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Alejandro Molinari
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Esa misma mañana, después de salir del aeropuerto y subir al taxi que
lo llevó al hotel, al bajar la maleta, Pedro chocó con una chica (Norma) que
salía apresurada del hotel. La historia de Norma era muy sencilla, vivía con
Alonso (su pareja desde hacía dos años con dos meses). Ella pagaba la renta del
departamento. Su papá había muerto tres años antes y le había dejado una buena
cantidad de dinero a plazo fijo en el banco, cuyos intereses le permitían vivir
sin ahogos. Por las mañanas, de lunes a viernes, ella iba al gimnasio y, después
de comida, iba a clases de actuación, mientras Alonso continuaba en el trabajo;
algunas tardes, ella y Alonso iban al cine (eran cinéfilos de hueso colorado). Un
día, Norma conoció a un chico universitario, estudiante de ingeniería, con gran
pasión por el teatro. Él se llamaba Isaac. El trato frecuente los llevó a desayunar
juntos una mañana y, tiempo después, a entrar al hotel, hotel que estaba frente
al edificio donde vivía Norma y que fue el mismo hotel que eligió Pedro. Norma
había contratado una habitación por mes, donde Isaac la esperaba cada vez
que se ponían de acuerdo. Cuando se citaban, ella vestía un traje de jogging,
se subía la capucha para que nadie la reconociera, bajaba de su departamento
y se reunía con Isaac en el cuarto 511. Isaac le preguntaba si no era un riesgo
que se vieran en un hotel justo frente a su departamento. Ella aseguraba que no
había de qué preocuparse. Alonso, a pesar de que la celaba, siempre estaba en
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Sí, el pan está recién salido, calientito. La mujer dijo: Ah, gracias, paso al rato por
unos bimbollos, y colgó. Ambos colgaron. Sus diálogos siempre eran breves. En
el registro de los contactos de Norma aparecía el nombre de una panadería, y
en el de Isaac el de una florería. Cuando se llamaban no mencionaban nombres
que los comprometieran. Las frases melosas las reservaban para el momento en
que estaban juntos. Jamás se enviaban mensajes.
Esa mañana, Norma vistió el traje azul, con franjas amarillas, que le
había regalado Alonso el día de su cumpleaños más reciente. Bajó, se colocó
la capucha, echó a correr por la acera y al llegar a la esquina, cruzó y corrió
por la acera del frente de su edificio y cuando llegó a la puerta del hotel entró,
cruzó el pequeño vestíbulo y caminó por el pasillo hasta llegar al fondo, donde
estaba el elevador. Al salir del elevador, fue hasta el cuarto y tocó tres veces, con
toquidos casi inaudibles. La puerta, como siempre, estaba abierta, ella empujó
y la cerró por dentro. La televisión estaba prendida con sonido apagado, en un
canal de películas XXX. Isaac estaba completamente desnudo sobre la cama, se
acariciaba el pene. Ella se acercó a la cama. Así se excitaban.
¡Qué película tan cansada!, pensó Pedro. Había pasado más de tres
minutos sin acción alguna. De nuevo, la chica de rojo regresó al centro de la
estancia. El vestido entallado mostraba que la chica poseía una grupa como
las de las cubanas, pero pechos pequeños, como nidos de colibrí. Pedro pensó
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que era raro que toda la película fuera en blanco y negro y el vestido de la chica
apareciera en rojo. Jamás había visto una cinta semejante. Había visto fotografías
en la pantalla de la computadora, modificadas con alguna aplicación para darle
color a una persona y dejar lo demás en blanco y negro, pero jamás había visto
algo semejante en cine con una película vieja, porque se veía que la película
era vieja, tal vez de los años sesenta, y era francesa, de la Nueva Ola, porque
el ritmo era lento, lentísimo. ¡Qué desesperante! Pedro pensó abandonar la
sala. La Ciudad de México lo había recibido mal: su amigo Fernando lo había
ignorado, la cinta era malísima y el cielo lo trató como trapo sucio. Pasó su
mano sobre la chamarra, seguía mojada. No soportaría más. La chica de rojo
revisaba algunos libros, nada decía. ¡Qué cinta tan tonta!, pensó Pedro, tomó
la chamarra que aún chorreaba agua y la dobló en su brazo. Todavía esperó un
rato en el pasillo, vio la pantalla: la chica de rojo tiraba libros en un basurero
y gritaba como loca: “¡Es la una con dos de la madrugada!” Pedro no aguantó
más, caminó hacia la salida. ¿Cómo era posible que siguiera siendo la misma
hora? ¿En esa película no transcurría el tiempo? ¡Qué absurdo! Por un instinto,
igual de absurdo vio la hora en su reloj, ya eran las ocho con treinta y dos. ¡Vaya,
menos mal!, pensó, acá el tiempo es normal; salió al vestíbulo lleno de luces.
Ya había pasado el aguacero, apenas chispeaba. Pedro vio que enfrente había
un bar, decidió entrar, caminó saltando uno que otro charco, cruzó la calle y
entró. Se sentó frente a la barra, dejó la chamarra en el asiento de lado y pidió
un güisqui sin soda ni hielos, le haría bien, le ayudaría a calentar su cuerpo y
su estado de ánimo. ¡Qué película tan tonta!, pensó. Sí, sin duda era de los años
sesenta y era francesa. Tomó un sorbo generoso, sintió cómo el alcohol prendió
una flama en su interior. Su cuerpo se llenó de un calor de fogón a medio apagar.
Dio un vistazo, había un templete con un piano y en la sala mesas con sillas de
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fierro forjado; vio una pareja en una mesa al fondo: él tenía una mano sobre
la de ella, no la acariciaba, la tenía como atrapada. Recordó la fotografía de su
casa, colgada en la pared de la sala, también en blanco y negro, en la que sus
papás estaban en un café de Veracruz. Ellos sonreían, con las cabezas unidas,
veían directamente a la cámara, la mano de su papá estaba sobre la mano de su
mamá, era un recuerdo de su luna de miel. Encima de ellos había un ventilador
de aspas, que (siempre lo había pensado) tal vez estaba descompuesto, porque
ellos sudaban, unas gotas de sudor caían de sus rostros, y en el escote de su
mamá (recién casada, joven, linda) se veían unas gotas que caían y se ocultaban
en medio de sus pechos, generosos.
Tomó el resto del güisqui y pidió otro. Se sentía bien. Pensó: ¡Qué bueno
que no seguí viendo la película boba! En el café se sentía mejor. Vio su reloj.
Ya eran las nueve con treinta y dos. ¡Una hora! ¡Qué rápido pasa el tiempo!,
pensó. Los tragos le habían hecho olvidar el mal rato de la presentación del
libro y de la película. En la calle transitaban pocos autos, y pocas personas, con
impermeables, con portafolios de cuero, con paraguas, apuraban el paso para
ir hacia el Metro o tomar el autobús o llegar al estacionamiento donde habían
dejado el auto. Nadie más había entrado al bar. Era un miércoles de junio y el
aguacero torrencial había empujado a la gente a sus casas, desde temprano. Si
hubiese sido viernes, tal vez el local estaría lleno, y la rocola que había al lado
de los sanitarios estuviese tocando alguna canción de Luis Miguel o de Joaquín
Sabina. Sonrió. Pensó que con Sabina daban las doce, la una, las dos y las tres,
y en la película el tiempo estaba detenido. ¡Un absurdo! El tiempo jamás se
detenía, pensó, y lo corroboró en el reloj de pared que estaba sobre la entrada
del bar.
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La pareja del bar se levantó. Pedro vio que ella vestía una blusa negra con
la clásica lengua rojísima de los Rolling Stones, sus pechos eran tan soberbios
que la lengua parecía crecer en la línea divisoria. Pensó de nuevo en la fotografía
donde aparecía su mamá, con su vestido escotado, con la cadena con una
medalla de oro, besando la línea donde sus pechos mostraban su parte superior,
donde el sudor era una mano húmeda que la acariciaba.
Pidió el último güisqui, pensó que, al día siguiente, en el Duty Free del
aeropuerto compraría algún recuerdo para llevarle a su mamá. Mi viejita, pensó
Pedro, y la pensó en el momento que eran las diez con dos; la pensó a esa hora,
en la casa chiapaneca, sentada en el borde de su cama, con pantuflas y con un
chal encima de su espalda, rezando a todos los santos y pidiendo por la raza
humana (nunca estaban incluidos los animales. No le gustaban. Era una buena
católica. Jamás tuvo ni siquiera el canario que alimenta la soledad de las viejas
del mundo. Ella decía que era una estupidez gastar dinero en alpiste; todas
las mañanas colocaba un plato con comida en el balcón, para algún eventual
humano pordiosero.) Pedía, sin duda, en primer lugar, por él, su pichito. Lo
había hecho desde siempre. ¿Qué sería bueno llevarle como recuerdo de este
viaje a la Ciudad de México? Ella había vivido varios años en esta ciudad, hasta
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que se enamoró y viajó a Chiapas, tierra del novio. Allá soportó el rompimiento
con los lazos familiares que sólo eran unidos con pegamento aguado cada que
ella viajaba a la ciudad para visitar a sus papás, viajes que se fueron haciendo
cada vez más lejanos y se suspendieron el día que ellos fallecieron en aquel
accidente de tren que conmocionó a toda la república. ¿Qué llevarle, que le
resultara agradable y que no le hincara clavos en el recuerdo? Algo que no
tenga relación con esta ciudad, pensó Pedro. No podía llevarle una imagen de la
Virgen de Guadalupe, ¡no! Pensó comprarle una bolsa de café de altura, café de
exportación de Chiapas. ¡Sí, eso haría! Si no podía comprarlo en el aeropuerto
de la Ciudad de México, porque el tiempo es inclemente (vio su reloj y vio que
ya eran las once con dos. El mesero estaba recargado al final de la barra, y, con
desánimo, veía su celular), lo compraría al llegar, en la tienda de artesanías, del
aeropuerto de Chiapa de Corzo. Alzó la mano, escribió en el aire para pedir
la cuenta y vio su cara en el espejo que abarcaba toda la pared de la barra. Ya
no había rastros de la mojada que se había dado y que fue la causa para entrar
al cine. Cuando el aguacero cayó, él se resguardó en el vestíbulo y, en forma
automática, pidió un boleto y entró a la sala, sin fijarse qué película exhibían.
Hizo una mueca de fastidio cuando recordó la película. Pensó que, al llegar a su
hotel, buscaría en Youtube. Tenía pocos datos, casi era improbable hallar algún
comentario de un crítico cinematográfico, pero en caso de hallar algo estaba
seguro de que coincidirían con su opinión: Era una película aburridísima. ¿Por
qué la chica de rojo sólo hablaba para decir esa tontería de: “Es la una con dos
de la madrugada”? ¡Simbolismos estúpidos!
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Su jefe le tronó los dedos y Alonso bajó las escaleras corriendo. Había
olvidado el folder con los documentos para la firma en la mesa del comedor.
Detuvo un taxi, le indicó la dirección al taxista, sacó el celular y checó los mensajes.
Pensó que lo mejor hubiera sido llamar a Norma y pedirle que prendiera su
computadora, buscara el archivo y se lo enviara, pero eso implicaba revelarle su
contraseña. No era conveniente. Tal vez hubiera sido mejor llamarle a Norma
para que, en un taxi, le llevara el folder, pero ya era demasiado tarde.
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–Me fue bien, viejita. ¡No, no, mentira no me fue bien! Vi una película
francesa muy cansada.
Y contaría que había llegado media hora antes de las seis al Palacio de
Bellas Artes:
Y la mamá insistiría:
Y Pedro contaría:
–Al cuarto para las seis bajé al vestíbulo y pregunté en dónde estaba la
Sala Adamo Boari. Una señorita, con traje sastre, azul, señaló con su mano,
pero luego me tomó del brazo y me condujo. Me preguntó si era de provincia y
dije que sí, de Chiapas, ella dijo que se notaba y sonrió. Cuando nos detuvimos,
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–¿Y Fernandito?
–Ya había gente. Me senté hasta atrás, para que cuando Fernando entrara
me viera. Y así fue, a la hora que Fernando, vestido con traje gris, con dos libros
bajo el brazo, entró a la sala me paré frente a él, abrí los brazos y le dije: Soy
Pedro. Sonrió y comentó a su acompañante: “Es El Tzucumo”, ambos rieron y
siguieron su camino hasta sentarse en la mesa de honor. Luego supe que ella era
una escritora también. Como estaba hasta atrás pocos se dieron cuenta que me
quedé con los brazos abiertos.
–¡Ah, Fernandito, siempre tan callado! ¿Te dijo si vendrá algún día a
vernos?
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Miraba el edificio de enfrente; miraba al hombre que, en el quinto piso del hotel,
descorría las cortinas, salía al balcón, colocaba las manos sobre el barandal y
respiraba profundo. Sí, pensó Alonso, ese es el cabrón que se coge a Norma. Se
prometió que a él también lo mataría. Quien estaba en el balcón del hotel era
Pedro, quien miraba el movimiento de la calle, antes de arreglarse para buscar
una fonda dónde comer y luego acudir a Bellas Artes para la presentación del
libro de Fernando. Se hizo de noche. Alonso escuchó que abrían la puerta. Era
Norma, quien prendió las luces de la sala. La botella vacía estaba tirada. Alonso
se paró apoyándose en la mesa. Ya eran más de las once de la noche. Norma,
molesta, le exigió una explicación, ¿por qué no la había esperado para ir al cine?
En el trabajo le habían dicho que no había estado en la oficina. ¿Qué había
ocurrido? Nada, mi vida, nada, dijo Alonso y la abrazó, ella no pudo eludir el
abrazo. Vio que Alonso estaba borracho, apestaba a alcohol. Ella insistió, pero
Alonso, amoroso, le colocó una mano sobre la boca y le dijo que no echara a
perder el momento, la deseaba. Norma se descontroló, esbozó una ligera sonrisa
que pronto se convirtió en algo como una grieta, porque Alonso la aplastó con
brutalidad contra su cuerpo.
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negro, con chica vestida de rojo”. Youtube le arrojó cientos de opciones, pero no
la que buscaba. ¡Renunció! Era improbable, casi estúpido, hallar algo con esas
referencias absurdas. Trató de olvidar el tema. Entró a su Facebook, contestó
dos mensajes en inbox y comenzó a revisar los muros amigos. Sintió sed, se paró
y fue a la mesa donde había una jarra con agua y dos vasos de cristal. Se sirvió
un poco de agua y tomó un sorbo. Pensó que le habría convenido comprar una
pachita de güisqui. Con el vaso en la mano derecha caminó hacia la ventana que
daba a la calle y vio el edificio de enfrente y el departamento que tenía ante sus
ojos. La ventana del cuarto donde estaba hospedado era una pared de cristal,
que iba de techo a piso y daba a un balcón angosto. Los huéspedes podían abrir
una de las hojas y salir al exterior a respirar el aire contaminado y apestoso de
la Ciudad de México. En el edificio de enfrente, Pedro vio un departamento
con la luz prendida. Se sorprendió al pensar en la coincidencia de escenas. En
la película, la chica de rojo estaba en un departamento y veía hacia la habitación
de un hotel, acá, él estaba en un hotel y miraba hacia un departamento, en el
que, ¡no, no puede ser!, pensó, ahora aparecía una chica, con vestido rojo, que
dejaba un bolso sobre una mesa. Pedro se echó sobre la cabeza el agua restante.
¡No, no, no puede ser, si sigo así me volveré loco! Desechó la imagen de su
mente, pero, sobre todo, trató de eliminar las palabras que había pronunciado
la actriz: “Es la una con dos de la madrugada.”
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su mano izquierda al frente y miró el reloj. Ya eran las doce con dos de la noche.
Pensó: “Falta una hora”. “¡Mierda!”, ahora la palabra se la dijo a sí mismo. “¡Falta
una hora para qué!”, gritó. Fue al baño y puso la cabeza en el lavabo, abrió la
llave y dejó que el agua cayera sobre su cabeza. Cerró el grifo, tomó la toalla y se
secó. Fue hacia la ventana. “¡Cerraré la cortina, cerraré la cortina!”, se dijo. En
cuanto llegó a la ventana cerró los ojos y jaló el cordón de la cortina hasta que
sintió trabarse el mecanismo. Abrió los ojos. La luz del departamento seguía
prendida. La muchacha de rojo seguía parada frente a la ventana. Pedro hizo
a un lado la cortina y espió. La chica parecía decir algo, como la… Detuvo su
pensamiento. No dijo lo que había comenzado a pensar. Entonces escuchó que
su celular sonaba, iba a responder cuando vio que un brazo rodeó la cintura de
la chica de rojo, ella se volvió. El hombre bajó la mano, de la cintura a las nalgas
y la acarició, levantó un brazo y, sin dejar de besarla en el cuello, le enterró un
cuchillo en la espalda, en la zona de los pulmones, y sacó el cuchillo y volvió
a enterrarlo una y otra y otra vez, como si fuera una máquina programada,
mientras el cuerpo de la chica se desgajaba y él la sostenía sólo para volver a
enterrar el cuchillo una vez más. Pedro permanecía como autómata, no había
movido ni un solo dedo, apenas había parpadeado, su corazón latía con una
velocidad desenfrenada y su mente se rebelaba a ponerse en acción.
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“Me vio, el asesino me vio”, pensó Pedro, cuando tuvo el coraje de agacharse
en el piso, gatear y apagar la luz de la lámpara del buró; se tumbó al lado de la
cama, como hacía cuando era niño y su mamá lo buscaba porque ya era hora
de levantarse para ir a misa. Pedro se quedó ahí, esperando que la sirena de la
ambulancia sonara y se llevara el cadáver, que la sirena de la patrulla sonara y
se llevara, detenido, con esposas, al asesino, que el tiempo pasara como vagón
del Metro y amaneciera y él abandonara el cuarto, la ciudad, y regresara a su
casa, al regazo de su viejecita. Con la mano buscó, por encima de su cabeza, el
celular. Con la respiración puesta en Mínimo, prendió el celular y vio que tenía
cinco llamadas perdidas, todas eran de su primo Joaquín. ¿Qué quería a esa
hora?
Poco a poco se calmó, pero no se movió del lugar donde estaba escondido,
como si un ataque de bombardeos no hubiera cesado. Vio su reloj. ¡La una con
dos! Como si fuese la señal para el combate, escuchó pasos y gritos en el pasillo.
Afuera, dos hombres se gritaban, uno de ellos trataba de detener al otro. Pedro
se paró, fue a la ventana, descorrió la cortina y vio que el hombre, el asesino, ya
no estaba. “Viene por mí”, pensó. Oyó golpes sobre la puerta:
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–Pedro, Pedro…
Joaquín lloraba.
–… tu mamacita…
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estaba escondido, en posición fetal, al lado del buró. El celular había quedado
en la cama y seguía con la conversación de Joaquín:
–Apenas a las diez la llevé a su cama. Todo parecía estar bien… Pedro,
¿qué pasa?
–…Pero, ¿de qué cuchillo hablás? No, Pedro, ¡no hagás una locura! No.
No debí llamarte, no debí…
–¡Desnúdate! ¡Vamos!
Pedro obedeció.
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–No, yo no…
–¡Cállate!
No era una película, pero como si lo fuera, entraron dos agentes con los
brazos extendidos, apuntando.
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–¡Alto ahí!
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–Los compré en el mercado. Están bien bonitos. Los dos son machitos. Ya
les puse nombre, uno se llama Fernandito y el otro Pedro.
Pedro, al escuchar eso, dejó la blusa que doblaba y fue al corredor. Ahí
estaban los dos canarios. Abrió la puerta de la jaula, sacó un canario, levantó las
manos y lo echó a volar. Joaquín lo vio desde el quicio de la puerta.
No era una película, pero, con la seriedad de actor francés de los años
cincuenta, dijo: “Sólo Pedro queda en la jaula.”
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Ya es hora, vonós al cine, dijo Raymundo. Vonós, dijo Raúl.
Raymundo y Raúl iban casi todas las tardes al cine que tenía Paide en su
casa. En un cuarto al fondo de la casa, donde Paide vivía con su hermana Ericka
y con su hermano al que le decían El Pijas, porque nadie conocía su nombre,
Paide había improvisado una sala cinematográfica, con un proyector de 35
mm que había pertenecido a su papá. La mamá de Raúl había contado que el
papá de los muchachos, don Armando De La Cadena, había llegado al pueblo
desde quién sabe dónde. En ese lugar indefinido, don Armando tenía una sala
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cinematográfica, pero un día, como sucedió en muchos otros pueblos del país,
vio que la afluencia de cinéfilos disminuía de manera escandalosa, la aparición
de las videocaseteras y de los videoclubes le metió una estocada en el centro del
corazón . Unos agentes viajeros que llegaron un día al pueblo contaron que don
Armando hizo un último intento para salvar su negocio: programó funciones de
media noche, con películas de contenido erótico. Al principio, algunos cinéfilos
calenturientos habían asistido, pero luego se aburrieron; don Armando dio la
última vuelta de tuerca: al fondo de la sala construyó un apartado donde una
mujer satisfacía los requerimientos de los viejos fogosos. ¡Nada! Debió cerrar
cuando los servicios de salubridad municipales detectaron que la mujer en
cuestión había infectado de gonorrea a media población cinéfila pornográfica.
La mujer había huido una madrugada, para evitar el asedio de la justicia y don
Armando hizo lo mismo, apenas logró subir el viejo proyector y rollos de cintas
a su willys modelo cincuenta y cuatro. Así llegó al pueblo junto con sus tres hijos.
Los chismosos agentes viajeros sembraron un mal rumor en el pueblo: la mujer
que prestaba sus servicios en la sala era la madre de los hijos de don Armando.
Pero era un rumor malintencionado, decía la mamá de Raúl, la mamá de los
muchachos había muerto de cáncer. Ya en el pueblo, don Armando abrió un
local donde arreglaba máquinas mecánicas de escribir, relojes de pulsera, radios
y televisiones de bulbos, máquinas de coser, planchas y tractores. Paide y Ericka
acudieron a la escuela e hicieron amigos como todos los chicos. Únicamente
El Pijas era visto con desagrado. Los vecinos criticaron al papá, porque El
Pijas dormía en una perrera colocada en el patio, una enorme perrera, pero
los vecinos no sabían que el propio muchacho había elegido dormir “en una
casita de campaña”, así lo decía. El Pijas salía poco de casa, pero cuando lo
hacía causaba disgusto y temor en los mayores y accionaba el mecanismo de la
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grosería entre los niños y jóvenes que se burlaban de él. La mamá de Raúl contó
que al día siguiente que llegaron al pueblo, El Pijas entró a la tienda de doña
Lulú, que estaba en el portal norte del parque central. Ella bordaba una tela
detrás del mostrador de madera, vio al muchacho (con pantalón y camisa de
manta, con el cabello largo, lleno de sebo), dejó el bordado sobre el mostrador
y preguntó, con su vocecita de grillo agripado:
–¿Qué desea?
Por respuesta, El Pijas se sacó los mocos de la nariz, los untó en el bordado
de doña Lulú, y, con los brazos abiertos, sentenció:
Todos los que ahí estaban presentes volvieron la mirada, porque, contaban
luego, la voz del muchacho había sonado como la de un viejo profeta.
La asistente de doña Lulú que estaba trepada sobre una escalera metálica y
sacaba lienzos de tela del estante para limpiarlos con una franela y quitarles el
polvo, contó que el rostro de su patrona se puso colorado del coraje, sus ojos se
abrieron y su boca se torció, quiso pararse, pero las manos que debía colocar
sobre la superficie del mostrador las tuvo que llevar al pecho porque la atacó un
intenso dolor. La asistente bajó trastabillando, vio que El Pijas se retiró, todavía
repitiendo en voz baja, como un rezo: “Todo irá mal, todo irá mal.” La asistente
tomó entre sus brazos el cuerpo exangüe de su patrona.
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–No, de verdad, estuve con Azucena. Si le das diez pesos, ella deja que la
veas a la hora que se baña. Tiene una cosa bien peluda entre las piernas –dijo,
Ramoncito, y guiñó el ojo derecho.
Por eso iban a las funciones de Paide, porque en su cine hallaban lo que
Raúl bautizó algún día como “novedad antigua.” En las viejas cintas ocurrían
historias que los trasladaban a otros tiempos. La mamá de Raúl siempre les
decía que esas películas podían verlas en Youtube, sin gastar dinero. Los chicos
callaban, ¿cómo le iban a explicar que el cine de Paide los transportaba a un
mundo del pasado, a un mundo ya inexistente?
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Cuando murió el papá, sólo Paide y El Pijas quedaron en casa. Ericka, con
el dinero que obtuvo por el seguro que su papá tenía contratado, viajó al pueblo
donde había nacido, llevó flores a la tumba de su mamá, hizo una promesa y
voló a Miami, ahí tomó un diplomado de cine y programó una visita al Centro
Ilusión, centro que atendía exclusivamente a cineastas, artistas y propietarios
de salas cinematográficas. La recibió una mujer con lentes oscuros y guantes de
látex blancos, ella la pasó a una oficina llena de cristales, con vista al malecón,
la invitó a sentarse, le dejó una carpeta y caminó hasta sentarse frente a ella. La
pregunta que le hizo fue a bocajarro:
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atención acá? No, no tienes idea, de lo contrario no estarías acá. Pero, resulta
que fuiste admitida y ahora debo atenderte.
Se puso de pie, fue hasta la pared de cristal, colocó sus brazos detrás de la
espalda, se dio la vuelta y repitió:
Ericka abrió su bolso, sacó un paquete de billetes, amarrados con una liga,
los depositó en la mesa y con su mano derecha lo empujó hasta donde estaba la
mujer.
Los tres muchachos se sentaron en las butacas del frente. Paide anunció
que ya comenzaría la función y Raymundo dijo:
Paide entró con una charola con palomitas y refrescos y entregó una bolsa
y un refresco en vaso encerado a cada uno. Se paró al frente y dijo: “Gracias por
venir al Cine Ilusión. Que gocen la función.” Como todas las tardes, remarcó
la última sílaba de ilusión y de función. Apagó las luces, se hizo una penumbra
y se escuchó el sonido del proyector, sonido imposible de rescatar en películas
vistas en las modernas salas de cine o en los novedosos sistemas caseros de
reproducción. La cinta se proyectó sobre una sábana blanca, que estaba
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Había una vez un cine que se llamaba Ilusión. Debía su nombre al hecho de que
sus espectadores (sólo diez en cada función) cumplían el deseo que solicitaban.
Mediante la firma de un convenio, costoso para el bolsillo del cinéfilo, la empresa
cinematográfica se comprometía a realizar y exhibir una película en 3D, donde
un avatar del contratante era el protagonista principal de la cinta. La experiencia
era tan real que la mente de los espectadores convertía su película en un recuerdo
imborrable que se agregaba a la historia de vida. Todos los participantes hablaban
maravillas de lo que consideraban era “el invento del siglo XXI.” En media hora
(tiempo que tardaba la exhibición) la empresa injertaba el recuerdo en la mente,
haciendo imposible olvidarlo .
La sala no era la sala tradicional: no tenía pantalla. La sala tenía diez
felpudos sobre el suelo alfombrado y al lado de cada uno de los felpudos un
dispositivo VR, de última generación.
Ericka había firmado un convenio días antes, porque varios amigos le habían
garantizado los resultados al ciento por ciento. Le habían dicho que ella sólo debía
decir qué deseaba que ocurriera en su película y ¡ocurriría! Ericka entró a la sala,
se descalzó (vestía los pants cómodos que le habían exigido a la hora de firmar
el convenio), esperó que su mirada se acostumbrara a la penumbra de la sala:
una luz azulada emergía de los laterales del plafón, con lo que la iluminación
era discreta y cálida. Cuando Ericka entró ya estaban ocupados todos los demás
felpudos. Una de las asistentes (que calzaba botas fluorescentes, al lado del felpudo
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Cuando terminó la película, como siempre, Paide les señaló la salida, que
era en el extremo opuesto de la puerta donde entraron. En medio de la verja,
hecha con tablones de madera de pino, había una puerta, la abrió y dijo que los
esperaba al siguiente día. Raymundo y Raúl se despidieron de Ramoncito.
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–No estuvo bien –respondió Raúl y tomó un sorbo del chocolate, que le
pintó bigotes sobre los labios.
–No, por supuesto que no –dijo Raúl–. Te espero para ir pasado mañana.
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¿Nadie le avisó que debía adoptar la posición de flor de loto durante la función?
Ericka dijo que no. Quien preguntaba tenía una bitácora electrónica en la mano
izquierda y con la mano derecha apretaba teclas en busca de información. El
hombre tenía lentes oscuros y vestía con el mismo uniforme de la asistente: un
mono completo de color azul, que se camuflaba con el color de las paredes. ¿Cuándo
firmó el convenio?, preguntó el hombre. Ayer, no, antier, no sé, estoy confundida,
dijo Ericka. ¿Quién la atendió? Una señorita en el módulo de información. ¿En el
módulo de información o en el módulo de convenios? No sé, no sé, en la entrada.
Exijo que me devuelvan mi dinero y mis zapatos. Ya no quiero entrar al cine.
El hombre accionó un botón que sobresalía en su hombro izquierdo y habló: La
espectadora nueve está entrando en código siete, pido protección. Un segundo
después se abrió la puerta y entraron dos hombres, vestidos de igual manera, y se
acercaron a Ericka. Uno de ellos habló: señorita Ericka, parece que hubo un error en
el protocolo. ¿Nadie le advirtió que debía estar en posición de flor de loto mientras
transcurría la función? Ericka, ya molesta, no respondió a la pregunta, volvió
a exigir que le devolvieran su dinero y sus zapatos, que habían quedado dentro
de la sala. Sí, sí, no se preocupe, todo se le regresará, dijo el hombre de manera
condescendiente, mientras con la cabeza hacía una seña a su compañero, quien,
dio dos pasos y, con el brazo izquierdo, inmovilizó a Ericka y, con un movimiento
preciso, le colocó unas esposas en las muñecas. Ericka quiso protestar, pero el
primer hombre sacó una cinta del soporte de la bitácora electrónica y le puso un
esparadrapo en su boca. El hombre inmovilizador llevó hacia atrás a Ericka y la
sentó en el único asiento, el de la bitácora le dio vueltas con la cinta alrededor de su
pecho y en el respaldo de la silla. Con los ojos abiertos, totalmente inmovilizada,
Ericka vio que entraron dos mujeres, vestidas igual que la asistente. La mayor,
que tenía lentes oscuros de color azul mar, se presentó: Soy la doctora Hernández,
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“No irás al cine, ¿verdad?”, le había dicho Raymundo a Raúl. Éste lo recordó
mientras caminaba con rumbo a la casa de Paide. ¡No! No estaba incumpliendo
a su palabra. Esa tarde no iría al cine, iba a casa de Paide. Raúl había decidido,
escondido desde la verja, ver la casa de “El Pijas”. Puso los brazos sobre la verja,
observó los árboles que formaban un bosque, como de cuento infantil, con una
casa en medio.
Ericka pensó que era absurdo. Quince o veinte minutos antes, ella se disponía a
cumplir su deseo virtual, y ahora estaba en un brete tonto. Debía comportarse
tranquila, porque los tipos estaban nerviosos. Ellos, al parecer estaban en un
conflicto serio, propiciado por ella. Así que actuó con serenidad. Alzó la cabeza
e hizo para adelante sus labios, como si besara el aire. La doctora Hernández,
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Todo irá bien
con los brazos abiertos, mandó a hacer silencio. Quiere decirnos algo. ¡Quítenle
el esparadrapo! Una chica colocó su mano sobre la cinta y la bajó de un solo
golpe. Ericka retuvo el grito, cerró los ojos, dejó que pasara el ardor un instante
y habló. Haré lo que me digan, dijo. No puedo adoptar la posición de flor de
loto, pero si alguien me ayuda, si me ponen un apoyo detrás lo haré, lo haré. La
doctora consultó la hora y dijo: Sí, ¡ahí está, todo solucionado! Quítenle las cintas
y las esposas, de inmediato. Llévenla a la sala. Hagan que asuma la posición y
comiencen la función. Estamos a dos minutos de que se cumpla el plazo.
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Todo irá bien
Ericka entró a la sala escoltada por dos asistentes. Se hincó en el felpudo número
9 y esperó que los asistentes la ayudaran a adoptar la imposible posición de flor
de loto. Desde niña había padecido el suplicio de la clase de gimnasia, mientras
sus amigas tenían una flexibilidad de manguera, ella terminaba llorando por la
insistencia de la maestra (¡perra!) para hacer flexiones y, parada, tocar las puntas
de los pies con los dedos de sus manos. Ella siempre se quedaba a la mitad, con
trabajo lograba alcanzar sus rodillas. Terminaba llorando, siendo el motivo de la
burla general. Y ahora, cuando pensaba que iba a cumplir el deseo de su vida, al
ver proyectada la película donde todo era menos absurdo que la estúpida realidad,
se había topado con esa majadería de ponerse en posición de loto. Vio que una de
las asistentes le colocó una base en la espalda, mientras la otra llevaba uno de sus
pies sobre el muslo de la pierna contraria y luego lo mismo con el otro pie, sintió
que sus extremidades se quebraban, que quedaban exangües, como piernas de
títere. Un dolor que rebasaba lo sentido hasta ese momento le pinchó en su cerebro.
Quiso levantarse (dudó que pudiera hacerlo, de ahí en adelante), pero los brazos
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Todo irá bien
de las asistentes la detenían como lazos de amarre, como si ella fuese una mula.
La luz de la sala se fue apagando como vela de oratorio y todo quedó en oscuras.
Una edecán le colocó el dispositivo VR, mientras los otros nueve se colocaban los
que les correspondían. Los demás espectadores estaban sentados en posición de
loto. Se escuchó una voz suave, con un conteo regresivo: …siete, seis, cinco, cuatro,
tres, dos, uno, comenzamos. Y la función especial e individual inició.
–¡No es cierto!
–Pero, ¿entonces?
–Bueno, ipso facto Paide nos hizo un favor, le hizo un favor a todo el
pueblo. Ese estúpido era un fastidio. Le hacía un gran daño a todos. ¡Mierda!
“Todo irá...”
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Todo irá bien
Echaron a andar por la calle donde estaba el cuarto de Azucena. Tal como
había presentido Raúl, Ramoncito estaba con el pie recargado en la pared,
fumando un cigarro.
–¿Cómo? ¿Cuándo? –preguntó Raúl, que tuvo que detenerse del hombro
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Todo irá bien
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Todo irá bien
sería proyectada en el Cine Ilusión, con tal grado de verismo que sería como si la
hubiese vivido en realidad. ¿La realidad se transformaba a partir de lo vivido en
la película? Todo mundo lo aseguraba. Lo que la película proyectaba en la mente
de cada espectador borraba la historia real y la sustituía. Era el mejor invento de
todos los tiempos.
–No, no se ve nada.
–¿Pensás que…
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Todo irá bien
par de paramédicos salió de la casa llevando una camilla donde iba “El Pijas”,
no parecía grave, una pierna la tenía completamente extendida, pero la otra la
llevaba flexionada y sus brazos los tenía debajo de su cuello, como si estuviera
en una playa. Cuando lo subieron a la ambulancia, por una puerta trasera, dijo:
“Todo irá mal”.
Raúl sintió una caricia, como si, en medio de una tormenta de nieve,
alguien le ofreciera un té caliente. “El Pijas” estaba vivo. Raúl iba a hablar,
cuando escuchó un rumor de pasos. Dos paramédicos más sacaron una camilla
que llevaba un cuerpo oculto en una sábana blanca. Alguien de los curiosos, al
lado de los chicos, habló en voz baja:
Y alguien más, un hombre, totalmente calvo, pero con barba blanca, que
le caía como cascada, señaló:
–Esto antes era muy frecuente, los cines se quemaban porque las películas
eran inflamables. ¿Qué necesidad en estos tiempos de seguir exhibiendo
películas de rollo? En tiempos de Youtube, es una bobera.
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Todo irá bien
La película de Ericka inicia con una niña que camina por un sendero de arena
fina, custodiado por un sembradío de girasoles. Al fondo hay una casa con un
porche colorido. Ericka reconoce que esa niña es ella, conforme avanza hacia la
casa, ella crece. Los girasoles también crecen con el abono del aire. Al llegar a la
escalinata, Ericka tiene su edad actual, viste el mismo vestido rosa con tirantes que
tenía la mañana que firmó el convenio e imaginó su película; sube los peldaños
y, en cuanto ve a su mamá que está sentada en una mecedora, la abraza con tal
intensidad que parece regresar de un viaje donde tardó muchos años. Deja de
abrazarla y le enseña un documento que saca de un bolso, la mamá se coloca
las antiparras que cuelgan de su pecho, lee y se echa a llorar. Mientras, Ericka
baila en uno y otro pie y recibe al papá que llega con un ramo de girasoles y lo
abraza y le dice algo al oído y el papá entrega el ramo a su hija y corre a abrazar
a la mamá y ambos lloran, mientras Ericka baja un escalón y corta pétalos de
los girasoles y, como si estuviese en un balcón, los avienta sobre la pareja. Ericka
sabe que el documento dice que la mamá ya no tiene el cáncer de mama que la
mató, está sana, por eso ellos lloran de felicidad y ella baila y los girasoles, dorados
de tanto sol, se elevan majestuosos hacia el cielo. Ericka saca otro documento y
llama a su hermano Paide y a su hermano Eiko y cuando ellos bajan al porche
se los enseña. Eiko también está sano, ya recuperó su capacidad mental al ciento
por ciento, el ligero retraso mental ya no existe. Paide y Eiko se unen al abrazo
de sus padres y todos bajan la escalinata y bailan, tomados de las manos, en
ronda. Paide dice que irá a estudiar cine a Roma. Ericka ríe, le dice que todos los
caminos conducen a Roma y le desea un buen viaje. El sol se oculta y todas las
dolencias han quedado sepultadas. El trastorno obsesivo compulsivo de Eiko ha
remitido y ya jamás volverá a padecer esos miedos irracionales y obsesivos que lo
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Todo irá bien
obligaron a repetir actos infundados. Ericka lo abraza y le dice que todo irá bien.
La cámara se va alejando, suena un violín, cuyo ejecutante interpreta Nocturno
Andante, de Borodin. Una saeta de patos sobrevuela la casa, un girasol se inclina
en el primer plano, mientras, a lo lejos, Ericka, sus hermanos y papás bailan en
redondo. Aparece la palabra FIN, y la imagen, llena de luz, no cesa hasta que
termina el Nocturno. Ericka siente algo como una mano cálida en su pecho.
–¿Vos pensás que nos dejarán entrar? –Pregunta Raymundo a Raúl. Están
en la puerta del sanatorio.
–Sí, diremos que somos primos de “El Pijas” – responde Raúl, mientras
jala del suéter a su amigo, para que entren y vayan donde la trabajadora social
revisa su celular. Pero, a mitad del camino, Raúl se detiene abruptamente.
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Todo irá bien
–¿Eiko?
Había una vez un cine que se llamaba Cine Ilusión. La gente pagaba cantidades
exorbitantes para que la empresa les hiciera una película donde se cumplieran
sus sueños. Su producción era tan efectiva que insertaba la historia en la mente
del cinéfilo con tal fuerza que se convertía en un recuerdo real que cancelaba el
recuerdo histórico.
–Es temporal. El médico dice que en dos semanas más mis piernas estarán
como nuevas.
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Todo irá bien
–Vamos, ipso facto, a ver a Ramoncito, que nos cuente cómo le va con
Azucena –dijo Raymundo y guiñó un ojo.
–No –dijo Raúl–. Mejor vamos a casa a cenar y a ver una película en
Netflix.
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NOMBRES PARA
USAR EN ISLA
Dejen, les platico. En conferencias que imparto en todo el mundo, los
universitarios me siguen preguntando por el primer trabajo que hice en 2019.
Siempre comento el resultado final. Nunca he contado lo que contaré. Hoy, por
primera vez cuento cómo se dio el hecho. Lo cuento ahora, porque hace mucho
que ocurrió y para que mis futuros biógrafos tengan elementos de certeza.
Además, lo hago en un acto de humildad para que los futuros estudiantes de
cine tengan mucho cuidado y siempre tengan la evidencia de la veracidad. Este
testimonio es un mea culpa, es el reconocimiento de que fui un ingenuo. Por
favor, no se confundan. El resultado final fue premiado en Cannes, un año
después; es decir, fue reconocida mi grandeza como director de cine, y esto es
lo que cuenta para la historia de la cinematografía mundial. Al final, el trabajo
no lo inscribí como documental sino como cortometraje de ficción.
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Nombres para usar en isla
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Todo irá bien
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Nombres para usar en isla
–¿Cómo solo?
Dije que sí. Iba a darle la mano y presentarme, cuando él negó con la
mano y preguntó:
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Todo irá bien
Dije que sí y dejé la maleta en la playa, para buscar el sobre con los cien
mil pesos. El chistecito me había costado doscientos mil pesos. En el año 2019,
con ese dinero comprabas un auto pequeño.
–Va. Muy bien. Está cabal –dijo–. La cuenta comenzó a las doce del día –
Y vio su reloj y dijo:
–Son las cuatro de la tarde de hoy sábado 13 de abril, así que ha perdido
varias horas. Su plazo termina a las doce de mañana domingo. Espero que haya
usted tenido la precaución de decirle a su lanchero que esté un poco antes de
esa hora, para llevarlo, porque de lo contrario, deberá pagarme veinte mil pesos
por cada hora que yo tenga que cuidarlo acá, y si llega la noche, se tendrá que
quedar solo.
Vi que cuando dijo lo último se puso colorado, pero se rehízo y tosió. ¿Me
tendría que quedar solo? Ya dije que mi entusiasmo inicial había declinado.
Cuando bajé a la isla, ¿cómo decirlo?, tuve la impresión, ligera, pero impresión
después de todo, que era como un set cinematográfico, de esos que levantan
los creativos de Walt Disney. Me pareció que toda la arena de la playa había
sido recién planchada. Pero, era una bobera, así que negué con la cabeza, a fin
de evitar esos pensamientos inútiles. Debía concentrarme en mi trabajo. Tenía
poco tiempo.
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Nombres para usar en isla
Dije que sí. No quise decirle que vivía solo y que no había avisado a
nadie, ni siquiera a mi papá (viudo, casado en segundas nupcias con María
Barrientos, la actriz que se hizo famosa gracias al dinero de mi papá, uno de
los productores de cine más importantes del país). Bueno, en la escuela había
copia de un oficio que señalaba la aceptación de mi proyecto, por lo que si algo
me pasaba, los investigadores policiales seguirían la pista. No sé por qué pensé
esto, pero lo pensé, mientras caminábamos por un sendero lleno de palmeras
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Todo irá bien
y vegetación tupida. Mientras caminaba detrás de él, volví a pensar que todo
parecía un montaje. No se escuchaba a ningún animal corriendo por en medio
de la vegetación ni se escuchaba el canto de algún pájaro. Todo era, lo imaginé,
como debía ser cuando en la Amazonia talan decenas de hectáreas y la fauna
emigra. Era un silencio de cementerio, a punto de cerrar las puertas.
Para evitar esa niebla que parecía cubrir todos los sonidos, le pregunté:
Él dijo:
–Yo tengo cuatro hijas, me las dio Elena, mi mujer. La mayor tiene 21
años y se llama África; la segunda se llama Tundra y tiene 19 años; la que tiene
dieciocho años se llama Selva y la última, mi coshita, se llama Guatemala.
¿Por qué les puse así? Bueno, los nombres los puso mi mujer. Acá todo se hace
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Nombres para usar en isla
como dice mi Elena. Las bautizamos así, porque somos de la tierra, pues. Los
hombres y mujeres somos como árboles. ¿En dónde ha visto que los árboles
se llamen Pedro o Elena? No. Los árboles se llaman conforme la tierra donde
viven: durazno, jocote, chumís, ceiba. Sí, me gusta mi nombre.
–Ya estamos cerca, ya conocerá a mis niñas –dijo don Caralampio y sacó
su machete y cortó las ramas que sobresalían y me daban en plena cara. En el
horizonte comenzaba a hundirse el sol, pero el calor parecía subir hasta el cenit.
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Todo irá bien
que tome estas escenas con la cámara de su corazón. ¡Vamos! Tenga cuidado
con ese hueco, no se le vaya a enchuecar la pata para siempre y esto, en lugar
de ser una buena experiencia, se le convierta en una experiencia de la caca.
Vamos, ya estamos por llegar. Mientras se porte bien, acá estará protegido.
–¡Niñas, vengan!
Era algo más que hembrita, tenía los ojos azules y era de piel blanca, como
si no fuera de Angola sino de Sudáfrica.
Todas vestían con largos batones de color blanco que les llegaba hasta
los talones, pero, en el caso de África se advertía que bajo ese batón tenía un
cuerpo de africana generosa, con una grupa de yegua inquieta.
–Ella es Selva.
Selva más bien parecía desierto, porque era la más delgada de las cuatro,
con unas ojeras como de mapache trasnochado, tenía el cabello cortísimo lo
que daba una sensación de ser un chico de dieciséis o diecisiete años. Tenía una
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Nombres para usar en isla
dentadura irregular. Era como una de esas chicas que aparecen en las pasarelas
de moda. Su rostro era como de piedra.
–Ella es Tundra.
Era altísima, tal vez alcanzaba los dos metros. Su cabello bajaba por los
dos lados de su rostro y lo enmarcaba de tal manera que era como de virgen del
medioevo.
–¿Cuántos años tiene Guatemala? Huy, tiene cientos de años, viene desde
tiempos de los Mayas. No, en serio, mi patojita tiene dieciséis. ¡Ha crecido
como árbol de membrillo! El doctor Miranda dice que todavía crecerá unos
diez centímetros más. Heredó la altura de mi suegra que sobrepasaba los dos
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Todo irá bien
metros.
–Guatemala, ven para acá, enséñale al señor, ¿cómo dijo que se llama?, los
dedos de tu mano.
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Nombres para usar en isla
–A ver, niñas, les explico. Acá el señor, ¿cómo dijo que se llama?, estará hoy
sábado y mañana domingo, para hacer una grabación, dice que es estudiante de
cine y hará un documental acerca de cómo hemos vivido en esta isla, sin nunca
ir a tierra firme. Lo que quiere es que ustedes se comporten como si no hubiera
cámara, que de hecho no hay, porque todo lo grabará en su celular. Si quiere
hacer alguna pregunta no le contesten, yo les diré si pueden responder. ¿Están?
Sí, debía estar sábado y domingo, pero sólo estuve un día. ¿Por qué?
Bueno, eso es lo que trato de contarles.
Lo dijo y rio, y cuando se rio se movió como tonel sobre un barco en alta
mar.
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Todo irá bien
Pero, a partir de ese instante no pude dejar de pensar, porque vi que las
niñas, si bien descalzas, tenían las uñas de los pies cubiertos con una capa de
nácar transparente. ¿Con qué se barnizaban las uñas en esa isla deshabitada?
¿No se suponía que ellas jamás habían salido de ahí y, además (así me había
vendido la idea, Roberto) el papá de ellas no permitía que se acercara gente?
Cuando le conté a Roberto que iba a hacer un video con celular como trabajo
final, él me sirvió una copa más de vino y dijo que celebráramos, yo alcé mi
copa y dije ¡salud!
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Nombres para usar en isla
–Por supuesto que yo no te cobro nada, faltaba más. El viejo con su vieja
ha vivido desde ahí desde siempre. Tienen cuatro hijas, dicen que de buen ver.
No me preguntes cómo sé la historia, ni me preguntes cómo viven ahí. Sólo
te diré que si sueltas ese billete lograré que te dejen llegar a la isla para que
grabes el documental del siglo. ¿Lo imaginas? ¿Imaginas tener un testimonio
de gente como Robinson Crusoe en pleno siglo XXI? Y luego, quién quita y
hallas una historia que vaya más allá del mero testimonio. ¿Cómo las hijas
sacian sus apetitos sexuales? ¿Recuerdas la película mexicana “El Castillo de la
Pureza”, que fue tan famosa en los años setenta? ¿La película que contaba cómo
un viejo loco no dejó que sus hijas salieran jamás a la calle para que no se vieran
tentadas por el demonio? Total, si eran sus hijas pues como que él tenía derecho
de todo, ¿no? Este tipo loco convirtió a su casa en una isla. Ahora irás a una
isla convertida en una casa. ¿Cómo lo ves? ¿Hago el contacto? Deja todo en mis
manos, tú prepara tu mochila. ¿Te parece bien en quince días? A ver, a ver…
Y Roberto hizo el contacto y cuando fue a despedirme a casa me dijo que no
olvidara llevar el resto, y algunos billetes más, porque nunca se sabe. “Vas a un
lugar deshabitado, pero puede que tengas necesidad de hacer alguna recarga en
el Oxxo de la isla.”, y soltó la carcajada, orgulloso de su ingenio pueril. Y revisó
en su celular el calendario y fijamos fecha. Sonaba muy bien la idea, hasta que
vi que las niñas tenían las uñas barnizadas y África tenía algo como un tatuaje
en la base del cuello. Cuando se agachó tantito para rascarse un dedo del pie
izquierdo vi que en la línea superior del batón había algo que tenía toda la traza
de la Torre Eiffel. No era nada ritual. A partir de ese instante, mi vista comenzó
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Todo irá bien
–Usted está en su casa. Puede entrar con su cámara a todos lados, los
cuartos, la cocina, incluso, los baños. Venga, venga, mire acá son los baños,
tenemos dos porque luego nos gana la apuración y ya no estamos en tiempos
en que, como perritos, lo hacíamos al aire libre (los baños eran dos covachas
con paredes de junco y un hoyo a mitad del suelo). Las niñas se bañaron e
hicieron sus necesidades muy temprano, así que no volverán a entrar al baño
hasta mañana, ya a la hora que usted haya partido, así que no se “intimidice”,
entre a cualquier cuarto con toda confianza.
–No, no, ¿cómo cree? Usted duerme con nosotros, en la recámara nuestra
hay una hamaca sobrante, lo mismo en la recámara de las niñas. Duerma donde
le plazca más. Si quiere dormir en la de las niñas tendrá más qué contar en su
documental. Los viejos tenemos más cosas qué contar, pero las niñas tienen
más cosas para mostrar. Vamos, México, ¡vamos! ¡No se achicopale! ¡Cumpla
con su misión!
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Pensé que sólo faltaba que dijera: Sí se puede; pero, además pensé que su
lenguaje también era un indicio más para para fortalecer mi teoría. ¿Por qué
el viejo no hablaba como si fuera nativo de la isla, sino como habitante de una
ciudad cosmopolita?
Vi mi reloj y vi que eran las siete con diez de la noche. ¡Se me había ido
la tarde y no había hecho ni una sola grabación! Todo, bonita cosa, se me había
ido en grabar, como había sugerido el viejo, escenas en mi corazón, pero estas
escenas comenzaban, como grasa, a tapar arterias mentales y me obligaba a
dudar de la autenticidad de mi trabajo. ¡Me timaron!, pensé y dije que en cuanto
regresara a casa le reclamaría a Roberto. ¿Y si no volvía a casa? ¿Para qué me
había dicho Roberto que llevara más dinero a la isla? “Nunca se sabe”, había
dicho. El viejo ya me había quitado más dinero con pretexto de la llamada
al lanchero. ¿Cómo se comunicaba? Sí, con un radio de comunicación. ¿Con
un celular? ¡Cómo un hombre que nunca había abandonado su isla tenía un
sistema de comunicación! Sí, estuve seguro que me habían visto la cara.
¿Quién sabía que yo estaba en la isla? Aparte de Roberto ¡nadie más! El viejo
podía desaparecerme tranquilamente y nadie echaría de menos mi ausencia.
Pero, ¿para qué desaparecerme? A las ocho con treinta y dos pensé que mi
misión cambiaba de camino: más que espiar a las niñas debía espiar al viejo.
¿En dónde estaba? Además, jamás, hasta ese momento, había visto a su mujer.
Como si fuera un delincuente caminé hacia la choza de las niñas y husmeé
a través de un ventanuco. Las niñas, al parecer, ya se habían acostado en las
hamacas. El cuarto olía a sudor, a un sudor que era más que un sudor exótico,
animal, de niñas vírgenes; en el ambiente había un aroma extraño y alcancé
a ver en una esquina un brasero con una varita de esas que se topa uno en
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Nombres para usar en isla
Ya eran más de las diez de la noche y no había hecho ni una sola toma.
–¿Ayudarme en qué?
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Todo irá bien
con mi papá? ¿Con Roberto? Caminé por un sendero de gravilla. Me quité los
zapatos. Llegué hasta donde había dejado mi mochila, metí mi mano y saqué
el celular, oprimí el botón de encendido. Esperé. Vi el celular. No prendió. ¿Se
había agotado la batería? Estaba seguro de haberlo cargado al cien. Escuché
pasos. Volví la mirada. Era Tundra. Hizo lo mismo que Guatemala con su índice
y me llamó. Fuimos al lugar donde había orinado Guatemala y, en voz bajísima,
me dijo:
–No digas nada. Toma tus cosas y vámonos –dijo. Él tomó mi mochila y,
como si fuese un escolar, me tomó de la mano y me llevó por el camino donde
había llegado. Iba descalzo. No supe el lugar donde dejé olvidados mis zapatos.
Mientras caminaba rápido volví la mirada. En las chozas había un silencio
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–Pero, ¿qué?
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Todo irá bien
–Pensé en ti. Sentí pavor. Fui al final de la nota y hallé que el tipo había
sido encarcelado. Ya no me interesé en saber qué había ocurrido y cómo la
policía había resuelto el caso en esa isla abandonada. Lo que pensé es que tú
estabas en una isla abandonada, abandonado. Perdón. Lo importante es que
estás bien. Tenía qué rescatarte. Sé que tu trabajo lo podrás rehacer, ¿verdad?
Me pidió mi celular, lo abrió y me enseñó: no tenía pila. Subí la mochila a mis
muslos, la abrí y busqué el sobre donde llevaba el dinero. ¡Nada!
–Pero, ¿tú no conocías qué clase de tipo era este hombre de la isla?
–Sí, eso es lo importante amigo mío. La vida no tiene precio, eso nos
queda muy claro.
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Nombres para usar en isla
–Gracias a Dios, que estás bien –dijo. Escuché el tintineo de los hielos
del güisqui que saboreaba–. Ven a verme, mañana a primera hora–. Nos
despedimos. Pensé que sonaba raro.
Dejé que amaneciera, entré a la cocina, preparé unos huevos con chorizo
y un jugo de naranja. Desde el teléfono fijo del departamento llamé a mi
asesor y le expliqué la situación. Lo lamentó. Dijo que nada podía hacer. Me
sugirió que lo pensara bien, que podía recursar la materia, que no abandonara
la carrera, que la profesión de cineasta, como cualquier profesión, tenía sus
riesgos, pero que valía… Colgué. Decidí que no volvería a la universidad. Bajé
a la calle, compré un celular, llamé a mi papá. Él dijo que sí, que me esperaba en
su despacho. La secretaria, en cuanto me vio, se puso de pie y dijo: Su papá lo
está esperando y abrió la puerta de su privado. Mi papá me vio, puso sus manos
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Todo irá bien
sobre el escritorio y vi que no pudo pararse como fue su intención, dejó caer su
cuerpo sobre el asiento. Yo me acerqué y lo abracé.
–Siéntate.
–Listo.
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–¿Cuánto pagaste?
Dos días después, mi auxiliar me sirvió un café y dijo que una chica me
buscaba. En la puerta estaba la chica, como estaba a contraluz, no distinguí su
rostro. Dije que estaba bien, la atendería. Ella caminó hacia donde estaba yo. La
reconocí, era ¡Tundra!
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–¿Y bien?
–¿Tú?
–No, yo nada. Yo, igual que mis amigas fuimos contratadas por un señor,
por diez mil pesos. El trabajo, nos dijeron, era sencillo, debíamos actuar como
niñas nacidas en la isla, hijas del señor que usted conoció y del cual jamás
conocimos su nombre.
Iba a preguntar más, pero vi a Yaco, en la otra puerta del estudio. Movía
la cabeza. Supe qué debía hacer.
–Agradecería mucho que me ayudara. Usted sabe que este mundo del
cine es muy difícil. Si no tienes una buena palanca o le lames el pito a un picudo
del medio es difícil que tengas una carrera.
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UN MUERTO PARA
LA VIDA
Díganme: ¿se les ha muerto alguien? Yo no tenía muertos, por eso vivía feliz,
tranquilo. Yo, cuando tenía ocho o nueve años de edad, era el único de la familia,
del barrio, al que no se le había muerto alguien. A mi hermana se le había
muerto “Duque” y luego el novio que estaba a punto de pedirla en matrimonio.
Por esto, mi hermana no volvió a tener mascota ni novio. Quedó decepcionada
de la vida. Lloró mucho la muerte de “Duque”. A Duque lo enterraron en el sitio
de la casa, al lado del árbol de durazno. Lloró, también, la ausencia del novio.
Nunca supe en dónde habían enterrado al novio. Mi hermana lloró mucho
cuando murió, pero, si he de ser sincero, debo decir que lloró mucho más la
pérdida de Duque. Lo entiendo. Los perros son más fieles y más cariñosos que
los novios.
Como presintió algo que no era cosa buena, le dijo a Elvira que dejara la
puerta abierta, que pasara al hombre a la sala, que ya pronto iría. Oyó los pasos
de Elvira que se perdieron en el corredor, entonces prendió el tercer cerillo y con
éste encendió la veladora, se persignó ante el crucifijo donde estaba clavado un
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Todo irá bien
Cristo que le gustaba mucho, una talla en madera hecha en Guatemala, porque
el Cristo no tenía el clásico rictus de dolor, sino que tenía un rostro apacible,
como si estuviera en un día de campo, rodeado de hijos y nietos, y no colgado,
con las heridas en el pecho. ¿Jesús había tenido hijos y nietos?, se preguntaba la
abuela, a cada rato.
Y fue a la sala, para enfrentar lo que presentía era una noticia desagradable.
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Un muerto para la vida
divino que estaba a punto de darle una noticia que la marcaría para siempre,
como en realidad sucedió.
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Todo irá bien
–¡No, no, hijo, tu abuela delira! No creás todo lo que te cuenta, muchas de
sus historias están sacadas de las películas que ve. No. Qué locura. Mi hermano
no murió en la guerra. Tal vez ni muerto está. Un día desapareció y no volvimos
a saber más de él. Puede estar muerto, pero puede estar vivo. Tal vez es un
pordiosero, porque nunca fue muy hábil con las cosas prácticas de la vida; pero
puede ser un hombre poderoso, porque siempre fue muy hábil para relacionarse
con la gente de paga. Recordá lo que te advierto: Tené cuidado con las historias
de la abuela. Está bien, y a mí me da gusto, que te llevés bien con ella, pero no
creás todo lo que cuenta. ¡Mi hermano en la guerra! ¡Qué bobera! Ni de niño
jugó a la guerra, siempre se la pasaba dibujando.
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Un muerto para la vida
–Ay, tu mamá, tu pobre mamá. Dice lo que dice, porque se niega a aceptar
la verdad. Mirá que decir que su hermano está extraviado. Lo dice porque, en
lo interior, quisiera pensar que tu tío está vivo todavía. Lo que pasa es que ella
ha tenido muchas ausencias, comenzando con Duque, el perro de tu hermana,
y rematando con el bulto que la embarazó por dos veces, ¡dos veces!, ¿quién ha
visto eso? Ojalá que el bulto que la embarazó tenga el mismo infierno en vida
que tendrá en su muerte.
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Todo irá bien
hora en que se ocultaba el sol, todos se resguardaban en sus casas. A esa hora,
en todo el pueblo se oía el cerradero de puertas, las dobles llaves y las trancas,
los rezos de las abuelas pidiendo la paz de todo el mundo, pero sobremanera
del pueblo. Todo mundo se encerraba en las salas o en los comedores o en las
cocinas y platicaban o jugaban dominó o tomaban copitas de aguardiente o
miraban las telenovelas o intercambiaban caricias detrás de las puertas o en las
camas de cuartos clausurados.
–Fue una noche de esas cuando oí el ruido sobre el tejado. El que caminaba
arriba procuraba hacerlo con cuidado, como para que pensáramos que era un
gato o un tlacuache, pero rápido se escuchaba que era un hombre, porque eran
pasos de hombre, que siempre son más pesados que los de la mujer. Además,
a las once de la noche, las mujeres no están trepadas en los tejados. Sólo los
hombres se atreven, y los hombres que se atreven, hijo, son los delincuentes
que van a robar dinero o van a robar mujer. Yo estaba a esa hora rezando los
retales del padre nuestro, antes de apagar la luz y dormirme. Bien que escuché la
tronazón de tejas. Me paré, me puse las pantuflas, el chal y descolgué la carabina,
herencia de tu abuelo, pero no me dio tiempo de abrir la puerta, porque el bulto
que la embarazó ya estaba adentro de la habitación y, como si fuera conocido
de la casa, preguntó que dónde estaba tu mamá. El hombre, aún en medio de
la oscuridad, se miraba que era fino: alto, esbelto, con buena voz, bragado, de
manos y pies grandes, ojos verdes, así que moví la carabina a la izquierda y
señalé la puerta de la recámara de tu mamá y me metí de nuevo a la cama, con la
carabina sobre mi pecho, como si fuera un escapulario. A la mañana siguiente, al
abrir los ojos, escuché que tu mamá regaba los helechos del corredor y cantaba:
“Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso…”, y pensé que no tenía de
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Todo irá bien
–Ya es hora, hija mía. Te estoy esperando para que estés a mi diestra.
La abuela contó que deshizo la cruz de sus dedos y colocó ambas manos sobre
su pecho y vio hacia el frente, donde resplandecía una luz que jamás había visto,
ni siquiera imaginado. Todo el altar era como un cuna de donde emergía una
luz cálida. ¡Era el Señor!, dijo, y se persignó a la hora que me lo contó y yo vi
que en su rostro había una placidez que jamás había visto. La abuela me vio,
puso su mano sobre mi cabeza, y, revoloteando sobre mi cabello ensortijado,
dijo:
–¡No, hijo! Debe ser otra película que la abuela te está contando. Hace
cinco días vino el doctor Pérez para su chequeo mensual y dijo que tu abuela,
dentro de su mal, está bien. Su presión está controlada. Nada de qué preocuparse,
hijo, nada de qué preocuparse.
Pero yo sabía que mi abuela contaba su propia película. Una película que
estaba en busca del fin; una película que fue emocionante, no tanto para los
espectadores sino para la propia intérprete principal que fue ella, quien dejó que
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Un muerto para la vida
la dirección de Dios armara todas las escenas y le procuró una vida sosegada
que, en los últimos cuarenta años de su vida, se concretó a no salir de casa
más que para ir a misa los domingos y, eventualmente, ir a fiestas organizadas
por sus amigas y familiares o ir, cada último sábado de mes, al panteón a
dejar ramos de siemprevivas en la tumba del abuelo. Era feliz estando en casa,
ahí recibía amigas, a las mujeres que le llevaban la verdura y aprovechaban a
tomar un vaso de agua de limón que les convidaba la abuela; le encantaba ir
al sitio y, en compañía de Elvira, arrancar la maleza de los arriates. Mi abuela
entraba a la cocina a supervisar que los alimentos estuviesen a punto, tanto
los del desayuno, como los de la comida y la cena, mientras soplaba la brasa
del fogón para darle vida y tomaba sorbos de café. Mi abuela, después de
ordenar el lavado de la vajilla, iba a la sala, prendía la televisión, se sentaba en
su asiento sin descansabrazos, tomaba el tejido y miraba películas, una tras
otra. Le encantaban las películas de la edad de oro del cine mexicano, pero
también adoraba las clásicas del cine hollywoodense, de los años cincuenta y
sesenta. Amaba las películas donde aparecían sus actores consentidos: Clark
Gable y Humphrey Bogart. Su prodigiosa memoria, que siempre fue alabada
por toda la familia y requerida por investigadores e historiadores de la región,
retenía parlamentos, escenas y la historia completa de cada película disfrutada.
Por esto, mi privilegio de niño y de adolescente fue estar a su lado, tarde tras
tarde, de cinco a seis, horario en que hacía una pausa para estar conmigo, para
contarme las escenas principales de su película personal. Yo siempre le creí
todo lo que contaba. Por eso, cuando me dijo que Dios le había hablado en
medio de una luz inexplicable, indecible, jamás vista por mortal descreído, yo
¡sí le creí! Dios le había hablado y le había dicho que estaría sentada a su diestra,
privilegio único de personas bondadosas que, en lugar de joder al prójimo,
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Todo irá bien
–¡No! Es inevitable. Ya es mi hora. Que nadie, más que tú, vea mi despedida.
Ya no dijo más. Se dobló como si fuera una varita tierna, impulsada por
un ventarrón. Como el barco siempre invocado por mi mamá, se dobló y cayó
sobre el mar infinito del piso de madera. Ahí quedó varada, para siempre,
hasta que alguien de la casa la hallara. Quedé frente a su cara. Sus ojos, como
claraboyas, me veían fijamente. Yo, como me había contado en varias historias de
sus muertos, me arrastré y, con mi mano derecha, con precisión y con cuidado,
cerré sus ojos para siempre. Esos ojos que habían visto tanta vida a través de la
pantalla de la televisión se cerraron y fue como si escribieran la palabra FIN.
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Todo irá bien
–¡Ay, hijo! Es otra película. ¿En dónde hay desierto acá? Los desiertos
están en otros países. Acá no tenemos más que estas montañas llenas de piedras.
Ya te dije que tu abuela confunde las cosas. Ve a hacer la tarea. Órale.
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Un muerto para la vida
Me preguntó Elvira.
–No lo olvidés. Hoy debés ir con tu tío Andrés por la tela de la abuela.
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Todo irá bien
¿La tela de la abuela? ¿Los cortes de tela que el tío compraba en la llamada
Línea, frontera con Guatemala? ¿Quién pensaba en cortes de tela? ¡Mi mamá!
Mi mamá que, vestida con una falda blanca y con una blusa con flores amarillas
y rojas, se servía un poco de café en una taza, tomaba un sorbo y cerraba los
ojos al disfrutar el calor que invadía todo su cuerpo. ¿Cuerpo? ¿En dónde estaba
el cuerpo de la abuela? Corrí, corrí por el corredor, que olía a ladrillo recién
mojado. Entré a la sala. No estaba el cuerpo. Los muebles estaban tal como los
había dejado la noche de la muerte de mi abuela. Su tejido, las bolas de estambre
y las agujetas estaban en el canasto de mimbre, al lado de su asiento preferido;
la televisión estaba al frente. Apagada. Su pantalla reflejaba la parte del cuarto
donde estaba parado. Corrí, corrí de nuevo, fui a la cocina, abracé a mi mamá,
quien, sorprendida, tiró un poco del café que bebía.
–¿Y ahora, qué mosco te picó? ¿Por qué esta manifestación de cariño tan
inusual?
–¿Y mi abuelita?
–¿No te contó ayer? Mejor preguntá por qué todos estamos felices en la
casa. Ayer temprano avisaron que mi hermano apareció. ¿Podés creerlo? Tu tío
Joaquín está vivo. Desde ayer tu abuelita compró boleto. Su camión salió hoy
en la madrugada. Primero Dios llegará hoy a Cancún a las doce y llamará por
teléfono y nos contará cómo está tu tío.
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Un muerto para la vida
¡No! No era cierto. Mi abuela había muerto. Yo mismo le cerré los ojos.
Esto quise gritar, pero me quedé callado. Cuando le contaba a mi abuela decía
que mi mamá evitaba enfrentarse a la realidad, por eso contaba que su hermano
había desaparecido y negaba la muerte en la guerra, por eso, ahora, negaba
la muerte de la abuela. Si yo le decía la verdad, sabía que ella diría que era
otra película, que, igual que la abuela, confundía la ficción con la realidad y
terminaría recomendándome que, estaba bien que todas las tardes acompañara
a la abuela, pero que tuviera mucho cuidado en creer todo lo que contaba.
¡Ay, mi mamá! Trataba, por todos los medios, de evitar que yo sufriera,
que tuviera vacíos; trataba, por todos los medios, de evadir la realidad.
Supe que, a partir de ese mañana, diría que la abuela estaba feliz con su
hijo. Me enseñaría cartas donde la abuela enviaría saludos y recomendaciones
de que me portara bien. Yo vería que la letra de la carta no era su letra. Yo sabía
que, en adelante, una duda estaría en mi espíritu: ¿En dónde habían desaparecido
el cuerpo de mi abuela? ¿Cómo se deshizo mi mamá del cuerpo de su mamá?
¿A quién le pagó para que lo enterrara quién sabe dónde? ¿A quién mandó al
rancho para que allá lo quemaran?
Díganme, ustedes, que tienen muertos, ¿de dónde toman aire cuando
piensan en sus muertos?
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Nunca se sabe
Zaira entró a la recámara de su hermano Ine, se sentó en una orilla de la cama
donde el hermano estaba recostado leyendo un cómic, y dijo:
–¡Rompí con Alberto! Lo caché revolcándose con Ana. Con Ana, ¡qué
gusto tan de cerdo! –Lo dijo con voz neutra, sin que el ceño mostrara alguna
grieta. Lo dijo con la misma tranquilidad con que abrió la puerta del cuarto y
halló a Ana y a Alberto sobre su cama, ¡su cama!
Ine la escuchó, pero no dejó de leer el cómic. Con los ojos puestos sobre
la serie de ilustraciones, preguntó:
–¿Y ahora?
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Nunca se sabe
alberca, las estrellas del cine se paseen por ahí con un jaibol en la mano, pero
ella siempre ha encontrado refugio en la sala de cine. Ahí puede estar sola,
viendo lo mejor de la cinematografía mundial y repasando, una y otra vez, las
cintas que produce su papá.
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Todo irá bien
Pensó: ¡Con Ana! Qué estúpido. Si me hubiera engañado con una mujer
que valiera la pena, se lo perdonaría, pero ¿con Ana? ¡Mierda! ¡Asqueroso!
Y gritó: ¡lo tendrá bien merecido!
Entonces abrió una gaveta, sacó la libreta donde hacía las anotaciones
para la crítica cinematográfica, tomó su estilográfica favorita y escribió, con
letra clara y precisa, las posibilidades para desaparecer al cerdo (luego quemaría
las hojas, para borrar todo rastro): a). Veneno; b). Contratación de un sicario;
c). Accidente.
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Todo irá bien
huevos en las mañanas después de hacer el amor. ¿Hacen el amor los cerdos?
¡No!, pensó Zaira, los cerdos son animales asquerosos, están acostumbrados a
refocilarse en medio de la mierda. ¡Son unos mierdas! Pensó que si el ciclo vital
del hombre es nacer, crecer, reproducirse y morir; el ciclo vital de los cerdos es
nacer, engordar y volverse chicharrón. ¡Sí!, pensó Zaira, al cerdo Albertito ya le
llegó la hora de darle chicharrón.
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Nunca se sabe
un letrero. “Es para ti, si me llevas rápido.” El chofer mete primera y lleva el auto
a prisa por diversas calles bordeadas de árboles, toma la autopista, cruza un
puente, a lo lejos se ve la chimenea de una fábrica y pastizales. El sol se oculta
detrás de las montañas. El auto llega a una calle con una barda interminable.
La mujer baja el cristal, saca la cabeza, su cabello se mueve con el aire. Coge
la bolsa, la acaricia, sonríe. Baja del auto. Toca la puerta. Saluda al portero,
quien le franquea el paso. La mujer habla. Aparece un diálogo: “¿En dónde está
Emma? En el camerino B.” La mujer camina por un pasillo casi a oscuras, llega
al fondo, toca en la puerta del camerino que tiene la letra B. Emma le abre, la
apura a pasar, la obliga a sentarse, mientras ella sigue pintándose el rostro frente
al espejo, enmarcado por muchos focos prendidos. La chica rubia abre el bolso
y deja la pistola sobre una mesilla. Emma sonríe, se levanta, toma la pistola
y revisa que esté cargada, se acerca a la rubia, la besa en los labios. La chica
rubia se sienta. Vuelve el rostro, alguien toca la puerta. Emma guarda la pistola
adentro de su bata y abre la puerta. Una chica de lentes, con una bitácora en el
pecho, habla. Aparece un mensaje: “En cinco minutos es tu llamado.” Emma
cierra. Se quita la bata, queda en ropa interior. La amiga le acerca un vestido de
lentejuelas, la ayuda a ponérselo, le besa el cuello, sube el cierre de la espalda,
levanta el dedo pulgar como deseándole éxito y la actriz le envía un beso con
el dedo índice, mientras toma una bolsa con la pistola adentro. Sale. La chica
rubia se deja caer sobre el sofá, coloca sus manos detrás de su cuello, cierra los
ojos.
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Todo irá bien
–Hola, ¿cómo estás? ¿Ya te enteraste? ¿Él te lo dijo? Bueno, qué quieres.
Es un estúpido. No, en realidad la estúpida soy yo. Engañarme con Ana. Jamás
pensé que él se fijara en ella. Sí, la estúpida soy yo. Pero, bueno, no te llamé para
que me bajes de la cruz. No. No, ¿cómo crees? No acostumbro mezclar el aceite
con el agua. ¡No! La película ya está avanzada, así que Alberto debe seguir con
la filmación. Falta muy poco, ¿no? Ah, bueno, pues eso. ¿Dices una semana más
de grabación? ¡Perfecto! ¡No, no iré al set! Faltan las secuencias de la biblioteca
y la del asesinato, ¿verdad? Bien. Te pido, por favor, amiguita, que no digas nada
de mi rompimiento con Alberto. Sé que es difícil detener el agua del chisme en
este ambiente, pero por ahora hay que tratar de mantener todo como si nada
ocurriera. Niega todo, por favor. Tal vez después hasta nos sirva el chisme como
parte de la estrategia para la campaña de lanzamiento de la cinta, ¿no? ¡Sí! Lo
mismo pensé. Va, querida, seguimos en contacto, Chaíto.
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Todo irá bien
con las letras “Comisaría”. El pomo se mueve, la puerta se abre, entra la pistola
que sigue volando y se posa al lado de un personalizador en el escritorio que
dice: Comandante. Entra un hombre, con uniforme, con barriga prominente.
Se sorprende al ver la pistola. Se coloca guantes, la manipula, se coloca la mano
izquierda sobre la sien. Toca un timbre que está sobre su escritorio. Llega un
hombre, con traje y sombrero Panamá. Toma la pistola que el comandante
metió en una bolsa de plástico. Transición. Emma y la chica rubia están en la
sala de una casa, toman cerveza. Emma se levanta, va hacia la puerta. Abre.
Dos hombres muestran sus identificaciones. Transición. Barrotes de una celda.
La cámara se acerca a una litera, donde están Emma y la chica rubia. Lloran.
Aparece la palabra FIN.
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Nunca se sabe
–¡Qué!
–Hola, hola. Bien. ¿Tú qué tal? ¿Cuándo regresas? Ay, qué bueno. Me haces
tanta falta. No, no he podido ir. Hace rato hablé con Emelina, me dijo que la
próxima semana termina la filmación. Sí, sólo faltan dos escenas. ¿Cómo? No,
hubo un problemita y terminamos. ¿Ya te enteraste? Va, entonces en cuanto
regreses te doy detalles. No, no, ¿cómo crees? Estoy bien. Sí. Ahora pienso que
debo agradecer que Alberto haya hecho la cochinada, porque esto permitirá
que me encuentre a mí misma. Sí, papá. Te contaré todo, pero cuando estés acá
en casa. Estoy bien, muy bien. Sólo que me gustaría que Alberto no volviera a
poner un pie en los estudios. Gracias, papito chulo, sabía que contaría con tu
apoyo. Va. Sí, ya platicaremos largo y tendido. Te quiero. Chao, papá. Cuídate.
Te quiero.
Al otro día despierta. Abre las cortinas con el control y prende la televisión.
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“Detrás del cielo” es la película del año anterior, que produjo su papá.
Escucha el timbre del teléfono. Seguro que es su papá para comentar la buena
noticia. Ve la pantalla del celular. ¡No puede ser! ¡Es Alberto! ¿Qué quiere? Está
a punto de no responder, pero cede. Le baja el volumen a la televisión. Que el
cerdo no sepa que ya se enteró de la noticia.
–¡Papito! ¡Sí es la noticia del siglo! ¡Sí, sí! ¡Qué emoción! Pues a propósito,
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Nunca se sabe
acaba de llamarme. ¡Quiere que vaya con él! Pues le dije que lo pensaría, que
me llamara más tarde. ¡Ay, papito! Sería indigno. Está bien, ahora le llamaré.
Sí, sí, pensé lo mismo. Es la publicidad que siempre soñamos. Bueno, sí. Dice
que estaba borracho, que no volvería a meterse con ella, ni borracho, ni loco.
Es lo que pienso, papito. Lo hemos cultivado tanto, que no es posible que tenga
tan mal gusto. Puede ser. Sí. Entiendo que eso hacemos, invertimos en ellos.
¿Cómo? ¡No! La vida da vueltas, ahora resulta que es una de nuestras mejores
inversiones. Sí, sí. Por el momento olvidemos lo que te pedí. Sí, papito. Te quiero.
Chaíto. Sí, ahora mismo le llamo.
–Ni me digas. Volviste con él, ¿verdad? A ver, a ver, esta vez rompiste el
récord del tiempo más breve en regresar a una relación.
–¿Ya te enteraste?
–No, tonto. Me refiero a que la película de papi, “Detrás del cielo”, será
exhibida en Cannes.
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Todo irá bien
Zaira lo quedó viendo y pensó que él era feliz, que, tal vez, el mundo del
cómic era mejor que el mundo del cine, que cuando García Riera dijo que el
cine era mejor que la vida, lo dijo porque no sabía que el cómic era lo mejor del
universo. Abrió la puerta y antes de salir volvió su mirada, vio a su hermano e
imitó la voz de él:
Y ella respondió:
FIN
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Nunca se sabe
que sólo falta la escena del asesinato. Ella, de broma, lo jala de un brazo, lo
acerca a su asiento y le dice que tenga cuidado, porque, en varias películas han
matado al protagonista, cambiando la pistola de utilería por una real. Él, ríe y
echa para atrás su cabeza, dice que nadie haría eso con él, porque nada malo ha
hecho en su vida. Hace una pausa, se limpia los labios con la servilleta de papel,
toma la mano de Zaira entre sus manos y pregunta: ¿Tú harías algo semejante?
No, dice ella. Pensaba en Ana. La venganza es más venenosa que una serpiente.
Ella se retorcerá a la hora que sepa que tú y yo fuimos juntos a Cannes. Alberto
toma un sorbo de champaña, deja la copa en la mesilla y pregunta:
–¿Cuál crees que sea el mejor método para asesinar a alguien sin que la
autoridad se dé cuenta que fuiste tú?
Y Zaira, quien elaboró una relación mental extensa, dijo, sin dudar:
–Un accidente.
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Todo irá bien
crimen perfecto?
Zaira está a punto de decir que no existe el crimen perfecto, pero recuerda
que una vez Ine, recostado en su cama, le dijo que estaba leyendo un cómic que
contaba el crimen perfecto, ella, en ese instante, no le hizo mayor caso y tomó,
de una repisa, el peine que había entrado a buscar y salió. Si hubiese puesto
atención habría sabido a qué se refería Ine.
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Nunca se sabe
–Y el ciego acepta por supuesto. En su casa, sus hijos le dicen que sí, que
el billete de quinientos es bueno –dice Zaira, ya interesada en lo que Alberto le
cuenta, mientras la azafata pasa por el pasillo y les ofrece una bebida.
Zaira ríe.
–El tipo camina por la zona donde está el puente peatonal. Revisa que
no haya cámaras de seguridad. Ve los dos locales que hay del otro lado de la
avenida, es una nevería con cristales cerrados, y una venta de frutas, con dos
o tres exhibidores en la calle. Ninguno de los dos negocios tiene cámara de
vigilancia en el exterior. Piensa: La perra resbalará y la gente tardará en salir de
la nevería o de la frutería.
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Todo irá bien
–¿La perra?
–Cine que, por supuesto, nosotros, digo tu papá y tú y yo, aunque sea en
mínima parte, hemos superado. De lo contrario ahora no estaríamos volando
rumbo a Cannes.
–Bueno, bueno, sigue. Tengo sueño, pero quiero saber el desenlace –dice
Zaira y se recuesta sobre el hombro de Alberto.
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Nunca se sabe
–¡Ay, no! Dime que la chica no puede ser tan inocente. ¿Qué no se da
cuenta que todo es tan falso?
–“Dobleces al mediodía.”
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Todo irá bien
quién le pagará. El muchacho y la chica intuyen que había un plan contra ella.
El muchacho se acerca y le dice que nadie, que lo han timado, que se retire. La
película termina con una toma del ciego caminando por el puente peatonal. La
cámara se aleja y sólo se ve un punto, como una canica, mientras abajo pasan
cientos de autos a toda velocidad.
–Tal vez porque los imposibles también son posibles. Es posible lograr el
crimen perfecto, así como es posible lograr que ahora vayamos a Cannes y, con
suerte, logremos el premio.
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Nunca se sabe
Zaira sonríe. Parece que Ine tiene razón. Tiene menos inconsistencias que
lo del ciego. Claro. Basta un ligero manipuleo al paracaídas de la víctima y ¡zaz!
¿A quién culpar? A la empresa aérea. Eso sí es un accidente.
Zaira vuelve a ver a Alberto y piensa: Nunca se sabe. Mientras tanto duermo
al lado de un cerdo, en un avión que va a París, ciudad luz. ¡Qué contradictoria
es la vida! Toma un sorbo de su copa de champaña y repite: Nunca se sabe.
Cierra los ojos. Piensa que Alberto tiene razón, es bueno que lleguen frescos
a París, y luego a Cannes, la alfombra roja, los paparazzi, las multitudes que
se arremolinan para ver a sus actrices y actores favoritos. Tal vez logre ver a
su admirada Glenn Close. ¡Qué lejos estará del lodazal donde se regodean las
cerdas como Ana!
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Alejandro Molinari nació en 1957, en
Estudió la Licenciatura en
Lengua y Literatura Hispanoamericana,
en la Universidad Autónoma de Chiapas.
Premio Estatal de Cuento Ulises
Mandujano “Che Garufas”. Mención
Honorífica del Premio Sureste de Poesía
“José Gorostiza” y del Premio Estatal de
Poesía Enoch Cancino Casahonda.
Actualmente es Cronista
Municipal de Comitán. Es Director de
Difusión y Extensión Universitaria de
la Universidad Mariano Nicolás Ruiz
Suasnávar. Es Director General de
Arenilla – Revista.
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Todo irá bien, Cuentos.
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Alejandro Molinari
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