Está en la página 1de 118

1

Alejandro Molinari

Todo irá bien


Cortesía de San Marcos en la celebración de su 50 aniversario
“Todo irá bien” es el título del nuevo libro de cuentos de
Alejandro Molinari. Estos cinco cuentos tienen un hilo que los
une: se mueven en salas de cine, donde se proyectan filmes. ¿En
dónde está la historia? ¿En lo que sucede en la pantalla o en la
vida real? ¿Qué es lo más real de los dos mundos?

Como nos tiene acostumbrados, Molinari vuelve a


brindarnos una lectura amena, una lectura que se sale del cauce
normal y nos sorprende. Lectura muy recomendable.
Índice
De película Pág. 7

Todo irá bien Pág. 31

Nombres para usar en isla Pág. 54

Un muerto para la vida Pág. 80

Nunca se sabe Pág. 96

Sobre el autor Pág. 116


De película

Pedro entró a la sala cinematográfica para resguardase de un aguacero que lo


atrapó en la calle. Antes había estado en el Palacio de Bellas Artes, donde acudió
a la presentación del libro de Fernando (Fernandito, diría su mamá), su amigo
de infancia, al que tenía dieciocho años de no ver, dieciocho años en que él
permaneció en el pueblo y Fernando se convirtió en un gran escritor. Cuando
Pedro se enteró, en el noticiario cultural televisivo, que su amigo presentaría su
más reciente novela, hizo el esfuerzo de viajar desde Chiapas con gran emoción,
sólo para frustrarse por el frío recibimiento de Fernando. Cuando, molesto,
salió de Bellas Artes, eran las siete y media de la noche. Mientras caminaba
por una calle cercana a la Alameda se soltó el aguacero, Pedro se resguardó
en el vestíbulo de lo que resultó ser una sala cinematográfica de las antiguas.
El aguacero era intenso. Por esto entró a la sala. Cuando entró, la película

7
Todo irá bien

ya había empezado. Pedro esperó un rato en el pasillo, mientras sus ojos se


acostumbraban a esa penumbra, y luego se sentó. Había pocos espectadores. La
sala olía a humedad. Sintió asco cuando imaginó que la alfombra de los pasillos
estaba llena de ácaros. Se quitó la chamarra mojada y la colocó en el respaldo
de la butaca de enfrente. Se acomodó en la butaca y vio la pantalla. Era una
película en blanco y negro.

Esa misma mañana, después de salir del aeropuerto y subir al taxi que
lo llevó al hotel, al bajar la maleta, Pedro chocó con una chica (Norma) que
salía apresurada del hotel. La historia de Norma era muy sencilla, vivía con
Alonso (su pareja desde hacía dos años con dos meses). Ella pagaba la renta del
departamento. Su papá había muerto tres años antes y le había dejado una buena
cantidad de dinero a plazo fijo en el banco, cuyos intereses le permitían vivir
sin ahogos. Por las mañanas, de lunes a viernes, ella iba al gimnasio y, después
de comida, iba a clases de actuación, mientras Alonso continuaba en el trabajo;
algunas tardes, ella y Alonso iban al cine (eran cinéfilos de hueso colorado). Un
día, Norma conoció a un chico universitario, estudiante de ingeniería, con gran
pasión por el teatro. Él se llamaba Isaac. El trato frecuente los llevó a desayunar
juntos una mañana y, tiempo después, a entrar al hotel, hotel que estaba frente
al edificio donde vivía Norma y que fue el mismo hotel que eligió Pedro. Norma
había contratado una habitación por mes, donde Isaac la esperaba cada vez
que se ponían de acuerdo. Cuando se citaban, ella vestía un traje de jogging,
se subía la capucha para que nadie la reconociera, bajaba de su departamento
y se reunía con Isaac en el cuarto 511. Isaac le preguntaba si no era un riesgo
que se vieran en un hotel justo frente a su departamento. Ella aseguraba que no
había de qué preocuparse. Alonso, a pesar de que la celaba, siempre estaba en

8
De película

la oficina, al otro lado de la ciudad.

En la pantalla apareció una muchacha con suéter rojo, cabello lacio y


sombra debajo de los ojos, sombra que hacía resaltar su mirada, como si fuese la
de un animal en medio de la noche. La muchacha de rojo vio hacia la cámara y
dijo: “Es la una con dos de la madrugada”. A Pedro le sonó como si una locutora
de radio diera la hora. En cuanto lo dijo, la muchacha de rojo dio la espalda a la
cámara y caminó hacia una ventana, en la que se veía el reflejo de un anuncio
luminoso que decía Hotel. Pedro, en acto reflejo, vio la hora en su reloj: eran las
ocho y dos de la noche.

Esa mañana, Alonso, después del desayuno, se despidió de Norma con un


beso. Le dijo que, por la tarde, tenía una reunión extraordinaria en la oficina,
la esperaba una hora después de lo acostumbrado, para ir al cine, a la función
de las siete. Esa noche, en el cine que frecuentaban, estaba programada la cinta
“El resplandor”, de Stanley Kubrick. La habían visto tres veces, no se cansaban
de verla. Alonso cerró la puerta del departamento del quinto piso y bajó por las
escaleras, paró un taxi y le pidió al taxista lo llevara a su oficina de Santa Fe.

En la película llovía. La cámara mostró el edificio donde, en el quinto piso,


estaba el departamento de la muchacha de rojo. El anuncio del hotel iluminaba
el departamento en forma intermitente. Pedro pensó en la molestia de dormir
con el aleteo discontinuo de ese pájaro luminoso. También pensó que la película
era muy sosa.

Buen día. ¿Tiene servicio hoy?, preguntó la mujer. El hombre respondió:

9
Todo irá bien

Sí, el pan está recién salido, calientito. La mujer dijo: Ah, gracias, paso al rato por
unos bimbollos, y colgó. Ambos colgaron. Sus diálogos siempre eran breves. En
el registro de los contactos de Norma aparecía el nombre de una panadería, y
en el de Isaac el de una florería. Cuando se llamaban no mencionaban nombres
que los comprometieran. Las frases melosas las reservaban para el momento en
que estaban juntos. Jamás se enviaban mensajes.

Esa mañana, Norma vistió el traje azul, con franjas amarillas, que le
había regalado Alonso el día de su cumpleaños más reciente. Bajó, se colocó
la capucha, echó a correr por la acera y al llegar a la esquina, cruzó y corrió
por la acera del frente de su edificio y cuando llegó a la puerta del hotel entró,
cruzó el pequeño vestíbulo y caminó por el pasillo hasta llegar al fondo, donde
estaba el elevador. Al salir del elevador, fue hasta el cuarto y tocó tres veces, con
toquidos casi inaudibles. La puerta, como siempre, estaba abierta, ella empujó
y la cerró por dentro. La televisión estaba prendida con sonido apagado, en un
canal de películas XXX. Isaac estaba completamente desnudo sobre la cama, se
acariciaba el pene. Ella se acercó a la cama. Así se excitaban.

La muchacha de rojo se acercó a la ventana y vio la calle desolada. Llovía sin


interrupción. En los charcos, los reflejos de las lámparas eran como luciérnagas
ahogadas.

¡Qué película tan cansada!, pensó Pedro. Había pasado más de tres
minutos sin acción alguna. De nuevo, la chica de rojo regresó al centro de la
estancia. El vestido entallado mostraba que la chica poseía una grupa como
las de las cubanas, pero pechos pequeños, como nidos de colibrí. Pedro pensó

10
De película

que era raro que toda la película fuera en blanco y negro y el vestido de la chica
apareciera en rojo. Jamás había visto una cinta semejante. Había visto fotografías
en la pantalla de la computadora, modificadas con alguna aplicación para darle
color a una persona y dejar lo demás en blanco y negro, pero jamás había visto
algo semejante en cine con una película vieja, porque se veía que la película
era vieja, tal vez de los años sesenta, y era francesa, de la Nueva Ola, porque
el ritmo era lento, lentísimo. ¡Qué desesperante! Pedro pensó abandonar la
sala. La Ciudad de México lo había recibido mal: su amigo Fernando lo había
ignorado, la cinta era malísima y el cielo lo trató como trapo sucio. Pasó su
mano sobre la chamarra, seguía mojada. No soportaría más. La chica de rojo
revisaba algunos libros, nada decía. ¡Qué cinta tan tonta!, pensó Pedro, tomó
la chamarra que aún chorreaba agua y la dobló en su brazo. Todavía esperó un
rato en el pasillo, vio la pantalla: la chica de rojo tiraba libros en un basurero
y gritaba como loca: “¡Es la una con dos de la madrugada!” Pedro no aguantó
más, caminó hacia la salida. ¿Cómo era posible que siguiera siendo la misma
hora? ¿En esa película no transcurría el tiempo? ¡Qué absurdo! Por un instinto,
igual de absurdo vio la hora en su reloj, ya eran las ocho con treinta y dos. ¡Vaya,
menos mal!, pensó, acá el tiempo es normal; salió al vestíbulo lleno de luces.
Ya había pasado el aguacero, apenas chispeaba. Pedro vio que enfrente había
un bar, decidió entrar, caminó saltando uno que otro charco, cruzó la calle y
entró. Se sentó frente a la barra, dejó la chamarra en el asiento de lado y pidió
un güisqui sin soda ni hielos, le haría bien, le ayudaría a calentar su cuerpo y
su estado de ánimo. ¡Qué película tan tonta!, pensó. Sí, sin duda era de los años
sesenta y era francesa. Tomó un sorbo generoso, sintió cómo el alcohol prendió
una flama en su interior. Su cuerpo se llenó de un calor de fogón a medio apagar.
Dio un vistazo, había un templete con un piano y en la sala mesas con sillas de

11
Todo irá bien

fierro forjado; vio una pareja en una mesa al fondo: él tenía una mano sobre
la de ella, no la acariciaba, la tenía como atrapada. Recordó la fotografía de su
casa, colgada en la pared de la sala, también en blanco y negro, en la que sus
papás estaban en un café de Veracruz. Ellos sonreían, con las cabezas unidas,
veían directamente a la cámara, la mano de su papá estaba sobre la mano de su
mamá, era un recuerdo de su luna de miel. Encima de ellos había un ventilador
de aspas, que (siempre lo había pensado) tal vez estaba descompuesto, porque
ellos sudaban, unas gotas de sudor caían de sus rostros, y en el escote de su
mamá (recién casada, joven, linda) se veían unas gotas que caían y se ocultaban
en medio de sus pechos, generosos.

Tomó el resto del güisqui y pidió otro. Se sentía bien. Pensó: ¡Qué bueno
que no seguí viendo la película boba! En el café se sentía mejor. Vio su reloj.
Ya eran las nueve con treinta y dos. ¡Una hora! ¡Qué rápido pasa el tiempo!,
pensó. Los tragos le habían hecho olvidar el mal rato de la presentación del
libro y de la película. En la calle transitaban pocos autos, y pocas personas, con
impermeables, con portafolios de cuero, con paraguas, apuraban el paso para
ir hacia el Metro o tomar el autobús o llegar al estacionamiento donde habían
dejado el auto. Nadie más había entrado al bar. Era un miércoles de junio y el
aguacero torrencial había empujado a la gente a sus casas, desde temprano. Si
hubiese sido viernes, tal vez el local estaría lleno, y la rocola que había al lado
de los sanitarios estuviese tocando alguna canción de Luis Miguel o de Joaquín
Sabina. Sonrió. Pensó que con Sabina daban las doce, la una, las dos y las tres,
y en la película el tiempo estaba detenido. ¡Un absurdo! El tiempo jamás se
detenía, pensó, y lo corroboró en el reloj de pared que estaba sobre la entrada
del bar.

12
De película

Ella se descalzó, se quitó la sudadera, la playera, y dejó a la vista de él el


par de pechitos que eran como capullos cerrados. Se detuvo frente a la cama,
se quitó el pantalón, el calzoncito rojo y dejó al descubierto su entrepierna
perfectamente rasurada. Se llevó un dedo a la boca y lo bajó por en medio de
sus pechos. “¿Te gusta?”, preguntó. Isaac, como respuesta, cogió su pene erecto.

La pareja del bar se levantó. Pedro vio que ella vestía una blusa negra con
la clásica lengua rojísima de los Rolling Stones, sus pechos eran tan soberbios
que la lengua parecía crecer en la línea divisoria. Pensó de nuevo en la fotografía
donde aparecía su mamá, con su vestido escotado, con la cadena con una
medalla de oro, besando la línea donde sus pechos mostraban su parte superior,
donde el sudor era una mano húmeda que la acariciaba.

Pidió el último güisqui, pensó que, al día siguiente, en el Duty Free del
aeropuerto compraría algún recuerdo para llevarle a su mamá. Mi viejita, pensó
Pedro, y la pensó en el momento que eran las diez con dos; la pensó a esa hora,
en la casa chiapaneca, sentada en el borde de su cama, con pantuflas y con un
chal encima de su espalda, rezando a todos los santos y pidiendo por la raza
humana (nunca estaban incluidos los animales. No le gustaban. Era una buena
católica. Jamás tuvo ni siquiera el canario que alimenta la soledad de las viejas
del mundo. Ella decía que era una estupidez gastar dinero en alpiste; todas
las mañanas colocaba un plato con comida en el balcón, para algún eventual
humano pordiosero.) Pedía, sin duda, en primer lugar, por él, su pichito. Lo
había hecho desde siempre. ¿Qué sería bueno llevarle como recuerdo de este
viaje a la Ciudad de México? Ella había vivido varios años en esta ciudad, hasta

13
Todo irá bien

que se enamoró y viajó a Chiapas, tierra del novio. Allá soportó el rompimiento
con los lazos familiares que sólo eran unidos con pegamento aguado cada que
ella viajaba a la ciudad para visitar a sus papás, viajes que se fueron haciendo
cada vez más lejanos y se suspendieron el día que ellos fallecieron en aquel
accidente de tren que conmocionó a toda la república. ¿Qué llevarle, que le
resultara agradable y que no le hincara clavos en el recuerdo? Algo que no
tenga relación con esta ciudad, pensó Pedro. No podía llevarle una imagen de la
Virgen de Guadalupe, ¡no! Pensó comprarle una bolsa de café de altura, café de
exportación de Chiapas. ¡Sí, eso haría! Si no podía comprarlo en el aeropuerto
de la Ciudad de México, porque el tiempo es inclemente (vio su reloj y vio que
ya eran las once con dos. El mesero estaba recargado al final de la barra, y, con
desánimo, veía su celular), lo compraría al llegar, en la tienda de artesanías, del
aeropuerto de Chiapa de Corzo. Alzó la mano, escribió en el aire para pedir
la cuenta y vio su cara en el espejo que abarcaba toda la pared de la barra. Ya
no había rastros de la mojada que se había dado y que fue la causa para entrar
al cine. Cuando el aguacero cayó, él se resguardó en el vestíbulo y, en forma
automática, pidió un boleto y entró a la sala, sin fijarse qué película exhibían.
Hizo una mueca de fastidio cuando recordó la película. Pensó que, al llegar a su
hotel, buscaría en Youtube. Tenía pocos datos, casi era improbable hallar algún
comentario de un crítico cinematográfico, pero en caso de hallar algo estaba
seguro de que coincidirían con su opinión: Era una película aburridísima. ¿Por
qué la chica de rojo sólo hablaba para decir esa tontería de: “Es la una con dos
de la madrugada”? ¡Simbolismos estúpidos!

–¡Apúrate! ¡A las dos viene la delegación japonesa!

14
De película

Su jefe le tronó los dedos y Alonso bajó las escaleras corriendo. Había
olvidado el folder con los documentos para la firma en la mesa del comedor.
Detuvo un taxi, le indicó la dirección al taxista, sacó el celular y checó los mensajes.
Pensó que lo mejor hubiera sido llamar a Norma y pedirle que prendiera su
computadora, buscara el archivo y se lo enviara, pero eso implicaba revelarle su
contraseña. No era conveniente. Tal vez hubiera sido mejor llamarle a Norma
para que, en un taxi, le llevara el folder, pero ya era demasiado tarde.

–Servido –dijo el taxista y agregó el costo del servicio. Alonso metió la


mano en la bolsa del pantalón para sacar la cartera, cuando vio que Norma salía
del hotel. La reconoció de inmediato, aunque ella llevara puesta la capucha.
Sintió una punzada en la boca del estómago. ¿Qué hacía Norma ahí?

El taxista repitió el costo. Alonso colocó su brazo en la parte posterior del


asiento y vio a Norma correr por la banqueta del hotel, como si fuera una de
esas chicas inocentes que practican jogging durante las mañanas, pero la había
visto ¡salir del hotel! Sacó un billete, se lo dio al taxista, abrió la puerta del auto
y bajó. Tuvo la intención de correr, de seguir a Norma, de increparla, de olerla.
Sabía que olería a semen. Lo sabía. Pero, en lugar de ir tras ella caminó en forma
lenta y entró al bar que estaba cerca del departamento, se sentó frente a la barra y
pidió un güisqui. En los últimos tiempos, Alonso había visto comportamientos
raros en Norma. Los celos, sin abrir la ventana, se azotaron contra el cristal
cerrado. Ahora, Alonso tenía razones para asegurar que Norma lo engañaba.
Sintió que su rostro se enrojeció. Pensó que en su espíritu también crecía una
brasa ardiente.

15
Todo irá bien

Pagó y salió. Su hotel estaba a cuatro cuadras. Caminó en medio de


botes llenos de basura, olía a podrido. El agua había fortalecido la peste a perro
muerto. En la esquina se topó con una chica con minifalda, medias negras y
escote que dejaba ver gran parte de sus pechos enormes. “Te hago lo que quieras,
papito”, dijo la chica, y puso las dos manos sobre las bases de sus pechos y los
alzó. Él sonrió y negó con la cabeza. Apuró el paso. Recordó los pechos de su
madre, soberbios, únicos. Vio salir a cuatro hombres de un bar, con paredes
escarapeladas y llenas de anuncios de papel. Los cuatro hombres se abrazaron,
cantaron, ocupando toda la banqueta. Caminaron como si fueran olas, yendo
de un lado para otro. Él cruzó la calle y caminó de prisa. Se sentía inseguro en
la gran ciudad. Deseó que ya fueran las seis de la mañana, para abordar un taxi,
llegar al aeropuerto y viajar de regreso a su tierra. Le faltaban sólo dos cuadras
para llegar al hotel. El anuncio luminoso se parecía al que había visto en el
cine. Tenía una cinta de luces que parpadeaban con intermitencia. Al llegar a
la siguiente esquina se topó con un puesto de tacos. Los dos clientes, sentados
en bancos de madera, movían sus manos en señal de que se habían enchilado,
uno exigía un refresco, mientras el otro abría la boca y hacía gestos en su cara
enrojecida. Estaban debajo de un toldo iluminado con un foco que apenas daba
luz. Entró al hotel. Pidió la llave: “La quinientos doce, por favor”, y cuando la
recibió, quiso averiguar si alguien había preguntado por él. El empleado del
hotel, con la camisa blanca manchada de mango, revisó la libreta y dijo que no,
que nadie había preguntado por el señor. ¿Quién iba a preguntar por él si nadie
sabía que estaba hospedado ahí? Además, ahora todo mundo llama al celular.
Pedro entró al cuarto, prendió la luz y se sentó en un sofá.

A su viejecita le había llamado con frecuencia desde que llegó a la Ciudad

16
De película

de México para que estuviera tranquila. Se molestó consigo mismo, albergaba


una esperanza vana de que su amigo escritor hubiese llamado, pero se molestó,
por la imposibilidad de tal supuesto. Antes de entrar al cine, había hecho una
llamada a su viejecita y le había deseado buena noche. Ella le había contado
que su primo Joaquín (Joaquincito le decía ella) estaba en la casa, le dijo que
ahí dormiría. Pedro había recibido la noticia con agrado. Le tranquilizaba saber
que su viejecita no estaría sola. Mañana, que regresara a casa, a la hora que
abriera la puerta y se quitara la chamarra (¡Mierda! La dejó olvidada en el bar.)
y entrara a la sala, la hallaría ya sola de nuevo, bordando. Ella diría:

–¡Qué bueno que ya volviste!

Y dejaría el bordado en la mesita y lo llamaría, mientras se abría la blusa


y, con su mano derecha, sacaba uno de sus pechos, seco, con estrías, entumido,
y le diría:

–Tomá tu leche, pichito.

Y él se hincaría y, amoroso, colocaría sus labios en el pezón de pasa y


succionaría. Y mientras él mamaba, ella preguntaría:

–¿Y cómo te fue? ¿Se alegró Fernandito al verte?

Y él dejaría la mama y colocaría su cabeza sobre el regazo de su viejita y


contaría:

17
Todo irá bien

–Me fue bien, viejita. ¡No, no, mentira no me fue bien! Vi una película
francesa muy cansada.

Y le contaría lo de la lluvia intempestiva y cómo (no se lo explicaba aún)


apareció un viejo cine, de los de antes, y compró un boleto en la taquilla que
estaba al lado de la calle, como en las salas cinematográficas de antaño.

–Y Fernandito, ¿se alegró al verte?

Y contaría que había llegado media hora antes de las seis al Palacio de
Bellas Artes:

–Como me platicaste, es un edificio hermoso. Subí por los escalones de


mármol y vi un mural de Tamayo, bien bonito, sentí que una cascada de colores
se me vino encima. Por eso valió la pena el viaje.

Y la mamá insistiría:

–¿Y Fernandito? ¿Qué te dijo?

Y Pedro contaría:

–Al cuarto para las seis bajé al vestíbulo y pregunté en dónde estaba la
Sala Adamo Boari. Una señorita, con traje sastre, azul, señaló con su mano,
pero luego me tomó del brazo y me condujo. Me preguntó si era de provincia y
dije que sí, de Chiapas, ella dijo que se notaba y sonrió. Cuando nos detuvimos,

18
De película

la señorita, como si fuese un torero, movió su mano derecha y me dijo: “Acá


está la sala. Bienvenido.”

–¿Y Fernandito?

–Ya había gente. Me senté hasta atrás, para que cuando Fernando entrara
me viera. Y así fue, a la hora que Fernando, vestido con traje gris, con dos libros
bajo el brazo, entró a la sala me paré frente a él, abrí los brazos y le dije: Soy
Pedro. Sonrió y comentó a su acompañante: “Es El Tzucumo”, ambos rieron y
siguieron su camino hasta sentarse en la mesa de honor. Luego supe que ella era
una escritora también. Como estaba hasta atrás pocos se dieron cuenta que me
quedé con los brazos abiertos.

–¿Viste? ¡Fernandito te reconoció! Tal vez en alguna de sus próximas


novelas aparezcás como personaje. ¡Ah, Fernandito, tan lindo siempre!

–Me quedé al final, esperando que en la firma de libros me dijera algo


más, algo que indicara que valoraba que hubiera yo volado desde Chiapas,
especialmente para la presentación de su novela. Compré el libro e hice fila y
cuando tocó mi turno sonreí y coloqué mi mano sobre su hombro, pero él se
replegó en la silla, de tal forma que mi mano se quedó en el vacío. Tomó mi
ejemplar y escribió: “Para El Tzucumo”, puso su firma y me entregó el libro. Me
ignoró y platicó con la mujer que venía detrás de mí.

–¡Ah, Fernandito, siempre tan callado! ¿Te dijo si vendrá algún día a
vernos?

19
Todo irá bien

Ya no le seguiría contando a su mamá. Se pararía, se limpiaría con furia


una lágrima que asomaría en su rostro e iría a la cocina a preparar el café que le
había llevado a su mamá. No le enseñaría el libro de Fernando, no le mostraría
la contraportada donde aparecía una foto de él y la síntesis de la novela; ni le
enseñaría la portada donde aparecía el título: “De película.”, con letras grandes
en blanco sobre fondo negro. No le daría más detalles a su viejecita, ya no
repetiría lo del aguacero que, al día siguiente, la prensa mencionó como atípico,
por la precipitación tan intensa. Fernando, “Fernandito”, lo había ignorado. Era
previsible. No se veían desde hacía dieciocho años, tiempo en que él siguió
una ruta modesta, mientras Fernando se convirtió en un reconocido escritor
que aparecía en la prensa, en la televisión y que acudía a congresos literarios
en todo el mundo. Pedro siempre estaba pendiente. Tenía un álbum con los
recortes del periódico donde aparecía su amigo. Al principio, cuando consiguió
el correo electrónico de su amigo, le escribió con frecuencia, pero nunca recibió
respuesta.

Al tercer güisqui, Alonso decidió no volver a la oficina, ¿para qué? Lo
que sí había decidido es que la puta de Norma debía pagar su infidelidad.
¡La mataría! Llamó al bartender y pidió la cuenta. Salió del bar, entró a la
miscelánea de don Quique, pagó una botella de güisqui y dijo que sí, de su
parte, cuando el viejo tendero le dijo que saludara a Normita. Alonso pensó:
Sí, de su parte, en su parte, donde le enterraré el cuchillo, una, diez veces, de su
parte, la haré diez partes. Entró al departamento, con la botella en la mano, ya
abierta. Gritó: “¡Norma!”. Nadie respondió. Fue a la cocina, abrió una gaveta y
sacó un cuchillo, jaló una silla, se sentó ante el balcón, abrió la botella y bebió.

20
De película

Miraba el edificio de enfrente; miraba al hombre que, en el quinto piso del hotel,
descorría las cortinas, salía al balcón, colocaba las manos sobre el barandal y
respiraba profundo. Sí, pensó Alonso, ese es el cabrón que se coge a Norma. Se
prometió que a él también lo mataría. Quien estaba en el balcón del hotel era
Pedro, quien miraba el movimiento de la calle, antes de arreglarse para buscar
una fonda dónde comer y luego acudir a Bellas Artes para la presentación del
libro de Fernando. Se hizo de noche. Alonso escuchó que abrían la puerta. Era
Norma, quien prendió las luces de la sala. La botella vacía estaba tirada. Alonso
se paró apoyándose en la mesa. Ya eran más de las once de la noche. Norma,
molesta, le exigió una explicación, ¿por qué no la había esperado para ir al cine?
En el trabajo le habían dicho que no había estado en la oficina. ¿Qué había
ocurrido? Nada, mi vida, nada, dijo Alonso y la abrazó, ella no pudo eludir el
abrazo. Vio que Alonso estaba borracho, apestaba a alcohol. Ella insistió, pero
Alonso, amoroso, le colocó una mano sobre la boca y le dijo que no echara a
perder el momento, la deseaba. Norma se descontroló, esbozó una ligera sonrisa
que pronto se convirtió en algo como una grieta, porque Alonso la aplastó con
brutalidad contra su cuerpo.

Pedro se levantó, entró al baño, se echó un poco de agua en la cara, se vio


al espejo. “¡Mierda!”, pensó, y vio cómo su rostro se contrajo, sus ojos se hicieron
más pequeños y su boca se alargó, como si fuese una boca de pez globo atrapado.
La palabra pensada había sido dirigida a su amigo Fernando, el escritor, quien
había ignorado su esfuerzo por acompañarlo en la presentación. Esa palabra
también fue dirigida a la película. Apagó la luz del baño y prendió la lámpara
del buró, sacó la laptop de su mochila y la prendió, se sentó sobre el piso, se
recargó y escribió en el buscador de Youtube: “Película francesa, en blanco y

21
Todo irá bien

negro, con chica vestida de rojo”. Youtube le arrojó cientos de opciones, pero no
la que buscaba. ¡Renunció! Era improbable, casi estúpido, hallar algo con esas
referencias absurdas. Trató de olvidar el tema. Entró a su Facebook, contestó
dos mensajes en inbox y comenzó a revisar los muros amigos. Sintió sed, se paró
y fue a la mesa donde había una jarra con agua y dos vasos de cristal. Se sirvió
un poco de agua y tomó un sorbo. Pensó que le habría convenido comprar una
pachita de güisqui. Con el vaso en la mano derecha caminó hacia la ventana que
daba a la calle y vio el edificio de enfrente y el departamento que tenía ante sus
ojos. La ventana del cuarto donde estaba hospedado era una pared de cristal,
que iba de techo a piso y daba a un balcón angosto. Los huéspedes podían abrir
una de las hojas y salir al exterior a respirar el aire contaminado y apestoso de
la Ciudad de México. En el edificio de enfrente, Pedro vio un departamento
con la luz prendida. Se sorprendió al pensar en la coincidencia de escenas. En
la película, la chica de rojo estaba en un departamento y veía hacia la habitación
de un hotel, acá, él estaba en un hotel y miraba hacia un departamento, en el
que, ¡no, no puede ser!, pensó, ahora aparecía una chica, con vestido rojo, que
dejaba un bolso sobre una mesa. Pedro se echó sobre la cabeza el agua restante.
¡No, no, no puede ser, si sigo así me volveré loco! Desechó la imagen de su
mente, pero, sobre todo, trató de eliminar las palabras que había pronunciado
la actriz: “Es la una con dos de la madrugada.”

Volvió a la cama, se sentó en la orilla, tomó la computadora y la apagó.


Se echó hacia atrás, con los brazos abiertos al lado de su cabeza y se quedó así
durante algunos minutos. Algo, como un gusano, caminaba sobre los túneles de
su cerebro. La idea de volver a la ventana era como un piquete eléctrico. “¡Qué
tonto! ¿Qué busco hallar?”, pensó, mientras la idea volvía una y otra vez. Llevó

22
De película

su mano izquierda al frente y miró el reloj. Ya eran las doce con dos de la noche.
Pensó: “Falta una hora”. “¡Mierda!”, ahora la palabra se la dijo a sí mismo. “¡Falta
una hora para qué!”, gritó. Fue al baño y puso la cabeza en el lavabo, abrió la
llave y dejó que el agua cayera sobre su cabeza. Cerró el grifo, tomó la toalla y se
secó. Fue hacia la ventana. “¡Cerraré la cortina, cerraré la cortina!”, se dijo. En
cuanto llegó a la ventana cerró los ojos y jaló el cordón de la cortina hasta que
sintió trabarse el mecanismo. Abrió los ojos. La luz del departamento seguía
prendida. La muchacha de rojo seguía parada frente a la ventana. Pedro hizo
a un lado la cortina y espió. La chica parecía decir algo, como la… Detuvo su
pensamiento. No dijo lo que había comenzado a pensar. Entonces escuchó que
su celular sonaba, iba a responder cuando vio que un brazo rodeó la cintura de
la chica de rojo, ella se volvió. El hombre bajó la mano, de la cintura a las nalgas
y la acarició, levantó un brazo y, sin dejar de besarla en el cuello, le enterró un
cuchillo en la espalda, en la zona de los pulmones, y sacó el cuchillo y volvió
a enterrarlo una y otra y otra vez, como si fuera una máquina programada,
mientras el cuerpo de la chica se desgajaba y él la sostenía sólo para volver a
enterrar el cuchillo una vez más. Pedro permanecía como autómata, no había
movido ni un solo dedo, apenas había parpadeado, su corazón latía con una
velocidad desenfrenada y su mente se rebelaba a ponerse en acción.

No era una película. Había visto la escena en decenas de cintas y de series


televisivas, pero lo que ahora sucedía era la realidad. Ahí estaba él como testigo
de un hecho violento, en la Ciudad de México. ¿Qué hacer? ¿Responder al
celular que ahora insistía de nuevo, mientras él pedía a los dioses del mundo
que se callara? “Que se calle, que se calle”, pedía con todas sus fuerzas, pensaba
(en un pensamiento absurdo, imposible) que el asesino escucharía ese timbre

23
Todo irá bien

insistente y vería hacia el lugar donde él estaba y descubriría que un huésped


del hotel de enfrente lo había visto. ¿Qué hacer? ¿Avisar al guardia del hotel?
¿Hacer una llamada anónima al 911 y, con un pañuelo en la bocina, fingir la
voz y decir que en el edificio de enfrente estaba ocurriendo un asesinato, que
un hombre enterraba el cuchillo por enésima vez al cuerpo exangüe de la chica
que se había desintegrado en su propia sangre?

“Me vio, el asesino me vio”, pensó Pedro, cuando tuvo el coraje de agacharse
en el piso, gatear y apagar la luz de la lámpara del buró; se tumbó al lado de la
cama, como hacía cuando era niño y su mamá lo buscaba porque ya era hora
de levantarse para ir a misa. Pedro se quedó ahí, esperando que la sirena de la
ambulancia sonara y se llevara el cadáver, que la sirena de la patrulla sonara y
se llevara, detenido, con esposas, al asesino, que el tiempo pasara como vagón
del Metro y amaneciera y él abandonara el cuarto, la ciudad, y regresara a su
casa, al regazo de su viejecita. Con la mano buscó, por encima de su cabeza, el
celular. Con la respiración puesta en Mínimo, prendió el celular y vio que tenía
cinco llamadas perdidas, todas eran de su primo Joaquín. ¿Qué quería a esa
hora?

Poco a poco se calmó, pero no se movió del lugar donde estaba escondido,
como si un ataque de bombardeos no hubiera cesado. Vio su reloj. ¡La una con
dos! Como si fuese la señal para el combate, escuchó pasos y gritos en el pasillo.
Afuera, dos hombres se gritaban, uno de ellos trataba de detener al otro. Pedro
se paró, fue a la ventana, descorrió la cortina y vio que el hombre, el asesino, ya
no estaba. “Viene por mí”, pensó. Oyó golpes sobre la puerta:

24
De película

–¡Abre, estúpido! ¡Abre!

Su celular volvió a sonar, se aventó a la cama y contestó, era Joaquín:

–Pedro, Pedro…

Joaquín lloraba.

–Pedrito, te tengo una mala noticia…

–¡Te digo que abras!

Afuera estaban el asesino y el encargado del hotel. Éste, temblando, trataba


de meter la llave maestra en la cerradura.

–… tu mamacita…

–¡Apúrate, hijo de tu madre!

El asesino llevaba el puñal en la mano y urgía al encargado a que abriera.


Sí, Pedro tenía razón, iba por él.

–…tu mamacita tuvo un paro cardiaco.

El encargado logró meter la llave en la cerradura, empujó la puerta. El


asesino lo hizo a un lado y entró. La habitación estaba en penumbras. Pedro

25
Todo irá bien

estaba escondido, en posición fetal, al lado del buró. El celular había quedado
en la cama y seguía con la conversación de Joaquín:

–Apenas a las diez la llevé a su cama. Todo parecía estar bien… Pedro,
¿qué pasa?

–Acá estás, hijo de tu madre. ¡Levántate! ¿Ves este cuchillo, estúpido? –


Alonso babeaba como perro rabioso. El encargado se recargó en la pared, poco
a poco fue desplazándose hacia la salida.

–…Pero, ¿de qué cuchillo hablás? No, Pedro, ¡no hagás una locura! No.
No debí llamarte, no debí…

–¡Desnúdate! ¡Vamos!

–¡No, Pedro, calmate! ¿Qué hacés?

Pedro se desabrochó el cinturón y el pantalón, se lo bajó junto con el


bóxer. Quedó desnudo, con el miembro al aire.

–¡Quítate todo! ¡Fuera zapatos!

Pedro obedeció.

–¡Así te quería tener! –gritó el asesino y le puso el filo del cuchillo en


los testículos. Mientras el encargado alcanzaba la puerta, salía y corría por el

26
De película

pasillo. El asesino escuchó la carrera, tomó a Pedro de un brazo y lo llevó a la


ventana, lo cogió de la cabellera y restregó su cara en el cristal.

–¡Mira, allá está tirada la asquerosa que te cogías! ¡Mira!

–No, yo no…

–¡Cállate!

Y siguió repasándole la cara sobre el cristal, como si aquélla fuese una


esponja mojada. Pedro no sabía de qué hablaba el hombre.

En la calle se escuchó una sirena. Un auto con torretas se detuvo, se oyó


el ruido de dos puertas que al mismo tiempo fueron cerradas. Otra vez carreras
en el pasillo, voces como de sordina. El asesino quitó el seguro de la hoja de
la ventana, la abrió y jaló a Pedro. Un aire húmedo los rodeó. Pedro, con el
cuchillo sobre los testículos, cerró los ojos y respiró. El asesino nada decía,
respiraba como toro en brama.

No era una película, pero como si lo fuera, entraron dos agentes con los
brazos extendidos, apuntando.

–Policía. ¡Alto ahí!

Volvieron a gritar la indicación.


27
Todo irá bien

–¡Alto ahí!

El asesino rodeó con un brazo el cuello de Pedro y mostró el cuchillo a los


dos agentes. Un helicóptero asomó por el cielo, en medio de los edificios. Una
luz intensa iluminó a los dos hombres del balcón. Pedro estaba con el rostro
hacia el cielo, el brazo de Alonso era como una palanca. En medio del ruido del
helicóptero, se escuchó una voz en altoparlante:

–¡Policía, alto ahí!

Muchas luces de los edificios cercanos comenzaron a prenderse, los


vecinos, en pijamas, con batas o en bóxer, miraban la escena.

No era una película, pero en la siguiente escena, se vio cómo uno de


los policías, en puntillas, caminó repegado a la pared y se ubicó al lado de la
cortina, mientras el otro policía apuntó a la cabeza del asesino y, a una señal
de su compañero, ¡disparó! El balazo fue certero. El cuerpo de Alonso se hizo
para atrás, el cuchillo cayó, el policía corrió a auxiliar a Pedro, logró detenerlo,
mientras el cuerpo de Alonso se impactaba contra el barandal y caía al vacío.
Pedro perdió el conocimiento, quedó hincado, mientras el reflector del
helicóptero iluminaba el centro de la calle, donde quedó el cuerpo del asesino,
con los brazos abiertos, como alas de ángel. Ahí quedó su cuerpo deshecho.

–Pedrito, ¡no lo hagás!– dijo Joaquín, afligido.

Al día siguiente, antes de ir al velorio de su tía, prendió la televisión y

28
De película

escuchó: “Crimen pasional en calles céntricas de la Ciudad de México. Alonso N


asesinó a su pareja Norma N, y luego fue ejecutado por la policía metropolitana,
para evitar la muerte de Pedro N, oriundo del estado de Chiapas, que estaba
de visita en esta ciudad. Los hechos ocurrieron alrededor de la una de la
madrugada…”

Mientras Pedro iba en el avión, de regreso a su pueblo, donde lo estaría


esperando el cortejo para llevar a su viejecita al panteón, en una tarde lluviosa,
donde los amigos, resguardados debajo de sombrillas negras, lo acompañaron a
despedir a su mamá, sacó de su mochila la novela de Fernando. Vio la portada,
le dio vuelta al libro y se detuvo viendo la fotografía del escritor y la síntesis:
“Del autor de la afamada novela “En la madrugada no hay caricias”, que ha
vendido más de cincuenta mil copias, ahora aparece esta fascinante novela, que
se desarrolla en las sórdidas calles de un barrio marginal de la Ciudad de México.
La miseria y la podredumbre de las grandes ciudades se ven retratadas en esta
novela, que está llamada a ser una de las grandes obras de la nueva literatura
mexicana. Para Romina, el tiempo parece detenerse en una hora fatídica. ¿Qué
misterio encierra? Los lectores no podrán dejar esta novela que los atrapará
desde su impactante inicio.”

Pedro vio en la ventanilla el cráter humeante del Popocatépetl. Cerró los


ojos, como si fuese un ciego tentaleó el asiento de enfrente, colocó el libro de
Fernando en el revistero y ahí lo dejó. Se preguntó si el encargado de la limpieza
de la aeronave conservaría el libro o lo enviaría al basurero.

Al día siguiente del entierro, mientras Pedro y Joaquín sacaban la ropa

29
Todo irá bien

de su viejecita del ropero y la metían en una caja de cartón para regalarla a


la gente pobre, Joaquín le contó que su viejecita, la mañana de su muerte,
había comprado una jaula y dos canarios. Mientras colocaba alpiste y agua en
depósitos de plástico, de color amarillo, le había dicho:

–Los compré en el mercado. Están bien bonitos. Los dos son machitos. Ya
les puse nombre, uno se llama Fernandito y el otro Pedro.

Pedro, al escuchar eso, dejó la blusa que doblaba y fue al corredor. Ahí
estaban los dos canarios. Abrió la puerta de la jaula, sacó un canario, levantó las
manos y lo echó a volar. Joaquín lo vio desde el quicio de la puerta.

No era una película, pero, con la seriedad de actor francés de los años
cincuenta, dijo: “Sólo Pedro queda en la jaula.”

Si la noche del aguacero en la Ciudad de México, Pedro hubiese visto la


película desde el inicio habría visto que, en la primera escena, la chica de rojo
abría una jaula y tomaba un canario entre sus manos, lo apretaba contra su
pecho, le daba de besos y decía: “Es la una con dos de la madrugada. La hora de
tu libertad.”, y lo soltaba adentro del cuarto. El canario chocaba contra el cristal
de la ventana, una y otra vez, hasta que caía muerto sobre la alfombra.

30
Todo irá bien
Ya es hora, vonós al cine, dijo Raymundo. Vonós, dijo Raúl.

Raúl tomó el suéter de rayas azules y se despidió de su mamá. Ésta dijo


que no regresaran tarde. No, dijeron los chicos.

–Vonós ipso facto –dijo Raymundo. Le encantaba decir esas palabras


latinas, las decía a todas horas, a veces sin que viniera a cuento.

Mientras caminaban por la banqueta, al lado de una valla de cipreses,


Raúl dijo que tenía una sensación extraña, como de que algo raro sucedería.
Raymundo se burló, le dijo que se estaba pareciendo a su abuelita. Raúl vio el
cielo, estaba nublado y ya no dijo más, pero pensó que ese viento súbito que
hamaqueaba los árboles presagiaba algo extraño.

Raymundo y Raúl iban casi todas las tardes al cine que tenía Paide en su
casa. En un cuarto al fondo de la casa, donde Paide vivía con su hermana Ericka
y con su hermano al que le decían El Pijas, porque nadie conocía su nombre,
Paide había improvisado una sala cinematográfica, con un proyector de 35
mm que había pertenecido a su papá. La mamá de Raúl había contado que el
papá de los muchachos, don Armando De La Cadena, había llegado al pueblo
desde quién sabe dónde. En ese lugar indefinido, don Armando tenía una sala

31
Todo irá bien

cinematográfica, pero un día, como sucedió en muchos otros pueblos del país,
vio que la afluencia de cinéfilos disminuía de manera escandalosa, la aparición
de las videocaseteras y de los videoclubes le metió una estocada en el centro del
corazón . Unos agentes viajeros que llegaron un día al pueblo contaron que don
Armando hizo un último intento para salvar su negocio: programó funciones de
media noche, con películas de contenido erótico. Al principio, algunos cinéfilos
calenturientos habían asistido, pero luego se aburrieron; don Armando dio la
última vuelta de tuerca: al fondo de la sala construyó un apartado donde una
mujer satisfacía los requerimientos de los viejos fogosos. ¡Nada! Debió cerrar
cuando los servicios de salubridad municipales detectaron que la mujer en
cuestión había infectado de gonorrea a media población cinéfila pornográfica.
La mujer había huido una madrugada, para evitar el asedio de la justicia y don
Armando hizo lo mismo, apenas logró subir el viejo proyector y rollos de cintas
a su willys modelo cincuenta y cuatro. Así llegó al pueblo junto con sus tres hijos.
Los chismosos agentes viajeros sembraron un mal rumor en el pueblo: la mujer
que prestaba sus servicios en la sala era la madre de los hijos de don Armando.
Pero era un rumor malintencionado, decía la mamá de Raúl, la mamá de los
muchachos había muerto de cáncer. Ya en el pueblo, don Armando abrió un
local donde arreglaba máquinas mecánicas de escribir, relojes de pulsera, radios
y televisiones de bulbos, máquinas de coser, planchas y tractores. Paide y Ericka
acudieron a la escuela e hicieron amigos como todos los chicos. Únicamente
El Pijas era visto con desagrado. Los vecinos criticaron al papá, porque El
Pijas dormía en una perrera colocada en el patio, una enorme perrera, pero
los vecinos no sabían que el propio muchacho había elegido dormir “en una
casita de campaña”, así lo decía. El Pijas salía poco de casa, pero cuando lo
hacía causaba disgusto y temor en los mayores y accionaba el mecanismo de la

32
Todo irá bien

grosería entre los niños y jóvenes que se burlaban de él. La mamá de Raúl contó
que al día siguiente que llegaron al pueblo, El Pijas entró a la tienda de doña
Lulú, que estaba en el portal norte del parque central. Ella bordaba una tela
detrás del mostrador de madera, vio al muchacho (con pantalón y camisa de
manta, con el cabello largo, lleno de sebo), dejó el bordado sobre el mostrador
y preguntó, con su vocecita de grillo agripado:

–¿Qué desea?

Por respuesta, El Pijas se sacó los mocos de la nariz, los untó en el bordado
de doña Lulú, y, con los brazos abiertos, sentenció:

–¡Todo irá mal!

Todos los que ahí estaban presentes volvieron la mirada, porque, contaban
luego, la voz del muchacho había sonado como la de un viejo profeta.
La asistente de doña Lulú que estaba trepada sobre una escalera metálica y
sacaba lienzos de tela del estante para limpiarlos con una franela y quitarles el
polvo, contó que el rostro de su patrona se puso colorado del coraje, sus ojos se
abrieron y su boca se torció, quiso pararse, pero las manos que debía colocar
sobre la superficie del mostrador las tuvo que llevar al pecho porque la atacó un
intenso dolor. La asistente bajó trastabillando, vio que El Pijas se retiró, todavía
repitiendo en voz baja, como un rezo: “Todo irá mal, todo irá mal.” La asistente
tomó entre sus brazos el cuerpo exangüe de su patrona.

–¡Doña Lulú! ¿Qué le pasa? Abra los ojos, contésteme. ¡Dios!

33
Todo irá bien

Dejó el cuerpo y salió a la calle, gritando:

–¡Que alguien me ayude! Doña Lulú está mal.

Cuando llegó la ambulancia, doña Lulú ya estaba muerta. Un bollo de


hilaza roja permanecía en su regazo.

Raymundo y Raúl llegaron a la cerca que separaba a la calle del patio de la


casa. Abrieron la verja, sonó la campanilla en forma automática, y caminaron por
el sendero lleno de flores en macetas y a la orilla de la enorme perrera hecha con
madera de pino, de donde, en ocasiones salía un gruñido como de viejo tísico.
Quienes acudían al cinito por primera vez se alarmaban, los consuetudinarios
sabían que adentro estaba El Pijas. Paide continuaba con la leyenda que había
inventado su papá y decía que adentro dormía Monstruo, nombre de un perro
enorme, pero que era muy manso. El papá lo había inventado con el propósito
de que nadie se enterara que era el cuarto de su hijo, pero al final, los vecinos
descubrieron que Monstruo era El Pijas. Raúl pensaba que esa imagen, en
realidad, era la que correspondía a El Pijas, él era enorme, pero manso, como
un niño demasiado crecido, pero nadie del pueblo lo veía así. Ya estaban a dos
pasos de la entrada del cine, cuando Ramoncito salió detrás de un árbol y los
asustó. Ramoncito rio, los otros se molestaron.

–Estuve con Azucena –dijo Ramoncito, y se agarró con ambas manos el


cuello de la camisa. Azucena era la única puta reconocida del barrio.

34
Todo irá bien

Raúl y Raymundo se quedaron viendo y rieron, rieron mucho.



–Además de barbaján, ¡mentiroso! –dijo Raymundo.

–No, de verdad, estuve con Azucena. Si le das diez pesos, ella deja que la
veas a la hora que se baña. Tiene una cosa bien peluda entre las piernas –dijo,
Ramoncito, y guiñó el ojo derecho.

–Apúrense, ya va a empezar –dijo Paide, y estiró la mano como pordiosero,


exigiendo el pago de entrada. Raúl buscó el billete en la bolsa del pantalón, sacó
el billete y lo levantó con su mano derecha:

–¿Qué vas a exhibir hoy?

–“Sin aliento”, de Godard.

Por eso iban a las funciones de Paide, porque en su cine hallaban lo que
Raúl bautizó algún día como “novedad antigua.” En las viejas cintas ocurrían
historias que los trasladaban a otros tiempos. La mamá de Raúl siempre les
decía que esas películas podían verlas en Youtube, sin gastar dinero. Los chicos
callaban, ¿cómo le iban a explicar que el cine de Paide los transportaba a un
mundo del pasado, a un mundo ya inexistente?

Raymundo le arrebató el billete a Raúl, se lo entregó a Paide y dijo:

–Cobrate de dos y quedate con el cambio.

35
Todo irá bien

–¿Cuál cambio, si está cabal? Pasen–. Dijo y, con su brazo derecho,


franqueó el paso. Siempre eran los mismos diálogos, el mismo juego.

Cuando murió el papá, sólo Paide y El Pijas quedaron en casa. Ericka, con
el dinero que obtuvo por el seguro que su papá tenía contratado, viajó al pueblo
donde había nacido, llevó flores a la tumba de su mamá, hizo una promesa y
voló a Miami, ahí tomó un diplomado de cine y programó una visita al Centro
Ilusión, centro que atendía exclusivamente a cineastas, artistas y propietarios
de salas cinematográficas. La recibió una mujer con lentes oscuros y guantes de
látex blancos, ella la pasó a una oficina llena de cristales, con vista al malecón,
la invitó a sentarse, le dejó una carpeta y caminó hasta sentarse frente a ella. La
pregunta que le hizo fue a bocajarro:

–¿Quién autorizó tu cita?

Ericka no supo qué responder. Había hecho la cita a través de la página de


Internet.

–Esta empresa es muy exclusiva. Perdón, ya revisé la información que


proporcionaste y veo que…

Accionó un botón en la mesa para desplegar una pantalla.

–Así que eres propietaria de una sala cinematográfica en un pueblo de


México, sala que tiene ocho butacas, ¡ocho! ¿Tienes idea de a quiénes les damos

36
Todo irá bien

atención acá? No, no tienes idea, de lo contrario no estarías acá. Pero, resulta
que fuiste admitida y ahora debo atenderte.

Se puso de pie, fue hasta la pared de cristal, colocó sus brazos detrás de la
espalda, se dio la vuelta y repitió:

–Y ahora debo atenderte… ¿Te quedó claro cuál es el procedimiento? ¿A


qué te comprometes? ¿Estás segura de que podrás hacer el pago por adelantado,
en una emisión?

Ericka abrió su bolso, sacó un paquete de billetes, amarrados con una liga,
los depositó en la mesa y con su mano derecha lo empujó hasta donde estaba la
mujer.

Los tres muchachos se sentaron en las butacas del frente. Paide anunció
que ya comenzaría la función y Raymundo dijo:

–Pero que sea ¡ipso facto!

Paide entró con una charola con palomitas y refrescos y entregó una bolsa
y un refresco en vaso encerado a cada uno. Se paró al frente y dijo: “Gracias por
venir al Cine Ilusión. Que gocen la función.” Como todas las tardes, remarcó
la última sílaba de ilusión y de función. Apagó las luces, se hizo una penumbra
y se escuchó el sonido del proyector, sonido imposible de rescatar en películas
vistas en las modernas salas de cine o en los novedosos sistemas caseros de
reproducción. La cinta se proyectó sobre una sábana blanca, que estaba

37
Todo irá bien

perfectamente restirada sobre un bastidor, en la pared de enfrente. Raymundo


metió la mano en la bolsa de palomitas y se llevó un puño a la boca que se le
infló como panza de sapo. Raúl pensó que Paide se había equivocado de rollo,
porque la cinta proyectada no era francesa, ni tampoco era una película vieja.

Había una vez un cine que se llamaba Ilusión. Debía su nombre al hecho de que
sus espectadores (sólo diez en cada función) cumplían el deseo que solicitaban.
Mediante la firma de un convenio, costoso para el bolsillo del cinéfilo, la empresa
cinematográfica se comprometía a realizar y exhibir una película en 3D, donde
un avatar del contratante era el protagonista principal de la cinta. La experiencia
era tan real que la mente de los espectadores convertía su película en un recuerdo
imborrable que se agregaba a la historia de vida. Todos los participantes hablaban
maravillas de lo que consideraban era “el invento del siglo XXI.” En media hora
(tiempo que tardaba la exhibición) la empresa injertaba el recuerdo en la mente,
haciendo imposible olvidarlo .
La sala no era la sala tradicional: no tenía pantalla. La sala tenía diez
felpudos sobre el suelo alfombrado y al lado de cada uno de los felpudos un
dispositivo VR, de última generación.
Ericka había firmado un convenio días antes, porque varios amigos le habían
garantizado los resultados al ciento por ciento. Le habían dicho que ella sólo debía
decir qué deseaba que ocurriera en su película y ¡ocurriría! Ericka entró a la sala,
se descalzó (vestía los pants cómodos que le habían exigido a la hora de firmar
el convenio), esperó que su mirada se acostumbrara a la penumbra de la sala:
una luz azulada emergía de los laterales del plafón, con lo que la iluminación
era discreta y cálida. Cuando Ericka entró ya estaban ocupados todos los demás
felpudos. Una de las asistentes (que calzaba botas fluorescentes, al lado del felpudo

38
Todo irá bien

número 9, el asignado a su lugar) le pidió que se acomodara sobre el felpudo en


posición de loto. ¡No, no!, dijo Ericka, no puedo hacer esa posición. Los nueve
espectadores restantes la vieron y, con fastidio, negaron con la cabeza. ¿Cómo?,
dijo la asistente. ¿No le advirtió el Comité de Recepción que debía adoptar esa
postura en toda la función? No, dijo Ericka. La asistente no dijo más. Ofreció
una disculpa a los demás espectadores y pidió a Ericka que la siguiera, hizo a un
lado la manga de su chaquetín y constató la hora. Caminaron hacia la salida de
emergencia. La asistente salió primero y sostuvo la puerta hasta que Ericka salió.
Mis zapatos, dijo Ericka, mis zapatos quedaron adentro. La asistente nada dijo,
por un pasillo con iluminación parcial, condujo a Ericka a una sala donde le
ofreció un asiento y le dijo que esperara. Mis zapatos, volvió a reclamar Ericka.
La asistente salió por una puerta que estaba disimulada en la pared de enfrente.

Cuando terminó la película, como siempre, Paide les señaló la salida, que
era en el extremo opuesto de la puerta donde entraron. En medio de la verja,
hecha con tablones de madera de pino, había una puerta, la abrió y dijo que los
esperaba al siguiente día. Raymundo y Raúl se despidieron de Ramoncito.

–¿Cómo estuvo? –preguntó Raymundo, mientras caminaban con rumbo


a la casa de Raúl.

–No estuvo bien.

–Bueno, pero tampoco estuvo tan mal. A mí me confundió la sustitución


de la película anunciada, pero me gustó esa propuesta de un cine fantástico que
te cumple los deseos. ¿Imaginás que eso se pudiera hacer? Uy, yo pediría ser

39
Todo irá bien

un millonario, que viviera en París y tuviera una casa de campo en Marsella y


tendría un yate y te invitaría e invitaría a Martha y a sus amigas.

–¿Cómo estuvo? –preguntó la mamá de Raúl, mientras les servía un vaso


de chocolate frío y un pedazo de pastel de fresa con queso chantilly.

–No estuvo bien –respondió Raúl y tomó un sorbo del chocolate, que le
pintó bigotes sobre los labios.

La mamá de Raúl, aprovechó para, de nuevo, preguntarles cuál era el


gusto de ir a tirar su dinero con ese muchacho, con tantas películas que había
en Netflix y, de nuevo, abnegada, ofreció que ella les prepararía las palomitas
con mantequilla y les ofrecería aguas frescas, para evitar las bebidas gaseosas
que tanto daño les provocaban.

–Gracias, señora –dijo Raymundo, llevó su plato y taza al fregadero y se


despidió. Ya en la puerta dijo que al otro día acompañaría a su mamá a la visita
médica mensual.

–No irás al cine, ¿verdad?

–No, por supuesto que no –dijo Raúl–. Te espero para ir pasado mañana.

Y se despidieron. Raúl lo vio caminar al lado de encinos. Al fondo unos


rayos iluminaban el cielo. Llovía lejos. Pronto llegaría la lluvia a la zona.

40
Todo irá bien

¿Nadie le avisó que debía adoptar la posición de flor de loto durante la función?
Ericka dijo que no. Quien preguntaba tenía una bitácora electrónica en la mano
izquierda y con la mano derecha apretaba teclas en busca de información. El
hombre tenía lentes oscuros y vestía con el mismo uniforme de la asistente: un
mono completo de color azul, que se camuflaba con el color de las paredes. ¿Cuándo
firmó el convenio?, preguntó el hombre. Ayer, no, antier, no sé, estoy confundida,
dijo Ericka. ¿Quién la atendió? Una señorita en el módulo de información. ¿En el
módulo de información o en el módulo de convenios? No sé, no sé, en la entrada.
Exijo que me devuelvan mi dinero y mis zapatos. Ya no quiero entrar al cine.
El hombre accionó un botón que sobresalía en su hombro izquierdo y habló: La
espectadora nueve está entrando en código siete, pido protección. Un segundo
después se abrió la puerta y entraron dos hombres, vestidos de igual manera, y se
acercaron a Ericka. Uno de ellos habló: señorita Ericka, parece que hubo un error en
el protocolo. ¿Nadie le advirtió que debía estar en posición de flor de loto mientras
transcurría la función? Ericka, ya molesta, no respondió a la pregunta, volvió
a exigir que le devolvieran su dinero y sus zapatos, que habían quedado dentro
de la sala. Sí, sí, no se preocupe, todo se le regresará, dijo el hombre de manera
condescendiente, mientras con la cabeza hacía una seña a su compañero, quien,
dio dos pasos y, con el brazo izquierdo, inmovilizó a Ericka y, con un movimiento
preciso, le colocó unas esposas en las muñecas. Ericka quiso protestar, pero el
primer hombre sacó una cinta del soporte de la bitácora electrónica y le puso un
esparadrapo en su boca. El hombre inmovilizador llevó hacia atrás a Ericka y la
sentó en el único asiento, el de la bitácora le dio vueltas con la cinta alrededor de su
pecho y en el respaldo de la silla. Con los ojos abiertos, totalmente inmovilizada,
Ericka vio que entraron dos mujeres, vestidas igual que la asistente. La mayor,
que tenía lentes oscuros de color azul mar, se presentó: Soy la doctora Hernández,

41
Todo irá bien

Ericka. Te explicaré la situación. En diez minutos, a más tardar, debemos comenzar


con la función del cine Ilusión. Como constataste, la sala ya está llena. Los nueve
espectadores restantes, igual que tú, pagaron una cantidad considerable por ver
una película donde cumplirán su deseo. No les podemos fallar, pero sucede que,
¿cómo te lo explico?, la función debe tener a los diez espectadores programados.
¿Entiendes? No puede quedar un dispositivo VR sin ocupar. Esto provocaría algo,
no sé, no quiero ni pensarlo, pero puede tener un fin catastrófico para tu vida y la
de los demás. ¿Entiendes? Tu película debe ser exhibida y debes verla tú, sólo tú.
Me han explicado que has dicho que no puedes adoptar la posición de flor de loto.
Es preciso que lo hagas, es preciso, si es necesario, que te obliguemos a hacerlo.
Necesitamos que, en menos de diez minutos, ocupes tu lugar. ¿Estamos? Ericka,
asintió y se retorció en la silla. Sí, sí, si colaboras con nosotros te liberaremos de
inmediato. ¿Vale? Ericka asintió.

“No irás al cine, ¿verdad?”, le había dicho Raymundo a Raúl. Éste lo recordó
mientras caminaba con rumbo a la casa de Paide. ¡No! No estaba incumpliendo
a su palabra. Esa tarde no iría al cine, iba a casa de Paide. Raúl había decidido,
escondido desde la verja, ver la casa de “El Pijas”. Puso los brazos sobre la verja,
observó los árboles que formaban un bosque, como de cuento infantil, con una
casa en medio.

Ericka pensó que era absurdo. Quince o veinte minutos antes, ella se disponía a
cumplir su deseo virtual, y ahora estaba en un brete tonto. Debía comportarse
tranquila, porque los tipos estaban nerviosos. Ellos, al parecer estaban en un
conflicto serio, propiciado por ella. Así que actuó con serenidad. Alzó la cabeza
e hizo para adelante sus labios, como si besara el aire. La doctora Hernández,

42
Todo irá bien

con los brazos abiertos, mandó a hacer silencio. Quiere decirnos algo. ¡Quítenle
el esparadrapo! Una chica colocó su mano sobre la cinta y la bajó de un solo
golpe. Ericka retuvo el grito, cerró los ojos, dejó que pasara el ardor un instante
y habló. Haré lo que me digan, dijo. No puedo adoptar la posición de flor de
loto, pero si alguien me ayuda, si me ponen un apoyo detrás lo haré, lo haré. La
doctora consultó la hora y dijo: Sí, ¡ahí está, todo solucionado! Quítenle las cintas
y las esposas, de inmediato. Llévenla a la sala. Hagan que asuma la posición y
comiencen la función. Estamos a dos minutos de que se cumpla el plazo.

Raúl no tardó mucho en su posición de vigía detrás de la verja, a poco


tiempo escuchó que del interior de la casa de “Monstruo” aparecía una serie
de ruidos. Su corazón pareció suspender tantito su machacante bombeo. Raúl
vio salir a “El Pijas”, vio acercarse a Paide con una cacerola en las manos y
dejarla frente al pordiosero. Raúl esperaba que “El Pijas” dijera su tradicional
“Todo irá mal”, pero nada dijo. El pordiosero (¿cuántos años tenía de edad?
¿Más de treinta?) se arrastraba con dificultad, preguntó: “¿En dónde está Ericka
bonita?” Paide le dijo que comiera y que volviera a meterse. Si no lo hacía,
Ericka no regresaría. A Raúl le extrañó que Paide se quedara acuclillado al lado
de un ciprés. ¿No habría función esa tarde? Una intuición, como paloma, se
paró delante de los ojos de Raúl: “El Pijas” se estaba muriendo. Comía casi
con desgana, pero a cada bocado parecía sumirse más en el vacío. ¿Lo estaba
envenenando Paide? Sí, pensó Raúl, eso está haciendo Paide. Raúl pensó correr,
ir a la casa de Raymundo y contarle; también tuvo impulso de gritar, advertirle
al pordiosero que dejara de comer, decirle: “¡Te están envenenando, no comas!”,
pero sus labios estaban resecos y las palabras parecían haberse ahogado en el
fondo de su pozo, estaba como clavado. Como pudo, como si estuviera clavado,

43
Todo irá bien

levantó un pie, luego el otro y, agachado caminó de puntillas alrededor de la verja,


antes de retirarse, logró leer en la puerta el siguiente letrero: “Su Cine Ilusión
comunica a toda su amable audiencia que el día de hoy no habrá función. Los
esperamos mañana, a la hora de siempre.” Cuando llegó a la esquina y dobló,
chocó contra Ramoncito, quien mentó madres, abrió los brazos y quebró las
dos botellas de ron que llevaba abrazadas al pecho. Raúl, en su inconciencia,
se agachó y quiso rescatar algo de los objetos caídos, pero al darse cuenta que
no había más que cristales y líquido derramado, levantó su cara y balbuceó un
inaudible: “Perdón”, y pensó: “Todo irá mal.” ¿Por qué Paide estaba envenenando
a “El Pijas”?

Ericka entró a la sala escoltada por dos asistentes. Se hincó en el felpudo número
9 y esperó que los asistentes la ayudaran a adoptar la imposible posición de flor
de loto. Desde niña había padecido el suplicio de la clase de gimnasia, mientras
sus amigas tenían una flexibilidad de manguera, ella terminaba llorando por la
insistencia de la maestra (¡perra!) para hacer flexiones y, parada, tocar las puntas
de los pies con los dedos de sus manos. Ella siempre se quedaba a la mitad, con
trabajo lograba alcanzar sus rodillas. Terminaba llorando, siendo el motivo de la
burla general. Y ahora, cuando pensaba que iba a cumplir el deseo de su vida, al
ver proyectada la película donde todo era menos absurdo que la estúpida realidad,
se había topado con esa majadería de ponerse en posición de loto. Vio que una de
las asistentes le colocó una base en la espalda, mientras la otra llevaba uno de sus
pies sobre el muslo de la pierna contraria y luego lo mismo con el otro pie, sintió
que sus extremidades se quebraban, que quedaban exangües, como piernas de
títere. Un dolor que rebasaba lo sentido hasta ese momento le pinchó en su cerebro.
Quiso levantarse (dudó que pudiera hacerlo, de ahí en adelante), pero los brazos

44
Todo irá bien

de las asistentes la detenían como lazos de amarre, como si ella fuese una mula.
La luz de la sala se fue apagando como vela de oratorio y todo quedó en oscuras.
Una edecán le colocó el dispositivo VR, mientras los otros nueve se colocaban los
que les correspondían. Los demás espectadores estaban sentados en posición de
loto. Se escuchó una voz suave, con un conteo regresivo: …siete, seis, cinco, cuatro,
tres, dos, uno, comenzamos. Y la función especial e individual inició.

Al día siguiente Raymundo llegó a casa de Raúl y silbó. Raúl se asomó


por la ventana, le hizo una seña con el brazo. Raymundo dio la vuelta a la casa,
empujó la puerta de la cocina y subió al cuarto de su amigo. Éste le contó todo.

–¡No es cierto!

–Te digo que sí, que se muera tu hermana si no es cierto.

–Pero, ¿entonces?

–Nada, a esta hora ya debe estar muerto “El Pijas”.

–Bueno, ipso facto Paide nos hizo un favor, le hizo un favor a todo el
pueblo. Ese estúpido era un fastidio. Le hacía un gran daño a todos. ¡Mierda!
“Todo irá...”

Raúl no dejó que Raymundo completara la frase, le puso la mano sobre la


boca y dijo:

45
Todo irá bien

–¡No! No lo digás, tengo el presentimiento que si repetimos esa frase el


mal regresará.

–¿Como si fuera un conjuro maligno?

–Sí, si Paide envenenó a su hermano y lo enterró, lo mejor es que también


nosotros le echemos tierra a esa estúpida frase. Ahora vonós al súper a comprar
el encargo de mi mamá, porque si regresa y no encuentra lo que pidió ¡me
mata!

Echaron a andar por la calle donde estaba el cuarto de Azucena. Tal como
había presentido Raúl, Ramoncito estaba con el pie recargado en la pared,
fumando un cigarro.

–¿Supieron lo que pasó? –preguntó Ramoncito, con una sonrisa en el


rostro, señal de que quería que le respondieran que no, para ser el primero en
dar la noticia.

–¡No! –dijeron ambos a la vez y se pararon. Raúl presintió que Ramoncito


iba a confirmar la muerte de “El Pijas”, pero no fue así, la noticia esperada no se
presentó. Como sucede muchas veces en la vida, ésta, a veces, da una torcedura
de ciento ochenta grados.

–¡Se quemó el Cine Ilusión!

–¿Cómo? ¿Cuándo? –preguntó Raúl, que tuvo que detenerse del hombro

46
Todo irá bien

de Raymundo para no caer.

–¿Cómo? No sé, nadie sabe, la policía investigará. ¿Cuándo? Hace como


una hora. Yo estaba adentro del cuarto de Azucena y ella me dijo que olía a
quemado. Yo todavía bromeé, porque tenía mi pija adentro de su pucha, le dije
que era mi trenecito que estaba a punto de echar fuego, pero ella dijo que no,
y me aventó, porque yo estaba encima de ella, se paró, se puso una bata, abrió
la ventana y dijo que sí, que a lo lejos se miraba una humareda. Yo, tirado en el
suelo, oí que Azucena gritaba a alguien que estaba en la calle y luego volvía la
mirada para decirme: ¡Se chamuscó la Ilusión!, y yo pensé en ustedes, pensé si
no estaban adentro y se habían chamuscado, pero miro que no, y doy gracias
a San Juditas Tadeo, que siempre cuida de mí y de mi mamacita y también de
ustedes.

Ramoncito se despidió, metió sus manos en las bolsas de su pantalón y


se internó en el callejón donde estaba tirado un borracho y un gato dormía en
el quicio de la ventana de la casa de doña Chona. Los chicos caminaron hacia
la casa de Paide, irían a comprobar los destrozos y ver quién había resultado
afectado.

Ericka, a la hora de firmar el convenio, no había leído todas las cláusulas, lo


que hizo con premura fue colocarse el dispositivo en la cabeza a la hora que la
asistente le indicó que pensara su película. Ese pensamiento serviría de base para
que los creativos del Cine Ilusión realizaran una película a modo para satisfacer al
ciento por ciento su deseo. Ericka sabía, se lo había contado Armando y también
Elena, que lo imaginado en ese instante sería la película, ¡su película!, que le

47
Todo irá bien

sería proyectada en el Cine Ilusión, con tal grado de verismo que sería como si la
hubiese vivido en realidad. ¿La realidad se transformaba a partir de lo vivido en
la película? Todo mundo lo aseguraba. Lo que la película proyectaba en la mente
de cada espectador borraba la historia real y la sustituía. Era el mejor invento de
todos los tiempos.

La policía había colocado una cinta que delimitaba el área afectada.


La covacha que servía como cine había quedado devastada, muchos árboles
mostraban ramas quemadas. Raúl pensó en el proyector y en las cintas. Supo
que las cintas fueron las primeras que ardieron. Sí, Ramoncito y Azucena tenían
razón: La Ilusión se había quemado. Había dos ambulancias y el único camión
cisterna que tenía el departamento de bomberos. Dos jóvenes con uniformes
amarillos terminaban de levantar escombros, mientras otro enviaba el chorro
de agua en el área donde aún aparecían viborillas de humo. Raúl se paró en
puntillas para ver por encima de la verja ahumada. ¿Se había salvado la casa del
perro? No alcanzaba a ver. Le preguntó a Raymundo:

–¿Alcanzás a ver la casa de Monstruo?

–No, no se ve nada.

–Pregunto para saber si “El Pijas” se salvó.

–¿Pensás que…

Y Raymundo ya no continuó con su pregunta, porque, en ese instante, un

48
Todo irá bien

par de paramédicos salió de la casa llevando una camilla donde iba “El Pijas”,
no parecía grave, una pierna la tenía completamente extendida, pero la otra la
llevaba flexionada y sus brazos los tenía debajo de su cuello, como si estuviera
en una playa. Cuando lo subieron a la ambulancia, por una puerta trasera, dijo:
“Todo irá mal”.

Raúl sintió una caricia, como si, en medio de una tormenta de nieve,
alguien le ofreciera un té caliente. “El Pijas” estaba vivo. Raúl iba a hablar,
cuando escuchó un rumor de pasos. Dos paramédicos más sacaron una camilla
que llevaba un cuerpo oculto en una sábana blanca. Alguien de los curiosos, al
lado de los chicos, habló en voz baja:

–Es Paide. Se quemó completito.

Y alguien más, un hombre, totalmente calvo, pero con barba blanca, que
le caía como cascada, señaló:

–Esto antes era muy frecuente, los cines se quemaban porque las películas
eran inflamables. ¿Qué necesidad en estos tiempos de seguir exhibiendo
películas de rollo? En tiempos de Youtube, es una bobera.

La ambulancia donde subieron a “El Pijas” echó a andar la sirena y se


perdió por la avenida, mientras la otra, donde iba Paide, se desplazó sin aullidos.
Cuando las dos ambulancias ya no se vieron, la comunidad de curiosos comenzó
a desintegrarse y las mujeres tomaron sus bolsos que habían dejado sobre la
banqueta y siguieron su camino.

49
Todo irá bien

La película de Ericka inicia con una niña que camina por un sendero de arena
fina, custodiado por un sembradío de girasoles. Al fondo hay una casa con un
porche colorido. Ericka reconoce que esa niña es ella, conforme avanza hacia la
casa, ella crece. Los girasoles también crecen con el abono del aire. Al llegar a la
escalinata, Ericka tiene su edad actual, viste el mismo vestido rosa con tirantes que
tenía la mañana que firmó el convenio e imaginó su película; sube los peldaños
y, en cuanto ve a su mamá que está sentada en una mecedora, la abraza con tal
intensidad que parece regresar de un viaje donde tardó muchos años. Deja de
abrazarla y le enseña un documento que saca de un bolso, la mamá se coloca
las antiparras que cuelgan de su pecho, lee y se echa a llorar. Mientras, Ericka
baila en uno y otro pie y recibe al papá que llega con un ramo de girasoles y lo
abraza y le dice algo al oído y el papá entrega el ramo a su hija y corre a abrazar
a la mamá y ambos lloran, mientras Ericka baja un escalón y corta pétalos de
los girasoles y, como si estuviese en un balcón, los avienta sobre la pareja. Ericka
sabe que el documento dice que la mamá ya no tiene el cáncer de mama que la
mató, está sana, por eso ellos lloran de felicidad y ella baila y los girasoles, dorados
de tanto sol, se elevan majestuosos hacia el cielo. Ericka saca otro documento y
llama a su hermano Paide y a su hermano Eiko y cuando ellos bajan al porche
se los enseña. Eiko también está sano, ya recuperó su capacidad mental al ciento
por ciento, el ligero retraso mental ya no existe. Paide y Eiko se unen al abrazo
de sus padres y todos bajan la escalinata y bailan, tomados de las manos, en
ronda. Paide dice que irá a estudiar cine a Roma. Ericka ríe, le dice que todos los
caminos conducen a Roma y le desea un buen viaje. El sol se oculta y todas las
dolencias han quedado sepultadas. El trastorno obsesivo compulsivo de Eiko ha
remitido y ya jamás volverá a padecer esos miedos irracionales y obsesivos que lo

50
Todo irá bien

obligaron a repetir actos infundados. Ericka lo abraza y le dice que todo irá bien.
La cámara se va alejando, suena un violín, cuyo ejecutante interpreta Nocturno
Andante, de Borodin. Una saeta de patos sobrevuela la casa, un girasol se inclina
en el primer plano, mientras, a lo lejos, Ericka, sus hermanos y papás bailan en
redondo. Aparece la palabra FIN, y la imagen, llena de luz, no cesa hasta que
termina el Nocturno. Ericka siente algo como una mano cálida en su pecho.

–¿Vos pensás que nos dejarán entrar? –Pregunta Raymundo a Raúl. Están
en la puerta del sanatorio.

–Sí, diremos que somos primos de “El Pijas” – responde Raúl, mientras
jala del suéter a su amigo, para que entren y vayan donde la trabajadora social
revisa su celular. Pero, a mitad del camino, Raúl se detiene abruptamente.

–¡Chin! Tenés razón, no nos dejarán entrar. ¿Por quién preguntaremos?


No podemos decir que somos primos de “El Pijas”. “El Pijas”, ¿qué clase de
nombre es ese?

En ese instante escucharon la voz de una mujer que dijo:

–Se llama Eiko.

Volvieron la vista y vieron a Ericka en una silla de ruedas, automática.


La conocían, porque algunas tardes la habían visto saliendo de la cocina con la
charola llena de bolsas de palomitas.

51
Todo irá bien

–¿Eiko?

–Sí, es mi hermano. Me dijeron que está acá. Acompáñenme, por favor.


Digan que soy su hermana.

Había una vez un cine que se llamaba Cine Ilusión. La gente pagaba cantidades
exorbitantes para que la empresa les hiciera una película donde se cumplieran
sus sueños. Su producción era tan efectiva que insertaba la historia en la mente
del cinéfilo con tal fuerza que se convertía en un recuerdo real que cancelaba el
recuerdo histórico.

Cuando dieron de alta a Eiko, una enfermera lo acompañó al vestíbulo


donde lo esperaban Ericka y los dos chicos. Eiko se acercó a su hermana y la
abrazó. Ericka le dijo que ya era hora de ir a casa.

Eiko preguntó por Paide.

–Está en Roma –dijo Ericka– Estudia cine.

–¿Y tú, por qué estás en silla de ruedas?

–Es temporal. El médico dice que en dos semanas más mis piernas estarán
como nuevas.

Eiko se despidió de los chicos, empujó la silla y dijo:

52
Todo irá bien

–Sí, pronto estarás bien, todo irá bien.

La puerta automática se abrió y dejó paso franco a Eiko y a Ericka.

Raúl sacó un chicle, como no halló un basurero guardó la envoltura en la


bolsa de su pantalón. No salía de su asombro. Preguntó:

–¿Viste lo que yo vi? “El Pijas” parece un chavo normal.

Raymundo prendió un cigarro. Raúl dijo:

–Se llama Eiko. Y ahora, ¿qué hacemos?

–Vamos, ipso facto, a ver a Ramoncito, que nos cuente cómo le va con
Azucena –dijo Raymundo y guiñó un ojo.

–No –dijo Raúl–. Mejor vamos a casa a cenar y a ver una película en
Netflix.

Se abrazaron y esperaron que la puerta automática se abriera. Cuando


la puerta se abrió se hicieron para atrás, la puerta se cerró. Jugaron dos veces,
hasta que un guardia les dijo que no era lugar para juegos.

Raúl ofreció disculpas y tocándolo en el pecho le dijo al guardia:



–Todo irá bien!

53
NOMBRES PARA
USAR EN ISLA
Dejen, les platico. En conferencias que imparto en todo el mundo, los
universitarios me siguen preguntando por el primer trabajo que hice en 2019.
Siempre comento el resultado final. Nunca he contado lo que contaré. Hoy, por
primera vez cuento cómo se dio el hecho. Lo cuento ahora, porque hace mucho
que ocurrió y para que mis futuros biógrafos tengan elementos de certeza.
Además, lo hago en un acto de humildad para que los futuros estudiantes de
cine tengan mucho cuidado y siempre tengan la evidencia de la veracidad. Este
testimonio es un mea culpa, es el reconocimiento de que fui un ingenuo. Por
favor, no se confundan. El resultado final fue premiado en Cannes, un año
después; es decir, fue reconocida mi grandeza como director de cine, y esto es
lo que cuenta para la historia de la cinematografía mundial. Al final, el trabajo
no lo inscribí como documental sino como cortometraje de ficción.

54
Nombres para usar en isla

En 2019 cursaba el último año de la carrera de Dirección Cinematográfica,


en la universidad. En abril de 2019 llegué a la isla para filmar; es decir, en abril
de este año se cumplirán veintiún años. En aquel año yo tenía veintitrés años de
edad. Fui el director galardonado más joven.
Nuestro asesor de último semestre, “El Pelochas”, siempre vestido con su
chaleco de gamuza y el reloj de leontina que le había heredado el abuelo, nos
exigió, como trabajo final en Seminario de Integración II, hacer un documental,
pero con celular. “No, muchachos, el cine ya nunca será como hasta hoy. Se
acordarán de mí. Todo se hará con este aparatito -y mostró el celular- y las salas
de proyección serán como ésta y mostró un dibujo que pegó en el pizarrón.”
Como si fuera Moisés, levantó los brazos, y dijo: “Bajen una App profesional y
vayan a hacer los trabajos que le darán realce al cine mexicano.” Y allá fuimos.
Ericka fue a Tepito, para filmar la historia de una prostituta que tenía más
de ochenta años y seguía en activo; Romeo viajó al puerto de Veracruz, para
escuchar la historia de una vieja bandera de México, que, supuestamente, había
sido rescatada en tiempos de la infiltración francesa; Darinka, fue a la frontera
con Guatemala a filmar el testimonio de un migrante; y yo, estúpido, fui a la isla,
para filmar la historia de un viejo, con una esposa, cuatro hijas y un nombre
muy extraño: Caralampio, que nunca habían tenido contacto con la civilización.
¿Lo imaginan? Cinco Robinson modernos.

¿Cómo apareció en mi mente lo de los cinco Robinson? Después que “El


Pelochas” nos dejó la actividad, se lo conté a Roberto para que me ayudara y él
dijo que tenía ¡la historia perfecta!

55
Todo irá bien

Él tenía los contactos suficientes para que yo fuera a la isla e hiciera el


documental de cinco personas que, en pleno siglo XXI, vivían aislados de todo
el mundo. En tiempos de globalización eso sería un trancazo. Así me lo dijo
y yo me emocioné. Roberto hizo lo que le correspondía y yo hice lo que me
correspondía; es decir, darle el dinero, y fui a la isla. Apenas llegué, mi ánimo,
igual que la tarde, comenzó a disminuir.

El trabajo tenía limitantes, la filmación debíamos hacerla en no más de


veinticuatro horas y en forma individual, “Si detecto que alguien los ayudó, los
repruebo”, había sentenciado “El Pelochas”, yendo de un lado a otro del salón.
Para el trabajo de edición sí podíamos recibir ayuda de amigos o de profesionales.
“Si quieren, contraten a los genios de los Estudios Universal. Ustedes serán
directores de cine, di-rec-to-res. Dejen que otros vistan sus ideas”.
Darinka, al final de la clase, cuando estábamos en el café al aire libre, dijo que, si
éramos directores, entonces, el bruto de “El Pelochas” debió dejar que el trabajo
de camarógrafos lo hicieran otros. Nosotros debíamos dirigir, pero, bueno, dijo
Romeo, apenas éramos estudiantes de dirección y debíamos conocer todos los
vericuetos de la creación cinematográfica. Y ahí tienen que, cuando menos lo
pensé, estaba en la isla, frente a don Caralampio, el viejo moderno Robinson
Crusoe.

Un avión comercial me llevó al puerto y un pescador local me transportó,


en lancha con motor fuera de borda, a la isla. En ese instante iba entusiasmado.
Coloqué mis manos sobre el borde de la lancha y dejé que el aire jugara con mi
cabello y vi las gaviotas en vuelo y sentí ese aroma de sal que se levanta como un
espíritu universal. Traté de olvidar el incidente del aeropuerto que obligó a que

56
Nombres para usar en isla

el vuelo se demorara y yo perdiera horas valiosas. Sólo tenía veinticuatro horas


para filmar y había agotado varias sentado en una banca en la sala de espera,
con niños llorando y mujeres gritando que se callaran. Cuando el pescador
me ayudó a bajar a la playa (con arena bien fina), se despidió con la siguiente
advertencia:

–¿Ya lo pensó bien? ¿Se va a quedar solo en esta isla olvidada?

–¿Cómo solo?

Pero el lanchero ya no me escuchó. Se me hizo raro que no supiera de la


existencia de don Caralampio, pero luego pensé que era lógico. Sólo Roberto y
sus contactos conocían la historia de ese hombre y su familia, historia que yo
estaba a punto de registrar para darla a conocer a todo el mundo.

Me quedé con la maleta en la mano, mientras veía cómo la lancha formaba


un camino de espuma.

–Usted es el señor que hará el documental, ¿verdad?

Era don Caralampio que estaba sentado en un tronco tirado en la playa.


¿Cómo había aparecido?

Dije que sí. Iba a darle la mano y presentarme, cuando él negó con la
mano y preguntó:

57
Todo irá bien

–¿Trajo usted la paga?

Dije que sí y dejé la maleta en la playa, para buscar el sobre con los cien
mil pesos. El chistecito me había costado doscientos mil pesos. En el año 2019,
con ese dinero comprabas un auto pequeño.

–Va. Muy bien. Está cabal –dijo–. La cuenta comenzó a las doce del día –
Y vio su reloj y dijo:

–Son las cuatro de la tarde de hoy sábado 13 de abril, así que ha perdido
varias horas. Su plazo termina a las doce de mañana domingo. Espero que haya
usted tenido la precaución de decirle a su lanchero que esté un poco antes de
esa hora, para llevarlo, porque de lo contrario, deberá pagarme veinte mil pesos
por cada hora que yo tenga que cuidarlo acá, y si llega la noche, se tendrá que
quedar solo.

Vi que cuando dijo lo último se puso colorado, pero se rehízo y tosió. ¿Me
tendría que quedar solo? Ya dije que mi entusiasmo inicial había declinado.
Cuando bajé a la isla, ¿cómo decirlo?, tuve la impresión, ligera, pero impresión
después de todo, que era como un set cinematográfico, de esos que levantan
los creativos de Walt Disney. Me pareció que toda la arena de la playa había
sido recién planchada. Pero, era una bobera, así que negué con la cabeza, a fin
de evitar esos pensamientos inútiles. Debía concentrarme en mi trabajo. Tenía
poco tiempo.

No, no había tenido la precaución de recontratar al lanchero. En realidad,

58
Nombres para usar en isla

no sabía cómo regresar a tierra firme, por eso pregunté:

–¿Usted no me puede llevar de regreso al puerto? Debe usted tener un…

–No, no. Yo no salgo de acá, ni mi mujer, ni mis hijas. Ya vi que es usted


un señor apendejado, pero no se preocupe. A ver, deme cinco mil pesos más y
ahora llegando a la casa le pido un lanchero que esté acá al quince para las doce
de mañana.

–Sí, está bien. Gracias.

–Vienen los cinco mil, entonces.

Busqué en la maleta y le entregué el dinero solicitado. Don Caralampio


vio la maleta y dijo:

–Acá no se preocupe, nada se le perderá, todos somos honrados. Usted


avisó a sus papás y amigos que estaría acá, ¿verdad?

Dije que sí. No quise decirle que vivía solo y que no había avisado a
nadie, ni siquiera a mi papá (viudo, casado en segundas nupcias con María
Barrientos, la actriz que se hizo famosa gracias al dinero de mi papá, uno de
los productores de cine más importantes del país). Bueno, en la escuela había
copia de un oficio que señalaba la aceptación de mi proyecto, por lo que si algo
me pasaba, los investigadores policiales seguirían la pista. No sé por qué pensé
esto, pero lo pensé, mientras caminábamos por un sendero lleno de palmeras

59
Todo irá bien

y vegetación tupida. Mientras caminaba detrás de él, volví a pensar que todo
parecía un montaje. No se escuchaba a ningún animal corriendo por en medio
de la vegetación ni se escuchaba el canto de algún pájaro. Todo era, lo imaginé,
como debía ser cuando en la Amazonia talan decenas de hectáreas y la fauna
emigra. Era un silencio de cementerio, a punto de cerrar las puertas.

Para evitar esa niebla que parecía cubrir todos los sonidos, le pregunté:

–¿Le gusta su nombre?

Él dijo:

–¿Quién se queja? América se llama América desde hace siglos.

Cuando lo dijo pensé que América se llamaba su esposa y lo de siglos era


como una exageración, pero él aclaró:

–América se debería llamar Américo, Américo Vespucio fue el descubridor


de este continente, ¿no?

Se rascó la cabeza, totalmente calva, llena de sudor y agregó:

–Yo tengo cuatro hijas, me las dio Elena, mi mujer. La mayor tiene 21
años y se llama África; la segunda se llama Tundra y tiene 19 años; la que tiene
dieciocho años se llama Selva y la última, mi coshita, se llama Guatemala.
¿Por qué les puse así? Bueno, los nombres los puso mi mujer. Acá todo se hace

60
Nombres para usar en isla

como dice mi Elena. Las bautizamos así, porque somos de la tierra, pues. Los
hombres y mujeres somos como árboles. ¿En dónde ha visto que los árboles
se llamen Pedro o Elena? No. Los árboles se llaman conforme la tierra donde
viven: durazno, jocote, chumís, ceiba. Sí, me gusta mi nombre.

–¿A qué distancia está su casa?

–Ya estamos cerca, ya conocerá a mis niñas –dijo don Caralampio y sacó
su machete y cortó las ramas que sobresalían y me daban en plena cara. En el
horizonte comenzaba a hundirse el sol, pero el calor parecía subir hasta el cenit.

El reto que teníamos todos los alumnos (dieciocho mujeres y cuatro


hombres) era hacer un documental, de manera profesional, con un simple
celular. Yo elegí DSW para trabajarlo. Mientras caminaba al lado de don
Caralampio con rumbo a su casa abrí mi mochila para comprobar que mi
celular estaba intacto y de paso revisé mi cartera. El viejo caminaba con paso
decidido y macheteaba por uno y otro lado. Era un tipo alto, robusto, ya casi
calvo, parecía escandinavo con la barba blanca larga.

–¿Y usted desde cuándo vive en la isla?

–Ah, ya comenzó con su trabajo. No, no, no eche a perder su experiencia.


Usted sabe que un documental no sólo se hace con las imágenes que captará o
con los testimonios que recogerá. Un documental se hace con lo vivido. Mire,
acá, desde que pisó la isla, está viviendo algo único, que no volverá a vivir, digo,
a menos que quiera volver a desembolsar los doscientos mil pesos que pagó, así

61
Todo irá bien

que tome estas escenas con la cámara de su corazón. ¡Vamos! Tenga cuidado
con ese hueco, no se le vaya a enchuecar la pata para siempre y esto, en lugar
de ser una buena experiencia, se le convierta en una experiencia de la caca.
Vamos, ya estamos por llegar. Mientras se porte bien, acá estará protegido.

Llegamos, vio hacia su casa y gritó:

–¡Niñas, vengan!

Y ellas, como si sólo esperaran la indicación, bajaron por una escalera de


madera y caminaron como niñas de preescolar, una tras otra.

–Ella es África. Nuestra primera hembrita.

Era algo más que hembrita, tenía los ojos azules y era de piel blanca, como
si no fuera de Angola sino de Sudáfrica.

Todas vestían con largos batones de color blanco que les llegaba hasta
los talones, pero, en el caso de África se advertía que bajo ese batón tenía un
cuerpo de africana generosa, con una grupa de yegua inquieta.

–Ella es Selva.

Selva más bien parecía desierto, porque era la más delgada de las cuatro,
con unas ojeras como de mapache trasnochado, tenía el cabello cortísimo lo
que daba una sensación de ser un chico de dieciséis o diecisiete años. Tenía una

62
Nombres para usar en isla

dentadura irregular. Era como una de esas chicas que aparecen en las pasarelas
de moda. Su rostro era como de piedra.

–Ella es Tundra.

Hacía honor a su nombre, porque sus pechitos eran apenas un manojo de


musgo. Pensé que también su entrepierna tendría un manojito de hierba, con
aroma de nieve.

–Y ésta es mi patojita: Guatemala.

Era altísima, tal vez alcanzaba los dos metros. Su cabello bajaba por los
dos lados de su rostro y lo enmarcaba de tal manera que era como de virgen del
medioevo.

–¿Cuántos años dijo que tiene Guatemala?

–No lo dije. Ustedes, los de afuera no se fijan.

Me vio, sonrió, sacó un cigarro de la bolsa de su camisa, comenzó a


retacarlo en la palma de su mano y dijo:

–¿Cuántos años tiene Guatemala? Huy, tiene cientos de años, viene desde
tiempos de los Mayas. No, en serio, mi patojita tiene dieciséis. ¡Ha crecido
como árbol de membrillo! El doctor Miranda dice que todavía crecerá unos
diez centímetros más. Heredó la altura de mi suegra que sobrepasaba los dos

63
Todo irá bien

metros.

Vio hacia donde estaban las cuatro “niñas” y gritó:

–Guatemala, ven para acá, enséñale al señor, ¿cómo dijo que se llama?, los
dedos de tu mano.

Guatemala caminó con paso de tigrillo al acecho de caza. Como todas


sus hermanas, estaba descalza. Sus pies estaban impolutos, como si en lugar
de caminar (levitar) sobre la arena, lo hiciera sobre un piso de mármol. Llegó
hasta mí y mostró la palma de su mano izquierda: Tenía seis dedos. Entre el
dedo medio y el anular le salía un dedo como un pene pequeño, porque no
tenía uña.

–Tóqueselo–dijo don Caralampio–. Vamos, ¡hágalo!

Yo extendí mi mano y toqué el sexto dedo de Guatemala con mi dedo


medio. Era un dedo terso, que se hizo más gordo y grande a la hora que lo
acaricié. Sí, era como un pene pequeño.

–¿Le gusta? –dijo el papá de las niñas.

Retiré mi mano. Guatemala cubrió su mano izquierda con la derecha, y


caminó hacia atrás, sin decir algo, sin levantar la mirada, hasta llegar al banco
donde estaban sentadas sus hermanas. Vi que Tundra sonreía.

64
Nombres para usar en isla

–A ver, niñas, les explico. Acá el señor, ¿cómo dijo que se llama?, estará hoy
sábado y mañana domingo, para hacer una grabación, dice que es estudiante de
cine y hará un documental acerca de cómo hemos vivido en esta isla, sin nunca
ir a tierra firme. Lo que quiere es que ustedes se comporten como si no hubiera
cámara, que de hecho no hay, porque todo lo grabará en su celular. Si quiere
hacer alguna pregunta no le contesten, yo les diré si pueden responder. ¿Están?

–¡Estamos! –dijeron las niñas al unísono, como niñas de escuela.

Sí, debía estar sábado y domingo, pero sólo estuve un día. ¿Por qué?
Bueno, eso es lo que trato de contarles.

–Recuerden niñas, no deben responder ninguna pregunta del señor…


¿cómo dijo que…?, bueno, no importa, nosotros acá, en la isla, lo llamaremos
México. Sí, así se llama usted: México. ¿Le gusta? Suena muy patriótico: México.
Usted viene de México y se llama México. Mi Guatemala, mi África, mi Tundra
y mi Selva son de la Isla, usted es de continente. ¿Ven, niñas? Digo que no
deben responder preguntas de México, porque él es de tierra firme, ustedes
están rodeadas de mar, él está rodeado, perdón por decirlo, de caca de albañal.
Ah, por cierto, el dinero que pagó le da derecho a cenar y a desayunar con
nosotros, la cena consiste en un plato con manzana, pera, mango y un jugo de
naranja; el desayuno es lo mismo, pero con un gajo de sol.

Lo dijo y rio, y cuando se rio se movió como tonel sobre un barco en alta
mar.

65
Todo irá bien

Las niñas pidieron permiso para retirarse.

–Ora, México, no sea irrespetuoso, le están hablando.

–Yo pensé que…

–No, mejor si se acostumbra a no pensar mucho. En la isla vale más seguir


la intuición.

Pero, a partir de ese instante no pude dejar de pensar, porque vi que las
niñas, si bien descalzas, tenían las uñas de los pies cubiertos con una capa de
nácar transparente. ¿Con qué se barnizaban las uñas en esa isla deshabitada?
¿No se suponía que ellas jamás habían salido de ahí y, además (así me había
vendido la idea, Roberto) el papá de ellas no permitía que se acercara gente?
Cuando le conté a Roberto que iba a hacer un video con celular como trabajo
final, él me sirvió una copa más de vino y dijo que celebráramos, yo alcé mi
copa y dije ¡salud!

–Celebremos, porque tengo una idea que no la vas a desaprovechar. ¿Estás


dispuesto a soltar doscientos de los grandes para obtener mención honorífica
en ese tu trabajo?, –dijo y alzó su copa.

–¿De qué se trata? –pregunté.

–Nada, hombre, que tú, un chavo con posibilidades no pondrá requiebros


por el lado económico con tal de obtener la presea dorada.

66
Nombres para usar en isla

Él se haría cargo de todo.

–Por supuesto que yo no te cobro nada, faltaba más. El viejo con su vieja
ha vivido desde ahí desde siempre. Tienen cuatro hijas, dicen que de buen ver.
No me preguntes cómo sé la historia, ni me preguntes cómo viven ahí. Sólo
te diré que si sueltas ese billete lograré que te dejen llegar a la isla para que
grabes el documental del siglo. ¿Lo imaginas? ¿Imaginas tener un testimonio
de gente como Robinson Crusoe en pleno siglo XXI? Y luego, quién quita y
hallas una historia que vaya más allá del mero testimonio. ¿Cómo las hijas
sacian sus apetitos sexuales? ¿Recuerdas la película mexicana “El Castillo de la
Pureza”, que fue tan famosa en los años setenta? ¿La película que contaba cómo
un viejo loco no dejó que sus hijas salieran jamás a la calle para que no se vieran
tentadas por el demonio? Total, si eran sus hijas pues como que él tenía derecho
de todo, ¿no? Este tipo loco convirtió a su casa en una isla. Ahora irás a una
isla convertida en una casa. ¿Cómo lo ves? ¿Hago el contacto? Deja todo en mis
manos, tú prepara tu mochila. ¿Te parece bien en quince días? A ver, a ver…
Y Roberto hizo el contacto y cuando fue a despedirme a casa me dijo que no
olvidara llevar el resto, y algunos billetes más, porque nunca se sabe. “Vas a un
lugar deshabitado, pero puede que tengas necesidad de hacer alguna recarga en
el Oxxo de la isla.”, y soltó la carcajada, orgulloso de su ingenio pueril. Y revisó
en su celular el calendario y fijamos fecha. Sonaba muy bien la idea, hasta que
vi que las niñas tenían las uñas barnizadas y África tenía algo como un tatuaje
en la base del cuello. Cuando se agachó tantito para rascarse un dedo del pie
izquierdo vi que en la línea superior del batón había algo que tenía toda la traza
de la Torre Eiffel. No era nada ritual. A partir de ese instante, mi vista comenzó

67
Todo irá bien

a buscar más elementos que confirmaran mi sospecha que me habían timado.


El viejo había dicho:

–Usted está en su casa. Puede entrar con su cámara a todos lados, los
cuartos, la cocina, incluso, los baños. Venga, venga, mire acá son los baños,
tenemos dos porque luego nos gana la apuración y ya no estamos en tiempos
en que, como perritos, lo hacíamos al aire libre (los baños eran dos covachas
con paredes de junco y un hoyo a mitad del suelo). Las niñas se bañaron e
hicieron sus necesidades muy temprano, así que no volverán a entrar al baño
hasta mañana, ya a la hora que usted haya partido, así que no se “intimidice”,
entre a cualquier cuarto con toda confianza.

Y cuando se despidió me dijo que me apurara porque ya me quedaba


poco tiempo y volvió a decirme que lo más importante no era la cámara del
celular sino la cámara de mi corazón. Pensé que eso era muy poético, pero
luego, cuando recordé que no me había asignado una habitación, pensé si no
su espíritu poético me mandaría a dormir en la playa, para extasiarme viendo
el cielo a media noche. Lo alcancé.

–No, no, ¿cómo cree? Usted duerme con nosotros, en la recámara nuestra
hay una hamaca sobrante, lo mismo en la recámara de las niñas. Duerma donde
le plazca más. Si quiere dormir en la de las niñas tendrá más qué contar en su
documental. Los viejos tenemos más cosas qué contar, pero las niñas tienen
más cosas para mostrar. Vamos, México, ¡vamos! ¡No se achicopale! ¡Cumpla
con su misión!

68
Nombres para usar en isla

Pensé que sólo faltaba que dijera: Sí se puede; pero, además pensé que su
lenguaje también era un indicio más para para fortalecer mi teoría. ¿Por qué
el viejo no hablaba como si fuera nativo de la isla, sino como habitante de una
ciudad cosmopolita?

Vi mi reloj y vi que eran las siete con diez de la noche. ¡Se me había ido
la tarde y no había hecho ni una sola grabación! Todo, bonita cosa, se me había
ido en grabar, como había sugerido el viejo, escenas en mi corazón, pero estas
escenas comenzaban, como grasa, a tapar arterias mentales y me obligaba a
dudar de la autenticidad de mi trabajo. ¡Me timaron!, pensé y dije que en cuanto
regresara a casa le reclamaría a Roberto. ¿Y si no volvía a casa? ¿Para qué me
había dicho Roberto que llevara más dinero a la isla? “Nunca se sabe”, había
dicho. El viejo ya me había quitado más dinero con pretexto de la llamada
al lanchero. ¿Cómo se comunicaba? Sí, con un radio de comunicación. ¿Con
un celular? ¡Cómo un hombre que nunca había abandonado su isla tenía un
sistema de comunicación! Sí, estuve seguro que me habían visto la cara.
¿Quién sabía que yo estaba en la isla? Aparte de Roberto ¡nadie más! El viejo
podía desaparecerme tranquilamente y nadie echaría de menos mi ausencia.
Pero, ¿para qué desaparecerme? A las ocho con treinta y dos pensé que mi
misión cambiaba de camino: más que espiar a las niñas debía espiar al viejo.
¿En dónde estaba? Además, jamás, hasta ese momento, había visto a su mujer.
Como si fuera un delincuente caminé hacia la choza de las niñas y husmeé
a través de un ventanuco. Las niñas, al parecer, ya se habían acostado en las
hamacas. El cuarto olía a sudor, a un sudor que era más que un sudor exótico,
animal, de niñas vírgenes; en el ambiente había un aroma extraño y alcancé
a ver en una esquina un brasero con una varita de esas que se topa uno en

69
Todo irá bien

cualquier tienda de ropa de segunda en la Ciudad de México. ¡Una vara de


incienso! ¡Eso era el colmo! Era la puntilla que confirmaba mi teoría. Este viejo
había contratado a cuatro edecanes para que se hicieran pasar por sus hijas,
por residentes de una isla habitada sólo por ellos. Al otro día, después que yo
me embarcara en la lancha con motor a borda, ellas irían al otro lado de la
isla para embarcarse en un yate. Sí, por eso la prohibición del viejo para que
respondieran a mis preguntas. Pensé que iría a la covacha del viejo, lo tomaría
de la solapa, vería su rostro de miedo y le exigiría una explicación, pero, ¡no!,
no podía hacer eso. Mi esmirriado sentido común me impuso tranquilidad.
No podía arriesgarme a algo. Estaba solo. El viejo se miraba que era de armas
tomar. De los doscientos mil se quedaría, aparte del gasto de contratación de
edecanes, con unos cien mil o ciento veinticinco mil, libres de polvo y paja. En
dos días ¡era un trabajo indecente muy decente! Pero, y ¿si no se conformaba
con ese dinero? ¿Y si quería más? Imaginé lo que Roberto le había dicho: Sí, es
hijo de un productor pagudo. Vive solo. Vive solo porque así le gusta, pero no
significa que el papá no esté a su cuidado. La paga que tiene mi amigo, ¡buena
paga!, viene de lo que el papá le da. Sí (y un temblor sacudió mi cuerpo al
pensarlo), si lo secuestramos, su papá soltará cuando menos un millón. Hay
que ser cautos, para no meternos en problemas.

Estaba en esas elucubraciones que me habían hecho sudar de más y me


tenían adentro de mi camisa como adentro de un temazcal cuando escuché
el rumor de unos pasos. ¡Era Guatemala! Pasó a unos diez metros de donde
estaba yo, se paró al lado de una palmera, se subió el sayal, se acuclilló y dejó
soltar un chorro potente, que, estuve seguro, hizo un pocito en la arena y lo
llenó de espumosa orina tibia. No tenía el celular a mano, me golpeé la frente.

70
Nombres para usar en isla

Ya eran más de las diez de la noche y no había hecho ni una sola toma.

–¿Te calienta ver orinar a una mujer?

Me preguntó Guatemala, en voz baja y sensual. Ya estaba a mi lado. No


dejó que le respondiera la pregunta. Me soltó otra, en voz baja, cerca de mi
oído, tan cerca que sentí el calor de su aliento:

–¿Te sobran cincuenta mil? Si me los das yo te ayudo.

No dudé en responder con otra pregunta. La luna asomaba por encima de


la palapa donde dormían las niñas, cubría todo de un color plateado.

–¿Ayudarme en qué?

Guatemala me tomó del brazo, se llevó el índice a la boca, para indicarme


silencio, me llevó más allá y dijo:

–Recuerda que mi papá dijo que no debíamos responder a tus preguntas.


Si tienes los cincuenta, ¡dámelos! Yo te ayudo –y dejó de apretarme el brazo, se
alejó, volvió la mirada y dijo–, apúrate, porque tu tiempo se agota.
Fue cuando pensé que sí, que estaba metido en un pozo. El viejo me tenía
secuestrado. Cuando pasé por su choza escuché que hablaba con alguien. No
era con su esposa. Esta mujer jamás había aparecido. Además, sólo se escuchaba
su voz, como si orara, pero, qué tonto, por supuesto que no oraba, lo que hacía
era hablar por teléfono. ¿Y si…? No, no, no podía estar secuestrado. ¿Hablaba

71
Todo irá bien

con mi papá? ¿Con Roberto? Caminé por un sendero de gravilla. Me quité los
zapatos. Llegué hasta donde había dejado mi mochila, metí mi mano y saqué
el celular, oprimí el botón de encendido. Esperé. Vi el celular. No prendió. ¿Se
había agotado la batería? Estaba seguro de haberlo cargado al cien. Escuché
pasos. Volví la mirada. Era Tundra. Hizo lo mismo que Guatemala con su índice
y me llamó. Fuimos al lugar donde había orinado Guatemala y, en voz bajísima,
me dijo:

–Sé quién eres. Tu papá es don Guillermo de La Vega. Ayúdame y yo te


ayudaré…

Quise preguntar, pero ella insistió con su índice.

–No, no digas nada. Si te quedas acá puedes correr peligro. Ya escuché


una conversación que suena peligrosa. Yo puedo ayudarte a salir, pero debes
jurarme que, en México, bueno, en la Ciudad de México, tú me ayudarás a
actuar en las películas de tu papá. Tienes que jurármelo. Quédate aquí. No
hagas nada. Voy por ayuda.

Y me quedé como palmera, hasta que escuché el rumor de pasos. ¡No! No


era Tundra. Era Roberto. Con su dedo índice en los labios me pidió silencio.

–No digas nada. Toma tus cosas y vámonos –dijo. Él tomó mi mochila y,
como si fuese un escolar, me tomó de la mano y me llevó por el camino donde
había llegado. Iba descalzo. No supe el lugar donde dejé olvidados mis zapatos.
Mientras caminaba rápido volví la mirada. En las chozas había un silencio

72
Nombres para usar en isla

rotundo. En realidad, jamás había escuchado sonido alguno, jamás me había


topado con algún pájaro o con un mono aullador que aventara cocos. Todo
parecía un set cinematográfico para una película de bajo presupuesto. Mientras
caminábamos guardamos silencio, porque cuando le dije a Roberto, pero,
¿qué?, él no dejó que continuara, me vio y volvió a poner el dedo sobre su boca.
Llegamos a la playa. Reconocí el rumor de las olas. Ese parecía el único sonido
real. Supe que había dejado el set. Roberto me ayudó a subir a una lancha,
prendió el motor fuera de borda y cuando estuvimos lejos de la playa, cuando
ya se veía el resplandor de todas las luces del puerto, me dijo:

–Perdón, no supe que este tipo era una verdadera mierda.

–Pero, ¿qué?

–Nada, hombre. No digamos nada en este momento, todo puede ser


peligroso. Ahora necesitamos una taza de café.

Y llegamos al puerto y buscamos (bueno, Roberto buscó) una cafetería y


pedimos dos tazas de americano y sándwiches de jamón; y Roberto me contó
que, justo en la mañana, había estado en la hemeroteca de la universidad (él
estudia Derecho. Lo había conocido en una fiesta en casa de un amigo común),
buscando información para su tesis en el archivo digital, cuando vio en la
pantalla un encabezado que lo dejó frío: “Desaparecen cuatro chicas en isla
deshabitada.”. La nota, fechada el 5 de abril de 1999, hablaba de un tal Emilio
Fernández (homónimo de “El indio”, pensé), que había contratado a cuatro
edecanes para llevarlas a una isla. Habían sido contratadas para filmar un

73
Todo irá bien

cortometraje, al final, Emilio las había ejecutado.

–Pensé en ti. Sentí pavor. Fui al final de la nota y hallé que el tipo había
sido encarcelado. Ya no me interesé en saber qué había ocurrido y cómo la
policía había resuelto el caso en esa isla abandonada. Lo que pensé es que tú
estabas en una isla abandonada, abandonado. Perdón. Lo importante es que
estás bien. Tenía qué rescatarte. Sé que tu trabajo lo podrás rehacer, ¿verdad?
Me pidió mi celular, lo abrió y me enseñó: no tenía pila. Subí la mochila a mis
muslos, la abrí y busqué el sobre donde llevaba el dinero. ¡Nada!

–¡Claro! Estuviste en peligro. Lo bueno es que estás bien –dijo Roberto,


alzó la mano y pidió la cuenta.

–Pero, ¿tú no conocías qué clase de tipo era este hombre de la isla?

–No, no. Y no pienses en averiguar o meter demandas, porque no sabemos


con qué clase de sabandija tratamos. Me apena haberte fallado. Yo no sabía.

–Ya, tampoco es para tanto. Como dices, lo importante es que estoy a


salvo.

–Sí, eso es lo importante amigo mío. La vida no tiene precio, eso nos
queda muy claro.

Me llevó a mi departamento y dijo que llamaría al día siguiente.

74
Nombres para usar en isla

En casa, saqué lo poco que llevaba en la mochila. Golpeé el escritorio,


menté madres, abrí el refrigerador, abrí una lata de cerveza, tomé un sorbo,
aventé la lata sobre la pared, manché la pared y la alfombra; me dejé caer sobre
el sofá de cuero, tomé el control, prendí el televisor y, pinche casualidad, vi que
el canal de “Cine Mexicano”, trasmitía “El rincón de las vírgenes”, con el Indio
Emilio Fernández.

¿Levantar una demanda? ¿Contra quién? ¿Contra qué? No tenía elemento


alguno. Había perdido más de doscientos mil pesos y me había quedado sin
una sola imagen para elaborar mi trabajo escolar. Eché a andar la contestadora
automática. “¿Estás bien?” Llámame en cuanto llegues a casa”. Era mi papá.
Marqué y lo llamé.

–Gracias a Dios, que estás bien –dijo. Escuché el tintineo de los hielos
del güisqui que saboreaba–. Ven a verme, mañana a primera hora–. Nos
despedimos. Pensé que sonaba raro.

Dejé que amaneciera, entré a la cocina, preparé unos huevos con chorizo
y un jugo de naranja. Desde el teléfono fijo del departamento llamé a mi
asesor y le expliqué la situación. Lo lamentó. Dijo que nada podía hacer. Me
sugirió que lo pensara bien, que podía recursar la materia, que no abandonara
la carrera, que la profesión de cineasta, como cualquier profesión, tenía sus
riesgos, pero que valía… Colgué. Decidí que no volvería a la universidad. Bajé
a la calle, compré un celular, llamé a mi papá. Él dijo que sí, que me esperaba en
su despacho. La secretaria, en cuanto me vio, se puso de pie y dijo: Su papá lo
está esperando y abrió la puerta de su privado. Mi papá me vio, puso sus manos

75
Todo irá bien

sobre el escritorio y vi que no pudo pararse como fue su intención, dejó caer su
cuerpo sobre el asiento. Yo me acerqué y lo abracé.

–Siéntate.

Le conté que había dejado la escuela. Él se paró, fue al ventanal, desde


donde se veía gran parte de la ciudad. Dijo que era lo mejor, que siempre me lo
había sugerido. Yo tenía la bandeja de plata entre las manos. ¿Quería dirigir?
Los grandes directores del cine nacional trabajaban para él.

–Desde hoy ve al set. Ahí tendrás la mejor universidad del mundo.


Y llamó a la secretaria y le ordenó que lo pusiera en contacto con Beto Alazraky,
quien, en ese momento, dirigía “La sombra de los caudillos”.

–Listo.

Iba a agradecerle a mi papá, pero él alzó la mano y me detuvo.

–¿Te acuerdas de Yaco?

–¿Tu guardia personal?

–Sí, él. A partir del día de hoy, él te acompañará a todas partes. No


queremos que vuelva a suceder algo semejante. Esto fue peor que bajar a los
infiernos.

76
Nombres para usar en isla

Y todo ingenuo, dije:

–Así que estuve secuestrado, ¿verdad?

–¡No! Nadie te levantó. Fuiste a entregarte solito. Pudo terminar en


tragedia. Pero, bueno, ya pasó.

–¿Cuánto pagaste?

–Ya pasó. Vamos, hacia adelante. No le rasquemos.

En cuanto salí de la oficina llamé a Roberto. Por supuesto no obtuve


respuesta. Llamé al amigo común, dijo que no, que no sabía dónde estaba,
tenía tiempo de no verlo. Cuando le di el domicilio a Yaco, para que buscara a
Roberto, Yaco me preguntó si tenía relación con la historia (desde entonces le
llamamos así). Ante mi silencio dijo que intuía que sí, por lo tanto, sugería que,
como había dicho mi papá (lo había aleccionado bien) no le rascáramos más.
Todo tenía que ir hacia adelante.

Así llegué al estudio de grabación y comencé mi carrera como auxiliar de


dirección, con uno de los grandes.

Dos días después, mi auxiliar me sirvió un café y dijo que una chica me
buscaba. En la puerta estaba la chica, como estaba a contraluz, no distinguí su
rostro. Dije que estaba bien, la atendería. Ella caminó hacia donde estaba yo. La
reconocí, era ¡Tundra!

77
Todo irá bien

–¿Puedo hablar con usted a solas?

Le dije a mi auxiliar que avisara a Alazraki, saldría tantito. Fuimos a la


cafetería de los estudios, nos sentamos en la mesa junto al ventanal, la reservada
a mi papá.

–¿Y bien?

–Veo que está bien. Doy gracias a Dios.

–¿Tú?

–No, yo nada. Yo, igual que mis amigas fuimos contratadas por un señor,
por diez mil pesos. El trabajo, nos dijeron, era sencillo, debíamos actuar como
niñas nacidas en la isla, hijas del señor que usted conoció y del cual jamás
conocimos su nombre.

Iba a preguntar más, pero vi a Yaco, en la otra puerta del estudio. Movía
la cabeza. Supe qué debía hacer.

–Y bueno, ¿qué puedo hacer por ti?

–Agradecería mucho que me ayudara. Usted sabe que este mundo del
cine es muy difícil. Si no tienes una buena palanca o le lames el pito a un picudo
del medio es difícil que tengas una carrera.

78
Nombres para usar en isla

Y juntó las palmas de sus manos y sonrió.

Vi a Yaco. Supe lo que me sugería.

Bueno. Ya lo conté. Ahora ustedes conocen la historia de mi primer


cortometraje, el que obtuvo el premio en el Festival de Cannes. Así fue. Decidí
que la historia de mi historia tenía elementos cinematográficos. Contraté actores
y actrices y nos trasladamos a la isla privada de un amigo de mi papá y ahí seguí
las normas establecidas por “El Pelochas”. En veinticuatro horas grabé todas las
escenas, con un celular. Esto fue lo que hizo que el jurado de Cannes volviera
la mirada a mi trabajo. El trabajo de posproducción sí fue realizado por los
técnicos del estudio de mi papá, asesorados por Antoine Fave.

Quiero terminar con lo siguiente: Es una historia olvidada, pero siempre


presente. Cuando escucho el nombre de México es como si alguien me
conectara un cable energizado. Escucho ¡Viva México!, y me esponjo como
guajolote, como me enorgullecí la noche que en Cannes subí al escenario a
recibir la estatuilla; pero, cuando estoy en el bar con amigos y alguien comenta
que México está cada vez peor, siento un aguijón en el centro de mi estómago.

Si, como lo hice aquel día en la isla, alguien me preguntara si me gusta mi


nombre diría que no, que no me gusta llamarme como me llamé en la isla. Me
gusta llamarme como me llamo.

79
UN MUERTO PARA
LA VIDA
Díganme: ¿se les ha muerto alguien? Yo no tenía muertos, por eso vivía feliz,
tranquilo. Yo, cuando tenía ocho o nueve años de edad, era el único de la familia,
del barrio, al que no se le había muerto alguien. A mi hermana se le había
muerto “Duque” y luego el novio que estaba a punto de pedirla en matrimonio.
Por esto, mi hermana no volvió a tener mascota ni novio. Quedó decepcionada
de la vida. Lloró mucho la muerte de “Duque”. A Duque lo enterraron en el sitio
de la casa, al lado del árbol de durazno. Lloró, también, la ausencia del novio.
Nunca supe en dónde habían enterrado al novio. Mi hermana lloró mucho
cuando murió, pero, si he de ser sincero, debo decir que lloró mucho más la
pérdida de Duque. Lo entiendo. Los perros son más fieles y más cariñosos que
los novios.

De mis personas cercanas, mi abuela era la que tenía más muertos.


Siempre es así. Los más viejos han visto más de la vida y la vida no es más que
80
Un muerto para la vida

una sucesión de ausencias. Los muertos de mi abuela no eran míos, porque yo


no conocí a ninguno de sus muertos. La abuela siempre me contó que su hijo
Joaquín, hermano de mi mamá, había muerto en la guerra. La abuela contaba,
una y otra vez, cómo se había enterado de la muerte de su hijo. Contaba que
era un viernes de junio, había entrado, como todos los días, al oratorio, había
tomado una caja de cerillos y prendió uno para encender la veladora que estaba a
mitad de la mesa de cemento del oratorio, construida por el maestro Guillermo,
el albañil más reputado del barrio. Dijo que a la hora que prendió el pabilo de
la veladora, una corriente de aire helado la apagó. La abuela sintió un escalofrío
que le puso algo como una compresa de hielo en los huesos. Se echó el chal
sobre la espalda y prendió el segundo cerillo. Digo que fue el segundo, porque
debió prender tres, ya que el otro tampoco sirvió de mucho, una corriente de
aire volvió a apagar el segundo intento. La corriente de aire que entró a la hora
que Elvira abrió la puerta apagó la flama.

–Señora, disculpe, pero en la puerta hay un hombre que insiste en verla,


dice que tiene algo muy urgente para decirle. El hombre tiene uniforme.

La abuela tuvo un presentimiento. Siempre los tenía. Contaba que presintió


el temblor de 1948 y también presintió que algo le iba a pasar al sol, un día antes
de que se diera el eclipse de 1956.

Como presintió algo que no era cosa buena, le dijo a Elvira que dejara la
puerta abierta, que pasara al hombre a la sala, que ya pronto iría. Oyó los pasos
de Elvira que se perdieron en el corredor, entonces prendió el tercer cerillo y con
éste encendió la veladora, se persignó ante el crucifijo donde estaba clavado un

81
Todo irá bien

Cristo que le gustaba mucho, una talla en madera hecha en Guatemala, porque
el Cristo no tenía el clásico rictus de dolor, sino que tenía un rostro apacible,
como si estuviera en un día de campo, rodeado de hijos y nietos, y no colgado,
con las heridas en el pecho. ¿Jesús había tenido hijos y nietos?, se preguntaba la
abuela, a cada rato.

La abuela dejó la caja de cerillos al lado de la veladora, caminó al reclinatorio


de madera, forrado con terciopelo rojo vino, se hincó y oró:

–Te pido, mi Dios, que no sea lo que estoy pensando.

Y fue a la sala, para enfrentar lo que presentía era una noticia desagradable.

Contaba que cuando entró a la sala, que estaba en penumbras, porque


Elvira no había prendido la luz y ya eran las seis de la tarde con veinte minutos
(Jamás olvidaría la hora que marcaba el reloj de péndulo que estaba en un
esquinero, al lado de la consola.) vio que el hombre uniformado se puso de pie,
se descubrió, colocó el quepí debajo de su brazo izquierdo, chocó los talones de
sus botas y preguntó:

–¿La señora Hermila Gómez viuda de Avelar?

La abuela contaba que, por un instante olvidó su presentimiento. El


uniformado era un joven muy guapo, con ojos azulísimos y cabello dorado, que
le caía como si fuera una cascada de reflejos. Contaba que escuchó su nombre
con tal precisión, con tal hondura, que le pareció que el hombre era un enviado

82
Un muerto para la vida

divino que estaba a punto de darle una noticia que la marcaría para siempre,
como en realidad sucedió.

La abuela contaba que no tuvo necesidad de responder, colocó sus manos


sobre su vientre, bajó la cabeza, como si estuviese a punto de orar, cerró los
ojos y esperó el mazazo: que sería como una luz que abriría una grieta por
donde correría el aire o sería una cuerda oscura que comenzaría a quitarle el
poco aire que aún la rodeaba. Esperó. Esperó. El uniformado seguía ahí parado,
escuchaba su respiración de pez suspendido en el agua, pero no hablaba, así
que a la abuela no le quedó más que restarle dramatismo a su escena histórica
y, en la misma posición que se encontraba, abrió la boca y dijo un tímido:

–Sí, yo soy la mencionada. Tengo cincuenta y cuatro años y soy madre de


Joaquín Avelar Gómez.

La abuela contaba que no sabía el porqué, pero se sintió obligada a decir


el nombre de su hijo. Pronto supo la razón. Escuchó que el uniformado dio dos
pasos hacia ella, de tal suerte que quedó a pocos centímetros, presintió que el
uniformado metió su mano derecha en la bolsa de su chaquetín de color verde
aceituna y buscó las manos de ella que seguían colocadas como un nido de
pájaro sobre su vientre. Sintió que el uniformado le entregaba una cadena con
una placa pequeña. Era como si el hombre le entregara el corazón de otro, un
corazón ya frío: el corazón de su hijo.

–Lo siento mucho, señora.

83
Todo irá bien

Dijo el uniformado, cerró su mano tibia sobre las manos de la abuela,


unió los talones de sus botas, se colocó el quepí y se retiró. Cuando estuvo en la
puerta dijo dos o tres palabras que ya no captó la abuela. ¿Qué había dicho? La
abuela ya no reconocería jamás el color de ese hilo verbal.

Siempre que la abuela contaba esa historia, se le llenaban sus ojos de


agua y sus labios temblaban como si fueran labios de pez hambriento; siempre
que la abuela contaba, cogía el chal y con la punta se limpiaba las mejillas por
donde corrían las lágrimas; siempre que la abuela contaba, yo me encogía a su
lado, deseaba pasarle un poco de calor de mi cuerpo a sus piernas flacas, ya
apergaminadas; siempre que la abuela contaba, mi mamá decía:

–¡No, no, hijo, tu abuela delira! No creás todo lo que te cuenta, muchas de
sus historias están sacadas de las películas que ve. No. Qué locura. Mi hermano
no murió en la guerra. Tal vez ni muerto está. Un día desapareció y no volvimos
a saber más de él. Puede estar muerto, pero puede estar vivo. Tal vez es un
pordiosero, porque nunca fue muy hábil con las cosas prácticas de la vida; pero
puede ser un hombre poderoso, porque siempre fue muy hábil para relacionarse
con la gente de paga. Recordá lo que te advierto: Tené cuidado con las historias
de la abuela. Está bien, y a mí me da gusto, que te llevés bien con ella, pero no
creás todo lo que cuenta. ¡Mi hermano en la guerra! ¡Qué bobera! Ni de niño
jugó a la guerra, siempre se la pasaba dibujando.

Pero mi abuela decía lo contrario. Cuando yo le contaba que mi mamá


decía que no era cierto lo que contaba de la muerte de su hijo (sólo había tenido
dos hijos: el muerto y mi mamá), ella me miraba fijamente, dejaba el tejido y la

84
Un muerto para la vida

aguja sobre sus muslos y me abrazaba. Mi cabeza quedaba al lado de su cadera


derecha, porque yo siempre me sentaba en el piso a su lado, y ella, siempre, se
sentaba en una silla de madera y mimbre que no tenía descansabrazo s, por
eso mi mamá siempre la reprendía y le suplicaba cambiara de asiento, porque
cuando dormitaba, se le caía el tejido y ella bamboleaba de un lado para otro,
como barco a punto de caer a un abismo infinito en el mar tenebroso. Mi abuela
decía:

–Ay, tu mamá, tu pobre mamá. Dice lo que dice, porque se niega a aceptar
la verdad. Mirá que decir que su hermano está extraviado. Lo dice porque, en
lo interior, quisiera pensar que tu tío está vivo todavía. Lo que pasa es que ella
ha tenido muchas ausencias, comenzando con Duque, el perro de tu hermana,
y rematando con el bulto que la embarazó por dos veces, ¡dos veces!, ¿quién ha
visto eso? Ojalá que el bulto que la embarazó tenga el mismo infierno en vida
que tendrá en su muerte.

Porque, cuando estaba de buenas, mi abuela contaba que mi padre


(siempre le decía “El bulto que la embarazó”) había sido como un ventarrón
que se apareció cuando en el pueblo había algo como un estado de sitio, porque
tropas federales combatían contra unos alzados que azolaban los pueblos. El
pueblo vivía con normalidad durante la mañana y la tarde, las personas iban
al mercado, tocaban las campanas para misa y para la entrada a clases de los
niños, tomaban trago en las cantinas, bailaban, iban a burdeles, daban vueltas
en el parque y, de vez en vez, enterraban a los que, un día antes, aparecían
difuntitos en la represa o en las faldas del cerro que tiene forma de campana y
que por eso le llaman el “Cerro Talán Talán”. Pero, a partir de las seis de la tarde,

85
Todo irá bien

hora en que se ocultaba el sol, todos se resguardaban en sus casas. A esa hora,
en todo el pueblo se oía el cerradero de puertas, las dobles llaves y las trancas,
los rezos de las abuelas pidiendo la paz de todo el mundo, pero sobremanera
del pueblo. Todo mundo se encerraba en las salas o en los comedores o en las
cocinas y platicaban o jugaban dominó o tomaban copitas de aguardiente o
miraban las telenovelas o intercambiaban caricias detrás de las puertas o en las
camas de cuartos clausurados.

–Fue una noche de esas cuando oí el ruido sobre el tejado. El que caminaba
arriba procuraba hacerlo con cuidado, como para que pensáramos que era un
gato o un tlacuache, pero rápido se escuchaba que era un hombre, porque eran
pasos de hombre, que siempre son más pesados que los de la mujer. Además,
a las once de la noche, las mujeres no están trepadas en los tejados. Sólo los
hombres se atreven, y los hombres que se atreven, hijo, son los delincuentes
que van a robar dinero o van a robar mujer. Yo estaba a esa hora rezando los
retales del padre nuestro, antes de apagar la luz y dormirme. Bien que escuché la
tronazón de tejas. Me paré, me puse las pantuflas, el chal y descolgué la carabina,
herencia de tu abuelo, pero no me dio tiempo de abrir la puerta, porque el bulto
que la embarazó ya estaba adentro de la habitación y, como si fuera conocido
de la casa, preguntó que dónde estaba tu mamá. El hombre, aún en medio de
la oscuridad, se miraba que era fino: alto, esbelto, con buena voz, bragado, de
manos y pies grandes, ojos verdes, así que moví la carabina a la izquierda y
señalé la puerta de la recámara de tu mamá y me metí de nuevo a la cama, con la
carabina sobre mi pecho, como si fuera un escapulario. A la mañana siguiente, al
abrir los ojos, escuché que tu mamá regaba los helechos del corredor y cantaba:
“Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…”, y pensé que no tenía de

86
Un muerto para la vida

qué preocuparme. Me levanté, colgué la escopeta, abrí la puerta, recibí el tenue


aroma del ladrillo mojado y pregunté: ¿Cómo amanecimos? Y tu mamá colgó
una sonrisa en su cara, como si colgara una hamaca en un cielo con arco iris.
Supe que no tenía de qué preocuparme. Y de ahí nació tu hermana, pero no
acabó ahí la historia. Otra noche, dos años después, volví a oír la tronazón de
tejas. No me levanté. Dije que tu mamá no lo dejaría entrar, pero a la mañana
siguiente, mientras le daba el pecho a tu hermana oí que tu mamá cantaba:
“Amorcito corazón…”, supe que nueve meses después llegarías a alegrar la casa.

–¡No, no!, hijo. Todo es pura imaginación. Ya te he dicho que no le hagás


caso a todo lo que cuenta tu abuela -decía mi mamá-. Como mira tantas películas
ya confunde la realidad con lo que aparece en la pantalla. ¡Ah, qué historia tan
hilarante! ¿Así que vos naciste de esa noche?

Y mi mamá seguía echando las tortillas al comal y sonreía.

Y no tenía muerto, pero un día, ¡lamentable!, me estrené, porque esto es


así, cuando uno tiene un muerto en su vida, todo, como mazorca, comienza a
desgranarse, y más difuntos se van agregando a la relación, porque todo mundo
dice que la carne es para la putrefacción, y un día mi abuela murió. Y no pude
compartir esta tristeza con nadie. ¿Cómo, si mi hermana se había ido de casa, y
nunca más volvió?

Una tarde antes de su muerte, mi abuela me dijo que había tenido un


presentimiento. Mientras veía una película en la televisión, en blanco y negro,
sintió algo como un aleteo de paloma de plomo en su pecho. Se paró y fue

87
Todo irá bien

al oratorio a prender la veladora e hincarse en el reclinatorio para orar, para


preguntarle al Señor qué le estaba ocurriendo, por qué sentía esa ramazón
trabada en su pecho. Contó que se hincó e hizo la señal de la cruz. Dijo: En el
nombre del Padre y puso sus dedos en forma de cruz sobre la frente; del Hijo y
llevó sus dedos al pecho; y del Espíritu Santo, y, al llevar sus dedos, en forma de
cruz, del pecho al pecho izquierdo escuchó una voz que le dijo:

–Ya es hora, hija mía. Te estoy esperando para que estés a mi diestra.
La abuela contó que deshizo la cruz de sus dedos y colocó ambas manos sobre
su pecho y vio hacia el frente, donde resplandecía una luz que jamás había visto,
ni siquiera imaginado. Todo el altar era como un cuna de donde emergía una
luz cálida. ¡Era el Señor!, dijo, y se persignó a la hora que me lo contó y yo vi
que en su rostro había una placidez que jamás había visto. La abuela me vio,
puso su mano sobre mi cabeza, y, revoloteando sobre mi cabello ensortijado,
dijo:

–Ya es hora, hijo mío.

–¡No, hijo! Debe ser otra película que la abuela te está contando. Hace
cinco días vino el doctor Pérez para su chequeo mensual y dijo que tu abuela,
dentro de su mal, está bien. Su presión está controlada. Nada de qué preocuparse,
hijo, nada de qué preocuparse.

Pero yo sabía que mi abuela contaba su propia película. Una película que
estaba en busca del fin; una película que fue emocionante, no tanto para los
espectadores sino para la propia intérprete principal que fue ella, quien dejó que

88
Un muerto para la vida

la dirección de Dios armara todas las escenas y le procuró una vida sosegada
que, en los últimos cuarenta años de su vida, se concretó a no salir de casa
más que para ir a misa los domingos y, eventualmente, ir a fiestas organizadas
por sus amigas y familiares o ir, cada último sábado de mes, al panteón a
dejar ramos de siemprevivas en la tumba del abuelo. Era feliz estando en casa,
ahí recibía amigas, a las mujeres que le llevaban la verdura y aprovechaban a
tomar un vaso de agua de limón que les convidaba la abuela; le encantaba ir
al sitio y, en compañía de Elvira, arrancar la maleza de los arriates. Mi abuela
entraba a la cocina a supervisar que los alimentos estuviesen a punto, tanto
los del desayuno, como los de la comida y la cena, mientras soplaba la brasa
del fogón para darle vida y tomaba sorbos de café. Mi abuela, después de
ordenar el lavado de la vajilla, iba a la sala, prendía la televisión, se sentaba en
su asiento sin descansabrazos, tomaba el tejido y miraba películas, una tras
otra. Le encantaban las películas de la edad de oro del cine mexicano, pero
también adoraba las clásicas del cine hollywoodense, de los años cincuenta y
sesenta. Amaba las películas donde aparecían sus actores consentidos: Clark
Gable y Humphrey Bogart. Su prodigiosa memoria, que siempre fue alabada
por toda la familia y requerida por investigadores e historiadores de la región,
retenía parlamentos, escenas y la historia completa de cada película disfrutada.
Por esto, mi privilegio de niño y de adolescente fue estar a su lado, tarde tras
tarde, de cinco a seis, horario en que hacía una pausa para estar conmigo, para
contarme las escenas principales de su película personal. Yo siempre le creí
todo lo que contaba. Por eso, cuando me dijo que Dios le había hablado en
medio de una luz inexplicable, indecible, jamás vista por mortal descreído, yo
¡sí le creí! Dios le había hablado y le había dicho que estaría sentada a su diestra,
privilegio único de personas bondadosas que, en lugar de joder al prójimo,

89
Todo irá bien

dedican su tiempo a sembrar matas de lavanda, a limpiar las matas de frijol, a


orar y a ver cientos de películas.

Por esto, cuando a mi abuela se le cayó el tejido y las agujetas y la vi llevarse


las manos al pecho, con una cara transfigurada, como si unas garras abrieran el
interior de su pecho, supe que su presentimiento y la voz de Dios cumplían su
destino. Me paré. Iba a gritar: ¡Mamá, mamá, abuela necesita ayuda!, pero ella,
la abuela, estiró su brazo y me cogió con su mano. Con su mirada de silla rota,
de mimbre descosido, me vio y dijo:

–¡No! Es inevitable. Ya es mi hora. Que nadie, más que tú, vea mi despedida.

Lo dijo con una voz de murmullo, como de frotamiento de patas de grillo.


Supe que su película debía tener el fin que merecía: Que la sala no tuviera
más espectador que el nieto que la había acompañado tarde tras tarde, el que
disfrutaba con sus historias, historias que eran reales, que le habían sucedido, a
pesar de lo que aseguraba su hija, mi mamá.

Ya no dijo más. Se dobló como si fuera una varita tierna, impulsada por
un ventarrón. Como el barco siempre invocado por mi mamá, se dobló y cayó
sobre el mar infinito del piso de madera. Ahí quedó varada, para siempre,
hasta que alguien de la casa la hallara. Quedé frente a su cara. Sus ojos, como
claraboyas, me veían fijamente. Yo, como me había contado en varias historias de
sus muertos, me arrastré y, con mi mano derecha, con precisión y con cuidado,
cerré sus ojos para siempre. Esos ojos que habían visto tanta vida a través de la
pantalla de la televisión se cerraron y fue como si escribieran la palabra FIN.

90
Un muerto para la vida

Ahí la dejé. Botada. Sola. Barco encallado.


Cumplí su petición. A nadie avisé. Fui a mi cuarto y me encerré. Ustedes
que tienen no sé cuántos muertos, díganme: ¿Qué hicieron la primera vez
que alguien cercano murió? ¿Hicieron lo mismo que yo? ¿Se encerraron en
el cuarto? ¿Cerraron con tranca la puerta? ¿Echaron llave a los postigos de la
ventana? ¿Se tiraron sobre la cama y ahí dejaron que la tristeza se volviera agua
y mojara sus rostros y las cobijas?

No sé a qué hora de la noche desperté. Tal vez desperté por el rebumbio


de afuera, los pasos apresurados, los murmullos, los lamentos, las lágrimas,
las manifestaciones de pésame. Desde mi cama escuché cómo la servidumbre,
llorosa, ofrecía té a los vecinos y familiares que habían acudido; escuché cómo
mi mamá ordenaba que llevaran el juego de sala a la bodega, cómo arrastraban
la televisión de cuatro patas al esquinero, para que cupieran los candelabros y
el cajón. Y pensé que mi abuela, quien siempre había visto hacia el frente, ahora
estaría, para siempre, viendo hacia el cielo, hacia la tapa del ataúd. ¡Qué triste
destino! Parece que la vida era más interesante, parece que la pantalla era más
emocionante. Ahora había concluido la película de mi abuela. ¿Y mi película?
¿Por qué el Dios de mi abuela decidió que ya era hora? Al tener a mi primer
muerto entendí que mi película también tiene un guion preestablecido y yo soy
únicamente un simple actor. No puedo modificar en nada los parlamentos y las
escenas. Ahora me toca continuar con mi película hasta quién sabe cuándo. Un
día seré el muerto de quién sabe quién. ¿Me tocará ir al oratorio? ¿Escucharé la
voz del Dios de mi abuela que me dirá: Ya es la hora?

91
Todo irá bien

Como siempre, el despertador sonó a las siete. Me levanté. Abrí los


postigos de la ventana. La luz entró. Pensé que era mi primer día con mi primer
muerto. Lo lamenté. Lamenté la ausencia de mi abuela. Traté de escuchar los
ruidos del corredor. Nada. Pensé que todo mundo estaría dormitando en los
sillones, velando el cuerpo de la abuela. De pronto el silencio fue interrumpido
por un par de chinitas que jugaban en el árbol de durazno. ¡Ahí seguía la vida!
Quise ser pájaro. Los pájaros no tienen muertos. No saben la diferencia entre
la vida y la muerte. ¿De verdad es así? La abuela me contó que una mañana
encontró abierta la jaula de su canario. Primero sintió gusto por el pájaro, pensó
que sería libre. Mi abuela era niña. Pero luego pensó que el canario moriría en
medio del desierto. ¿En dónde tomaría agua? Fue a la cocina, llenó una jarra
de plástico con agua, en una cajita de chicles metió un puño de alpiste, tomó su
mochila y salió de la casa. Caminó, caminó, hasta llegar a la orilla donde el valle
se convertía en desierto. El sol era abrumador. Tuvo el presentimiento de que
su canario había volado hacia la zona de dunas, que tenían un color rojizo. Mi
abuela contaba que caminó, caminó, se colocó una pañoleta en la cabeza, tiró la
mochila, sólo conservó la jarra de agua y el puño de alpiste. Estaba a punto de
rendirse cuando vio en lo alto de una cima arenosa ¡a su canarito! Estaba vivo.
Regresó a casa, feliz. Contaba que el canario brincaba de una de sus manos a
la otra, como si ellas fueran los palos de la jaula, como si la jaula se hubiese
ensanchado y tuviera más aire para volar.

–¡Ay, hijo! Es otra película. ¿En dónde hay desierto acá? Los desiertos
están en otros países. Acá no tenemos más que estas montañas llenas de piedras.
Ya te dije que tu abuela confunde las cosas. Ve a hacer la tarea. Órale.

92
Un muerto para la vida

¿Qué harían con el cuerpo de la abuela? ¿Lo enterrarían o lo cremarían?

Como no me había puesto mi pijama, estaba vestido con la misma ropa


del día anterior, así que salí como estaba. ¿Me regañaría mi mamá por no haber
avisado que la abuela había muerto? Pensé decirle que cuando me despedí de
ella estaba viva, la había dejado viendo una película de Elizabeth Taylor (que era
su actriz favorita, contaba que ella, de joven, había tenido el mismo color de ojos
que la actriz, pero que, conforme creció, sus ojos tomaron una coloración café.);
diría que la había besado y ella me había dado su bendición, como siempre. Y
entonces, cuando ella dudara, sería yo quien la recriminaría, la abrazaría y la
golpearía con mis manos abiertas, le diría que jamás le perdonaría que no me
hubiera despertado para decirme que mi abuela, ¡mi abuela!, había muerto.
Caminé por el corredor y fui a la cocina. Tenía sed. Entré. Elvira calentaba el
café de olla, y la nueva sirvienta, con un soplador, avivaba la brasa del fogón.
¡Ay, sentí el primer hueco de mi primer muerto! Mi abuela siempre soplaba
sobre la brasa. A mí me encantaba verla. Como si fuera una paloma movía la
cabeza de atrás hacia adelante y, con los labios en forma de trompeta, lanzaba
el aire que enrojecía la brasa.

–¿Vas a querer café?

Me preguntó Elvira.

Antes de responder entró mi mamá y dijo:

–No lo olvidés. Hoy debés ir con tu tío Andrés por la tela de la abuela.

93
Todo irá bien

¿La tela de la abuela? ¿Los cortes de tela que el tío compraba en la llamada
Línea, frontera con Guatemala? ¿Quién pensaba en cortes de tela? ¡Mi mamá!
Mi mamá que, vestida con una falda blanca y con una blusa con flores amarillas
y rojas, se servía un poco de café en una taza, tomaba un sorbo y cerraba los
ojos al disfrutar el calor que invadía todo su cuerpo. ¿Cuerpo? ¿En dónde estaba
el cuerpo de la abuela? Corrí, corrí por el corredor, que olía a ladrillo recién
mojado. Entré a la sala. No estaba el cuerpo. Los muebles estaban tal como los
había dejado la noche de la muerte de mi abuela. Su tejido, las bolas de estambre
y las agujetas estaban en el canasto de mimbre, al lado de su asiento preferido;
la televisión estaba al frente. Apagada. Su pantalla reflejaba la parte del cuarto
donde estaba parado. Corrí, corrí de nuevo, fui a la cocina, abracé a mi mamá,
quien, sorprendida, tiró un poco del café que bebía.

–¿Y ahora, qué mosco te picó? ¿Por qué esta manifestación de cariño tan
inusual?

Lloraba. No podía evitar el llanto. Me abracé más y, todo moquiento,


pregunté:

–¿Y mi abuelita?

–¿No te contó ayer? Mejor preguntá por qué todos estamos felices en la
casa. Ayer temprano avisaron que mi hermano apareció. ¿Podés creerlo? Tu tío
Joaquín está vivo. Desde ayer tu abuelita compró boleto. Su camión salió hoy
en la madrugada. Primero Dios llegará hoy a Cancún a las doce y llamará por
teléfono y nos contará cómo está tu tío.

94
Un muerto para la vida

¡No! No era cierto. Mi abuela había muerto. Yo mismo le cerré los ojos.
Esto quise gritar, pero me quedé callado. Cuando le contaba a mi abuela decía
que mi mamá evitaba enfrentarse a la realidad, por eso contaba que su hermano
había desaparecido y negaba la muerte en la guerra, por eso, ahora, negaba
la muerte de la abuela. Si yo le decía la verdad, sabía que ella diría que era
otra película, que, igual que la abuela, confundía la ficción con la realidad y
terminaría recomendándome que, estaba bien que todas las tardes acompañara
a la abuela, pero que tuviera mucho cuidado en creer todo lo que contaba.

¡Ay, mi mamá! Trataba, por todos los medios, de evitar que yo sufriera,
que tuviera vacíos; trataba, por todos los medios, de evadir la realidad.

Supe que, a partir de ese mañana, diría que la abuela estaba feliz con su
hijo. Me enseñaría cartas donde la abuela enviaría saludos y recomendaciones
de que me portara bien. Yo vería que la letra de la carta no era su letra. Yo sabía
que, en adelante, una duda estaría en mi espíritu: ¿En dónde habían desaparecido
el cuerpo de mi abuela? ¿Cómo se deshizo mi mamá del cuerpo de su mamá?
¿A quién le pagó para que lo enterrara quién sabe dónde? ¿A quién mandó al
rancho para que allá lo quemaran?

Díganme, ustedes, que tienen muertos, ¿de dónde toman aire cuando
piensan en sus muertos?

¡Ay, mi abuela, mi primera muerta!

95
Nunca se sabe
Zaira entró a la recámara de su hermano Ine, se sentó en una orilla de la cama
donde el hermano estaba recostado leyendo un cómic, y dijo:

–¡Rompí con Alberto! Lo caché revolcándose con Ana. Con Ana, ¡qué
gusto tan de cerdo! –Lo dijo con voz neutra, sin que el ceño mostrara alguna
grieta. Lo dijo con la misma tranquilidad con que abrió la puerta del cuarto y
halló a Ana y a Alberto sobre su cama, ¡su cama!

Ine la escuchó, pero no dejó de leer el cómic. Con los ojos puestos sobre
la serie de ilustraciones, preguntó:

–¿Y ahora?

–¿Ahora? Nada, nada, como siempre –dijo Zaira, se levantó y salió de


la recámara, con dos convicciones: la primera, no volver a enredarse en una
relación sentimental, los hombres, ¡todos!, son unos puercos; y, la segunda,
refugiarse en la casa de sus padres. La casa es inmensa, con jardín, biblioteca,
alberca techada, cuarto de juegos, sala cinematográfica y cochera para cinco
autos. Zaira recuerda que, desde siempre, esa casa está llena de amigos de
su papá, productor de cine, por eso, no es infrecuente que en la sala o en la

96
Nunca se sabe

alberca, las estrellas del cine se paseen por ahí con un jaibol en la mano, pero
ella siempre ha encontrado refugio en la sala de cine. Ahí puede estar sola,
viendo lo mejor de la cinematografía mundial y repasando, una y otra vez, las
cintas que produce su papá.

Entró a la biblioteca, se sentó en el sofá y, con el control, cerró las cortinas


de la ventana y reguló la luz, dejó un ambiente como de interior de templo, a
las cinco de la tarde. Puso sus brazos detrás de su cuello, cerró los ojos y pensó
que debía vengarse. Sí, el asqueroso cerdo necesitaba un escarmiento. Nadie se
burlaría de Zaira De la Vega, menos un estúpido como Alberto, a quien tanto
había ayudado en su mediocre carrera. Como si jugara, Zaira colocó sus fichas
sobre un tablero imaginario y pensó que, así lo había visto en tantas películas, la
venganza siempre oscila en un rango amplio que contiene dos extremos: desde
una broma hasta el asesinato.

Continuó imaginando: En un pizarrón de esos que aparecen en oficinas


de detectives, pegó la fotografía de Alberto, en el centro, y, con un plumón rojo,
pintó líneas y cuadros, que, en lenguaje de integrantes del Club de engañadas,
se hubiese llamado: “Bromas para amantes culeros”: a). Echarle pintura a su
auto; b). Regar una cubeta de excremento en la entrada de su departamento;
c). Dejarle caer un ladrillo sobre su cabeza, desde la azotea (pintó una raya con
el plumón negro, cancelando lo escrito, porque -pensó- esta broma entraba en
la siguiente categoría, la de exterminio total.); d). publicar en las redes sociales
la fotografía que le tomó tumbado en la cama, después de hacer el amor en
aquel motel de segunda (pintó una palomita, después del punto final, para darle
prioridad en la categoría de bromas. A Alberto le arderían todas sus extensiones

97
Todo irá bien

al ver el tamaño de su pene expuesto a todo el mundo).

Se levantó, caminó de una pared a otra, revisó algunos títulos en los


libreros, sacó un libro, lo hojeó, se sentó frente al escritorio de cedro, prendió la
lámpara individual (le encantaba el reflejo verde de la lámpara de banquero) y
(como todo lo hacía en forma virtual) siguió con los apuntes en el pizarrón. Con
el marcador rojo escribió, con letra grande: Venganza plena: a). Desaparición
total; y pintó una flecha, con el plumón negro, que llevaba a una lápida, en
cuyo frente escribió: “Acá reposa uno más de los cerdos del mundo”. Sonrió.
Sí, eso haría, se convertiría en la Mujer Maravilla, defensora de los derechos de
las mujeres ante la violencia ejercida por hombres frustrados, calenturientos y
mediocres.

Pensó: ¡Con Ana! Qué estúpido. Si me hubiera engañado con una mujer
que valiera la pena, se lo perdonaría, pero ¿con Ana? ¡Mierda! ¡Asqueroso!
Y gritó: ¡lo tendrá bien merecido!

Entonces abrió una gaveta, sacó la libreta donde hacía las anotaciones
para la crítica cinematográfica, tomó su estilográfica favorita y escribió, con
letra clara y precisa, las posibilidades para desaparecer al cerdo (luego quemaría
las hojas, para borrar todo rastro): a). Veneno; b). Contratación de un sicario;
c). Accidente.

Volvió a pararse y salió de la biblioteca. Regresó. Hizo bolita el papel,


lo colocó en el cenicero y lo quemó. Caminó hacia el jardín, se hincó ante
una buganvilia y, mientras eliminaba la maleza, tarareó una canción de Silvio

98
Nunca se sabe

Rodríguez. Lo hacía siempre que estaba de buenas y ahora estaba de buenas,


había decidido que lo mejor para desaparecer a Alberto era un accidente.
La muerte accidental es tan sencilla como que alguien tire una cáscara de
plátano en el penúltimo escalón de una escalera, a la hora que se va la luz.
Sí, un accidente es la mejor herramienta de la venganza. ¿Cuál era el mejor
método? Fue a sentarse en una banca de hierro forjado, debajo de la sombra de
un ciprés, estiró las piernas, sacó una bolsa de palomitas que llevaba en la bolsa
y comenzó a tirarlas por el sendero. Pronto dos o tres chinitas se acercaron y,
cuando alcanzaban una con el pico, echaban el vuelo y se posaban en las ramas.
La escena bucólica, en tarde tranquila, con el aire limpio, pareció limpiar su
mente. ¿Por qué había pensado en una venganza extrema? ¿Sería capaz de
cometer un asesinato? No, ella no era así. ¿Por qué entonces, minutos antes,
había pensado en diversas posibilidades para eliminar a Alberto? Cuando se
reunía con sus amigas, en el café del Club, y escuchaba historias repetidas de
rupturas, siempre, en forma simbólica, pedía que vieran lo que hacía con la copa
de vino, la retiraba y cuando estaba en el centro de la mesa la empujaba hacia el
lado de la afectada y ésta, como reacción natural, al ver regarse el vino se hacía
para atrás y levantaba los brazos. ¡Eso! Eso es lo que tienes qué hacer, decía
Zaira, con el rostro victorioso. Si la amiga pedía una explicación al enigma, ella,
entonces, se paraba, rodeaba la mesa y abrazaba a la amiga por detrás y decía:
Tontita, y repetía lo que millones de mujeres conscientes repiten en el mundo:
“El cerdo no merece ninguna de tus lágrimas. Bórralo de tu mente.”, y como
ella no era de las que se suben a la cruz y se cortan las venas de las muñecas,
debía vengarse de Alberto. Si Alberto desaparecía para siempre, sería un cerdo
menos en el mundo, y el mundo sería más agradable sin esa peste a chiquero
que siempre hay en las recámaras de las mujeres cuando un tipejo se rasca los

99
Todo irá bien

huevos en las mañanas después de hacer el amor. ¿Hacen el amor los cerdos?
¡No!, pensó Zaira, los cerdos son animales asquerosos, están acostumbrados a
refocilarse en medio de la mierda. ¡Son unos mierdas! Pensó que si el ciclo vital
del hombre es nacer, crecer, reproducirse y morir; el ciclo vital de los cerdos es
nacer, engordar y volverse chicharrón. ¡Sí!, pensó Zaira, al cerdo Albertito ya le
llegó la hora de darle chicharrón.

Lo importante era salir indemne del accidente. Miles de mujeres en el


mundo se abstienen de darle su merecido a alguien indeseable, no por el cargo
de conciencia que significa matar a un cerdo, sino por el problema de eludir a
la acción de la justicia. ¿Cómo hacer que ella no fuera acusada como probable
victimaria?

Entró a la cocina, pidió a Elena, la mucama de toda la vida, que le


preparara una limonada, sin azúcar y con mucho hielo, y se la llevara a la sala
cinematográfica, lugar al que se encaminó. Prendió la luz, abrió uno de los
gabinetes que estaban empotrados en la pared y buscó la cinta “Para convocar
al viento”, del director polaco Kaspar Majewski. Elena entró con el vaso de
limonada, Zaira se sentó en la butaca central de la primera fila, colocó la bebida
en el portavaso y accionó el play. La cinta comenzó. Era en blanco y negro,
muda. Una mujer rubia abre la gaveta de un escritorio, saca una pistola y revisa
que esté cargada. Con un movimiento preciso regresa el tambor de la pistola a
su lugar y se coloca la mano sobre la barbilla. Aparece un letrero: “Esta pistola
servirá para deshacernos de él.” La rubia, con un impermeable, levanta el brazo
y se sube a un taxi. El chofer vuelve la vista y recibe un papel con el domicilio y
un billete de alta denominación. Abre los ojos como si fuera un búho. Aparece

100
Nunca se sabe

un letrero. “Es para ti, si me llevas rápido.” El chofer mete primera y lleva el auto
a prisa por diversas calles bordeadas de árboles, toma la autopista, cruza un
puente, a lo lejos se ve la chimenea de una fábrica y pastizales. El sol se oculta
detrás de las montañas. El auto llega a una calle con una barda interminable.
La mujer baja el cristal, saca la cabeza, su cabello se mueve con el aire. Coge
la bolsa, la acaricia, sonríe. Baja del auto. Toca la puerta. Saluda al portero,
quien le franquea el paso. La mujer habla. Aparece un diálogo: “¿En dónde está
Emma? En el camerino B.” La mujer camina por un pasillo casi a oscuras, llega
al fondo, toca en la puerta del camerino que tiene la letra B. Emma le abre, la
apura a pasar, la obliga a sentarse, mientras ella sigue pintándose el rostro frente
al espejo, enmarcado por muchos focos prendidos. La chica rubia abre el bolso
y deja la pistola sobre una mesilla. Emma sonríe, se levanta, toma la pistola
y revisa que esté cargada, se acerca a la rubia, la besa en los labios. La chica
rubia se sienta. Vuelve el rostro, alguien toca la puerta. Emma guarda la pistola
adentro de su bata y abre la puerta. Una chica de lentes, con una bitácora en el
pecho, habla. Aparece un mensaje: “En cinco minutos es tu llamado.” Emma
cierra. Se quita la bata, queda en ropa interior. La amiga le acerca un vestido de
lentejuelas, la ayuda a ponérselo, le besa el cuello, sube el cierre de la espalda,
levanta el dedo pulgar como deseándole éxito y la actriz le envía un beso con
el dedo índice, mientras toma una bolsa con la pistola adentro. Sale. La chica
rubia se deja caer sobre el sofá, coloca sus manos detrás de su cuello, cierra los
ojos.

Zaira pone pausa a la cinta. Se levanta, sale de la sala, va a la cocina. Pide


otra limonada. Toma un celular que está sobre una repisa, marca y habla:

101
Todo irá bien

–Hola, ¿cómo estás? ¿Ya te enteraste? ¿Él te lo dijo? Bueno, qué quieres.
Es un estúpido. No, en realidad la estúpida soy yo. Engañarme con Ana. Jamás
pensé que él se fijara en ella. Sí, la estúpida soy yo. Pero, bueno, no te llamé para
que me bajes de la cruz. No. No, ¿cómo crees? No acostumbro mezclar el aceite
con el agua. ¡No! La película ya está avanzada, así que Alberto debe seguir con
la filmación. Falta muy poco, ¿no? Ah, bueno, pues eso. ¿Dices una semana más
de grabación? ¡Perfecto! ¡No, no iré al set! Faltan las secuencias de la biblioteca
y la del asesinato, ¿verdad? Bien. Te pido, por favor, amiguita, que no digas nada
de mi rompimiento con Alberto. Sé que es difícil detener el agua del chisme en
este ambiente, pero por ahora hay que tratar de mantener todo como si nada
ocurriera. Niega todo, por favor. Tal vez después hasta nos sirva el chisme como
parte de la estrategia para la campaña de lanzamiento de la cinta, ¿no? ¡Sí! Lo
mismo pensé. Va, querida, seguimos en contacto, Chaíto.

Zaira regresó a la sala, se sentó en otra butaca, dio un sorbo a la limonada


y oprimió play al control.

Se ve a Emma caminar por un pasillo lleno de cachivaches y hombres


que jalan cables y mujeres que toman dictados. Lleva contra su pecho el bolso
donde va la pistola. Entra al set, con reflectores y sombrillas. Todos están como
estatuas, esperan el llamado del director, quien, sentado en la clásica silla de
lona, revisa una carpeta con los diálogos. Los actores principales (él y ella) están
en los lugares señalados. Ella se revisa las uñas, él mueve la cabeza, de izquierda
a derecha. Al lado de ella hay una mesa con una pistola. Emma se acerca a la
mesa y, en un movimiento imperceptible, cambia la pistola de utilería por la
pistola real. Se coloca detrás de un biombo. Una chica se acerca al centro del

102
Nunca se sabe

set y da el pizarrazo. Él entra a la sala, deja un folder sobre el sofá, se sienta.


Ella entra, toma la pistola y apunta al hombre. No hay intercambio de palabras.
Él apenas se incorpora y ella, sin más, dispara. Él cae, sangra con abundancia.
El director señala a Emma que entre. Emma entra, se lleva las manos a la cara,
corre hacia donde está él, se hinca y lo abraza. La chica de la pizarra entra y da
por terminada la escena. Aparece un letrero que dice “¡Corte, corte!” Emma se
levanta, se hace para atrás, se desmaya. El director corre. Ve que el actor no se
para. El médico del set se acerca, mueve los brazos, grita. Aparece un letrero:
“¡Está muerto, está muerto!” La actriz suelta la pistola y se desmaya. Entra un
guardia y dos camilleros levantan el cuerpo y se lo llevan. Emma vuelve en sí.
Llora. Se levanta. No permite que la acompañen. Deja la pistola de utilería y
guarda la otra en su bolso. Va a su camerino. Abre y cierra la puerta. La chica
rubia se levanta. Emma abre los brazos. Aparece un letrero: “Lo logramos.” Se
besan. Hay una transición. La rubia y Emma están en la orilla de un lago, hacen
picnic a la sombra de ahuehuetes. Emma se levanta, busca algo en la canasta de
mimbre. Camina hacia el lago. Avienta la pistola lo más lejos posible. Regresa.
Toma una copa, la levanta. Aparece un letrero: “¡Por nosotras!” Brindan.
Aparece un letrero con la palabra FIN.

Zaira siempre ha pensado que esta película es fantástica, no por la trama


que, a final de cuentas, es un lugar común, sino porque, un segundo después
del letrero FIN, aparece uno más que dice: “La película no ha terminado.” Se ve
el mismo paisaje del lago. En un sendero se ven las huellas que va dejando un
ente invisible, como si fuese un fantasma. Las huellas desaparecen en la orilla
del lago, el agua se abre y, después de unos segundos, aparece la pistola que se
desplaza a través del aire. Transición. Se ve una puerta, con cristal esmerilado,

103
Todo irá bien

con las letras “Comisaría”. El pomo se mueve, la puerta se abre, entra la pistola
que sigue volando y se posa al lado de un personalizador en el escritorio que
dice: Comandante. Entra un hombre, con uniforme, con barriga prominente.
Se sorprende al ver la pistola. Se coloca guantes, la manipula, se coloca la mano
izquierda sobre la sien. Toca un timbre que está sobre su escritorio. Llega un
hombre, con traje y sombrero Panamá. Toma la pistola que el comandante
metió en una bolsa de plástico. Transición. Emma y la chica rubia están en la
sala de una casa, toman cerveza. Emma se levanta, va hacia la puerta. Abre.
Dos hombres muestran sus identificaciones. Transición. Barrotes de una celda.
La cámara se acerca a una litera, donde están Emma y la chica rubia. Lloran.
Aparece la palabra FIN.

¡Genial!, dice Zaira. La película es fantástica. ¿De dónde sacó el fantasma


el director? ¡Quién sabe! Pero, a veces, la solución de casos en la policía es gracias
a fantasmas que aparecen, piensa. Prende las luces de la sala, piensa que este
método tan elemental, tan zafio podría ser el ideal para desaparecer al cerdo.
Cuando asoma esta palabra se da cuenta que ya no le provoca el escozor que sí
le causaba al principio. ¡No! Es una estupidez ponerme a su nivel. Alberto, como
cualquier cerdo, es un tipo sin clase. Ahora ya está decidida a desechar la idea
de venganza, lo dejará vivir, dejará que Ana lo ensucie en su lodazal. Pero ¡qué
pendejo! ¿Cómo cambiar lo más por lo menos? Lo que sí hará será regresarlo a
ser el mismo actorcillo mediocre que fue siempre. Ella piensa, mientras sale de
la sala y apaga las luces, que tiene el suficiente poder para hacer que Alberto no
vuelva a actuar en película alguna. Demostrará quién tiene el poder. Entra a la
cocina y pide otra limonada.

104
Nunca se sabe

–¡Qué bueno, mi niña! Así dejarás la coca.

–Lo que no sabes es que he estado tomando limonada con coca.

–¡Qué!

–No es cierto. Es broma.

Toma el celular y marca.

–Hola, hola. Bien. ¿Tú qué tal? ¿Cuándo regresas? Ay, qué bueno. Me haces
tanta falta. No, no he podido ir. Hace rato hablé con Emelina, me dijo que la
próxima semana termina la filmación. Sí, sólo faltan dos escenas. ¿Cómo? No,
hubo un problemita y terminamos. ¿Ya te enteraste? Va, entonces en cuanto
regreses te doy detalles. No, no, ¿cómo crees? Estoy bien. Sí. Ahora pienso que
debo agradecer que Alberto haya hecho la cochinada, porque esto permitirá
que me encuentre a mí misma. Sí, papá. Te contaré todo, pero cuando estés acá
en casa. Estoy bien, muy bien. Sólo que me gustaría que Alberto no volviera a
poner un pie en los estudios. Gracias, papito chulo, sabía que contaría con tu
apoyo. Va. Sí, ya platicaremos largo y tendido. Te quiero. Chao, papá. Cuídate.
Te quiero.

Cuelga y le sorprende la velocidad con que, en el medio cinematográfico,


corren los rumores y chismes.

Al otro día despierta. Abre las cortinas con el control y prende la televisión.

105
Todo irá bien

Como si lo hubiese convocado, en la pantalla aparece la imagen de Alberto ¿Le


ocurrió algo? Sube el volumen. Escucha: “…La película “Detrás del cielo” fue
aceptada para presentarse en el Festival de Cannes, de este año…”

“Detrás del cielo” es la película del año anterior, que produjo su papá.
Escucha el timbre del teléfono. Seguro que es su papá para comentar la buena
noticia. Ve la pantalla del celular. ¡No puede ser! ¡Es Alberto! ¿Qué quiere? Está
a punto de no responder, pero cede. Le baja el volumen a la televisión. Que el
cerdo no sepa que ya se enteró de la noticia.

–Perdón, pero no puedo decirte buenos días…

Después de más de quince minutos, Zaira cuelga, cierra los ojos y se


acaricia el cabello. Así que era eso. Alberto llamó para disculparse, para invitarla
a ir con él a Cannes. ¿Así que era eso? Un segundo después de escuchar la
buena noticia de que “Detrás del cielo” sería exhibida en Cannes, Zaira tuvo
un retortijón en la boca del estómago, pensó: “Seguro que la asquerosa de Ana
va con el cerdo”, pero no, Alberto (¿convenenciero?) la invitó a ella. “Chiquita,
por favor, dame otra oportunidad”, fue el argumento que pretendía reafirmar
la justificación: “Estaba borracho, sólo así pude meterme con Ana. Nunca lo
había hecho y jamás lo volvería a hacer”. “A menos que vuelvas a estar borracho,
¿verdad?” “No, ni borracho, ni loco. Jamás.”

Estaba en eso, cuando escuchó el celular de nuevo. Ahora sí era su papá.

–¡Papito! ¡Sí es la noticia del siglo! ¡Sí, sí! ¡Qué emoción! Pues a propósito,

106
Nunca se sabe

acaba de llamarme. ¡Quiere que vaya con él! Pues le dije que lo pensaría, que
me llamara más tarde. ¡Ay, papito! Sería indigno. Está bien, ahora le llamaré.
Sí, sí, pensé lo mismo. Es la publicidad que siempre soñamos. Bueno, sí. Dice
que estaba borracho, que no volvería a meterse con ella, ni borracho, ni loco.
Es lo que pienso, papito. Lo hemos cultivado tanto, que no es posible que tenga
tan mal gusto. Puede ser. Sí. Entiendo que eso hacemos, invertimos en ellos.
¿Cómo? ¡No! La vida da vueltas, ahora resulta que es una de nuestras mejores
inversiones. Sí, sí. Por el momento olvidemos lo que te pedí. Sí, papito. Te quiero.
Chaíto. Sí, ahora mismo le llamo.

Y le llamó. En cuanto colgó se paró y fue a la recámara de Ine, quien


seguía acostado con un cómic entre las manos. Zaira jaló una silla y se sentó
frente a su hermano. Éste bajó tantito la revista y dijo:

–Ni me digas. Volviste con él, ¿verdad? A ver, a ver, esta vez rompiste el
récord del tiempo más breve en regresar a una relación.

–¿Ya te enteraste?

–Sí, hermanita. Me lo acabas de decir con tu mirada: ¡volviste con Alberto!

–No, tonto. Me refiero a que la película de papi, “Detrás del cielo”, será
exhibida en Cannes.

Ine dejó la revista sobre la cama, vio a su hermana y dijo:

107
Todo irá bien

–¿Irás a Francia? Si vas, tráeme todo lo que consigas de Philippe Geluck.


Y volvió a tomar el cómic y se lo puso sobre la cara. Le quedó como una tienda
de campaña. Ya roncaba.

Zaira lo quedó viendo y pensó que él era feliz, que, tal vez, el mundo del
cómic era mejor que el mundo del cine, que cuando García Riera dijo que el
cine era mejor que la vida, lo dijo porque no sabía que el cómic era lo mejor del
universo. Abrió la puerta y antes de salir volvió su mirada, vio a su hermano e
imitó la voz de él:

–¿Y ahora, hermanita?

Y ella respondió:

–¿Ahora? Nada, nada, como siempre.

FIN

No, ¡no! El cuento no ha terminado.

La crítica mexicana le da posibilidades a la película. Alberto está feliz. En


el avión que viajan sólo tiene atenciones para Zaira: le coloca la almohada detrás
de su cuello y una frazada sobre sus piernas. Le cuenta que está entusiasmado
con su desempeño en la película más reciente que aún no tiene título, filmación
que se pospuso debido al viaje. Si ahora vamos a Cannes, el próximo año vamos
a Hollywood por el Óscar. Si Iñarritu lo logró, ¿por qué nosotros no?; le cuenta

108
Nunca se sabe

que sólo falta la escena del asesinato. Ella, de broma, lo jala de un brazo, lo
acerca a su asiento y le dice que tenga cuidado, porque, en varias películas han
matado al protagonista, cambiando la pistola de utilería por una real. Él, ríe y
echa para atrás su cabeza, dice que nadie haría eso con él, porque nada malo ha
hecho en su vida. Hace una pausa, se limpia los labios con la servilleta de papel,
toma la mano de Zaira entre sus manos y pregunta: ¿Tú harías algo semejante?
No, dice ella. Pensaba en Ana. La venganza es más venenosa que una serpiente.
Ella se retorcerá a la hora que sepa que tú y yo fuimos juntos a Cannes. Alberto
toma un sorbo de champaña, deja la copa en la mesilla y pregunta:

–¿Cuál crees que sea el mejor método para asesinar a alguien sin que la
autoridad se dé cuenta que fuiste tú?

Y Zaira, quien elaboró una relación mental extensa, dijo, sin dudar:

–Un accidente.

Alberto parece interesarse por el tema. Se desabrocha el cinturón de


seguridad y adopta una posición más cercana a Zaira. Pregunta:

–¿Cuál, por ejemplo?

–Ya te dije, el cambio de pistolas.

–Sí, pero eso sólo se daría en el caso de actores y en una escena de


asesinato. ¡No! Digo, con gente común, ¿cuál es el accidente que provoca el

109
Todo irá bien

crimen perfecto?

Zaira está a punto de decir que no existe el crimen perfecto, pero recuerda
que una vez Ine, recostado en su cama, le dijo que estaba leyendo un cómic que
contaba el crimen perfecto, ella, en ese instante, no le hizo mayor caso y tomó,
de una repisa, el peine que había entrado a buscar y salió. Si hubiese puesto
atención habría sabido a qué se refería Ine.

–No sé. Mejor hablemos de Cannes, de la posibilidad de alcanzar la gloria.


¿Lo imaginaste alguna vez?

–El mejor método es el efecto del ciego extraviado –, dice él.

–¿El ciego extraviado? –pregunta ella.

Alberto ganó la partida. Zaira lo sabe. Ahora él es quien pondrá sobre la


mesa el tema que la acosó los últimos días. Alberto dice:

–Sí, en la película “Dobleces a mediodía”, de John Arminde, un tipo va al


atrio de la catedral y le pregunta a un ciego si quiere ganar mil de los grandes.
El ciego abre los ojos de más y se ven como alcantarillas, pregunta qué debe
hacer para ganar tal cantidad, advierte que es un hombre honesto, que no está
dispuesto a realizar un acto indigno. ¡No, no!, le dice el tipo, harás lo que haces
todos los días con tu bastón: caminar. Caminarás en el pasillo de un puente
peatonal. ¡No!, dice el ciego y corona con una frase irónica: ¿No ves que no veo?
El tipo le pone en la mano un billete en la mano y le dice que lo guarde, que

110
Nunca se sabe

cuando llegue a su casa compruebe que es un billete de quinientos, auténtico.


Regresaré mañana, dice el tipo, si aceptas te daré otro billete de quinientos y
cuando termines de caminar por el puente peatonal te daré una gratificación de
mil más. Y le explica que no debe preocuparse, él lo ayudará a subir y lo ayudará a
bajar al puente. En voz baja le dice que es un experimento universitario. Perdón,
olvidé decirte que el tipo tiene un aditamento tecnológico en la garganta que
hace más gruesa su voz. Los cinéfilos reconocemos que es un modo de proteger
su identidad.

–Y el ciego acepta por supuesto. En su casa, sus hijos le dicen que sí, que
el billete de quinientos es bueno –dice Zaira, ya interesada en lo que Alberto le
cuenta, mientras la azafata pasa por el pasillo y les ofrece una bebida.

–Claro, los ciegos siempre terminan aceptando un poco de luz –, dice un


Alberto ocurrente.

Zaira ríe.

–¿Y luego qué sucede?

–El tipo camina por la zona donde está el puente peatonal. Revisa que
no haya cámaras de seguridad. Ve los dos locales que hay del otro lado de la
avenida, es una nevería con cristales cerrados, y una venta de frutas, con dos
o tres exhibidores en la calle. Ninguno de los dos negocios tiene cámara de
vigilancia en el exterior. Piensa: La perra resbalará y la gente tardará en salir de
la nevería o de la frutería.

111
Todo irá bien

–¿La perra?

–Sí, perdón, olvidé decirte que el tipo lo que quiere es asesinar a su ex


novia. La perra le fue infiel.

–Ah, tema típico en este machista cine mexicano.

–Cine que, por supuesto, nosotros, digo tu papá y tú y yo, aunque sea en
mínima parte, hemos superado. De lo contrario ahora no estaríamos volando
rumbo a Cannes.

–Bueno, bueno, sigue. Tengo sueño, pero quiero saber el desenlace –dice
Zaira y se recuesta sobre el hombro de Alberto.

–Y bien, el día de la tragedia, el tipo cita a la ex novia, para entregarle


un lote de joyas que él conservaba. Previamente ha llevado al ciego al puente
peatonal, lo ha dejado en una esquina y le ha dicho que espere la señal. Cuando
el tipo grite ¡Alerta!, él deberá mover su bastón de uno a otro lado, como lo
hace siempre que camina. ¿Entendió? El ciego dice que sí y ofrece la palma de
su mano, donde el tipo le deja un billete de quinientos. A las cinco en punto
de la tarde, la chica baja del autobús (tal como el tipo le pidió), se reúnen en
uno de los extremos del puente peatonal. El tipo le dice que tiene las joyas en
el departamento de una amiga, departamento que está en el otro lado de la
avenida de ocho carriles. La chica y él suben la escalinata. Ella se sostiene del
pasamanos.

112
Nunca se sabe

–¡Ay, no! Dime que la chica no puede ser tan inocente. ¿Qué no se da
cuenta que todo es tan falso?

–Espérate que te cuente. Cuando llegan a la parte superior, él le dice que


no vea hacia abajo, porque le puede causar vértigo. La chica se detiene, le dice
al tipo que no seguirá caminando, que lo esperará ahí, que vaya él por las joyas.
El tipo no discute. Acepta la propuesta, deja a la chica a escasos metros de
la escalinata donde subieron. El tipo corre, pasa al lado del ciego, baja por la
escalinata, camina por la banqueta, entra por un callejón, hurga en un basurero
y regresa con una bolsa negra apretada al pecho, sube por la escalinata, pasa
al lado del ciego y se detiene. Le pide a la chica que camine hasta él, pero ella
vuelve la mirada, hace una señal y un muchacho (se deduce que es su nueva
pareja) corre hacia el tipo. El tipo se descontrola, tira la bolsa y echa a correr
hacia donde está el ciego. El muchacho, mientras corre a toda velocidad, levanta
el brazo y le avisa a un amigo que aparece en la banqueta, del lado donde bajará
el tipo: ¡Alerta! El ciego piensa que es la señal y ya imaginás el final.

–¡Ah!, me gustó. ¿Cómo dices que se llama la película?

–“Dobleces al mediodía.”

–La cámara no muestra el cadáver del tipo que se vio se deshacía en la


caída, su cabeza daba contra los peldaños de fierro y su cuerpo rebotaba, ya
desguanzado, de un barandal a otro. La cámara sólo enseña la mano del tipo
que quedó como guante volteado. El ciego, con la cara levantada, pregunta

113
Todo irá bien

quién le pagará. El muchacho y la chica intuyen que había un plan contra ella.
El muchacho se acerca y le dice que nadie, que lo han timado, que se retire. La
película termina con una toma del ciego caminando por el puente peatonal. La
cámara se aleja y sólo se ve un punto, como una canica, mientras abajo pasan
cientos de autos a toda velocidad.

–Me gustó, pero yo no usaría el método del ciego para el crimen


perfecto. Tiene muchas imperfecciones, muchas inconsistencias. En la vida
real atraparían a quien se atreviera a hacer uso de este método, pero, ¿en qué
momento comenzamos a hablar de asesinatos perfectos y no de Cannes?

–Tal vez porque los imposibles también son posibles. Es posible lograr el
crimen perfecto, así como es posible lograr que ahora vayamos a Cannes y, con
suerte, logremos el premio.

–Si existe el crimen perfecto, lo que no existirá jamás es la relación perfecta.

Alberto carraspea. Se sintió aludido. Toma un sorbo de champaña y dice


que es mejor que duerman un poco para que lleguen frescos a París.

A Zaira le da risa el término: frescos. Quien es un fresco, piensa, es Alberto.


Toma su celular y manda un mensaje a su hermano: “Hola, precioso. Una vez
leías un cómic y me dijiste que ahí estaba el crimen perfecto. ¿Recuerdas cuál
es?”

Espera unos segundos y aparece la respuesta: “Sí, se avientan desde una

114
Nunca se sabe

avioneta con paracaídas, uno no se abre.”

Zaira sonríe. Parece que Ine tiene razón. Tiene menos inconsistencias que
lo del ciego. Claro. Basta un ligero manipuleo al paracaídas de la víctima y ¡zaz!
¿A quién culpar? A la empresa aérea. Eso sí es un accidente.

Zaira vuelve a ver a Alberto y piensa: Nunca se sabe. Mientras tanto duermo
al lado de un cerdo, en un avión que va a París, ciudad luz. ¡Qué contradictoria
es la vida! Toma un sorbo de su copa de champaña y repite: Nunca se sabe.
Cierra los ojos. Piensa que Alberto tiene razón, es bueno que lleguen frescos
a París, y luego a Cannes, la alfombra roja, los paparazzi, las multitudes que
se arremolinan para ver a sus actrices y actores favoritos. Tal vez logre ver a
su admirada Glenn Close. ¡Qué lejos estará del lodazal donde se regodean las
cerdas como Ana!

¡Paf!, se da un golpe en la frente, como si hubiese matado un zancudo.


¡No! No mató un zancudo. Recordó algo que una vez le dijo Alberto, si en
alguna ocasión iba a una sala de operación, por favor, que tuviera presente “su
azúcar”, que informara a los médicos que no podía recibir suero glucosado.
Cerró los ojos. Pensó que miles y miles de personas mueren en los quirófanos,
porque nadie advirtió al médico que, en caso de urgencia, el paciente era
diabético. Muchas de esas muertes son accidentales, pero otras son con toda
la alevosía por parte del familiar que, en ninguno de los casos, es acusado de
asesinato. ¡Sí!, piensa Zaira, ese puede ser el crimen perfecto.

Zaira abre los ojos, ve a Alberto. Piensa: Nunca se sabe.

115
Alejandro Molinari nació en 1957, en

Sobre el autor Comitán, Chiapas. Hijo de Augusto


Molinari Bermúdez y de Hilda Torres
Córdova.

Estudió la Licenciatura en
Lengua y Literatura Hispanoamericana,
en la Universidad Autónoma de Chiapas.
Premio Estatal de Cuento Ulises
Mandujano “Che Garufas”. Mención
Honorífica del Premio Sureste de Poesía
“José Gorostiza” y del Premio Estatal de
Poesía Enoch Cancino Casahonda.

Diplomado en Acción y Desarrollo


Cultural, por el Museo de San Carlos, de
la ciudad de México.

Es autor de diversos libros de


cuentos y novelas breves, entre ellas:
Dios también resuelve crucigramas; Yo
también me llamo Vincent; Historia
triste de un cuentahistorias; La tarde que
conocí el cine; El día que Julio Cortázar
llegó a Chiapas; Siempre aparece un
elefante llamado Doko; y Un ángel
llamado Pavito.

Escribe la columna periodística


Arenilla.

Actualmente es Cronista
Municipal de Comitán. Es Director de
Difusión y Extensión Universitaria de
la Universidad Mariano Nicolás Ruiz
Suasnávar. Es Director General de
Arenilla – Revista.

116
Todo irá bien, Cuentos.

Distribución digital, gratuita, por cortesía de San Marcos, en el festejo


de su 50 aniversario.

Imagen de portada: Alejandro Molinari.

Derechos reservados: Alejandro Molinari.

Junio 2020. Comitán de Domínguez, Chiapas, México.

117
Escaneá el código QR o dale clic al enlace para leer la columna Arenilla del autor
Alejandro Molinari
http://areni-ya.blogspot.com/

Escaneá el código QR o dale clic al enlace para ver más contenido del autor:
Textos, videos, entrevistas y mucho más.
https://www.facebook.com/arenillarevista

118

También podría gustarte