbini, su primer sermón,
en un lugar denominado el parque de los Ciervos, sus enseñanzas, localizadas, en
muchas ocasiones, en bosques aledaños a las ciudades, como el “Bosque de
Bambúes” de Rajagriha, o su iluminación bajo el árbol bodhi. Este rasgo, unido a la
no violencia hacia cualquier ser vivo, es un signo elocuente del carácter
brahamánico de la corriente budista, que comparte con el hinduismo y el jainismo.
(López, 2006: 51-52).

Finalmente, debemos hacer algunas anotaciones generales sobre la

condición de religión del budismo, considerando que son múltiples las situaciones

donde se le considera de forma distinta. Como bien señala Sánchez Nogales “El

Budismo es la forma religiosa más difícilmente integrable en la comprensión de lo

religioso, precisamente porque ignora la “representación” de lo divino” (Sánchez

Nogales, 2003: 538). Al respecto, el mismo Sánchez Nogales refiere la noción de

varios autores como Martín Velasco, considerando que más allá de las

representaciones de lo divino, en forma de un Dios o varios, está la situación del

misterio como termino de la actitud religiosa.


176

En tal sentido, habría que reconocer actitud religiosa dentro del budismo, de

diferente talante. Hemos referido, por ejemplo, la creación del culto a las

reliquias del Buda, la formación de Stūpas funerarias, y hasta de los diferentes

caracteres míticos en torno a la figura histórica de Shakyamuni Buda. Todo esto

nos indica presencia hierofánica y, por ende, una concepción de lo sagrado, aun

formándose en las versiones del budismo posterior al fundador. Como dice Julio

López Saco “El carácter sobrenatural que subyace en la imaginería budista y en

todas sus manifestaciones artísticas deriva de la propia figura del Buda y del

sistema sacramental.” (López Saco, 2006: 24). Las hierofanías dentro del

budismo pueden ser amplias y creadoras de cultura, al estilo del arte religioso,

incluso desde las diferentes imágenes antropomorfas del Buda. En este sentido

resalta la presencia de la iconografía, siguiendo con el profesor López Saco:

La iconografía del budismo puede ser contemplada, de esta manera, como un signo
exterior de la gracia interna, y por ello, desempeña un rol sacramental decisivo. Un
icono o pratika objetiviza principios trascendentes que el devoto observa y asimila
subjetivamente; es por eso que el icono es un medio de realización espiritual y de
vinculación con lo sacro que el Buda y el budismo representan: su figura, sus ideas,
las hazañas de su vida o los diferentes lugares de peregrinación (López Saco, 2006:
25)

El icono de la imagen antropomorfa será necesario sobre todo para las

corrientes heterodoxas del budismo, que además de aparecer posteriormente,

esencializan de alguna manera la figura del Thatāgatha, por razones pedagógicas

en el proceso de expansión asiática del budismo. Las estatuas, Stūpas, Mándalas,

etc., serán representaciones claves de la historia de los países asiáticos y tendrán

un claro carácter de veneración en la enseñanza, palabra, práctica y naturaleza del

Buda. Pero esto podrá entenderse mejor cuando tratemos sobre los cismas del

budismo en su historia posterior a Shakyamuni, y su expansión por toda Asia,


177

sobre todo en la China y el Japón, y además el pensamiento filosófico y reflexivo

que pudo generarse desde aquí, sobre todo en la forma del budismo zen.
178

CAPÍTULO IV

Realizar la iluminación es como la luna que se refleja en


el agua. La luna no se moja ni el agua se perturba. Aunque su
luz es extensa y fuerte, la luna se refleja hasta en un charco de
una pulgada de ancho. Toda la luna y todo el cielo se reflejan en
una gota de rocío en el pasto, en una gota de agua. La
iluminación no perturba a la persona, así como la luna no
perturba el agua
Dôgen, Shôbôgenzô, Genjokoan

IV. NOTAS SOBRE LA CONCEPCIÓN DE HOMBRE EN EL

BUDISMO ZEN DE EIHEI DOGEN

IV.1 CISMA DEL BUDISMO: LA APARICIÓN DEL ZEN EN EL

MAHAYANA

Una vez que hemos podido comprender tanto las bases filosóficas del

budismo en la idea del Buddha, Dharma y la Sangha, debemos pasear un poco por

la historia posterior a Gautama, para entender la formación de los tipos de

budismos que existen en el mundo, y que han sido fundamentalmente producto no

sólo de la característica misionera de los primeros budistas (llevando un mensaje

de conciencia, no violencia y recto comportamiento siguiendo la filosofía del

Tathāgata); o de la formación cultural tan diversa que caracteriza al continente

asiático, por donde mayormente se extendió el budismo; sino también responde a

los diferentes cismas que se generaron en torno a las enseñanzas y práctica del

primer Buda luego de su muerte. Esto influenciado y agravado principalmente por

la situación de las dificultad dogmática que implica la práctica de una creencia

religiosa donde la principal figura no deja una enseñanza de su propio puño y

letra, sino que, por el contrario, se extiende y conforma a través de una tradición

oral.
179

Efectivamente, según dicta la tradición, Shakyamuni Buda logra la

iluminación (nirvana) a los treinta y cinco años de edad y muere a los ochenta, lo

cual implica una vida de práctica meditativa y misionera a través de sus

discípulos, de cuarenta y cinco años enseñando y predicando -como bien refiere

Walpola Rahula- enérgicamente (día y noche, durmiendo tan sólo un promedio de

dos horas al día) lo que fue concebido como “Buddha Vacana, es decir, palabra de

Bhudda” (Rahula, 1996: on line). Para entonces, no existían escuelas del budismo,

todo estaba claramente especificado en el Dharma de lo que predicaba el

Tathāgata (lo que atestiguaban sus discípulos), y lo único que estaba escrito eran

los Vinayapitaka, que, como ya señaláramos, era el código monástico. Sin

embargo, el problema sobrevino muy poco tiempo después de la muerte de

Gautama.

Sobre las historias de su muerte, una de las más conocidas, referidas en el

libro Budismo. Historia y Doctrina, Vol. I (2005), investigación de la Comunidad

Soto Zen de Madrid, y cuya edición estuvo a cargo del monje Denkô Mesa, habla

de la visita de un hombre al Venerable, en su lecho de enfermo para conocer sobre

la verdad (luego éste se haría su último discípulo). Aprovechando la ocasión, el

Tathāgata preguntó a todos sus discípulos si había alguna duda antes del

momento final; luego:

En vista de su silencio, Buda les dijo: “No me preguntéis como maestro, sino como
si estuvierais preguntando a un amigo”. Pero nadie se atrevió a abrir la boca.
Entonces agregó:

“A la larga, todas las cosas finalmente perecen.


No os volváis negligentes,
mantened vuestra diligencia en la búsqueda del camino.
Esforzaos en vuestra propia salvación”
(Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005: 74)
180

Posterior a este evento, la tradición dice que el Buda se acostó de su lado

derecho, con una pierna sobre la otra, la mano sobre su mejilla, su cabeza en

dirección al norte y su cara en dirección al oeste, tal cual como se representan en

las famosas figuras del “Buda acostado”, como la de Bangkok, en Tailandia,

considerada una de las más grandes del mundo. Esta posición es conocida como la

posición del nirvana de Buda. A partir de aquí, cabe acotar de nuevo la

importancia que se le adjudica al elemento legendario y mitológico, lo cual refiere

al acercamiento hacia lo trascendente en una ruptura de nivel ontológico, propio

del pensamiento religioso. En este sentido, la muerte del Tathāgata, y sus relatos

no escapan. Continuando con la edición a cargo del monje Denkô Mesa:

Según refieren los textos de modo diverso, se producen entonces varios hechos
milagrosos (…): los árboles shala se cubren de flores, sobre el Buda llueven
pétalos, una música inaudita llena el espacio. Sin embargo, más sobrio es el relato
que menciona la presencia de los nobles del lugar que acuden a rendirle homenaje,
junto a ese asceta que solicita hablar con el Bienaventurado. (Comunidad Soto Zen
de Madrid, 2005: 74)

Por su parte, André Beareau (2004) también hace referencia a la presencia

de los nobles; que muchos de ellos, cabe decir, se habían convertido en adeptos

laicos cuyos aportes habían sido de gran ayuda para erigir los monasterios

budistas. Pero, contrarios al espíritu de la filosofía y práctica del Buda,

comenzaron una vertiente supersticiosa del budismo laical, a partir de los restos

mortales del Buda y la necesidad de construir grandes Stūpas (monumentos

funerarios) para adquirir favores -sobre todo por parte de grandes monarcas con su

necesidad de ampliar sus poderes. Esta situación, en la que los restos del

Venerable llegan a convertirse en manifestaciones hierofánicas de lo que Mircea

Eliade denominaba Maná, se generó, según los escritos, debido a un último acto

de desidia frente al cuerpo y su impermanencia, que expresó el mismo Buda


181

Shakyamuni, ya agonizante, cuando les dijo a sus discípulos que dejaran los actos

funerales en manos de los laicos (Cf. Bareau, 2004: 110). Es aquí donde nace el

culto del folklore y la mitología de la India, a las reliquias del Buda (partes del

cuerpo).

La personalidad del sabio austero y de tendencia racionalista se iba desdibujando


para dar paso a un ser sobrenatural, omnisciente y omnipotente, que cada día
realizaba algún prodigio sorprendente, a cuyos pies se postraban los más grandes
dioses con cualquier motivo, como esclavos sumisos. (Bareau, 2004: 113)

Sin embargo, más importante es tratar de entender qué pasó con la práctica

dejada por el Tathāgata a partir de la vida monástica, que tuvo que enfrentarse

con diferencias de criterios, mayormente referidas al tipo de vida que han de

llevar los monjes y arahats, y la importancia de este tipo de vida en el camino

hacia la iluminación; aunque la creencia y el respeto por los elementos esenciales

del dharma, siempre han estado incólumes. Se habla de tres concilios

fundamentales de la tradición monástica, aunque, preferimos arroparnos bajo la

interpretación que se hace en la edición a cargo de Denkô Mesa, en Budismo.

Historia y Doctrina, Vol. I (2005), donde se hace referencia a tres períodos de

quinientos años, en los que aparecen los tres grandes tipos de budismos: el

ortodoxo Theravada, a veces conocido como Hînayâna; de segundo está el

Mahâyâna, y de tercero el Tantra y el budismo ch’an. Sobre estos tres momentos,

dice Mesa:

Filosóficamente, el primer período se concentró en los problemas psicológicos, el


segundo en los ontológicos (se vuelve hacia la naturaleza de la realidad verdadera
(svabhava) y el tercero en los cósmicos (se observa la clave en la armonía con el
universo). Soteriológicamente difieren en la concepción del tipo de hombre que
intentan producir. (Comunidas Soto Zen de Madrid, 2005: 80)

IV.1.1. Los dos grandes momentos: del Hinayana al Mahayana.


182

La principal característica del budismo la atraviesa transversalmente la

enseñanza principal, el Dharma Bhudda por un lado y el Vinaya, que, como

hemos acotado, resultó el primero de los textos más antiguos y que regula la vida

de los monjes, el orden de los monasterios y las ceremonias fundamentales.

Ambas enseñanzas, provenientes de la ortodoxia, son reconocidas y respetadas

por todas las corrientes, aunque múltiples diferencias aparecen luego de la muerte

del Venerable, llegando a generar un primer concilio apenas tres meses de su

parinirvana (su muerte física), aproximadamente en el año 477 a.C.

La mayoría de los textos coinciden con la versión que expone Walpola

Rahula, donde ubica este concilio en una caverna cerca de la ciudad de Rajagaha.

Allí se reunieron quinientos monjes presididos por el mayor y más respetado

monje Maha Kassapa, para discutir en torno a los dos ejes principales de la

enseñanza, con la intervención principal de dos grandes monjes especialistas:

Ananda y Upali. El primero, como bien dice Rahula, era “el acompañante

constante y cercano, discípulo del Buddha por 25 años. Provisto de una memoria

notable, Ananda fue capaz de recitar lo que fue dicho por el Buddha. El otro

personaje fue Upali quien recordaba todas las reglas del Vinaya” (Rahula, 1996:

on line). Ambas partes de la enseñanza fueron recitadas, sin que hubiese alguna

diferencia sobre el Dharma, aunque sí sobre el Vinaya, pues, al parecer, el

Tathāgata le dijo a Ananda que si la comunidad de monjes quería cambiar

algunas reglas menores, podían hacerlo con su venia. Mas, el pesar de estar frente

a la dolorosa muerte del maestro (que al parecer sucedió a causa de una dolorosa

disentería), le inhibió al discípulo preguntar cuáles habrían de ser consideradas

reglas menores; por lo que, como reseña Rahula:


183

Maha Kassapa finalmente ordenó que ninguna regla de disciplina impuesta por el Buddha
debería ser cambiada, y que ninguna nueva fuera introducida. Ninguna razón intrínseca
fue dada. Sin embargo, Maha Kassapa dijo una cosa: "Si cambiamos las reglas, la gente
dirá que los discípulos del Ven. Gotama cambiaron las reglas aun antes de que su pira
funeraria haya cesado de arder." (Rahula, 1996: on line)

Al parecer, durante este concilio se establecieron los textos del Canon Pali,

que hemos comentado en la figura de los Tipitaka, es decir, “los tres cestos” y que

se denominaron así porque fueron presentados en cestos de hojas de palmera.

Estas tres partes fundamentales: la disciplina (Vinaya), los discursos del

Tathāgata (Sutta), y la doctrina última (Abhidhamma), fueron designados a

distintos ancianos para memorizarlos y transmitirlos oralmente de maestro a

discípulo.

Sin embargo, los problemas en torno al vinayapitaka seguirían y se

manifestarían durante un segundo concilio, convocado en la ciudad de Vesali,

cien años después, para revisar y discutir algunas de las reglas. Aquí ocurre un

cisma importante y difícil que divide a los monjes en dos bandos, como bien

señala el profesor Julio López Saco, en su Artículo El Periplo del Budismo en

China: un proceso de transformación, aculturación y sinización: “monjes más

jóvenes y con ideas de renovación dieron lugar a dos fraternidades: Sthaviravada,

la enseñanza antigua, primordial y ortodoxa, muy apegada al Vinaya monástico, y

Mahasanghika o sangha universal, con doctrinas más democráticas y con una

visión más flexible” (2005: 19). En la investigación de la Comunidad Soto Zen de

Madrid (2005), se nos especifica mejor que la mayor parte de las diferencias

estaban relacionadas con la figura de un maestro de nombre Mahadeva, quien

criticaba a los Arahats, pues no consideraba que llegaran al nivel de pureza

espiritual que la sangha les atribuía. Esto abría las posibilidades de igualdad en el
184

status humano de acceso a la pureza del camino espiritual, mientras para los

Sthaviras (los ancianos), seguiría siendo patrimonio exclusivo del religioso

ordenado. (Cf. Budismo. Historia y Doctrina, 2005: 83). De este cisma salieron

dos teorías filosóficas importantes, relacionadas con los Mahasanghikas:

1) el pensamiento en su naturaleza es perfectamente puro y las impurezas son


accidentales y no alcanzan a esta naturaleza original.
2) Se encaminaron hacia un cierto escepticismo pues afirmaban que las expresiones
verbales equivalen a nada real. De esta manera plantaban ya la semilla del posterior
Budismo Mahayana del segundo período. (Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005:
83)

Posteriormente, se realiza un tercer concilio en el siglo III a.C. (el profesor

López Saco lo fecha en el año 245 a.C.), en la ciudad de Pataliputra, y bajo el

patronazgo de Asoka, rey de la tribu Maurya que, luego de conquistar toda la

India a través de una campaña sangrienta, arropó la fe budista, proponiéndola en

todos sus dominios (y convirtiéndose en el mayor factor de expansión del

budismo en Asia). Para este concilio existían una gran diversidad de sectas, y las

discusiones ya no consistían sólo en las reglas del vinaya, sino también cuestiones

fundamentales del dharma como la concepción de persona, la existencia y

consistencia ontológica del pasado, el presente y el futuro, etc. Es de esta época, y

producto de las tan variadas disquisiciones filosóficas, que se termina de escribir

el libro del Abhidharma y, posteriormente, es comisionado al hijo de Asoka,

Mahinda, a llevar los “Tres Cestos” (Tipitaka) en hojas de palmera, hacia Sri

Lanka, donde se han mantenido como el Canon Pali hasta nuestros días.

Sobre este concilio, el profesor López Saco, nos refiere: “se desarrollan tres

escuelas de pensamiento o vadas en el seno de la fraternidad Sthviravada:

puggalavada, vibhajjavada y, sobre todo, la escuela Sarvatisvada de Cachemira”

(El Periplo del Budismo en China, 2005: 19). Los primeros defendían la
185

concepción de la existencia de la persona (“pugdala” en lengua Pali), los

segundos, que eran un grupo de los ancianos (Sthaviras) y se consideran

propulsores de la “enseñanza del análisis” (vibhajjavada), defendían la irrealidad

de los hechos del pasado y del futuro; frente a los terceros que sí lo propugnaban,

por la doctrina ontológica omnirealista de Kayanyputra. (Cf. Comunidad Soto Zen

Madrid, 2005: 84)

Ya desde este primer período se reconocen dos grandes tendencias del

budismo: una que defenderá una ortodoxia fundamental, que es conocido como

Theravada, en pali “enseñanza de los antiguos o ancianos”, y que también

llegarán a conocerse como la tendencia Hinayana, que significa literalmente

“pequeño vehículo” y cuyo término no aparece sino como contraste al término

que identifica las escuelas heterodoxas del Mahayana (“gran vehículo”), incluso

con la fuerza de una intención despectiva. La base de esta concepción está en el

término “yana”, una palabra antigua proveniente del Rig Veda hindú y que es

traducido regularmente como “vehículo”, “viaje”, o “camino”, aunque también se

refiere a verbos como “moverse”, “ir” o “marchar”. En la tradición, el “yana” es

un vehículo parecido a un bote, que traslada de una orilla a otra, como forma

metafórica de considerar la enseñanza que transporta hacia la otra orilla del

nirvana, una metáfora ampliamente usada en los discursos del Tathāgata.

En fin, los principales puntos filosóficos de la escuela Theravada u

ortodoxa, se apegan a la tradición de los textos originales del Canon Pali y que el

profesor López Saco resume muy bien en su artículo sobre El Periplo del

Budismo en China:
186

Esta escuela entiende que la salvación se puede conseguir a través de los métodos
de contemplación, la meditación sobre las Nobles Cuatro Verdades (bhavana), y la
continencia o disciplina moral. Se trata de una liberación de carácter individual y
que busca producir hombres santos e ideales, sabios, los arahats, que serían, en este
mundo, lo más perfecto puesto que se han liberado del deseo de lo sentidos. (López
Saco, 2005: 20)

Esta es una de las grandes diferencias con el nuevo budismo reformista, que

se reconoce en un segundo período de quinientos años (del año 1 al 500 d.C.),

representado por la corriente Mahayana. El estado de santidad o pureza espiritual

de la iluminación sólo es accesible en el mundo monacal y no era accesible al

laico, cuya imposibilidad de hacer los votos era símbolo de falta de “merito”, al

cual se llega por la sucesión de vidas; por eso, y como se nos señala en la

investigación de la Comunidad Soto Zen de Madrid, “el único cometido religioso

del laico en el presente es el de aumentar su reserva de mérito. La religión budista

le ofrece cuatro caminos para hacerlo” (2005: 85). Estos caminos simples eran:

observar los preceptos de comportamiento budistas; mostrar devoción por los tres

tesoros; ser generoso con los monjes, en cuanto a su mantenimiento y el de los

monasterios; y, por último, venerar las reliquias del Buda, siempre y cuando no

sean con talante de idolatría supersticiosa.

Sin embargo, la tarea del monje era de mayor talante trascendente y

necesitaba una dedicación de vida absoluta; lo cual implicaba renunciar a la

familia, apreciar la pobreza y la castidad para ir progresando en la práctica de

trance meditativo, que aún no logra la aniquilación de la creencia en el yo, pero sí

posibilitaba la práctica de la sabiduría; así sigue López Saco:

El primer paso en este sentido es la eliminación de la ilusión de individualidad,


limitante de nuestro Ser Divino; el siguiente, es procurar que la mente se haga
uniforme y entre en un estado de calma para trascender los estímulos sensoriales y
así completar la sabiduría (…) sólo la sabiduría lo logra, y es por su mediación que
podemos llegar a la Realidad Última, al Absoluto, a nuestra propia naturaleza
187

incondicionada, recuperando de esta manera, nuestra divina situación primigenia


(López Saco, 2005: 20)

Por su parte, el budismo Mahayana fue desarrollándose de forma distinta,

pero más abierta a la comunidad laical en general; esto, sobre todo por las

exigencias sociales que producían cada vez menos Arahats. Además, y como

señala la edición de la Comunidad Soto Zen de Madrid a cargo de Denkô Mesa,

otra influencia fue el contacto extranjero, pues esta escuela se desarrolló

mayormente al noroeste y sur de la India, donde tuvo que confrontarse con el

impacto del arte greco-romano en sus formas helenísticas, y con la cultura

zoroastrista iraní y mediterránea: “Para ser capaz de viajar fuera de la India, tenía

que pasar por esta fase de deshinduización. Así, con el tiempo, conquistaría toda

la mitad del mundo budista: Nepal, Tíbet, Mongolia, China, Corea y finalmente

Japón” (Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005: 86)

El Mahayana se desarrolló en dos formas principales, una asistemática y

otra como sistema filosófico que se dividió en dos tendencias: los Madhyamikas y

los Yogacarins. En todas las manifestaciones de esta tendencia, se asumió la

importancia de la transformación y nuevas formulaciones del budismo para

adaptarlas a los nuevos tiempos, pueblos y condiciones sociales; por lo que se fue

generando progresivamente una amplia y nueva literatura que hacen menos

ambicioso y exclusivista la pureza espiritual; pues, tanto monjes como laicos

aspirarán más al progreso y mejoramiento de los renacimientos, que al nirvana

mismo. Todo esto con la idea intrínseca de ir reconociendo, trabajando y puliendo

la condición de budeidad que todo ser viviente posee como potencia, y que está
188

mucho más cercano al ser humano. Sobre una síntesis del pensamiento

Mahayana, recurramos de nuevo al Profesor López Saco:

Se transforma la noción de santidad: ya no es suficiente la liberación personal, sino


que debe contemplarse una salvación universal. En consecuencia, se rechaza, como
profundamente egoísta, el Nirvana personalizado del arhat y se introduce un amplio
desarrollo de la noción de boddhisatva, liberador universal que, altruísticamente,
ayuda a los demás a seguir el camino de la Iluminación, ya que cada hombre es un
futuro Buda. (2005: 21-22)

La más importante de las transformaciones de la filosofía y la práctica

budista que permite el Mahayana es este ideal del bodhisattva, que en el sánscrito

se podría traducir como “Buda viviente”, o, más precisamente como “ser” (sattva)

de iluminación (bodhi), que está en el camino del supremo conocimiento. El

bodhisattva no es un arahat (santo), ni un iluminado, sino alguien cuya esencia

consiste en estar en el camino hacia la budeidad, sin que esto se convierta en un

deseo constante o en una meta. La iluminación, en este sentido “implica una total

omnisciencia, es decir, el conocimiento de todas las cosas de cualquier tiempo en

la totalidad de sus detalles y aspectos” (Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005:

87). Las condiciones humanas que caracterizan al bodhisattva son la compasión y

la sabiduría. En cuanto a la sabiduría, trata de avanzar en la perseverancia de

ganar conocimiento profundo del vacío, en el que consiste de todo cuanto es y

existe en el mundo (incluyendo el yo o ego); por eso, no se apega a la condición

de iluminación, pues ésta se puede convertir en un anhelo material o egoísta. Por

compasión, el bodhisattva persevera en la ayuda solidaria de todos los seres, eso,

en uno de sus votos de ordenación, es capaz de posponer altruistamente su acceso

a la iluminación, a cambio de ayudar a todas las criaturas que sufren y acercarlas a

un mejor renacimiento o al mismo nirvana.


189

Otras de las consideraciones importantes que hace el Mahayana es una

nueva concepción ontológica, según la cual se asume la impermanencia advertida

en la primera noble verdad, con el fin de declarar que todo cuanto existe es nada,

vacío. Así, todos los dharmas son “vacío”, y si se asume que todo cuanto existe es

uno solo y lo mismo, entonces lo absoluto será igual a lo relativo, lo incondicional

a lo condicional, y, en último fin; como no existe la persona, el sujeto y el objeto

también serán idénticos, de manera que el conocimiento verdadero debe superar

semejante dualidad. Lo que se sigue de esta concepción ontológica del vacío de

todas las cosas influenciará de manera radical la técnica de la meditación

Mahayana. Así se nos explica en la edición de la Comunidad Soto Zen de Madrid:

Este Vacío puede llamarse “el hecho de ser así” y surge, cuando uno contempla
cada cosa <<así como es>>, sin añadirle ni restarle nada. Sólo puede haber un
<<hecho de ser así>>. Por lo tanto, el mundo múltiple es un producto de nuestra
imaginación (2005:89)

IV.1.2. El budismo del tercer período: del Ch’an al Zen

El tercer gran episodio que se crea a partir de tendencias del budismo

Mahayana, es lo que considera la edición a cargo del monje Denkô Mesa, como la

aparición del Tantrayana, o camino del Tantra; que aparece entre los años 500 y

1.000 de nuestra era y se puede dividir en tres fases fundamentales: el

Mantrayāna, entre IV y el 500 d.C.; el Vājrayāna, en el año 750 d.C.; y, por

último, el Kalaçakra en el siglo X. En líneas generales, podemos decir que la

primera fase aportó a la filosofía budista todo un pensamiento mágico-religioso,

que no sólo introdujo un nuevo panteón de dioses, sino también un conjunto de

mantras, mudras y mandalas; la segunda fase insistía en las prácticas meditativas

y el cultivo de la intuición a través del ejercicio de paradojas, adivinanzas y otras


190

imágenes concretas; y, el budismo Kalaçakra, que puede traducirse como “rueda

del tiempo”, y se caracteriza por un sincretismo con otras creencias animistas y la

confianza en la astrología. (Cf. Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005: 92)

En este tercer período se ofrece una nueva y distinta concepción de las

metas de una persona consagrada. Distinto al bodhisattva, está la figura del

Siddha, una especie de mago que a diferencia del mahayana, ya no enseña a

través de sutras (en sánscrito) o suttas (en pali), (la manera de llevar la palabra de

Shakyamuni), sino más bien a través de una hermética literatura canónica

denominada Tantras, que se aleja un tanto de las enseñanzas del Buda, y que será

destinada a unos pocos elegidos, pues su redacción es en un lenguaje ambiguo y

misterioso. Finalmente, el Tantra de alguna manera se vio ampliamente

influenciado por la religiosidad variopinta de los lugares donde comenzó a

extenderse: China, Asia Central y zonas fronterizas de la India, con sus diferentes

tradiciones tribales. Esto produjo un budismo tántrico que “se esforzó por asignar

un lugar de honor a todos los espíritus, duendes, diablos, demonios, ogros y

fantasmas que rondaban la imaginación popular, así como a las prácticas mágicas

tan queridas de todos los pueblos nómadas y agrícolas” (Comunidad Soto Zen de

Madrid, 2005: 92).

Paralelamente al budismo tántrico, fue desarrollándose otro tipo de

budismo, contemporáneo con la corriente Vājrayāna en Asia del este, entre los

años 500 y 800 d.C., misma época del florecimiento del budismo en China,

ayudados, entre otros factores por las necesidades sociales y la anuencia de la

dinastía Liang; luego de avatares de casi mil años de proezas misioneras. La

principal representante de este éxito misionero con el viso de reforma religiosa al


191

budismo ortodoxo, se conoce como budismo ch’an, y que en japonés será

denominado zen.

Producto, por una parte, de la expansión china por la ruta de la Seda, y, por

otra, a la apertura del budismo mahayanico en contra de la violencia, la

burocratización y la corrupción, el budismo fue penetrando y contactando con la

realidad del mundo centro asiático primero, y luego, por el este extremo; así nos

lo explica muy bien el profesor Julio López Saco:

La ruta de la Seda abría las puertas para que los comerciantes chinos llegaran a la
región de los oasis, uniéndose así el valle del río Amarillo con el mediterráneo
oriental, pasando por el Gansu, las ciudades-oasis del Siankiang, Pamir,
Transoxiana, Irán Irak y Siria, conformándose India como el punto medio del
camino (2005: 25)20

Si bien podemos afirmar, junto a la edición de la Comunidad Soto Zen de

Madrid, a cargo de Denkô Mesa (2005), que el budismo Ch’an es la escuela más

importante en llegar a China, vale la pena mencionar al menos otras tres que

también se instalaron, aunque con menor fuerza, como la escuela Hua-Yen-Tsung,

que “representa el eslabón entre el Yogaçara y el Tantra, en tanto que da una

interpretación cósmica a las ideas ontológicas de los yogaçarins” (2005:95).

También cuenta la escuela T’ien-T’ai, que es “conocida como la escuela Fahua,

del <<Loto>>, porque su tesoro básico era el saddharmapundarika” (2005:95),

esta escuela se caracterizó por dejar valiosos tratados del arte de la meditación,

pues su interés era unificar todas las escuelas Mahayana. Por último está la

todavía conocida escuela ching-t’u, o “Escuela de la Tierra Pura” que, como el

20
Para una mayor comprensión sobre los factores históricos y los momentos imperiales chinos de
la extensión y expansión budista, recomendamos como lo más sintético, este artículo del Profesor
López Saco, que se encuentra en el número 4 de la revista Iter-Humanitas (ver bibliografía).
Lamentablemente por cuestión de extensión no es tema que podemos profundizar en esta
investigación.
192

ch’an, tendrá cierta resonancia no sólo en China, sino también en Japón, y que

será reconocida como la corriente amidista, pues “enseñaba que el poder inherente

al nombre del Buda Amithaba puede apartar todos los obstáculos a la salvación y

que la simple pronunciación de su nombre (O-mi-to-fo) puede asegurarnos la

reencarnación en su reino” (Comunidad Soto Zen, 2005:96). En Japón este

budismo se conocerá como Nichiren hasta nuestros días, y se ha basado en la

pronunciación repetitiva de un sutra, pero en forma de oración, que en japonés

reza “Nam Miojo Rengue Kio”; lo cual podría significar, de forma aproximada,

algo como: “me consagro a la ley mística de la flor de loto del Buda”. Estas

palabras, a razón de los creyentes, es una fuente de energía y vital, valor y

sabiduría, en el reconocimiento de la propia budeidad personal.

Sin embargo, hay que señalar que la fuerza y el simbolismo de la entrada

del budismo a China y al este asiático, está adjudicado a la figura de un

importante monje misionero de nombre Bodhidharma, quien, según algunas

fuentes históricas, era un aristócrata del sur de la India, heredero -como

Shakyamuni- de la casta guerrera, pero que es adoptado como discípulo por el

vigésimo séptimo patriarca de la tradición búdica, Prajñātāra. Como dice Jefrey

Broughton (2002), en Antología del Bodhidharma:

Prajñātāra es el único maestro que no lee los sutras; él representa la transmisión de


la verdad budista fuera de sus escrituras. Transmite el “depósito del ojo del
verdadero Dharma” a su Bodhidharma sucesor y muere en el año 457 de la era
cristiana. El mandato final de Prajñātāra es que Bodhidharma debe ir a China (p.10)

Bodhidharma es considerado encarnación del Avalokitesvara indio, o Guan

Yin chino (ambos la misma imagen del gran bodhisattva de la compasión, la luz y

la vida ilimitada); siendo el vigésimo octavo patriarca trasmisor de la práctica -


193

contado desde el primero que es Shakyamuni Buda- comienza setenta años

después de la muerte de su maestro el peregrinaje a China, en un viaje que le

tomará tres años por diferentes ciudades, contactando y convirtiendo a diferentes

figuras de la más alta aristocracia china. Una antigua leyenda, por ejemplo, le

adjudica su llegada al monasterio de Shao-lin, en el pico occidental del Monte

Sung, para impartir una técnica de meditación budista que luego se hará

perfectamente corporal a través de la invención del Kung-fu y el Tai Chi Chuan,

lo cual realiza con la observación de los movimientos de diversos animales del

bosque.

Lo más resaltante del ch’an promovido por Bodhidharma y con el intenso

matiz taoista de la China milenaria, será el acento de la enseñanza budista que

traspasará hacia el Japón en la forma del zen. Se trata de un énfasis en la técnica

de meditación de la contemplación y la atención en la conciencia, como se nos

dice en la edición de la Comunidad Soto Zen de Madrid: “Los Ch‟an afirmaban

que muchos de los que componían sus filas alcanzaban la iluminación

continuamente, pero para designar esto no utilizaban el término tradicional p’u-t’i,

que corresponde a bodhi, sino una palabra, wu „comprensión, atención‟” (2005:

98). Esta técnica los abalanzaba hacia la importancia trascendental de la

realización práctica, llegando no sólo a superar cualquier tipo de

intelectualización, sino que incluso les hacía ver con sospecha y crítica todo tipo

de ritualismo, o el canto de las escrituras tradicionales budista en forma de Sutras;

pues, finalmente, y como se sigue en la edición a cargo de Denkô Mesa, “el fervor

de los fieles había multiplicado de tal manera los medios de salvación, en forma
194

de Sutras, comentarios, máximas filosóficas, imágenes y ritos, que se podría muy

fácilmente perder” (2005: 97).

Esta manera de desdeñar todo tipo de actividad intelectual, incluso la

lectura de las escrituras sagradas -que tendrán un papel secundario como camino

de iluminación- permitirá llevar al budismo ch’an, hasta sus últimas

consecuencias, dos bases fundamentales del Mahayana que están necesariamente

interconectadas: una es la concepción de que todo es vacío; y la segunda,

implicando la primera, asume un escepticismo con respecto a todo lo que existe;

incluso sobre los sutras y las escrituras sagradas, que, al pertenecer al mundo, son

igualmente vacío. Así se explica la particular metodología de los maestros que, al

evitar las lecturas en el resurgimiento de un camino espiritual, no dejan nada por

escrito, más bien, como señala la misma edición a cargo de Denkô Mesa, “Su

método de enseñanza era conocido técnicamente como <<palabras extrañas y más

extrañas acciones>>” (Comunidad Soto Zen, 2005: 98). De esta manera, el

camino del discípulo es, hasta cierto punto, individual y práctico; enfrentando a

cada ser humano a sí mismo, en una situación un tanto rebelde con la tradición.

Aunque la práctica cotidiana está de algún modo apoyada en la confianza plena al

Roshi (monje y maestro o patriarca), figura que suplanta la del Arahat, y que

demuestra una sabiduría procurada a lo largo de su práctica; sabiduría que le

autoriza a trasmitir la enseñanza, que será desde entonces de la mente del maestro

a la mente del discípulo, en una única mente. Esta actitud Ch’an puede ser

ilustrada con una de las anécdotas del propio Bodhidharma con el emperador Wu

de la dinastía Liang (una de las aristocracias que no sólo asumió sino defendió el

budismo), y que J. Broughton, en la Antología de Bodhidharma reseña:


195

El emperador le pregunta sobre el significado más elevado de la noble verdad (ārya-


satya), y el indio responde: “No hay una noble verdad”. El emperador que,
probablemente, se siente un poco frustrado, interroga entonces: “Quién está parado
delante de mi?”. El indio responde: “No lo sé”. Entonces, el emperador inquiere
acerca de cuánto mérito kármico ha acumulado por el hecho de ordenar monjes
budistas, construir monasterios, hacer que se copien sutras y encomendar a los
artesanos que creen imágenes del Buda. El indio responde: “Ninguno”. (2002: 10)

IV.2 EIHEI DOGEN, MAESTRO DEL “TESORO OCULAR DEL

VERDADERO DHARMA” Y LA ESCUELA DEL SOTO ZEN

Como es posible resumir, la principal influencia del budismo en el extremo

oriente será de la tercera fase de la corriente Mahayana. En tal sentido, pasará la

enseñanza ch’an al Japón, pero desde Corea, aproximadamente en el año 550, y

como uno de los elementos fundamentales que constituían la civilización China,

que, para la época, era la más respetada por sus avances en el área militar, política,

cultural y económica. Es entonces asumido el budismo en el período Asuka, por

uno de los más grandes estadistas del Japón, el príncipe Shotoku Taishi, del clan

imperial Soga, quien lo adoptó como religión del estado. Al principio, el budismo

se desarrolló en cuatro escuelas filosóficas: Jojitsu, Sanron, Hôsso y Kusha, que

entraban a veces en conflicto entre ellas, y, sobre todo, contra el popular

Shintoísmo nativo japonés; del cual asumió cierta influencia, para sincretizarse

hasta llegar a posturas como los budismos Tendai y el Shingon, sobre todo en el

período Heian (Cf. Comunidad Soto Zen de Madrid, 2005: 99).

Luego, un segundo florecimiento del budismo japonés se dará entre los años

1160 y 1260 (período medieval en Europa), donde asumirá sus formas más

concretas en las escuelas Amida y Zen. Esto, de alguna manera estuvo favorecido

por el período feudal Kamakura (entre 1192 y 1335), un régimen militar que

instaura el primer shogunato en Japón; lo cual explica, en parte, la fuerte


196

influencia del zen en la cultura del samurai y la filosofía del Busshido (vía del

guerrero).

Desde el punto de vista del zen, podemos dar cuenta de dos corrientes

fundamentales, tal como se reseña en la edición a cargo del monje Denkô Mesa:

“EISAI (1141-1215) introdujo la escuela Lin-Chi en Japón, donde fue conocida

como Rinzai y obtuvo mucho éxito, mientras que el ts‟ao-tung, o Sôto, fue llevado

por primera vez por EIHEI DOGEN (1200-1254)” (Comunidad Soto Zen de

Madrid, 2005: 106)

En líneas generales, la palabra zen (禪) en japonés se define como “atención

observación”, técnicas importantes y esenciales de la práctica humana, con el fin

de apuntalar la conciencia hacia la verdad fundamental de la realidad, lo que

conlleva automáticamente al estado de satori (en japonés es lo mismo que el

Nirvana en Sánscrito), la iluminación o comprensión plena, en un sentido muy

cercano al mencionado estado de “wu” en el budismo ch’an chino. A este

respecto, las dos escuelas más importante (rinzai y Sôto) no distan mucho en la

necesidad de la práctica sobre la doctrina o el estudio, y la implicación de todo el

ser, en cuerpo y espíritu, dentro de los procesos meditativos conscientes.

La diferencia, en líneas generales, se refiere a una cuestión de metodologías

o herramientas. El rinzai zen dota regularmente a los practicantes de algunos tipos

de problemas lingüísticos en forma de adivinanzas, aporías y hasta paradojas, con

las cuales se queda el discípulo en reflexión constante por un tiempo ilimitado,

meditando sobre estos temas hasta lograr alguna solución (o el descubrimiento de

ninguna solución), luego de desarticular todo pensamiento lógico y funcionar con


197

la intuición, para así ayudarse a entrar al estado de comprensión final, o satori.

Este tipo de problema lingüístico es llamado kōan y uno de los más típicos y

ejemplarizantes, pregunta a los discípulos sobre cuál es el sonido que hace el

aplauso con una sola mano. Por su parte, en la tendencia del soto zen, priva

fundamentalmente la práctica de la meditación sentada, en la forma de zazen -坐禪

(de “za” - 坐, que significa sentarse, y “zen” - 禪, atención y observación); cuyo

principio doctrinal y sentido tiene mucho que desentrañar, aunque en el fondo se

refiere a la sencillez de una relación directa entre la interpretación de la enseñanza

primigenia del dharma, y la realización práctica. Como ya se ha señalado, veamos

en qué consiste más claramente el sôto zen, a partir de su fundador, el Maestro y

quincuagésimo primer patriarca Eihei Dogen.

IV.2.1. La figura histórica de Dogen y el Sôto Zen

Resulta curioso que cuando se revisa la bibliografía referente a Dogen,

sobresalen varios paralelismos a la figura del mismo Shakyamuni Buda. Nacido en

cuna aristocrática en el año 1200, en el seno de la familia Miramoto, es

descendiente del emperador Murakami, incluso, como nos refiere Yūhō Yokoi en

el texto Zen Master Dōgen. An Introduction with Selected Writings (1976), su

propio padre se desempeñó como ministro de gobierno. Otra coincidencia tiene

que ver con el hecho de que quedara huérfano de padre apenas con dos años y de

madre a los siete (Cf. Yokoi, 1976: 27). En este sentido no sólo comparte con el

Tathāgata su origen noble, sino incluso el temprano contacto con las desgracias y

la muerte, que los sensibilizará al tema de la vida y el sufrimiento humano. Pero

de hecho hay otros paralelismos que coinciden con las elucubraciones


198

sobrenaturales referidas a las señales físicas de los seres espiritualmente

marcados, tal como se dio en el caso del primer Buda. Así se deja ver en la Obra

de Dôgen titulada Cuerpo y Espíritu, en el capítulo “Presentación de Dôgen por

Keizan Jokin” (el cuarto sucesor de la escuela Sôto):

Un maestro en el arte de la fisonomía, consultado en el momento de su nacimiento,


había declarado: <<Este niño es un elegido. Sus ojos contienen profundas pupilas.
Esta señal indica que con absoluta seguridad algún día se convertirá en un hombre
ilustre. En un libro antiguo puede leerse también que cuando nace un hombre santo,
su madre habrá de perecer. Cuando este niño llegue a la edad de siete años, su
madre morirá>>. (Dôgen, 2002: 27)

Varios relatos hablan de la sorpresa de sabios confucianos al reconocer la

genialidad del niño Dôgen, de quien, se dice, no sólo leyó los Cien Poemas del

poeta chino Li-chiao a los cuatro años, sino que también llegó a escribirle un

poema a su padre adoptivo, caligrafiado por él mismo en chino antiguo, apenas

con siete. A los nueve ya tiene contacto con la doctrina budista al leer una obra

compleja, el Abidatsumakusha-Ron, una traducción china de Vasubandhu del

libro del Abhidarmapitaka (del Canon Pali).

El periplo religioso de Dôgen comienza apenas con trece años, cuando

abandona una vida de comodidades y la herencia nobiliaria de poder político que

le quería dejar su padre adoptivo, Fujiwara Morote. Parte hacia el monte Hiei,

directo al monasterio Enryaku-ji, centro del budismo esotérico Tendai, que estaba

dirigido para ese entonces por Ryôkan Hôgen, tío materno de Dôgen. Muy

temprano a los catorce años, no sólo obtiene la ordenación de bodhisattva (aunque

asume los votos apenas con trece), sino que comienza su curiosidad con respecto

al dharma enseñado por el Tendai, así lo explica mejor Yūhō Yokoi:

(…) he had become troubled by a deep doubt concerning one aspect of the Buddhist
teaching: if, as the sūtras say, all human beings are endowed with the Buddha-
199

nature, why is it that one must train oneself so strenuously to realize that Buddha-
nature, that is, to attain enlightenment? (Yokoi, 1976: 27)

Las doctrinas esotéricas y exotéricas del Tendai, y el Shingon, que Dôgen

va aprendiendo no le terminan de satisfacer, ni siquiera en su paso posterior por el

templo Kennin-ji a cargo del maestro Eisai, donde aprende no sólo el rinzai zen,

sino los ritos esotéricos de la rama taniryû. Este es otro episodio que recuerda el

periplo del Tathāgata al recibir diferentes enseñanzas de su tiempo sin llegar a la

satisfacción de la búsqueda religiosa. Ante la duda y pregunta de Dôgen, el

maestro Eisai llega a responderle de una manera que seguramente influirá todo su

posterior pensamiento filosófico con respecto a la naturaleza de Buda, así refiere

de nuevo Yūhō Yokoi, la respuesta de Eisai:

(…) the Zen master replied: “All the Budas in the three stages of time are unaware
that they are endowed with the Buddha-nature, but cats and oxen are well aware of
it indeed!” In other words, the Buddhas, precisely because they are Buddhas
themselves, no longer thing of having or not having the Buddha-nature; only the
animallike (that is, the grossly deluded) think in such terms. (Yokoi, 1976: 28)

Incluso, esta idea será retomada por Dôgen luego, en uno de los fascículos

del Shôbôgenzô, el Genjo Kōan, donde señala: “Cuando los budas son

verdaderamente budas, no necesariamente saben que son budas. Sin embargo, uno

mismo es el Buda realizado y avanza más en la realización de Buda” (Dôgen, s/f:

on line). Lamentablemente el maestro Eisai muere apenas un año después de la

llegada de Dôgen a Kenin-ji, el cual queda al cuidado de su sucesor legítimo,

Myozen, con quien estudia la Vía y se embarca hacia China, ya a los veinte y tres

años de edad, siguiendo seguramente la única recomendación certera que pudo

ofrecerle su tío materno, el monje Hôgen, ante las dificultades de responder a sus

dudas inquisitivas (como lo relata Keizan Jôkin):


200

Según he oído decir, en un pasado muy remoto un gran maestro hindú llamado
Bodhidarma fue a China y trasmitió correctamente la Ley del Buda. Su enseñanza
se extendió luego por todas partes bajo el nombre de tradición zen. Si
verdaderamente deseas resolver tu problema, ve a ver a Eisai, rector del monasterio
de Kennin-ji, y pregúntale a propósito de estos asuntos tan antiguos y, si es preciso,
ve a China con tal de encontrar la Vía del Buda (Dôgen, 2002: 31)

La estadía por China le llevó hacia varios maestros que extendían la

insatisfacción de Dôgen, hasta que por avatares del destino, pudo llegar a

establecerse en un templo Tendo, bajo la tutela de un anciano maestro de nombre

Nyojô. Éste desde un principio se vio receptivo a las peticiones, dudas y

animosidad de Dôgen, quien también le reconoció gran admiración. Tal fue la

conexión maestro – discípulo que -según relato de Jôkin- Nyojô le ofrece a Dôgen

convertirse en su asistente personal, con lo cual podría tener mayor acceso a una

enseñanza directa; pero Dôgen rechazó humildemente la propuesta por razones de

ser un extranjero buscando sabiduría en otra tierra, lo cual sería injusto para el

resto de discípulos. El maestro Nyojô fue otro eslabón y quizá la figura

preponderante en la comprensión de la enseñanza zen en Dôgen, así cuenta Jôkin:

(…) en una ocasión, al comienzo de una sesión nocturna de zazen, Nyojô entró en
la sala de los monjes y, al ver que alguno de ellos dormían, les reprendió
diciéndoles: <<Practicar zazen supone abandonar el cuerpo y el espíritu. No hay
necesidad alguna de quemar incienso, de venerar o invocar al Buda, de
acostumbrarse al arrepentimiento o de leer los sutras. Sólo basta con sentarse, con
despojarse del cuerpo y del espíritu, para así alcanzar el Despertar>>. En este
preciso instante Dôgen obtuvo Despertar (Dôgen, 2002: 36)

Desde entonces, Dôgen se convierte en el quincuagésimo primer patriarca,

en el año 1225 y por transmisión del maestro Nyojô, quien le insta a llevar la

práctica del verdadero dharma en el abandono del cuerpo y espíritu del zazen a

Japón, pero desde una montaña retirada para facilitar la maduración de la

sabiduría. Así llega Dôgen a su tierra en el año 1227, luego de visitar varios sitios

provistos por diferentes protectores, sin encontrar satisfacción en ninguno de


201

ellos, decide quedarse un tiempo en el templo Gokuraku-ji, en la ciudad de Kyoto;

pero diez años después parte hacia la provincia de Echizen, donde una familia

acomodada le ofrece una segunda residencia en lo más profundo de una montaña.

Allí Dôgen levantará el famoso monasterio Eihei-ji (todavía existente en Japón),

donde predicará la Vía de zazen y escribirá sus enseñanzas hasta su muerte en

1253. Estas enseñazas son las que se seguirán propagando a lo largo de todo el

mundo, para dejarlas como legado hasta nuestros días, llegando a occidente en el

siglo XX (años sesenta) en manos de figuras como las de Taisen Deshimaru,

quien introdujo la práctica desde Francia.

Ya en sus labores dentro del monasterio, Dôgen comienza una obra escrita

para plasmar el espíritu de la enseñanza búdica que recibió, este inmenso libro,

cuyos fascículos representan la densidad de la sabiduría zen, fue titulado por

Dôgen Shôbôgenzô, que traducido sería “Tesoro Ocular del Verdadero Dharma”

o, un poco más explícito, el “Tesoro del Conocimiento de la Verdadera Ley”. La

obra entera no pudo ser terminada por Dôgen, por lo que queda en manos de su

discípulo y sucesor en Eihei-ji, el maestro Ejo, realizar una primera recopilación

de setenta y cinco fascículos, que hoy en día llegan a un número de más de

noventa.

El nombre Shôbôgenzô refiere a una frase dicha por el mismo Shakyamuni

Buda, en uno de los relatos de su vida y prédica del Canón Pali; que no sólo se ha

hecho famoso, sino que es considerado el acontecimiento fundante del budismo

ch’an, y por tanto del zen. Según este relato, en uno de sus discursos, el Tathāgata

se levantó, tomó una flor enseñándola a la concurrencia y permaneció inmóvil y

callado por un largo rato, mientras la perplejidad de los asistentes se dejó sentir
202

entre murmullos y preguntas acerca lo que quería dar a entender el maestro.

Entonces Shakyamuni recorrió con mirada inquisitiva a cada uno del grupo hasta

que se topó con la de su discípulo Mahâkâshyapa, quien le respondió con una

simple y complaciente sonrisa como signo de comprensión. Ante este

acontecimiento, como nos relata Javier Coursin en la introducción de la obra

Cuerpo y Espíritu (2002), el Buda dijo “Poseo el Tesoro del Conocimiento de la

verdadera Ley, el espíritu maravilloso del nirvana, y en este momento se lo

entrego a Mahâkâshyapa” (Dôgen, 2002: 13)

Este gesto del Tathāgata comienza el linaje de patriarcas que llevarán la

práctica y la ley del dharma budista, hasta llegar a los patriarcas del zen con

Dôgen, y, luego de éste, a su discípulo, el maestro Ejô (1198-1280). Sobre este

linaje y la característica de transmisión de maestro a discípulo, el mismo Dôgen

da cuenta en el fascículo titulado Bendowa:

[Los sutras ] dicen: El Gran Maestro Shakyamuni transmitió el Dharma a


Mahakashyapa durante la asamblea en el Pico de los Buitres. El Dharma fue
auténticamente transmitido de patriarca a patriarca y llegó hasta el Venerable
Bodhidharma. El Venerable en persona fue a China y transmitió el Dharma al Gran
Maestro Eka. Fue la primera transmisión del Dharma del Buda en las Tierras del
Este. Transmitido íntimamente, de “cara a cara”; de esta manera, de forma natural
el Dharma llegó al Maestro Zen Daikan Eno, el Sexto patriarca. En aquella época, a
medida que el verdadero Dharma se difundía en las tierras de China, se hizo claro
que éste está más allá de la expresión literaria. El Sexto Patriarca tuvo dos
excelentes discípulos: Ejo de Nangaku y Gyoshi de Seigen. Ambos, habiendo
recibido y mantenido la postura de Buda, fueron instructores que guiaban por igual
a los hombres y a los dioses. El Dharma fluyó y se expandió en estas dos corrientes
y las cinco escuelas se establecieron: Hogen, Igyo, Soto, Unmon y Rinzai. En
nuestros días solamente la escuela Rinzai sigue siendo influyente en China. Aunque
hay diferencias entre las cinco tradiciones, la postura con el sello del espíritu del
Buda (Butsu Shin In) es idéntica. A pesar de que en el gran reino de los Sung, desde
la antigua dinastía Han hacia adelante, se prodigaron textos filosóficos que tuvieron
cierto impacto, nadie pudo decidir cuáles eran inferiores o superiores. Cuando el
Maestro Ancestral vino del Oeste, cortó directamente de raíz la fuente de toda
confusión y transmitió el Dharma del Buda sin corrupción. Debemos esperar que lo
mismo ocurra en nuestro país. Los sutras dicen que los patriarcas y los numerosos
Budas que permanecieron en el Dharma del Buda y lo mantuvieron, se basaron
todos en la práctica de la postura sentada en el Samadhi de recibir y usar el yo
(Jijuyu Zanmai) y estimaron que esta práctica es la verdadera vía para revelar el
estado de la verdad (de la verdad del Despertar del Buda) . (Dôgen, s/f: on line)
203

Pero ¿cuál es el dharma original? ¿Qué es, según la interpretación del zen,

el momento desencadenante del satori o iluminación? ¿En qué consiste el

samadhi (estado de tranquilidad, sabiduría y conocimiento pleno)? Todas estas

preguntas consiguen su solución en una sola respuesta: la práctica original del

Tathāgata, y con la cual logró el estado de nirvana; la técnica y postura en

meditación del zazen. Recordando el significado, “za” (sentarse) y “zen”

(atención, observación) hacen alusión a la propia postura de Shakyamuni al

sentarse debajo del árbol bodhi. La misma que se practicó en los tiempos de

Dôgen, que se sigue practicando en el templo Eijei-ji y en todos los lugares de

occidente y el resto del mundo donde ha penetrado el budismo zen. Es la misma

postura desde el primer Buda, y la misma de todos los Budas, basada en ciertas

técnicas que provienen de la sabiduría yogui, pero asumiendo la absoluta tensión

de la conciencia en el aquí y el ahora, en observación constante, tanto de cuerpo

como de espíritu.

La postura de zazen consiste en tres grupos de observaciones importantes: la

postura corporal, la postura mental y la respiración; las tres en atención constante

y simultánea. La postura corporal consiste en sentarse sobre un cojín redondo de

dimensiones estipuladas (denominado zafú), frente a una pared blanca, con el fin

de evitar cualquier tipo de distracción. Las piernas se colocan cruzadas en la

posición yogui del “loto”21, de manera que las rodillas empujen el suelo. La

21
La posición del “loto” no resulta físicamente posible para todo tipo de personas, sobre todo en
occidente, donde no es una costumbre arraigada como en países orientales. En tal sentido, entre las
pocas variantes que asume en zazen, desde los mismos tiempos de Dôgen, se permite una gama de
posturas un poco más cómodas como la de “medio loto”, “un cuarto de loto” o la postura
“birmana”, cuyas variantes son explicadas a los principiantes. En todo caso lo importante es el
204

espalda se coloca lo más recta posible, como si la cabeza quisiera empujar el

techo, pero respetando la natural lordosis de la columna vertebral, por lo que la

cervical se alinea con la columna metiendo ligeramente el mentón hacia el pecho.

Las manos se mantienen en un mudra universal, colocadas cerca del bajo vientre y

sostenidas por los muslos: La izquierda va encima de la mano derecha, ambas con

las palmas hacia arriba, los pulgares apenas se tocan punta con punta, de manera

que parezca que entre las manos se sostiene un huevo. Los pulgares apenas deben

rozarse en las puntas, pues si están muy presionados forman una especie de

montaña que señalan un estado alterado del espíritu, y si no se están tocando,

señalan un estado adormilado. Por otro lado, el cuerpo debe permanecer relajado,

los hombros alineados con las orejas y la cabeza alineada con el ombligo, para lo

cual se balancea la cadera ligeramente hacia delante, formando con el cuerpo una

línea recta que simula un arco presto a lanzar al espíritu frente a la pared. En el

fascículo Fukazazengi (Guía universal por el método estándar del zazen) del

Shôbôgenzô, el maestro Dôgen es claro sobre este punto:

Por lo general alargamos una delgada esterilla en el lugar donde nos sentamos, y
colocamos un cojín redondo sobre ella. Podéis sentaros en posición de loto, o en
medio loto. Para sentarse en la posición de loto, poned primero el pie derecho sobre
el muslo izquierdo, y luego el pie izquierdo sobre el muslo derecho. Para sentarse
en la posición de medio loto, no hay más que presionar el pie izquierdo sobre el
muslo derecho. Acomodad bien el hábito (kaôaya). Entonces colocad la mano
derecha sobre el pie izquierdo, y la mano izquierda sobre la palma de la mano
derecha. Los pulgares se tocan ligeramente y se soportan el uno al otro. Enderezad
bien el cuerpo y sentaos firmemente. No os inclinéis ni hacia la izquierda ni hacia la
derecha, ni os tumbéis hacia el frente, ni os echéis hacia atrás. Las orejas deben
estar en línea horizontal con los hombros, y la nariz en línea vertical con el
ombligo. Sostened la lengua contra el paladar, mantened los dientes y los labios
cerrados, mantened los ojos abiertos. Respirad suavemente por la nariz. Cuando la
postura esté ya bien asentada, haced una exhalación completa y balanceaos a la
izquierda y a la derecha. Sentaos inmóviles en el estado de quietud de la montaña.
Pensad en no pensar. (Anonimo, s/f: on line)22

contacto de las rodillas con el suelo.


22
Vid ANONIMO (s/f) Shoboguenzo. Extractos (Dogen 1200 - 1253) [on-line]. Disponible:
205

El otro grupo de observación importante se refiere a la postura mental, lo

cual consiste en mantener una mente en calma: ni detenida o pensando en blanco,

ni cavilando demasiado. Originalmente el devenir de la conciencia es inevitable

dentro de la naturaleza humana, por lo que aquietar la mente es uno de los trabajos

más arduos dentro del zazen, aunque esto ha de lograrse progresivamente y sin

luchar con su decurso natural. Por eso la recomendación del maestro Dôgen en el

Fukazazengi es clara para realizar el zazen: “conviene una habitación silenciosa.

Comed y bebed sobriamente. Rechazad todo empeño y abandonad todos los

asuntos. No pensad: „esto está bien, esto está mal‟. No toméis partido ni a favor ni

en contra. Parad todos los movimientos del espíritu consciente”. (Dôgen, s/f: on

line)

En zazen se deja que los pensamientos fluyan libremente, sin enfocarse o

aferrarse a ninguno en particular. Los pensamientos pasan como si fueran nubes

en el cielo, esto ayuda a mantener ecuanimidad con uno mismo. Pensar en una

cosa sostenidamente es apegarse a los problemas, lo cual interrumpe el camino a

la liberación; mientras que tratar de dejar la mente en blanco, es tanto como

insistir en un mismo pensamiento (lo blanco), así que no se abandona la lucha.

Sólo dejando que los pensamientos vaguen libremente por la mente sin aferrarse a

ninguno u obligándose a que no aparezcan, ayuda a ir entrando progresivamente

en un estado de calma que en el zen es conocido como el estado de hishiryo, es

decir, “no-mente”. El monje Taisen Deshimaru, en su libro El Zen de Dogen

(1989), acota “La palabra hishiryo de Dogen fue extraída de la formula hishiryo

http://www.oshogulaab.com/ZEN/TEXTOS/SHOBOGENZO-EX.html
206

de Yakusan” (1989: 37); luego presenta una explicación que desplaza el

pensamiento mismo para tratar de entenderlo con la médula de zazen, es decir, la

práctica:

El estado de hishiryo está más allá de nuestras sensaciones, de nuestra conciencia.


No debemos limitarlo a los sentidos ni a la conciencia. Con nuestra conciencia
personal, sólo podemos crear un panorama artificial. Hishiryo está más allá de la
conciencia creada por la acción de nuestro conciente personal. Con la conciencia
hishiryo, aunque penetremos en el fuego no habrá calor sino frío. Es posible, no es
un milagro. (1989: 38)

La correcta postura de mente permite concentrarnos en una de las cosas más

importantes dentro del budismo y, en esto, el zen es persistente: ubicarse en el

presente y no perder tiempo y energía en el pasado o el futuro que aún no están.

Concentrase en el “presente eterno” es ubicarnos desde el “aquí y ahora”; para

esto es importante, primero, tener los ojos entreabiertos; pues totalmente cerrados

se promueve el adormilamiento y completamente abiertos, la distracción. Lo

segundo, mantener una concentración constante en la postura corporal; en este

sentido, la mirada se posa a un metro de distancia, de forma penetrante justo en la

pared blanca, pero sin fijarse en algo particular; dentro del zen se le reconoce

como “una mirada fija que no mira”.

La importancia de la postura de la mente es trascendente en el budismo,

pues fue desde estos predios que la deidad demoníaca Mara intentó tenderle

trampas al Tathāgata, por eso, Dôgen explica claramente en otro fascículo del

Shôbôguenzô, el Soku-shin-ze-butsu (La mente aquí y ahora es Buddha):

La mente existe como existen las paredes y las cercas; nunca se enloda o se
humedece, y nunca se construye artificialmente. Nos percatamos en la práctica de
que la mente aquí y ahora es buddha, nos percatamos en la práctica de que la mente
que es buddha es ésta, nos percatamos en la práctica de que buddha es justamente la
mente, nos percatamos en la práctica de que mente y buddha aquí y ahora es lo
207

correcto, nos percatamos en la práctica de que esta mente-buddha es aquí y ahora.


(Anonimo, s/f: on line)23

Por último hablemos del tercer grupo de observación, referido a la

respiración. Este quizá sea el punto más importante del zazen, el descubrimiento

del Tathāgata a partir de las técnicas yogui ancestrales, pues una buena

respiración, natural y conciente abre las puertas para compaginarse interiormente

y en sintonía con el cosmos. En zazen, la respiración es siempre por la nariz, la

boca siempre habrá de estar cerrada y la lengua pegada al paladar para evitar el

exceso de salivación. La inspiración es normal, un tanto profunda, mientras que la

expiración es tres veces más lenta que la inspiración. El aire recogido debe

llevarse hacia el “hara”, que en japonés se refiere a un punto en el bajo vientre,

cuatro dedos por debajo del ombligo; un punto considerado el centro del cuerpo y

del espíritu. Enviar el aire recogido en la inspiración al bajo vientre, permite que

éste recorra todos los puntos vitales del cuerpo: pulmones, diafragma y estómago,

logrando una mejor oxigenación (tal a la respiración de los bebés, que inflan su

estómago).

Una de las denominaciones del zazen sentado es shikantanza, es decir, “tan

sólo sentarse”, es una manera de denominar el “estar ahí”. Como cuando Dôgen

escribe sobre el maestro Yakusan en el Eihei Koroku del mismo Shôbôgenzô

(citado por Deshimaru): “Un día, un monje le pregunta al Maestro Yakusan:

«Maestro, hace usted zazen como si fuese una roca, una montaña apacible»” (El

Zen de Dôgen, 1989:37). Tal cual debe ser la postura de zazen, tan natural como

el estar de una roca o una montaña. Pero hay otro momento en una sesión de

23
Vid ANONIMO (s/f) Shoboguenzo. Extractos (Dogen 1200 - 1253) [on-line]. Disponible:
http://www.oshogulaab.com/ZEN/TEXTOS/SHOBOGENZO-EX.html
208

zazen, denominado kin hin, (meditación en movimiento o zazen caminando). El

kin hin, es un caminar conciente, por eso, en tanto que movimiento, ha sido la

base de muchas artes marciales del Japón; así, el maestro Taisen Deshimaru en la

obra La Práctica del Zen (1979) aclara:

Es un caminar rítmico como el de un faisán; tensión y espera se alternan, tiempos


fuertes y débiles. Los maestros Zen aconsejan caminar como el tigre en la jungla o
el dragón en el mar. La huella firme, silenciosa como el rastro de un ladrón. (1979:
30)

En este caso, se realiza una fila india entre los practicantes, dejando una

distancia prudencial; la espalda va igualmente recta, erguida con el mentón

ligeramente recogido hacia el pecho. Mientras, se posa la mirada a tres metros de

distancia, aproximadamente a la altura de la cintura de quien nos precede en la

fila, pero con la misma “mirada fija que no mira”. Se cierra un puño con la mano

izquierda, y dentro del puño se mete el pulgar, luego se recubre con la mano

derecha y se coloca sobre el plexo solar, de manera que ambas manos se apoyan

en el esternón, presionando ligeramente durante la expiración. Los hombros

relajados e inclinados hacia atrás, se comienza tomando una inspiración profunda

y luego se da medio paso con la pierna derecha, apoyando tan sólo el metatarso,

como si se quisiera dejar una huella en el piso. Mientras se está parado y

caminando, el noventa por ciento del peso del cuerpo se deja caer sobre la pierna

delantera, a la par que se exhala lenta y profundamente, ayudándose con la leve

presión sobre el esternón. De esta forma se repiten los medios pasos, luego con la

pierna izquierda, y así sucesivamente hasta que suena una campana que invita de

nuevo a sentarse en zazen. Así, explica el maestro Deshimaru:

Mientras se camina no se debe mirar el rostro de los otros. La mirada se vuelca


hacia el interior como si estuviera solo. Al igual que en za-zen, el pensamiento
discurre. El caminar en kin-hin descansa de la posición de za-zen. Durante la
209

jornada de sesshin [retiro zen] se combina una y otra. Cuerpo y espíritu


reencuentran su unidad, además de una resistencia y dinamismo admirables.
(Deshimaru, 1979: 30)

Es ésta la esencia fundamental del zazen de la escuela sôto, concebida

originalmente desde los tiempos del Tathāgata, pero practicada bajo este

protocolo desde los tiempos de Dôgen. De esta manera, se realiza el propio

Dharma Buddha, en este tipo de budismo japonés. Es la importancia radical del

satori o iluminación, así expresa Dôgen en el Bendowa:

Cuando los Budas-tathagatas, todos habiendo recibido la transmisión directa del


maravilloso Dharma, experimentan el Despertar supremo (Anutarra samyak samb
dhi), poseen un método sutil, absoluto y sin intención. Por esta razón este
maravilloso Dharma se ha transmitido sólo de Buda en Buda, sin desviación,
porque su estándar es (Jijuyu Zanmai) el Samadhi de recibir y usar el Yo. Para
disfrutar libremente de este Samadhi, la práctica de zazen en la postura correcta es
la puerta auténtica. Aunque este Dharma esté presente abundantemente en cada ser
humano, no se manifiesta sin la práctica; si no lo experimentamos, no se puede
realizar. Cuando soltamos, ya ha llenado las manos; ¿cómo podríamos definirlo en
términos de poco o de mucho. Cuando hablamos, llena la boca; no está limitado en
cualquier dirección. Cuando los Budas permanecen continuamente en este estado y
lo mantienen, están inmersos en la realidad, sin separarse de ella mediante los
conceptos y las sensaciones. Cuando los seres vivientes funcionan continuamente
en este estado, la realidad no aparece ante ellos mediante los conceptos y las
sensaciones. La práctica de la Vía sin reservas -Bendo-de la que estoy hablando nos
permite experimentar por nosotros mismos la realidad de todas las cosas; nos abre
los ojos a la unidad intrínseca de la realidad en el camino de la emancipación. En el
momento de romper las barreras y de liberarse, hasta estas palabras carecen de
sentido. (Dogen, s/f: on line)24

Vemos, pues, los frutos de la sabiduría de esta práctica del samadhi en dos

temáticas que pueden ser relacionadas con una manera de ver al hombre, una

posible o probable antropología del budismo zen, repartidas en tres libros del

Shôbôguenzo de Eihei Dôgen.

24
Vid DÔGEN, E. (s/f) Shoboguenzo Bendowa [on-line] Disponible:
http://www.zenkan.com/esp/textos/tradicion/Bendowa.pdf
210

IV.2.2. El giro contrario de una antropología budista o concepción

deshomocéntrica en el Shôbôguenzô: BUSSHÔ o la Naturaleza de

Buda.

El fascículo Busshô, que traducido se refiere a Naturaleza de Buda, es el

tercero de la colección del Shôbôgenzô y quizá uno de los más densos desde el

punto de vista filosófico, el cual ha de abordarse sin abandonar la importancia de

la práctica religiosa del samadhi. De hecho, la formación y periplo de vida de

Dôgen, corroborará constantemente la idea de la importancia correlativa entre

práctica constante de zazen, y estudio del dharma. Regularmente, a los estudiantes

iniciados se les insistirá más en la práctica, mientras que a los avanzados en la

práctica se les dedicará obras como ésta, prestándolos a la necesaria reflexión

filosófica de la enseñanza. Tanto puede ser de penetrante el pensamiento de

Dôgen en este sentido que, entre los pocos estudios sobre su talante filosófico, no

se dudará en colocarlo a la par de pensadores occidentales. Por eso, referirá Félix

Prieto, traductor y editor al español de la edición que usamos aquí para el análisis:

La Naturaleza de Buda (Shobogenzo) (1989), en el Prólogo:

La Naturaleza de Buda significa una apertura y un primer encuentro con un


universo de discurso afín a primera vista a la lógica de Hegel o a la crítica del
olvido del ser según Heidegger, por parte de toda la tradición filosófica occidental.
(Dogen, 1989: 8)

Asimismo, en el estudio preliminar de la misma edición, el Dr. Abe Masao25,

(traductor del original al Inglés), señala que en Dôgen “hallamos una rara

combinación de penetración religiosa con habilidad filosófica. En este respecto

25
El Dr. Abe Masao ha sido profesor de filosofía budista en la Universidad de Nara en Japón y
uno de los fundadores de la escuela de Kyoto. Como también estudió teología cristina en la
Universidad de Columbia, no sólo es uno de los especialistas en Dôgen, sino que fue regularmente
profesor invitado de filosofía budista en varias Universidades de Norteamérica y Europa, hasta su
muerte en 2006. En este caso nos servimos fundamentalmente de su análisis de la obra de Dôgen
211

puede ser bien comparado con Tomás de Aquino, nacido 25 años más tarde”

(Dôgen, 1989: 19). Ahora, nuestra pregunta inmediata sería acerca de si un

estudio sobre la naturaleza de Buda serviría de base para estipular coordenadas a

una antropología filosófica dentro del budismo, y en este caso, el budismo

Mahayana del tipo zen.

Como ya señaláramos, dentro de la corriente Mahayana, lo más resaltante es

la figura de los bodhisattvas quienes, entre sus votos de ordenación, plantean la

práctica de la compasión en una renuncia al nirvana como manera de permanecer

en el trabajo paliativo del sufrimiento de todos los seres. De hecho, una vieja

interpretación del voto refriere que dicha renuncia es “hasta no haberse iluminado

la última brizna de paja en el mudo”. Esto plantea varias interrogantes y

observaciones interesantes. La primera, ¿Una brizna de paja puede iluminarse?

¿Quiénes o qué en el mundo pueden ser sujeto de la iluminación? ¿Acaso es una

condición que puede adquirirse? Seguidamente, podemos preguntarnos

directamente por esos seres que en su práctica de compasión, retienen ese

acontecimiento logrado y descubierto por el Tathāgata; ¿son mártires sujetos a un

sacrificio? ¿Será que ese renunciamiento los hace “budas vivientes” como

regularmente se traduce el término bodhisattva? Finalmente, ¿Cuál es la

Naturaleza de la budeidad?

Este es el tema central y principal que atraviesa el orden teórico y doctrinal

del budismo, y que, por supuesto, influencia de forma importante la práctica. Por

eso Dôgen lo trata en el fascículo Busshô del Shôbôgenzô, entendiendo la falta de

comprensión al respecto para su época y la necesaria interpretación correcta de la

tradición Mahayana. Esta tradición se refiere no sólo a lo establecido en las cuatro


212

nobles verdades del Canón Pali, y el énfasis en la impermenencia de lo

fenoménico, es decir, de todo cuanto existe; sino a la inexistencia del yo y de

cualquier otra sustancia. Pero, además, esta le punto de abrir el acceso a la

iluminación a todo ser viviente y no sólo a los Arahats o individuos consagrados;

lo cual termina implicando la posibilidad de que cada individuo pueda practicar en

favor de la iluminación del universo entero.

Todos estos problemas y enfoques son tratados por Dôgen en el Busshô, a

partir de una cantidad de textos y enseñanzas fundamentales de los patriarcas zen

chinos, analizándolos y traduciéndolos con cierta originalidad lingüística, tal y

como logra en todo el Shôbôgenzô, pues, como bien señala el Dr. Abe Masao:

El difícil y singular estilo de su prosa en japonés proviene del hecho de que, al


expresar su propio despertar, nunca hizo uso de de la terminología convencional,
sino que empleó un estilo vivo y personal basado en su realización subjetiva.
Incluso al usar frases y pasajes tradicionales del budismo, los interpretaba de
manera insólita a fin de expresar la verdad según él la entendía. (Dogen, 1989: 19)

Tal es el punto de partida del Busshô, el cual Dôgen inicia con una cita del

Nirvana Sutra, sobre palabras del mismo Shakyamuni cuando señalaba: “Todos

los seres sensibles sin excepción tienen naturaleza de Buda El Tathagâtha

permanece eternamente y sin cambio” (Dôgen, 1989: 95). La traducción e

interpretación que hace Dôgen es completamente radical, jugando con la

posibilidad de los términos y kanjis del chino al japonés. Así refiere el Dr. Masao

la manera en que Dôgen traduce esta idea “„Issai wa shujô nari; shitsuu wa bushô

nari‟: „Todo ser sensible, todos los seres son (todo ser es) la naturaleza de Buda;

el Tathâgata es permanente, el no-ser, el ser y el cambio” (Dôgen, 1989: 20).

La fuerza de esta interpretación -según el Dr. Masao- no solo se refiere a la

posibilidad de traducir la palabra japonesa “u”, que bien puede significar “tener”,
213

“poseer”, “es” o “ser”26, sino incluso el uso que hace Dôgen del término shitsuu

indiferente al plural o singular, como “todos los seres sensibles” o “todo el ser”.

En este sentido, podemos efectivamente decir que opera en Dôgen, frente a la

naturaleza de Buda, una mirada cosmológica y ontológica que se desprende

necesariamente de lo que el mismo Masao denomina “deshomocentrismo”.

Siendo el mundo, según la interpretación budista, completamente

impermanente, se desprende inicialmente que nada puede ser eterno, por lo cual

no existe sustancia alguna. Esto plantea una de las principales formas del

sufrimiento humano en la misma rueda del samsara, que se traduce a estar

inmersos en el inevitable y eterno proceso de la generación-extinción común a

todos los seres vivientes, como dimensión de la impermanecia. Desde el punto de

vista humano esta manifestación del samsara se refiere al ciclo nacimiento-

muerte-renacimiento, que implica la particular comprensión budista de la

trasmigración sin atman o alma.

Recordemos que alcanzar algún tipo de realización, desde el punto de vista

de la salvación humana y de su carácter sufriente en el pensamiento religioso, se

refiere generalmente al punto de vista antropológico y filosófico del problema de

la trascendencia-intrascendencia de la vida humana en su carácter de temporalidad

y limitación. En todo caso, lo que canaliza la dimensión religiosa es la misma

condición de finitud de lo humano, y la sutil esperanza de superar esa finitud

después de la muerte; así como ampliar las posibilidades y el significado de la

vida misma, a partir de su inminencia. Esto no es diferente en el budismo donde,

26
Vid nota al pie del Dr. Abe Masao Número 7, donde hace esta aclaración (Dôgen, 1989: 97)
214

de alguna manera, el nirvana representa un tipo de liberación de la impermanencia

y, finalmente, la ruptura del samsara, pero bajo las condiciones de la inexistencia

en un más allá, a cambio de un retornar constantemente a la vida en el

renacimiento. A diferencia de la perennidad del religioso occidental en un

acercamiento a lo absoluto, en el budismo lo absoluto es lo “absolutamente

relativo”, representado en la impermanencia; y la superación de la condición

humana (lo que salvando las distancias teóricas y doctrinales, podríamos

denominar una especie de trascendencia al estilo budista) no es un “vivir

eternamente” más allá de la muerte, sino más bien, un “dejar de existir” en la

ilusión del vacío. En este sentido, aclara sobre la liberación del nirvana el Dr.

Masao: “A menos que nos liberemos de la naturaleza misma de la generación-

extinción común a todos los seres vivos, nosotros los seres humanos no podremos

liberarnos genuinamente del problema humano de la vida-muerte”. (Dôgen, 1989:

22)

Este sería un primer punto del deshomocentrismo en Dôgen, a partir de la

interpretación del término “shujô” contenido en la cita de Shakyamuni, y que

proviene del sánscrito “sattva”, usado para referirse a “seres vivos”. De esta

manera, frente al Busshô (naturaleza de Buda), es posible decir, con Dôgen, que

todos los seres vivos “son” la naturaleza de Buda, lo cual ya se aplica al germen

de la enseñanza que recibiera del maestro Eisai cuando éste sugeria naturaleza

conciente de Buda en gatos y bueyes: “but cats and oxen are well aware of it

indeed!”27. Pero el ámbito del deshomocentrismo en Dôgen apunta hacia una

27
Citado de: Yokoi, 1976:28 (vid supra)
215

dimensión más ilimitada, que se conecta esencialmente a la intencionalidad

universalista y de integración cósmica en el budismo. Esto, con el simple uso del

término shitsuu. Así dice el mismo Dôgen en el Busshô: “las palabras ser

completo (shitsuu) significan los seres sensibles y todos los seres. Es decir, que el

ser completo es la naturaleza de Buda: Llamo “seres sensibles” a una entidad

íntegra del ser completo” (Dôgen, 1989: 97). No se trata entonces de todos los

seres humanos, o todos los seres vivos los que “son” la naturaleza de Buda, sino

“todos los seres sensibles son”, o “todo el ser es”, naturaleza de Buda, con lo cual

entran categorialmente tanto seres vivos como no vivos. Quizá en este sentido

primario podría entenderse la posibilidad de que una brizna de paja se ilumine,

como sugiere el voto del bodhisattva.

De esta manera, y como señala Abe Masao en el estudio introductorio al

Bushô: “Para Dôgen, la dimensión de todos los seres ya no es aquella de la

generación-extinción, sino de la aparición-desaparición (kimetshu), o ser-no-ser

(umu)” (Dogen, 1989: 31). Esto abre el compás de lo meramente antropológico a

lo cosmológico. Cuando se habla de la dimensión “nacimiento-muerte”, se trata

de una dimensión netamente humana, en el sentido de aquellos seres a los que les

compete de forma clara y conciente el significado de la trasmigración en la

condición nacimiento-muerte-renacimiento. Es decir, el hombre es el ser con la

conciencia no sólo de que la muerte ha de sobrevenir, sino de que algo más allá

ocurre luego de su muerte, pues su finitud no es exactamente igual a la del

universo.

Ahora, si se abre más la concepción de liberación para hablar de la

dimensión “generación-extinción”, se trata de la producción biológica y su cese,


216

con lo cual estamos en el ámbito de los seres vivientes; pero al hablar de la

dimensión “aparición-desaparición”, estamos hablando tanto de los seres vivos

como no vivos, abarcando el ámbito de todo cuanto existe y no existe. En tal

sentido, eso estamos abiertos a la dimensión absoluta del ser-no-ser. Así dice,

entonces, Masao:

La dimensión “viva”, aunque trashomocéntrica, posee una dimensión centrada-en-


la-vida que excluye a los seres no-vivos. La dimensión “ser”, empero, abarca todas
las cosas en el universo, al trascender incluso el horizonte de la “vida centrada”
más-ancha-que-la-humana. Por consiguiente, la dimensión “ser” es realmente
infinita, libre de toda clase de centrismo, y profundísima precisamente en su
naturaleza deshomocéntrica. (Dôgen, 1989:32).

Así, decir con Dôgen “todos los seres son la naturaleza de Buda” o “todo el

ser es naturaleza de Buda”, implica que la liberación humana de la rueda de

nacimiento muerte-renacimiento, sólo es posible dentro de la dimensión infinita

del “ser” (aparición-desaparición). Pero ¿a qué se refiere este “ser”? La

interpretación normalmente occidental tiende a ver este “ser igual a naturaleza de

buda” como una especie de panteísmo al estilo de “sustancia divina igual al

mundo”. En el mejor de los casos, esto se puede interpretar al estilo de un dios

Brahma védico, que es el mundo y todo cuanto existe de forma global y que se

expresa individualmente en el atman de cada persona. Y en el más alejado de los

sentidos, bien puede entenderse en el de la sustancia de Dios a través de la cual las

demás cosas son, como en el caso del judaísmo filosófico de Spinoza. En realidad,

en el budismo ningunas de estas interpretaciones tienen sentido pues, por un lado,

no existe ningún tipo de sustancia (ni global ni individual); y, por el otro, se

carece de toda concepción de misterio o Dios trascendente más allá de lo

fenoménico. De tal manera, el mismo Dôgen, en el Busshô, aclara sobre esta

manera de usar el término shitsuu:


217

El término ser completo no significa tampoco un ser emergente. Ni es el ser


original, o un ser misterioso, ni nada similar. Tampoco no es, desde luego, un ser
condicionado o un ser ilusorio. No tiene nada que ver con cosas tales como mente u
objeto, o sustancia y forma (Dôgen, 1989: 98).

Incluso cuando se refiere a la naturaleza de Buda, Dôgen se refiere a un

pasaje muy importante y famoso en la historia del zen, al principio del Busshô,

apenas después de la cita del Tathāgata: “¿Cuál es la esencia de las palabras del

Honorable del Mundo “Todos los seres sensibles sin excepción tienen naturaleza

de Buda”? Es su exclamación, su enseñanza del Dharma de “¿Qué es lo que así

viene?” (1989:96). La expresión “¿Qué es lo que así viene?” es una manera zen de

preguntar “¿qué es tu naturaleza de buda?”; aunque la pregunta misma indica la

naturaleza de buda como aquello que no se puede atrapar bajo ninguna definición

o concepto. Hace alusión a una anécdota del sexto patriarca chino Hui-neng y su

discípulo Nan-yüeh, que nos permitimos transcribir exactamente del pie de página

explicativo por parte del Dr. Masao:

Nan-yüe fue a visitar a Hui-neng. “¿De donde vienes?”, preguntó Hui-neng. “De
Tung-shan”, respondió. “¿Qué es lo que así viene?”, preguntó Hui-neng. Nan-yüe
replicó [después de ocho años cavilando el asunto] “Si dijese que era „esto‟ fallaría
el tiro por completo. Hui-neng dijo, “Entonces, ¿debe uno someterse a la práctica y
realización o no?”, “No es que no existan práctica y realización”, dijo Nan-yüe,
“sino que no deben ser profanadas”. Hui-neng dijo, “Es justamente esta no-
profanación lo que los budas tienen siempre presente. Tú eres así ahora. Yo también
soy así” (Dôgen, 1989: 96).

Para tener una visión panteísta del mundo hace falta una noción de

sustancia, sino creadora, al menos dotadora de todo cuanto en ella misma es por

participación (i.e., el mundo “es” porque Dios “es”), de manera que el budismo

sería lo más alejado al panteísmo pues predica la absoluta impermanencia de todo

cuanto existe, ubicándose, como hemos visto desde la dimensión totalizante y, en

cierto sentido infinita o ilimitada del ser-no-ser, en la predicación “todos los seres

sin excepción son naturaleza de Buda”.


218

Valdría la pena hacer una acotación sobre esta idea de lo absoluto e incluso

de lo ilimitado dentro de la filosofía budista. En el artículo Filosofía del absoluto

en K. Nishida. Apropiación crítica de lo budista y lo cristiano por un filósofo

japonés, que pertenece a la compilación Cuestiones Epistemológicas. Materiales

para una filosofía de la religión, Vol. III, Juan Masiá recoge algunas reflexiones

sobre el filósofo de la escuela de Kyoto (Nischida), que revela la manera de

entender una lógica férrea de los contrarios; una lógica oriental y, en cierto

sentido budista, pero consistente. Según se sigue de esta argumentación, debemos

suponer que en el término absoluto hablamos de totalidad, es decir, implica lo que

abarca todo cuanto es y no es; de manera que si algo se le opone ya no sería ser

absoluto. Sin embargo, no se puede entender el ser absoluto, sin oposición a la

nada, así como no se puede entender el bien sin la comprensión del mal; esto

quiere decir que en tanto lo absoluto abarca todo, entonces la nada debe estar

incluida en lo absoluto (tanto si se considera que la nada “es” nada, como si se

considera que nada “no es”). El punto es que si dependen ambos términos, se

implica entonces que lo absoluto debe relacionarse consigo mismo como

contradicción de sí mismo, Veamos lo que dice Nishida, citado por Masiá:

El Absoluto debe ser absolutamente nada. Excepto en el caso de un Ser Absoluto


poseyendo su nada absoluta, lo que lo niega tendría que estar fuera frente a él y
entonces el Absoluto no poseería su propia negación absoluta dentro de sí. Por
consiguiente, lo que estoy afirmando es que el Absoluto se opone a sí mismo como
autocontradicción y que lo que esto quiere decir es que nada se le opone. Ese es el
sentido en que digo que el verdadero Absoluto debe ser una identidad de absoluta
contradicción (Masiá, 1992: 138)

Lo absoluto trascendente, así visto, sería interpretado en el caso de Nishida

como inmanente al mundo, al tiempo que el mundo es inmanente a él, en la

medida en que está produciéndolo a partir de su propia auto-negación. Se trata de


219

la posibilidad de unión lógica de los contrarios que sólo es precisamente

comprendido en el ámbito de la experiencia y, más clara aún, en el de la

experiencia religiosa; tal como sugieren los casos de seres religiosos que obtienen

“momentos” de iluminación mística, como lo ejemplifica la famosa frase de San

Agustín: “Siendo así que Vos estabais más dentro de mí que lo más interior que

hay en mí mismo, y más elevado y superior que lo más elevado y sumo de mi

alma” (San Agustín, 1968:62)28. Este sería un camino de interpretación de lo que

el budismo predica como la paradoja de ser-no-ser del mundo, en el concepto de

vacío.

Una filosofía tal de los contrarios sólo es posible en la comprensión de la no

existencia de dualidad que se expresa en la formula “todos los seres son naturaleza

de Buda” y las implicaciones últimas de ello. Si naturaleza de buda fuera lo

absoluto en cuanto permanente, según el anterior argumento, “naturaleza de

Buda” es también “no-naturaleza de Buda”; porque realmente si la naturaleza de

Buda es todo lo que existe y no existe, en el sentido ilimitado de todos los seres, y

todos los seres existen en la completa impermanencia; entonces naturaleza de

Buda “es” la impermanencia y se manifiesta en la impermanencia. Esto lo

interpreta Dogen desde las palabras del patriarca chino, Hui-neng:

Por ello el sexto patriarca articuló que la impermanencia es predicando el Dharma –


justamente eso es la naturaleza de Buda. Además, algunas veces manifiestan un
cuerpo de Dharma largo y otras un cuerpo de Dharma corto.

El santo “permanente” en impermanente; el “permanente” hombre no iluminado es


impermanente. Si los santos y los hombres ignorantes lo fuesen así
permanentemente, ello no sería la naturaleza de Buda (Dogen, 1989: 128).

28
“Tu autem eras interior intimo meo et superius summo meo” (Confessiones III, 6, 11)
220

La idea dinámica de que la naturaleza de Buda es igual a la impermanencia,

habla de una naturaleza que no sólo “es” en el cambio, sino que “es” el cambio

mismo; por ello, se entiende el carácter no-sustancial de la naturaleza de Buda, e

incluso la insustancialidad de todo cuanto existe, incluyendo todos los Dharmas.

El ser en el budismo es un ser relativo y, por tanto, es simplemente “siendo” ahí,

tal cual (expresado en la pregunta “¿Qué es lo que así viene?”); porque,

interpretando el famoso fragmento heracliteano, el río en el que metemos el pie es

en el devenir, es en el momento que es río y sigue su fluir, igual que el pie que es

siendo momentáneamente. Si el río fuera absoluto o permanente dejaría de ser “lo

que es”; pero, tampoco es nunca el mismo pie el que entra al río. En estos

términos, y siguiendo la exposición, Dôgen expresa con mucha claridad un punto

conclusivo del Busshô, incluso en intenciones de iluminar la situación del

dharma, más allá de las típicas y equivocadas interpretaciones:

Por lo tanto, la misma impermanencia de la hierba y el árbol, el matorral y el


bosque, es la naturaleza de Buda. La misma impermanencia de los hombres y las
cosas, del cuerpo y la mente, es la naturaleza de Buda. Naciones y países, montañas
y ríos son impermanentes porque son la naturaleza de Buda. La iluminación
suprema y completa, al ser naturaleza de Buda, es impermanente. El Gran Nirvana,
al ser impermanente, es naturaleza de Buda. Aquellos que defienden las limitadas
concepciones de los hinayanistas, los eruditos budistas de sutras y sastras y otros
varios, acaso desconfíen, sorprendidos y asustados por estas palabras del Sexto
Patriarca. Pero si es así, es porque pertenecen al graderío de los diablos y herejes
(Dogen, 1989: 130)

Particularmente, al referirse a herejes, Dôgen da estocadas en contra de

aquellos que piensan que la naturaleza de buda es algo que se logra con el mero

esfuerzo, como simple acumulación de karma o méritos, participando de una

comprensión de la iluminación en términos de potencia accesible. La creencia en

el nirvana como potencia de budeidad, implicaría la concepción de sustancia de lo

que sobreviene (naturaleza de Buda), y de lo que la recibe (el yo).


221

Contrariamente a esto, la clave de interpretación de la médula del budismo

Mahayana, tradicionalmente pregona que nirvana es igual a samsara. Si esto es

asumido con la concepción de que todos los seres son la naturaleza de Buda,

entonces se estaría superando la dualidad “ser-naturaleza de buda”, y no tendría

sentido que los practicantes estén esperando que les sobrevenga la iluminación,

como si fuera un premio a los “méritos” o una potencialidad en forma de

budeidad.

Esta idea no sólo refuerza la creencia del soto zen sobre la igualdad entre

zazen y satori (nirvana). La condición de iluminación, es decir, realizar la

naturaleza de Buda en la forma de ser ahí tal cual, en el aquí y ahora; se traduce a

zazen, por eso existe también un término clave en la práctica de “moshutoku”, que

en japonès significa “sin espíritu de provecho”. Es decir, se hace zazen por el

simple hecho de hacer zazen, y no por obtener nada, ni iluminación, ni salud, o

cualquier otra cosa que pueda ser objeto de deseo. La budeidad o naturaleza de

buda es ser-insustancial, pues todo cuanto existe, existe como naturaleza de Buda;

por eso no tiene sentido desear nada. Mas, esto último también implicaría,

necesariamente, -y asumiendo el argumento del absoluto en Nishida- que “todos

los seres” son también “no-naturaleza de Buda”, por eso, el fon de de la realidad

no es otra cosa que vacío29. Así entiende Dôgen:

29
Este es el sentido más relevantes del Prajna paramita sutra, o, como se conoce en japonés, el
Maka hannia haramita shingyo, uno de los sutras más importantes del budismo Mahayana y que
se canta al final de toda sesión de zazen. En este se dice: “I KU - KU FU I SHIKI - SHIKI SOKU
ZE KU KU SOKU ZE SHIKI”. Lo cual podría traducirse como “Los fenómenos no son diferentes
del Vacío. El Vacío no es diferente de los fenómenos. Los fenómenos son Vacío. El Vacío es
fenómenos”.
222

Sakya predica “todos los seres sin excepción tienen naturaleza de Buda”. Takuei30
enseña que “todos los seres sensibles no tienen naturaleza de Buda”. Las palabras
“tienen” y “no tienen”, son totalmente distintas en principio. Es normal que existan
dudas sobre cual exclamación es la correcta. Sin embargo, en el Camino del Buda,
“todos los seres sensibles tienen no-naturaleza de Buda” es lo más excelso (Dôgen,
1989: 155)

Esto vuelve a unir la lógica de los contrarios; por eso naturaleza de Buda no

puede ser potencia de nada pues tendría que ser potencia de un algo sustancial

como el ego que espera su llegada; y en tal sentido podría expresar alguna especie

de animismo. Así, el cambio de Dôgen en la interpretación de “ser” naturaleza de

Buda y no “tener” naturaleza de Buda; pues “tener” deja entrever la posibilidad de

poseer y no poseer, como de algo que no se tiene pero que pudiera adquirirse al

estilo de un anima o espíritu poseso. La budeidad, en este sentido, es más bien el

ser, y el ser no es sino siendo tal en el aquí y el ahora; así, su naturaleza se expresa

en su “talidad”:

No es el ser con un comienzo, ya que no hay ni un solo objeto que pueda reflejarse
en él. No es el ser como entidades separadas, puesto que es una totalidad inclusiva.
No es un ser careciendo de un comienzo, porque “¿Qué es lo que así viene?” No es
el ser que se haya comenzado en un cierto momento, ya que “mi mente cotidiana es
el Camino” (…) Comprendido de esta forma, el ser completo es en sí mismo la así-
dad total y completamente emancipada (Dôgen, 1989: 101)

Retomando el decurso de nuestra interpretación argumentativa de Dôgen,

dentro del contexto de la filosofía budista Mahayana en general, debemos recoger

la importancia de la dimensión cosmológica en la realización y el sentido de un

deshomocentrismo. La realización es tratar de trascender la dimensión del

nacimiento-muerte-renacimiento en el samsara, pero ésta sólo es posible como

realización de lo ilimitado, en la dimensión del ser-no-ser, de “todos los seres”

(shitsuu) que está implicado en la aparición-desaparición, como la expresión más

30
Nombre e japonés del maestro chino Kuei-shan
223

clara de la impermanencia (principio fundamental del samsara mismo).

Naturaleza de Buda es, entonces, abandonar el ego para reconocerse en el plano

más fundamental de todos los seres, reconocerse en la impermanencia,

insustancialidad y no-dualidad de lo que es, para trascender en la talidad de ser.

Esto retoma el papel del ser humano de forma preponderante dentro del budismo,

pues sólo el ser humano, en cuanto poseedor de conciencia, es capaz de realizarse

en la superación de la impermanencia, reconociéndose en ella. Se trata de la

conciencia de asumir que samsara es igual a nirvana, y que, por tanto, no existe

otro salto a la trascendencia que siendo tal cual lo que se es, o haciendo tal cual lo

que se tiene que hacer, en el aquí y el ahora. Así señala Abe Masao: “sólo es

posible nuestra trascendencia radical a la dimensión ser-no-ser mediante la

autoconciencia humana. Pues el problema humano del nacimiento-y-muerte es

esencialmente un problema subjetivo con el que cada persona tiene que

habérselas” (Dogen, 1989: 42).

Esto último es un factor preponderante en la constitución de la cultura

japonesa y que les imprime un sello en la forma de ser “perfectos” en todo lo que

relizan. Hacer zazen como shikantanza (estar simplemente sentado), es la forma

propia de ser ahí en la talidad, concentrados en la no-mente (hishirio) y, en tal

sentido, conectados a la budeidad (satori). Los frutos de esta condición meditativa

se pueden extrapolar a toda actividad cotidiana, concentrados en el aquí y el

ahora, igualmente atentos a la postura y respiración. En este sentido, la mayoría de

los maestros dicen que el zen se puede hacer también fuera del doyo, en cualquier

situación; incluso es el principio de lo que se denomina samu, que es una forma de

zazen durante las actividades de limpieza o cocina dentro de un monasterio (o


224

seishin) . Evidentemente, los frutos de toda actividad que se realiza

completamente concentrados en ella, es manifestación de la realización de la

naturaleza de Buda (satori); he aquí la clave del éxito de las denominadas “artes

zen”, incluyendo desde el bushido (el arte samurai), la práctica del arco y la

flecha, la ceremonia del té, el origami, el juego estratégico “go”, los areglos

florales estilo Ikebana, etc. Aquí habrá de incluirse también la importante práctica

de todo monje o bodhisattva, al cocer su propio kesa (vestidura de ordenación) o

rakuzú (pequeño kesa)

En fin, quien tiene que dehomocentrar el mundo es el hombre mismo, quien

posee la suficiente autoconciencia (obtenida a través del karma en infinitos

sucesos de nacimiento-muerte-renacimiento, hasta llegar a la forma humana) para

trascender la limitación propiamente humana de nacimiento-muerte-renacimiento,

hacia el plano de la generación-extinción; y, muchos más allá, a la dimensión

ilimitada del ser-no-ser. Por eso, si bien el budismo difiere en la antropología de

otras religiones como las creacionistas, donde la salvación depende de una

relación personal con la trascendencia divina, la despersonalización, como

superación del egocentrismo, apunta a una inclusión del universo entero. Se trata

del reconocimiento de lo sagrado dentro de lo cotidiano, típico y común, para

concebir la conciencia, en la naturaleza del simple ser-ahí-lo-que-se-es. En tal

sentido, se estaría en concordancia con la idea de hierofanía en Mirecea Eliade

donde, recordemos, lo sagrado se expresa en y desde lo profano. Aunque, hay que

reconocer que la concepción sagrado-profano tal conmo la expone Eliade no

tendría cabida dentro del budismo por acercarse a una idea dualista.
225

Entonces, en esa relación inclusiva anti-sustancial y no-dualística, es posible

el voto de un bodhisattva en el sentido de la renuncia a una potencial iluminación

-completamente ilusoria, por demás- para realizar la liberación de la existencia

humana, como realización de la totalidad del cosmos (incluso de una brizna de

paja). Este es el sentido profundo del zen, en la “atención” observación de lo que

se “es”; de su acento en la experiencia del samadhi y de la actividad en la vida

cotidiana: la práctica constante.

Todo esto significado, además, en el sentido profundo del Mahayana y la

identificación nirvana-samsara, y samsara-nirvana. Como bien dice Masao, “En el

instante en que unos realizan la naturaleza de Buda –una posibilidad que cada

persona posee- todos los seres vivientes alcanzan a la vez su naturaleza de Buda”

(Dôgen, 1989: 29). Esto pues basando la existencia en la dimensión ilimitada del

ser, el plano común a todos los seres, y liberándose de la impermanente aparición-

desaparición implicada en el apego de los deseos y la avidez; todas las cosas en el

universo se iluminan simultáneamente y en la misma medida. Lo que se está

superando es el ámbito del ser-no-ser y, por tanto, el de la misma condición de

generación-extinción, común a todos los humanos, seres vivientes, y el resto de

las cosas existentes en el mundo; lo que desvela la verdad universal: “todos los

seres sin excepción son la naturaleza de Buda”. Aquí se supera la trascendencia de

la muerte, en la medida de darle un valor y una responsabilidad cosmológica al

hombre; así, concluimos, momentáneamente con Abe Masao:

“El raro estado humano” es altamente valorado en el budismo; uno debería estar
agradecido de haber nacido como ser humano, ya que es más fácil nacer como un
ser humano que para una tortuga ciega entrar en el agujero de un atabla flotando en
el océano. A diferencia de otras criaturas, un humano es un “animal pensante”
dotado con la capacidad de despertar al Dharma. Puede verse aquí la noción budista
de la posición especial del hombre entre todos los seres vivos. En este sentido el
226

budismo puede ser llamado no sólo deshomocéntrico, sino homocéntrico también


(Dôgen, 1989: 27)

IV.2.3. El Hombre dentro de la Práctica del Zen en el Shobogenzo:

SHINJIN GAKUDO Y RAIHAI TOKUZUI

A partir de lo que hemos entendido sobre la naturaleza de Buda con Dôgen,

que no es otra cosa que la comprensión y obtención del samadhi, la iluminación,

el nirvana, el satori o, como bien se podría señalar en un sentido más occidental,

la conciencia plena de la verdad de las cosas; es posible entender la importancia

del ser como talidad dentro del budismo. Talidad en este sentido se refiere a la

condición de ser-ahí, “ser tal”, en el aquí y el ahora, ejerciendo o llevando a cabo

nuestra propia naturaleza; que no es otra que la naturaleza de Buda. Así, la

comprensión profunda de este dharma es traducida a una sola experiencia y

práctica: el abandono del ego por medio de zazen.

Superar la condición de generación-extinción a través de la dimensión

ilimitada del ser-no-ser es aprender el camino del Buda, y éste es el camino

práctico de la comprensión. Camino y meta no sólo son, en el budismo, una y la

misma cosa, sino que camino, meta y ser son lo mismo. En la infinita superación

de toda dualidad, ser es igual a no ser, como producto de la impermanencia. Así,

ser es naturaleza de buda, de manera que naturaleza de Buda es igual a la

impermanencia, que, a su vez, es decir que naturaleza de Buda es no-naturaleza de

Buda. Todo está implicado en una sola práctica, una sola ley; la misma que

resume el periplo de la enseñanza de Sakyamuni: zazen. Este es quizá el sentido

profundo de las palabras de Dôgen en el Genjokoan (La realización del asunto

fundamental), uno de los primeros libros del Shôbôgenzô:


227

Estudiar el Camino de Buda es estudiarse a sí mismo. Estudiarse a sí mismo es


olvidarse de sí mismo. Olvidarse de sí mismo es ser iluminado por los diez mil
dharmas. Ser iluminado por los diez mil dharmas es estar libre del cuerpo-mente de
uno mismo y de los de otros. No queda rastro de iluminación, y esta iluminación sin
rastro sigue para siempre. (Dôgen, s/f, on-line)

Estas palabras acentúan la importancia de la práctica en el camino del

dharma desde el punto de vista del zen, y señalan a su vez dos características

fundamentales del zazen, que Dôgen desentraña con cierta precisión crítica a

partir de su espacio y tiempo (el Japón medieval), pero con el necesario matiz del

acento que significa hacerlo como religioso del budismo. Estas dos características:

estudiar el camino de Buda olvidándose de uno mismo, en el sentido de

comprender el dharma de forma medular; y comprenderlo liberándose de cuerpo-

mente y mente-cuerpo. Ambas son temáticas tratadas respectivamente en los

libros del Shôbôgenzô: Raihai Tokuzui (“obtener o asir la médula del Maestro”,

que también se puede traducir como “Prosternarse y llegar al tuétano”) y Shinjin

Gakudo (“El estudio de la Vía por medio de cuerpo y espíritu”).

En líneas generales, podemos resumir con Taisen Deshimaru (1991), en

siete los principios fundamentales el dharma o enseñanza según el sôto zen. Es así

como lo expone en el tercer aparte de su libro El Zen de Dôgen, y que denomina

el “Cuerpo Espíritu de Zazen”:

1. Shu sho ichi nyo. Zazen y satori son unidad.


2. Sho butsu ichi nyo. Buda y todos los seres son unidad.
3. Shoden no buppo. Zazen es la verdad más elevada.
4. Jiyuyu zanmai. El samadhi de zazen.
5. Kyo gyo sho itto. La enseñanza y la práctica son unidad.
6. Butsu koyo no homon. Más allá de Dios o de Buda.
7. Shin jin ichi nyo. Cuerpo y espíritu son unidad.

La esencia del Zen de Dogen es shikantanza, zazen, kin hin. El sentido de


nuestra vida es hacer zazen. El ideal de Dogen es vivir para haer zazen.
(Deshimaru, 1991:45)
228

En este sentido, la intención de Dôgen es estudiar y entender la actividad

total de la vida, integrándose a sí mismo dentro de su función total, por eso casi

podríamos decir que funciona como un fenomenólogo; así inicia el Shinjin

Gakudo: “No se puede alcanzar la Vía del Buda sin encontrarse uno mismo en

concordancia con ella; y cuanto más se la estudia entonces más va alejándose uno

de ella” (Dôgen, 2002: 49-50). El zazen es, pues, la vía de acceso y comprensión

de la vitalidad, más allá de cualquier dualidad; por eso, la posición de estar

sentado requiere que se esté en “talidad” unitaria de cuerpo y espíritu, aunque,

para efectos pedagógicos y de manera “provisional” (2002: 51), en este fascículo

del Shôbôgenzô, que nosotros interpretamos desde el tercer aparte de la edición

denominada Cuerpo y Espíritu (2002), Dôgen aborde ambas posibilidades: la de

estudiar la Vía mediante el espíritu o mediante el cuerpo.

Estudiar la Vía mediante el espíritu no es otra cosa que estudiarla con el

pensamiento, la mente. Dôgen supone que existe la realización del espíritu del

despertar en la Vía del Buda, el retiro de lo cotidiano: “Penetrar en la montaña es

pensar y no pensar. Abandonar el mundo es estar sin pensamientos” (Dôgen 2002:

53). Aunque expresa claramente que el despertar no puede medirse en términos de

grandeza o distancia, señala la necesidad de confiar en el estudio de la Vía por

medio del espíritu para que el espíritu se acostumbre al estudio del la Vía

(dimensión de fe); pero entonces cabría preguntarse, más acá de la típica

concepción naturalista:

¿Dónde está el espíritu? ¿Dentro de nosotros? ¿En el exterior? ¿Puede llegar?


¿Puede irse? ¿Crece a partir de determinado punto al nacer? ¿Pierde algo al morir?
¿Dónde situar la vida y la muerte y la idea que no se hace de ellas? (Dôgen, 2002:
55)
229

La respuesta que ofrece al respecto, recuerda la misma respuesta que el

Tathāgata le diera a su discípulo metafísico Malunkyaputta, sobre las angustias

metafísicas de lo que está más allá; lo cual, finalmente, no le pone sino apego de

comprensión a la práctica y la Vía del Buda. Por eso, sobre este conjunto de

preguntas dice Dôgen:

Ésas son simplemente una o dos formas de pensamiento. Uno o dos pensamientos
son también una o dos montañas, ríos o tierras. Las montañas ríos o tierras no son ni
existentes ni no existentes, tampoco son ni grandes ni pequeñas, ni concernidas por
la obtención o no del Despertar, ni por la conciencia ni por la no conciencia, ni por
la comprehensión ni por la no comprehensión, y no resultan alteradas en función de
nuestro satori (Dôgen, 2002: 55)

En el budismo, y más en el budismo zen, se debe comprender que hablar de

“espíritu” o mente, no se trata en lo absoluto de algo que está separado de lo

material. Como bien señala el maestro Deshimaru, esto está implicado en el ya

citado primer principio de zazen “Shu sho ichi nyo. zazen y satori son unidad”:

“Sho no existe después de shu. El kanji shu tiene dos sentidos: aprender, estudiar

y reparar, volver al origen, a lo original. Shu se refiere al comportamiento, a las

acciones al entrenamiento” (Deshimaru, 1991: 45). El espíritu, el pensamiento o la

mente, pueden ser entendidos como formas de una especie de animus dentro de

todo lo que existe, por eso, a veces el ideograma chino “ku”, y que en japonés se

conoce como “mu” que significa “vacío”, puede ser usado también para identificar

cielo y espacio31. El animus en este sentido no es un deus ex machina, sino el

principio de todo siendo un todo, por eso Dôgen en varias partes del Shôbôgenzô

identificará montañas, ríos, pájaros, y hasta muros o ladrillos con el espíritu, sin

31
Originalmente, el arte de la caligrafía china antigua, es considerado un arte zen, en la medida en
que la calidad de los trazos dependen del espíritu de quietud del calígrafo, y esto está
estrechamente vinculado a la calidad del zazen. El ideograma ku o mu es uno de los más
representados por llevar implícito la concpción del mundo, en cuanto a que todo lo fenoménico es
vacñio. Sobre la interpretación del Kanji ku, vease el pie de página número 18 (Dôgen, 2002: 54)
230

que esto sea animismo, pues debe entenderse en el mismo sentido de “todos los

seres son naturaleza de Buda”:

Existe la Tierra del Sol, la Tierra del espíritu y la Tierra del Buda. Pero, aunque la
Tierra pueda presentarse bajo innumerables formas, esto no significa que ella no
exista, e incluso hay mundos donde la Tierra es vacío. El Sol la Luna o las estrellas
pueden percibirse de modo diferente según uno sea hombre o ser celestial, y a cada
uno le corresponde su propio punto de vista. Una vez se ha obtenido el Despertar,
se comprende que el espíritu es uno y todo al mismo tiempo. Desde ese momento,
todo se convierte en espíritu. (Dôgen, 2002: 54-55)

De esta manera la perfecta realización desde el punto de vista del espíritu es

la unidad de la comprensión. Podemos llegar a la iluminación por el espíritu

escuchando sonar un bambú, o viendo los colores de una flor, como bien señala

Dôgen en otro fascículo del Shôbôgenzô, el Zuimonki. Pero si no logramos llegar

por esos medios, no es una falta ni del bambú, ni de la flor. Una vez suscitado el

“espíritu del Despertar” (Bodaishin), se debe insistir en aplicarlo en el estudio y la

práctica de los actos cotidianos, pues esa realización es estar en concordancia con

todas las cosas. Así se expresa Dôgen en el Zuimonki:

La voz del bambú resulta maravillosa, pero este no canta por sí mismo, sino que el
sonido se produce gracias al choque con un trozo de teja. Los colores de las flores
son magníficos, pero éstas no se abren solas, sino que es la brisa primaveral la que
las hace abrirse. Exactamente lo mismo sucede en el caso del estudio de la Vía.
(Dôgen, 2002: 55)

De esta forma, en la idea de unidad e interdependencia del cosmos entero,

se puede entender que la realización del espíritu del Despertar pueda ocurrir tanto

en el samsara como en el nirvana. Dôgen en el Shinjin Gakudo señala: “Practicar

la Vía es como dar una voltereta, pues todas las cosas saltan al mismo tiempo”

(Dôgen, 2002: 57). Esto es claro pues el espíritu del Despertar (bodaishin) no

depende del lugar ni del tiempo donde ocurra. Que ocurra en el espíritu

individual, o lo que llama Dôgen, “El espíritu puro en fragmentos” (Dôgen, 2002:

59), significa que cada fragmento de lo real es espíritu puro y se realiza en la


231

totalidad del universo. Finalmente, desde la comprensión de que el mundo “es así”

(en el sentido de ¿Qué es lo que así viene?) salen a relucir las cosas, se despierta

el mundo de los fenómenos mismos. He aquí que entendemos de nuevo en el

Mahayana que la realización de un individuo es la del universo entero. Así dice

entonces el monje Taisen Deshimaru:

Hacer zazen para los demás. Volverse íntimo con el ego. No se trata de
individualismos. Al venir a este doyo32, ayudáis a los demás. Practicar juntos es el
budismo Mahayana. Zazen en sí es Buda. Shu sho ichi nyo. Debemos también
volvernos Buda durante la ceremonia, durante el sutra de las comidas, cuando
comemos la gen mai33. Es el método más elevado para volvernos santos. Todos
nuestros actos pueden tener ese aspecto. Hasta cuando caminamos o trabajamos
podemos ser santos. Si abandonamos todo y no esperamos nada, en ese momento, el
verdadero satori original llena nuestras manos. (Deshimaru, 1991: 47)

Otro tanto podemos comprender si se enfoca la enseñanza y aprendizaje de

la Vía mediante el cuerpo. Sobré qué sería entendido por cuerpo, Dôgen lo aclara

bien desde el principio: “El universo completo de las diez direcciones es el

verdadero cuerpo del hombre y ese permanente vaivén entre la vida y la muerte es

también el verdadero cuerpo del hombre” (Dôgen, 2002: 62). Si el estudio del

dharma precisa claramente lo que es eternamente condicionado dentro del devenir

de lo impermanente, entonces el cuerpo es la mejor expresión de la Vía del Buda,

pues nada más recordatorio de la impermanencia que lo físico o corporal. Este es

el sentido en el que Dôgen establece que el cuerpo surge a partir de la Vía y la Vía

surge a partir del cuerpo. El cuerpo es naturaleza de Buda más allá de lo material;

incluso podemos decir, el cuerpo es naturaleza de Buda por su condición material:

32
“Doyo”o “Dôjô” significa literalmente “lugar de la Vía” o lugar de iluminación. Es el sitio
donde se practica el zazen. Tiene una disposición particular, tanto del espacio como de la manera
para andr dentro; y el altar a la imagen del Buda en el centro.
33
“Gen Mai” se refiere a una sopa de arroz y vegetales cortados en trocitos pequeños que se come
de desayuno en los monasterios zen y en las seisshines o retiros de más de un día
232

El cuerpo del hombre está constituido por los cuatro elementos y por los cinco
agregados. Sin embargo, los elementos y las motas de polvo no pueden ser por
completo comprendidos por el hombre ordinario, puesto que sólo el sabio es capaz
de aprehenderlo gracias al estudio y la práctica (Dôgen, 2002: 65)

Permanencia o impermanencia, realización de la Vía, naturaleza de Buda o

no-naturaleza de Buda, está todo incluido en el mismo concepto de vacío, lo que

sea la materia no es diferente de esto; por eso el budismo de Dôgen estaría muy de

acuerdo con elaboraciones de las ciencias naturales contemporáneas como la

física cuántica o la teoría de los fractales. Ambas tendencias, la científica o la

religiosa, estarían de acuerdo en predicar: “lo que es arriba es como lo que es

abajo”, “lo que es dentro es como lo que es fuera”. Decir que la materia se resume

a una partícula denominada “quantum”, o que en un sistema de representación

multidimensional caótico, una parte sea idéntica al todo del sistema, es tanto como

decir, con Dôgen:

(…) es preciso ser capaz de ver las diez direcciones en un átomo de polvo y de no
confinarlas a un átomo de polvo. Es preciso también construir una sala de monjes y
un pabellón del Buda dentro de un simple átomo de polvo, y el mundo entero en la
sala de los monjes y en el pabellón del Buda. Nosotros los construimos y ellos nos
construyen a nosotros (Dôgen, 2002: 66).

Finalmente, no hay que temer al samsara, o a la impermanencia del cuerpo

en la muerte como contraparte o enemiga de la vida. Hay que evitar, en el camino

de la Vía, todo tipo de dualidad incluso ésta que es tan inherente a los miedos

existenciales del hombre. Dôgen es claro al señalar que la muerte y la vida son

dos caras de una misma moneda: en el interior de una está presente la otra. Vida y

muerte no se obstaculizan entre sí: “la vida es como un ciprés y la muerte como

un hombre de hierro34. Aun en el caso de que un ciprés pueda estorbar a otro

ciprés, nunca ha sucedido todavía que la vida, (…) estorbe a la muerte. (Dôgen,

34
Aquí parece haber una alusión a los caballeros con armadura de samurai
233

2002: 68). De esta manera, cuerpo y espíritu -o mente- forman parte de lo mismo,

ambas son la Vía de Buda, porque ambos son lo mismo. Por eso, acercarse al

mundo es estudiar la Vía, y estudiar la Vía es estudiarse a sí mismo, como unidad

total, pero a la vez es tanto como olvidarse de sí mismo, como unidad individual.

La comprensión de la enseñanza es sólo posible llegando hasta el tuétano, la

médula del significado de un mundo de ausencia de forma y pensamiento:

Desde ese momento, el cielo inmenso y la tierra entera son como una palabra
olvidada o como un estornudo. Las palabras son iguales, los espíritus son iguales,
los fenómenos son iguales. Aunque se da la vida y la muerte en todos los instantes
de la existencia, ignoramos lo que sucederá tras la desaparición de este cuerpo. A
pesar de tal desconocimiento, si os atenéis al espíritu del Despertar, seguro que
avanzaréis sobre la Vía. Él se encuentra aquí y ahora, de ello no existe la menor
duda. Aun en el caso de que dudarais, esa duda también forma parte del espíritu
ordinario. (Dôgen, 2002: 61)

La expresión “llegar al tuétano” o a la “médula de la verdad” es justamente

la que utiliza Dôgen para referirse a la comprensión plena de la Vía del Buda, al

seguimiento de la enseñanza o del dharma fundamental resumido en zazen. En tal

sentido, este monje japonés de la época medieval, puede ser interpretado como

conteniendo en sí el germen de la modernidad, al convertirse en uno de los más

concienzudos críticos de la cultura y del hombre de su tiempo; aun cuando la

crítica la construye desde su experiencia religiosa. Comprender la Vía no es

distinto a realizarla en la práctica. La comprensión práctica que se enfoca y se

confirma desde los medios y las formas de vida del monje o del discípulo laico,

está por encima de la comprensión teórica o doctrinal budista. Así, es típico ver

historias como las del referido sexto patriarca ch’an, Hui-neng –por contar un

ejemplo- quien es considerado uno de los maestros más sabios de la tradición, a

pesar de haber sido analfabeto.


234

Esta temática de la práctica y comprensión de la Vía como crítica

antropológica desde la religiosidad, es planteada por Dôgen en el fascículo Raihai

Tokuzui, que se puede traducir como “prosternarse y llegar al tuétano” o también

como “obtener la médula del maestro abandonando cuerpo y espíritu”35. Es el

vigésimo octavo del Shôbôgenzo y nosotros lo encontramos en el capítulo cuarto

del libro Cuerpo y Espíritu (2002). Este fascículo comienza presentando la

principal interrogante de toda persona que quiere profundizar un camino

espiritual: encontrar un guía o maestro; el cual debe tener características de

sabiduría, ser una gran persona o una persona verdadera, en el sentido de

comprensión de la naturaleza de Buda y su realización. Esto es lo que interpreta

Dôgen como alguien que ha llegado al tuétano, y que bien podría ser un hombre,

una mujer, o un niño: “ellos guían y asisten a los seres sin ocultarles la verdad de

la causalidad y ese maestro puedes ser tu mismo, yo o cualquier otro” (Dôgen,

2002: 73).

La idea de “llegar al tuétano” o “llegar hasta la médula” del maestro, hace

alusión a un pasaje de la vida de Bodhidharma y su discípulo Hui-ko (Eka en

japonés). Según esta historia36, Bodhidharma, ya cerca de su muerte y buscando

sucesor, le preguntó a los cuatro discípulos más adelantados sobre lo que habían

logrado y comprendido en el camino de la Vía. Uno de ellos, Tao Fu, el último en

volverse estudiante de Bodhidharma, contestó primero algo por el estilo: “Yo creo

35
Vid DÔGEN, E. (2003) Shoboguenzo. Rahiai TokuzuiI [on-line] Disponible:
http://zendodigital.iespana.es/shobogenzo%20raihaitokuzui.htm
36
Para la reconstrucción de esta historia, con el detalle necesario, se ha recurrido a varias
bibliografías (muchas de ellas contadas desde los pies de páginas). Pero si se quiere acceder a la
historia general, Vease, además del libro de Antolin, Embid (1974), el sitio: Anónimo (s/f)
Bodhidharma [on line] Disponible: http://www.yinyangperu.com/bodhidharma.htm
235

que las personas no deben solo entender Budismo a través de las palabras, porque

las palabras simplemente son un medio para propagar la verdad”. Una segunda

estudiante, Tsung Chih, conocida también como la monja Dharani, dijo: “Mi

comprensión del Budismo es como el Venerable Ananda, que ve la Pura Tierra

del Buddha: puede verlo sólo una vez, porque una vez es suficiente para traer

esclarecimiento”. El tercer discípulo, Tao Yu, por su parte respondió: “Los cuatro

elementos mayores del mundo y nosotros mismos somos siempre impermanentes.

Así, yo no veo ninguna enseñanza budista”.

Ante estas tres respuestas, el maestro Bodhidharma fue exponiéndole a cada

uno –inmediatamente después de sus respectivas respuestas- lo que consideraba

era el nivel de realización al que habían accedido, según la comprensión de la

enseñanza, con una metáfora sobre su propio cuerpo. Al primero, Tao Fu, le

sonrió y le dijo “has alcanzado mi piel”; a la monja Dharani le dijo “has alcanzado

mi cuerpo”; y al tercero, Tao Yu, le replicó “has alcanzado mis huesos”. Pero

cuando tocó el cuarto discípulo, Hui-Ko, éste no respondió nada, sino que

simplemente se puso de pie, se postró ante Bodhidharma tres veces (en alusión a

las tres joyas o los tres tesoros del budismo), y volvió a su asiento sin proferir una

palabra. Ante esto, el maestro se sonrió y le dijo “has alcanzado mi médula”37.

Con este acontecimiento, Hui-ko (Eka) se convierte en el sucesor de

Bodhidharma. (Cf. Antolin et al., 1974: 82-83)

De tal manera Dôgen, con el recurso de esta metáfora, refuerza las ideas de

practicar abandonando cuerpo y espíritu, y de hecho la figura de Bodhidharma y

37
También ha sido traducido como “has alcanzado mi tuétano” o “el tuétano de mis huesos”
236

Hui-ko son importante38. Llegar al tuétano, en el sentido de un maestro que haya

transitado la Vía, es realizar la práctica en lo que hemos citado, con Deshimaru

(1989), como los siete principios del zen de Dôgen. Se relaciona con Abandonar

cuerpo y espíritu, en la superación de una de las principales dualidades: “Shin jin

ichi nyo. Cuerpo y espíritu son unidad”. Esto, en la conciencia de la naturaleza de

Buda: “Sho butsu ichi nyo. Buda y todos los seres son unidad”; con lo cual se

supera la idea de la iluminación como potencia, como sustancia absoluta,

esperado por una sustancia individual, por eso se puede decir: “Butsu koyo no

homon. Más allá de Dios o de Buda”. De tal manera, el nirvana o iluminación está

en ser ahí en la talidad: “Jiyuyu zanmai. El samadhi de zazen; y ser tal ahí, aquí en

el presente eterno es en zazen, por eso zazen e iluminación son lo mismo: “Shu

sho ichi nyo. Zazen y satori son unidad” – “Shoden no buppo. Zazen es la verdad

más elevada”. He aquí la Vía correcta del Buda, la que debe realizar y encarnar

todo maestro: “Kyo gyo sho itto. La enseñanza y la práctica son unidad”.

La importancia del maestro es fundamental en Dôgen, y esto lo expresa en

diferentes fascículos del Shôbôgenzô como el Hotsubodaishin, o el Eihei shoso

gakûdo yôjinshû; en este caso del Raihai Tokuzui, llega a citar las palabras del

mismo Shakyamuni:

38
Otra historia que refuerza este abandono es la del primer encuentro de Bodhidharma con Hui-
Ko, cuando el segundo se hace discípulo del priomero. Citamos la historia tal cual la cuenta J.
Broughton en su libro Antología del Bodhidharma (2002): “Un monje chino cuarentón –llamado
Shen-kuang- formula una pregunta sobre el maestro y sólo recibe silencio. A fin de demostrar su
sinceridad para buscar la enseñanza del budismo, Shen-kuang se detiene en medio de la nieve de la
intensa nieve nocturna. Como respuesta ante este gesto, el Bodhidharma le pregunta al monje
chino por qué se queda de pie allí, en la nieve, y le informa que él persigue el dharma en un
estrecho marco mental. Shen-kuang, entonces toma una daga y se corta el brazo izquierdo;
cortésmente lo coloca delante del patriarca. El maestro indio acepta esta demostración de
sinceridad y nombra al discípulo chino con el nuevo nombre de Hui-k‟o, que significa algo así
como „su sabiduría funcionará‟” (p. 11)
237

Si encontráis a un maestro que exponga el supremo Despertar, no toméis en


consideración su raza o su casta, su apariencia o su rostro, no critiquéis sus defectos
ni juzguéis su comportamiento. Y ello se debe así porque vosotros veneráis
solamente a esa gran sabiduría (…) Tres veces al día deberéis prosternarte ante ella,
sin dejar que la irritación y el sordo sufrimiento campen dentro de nuestro espíritu.
Si actuáis de este modo, caminaréis sin duda alguna sobre la Vía del Despertar.
(Dôgen, 2002: 75)

Esta es la idea central e interesante de Dôgen en este fascículo y se refiere,

por una parte, a la crítica cultural de identificar la vía religiosa con la

burocratización de la aristocracia. Pero lo más importante tiene que ver con la

muestra de democratización en el seno del budismo, con el reconocimiento del

maestro por su sabiduría y no por su género o estatus social. Así, Dôgen se

afianza sobre todo a criticar el machismo religioso, como es natural imaginarse

que imperaba en esta época medieval asiática:

¿Por qué razón el hombre iba a ser superior a la mujer? El vacío es el vacío y los
cuatro elementos son los cuatro elementos, los cinco agregados son los cinco
agregados. Lo mismo sucede con el hombre y la mujer, y tanto el uno como la otra
pueden alcanzar el Despertar. Por eso es necesario respetar u honrar tanto a uno
como a la otra cuando han obtenido la Ley y dejar de darle más vueltas al asunto.
Éste es el principio de la suprema y maravillosa Vía budista. (Dôgen, 2002: 86)

Aunque la apertura genérica del budismo existe desde los tiempos del

mismo Tathāgata, pues ya había monjas para entonces; se puede decir que la

mayor valoración de la mujer dentro del budismo empieza con Dôgen. Dos

ejemplos importantes se refieren en el Raihai Tokuzui al respecto. Uno, el del

maestro zen Shikan, quien estuvo por mucho tiempo en el templo de la monja

Matsuzan, reconociéndola como su gran mentora en la Vía, junto al monje Rinzai.

Así cita Dôgen las palabras del propio Shikan: “Mi padre Rinzai me dio media

cucharada y mi madre Matsuzan otra media, lo que hace una cucharada entera que

yo bebí, y después de eso ya nunca más volví a tener sed” (Dôgen, 2002: 80). El

otro ejemplo se refiere a la interesante alusión del caso de un erudito budista


238

Tokuzan, quien a pesar de haber escrito sesudas obras sobre lo sutras, logró la

iluminación a través de una conversación con una sabia anciana que era

vendedora ambulante de pasteles de arroz.

Una última observación interesante sobre la visión crítica de la práctica del

budismo en Dôgen, tiene que ver con las consideraciones de renuncia de la vida

monacal y la acostumbrada visión de los votos de castidad, que suelen ver en la

mujer el atormentante e inevitable objeto del deseo y, por ende, elemento de

dispersión de la vida religiosa. Aquí, la precisión del Mahayana gana fuerza, con

la valoración de la vida laical: “Entre los budistas existen numerosos adeptos que

no renuncian a sus familias y viven en pareja; no obstante, son discípulos del

Buda y nadie, sobre la superficie de la tierra o arriba en los cielos, puede

compararse con ellos” (Dôgen, 2002: 92). Lo que rescata de nuevo Dôgen es la

fuerza del espíritu encaminado en la Vía del Buda; pues no apegarse a las cosas o

personas no significa necesariamente abandonar el mundo. Finalmente, esto

último también puede ser un acto de apego al yo, al egoísmo que trata de escapar

de la dimensión relacional inminente del ser humano. De esta manera, para Dôgen

hay que desechar esa idea de que la mujer puede ser objeto del deseo o distracción

del mundo religioso:

En lo que se refiere a las causas y condicionantes del deshonor, el hombre puede ser
un objeto y la mujer puede ser un objeto y lo que no es hombre ni mujer puede ser
también un objeto, como lo son los sueños, las quimeras y las flores del vacío.
Puede suceder que un reflejo sobre el agua o un rayo de sol fueran en su origen
actos impuros. Incluso Dios puede convertirse en objeto, tanto como el demonio
(Dôgen, 2002: 91)

Sobre este punto, ofrece Dôgen el ejemplo de un obstinado monje chino que

hizo votos de no mirar jamás una mujer en esa y el resto de sus sucesivas vidas,

como de seguro era común entre los monjes del Theravada, y quizá también entre
239

algunos del Mahayana. La respuesta de Dôgen al respecto es definitivamente

lapidaria:

(…) aquel que ha hecho voto de no mirar jamás a una mujer ¿debe exceptuar a
todas las mujeres, incluso cuando ha pronunciado el voto de «salvar a todos los
seres vivos, por abominables que puedan ser?» Si se permite rechazar a las mujeres,
nunca llegará a ser verdaderamente un bodhisattva, pues ¿cómo podría alcanzar en
tal caso la benevolencia y compasión propias de los budas? (2002: 92)

Esta respuesta puede perfectamente ser equivalente a los casos de

segregación de cualquier tipo, sean éstos de género, sociales, raciales o

económicos; lo cual deja entrever perfectamente el carácter universal e inclusivo

del mensaje budista. De hecho, aunque este mensaje se refiere fundamentalmente

a la condición sufriente del ser humano, también incluye, como vimos sobre la

naturaleza de Buda, a la dimensión de todos los seres, incluso, no puede superarse

sino desde esta última dimensión.

Entonces, finalmente ¿de qué depende llevar un camino por la Vía de Buda

que esté apegado al “tuétano” o a la médula del maestro? ¿Cómo identificar al

verdadero maestro en la Vía del Buda? ¿Cómo reconocerse dentro de la Vía? Aquí

hay que recordar el concepto de moshutoku “sin espíritu de provecho”. Lo

importante es ser tal lo que somos en el aquí y en el ahora, y eso es posible

durante zazen, dentro del dojo o en la vida cotidiana. No hay manera de

comprender esto, sino a través de la creencia en la práctica, con lo cual destaca

Dôgen, en este sentido, la importancia de la dimensión de fe, dentro del carácter

religioso del zen:

Alcanzar el tuétano y transmitir la Ley es algo que depende ciertamente de una


perfecta sinceridad y de la fe. Nada indica que esta sinceridad y esta fe provengan
de un lugar concreto, del interior o del exterior. Simplemente consisten ambas en
conceder más importancia a la propia Ley que a uno mismo. Cuando uno se aleja
del mundo, debe convertir a la Vía en su propia morada. (Dôgen, 2002: 74)
240

CONCLUSIONES

El placer se vuelve sospechoso desde el momento en


que produce una necesidad insaciable de repetirlo
Matthieu Ricard

Llegado al final de un escalón en una investigación, se requiere siempre de

un recogimiento reflexivo sobre lo que se ha podido obtener, y - digamos en

términos académicos y lógicos- concluir. Tratando igualmente de observar que

lejos de agotarse las temáticas planteadas en esta propuesta, bien se abren las

puertas para una mayor profundización.

El problema de lo humano, en el sentido de una antropología filosófica,

bien puede ser verdaderamente iluminado por la vertiente de la fenomenología,

por un lado, y los estudios de la religión por el otro. Es posible decir que desde

que el hombre es tal, esto es, desde que es conformado como un ente particular de

su estar en el mundo; debe enfrentarse con situaciones y realidades claves acerca

de sí mismo y su entrono. Precisamente, una de las más inmediatas y

fundamentales de estas situaciones, tiene que ver con su propia finitud y su

condición relacional. La finitud, en sus formas de temporalidad y espacio, hace

del hombre un ser ontológicamente carente, aunque epistemológicamente dotado.

Esto quiere decir que mientras su capacidad de comprensión crece, en igual

talante, lo hace su necesidad de volverse duradero, ya sea en el sentido de vivir

más para disfrutar del abanico de posibilidades que la vida la abre como opciones;

ya sea para dejar su huella plasmada en la historia y en el renombre de logros

humanos.
241

Sin embargo, antes de caer en cuenta de su finitud ante la muerte, el hombre

se encuentra frente a otro imperativo existencial, más inmediato quizá; y que

también está ampliamente relacionado con su condición ontológicamente carente:

es un ser de relaciones. Primero necesita relacionarse con el otro ser humano

particular e igual en diferentes términos; seguidamente, con un conjunto de seres

que tienen características similares y con las cuales puede sentirse identificado y

perteneciente; y, finalmente, necesita relacionarse con todo aquello que está más

allá de sí mismo, con la sensación de que algo le trasciende.

En resumidas cuentas, si algo podríamos decir sobre el hombre, tendríamos

que incluir criterios de definición y explicación en estos dos términos. Sobre todo

el último punto llamó más la atención en esta investigación. El puesto que el

hombre ocupa en el cosmos (como sugestivamente señalaba Max Scheler) es algo

que le preocupa desde que ha pasado de ser homínido a homo sapiens. Esto lo

verifican diferentes hallazgos antropológicos y arqueológicos, tanto por lo que

queda de indicios materiales, como por los indicios escritos de diferentes culturas.

Así entendemos entonces una dimensión importante de lo que podríamos llamar

esencia humana (si es que puede decirse que exista tal cosa), que es posible

identificar, más allá de la racionalidad o el pensamiento, con la del homo

religiosus.

En este trabajo llegamos a encontramos con una particular forma de ser,

experimentar y hasta pensar en el ser humano que está referida a su relación con

lo “sagrado”, como lo que sobrepasa el sentido y significado del mundo inmediato

y cotidiano. Lo sagrado fue definido con Eliade como aquello que, aunque

significativamente trascendente, se ubica o define en el ámbito de lo “profano”, es


242

decir, lo humano. Pero vimos que lo sagrado no sólo dota de sentido lo humano,

sino que le brinda una estructura ontológica, un espacio en el mundo. Por esto,

pudimos atestiguar la apertura de una concepción antropológica que,

definitivamente, no es científica ni estrictamente cultural y que está basada en la

forma de repensar la “religación” en ese específico sentido de relacionalidad

humana.

En forma sintética podemos aventurarnos a creer que incluso el

pensamiento y la creencia religiosa (cada una en su forma dogmática cultural e

histórica) puede perfectamente responder aquellas preguntas que Kant propuso

como punto de partida a una filosofía de tipo universal: ¿Qué puedo saber?, ¿qué

debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre? Sobre todo la última, que

no sólo engloba las otras, sino que significa la más importante y trascendente para

toda religión.

Llegamos a hablar en términos de una posible antropología filosófica desde

los estudios de la religión. Pero para allanar mejor esto, necesitábamos de un

método claro y preciso, que además fuese lo suficientemente abierto desde un

punto de vista epistémico y vivencial; planteado desde la originalidad de la

experiencia humana. En tal sentido, luego de pasear, estudiar y entender las

diferentes tendencias de los estudios de la religión, y valorando sus justas

medidas, de realizaciones que han dejado comprensión del hecho religioso en

particular y del hecho humano en general, encontramos como más cercano la

fenomenología.

La fenomenología de la religión es una metodología abierta, cuidadosa y

precisa en la medida en que permite la suspensión de juicios epistémicos o


243

valorativos en favor de una epojé que permita acceder a la esencia (entiéndase lo

común y persistente) del fenómeno religioso humano. Justamente por sus

características de respeto e integridad metodológica ante un objeto iluminado por

la intención subjetual, consideramos aplicarla al estudio de una religión tan

alejada, pero a la vez tan atractiva a la tradición cultural de occidente como el

budismo, específicamente en su manifestación japonesa, el zen. Al respecto, es

importante recoger algunos de los descubrimientos que esta intentio hacia la

historia, doctrina y reflexiones filosóficas del budismo, pudimos acceder como

conclusiones posteriores a la necesaria epojé de sus formas religiosas.

Como recuerda el Monje Piyadasi Thera, se puede decir que en el budismo,

así como ocurre con el resto de las religiones, se persigue una misma y necesaria

intensión frente a la naturaleza humana: aclarar el misterio de la existencia en lo

concerniente al ser para acceder a la libertad plena del devenir constante. Sobre lo

que nos hemos percatado, el budismo no se vale de fuerzas exteriores o

trascendentes para llegar al fondo de la existencia religiosa. En tal sentido, la

trascendencia planteada está en un reconocimiento de lo sagrado que hay en el

hombre, como parte integrante del “ser así” de todo cuanto existe; dentro de la

generación condicionada e impermanente del samasara. Así, en el budismo,

jamás se habla de un Dios personal, trascendente o eterno. Desde el punto de vista

antropológico, no existe el concepto de creación ni de revelación de la palabra.

Éstas son parte de las características que han planteado el problema de si el

budismo es una religión o una filosofía, lo cual no es disputable para el budista,

pues la definición conceptual es entendida como una forma del apego a los

sentidos.
244

Lo importante de la práctica y la creencia del budismo, está en lo estipulado

en las cuatro nobles verdades, referidas al sufrimiento generado por el apego a las

cosas del mundo, siendo que todas sin excepción (y allí, recordemos, debemos

incluirnos los seres humanos como existentes del mundo) son impermanentes.

Así, el deseo y la avidez no sólo son dañinos en el orden de nuestra existencia,

generando apegos que terminan convirtiéndose en sufrimiento; sino que además

están basados en una falsa idea de la existencia de sustancias imperecederas. Por

eso, la propuesta del budismo no sólo será ampliar el margen de comprensión de

las verdades intrínsecas al devenir, sino brindar una propuesta ética de

comportamiento basada en el Noble Óctuple Sendero, que se refiere a una

observancia de los actos, siguiendo los principios del camino del medio que

debería regir nuestro sentido común. Lo que se entreve, es no sólo el respeto a los

otros seres humanos, sino a todo ser existente, en el reconocimiento de una

dimensión común en el universo entero: el cambio constante. Esto último lo

hemos visto claramente expresado en la idea deshomocéntrica de la naturaleza de

Buda, expresada en el Busshô de Eihei Dôgen, sin embargo, queda abierta la

posibilidad de investigar más acerca de las definiciones de una propuesta ética

dentro del budismo.

Otro punto importante se relaciona con la inexistencia de sustancia en la

progresiva cesación del yo -del ego- basado en la falsa creencia del alma. En tal

sentido, se habla en el budismo de la dimensión del ser-no-ser como unidad. Las

diferentes manifestaciones individuales de vida e incluso la materia inorgánica,

siguen el mismo proceso del karma hasta poder llegar a la máxima conciencia de

extinción del sufrimiento y acabar con la rueda de renacimientos. El nirvana o


245

iluminación rompe con la rueda de renacimientos y permite integrarse al cosmos,

la unidad fundamental, sin necesidad de definición individual.

Pero esto no necesariamente es una idea de trascendencia, al menos no en

sentido tradicional. Interpretaciones heterodoxas como las del Mahayana (y en

este caso específico el zen), defenderán que esa conciencia plena es igual al

samsara, y que la comprensión de nuestra capacidad de iluminación es igual a

identificarse con el resto de los seres. En este sentido valdría la pena una futura

investigación que revise la idea de lo sagrado realizado en lo profanos de Eliade,

frente a la concepción de “todos los seres son naturaleza de Buda” en Dôgen.

Finalmente, hemos visto con Dôgen que el nirvana o iluminación, está muy

lejos de acercarse a una concepción de la gracia o redención. La redención en

sentido budista es la liberación del sufrimiento, y esta liberación es posible

procurando la extinción de las apetencias. Más específicamente en el sôto zen de

Dôgen, la liberación es comprensión de la impermanencia, en una dimensión de

ser-no-ser, más allá de la simple generación-extinción propia de los seres

biológicos. Así, no hay redención, porque la iluminación o budeidad (naturaleza

de Buda) no es una potencia o una realidad que sobrevenga por méritos o

comportamientos de ningún tipo. La budeidad es acto completo en el presente

eterno y se manifiesta en la meditación sentada, el shikantanza o zazen (atención –

observación).

La Vía del zazen implica un perfeccionamiento de la conciencia y acción

humana, en la unidad de cuerpo y espíritu, asumiendo el vacío de las formas

mentales y corporales. La conciencia búdica es actuar como talidad en el aquí y el

ahora, en el respeto de la talidad de todo lo demás dentro del universo. Esto hace
246

que el fruto del samadhi, del dharma Buddha de zazen se extienda al espíritu

humano hasta las acciones cotidianas. El jesuita y monje zen Enomiya Lassalle

(1981) resume muy bien este punto:

Porque en la filosofía budista la realidad última no es el ser sino el ser-así. En este


sentido cabe decir que «la realidad última carece de realidad». Expresado en forma
negativa el ser-así es el «vacío» en el que se excluye todo tipo de estado y de
circunstancialidad. Ese «vacío» es la idea fundamental de la filosofía budista. Sin
embargo no es la nada absolutamente negativa, sino el vacío en el sentido de estar
libre de todo condicionamiento y circunstancialidad. El vacío en este sentido es el
absoluto al que han de volver todas las cosas. De esta forma se opera la redención.
(Lasalle, 1981: 12)

Finalmente, ser ahí en “talidad” es asumir el modo de ser en un nivel de

conciencia conforme al cosmos. La práctica del dharma debe hacerse “sin espíritu

de provecho” (moshutoku), sin esperar nada a cambio, así como no esperamos

nada por el hecho de ser lo que somos. No obstante, hay que reconocer en la

práctica, la importancia de la conciencia y la fuerza interior del hombre para

“religarse”. Esa religación en la realidad del aquí y el ahora es reconocida desde la

fuerza o capacidad que proveen las diferentes prácticas de meditación. Práctica

que se comparte entre lo intuitivo y no cognitivo.

La intelectualidad y el conocimiento pueden llegar a ser manifestación del

deseo que apega al mundo fenoménico, al mundo sin sustancia. Aunque el

pensamiento no es negado de lleno en el budismo, la forma de meditación en

zazen es un estar conciente y atento al aquí y ahora, en hishiryo (estado de no-

mente). No se niega el conocimiento, se deja pasar como toda preocupación,

sentimiento o emoción para no apegarse a ninguno en específico y concentrarse

plenamente en la talidad.

Hay casos de manifestaciones religiosas donde el vacío de la conciencia es

un previo para ejecutar la meditación temática. El uso de la intuición libera de los


247

prejuicios y el espíritu humano puede estar más atento y concentrado en las

verdades trascendentes reveladas. En este orden de ideas se abre otro compás de

investigación, que era difícil cubrir en este trabajo, y que tiene que ver con las

posibilidades epistemológicas de esos estados de conciencia y su posible relación

con la fenomenología. La práctica de la meditación budista no exige creencia

doctrinal de ningún tipo, ni siquiera del budismo; por eso puede ser practicado por

cualquier persona, incluso como preparación interior para deslastrarse de todo

prejuicio, de toda precomprensión, de toda sed o apego, pasionalidad o miedo;

para recibir con pureza la naturaleza de lo sagrado.

En fin, lo que hemos podido evidenciar en este trabajo es la intención

fundamental de las enseñanzas budistas en la emancipación total del hombre a

través de su conciencia. Lo contrario, la ignorancia de la avidez tiene efectos

directos contra la ecuanimidad y disminuye la práctica de la compasión propias

del bodhisattva. Esto crea el caldo de cultivo para crear sentimientos de egolatría,

odio, cólera, resentimiento, sufrimiento, etc.; que finalmente logran alejar al

hombre de cualquier esencia, presencia o actitud “divina” de su propia naturaleza.


248

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